CRITERIOS
EL DÍA, Tenerife, domingo, 16 de febrero de 1986
Cuento del domingo
Temas isleños
Las dudas de un juez
El regreso al viejo barrio
USTO era don Justo Entrambasaguas, el juez. Como su nombre parecía indicar, Justo era el nombre y justo era él también, en sus juicios y en sus senten cias. Bien aquilatadas las causas y bien estudiados los antecedentes por él y por sus pasantes, nunca daba un juicio, nunca daba una sentencia el juez sin que estuviera plenamente convencido de la culpabilidad del acusado. Y así las cosas estaban cuando don Justo, como todo el mundo se muere, se murió. Y subió al Cielo, porque era un buen hombre: justo en sus sentencias y justo en su vida. Una vida cabal y entera, una vida de buena persona. Subió al Cielo y así fue acogido como lo que era y como lo que había sido en la vida. Pero don justo, al llegar a la otra vida, empezó a sentir remordimientos, empezó a sentir dudas. ¿Habría sido justo en todas sus sentencias? ¿Habría sido el efecto buscado en ellas el que él deseaba: el castigo del culpable, con las menos penas posibles para sus familiares, a los que pudo haber hecho algún daño? Esa había sido su duda, cada vez que dictaba una sentencia: no pensaba en el sentenciado, sino en sus familia-
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res, eri lo que quedara detrás cuando él se fuera a la otra vida o se fuera a presidio, según los casos y delitos cometidos. Y así las dudas que alborotaban su mente llegaron a conocimiento de Dios, que Dios está en todo y por consiguiente también en los pensamientos de los que tiene a su lado y Dios decidió entonces, en bien de don Justo, devolverlo a la Tierra. Que fuera una temporada a ella para que pudiera comprobar el efecto y las consecuencias de las sentencias que había dictado. Bajó don Justo a la Tierra, y se encontró, de pronto, cuando menos lo esperaba, en la casa en que seguían viviendo sus familiares. En su despacho, rodeado de todos sus papeles y de todos sus documentos y empezó a recorrer las casas de aquellas personas que había condenado y sobre las que tenía algún temor de haber hecho daño a sus familiares. Entre los casos primeros que recordaba, uno de ellos era el de un hombre, un asesino, pero un mal asesino. Un hombre que había asesinado a mansalva, con todos los agravantes y todas las circunstancias peores, a una anciana para robarla y que él, como consecuencia de los antecedentes que tenía y de las
Juegos de la infancia
La cuna OY escribo con la sana intención de ejercitar a nuestra imaginación con el recuerdo de uno de aquellos juegos que nos ayudaron a hacer más placentero el paso de nuestro tiempo libre. Puede que hoy, por vez primera, estemos bautizando a un juego, pues ocurre con muchos de nuestros juegos que la gente los ha practicado, de forma espontánea, sin ponrjrle nombre alguno que sirviera para identificarlo. En el caso concreto de este juego he de decir que cuando yo lo practicaba decía: «Vamos a hacer el serrucho»; es decir, no emplonha en la cita la palabra jugar Y, ahora, esí que mi escritura sea Jo ;>.* . jientemente esclarecedora para lograr que, a través de ella, ustedes se identifiquen con este juego. Digo, en principio, que para la práctica del juego era indispensable el contar con un trozo de hilo o de cordón elástico, unido
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Adjudicada la construcción de la Escuela Agraria de Guía de Isora Santa Cruz de Tenerife.- El Gobierno de Canarias ha adjudicado el contrato para las obras de construcción del edificio que albergará la Escuela de Capacitación Agraria de Guía de ísora, en Tenerife, por un presupuesto de más de 106 millones de pesetas. La Consejería de Agricultura, Ganadería y Pesca del Ejecutivo Autónomo ha adjudicado, asimismo, el contrato para la obra de abancalado de la finca sudoeste de Tenerife, también en Guía de Isora, por un importe que supera los 83 millones de pesetas.
por sus extremos. Este juego podía, y puede, ser practicado por un solo jugador pero lo normal es que los niños formasen parejas para jugar. . Estando en posesión del cordón elástico o del hilo correspondiente, la primera operación consistía en pasarlo por el dorso de nuestras manos y separar éstas con la intención de que el hilo quedase tenso. A continuación aflojábamos el cordón tratando de conseguir que el mismo envolviese a cada una de ellas. Una vez que el hilo pasaba por el dorso y por la palma de la mano, los dedos buscaban paso entre el cordón Y la piel y tirando de una manera conveniente se lograba obtener una tupida maraña de hilos. Las operaciones que se sucedían a continuación eran de las más variadas. Introduciendo nuestros dedos por aquellos hilos entrecruzados lográbamos obtener, a veces con dificultad, la figura apetecida. De las múltiples figuras que se podían sacar para mí la más representativas eran: «la cuna» y «el serrucho». En el caso de «la cuna», es cierto que los enredados hilos nos hacían pensar que lo que teníamos delante de nuestros ojos era algo muy parecido a la camita en la que descabezamos nuestros primeros sueños. En el caso de «el serrucho» la figura en poco se parecía a la herramienta del mismo nombre, tan usada por los carpinteros. El nombre procedía, posiblemente, del movimiento que se le podía imprimir si se tiraba convenientemente por los extremos de la misma. Este juego, por fortuna, no ha desaparecido. Se sigue practicando preferentemente entre las niñas. Las niñas de nuestros días con mentes despiertas y con ágiles dedos construyen y destruyen las mismas figuras que antaño fueron imaginadas por nosotros. El paso de los años ha hecho cambiar a muchas personas, pero este interesante juego permanece fresco en las manos de las criaturas. Alberto Rodríguez Alvarez
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pruebas que había, no tuvo más remedio que condenar a muerte —entonces existía todavía la pena de muerte— y el hombre fue ajusticiado. Don Justo, en vista de ello, se decidió a visitar a la viuda, que había quedado con cinco hijos. Ese había sido su gran remordimiento: pensar que al enviar a aquel hombre a la horca, dejaba una viuda y cinco hijos detrás. Llegó a la casa, y no encontró la tiisteza que él esperaba. Pero no; habían pasado ai gunos años. La viuda, que en los primeros tiempos había luchado lo indecible para salir adelante, al fin había podido colocarse en un trabajo con lo que podía subsistir, y luego halló un buen hombre que, compadecido de todas sus desgracias, se casó con ella y acogió a los cinco hijos y los trató como hijos propios. La casa era feliz. Aquella mujer había regenerado su vida. Vivía con su nuevo marido, que era una buana persona, y sus cinco hijos. Y era feliz, completamente feliz. Un gran consuelo sintió don Justo con ello, y pensó que al fin y al cabo, no habían sido malas las consecuencias de sus sentencias. Y siguió recorriendo casas. Halló a una mujer que había tenido una vida infernal con su esposo que la maltrataba, la insultaba, la trataba como una escoria. Ella no podía resistir aquello. ,y estaba a punto de buscar una solución, cuando el hombre cometió aquel delito y fue condenado por el juez a muchos años de presidio. Y aquella mujer se había encontrado sola, pero aliviada. Aliviada de todos sus quebrantos y todas sus penas. Se había quitado la angustia de aquel vivir infame al lado de aquel hombre cruel. Había encontrado, además, un amigo, un buen amigo que la trataba con cariño y con ternura y ella no echaba de menos al marido. Todo lo contrario, se encontraba liberada. Y era feliz, completamente feliz también. Otra buena noticia que recibió don Justo y siguiós sus averiguaciones. Llegó hasta aquel hombre que había sido ladrdn toda su vida, que había robado a su jefe, que había faltado a todos sus deberes y que, por infame, por traidor, por ladrón, había sido condenado a algunos años de presidio. Y lo encontró en prisión, cumpliendo su condena, con paciencia, con tranquiliad, convencido de todas sus culpas. Había sido redimido por la sentencia, y regenerado por el buen trato recibido y las asistencias religiosas que había tenido. Era ya un hombre cabal, un hombre honrado, un hombre bueno en lo que cabe, a pesar de lo malo que había sido. Pasaba los últimos años de condena con tranquilidad esperando la libertad que le devolviera a la vida de trabajo, honrado y feliz. También se quedó tranquilo don Justo y siguió comprobando. Y encontró a aquel chico que había condenado, por haber cumplido poco antes la mayoría de edad y lo había condenado a algunos años de cárcel. El chico se había regenerado también completamente y había recibido buenas lecciones y marchaba por buen camino en la vida. Y halló después en la cárcel a una muchacha que en su juventud había sido asistenta en casa de unos ancianos y había robado y había sido condenada por él a algunos años de prisión. Y la chica, en la cárcel, había conocido a un guardián, un vigilante que se había enamorado de ella. Y al cumplir su condena, de pocos años relativamente, se habían casado y era completamente feliz. Estaba regenerada, se había regenerado con la boda con aquel hombre que habia sido su guardián. Tranquilo ya por parte de todos aquellos casos, el juez decidió dejar sus investigaciones y convencido de que había obrado bien y que sus sentencias no habían producido grandes males, regresó al Cielo y allí Dios le recibió con los brazos abiertos. Y le dijo: —¿Ves tú, Justo, como no has hecho nada mas que cumplir con tu deber? Y yo, ahora, te digo que cuando la Justicia humana falla o se equivoca, aquí está, para corregirla en cualmiifir momento, la Justicia HP
ARGA, muy larga la estancia de Domingo Pineda Reyes en tierras argentinas. Después de 39 años en la nación hermana volvió a su antiguo barrio del Toscal y, acompañado por su esposa, de nuevo recorrió las calles —Santiago, San Francisco, Saludo, San Martín, Señor de las Tribulaciones, etc.— que, con la de La Rosa, le traían evocaciones que le sacaban la niñez y pequenez a flor de alma. En las antiguas y buenas calles del Toscal, Domingo volvió al alma blanca y fresca de la infancia, a cuando teníamos todo el sol en los ojos, a cuando desde «la muralla» veíamos en las playas que ya no son la pureza de las olas de frescura y salmuera. Con Luis, otro amigo tose alero que también vivió en la buena tierra argentina —la de la risa rubia del trigo en las llanuras— Domingo retornó a las calles del buen y viejo Toscal, al barrio de nuestros años niños, al que tenía —y bien mantiene— toda la bondad del buen pan en la mesa. De aquellos años no vemos, apenas recordamos la precisión periódica del tiempo, pero sí el oleaje, el trueno marino que, como una conmoción, entraba en nuestras vidas. El tiempo ha pasado con días y noches y ha ido borrando mucho de lo que bien sumó un nudo más al hilo
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de la vida. Ahora, durante unos días —pocos, ciertamente— Domingo volvió a la ciudad, ya muy cambiada, de los años idos para siempre. Pero evocó, bien recordó, las playas —Ruiz, La Peñita, San Antonio y Los Melones— donde las olas mantenían su canción y, muy cerca, nos hacían soñar trenes aquellas locomotoras empenechadas de humo y vapor que, con la piedra de la cantera de La Jurada, iban con lentitud hacia el Muelle Sur que crecía a impulsos de la grúa Titán. Domingo Pineda no encontró el antiguo «mirador» de la calle de la Marina, aquel que se abría sobre el diario regalo azul de toda la mar pintada de barcos. Allí, muchos hemos buscado y encontrado en el corazón la eternidad del dulce pasado, pues —no lo dudemos— sólo lo que pasa queda para siempre. Lo eterno no es el porvenir; lo eterno es el pasado. Cuando las antiguas calles nos llegan con la muda voz de su silencio, evocamos la tierra sonora de El Blanco que, envuelta en aroma de algarroberos, tenía y mantenía tranquilidad en la ladera solitaria. El buen amigo de la infancia volvió al barrio que para él —para muchos— es todo un libro de nostalgias. Allí encontró antiguas y alegres sonrisas, pero también terribles ausencias. Sin embargo bien recordó a to-
dos los que, como él, temamos el corazón abierto e inquieto en la auténtica fiesta de todos. Con su esposa, Domingo Pineda Reyes ha vuelto a la bue na tierra argentina, a la que vio nacer a sus hijos y nietos. Se lleva en su corazón todo el barrio de la generosa y noble bondad, el que en años que fueron era todo un camino de luz en el cielo y, ahora, todo un semillero de nostalgias. Allí, donde vivimos, somos y seguimos, el buen amigo sintió, hondo, el río de los años y, también honda, una dulzura en el corazón. Pero allá, en la ciudad de Ensenada, sonaban voces que —lejanas y entrañables— llegaban hasta Santa Cruz y, respondiendo a la llamada de los suyos, Domingo nos dejó. Pero lo hizo con la promesa de un próximo retorno para que, en El Toscal, sus hijos y nietos conozcan la sombra fresca y verde de los laureles de Indias, toda una vieja paz casera y dormida. En un claro amanecer como de lejana infancia, Pineda y su esposa regresaron a la buena tierra argentina, desde donde —con una guitarra que canta y encanta— uno de sus hijos, buen intérprete, tocaba sus corazones con una luz profunda. •
Juan A. Padrón Albornoz
AmeriCan arias
Relaciones folklóricas Ganarias-Uruguay im S
ABIDO es que la aparición de la polca en los salones europeos se puede considerar como uno de los acontecimientos más memorables en la historia de la danza, especialmente debido a su veloz propagación. Nacida en Bohemia alrededor cíe 1830, su nombie, en opinión de la mayoría de los especialistas, deriva de la palabra checa pulka r que significa mitad, en clara alusión al medio paso o sobrepaso que lleva el baile. Puede demostrarse que, tras el auge alcanzado por la polca en los salones europeos (Viena, 1839; París, 1840; Londres, 1844), el baile se extendió por América con idéntica celeridad. Según Ayestarán, el 6 de noviembre de 1845 se baila la primera polca en Montevideo, a cargo de Eloísa y Benjamín Quijano, que la interpretan en la Casa de Comedias. Por lo que toca a Canarias, también las compañías teatrales fueron el más eficaz y prácticamente el único vehículo de difusión de los géneros musicales impuestos por la moda europea en el siglo XIX, como ya hemos dicho en otro lugar. La polca también tuvo la virtud de extenderse rápidamente a los ambientes campesinos y rurales, como igualmente ocurrió con otros géneros musicales en ese siglo. El proceso de folklorización, de salón a campaña, tan bien estudiado por Carlos Vega, no tuvo en el caso de la polca esa asimilación lenta y progresiva que caracterizó a otras danzas y cantos llegados de la vieja Europa. Ya en 1885, Francisco Bauza nos dice que «las hijas de los labradores bailan polcas y mazurcas como se danzan en los pueblos». En Canarias tuvo que ocurrir algo parecido, puesto que el género presentaba atractivos suficientes como para que fuese r á p i d a m e n t e aprehendido en las zonas rurales. No olvidemos eme
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Partituras de polca canaria, recopiladas por Lauro Ayestarán abrazo cerrado con vueltas sobre la pierna derecha) entrañaba uno de los primeros enlaces «totales» de la pareja, luego culminado en el tango con una mayor dimensión sexual y erótica. En el caso de la polca, dentro del contexto de las relaciones c a n a r i o - u r u guayas, sería intrascendente tratar de averiguar si el baile fue llevado a aquella república por nuestros isleños, cosa improbable, porque ya hemos visto que estos géneros musicales del siglo XIX seguían el camino marcado por las compañías teatrales, igual que hoy la difusión viene impuesta por la televisión o la radio, que se valen del disco o del vídeo para realizar unas instantáneas y generalizadas trascultur aciones. Sin embargo, sí es interesante señalar que los canarios residentes en Uruguay en el siglo XIX jugaron un papel decisivo en torno a la evolución y difusión de la polca agitadora y europea, como nos demuestra Lauro Ayestarán en su valioso «El folklore musical uruguayo» (Arca Editorial, Montevideo, 1979). Porque nadie, hasta el momento y que nosotros sepamos, había dicho por estos predios que los canarios en Uruguay llegaron a crear un espécimen de polca urbana, que luego se exten dio por todo el país. Lauro Avestarán. üara
dice: «El nombre de «Canaria» parece provenir de su auge inicial en el departamento de Canelones, pero en la actualidad la encontramos en cualquier punto de la República» (Página 55). El barrio de Canelones, como ya hemos dicho, ha sido tradícionalmente el feudo principal de los canarios, hasta el punto que todos sus habitantes son conocidos como canarios hayan o no nacido en las islas, tengan o no ascendencia isleña. Es una lástima que el admirado folklorólogo u r u guayo, el más valioso y eminente que haya conocido este país, no reparase en una de las coplas de polca canaria a la hora de precisar hasta qué punto resultó decisiva la aportación de nuestros compatriotas al género musical. Porque si lo de Canelones resulta vago e impreciso, esta cuarteta octosílaba que él recoge en la página 58 no deja lugar a dudas: El amor de los canarios no puede estar escondido porque siente olor a gofio y a la lengua es conocido. Por exigencias de espacio dejaremos para el próximo domingo el análisis de esta polca canaria, su valoración musical y otros detalles de interés que nos desvela Ayestarán en su estudio, tan revelador, valioso y emocionante para nosotros los ca-