Mensaje para dos / por Raquel Martín Maganto

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Mensaje para dos

Raquel Martín Maganto

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unes 8 de marzo de 2010. El chico

Pasaban más de las ocho de la tarde, y no quedaba casi nadie en la biblioteca. Se notaba que había finalizado ya la temporada de exámenes, y los fluorescentes de las mesas habían dado paso al aire libre y los parques. Pero no para todos. Todavía quedaban algunos asiduos a aquel lugar, más por obligación que por devoción, suponía yo. De entre todos ellos, una chica en particular, que me llamaba la atención. Hacía tiempo que frecuentaba la biblioteca, sentándose siempre en el mismo sitio. Y usando el mismo libro. Uno que ya conocía, puesto que me había tocado estudiarlo un año atrás. Esa tarde, parecía que a la chica en cuestión no le estaban saliendo bien las cosas. Llevaba ya más de una hora en la misma página, y se contaban por decenas las hojas que había tirado a la papelera en intentos frustrados de resolver algún problema ma1


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temático que le traía de cabeza. Al final desistió, devolvió el libro a la estantería correspondiente, y abandonó resignada la sala. Intrigado por la curiosidad, fui hasta el libro que acababa de devolver. Gracias al reflejo de sus gafas, había conseguido leer el número de la página que tanto le atormentaba, y pude encontrarla sin problema. Ahora ya entendía por qué había gastado tantos papeles de manera tan poco satisfactoria: el enunciado de un problema estaba mal. Sin duda en ediciones posteriores, el error habría sido subsanado, pero no era éste el caso. Sin comprender muy bien los motivos, saqué de mi carpeta un folio, lo doblé por la mitad y le expliqué por qué el problema estaba mal. Y también cómo debía ser la solución. Y también, ya metidos en faena, le conté que yo había cursado esa asignatura el año anterior, y que era muy dura, y que no desistiera con ella, que al final se conseguía aprobar si uno se la preparaba bien. Por último, me despedí pintando una gran cara sonriente, como si de un emoticono se tratara.

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Guardé el libro en su sitio y me fui a casa pensando que había hecho algo bonito, y que ojalá la chica volviera a coger el mismo libro, para que todo el trabajo no hubiera sido en balde. Martes 9 de marzo de 2010. La chica El reloj marcaba más de las nueve y todavía no había llegado a la escuela. Encerrada en el vagón del metro, escuché de nuevo el apenas inteligible mensaje lanzado a través de la precaria megafonía que anunciaba que el tren permanecería parado al menos diez minutos más. Mientras esperaba, noté cómo la sombra del desánimo se cernía sobre mí, revelándome que no iba a ser un buen día. Cuando por fin llegué a clase… ¡Vacía! En medio del estupor, y mientras recuperaba el aliento después de la carrera para no llegar demasiado tarde, leí en la pizarra que hoy no había. ¡No podía creerlo! Apenas había transcurrido la mañana y ya me había encontrado con dos mensajes que prolongaban la desastrosa tarde del día anterior.


Fui a la biblioteca, donde una vez más, como si de un ritual se tratase, cogí el mismo libro, exento de préstamo, que venía ocupando mis tardes desde hacía varios días, y me senté en el mismo lugar de siempre. La única diferencia radicaba en que era por la mañana.

Comencé a pasar las hojas buscando el problema que me traía de cabeza. Al llegar a la página, mis dedos se toparon con una nota al tiempo que, involuntariamente, mis ojos recorrían ya las primeras líneas del mismo. Conforme avanzaba en la lectura de ese folio inesperado, fui experimentando cómo una serie de emociones se agolpaban en mi interior, dándose paso unas a otras. Sorpresa por el hallazgo. Rabia por el error en el enunciado, transformada al instante en alegría por ver confirmada mi hipótesis de que tenía que tratarse de eso. Tranquilidad por no tener que preguntar al inaccesible profesor y por poder terminar la entrega a tiempo. Sin rastro ya de la angustia y frustración, me puse a escribir un mensaje de agradecimiento a ese desconocido que, sin importarle esta condición, me había

ayudado a solucionar el problema y a recuperar el ánimo. A continuación, escribí un acertijo improvisado con la esperanza de que fuera una vía que nos mantuviese en contacto y me permitiese saciar la curiosidad de saber quién era. Para finalizar, imité su despedida garabateando una gran sonrisa que pretendía ser el reflejo de la que se había dibujado, sin querer, en mi propia cara. Escribí una nota al lado del enunciado indicando el error en el problema, y dejé el mensaje de respuesta en el libro. Tras devolverlo a su sitio, decidí tomarme el día libre. Abandoné la escuela con un ánimo totalmente renovado.

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relato corto Miércoles 10 de marzo de 2010. El chico Creo que ésta era una de las pocas veces que había llegado a mi puesto en la biblioteca antes de la hora que me correspondía. No lo voy a negar, estaba un poco nervioso, tenía esperanza de que mi mensaje hubiera sido leído, y, por qué no, respondido. Había decidido dejar un día entre medias, antes de volver en busca de respuestas. Y, aunque más largo que de costumbre, ese día había pasado.

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Las vibraciones que sentía mientras recorría la biblioteca eran positivas. La chica no estaba (nunca solía estar por las mañanas) y el libro parecía que había sido usado después de que yo dejara el mensaje. Llegué a la página que me interesaba nada más abrir el libro. Era fácil, el folio que había dejado días atrás era un perfecto separador de hojas. Sin embargo, la decepción inicial al ver mi mensaje impoluto, se convirtió en alegría al comprobar que justo a continuación había unas líneas que no eran mías. Sólo podían ser de una persona. Ya tenía respuesta. Debí suponer que la primera pregunta iba a ser acerca de mi identidad. Y, efectivamente, entre unas muestras de agradecimiento y una gran cara sonriente, la chica me decía que le gustaría poner cara a ese escritor anónimo que tanto le había ayudado. Con esta solicitud, se me planteaba un gran dilema: salir de las sombras o seguir siendo una persona desconocida; pero estaba claro que algo tenía que hacer, así que le dije que era alguien anónimo. Más que alguien anónimo, alguien demasiado tímido como para darse a conocer a las primeras de cambio. Pero

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que ya sabría quién era en su momento, que tuviera un poco más de paciencia. Por último, siguiendo lo que se estaba convirtiendo en tradición, dibujé una cara sonriente de despedida. Miércoles 10 de marzo de 2010. La chica Por segunda vez a lo largo del día, me dirigí a la biblioteca. No sabría precisar si el temblor de mis manos se debía al nerviosismo asociado a la curiosidad por conocer la identidad del autor de esa nota, que había provocado que algo nuevo, a lo que no había podido darle nombre aún, surgiera en mi interior. O, quizá, fuese fruto del miedo a que se repitiese la desilusión de esa mañana cuando, al comprobar que no había respuesta, traté de convencerme de que me dejara de fantasías, que historias como ésta sólo continuaban en las comedias románticas. Ahora, en cambio, mis pensamientos eran más positivos. ¿Para qué buscar razones que explicasen la ausencia de una contestación, cuando aún no se podía afirmar que no fuera a producirse? Más aún, cuando ni yo misma sabía determinar si aquello que me impulsaba


a buscar un mensaje escondido entre las hojas de ese libro que no se prestaba, era simple curiosidad o había algo más, como una creciente ilusión y esperanza de que esa aventura a la que apenas le había dado tiempo a comenzar, continuase rumbo a un destino desconocido.

te. Podía tener la paciencia que me pedía en su nota. No obstante, no podía negar que esa curiosidad persistía, acrecentándose con el tiempo. En mi respuesta traté de hacerle ver que era un poco injusto que él supiera quién era yo y que a la inversa no sucediese lo mismo.

Mirando la portada de ese libro que se había convertido en improvisado confidente y testigo del intercambio, ciego en mi caso, de mensajes, me di cuenta de que, no sólo me había indicado el error del problema matemático, sino que, además, me había enseñado que en cualquier parte, y en cualquier momento, puede suceder algo inesperado que te sorprenda y te haga experimentar sensaciones únicas. Con una amplia sonrisa, lo abrí, y busqué pacientemente entre sus hojas hasta dar con un folio que, al instante, supe que contenía algo nuevo.

Jueves 11 de marzo de 2010. El chico

No desvelaba su identidad. Pero, ¿qué más daba? La alegría al confirmarse que la experiencia continuaba era, al menos en esos momentos, capaz de difuminar la intriga por conocer los datos del remiten-

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relato corto Estableciendo mi nuevo orden de prioridades, según llegué a la universidad me fui directamente a la biblioteca. No podía esperar. Ya pasaría después a coger los periódicos que gratuitamente se amontonaban delante de los paneles de información. Mi abrigo y mi comida podían descansar un rato más en mi cartera antes de ser confinados en la taquilla. Incluso tenía ganas de ir al baño, pero no eran comparables con la enorme curiosidad que sentía por saber si mi mensaje, de nuevo, había vuelto a ser respondido. Esta vez, la única precaución que tomé fue asegurarme que ella no estaba en la biblioteca en aquel mo-

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mento, para después comprobar ese buzón mágico en que se estaba convirtiendo el libro. Aquella especie de juego me estaba empezando a convertir en un pequeño ludópata. Y eso me gustaba. Me gustaba, sobre todo, porque comenzaba a ser algo más que un juego, o una pequeña nota explicativa a una desconocida. Estaba empezando a conocer a esa desconocida. Y eso también me gustaba. Aunque, este conocimiento no era mutuo. Ella todavía no sabía quién era yo, y eso era una pequeña espinita que tenía clavada por dentro. Tal vez nunca hubiera pensado en que se pudiera llegar a aquella situación, pero eso no era motivo para seguir permaneciendo oculto. Sin embargo, ahora tenía otro problema: no sabía cómo presentarme ante ella. De primeras había rechazado la idea de llegar diciendo “hola soy fulanito”. Eso, aparte de ser ordinario y ligeramente cutre; rompería toda la magia que hasta entonces se había estado gestando. Tenía que ser algo casual… involuntario… y, sobre todo, original, y,

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por qué no, bonito. Llevaba ya varios días pensando la mejor forma, y en último término, me decidí por la que iba a ser la menos común. Abrí el libro por la página de siempre, que ya me había aprendido de memoria, y saqué de mi carpeta un pequeño sobre blanco, con una inscripción a bolígrafo “ábreme cuando llegues a tu casa”. Nada más cerrar el libro se puso en marcha un intrincado mecanismo que debería culminar con el descubrimiento de mi identidad. Ojalá todo fuera bien. Viernes 12 de marzo de 2010 El chico Llegué a la biblioteca nada más que abriera. Los nervios de la noche anterior no me habían dejado dormir bien, y madrugar no fue un problema. Aquel iba a ser el día. Estaba seguro de que ella vendría. Y si no venía hoy, pues entonces repetiría la misma maniobra día tras día hasta que ella volviera a aparecer. Porque ella volvería a aparecer.


Me puse estratégicamente al lado de la única puerta de la biblioteca, dándole la espalda, y colocando el móvil enfrente de mí, a modo de espejo, para ver en todo momento quién accedía y quién salía de la sala. Quería ser el primero en verla entrar.

No sabía por qué, pero tenía la sensación de que hoy iba a ser uno de esos días imposibles de empañar. Más emoción, más intriga, más ganas; me decía a mí misma. Algo que parecía imposible después de no haber podido cumplir con el ritual el día anterior.

Coloqué mi carpeta en la mesa, y saqué una revista, que usaría como entretenimiento hasta que ella viniera. Aunque dudaba que fuera capaz de concentrarme. Ahora ya sólo quedaba esperar, y cruzar los dedos para que todo saliera bien.

El chico

La chica Otra vez, el metro me la había vuelto a jugar. Sin embargo, algo había cambiado. Intuir, en medio de la pobre acústica inherente al suburbano, el famoso mensaje que informaba de la suspensión del servicio durante varios minutos, no me alteró el ánimo. Era cierto que este contratiempo atrasaría la búsqueda del ansiado mensaje, pero no podía evitar recordar lo que sucedió a comienzo de semana, e interpretarlo como una señal de que algo inesperado y agradable podía ocurrir.

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relato corto No había transcurrido una hora cuando por fin hizo acto de presencia. Entró cautelosa, y, tras una tímida mirada a su alrededor, se encaminó directamente hacia el libro. Nuestro libro. Lo abrió despacio, como supuse que había hecho otras veces atrás, esperando encontrar algo diferente a lo del día anterior. Algo nuevo. Conocía bien esa sensación porque era la misma que me embargaba a mí cada vez que tenía ese libro en mis manos. Encontró el sobre. Después de leer tan escueta nota informativa y de comprobar que estaba bien cerrado, lo cogió con fuerza, dejó el libro en su sitio, y dirigió sus pasos con gran velocidad hacia la salida. Se acercaba el momento más delicado de toda la operación.

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La chica Por fin había llegado a la escuela. Rápidamente, como si de la atracción de un imán se tratase, fui a la biblioteca. Atravesar esas puertas cada vez me producía más nerviosismo. Eché un vistazo con la esperanza de descubrir algún indicio de que el misterioso escritor estaba allí. Si estaba, mi estado de nervios no me permitió distinguirlo, así que, fui directamente a por el libro. ¡Había respuesta! Ahora en formato sobre. Mi cara, iluminada al dar con el nuevo mensaje, se tornó algo sombría al leer que lo abriera en casa. ¡No podía esperar! Pero tampoco traicionar la petición que mi anónimo autor me hacía. Ávida por saber el contenido, coloqué el libro tan rápido como pude y comencé a caminar, casi correr, en dirección a la salida. El chico La biblioteca era un lugar pequeño, y esto provocaba que las mesas no estuvieran muy separadas. Concretamente, en el pasillo central (que finalizaba en la puerta de salida), en su parte más estrecha no cabían

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más de dos personas pasando a la vez sin estorbarse. Y allí, precisamente allí, es donde había instalado mi centro de operaciones. Tenía mi carpeta en el borde de la mesa que apuntaba hacia el pasillo. Y mi brazo reposaba, cuan largo era, al lado de la carpeta. Justo cuando comenzaba a enfilar el pasillo central, empecé a empujar con la mano la carpeta, de una manera casi imperceptible. Cuando ella pasaba justo por mi lado, tomé aire y le di un pequeño empujón más a la carpeta, que cayó bruscamente, esparciendo sobre la moqueta de la biblioteca hojas repletas de fórmulas. Ya me había encargado yo de que estuviera abierta para tal efecto. Resultó creíble. Muy creíble, diría yo. La chica, avergonzada por pensar que había tirado sin querer mi carpeta, frenó en seco y comenzó a pedirme disculpas, ruborizada. Le dije que no había sido su culpa, y que no se preocupara, que no eran papeles importantes. Me agaché a recogerlos, y, como era de esperar, ella también hincó sus rodillas en tierra para ayudarme.


Apilamos como pudimos los papeles, que eran de todas las formas y tamaños. Ella no hacía más que repetir que lo sentía, que caminaba distraída y con prisa y que no se había dado cuenta. Yo seguía intentando convencerla que no había sido su culpa, y que ya estaba todo recogido. Es más, como agradecimiento por haberme ayudado a recoger, de la misma carpeta donde acababa de guardar los papeles, saqué una pequeña flor hecha con papel y se la regalé. Ella, muy sorprendida, sonrió y aceptó encantada el regalo. Me dio las gracias, me volvió a repetir que sentía haberme tirado la carpeta, y se dirigió sin mayores inconvenientes a la puerta. La chica Antes de poder alcanzarla, tiré involuntariamente una carpeta que había en una de las mesas que encontré en mi camino. Avergonzada, me puse a recoger los papeles que se habían salido al caer, propiedad de un chico muy amable que no paraba de decirme que no me preocupara por lo sucedido. No sólo eso,

también me regaló una flor de papel, al tiempo que se iba dibujando una fantástica sonrisa en su cara. Una sensación tan extraña como agradable, recorrió mi cuerpo. Pero no podía detenerme, mis pies ya habían retomado el camino hacia la salida.

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relato corto Nada más llegar a casa, con delicadeza, recuperé el sobre de mi bolso. Dentro, la tan esperada nota. Podía sentir cómo mi corazón se aceleraba a medida que se acercaba el momento. Algo me decía que hoy conocería la identidad de la persona que, sin quererlo, había cambiado mis días. Nerviosa, lo abrí. Su contenido me dejó paralizada. El chico Supongo que llegaría bien a su casa. Supongo también que al poco tiempo de llegar abriría el sobre. Y, supongo que volvió a sonreír al ver que dentro del sobre había una pequeña nota que decía “las flores, mejor siempre a pares”, acompañado de una cara sonriente y de una flor en papel como la que le había regalado un par de horas atrás. d

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