El bar Kike y Paca la Tomate

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NAZARIO

EL BAR KIKE Y PACA LA TOMATE

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«Pero es precisamente que la sociedad de entonces, como los rostros hoy cambiados y las cabelleras rubias sustituidas por cabelleras blancas, ya solo existía en la memoria de unos seres cada día menos numerosos.» Marcel Proust, El tiempo recobrado

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Índice 8

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A modo de prólogo: El Barrio Chino

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Las movidas que organizábamos en el Kike

El bar Kike, último reducto de los bares de homosexuales en el Barrio Chino de Barcelona

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«Para mayo nos quitamos el sayo». Exposición colectiva de los artistas que frecuentábamos el bar

El nacimiento de Paca la Tomate y sus actuaciones en el Dickens

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La fiesta

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Fiesta en la plaza Reial para celebrar el primer aniversario de la muerte de Ocaña

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Fiesta de aniversario en Las Cuevas

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Manifestación en las gradas de la catedral contra el papa Wojtyla

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La falsa boda

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Paseos ocañescos por la Rambla, el metro y La Boqueria

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Redada de la policía en el Kike

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Los carnavales de La Paloma

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Preparativos para la fotonovela de El Víbora «La Caperucita encantada en el bosque rojo» La performance de los gabachos y el número que realizaría aquella noche Esther encerrada en el váter con cientos de globos

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Sesión de fotografías con la Esther y Franco para la revista Europa Viva

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Keith Haring y Marc Almond en el Kike

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La Paca inmortalizada

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El bar Padam y la Bárbara

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A modo de prólogo: el Barrio Chino

Jordi Barceloneta escribió en 2004 el siguiente texto para el libro La Barcelona de los 70 vista por Nazario y sus amigos: EL BARRIO CHINO Hubo una vez una ciudad, mediterránea ella, que poseyó un barrio canalla, heredero y último reducto de una Belle Époque que marcó su vida nocturna. Era esta una ciudad abierta y sexual, crisol de migraciones, con un barrio repleto de ensoñaciones para un amante del sexo fácil, rápido y directo como le gustaba a Genet. Un barrio para valientes y transgresores, forjado de pasiones, en el que la ciudad entera se reflejaba. Este era un lugar que, aún bajo la batuta de un dictador, nunca pudo ser domado; en donde el olor acre humano llenaba las calles, lleno de los más abigarrados colores de Titanlux radiante; donde el bullicio callejero era una mezcla de música de tocadiscos y voces de vendedores ambulantes entre humos de Celtas y caliqueños. Un barrio repleto de marineros y meretrices, estibadores y transportistas, mariquitas y proxenetas, que hicieron posible la existencia de este lugar único. Estoy hablando del Barrio Chino de Barcelona, una época y un lugar que los mandarines actuales intentan ningunear a la historia llegando incluso a cambiarle el nombre del callejero de la ciudad. Pero yo os doy fe de que esto existió, que el Rada y el Molina eran unos bares en los que por un Trinaranjus

nos dejábamos meter mano por paletas de callosas y curtidas manos mientras bailábamos las canciones de un tal Adamo o los estertores místicos de una Piaf macarra y agonizante. Por no hablar de la Gran Cava, frente a la comisaría de Conde del Asalto donde, entre chatos y patatas bravas, podías despacharte unas cuantas felaciones a gogó en el retrete, pequeño, infame y maloliente, pero tremendamente activo y seguro debido a su ubicación y a la clientela (polis) que lo frecuentaba. Mucho más seguro que el Cosmos, lugar preferido de chaperos y carrozas pero menos que la Bodega Bohemia o Les Enfants Terribles. ¡Y qué decir del bar Cocodrilo, de la Concha de Escudillers, abarrotado siempre, feudo de la Ducados, de la Tropical, cuando salía de la lechería de su madre en el barrio de La Ribera! ¡Ah, cómo olvidar esos primeros pasos del travestismo más celtibérico, de santa Ocaña, que en los cielos esté, de la Palmira y la Tomate y de esa pléyade de transgresores que pululaban por el Kike, de la Mami y de tantos otros que, sin encomendarse a Dios o al Diablo, estaban abriendo paso al movimiento homosexual que desarrollaría después (por cierto, nunca se les ha sido reconocido el más mínimo esfuerzo)! Recuerdo las redadas, cuando la policía irrumpía en los locales, desenchufaban las máquinas de discos y, bajando la chapa de la puerta,

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ponían a todos los clientes contra la pared y, entre un tú sí o un tú no, cribaban al personal y se llevaban a unos cuantos a comisaría a fregar suelos mientras tú rezabas al santo de turno para que no se lo contasen a tus padres. Por aquel entonces los sábados íbamos a la peluquería para ponernos más guapos el domingo y, cómo no, aquel era el tiempo de la Germana, la peluquería de una amiga que, entre putas y resignadas, nos depilaba la barba… ¡qué dolor! Pero había que presumir de piel suave como el culito de un niño. ¡Era lo que molaba entonces!, aunque algunos se hacían hasta las piernas y todo, como la Bibi, que entonces, recién llegado de Ceuta, le llamábamos aún Manolo (eso era antes de irse a Madrid, tras pasar por el Barcelona de Noche o el Gambrinus junto a Madame Arthur, que presumía de haber sido violada en Valladolid por el mismísimo Burt Lancaster). Y esta historia me remite al cine, a aquellos cines de pajilleras como el Diana, que, por cinco duros, relajaban a aquella legión de paletas con fiambrera que acudían en tropel a saciar sus apetitos más íntimos. Me acuerdo del cine Hora y los cines de verano del Paralelo, del Atlántico o del Latino en la Rambla con los soldados de permiso que, con tal de descargar la leche acumulada en sus huevos, no se fijaban mucho en qué dirección apuntaban; o, cómo no, del cine Arnau y su

fabuloso váter, o del Edén, frente al Palau Güell, grande y espacioso; aunque entre mis favoritos estaba el Barcelona, en donde vi follar a dos tíos en vivo y en directo por primera vez en mi vida; o el cine Unión, que arrastraría el edificio entero cuando intentaron transformarlo en parking. Del Unión recuerdo la interminable hilera de tíos alrededor de las paredes con las pollas tiesas para que el público al pasar las sobara y pudiera escoger. Recuerdo un grito desgarrador que hizo parar la proyección y encender las luces cuando un moro, con un pollón descomunal, ha­bía petado el culo de la Reyes, aunque este, muy digno, sintiéndose centro de todas las miradas, disimulaba como podía. Imaginaos el trasiego de las pensiones, cuajadas como estaban de moros y obreros solitarios. Era un plantel de folladores anónimos donde, como se follaba por la cara, casi todas las plantas se apuntaban al sonido del ñiquiñaques de los somieres. Total, que quedándome a hablar de las casas de baños públicos y urinarios de la Rambla y las historias de la Bodega Apolo o del Villa Rosa, por no hablar del Jazz Colón, y no teniendo suficiente espacio ni tiempo para explayarme en ello, prefiero dejarlo para una próxima vez o que otra memoria de aquella época decida plasmar en papel una historia que merece ser contada. 9

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Paca con Juan Carlos García Gil (dueño del bar) y Ana Pardo 10

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El bar Kike, último reducto de los bares de homosexuales en el Barrio Chino de Barcelona A finales de los años setenta y principios de los ochenta, un bar de ambiente era un lugar en donde se reunían varios amigos homosexuales que terminaban siendo amigos del dueño (o de la dueña) y en donde podían mariconear libremente mientras oían música del agrado de todos. La mayoría de estos locales solían llenarse los fines de semana con la afluencia de homosexuales de pueblos vecinos y aquellos cuyo trabajo les impedía poder madrugar el resto de la semana. Algunos de estos bares permitían actuar, durante estos fines de semana, a clientes que se travestían y, con música en playback, emulaban a transformistas más profesionales que actuaban en locales más especializados de la ciudad. Esto suponía una atracción añadida para el local. Era una época ambigua, a caballo entre la clandestinidad a la que obligaba la Ley de Peligrosidad Social y el llamado «des­ tape», como consecuencia de la relajación del autoritarismo y los logros conseguidos por los recién nacidos Movimientos de Liberación Homosexual. No obstante aún persistía el riesgo de que en cualquiera de estos bares hubiera una redada y los llevaran a todos a la comisaría.

Paca con Luís García Berlana (el otro dueño del Kike)

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Nazario y José Mari Spínola

El bar Kike ya no sería el clásico bar de homosexuales de «tapadillo» de aquellos que casi abrían la puerta a los clientes con una contraseña, con una ojeada por un ventanuco o por la permisividad de un portero, sino que sería un bar abierto, no solo por mantener la puerta y las ventanas acristaladas de forma que cualquiera podía ver desde la calle quién había en la barra sin necesidad de tener que entrar, sino por recibir indistintamente a maricones, lesbianas, heterosexuales y bisexuales amigos de homosexuales o simplemente curiosos por conocer un ambiente ya sin peligro de ser considerados como homosexuales por el hecho de ser vistos en aquel tipo de lugares, artistas variados y camellos vendedores de hachís. El estar ubicado en una calle estrecha y algo sórdida como la calle de En Rauric, entre dos arterias comerciales muy concurridas como la calle de Ferran y la calle de la Boqueria, próxima a la Rambla y a la plaza Reial, le daba intimidad y lo colocaba en una especie de

Nazario y Mariscal

«ruta gay», dado que en esa misma calle, a unos metros de distancia, se hallaban el Espigón, el Dickens y el EA3. Un pequeño grupo de prostitutas se repartían la zona por las arcadas de la plaza Reial, unas por la calle de En Quintana, paralela a En Rauric, otras, teniendo pisos cercanos a donde llevaban a los clientes. Las hermanas Mari y Margarita debieron tener unos jugosos historiales perdidos entre fichas policiales y memorias borradas de amigos desaparecidos. Ambas tenían abiertos sendos bares con clientelas de bastante «dudosa reputación» (es decir, putas, chulos y maricones): Margarita regentaba La Venta Andaluza y el bar de su hermana, conocido por los clientes como «el bar de la Mari», que era un pequeño local con luces rojas y con los cristales de las ventanas y la puerta empapelados para darle la intimidad que la clientela y las mujeres que lo frecuentaban

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Nazario con Pilar Tomás, Santi y Felini

—las prostitutas que hacían la carrera por las calles de En Quintana y de la Boqueria— requerían. Pero la cercanía de los tres bares anteriormente mencionados y el ambiente de la zona en general hicieron que los maricones se fueran haciendo amigos de la Mari y comenzaran a frecuentar el bar llegando casi a desplazar a las mujeres y sus clientes. Y es que, aunque El Elefante Blanco —aquel mítico bar de homosexuales en donde se podía bailar «agarrados», abrazarse y hasta besarse impunemente, como en el no menos mítico Fiacre de París— hubiera desa­ parecido como habían ido desapareciendo los bares de maricones «de toda la vida» como el Nagasaki, el Bambú o el Arco Iris (la mayoría de ellos con frecuentes problemas con la policía, aunque muchos estaban protegidos por policías amantes de algunos de los dueños de los bares), aún sobrevivían algunas reliquias por aquellas mismas calles de

El dibujante de cómic Martí y una amiga

Els Còdols, Carabassa, Obradors o Serra. Aún resistían bares de ambiente «equívoco», como El Camarote, que todos conocían como «el bar de la África» (por llamarse así la dueña), que estaba en la calle Nou de Sant Francesc, o La Venta Andaluza de Margarita. En el bar de la África solían reunirse numerosos chicos jóvenes del barrio que no consumían cola pero sí que fumaban porros y asaltaban a tipos indefensos en las oscuridades de aquellas intrincadas callejuelas. Pepito, paisano de Ocaña y gran amigo de Alejandro, los conocía a todos e intentaba seducirlos con su camaradería, sus porros y la casa que tenía alquilada en la bajada de Viladecols. También eran clientes asiduos de este bar las carrozas que solían reunirse en la terraza del cercano bar Cosmos, ya en la Rambla. Cuando un día me medioatracaron (varios chicos se me acercaron y me pidieron si tenía veinte duros y no tuve más remedio que dárselos), 13

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La Canaria, Nazario y la Montse

Nazario y la Canaria

Alejandro corrió inmediatamente a buscarlos y decirles que yo era amigo suyo y de Pepito y que le devolvieran los veinte duros que me habían «pedido». Aunque ya habían cambiado el billete y se habían gastado unas pesetas, le devolvieron casi los veinte duros íntegros.

Carlos era un asiduo cliente de La Venta Andaluza y se había hecho muy amigo de Margarita. Un día a esta se le ocurrió ofrecerle en traspaso el bar que llevaba su hermana Mari en la calle de En Rauric y Carlos, tras consultarlo con Luís, decidió convertir aquel bar de luces rojas, al que cada día acudían menos mujeres y más maricones conocidos provenientes de los cercanos EA3 o Dickens, como la Pucha, Pep Torruella, las dos Pacas —la Rica y la Pobre— o Eduardo del Teima, en un nuevo y definitivo bar de maricones. Solo tuvieron que cambiar las luces y quitar los empapelados de las ventanas y la puerta.

Juan Carlos García Gil, nacido en Añora, un pequeño pueblo de Córdoba, había estudiado Filología Hispánica y, tras conocer a Luís una noche en la Rambla durante un viaje en el 78, decidió al año siguiente instalarse en Barcelona como hiciera Alejandro por aquella misma época. Alquilan un piso por los alrededores de la plaza Reial hasta que Pep Torruella, que había abandonado el estudio vecino al de Ocaña en el número 12 para coger un pequeño apartamento con dos balcones a la plaza, decide cambiarse de nuevo y les traspasa el piso en donde vivirán varios años.

Era un bar pequeño, rectangular, al que se accedía por una puerta de cristales en el centro, con una barra alargada coronada por una campana de obra, a todo lo largo de ella, que sostenía un falso techo de piezas blancas con algunos huecos redondos para los focos. A ambos lados de

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Nazario y Alejandro

Alejandro disfrazado y un amigo travesti

la puerta había ventanas con poyetes. Tras la barra había las clásicas repisas ocupadas por botellas alternando con algunos espejos, una pila de discos y el logo del bar, creado por Luís, fabricado por triángulos de plásticos de colores. En un extremo del bar había un espejo corrido que daba profundidad al local y en el otro extremo había un pequeño y único váter. El mobiliario lo constituían unos seis u ocho taburetes de hierro con asientos recubiertos de escay; una máquina del millón, que no funcionaba, junto a la ventana cercana al váter; un par de ventiladores oxidados de aspas y un pequeño aparato de radio momificado colocado en alto sobre una repisa entre la máquina del millón y la puerta del váter. Las paredes estaban tapizadas de paneles de plásticos machi­hembrados de color marrón oscuro imitando madera. El color verde con que habían pintado puertas y ventanas contribuía a darle el aspecto de lo que había sido: una especie de puticlub de carretera reciclado.

El nuevo Kike abriría sus puertas a finales del verano del 83 mientras Ocaña ardía en su pueblo y moría ingresado en un hospital de Sevilla. Con la apertura del Kike había comenzado la era post-Ocaña en ese trozo reducido y entrañable de Barcelona llamado Ciutat Vella. Colocada en el Kike como limpiadora, la Paca se convertiría en la estrella del bar con su histrionismo, alentada por Carlos, que veía en ella una animadora y un atractivo para los clientes, y soportada por Luís, que refunfuñaba, la puteaba —jugando a veces a ser Baby Jane— y que, cuando Carlos se marchó al Este Bar, hizo todo lo posible por quitársela de encima. Eli Quiroga sería la camarera «oficial» que llevaría el bar durante toda la tarde y Carlos y Luís se encargaban del turno de noche. Paca pululaba tarde y noche por los alrededores de la barra, dentro o fuera. 15

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Pep Torruella y Paca

A la Paca y a mí nos unía una enorme timidez que solo superábamos recurriendo al alcohol. Yo era su amigo artista famoso borracho y ella cultivaba mi amistad atiborrándome a whisky. Por la tarde, a la hora de abrir el Kike, me acercaba por allí y, pasando por encima del espeso y mugriento olor reconcentrado de humo, colillas y alcohol, como si hubieran estado fermentando durante todas las horas que el bar había permanecido cerrado, me sentaba en un taburete y él, solícito, me servía un generoso vaso de whisky mientras le pegaba un trago a una botella de coñac o de anís. Ponía música y comenzaba a recoger y a fregar. Los vasos y los tragos se iban sucediendo a medida que el olor fétido iba siendo sustituido por un penetrante y repulsivo olor a lejía que repartía sin piedad, generosamente, por todos los rincones. Como su misión en el Kike era la limpieza, su labor terminaba una vez habían sido eliminadas del bar las pestes de colillas y bebidas

derramadas por los suelos y eran sustituidas por los abrasivos olores de botellas de lejías rociadas a mansalva. Luego llegaba la Eli, que siempre se quejaba a Carlos de que le era imposible entrar en el váter sin sufrir ahogos por las emanaciones de la lejía allí concentradas. Ahora, ya las dos a este lado de la barra, reíamos compinchadas y ocurrentes dispuestas a alternar, deslumbrar o burlarnos de los primeros clientes que irían llegando. Los clientes habituales que solían darse una vuelta a primeras horas no solían apalancarse. Dos putas que hacían la carrera por los alrededores, la Carmen y la Encarna, tomaban un cafelito y se solían marchar rápida­ mente sin querer perder un tiempo que ellas temían precioso, lleno de hombres buscándolas mientras las dos permanecían allí ocultas. La poeta era una loca inofensiva que, tras instalarse en un rincón de la barra,

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José Luis M. G., Perico y Jordi Odri, disfrazados, invaden el bar

pedía otro cafelito y se escondía en un cuaderno en el que no paraba de escribir. La Paca le había sonsacado que escribía poesías e incluso había llegado a leerle alguna a Carlos, que, a partir de aquel día, procuraba evitarla. A aquellas primeras horas podían darse una vuelta por el bar alguno de los habituales camellos (hasta cinco podían reunirse en el bar en un momento dado pero casi siempre se repartían, abierto el Este Bar, ente uno y otro). Manolo el Mellao era el camello más entrañable por su gracejo —independientemente de sus querencias homosexuales—; la especie de glamur que le conferían su abundante pelo rubianco alborotado y su gran mostacho color nicotina terminado en retorcidos picos que disimulaba a duras penas los huecos de su dentadura; sus camisas generosamente abiertas mostrando una piel blanca y pecosa y una escasa mata de vellos casi imperceptibles; su ceceo agudizado —aparte de por su origen andaluz— por su escasez de dientes y sus zapatos puntiagudos

de tacón cubano. El Redford (¡nada que ver con el actor!) tenía una cara cetrina, un tupé trabajado con fijador y un bigotillo ralo. Al Antoñito el Chocolate y al Párpados se les reconocía su camellez desde largas distancias y se daban vueltas por la Rambla para abordar a los turistas. Los camellos, como las putas, no solían apalancarse mucho tiempo en el mismo sitio. El Mulo, que solía llegar adosado a la Carmen, era un mocetón alto y guapo pero grasiento y sudoroso junto al que era insoportable permanecer unos interminables momentos por el olor que desprendían sus pies. La Paca se burlaba de él diciéndole que le ahuyentaba a los clientes y él acostumbraba a alardear del monstruoso calibre de su polla como antídoto contra los malos olores. La Carmen se encargaba de corroborar que lo del calibre no era ninguna broma. 17

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Alejandro y un amigo marroquí

Nazario, Paca y Alejandro

Las auténticas amigas de la Paca, a las que adoraba y dedicaba canciones cuando actuaba, eran unas incipientes travestis con los pezones comenzando a apuntar. A la Tina la habíamos conocido los vecinos trabajando en la cercana bodega del padre sirviendo comidas. Era un chico menudito, tímido, huidizo y muy afeminado. El problema que siempre tendría la pobre Tina era el de ser muy velluda: ¡tanto, que al cabo de los años no han debido servirle ningún tipo de depilación ni tratamientos milagrosos que eviten que, al besarle las mejillas y a pesar de las gruesas capas de maquillaje, uno sienta la sensación de que le están pasando una lija por la cara! Para la Paca, que había comido más de una vez en la bodega, la Tina era una niña y la trataba como si continuara siendo el chico mariquita que servía comidas. La Tina seguiría siendo siempre la amiga entrañable, sobriamente vestida, cuidando a su padre ya muy mayor, que se alegraba cada vez que Alejandro o yo nos tropezábamos con ella.

Nazario y Alejandro

Se sentía mujer y se reunía todas las noches con sus amigas travestis en la rambla de Santa Mónica, aunque ella siempre negaba que se prostituyera por no tener necesidades económicas. En cambio la Canaria y la Montse eran más glamurosas y, aunque sus cortas minifaldas y atrevidas blusas transparentes o de mallas dejasen entrever con descaro sus nacientes pezones —¡vete a saber con qué productos abultados!—, no lograban evitar ofrecer la apariencia de dos maricones disfrazados de mujer. A la Canaria le encantaba mariconear y parecía disfrutar luciendo aparatosos maquillajes y largas uñas bien esmaltadas. Ambas eran inseparables y daban la impresión de estar liadas. La Canaria desapareció un día y la Paca contaba que le había salido un novio rico italiano y se había marchado a Italia a vivir con él. Una Montse desastrada comenzó un día a aparecer pidiendo limosna en la esquina entre las calles del Vidre y Escudellers completamente destrozada por el caballo.

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Las amigas travestis, la Canaria y Montse, con Nazario y Alejandro 19

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Fotografías de Nazario realizadas por Marta Sentís para la revista La Luna de Madrid

Para cuando el Kike comenzaba a entrar en ebullición, tanto la Paca como yo ya ha­cía tiempo que habíamos conseguido nuestra particular ebullición provocada por un no parar de beber. Ella tomaba el interior de la barra por asalto y no cesaba de bailar y hacer piruetas mientras yo alternaba con los amigos que iban llegando, riéndole las locuras y ocurrencias a una Paca cada vez más enloquecida, imaginando fiestas, manifestaciones, performances o, simplemente, mariconeando contándonos aventuras. Por el Kike aparecíamos, casi todos maricones, artistas de la más diversa idio­sincrasia. No era un bar gay y estaba abierto de par en par a todo tipo de clientela. Era como otro café de la Ópera, pero con un toque canalla, existiendo entre ambos dos circunstancias que los diferenciaba: uno estaba ubicado en la Rambla y el otro en una callejuela sórdida paralela a aquella y, mientras la Ópera tuvo su auge en los años setenta, el éxito del Kike alcanzaría su esplendor a partir de mediados de los ochenta alargándose hasta las Olimpiadas. 20

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Fernando el Peluquero y Nazario. Marta Sentís continúa haciendo la sesión de fotos de Nazario detrás de la barra del Kike 21

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Nazario se viste

Frente al Kike estaba la antigua tienda llamada El Ingenio, en la que fabricaban gigantes y cabezudos en papel maché y donde vendían disfraces, juguetes de lata, complementos para fiestas, carnavales y Nocheviejas y los objetos más inverosímiles. Al lado quedó un local vacío en un sótano al que se bajaba por una empinada escalera casi de caracol y Carlos, viendo el éxito del Kike, lo cogió, lo remodeló y lo abrió allá por el año 87, y lo llamó Este Bar. Era un bar minúsculo cuya clientela era algo más sórdida que la del Kike aunque muchos frecuentaban ambos indistintamente. En el Este Bar se vendía y consumía tanto hachís como coca, por lo que un determinado público lo prefería al Kike. Entre ese determinado público estaría uno de nuestros novios más antiguos al que Alejandro conseguiría seducir y llevar a fumar unos porros a nuestra cama. El bar lo regía Mariano, uno de los grandes amores de Pep Torruella —si no su gran amor—, al que no pararía de favorecer acogiéndolo en su casa y prestándole un dinero que no tenía para colaborar con Carlos en el traspaso. Posiblemente no lo recuperaría, pero Pep no pudo hacer nada contra el caballo que arrasaría con todo, incluyendo la muerte de Mariano unos años más tarde. El Este Bar se convertiría al cabo de unos años, incomprensiblemente (pero los maricones somos así), en un bar de homosexuales pijos.

El Espigón desapareció y el Dickens y el EA3 cambiaron de dueño y dejaron de albergar a la clientela, que migraría camino de los bares gais del Ensanche. La calle de En Rauric no se resistía a perder su antiguo esplendor y en medio de la decadencia, casi como una balsa de Medusa, Maribel abrió el bar Padam en el trozo de la calle de En Rauric, entre la calle de Les Heures y la calle de Ferran, al lado del desaparecido Espigón. Al no haber ningún otro bar en donde se pudiera estar medianamente tranquilo, Alejandro y yo lo frecuentábamos a menudo. La calle de En Rauric había ido perdiendo el glamur que le proporcionaban sus míticos bares, que fueron desapareciendo engullidos por la Barcelona Olímpica de Maragall y por la migración de los maricones a los bares que habían abierto en el Ensanche para ellos. El Kike sería cerrado por no reunir los requisitos exigibles según las nuevas normativas del Ayuntamiento; el Dickens y el EA3 cambiarían de dueño, reconvirtiéndose en bares para heterosexuales, y solo resistirían el California, el primer hotel abiertamente gay de la ciudad, y la Sestienda, el primer sex­shop gay de España, que desde el 81 perduraría por los siglos de los siglos.

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Concha Chacón, Maria Espeus, Peret, Jordi Esteva y José Mari Spínola fotografiados por Marta Sentís 23

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Paca en una sesión de fotos realizada por Javier Inés y Pere Pla para la revista Imagen Semanal 24

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