El Prat de Llobregat, ciutat amfitriona de la 7a edició del concurs literari Premi de narrativa per a dones DELTA
RECULL DE RELATS DEL TALLER D’ESCRIPTURA PER A DONES A càrrec de Maria Rosa Nogué
Biblioteca Antonio Martín El Prat de Llobregat Abril i maig de 2014
Premi Delta 2014
Miro enrere, cap a les tardes del dilluns del Taller d’Escriptura, i el cap se m’omple d’imatges i d’històries, algunes de les quals formaran part del recull: els paisatges de l’Hoyorno, un vedat de caça, de la Isabel Madrid; el mirall màgic, fet al Marroc, que només mostra allò important, del Quim Aguilar (sí, un alumne home en un curs per a dones), el nen i la sargantana, l’escultura pratenca d’Antonio López, que cobra vida de la mà de la Núria Abelló… I també se m’apareix el Farud l’immigrant perseguit de la Sonia Martín, flamant guanyadora del premi Delta; el jersei de forats que protagonitzarà una retrobada amb la sensualitat del personatge de l’Imma Terribas, la delicada tetera de porcellana que compondrà els fragments de vides de les dones de l’Anna Maria Llobet, l’amorós conte patern del navegant que relata la Maricarmen Rubín, l’Estrellita que ensenya els nens i nenes a no caure en les xarxes de Lumina, de la Maria Pilar Solera. Me’n deixo algun? I tant! Falten el Damian i la Katie, a punt d’enamorar-se en el relat de Beatriz Olmos. I la comissària enèrgica i l’ajudant desmenjat, que investiguen un cas a Marràqueix de part de la Núria Ruiz, finalista del premi Delta. No sé si l’acabaran de resoldre perquè la seva autora se n’ha d’anar de colònies… Sí, ara sí. Ara hi som totes, i tots. Faltaria encara la Carme Alguacil, la tècnica municipal que ha estat sempre al nostre costat, i l’Alba Bou, la regidora de les Dones, que ens ha vetllat amb entusiasme, i les bibliotecàries que ara mateix fan possible aquest recull. I en Pau Pérez, codirector de l’Escola d’Escriptura de l’Ateneu Barcelonès, que em va proposar de venir a fer aquest curs en una de les biblioteques més boniques del Baix Llobregat. Però sobretot hi ha les paraules, la imaginació, la sensibilitat, la ironia, la denúncia, la pau, l’escalf humà, molt humà, d’aquest grup d’autores i autors amb qui ens hem esforçat, setmana rere setmana, per aconseguir escriure uns contes tan plens de vida com els que teniu a les mans. Ara aquests contes necessiten lectores i lectors; algú que els tregui del descans on, acabat el curs, dormen; algú que els doni les ales del somni i els recorri amb mirada amatent, curiosa, divertida i tendra. Els hem preparat amb molt d’amor i us esperen tot seguit. Molt bona lectura!
Maria Rosa Nogué i Almirall, escriptora i professora de l’Escola d’Escriptura de l’Ateneu Barcelonès
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Mari Carmen Rubín Quim Aguilar
APRENDER A NAVEGAR
EL ESPEJO
Maria Isabel Madrid Castellanos
EL HOYORNO
Pilar Solera LA ESTRELLITA QUE NO BRILLABA Anna Maria Llobet Núria Abelló
RECOMPOSICIÓ
TEMPS GLAÇAT
Sonia Martín Albà
FARUD
Imma Terribas
EL JERSEY DE AGUJEROS
Beatriz Olmos
LLUVIA EN LOS ZAPATOS
Núria Ruiz
RESCAT PROVIDENCIAL
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APRENDER A NAVEGAR Mari Carmen Rubín
Siempre esperando que llegara ese momento único y especial. Ese en el que dejaba volar mi imaginación a través de los cuentos que, ávidamente, mi padre seleccionaba. Cada día, cuando llegaba la hora de la cena, solía engullir la comida en pocos minutos, pues sabía que lo que venía después era mucho más emocionante que cualquier exquisitez culinaria que se preciara. ¿Quién sería esa noche? ¿La liebre o la tortuga? ¿Caperucita roja o Cenicienta? Mi juego preferido, para qué os voy a engañar, era intentar cambiar el final del cuento. Me divertía pensar qué hubiera pasado si Caperucita se hubiera zampado al lobo, por ejemplo, o si en la carrera que hicieron la tortuga y la liebre, hubiera ganado la segunda…. Así era como volvía locos a todos los cuentos en mi cabeza, porque a veces las cosas no son como parecen o no parecen lo que verdaderamente son, según se mire. Mi preferido era aquel de “Las zapatillas rojas” de Hans Christian Andersen, pues me daba mucho juego. Podía improvisar una buena coreografía, mientras imaginaba a la pequeña danzando sobre el escenario con sus zapatillas mágicas, cuyo color me niego a creer que el autor lo eligiera al azar. Pienso que posiblemente lo hizo para atraer más nuestra atención, de hecho el rojo simboliza el poder (mágico, como sus zapatillas) y a la vez la vitalidad (que en este caso podría poseer la pequeña). Y si no fue así, consideradme enferma de “imaginativitis”. Como diría Antonia, una persona muy especial y a la que admiro; “no busquéis la palabra en el diccionario porque no existe”. Aunque las personas que la padecemos podemos dar buena fe de ella. Sabemos que aparece cuando menos te lo esperas, lo mismo puede presentarse cuando estás en la parada del autobús o comprando; no tiene en cuenta el lugar en el que estás. Va por libre. Igualmente, se permite el lujo de atrapar tu mente cuando mantienes una conversación con alguien, haciéndote viajar lejos, a pesar de que no hayas sacado billete. A la vuelta, después de haber estado en la luna de Valencia el tiempo que a ella le parezca razonable, 3
la cara de la otra persona puede sorprenderte, pues está atónita, posiblemente esperando una respuesta a algo que te ha contado, mirándote con los ojos bien abiertos; pero… ¿tú sabes qué era? ¿Sabes lo que hay que contestar? Porque yo tampoco. Y así, como si de un duende se tratara, la imaginación te va jugando estas “malas” pasadas. En ocasiones cuando te hallas delante de un papel en blanco te ayuda, ya que la “creatividad” va fluyendo gracias a ella, pero hay otras ocasiones en que te hace parecer boba o que vives en otro mundo. Mi madre solía decirme siempre: -Sofía, ¿cuándo piensas dejar de pensar en las musarañas?-,después de haberme estado contando lo que había hecho durante el día, la pobre mujer. Y es que cualquier pequeño detalle servía para que mi cabeza creara la historia más inverosímil que os podáis imaginar. Y, claro, mi madre no lo sabía, tampoco conocía a nadie cercano que hubiera padecido de imaginativitis, así que la pobre lo debió pasar fatal pensando qué le pasaría aquella niña, que parecía que escuchaba pero no contestaba cuando le preguntabas. Pobre, debió confundirlo con tantas cosas…. Esta enfermedad, por lo que tengo entendido, suele pasar de generación en generación, es por eso que si alguna vez tengo una hijo/a, seguramente, soy consciente, la transmisión se producirá a través de algunos de los genes que la deben llevar impresa. Por eso te pido que no me lo tengas en cuenta, sufro una enfermedad que solamente otra persona que la padezca podrá entender, y debe ser adictiva, porque aunque tuviera remedio no sé si haría algo por curarme. Otro de mis cuentos preferidos y que llamó poderosamente mi atención fue este: “Aprender a navegar”. Durante algún tiempo, mi padre insistía en contármelo y más tarde era yo la que le solicitaba insistentemente que lo hiciera, facilitándole así la ardua tarea de elegir, ya que mi estantería de libros iba creciendo a la par que lo iba haciendo también yo misma. Con el paso de los años hay partes de él que se han ido borrando y mi memoria ha ido llenando cada hueco para no dejarlo incompleto, haciendo de esta manera que naciera una historia renovada. Os lo cuento:
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“Dicen que un mes de Agosto un grupo de amigos, por llamarlo de alguna manera, decidió hacer un largo viaje en barco. Eran cinco; la Tristeza, la Alegría, la Furia, la Timidez y los Celos. La Tristeza vagaba melancólica, decaída moralmente y con el rostro completamente abatido. Se hallaba asomada y contemplando el mar, pensando vete a saber en qué y llorando a la vez, cuando de repente se acercó la Furia, decidida, violentamente agitada, intensa, con aires de superioridad y sin ninguna intención de buscar otro camino que no fuera aquél donde se hallaba temblorosa y alicaída la anterior. Empezó una discusión acalorada entre ambas. La Furia, con mucho empuje, le gritó que se apartara para que pasara ella, a lo que la Tristeza le respondió que no podía, con cierta desgana y con la voz cada vez más leve. Mientras todo esto se producía, la Timidez se ocultaba detrás de unas cajas que estaban cerca del escenario donde aquéllas discutían. No pensaba salir, si lo hacía, dada su inseguridad y dificultad para hablar en público, se pondría nerviosa y no sabría qué decir, puede que hasta cambiara de color, se sonrojara, temblara y tartamudeara; le era más fácil mantenerse oculta a la mirada de los demás, aunque le hubiera encantado poder ayudar, eso seguro. Bien diferente, la Alegría pasó por allí cantando y acicalando su larga y aterciopelada melena, fresca, luminosa, optimista y placentera, tal como era ella. Entre carcajadas venía cuando se detuvo y cogió por el brazo a la Furia, acompañándola a abandonar el barco. En la distancia podía ver como se iba envenenada, con toda su ira, maldiciendo a todos, pero el mar la iba arrastrando y se iba haciendo más pequeña conforme se alejaba, hasta que por fin desapareció. Qué bonito sería el cuento si la alegría gobernara aquel barco hasta su destino final, pero los Celos, que hasta el momento se hallaban dormidos, se despertaron con las canciones, risas y carcajadas de la otra. Lo hicieron bruscamente, tiñendo el cielo de gris y provocando unos incontrolables truenos que a su vez originaron un oleaje desenfrenado del cual nadie pudo salir vivo. Finalmente, el barco se hundió”. Mi padre solía decirme; el capitán del barco eres tú, así que si quieres cambiar el final de este cuento debes aprender a navegar.
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EL ESPEJO Quim Aguilar
Había llegado de Teherán aquella misma mañana. Era un espejo sencillo, encastrado en un marco de madera de teca, que provenía de la India y que acabó en una tienda de antigüedades iraní. Su aspecto era impecable, parecía recién salido de una fábrica de imitaciones “made in China”, y, sin embargo, el musulmán que me lo vendió afirmaba que era antiguo, muy antiguo, datado en el medioevo. Esta afirmación la entendí como increíble, me la tomé con el escepticismo propio del europeo occidental al que le relatan un cuento de Sherezade, pues de mi época de estudiante recordaba que hasta 1835, gracias a un químico alemán, no se fabricó el primer espejo con base de plata. La madera que enmarcaba el espejo tenía un aspecto pulido aunque cargado de años, de líneas suaves y relieves austeros, con imperfecciones que saltaban a la vista, defectos que, daba la sensación, intentaban pasar desapercibidos a la mirada de cualquier observador. Parecía que la madera de ese marco tenía una vida propia, más allá de la que tuvo cuando era parte de un árbol, y que los defectos se intentaban camuflar con maquillaje del mismo modo que una mujer disimula las marcas que en su piel esculpe el paso del tiempo para que no se le note el declive al que, de forma inexorable, estamos todos abocados. Todos esos defectos o estragos podían haber sido producidos por la mano del hombre que esculpió la madera de teca, pero… aun así desprendía un encanto especial mezcla de sencillez y misticismo. Del espejo se podría decir, dada su aparente austeridad, que no intentaba despertar curiosidad en quien se reflejaba en él, tan solo pretendía servir para lo que había sido concebido, es decir, mostrar con fidelidad absoluta el mundo que delante de él se presentara. De cualquier manera, el conjunto parecía salido de la noche de los tiempos. El iraní que me vendió el espejo dijo solemnemente: -El espejo, como todas las cosas de Dios, tiene alma, y por tanto también un nombre. Este se llama Mathaat el Hailma. Así lo nombró el enigmático árabe, o al menos de esta manera me pareció que lo llamaba. Cuando le pregunté por su significado respondió: -en tu lengua significa espejo de la sabiduría. Si pretendía dejarme perplejo y sin palabras, juro que lo consiguió. Mientras lo preparaba para embalar, añadió: -Con el tiempo, extranjero, te darás cuenta del poder de Mathaat el Hailma. No debes temerlo, sino aprender de él. Fui a contestar pero antes de que pudiera articular palabra, como si me hubiera leído el pensamiento, levantó la mano y mirándome a los ojos de forma muy profunda prosiguió: - Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, entonces calla. El espejo pareció asentir…
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Aquella misma mañana lo colgué en el más privilegiado lugar de la sala de lectura, por encima de unos elefantitos de madera de ébano que reposaban encima de una mesa. Recordé que el árabe me dijo que lo cuidara y que al limpiarlo con el aceite especial que me regaló lo hiciera como si acariciara la piel de la verdad. No entendí demasiado lo que me propuso, pero, tanto me gustaba el espejo que no tuve ninguna dificultad en seguir sus consejos. Es curioso, no recordaba haberme visto reflejado en el espejo. Cuando lo adquirí todo fue muy rápido, solo guardaba imagen del marco, de esa madera de teca, tan oriental, tan atractiva. Pero al limpiarlo me miré en él y me percibí distinto. No puedo asegurar si reflejaba los libros que a mis espaldas recomponían toda una pared librera. Solo veía mi imagen. Insisto, del todo distinta. Decidí sentarme inmerso en pensamientos sin sentido alguno. Estaba mareado, con la sensación de que la sala donde me encontraba era desconocida. Debí dormirme. Amanecí con una extraña sensación, no recordaba nada del día anterior, salvo que apliqué aquel aceite al espejo. Achaqué el desvarió a los efluvios que el aceite desprendía. No pensé más en ello pues aquella mañana debía atender a unas invitadas de excepción; Milena y su pre-adolescente hija Martina. Milena, de vez en cuando, me visitaba con la excusa de que a la niña le gustaba mi librería, aunque en realidad, lo hacía para darme compañía, o, tal vez, para obtenerla ella. Desde que murió su marido, gran amigo mío, nos veíamos con alguna frecuencia. Nada serio. ………………………………………… El sol tocaba el cenit de un espléndido día. Mientras Martina se dirigía a la sala de lectura, Milena y yo disfrutábamos en el jardín de una conversación agradable dispuestos a compartir un vermut antes de comer. Departíamos sobre la importancia de no estar solos en la vida, pero lo hacíamos con el subterfugio de arreglar la existencia de los demás, nunca hablábamos de nosotros. Era el gran recurso de la timidez. -¿Qué opinas Frank? Háblame de la soledad. Tú que nunca has estado unido a una mujer, ¿Cómo lo has podido sobrellevar? -No sé Milena, tal vez no… quiero decir que nunca he pensado en ello. Nacemos buscando la perfección y morimos sin encontrarla. Tal vez somos egoístas o quizás adolecemos de sinceridad suficiente para conformar nuestras vidas en una pizca de humildad. -Comprendo.- Fue su escueta respuesta. Yo proseguí intentando emplear las palabras adecuadas, medidas para no hacer daño a una mujer que sin querer reconocerlo, me gustaba. Estaba
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enamorado de ella, pero no podía confesarlo… ¿y si ella no sentía lo mismo por mí? Todo era demasiado complicado. -La verdad es que algunas veces, tal vez las más, uno siente que ha dilapidado la fortuna con la que llego al mundo para adquirir bienes que se mantienen en el tiempo pero que no confortan en absoluto nuestro espíritu. De qué sirve poseerlo todo, sin poseer nada, cuando es más útil no poseer nada para poseerlo todo. De repente, corriendo, y, al parecer, con alma alborozada, Martina irrumpió en el jardín: -¡Mama, Frank, el espejo… el espejo, venid, rápido! Si no fuera porque su voz sonaba alegre, el susto que nos habríamos llevado, al verla venir tan desenfrenada, obtendría la categoría de mayúsculo. Cuando llegamos a la sala eché una ojeada rápida y en principio no observé nada fuera de sitio. Esto me tranquilizó. -¿Qué pasa Martina, qué ocurre cielo?- Pregunté. -¡Ponte delante del espejo, Frank!- Respondió Martina con vehemencia.
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Al situarme ante él, igual que ocurrió la noche anterior, el espejo solo me reflejó a mí. No se veía nada detrás de mi espalda. Milena se puso a mi lado, y con gesto de sorpresa, observó el mismo efecto. Algo que trascendía lo racional distorsionaba nuestras imágenes, como si se revistieran de desnudez, de trasparencias confeccionadas con nuestros anhelos, esos tan difíciles de confesar. El espejo dijo sin hablar: Lo pasado ha huido, lo que esperas está ausente, pero el presente es vuestro, ¿qué necesitáis para vivirlo? ¿Acaso no es hilo que une pasado, presente y futuro el simple hecho de abrir los ojos segundo a segundo? Siendo así, ¿por qué los mantenéis cerrados? Dicho esto, nuestra imagen se recompuso reflejando en un segundo plano del espejo una pared llena de libros, y en nuestros rostros una sonrisa abierta al contemplar que nuestros ojos cruzaban las miradas como hasta ese día nunca se atrevieron. Las imágenes se miraban mientras nosotros las mirábamos a ellas, y en estas, el espejo lo miraba todo, como si el saber que proclamaba su nombre fuera adquirido al desnudar nuestras almas para devolvérnoslas vestidas de madurez vital. ……………………………………… Tal vez, Mathaat el Hailma, quería enseñarnos que la lucidez de la especie humana queda descartada por la búsqueda de la perfección superficial en el aspecto exterior de los demás, sin darnos cuenta de que nosotros mismos, posiblemente, carecemos de la deseada exquisitez tan demandada por la sociedad, al tiempo que dejamos de mirar los interiores que decorados con sencillez, sin pretensiones, nos acomodan el corazón en la suavidad de la piel, en la delicadeza de las nubes que el afecto siempre nos dará.
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EL HOYORNO Maria Isabel Madrid Castellanos
La casa era lo único humano que había por aquellos montes, el paisaje era impresionante, el verde era el color predominante, apenas existían caminos para poder pasar, la vegetación en aquellos meses de primavera estaba en todo su esplendor. Si te escondías al atardecer podías ver ciervos y jabalíes pasar, buscando alimento. Bajaban al río a beber en el silencio de la tarde , y también se dejaban ver cuando amanecía. Volviendo a la casa y mirando por la ventana podíamos ver a Sinforiana junto al fuego ,preparando la cena para cuando volvieran los hombres, cansados del largo día de trabajo en aquellos montes. Era época de recolecta de miel. Las colmenas eran muy numerosas, todo el monte estaba salpicado de ellas, como pequeñas estrellas en un cielo verde. El Hoyorno, una finca de dieciocho mil hectáreas, en invierno es un coto de caza inmenso, donde desde hace muchas décadas los cazadores vienen de todas partes de España y el extranjero a la caza mayor. La familia Blasco eran y son los guardianes de toda aquella vasta tierra. Se escondía el sol por el horizonte y la luna saludaba la noche. Alfredo, el padre, Alfredo hijo, Jacinto el mediano y el pequeño Benito abrieron la puerta de la gran casa y fueron recibidos con afecto y cariño por su madre y hermanas. Sinforiana, la madre, seguía frente al fuego, Sofia, la menor, preparaba ya los cubiertos, Segunda, doblaba ropa en una esquina del gran salón cocina y junto a ella, Sagrario, la mayor, cosía con esmero una pieza a un pantalón, las prendas por zurcir apiladas en una cesta. -Hijas, id recogiendo que pronto estará lista la cena –dijo la madre. -Sí, madre, termino lo que tengo entre manos y voy a ayudarla -contestó Segunda. -Lo mismo digo, madre-respondió Sagrario.
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La pequeña Sofía, diligente, lo tenia casi todo preparado. Cuchillos y cucharas estaban ya sobre la mesa, y fue a buscar el pan que estaba en la despensa. Mientras, los hombres se adecentaban para sentarse a la mesa. Al poco ya estaban todos en ella, y como cada noche Sinforiana daba las gracias por poder estar todos juntos. La madre sirvió la cena. Había preparado un buen guiso de espárragos, de los que abundan después de unos días de lluvia, con cebolla, ajillos y huevos. Qué buenos eran aquellos montes, proveían a la familia de todo lo de la tierra, el río les daba peces, las flores regalaban su néctar, tenían caza en abundancia y también una pequeña huerta y un pequeño gallinero . Apenas bajaban al pueblo, sólo cuando eran las fiestas o había algún asunto del campo que tratar. -¿A qué hora saldremos mañana? -preguntó Sagrario a su padre . -Hija, tan pronto amanezca, el camino es largo y si queremos llegar para la misa tendremos que madrugar –contestó el padre.
-Sí, padre -contestaron las chicas casi al unísono. Estaban deseando que llegara el día, después de muchos meses bajarían al pueblo, verían a sus amigas, se pondrían sus mejores vestidos y también volverían a bailar. La más bailarina era Sofía, y encima iba a estrenar vestido, lo había hecho Sagrario, que tenia mucha maña para cortar. Ella era la encargada de confeccionar toda la ropa: había aprendido en el pueblo, años atrás, cuando su padre la dejó en casa de una tía para que pudiera aprender el oficio. Todas estaban nerviosas. Llevaban meses en las montañas, apartadas de cualquier relación con los demás. Aunque el trabajo no faltaba y los días corrían sin querer, eran jóvenes que también necesitaban disfrutar. Por ello su padre, cuando había fiestas, intentaba que sus hijos pudieran bajar al pueblo, 11
era momento de pensar en buscar maridos para ellas y mujeres para ellos, también. Todos marcharon a dormir pronto, pero la pequeña Sofía no podía, pensando en su nuevo vestido verde pastel, con pequeños topos rosas y un gran lazo detrás. Al final concilio el sueño y durmió hasta el amanecer, y antes de que el gallo cantara, Sofía ya estaba en pie. Se levantó con tanto júbilo, que a todos despertó. -¡Vamos, levantaos ,perezosos, que el sol ya salió! -pregonaba por toda la casa, hasta que consiguió que todos se levantaran y se apresuraran en vestirse, aunque la primera ya sabemos quién fue. El padre y los hermanos ya tenían preparados los caballos y tras un desayuno rápido se dispusieron a partir, tenían por delante casi dos horas de camino y caminos no muy buenos, con mucho polvo cuando hacía días que no llovía. Por suerte, días atrás había llovido y el camino, aún húmedo, se hacia más llevadero. Las hermanas cada una en su caballo, menos Sofía que iba con su padre, cantaban y con sus cantos alegraban la comitiva formada por toda la familia Blasco. Era una alegría verles llegar al pueblo, eran una familia muy grande y muy querida. Llegaron con la hora justa para cambiarse e ir a misa, tenían una pequeña casa en el pueblo, donde pasaban las fiestas y se quedaba la pequeña con la abuela para ir al colegio. Baterno, el pueblo, estaba precioso, adornado con grandes arcos en las principales calles, por donde más tarde pasaría la procesión de la Virgen. Todos participaba en la decoración. Si algo tenía este pueblo era una unión para todo lo relacionado con su patrona, la Santísima Soledad del fuego, ese era el día grande y todos se volcaban. Desde la iglesia del pueblo saldría la Virgen en procesión para volver a su ermita, en las afueras: era su orgullo. De todos los pueblos de los alrededores venía gente a verla, pero lo que más hermoso era oír cantar a todos, hombres y mujeres, canciones cuyas letras habían escrito ellos, cantos de gracias por todo lo que ella les daba, seguridad en la Fe que le profesaban. Iban cantando todo el camino, enlazando una con otra hasta llegar a su destino, y allí arriba, presidiendo el pueblo desde lo alto de aquel cerro, estaba una blanca ermita, morada de tan ilustre dama, allí permanecería por un año entero, pero no sola, pues cada día del año una familia subía a verla y cuidar su luz, sus lámparas de aceite y a tocar sus campanas. La Virgen de la Soledad nunca estaba sola .
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Después de salir de misa, todos fueron para la plaza a tomar unos chatos y quintos, era día de fiesta y la plaza estaba que no cabía un alma, era momento de risas, de conversar con los amigos. Los jóvenes de la familia Blasco también fueron a la plaza, pero las chicas marcharon pronto, debían ayudar con los preparativos de la comida, hoy se reunía toda la familia, más unos importantes invitados. Las chicas ayudaban organizando mesas, sillas, y sobretodo el arreglo de la mesa. Como hacia buen día todo se dispuso en el patio, en el que una gran parra ofrecía una sombra estupenda.
Segunda era la ayudante de su madre en la cocina, había heredado el gusto por la cocina y se defendía muy bien entre las ollas .Hoy prepararía algo especial, un postre típico de aquellas tierras: Rosca de Candelillas con miel de las colmenas del Hoyorno. El padre había invitado al dueño de la finca y a los hijos de éste, que habían venido a resolver asuntos de las tierras. Debían agasajarlos con lo mejor que tenían. Segunda era una chica muy alta, de la más altas de todo el pueblo, con una larga cabellera negra que normalmente llevaba recogida en una gruesa trenza. Aquel día, al ser festivo, lo llevaba suelto, le llegaba hasta la cintura, y con el reflejo del sol sus cabellos brillaban cual brillante azabache. Era graciosa y en su cara siempre tenía una sonrisa, poseía unos elegantes andares, y toda ella desprendía la fuerza y la belleza una joven mujer. Tan pronto estuvo todo preparado, Sinforiana mandó a la pequeña Sofia a la plaza para que avisara a los hombres. Cuando llegaron, Alfredo, el padre, fue acomodando a todos a la mesa. Las dos presidencias, estaba ocupadas por el dueño del coto, el Sr.Don Leopoldo Castillo, y en el otro extremo se sentó él. A los dos hijos del dueño los colocó entre sus hijos mayores, para que pudieran hablar, y enfrente de ellos a sus dos hijas mayores, Sagrario y Segunda. 13
Ya estaban todos sentados a la mesa, los saludos habían tenido lugar por la mañana en misa y los hijos de Don Leopoldo ya conocían a toda la familia. Dessde muy pequeños iban a la finca con su padre, es más, algún verano lo habían pasado allí todos juntos, y se podría decir que eran amigos, salvando las distancias de las distintas clases. Los hijos del amo llevaban años si aparecer por el pueblo, habían estado estudiando fuera. El mayor, Benito, había terminado los estudios de ingeniero agrónomo y el pequeño los de derecho. Al igual que habían cambiado ellos, los chicos y chicas del Hoyorno estaban casi irreconocibles, y para Benito la más cambiada era Segunda. Cuando la vio aquella mañana apenas la reconoció, gracias a que iba acompañada de su madre y hermanas. Nada más verla, noto como su corazón se aceleraba, llegó a pensar que todos podían escucharlo. Intentó disimular y saludó lo más natural posible. No tardaría mucho en saber que, al igual que le ocurrió a él, a Segunda el corazón tambien parecía que se le iba a salir cuando llegaron a la puerta de la iglesia, allí estaba él, con su padre y su hermano, enseguida lo reconoció. Un chico tan alto y rubio, escaseaban por aquel lugar, pero cuando ya no tuvo más dudas fue cuando se giró y pudo ver sus grandes y preciosos ojos azules. Benito tenía unos rasgos muy germánicos, no era de extrañar ya que su madre era alemana, en cambio su hermano Ángel era muy moreno, alto también y con ojos verdes, eran completamente diferentes, sobre todo en el carácter. Ángel era muy alegre, hablador y amigo de las bromas, por el contrario Benito era más sosegado, menos hablador, más serio. Una vez sentados en la mesa, las miradas entre Segunda y Benito se sucedían, los dos intentaban disimular sus emociones, bueno, eso pensaban ellos, pero para quien los disimulos no sirvieron fue para Sinforiana, la madre enseguida se dio cuenta de que algo pasaba entre los dos. Los ojos de una madre percibe señales tan pequeñas, que los otros apenas se dan cuenta. Sinforiana se puso triste, sabía que aquello no sería posible, ellos eran unos pobres trabajadores y estaban en otro nivel, por nada del mundo hubiera pensado que aquello pudiera pasar. De pequeños jugaban todos juntos en el río, saltaba, corrían y se comportaban como niños que eran. Justo cuando estaban en los postres, después de felicitar a Segunda por tan buen pastel, el sr. Leopoldo les comunicó una noticia: la próxima primavera el hijo mayor se casaría con la hija de un importante diputado, y el dueño quería organizar una montería para celebrarlo. Terminado los postres, las mujeres marcharon todas a la cocina, y los hombres se quedaron en el patio hablando de las fechas y organizando todo lo referente a la montería.
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Segunda pidió a su madre salir de casa y su madre accedió, pues sabía lo que en aquellos momentos le estaba pasando. Segunda no sabía dónde ir, pero recordó el lugar en que se refugiaba de pequeña y alli se encaminó. Era un sitio en las afueras, cerca de las escuelas, su refugio favorito de pequeña. Cuando no quería ser molestada, alli se escondía. En la casa todo seguía tranquilo. Benito les dijo a todos que se iba acercar al bar a buscar una botella de buen coñac y pidió a la pequeña Sofía que lo acompañara. Juntos salieron de casa. En cuanto estuvieron en la calle, Benito preguntó por dónde había ido Segunda, y la pequeña, que era muy viva, le dijo: -¿Quieres verla?, yo sé donde está, ella cree que no lo sé, pero alguna vez la he seguido. Ven, vamos a buscarla. Y juntos se diriguieron hacia el lugar en el que estaba Segunda. Ella se sorprendió al verlos, pero reaccionó bien, pues la pequeña Sofía no perdía detalle. Benito tan sólo le dijo que quería saber cómo estaba, pues la había visto salir de casa bastante rápido. Para que Sofía no se enterara de nada, Benito tuvo que ser muy sagaz y mientras distraía a la niña con un truco de magia, le pasó una nota rápidamente a Segunda. Aquella nota decía lo siguiente: te espero esta noche a las 10 en el pilar de la cañad, Por favor, tengo que hablar contigoLa tarde pasó rápido, todo el pueblo estaba alborotado, aquella noche habría baile y en un pueblo con tan pocas distraciones aquello era todo un acontecimiento. Chicos y chicas de los pueblos vecinos acudían a él. En casa de los Blasco todos estaban arreglados, juntos irían al baile; por la tarde la pequeña Sofia había sido la encargada de guardar la mesa. Llegaron juntos y,desde que lo hicieron, Segunda sólo pensaba en desaparecer sin llamar la atencion. Confiaba mucho en su hermana Sagrario.Aquella tarde se lo había contado todo y juntas habian elaborado un plan, ahora tenian que ponerlo en marcha. Como habian acordado, cuando Segunda le guiñó un ojo, Sagrario, haciéndose la distraída, derramó la bebida sobre su vestido de Segunda. Ante tal desastre, Sagrario, muy convincente, les hizo saber a todos que debían ir corriendo a casa, porque sinó las manchas estropearían el vestido. Dicho y hecho, juntas corrieron, pero en lugar de ir a la casa se encaminaron hacia la cañada. Sagrario había escondido otro vestido en un recodo del camino, aquella tarde. Llegaron y allí estaba él, esperando. Sagrario se quedó unos metros atrás para que pudieran hablar tranquilos. No hicieron falta las palabras,ambos se fundieron en un largo beso. Después de besarse y abrazarse, Benito tomó la palabra:
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-Lo que has oído este mediodía sobre mi boda es cierto en parte,pero mi padre lo ha anuciado sin pedirme permiso, y después de volver a verte esta mañana he tenido claro que esa boda no debía celebrarse, almenos no por mi parte. Y esta noche,viniendo tú aquí, me lo has confirmado. Llevo años amándote en silencio, apenas eramos unos críos la última vez que te vi, y pensé que la distancia y el tiempo borrarían lo que siempre sentí por ti.Pero nada más volver a verte supe que nada había cambiado, mis sentimientos son más fuertes si cabe.Sé que piensas que lo nuestro es imposible, yo también lo llegué a creer, pero llevo todo el día pensando y si a ti te parece bien y te atreves lo podemos lograr. Segunda le escuchaba con muchísima atención,y aunque llevaban mucho tiempo sin hablar, las miradas de aquel día le habían confirmado lo que tanto tiempo ella habia imaginado: al igual que él, ella lo había amado en secreto, tan sólo su hermana Sagrario lo había sabido y las dos habían pensado siempre lo mismo ,que aquello era un sueño porque jamás el hijo del amo se casaría con ella, una pobre. Pero Segunda también tenía sueños y esos sueños fueron los que la ayudaron todos aquellos años que estuvo sin verlo. En su interior siempre guardó la llama de la esperanza, como romántica que era sabía que el amor lo podía todo, almenos eso pensaba cuando era optimista. Segunda,cogiendo las manos de Benito,le contestó: -Si los planes que tú tienes son para los dos, yo te apoyaré en todo y me enfrentaré a todos si fuera necesario, sé que lo que siento no es nada pasajero y quiero estar siempre junto a ti-. Después de cambiarse el vestido, volvieron lo más pronto posible al baile. Ya de vuelta,las dos hermanas intentaron divertirse como las demás chicas y bailaron con todos los mozos que se lo pidieron, y en uno de aquellos bailes, Benito la sacó a bailar. Formaban una pareja preciosa, los dos tan altos y tan elegantes eran el centro de todas las miradas ,discretas e indiscretas. Ver al hijo del amo bailar con la hija del guarda levanto más de un comentario, sobre todo entre las madres del pueblo, ya que a muchas les hubiera gustado que la elegida hubiera sido su hija. El baile terminó de madrugada y todos se marcharon para casa, al día siguiente volverían de nuevo a la finca. No se podía dejar a los animales tanto tiempo solos. A la mañana siguente salieron temprano, nuevamente tenían dos horas de camino por delante. Cuando iban por la mitad, el padre se acercó Segunda y le dijo: –Cuando lleguemos tenemos que hablar. Ella se puso muy nerviosa. Su padre, que se lo notó le dijo: –No te preocupes,lo sé todo. En casa hablaremos tranquilamente. 16
Cuando llegaron, el padre llamó a Segunda a su habitacion y le resumió toda la conversación que la noche anterior él habia tenido con Benito. El chico le hizo saber de sus sentimientos y que estaba dispuesto a todo. Incluso le dijo que si su padre no le apoyaba no tendrían problema, porque con su trabajo podrían vivir cómodamente. Le contó que el señor, al enterarse, había puesto el grito en el cielo, pero que tras hablar más calmadamente había terminado aceptando. Aunque le costó asimilar que la gran boda que tenía preparada para su hijo mayor ya no se celebraría, como padre buscaba lo mejor para su hijo, y con Segunda, aunque no poseía fortuna, sabía que su hijo iba a ser feliz y eso era lo que al final contaba. Él mismo se había tenido que enfrentar a su padre,años atrás,por casarse con una extranjera. El padre le explicó a su hija que debían esperar un tiempo, ya que aunque el compromiso anterior no habia sido oficial, por respeto a la otra familia debían dejar pasar unos meses. Y así fue como un 20 de agosto, día de la patrona, el pueblo lucía sus mejores galas nuevamente, pero esta vez doblemente, primero porque era el dia de la Virgen y segundo porque Benito y Segundo se casaban allí arriba, en la ermita de la Soledad de el Fuego.
Todo el pueblo estaba invitado, habian venido cocineros y camareros para preparar el gran banquete que se había dispuesto en grandes carpas en las afueras. Así que a las doce del mediodía, salían radiantes de la ermita Segunda y Benito, convertidos en marido y mujer.
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LA ESTRELLITA QUE NO BRILLABA Pilar Solera
Hace mucho mucho tiempo en una galaxia muy muy lejana, vivía Alba, una estrellita un poco tímida y vergonzosa pero muy amiga de sus amigos y amigas. Desde hacía dos años, su luz se había apagado y nadie sabía porque ya no brillaba como las demás estrellas. Como cada tarde al salir del colegio Alba se iba a jugar con sus amigas. - Hola Alba, - Hola Sandra, - ¿Quieres que juguemos a cantar? - Vale. Al momento llegó Lumina, una estrella muy segura de sí misma, pero un poco envidiosa. Se acerco a Alba y le dijo: - Ja ja ja pero que mal cantas, ¡tú nunca llegaras a ser un cantante! Y Alba sin saber qué hacer ni qué decir se marchó llorando. Sandra se fue detrás de ella y le dijo: - No llores Alba, - Es que siempre se mete conmigo y me dice que no sé hacer nada.
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- Bueno y que, esa es su opinión, está claro que no puedes gustar a todas las estrellas. - Escúchame, ¿a ti te gusta cantar? - ¡Si si si me lo paso genial! - Pues ya está Alba, yo creo que no deberías dejar de hacerlo por lo que te digan, ¿no crees? - Es verdad tienes razón, ahora que lo pienso, que tonta he sido y con lo bien que nos lo estábamos..., la próxima vez no voy a darle importancia a lo que me diga. - Muy bien Alba. Al día siguiente a la salida del cole Alba y Sandra se fueron a jugar y llegó Lumina. - Hola, - Hola, respondieron - Qué falda más fea que llevas hoy Alba, - Ah sí?, no me digas, pues hay un refrán que dice: en abril estrellas mil. - Que quieres decir, pues eso: tu piensa piensa y verás. Y así Alba y Sandra continuaron jugando y disfrutando toda la tarde mientras Lumina seguía pensando. Esa misma tarde Alba recuperó su luz y desde entonces no ha parado de brillar.
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RECOMPOSICIÓ Anna Maria Llobet
Dedicat a les minyones de postguerra Cada cop que torno de vacances m’agrada anar amb la mare a la casa pairal, allà parlem de tot i de res. -Anem a regirar per les golfes? Fa tan de temps que no ho he fet. Allà a Delf, amb aquell apartament tan petit no tinc lloc per amagar res, tot queda a la vista i enyoro els racons entaforats d’andròmines, com aquell bagul de la besàvia, els vestits de ja no sé qui amb els que a vegades em revestia tot mirant-me en un deslluït mirall... Vinga mare, pugem-hi.! -Si que potser hi haurem de pujar i de passada m’ajudaràs a endreçar, a fer espai, perquè tu cada vegada que tornes em deixes penyores per a no sé quan... -D’acord, endreçaré. Oi que aquesta fotografia és de la tia Elvira, la germana de l’àvia? No se n’ha parlat gaire de la seva vida. Això si, les poques vegades que ens visitava era la que més se n’alegrava de que fos pintora. -Va tenir una vida per fer-ne un llibre. La tia Elvira al ser la més gran, moltes vegades s’havia de fer càrrec de germans, cosins i d’algun veïnet i tot perquè les mares poguessin anar a treballar al camp. D’aquí a fer de minyona des de ben jove, només n’hi havia un pas. Una vegada ens va explicar que ja feia uns quants anys que treballava en una casa de senyors, de senyorassos, que deia ella, havent-se guanyat la confiança de tots. Feia la neteja principal, però si calia donava un cop de mà a la cuinera i a la mainadera. En aquella casa també tenien xofer i jardiner, eren rics. El senyor era negociant, això vol dir que feia anar calers, molts calers; encara que no sabíem ben bé d’on sortien - eren coses que no es preguntaven. La senyora feia de senyora, tenia aficions, viatjava, llegia, pintava... -Jana, no facis gestos obscens, que se m’escapa el riure i perdo el fil. Explicava la tia, que a la senyora li agradava col·leccionar porcellana. Si algú la volia fer contenta, ja sabia que dur-li; això si, havia de ser de llocs llunyans o d’una antigor considerable.
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La seva peça predilecta era una tetera blanca de porcellana xinesa, no et sé dir de quina dinastia, que de tan orgullosa que n’estava la va fer col·locar en un pedestal prou alt perquè es pogués veure el segell marca de l’artista, -coses de nouvinguts als dinersUn dia, la tia no es trobava gaire bé, li rodava una mica el cap, i al treure la pols es va repenjar al pedestal i va caure la tetera quedant tota esbocinada. De la impressió li va marxar el mareig de cop, però li’n va venir un altre de més gros. Blanca, groga i tremolosa anava cap el passadís quan de sobte es va trobar de cara amb la senyora esguardant-la de fit a fit. Deia que la senyora li va dir: -No, no ho recullis Elvira. Ni ho toquis! Ves a la cuina o ajuda a qui calgui. Se’n va anar al safareig a intentar treure’s el desassossec tot rentant i picant la roba. Quan va entrar de nou a casa, va tornar a empal·lidir en veure que l’espai ocupat pels trossos i trossets de la tetera estava perimetrat amb una cinta d’esparadrap formant un rectangle. Al costat estava la senyora, Doña Mercedes, dient-li, amb veu rotunda, que aquell espai no l’havia de tocar ningú i va marxar amb pas altiu, deixant a la pobra tia Elvira sense esma per a res. Cada dia quan es llevava, al passar per la sala i veure els trossos i trossets tan ben emmarcats, es volia fondre. Hagués preferit –sense saber el que valia- que li descomptessin del seu sou. I així anava passant el temps i ella consumint-se. Un dia el Damià, el jardiner l’esperava a la porta per donar-li un sobre: - Té això m’ho ha donat Doña Mercedes per a tu. I ella un altre cop a tremolar. El va mirar –diu que era un sobre elegant- el va obrir i a dins hi havia una invitació per una exposició de pintura en la que hi participava també Doña Mercedes Sala de Ruidellano. -Mare, no em facis riure, amb aquest nom la signatura deuria ocupar mig quadre... -La tia Elvira va quedar intrigada, preguntant-se per què la convidava a ella, una minyona; però alleugerida a la vegada, pensant que la senyora no li guardava rancor. El dia de la inauguració, es va posar la millor roba que tenia; que no deixava de ser molt senzilla i discreta. Va entrar sense deixar-se veure gaire. Mai havia anar a un acte així ple de persones semblants al senyors de la casa que servia De sobte, va quedar clavada al terra. A la paret principal hi havia un quadre de mides considerables reproduint fidelment, insultantment la trencadissa de la tetera blanca, xinesa de la dinastia... Els ulls se li van entelar, però encara va poder llegir en un racó del quadre: VENDIDO. No sabia si aquella desgràcia, que deia ella, hauria sigut per bé o per mal. Tot li voltava. Va marxar a casa de la seva mare, era dissabte i aquell diumenge li tocava festa. Això l’ajudaria a espargir-se –va pensar. El dilluns quan va tornar l’esperava a la porta el Damià, altre cop amb un sobre a la mà. Aquell sobre era diferent, no era elegant com l’altre. L’obrí, a dins hi 21
havia diners i dos papers. Un paper era un albarà on hi posava l’import de la venda del quadre menys el valor de la tetera, quedant una diferència de 25 pessetes –que més o menys era el sou d’una setmanada. L’altre paper duia la signatura de Doña Mercedes i deia: “Recoge los trozos de porcelana y no vuelvas más” En Damià en veure-la tan trasbalsada, li va preguntar si la podia ajudar –a ell ja li havien dit el que passaria, tot el servei ja ho sabia, aquestes coses no les explica ningú, però se saben. -Que fort! I què va fer la tia? -Doncs va recollir els trossets, però se’ls va quedar, els va posar en una capsa de sabates, la va lligar amb un cordill, va agafar les seves pertinences i va sortir d’aquella casa en la que havia servit durant setze anys per no tornar-hi més. -Que potser és la capsa negra del racó? Dóna-me-la, la vull obrir. Ostres! Està plena de trossets de porcellana...! Ja ho tinc! Me l’haig d’endur! ... ... ... ... ... ... ... ... Quan vaig tornar a Delf duia la meva maleta, com sempre, i agafada ben fort aquella capsa de sabates de la tia Elvira. ... ... ... ... ... ... ... ... Avui, Aina, aquesta nit d’insomni al costat del teu bressol, he tingut la necessitat d’escriure-ho, por ser algun dia t’agradarà saber quin va ser l’origen de l’exposició que vaig fer a Barcelona i que tan d’èxit va tenir. Un bon amic em va proposar d’exposar en una Sala d’Art, i es clar vaig acceptar-ho de seguida. Vaig voler que la mostra es digués: RECOMPOSICIÓ. Constava d’una sèrie de setze quadres on només hi havia pintades teteres. Cada tetera tenia incorporada a la pintura una peça de porcellana blanca. Es van vendre tots. Vaig tenir crítiques molt bones. Jo pensava: si la tia ho veiés què en diria ... A tothom que havia comprat un quadre se l’obsequiava amb un paquet de té xinès; volia que el poguessin assaborir assossegament; ja que la pobra tia Elvira no en va voler prendre mai més. Quan es va acabar l’exposició i vaig anar a recollir la liquidació de les vendes, el meu amic galerista, em va convidar a entrar a la recambra de la sala on hi tenia un batibull de quadres diversos per ordenar i em va dir: -Ahir vam buidar un parell de pisos de l’eixample, eren de gent ostentosa però avui arruïnada i que ha hagut de malvendre el seu patrimoni.
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Mira aquest quadre on hi ha pintada una trencadissa, està signat per Mercedes Sala de Ruidellano, una pintora que jo no he vist catalogada enlloc. Què et sembla? Te algun valor? Crec que tu ho sabràs apreciar millor que jo. Recordo que vaig empal·lidir, potser tan o més que quan el va veure la tia Elvira. Vaig dir-li que tècnicament no era gaire bo, però que per a mi si que tenia interès. Me’l va donar. El vaig ensenyar a la mare i el vam guardar a les golfes sense fer-ne gaires comentaris, no calia. ... ... ... ... ... ... ... ... Al meu apartament de Delf, en un racó d’un prestatge he deixat una ampolleta amb miquetes de pols de la tetera blanca de porcellana xinesa de no se quina dinastia... per qui vulgui preguntar la història o escriure’n un altre conte.
Esbós d’una tetera per fer-ne quadres a partir de peces trencades de porcellana.
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TEMPS GLAÇAT Núria Abelló
Va ser una tarda trista i freda d’hivern. Com sempre, tothom creuava la plaça amb pressa, rumiant en les seves cabòries, sense mirar enlloc. Cadascú dins del seu món, dins la seva closca. Ningú es va adonar de la nostra presència, ni de la nostra història. Ella, absent a l’anar i venir de la gent, esguardava un horitzó sense destí, lluny, com si cerqués el mar més enllà de les onades o el sol darrera la lluna plena, a l’altra banda del món. Potser tan sols estava esperant algú. O potser sols cercava una agulla en un paller. No sé. Possiblement només havia perdut el nord. Qui sap. Jo, quiet, palplantat a la plaça, feia estona que la mirava sense que se n’adonés. Molta estona, massa estona. Ja no sentia les hores del rellotge, ni el xiular del tren, ni la remor dels avions. Era com si el temps s’hagués aturat per sempre dins d’un instant etern. De fet, no podia deixar de mirar-la. Era ella. Segur que era ella! Però... El cert és que encara m’atreia. Em captivava. Era tan bonica!
Recordo aquell estiu quan la vaig conèixer. Em va embruixar. Radiant i juganera, a plena llum del sol, en aquell replà de l’eixida, amb aquella energia que sols ella podia desprendre. Em va robar el cor des del primer dia. M’agradava perseguir-la aquí i allà, per tot arreu, de marge en marge. Érem petits. Ella amb prou feines feia un pam. Jugàvem a fet i amagar pels camps i pels carrers, com si fos una competició que hagués de durar per sempre. Perquè no es tractava de guanyar o de perdre, sinó de jugar sense parar tota la vida, sense que ningú ens renyés.
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Aleshores no hi havia videojocs, ni ordinadors, ni tan sols televisió. Potser els nens d’ara no ho entendrien, però nosaltres no paràvem mai. Teníem tots els camps per córrer i tots els recs per explorar. Mai no ens avorríem. Bé, potser sí. Potser alguna nit d’hivern abans d’anar a dormir. Però llavors ens explicaven contes a la vora del foc, d’aquells que et transportaven en el temps i en l’espai. I, entre conte i conte, deixàvem anar la imaginació i anàvem a parar a llocs insòlits, fantàstics i a vegades també tenebrosos. Més d’una nit me n’havia anat a dormir amb por del llop, o de la bruixa, o de qui sap què, mentre sentia l’udolar del vent, tremolós sota les mantes, ben abrigat. Fins i tot, més d’una nit, podia escoltar les converses llunyanes d’uns follets, però mai les vaig entendre. A vegades somniava que jugava amb un drac màgic que vivia al fons del mar, com el de la cançó. I m’enfilava a la seva cua i volàvem, amunt, amunt... I donàvem la volta al món descobrint tresors, entre els estels i les ones nocturnes. Era fantàstic! Per això mai vaig entendre perquè Sant Jordi va voler matar el drac. No ho entenia. Quan m’ho van explicar, no vaig poder parar de plorar. - Pobre drac – deia enfadat – No s’ho mereix! I se m’humitejaven els ulls cada cop que hi pensava. Ningú m’entenia. Tothom defensava que Sant Jordi havia de matar el drac, perquè tothom deia que el drac era dolent. Però jo ho trobava injust, perquè jo m’estimava els dracs!!! Era un secret molt ben guardat entre els meus somnis i jo, que ni tan sols ella coneixia.
A la plaça, feia estona que havia començat a ploure. Jo tenia els peus glaçats i no sabia on anar. Ella continuava immòbil, preciosa, sense moure’s. S’estava quedant ben remullada. M’hauria agradat ajudar-la, però no sabia què fer. Ni tan sols duia paraigües. Com un estaquirot continuava mirant-la, sense gosar acostar-m’hi, sense saber què dir-li, perquè era molt tímid i no en sabia més.
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De totes maneres aquella pluja em portava vells records. Com aquelles curses de cargols que podien durar tota una tarda mentre cantàvem contents Cargol treu banya. O quan, al cap d’uns dies, anàvem a buscar rovellons al bosc i podíem omplir el cistell. O aquella vegada que entre llamps i trons va baixar tant fort el riu que fins i tot semblava que havia d’entrar a casa, sense que ningú l’hagués convidat. Sort dels taulons i les galledes! O aquella taca d’humitat misteriosa, al costat de la finestra, que adoptava formes d’animals misteriosos, entre penombres. O la gotera de l’habitació que em deixava veure els estels de nit, entre les teules. Ningú sap encara que era per allí per on entraven i sortien els meus somnis. Records efímers d’un castell de focs. Espurnes dansant amunt i avall, entre petjades nocturnes d’un temps que ja no tornarà. De sobte va començar a nevar. Insòlitament. Just quan queia la nit a la plaça. Remolins de volves de neu sense parar; grans, petites i algunes de gegants. En uns instants tot va quedar blanc. I jo també. Cada cop tenia més fred i no duia ni bufanda. No sabia on anar. De fet, no em podia ni moure. Estava glaçat, immòbil i no podia deixar de mirar-la. M’hauria agradat abrigar-la, protegir-la, abraçar-la, però no podia moure ni un dit. Sol, solet, m’hauria agradat cantar, però no em sortia ni la veu. M’havia quedat afònic. Cada cop tenia els ulls més humits i més tristos. Fins i tot se’m van glaçar les llàgrimes. Però no hi podia fer res. Érem invisibles al cor de tothom. Ella continuava absent, cercant encara qui sap què, com si ni tan sols la neu pogués desviar l’horitzó de la seva mirada. Ni tan sols sé si em somreia. O potser sí que em somreia. No ho sabré mai. Vaig sentir com un tret intern i, quasi sense adonar-me’n, la ment se’m va anar quedant en blanc, com la neu que ens envoltava. I, sense que ningú pogués evitar-ho, em vaig anar tornant petit, petit..., com abans.
Somniava que volava dalt d’un drac, entre núvols de cotó fluix o de sucre, i que ella era amb mi; desperta, contenta, sense por, compartint il·lusions més enllà de les fronteres, mar endins. Just quan la lluna tornava a somriure.
Diuen que vaig morir de fred, glaçat, aquella mateixa tarda, petrificat de tant mirar-la, quasi sense adonar-me’n. I que ella va morir una mica més tard; aparentment també de fred, o potser de pena, o potser de gana, perquè aquella tarda d’hivern no hi havia cap mosquit a la plaça.
Però, què hi feia una sargantana sense cua al mig de la plaça aquella tarda trista i freda d’hivern? Ningú no ho sap del cert.
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Molts continuen creuant la plaça amb pressa, com sempre, rumiant en les seves cabòries, sense mirar enlloc, absents al món dels altres. Plogui o no plogui, faci fred o faci calor, van distrets a treballar, o a estudiar, o a comprar, o a qui sap què. Curiosament, de tant en tant, algú s’atura davant del Nen amb la sargantana, em mira capbaix i encara es pregunta per què no vaig poder deixar de mirar-la. De fet, diuen que la seva cua encara belluga ben eixerida per algun racó del Prat. Però..., algú l’ha vista?
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FARUD Sonia Martín Albà
Miedo, sentía miedo y angustia. Él que era considerado el mozo más valiente de su aldea. Allí en la costa Mobandutu. La meta lograda. Había conseguido llegar a Marruecos; y con los ahorros que reuniera toda su familia conseguir pasaje en un viaje en cayuco por el estrecho. Llegaron de noche a una fría y desierta playa, con una luna menguante que apenas le permitía divisar el suelo que pisaba y desde allí recorrer y recorrer kilómetros y más kilómetros. Sin saber muy bien cómo, pero en todo caso en la trasera de camiones que le llevaban a Barcelona. Allí le prometían trabajo y una nueva vida. Él tendría suerte. Conocía a un pariente, un primo como se llamaban entre sí, pero que no tenía más parentesco que haber nacido en la misma aldea, y ser conocido de conocidos. Él le facilitaría un jergón donde dormir y una dirección a la que acudir cada mañana a por su hatillo de productos para la venta. Pero sólo encontró miedo. Miedo a la expulsión. Miedo a la policía. Miedo a la calle. Miedo a la incomprensión. Miedo a la diferencia. Miedo a la miseria. Ahora ese miedo se había materializado. La amenaza cierta con la cárcel se cernía sobre él mientras temblaba entre aquellas tres paredes, frente a aquellos barrotes. Pero qué podía haber hecho él, se preguntaba. Tras el absurdo, se vio tumbado boca abajo sobre el asfalto mojado de aguas sucias y orines. En aquellas callejuelas, tan próximas a su casa. Fue mala fortuna, apenas a trescientos metros de su casa. Aquella noche se le había hecho tarde. Regresaba con su hatillo y demasiado género por vender, en busca de su camastro, cuando tuvo que cruzarse con aquellos jóvenes.
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Al llegar a la bocacalle que llevaba a la plazoleta lo supo, tendría problemas. Pensó dar media vuelta y tomar otro camino. La voz de sus antepasados le alertó. Pero era tarde y estaba cansado de agachar la cabeza, de esconderse, pudieron más su orgullo y dignidad. Y decidió seguir su camino y cruzar la plaza. Los tres jóvenes empezaron a hacer comentarios, que ni entendió, y proferir risotadas, mientras se acercaban, amenazantes, a él. Entonces sí alcanzó a oír: Veamos, ¿qué llevas ahí negrito? –entendió que le decían mientras le rodeaban. Uno de los jóvenes le intentó arrebatar la sábana que llevaba colgada a la espalda en forma de hatillo. No podía consentirlo, era el sustento de más de una semana. Si perdía el género se arriesgaba a que no le facilitaran más material. Intentó seguir su camino, pero una oportuna zancadilla lo impidió haciéndole caer al suelo. Se revolvió defendiendo su sustento, lanzando patadas a su alrededor. Sin recordar cómo, pero sin duda, vencido por la ira, en un intento de defenderse, su pie impactó con la barbilla de uno de los individuos, quien tras la vacilación inicial empezó a gritar todo tipo de improperios, de los que sólo entendió “hijo de puta” y “negro”. Al son de estos gritos a Farud le llovió un alud de golpes por todos los flancos de su cuerpo. Lanzó el hatillo e intentó incorporarse y salir corriendo. Pero mientras recuperaba la verticalidad perdida por la acción de tanto golpe oyó un clic, al que siguió un chasquido en su mente. Alerta, se dijo. Al levantar la mirada vio que el individuo que se interponía a su paso esgrimía una navaja ante él, y la hacía oscilar amenazante a derecha y a izquierda riéndose, mientras un hilillo de sangre de corría por la barbilla, sin duda producto de la desafortunada que en tan mala hora le propinó el mismo. Farud intentó zafarse por el lado derecho, pero el individuo le asestó una puñalada que le rozó la camiseta que vestía, provocándole un ligero rasguño. El temor se apoderó de él. Y sin saber cómo se empezaron a precipitar los acontecimientos. Otro de los individuos le intentaba asir por detrás, pasándole el brazo por delante del cuello y apretando para privarle la respiración e inmovilizarle. Al sentir este contacto Farud empezó a dar manotazos, codazos, patadas, delante, detrás. No sabía bien dónde y cómo. Y de repente vio rodar la navaja a sus pies. No pensó, era imposible pensar. No tuvo tiempo. Todo iba a una vertiginosa velocidad. Ojalá hubiera podido pensar, ojalá hubiera pensado cuando llegó a la bocacalle y vio a esos tres jóvenes en el banco de la
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plaza. Estas eran las palabras que ahora se repetía una y otra vez en aquel oscuro calabozo. Después, sólo recordaba ver la navaja manchada de alguna sustancia pegajosa en sus manos. La imagen le aparecía en blanco y negro, y sin relieve, pero sin duda sabía que era sangre. Sangre ajena derramada. Oía gente que gritaba a su alrededor, en alguna ventana y frente a él. Dejar caer el acero a sus pies y salió corriendo hacia casa. Sólo quería regresar, pero no a ese oscuro piso de la inhóspita ciudad que le acogiera, Barcelona, sino a casa, a su querida costa, en el añorado Mobandutu. No logró su objetivo, cuando alcanzaba la esquina de su calle cayó sintiendo el peso de tres personas sobre su cuerpo. Sintió frío, un escalofrío recorría su cuerpo. Ahora su oscura piel todavía no había recuperado el calor. No sabía cuánto tiempo había pasado, si mucho o poco. Recordaba la espera en el hospital, la cara de cansancio de la médica que le atendió, y cómo desistió finalmente de hacerse entender. Se limitó a examinarle el torso, donde era evidente el rasguño, y tras unas cortas pruebas y una cura, un nuevo trayecto en vehículo policial; esta vez para conducirlo a un calabozo de lo que debía ser una comisaría de policía. Él que había logrado eludir a toda costa esa estancia durante el año que llevaba allí, unas veces con ingenio, otras con suerte, y siempre con humildad, ahora ingresaba allí por la puerta grande. No llegó a saber cuál había sido el resultado de su hazaña, rezaba porque las lesiones de sus agresores fueran mínimas, pero sin duda paran él el resultado no sería favorable. Cuando menos determinaría su expulsión, sino la cárcel o ambas. Ahora tenía que esperar… no sabía muy bien qué ni cuánto, pero era una persona paciente, así le educaron. Esperaría.
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EL JERSEY DE AGUJEROS Imma Terribas
El sol comienza a estar en su punto más alto en Pampareira, pueblecito en pleno corazón de la Alpujarra, abrazando con fervor a sus casas de muros blancos encalados que a estas horas cobijan a la mayoría de sus habitantes. Esperanza y su familia llegaban ayer después de un largo viaje en coche desde Barcelona y en estos momentos se preparan para los festejos de las bodas de oro de sus suegros, aunque ella está ausente, como siempre, en sus pensamientos. Vive con la certeza profunda de que existen un sinfín de cosas por planificar, controlar, analizar y ordenar; mil asuntos que la mantienen ocupada tan sólo mentalmente, como una nuez vacía de su fruto que permanece enganchada en la rama de su árbol de vida. La familia se encuentra reunida en el amplio salón de la antigua pero reformada casa, ornamentada con ramos de rosas blancas y rosas que contrastan con las astas de toro en diferentes tamaños y figuras y los colores amarillo y rojo desgastados de varias banderas colocadas con cariño en diferentes estantes del mobiliario. El ambiente es totalmente festivo; los niños corretean entre algarabías y los adultos hablan y ríen con gran entusiasmo y espontaneidad; frescura que contrasta con el calor seco reinante del entorno. Esperanza, ajena a la alegría reinante, se dirige a la cocina en busca de un vaso de agua, el único líquido no presente entre cervezas, vinos, licores varios, zumos y diversas bebidas refrescantes, cuando tropieza con Andrés, el hermano pequeño de su marido, que está sacando un par de platos de huevos fritos, choricillos y morcillas. Oh, lo siento Espe. Madre del amor hermoso, ¡cómo te he puesto la ropa! Ven conmigo a la cocina que te quito las manchas en un santiamén. Oh, no Andrés, no te preocupes. Lleva lo que queda de los platos al salón que ya me ocupo yo de esto. Ni hablar. Eh, ssshhh quillo – chista a uno de los niños que jugueteaba por allí-, recoge esto del suelo que voy a ayudar a la tía. Esperanza asiente incómoda; le turba que le presten atención; prefiere pasar desapercibida para adentrarse en los pensamientos que la envuelven.
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A ver, déjame ver, estírate el jersey. Vaya por Dios, tiene más manchas que la vaca del Curro. Seguro que tienes la camiseta también manchada. Cada vez más incómoda, se arrepiente de haberse puesto ese jersey de hilo blanco de agujeros anchos. Vamos a bajar al patio, al lavadero, lo frotamos en la pila y lo dejamos tendido al sol que lo dejará bien blanco. Apretando las mandíbulas y tragando con dificultad baja los escalones de acceso al amplio patio, atiborrado de macetas de geranios, jazmines, madreselvas y rosas que ofrecen notas de aroma y color al luminoso, caliente y seco efecto del sol estival de mediodía. Accede a quitarse el jersey blanco de grandes agujeros y se queda con la camiseta de tirantes, también con grasientos lamparones, preguntándose cómo se sacará a Andrés de encima para eliminar ella misma esas manchas. Por unos instantes nota la mirada de Andrés en su cuerpo y su turbación cambia levemente de registro. No se siente contrariada sino con cierto pudor y curiosidad. ¿Qué puede estar llamando la atención a su cuñado que no sean esas manchas? Esa mirada no es la de inspección de las consecuencias del choque accidental entre huevos, morcillas y chorizos, es la mirada del que admira algo, del que contempla algo que le gusta y mucho. Su cuerpo camina por los inicios de la mediana edad, no de la mediana edad de antaño, sino de la de una urbanita, actual, juvenil y cuidada por horas de gimnasio, privaciones de alimentos y algún que otro tratamiento estético. Sí, podría decirse que el cuerpo maduro de Esperanza podría resultar tan atrayente como el de una veinteañera.
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Andrés coge la pastilla de jabón de coco, remoja el jersey y comienza a frotar mientras ella, asiendo distraídamente sus esquinas tratando de perderse de nuevo entre sus pensamientos, como nuevos documentos a archivar, siente sorprendentemente unos labios rozando sus dedos. He cortado un hilo que estaba deshilachando tu jersey – dice humedeciendo sus gruesos labios levemente con su lengua como si el cortar ese hilo con los dientes los hubiesen terminado de resecar. Las sensaciones en sus dedos parecen percibir una búsqueda de permiso, de invitación para un mayor contacto, pero ella se esfuerza por alejarlas como molestas moscas. Y entonces, levanta a su pesar la vista y la posa por primera vez en Andrés; con ojos nuevos contempla al hombre que está frente a ella. Roberto, su marido desde hace 18 años, es el mayor de cinco hermanos y entre él y su hermano menor distan quince años. Cuando ella vino a Granada a estudiar en la facultad de psicología y conoció al que sería su marido, Andrés era un niñito avispado, simpático y travieso de cinco años y ahora lo tenía enfrente como hombre; como un hombre hecho y derecho de veintisiete años, rubio tostado, alto, fuerte, musculado y bronceado por las horas pasadas al sol en su trabajo de encofrador de obras. Sintiendo la mirada curiosa de Esperanza, la miró con sus ojos verde aceituna y su sonrisa entre pícara y burlona. Ella, ajena a su mirada, se concentró en el movimiento de los músculos de sus brazos, cómo subían y bajaban al frotar el jersey y se le coló el pensamiento intruso de cuánto hacía que no tenía relaciones sexuales con su marido. –Por Dios, qué cosas se me ocurren, concéntrate- se dijo apretando fuertemente las esquinas del jersey. Andrés se quitó la camiseta espontáneamente y aprovechó el agua de la pila para refrescarse la cabeza y su torso desnudo. ¿Quieres refrescarte un poco, Espe? No, no. Acabemos rápido con esto y volvamos dentro, venga – responde seca y sin mirarle directamente. Entre risas se sacude el agua sobrante de su cabello sedoso y brillante luciendo su dentadura blanca y perfecta, su lozanía joven y fresca mientras Esperanza, absorta a la imagen que contempla siente corrientes eléctricas con cada gota de agua que la salpica, intensos escalofríos que la recorren desde el bajo vientre. Hace poco celebró las bodas de plata con Roberto, sus 25 años juntos, compartiendo diferentes etapas, de estudiantes, de jóvenes que quieren 33
comerse al mundo mientras se comen y relamen entre ellos, la de comprometidos con la sociedad y la profesión, la de crear una familia y comenzar disputas de quién sacrifica el qué y hasta cuándo. Roberto, al que todavía ama de un modo tan profundo que la asusta y al mismo tiempo tan alejada de él, tan hambrienta, tan sedienta de una mirada, de una presencia, de un deseo ajado por la rutina, por el tiempo, por las responsabilidades. Coge un momento por este lado y estira- pronuncia sacándola de sus pensamientos mientras le indica con su propia mano dónde colocar la suya. Ante el contacto inesperado, ahora duradero e intenso de su mano grande y viril sobre la suya, se reinstala el escalofrío de ondas que se expanden desde su turbada nuca hasta las temblorosas piernas, atravesando todo su femenino cuerpo. Y en ese instante, el tiempo parece enlentecerse como a cámara lenta. Escucha se respiración entrecortada y agitada por una excitación creciente, su piel genera un sudor con aroma a hembra y se eriza como si una brisa fresca estuviese acariciando su cuerpo, evidenciando los efectos debajo de su ajustada camiseta blanca. Intenta recuperar el control asiendo aún más si puede el trozo de jersey que Andrés le está mostrando con su mano y colocándose en un suspiro detrás de ella, comienza de nuevo a frotar de un modo rítmico a su respiración, también entrecortada y jadeante. Los sentidos la aturden en intensidad, su contacto piel con piel, su fragancia vigorosa y fresca, su humedad creciente y su calor corporal que desafía con soberbia al sol radiante de Andalucía. No puede evitar sucumbir al erótico manjar, degustarlo con anticipada ansia como una petit gourmet ante una delicatesen. El tiempo se detiene, se eterniza sintiendo un deseo, un placer y una vivacidad enterrados antaño entre cajas de pensamientos archivados, de rutinas establecidas y pactos no hablados. Se había olvidado de su cuerpo, de sus sentidos, de su placer, de su deseo, de su gozo y aquí y ahora, en esa eternidad que ofrece generosamente el presente. Esperanza recupera sus sentidos, vibra de deseo sintiéndose hembra, mujer que anhela mientras su cuerpo se dilata aumentando el volumen de sangre en aquellos lugares que se preparan para recibir visita, recobrando un rojo vivo en sus labios y mejillas, como colegiala, pero mujer, mujer empoderándose de su cuerpo, de su piel, olor, humedad y fuego. ¿Qué estáis haciendo?- pregunta Carmen, una de las hermanas de Roberto. Andrés me está ayudando a quitar unas manchas – contesta demasiado rápido y demasiado agudo tensando nuevamente su cuerpo y su manos agarrotadas en el jersey sin la presencia masculina de hace unos instantes.
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Ay, mujer con la que está cayendo aquí afuera, que os vais a achicharrar. Anda, dame que voy a poner una lavadora. Y aprovecha y me das esa camiseta también. Pero, ¿por dónde has comido chiquilla? No te preocupes Carmela, ya lo hago yo. Subid vosotros que voy en un momento. Venga ya, no seas malafollá. Sube a tu habitación, te cambias, me das esa camiseta y ala, como los chorros del oro en un momento. Los dedos de Esperanza se resisten unos instantes a soltar el jersey blanco de grandes agujeros hasta que el estiramiento que ejerce Carmen fuerza a que lo suelte. Venga, entrad dentro y tomaros algo que parece que os va a dar un síncope. Suben lentamente los escasos peldaños que unen el patio con la cocina de la casa, uno al lado del otro. Él mirándola con nostalgia, ella pensando; pensando lo que daría por volver a esos momentos de sentirse despierta, de sentirse con un cuerpo vibrante y lleno de vida. Con aire resuelto y sin reparar en su cuñado, internamente se compromete a llenar su vida dejando atrás la somnolencia, el victimismo y la pereza y sin más elucubraciones, entra a la fiesta con el regalo de una mirada nueva.
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LLUVIA EN LOS ZAPATOS Beatriz Olmos
Una fuerte tormenta nos sorprende esa tarde a la salida de la cafetería de la Barbican Library, pero por suerte, el apartamento en el que vivo desde que me mudé a Londres no queda lejos, así que sugiero a Katie correr hacia allí para tratar de guarecernos de la lluvia. - ¿Puedo subir a tu casa hasta que pare de llover? –- me pregunta con la lengua fuera tras la carrera – Mi autobús no pasa hasta dentro de una hora. - Eeeh…sí, sí, claro, claro, sube. Si te atreves… – le respondo pensando en el desorden que dejé tras de mí esta mañana al salir de casa. -¿Qué pasa? ¿Has dejado la cama sin hacer? –me pregunta divertida. ¿Esta mujer me lee el pensamiento o es que soy un desastre doméstico como la mayoría de los hombres?, pienso. - Tranquilo, no se lo diré a tu madre -sonríe burlona. - Vaya, pues… pues, gracias –contesto mientras busco las llaves en el bolsillo de mi chaqueta. Me siento un poco idiota. He empezado a tartamudear, algo que siempre me pasa cuando estoy con Katie. Me pregunto si ella se dará cuenta de lo mucho que me cuesta ser ingenioso en su presencia. Mientras subo las escaleras que llevan a mi apartamento, no puedo dejar de pensar que ella viene a sólo dos pasos por detrás. No estoy seguro de estar a la altura de las circunstancias. Abro la puerta y la hago pasar a ella primero. Me descalzo, dejo las llaves sobre el minúsculo mueble del recibidor y me apresuro a pedirle su abrigo mojado para secarlo junto al mío cerca del radiador del salón. No entra demasiada luz por la ventana, así que corro las cortinas de par en par. Los pocos muebles que poseo hacen presencia en el salón. Mis libros se agolpan en la estantería de baldas anchas que compré a juego con la butaca de piel de la que me enamoré en un bazar de Picadilly. La pantalla de la lámpara de pie está torcida; la enderezo. En la mesa, donde como y trabajo, amontono papeles, carpetas, bolígrafos, un par de pendrives y el portátil. Me fijo en la copa de vino que bebí anoche. Está a punto de caer por culpa de una torre de diarios atrasados, así que la recojo al vuelo. Mientras trato de adecentar un poco el aspecto del sofá, hecho unos zorros tras otra de mis largas noches de insomnio, observo que Katie está todavía en el recibidor mirando la acuarela veneciana de Turner. Evidentemente no es la original, mi sueldo de profesor adjunto no da para tanto, pero conseguí una copia bastante buena en Camden Town el año pasado.
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- ¡Vaya, Damian! ¿Qué tenemos aquí ? –exclama- Una Turner…. Es preciosa… - ahora habla en voz baja mientras acerca su rostro al cuadro- El reflejo de la puesta de sol sobre el canal parece tan real, el agua parece de verdad. - Sí , su manera de usar la luz era asombrosa – digo tratando de impresionarla. - ¿Sabes? Turner tenía a los críticos del momento divididos. Muchos de los que se sentían fascinados por su bello juego de colores, se mostraban desconcertados ante la dificultad de distinguir en sus acuarelas formas y figuras. - Siempre tienes una anécdota para explicar, ¿eh? - Katie aparta sus ojos de la acuarela y sonríe- Los entiendo –dice volviendo de nuevo la cabeza y señalando con el dedo un punto de la acuarela pero sin llegar a tocarla- Fíjate cómo se entremezclan aquí los colores… parece la estampa de un sueño. La miro durante unos segundos que me parecen una eternidad. Esto sí es un sueño. He pasado la tarde con ella en nuestra cafetería favorita hablando de estos últimos meses en los que no nos hemos visto, de los libros que hemos devorado, de las películas que se estrenarán en breve, y ahora la tengo en mi casa, con el pelo mojado por la lluvia, las gotas aún resbalando por su rostro, empapando mi alfombra, sonriéndome directamente a los ojos. Sé que más temprano que tarde volveré a tartamudear. - Esto… Katie, ¿quieres quitarte los zapatos? Tienes los pies mojados y… y deberías pasar al salón y ponerte junto al radiador para estar más… más cómoda, ¿no? – le suelto atropelladamente. - ¡Oh, sí, claro! ¡Tienes razón! ¡Tengo los pies empapados! ¡Te estoy poniendo el suelo perdido! Entonces… ¿qué? ¿puedo pasar? –me pregunta con otra de sus arrebatadoras sonrisas. Saco una alfombrilla del taquillón del recibidor y la pongo junto al paragüero que tengo al lado de la puerta. Katie deja sus Converse negras allí y se seca los pies con una toalla que le traigo del baño. Me da la mano para que la ayude a mantener el equilibrio mientras lo hace. Qué presumida es, pienso al ver las uñas de sus pies pintadas de rosa. Cuando acaba, me devuelve la toalla y entra caminando de puntillas al salón. La dejo mirando la estantería y entro en la cocina a calentar agua. - Prepararé té. ¿Te parece bien? -le pregunto. Pero no me ha escuchado. -¡Tienes más libros que yo, Damian! – la oigo decir –A mí apenas me queda espacio en casa para uno más. Björki empieza a no tener sitio por donde pasar –ríe. Björki es su compañera de piso, una gata de angora gris, gorda y señorona, que odia a los hombres. En ocasiones, cuando he visitado a Katie en 37
Guildford, donde vive desde que terminamos la universidad, esa felina consentida siempre me hace saber que no soy bienvenido con sus repetidos bufidos. Mientras espero a que hierva el agua, asomo la cabeza por la puerta de la cocina y la veo inclinar la cabeza de lado a lado leyendo títulos. Tras unos minutos en silencio, alcanza un libro del estante superior. Disfruto viendo su naricilla respingona fisgonear entre las páginas. Es un pequeño ratón de biblioteca, como yo. -¡Dios mío! ¡Qué maravilla! – exclama – ¡Has comprado el primer volumen de los estudios de Carl Jung! A Katie y a mí nos encanta la novela negra y Jung fue el primero en su época en hablar del diagnóstico psicológico forense. - Bueno, de hecho he comprado también el segundo y el tercero, pero los debo de tener en el dormitorio, porque en el salón ya no cabe ni un libro más –le digo sin intención de resultar pedante. - ¿Los puedo ver? –me pregunta acercándose a la cocina. - Claro. Nos llevaremos el té allí y curioseas lo que quieras –le guiño un ojo. Cojo dos tazas del armario y noto que me tiemblan las manos. Me avergüenza que Katie vea el horrible espectáculo del fregadero, lleno hasta arriba de platos por lavar, y decido taparlos con un trapo limpio, por si acaso. Katie toma una taza para ella de entre mis manos. Noto el roce de sus dedos. Me encanta lo suaves que son. Me pregunto si me habrá rozado expresamente, me pregunto si alguna vez, en todos los años que hace que nos conocemos, se habrá dado cuenta de lo que siento por ella. Dicen que las mujeres saben esas cosas, que ellas intuyen cuándo un hombre bebe los vientos por ellas. Katie y yo fuimos los mejores amigos en la universidad, pero sólo fuimos eso, muy buenos amigos. Con el tiempo, esa buena amistad me ha pesado como una losa. En el pasado intenté confesarle mis sentimientos muchas veces pero siempre me dio miedo estropear lo que teníamos. Y un día decidí dejarlo correr. Así que hoy no va a ser diferente. ¿O sí? El té está listo, así que nos sirvo una primera taza. - Mmmm… qué bien huele….¿que és? - Rooibos con especias. Venga, sígueme –le digo. Y nos dirigimos a mi habitación. Efectivamente la cama está sin hacer y todo manga por hombro. Dejo un momento mi taza encima del escritorio, también abarrotado de papeles, y me hago paso entre los diferentes objetos que acampan por la alfombra, el maletín de clase, una caja con discos de vinilo, mis viejas zapatillas a cuadros, y llego 38
hasta la ventana. Abro las cortinas para dejar pasar un poco de luz. Fuera sigue lloviendo. ¿Puedo subir a tu casa hasta que pare de llover? –habían sido las palabras de Katie. - Por favor, que no pare de llover todavía –digo en voz baja mientras miro al cielo en busca de las nubes más grises. Recojo rápidamente lo que tengo por en medio pero Katie ya se ha sentado con su té en la alfombra y apoya la espalda en la parte del edredón que cuelga de la cama. Me arremango las mangas del jersey, tomo de nuevo mi taza y me siento junto a ella. -¿Te acuerdas del viaje de fin de carrera a Ámsterdam? – me pregunta. - ¡Sí, claro! –me río- ¡Aquel año estábamos todos pelados! Yo tuve que hacer traducciones de francés para ganar unas libras extras y tú trabajabas los fines de semana en aquella sandwichería que… ¡oh! ¡cómo la odiabas! ¿Cómo se llamaba? - O’Briens -contesta con una mueca tediosa. - Aquella supervisora pelirroja te tenía manía, ¿eh? Siempre te acusaba de poner demasiada lechuga en el pan – le digo pellizcándole la rodilla. - ¡Era una tacaña! Además, me tenía envidia porque los de clase veníais a comer los domingos y me esperabais allí hasta que salía de trabajar. Creo que le gustabas, Damian -dice con retintín-. Eras tan simpático con ella… Seguro que pensaba que eras mi novio y por eso me daba más trabajo los fines de semana. No puedo creerlo. ¿Katie celosa? Nunca ha usado ese tono conmigo y me pilla desprevenido. - ¡Katie! –me río- ¡Sólo trataba de caerle bien para que te dejara salir antes! Pero entonces, tras las risas, un ángel pasa entre nosotros y el rostro y la voz de Katie cambian; noto cierta melancolía poco habitual en ellos. - A veces, cuando tengo un bajón, saco el álbum de fotos de ese viaje y me animo –me dice mirándome a los ojos. De repente, mi brazo no es mi brazo, porque actúa por cuenta propia, como si se hubiera cansado de ser prudente, y me veo rodeando a Katie y atrayéndola hacía mí. Contengo la respiración y espero su reacción. Ella no se opone, sino que hunde su cabeza en mi pecho. - Damian, no quiero que vuelva a pasar tanto tiempo sin vernos. Yo…. 39
No la dejo acabar. No estoy seguro de qué quiere decirme, pero quiero pensar que, al igual que yo, ella también se ha cansado de ser prudente y ha escogido un día de lluvia en los zapatos para hacérmelo saber.
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RESCAT PROVIDENCIAL Núria Ruiz
Definitivament es trobava perduda. Creia recordar que quan va agafar l’autobús no s’havia equivocat, que era l’habitual, el que la duia sempre a casa de l’àvia. Si més no, la parada era la mateixa i els seients de coloraines llampants també eren els que estava habituada a veure, i ja, per la costum, no li feia escarafalls al mirar-los amb tanta lluentor com tenien i tanta modernitat mal entesa. Va agafar amb força el cistell de vímet on duia el berenar. Tenia por de perdre’s. La mare entossudida amb que no li volia deixar el mòbil, que si era massa jove encara, que si una despesa més, que si només pels diumenges i festius... Romanços. Amb lo bé que m’aniria ara una telefonadeta, un google, un gps. Casun l’olla. Hauria de preguntar doncs a algun vianant. Buscaria algú amb cara de bon jan. O alguna amable senyora. No fos cas que ensopegués amb un malvat o pervers que volgués prendre-li el berenar o pitjor encara... Que la mare ja la tenia prou avisada. Si. Molt avisar-me, molt avisar-me, però sense mòbil a ciutat. Ves que faré ara. Amb lo fàcil que seria enviar un watsap i solucionat. Au, nena, ves a portar-li el berenar a l’àvia. I no facis cas de ningú, ni et paris a parlar amb desconeguts. Doncs ja m’explicaràs tu com m’ho monto mare. Molt maca. Aquí, més perduda que un carter pel Japó... Sembla que aquell paio que ve no te mala pinta. - Esto es Gavá, señorita. Gavà? I què coi hi feia ella a Gavà? Era lluny de casa seva i també de casa de l’àvia. Ara sí que l’he feta bona! Com torno? Portava just pel bitllet d’anada i tornada al bosc. Si jo li he dit al conductor clarament “al bosc del ginestar, si us plau”. A més he estat educada i correcte. No ho entenc. Devia ser mig brètol. Ara ni tan sols trobaria un lloc famolenc que li mostrés el camí. Ni el més curt ni el més llarg. Va caminar amb l’esma i la mirada perdudes i
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la por instal·lada al cos fins que, esgotada més pels nervis que per l’esforç, va seure en un pedrís a la vora d’una escultura de bronze d’una dona en una plaça força concorreguda i va esperar a que li arribés alguna mena d’inspiració. No havien passat ni deu minuts quan un xicot d’aspecte descurat va intentar amb un maldestre fingiment sostreure part del berenar del seu cistell. Però què fa ara aquest beneït ? No que em vol fotre el... La Caputxeta, que semblava ingènua però evidentment no ho era, va agafar la nansa i li va donar un fort cop al cap. El noi va caure de costat amb tan mala fortuna que va deixar clavat el seu canell al menat d’espàrrecs que sobreeixia dels peus de l’escultura femenina. Un crit esgarrifós va recórrer els carrers contigus i la gent va començar a acostar-s’hi a veure el que passava. La Caputxeta estava eufòrica. Aquesta vegada ningú gosaria a dir-li babaua com quan li va passar allò amb el llop. Diuen que l’experiència és un grau, va pensar mentre dos guàrdies s’obrien pas entre el veïnat. - ¿Qué pasa aquí? - Este chico, señor guardia, que quería robarme la merienda. - ¡Qué va! – va dir el noi -. Yo sólo iba a sentarme y tropecé. Ella se creyó que quería quitarle algo, o yo qué sé... Me ha dao tal tortazo que ahora no puedo ni levantarme. - Espesses llàgrimes solcaven les seves galtes, la qual cosa donava versemblança a la seva versió dels fets. - Bien, señorita, debería acompañarnos a comisaría. - Pero yo.... - Ni peros ni nada. Parece que es usted un pelín agresiva. Vamos a tomarle declaración y ya juzgaremos. Es disposaven a emmanillar-la quan, de sobte, es va escoltar un udol estremidor. La plaça es va quedar deserta en un tres i no res i per un dels carrers que desembocava a la plaça va aparèixer, majestuós, el llop del conte amb aquells ulls penetrants que la Caputxeta mai havia pogut oblidar. Els guàrdies es van refugiar covardament en el seu cotxe oficial i van posar terra de pel mig. Aleshores l’animal li va dedicar un somriure de complicitat per ella sola, va recollir el cistell del terra i li va oferir el braç amablement, cavallerosament, i li va espetar un “Anem, nineta, que t’ensenyaré el camí més curt.”
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Moltes gràcies a totes les participants del curs d’escriptura – Quim inclòs! –
Plaça Catalunya, 39-41 08820 El Prat de Llobregat b.prat.am@diba.cat www.biblioteca.elprat.cat Telèfon: 93.370.51.52
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