Biblioteca COMARCA / Encuentros con la muerte

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José Gregorio Parada

Encuentros con la muerte

Mérida, República Bolivariana de Venezuela Octubre de 2015

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Encuentros con la muerte © José Gregorio Parada © FUNDECEM Gobierno Socialista de Mérida Gobernador Alexis Ramírez Fundación para el Desarrollo Cultural del Estado Mérida - FUNDECEM Presidente Pausides Reyes Editor Gonzalo Fragui Portada: Virgen de la Consolación (1875) de William Adolphe Bouguereau. Copia que se encuentra en el Santuario Nuestra Señora de la Candelaria, Bailadores, Estado Mérida, Venezuela. Original: Musée d’Orsay, París, en depósito en el Musée des Beaux-Arts de Strasbourg. HECHO EL DEPÓSITO DE LEY Depósito Legal: LF4912015800589 ISBN: 978-980-7614-25-2 Mérida, República Bolivariana de Venezuela Octubre de 2015


A Érika Villasmil en su condición de ser maravilloso A Ariagnis Naraí, semilla hecha mujer


Cosas de la muerte Dominado por la curiosidad no dudĂł en preguntarme si yo era el gemelo del difunto. No tuve el valor de decirle que yo asistĂ­a a mi propio entierro.

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Poisson d’Avril A José Ochoa

Vamos a jugarle una broma a mamá. Manchamos la sábana de rojo, me despeino y me acuesto con la ropa sucia y arrugada y tú sales corriendo y dando gritos. El día de los inocentes agarró desprevenida a la pobre mujer con una cebolla en la mano y lágrimas en los ojos. La hermanita menor daba gritos de horror desde el pasillo. Cuando llegó a la cocina, la madre había dejado el cuchillo y la cebolla y comenzaba a hacerse preguntas por tanto escándalo. “¡Mamá, mamá, Flor se murió!” La desesperada mujer perdió el control. Sin pensarlo, corrió desesperada hacia su primer retoño. Sus manos vacilaron al intentar abrir la puerta de la habitación. El sudor frío ganó terreno en su endeble figura. La respiración entrecortada desarticulaba por completo sus movimientos; un vaivén desesperado de sus ojos la llevó al paroxismo casi total. Detrás de la desesperada madre, la ahogada risa de una juguetona niña empezaba a escaparse de sus mojados dientes. El cuerpo sigue tirado en la cama, revolcado como un estropajo, en medio de sábanas bermejas por donde tal vez se escapa la vida, por donde tal vez se escapó la vida.

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Una criatura portentosa A Camilo Mora

A varios años luz de Aldebarán, sobre la faz de un planeta que debió llamarse agua, se encuentra la criatura más insólita de todas cuantas haya en la infinita creación. Enclaustrada en inmensa caverna recibe los sacrificios que los temerosos primitivos lugareños le traen cada mañana. Es un monstruo ultraterreno que no consigue rival. No hay ninguna otra criatura que la supere en tamaño y sus gigantescos brazos se mueven de vez en cuando pidiendo más sacrificios. Tiene ojos por doquier que brillan gracias a una suerte de luminiscencia natural intermitente que los hace visibles desde recónditos lugares. Sus titánicas antenas, unas rotas otras no, amenazan con devorar al que se acerque demasiado. Es un dios caído del cielo al que se adora en permanencia, que emite voces sin cesar en repetidas cadencias asustando al arcaico cazador que corre en grupo produciendo gruñidos en desesperado intento por capturar su presa. Su caída había sido estruendosa –cual dragón mitológico que pierde un ala– acompañada incluso de aterradoras explosiones. Desde entonces vomitó sin cesar líquidos resinosos y gases mortíferos que fueron disipándose lentamente hasta que la criatura fantástica se apaciguó por completo. Esta historia tiene lugar en el siglo XXXII, meses después de que la última estación espacial se desplomara sobre las montañas de arena de lo que una vez se llamó Bogotá.

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Sed El recipiente se deslizaba lentamente por las paredes oscuras para llenarse de agua, remontar el trayecto y saciar la sed de los peregrinos. La caravana esperaba ansiosa el agua bendita de sus ancestros. Las copas se llenaron y se vaciaron repetidas veces. El sueĂąo eterno se apoderĂł de los ya saciados sedientos peregrinos. Los enemigos habĂ­an ganado otra batalla.

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Celebración Ultrajado y herido quedó abandonado, acompañado solamente por su desgracia. Cuando recogieron su cuerpo, tres copas de ron se elevaron con demoníaca devoción.

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El mendigo La hora del crepúsculo anuncia el fin de una jornada. Los últimos vestigios de luz solar despiden la faena de muchos y saludan la llegada de otros que hacen sus vidas bajo el amparo del astro de la noche. Los moribundos rayos del sol apenas rasguñan las crestas de los edificios más altos en una suerte de competencia con las luces de neón y las multicolores vallas publicitarias que insuflan vida a la extensa avenida que pronto será invadida por prostitutas, beodos, buscadores de fortuna, recogelatas y una larga lista de almas ambulantes casadas con el trasnocho. En la esquina todavía está el mendigo de la calle. Se prepara para abandonar su sector. Es el fiel soldado que controla una zona neutral de la ciudad invadida desde el amanecer por transeúntes que se compadecen de su lánguido rostro y dejan caer en su encalambrada mano una moneda que a veces arranca un “Dios se lo pague” del casi inmutable mendigo. Las sirenas suenan, las botellas de coca-cola o cerveza se vacían transmutándose en centenares de trizas al estrellarse contra el pavimento. El mendigo de la esquina al fin deja su lugar. ¿Hacia dónde lo llevan sus pasos? ¿Cuál es la noche de un pordiosero? ¿Qué estrellas verán sus ojos? ¡Ah miseria tan grande la del hombre que levanta una mano en la espera de un poco de suerte para aliviar sus penas! Calmará su hambre y la de los suyos. Sanará las heridas del cuerpo (tal vez no las del alma). Dará calor a su huesuda armazón. Amainará sus lágrimas de desventurado. Calmará su sed de caminante y aliviará ciertamente las cuentas del rosario del infortunio cuando vea caer a uno de los suyos en la miseria que les signó el destino en esta existencia. ¿Adónde irá? ¿Por qué no seguirlo y compartir su miseria? ] 12 [


El mendigo escrutĂł el cielo por los cuatro costados. GuardĂł sus muletas en la maletera de un deportivo rojo Ăşltimo modelo y a toda marcha fue a reunirse con los placeres de la noche.

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Condenado a muerte El patíbulo está listo, la soga también. La señal de la santa cruz se dibuja en el aire. Los pistoleros ríen maliciosamente. El hombre parece resignado, cansado. Se mueve la plataforma. Esta película será todo un éxito, dice el director.

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Shalom Todas las mañanas le llevaba la leche tibia en un cántaro. La vida se chorreaba por las paredes del recipiente cuando la carreta caía en los huecos del camino. Un guten Morgen lleno de alegría y de exotismo semítico rompía el silencio de la mañana en casa de los Hurtz. Medio siglo después, en una granja de Mendoza, Idelgardo, como se hace llamar su dueño, hombre de rostro frío y mirada indiferente, no puede conciliar el sueño. En sus adentros se proyecta la escena de una película de horror. Se ve levantando el brazo y dando la orden de fusilamiento.

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Fuegos artificiales El viento no sopla, no existe. No hace ni frío ni calor. La mirada se pierde en la inmensidad donde reina un silencio sepulcral. Del cielo brotan distantes luces ya muertas quizás desde el principio de los tiempos. En ese vasto y oscuro desierto que refleja con pesadez los rayos del astro rey, se mueve a saltos torpemente calculados un extraño explorador que no busca ni oro ni piedras preciosas. Extrae, con la ayuda de aparatos especializados, muestras de un suelo gris, casi muerto y condenado a vagar eternamente como alma sin descanso por el espacio estelar. Su trabajo es lento, casi estático. Los reflectores del módulo alumbran su sudor a través del cristal de una escafandra casi verniana. Su compañero vigila cada movimiento sin perder la mirada del panel de control. Son los únicos que están lejos de casa, de esa masa azul brillante que se divisa imponente formando un disco más allá del horizonte de Selena. Tiempo ha que el viejo satélite había caído en el olvido, pero ese día algunos ojos lo miraban con especial cuidado. La misión estaba a punto de cumplir su cometido. Unos últimos arreglos y regresaría a su cielo, a su infierno. ¡Problemas! ¡La comunicación se ha interrumpido! ¡El panel ha perdido su color! En el cielo se dibuja el más grande de todos los fuegos artificiales jamás visto que obnubila las sensibles pupilas de los viajeros cósmicos y riega chispas como una piñata estelar. Un eco vago se deja sentir. Alguien había apretado el botón del Apocalipsis. ] 16 [


Ni una gota de sangre A Libia Justo

No la culpemos por no tener descendencia. Esto de criticar es el pan nuestro de todos los días y parece que nos molesta que los demás no sean como nosotros. Nos vanagloriamos de ser los perfectos en todo y de proponernos como el digno ejemplo a seguir. Ella no. Va y viene y actúa según su parecer. Sus reglas de vida son sencillas y a ellas se ha apegado desde que era pequeña. A esa edad vienen los consentimientos y todos te miran y de igual manera te quieren moldear la vida. Si creces es la misma cosa. Te querrán vestir así, tú tendrás que hablar así, caminarás de este modo, saldrás con fulanito, no te juntarás con menganito... Ella, para honrarlos a ellos, siempre estuvo sola hasta el día en que conoció al que le movió toda la química de su cuerpo. Fue una tarde de marzo cuando ellos se la presentaron y con conductas permisivas lo dejaron quedarse en casa como si ése fuera el que le convenía. ¡Qué atrevimiento! La habían criado como a su propia hija pero esto no les daba licencia para imponerle a María un concubino salido de la nada. Ella lo mantuvo a raya sin negar en sus adentros que a primera vista el recién llegado le había dado un certero flechazo. Las tácticas del galán fueron precisas: trajes de vistoso color, movimientos calculados y regia prestancia ante la hermosa dama. A la luz de la luna el irresistible la hizo suya en un juego amoroso lleno de finas galanterías. Acto seguido vino lo peor: la acorraló y en la imposición de fuerzas en las que ] 17 [


el macho casi siempre sale victorioso, la mató sin misericordia alguna y sin producir el menor ruido. Cada una de sus partes fue devorada por el inmisericorde asesino hasta hace poco desconocido. De ella no quedó nada, ni una gota de sangre. – ¡No te dije que había que separarlos después de que se aparearan! Así son los peces Betta, exclamó el marido al observar que el único ocupante de la pecera nadaba plácidamente.

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Políglota A Gonzalo Fragui

Su padre le habló siempre en alemán y su madre en español aunque entre ellos se entendían en italiano porque fue en Roma donde Dietrich y María se conocieron mientras estudiaban. Y como Robert nació en Francia y allí vivió con sus padres hasta los quince, hablaba de manera fluida la lengua de Molière mientras navegaba entre el alemán, el español y el italiano de sus progenitores. En su infancia visitaba cada verano a sus abuelos paternos que vivían en Noruega: él, como buen ruso, pensó que su nieto no podía escapar al aprendizaje de la encantadora lengua de Gorki; ella, polaca, para reivindicar su nacionalismo, no perdía oportunidad de enseñarle a Robert historias legendarias en polaco. En diciembre, durante las vacaciones navideñas, Robert disfrutaba siempre de gratos momentos con sus abuelos maternos radicados desde larga data en Portugal: él venido de Bulgaria y ella de Inglaterra y cada uno, claro está, con su empecinado proyecto lingüístico con su conejillo de indias que de grande se radicaría en Grecia. Su padre le habló siempre en chino y su madre en japonés aunque entre ellos se entendían en coreano porque fue en Seúl donde Ching y Noriko se conocieron mientras estudiaban. Le-Ou nació en Indonesia y allí vivió con sus padres hasta los veinte, así que hablaba de manera fluida la lengua de Pramoedya Ananta Toer mientras navegaba entre el chino, el japonés y el coreano de sus progenitores. En su infancia visitaba cada verano a sus abuelos paternos que vivían en los Emiratos Árabes: él, como buen turco, pensó que su nieta no podía escapar al aprendizaje ] 19 [


de la encantadora lengua de Kemal Ataturk; ella, uzbeka, para reivindicar su nacionalismo, no perdía oportunidad de enseñarle a Le-Ou historias legendarias en uzbeko. Una vez al año Le-Ou disfrutaba siempre de gratos momentos con sus abuelos maternos radicados desde larga data en Kirguistán: él venido de Nepal y ella de Laos y cada uno, claro está, con su empecinado proyecto lingüístico con su conejilla de indias que de grande se radicaría en Camboya. Robert y Le-Ou juntaron sus miradas por vez primera en Caracas durante la celebración de un congreso internacional de turismo. Vinieron luego el café, las sonrisas, el teatro, un intercambio de direcciones electrónicas y la hora de partir. Las agujas del reloj no tuvieron mucha tregua para el segundo encuentro. Pronto se vieron declarándose amor eterno y, con la celeridad de las cosas modernas, recibiendo además la pronta visita de la cigüeña a orillas del Mediterráneo. Llegaría el sueño dorado a la casa de Robert y Le-Ou. Con la herencia lingüística de sus padres, el recién llegado tendría una predisposición natural hacia los idiomas al oír por los cuatro costados lenguas de diversos orígenes como si viviera en la propia torre de Babel. Sería un niño aventajado, superdotado para los idiomas. Los medios económicos no faltarían en casa para que visitara a sus abuelos y bisabuelos a fin de perpetuar la tradición que lo llevaría a la cima del éxito, vitoreado y admirado por todos. Sería una estrella. A sus diez años hablaría una docena de idiomas y sería capaz de comprender otras seis por lo menos. Iría tal vez a una famosa escuela de traducción o con un poco de vocación terminaría algún día siendo el primer prelado del Vaticano o un destacado políglota. Robert y Le-Ou emprendieron entonces su labor educativa desde los primeros días de vida del recién nacido. Sin embargo, el niño extrañamente no experimentó el me] 20 [


nor interés por los bizarros sonidos que salían de la boca de sus padres y demás parientes. Invariablemente fue así durante sus dos primeros años. La lengua internacional de señas siempre ayuda en caso de problemas severos de audición.

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Compañero de viaje Ahí va. A un lado. No mira a nadie. No mueve su cabeza. Su mirada no es ni está en este mundo. Se pierde en el horizonte que los cristales oscuros del autobús ocultan. Detrás de sus ojos tal vez hay un misterio. Su frente emana un sudor persistente y algunas gotas fieles a las leyes de la gravedad, se estrellan contra un paquete que lleva en las manos. Las demás han rociado la camisa intentando procurar al viajero una sensación de frescura aparentemente necesaria. Aparentemente necesaria. Aparentemente. ¿Necesaria? No. Afuera el frío entumece. Hasta los espantos se han ido a las regiones ecuatoriales. El viajero sólo lleva una camisa. Mojada. Los árboles pelados. Los viajeros siempre llevan sobretodo. El viajero está desaliñado. Los viajeros siempre andan bien arreglados. El viajero no lleva maleta. Los viajeros no olvidan su maleta. El viajero. Los viajeros. Yo. El conductor. Mira. Me mira. Lo mira. Los viajeros. Miran. Me miran. Lo miran. Yo. Lo miro. Él. No mira. No los mira. No me mira. A la camisa le falta un botón. Es azul. Tiene manchas. Rojas. Su pantalón. Viejo. Verde. Tiene manchas. ¿Rojas? El paquete descansa. Las manos lo anclan. Lo aprisionan. Lo tienen firmemente. El viajero salió de la nada. De un nudo del camino. Los viajeros. Del terminal. El viajero. Va a cualquier parte. Los viajeros. Van a alguna parte. Sudor. ¿Regalo? ¿Entrega inmediata? ¿Comisión? ¿Secreto? ¿Asunto censurado al profano? El paquete no se mueve. Está envuelto en papel. El papel, en sudor. ¿Suda rojo? ¡Es una mina de sangre que fluye como el bíblico mar! Rojo. ] 22 [


La radio. Música. Comerciales. Noticias. Policía busca sospechoso. El viajero palidece. El sudor me moja. En las ventanas. La misma película. En la radio. Música chillona. Un extra. Sospechoso. Camisa azul. Pantalón verde. Paquete en la mano. Luces intermitentes. El bus se detiene accionado por un grito de ultratumba. El viajero ahora es caminante perdido entre los matorrales. “Otra mujer inocente acaba de perder la vida en manos de quien al parecer se trata de un asesino en serie según las coincidencias con los precedentes seis asesinatos cometidos en la zona. La policía ha bloqueado todas las rutas pues aparentemente el asesino anda aún merodeando por los alrededores, dada la presteza con que un vecino llamó a la policía alertándola sobre unos disparos que oyó desde su residencia. El asesino ha dejado su huella. La mano derecha de la víctima ha sido amputada de un hachazo como trofeo de la faena”. El paquete bermejo es mi compañero de viaje.

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Un acérrimo enemigo A José Francisco Velásquez

En mi vida he oído hablar de dos Caínes: el de la Biblia y el que vivía en esa ciudadela por todos olvidada llamada Nueva Murcia. Ya tenía setenta años y el asunto con Abelardo había pasado al olvido. Cincuenta años sepultan y corroen todo. Caín supo ganarse la vida llevando alegría a los pequeños con sus muñecos y juguetes de madera. La destreza de sus manos y su inteligencia traducían sus invenciones en verdaderos entretenimientos. Podría llamársele honesto comerciante si así lo queremos. Pero ya estaba cansado y legó a sus hijos la próspera fábrica para sentarse a leer el Quijote y revisar las historias de la Biblia. No había llegado al episodio de los molinos de viento cuando se enteró que Abelardo Pérez había arribado a Nueva Murcia a establecerse para pasar allí sus últimos días. La tensión arterial de Caín conoció senderos inusitados. Vinieron recaídas y días de zozobra. La bilis se revolcaba en sus adentros con tan sólo oír el nombre de su acérrimo enemigo. ¿Quién dijo que cincuenta años lo sepultan todo? La llegada de Abelardo no era una invención. Ese último domingo de mes lo había visto en el altozano de la iglesia saludando a la señorita Ramona, la que había sido su comilitona en la escuela de don Gregorio. Experimentó las mismas náuseas de otrora como si Abelardo fuera un costal de carne podrida atestada de gusanos. Caín refrescaba su memoria. Viajó en el tiempo y precisó el momento en que Abigaíl, su mujer, sonreía en delirio ante los ojos de Abelardo. Vinieron enseguida la misteriosa muerte de Abigaíl, la repentina huida de Abelardo y cincuenta años de silencio. ] 24 [


Caín no concebía terminar sus años cerca de la sombra de Abelardo y por eso decidió eliminarlo. Un incendio no dejaría muchas huellas. De todas maneras, si las cosas salían mal, un viejo desgastado de setenta años no podía durar mucho tiempo en la cárcel. Reunió cantidades ingentes de disolvente del que sus hijos utilizaban para preparar las pinturas. Acomodó los recipientes en una cabaña cercana de la morada de Abelardo. Allí los fue juntando uno a uno después de cada paseo vespertino. Llevarlos a su destino final no tomaría mucho tiempo. Era bueno actuar con cautela porque la materia inflamable reunida podía hacer volar no solamente sus malévolas intenciones sino también sus huesos. Esa tarde compró los fósforos que llevarían a mejor vida al despreciable enemigo que le seguía revolviendo los intestinos. De su paseo vespertino no regresó a la hora habitual. Al cierre de la tarde llevaría el disolvente a la casa de Abelardo, lo regaría y luego necesitaría un único fósforo para que la casa de madera ardiera rápidamente y con ella se consumiría el enemigo. Así pensaba Caín. Yo hubiera esperado a medianoche para sorprender a la víctima en el mejor sueño. Pero es cierto que cada cabeza es un mundo y en la de Caín no había otro pensamiento sino matar a Abelardo. De todas maneras la muerte de Abigaíl quedó vengada. El fratricidio se ejecutó en un santiamén cuando Caín Pérez fue consumido por las llamas de una explosión en el cobertizo justo antes del crepúsculo.

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Una noche de otoño A Antonio Oballos

Yo era el perfecto desconocido pero no para el infeliz que me ahogaba con sus manos esa noche de otoño de 1910. Sus transparentes manos se habían acomodado en mi cuello y comenzaban a cerrarse como tenazas buscando dejarme tendido en el suelo nauseabundo de la habitación de ese albergue que el estado había llamado Hogar para Hombres. El desadaptado quería quitarme el último aliento obedeciendo ciegamente a un arrebato de ira que lo manejaba a su antojo cual marioneta de circo. Mis ojos, tal vez desorbitados, apenas percibían escenas entrecortadas de una película diabólica. Peor que una fiera desatada, el inclemente asesino no daba descanso a sus desnutridos músculos intentado por todos los medios procurarme la muerte. En esos instantes en que el oxígeno alimentaba parcamente mis funciones cerebrales, vinieron a mí imágenes esparcidas en la constelación de los recuerdos. Veía el cuadro de un desarrapado, ojerudo y maloliente adolescente que llegó una noche al albergue con sus pies llenos de ampollas de tanto caminar. Despedía miseria por los cuatro costados y añoraba más que nadie un trozo de pan, aunque fuera duro. De un saco de cuero saqué la única provisión que me habían dado unos campesinos y se la tendí al larguirucho individuo de mirada perdida. Era la encarnación de la miseria. Humillado, él solo sintió apoyo en mí y en los otros que compartían la pocilga en la que no podíamos estar más de cinco días seguidos. Era un juego de reglas fáciles. Dormíamos y comíamos sin pagar una corona durante cinco días. Luego nos quedábamos una noche en una plaza de las tantas que hay en Viena y después regresábamos al al] 26 [


bergue a compartir las penurias de los recluidos otra vez durante cinco días más. Así se nos pasaba el tiempo. Nunca nos quitábamos la ropa: de día, claro está, hay que andar cubiertos –reza el contrato social– y en la noche hay que protegerse del frío y como los abrigos y las mantas eran escasos ya se comprenderá que terminábamos, las más de las veces, amorochados los unos contra los otros para mantener el calor. El desgarbado y transparente recién llegado aprendió muy rápidamente a desdeñar de su propia condición de desamparado y su altanería le trajo serios inconvenientes con los demás compañeros de habitación. Si esto les estoy contando es fácilmente comprensible porque pude zafarme de las garras del felino que se habían ya enterrado en mi cuello y amenazaban con llenarse de sangre en cualquier instante. No estoy reclamando la simpatía del lector pero en honor a la verdad, ése que me asía fuertemente en sus manos había abandonado las entrañas de la muerte en parte gracias a mí. En las mañanas dormía hasta tarde y esperaba que yo consiguiera algo en la calle para poder mejorar la difícil situación por la que ambos atravesábamos. Una tarde, a mi regreso, lo descubrí dibujando y pintando y sin pensarlo le propuse que eso podría brindarnos algún beneficio. Jamás se le hubiera pasado por su mente rebajarse tanto y vender él mismo su propia creación. Yo no tenía nada que perder y muy pronto compartimos las ganancias de las ventas. Sería el principio del fin. Ahí estaba yo, tendido en el piso y con las piernas en el movimiento aparente de un ciclista que ha perdido el control de su bicicleta. Mis brazos ya no respondían. Estaba a merced del que me arrebataba la vida, del que empezó a ganarse la suya quitando la nieve de las calles y cargando maletas en las estaciones de trenes, del que me denunciaría a la policía por portar documentos ilegales agregando que ] 27 [


le estafaba al vender sus dibujos por precios elevados y no corresponderle con la suma acordada. El infeliz y desagradecido que tenía encima, instrumento del ángel de la muerte que quería cortar mi cordón de plata, rechinaba los dientes, fruncía el ceño con desbordada ira, sudaba y botaba espuma por su sucia boca. Ya sentí llegar mis últimos segundos de vida. Desesperado miré a los lados buscando un poco de aire, un poco de aliento. La paleta de sus pinturas reposaba debajo de los alambres que sostenían en pie las oxidadas camas del albergue. Una fuerza sobrenatural vino en mi ayuda y súbitamente los roles de la contienda se invirtieron pues el atacante perdió el equilibrio que lo sostenía sobre mi cuerpo al golpearse con el orillo de la cama. Sostenía yo ahora en mi mano derecha la filosa paleta que le servía de pincel. Con ella dibujaba, casi sin moverme, un cráter en su cuello casi a punto de reventarle la aorta. Con la izquierda y el resto del cuerpo controlé rápidamente su endeble anatomía. El aire entraba a borbotones por mi boca y pensamientos confundidos se estrellaban en mi mente. Tembloroso me pidió clemencia. Así nos consiguieron los demás compañeros de cuarto. De haber hurgado un poco más la humanidad no hubiera conocido al líder del Partido Obrero Alemán nombrado canciller en 1933, al despótico Führer.

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Consejos para una venganza A Gregory Zambrano

Yo no habría hecho nunca lo que usted hizo. Es cierto que cada cabeza es un mundo y por algo habrá actuado usted a su manera. Pero le repito, yo no lo habría hecho. Un hombre como ése merecía lo peor. Hay cosas que se van dando solas como si siguieran el curso natural, como el agua que busca siempre el mismo cauce. Pero ésta es una de las pocas que necesitaba sangre fría para hacerla como lo manda la ley. No se mata a alguien todos los días, por eso yo hubiera seguido un plan cuidadoso para acabar con ese miserable, para hacerlo sufrir hasta el último momento. Sigo sin entender por qué usted tomó esa determinación tan repentina y desaliñada. Fíjese y no me diga que estoy loco ni que mis ideas son exageradas. Con el talión no le hubiera quedado ni un átomo de piel. La sorpresa me produce espasmos y mi ser se estremece al saber que todos padecimos, unos más que otros, los atropellos de ese saco de huesos inmisericorde. Usted mil veces más que yo y que todos juntos. Lo hubiera cortado en trocitos y dado sus partes a los cochinos para que se tragaran esa escoria... Estoy cansado de oír que la justicia es ciega, que el reino de los cielos es para los justos, que este sería un mundo más humano y fraterno si dejásemos entrar a Jesús a nuestros corazones... Pero ni un ápice de toda esa paja loca me consuela cuando salgo a la calle y veo el infierno en el que vivimos. ¡Míreme a los ojos y regrese el tiempo! Veinte años no son jabón ni agua suficientes para borrar las huella que dejó el abominable ése. Desde entonces usted debió cerrarse al mundo para tragarse el dolor y las lágrimas. Afue] 29 [


ra quedó la gente compadeciéndolo como si esto arreglara las cosas ¿Acaso se le han curado las heridas? Eso nunca se olvida ni porque digan que el tiempo es la medicina que lo sana todo. Usted lo conocía como la palma de su mano. Sabía que vivía arrimado en la casa de Montilva porque ni dónde caer muerto tenía ese desgraciado que para ganarse el pan y la cama limpiaba las cochineras y establos de don Justiniano. Mierda siempre fue y en la mierda vivía. Que salía para el cobertizo del establo todos los días a eso de las once con sendos cubos repletos de estiércol para preparar abono no era secreto para nadie. Ése era el escenario perfecto para la venganza, el lugar de su suplicio y el cementerio ideal para el degenerado que desgraciadamente vino a joderlo a usted, a clavarlo y dejarlo sin salida en un día aciago del que nunca se ha podido desprender. Usted es bueno con el lazo y sogas hay por doquier. Qué costaba acercarse al establo después de las once cuando la bestia batía con desgano el estiércol, tan parecido a su naturaleza, con la caspa de arroz para lograr el abono que embellece las flores y alimenta el humus de la tierra. Un “aquí me tiene” salido de una boca segura lo hubiera hecho temblar. Ya no habría tiempo para escapar como lo hizo cobardemente cuando pasó lo que pasó. Usted hubiera escogido entre el cuello, el cuerpo o las piernas para enlazarlo. Arrastrarlo un poco por el estiércol hubiera sido un buen abrebocas, pero yo hubiese preferido una visita al jardín de rosas... candorosas o al camino de piedras. Dicen que el alcohol es bueno para las heridas. Hay muchas herramientas mientras se reposa el cuerpo: alicates para las uñas, cuchillos para las orejas, serruchos para los dedos, inyecciones de formol para los ojos, hachas para los huesos que siempre oponen resistencia... Sus desgastados músculos hubieran servido de poco para los mismos cochinos que atendía. En honor a la verdad yo hubiera tenido ] 30 [


compasión de esos animales. Echarle esa escoria cruda los hubiese enfermado. El aceite caliente casi siempre mata los parásitos. El tipo hubiera desaparecido como si se lo hubiese tragado la tierra. Nadie, en un día de fiesta nacional a la hora del solemne Tedeum, sospecharía del viejo Anacleto Pérez. Para los demás el tiempo sí ha borrado el pasado. Es triste regresar a este miserable pueblo después de lustros de ausencia, esforzarse por encontrar caras conocidas y percibir el siempre cabizbajo Anacleto Pérez que tiene las santas bolas de decirme que “el pelotas” se murió hace una semana de enfermedad natural y que lo ha perdonado como si quedarse sin mujer y sin hijos fuese un regalo del cielo.

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Una cita A Dilcia Fernández

Hay días en los que uno quiere que las agujas del reloj den vueltas como un ventilador, que el tiempo vuele, que termine la jornada para poder regresar al descanso, que las telas negras con las que se viste la noche lo arropen todo para entrar al reino de los sueños sin verse perturbado por nada. Desgraciadamente eran apenas las diez de la mañana y la lista de cosas por hacer era pesada. Nadie llega antes aunque se apure. Yo nunca lo he podido entender. Parezco un muñeco de cuerda al que nunca ésta le falta. Me monté al autobús pensando en las facturas que tenía que cobrar durante la tarde y en un cliente que nunca encuentro, de esos que se hacen escurridizos para que el olvido pague por ellos. Ya el sol y el agite habían comenzado a estimular mis glándulas sudoríparas. Nada que hacer sino esperar. Sentado ellas se calman. No tenía otra opción sino ir al ritmo del autobús y él desplazarse al ritmo de la circulación de los demás vehículos, lento como todos los días. La cita era a las diez y media, así que en lugar de comerme las uñas crucé los dedos de las manos y empecé a darle vueltas a los pulgares para concentrar el estrés en un solo lugar y proporcionarle reposo a las glándulas responsables de la sudoración. El bus apenas avanzaba escasos metros y luego se detenía invitando a los ocupantes creyentes a que invocaran a algún santo para que obrara el milagro de llevarlos cuanto antes a su destino. Pero no se veían viejitas devotas ni jóvenes catequistas ni seminaristas ni rostros piadosos, nada. Cuando mis ojos buscaron al lado del asiento consiguieron un ejemplar femenino, en] 32 [


cantador a primera vista, de unos treinta años como mucho. Ya no quise seguir buscando, mis pupilas se quedaron ancladas en la mujer que tenía a mi derecha y que muy rápidamente reactivó mis funciones corporales, hormonales quiero decir, incluida la incómoda sudoración que me acompaña como la sombra. Lucía un vestido azul, impecable, de ocasión. Su peinado era delicado, recién hecho. Olía a esencia de rosas o algo así, a uno de los refinados perfumes que mi olfato no había percibido jamás. Su porte era exquisito, sin detalle a criticar. Sus ojos caramelo miraban lo invisible, algo que estaba más allá de la ventana del autobús. Traté de buscar el objeto de su mirada pero era evidente que no se trataba de algo o alguien en específico sino simplemente que la suya era una mirada perdida como la de muchos pasajeros que van quemando su tiempo a la espera de la parada. Era hermosa. Caí en las redes de su mágica atracción. No podía evitar girar el cuello para complacerme con su blanco semblante y con su rara indiferencia. ¡Qué tonterías digo si yo era el perfecto desconocido! No pude evitar dirigirle la palabra para preguntarle cualquier estupidez, quería oír su voz, mirarla a los ojos. Tal vez le pregunté la hora o su nombre. Claro que no me respondió, ni se inmutó siquiera. Me parecía extraño que una mujer tan finamente vestida no anduviera en taxi o en su carro particular en lugar de ocupar un asiento roto de un autobús destartalado. Las aberturas del vestido mostraban ligeramente sus sólidas piernas. Yo me mordía los labios por ver su sonrisa... El bus se detuvo de nuevo. La mujer se levantó repentinamente y sin pedir permiso alcanzó el pasillo del vehículo después de rozar ligeramente sus pantorrillas con mis rodillas. Como un autómata me incorporé decidido a seguirla. Pensé que ella caminaría rápido para huir de este necio que la importunaba pero no fue así. Bajó en cámara lenta. Yo seguí la imantada figura de su cuerpo. Cruzó la calle sin mirar a los lados. No se ] 33 [


entretuvo con vidrieras ni peatones; la curiosidad de mirar a un hombre que estaba tendido en una acera tampoco la tentó. La mirada de la mujer era la misma que la de un guardia suizo, una mirada que lo cubre todo pero que no focaliza nada. Yo seguía su olor, sus huellas, sus exquisitas pantorrillas. En la puerta grande de la catedral se detuvo. Los mendigos le imploraban misericordia a su sombra, es decir, a este desorientado ser que la seguía. Nunca supe si saqué un puñado de monedas para repartir entre ellos, pero mis ojos no se apartaron de ella ni un instante. La mujer entró decidida, el rostro levantado, y caminó por la nave central. El sacerdote se dirigía a su feligresía con voz segura y pausada. A los pies de las escaleras que conducen al altar mayor fue la mujer a reposarse en un ataúd que adornaba la escena. Nunca se llega tarde a una cita con la muerte.

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Coincidencia A la memoria de Suhey Rondón

Son las siete y cincuenta. José está retrasado. Se acomoda el cuello de la camisa mientras se traga el último trozo de sándwich que América le ha preparado a las carreras. No hay hilo dental, tres buches de agua, un cepillo que hiere las encías y deja sucio en los dientes, un “chao mami” que ya cansa, el portafolio y ahora lo seguimos por la 20 en la esquina de la avenida 8, justo al frente de la Plaza El Espejo. Desde este ángulo se mira la salida del sol haciendo juego con el obelisco criollo que siempre me llevó a Egipto en mis andanzas imaginarias que nutrieron tanto a mi espíritu. El vértice del obelisco se ve coronado de luces que lastiman la pupila. Hay quienes prefieren cerrar los ojos y pensar en la dulzura de la luna o en el connubio de ambos astros para sentir la fuerza del sexo celestial durante los eclipses. El dios que combate las tinieblas ya llegó. ¡Oye! No perdamos a José que ya llegó a la 7. En la calle dirían que a su mujer se le olvidó plancharle el pantalón. Yo diría que fue él el del olvido. Al otro lado de la ciudad también está brillando el sol pues al fin de cuentas esto no es un continente, es un pañuelo, lo que se sabe aquí se sabe allá. Para que se sorprenda de la celeridad de las noticias, acabamos de enterarnos de un robo en la zona de La Pedregosa alta. Lo oímos en la radio. Los hombres van armados hasta los dientes. Para ellos también brilla el sol, menos para el anciano que dejaron atado a una silla en el sótano de una lujosa casa de la nombrada zona residencial. Invariablemente José toma el lado derecho de la calle como para mantenerse todavía bajo la sombra de los aleros ] 35 [


de las viejas casas, como para no ver su propia sombra. Hoy su paso es rápido. No mira a nadie. No compra “Frontera” ni ningún otro periódico. Su cita de las ocho lo lleva de la mano. En pocos minutos tendrá la gran respuesta. Su espalda se aleja de Akhenatón y de su culto. Alejado siempre estuvo de dioses, faraones y cosas extrañas y de las más familiares también. El trabajo, la casa, la cerveza y el béisbol son su mundo. Sus fronteras no sobrepasan las aguas termales de Tabay ni las ventas de vasijas de barro de Los Guáimaros. Nunca ha ido a La Cara del Indio y conoce Los Nevados por fotografía. ¡Qué cuento de Cristo, Maestro del tiempo que todo lo redime! ¿Acaso esas zoquetadas le van a pagar la cuenta en el supermercado de Las Américas? Por eso los vecinos lo miran como si fuera un caldo de pescado con muchas espinas, pero él vive a su manera y según dice no tiene mucho interés en irse para el cielo porque al parecer el cielo es muy aburrido con tantos puritanos que nunca visitaron los tiraderos de la dos Lora o los burdeles de Las González. La policía se enteró por casualidad. Los hombres tenían la intención de seguir por la Panamericana –como en efecto lo hicieron hasta cierto punto– y luego abandonar la ciudad por la zona norte hacia el Páramo. Pero en la Casa Blanca, una semejante tranca causada por un semáforo dañado, hizo cometer una imprudencia a los maleantes: El lado derecho de la camioneta se paseó a sus anchas durante largo trecho montado sobre la acera, no para rendir homenaje a los que con frecuencia quebrantan la ley sino para seguir en su desenfrenada huida al precio que fuera. Nunca ocurre en este país, pero ese día el fiscal que intentaba deshacer el entuerto del desmejorado sistema vial de la ciudad, se percató de la semejante anomalía y mandó inmediatamente a detener el vehículo. Como quiera que la vía hacia la avenida Las Américas tenía mayor fluidez, los maleantes no dudaron en conseguir un desagüe a sus ] 36 [


crecientes nervios y, acelerando al máximo, se dieron a la fuga. Una advertencia a la policía los hizo prófugos de la ley en un santiamén. Los buhoneros están ahora levantando sus toldos para empezar la dura faena. Tendrán que enfrentar la inclemencia del que todos los días sale a quemar su piel y que en Venezuela ha sido bautizado como “El Catire”. El rigor de sus jornadas es tal que en la extenuación tienen que luchar muchas veces con edictos municipales que los tienen en vilo. Los vendedores de la economía informal le tienen miedo a la palabra reubicación como el perro al grito del amo. Los de la 22 no saben si algún día los sacarán o, por el contrario, los dejarán seguir respirando los olores a incienso que salen de la catedral. José le ruega a Machera, el Robin Hood merideño, que el negocio se le dé, que no se le vaya a caer el asunto, que le haga el milagro, ya está cansado de una rutina que no lo saca de abajo. Hoy debe ser su día. Por Las Américas la circulación fluye más rápidamente. La sirena de una patrulla se escucha a lo lejos. Los maleantes hacen piruetas con el vehículo por lo que dejan rasguños y hendiduras en los demás autos. Atrás quedan los conductores perplejos y con reacciones tardías que se traducen en insultos y humores corporales desordenados. Si para muchos conductores en Venezuela el color rojo del semáforo pocas luces les da para respetar la vida de los demás mucho menos lo será para unos forajidos perseguidos por la justicia. Así que, sin pena ni gloria, siguen su sinuosa ruta hasta la intersección con el viaducto Campo Elías. Cuando José bajó por la avenida tres volvió a guarecerse en la sombra de la catedral y de todas las demás construcciones como si huir del sol fuese su premisa de vida, tal vez haya sido así: en las corridas toma los asientos preferenciales amparados por la sombra, en las aguas termales de Tabay se queda horas dentro del sauna con sus ] 37 [


cervezas apuradas por la merma de líquidos de su cuerpo, no asiste a marchas ni procesiones y si pudiera trabajar con aire acondicionado lo haría con el mayor de los placeres. Ya está por llegar a la calle 26, mejor conocida como viaducto Campo Elías. Los ladrones dejan abandonado el carro después de haberlo estropeado contra un muro. Siguen huyendo con la fuerza que sus cuerpos imprimen a unas piernas temblorosas. Con algunos minutos de retraso José está llegando a su cita. La panadería está vacía; parece que los clientes se han esfumado. El futuro socio vendrá por camino. Es una mañana como cualquier otra. Esta vez los rayos del sol no dan espacio a las sombras y José tiene que contentarse con ponerse las gafas oscuras y pedir un café. José nunca recordará cuando la muerte llegó a buscarlo ayudada por una bala perdida. Las más de las veces ella arriba a la hora para acudir a una cita a la que no hemos sido invitados.

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La curva del diablo A Betulio Bravo

El mundo es pequeño para los espíritus como el mío, de cortas luces. Está circunscrito a las fronteras de un centro comercial, con sus colores y olores que envuelven a los paseantes en una atmósfera en la que se flota y el tiempo deja de ser, arrastrándote vertiginosamente por un túnel lleno de cierto hechizo que estropea, según dicen, no sólo al bolsillo sino a toda la anatomía de los endebles como yo. Mi preferido es el más grande de la isla. Digamos entonces que vivo doblemente aislado. Más aún, ensimismado, y esto me va bien. Vitrinas, culos, pantalones ceñidos, aire acondicionado, helados, precios, marcas, modas, pisos y paredes brillantes, ruido, ascensores, luces, avisos, máquinas... Todo confundido con perfumes, olores y basura bien disimulada para no cansar ojos ni oídos. Uniformes, colores chillones, carcajadas, buenos días obligados. Nunca compro nada. Floto entre tienda y tienda. La inercia me lleva y yo no me resisto. Los fines de semana busco sitios más solitarios. En la Curva del Diablo, más allá del kilómetro ocho, me ven con frecuencia los sábados por la noche. El lugar, aunque lúgubre, está rodeado de una bonita vegetación. Cada media hora pasa un vehículo. El conductor se ve obligado a reducir la velocidad por la proximidad de la conocida curva, la última antes de llegar al poblado vecino que se llama Santiago. Hace muchos años que el aviso con el nombre del apóstol se cayó y ya más nadie se acordó de escribir las ocho letras útiles para los escasos viajeros que quisieran detenerse a ver la casa donde nació el “famoso poeta desconocido” cuyo verdadero nombre era Juan del Passo y ] 39 [


que yo conocía muy bien. Venía diciendo que los vehículos deben reducir la velocidad para que la fuerza centrífuga no los lance al vacío pues las barandas de seguridad fueron cediendo ante los bruscos encuentros de coches que terminaron destrozados treinta metros más abajo, a la margen izquierda del río Agua Azul. Entonces barandas y muertos son cosas del pasado. Es fácil olvidar. Después de la curva suelo detenerme a respirar el aire de la noche y a recoger las siempre dulces guayabas de un árbol pródigo, muy a pesar del refrán popular: “árbol junto al camino no da frutos maduros”. Yo no lo creería pero todavía hay espíritus nobles y confiados. Aún sigo hablando de los viajeros que al verme sentado a la vera del camino se detienen a preguntarme por Santiago, por una estación de servicio cercana o por cualquier tontería. Yo no lo haría a esas horas de la noche. Les contesto brevemente sus preguntas, les doy dos o tres guayabas maduras y les recomiendo que visiten la casa del poeta. Cuando llega la medianoche, continúo hacia Santiago, entro a mi casa con tal cual escándalo y me entrego al reposo. Esta es la vida tranquila de un hombre de treinta sin hijos ni esposa y con herencia para derrochar por el resto de sus días. Era el niño consentido de la casa, lleno de caprichos y también a mis anchas para satisfacerlos. Mi padre estaba siempre encerrado en su gabinete leyendo y escribiendo y yo, muy a su pesar, repitiendo tontamente la ininteligible letra de las canciones de un grupo que cantaba en inglés. No valieron los llantos de mi madre ni los reproches de mi padre. Yo había sentenciado que no quería hacer nada. Y así fue. Vino luego el centro comercial y un coche que me regalaron para mis dieciocho años. Fue el peor año de mi vida, el de la catástrofe. Mis padres conocieron la muerte en un accidente. ¡Sí, en la Curva del Diablo! En la mismí] 40 [


sima curva que aniquiló todas mis esperanzas. Celebraban sus veinte años de casados. Los acompañé a cenar cerca de la discotienda y luego me fui al centro comercial. Serían las doce de la noche cuando regresé a casa un poco cansado y mareado por la cerveza y el cigarrillo. A las once de la mañana, cuando me levanté a buscar el desayuno, el silencio de la casa era espantoso. Eran contadas las veces que mi madre se ausentaba en las mañanas y ésta no podía ser una de ellas porque el tiempo en nuestra casa se había detenido en horas de la tarde del día anterior cuando yo cerré la puerta para reunirme con mis padres en Ciudad Real para la esperada cena. El colador del café estaba seco, la vajilla impecablemente dispuesta según la costumbre de mi vieja, por quien expresé mi verdadero amor después de muerta. Molesto y confundido a la vez quise indagar un poco más para satisfacer una rara curiosidad que se apoderó de mí casi repentinamente. Abrí la puerta del gabinete de mi padre para verlo –por primera vez y desde entonces– vacío. Noticias del accidente. El alboroto. Un extraño letargo que dura desde hace años y una vida llena de vaivenes. El entierro, claro está, y... ya no sé que más agregar a esta lista que hace pesada mi vida aunque yo siga flotando entre el centro comercial, la funesta curva y la morada de mis padres, vagando como un judío errante cuyo desierto es infinito. Es el ritual de las estaciones obligadas, de apenas tres cuentas de un rosario eterno, de un triángulo que perdió su forma porque un desgraciado vértice se convirtió en el agujero negro que se tragó mis esperanzas y ancló mi memoria. Quedé atrapado en el fatídico lugar de repugnante nombre y escalofriante atmósfera. Sólo las dulces guayabas lo redimen. Digamos que mi vida no continuó. Se quedó estancada en un centro comercial y sus luces fosforescentes. Se trancó en un pueblo olvidado señalado apenas en los mapas especializados con el nombre de Santiago de La Vega, ] 41 [


tan olvidado como sus 196 habitantes. Se aferró, como es de suponer, en el maldito lar que se llevó a los míos. Nunca entendía cómo mis caprichos no me llevaron a preferir una casa situada más lejos. Al menos en Ciudad Real o en la capital para ver así centros comerciales más grandes y respirar otros aires. Cuando tenía doce años me llevaron a un parque de diversiones situado al otro extremo de la isla. Como lloraba y pateaba sin cesar, a mis padres no les provocó nunca más hacer paseos similares. Tímidamente empecé a descubrir el gabinete de mi difunto padre. Sus manuscritos, con algunas correcciones, estaban ordenas por fecha. Preparaba un libro que me permitió desvelar su aparente hermetismo. Y lo leí una y otra vez. Y me paseé por el centro comercial y comí más guayabas dulces en la Curva del Diablo. Y después descubrí a Neruda, a Mistral, a Benedetti, a Rubén Darío, a Blanco, a Mallarmé, a Moraes, a Nervo. Incontestablemente, en mi corazón, no alcanzaron a la sublime poesía de mi padre. Después de las vitrinas, las guayabas y la enésima lectura del libro de mi padre no queda mucho por hacer salvo regresar a la noche funesta e intentar dibujar una línea recta en la carretera para que el Agua Azul lave mis penas y los viajeros desprevenidos oigan hablar a medianoche del gran poeta Juan del Passo. Tenía yo treinta años.

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El pueblo del Mucuño A Arnaldo Valero

Ya no recuerdo cuando vine a establecerme en esta ciudad. Era más bien un pueblo. No tenía más de una docena de calles cortadas por seis avenidas orientadas de Norte a Sur. Las cuadrículas resultantes estaban ocupadas por casas vetustas de herencia española, con consagrados techos rojos, paredes de barro cubiertas con cal para borrar algo las huellas del tiempo. El piso de ladrillo cuando no son grandes los apuros del bolsillo. Para los más menesterosos la tierra pisada basta. Después de franquear la puerta, un pasillo conduce hasta la imagen del Sagrado Corazón donde una puerta de vaivén marca la entrada al templo hogareño después de acabar de traspasar el largo trayecto del llamado zaguán. La sala, más bien estrecha, es una suerte de museo familiar. Retratos, cuadros de antaño, colgandejos, matas de zábila amarradas con un cordón rojo, un afiche de Su Santidad, porcelanas o figuras de barro, muebles según las posibilidades, la sagrada Biblia abierta en una página perdida del Nuevo Testamento. El zaguán sigue estirándose para llevarnos a las habitaciones que no visitamos por pudor pero que muy seguramente guardarán los secretos de la casa. Algún baúl con legajos importantes, escrituras que nadie entiende pero capitales para transmitir la herencia. Lágrimas, sueños y tal vez, muchas pasiones acompañadas de plegarias y señales de cruz… Más adelante otras habitaciones, algunas vacías, “la del abuelo que se murió hace veinte años” o “la del tío que se colgó de un mecate”, condenadas por el olvido y una hebra de alambre retorcida cien veces para vetarla a los curiosos, repletas de polvo desde quien sabe cuándo. Puede que luego venga la cocina con sus delicados aromas y el humo que hace llorar ] 43 [


y que envejece el techo y lo vuelve prieto hasta el cansancio. Es cierto que en este lugar nadie mira hacia arriba, todos bendicen las ollas y los buenos aliños de la matrona. Al fin se libera la vista en el patio de atrás repleto de naranjos y duraznos un tanto agrios. A una casa de éstas, cerca del Cementerio del Espejo, vine a fijar mi residencia pensando en mejores tiempos para mi vida, buscando la oportunidad que todos merecemos cuando el olvido quiere adueñarse de nosotros. No habían llegado los carros ni la luz eléctrica ni el teléfono ni ninguna zoqueteada de esas que volvieron perezosos a los hombres. Por esos días el trabajo era duro y la gente pasaba muchas necesidades. A mi llegada me impresionó ver tantas carretas y caballos que levantaban el polvo del camino que unía la ciudad con poblados vecinos. Fue como estar flotando en medio de tanta novedad, de tantas casas juntas, de tantos productos traídos de lejos, mujeres bien vestidas, seminaristas en filas y soldados disciplinados. La casa que ocupé pertenecía a un viejo pariente ya fallecido. De la servidumbre sólo había quedado una anciana, encorvada de sólo lo vieja y que no cesaba de repetirme que me parecía a don Eulogio, su antiguo patrón y tío abuelo de este servidor, el mismo que yo adjetivaba de pariente lejano. Dar con la casa de don Eulogio no me costó mucho trabajo. “Es la única pegada al cementerio, al final de la calle de los acostados”. Era la más descuidada. El techo amenazaba con venirse abajo, las paredes habían dejado la típica palidez de las casas andinas para entregarse al abandono e implorar por un poco de cal pero la transparente figura de ‘ña Ramona no tenía un ápice de aliento para coger una brocha y darle color al armatoste que apenas podía llamarse casa. La aldaba sonó mil veces y nadie se acercó a brindarme paso. Las dos hojas de la puerta se mante] 44 [


nían cerradas gracias a dos argollas amarradas con unas finas hebras de alambre que alguien había dispuesto como para esposarlas y librar así a la casa de visitas indeseadas. Empujé como pude y me colé. A vuelo de pájaro recorrí los aposentos para descubrir que el olvido era el rey de la casa. No dejé de anunciar mi presencia para evitar perros rabiosos soltados con desdén por algún ocupante, si es que había alguno. Fue en el patio, al pie de un árbol de aguacate repleto del fruto que nadie comería que se apareció ‘ña Ramona. No supe de dónde había salido porque sus arrugas acusaban una débil sombra que apenas podía moverse. Pude entender el descuido de lo que en un tiempo debió de ser una casa decente y acogedora. Para qué abría la boca si ella se encargó de hablar por mí. – ¡Ave María! Si vusté es la cagada del difunto Eulogio que Dios lo tenga en su Santa Gloria. Ya hace una chorrera de años que se fue. Mírelo no más, larguirucho y transparente como el señor. Eso lo traen por raza, como si jueran de otros mundos. Fíjese que cuando entraba a la sala, don Eulogio se daba unos totazos en la cabeza porque se olvidaba de los zancos que tenía como piernas. Vusté ha de ser el Señorito Melanio, el mismo que cuando niño se lo vivía encaramado en los chirimoyos que crecen por esos lados del Mucuño. ¡Tan bonito que se le ve ese diente de oro! Apenas mencionó el lugar innombrable en mi familia una tos forzada salió de mi garganta para ponerle freno a sus palabras o corregir de algún modo su equívoco. Yo no vivía en El Mucuño, yo no había crecido en El Mucuño. En todo caso no tenía recuerdos de ese pueblo. ¿Cómo habría de serlo si la naturaleza se había encargado de rayarlo del mapa de los hombres después de que la peste pasó un borrador por las vidas de sus habitantes? Y de esto ya habían transcurrido tres siglos según la cuenta de los historiadores. ‘Ña Ramona confunde el origen con el nacimiento, vocablos distantes cuando se les mira con lupa. ] 45 [


Parece que en algún punto de las alturas andinas desde esta ciudad que huele a incienso, mirando siempre hacia el Sur, se encuentra El Mucuño o lo que de él pueda quedar. Primero un pueblo de indios, luego uno de misiones con algunos indios, finalmente pueblo de blancos y larguiruchos españoles que con el correr del tiempo se transformaron en criollos por haber nacido lejos del terruño que el destino les habría reservado de no haberse descubierto esta geografía en los días que terminaba la Reconquista. De los indios sólo guardó el nombre porque sus macanas pronto sucumbieron ante el poder del mosquete. Y fue creciendo entre el rocío mañanero y la neblina de la tarde, entre el escaso sudor del frío paramero y el tiple del jolgorio, entre la hostia sagrada y los pecados comunes, entre lágrimas y alegrías, como cualquier pueblo perdido entre las montañas. Cinco o seis jornadas lo separaban del caserío de San José, también perdido para la civilización en la espesura de la selva nublada. Después venían riscos y valles en sucesiones interminables. Cuando a la puerta de una humilde casa tocó la Muerte nadie sospechaba que la Señora venía a instalarse por varias semanas en El Mucuño. Tenía la tarea de tocar a cada entrada para que los ocupantes la acompañaran en procesión al más allá. Los vivos empezaron a enterrar a los muertos. Luego los muertos empezaron a enterrar a los vivos y ya no quedó nadie. Al menos eso dijeron los que de allá llegaron a San José y los que siguieron devorando distancias para alejarse de la Señora a la que los años llamarían Peste o la que las jerarquías del clero bautizaron como “castigo divino”. Supongo que quedó en el olvido, que sus almas empezaron a vagar hasta disiparse entre las brumas. Tal vez los patios y las casas fueron invadidos por la maleza y la madera por la polilla. Tal vez los roedores y las culebras, ] 46 [


vigilados por cruces y figuras de santos que resistieron el olvido, se han mudado a las salas abandonadas. Con seguridad los techos se habrán desplomado y las vigas habrán cedido. Todo esto es historia, es pasado, es un libro ya leído y como tal ha de quedar, cerrado. Así lo creí durante cincuenta años, tal vez más o tal vez menos, nunca llevé la cuenta ni arranqué las hojas del calendario. Hubo de ser así porque en tantos años ‘ña Ramona, o lo que quedaba de ella, había terminado de encorvarse y parecía una bola de cabellos blancos a punto de esfumarse. Me exhortó a emprender una cruzada en busca de mis orígenes, de los que me antecedieron, de los que me trajeron a este mundo, los que según tradición familiar habían trajinado alguna vez por las callejuelas del Mucuño. – Vaya, Señorito, a ver. Puede que a la muerte se le haya escapado alguno y las cosas para ése y los suyos hayan seguido como si nada. Puede que continúen con sus andanzas, las mismas de antes y que vusté reconozca en sus rostros algún aire familiar. Al menos vusté puede darse ese lujo, yo en cambio estoy sola y seguiré sola como si estuviera en pena en esta casa que siempre me quedó grande. En la casa, entre el polvo y las horas que nunca transcurrían porque el mecanismo del reloj de la sala estaba trabado, empecé a considerar una visita al, para mí, desaparecido pueblo. Entre tanto, el plan se fue afinando con apoyo de un vecino, todo un espíritu emprendedor sin rival. Cuando la ciudad ya estaba atestada de carros y ruidos, emprendimos el viaje hacia El Mucuño. Nos valimos de informaciones extraídas de archivos históricos, de viejas bibliotecas repletas de polvo y cuyos libros hablaban con tan sólo mirarlos porque el secreto de las páginas de un libro cerrado es entrar ellas en silencio y devorarlas sin profanarlas lo que equivale a decir que anhelar un libro es ] 47 [


entrar en él y comprender su esencia tal vez en la extraña paradoja de no leerlo. El vecino había soñado con ser arqueólogo. También en sueños había participado en grandes hallazgos. A su antojo se divertía cambiando los roles de su aventura. A veces era Lord Carnarvon, otras veces Tutankamón. Cuando no, se alejaba en el tiempo porque decía que su alma era vieja, revestida con ropaje nuevo que poco duraba. El Mucuño no figuraba en ningún mapa pero los indicios permitían situarlo entre tal y tal punto, entre la confluencia de un punto X y uno Y, más allá de San José, siempre hacia el Sur, antes de comenzar el descenso del piedemonte andino, en lo que sería la cima de una montaña de origen glacial, lejos de toda huella de civilización. La marcha: un penoso y eterno regreso al origen familiar. Los pasos: agigantados como si sobraran las energías. Así nos dejamos ir. Mi amigo con sus sueños de descubridor. Yo, enrollando mi hilo de Ariadna. Que mi amigo también confiese que este salto por largo y arduo que pareciera ser nos resultó corto y placentero. Fue como batir el anular contra el dedo medio y decir “¡ya está!”. En un abrir y cerrar de ojos llegamos al Camino Real. Enmontado, se entiende. Asentamos lo mejor que pudimos nuestro pies sobre la tibia tierra que cubría el camino. Empezamos a quitarnos el cadillo que se fue pegando a nuestros casi transparentes vestidos, los míos porque tenían sendas troneras y me dejaban al descubierto en buena medida. A veces los votos de pobreza no son tan buenos que digamos. Los vestidos de mi amigo Lucio Negri eran al contrario de fina tela como la que le ponen a los difuntos aunque no la disfruten. Nos fuimos acercando a lo que supusimos era El Mucuño. Así lo atestiguó para sorpresa nuestra un hombre que estaba recostado a la vera del camino. Estaba desempolvando una enorme laja de piedra ] 48 [


para llevarla al cementerio para gravar en ella el nombre de su hijo. – ¿Y cuándo murió su hijo? – Hace una pila de años, respondió fijando su mirada en Lucio. Agregó luego: de no estar muerto diría que vusté es él, la misma cagada. Me pareció oír nuevamente la voz de ‘ña Ramona y la de mil otros que andan viendo parecidos en todos los rostros, como si fuéramos una copia de los que ya no están. Finalmente, el hombre levantó su brazo para mostrarnos el camino. A pesar de estar poniendo término al periplo ni el hambre ni la sed ni el cansancio nos habían dominado. Las más de las veces, el profundo deseo que mueve nuestros espíritus es más fuerte que las básicas necesidades que mantienen en pie a los mortales. ¡No lo hubiera creído! ¡El Mucuño no había desaparecido! Los escasos pobladores que se mostraban a nuestra llegada estaban atareados con sus faenas corrientes. Las mujeres cargaban agua de una quebrada cercana. Algunos hombres preparaban sus bestias para el trabajo duro. Otros iban y venían en tropel sin aparente razón. Más de uno nos miró de manera sospechosa sin responder a nuestro saludo. Dos calles angostas eran quebradas por el Camino Real, una suerte de cruz de Caravaca extraña en esas alturas. Las casas estaban descompuestas como si la gente se hubiera habituado a vivir entre techos que amenazan con desplomarse y paredes repletas de hollín y telaraña. – Ciertamente que éste es un pueblo de fantasmas, le dije a Lucio. El movimiento de su cabeza denotó su aprobación. En la pulpería, las botellas de licor a medio andar rogaban por clientes sedientos. Parecía que las hubieran abandonado en el mejor momento. ] 49 [


La capilla me dio mejores señales mientras Lucio se ocupaba de colectar recuerdos para su encuesta arqueológica. Una devota le rogaba de rodillas a una imagen de piedra que parecía la Santa Madona. A ella fui y le hablé en estos términos: – Señora, ando buscando la familia de Eulogio de los Santos Peña. Sentí cierta vergüenza al molestar a la pobre mujer que seguía clavada en el reclinatorio y que no osó levantar la mirada temiendo entretenerse con el inoportuno visitante. – En la calle de atrás, donde hay un velorio. La respuesta me dejaba perplejo. ¿A quién podían estar velando en la casa que precisamente estaba buscando? Lucio había desaparecido momentáneamente. Me dije que dado que el pueblo era minúsculo al cabo de un rato lo conseguiría y muy seguramente cargado con sus muestras arqueológicas. Sin tardar me apresté a poner mis pasos en la casa de mis ancestros. Lucio me había ganado la carrera. Ya venía de regreso, sin nada en las manos pero con algo que contarme según podía deducir. – Más adelante hay un velorio, me dijo. – Ya lo sé, es la casa que nos interesa. – Han de ser muy pobres porque no tienen urna, el muerto está tendido en la sala y a su alrededor hay unos cuantos dolientes ya sin lágrimas que botar. La eternidad produce inercia en los que se apegan a los suyos. – ¿Qué se le puede hacer? Hablando nos fuimos allegando a la casa. Las dolientes estatuas resquebrajaron su cuello para descorrer el velo y descubrir a los visitantes. ] 50 [


Un esqueleto yacía en el frío suelo de tierra pisada. Su mandíbula abierta aún mostraba un colmillo de oro cuyo brillo disminuido por una fina película de polvo espantó de asombro al señorito Melanio. Son pocos los que en esta vida, o en la otra, logran encontrarse consigo mismo. Lucio Negri se quedó vagando en sus colectas arqueológicas en el pueblo del Mucuño, inexistente para los mortales.

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Mi padre el comunista A Lilibeth Zambrano

En los años 70 hubo reales hasta para botar, pero no crean que lo que les voy a contar tiene que ver con riquezas y opulencias. Al contrario, es una historia triste que viví en carne propia. Empecemos por la mitad. Acababa de cumplir veinte años, Caldera recién dejaba la silla de Miraflores y con “el Gocho” las cosas se mostraban de maravilla. Claro, alguien había movido su varita mágica en el Medio Oriente muy a favor de Venezuela y con la crisis energética saltaron los petrodólares incluso a los bolsillos de los disidentes como yo. No fue que me los robé pero sin proponérmelo mucho me vi beneficiado con una beca principesca que me llevó a Moscú a estudiar “artes dramáticos”. ¡Un gocho en Moscú! ¡Na pelusa! Yo mismo no salía del asombro. En Venezuela era un pelabolas que asistía a las reuniones del MIR para ver si nos quedábamos con el Centro de Estudiantes del liceo y para sacar de una vez por todas al presidente copeyano y a los demás miembros que pertenecían al partido blanco. Utopía. La izquierda se volvió mierda cuando los guerrilleros se dejaron convencer y se transformaron con el trozo que les dieron del pastel. Era pura paja el asunto de las guerrillas urbanas y la fulana Bandera Roja que manchó las paredes de la casa del Presidente del Concejo Municipal. El Che se fue luciendo cada vez menos en las camisetas de los comunistas trasnochados y Fidel se quedó para mentarle la madre a los gringos y para venir a “jalarle bolas” a los rusos. Nos mandaron dizque a estudiar y yo no niego que puse manos a la obra porque quedado nunca he sido. Los otros nueve que lle] 52 [


garon conmigo se metieron en vainas raras y terminaron mal: dos en la cárcel con “peos de drogas”, uno desapareció un buen día y no supe más de él (en los registros nunca apareció su nombre), otros cuatro fueron echados por mala conducta antes de cumplirse el primer año de beca, los dos últimos murieron en un burdel clandestino de la calle R... Yo no era el más santo pero un poco de timidez me salvó y me mantuvo hasta el final, digamos casi victorioso. Viví el comunismo y mucho del socialismo a mis anchas, no sin dejar de ocultar cierto recelo. Los andinos somos así, un tilín desconfiados. Sigamos con el principio. Era yo el hijo mayor de José Asunción Benavides Pacheco, fundador del Partido Comunista en mi pueblo. Y algo tenía que pegárseme del viejo. Como él, pocos. Atrevido hasta el cansancio, hasta que le llegó la hora. Un tal Tenislao Ramírez lo pescó en la montaña en los días en que los disidentes vivieran en zozobra. Y vi a mi viejo corchado en sangre, ya era negra porque pasó todita la noche derramando su vida en escupitajos bermejos que mancharon su ropita kaki. Le quitaron el revólver y la estampita de la Virgen del Socorro se la hicieron trizas en su propio rostro. ¡Ah Tenislao Ramírez que me quitaste a mi viejo! Te esfumaste en cuerpo y alma para huir de ti mismo. ¿Dónde está tu gloria ‘ñor marico que arrancaste la mitad de mi ser y la otra de mi madre? Y conseguimos al viejo a las siete de la mañana, tieso y mirando de lado. Nunca le pudimos cerrar los ojos. La camisa la cortamos para podérsela quitar. Ya era un trapo manchado del que guardo un retazo en la cartera. De la impresión me meé en los pantalones. No entendía a mis doce años que era malo ser comunista, que el diablo debía morir con la cruz copeyana o adeca, que el demonio tenía que ser erradicado... Al Tenislao Ramírez se lo tragó la tierra. De todas formas era un héroe y seguramente habrá recibido su recompensa. Nos jodió la vida. Mi mamá, mi hermano menor y yo nos ] 53 [


vimos resignados a seguir viviendo en el dolor y a aprender a ganarnos la vida con hallacas, empanadas y pasteles. Ese año me rasparon en el liceo y el siguiente también. Poco después la gente olvidó el asunto y José Asunción Benavides Pacheco se diluyó para los demás con las hojas del calendario. Menos para nosotros. La familia del asesino dizque se mudó para la capital, es decir, la esposa y una hija que se llamaba Raquel y que tenía muchas pecas. La Raquel había estudiado conmigo el quinto grado. Regresemos a la mitad. El arte dramático me juntó con maricones reprimidos que no quebraban ni un plato porque el sistema los tenía prensados. Las lesbianas hacían lo suyo a escondidas. Pero afuera era “El gran Ballet tal”, “la prestigiosa compañía teatral tal”, etc. No quiero decir que ser marico o lesbiana sea bueno o malo, sino que los tenían jodidos. No los dejaban ser ellos. Tenían que formar parte del parapeto. Había que ser macho comunista y hembra comunista, más nada. Ese asuntico me hizo pronto reflexionar sobre mis andanzas y me animé por cosas más concretas: La ciencia. Sin alargar el cuento, allí me quedé y saqué el doctorado en astrofísica en Moscú. Siempre que miraba a las estrellas estaba seguro de que otros ojos, allá en mi patria, estarían escrutando el cielo para buscar en el firmamento un poco de luz. Eran los ojos de mi madre los que con seguridad derramaban cada noche una lágrima por su hijo que pocas cartas escribía. Al principio creó Dios los cielos y la Tierra y después vino Adán, Eva y un gentío. Y después se apareció José Asunción Benavides Pacheco que no creía en Dios sino en la Virgen del Socorro que, por cierto, nunca lo socorrió, ni siquiera de las balas de ese criminal. Tenía unos dos años papá en ese vaivén. A veces venía a cenar y aprovechaba para traerles pasto a las vacas. Cuando las cosas se calmaban iba al mercado a vender huevos y queso. Pero la vaina ] 54 [


se puso dura con el coñazo en Puerto Cabello y esa fue la perdición de papá. Y con su muerte me vi como vagando por el desierto, sin dirección alguna. “Y anduvimos largo tiempo, dando vueltas en torno a las montañas de Seir”. Con el paso de los años una voz interior me dijo: “Harto tiempo habéis estado rodeando estas montañas; volved a tomar la dirección norte”. Y me enrolé como becario y oí detrás de las paredes “el hijo del finao Asunción se va”. Y así fue como llegué a orillas del Volga a revivir el fantasma de la venganza que siempre moró en mí y que hasta entonces no había dejado aflorar. Ahora empieza el final. Este es el Apocalipsis de mi Biblia. Seis años llevaba en la U.R.S.S. dando vueltas entre los libros, las estrellas y las estepas siberianas. Y... sí claro, las benditas ganas de conseguirme al Tenislao Ramírez y volverlo picadillo. De él apenas recordaba el estrabismo en su ojo derecho y una rara mancha roja en su frente, como un lunar desmesurado que opacaba su presencia o lo hacía, en apariencia, un hombre con cuatro cojones. Pero era un cobarde, un maldito cobarde que se esfumó porque le dio miedo. Había acabado con José Asunción Benavides Pacheco pero no con José Asunción Junior, al que llamaban “Papaupa” en la escuela. Un buen día lo tendría ante mis ojos y no haría una segunda inspiración sin que el fugitivo cobarde sintiera miedo en sus entrañas al darse cuenta de mis desmesurados deseos de cortarle su hilo de plata, mejor dicho, su aorta y hacer de él un río de sangre que le quitara la vida en cinco minutos. Claro que todo esto es mera ficción pues nunca ando armado y, por si fuera poco, hace catorce años que la sombra del reo es imperceptible a mis ojos y a los de todos cuantos lo conocimos. Con el paso de los años se había transformado en mi cabeza en una bestia que tenía diez cuernos y siete cabezas, cada cabeza dos ojos y cada ojo derecho desviado hacia la Osa Menor y cada ojo izquierdo mirando el oscuro horizonte que los rodea. ] 55 [


Voy para atrás. La última vez que lo vi fue casualmente la víspera de la muerte de mi papá, un día de San Juan, en la bodega de don Pedro donde todavía creo que venden miche callejonero. Allá estaba con una copa en la mano y arrugando la frente después de vaciarla. Ni se dio cuenta que salí corriendo con una lata de sardinas para la cena. Después dizque salió derechito para la casa del partido, de su partido. A medianoche llegaron con la noticia a la casa. En la radio dijeron al otro día que en una emboscada el gobierno había sorprendido a tres guerrilleros que “planeaban tomar puntos estratégicos de una importante ciudad andina”. Me cago en todos y con Tenislao Ramírez me limpio el culo. Y en esta diarrea de arrechera nunca imaginé que incontables horas de mi vida transcurrirían con mi frente pegada al vidrio del vagón del Transiberiano que me llevaba cada verano de Moscú a Leningrado en un viaje al encuentro conmigo mismo. Me había enamorado de esa ciudad, especialmente de L’Ermitage que me acercaba sobremanera a la Rusia imperial. Siempre recuerdo la anécdota del viejito que vivió en Petrogrado y luego en Leningrado y hoy, si aún respira, estará en San Petersburgo sin haber siquiera, en sus noventa años, salido de su casa. Y llegó el final. Mi último viaje a Leningrado, mi adiós a la colosal columna de Alejandro, a la catedral de San Isaac, a la plaza de los Decembristas, al Russkij Musej, al Musej-Kvatira Dostojevkogo... Un adiós al Neva y a las historias de Dostoievski. El corazón empezó a palpitar cada vez más fuerte. Del muelle, la figura de un triángulo familiar se fue acercando a esta humanidad. Un vértice ocupado por una maltrecha mujer de ceño fruncido, otro por una joven con rostro de mármol lleno de pecas y el tercero, ¡mierda! ¡El tercero era la inconfundible bestia de ojos torcidos y con una mancha en la frente! ] 56 [


La escena giró en cámara lenta. Los pasos de los tres personajes se hicieron pesados. Sus miradas se posaron en mí y sentí que los últimos segundos de mi vida rehacían la película de una existencia triste sin el ejemplo de un progenitor. La boca del hombre se fue abriendo. En mí hubo un vacío. En un ruso casi perfecto me preguntó por la estación central de trenes. Agregó: “No conozco la ciudad a pesar de haber vivido en Moscú durante tantos años”. Apenas levanté el brazo derecho y señalé la Nevskij y un peso cayó de mi cuerpo cuando devolví la mirada al horizonte vespertino.

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Actos de palabra A Robinson Gil

No imagina usted el desprecio que se siente al no ser correspondido; causa mucho dolor, lo sé. Por un instante pareciera que se cierran todas las puertas del mundo y que a los pies se abre un abismo y que no se puede dar un paso sin irse al vacío. Aquí no piense en el hijo malvado que desterró de su vida a la desventurada madre que no lo pudo colmar de los lujos ni gustos que el desvergonzado le exigía. No crea que se trata del buen amigo desechado porque está abajo, en el inframundo de su miseria, como el árbol caído del que todo el mundo hace leña. Ni mucho menos del mendigo que pide un trozo de pan y recibe a cambio un insulto. No. Es mucho peor que el regaño de un padre cuando se tiene cuatro años y hemos hecho pis en la cama por enésima vez. No es comparable con el dolor de verse abandonado por los ojos en los que se sembró una ilusión. Mire usted, no existe nada peor que tener al frente alguien que ha cerrado para siempre no sólo sus oídos sino sus labios para no oír ni tampoco regalarle una palabra a ese que con súplicas quiere escuchar y ser escuchado. Es la bofetada de la desgracia; el corte del cordón umbilical de las relaciones entre los seres humanos antes del alumbramiento; el borrador que aniquila cuanto está escrito; la mancha que daña una pintura; la hoja de carbón que cubre un poema; un adhesivo sobre la boca y unos tapones que imposibilitan el ruego; las nubes que matan al tibio sol; el despido antes de la primera jornada de trabajo; un eclipse eterno; una estocada para la palabra; el jaque mate de una partida que no ha comenzado. ] 58 [


Braulio Paredes Landaeta probó el trago más amargo de su vida cuando sin sospecharlo, sin esperarlo, sin buscarlo y por azares del destino, sus pasos se tropezaron el día cuarto de haberse iniciado como jubilado del Ministerio de la Salud en su primera y bien merecida vacación por la vecina y hermana República de Colombia. La conseguía frente a frente y muy a pesar de esto no daba crédito a lo que sus pupilas distinguían esa moribunda tarde en la concurrida plaza. No había duda alguna, era ella, tal vez, habrá que admitirlo, bastante más robusta pero en esencia era la misma. Con franqueza tuvo dudas para interpelarla sin que escapara, sin que se sintiera ofendida, señalada, culpable, quien sabe qué. ¿Acaso se acordaría de él después de casi treinta años? Veintiocho años para ser más precisos. ¿Cómo dar diez pasos más para sentir sus humores, para permitir a sus átomos que se rozaran y volvieran a hacer intercambios electrónicos como otrora? La había conocido tan bien como para no dudar y seguir firme hasta ella y preguntarle lo que había pasado. No tenía necesidad de estudiar a su interlocutor para saber qué estrategias utilizaría en esa incursión, no de reconquista sino de reencuentro. Llamarla, pronunciar su nombre para apoderarse de ella, levantar las manos y moverlas como un parabrisas para limpiarle los ojos en la distancia o para que sintiera que muy cerca de ella un corazón bombeaba miles de litros de sangre por segundo, por su culpa. Pero tal vez nada la sacaría de su raro ensimismamiento porque sus ojos se perdían detrás de Braulio apuntando a todo, apuntando a nada. Era una suerte de guerra fría de miradas que iban y venían. Las de Braulio en ella y las de ella, ya lo sabemos, no tenían destino fijo, eran misiles con ojivas nucleares que se clavaban en cualquier parte, allá donde el mismo y confundido Braulio volteó para apuntar con su ojos como para despejar dudas pensando que a su espalda alguien estaría esperando a Somalia. ] 59 [


Hacía pocos meses que Braulio estrenaba su blanco uniforme de enfermero. La vocación ciegamente asumida y el esmero que imprimía a su labor alimentaban el carisma particular del siempre sonriente servidor. Pocos como él daban valor al sacrificio de velar por la salud y bienestar de los pacientes. Iba y venía con el esmero de siempre por los pasillos del ocupado hospital. Si el paciente necesitaba solución fisiológica, Braulio volaba cual Speedy González. Si era fiebre, Braulio administraba sin demora el medicamento prescrito. Así procedía con todos sin dejar a nadie esperando, mucho menos al paciente de la 104 a quien religiosamente acompañaba la sonrisa de una joven de unos diecisiete años. Las buenas tardes de rigor, en teoría poco interés por los acompañantes (muy especialmente si eran atractivas mujeres) y una esmerada atención por el paciente eran las primeras estrategias de conquista que siempre ponía en marcha Braulio Paredes Landaeta. Después había tiempo para conocer las intimidades. Los familiares, en momentos de dolor, no sólo quieren que se cure su paciente sino sus entristecidos espíritus y por eso terminan diciendo todo como si no bastaran las confesiones con el sacerdote de la parroquia o la sesión diaria con el vecino que resulta ser el mejor de todos los sicólogos. Braulio quería conocer su reacción, seducirla en la distancia para arrancarle una mueca de sus labios, pero ella seguía inmutable. No importa que no se acordara de él. Tanto tiempo hace olvidar a cualquiera. Él no la culpa. Tal vez ella no se haya dado cuenta de su presencia. Al fin de cuentas, con tanta gente en la plaza, él es simplemente otro transeúnte, un par de largas piernas que ahora están interesadas en dirigirse a lo que puede ser una suposición, o algo cercano a una hipótesis que gana terreno en el espíritu de Braulio. Más nada. El contexto: Una conocida plaza, bajo el marco de un “encuentro fortuito”. No hay certeza aún de que ella lo conozca a él, pero ya hemos repetido ] 60 [


hasta el cansancio que él cree conocerla y por eso busca en su repertorio de acercamientos la estrategia adecuada para el abordaje. Él sigue moviendo sus manos, ella no se ha desplazado ni un ápice y sigue con la mirada perdida, de indiferencia. Él se siente ignorado, inexistente; Ella no lo ve. Simplemente percepciones. Ambos están allí y en ese momento, mas él se deja arrastrar por el pasado, por las casi tres décadas y la acompañante del paciente de la 104, ella no. Es una triple temporalidad que parece prestada a la relatividad. ¿Acaso Braulio no puede hacer como los demás turistas? Sencillamente tomar fotos y desprenderse para seguir un itinerario que luego recordará con sus amigos y familiares. Pero está en mil sitios a la vez, por ejemplo en la segunda, tercera y enésima junto al paciente de la 104, robándole sonrisas a la acompañante. Ella se llama Somalia y lo acompaña a la cantina del hospital. Después están en la heladería, en el cine. Ya Braulio ha estrechado las manos de tres primos hermanos, dos hermanos, un tío y, también las de la madre de la morena que vive en Petare. El enfermo empeora pero Braulio es el fiel guardián que cambia el suero y se asegura de la sonrisa de Somalia. Al incondicional enfermero hay que invitarlo para la casa. “Se merece un gesto, un sancochito por lo menos”. Las vecinas aprovechan para “consultas médicas” gratuitas. Que qué es bueno para la artritis, que el dolor de cabeza ya no lo aguanto, que el gripón ya no me deja en paz, que los sabañones me están matando, que el niño tiene parásitos... En la cabeza de Braulio no son las 6 y 30 de la tarde, su reloj marca el día y la hora del primer beso en un ascensor del hospital cuando fue con Somalia a traer una radiografía de tórax. Trata de calmarse y de regresar a su ahora pero un frenético impulso por soltar un simple “hola” lo está obligando a quitarse el cierre que tapa su boca y que lo tiene preso al menos ante la mujer que le ha revolcado las neuronas y las terminaciones nerviosas y le ha puesto una butaca ] 61 [


para ver un capítulo de una película en la que él y tal vez ella son los actores principales. Hablarle sería integrarse de algún modo a ella, pero el cierre está atorado y no logra lubricarse con la escasa saliva que produce la boca del impresionado turista. Un “hola” que lo presente y dibuje en tres pinceladas lo mejor de él pues a fin de cuentas el saludo casi siempre se presenta como una necesidad de valorarse ante el otro, de crear un juicio positivo en quien lo recibe, de maximizar el narcisismo personal para ser aceptado y de minimizar los riesgos de rechazo. Ahora sus manos han detenido su vaivén para abrir paso a los acompasados movimientos de ambos brazos que dibujan en el aire sendas equis alternadas con uves que invocan un saludo desesperado. Con el silencio y la indiferencia por respuesta aún no se ha establecido ninguna regulación de fuerzas en un diálogo que todavía no ha venido al mundo, que no ha visto la luz. No se ha iniciado el intercambio. Sólo un centro emisor apunta, pues, sus antenas de envío a la distraída figura que aún no ha sintonizado las alarmas s.o.s. que provienen de tanta soledad. El hombre avanzó hacia la mujer lentamente pero con paso seguro. La interpelaría, de ser necesario la tomaría de un brazo y le refrescaría la memoria. La Somalia que él conoció no podía haberlo dejado con un solo beso y luego haberse borrado del mapa como si hubiera cometido un delito. La mujer seguía sin moverse, con la misma mirada escrutando los estertores de la tarde. Al fin los labios del hombre se separaron. Rompió el silencio que había entre ambos. “Somalia: ¿Eres tú? ¿No te acuerdas de mí, de Braulio?”. No hubo respuesta de la impertérrita mujer. Ni siquiera un movimiento de su estático cuerpo. “¿Qué te ocurrió? ¿Qué te hicieron para alejarte de mí? Parece que todo iba bien, que lo nuestro crecería como árbol robusto y que ] 62 [


algún día te llevaría al altar”. Así empezó a hilvanar las palabras Braulio sin que se estableciera el principio de la alternancia exigido por la comunicación. Él monopolizó la palabra porque entendió que no le arrancaría ni un desarticulado sonido a la inmutable figura femenina, tal vez ella habrá entendido que escuchar es una forma de someterse. “Recuerdo que el día del sancocho había a la entrada de tu casa una perra llena de gusanos, tan débil que sin ayuda conocería la muerte al cabo de uno o dos días, pero que no dudaría en morder al primero que intentara sacar de sus malolientes carnes a los dañinos gusanos. El recién llegado “doctorcito” tenía que lucirse. Un cálculo errado de la anestesia apuró su muerte. “El mataperros” me dieron por mote en tu barrio y con mi inaugurada fama desapareciste como si hubieran pasado un borrador por tu existencia. Me quedé sin ti de la noche a la mañana. Se me acabó el sueño y desvelado me reuní con la soledad. Mejor dicho, se me acabaron los sueños. Me inventé el matrimonio y unos hijos que salieron de la imaginación y a los que llevaba a la escuela cada mañana antes de ir al trabajo. Despedí a mis amigos, las parrandas y la cerveza del fin de semana para dedicarme al sagrado matrimonio. Sé que en el hospital estuve en boca de mis compañeros durante años, me acostumbré a la mirada que se le da a los desquiciados. Dejaba la comida servida con un plato encima para imaginar que tú la habías preparado y que a mi llegada ya te habías ausentado para ir a tu trabajo. Suponía que la conserje del edificio era una de tus amigas y que la muchacha de la panadería, una de tus compañeras. Confundía los recibos de electricidad con cartas de amor salidas de tu más profunda inspiración y al perro, con tu celoso hermano que gruñía porque te había arrancado de la familia, como si te hubiera secuestrado y prohibido que regresaras a tu querencia aunque fuera humilde y estuviera a punto de desplomarse de ese casi funesto cerro. En las noches eras una almoha] 63 [


da a la que siempre asía fuertemente; de día, una rosa, un vaso de cristal o un plato sobre la mesa que me traducía tu ausencia temporal. En el cine pagaba dos asientos. También lo hice en el avión que me trajo hasta ti. En el restaurante ordenaba algo para tu exquisito paladar, no podía dejarte mirándome así. Llené el escaparate de vestidos que hoy no te servirían por tan desmesurada talla. ¿Zapatos? Toda una colección. Y me mentí tanto que la mentira se hizo mi verdad y a ella me acostumbré. Después de que los niños se hicieron hombres y se fueron de la casa me quedé solo, bueno, contigo y tu indiferencia. A veces la radio o la televisión hablaban por ti pero escupían sólo publicidades desgastadas y mala música. Ahora, al tenerte fría y silente ante mis ojos, entiendo que viví en una burbuja, en la quimera de poseerte a mi lado. Todo fue una mentira. Pareces muerta en vida. Como si hubieran presionado la tecla “suprimir” sobre tu historia. En tu casa barajaron un cuento que no pude entender. Un vecino masculló entre los dientes que tu padre, el mismo viejo que estaba más allá que acá, se levantó de entre los muertos y abusó de ti el mismísimo día que yo te había comprado una sortija. Te echaron pintura invisible para tapar la vergüenza de toda tu familia. Mírate veintiocho años después; de tu sonrisa y tu delicada figura ya no queda nada. Tus formas se han multiplicado geométricamente y tu tejido adiposo esconde la desventura de la Somalia que soñó estar a mi lado. Para rematar abandonaste tu mestiza piel para dorarte con el inclemente sol caribeño y cubrirte de prieto tinte de pies a cabeza”. El monólogo del Braulio Paredes Landaeta siguió su curso esa moribunda tarde ante la más maja las siempre visitadas estatuas de Botero en la ciudad de Medellín.

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La maldición de Osiris A Jesús Manuel Parada P.

El buen guardián de la muerte me protege. Osiris, mi Señor, me preserva de los malévolos, de los que quieren penetrar en mi misterio. Alejaos; abandonad la lectura de estos jeroglíficos sagrados, detened el paseo que vuestros ojos hacen por la palabra escrita o moriréis irremediablemente. Mío es el mundo de la muerte. Desde ahora estáis condenados a perecer, vosotros que podéis descifrar el disco solar de Isis, la corona y las plumas de Osiris. En las penumbras, los rayos mortecinos de la vela apenas pintaban con su rara claridad los bajorrelieves egipcios desenmascarados ese día memorable por el tesón de un arqueólogo apasionado. El hombre no podía dejar de leer el misterioso mensaje una y otra vez. Detrás del muro estaría esperándolo el tesoro que tantos años de lucha le había costado desde que en la escuela vio por vez primera las gigantescas pirámides erguirse ante la majestuosa bóveda celeste. Desde entonces su gran pasión fue el antiguo Egipto y sus misterios. Largos años de estudio y pasión lo llevaron al Valle del Nilo para desenterrar de la arena el místico olor de lo ignoto. Allí estaba con su anhelo desmedido, un mapa casi indescifrable para los ojos del ignorante y una piqueta para acariciar la piedra y luego hacerla pedazos. Levantó sus brazos e imprimió fuerza a ese impulso indómito que tienen los arqueólogos por traspasar las barreras del tiempo y llevar corriendo la buena nueva al mundo civilizado. En la oscuridad, las chispas saltaron bailando el ritual de la muerte en la agonía del efímero viaje por el incómodo pasillo de lo que apuntaba ser una cámara funeraria. Los ] 65 [


golpes se hicieron certeros y poco a poco el mensaje, dejado tal vez para la posteridad, fue cayendo convertido en polvo y trozos de piedra resquebrajada, en un rompecabezas sin sentido: Cabezas, serpientes, soles, cocodrilos, cuerpos de perfil, espigas de trigo... Todo era ya una madeja de símbolos mezclados con alguna gota de sudor. Avanzamos lentamente hacia la muerte y no lo sabemos o queremos ignorarlo. Cada día de nuestra existencia nos aleja del nacimiento y nos acerca a la hora del desenlace, a la hora del gran paso hacia el más allá. Somos partícipes del misterio que separa el alma del cuerpo y lo hace inútil hasta el fin de los tiempos o hasta que ella regrese en su búsqueda y reanime ese habitáculo sagrado llamado máquina humana. Por eso los egipcios procuraban cuidarlo, preservarlo y dejarlo acompañado de alimentos, instrumentos y todo cuanto fuese necesario para el gran viaje. El hombre libre entró a su cárcel en búsqueda de su preciado botín. Se deslizó en mágico trance por el finísimo hueco y penetró a una recámara llena de objetos diversos. Algunas lanzas se aferraban firmemente a los huesos de las manos de esqueletos ya desgastados por el tiempo. Eran sin duda los guardianes del omnipotente que con seguridad estaba a la espera en la habitación contigua. En la maravilla del espasmo que procura el descubrimiento soñado, el hombre sacó de su bolso un diario y se puso a escribir las impresiones que llovían a cántaros en su cerebro. Transcribió el singular mensaje del umbral escrito seguramente para ahuyentar a los ladrones de tumbas que siempre han pululado en los sacros lugares. Tras la huella de Osiris estaban sus pasos. El dios que se hizo hombre en la mente del arqueólogo no estaría lejos, todavía traicionado por su hermano Seth y eternamente unido a la bella Isis. De las paredes saltan al diario las revelaciones del pasado: Una luna plena que simboliza la fecundidad en perfecto connubio con Osiris cuando el dios encarna la vegetación y la ] 66 [


vida abundante; Apis, con órganos genitales desbordantes para elevar el sagrado valor de la fecundidad; el jeroglífico del agua traducido aquí por vida... o por muerte según la arista con que se mire. A su lado hay una barca con frutos arrugados y secos, desgastados de tanto esperar. Un sol de arcilla descansa en lugar propicio para la veneración. Presenciamos el paseo estático del día hacia lo ultraterreno, hacia la noche misteriosa de Seth; dirigimos con él los pasos en pos del ritual de la muerte. Las estatuillas de los ciervos se alinean dando la mirada al Oeste. Los remeros están listos para cruzar el Nilo y nosotros los acompañaremos en la larga travesía hasta el cielo después de bajar hacia el Delta desde Dayr Albahri. El arqueólogo, absorto en su diario, se siente cerca del dios egipcio. Progresan las líneas que lo llevan lejos, hacia la cesación de la vida. Entra a las tinieblas de Angra Mainyu en el lejano Irán. Va por los senderos de Rudra en la milenaria y mística India; escruta el Norte de Loki y todos los reinos oscuros de las mitologías antiguas. Cada palabra nos arrastra al abismo y el aliento se escapa con cada gota de sudor. El hombre se levanta con una mirada que traspasa el muro final de la antecámara. Detrás de la antropomórfica figura sugerida por el bajorrelieve de la pared debe de estar el descuartizado Osiris. Sería el primer dios hecho hombre puesto al descubierto y Douglas, el gran descubridor. La piqueta vuelve a lamer la piedra y el metal resbala sin cesar arrastrando a Osiris al abismo de su propia tumba. Cae en pedazos el hijo de Nut y de Geb como lo hizo su propio cuerpo en manos de Seth después del gran festín en el que probó el ataúd siniestro. El sol negro nos espera en la recámara del silencio después de que sus atributos yacen en el suelo convertidos en polvo primigenio dador de vida. “El ser perpetuamente bueno” nos aleja del aquí, del ahora, para conducirnos por el pasaje secreto que lleva al más allá, al después, a la eternidad. ] 67 [


Reunidos están los setenta y dos jueces de la muerte para enterrarnos en su mundo y dictar la sentencia de aquellos buenos que deben morir y de los malos que deben seguir viviendo. Son los celos de Seth los que labran el camino del egiptólogo que avanza lentamente hacia su descubrimiento. El hueco es suficiente para que Douglas se cuele entre los escombros y admire lo indecible: El sarcófago final de sus andanzas que se muestra intacto, preparado tal vez para su profanación. La emoción, aunque grande, deja espacio para la reflexión y el recuerdo. El ataúd es majestuoso y su decoración, suntuosa. Cualquier ojo quedaría hechizado al sentir el resplandor de las gemas hiriendo sus pupilas. Es el ataúd de la fiesta en la que Seth engaña a su hermano quien cae prisionero en la decorada celda. Los clavos lo apartan de la claridad en la urna del olvido. La procesión lo lleva al río y éste, hasta el mar. Isis llora inconsolable la desaparición de su marido. A Gebal va a confundirse el cadáver con papiros ancestrales. De Biblos regresa a Egipto y Seth se apodera del cuerpo y lo disemina en pedazos por toda la nación de Gizeh. En el sarcófago deben de estar seguramente todos los trozos juntos. Nephtys e Isis tienen que haber logrado el milagro de la medicina egipcia. Los olores son fuertes y el sepulcro ofrece resistencia; tal vez por esto la debilidad de Douglas aumenta. Será una momia viviente o al menos la transustanciación divina hecha hombre si Nut, Re, Thot o Anubis no cumplen su cometido de regresarlo a la vida. De él saldrá el fruto milagroso llamado Horus. La tapa del sarcófago cede. El rostro de una momia verde llora aún su desgracia. Los brazos, cruzados sobre el pecho, tienen la rigidez faraónica. Douglas descifra la inscripción tallada a un costado de la cabecera. “Vivo o muerto, yo sigo siendo Osiris. Penetro en ti y reaparezco a través de ti; decaigo en ti y crezco en ti. Los dioses viven en mí porque vivo y crezco en el trigo que ] 68 [


los sostiene. Yo cubro la Tierra. Vivo o muerto, soy la cebada, no se me destruye. Yo penetré el orden. Llegué a ser el maestro del orden y emerjo del orden... Soy el guardián de mis propios misterios, de aquellos que no serán revelados sino hasta el final de los tiempos. El aroma de mi incienso adormece eternamente a los espíritus aventureros. Vida y muerte son la divisa de Osiris”. Desde hace cinco años, diecisiete arqueólogos han fallecido misteriosamente intentando seguir la huella de Douglas Deadespoir. Él fue el primero en pagar bien caro el atrevimiento de no obedecer la advertencia de una inscripción sagrada que no se revelará más al mundo profano. Se dice que comienza así: “El buen guardián de la muerte me protege. Osiris, mi Señor, me preserva de los malévolos, de los que quieren penetrar en mi misterio...”. Dios ampare a aquellos que la lean porque sus días estarán contados.

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El Manual A Douglas Uzcátegui

El padre Florencio vino de visita esta mañana y no tardó en marcharse pues, según dijo, tenía más compromisos. No pude ni siquiera darle las gracias al reverendo, apenas levanté mi mirada y le señalé mi hinchada boca para excusarme así por la parca atención que le había brindado. Este reposo al que me he visto obligado desde la semana pasada, me ha servido sobremanera para reflexionar sobre ciertos aspectos, tal vez banales, que no dejan tranquila a mi mente ni siquiera cuando logro conciliar el sueño en estos pesados y largos días. Tengo, además, tiempo de sobra para leer (bueno, cuando esta bendita muela me deja porque a veces me agarra un dolor que maldigo hasta los interiores que llevo puestos) y también para recibir visitas y escaparme del mundo cotidiano en el que estaba preso desde hacía años. Allá afuera se está más encerrado que en cuatro paredes porque todo te encajona, hasta una falda corta te hace prisionero, y de ella y de lo que esconde no te escapas incluso después de dejar de verla. Veo la película de mi vida y la encuentro simple, casi inmaculada, tan lejos del pecado que no merece la pena contarla, pero confieso que cada uno de nosotros tiene su propio aguijón que molesta sin cesar. Yo tengo el mío y no dejará de molestarme hasta que no haya cumplido la tarea que emprendí hace años. Es como un hormigueo que no me deja tranquilo. Los días desde que nací son incontables. Varias décadas han modelado mi rostro y mi personalidad y hoy me siento tentado a continuar un proyecto que podría tomarme unos cuantos meses –tal vez años– según lo leído en ] 70 [


un manual titulado “¿Cómo escribir un cuento?”. Me temo que el hormigueo no tiene otra explicación. He estado postergando durante muchos años ese anhelo de escribir un primer cuento. Siempre me repetí: “El momento aún no ha llegado”, pero seguramente era una tonta excusa para huirle a mi más preciado sueño como queriéndome decir que la hora del parto de esa maravillosa criatura llegaría cuando su progenitor estuviera preparado de verdad para asumir su rol de padre. Era como sacarme el premio gordo de la lotería sin haber ni siquiera comprado el billete. Dicen que lo bueno se hace esperar, pero ya había esperado demasiado desde aquel día en que salvé de un basurero el preciado manual. Era capital retomar su lectura y poner en práctica sus consejos. Así que dejé de lado el control del televisor que más bien parece un dispositivo para ejercitar el pulgar, y tomé el amarillento folleto para concentrarme en sus letras, palabras, oraciones, párrafos… La tarea parecía ser ardua pero las instrucciones eran tan precisas que el resultado debía de ser muy seguramente un buen cuento. Pero de esto no estoy seguro pues esta tentativa es comparable con la del aprendiz que quiere hacer una operación a corazón abierto siguiendo las instrucciones de un supuesto manual de intervenciones quirúrgicas. Es que ahora siento que la responsabilidad y la implicación social del cuentista son tan importantes como la del cirujano que intenta salvar una vida. Por eso nunca me he atrevido a escribir, he ido más bien regando y abonando mi camino con tal cual gota de lectura para alumbrarlo antes de emprender mi propia marcha. La otra vez me dijo un compañero de la universidad con un acento marabino inconfundible: “¡mirái vos, escribite treinta poemas pa’ mañana porque los vergajos estos de la facultá nos van a publicar una vainita por ahí!”. En el acto mi cabeza se movió de lado a lado con una sonrisa de ironía que pretendía decirle que ese acto sagrado de escribir no me pa] 71 [


recía en lo absoluto sinónimo de producción en masa. No me veía regando la tinta en el papel ni escupiendo poemas para complacer proyectos de publicación de nosotros los perfectamente desconocidos que de la noche a la mañana queremos saltar a la gloria sin trabajo ni disciplina en esto que llaman el arte de escribir. Así que me concentré en el mencionado manual y empecé a levantar en mi mente los planos de mi primer cuento. La cosa, según se dice por ahí, no era cortar y echar a asar. Era capital dirigir todos los esfuerzos con el propósito de juntar e hilvanar las ideas regadas del desordenado manual para poder abrirme paso ante la avalancha de las mías propias, esas que, según supongo, acuden a nuestra mente cuando se tiene la intención de dedicar parte del tiempo a querer plasmar por escrito aquello que podría brindar deleite (o quien sabe qué otra sensación) a los demás. Ya olvidé hace cuánto tiempo leí la primera regla. Decía que todo buen cuentista tenía que ser un buen lector. Así que empecé a leer todo lo que caía en mis manos. Visité a algunos conocidos, de esos que compran los libros por metros o por colores para que hagan juego con los muebles, y me hice mi primera y buena provisión de libros. De ella nunca me he desecho por respeto a mí y a los propios libros. A esta titánica tarea entregué años de mi vida antes de continuar la lectura de la segunda línea del intrigante manual. Y es que de verdad alguna vez soñé con escribir un cuento pero lo que me salió fue un poema y justo hoy me he dado cuenta de que mi primera criatura tenía mucho en común con lo que hoy llaman cuento. Era conciso: no le sobraban las palabras. Decía lo que tenía que decir. Ni más ni menos. Era él. Tal vez fue él quien arrancó la primera sonrisa (y una lágrima) de la mujer que hoy acompaña mis días. No pude resistir la tentación y de tres jalones –como dijo un amigo– comencé a devorarme el manual mientras ] 72 [


imaginaba las historias más insospechables: un hotel concebido expresamente para matar; una máquina del tiempo para llevarnos a los momentos estelares de la historia; una venganza eterna; un Haití poderoso invadiendo a una subdesarrollada nación norteamericana; un asesinato sutil del lector… La lectura y mis pensamientos se dieron cita en una concurrida y animada, mejor aún, intrincada celda de libertades para poder decorticar “la fórmula” o los consejos y asociar a ellos mis disparatadas ideas. Y volví a pensar en mi primer poema y lo comparé con la flecha o el flash o el lince o el knock out por ese efecto certero que logró en un abrir y cerrar de ojos. Me cuesta apartarme de la verdad pero para escribir un cuento parece que tengo que convertirme en un buen y hábil mentiroso. Tengo que vender mi mentira como una gran verdad, hacerla creíble y convencer a mi lector para que me “compre” el producto. Antes de ser vendedor tengo que pasar mis colores sobre una tela con la habilidad del mejor pintor para mostrar un cuadro salpicado de palabras. Que sea el lector el que busque la perspectiva y distinga las líneas y los colores cálidos y fríos. Antes de ser pintor me piden la precisión del relojero que engrana sus piezas primero en su cabeza y luego, bajo la lupa, deja deslizar sus minúsculos fragmentos para que el todo, perfectamente sincronizado, produzca el tictac de la exactitud. Al arquitecto se le deja para otros menesteres de mayor envergadura, pero de menor precisión. Alguien dijo que en este asunto había que tener buenas nalgas, pero como sentarme no puedo porque el dolor se me ha ido a la cabeza y no me deja en paz, iré maquinando todo aquí, recostado en esta cama hasta que pueda incorporarme sin dificultad. Mi mujer entra todos los días a las once a traerme una limonada, pero hoy se ha quedado largo rato en la sala ] 73 [


atendiendo a un supuesto amigo llamado Raúl. Nunca lo he pasado. ¡Dizque primo! No soporto las coqueterías. Tal vez esté exagerando un poco pero sueño con agarrar a coñazos a ese bribón. Este manual pide más que rumano en París. “Cultive la ambigüedad”, “dé falsas pistas”. Es decir que tengo que enredar a mi lector y ponerle, en cierto modo, unos lentes oscuros para que sea él mismo el que se los quite y vea su camino con la claridad que él se procure según su competencia literaria. “¡Sorprenda!”. Y aquí me imagino a Jesús pagándole a Lázaro por el buen truco de la resurrección después de dejar boquiabiertos a los curiosos o salir de esta bendita pocilga y descubrir al cabrón ese encima de mi mujer que no llega con la limonada. No he pasado la segunda página del manual y ahora proponen la escogencia de un tema sencillo y limitado en elementos narrativos. Pocos personajes (mi mujer, el tío ese y yo); líneas de acción (amistad, cachos, venganza); entorno espacio-temporal (la sala, la cocina, mi cuarto, un hotel tal vez, el ahora); simbología (el rojo de la pasión y los cuernos de Benvenuto Cellini). Sencilla es la historia pero prefiero imaginar que estos dolores en el cuello me hacen delirar. Es conveniente además, según el manual, no separarnos del contexto, especialmente del cultural, ni contemplar las flores lejanas sin antes mirar las de nuestro jardín. Aquí están, pues, los elementos necesarios para construir la historia. Sale la araña a tejer su tela y a complicar la urdimbre, a dar vueltas para que su presa caiga en un descuido. Son los hilos invisibles los que la atraparán, caerá en su red tal como ella lo ha planeado. Hilos invisibles de una historia que tampoco se ve pero que se sugiere; hilos invisibles que mueven a los personajes al antojo del gran titiritero, el cuentista. Es una telaraña con dos hilos entrecruzados cada uno con sus azares, encontrándose por efecto de la causalidad. ] 74 [


El día de su cumpleaños, hace apenas una semana, regresó alegre y colorada después de una noche de farra con sus amigas, bueno, eso dijo, mientras yo miraba la lámpara en un intento por olvidar el terrible dolor de muela que no me había permitido pegar los párpados para conciliar el deseado sueño. Eso de “postergar el final” y presentarlo cuando nadie lo espera”, sería una buena excusa, por ejemplo, para hablar de la infancia de mi esposa o de sus compañeros de trabajo que siempre la ponderan por su belleza, pero preferiría hablar de mis celos desmedidos y de nuestra visita al psicólogo que resultó ser el lejano pariente que hoy le hace la corte, supongo así. El final de todo esto no sería otro sino el de marcharme lejos y olvidarme del asunto. Mejor aún, hacer creer a mi esposa que el descarado ese esconde detrás de la máscara de su profesión una desviación sexual o algo por el estilo para que lo rechace de plano. O bien, salir ahora mismo y vaciarle la pistola al afeminado ese y san se acabó. ¡No, eso no! No soy tan tonto para ir a para a la cárcel por una baja pasión. Ya veremos. Cuando uno pasa días acostado sin poderse mover demasiado, la espalda se pone rígida y también empieza a quejarse en esa extraña paradoja del descanso que produce agobio. ¡Tengo sed coño! Para crear tensión, introduciría un personaje secundario, una esbelta mujer con la que tendría una relación pasajera. Finalmente descubriría que es la decepcionada compañera del susodicho psicólogo. A pesar de todo, el hombre no tiene malos gustos. Termino, sin embargo, cansándome. Me harto de ella y la boto, pero ella amenaza con acusarme ante su marido por abuso sexual. Tiene que haber una razón muy particular que explique el retraso de Bárbara. Y con su nombre me acuerdo de los oscuros días de Brest y de los claros de Prévert. El cuchicheo en la sala es enorme. Apenas puedo sentir un hormigueo en las piernas pero las neuronas no dan tregua ni para respirar. ] 75 [


Este asunto exige precisión y la regla matemática gracias a la cual “el orden de los factores no altera el producto” aquí no se cumple. El orden equívoco acabaría arruinando la historia y decepcionando al lector. Los pasos de Bárbara la llevan a la cocina. Un vaso se ha roto, un vaivén incontrolable se deja sentir. Tal cual risa, tal cual gemido. Sonaron los cubiertos. Silencio total. Ahí vienen. ¡Coño! El corazón se me va a salir. Ya lo entiendo: soy víctima de una confabulación y hoy es el día que han escogido para deshacerse de mí. Me horroriza pensar que sea con el cuchillo de las carnes. ¿Qué coños me pasa que no puedo gritar? ¿Y mi cuento cuándo lo voy a escribir? Antes de que hubieran abierto la puerta para traerme un suculento helado con mi deseada limonada, ya mi cuerpo había palidecido completamente y sobre mis ojos, mis labios y mi entendimiento que habían penetrado en las penumbras, descansaban las páginas amarillentas de un formulario en el que había cifrado mis esperanzas de convertirme en cuentista.

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El Guagua Pichincha A Doris Osorio y César Molina

I Nunca salió de Quito y con mucha razón, porque vivir en la capital ecuatoriana es como morar en el museo más grande del mundo, a cielo abierto, con carros y gente por dentro, rodeado de bellas montañas y disfrutando del mejor clima tropical en plena Cordillera Andina. Es recorrer la historia por calles empedradas, sentir que se forja un nuevo mundo en moldes ancestrales traídos de tiempos pretéritos, anteriores a los Incas. Los suyos siempre estuvieron allí, mirando desde el Panecillo el transcurrir calmado del tiempo y el paso lento del paisano arropado en su ruana de lana de vicuña. Las primeras zancadas rápidas se ven apenas desde hace un par de lustros bajo las suelas de los hombres de negocio que no tienen nunca tiempo ni para comerse un huevo tibio en alguna esquina o para apreciar las artesanías de los otavaleños en el mercado indígena. Esto se deja a los turistas que vienen de los cuatro vientos a poner “sus plantas” en las dos mitades del mundo. Como no conocemos su nombre lo llamaremos “el descendiente de Atahualpa” y esto será bastante cómodo para imaginarlo apuesto, robusto, de piel cobriza, con cabello largo y trenzado, con el ceño ligeramente fruncido y unos ojos robados de cualquier rostro asiático pero con la mirada más penetrante, aguda si se quiere. Y es que este hombre no pudo ser la mejor muestra de un individuo apegado a sus raíces como su famoso ancestro. Jamás se despegó de la ciudad que lo vio nacer, la de sus padres, allí donde sus abuelos habían nacido y de donde venían los padres de sus abuelos y todos los que les antecedieron a éstos hasta llegar a los primeros quitu de origen inmemorial. ] 77 [


Era un quiteño auténtico, sin más ni menos, nacido en una regia casona no tan lejos de la iglesia de San Francisco, de esas que con sus ventanas majestuosas y un patio central en el que las miradas se reposan en una fuente de agua, nos llevan a los días de la Independencia y nos hacen ver a Manuelita Sáenz en apasionadas escenas con el Libertador. Conocía todos los rincones de la ciudad pues se había propuesto desde joven a consagrar cada fin de semana a escudriñar los insospechados recodos que le ofrecía la capital. Algunas veces se le veía en los alrededores de la Catedral, otras veces en la ciudad moderna y así sus huellas fueron arropando cada milímetro de esa satisfacción de sentirse quiteño hasta la médula de los huesos. Cada seis de diciembre encabezaba los desfiles de la fundación de la ciudad; el día de la independencia lucía un traje tricolor por las calles del centro histórico; cuando la ocasión era propicia exponía a los turistas esa rara sensación de estar justo en la mitad del planeta, en medio de los dos hemisferios, de dos mundos si se admite (el del norte y el del sur). Cuando podía, salía a deleitarse con las suaves notas de zampoña de un grupo venido de Machala que tocaba en un bar cercano. Los 2.800 metros de altura le hacían subir más rápido los efluvios del alcohol y caía como un plátano encima de un charco de vómito y de cerveza envejecida. Esto último le ocurría cada vez que su preocupación mayor lo hacía su prisionero y lo volvía una piltrafa y el hazmerreír de todos. Ella siempre lo había acompañado y lo llevaba muchas veces al delirio porque era más grande que todo a la vez, superior a todos los problemas juntos, irresistiblemente pegajosa y horriblemente intimidante. La causa de su sufrimiento estaba a tan sólo once kilómetros de Quito, hacia el sur de la línea ecuatorial. Era el temor más grande de su vida, su pesadilla, un poderosísimo enemigo, su rival, contra el cual era impotente, diminuto, insignificante, mejor aún, su víctima. Sin él sería feliz pero no abrigó ] 78 [


nunca esperanzas de destruirlo o deshacerse de él porque humanamente le era imposible. Ignorarlo no podía porque a veces se le aparecía para alimentarle el miedo que sentía en su corazón. Acostumbrarse a tenerlo cerca tampoco era fácil pues algún día el Guagua Pichincha abriría su gigantesca boca y vomitaría con estrépito las llamas de la muerte y todo se consumaría como en el relato apocalíptico. II Ese día una espesa nube de cenizas cubrió el azul cielo de Quito, como lo había hecho muchas veces en el pasado. El fiel guerrero dirigió su mirada al Sur para escrutar el firmamento. Supuso que detrás de esa tela oscura que ondeaba al ritmo de un viento suave, el Guagua Pichincha se había despertado enfurecido esa mañana con sed de sacrificios. El espectáculo sobrepasaba en forma, color y dimensiones a todos aquellos de los que había sido testigo, incluso a aquel que lo había marcado para siempre y que lo tomó por sorpresa cuando era apenas un escolar desdentado y mocoso. Cada fumarola era un susto incontrolable, una invitación a la desgracia, un presagio de muerte, una bola de cristal siniestra. Pensaba con profunda nostalgia que su bella ciudad acabaría tragada y petrificada por la lava como lo fuera Pompeya bajo la destructora presencia del Vesubio. Desde los 4787 metros se desprendían gases y chisporroteos nunca antes vistos. La cámara magmática del volcán se había alterado por razones que sólo el Creador conoce pues el rey Vulcano se ha mostrado reticente con los científicos en estas latitudes de la Cordillera Occidental donde reinan los fuertes vientos, las bajas temperaturas, una intensa radiación ultravioleta, una lluvia desmedida, un granizo del quinto infierno y nieve intensa debido a las enormes alturas. ] 79 [


Con rapidez los techos de las casas fueron cubriéndose de una ligera película de ceniza que entristeció el ambiente con presteza. Entiéndase que también las finas iglesias del siglo XVII con fachadas de piedra hermosamente decoradas y que albergan bellas colecciones de la escuela quiteña, fueron envueltas por ese manto oscuro del que cuesta mucho deshacerse. Tras las puertas del Sagrario, de La Compañía y de Santo Domingo se quedaron las viejitas rogando al cielo y a la Pacha Mama para que la feraz montaña calmara sus violentos ademanes de agresión. Para San Francisco y San Agustín la cosa era peor pues tienen un siglo más a cuestas y gran valor moral e histórico para los ecuatorianos. La primera nació con la capital y alberga a la “Virgen de Quito” con sus alas de plata extendidas como abrazando al cielo en eterna entrega espiritual. ¿Qué decir de sus techos y paredes? Que son invitación al descanso y a la magnificencia. Antes de dar un paso a su interior nos vemos ya transportados a la Serranía de Guadarrama al contemplar la reproducción arquitectónica del Escorial consagrada a San Jerónimo. ¿Qué no ha ocurrido de trascendental en Quito que San Francisco no haya sido testigo? Por otro lado, hay que decir que de san Agustín nacieron las primeras luces universitarias de la naciente colonia sudamericana y en su Sala Capitular la gloria de la Independencia brillará por los siglos de los siglos para honrar la memoria de tantos hombres ilustres y casi desconocidos como Juan José Flores. El temor fue in crescendo en el espíritu del angustiado quiteño. Corrió, se desesperó, llamó a sus amigos, fue a la Catedral, rezó, imploró, sudó. Sin embargo, las nubes de humo avanzaban y el día se convertía en noche bajo un eclipse inexistente. Los restos del Mariscal Sucre vieron las mudas lágrimas del incógnito desesperado que apresuró entonces sus pasos hacia la iglesia de La Merced, allí donde los ruegos sí son oídos pues en el siglo XVII, bajo ] 80 [


su amparo, se salvó la ciudad de las erupciones del ahora alborotado Guagua Pichincha. El pánico ya lo llevaba de la mano; era ahora su marioneta. No sabía, pues, qué hacer y se dejaba conducir por un instinto de supervivencia, tal vez acompañado de una botella para mitigar su angustia. Los cóndores ya habían dejado sus nidos imitando a los venados, a las llamas y a las vicuñas en ese intento desesperado por salvarse y salvar a sus crías. El oso, más lento en su andar, había emprendido con antelación la retirada de la ahora candente montaña. Los colibríes acompañaron el vuelo de los casi microscópicos piroclastos que desprendía el volcán y se perdieron en cielos más despejados antes de ser sofocados por los enrarecidos gases. Los indígenas Cayambe de Pesillo y Cangahua iniciaron, amedrentados, rituales de sacrificio para calmar al ancestral dios del fuego. Todo apuntaba a la destrucción, al caos, al túnel oscuro de la eternidad.

III El calendario del pasado estaba salpicado de momentos de terror vividos bajo la sombra del gigante. El Cotopaxi y el Reventador habían propiciado también angustias a la tranquila gente del valle. Del Guagua Pichincha dijeron alguna vez los cronistas: “muchas veces echa humo y otras veces hace gran ruido”. Fueron días en que hubo escasez de agua pues las quebradas se contaminaron y los aborígenes tuvieron que huir despavoridos a las montañas cercanas. En 1566 hubo erupciones a repetición. Nueve años más tarde ocurrió lo indecible pues grandes rocas fueron vomitadas por el enfurecido volcán y un terremoto causó estragos en la ciudad. Por esos mismos tiempos, siempre apocalípticos, murió el ganado y se perdieron las cosechas de los alrededores. Más temblores y un llanto de ] 81 [


piedras venido del coloso reinaron por días enteros ante la perpleja mirada de los moradores de la sufrida comarca. Los cronistas describieron el fenómeno como una lluvia de “garbanzos y lentejas mayores y menores”. Se cree que en 1660 los materiales se esparcieron en un círculo de unas 200 leguas de diámetro. Todo esto ya lo sabía nuestro personaje pues personalmente había revisado los archivos históricos de Quito y el Archivo General de Indias. Era un vulcanólogo aficionado y estaba seguro de no equivocarse en su predicción: la ciudad sería arrasada sin remedio y de ella quedaría sólo la remembranza. Recordó la sacudida del 27 de octubre de 1660 y palideció en el exasperado intento por convencer a los suyos para que abandonasen la ciudad antes de que fuera tarde. En sus notas una ficha recordaba la trágica escena: “…y luego este desplome que remeció en su caída piedras, barro y nieve de que se componía, estancó las aguas de uno de los ríos inmediatos por algún tiempo; y luego las aguas al romper el dique, inundaron las campiñas vecinas y causaron daños graves a los ganados y heredades… Si fuera posible juntar toda la ceniza caída, se podría formar una montaña tan grande como el mismo Pichincha”. Eventos de menor magnitud se produjeron, según los registros del vulcanólogo, durante los siglos XIX y XX. Empero, ese día sería la gran catástrofe, su corazón así lo sentía y por ello era imperante alejarse antes de que los hermanos mayores del Guagua Pichincha también despertasen y produjeran el cataclismo final. La gente, a pesar del natural temor, no creía que era necesario hacer tanto alboroto y por ello sus palabras no consiguieron eco en nadie, ni tan siquiera en los más allegados. En su viejo camión emprendió la retirada hacia el norte con algunas de sus pertenencias rápidamente escogidas. Pensó en el Kilawea y en el Sangay y se sumergió en reflexiones tormentosas que aceleraron la marcha del vehículo. ] 82 [


Todo volcán es manifestación de una naturaleza en constante transformación; una válvula de escape de una caldera que viene del fondo de la Tierra donde se fraguan los grandes cambios de la geología planetaria; un apartado mundo visto con asombro por el insigne Jules Verne en desbordante e imaginativo viaje. Es la representación del fuego sacro venido de las entrañas del planeta. Él, indómito, y devastador, nihiliza –si se pudiera inventar la palabra– la fuerza del hombre y lo convierte en un juguete de sus caprichos. Aquí imaginamos el infierno y vemos un reguero de llamas que devoran sin cesar las almas de los pecadores en un crujir de dientes que despeluzna al más valiente. Ignis revoloteaba en danza sacra esperando el momento para desbordarse y cubrir con sus purificadoras huellas el vasto valle que descansa a los pies del majestuoso Volcán. Las salamandras y dragones adornaban el cráter con escupitajos volátiles escondiendo la princesa de la noche de los tiempos para que el más listo y valiente viniera a rescatarla. Agni era venerado por Indra y Suriya en reveladora confabulación para liberar al elemento de la purificación. La Kundalini estaba a punto de desprenderse por la columna vertebral del iniciado. Llegaban los días de Sodoma y Gomorra. Era capital alejarse sin mirar hacia atrás, sin lamentarse, sin echar de menos la amada cuna ni los bonitos recuerdos sepultados bajo las cenizas. El trance de su muerte fue inmensamente doloroso. Sus temores se disiparon bajo una descarga de adrenalina tristemente inútil ante las llamas que todo consumaron. Todo ocurrió en un santiamén. Las llamas lo devoraron como en mágico ritual de incineración para agilizar el desprendimiento de su esencia y unirla así, casi repentinamente, con el infinito creador. Allá abajo quedó tirado un costal de huesos y carnes convertidos en carbón, huella siempre útil para los arqueólogos del futuro. Había intentado dar ] 83 [


un viraje, pero la oscuridad de la tarde ocultaba un precipicio. De las vueltas y el impacto se produjo una inesperada explosión que consumió con presteza la vieja armatoste del vehículo y el cuerpo del ocupante. Los servicios de vulcanología y meteorología anunciaron que en los siguientes días las nubes de ceniza se disiparían pues el Guagua Pichincha mermaba su inusual actividad para entrar en el reposo habitual. Y así fue.

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Recuerdos de Belzec A Gerardo Aldana

Forzados son los recuerdos que Ibrahim Gohr tiene de esa tarde del 20 de marzo de 1942. Cuando deja que la luz que se cuela por la ventana estimule sus pupilas ya al final de cada tarde, el anciano se cita con su pasado, con su taza de porcelana de Limoges y su habitual té negro de La India matizado gradualmente con gotas de leche evaporada que hace caer con una regularidad cronométrica que intenta imitar más a las manecillas del reloj que al ritmo impuesto por una pieza de Offenbach que domina todos los intersticios de la singular casona sin acusar fácilmente el origen de las conmovedoras notas que la componen. ¿Vendrán del salón o de la biblioteca? ¿De la recámara o de los amplios pasillos? Ya no interesa, pero son compañía y envuelven el lugar en un halo de magia, como si para transportarse en el tiempo se precisara de una melodía solamente. ¿Será así? “La Gaité parisienne” se deja oír como preludio del ocaso para anunciar el entrecortado monólogo que Herr Gohr está a punto de comenzar. Ingolstadt, 1938. Esquina norte de la calle Bismarck. La sonrisa de una niña de siete años recibe el acostumbrado caramelo que el dependiente de la tienda extiende en sus frágiles manos. Su madre se sonroja con la habitual deferencia del dependiente. La mujer no olvida dar las gracias antes de tomar los paquetes y subir al tercer piso del inmueble donde reside desde hace poco más de tres años con su esposo y su adorable retoño llamado Sara. En Berlín las cosas no andaban nada bien, las caras de los nacionalistas germanos no son nada amistosas. Se hace ] 85 [


imperante buscar destinos menos populosos y arriesgados en aras de la tranquilidad familiar. Tal vez una apartada comarca del sur o una pequeña ciudad resulten menos hostiles. Los Gohr no quieren ser el blanco de señalamientos ni mucho menos de atropellos. Se conformarán con vivir dignamente, con ver crecer a Sara (y luego a Ibrahim, a Jeremías, a Rebeca y a todos los demás cuando lleguen), con tener una casa y con trabajar hasta los días en que sus cuerpos pidan el natural descanso que impone la Providencia. Empezaron por el principio. Vendieron lo que tenían en Berlín ya a precios bastante desmejorados. Se despidieron de los amigos y los contados primos de la señora y partieron hacia su norte que estaba en el Sur. Se instalarían en Ingolstadt, a escasos setenta kilómetros al norte de Munich, con la esperanza de recuperarse del boicot organizado por los Nazis desde el mes de abril del 33. Berlín se hacía irresistible para los judíos. Un hermano de Herr Gohr había terminado en la cárcel por escribir poemas “sediciosos”. Sus libros y otros miles terminaron alimentando el fuego de piras públicas en festines claramente antisemitas. “La limpieza” había comenzado y el blanco de los atropellos serían los opositores, los discapacitados mentales, los judíos y los disidentes religiosos. Para los nacionalsocialistas una nueva raza estaba llamada a regir los destinos del mundo por lo que las impurezas debían ser filtradas. “La Noche de los cuchillos largos” había dejado un sabor amargo en muchas familias. En la mira estaban también los Testigos de Jehová y los negros que vivían en Alemania. En el 35 los homosexuales serían añadidos a la lista de perseguidos y, sin que cause perplejidad, las uniones de judíos –ciudadanos de segunda para los alemanes– y germanos quedaron prohibidas. Los rumores y la guerra llegaron casi al mismo tiempo. El miedo de perder la vida obligó a muchos a caminar con los ojos en el suelo. Los Gohr se acostumbraron lenta] 86 [


mente a vivir en compañía del miedo. Sara desempolvó su bicicleta y la volvió a sacar para dar su paseo vespertino después de la escuela. La señora Gohr siguió ayudando a su marido en el oficio de la costura. Los clientes no ponían reparo al origen del honesto hombre. Era cumplido y sus precios justos muy a pesar del boicot que parecía reinar en todo el Reich. Ante los ojos de los pobladores de ese lugar de la ciudad tales señas eran el mejor aval de todo ciudadano esforzado. El tiempo pasó con menos sinsabores para los que pudieron abandonar el país. Los demás tuvieron que resignarse a que el destino no se ensañara con ellos. No es fácil saberse presa de fieras salvajes y exponer el pellejo en una cacería que nunca termina. El dependiente ya no sonríe tanto ni regala caramelos a la otrora niña de frágiles manos. La muchacha de once años va sola a la tienda. La señora Gohr ya no baja ni sube tanto las escaleras pues una nueva ilusión ha venido a llenar su vientre de esperanza. Si es varón se llamará Ibrahim como su padre. Si es hembra –ya lo sabemos– recibirá el nombre de Rebeca, como su madre. El médico le ha exigido reposo muy casualmente y por infortunio en los días en que arrecian las persecuciones en contra de los judíos y en los que las deportaciones conocen límites insospechados. Tal vez las miradas del dependiente sean maliciosas, pero no posemos la nuestra en él sino en su sobrino Isaac que se afana en atender a la muchacha de trenzados cabellos y bermejas mejillas. El muchacho, de unos trece o catorce años, se ha ganado el aprecio de los Gohr y alguna vez su mesa lo conocería como invitado. A su temprana edad, es un excelente ejecutante del violín y tal talento no puede ser desperdiciado a la hora de desempolvar un viejo instrumento que reposa en santo lugar en la morada de los Gohr, herencia de generaciones perdidas que vinieron tal vez en el siglo XVIII desde Viena. ] 87 [


Cuando las SS tomaron el inmueble y los Gohr presintieron el ocaso, Sara, violín en mano y en un ataque de valentía, bajó al departamento de Isaac y le entregó temblorosa el divino instrumento meticulosamente protegido en su estuche de cuero y madera aterciopelado que simulaba en su interior las finas formas del Stradivarius. Algo de sudor en las manos de ella y un beso en la asustada mejilla derecha de él fue escena de conmovedora y rápida despedida esa tarde cuando a pocos metros las ráfagas de ametralladora aniquilaban un alma que se resistía a la sumisión. En Munich, los Gohr, algunos vecinos y conocidos engrosaron el cargamento humano que iba hacia lo ignoto, a los trabajos forzados, hacia los experimentos, a la negación de sí, al viaje sin regreso. Un número indeterminado de caras conocidas y desconocidas, presas de confusión y pánico, se interrogaban sobre su destino. Pocas dudas que despejar. Los campos de exterminio habían dejado de ser un mito por lo que las mujeres lloraban y los hombres se tragaban el miedo y la impotencia. Los niños se refugiaban en el regazo de sus progenitoras o en el de las angustiadas tías o abuelas que los estrechaban en brazos temblorosos acusando un espanto irremediable. Los ancianos no decían nada, apenas movían los labios para poner sus destinos en la voluntad de su único dios. Rebeca Gohr sostiene su vientre ligeramente abultado por su estado de gravidez. Sara estrecha el cuerpo de su madre con sus brazos. Ibrahim no descuida las lágrimas de su hija reteniéndolas en un pañuelo de algodón finamente bordado con las iniciales I. G. Desde Munich las calderas del tren dibujaron con su oscura humareda una línea que se fue desvaneciendo lentamente hacia el Este. Dos días después el pesado cargamento se detuvo en Belzec, el gran centro de la Operación Reinhard en pleno corazón del territorio del Gobierno General, la Polonia ocupada de los nazis. En términos más claros, el gran centro de matanza para judíos, gitanos, “de] 88 [


sadaptados”, comunistas, prisioneros soviéticos y militantes polacos de la oposición. Era el 20 de marzo de 1942. A lo lejos, los infortunados viajeros ya habían divisado la enorme torre desde cuya boca se desprendía una espesa humareda que enrarecía el ambiente. Imprecisos olores, órdenes a diestra y siniestra en boca de los oficiales alemanes, el silbato de los trenes, el estruendo de la locomotoras y los altoparlantes con piezas de Wagner sumergen en la confusión a los miles de recién llegados, muchos estropeados por el largo viaje, otros con la triste novedad de encontrarse solos después de un arrebato de los más queridos. Algunos desvanecidos, otros muertos al fondo de los vagones en medio de la podredumbre. La separación los vuelve frágiles, indefensos ante la amenazadora orden del soldado con la cruz gamada. Los Gohr siguen aún juntos. La gran estación de llegada de Belzec parece un hormiguero. Nadie presta atención a la grabación del segundo acto de la ópera en la que Tristán es tratado de traidor: “Verräter, Hah!” por haberse enamorado de la bella Isolda. Ya antes lo han mandado a callar porque así ha de ser la sumisión de los vasallos, porque así ha de ser para gente de segunda condición ante los oficiales y soldados de las SS. Cuando vino la interrupción del altavoz para ordenar que los hombres debían ocupar el sector Oeste de la estación se escucharon los llantos de miles de mujeres que se aferraron en vano a sus esposos e hijos. La orden fue atendida sin tardanza. Las escasas propiedades que habían podido traer en un maletín o en pequeños sacos fueron recogidas por los hombres para atender al llamado. Las órdenes eran dadas en alemán y en polaco. No obstante, parece que el gran mandato era seguir a los demás como si se estuviera en un redil. Las ametralladoras amedrentan tanto que no hace falta comprender ningún idioma. A estas alturas ya nadie quería desobedecer. Largas filas de hombres ocuparon en un santiamén la señalada zona. Ibrahim ] 89 [


Gohr era uno entre los miles que obedecían sin proferir palabra alguna. De su esposa y de su hija se despidió estirando los brazos para dar tiempo a que sus lágrimas rodaran por su barbado rostro. Una hora después el sector fue vaciado. Los hombres habían sido conducidos a barracas atestadas de gente. Enormes literas cubrían las paredes de las frías habitaciones. Cada quien quería contar su tragedia al vecino a la vez que un raro impulso por mantenerse en silencio confundía el espíritu de los desgraciados hombres que no entendían su miseria. Dos días sin dormir terminan por abatir a cualquiera. Ibrahim Gohr acabó rendido en un colchón de paja en medio del llanto de hombres que como él presentían el fin. Las horas de sueño lo reunieron con su esposa y con la sonrisa de su hija. Estaban en Berlín celebrando el segundo aniversario de Sara. Bailaban, eran felices. Las aguas del Spree se manifiestan tranquilas allí para brindar reposo cada domingo por la tarde en un sagrado picnic, ritual de unión familiar. Pero la intimidación llegaría sin preámbulos. En abril del 33 se anunciaría La Ley para la Restauración del Servicio Civil Profesional que dejaba a Rebeca sin la posibilidad de seguir ejerciendo como docente en la escuela primaria del vecindario. En la visión una gigantesca cruz gamada fue cayendo del cielo dejando a su paso una estela cubierta de sangre que aplastaría a Ibrahim y lo dejaría inundado en sudor. Ya nunca más podría dormir en paz. Antes de que saliera el sol los hombres de esa y otras barracas fueron conminados a tomar sus escasas posesiones y a dirigirse a enormes baños antes de conocer el uniforme rayado que les atribuiría una impronta de esclavos. En las esquinas y en lo alto, soldados de las SS controlaban cada movimiento para persuadir a los más atrevidos de movimientos extraños, para obligarlos a sumir sus cuerpos a la obediencia aunque sus espíritus anhelaran aires de libertad. Una fría ducha a presión entre miradas llenas de ] 90 [


interrogantes... Acto seguido vino el uniforme, un escaso desayuno y órdenes para trabajar hasta la extenuación. ¿Qué habrá sido de las mujeres? Meras conjeturas podían explicar su destino. De boca a oídos, casi en el mágico silencio y en códigos rápidamente aprendidos se supo que habían sido apartadas. Las unas habrían ido a engrosar las filas de los oficios textiles o de las enormes cocinas para alimentar la ingente población judía de Belzec o de otro campo de refugiados. Voces menos confiadas decían que las más bonitas servían para complacer los bajos instintos de los oficiales alemanes. Aquí y allá se rumoreaba que eran explotadas en fábricas para mantener el exigente ritmo impuesto por la guerra. Otras habrían servido para macabros experimentos en aras de una ciencia oscura salida del inframundo. Ibrahim Gohr guardaba la esperanza de que las suyas estuvieran a salvo. Eso lo mantendría con ánimos para trabajar aunque fuera como esclavo, con vida para que cuando todo terminara se reunieran y continuaran como si lo que padecía hubiera sido una simple pesadilla. Cuando el desánimo lo tomaba por sorpresa, deseaba entonces que se cumpliera la profecía del Apocalipsis para que todo cesara de una vez por todas. Ya era demasiado el sufrimiento. En su haber no registraba ninguna falta como para padecer en extremo el terror del Holocausto. Una de las noches de su tragedia, para hablar en singular y no sufrir por los millones que se habían evaporado entre festines y copas de champaña, las notas de la melodía de un violín lo sacaron del ensueño y le dieron la mayor de las esperanzas. El joven Isaac sostenía el viejo stradivarius del que salía la más pura de las piezas del compositor francés nacido en Colonia en 1819. Allí estaba Jacques Offenbach para ver cumplir su sueño de poder presenciar un trozo de “Los cuentos de Hoffman”. La vida lo había sustraído de este plano tres meses antes de ver el gran estreno. Se remontaba en el tiempo con las notas que inun] 91 [


daban el ambiente. Era el 10 de febrero de 1881. La Opéra Comique de París estaba llena, sólo una plaza no ocupada, la del propio compositor, decía al mundo que la inmortalidad se alcanzaba también con notas de júbilo que serían recordadas hasta el fin de los tiempos. Ibrahim levantó su mirada y lentamente, en el trance al que había sido sometido, dirigió sus pasos hacia el joven que seguía repitiendo la melodía una y otra vez como si estuviera insuflándole ánimo a su existencia. En la barraca la salva de aplausos era sustituida por persistentes lágrimas, traducción de un confuso sentimiento entre emoción y profundo dolor. El desesperado hombre tomó al muchacho por los hombros y lo sacudió fuertemente. El joven Isaac salió de su mágico mundo y respondió con un fuerte abrazo. Ibrahim Gohr no tardó en preguntarle por sus mujeres. La cabeza de Isaac se movió de lado a lado y luego bajó la mirada, pero sus aún brillantes ojos volvieron a encontrarse con Herr Gohr para decirle que averiguaría sobre el paradero de las mujeres, que confiara en él, que él le daría la noticia para regresarlo a la felicidad... Al día siguiente Ibrahim Gohr y otros cinco mil judíos fueron transferidos al campo de Auschwitz. En Belzec, Ibrahim Gohr había conocido el terror. Primero los trabajos forzados en la paradoja de hacer más fuerte al enemigo con las manos de las propias víctimas; luego los Sonderkommandos cuya tarea macabra consistía en sacar los cuerpos de los judíos muertos en las cámaras de gas y llevarlos al crematorio. Negarse era morir. No entendía porqué lo habían transferido. Perdía así el rastro de Isaac y tal vez se separaba de Sara y Rebeca y de ese niño que seguramente ya había visto la luz del sol. Las estaciones se sucedieron entre la miseria de verse solo y de acostumbrarse tal vez al terror. Allí está el cisne triste dando vueltas al lago en ese Carnaval de los animales que compuso Camille Saint-Saëns recreando los pasos del ] 92 [


compositor por la sagrada iglesia de la Madeleine de París. El bello traje no puede cobijar su desolación, es mucha para que el plumaje blanco la opaque y deje brotar al menos una sonrisa; sólo puede confiar en la notas que regala al viento el violín, sin importar que vengan de un gramófono o del mismo sagrado instrumento multiplicadas por los altavoces que hacen menos pesado el padecimiento, ellas son la perfecta compañía para un alma solitaria que espera el regreso de los suyos. De todas formas, allí encerrado, sería una quimera que el cielo le regalara tal presente. La guerra tomó un giro esperanzador. En octubre del 44 Ibrahim Gohr escapó de las balas de las SS después de que el Sonderkommando se levantó en armas contra los alemanes. Unos doscientos fueron fusilados. Para qué arriesgarse si el final estaba cerca. El 27 de enero del año siguiente terminó la gran pesadilla, el campo de Auschwitz quedaba libre de ataduras. Los soviéticos liberaban a los últimos ocho mil seres que sobrevivieron a la terrible tragedia del lugar. Un informe reportaría: “Entre mayo de 1940 y enero de 1945 más de un millón de personas fueron muertas o perecieron en el complejo de Auschwitz. Cerca de 865.000 nunca fueron registradas y es lo más probable que fueran seleccionadas para el gaseamiento a su llegada. Nueve de cada diez que murieron en el complejo de Auschwitz eran judíos”. Ibrahim Gohr sobrevivió a la catástrofe para seguir como el judío errante en busca de los suyos. El éxodo se extendió por largos años. Unos y otros buscaron un nuevo hogar para enterrar su pasado. Una tarde de ensueños aparecieron Isaac y Sara tomados de la mano, mucho después de que las hojas del calendario hubieran cubierto con algunas canas la cabeza de Ibrahim Gohr. Juntos emprenderían su cruzada para rescatar de las profundidades a la mujer amada y a la criatura anhelada que tal vez sería todo un hombre o toda una ] 93 [


mujer. La peregrinación los llevó lejos hasta el sacro templo de su tierra santa. Las atestadas listas de refugiados de una asociación judeo-americana darían con su paradero. Nunca es tarde para empezar una nueva vida, para cerrar el paréntesis que alguna vez se abrió, para soldar el eslabón forzado que pudo desprenderse de una cadena que empezó en la noche de los tiempos y se hará infinita como la creación del Gran Arquitecto regulador del caos. Forzados son los recuerdos que Ibrahim Gohr tiene de esa tarde del 20 de marzo de 1942. Que se desvanezca la hipótesis de que el dependiente fue el soplón que puso a los Gohr en manos de las SS. Él también lucía en público, como todos los judíos alemanes lo hicieron desde el 15 de septiembre del 41, la estrella de David que lo hacía vulnerable a los antojos de los nazis. Esa misma tarde acompañó a los Gohr en el vagón contiguo que los llevó hacia la mayor vergüenza de la raza humana. Después de que la fila de hombres conducidos hacia el sector oeste del campo dio la espalda a miles de niños, mujeres y ancianos, Ibrahim Gohr se refugió en la ilusión del reencuentro. Nunca imaginó que las cámaras de gas y los hornos crematorios pondrían fin a los suyos y al joven Isaac, el héroe salvador de sus sueños que le devolvía cada tarde la esperanza en su habitual encuentro con las notas de Jacques Offenbach.

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Triste recuerdo A Andrés Márquez

Los disparos comenzaron a sentirse desde las tres de la tarde. Muy a pesar nuestro, los estábamos esperando desde hacía varios meses, desde que empezó la guerra. Repetidas veces nos habían dicho que de llegar ese momento teníamos que acatar sin reparos las órdenes de los adultos. Digámoslo en singular: la orden, y ésta era seguir al pie de la letra la cartilla que día a día se nos repitió durante varios meses. Pero no podemos culpar a mujeres y niños que nunca antes han vivido la guerra como si llorar o gritar fuese un delito. Nunca se puede hablar de actitudes para evitar que las órdenes de un soldado que dispara a mansalva no desestabilicen a cualquiera, por ejemplo a una señora que regresa de la escuela con su hija de nueve años. De la cartilla la esencia era la rápida movilización para ponernos en resguardo. Lo demás se limitaba al empeño nuestro por evitar llamar la atención, ser descubiertos o divulgar nuestro gran secreto. Me parece que muy a pesar de las precauciones todos nos descompusimos desde el segundo en que sonó el primer disparo. Los soldados llegaron tan repentinamente que la olla del té se quedó montada en la hornilla. Tuvimos apenas tiempo de apagar la cocina, de borrar las escasas huella de reciente ocupación del departamento y el planificado descenso al refugio. Pero era evidente que el pavor nos dominaba. Las mujeres le taparon la boca a los niños para evitar que sus gritos nos delatasen. Nuestros corazones no osaban bombear la sangre para irrigarla por todo el cuerpo, parecían leer nuestra angustia: el miedo de producir cualquier ruido. ] 95 [


Después de la primera ráfaga, cada vez que afuera se producía un ruido, las cuatro familias judías que habitábamos el inmueble, según las señas convenidas, comenzamos a bajar en grupos de cuatro personas hasta el sótano. Parecíamos serpientes arrastrándonos hacia el oscuro nido. En cada grupo iba un niño de los cuatro que había. Un horrible miedo se había apoderado de nosotros al desconocer nuestro destino. Ya sabíamos qué futuro nos esperaba si caíamos en manos de los alemanes. Se habían tejido muchas historias de terror y creíamos que al principio la fantasía estaba con ellas. Cuando supimos que habían comenzado las deportaciones y que tendríamos un destino fatal en los campos de concentración nos dimos cuenta de la triste realidad a la que la mala suerte nos había enfrentado. Ya eran doce los que a las 3:30 habían bajado al incómodo y frío sótano. A la espera del momento propicio, bajo la presión de vernos arrestados de un momento a otro y sin poder apartar la angustia que opacaba nuestros pensamientos, allí, ensimismados como estábamos, no nos percatamos de la ausencia de Jonás. Entre señas y susurros nos interrogábamos y sólo levantábamos los hombros como respuesta. Lo buscamos hasta donde pudimos arrastrándonos por los pasillos para evitar ser vistos desde afuera. En la calle seguían los disparos intermitentes y los gritos de mujeres y niños. No resistí la tentación de observar desde una minúscula ventana del segundo piso lo que acontecía abajo en la calle: una fila de siete u ocho personas esperaba detrás de un camión. El soldado que las custodiaba repentinamente las forzó a entrar al mismo. La última de la fila era Sara, mi compañera de colegio. Muy cerca estaba su bicicleta tirada, la canasta de los panes destruida a un lado. Nada bueno les esperaba. Era imperante conseguir a Jonás y ponernos a salvo pues del otro lado de la calle los soldados salían como hormigas de los viejos inmuebles empujando sin escrúpulos a sus víctimas. De un momento a otro entrarían ] 96 [


al nuestro y de no refugiarnos en el sótano, nuestra última carta y gran esperanza, estaríamos perdidos. Cuando me reuní en el pasillo justo al frente de los Peres con Jeshuá y Samuel, los otros de mi grupo, el reloj sonaba ya las 4:40 de la tarde. No quedaba más remedio sino bajar sin Jonás. Habíamos buscado, escudriñado los rincones de los cuatro departamentos de nuestras familias. Habíamos revisado también las áreas comunes del pequeño edificio pero los resultados fueron los mismos. Mi padre, ya preocupado por nuestra demora, subió gateando como un bebé. Nos encontró en el mencionado pasillo y nos conminó con sus gestos a seguirlo. Le expliqué al oído lo sucedido y, acto seguido, decidimos ponernos a salvo. Estábamos por concluir el descenso de la escalera hasta el primer piso cuando oímos el ruido de una puerta que se abría quedamente. Las bisagras se accionaban para delatar a dos ojos que en mala hora husmeaban por los intersticios del lóbrego pasillo. Las manos de Herr Weiss, con movimientos desordenados, no lograban traducir con claridad sus intenciones. Parecía llamarnos, parecía interrogarnos en el aire. Sus desarticulados gestos querían decirnos algo pero éramos incapaces de comprenderlos. Mi padre, con una decidida señal de su mano derecha, nos sacó del breve paréntesis al que nos había sometido la sombría figura del doctor alemán que vivía al fondo, un hombre de unos sesenta años al que alguna vez le abrimos la boca para que extrajera nuestras piezas dañadas. Le teníamos pavor. Siempre asociábamos su rígido semblante con la dolorosa extracción de muelas y dientes. Cuando le dimos la espalda sentimos que la puerta se cerró con cierto estruendo. El acceso al sótano estaba muy bien disimulado. Debajo de un viejo sofá una alfombra cubría una compuerta que daba acceso a través de una larga escalera a un olvidado sótano que había sido rescatado cuando los rumores de la guerra llegaron a nuestro pueblo. Entre todos limpiamos ] 97 [


el lugar; botamos las cosas inservibles que allí estaban; dejamos lo que nos podía prestar algún beneficio incluidos unos enormes roperos bien adosados a las paredes con sendos clavos que no valía la pena quitar. Encontramos también una lujosa colección de vinos llena de telaraña. Limpiamos convenientemente el lugar; le procuramos iluminación e instalamos un tubo que daba hacia el exterior para que el aire del recinto no se viciara en extremo. Descubrimos luego que una minúscula ventana daba hacia el jardín del inmueble desde donde el aire se renovaba sin cesar y permitía a la vez a los ocupantes tener una vista envidiable y segura de todo cuanto acontecía más allá de la reja que protegía al jardín. Se construyó un retrete y dispusimos todo lo necesario para cualquier eventualidad. Colaboramos para llenar la despensa con conservas y con objetos imprescindibles para la supervivencia en caso de ocupación temporal, y por qué no permanente del pueblo. Bien había valido la pena el esfuerzo. Ahora estábamos momentáneamente a salvo. Las quince almas que ocupábamos el recinto elevábamos a nuestra manera una plegaria al cielo para que ocurriera un milagro. Los niños se refugiaban en los brazos de sus madres. Los hombres insuflaban confianza y se tragaban el miedo, si es que lo sentían. A los catorce años uno no sabe en qué bando estar si en el de los chicos o en el de los adultos, en este caso en el de los chicos atemorizados o en el de los valientes adultos que combinaban y calculaban sabiamente en un intento desesperado por salvar lo que les era más querido. Mi madre y las demás mujeres se limpiaban el rostro y se tragaban sus lágrimas presas de un raro miedo que nunca antes las había poseído. El señor Peres se asomaba por la ventanilla de vez en cuando y nos traía luego noticias frescas de cuanto acontecía en el exterior. Había unos tres bultos en la calle que no podían ser otra cosa sino cadáveres. No podía entender mejor la situación. Estaban barriendo los edificios ] 98 [


de los que sacaban sin piedad a sus ocupantes judíos. Los que se resistían o intentaban escapar terminaban alcanzados por las asesinas balas nazis. Los tiranos paseaban sus cruces gamadas como si fueran flores que revoloteaban anacrónicamente con el viento de noviembre. La Señora Netanyah mordía un trapo para neutralizar su dolor. Jonás no podía ser uno de los caídos. Debía de haber un error. Su sobrino tenía que estar seguramente escondido en alguna chimenea, debajo de alguna cama o en el pequeño patio del edificio. Tal vez no habíamos buscado debidamente. Los padres de Jonás no le perdonarían nunca a la señora Netanyah ese descuido. Un adolescente como Jonás no podía esfumarse así, ni mucho menos parar en manos asesinas cuando todo estaba preparado para la contingencia. ¿Habría sido capaz de escurrirse entre los soldados y cruzar las dos manzanas que lo separaban de la casa de sus padres? Tenía que haberse quedado. Era lo convenido. La señora Netanyah se tragaba su enmudecido llanto enterrándose en una cobija. 5:15 de la tarde. El señor Peres seguía cerca de la ventanilla. Lo distinguíamos apenas gracias a la escasa luz que entraba desde el jardín. Repentinamente corrió a decirnos que un grupo de soldados acababa de irrumpir en el edificio. No supe si me oriné en los pantalones pero confieso que el miedo se había apoderado casi por completo de mí, apenas me dejaba espacio para comprender que nuestras vidas pendían de un hilo y que sólo la Providencia podía salvarnos. Un instinto nos condujo con premura a buscar un hueco para refugiarnos, para esconder nuestras últimas esperanzas. El tiempo se detuvo después que vi el pálido rostro de Rebeca, la hija de los Netanyah, la última de las aterradas caras que mostró para mí la triste tarde. El silencio y mis recuerdos se desplegaron en vertiginosa sucesión. Los días de la escuela y las lecciones de geografía de una patria que no poseíamos; el último invierno cerca de Brujas y el camión varado sin combustible. Las cuatro ] 99 [


familias habían organizado un paseo. Incluso hablaron de pernoctar en la histórica ciudad. Habían invitado a Jonás, consecuente visitante del edificio. Él siempre encontraba razones para venir a ver a su tía, mejor dicho, a su prima. Rebeca era el objeto de sus visitas. Nos preguntaba por ella sin cesar. Estaba obsesionado y por eso no podía faltar al paseo. Quiso ser el héroe sacando fuerzas de donde no tenía para empujar al camión. Luego bajó una bicicleta para ir en busca de combustible en un pueblo cercano. Quería llamar la atención de la descuidada prima, la misma que prefería las largas listas de vocabulario del francés antes que las proezas del Jonás que sería muy capaz de sobrevivir dentro de una ballena sólo por conquistar su amor. Mis padres siempre decían que éramos el pueblo elegido de Dios. ¿Qué tipo de elección había hecho el Creador con nosotros? Otra vez se nos había elegido para perseguirnos, para exterminarnos. Yo no comprendía nada. Desde antes de la guerra la BBC alertaba al mundo del peligro nazi. Nadie imaginó el terror que sembrarían en el pueblo judío con las primeras detenciones. ¿De qué se nos acusaba? ¿Qué delito habíamos cometido? Yo aún iba a la escuela y me gustaban las manzanas. Esto no era ningún pecado para merecer la muerte... El tropel en las escaleras del primer piso me sacó del ensimismamiento. De juzgar por el tiempo transcurrido y el aumento del ruido ya habrían revisado todos los departamentos; ahora estarían al frente de la puerta de Herr Weiss. El viejo alemán, para ganar puntos con sus compatriotas y contribuir con su causa nacional, no habría dudado en decirles que estábamos muy escondidos en el sótano. Las escaleras crujieron, tal vez algún escalón se partió bajo el peso de un asesino. Mientras tanto, en el lóbrego sótano nos tragábamos los gemidos porque la hora final había llegado. Yo no tenía a mis padres al lado para abrazarlos, sólo la oscuridad en el viejo escaparate era mi com] 100 [


pañía. A pesar de las enseñanzas de mis padres en las que el perdón era la regla de oro, experimenté el más profundo odio hacia el hombre que nos delataba. En el infierno le cobrarían bien caro las almas inocentes que entregaba. Cuando los alemanes forzaron la puerta con una ráfaga de ametralladora alguien detrás de mí me tapó la boca y me susurró al oído en hebreo. Nunca hubiera creído que detrás del bien adosado escaparate había una minúscula puerta que conducía a un oscuro pasillo por el que fui conducido por una mano providencial. Atrás quedaron los gritos de los míos mientras yo avanzaba agachado hacia la incertidumbre en la más grande penumbra. Allí permanecimos una eternidad –así me pareció– hasta que todos fueron sacados a empujones en medio del llanto de las mujeres y niños y de los ruegos de los hombres. La mano de mi salvador me condujo en ascenso hacia una modesta habitación, frecuentemente visitada por mí cuando era niño. ¡Nadie hubiera sospechado que debajo de la silla donde Herr Weiss atendía a sus pacientes se abría otro camino hacia el sótano! Desde la ventana vimos cuando el camión se alejó con los míos. Acto seguido, un civil que emergió de la nada se dirigió a los soldados que habían allanado nuestro inmueble. El que parecía jefe del grupo volteó bruscamente, desenfundó su pistola y le disparó en la frente. El hombre cayó hacia atrás y clavó sus ojos en el cielo. Oímos la sentencia del oficial alemán: “Vielen Dank, Herr Verräter”1*. Allí terminaba la historia del judío despreciado por su prima.

* “Muchas gracias, Señor Traidor” ] 101 [


ÍNDICE Cosas de la muerte Poisson d’Avril Una criatura portentosa Sed Celebración El mendigo Condenado a muerte Shalom Fuegos artificiales Ni una gota de sangre Políglota Compañero de viaje Un acérrimo enemigo Una noche de otoño Consejos para una venganza Una cita Coincidencia La curva del diablo El pueblo del Mucuño Mi padre el comunista Actos de palabra La maldición de Osiris El Manual El Guagua Pichincha Recuerdos de Belzec Triste recuerdo

págs. 7 8 9 10 11 12 14 15 16 17 19 22 24 26 29 32 35 39 43 52 58 65 70 77 85 95


Este libro

Encuentros con la muerte se diseñó en la Unidad de Literatura y Diseño de FUNDECEM en octubre de 2015. En su elaboración se utilizó papel bond, gramaje 20, y la fuente Book Antigua en 11 y 14 puntos.




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