LOS ANTIGUOS ALMACENES CARBONEROS

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.Tenerife, domingo* 15 de junio de 1986

n LLÁ por Valleseco, a la vera del barranco —a la sombra de la montaña de La Jurada— se alza lo poco que queda de los amplios almacenes carboneros que, por 1876, construyó la empresa Bruce, Hamilton y Compañía. Muy cerca, los de Cory Brothers and Company Ltd. que, de estructura metálica, fueron los últimos que en la misma costa —con muelle y varadero propio— se alzaron para almacenar el carbón gales que, regularmente, llegaba a Santa Cruz de Tenerife. Junto a estas instalaciones, que con la misma finalidad construyó la firma Depósitos de Carbones de Tenerife S.A., edificación costera que, con su muelle corto y recio, continúa mordiendo la mar. Hace sólo unos meses, otros almacenes —los antiguos de la Eider Dempster, entre la Avenida de Anaga y el Muelle de Ribera— fueron demolidos y, así, pasó a la historia parte de un capítulo en el desarrollo del puerto tinerfeño. Con estos recuerdos, la imagen que, cargada de años —muchos años— muestra los depósitos carboneros que la citada Cory Brothers tuvo, desde 1862, entre la Plaza de la Iglesia y la playa. Cerca estuvieron los de don Agustín Guimerá que, en el año citado, fueron destruidos por un incendio y, años después, en la misma zona se construyeron los de Ghirlanda Hermanos y don Juan Cumella. Otros almacenes —Inocencio Fernández del Castillo, Juan Croff, Guillermo Davidson y Compañía, Blas Cabrera y Juan Rumeu— se proyectaron y construyeron en la costa de Santa Cruz, ciudad marinera y punto de escala obligatoria para los barcos con necesidad de rellenar carboneras y refrescar la aguada. Cuando en 1837 arribaron a Santa Cruz los vapores de ruedas «Atalanta» y «Berenice» —primeros «steamers» en aguas de Canarias— ya aquí hicieron consumo para, a vela y máquina, luego proseguir sus singladuras hasta la India lejana. En 1860, por el puerto de la capital tinerfeña se suministraron 5.796 toneladas de carbón a barcos de escala regular o en tránsito; dos años más tarde la cifra ascendió a 14.237 toneladas y, según don Alejandro Cioranescu en su «Historia de Santa Cruz», los almacenes carboneros de esta capital tenían capacidad para más de 50.000 toneladas y, además, medio centenar de gabarras, «capaces para 130 a 180 to-

A

El brazo protector del entonces corto Muelle Sur daba cobi- I jo a un cada vez mayor número de negras y panzudas gabarras carboneras, todas con buen festón de defensas y, en bodegas, el tesoro humilde de combustible que daba vida al puerto. Muy cerca de ellas, los aljibes flotantes siempre dispuestos —«Alicia», «Tulsa», «Dorotea», etc.— de altas y delgadas chimeneas que, como embudos invertidos, se alzaban sobre la caseta de la caldera que daba vida a la bomba que trasegaba a los tanques del recién llegado el buen agua de los nacientes de Aguirre. Siempre «caldiando», tales aljibes se adornaban con los penachos de que escapaban por las chimeneas y los de vapor que, ruidosos, lo hacían por los «mambrús».

Entre la Plaza de la Iglesia y la playa, en 1862 se construyeron los almacenes de la empresa Cory Brothers, que contaban con muelle propio para la descarga de las gabarras carboneras

Los antiguos almacenes carboneros (I) neladas cada una, y 50 lanchas de 15 a 26 toneladas». «En esta época —añade el señor Cioranescu —Santa Cruz y Las Palmas exportaban juntas dos veces más carbón que todos los demás puertos españoles». Y fue que, mientras en puertos de la Península se suministraron 60.818 toneladas, en Santa Cruz y las Palmas fueron 127.391 toneladas —valoradas en 3 millones 312.184 pesetas— las cargadas en los barcos que dieron fondo para hacer relleno de carboneras. En la imagen parcial de la antigua ciudad —de la que sólo queda la torre esbelta de la Iglesia de la Concepción— los almacenes y pequeño muelle de la empresa Cory Brothers and Co. Ltd. que, al final de la calle de la Caleta, se abrían con frente a la Plaza de la Iglesia y trasera a la playa que, aplacerada, ofrecía reposo húmedo a los botes de las gabarras encargadas del suministro en fondeo. El fondeadero que utilizaban los vapores consigna-

dos a Cory y que tenían que ser abastecidos por las gabarras que cargaban en el muelle que aparece en la imagen, era cercano al «petón de San Telmo», hoy casi olvidado. Este lo situaban los antiguos Derroteros frente a la ermita del santo patrono de los hombres de la mar, San Telmo, encargada también de la custodia de la Virgen del Buen Viaje y a cuyos centenarios muros —que aclaman ayuda para no caer para siempre— aún llega el rumor de la mar remansada en la dársena. A la derecha, los caserones que daban a la calle de la Caleta y, justo al centro de la imagen, el de la antigua casa de comidas —con patio que era un verdadero corazón de sol— que hacía esquina con la Plaza de la Iglesia. Destaca por su relativa altura el edificio donde luego se construyó el Palace Hotel que, frente, siempre tuvo arboleda gratamente sonora. Hay recuerdos que se graban profundamente en los corazones

y, a la vista del buen documento gráfico que ilustra estas líneas, un amigo me confesó que mentalmente volvía a los años niños, a los de poco muelle y muchos barcos, a los del carbón y las gabarras que tan lejos nos parecen ya. Con palabras y recuerdos, vivió mi amigo —viejo amigo— tiempos de niñez de gozo tranquilo, de despreocupación. Volvió a los días cálidos, dilatadas serenidades de la inocencia, a las sorpresas del cotidiano descubrir el mundo todo. Vivió tiempos idos —buenos tiempos idos— que, aureolados por la añoranza y la nostalgia, tomaban claridades de sueño infantil. Y es que la vida nueva en años nuevos no ha logrado hacer palidecer en él los lienzos del recuerdo y el canto presente, palpitante, tiene y bien mantiene ecos vivos del sueño lejano. Volvimos a la ciudad marinera que, base de suministro de carbón por excelencia, ofrecía su puerto y dársena a los lentos car-

gueros y rápidos trasatlánticos que de continuo arribaban para, en fondeo, rellenar sus exhaustas carboneras con el «best Welsh» de mucha fuerza y poco humo que dormía en los almacenes que se alzaban en la costa y en las gabarras amarradas frente a las playas. Llegaban marchando de humo las mañanas de Santa Cruz, ciudad que se adornaba con la insuperable gracia marinera de los palos de mucha guinda, aparejos de cruz y blancas velas repletas de brisa y sol. Aquella época era la de los barcos que andaban a carbón, devorándolo con sus hornos y devolviendo a las nubes negros y airosos penachos que, luego, quedaban tendidos sobre las estelas. Era el tiempo del trasiego de viejos carboneros cansados, todos con el llanto rojo de las planchas y portillos chorreando herrumbre sobre la obra muerta y retiznados por el negro polvillo del Cardiff estibado en las bodegas.

Este era el pequeño mundo en el que, con el malestar frío y verde de la madrugada —cuando aún lucían estrellas descoloridas y en lo alto de los laureles ya batía todo el mar del amanecerse movían los hombres del carbón y la carga blanca. Rompiendo la tierna corteza de la mar llegaban los vapores, cada uno con su huracán propio. Dos colores, escarlata y negro, síntesis del dragón, de lengua de fuego y jadeo de pulmón, se hermanaban en las salas de calderas y máquinas. Allí el vapor bramaba en cada hendidura y se hacía grito en la sirena de blanco penacho; allí, hornos de horror, con fuego blanco, compacto como joya inmóvil, y paletadas de carbón -—paletadas de infierno— mientras medio hombre era de oro, sudoroso, y la otra mitad de fría espalda llovida. Hombres de parparos inflamados por el carbón en los lentos cargueros o rápidos «liners» —hombres entre manómetros, indicadores de presión, aceite y reguladores— que, desde las salas de máquinas y calderas, pastoreaban incendios por todos los mares del mundo. Aquí, a la sombra de Anaga —ante la costa fresca y valerosa como una espada nueva— los vapores, hambrientos de carbón y sedientos de agua, rellenaban los «side bunkers» y los tanques; luego, tras beber luz y sol en sus estampas marineras —unos hasta las marcas, otros dando al aire la obra viva de sus lastradas— ponían proa al horizonte, símbolo siempre de lejanas singladuras.

Juan A. Padrón Albornoz

La Gomera y el V Centenario del Descubrimiento En múltiples ocasiones —pero ahora con más razón que nunca, después de la injustificable ausencia de la representación de La Gomera el día 15 de marzo, con motivo del 494 aniversario del regreso de la Pinta y la Niña a Palos de la Frontera— he denunciado públicamente en las columnas de EL DÍA, del que soy colaborador, en esa defensa en solitario y a brazo partido, que me he propuesto, respecto a esa tierra, y en la que llevo muchos años —aunque el silbo se pierda y nadie se entere— sin tregua alguna, y sin caer en el desánimo, acaso con el beneplácito de vosotros, pero también —¿por qué no... ?— con la más absoluta repulsa de otros, en esa lucha —repito— que acaso las futuras generaciones valorarán, si en ellas llegara a anidarse el agradecimiento y la gratitud.

vincia en general, sino de esa tierra en particular, hecho éste demostrado y ratificado a diario en sus columnas informativas, sin cuya valiosa colaboración nada efectivo se lograría, ni el nombre de esa tierra sería familiar ya a sus lectores de todo el Archipiélago —rescatándola así de ese aislamiento en que se le ha sumido— y proclamando la verdad de su compleja sustantividad, que por compleja, es diferente. En esas múltiples ocasiones —repito— he denunciado públicamente que: algo oscuro, incorrecto, indefinido e inadmisible se está fraguando contra esta «primera antilla castellana», «Madre nutricia de América» y «pórtico de esas tierras descubiertas», y «partida definitiva hacia Guanajianí», con respecto a la Conmemoración del V Centenario del Descubrimiento.

mundo, y conjugados por el protagonismo del hombre. Creo asimismo como veraces —dentro del siglo XV, y concretamente refiriéndose a España, el quehacer de esos dos monarcas españoles y castellanos: Isabel y Fernando, durante cuyo reinado —amén de otros hechos importantes y sucedidos— figura uno de especial trascendencia, no sólo en lo español, sino en lo universal: el Descubrimiento de América —cuya paternidad —sin paliativos— corresponde a esa Corte de Tanto Monta —al creer en los planes aventureros-descubridores de ese genovés marino, que fracasado en Portugal, regresó a España, y concretamente a Palos de la Frontera, a la búsqueda de una mejor suerte, y de cobijo además, para él y su hijo. No voy a entrar en detalles y hechos conocidos ya —cuál si

significativos y sustanciales del quehacer colombino, dentro del proceso del Descubrimiento, que son inamovibles dentro de dos latitudes también inamovibles en esencia y protagonismo de ese «suceso» mostruo», asombro de todos los siglos, y gloria universal para España, para Castilla, para Palos de la Frontera y para la Gomera, esa tierra de la chácara y el tambor —colombina por antonomasia— pese al olvido, indiferencia y desprecio— por el solo pecado (?) de servirle al Almirante de «rampa de definitiva partida, y de camino indiscutible —antes como ahora— dentro del lenguaje marino: bajar a Guanahaní: América. Porque, pese a la Comisión Nacional del V Centenario del Descubrimiento, del interés que despleguen las autoridades y fuerzas vivas de la isla, de los

herencia, ni nitidez de transparencia. Y cuando el horizonte presenta síntomas de alteración, en ese mar en el que ese horizonte no parece ya ser límite de distancias y tranquilidad y sosiego de océanos, sino confusión e incoherencia, mucho es de temer —irremisiblemente— a la furia del oleaje y la tempestad: dicho en otras palabras: al más cruel y despiadado de los atropellos y la injusticia. Porque: pese a la arribada de Colón y su flotilla a La Gomera. De haber vivido, pernoctado y convivido con las gentes en San Sebastián de la Gomera, Villa-Capital. De haber realizado la «aguada» a cada una de las naves, del Pozo de Agua de la Casa de la Aduana —hoy Pozo de la Aguada histórico y colombino—

las tres carabelas, reponiendo fuerzas, y reparando desperfectos de funcionamiento. De la estancia de la flotilla colombina, del Almirante y sus hombres. De suplicar el favor para él y su gente a Santa María en el Templo gomero de la Asunción. Pese, a haber salido el pueblo a despedirle. De presenciar la Torre del Conde la arribada, y estancia; de haber pernoctado en su domicilio fiscal: la Casa de Colón, en la calle principal. A pesar de la tibia brisa de la bahía gomera, hinchando los velámenes de las carabelas, y del testimonio de arribada, presencia, estancia y partida, proclamado por sus «amigas y guardianas», las montañas que bordean la bahía y puerto gomero. Pese a la Partida definitiva —inamovible, e irreversible— el


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