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LAS FIRMAS DEL SÉPTIMO DÍA
H
ACE diez años que don Víctor Zurita Soler nació a la muerte. Hace diez años que el buen tinerfeño —el de la actividad febril que nunca trabajó en el vacío, el de la bondad activa e infatigable— nos dejó para siempre. Se nos fue don Víctor cuando la blanca ternura de la vejez atenuaba la mirada imperiosa del luchador, del batallador por Tenerife. A los que le quisimos y le queremos —pues para nosotros no ha muerto— nos dejó su buen recuerdo, un buen y bien hacer y, también, su nombre ya en la historia de Santa Cruz, de la Isla toda. Don Víctor y «La Tarde». «La Tarde» y don Víctor. Años idos que nos traen recuerdos de niñez y pequenez, de juventud. Con él se nos fue una parte del alma joven pues fue a su lado, junto al maestro de dignidad
Temas isleños
Don Víctor
—de realidad, de elevación de espíritu— donde muchos sentimos la llamada honda y firme del periodismo. A flor de memoria, los escritos de su mano y su corazón, su ejemplaridad. El nos enseñó que uno de los secretos del hombre feliz —del verdadero hombre feliz— es proceder siempre de manera que esté de acuerdo con él mismo. Otra de sus enseñanzas fue que la fe, la esperanza y la caridad, son virtudes del espíritu y que el deber primordial que ellas establecen es el de la confianza en uno mismo. ¿Qué decir ahora de don Víc-
tor? Su latir del corazón y la pluma se centró activamente —incansablemente— en la defensa de la Isla. Con su equilibrio de bien hacer, limpia trayectoria humana y profesional, nunca lanzó una flecha sin adornarla con una flor y, por ello, en todos está su recuerdo, su caballerosidad. Gratamente rendido —gratamente cansado— escribo estas líneas sobre el hombre, nuestro don Víctor, que llevó, como don Leoncio Rodríguez, la verdad como arma en la vida. Ambos fueron hombres buenos, de corazón derecho, hombres que si-
De domingo a domingo
£1 Carnaval que viene E
Recuerdo yo que tuve bastantes diferencias con Ernesto de la Rosa y que lo ataqué duramente desde este periódico en algunas ocasiones. Reconozco que no fui justo. Ernesto era hombre de apariencia severa y autoritaria, pero lo que hacía es asumir todas las responsabidesigual y descuidado y con lidades de los que trabajaban nulas condiciones acústicas. con él y cargar, con valentía, Me supongo que todo se reduci- con lo que salía mal. Una vez rá a un ruido ensordecedor de ensayó una especie de carpa gi altavoces y en un «rebotallo» gante para las grandes atraccontinuo no apto para personas ciones y aquello fue un fracaso, tranquilas. aunque no tanto como los fraDije al principio que nada sé casos recientes. El lo reconoció de programas ni de avances. A y no repitió nunca. Sacaba una lo mejor me equivoco, que me lección de cada desacierto y alegraría, y los señores de la así, sin dolerle prendas, logró Comisión reparten los números conjuntar un programa como de forma coherente, que con- jamás se ha visto. siste, ni mes ni menos, que en Hay que tener en cuenta que repetir uno de los programas Ernesto de la Rosa no contaba de seis o siete años atrás, que con los medios que cuenta la organizaba aquella comisión comisión de hoy. Tenía que pionera del gran Carnaval bajo atraerse a los conjuntos con su la presidencia de mí inolvida- gestión personal. Discutía, reble y querido amigo Ernesto de gateaba, se enfurecía y acabala Rosa y de la que formaban ba por ceder en lo que creía ra parte, entre otros, mis también zonable, y casi en lo que no, queridos amigos Juan DomínPasa a la página 8 guez del Toro, Mario Alonso Pinto, Onofre Rodríguez Gómez Francisco Ayala y Ricardo Sánchez.
STAMOS ya a menos de cuarenta días de los Carnavales gue vienen y la gente santacrucera ha comenzado, prácticamente, el período de ensayo general. Las murgas, las comparsas, las rondallas, los conjuntos esos que no son ni lo uno ni lo otro y que, generalmente, responden al nombre de «agrupación lírica» y todos los grupos que en este Carnaval han sido y son están ensayando con vestuario, como dicen de las misas solemnes los programas de fiestas de los pueblos. No conozco ni el programa ni el avance. Pero, como el hombre y, en particular el concejal, es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, es probable que hagan otra vez este año la misma ingeniosa separación de la fiesta en dos bloques: el primero, exclusivamente dedicado a los concursos y el segundo, dedicado absolutamente a nada, es decir, a lo que los conjuntos quieran hacer en la calle para deleite del respetable. El año pasado, en esta misma columna, me referí a esta separación absurda que descafeína al Carnaval propiamente dicho, es decir, al Carnaval encajado en sus fechas. Corno todos los concursos se hacen en ^emana anterior, encuadrabas hábiles, se les priva ^° festero, se les res" conjuntos cori-
guen viviendo en el fondo transparente del lago de los recuerdos. El nos enseñó que nunca es demasiado tarde para buscar un mundo más nuevo, que el eterno ocaso es una eterna aurora, que el hombre está lejos de poder realizar todo lo que quiere, pero puede mucho —mucho— si se lo propone. Para siempre, esto es, para después de después, don Víctor en nuestro recuerdo. El atesoró grandes verdades, acuñó aquel oro y lo hizo saltar del olvido a la sangre, al alma de la juventud. Quería que el agua conducida no perdiera nunca la alegría de la espuma ni el vigor del torrente y, como buen tinerfeño, siempre sentía la emoción del puerto, la emoción de la brújula y el mapamundi. Ahora, cuando el silencio es intenso, parece oímos su tranquila voz en lejanía y, una vez más, evocamos a quien escribía sus artículos con la hermosa calma y la perfeccción de un soneto. Con don Víctor —con don Cristóbal González Bento— aprendimos a querer la mar y los barcos, aquellos viejos vapores que nos llegaban dando al aire la obra viva de sus lastradas. Hoy, cuando las evocaciones nos sacan la niñez a flor de alma, bien comprendemos que don Víctor fue una ilusión más que la muerte nos arrebató, una cruz rnás para el cementerio de nuestro corazón, pues son ya en él más los muertos que los vivos. Una vez más, el recuerdo del buen tinerfeño de ideas netas, puras, limpias —y hasta un poco picudas, como decía Ganivet— que siempre tuvieron en él un defensor persistente. Para don Víctor, la prensa era, alternativamente —como también para don Leoncio— rayo y pararrayos: rayo para encender y avivar justas exaltaciones; pararrayos para contener y aplacar exaltaciones basadas en un error. Hoy, corno siempre, el recuerdo de don Víctor Zurita Soler, el buen periodista que, como don Leoncio Rodríguez, para su Isla quiso intacto el corazón, su amor invulnerable.
Juan A. Padrón Albornoz.