De cuento en cuento Magnolia Hoyos

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De cuento en cuento

Fondo Editorial Biblioteca Pública Piloto de Medellín

Vol. 138


Hoyos Fresneda, Magnolia De cuento en cuento / Magnolia Hoyos Fresneda Medellín : Fondo Editorial BPP. Vol. 138, 2011 108 p. ISBN 978-958-99591-1-4 1. Literatura colombiana – 2. Literatura antioqueña III. Til. C863 21 H868d ed.21 PT-Biblioteca Pública Piloto de Medellín

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De cuento en cuento Magnolia Hoyos Fresneda

MedellĂ­n, 2011



Prólogo Este título, De cuento en cuento, reabre indirectamente uno de los tantos debates literarios sobre los que ni escritores ni críticos podrán jamás ponerse de acuerdo: ¿cómo se escribe un libro de cuentos? Y, también de manera indirecta, se va en contra de quienes defienden la unidad temática y lingüística del libro de cuentos como algo predeterminado por el autor en obediencia a un plan de escritura cuya meta es acomodar el proceso creativo a las exigencias del mercado. Este libro de Magnolia Hoyos Fresneda tiene, por supuesto, una unidad temática y lingüística, pero ello se debe, no a una estrategia de ventas, sino al innegable dominio del oficio que demuestra la autora, a la apropiación de técnicas narrativas heredadas tras años de lecturas selectivas y, sobre todo, a esa paciencia onettiana (“durar frente a un tema”) que supone la articula-


ción de un mundo propio y de un estilo eficaz, persuasivo, necesario para que un lector pueda entrar en él, entregarse a su dinámica interna. La paciencia no parece ser una virtud de los escritores que hoy en día publican y venden. El libro anual y las presentaciones múltiples en tantos eventos literarios como sea posible, se perfilan como las preocupaciones fundamentales del escritor colombiano contemporáneo, antes que conseguir que sus ficciones sean verosímiles, antes aun que el deseo de sacudir a un posible lector, de ofrecerle una lectura infrecuente de la realidad. Paciencia para escribir y publicar es lo que demuestra Magnolia Hoyos desde el título de su libro. Quienes hemos acompañado este proceso en el Taller de Escritores de la Biblioteca Pública Piloto podemos constatarlo. El texto que abre el volumen, “El purgatorio de Damiana Cisneros”, apareció en la primera antología del Taller en 2003; el segundo, “Ya no me importa nada”, en la tercera, de 2010, y el cuarto, “Zoilita”, en la segunda antología, de 2007. Entre una publicación y la siguiente, hemos visto a Magnolia presentar un solo cuento cada año, cada dos años, y recibir en silencio los comentarios y las críticas. Dieciséis años después de la publicación de Cieloazul, su primer libro de cuentos, tenemos ahora en nuestras manos esta segunda colección que, de cuento en cuento, ha visto ir y venir a numerosos integrantes del Taller, ha visto pasar publicaciones de antologías y libros de autoría individual, ha crecido en un silencio clandestino, firme, ajeno a la algarabía de la farándula literaria medellinense.


Una lectura superficial de los cuentos podría hacerles valer el siempre peyorativo rótulo de “costumbristas” (ese que ronda como un fantasma sobre los libros de Carrasquilla y Manuel Mejía Vallejo), ya sea porque muchas de sus historias ocurren en ese ambiente pueblerino que remite al Sopetrán de Cieloazul, o ya porque, aun si suceden en la ciudad, sus diversas narradoras en primera persona (a excepción de un par de cuentos) conservan asimismo ese tono de oralidad, de conversación y de pregón callejero que parece ser la marca de lo rural, de ese “idioma antioqueño” que tanto molesta a quienes creen que “literatura urbana” es sinónimo de “literatura de alta calidad”. Se trata de narradores que no le temen a la frase larga, que juegan con las normas convencionales de la sintaxis para desacomodar al lector también convencional y poseen un léxico propio, inexistente en los diccionarios, cuyo sentido, como ocurre con la narrativa de Rulfo, sólo es válido dentro de la historia en que aparece, tarea que, desde luego, es el lector quien la debe llevar a cabo de una manera activa. La referencia que hacemos a Rulfo no es gratuita; que Magnolia Hoyos es lectora concienzuda del gran autor mexicano lo prueba no sólo el carácter tragicómico (engañosamente cómico y profundamente trágico) de sus relatos, sino también el impresionante trabajo de apropiación de uno de los fragmentos de Pedro Páramo, presente en “El purgatorio de Damiana Cisneros”. La alta factura literaria de este relato se evidencia tanto en el hecho de que la autora despliega su imaginación para darle profundidad a una historia ya escrita pero inconclusa, como en la evidencia de que, para su construcción, no se limita a usar las palabras que configuran el


universo rulfiano (la milpa, criminar, coraje, Comala, la Media Luna, por mencionar unas cuantas): opta, mejor, por resemantizarlas, acomodarlas a su estilo para trascender la mera imitación temática y lingüística, darle un ritmo que ya no es el de Rulfo, preciso y escueto —lo cual no significa que riña con él—, pero que al mismo tiempo constituye un homenaje a su manera terrible de hablar sobre el amor y la nostalgia desde la perspectiva del campesino, que es, sin lugar a dudas, universal, como lo ilustra uno de sus mejores fragmentos: Volver a ser niña… hartarme de surcos… de revuelos de color y chillidos a montones planeando uñetajes… chumbos y madroños en la mira… carabinazos de repentes… ladridos encarrerados… espantapájaros inflados de viruta como tantos de allá arriba. Y el amarillear del maíz sin detenerse… cada vez más cobrizo… azafranado como cuando el sol apenas da en los cerros. Entonces, rechinar de carretas… apilamiento de mazorcas… olor a pan tranquilo en todas las cocinas…

Al igual que Damiana Cisneros (la de Magnolia, que no la de Juan Rulfo), las demás narradoras de estos cuentos son mujeres solas, de carácter combativo (como decimos en Antioquia: respondonas), escépticas, sin que todo ello signifique que la autora haya querido, con ellas, sumarse al en ocasiones ambiguo ambiente feminista de muchas escritoras célebres. Es claro que la intención de Magnolia es la de todo escritor honesto: hacer literatura. Sus personajes —tanto masculinos como femeninos— atraviesan los dramas que han enamorado, hecho reír y llorar, a los lectores de cualquier latitud; personajes que odian y aman, que vencen y fracasan, que tienen cuentas pendientes con la memoria y con la muerte.


Es cierto que el humor es el común denominador de cada cuento, pero es un humor emparentado con la demencia y la miseria (como ocurre en “Ya no me importa nada”, “Diálogos con el más allá” o “Zoilita”), un humor que no es benigno ni pretende que el lector, como propondría la típica fórmula optimista, aprenda a reírse de sus desgracias. Así, por ejemplo, fue como definió Jorge Alberto Naranjo la risa que provoca el humor de los cuentos de Magnolia: Es una risa que siempre da qué pensar, pues a punto nos tiene la narración de estremecernos de compasión o desprecio, y de golpe surge santa y absolutoria, inocente risa que deja intacto el fondo tragicómico de la vida. Y lo mejor es que esa risa brota espontánea e inevitable, desde lo profundo del que lee. No es chiste, degradación suma del reír en un ritual sin otra función que el “entretenimiento” de un público abobado. Es la risa que nos alivia y tonifica, no la que cansa y fatiga como una droga.

Hay que decir, sin embargo, que el alivio de esa risa es momentáneo, engañoso. El humor presente en estos cuentos es un humor cruel, pues hace sentir culpable al lector por haberse reído de una situación que en realidad se refería a una tragedia, a un abismo en el que la risa era apenas un consuelo pasajero, una luz efímera. Lo que en verdad marca la unidad de estos cuentos es el dolor, un dolor que está tan sabiamente disfrazado que para muchos puede pasar desapercibido, sobre todo en aquellos textos que bien podrían definirse como “estampas” más que como “cuentos” (es el caso de “La Talega”, “Las singularidades de don Justo” e “Hilachas”): esos personajes pintorescos que allí se nos describen, y cuyas extravagancias nos remiten a los inolvidables traviesos de la picaresca española, son también seres


marcados por la desgracia y la incomprensión; la risa que despiertan en el lector es un escudo contra las lágrimas que provocarían si otro fuera el tono en que se transmitieran sus historias. En síntesis, De cuento en cuento es un libro que no solo resume una experiencia de vida dedicada a la lectura, esa “avidez literaria” que la autora confesó sentir desde muy niña cuando “se echó encima” la biblioteca de su padre; es también un libro que, a contracorriente del afán contemporáneo por figurar y descrestar en el mundillo de las letras, advierte sobre cómo se hace la buena literatura, esa que cuestiona y desconcierta y nos hace modificar la percepción que tenemos de la vida y de los libros. Aquella sentencia con que Jorge Alberto Naranjo abría la presentación de Cieloazul en 1995 se puede emplear aquí para cerrar este prólogo: Libros como el presente se escriben ya muy pocos.

Carlos Aguirre. Medellín, noviembre de 2011.


Fisgoneo Impreso Jamás imaginé que el fisgoneo incisivo estimulado por mi curiosidad infantil respecto a las rarezas humanas de orates, y de los que sacando pecho nos decimos normales, se convirtieran en cuentos aptos para ser impresos. Tales cuentos están basados en la realidad, y no obstante que algunos por motivos obvios, están medio disfrazados con subterfugios y eufemismos, el núcleo esencial de la rareza fisgada, persiste en todos. Siempre oí en la infancia a mis mayores, con pellizco y torcido de boca incluidos , que por favor no mirara tan fijamente a estas personas, y que por Dios y por todos los santos le bajara el volumen al comentar su rareza. Entonces aprendí el disimulo, la solapa, el fariseísmo, y demás mandatos que la buena educación exige, pero tal obediencia fue apenas una leve capa de un mal barniz, porque en la soledad les curio13


seaba facciones y contextura, de frente y de lado, y jamás me privé de ese placer. En cuanto a sus rarezas, luego de información clandestina y testimonio ocular, me dí a coleccionarlas en la memoria. Pero cuando ya en la mente no cabía ni una sola más, resolví darles cuerpo y las guardé en un cajón. Mucho tiempo duraron durmiendo olvidadas en el fondo del cajón, pero como hay gente que nace dotada de inapelable don de mando, y otra con oído dispuesto siempre a obedecer, cierto día un mandamás ordenó despertarlas y traerlas de inmediato. Y esta es la razón para que hoy estos impresos estén en sus manos.

Magnolia Hoyos Fresneda Diciembre 1 de 2011

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El purgatorio de Damiana Cisneros Parece que allá arriba está cambiando el tiempo. Cada vez se espacian más los golpeteos de la lluvia sobre mi cuerpo... igual a un corazón que no quiere seguir... como no quiso el mío cuando se entilichó de recuerdos y de tantos sentires culpientos que alzaron con mis sueños y con mis ganas de vivir. La milpa ya debe haber brotado, y a poco estará desde el valle hasta el comienzo del cielo, en hileras verde claras, azuladas, de plata, a según la brisa. Si pudiera escapar del tormento de pensar... de estos remordimientos que zumban y rezumban y clavan sus aguijones que ni turicatas hambreadas. Volver a ser niña... hartarme de surcos... de revuelos de color y chillidos a montones planeando uñetajes... chumbos y madroños en la mira... carabinazos de repentes... ladridos encarrerados... espantapájaros inflados de viruta como tantos de allá arriba. Y el 15


amarillear del maíz sin detenerse... cada vez más cobrizo... azafranado como cuando el sol apenas da en los cerros. Entonces, rechinar de carretas... apilamiento de mazorcas... olor a pan tranquilo en todas las cocinas... ¡Qué linda fue Comala antes de que Pedro Páramo vengara en ella el desamor de su único amor!… ¡y antes de que yo perdiera en vano la cabeza por él! ¿Pero de nuevo ese runrún acusador con solo pronunciar su nombre? ¿Este sonido de reproches que no suena, pero que entiendo claramente como en los sueños? ¡Cállate por piedad, Juan Preciado! ¿Hasta cuándo me vas a torturar? Tus murmullos me obligan a repetir sin descanso la historia que contra ti y tu madre fungió la maldita maña de haber pensado solamente en mi propia conveniencia, siendo que la felicidad de ambos dependió en ese instante de mí. Al enrevesar las injusticias de esa historia, algo, que no sé qué es, las va poniendo al día, como si en una pesadilla sin despertadero el pasado se volviera presente y ocurrieran ahí mismo... en mi recordación. Sólo yo sé cuánto sufro con eso. Así y todo, Juan Preciado, un no sé qué también me hace entender que merezco el castigo, porque yo, Damiana Cisneros, la sirvienta de más confianza y raigambre en la Media Luna, la que, a según el decir de ciertos díceres, fui en mis tiempos la mandamás en chismorreos y correveidiles; la que en razón de mi oficio tuve siempre vía libre a todos los sitios de la casa, y a mi oreja jamás escapó dicho o conversa, por susurrante o bisbiseador que fuese, que mi boca no corriera a echarla al viento; sin embargo, para mi mal y el de ustedes, la componenda que le oí al patrón y a su mayordomo en el corral de la Media Luna, aunque por lo infame pajueló mis apuros y estuve en un tris de echarla a volar, el chispazo que entonces me requemaba la carne y la sed por buscarle 16


abrevadero, tenían prisionera mi atención, me habían vuelto olvidadiza ... distraída... adentrada en mis propios afanes, con la lengua comadreando apenas para mí, entonces las maniobras del amo y de su mayordomo cumplieron su fin, y hoy ves, Juan Preciado, el costo que paga mi egoísmo. Pero es que como otras veces te lo he contado, fue Pedro Páramo que en una madrugada pronunció las dos palabras esas que hicieron tanto daño, ¿recuerdas, Juan Preciado, cuáles fueron? Dos palabras dirigidas, no para la sirvienta, que era yo, sino para la mujer que había en mí. Dos palabras que no sólo me pusieron la sangre como guijarral al sol, sino que también ahielaron mi sentir por todo lo demás, y lo que no fuera impulsado para que volviera a decirlas, me ponía como ripio de aguas nieves, como relente de medianoche. Cuántas breñas trepé en lunas llenas, buscando castilla de monte para dársela en bebizo y volvérselas a oír. Cuántas veces sepulté en su camino mis ensangrentadas ropas íntimas para que la afugia de repetirlas le entrara por los pies, asegún la vieja Sixta. A cuántos de sus retratos les traspasé el corazón con agujas rezadas en noches de tormenta, y cuántas veces refregué mis humores en su guardarropa. De todo hice como ya sabes, Juan Preciado, porque desde ese amanecer no volví a ser la misma. Di en hervir de coraje si otro hombre me ponía ojo de aspirante... al atajo de tantos que se saboreaban mirándome, les guadañé el habla y el estruendo de mi carcajada. Quería en cuerpo y alma conservarme enteriza para él... que sin reparos ni pleitos volviera a repetir lo que dijo en esa madrugada. Diligenciaba los oficios sin permitirme un resuello, por ver si en recompensa, volvía a pronunciarlo. Engarruñada en el camastro, apretujando el bullir del corazón, me pasaba las noches esperándolo para que vol17


viera a decirlo... hubiera dado la vida para escucharlo otra vez... pero el orgullo herido de Pedro Páramo, su altivez humillada, no lo dejaron repetirlo nunca más. Y hoy, Juan Preciado, aunque esté arrepentida y me duela más que a nadie tu historia, sé sin embargo que nada de eso remedia lo que dejé de hacer, pos, ¿quién dijo que el arrepentimiento repara el daño nomás que por nomás? Con lo lenguona que yo fui, de una sola cotorreada pude haber vuelto trizas la artimaña de tu venida al mundo, contimás que con ojo zahorí, barrunté las resultas de una vida enraizada en la intriga, la codicia, el abandono del padre ... como era lo usual en Pedro Páramo con sus hijos... y ya ves Juan Preciado, cómo mis pensares no fueron mera agorería, pos apenas de chamaco, ya le andabas voliando cuchillo a cuanto cristiano te mirara de pespunte, hasta que ¡tome!, se le fue la vida al traste en montonales de horror... en rojos charcales de espanto. Mas, allá arriba, cuando el retroceso de la mente me echaba en cara la parte que llevaba en tu drama, la excusa de ser sólo una sirvienta sin poder sobre el amo calmaba mis apuraciones, y con un encogimiento de hombros, las echaba al olvido. Pero en este lugar donde me encuentro, la memoria cogió mañas de juez, y las excusas de allá arriba ni siquiera me vienen a la mente, sólo los hechos están en forma constante, tan acusones, tan reales, tan a las claras que ni en espejos de talla entera... y ahí es cuando una rocazón se me remonta al pecho, y un bisbiseo como de enjambre que va creciendo, que va creciendo hasta alcanzar retumbos de catarata, me estruendea en los oídos, que una palabra a tiempo no tiene medidero, que callarle zarpazos por la espalda a otro no merece indulgencia. Que mi egoísmo no dejó que impidiera tu engendramiento, y de paso evitar que a Doloritas, tu madre, se le 18


fuera la vida en sorbos de abandono y miseria por culpa de la componenda de su matrimonio... pos, asegún las leyes, el único medio que tenía tu padre de uñetearle la herencia era llevándola al altar y empaquetándole un hijo más ligero que ya... y Pedro Páramo que vivía angurriento de dinero y de tierras, cumplió, punto por punto, las condiciones de la ley, y en después de embolsillarse todo, los tiró a los dos a la calle sin sentir piedad por ninguno... como tampoco la sintió nunca por mí, que lo quise con la desesperación del amor sin respuesta. De nada valió que hiciera añicos mi orgullo de mujer nueva, halagándolo, acechándolo en todos los caminos, tirándole a la cara el fuego que me salía por los ojos... las ganas aguantadas de volverme un cenizal contra él... todo porque repitiera las dos palabras que en una madrugada me encalabrinaron la vida, me la calenturaron de por siempre, pero él, escurridizo, resbaloso, se las daba de que “eso no es conmigo”, y mis manifiestos tan sólo le provocaban una mueca burlona que en vano lograba ocultar. ¡Duro como piedra de berroqueño, fría como ojo de agua al amanecer! Los díceres decían que Dios no le puso alma y que por corazón una loncha de roca. No había para qué averiguar nada... todo el mundo en Comala sabía que era un monstruo negado para el amor. Pero es que no hay que olvidar, Juan Preciado, que lo de afuera oculta casi todo lo que va por dentro, y Pedro Páramo ardió desde chaparrito en una fogarada oculta que nunca tuvo apagadero. Todo él fue una hervesón de cariño y deseo por Susana San Juan, su compañera de infancia... con la que voló papalotes al viento... y se bañó en el río... y diabló en la playa… y uñeteó flores y frutas no más que por travesear... y fueron inseparable pega pega hasta que don Bartolomé San Juan cogió camino por otros rumbos, se 19


llevó a la hija y, sin darse cuenta, les dividió de por siempre las mentes, pos cuando ya de mocitos volvieron a verse, la inquietud de ella la ocupaba otro pensar y, por más que Pedro Páramo hizo cuanto tuvo a mano por rescatarla, por hacerla sentir de nuevo la apuración de su compañía, Susana dio en pasarlo de largo, en darle la espalda, en mirarlo de lado, y jamás mordió el anzuelo ni cayó en la cama de él. Susana San Juan, la única hembra de Comala que siempre lo repudió... la que siendo ya una pobre loca aposentada a la fuerza en la Media Luna, logró hasta el final clavarle las púas de la malquerencia y los celos, los mismos que él clavaba en tantos sentires, cuando a golpe de gritos y llantos sin acabadero, clamaba día y noche el calor de Florencio, el esposo criminado a mansalva por Pedro Páramo, o cuando encuerada, como vino al mundo... calurienta… ardorosa… vuelta un comal en brasas, apagaba sus quemazones con el difunto resucitado en su mente echada a perder. Sin embargo, Juan Preciado, esos vistajes de la locura de Susana San Juan, sus apareamientos de incendio con el difunto, sus gritos desconsolados y sus lágrimas sin fin, en lugar de conmoverme o causarme recelos, avivaban mi esperanza, la seguridad de que muy pronto Pedro Páramo, como cualquier ser humano, buscaría un refugio, un hombro dónde llorar, de una vez por todas, sus despechos, sus angustias, sus desesperanzas… y ahí estaría yo, como el tronco fuerte que siempre fui, dispuesta a mostrarle lo poco bueno que tiene la vida, pos al verlo esconder la cabeza en las cortinas de la cama de Susana, con los ojos apretujados como cuando se tiene un dolor muy intenso, y que en vez del hombrón orgulliento que era, parecía un coyote acosado que está sintiendo que le arrancan la vida a pedazos, las entendederas me gritaban que nada dura 20


tanto, que a todo amor por hirviente que sea tarde o temprano le llega su aplaque, que las tristezas tan largas cansan demasiado… entonces se me inflamaba la sangre de apetencias, sentía salirme de mí, de mi propio pellejo, y la alfalfa y los limones maduros perfumaban más el viejo patio empedrado... los días se repletaban de estampidas alharaquientas de gorriones y tordos. Vivir era una fiesta... Pero todo, Juan Preciado, fue una ilusión más de las de allá arriba. Un pasatiempo con el que me entretuvo la vida para disimular el peso de su carga. Pedro Páramo continuó amando a Susana San Juan endespués de muerta y deliró por ella hasta la mañana esa que, apuñaleado por uno de sus hijos, lo recogí agonizante. Había jurado sobre la tumba de Susana, vengar en Comala la pérdida y el desamor de ella, y volvió un hecho el juramento con su inactividad y desinterés por todo. Dueño de lo abarcable con los ojos, ordenó desalojar las casas y meterle candela a cuanto tiliche encontraran. Sentado en su equipal en el corredor de la Media Luna, de brazos cruzados, impávido, lejano, zambullido en la cerrazón del recuerdo, avistó sin lástima alguna el derrumbamiento de Comala, el mismo que en un amanecer sangriento iba a sufrir su humanidad de hielo y pedregón. Le dolía con la aflicción del nunca más, cada arruga del camino por donde se fue para siempre Susana San Juan. Veía en cada curva asomar el cortejo funerario, y yo calculaba asegún sus rezongos, cuándo estaba oyendo en la mente el murmullar de las mujeres rezando: “Si el muerto fuera de ellas no harían tanto escándalo”, gruñía a cada nada. ¿Te acuerdas, Juan Preciado, lo doradas que eran algunas tardes de Comala? ¿Cuando una arrumazón de nubes medio tapaba el sol, y los potreros y las milperas y hasta el mismo aire se ponía tan ama21


rillo? Era en esas tardes que a Pedro Páramo lo agarraba más la angustia, y como un coyón herido decía gimiente: “Susana, Susana, te pedí que volvieras... esta luz en tus ojos de aguamarina... en tu pelo... en tu olor de naranja sazonada... regresa, Susana... regresa con la tarde”. Y en los amaneceres, cuando las luminarias del sol ponen los árboles y las hojas como de vidrio y todas las cosas cogen su verdadera forma: “hace tiempo que te fuiste, Susana... yo aquí junto a la puerta mirando cómo te ibas por los caminos del cielo... vuelve, Susana... vuelve con el día”. Y en esas se pasaba sembrado en su equipal como una raíz vieja, como un disvariante o un condenado que paga las que debe chachariando con los muertos, asegún el pensar de los que al escondido lo vigilaban. Así y todo, Juan Preciado, aunque el ir y venir de tantos soles poco a poco extinguieron el incendio que ardía en mis entrañas y ya era como una brasa apagada... un rescoldo lejano que ni siquiera me lograba entibiar, sentía, sin embargo, un no sé qué dentro de mí; un afán por atenderlo, porque nada le faltara. Vivía diligente a sus caprichos, a las pocas ordenanzas que ya de tarde en tarde daba... una cierta tolerancia por todo lo que no me gustaba de él... un impulso contenido por arrullarlo, por consolarlo, por juntar mi llanto con el suyo, sin embargo, así y todo, recordé hasta el final, como si de día y de noche oyera las dos palabras que fueron como marca de ganado en mi sentir… las dos palabras que sonambularon mi vida, que no me dejaron asentar los pies donde los tenía que asentar. Las dos palabras de esa madrugada remota, cuando Pedro Páramo, como chocolera encendida por la solidez de mis veinte años, llamó inútilmente por primera y última vez a la puerta de mi cuartucho:

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—Ábreme, Damiana —dijo. —Para qué, patrón. —Ábreme, Damiana —insistió. —Estoy dormida, patrón —dije, aunque mi carne chisporreleaba más que el infierno pintado por el cura. —Ábreme, Damiana —ordenó de nuevo. —No le voy a abrir, patrón. Entonces sentí que Pedro Páramo se iba por el corredor dando los zapatazos que sabía dar cuando estaba corajudo y nunca más volvió a llamar a mi puerta. Ahora, Juan Preciado, si tantas veces te he repetido esta historia, ¿por qué quieren tus murmullos que la vuelva a contar?

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Ya no me importa nada Pero Roque, mi amor, después de vivir doce años juntos sin un sí ni un no, ¿vas a empezar a hacerme sufrir? A ver, a ver, ¿por qué no te quisites desayunar? Yo sé que no te gusta la aguapanela negra y menos sin siquiera una miga de galleta, pero es que esta mañana no tuve con qué comprar ni una gota de leche, ni un tris de pan; y sabelo que me fui con el alma partida y el corazón vuelto tiras, ¿o lo que querés es que me meta de nuevo en la grande por un mugre bizcocho? Será por lo bien que nos fue la última vez. Yo encerrada de patas y manos, con la angustia de que estabas afuera muerto de hambre y de frío y arriesgado a tantos peligros... no, no, no, eso nunca volverá a ocurrir. Por mi parte nunca más, porque si va y te pasa algo, ¿qué rumbo cojo yo? Sin vos ya no me importa nada... Y ya ves, tanto sufrir, tanta penalidad que hemos pasado juntos, y ver ahora 25


el saludo que me das. Apenas medio abrites los ojos, como si ya no quisieras mirarme ni se te diera nada que yo llegara, había que ver lo contento que te ponías antes, ¿será que al fin te está entrando lo que estas porquerías de vecinos viven gritándome? Pues cómo te parece que en eso de bruja borracha tienen mucha razón, ¿o no ves como cosa de brujería que yo, con todos los años del mundo encima, casi trepada en este bastón, levante de puerta en puerta la ración diaria? Lo de borracha tampoco es mentira. Vivo a media caña, sabrosa, como de caucho; porque hay gente entendida que sabe que a cristianos como yo nos apura más el trago que la cuchara. Dios bendiga a don Otavio que apenas me ve llegar pone la botella sobre el mostrador y me pregunta si he vuelto a decir palabras feas, entonces como yo le digo que no, me la entrega y dice: “así me gusta, compromiso es compromiso. Ojalá yo pudiera vivir anestesiado como vos. Seguí soñando Concha, seguí soñando, que de cualquier cosa nos vamos a morir”. Entonces yo agarro el frasco y me aplico el primero, y ahí sí se me quita la tristeza, ni siquiera me acuerdo de la hilacha de vida que me ha tocado arrastrar, y eso es lo que les parece muy horrible a este mugre de vecinos, envidiosos de mier... uy, casi que la digo. ¿No ves que no he vuelto a decir palabrotas? Y vos Roque, tampoco vengás ahora a hacerte el de mi alma y a voltearme el trasero. Más bien hacé el esfuerzo y te echás un sorbo de trago a ver si volvés a ser el de antes. Upa, upa, dale, levantá el ánimo, sorbé, sorbé, abrí la boca, abrila, abrila, ah, ¿no? Tranquilo, tranquilo, quedate ahí en la cama cuan largo sos, que yo me aplano aquí en el quicio a bombearme mi cabo, y a mandame el poquito trago que me quedó de la cuesta, ¿o es que también tengo que subime esa pared a palo seco? Será porque la maldita no es larga ni 26


tan junto al cielo, que si va y el resuello me saca un Dios mío, ahí mismo Dios pregunta: “¿Qué querés Concha, qué querés?”. Te dio risa, ¿no? A ver yo veo: claro que sí, ahí estás boliando quijada. Entonces como creo que ya se te compuso el genio, te advierto de una vez, que si tu pensar es quedarte conmigo hasta el final, tenés que aguantar, sin hacer las carajadas que estás haciendo ahora, que yo viva chapola, sabrosa, contenta; porque sabelo y entendelo que sin correme mis vidrios no puedo vivir. Es como si me faltaras vos, y sin vos ya no me importa ni el trago, ni nada, con solo pensalo se me anuda el pescuezo. Bebiendo y viviendo con vos es la única manera que me aguanto esta pendejada de vida sin darme cuenta de su verdad, y mientras más gatos y cocodrilos vea volando, mucho mejor me siento. Además, cuando nos distinguimos por primer vez, tenía más trago que ahora y que otros días, no podía ni teneme; acordate, y sin embargo, no encontrabas cómo demostrame lo bien que te caí; te volvites una sola zalamería y el afán por seguime no te dejaba aquietar, ¿entonces? Desde antier ni siquiera me mirás ni te alegra que llegue y lo único que te hace falta es que, como cualquier porquería de vecino, coja a piedra este pobre rancho o le meta candela como tantas veces que han querido volvemos cenizas a los dos. Anoche, por puro capricho, te subites a la cama sin pasar bocado y el run run de tus tripas no me dejó pegar el ojo, y aunque tuve el impulso de bajate a empellones y tullite a cantaleta, más bien me arrunché contra vos como siempre, y como siempre aguanté callada tus ronquidos de motor y tus triquitraques de fiesta patronal, porque a pesar de todo eso, querido Roque, has sido el único que me ha querido como soy, y has estado doce años conmigo en la buena y en la mala, sin importarte que huela a jabón o a indio desco27


bijado; que reniegue como un infierno o rece como solterona apurada; si te cuento o te vuelvo a contar mis tristezas, cuando me da la repetidora; o me trago la lengua cuando la berriadera me quita la pronuncia... pero sobre todo eso, Roque, te quiero porque nunca te ha dado por encerrame en tu puño, así, así, atafagada sin poder respirar. Es decir, acoyundada a vos como si fuera tu cuero, tu boca, tus manos, y otras veces como si yo fuera un trapo sucio pa’ limpiate el mugre. Te digo esto, queridísimo Roque, porque todos los que se acostaron conmigo en los rastrojos o en tarimas elegantes, cuando no me maduraban a trompadas, era porque andaban repitiéndome lo que no les gustaba de mí, que no dijera esto, que no me pusiera esto, que no me comportara así, que caminara asá; es decir, como si yo fuera una de esas muñecas que el almacén viste y arregla a su amaño. En cambio, vos has sido lo contrario, aprobante, compañero, confiado, seguro de mi amor. A tu lado siempre he sentido que soy yo. Pero vos tampoco te podés quejar. ¿Cuándo estoy siguiéndote, acosándote, haciéndote la vida más difícil de lo que es? ¿Cuándo? Nunca. ¿Cuántas veces te has quedado por ahí dos o tres días sin volver al rancho, sin dar señales de vida? ¿Cuántas? Sin embargo siempre te recibo con los brazos abiertos; yo sé en mi interior que soy la que manda la parada. Pero esos otros, ve que don Pepe, barrigón tan abusivo, más de dos años me tuvo encerrada en su hotel vendiéndome a sus pasajeros, y me decía que yo dizque era suya, porque me acostaba con él. Y yo me acostaba a ver si me subía la ración y no me daba tanta hambre al amanecer, pero nada, “usted es mía, y nunca se pude ir”. Pero yo que ya me le había vuelto aire a mi mamá por no criarle más mocosos, ¿no ves que apenas paría uno, empezaba a coloretiase por ver quién le hacía otro? Entonces un 28


día también se me subió la bilis con el barrigón ese de don Pepe, le uñetié una plata y ¡los que vuelan! EI viejo prendió cielo y tierra y a la cárcel fui a parar. Al principio me aburrí mucho porque las monjas nos enseñaban unas cosas de Dios que nos confundían más de lo que estábamos, no las pude entender; por qué será que Dios nunca me ha servido de nada. Pero cuando se dieron cuenta de que sabía leer y escribir, y un poco de conocimientos que le cogí a mi tía la maestra que mataron, me pusieron a enseñale a las nuevas presas. Al encontrarme con eso me pareció que era el cielo, hasta creí que existía la felicidad. Pero se llegó la hora de salir de allá dizque para organizar la vida, decían las monjas, a buscar un trabajo honrado, pero ¿a qué ladrón que estuvo preso le dan trabajo? Entonces como yo no me podía morir de hambre y, además, como no era la vieja descachalandrada que hoy ves, y estas greñas blancuzcas eran negra cascada que me llegaba a media espalda; ya sabés, porque mucho te lo he contado, de qué chiquero me llevaron al hospital casi podrida y casi ciega. Maldita sea, ya me dio otra vez la lloradera, sin embargo, Roque, cuando ya no le saco una gota a la botella y ni siquiera sé quién soy, como estoy ahora..., pero, ¿qué son esos porrazos en el techo y esta humera? Ah carajo, ya empezaron estos malditos a tirar piedra y a quemar el rancho... Úsquele, Roque, úsquele, úsquele. Salí a mordelos, salí a mordelos y si agarrás una nalga me traés la tira... pero movete, movete; mirá que nos están acabando a piedra y ahogando a humo; pero movete, movete, ¿qué te pasa? ¿Por qué tan frío, tan tieso?... no puedo creerlo, Roque; sin vos ya no me importa nada... esperate me tiendo encima de vos, así, así; hasta que estos hijueputas me maten de una pedrada y nos volvamos cenizas los dos juntos. 29



La Talega Intrigada por el tañido espaciado de las campanas y por lo que esos intervalos significaban, apenas me bajé del carro le pregunté a mi hermana cuál muerto grande hubo en el pueblo. —Grande, no —contestó—. La Talega, que se le llegó la hora. Noventa y cinco años no son un juego. —¿La Talega? Qué pesar. ¿Y sufrió mucho? —sin esperar la respuesta comenté—: En tiempos pasados doblaban así por un obispo, un alcalde, o por alguien que se destacara, ¿ahora es por cualquier muerto? —La Talega no es cualquier muerto —replicó—. Fue de los personajes más pintorescos y populares que tuvo el pueblo; pese a su vocabulario de alcantarilla, su mal olor y los mil peros que tenía, todo el mundo la quiso, y a las buenas o a las malas tuvo que ver con ella. 31


De vuelta a su humor habitual, me preguntó: —¿Te acuerdas cuando le gritábamos “Talega” y nos escondíamos? —Cómo no me voy a acordar, con los escándalos que nos armaba y las palabrotas que nos gritaba. Claro que me acuerdo. Todavía me duelen los pellizcos de mi mamá, los regaños de mi papá y la doble prohibición de salir por un mes. ¿Cómo quieres que me olvide? — las dos reímos. —Pues sí, se nos fue la Talega y se llevó a la tumba el secreto de su origen. Nunca quiso hablar de él, se volvía una cobra si se lo preguntaban. Dicen que cuando ella apareció en el pueblo, el cura de ese tiempo, como no pudo sacarle palabra de su procedencia, y ni en los despachos parroquiales, ni en los pueblos y caseríos vecinos encontró el más leve rastro de ella, no tuvo más salida que dársela al pueblo en adopción. “Siquiera mientras aparece algún duelo”, dizque dijo, interinidad que duró setenta y cinco años. Lo que más me llamaba la atención de la Talega era la dualidad de su índole. De un lado ramplona, boquisucia, desaseada, y del otro una especie de sabiduría sin cultivo, pues de repente soltaba unos comentarios tan oportunos y filosóficos que hacían pensar al que la oyera “¿De dónde sacaría esta influencia?”. Pues era extraño que una retardada mental, ignorante hasta de las vocales como ella decía, tuviera salidas tan ingeniosas. Es vox populi lo que le gritaba al avaro famoso de la tienda, cada vez que lo veía cuadrando la registradora: “Guarde bastante, don Telmo, guarde bastante que en la otra vida hay mucho que comprar”. 32


—Y cuando se coló en el velorio de la señorita Teresa —tercié a mi vez—, la solterona racista, discriminadora, que vivía en la calle de arriba, ¿te acuerdas? Decían que luego de curiosear el cadáver a su amaño, le gritó a la concurrencia: “Quedó amarilla, amarilla; igual como quedó Juancho Pelotas, el limosnero del atrio”. ¿Qué opinas? —Opino que estás caída de sueño, cansada del viaje, ¿por qué no te acuestas un rato? Más tarde hablamos hasta que se nos canse la lengua. No te preocupes por la maleta que yo la arreglo —dijo, y entornó la puerta. —No hay nada igual a la casa paterna —pensé estirándome en la cama, y ya empezaba a flotar en las brumas de la inconciencia cuando la reanudación del campanario me volvió a centrar en la Talega. Restándole los veinte años calculados por el campesino que la descubrió en el monte, y que al verla aullando desnuda a la intemperie se puso alas en los pies, y, con escalofriantes detalles, divulgó la noticia en el pueblo; el remanente de sus noventa y cinco años los vivió la Talega en el orfanato, donde el cura y el alcalde, a raíz del alboroto que propició el hallazgo de ella, volaron a buscarle cabida antes de que el campesino satanizara más la reseña. Pero si en buena parte del pueblo hablaron de exorcismos y conjuros, y se bañaron y tomaron agua bendita, la otra parte intuyó que en el trasfondo de la intoxicación supersticiosa del campesino había algún proscrito que necesitaba ayuda, y ante el mutismo posterior del alcalde y del cura, un generalizado y repetido “Hagan algo por favor” hizo que ambos hundieran a fondo sus aceleradores, y, en compañía de algunos voluntarios, 33


salieran a buscar a “la que el diablo le daba rejo por comida”. Tras atajos y andurriales, rendidos, sudorosos, objetivados por un sol que sí sabía para qué eran sus rayos, llegaron a un lugar verde abajo, y arriba, donde las chicharras con unánime do de pecho llenaban de alfileres el ambiente, y allá, a la sombra de una ceiba que a fuerza de echar codo reinaba en el paraje, encontraron a la joven que buscaban. No fue tanto el impacto que les causó su desnudez total, ni los surcos sanguinolentos que le cruzaban brazos y espalda, como el gesto de alarido mudo impreso en su rostro cobrizo, horadado por las viruelas y esa expresión estática, ausente, abstraída por completo de todo suceder terrenal. De no ser por el suspiro que pareció extraerla entera, le puso los pies en tierra, los ojos más verdes y a la defensiva; tanto cura como acompañantes le habrían agregado ceguera al diagnóstico de sordomudez, que ya tenían en mente. Dado a estas supuestas limitaciones, con mímica y sonrisas, la convencieron de partir con ellos. Le echaron encima una batola traída “por si acaso”, una prenda que las modisterías de todos los tiempos han llamado talego, pero que el pueblo le cambió de sexo, no más lo vio vistiendo a la muchacha. —Uy, parece una talega de mercado. Y como la Talega la llamaron y conocieron —pese a los madrazos y obscenidades de sus respuestas— por más de dos generaciones. La tal batola no sólo le dio su apodo vitalicio, también dio origen a una dinastía de batolas grises “Porque su anchura y color es lo único que me gusta”. Y el pueblo agregaba: “No sólo por lo holgada y por lo oscura, sino 34


por lo encubridora de mugre”; pues hacer que la Talega se bañara y cambiara de ropa, era proeza heroica de talla mayor. En los primeros días de orfanato rubricó la intrusión y la anarquía como características fundamentales de su idiosincrasia. No quedaron ropero ni alacena exentos de minucioso registro, ni olla que no asaltara y a golpe de índice dejara limpia. Cuántas veces fue cogida en flagrancia en los aposentos privados de las monjas y, pese a ser expulsada de ellos con agua bendita y con cuanto amuleto encontraban, su tozudez ganaba la parada, pues, a la primera oportunidad, disfrutaba de siestas prolongadas en las camas virginales. Pero el núcleo de su verdadero paraíso residía en los baños de ellas, donde podía medirse, a satisfacción, esas ropas íntimas que quizá por pudor o por no desvirtuar la vieja creencia de que eran cuerpos gloriosos inmunes a la miseria humana, las monjas ponían a secar en escondites inaccesibles y recónditos. Pero el que busca encuentra, y en tal menester la Talega era maestra. En cambio, esas prendas tupidas que salvaguardaban la pureza bajo la ducha, como por lo gruesas había que secarlas a cielo abierto, quedaban de tan fácil acceso que sus repetidas exhibiciones provocaron en las monjas más de un cataclismo nervioso, al verlas lucir, no sólo en los corredores del claustro, sino en las naves de la iglesia, en plena misa dominical. —¿Cuántas veces le tengo que decir, reverendo padre, que es la peor plaga que nos ha caído? —dijo de mala vuelta la superiora—. Además de sus limitaciones mentales, de las que tengo fuertes reservas, y puedo asegurar que es mucho lo que las finge, pues a veces demuestra más lucidez que cualquiera y, sin embargo, 35


es díscola, desobediente, marrullera, terca. No respeta horarios ni disciplinas. Se acuesta y se levanta a la hora que quiere. No conoce el aseo, el agua le produce horror. Entra sin permiso a cualquier parte esté o no esté vedada. Con decirle que en contra de mis principios, tuve que echarle llave a nuestros aposentos, ¿quién la aguantaba profanándolos? Pero como a usted y al señor alcalde nada de esto les parece grave, que todo es inocuo, anodino, que tengamos caridad, paciencia, ¿más todavía, reverendo padre, más todavía? El cura alzó las cejas, echó mano al breviario y se fue sin despedirse. Tal displicencia preocupó a la monja; preocupación incrementada al recordar que el cura no era un simple síndico titular, sino el donante más generoso del establecimiento y, además, “ese déficit que día a día nos está asfixiando”. Entonces convocó a las monjas de afán, y con cara de no hay nada qué hacer, les dijo: —No tenemos más remedio que aguantarla en silencio..., que sea lo que Dios quiera —dijo, alzando al cielo ojos y brazos. Al bajarlos a tierra concluyó resignada: —Y lo que ella también. Sin embargo, esa luz verde que las directivas le dieron a la Talega lo único que logró fue despertarle la sed de calle que la novedad del cambio le había dormido. Espiaba los pestillos de ventanas y puertas, seguía uno a uno los movimientos de la monja portera, “en cualquier momento se le olvida a esta vieja echar llave”; “la calle, la calle”, se decía con la perspectiva de un milagroso “ábrete sésamo”. Pero como en más de una ocasión sale lo que no se espera, cierta mañana, antes del desayuno, el narcisismo poético de la supervisora sor 36


Inés, cuya poesía redundante como gotera nocturna, cuando no propiciaba bostezos era germen de exasperación, fue el móvil inesperado que le abrió de par en par las puertas a la Talega. Todo transcurría en el orden habitual; las huérfanas, con la batola de baño puesta, esperaban en fila el turno para la ducha, cuando de súbito un ataque declamatorio arremetió a sor Inés, que ipso facto abrió el recital con un autopanegírico de reciente creación y, como los que saben dicen que la egolatría obnubila los sentidos, a sor Inés le obnubiló hasta los que no tenía y cuando al fin bajó a tierra el sol estaba alto, las huérfanas vueltas brasas rendidas de estar cambiando pie y, exenta de sol y cansancio, la Talega dormía plácidamente sobre una banca próxima a la escena. Tal placidez fue un dardo directo a la autoestima inflamada de la poetisa que, al fusionar viejos motivos con el actual, agarró un balde lleno de agua y lo vertió íntegro sobre la humanidad de la durmiente. Esta vez sí no fue la gota que llenó la copa, fue el huracán que le voló el cerrojo al concepto que tenía la Talega de las monjas que, como alcantarilla represada, se desbordó contra la castidad de ellas y de sus progenitoras y aprovechó la coyuntura para incluir a las madres de los que le volvieran a decir Talega, “Porque yo me llamo es María de Jesús”. Igual al adicto que por fin ve a su alcance la droga prohibida, logró el portón abierto mientras barrían la acera, y de un brinco alcanzó la calle, escenario natural de su autonomía. Desde entonces el pueblo la vio todos los días calle arriba y calle abajo; como la verían después varias generaciones. Las puertas abiertas democratizaron la dictadura de su apetito, tiranía que, guiada por el olfato, 37


la llevaba directamente a la cocina. Su sola figura silenciosa, acomodada en la banca, era un mensaje elocuente y persuasivo. Una vez ahíta, liberaba el característico eructo que la hizo famosa, y se iba con el mismo silencio que había llegado, dejando una estela de mal olor. Mas, con el fin de neutralizarle sus molestos efluvios, algunas dueñas de casa tuvieron la sapiente idea de intercambiar con ella comida por baño y le pusieron de señuelo al canje una nueva batola, maniobra que estampaba sonrisas de gratitud a la cariacontecida expresión de la Talega y le daba empujes de desyerbarles el solar o el patio, barrerles la acera, bañarles el perro o llevar y traer encomiendas; en una palabra, convertirse en oportuno cirineo de esos hogares. Como en todos ellos sabían la dinamita verbal de sus protestas, estaba prohibido, bajo fuerte castigo, nombrar en su presencia algo que semejara su apodo. Observaba a las personas como pintándolas con los ojos, y si algo se salía de lo normal, continuaba su camino produciendo el ronroneo ininteligible que caracterizó sus burlas. Pero si algún suceso disparaba su intriga, lanzaba al aire comentarios que, aunque burdos, iban envueltos en ironías oportunas, que, quieras o no, hacían reír. Como la vez que a determinada dama, de esas a las que no les cabe un adorno más en el traje ni en el pelo, ni en ningún lugar visible de su cuerpo, le dijo en voz alta al verla salir de misa: “Ahora sí se jodió la iglesia, ya hasta los altares se le están yendo”. Sin saber la fuente, el cómo ni el cuándo, la Talega obtuvo ciertos datos de la vida pasada de algunos habitantes vivos y muertos. Y ¡ay! del que en presencia de ella se refiriera a bolsas, costales o algo similar a su apodo, porque salían a relucir pasados bochornosos, conductas non sanctas de abuelos y bisabuelos, deudos que ocupaban sitios de honor en la 38


memoria del pueblo de sus familiares. Si el caso era femenino, peor, porque echaba a rodar cuestionamientos soterrados, las más de las veces calumniosos, el todo era que lindaran con la sangre del provocador. A todas estas, los alcaldes expedían edictos que prohibían apodos, injurias y habladurías, pero… Como la noche que se emancipó la Talega del orfanato, el cura se revolvió y se revolvió en la cama sin poder dormir un instante, hasta que con la cabeza incendiada en presagios y la firme intención de proteger la pureza de la muchacha, a altas horas obligó al sacristán a salir a buscarla por cuanto recoveco encontrara; rastreo que terminó en la mañana con el sacristán pidiendo su liquidación y la Talega dormida, desde la noche anterior, en una de las bancas del templo. —No son meras hipótesis, joven. Todo lo innombrable ocurre de noche. Yo como confesor no le temo ni esto al día, ¿pero a la noche? Se daba la bendición. Preso de tantos temores nocturnos, y consciente de la trashumancia incorregible de la Talega, el cura les propuso a las monjas que la recibieran en la noche a dormir y en el día le dejaran la puerta a discreción, propuesta que fue aceptada y cuya esencia algunos rivales políticos precisaron en coplas que echaron por debajo de la puerta, y mientras el púlpito tronó los domingos, al pueblo le hacían cosquillas cada vez que las oía. Decían más o menos: Por cuidar a la Talega el cura pide a porfía, que la encierren en la noche

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y la suelten en el día. ¿Y si de pronto sucede que la lleven, convencida, a hacerle una Taleguita en la plena luz del día? Dicho como hecho. Pero fue un Taleguito. Ante la carencia de responsabilidad materna, cierta dama humanitaria lo pidió en adopción. —Lléveselo ya —le dijo la Talega, y le soltó una primicia que elevó al clímax las antenas del chismorreo—: ni siquiera sé de cuál de todos es. Entonces el origen paterno del Taleguito quedó en conjeturas. En sus nueve años de vida fue una incógnita ambulante de las suspicacias y similitudes que generaba. “Esos ojos son de fulano”, “camina igual a zutano”, “no le sacó ni un pelo a la mamá”. Pero, como la genética no juega a los escondrijos, de un día para otro el muchacho fue adquiriendo la expresión compungida de la madre y empezó a demostrar un delirio desaforado por la calle. La única diferencia consistía en que a ella, salvo a esporádicas injurias alusivas a su apodo, nadie le perturbaba las andanzas, en cambio el Taleguito que ni se asomara a la puerta cuando ella estuviera por ahí, porque le llovían cataratas de insultos, amagos de entrarlo a rejo y la acostumbrada pregunta que, en boca de ella tomaba efecto bumerán, “¿Es que no podés vivir sin la calle, malnacido del carajo?”, y la piedra contra la puerta, cerrada de afán, sonaba a porrazo frustrado. 40


Un carro en contravía puso fin a la frecuente escena. Las únicas palabras de la madre frente al ataúd del hijo fueron: “Siquiera que ya salió de esta pendejada”. Sin verter una lágrima, se alzó de hombros y no volvió a decir palabra sobre el tema. Tampoco volvió a pasar por esa calle. En cobrar deudas perdidas o de lenta cancelación, la Talega no tuvo rival. Solamente exigía suculento menú mientras duraba el recaudo: completa hoja de vida de la parentela del deudor, ser que deseaba no haber nacido cuando la Talega, pisándole los talones todo el día, le recordaba el monto de la deuda y le agregaba las fallas de su linaje, hasta que él, sin saber qué hacer, adquiría nuevos créditos, cancelaba la deuda o desaparecía del pueblo. A pesar de su férrea salud, de la actividad que desplegaba, la Talega dio en mostrarse paliducha, desganada y con el carácter más efervescente que antes. En medio mundo veía agresores; aunque ya no acudía a los insultos ni a la piedra, escupía al pasar junto a ellos, con ademán despreciativo. Tras mil zalamerías y promesas del médico, se dejó auscultar por él. Severa patología digestiva más noventa y cinco años vividos fue su diagnóstico. La internó de urgencia en el hospital. No obstante la gravedad y somnolencia, la exasperaba el rezo continuo de la monja a cabecera de la cama, con el anuncio constante de la visita divina que vendría a curarla. Y esa última tarde le pidió, con voz titubeante: “Dígale a la visita que cuando lo necesité tantas veces nunca pudo venir. Que no se moleste ahora”, y entró en coma. Murió al amanecer. 41



Zoilita Cuando la monja directora del ancianato me puso al corriente de la anarquía que reinaba en el pensionado desde la llegada de Zoilita, dije para mí: “condición y figura hasta la sepultura”. Según la monja, las ancianas ya no madrugaban a bañarse como lo exigía el reglamento. Lo hacían a deshoras o no lo hacían. Se dieron a protestar casi a diario por la comida, y ciertos platos volvían intactos a la cocina porque, decían ellas, para eso estaban pagando. En cuanto al rezo, decían que Dios es asunto muy serio para imponerlo con sonsonetes ¡que más vale una tonga de sueño que un sartal de repeticiones! Algunas ancianas, las más enfermas, le negaban al médico desde el saludo hasta la auscultación, y no se aplicaban los remedios. “Él no sabe nada”, decían, “lo que busca es salir de nosotras”. 43


—Lo grave para usted y sus hermanos —continuó la monja—, es que así no podemos tenerles a Zoilita. Hemos comprobado que es ella la que solivianta a las demás. Todo el día las incita al desorden, y el reglamento es para cumplirlo. —Y como para endulzar el veredicto exclamó sonriendo—: ¡Quien ve lo pequeña que es!, con la cabeza ya blanca y ni el mal de Parkinson la ha podido vencer. ¡Es toda una líder! —dijo, y pidió permiso para salir un momento. Sí, toda una líder revolucionaria, pensé recordando su pasado. Porque Zoilita no sólo fue por mucho tiempo sirvienta de mi familia, sino también la fuerza motriz, el núcleo del sistema hogareño, y nosotros sus sincronizados satélites, incluido mi papá; pues imponer su voluntad a cualquier precio era algo tan inherente a ella como la sangre o el aire que respiraba. El mando fue la palanca que impulsó su vida, de no haberlo podido ejercer, no hubiera durado tanto. Y en mi hogar paterno halló campo propicio. Investida del don de la omnipresencia, no había lugar de la casa, coyuntura adversa o feliz, proceder correcto o cuestionable, donde no revoloteara su estampa de chapolita invernal, ya imponiendo un parecer de inclusiones clarividentes, ya dando órdenes en tono tan categórico e irrebatible, que, quisieras o no, había que aceptarlos; pues de lo contrario nos quitaba por semanas enteras la palabra, la mirada y un sinnúmero de complacencias, así el opositor fuera mi papá, y él apenas volteaba la cabeza para no enfrentarla, y haciéndose que no era con él, se retiraba del escenario. Sabía que desde la muerte de mi mamá, Zoilita, por autodesignación, era su copiloto, aunque la mayoría de veces usurpaba el puesto de mando. 44


Una tarde de domingo en que agosto despernancaba en el solar su incandescencia y era nulo el abanicar de tamarindos, mamoncillos y mangos, mi hermano Eugenio venteaba sus ilusiones en la altura, trepado en un columpio; mas, de súbito, se fue con sus ilusiones a una zanja y empezó a vivir la realidad con la dislocación de un tobillo. Al griterío unánime de la demás pandilla, sumado al del contuso, volaron mi papá y Zoilita. —Un médico, pronto —dijo él, con el caído en brazos. —Qué cuenta de médicos —dijo ella—; acuéstemelo aquí y téngamelo —le ordenó señalando una cama, y con la preponderancia del capitán que auxilia a un subalterno, y una fuerza antagónica a su figura, de un solo envión reacomodó el tobillo. Inmovilizó la fractura atando a cada lado del pie unos cartones que halló a la mano. —Y se me queda quieto aquí. Cuidadito, pues —dijo en su tono peculiar, señalándolo con el índice, y enseguida se acomodó en la cabecera del lecho, como si fuera en la del hijo que nunca tuvo. Tras un tiempo de dormir por decisión propia en un colchón junto a la cama del enfermo, proveer a éste de cuanto capricho se le ocurrió, contarle día y noche cuentos y demás satisfacciones, le dio de alta. —El tal médico lo tuviera todavía tullido —decía con el ego inflamado, viendo al muchacho correr de nuevo. Lo que nunca supo fueron las artimañas de las que se valió mi papá para hacerlo ver de un médico al escondido de ella. Porque eso era Zoilita: una promiscuidad de ternura y autoritarismo, de anarquía y organización, de intolerancia y humanidad. Cuántas lágrimas 45


mojaron sus hombros, cuántas angustias se volvieron nada con su consuelo. “Todo pasa en la vida, y mañana ni siquiera se va a acordar”, nos decía dándonos palmaditas de aliento. Eso sí, siempre que estuviéramos a paz y salvo con sus mandatos. De lo contrario, con el fin de ahorrarse las peroratas anárquicas de Zoilita al oír las noticias del radio, mi papá, con toda diplomacia, compró otro y lo instaló en el cuarto de ella. Despachada la comida de la noche, Zoilita se encerraba bajo llave a rumiar lo que estaba sucediendo y a leer con calma el periódico del día, afición irresistible que disfrutó hasta lo último. Si de pronto se oía a toda voz una proclama incendiaria: “Túmbenlo, túmbenlo; qué cuento de presidentes, que cada cual se gobierne como pueda”, era porque en las noticias se cuestionaba al mandatario de turno, y en el concepto de Zoilita no existía mortal que llenara los requisitos. Si se trataba de un desfalco o de una estafa oficial decía: “Muy bueno, como no pueden vivir sin quién los mande. Métanlos todos a un horno antes de que se alcen con lo que sobró”, porque para ella el que se roba un centavo le echa uña al mundo entero. Otros de los subordinados al régimen, a los que Zoilita aplicaba el rigor de su táctica marcial, sobre todo a la hora del baño, eran el perro y el gato. Lilongo, un perro negro vaquero, de complexión chata y membruda, ojos de sátiro y sistema dental apocalíptico, terror de intrusos y mal venidos, capitulaba como un moribundo en tanto Zoilita impartía la orden de treparse al lavadero. Y no era el diluvio que lo esperaba el causante de tal agonía. Era la jabonaba profusa que lo dejaba ciego y sordo y sin el beneficio de una buena sacudida, pues, a la primera intentona, Zoilita, de un manaza vertical en 46


el lomo, lo convertía en estatua, mientras le iba diciendo: “Aguantá como macho lo mismo que aguantás con cuanta vagabunda encontrás en la calle. Yo te he visto. Y ahora no es que salgás a emparrandarte con ellas, porque te baño otra vez... y con agua caliente”, y luego Lilongo, como recluta humillado, se echaba en la toalla puesta de antemano al sol. Con Pillo, el gato, la maniobra castrense no resultaba tan fácil, pues en todo escuadrón hay rebeldes y prófugos; pero Zoilita era un as para ingeniarse rastreos. Cuando menos acordaba, el desertor se veía en el lavadero sujeto al tubo con un lazo amarrado al cuello. “A feo que berriás”, le decía; “¿o es que estás ensayando tus vagabunderías del techo? Anoche nadie pudo dormir”. Como caso curioso en su tiempo, Zoilita no era religiosa. Miraba las procesiones para blandir el ají de sus filosofías. De la del Viernes Santo opinaba: “Es como sacar cada año a la calle el cadáver del papá muerto a porrazos y empujones. No le veo la finalidad al sainete ese”. Y al explicarle que era en conmemoración de la Pasión de Cristo, de lo mucho que sufrió, alzaba los hombros y decía irreverente: “Y quién lo mandó pues”. Jamás iba a la iglesia, y si se cruzaba en la acera con algún sacerdote, erguía la cabeza y continuaba sin mirarlo, entonces él se veía obligado a tirarse a la calzada, cederle el paso. “¿No es pues un hombre y yo, una mujer?”. La misma aversión por los curas sentía por las monjas. “Como no le jalan a la naturaleza, le jalan a la tiranía”, decía, exacerbada por el pellizco que una de ellas le dio a mi hermana mayor. Al recordar las que pasó en el orfanato, donde vivió su infancia y primera juventud, decía: “Porque no me gusta hablar de tristezas; pero si les contara…”, y le temblaba la voz al decirlo. 47


Como esculcar es atracción irresistible a la niñez, cierta tarde, en ausencia de Zoilita, caímos sobre su baúl. En el fondo, envuelto en un papel azul y atado con una cinta que a la vez sostenía dos hileras de violetas resecas, estaba el retrato de cuerpo entero de un hombre con bozo, chaleco y leontina. —Es un rico —dijo uno de mis hermanos. —Muy buen mozo —exclamó otra de doce años, suspirando. —Zoilita —le preguntamos a la primera oportunidad—, antes de venir a esta casa, ¿usted tuvo un amor allá en su pueblo? Pero su respuesta no satisfizo la expectativa de nuestros años y menos sus conclusiones. —¿Un amor? —preguntó, y luego dijo—, amor es sentirlo de lado y lado, no uno solo. —Se quedó pensando, y luego remató—: Cuando se vayan a enamorar fíjense si el otro también los quiere, así no se les agria la vida sintiendo a todas horas la rabiecita menuda de haber querido solos —dijo con vehemencia y se fue a sus quehaceres. Ahí iba en mis recuerdos cuando entró la superiora del ancianato pidiendo disculpas por la demora. —Entonces qué, Madre —le dije—. Si aumentamos la pensión de Zoilita, ¿podrá seguir aquí? —Pues esa es una buena solución —respondió la monja—, Zoilita es tan terrible que hace por mil. Pero está bien, que se quede.

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Diálogos con el más allá Como a la doctora Dalita del Río no le basta la noche para dialogar con los muertos, reanuda los coloquios en el baño de la oficina, en la hora del descanso y en cuanto lugar pueda desaparecer sin que subalternos y altos mandos la cojan en flagrancia. Ya en la casa, reactiva su caparazón de erizo y lanza uno que otro desplante de cuya contundencia es ducha, desdén que aplaca los sermones que le echan doña Luz, la madre, y su hermano Roberto. —Soy Dalita, de apellido me mando —les advierte—. ¿O porque soy viuda y sin hijos me ven como una hija de familia? Veintiocho años son suficientes para empuñar las propias riendas. Y si supieran el grado de espiritualidad que se obtiene al hablar con los muertos, no se burlarían tanto. Pero es inútil, esto es para mentes superiores —termina irónica, y sin conceder derecho a 49


réplica, haciéndole extraños sobijos al amuleto que le pende del cuello, sale al balcón a saludar a su infaltable mata de sábila, para que la buena suerte la tenga siempre en cuenta. Con las compañeras de trabajo la relación es distinta, pues Dalita, sin quién la cuestione ni se burle de ella, al menos de frente, comparte su sapiencia de los temas inescrutables que le permiten caminar por laberintos y arcanos, y como ve en determinadas colegas posibles adeptas a la fascinación que a ella la subyuga, trata con medios persuasivos de decidirlas. —Si fue el mismo Dios quien nos concedió la facultad de hablar con los muertos, ¿qué hay de malo en hacerlo? —les dice—. Antes es que los sacamos de la soledad en que están. Entre ellos hay muy buenos conversadores, y en cuanto a clarividencia nadie les gana. Por ejemplo, si le preguntas a un espíritu cómo ha sido tu vida, te dice con detalles los pormenores de ella, así sean intimidades que tú celosamente escondes. Son tan exactos al contar tus secretos, que es como si tú misma los estuvieras contando. Pongamos que en la mañana planeas una cuestión que por lo grave a nadie se lo has manifestado, por ejemplo la búsqueda de un nuevo empleo, una mala jugada al jefe, en fin, algo por el estilo; en la noche te la dicen sin que le falte detalle, ¿no es maravilloso? A esos iluminados los invoco a diario y me son tan indispensables como ir martes y viernes a que una mentalista me eche las cartas. Aunque mi mamá diga que me voy a chiflar y mi hermano pregunte que para donde más, no me pierdo ni la adivinada de la suerte ni el contactar los muertos —y sin dar pausa al auditorio continúa—: También hay otros espíritus que aunque escudriñen tu vida y descubran tus secretos, 50


de los de ellos no sueltan sílaba. Casi siempre esos son los que apenas conociste de vista o de oídas, y como no te cuentan ni siquiera algún hecho trivial que adrede dejaron oculto, es mejor evitarlos. Son agobiantes y taciturnos, lo único que producen es sueño. Pero si lo que quieres es una charla donde el espíritu desparrame la lengua, invoca a familiares y a amigos íntimos, que con ellos pasarás la noche sin sentirla. Como saben que estás enterada de lo que hicieron en vida, no te dicen mentiras. Son contertulios deliciosos y la charla te saldrá espléndida. Los espíritus se van convirtiendo en parte de la vida. Una de las que oía la cátedra de Dalita, y que no desvió la mirada de ella mientras hablaba, le dice a modo de conclusión: —Pues yo con esos ojos tan verdes, ese pelo rojizo y el sexy que tienes, en lugar de vivir invocando muertos, estaría luchando por echarle el guante a un vivo. —Qué falta de espiritualidad la tuya, ¿no? —contesta ofendida Dalita y se aleja del grupo. Para lograr las charlas que tan convincente promueve Dalita, no se requiere más que sumergir la mente en una hondura sin fondo y llamar al espíritu por su nombre de pila. También una tabla llamada ouija, con el alfabeto pintado en media luna, números del cero al nueve en fila horizontal, y un sí y un no inapelables, escritos en ella. Completa la ouija el señalador o guía, que movido por el índice de la médium va conformando letra por letra las palabras que diga el espíritu invocado. Tal señalador bien puede ser una ficha de juego de mesa, un redondel de plástico, una copa de vino boca abajo, o una tapa de cerveza, lo esencial es que esté 51


pringado de chorreadura de cirio, pues tales chisguetes le dan a la charla confiabilidad y buen tono, sobre todo si el cirio, además de ser robado, es sobrante de velorio de rico. De ser de muerto común se corre el riesgo de que las ánimas de postín, como son las invocadas por Dalita, sean suplantadas por otras de baja procedencia, pues sus dichos obscenos, eructos y vientos indecorosos revelan de inmediato su baja extracción. También, que espíritus burlones asalten el recinto con risas esporádicas, bailoteos de muebles, apagadas de luces y, lo peor de los peores, que al sentirse de nuevo en su medio terrestre, decidan perpetuarse en él. —Hace poco se coló uno de estos a mi ouija —cuenta Dalita—. Pero como en la última regresión que me hicieron, descubrí que, treinta siglos antes de Cristo, fui nigromante oficial en el gobierno de Buchiriaman II; un mentalista amigo reincorporó mis poderes y, en un dos por tres, saqué corriendo al intruso. —Y si no se tienen a mano poderes de nigromante oficial, ¿qué se hace? —preguntó alguien. —Tenemos el exorcismo como lo más efectivo —respondió Dalita—. Pero por razones humanitarias casi nunca lo empleamos, pues si la dimensión en la que se halla el intruso es demasiado elevada, más penas tendrá qué purgar eternamente y nos da pesar de él. Para obviar tales riesgos, dada la escasez de muerte renombrada y al déficit continuo de cera inmunizante, Dalita ha resuelto que cuando a un rico, conocido o no por ella, se le esté venciendo el plazo aquel, cancelará toda actividad por imperiosa que sea, pedirá permiso indefinido en la empresa para estar puntual en el sepelio y presentarle a los duelos credencial de amistad 52


con el muerto, y, en el revoltijo de la salida del féretro a su destino final, echar con disimulo un cabo de cirio al bolso. —Es con lo único que se blinda la ouija, nos lo dice y nos lo repite el gran ocultista Henoc en sus conferencias de los jueves —explica la aventajada alumna. Contra la suposición de los que conocieron las desavenencias con Iván, el esposo muerto hace dos años, más tres que agonizaron juntos en la trasnochada rivalidad de los sexos, éste fue el primer invitado que Dalita llamó a su ouija. Es lógico que al seguir, punto por punto, las disciplinas del ocultista, el debut tuviera el éxito que tuvo; aunque cuando el esposo la saludó con el añorado “Hola” casi se va a acompañarlo al sepulcro, y un grito que le salió desde los pies, despertó el amanecer y el vecindario. La tozudez de llamarlo a todas horas como lo hizo en vida afinó su predisposición esotérica y hoy, entre sus muchos contertulios, está el esposo a todas horas en primera fila. Rompió la primera entrevista conyugal haciéndole la pregunta cliché: —¿Cómo estás? –Muy triste sin ti. Te extraño mucho, mi amor —respondió él. Dalita estupefacta ante palabras que se extinguieron con la luna de miel, verificó si el que hablaba era Iván, el esposo, o algún metomentodo infiltrado, pero Iván corroboró su presencia al recordarle los buenos momentos del principio, lo mucho que reían juntos, las 53


fiestas que disfrutaron, y todo esto sin un solo amago de quererla cambiar, sin decirle una sola palabra que le exigiera razonamiento y lógica, sin nada de que “por favor, estrenara la mente”. Todo se reducía a gentilezas y piropos. Dalita, feliz con cambio tan radical, descubrió entusiasmada que los maridos se quieren intensamente es después de muertos, porque ahí es donde piensan igual a las esposas. Pero como de la condición nadie se escapa, al oírlo accesible, inmerso en positivismo, dio en cobrarle unas deudas de efecto retroactivo que taladraban su ego con vigencia permanente: —¿Aún piensas que la mujer es inferior al hombre? — preguntó con el tono del que quiere avivar un incendio y al borde del llanto agregó—: Y si te alegaba que era al contrario, respondías que lo demostrara con hechos, unas veces furioso y otras con un sarcasmo que me golpeaba más que tu ira. —La mujer es mil y mil veces superior al hombre —declaró Iván, contrito—. Yo viví errado al respecto. Perdóname. Si bien desarmada con tal declaración, Dalita persistió en el ataque, sacó a flote otras injurias que, de no ser por el accidente de Iván, los hubiera llevado mucho antes a un rompimiento irremediable. —¿Entonces mi cerebro no es solamente basura? —Te dije que viví errado. Eres la mujer más inteligente del mundo. Subsanada la diatriba constante que les impidió disfrutar sus relaciones, Dalita, con la autoestima en cumbres 54


estratosféricas, optó por calmarse y dar apertura a la variada, como habitual, hilera de quejas: la lidia con los subalternos, lo que le costaba madrugar, el ultimátum del jefe que escribió en las paredes: Eficiencia, ouijas no. Ni una superstición más en la empresa. —¿Superstición? —interrumpió Iván—. Muy primario, el espiritismo es una ciencia para mentes evolucionadas. Dalita aplaudió satisfecha y continuó su salterio: —Me pienso mudar al apartamento pequeño y dejar el grande para renta. No aguanto ya las burlas de mi mamá y de mi hermano. Ni siquiera puedo encender una varita de incienso porque a mi mamá dizque le huele a misa cantada y a Roberto a entierro de rico. ¿Qué opinas de eso? —preguntó y sintió en su interior deliciosa fruición de victoria, al comprobar que las soluciones que él daba a sus proyectos eran las mismas que su mente había concebido. A los pocos días, Dalita les dijo a sus amigas: —No sé cuál espíritu está enojado conmigo. Van dos veces que me da unos empujones que por nada me tumban. Pienso ir donde el ocultista Henoc a que me aplique energía. —¿A qué te aplique energía? ¿Como a un fogón o a una plancha? —preguntó una de ellas ocultando la risa. Dalita le explicó el proceso: —Te acuesta en una camilla y sin tocarte un pelo, pasa y pasa sobre ti un péndulo con vidrios de colores, has55


ta que vas sintiendo una agradable somnolencia y te quedas dormida. Luego te da a beber una infusión preparada por él mismo. Unas veces sabe a manzanilla y otras a hierbabuena, pero al ponerte de pie te sientes dispuesta a afrontar cualquier cataclismo. —¿Y cobra muy alto? —Claro que cobra muy alto, pero es que al mejor se le paga lo que pida. Hoy Dalita vive sola en el apartamento pequeño. La mudanza programada para principio del año, la adelantó tres meses un espíritu intruso que se coló en la ouija. En un amanecer reciente, el sueño de doña Luz naufragó con las estridencias de Dalita, que le exigía a alguien abandonar de inmediato la alcoba. —¡Qué le pasaría ahora! —pensó doña Luz—. A quién estará echando ya. Qué tal si el brujo ese no la embarca en el mito del espiritismo, ¿ah?, esperen y verán —concluyó de súbito y saltó de la cama. Encontró a Dalita desgreñada, cadavérica, con ojos de perplejidad vítrea que miraban sin ver, ordenándole en tono perentorio a un sillón vacío que, bajo amenaza de exorcismo, regresara de inmediato a su mausoleo egipcio. —Ahora sí te desclavaste de veras —susurró doña Luz, pero Dalita de índice en los labios pidió silencio, y dando diente con diente anunció la jerarquía del espíritu intruso. —Es Cleopatra, mamá —dijo como quien dice lo último de su vida; mas, reforzada con la presencia materna, vigorizó la voz y, envalentonada, dijo: 56


—Pero por coronas y cetros que tenga debe irse ahora mismo de aquí, pues violó normas establecidas en los tratados del Espiritismo Internacional, metiéndose en mi ouija sin nadie llamarla. —Y subiendo el volumen—: O se retira ya, majestad, o se atiene a las consecuencias de un conjuro. —¿Y es qué Cleopatra habla español? —preguntó doña Luz con supuesta ingenuidad—. ¿Si entiende el idioma de nosotros? —Qué ignorancia mamá, qué vergüenza, los muertos son políglotas. —Y vuelta al sillón vacío–: Qué hubo, majestad, necesito ahora mismo desocupe la alcoba. Pese a la inquietud de doña Luz por tal desvarío, pudo más su jocosidad proverbial, y atacada de repentina premura dijo: —No, no, ni riesgos, no la eches todavía. Llama primero a los medios, a la televisión, a las emisoras, a los periódicos, para que cubran esta gigantesca bomba. Que Cleopatra esté de visita en la tierra es lo más extraordinario que ha ocurrido en la historia. Apúrate a llamar, pero pronto, qué esperas. Y deja de hacerle brujerías a la reina que se nos va sin que lleguen los periodistas. Ve pronto a llamarlos, que yo mientras tanto la atiendo como ella se merece. Despertado por las voces, Roberto terció en la escena: —¿Qué pasa aquí? —dijo desconcertado al ver a Dalita haciéndole pases cabalísticos a un sillón vacío, en tanto que doña Luz, entre venias y genuflexiones, le ofrecía, al mismo sillón, tinto, gaseosa o lo que gustara tomar.

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—Hasta que esta loca chifle también a mi mamá —pensó al mirar la tabla ouija y hacerla culpable de tanta sinrazón. Sintió en las venas chisporroteos de incendio, y, sin medir consecuencias, le echó mano y la tiró por el balcón acompañada de dos palabrotas compuestas de deslices maternos. —¿Crees que los gringos llegaron a la Luna en una escoba de bruja? —le preguntó Roberto fuera de sí—. ¿O que los muertos están tras la puerta a tu disposición? No sé para qué tanto estudio si no adquiriste un mínimo de objetividad y sentido común. Cada día más supersticiosa y fanática; un ser fanático es lo más detestable y dañino que hay en la sociedad. ¿Por qué no vas donde un psiquiatra? Esa fantasía morbosa debe tener remedio. ¿O es que te parece muy sano creer que los muertos contesten lo que tú quieras? ¿No te das cuenta que eres tú misma la que contestas? Por Dios, bájate de esa nube estúpida, y actúa como el ser común y corriente que eres. ¿No ves que te estás enloqueciendo y nosotros también? —dijo, y al ver a doña Luz pálida y ojerosa, sin deseos ya de hablar, propuso—: Acostémonos que este trasnocho le hace daño a mi mamá. Mas el ping-pong de ofensas siguió hasta bien entrado el día, y pese a que los vecinos y transeúntes pararon oreja y fisgonearon hasta más no poder, se quedaron sin saber cuál fue el móvil del conflicto, y el único en saberlo fue el sol que vestido de luces irrumpió en la alcoba y, con desfachatez de intruso, se acomodó a sus anchas en el sillón en el que estuvo Cleopatra. Al oír que un chismorreo de ultratumba se enfrentaba a una ausencia total de sentido común, defraudado dijo:

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—Tanta luz como le ha dado al hombre y no he visto aún ni un cerebro totalmente iluminado —ligero, ligero abandonó el recinto. A todas estas, Dalita era incapaz de alegar más. El recuerdo al atropello de su ouija la dejó muda y paralizada. Nunca pensó que su hermano llegara a tanto. —La ignorancia es atrevida —logró clarificar entre las nebulosas que la envolvían—. ¿No saber que una ouija activada, y nada menos que con Cleopatra, es tan explosiva como la dinamita? Mas si así lo quisieron, que se atengan a las consecuencias. Esa tarde, desde la acera, les gritó a doña Luz y a Roberto, que estaban en el balcón: —Ahí les dejo a la reina instalada, que les aproveche —dijo y se subió al carro del trasteo.

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Marca indeleble El árbol no guarda recuerdos de su floración, sino de las heridas hechas en su tronco José Eustasio Rivera

Con el viejo rencor activado de nuevo y, con él, la sensación de ese algo insoportable y conocido; después de cuidados extremos por no despertar hijos y esposo, después de pactar en vano una tregua a la memoria, y como los pasos molestos pero obligados hay que darlos cuanto antes, y sin esperar a que amaneciera, salí hacia la casa de ella, seis cuadras más allá de la mía. Si la acuarela del alba aún en ciernes no calmaba mi alteración, como en la infancia, al menos serviría de dique a la avalancha de pasado que la noticia me tiró encima; pero el amanecer coloreado, que deseaba solidario con mi estado de ánimo, cambió la locura policroma de otros días por nubosidades amorfas, azabachadas, y por un parpadeo de relámpagos que producían intermitencias luminosas en los urapanes de la avenida. 61


La percusión de mis pasos en las calles adormecidas de soledad me recordó el tamboreo de esas exequias tribales vistas en televisión. A propósito, pensé: “Qué bueno fuera que los prejuicios más bien me hubieran obligado a uno de esos rituales carentes del snob y la hipocresía que voy a presenciar en éste; pero no, me obligan es a ir a uno que exprimirá y exprimirá mis recuerdos, hasta que brote de nuevo el intenso rencor que tanto he bregado a erradicar”. Un meteoro con uniforme de celador pasó casi rozándome con la cicla. —¡Eh, cuál es el afán! —protesté asustada, pero contra quién, si más demoré en decirlo que él, como si fuera la vida, en llegar a los confines de la calle. Apuré el paso palpándome la cara, los brazos, el cuello, tratando de percibir aunque fuera un átomo de ese algo insufrible que hacía tiempo no había vuelto a sentir. Pero todo espionaje fue inútil, pues aparte de crearme sensación de presencia, no daba síntomas de configuración. Entonces, como a las buenas o a las malas el vivir nos cura de miedos, me encogí de hombros y me di a especular sobre su naturaleza, y, a lo mejor, impulsada por algún reflejo inconsciente, lo registré en el género de lo sobrenatural, materia que el pensum escolar de mi tiempo llamó Instrucción Religiosa, pero que las monjas convirtieron, según su saber y entender, en una especie de apocalipsis, más terrorífico aún que el bíblico original. ¡Y en qué problemas se vieron al tener que dar testimonios de pérdida total en las mentes de algunas alumnas! Fijaciones, locuras místicas, fanatismo, desequilibrio y mil etcéteras más, trastornos que según los entendidos son consecuencia de esa pedagogía. 62


En lo que a mí concierne, siempre he pensado que la total incredulidad en los tabúes, y lo demás de su especie, no se debe al escepticismo que tío Eduardo me imprimió respecto a toda ficción, bien fueran apariciones de la Virgen, de las almas benditas, del diablo, de las brujas y todo lo que abarca la imaginación popular. Supersticiones que al principio me lesionaron, pero que más adelante me divirtieron, y no porque fuera distinta o de una pasta especial; fue porque aparte de la influencia de tío Eduardo, los mitos le cedieron el espacio a una incierta seguridad, desequilibrio que antagónico a las quimeras, tenía la realidad de lo tangible y que nació al percibir desde temprano la inconsistencia del suelo que pisaba y al absorber sin protesta tantos y tan repetidos ultrajes a mi orgullo y desvalimiento. Como si sentirme mostrenco fuera un juego, el muro que me significaba tío Eduardo, la única fortaleza confiable, también empezó a derrumbarse, al oírle decir por lo bajo a uno de los que iban a jugar cartas con él, que mientras tío Eduardo y la esposa no controlaran en mi presencia sus explosiones temperamentales, que se olvidaran de la coraza que deseaban para mi vida, si en cada pelea volvían trizas mi estabilidad emocional, ¿con cuál coraza soñaba, sobre todo él? Que mimos, paseos y regalos no bastaban, y menos con esa esposa que cada mirada era un regaño. Y aunque esto último lo dijo en broma, era verdad. Mi impuesta presencia exacerbó en ella su egoísmo congénito, sus derechos de ama de casa, el incisivo prurito por transferirme sus convicciones religiosas, su perfeccionismo respecto a los quehaceres domésticos que me imponía, hasta el punto de dar alaridos y anunciar la proximidad de su muerte, si no barría ya mismo esa hebra de hilo. 63


—No le hagas caso —decía tío Eduardo, oyera ella o no—. Son histerismos de nueva rica, ¿no has oído decir que cuando alguien no ha visto un centavo, cuando lo ve se muere? Y trocaba el asunto con juegos de pelota, de balón, de cometas, instantes antepuestos a mi crónica situación de estupor, cuya finalidad consistía, como él lo reiteraba a toda hora, en crearme una armadura invulnerable para la vida. Sin embargo, el blindaje deseado no tuvo cobertura total. Muchos espacios quedaron a la intemperie y en ellos se grabaron, como con un cincel, algunas de esas escenas que los niños presencian en silencio, temerosos, impotentes, y que más tarde ni ellos ni nadie logran explicar el porqué de esos caos personales, cuando no judiciales. En uno de los brincos de la memoria, veo con frecuencia, como con lupa, las llamas que una tarde salían de los ojos de tío Eduardo, al oír los miedos religiosos que traje del colegio. La furia con la que a dos manos se rascaba la cabeza, mientras reunía juicios afines al tema, para luego lanzarlos al aire, cayeran donde cayeran. —Vea, mi muchachita —me dijo al fin con tono suave, pero con la púa soslayada de siempre—, no crea sino en lo que sus ojos vean y sus manos toquen, lo demás es basura mitológica, carajadas, mi muchachita, invenciones de mentes enfermas... —Ateo irresponsable —irrumpió ella con ira de fanático atacado—. ¿Para quitarle la fe la trajiste a vivir con nosotros? Por qué no la dejaste en su casa con sus dos sirvientas y una institutriz, ¿no te parecieron suficientes?

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—Sí, pero creciendo entre afectos prestados... y ahora contéstame esto, pero déjame hablar, no me interrumpas, no me interrumpas te digo. Tú tan cristiana, tan rezandera, tan pegada a la Iglesia y a los curas, ¿cómo es que no sientes piedad por una niña a la que un accidente absurdo le quita a sus padres? ¿Qué clase de religión es esa tan inhumana? —¿Inhumana? Pues, aunque no lo creas, es la única verdadera. —Eso de verdadera está por verse. Son pocos los que cumplen con sus mandatos, menos los que entienden su filosofía... Verbigracia, tú. —¿Yo? A ver, a ver, ¿qué tienes que decir de mí?, en veintiocho años de casados, ¿te he faltado alguna vez? Y no me cambies el tema. Esta niña no es ninguna indefensa. Su papá le dejó de qué vivir; con un viaje cada tres o cuatro meses habrías tenido para vigilarle sus bienes y de paso verla. Pero como había que feriarle todo y traérmela a invadir mi casa. Nunca has pensado en mí. —Que índole tan cobarde la tuya, ¿no? Cuando algo te contraría, no hallas más trompo de poner que un débil. Aunque lo sepas muy bien, quiero recordarte esto por última vez, así que óyeme y no me interrumpas. Darío era mi hermano menor y Lilia no era una cuñada cualquiera, y yo no fui capaz de dejarles su hija sola, sin familia, en un país impersonal y frío como es Estados Unidos. Mucho progreso, mucha tecnología, mucho de todo, pero cero en afecto y en calor humano. Al ver mi expectación al borde del llanto, me picó con malicia los ojos y le dijo a ella sonriendo:

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—No tienes por qué enojarte, ¿no ves que te evité los horrores del parto y te traje una hija de nueve años? Pero ella nunca supo de armisticios, y con la furia saliéndole hasta por los poros, le gritó unos enredajos que yo en mi corta edad no entendí, algo parecido a albaceas, tuterías y muchas otras que juzgué inofensivas por la calma que él demostraba al oírlas, pero cuando le gritó algo así como latrocinio, ahí sí se le disparó el seguro y se trenzó con ella en un pingpong de ofensas, certamen que acabó con la lluvia de cristales propiciada por el puntapié que él le dio a una consola, y por el proyectil de un cenicero que no sé cómo no fue el blanco mi cabeza, y él, al echar mano al saco, decía para sí: “Carajo, ¡qué cura mataría yo!”. Luego, con voz de catarata: —¿Que la ponga a tu nombre para donarla a la Iglesia?, sueña, estúpida, que eso relaja —y convertido en huracán, tiró la puerta. Ella le gritó por la ventana: —Lo que te falta, ateo imbécil, es temor de Dios. El temblor casi no me dejaba sostener. Por intuición entreví que, como siempre, la culpa caería sobre mí. Lo más dramático era que, luego de tales encuentros, tío Eduardo no venía a dormir a la casa. Así que sin él me esperaba una noche acompañada de diablos y brujas en el cuarto de los trebejos, y, de ñapa, la ansiedad enloquecedora por ver pronto, debajo de la puerta, la línea refulgente que me anunciaba el día. Iba tan absorta en mi rumiar que por poco no advierto la presencia de un gato que salió de la nada, cuyos ojos a la defensiva eran dos evidencias fosforescentes de la 66


saturnal que acababa de disfrutar, y que, tras mirarme desconcertado y aprensivo, cruzó la calzada con la rapidez culposa de “el que la debe la teme”. Pese a que fue irremplazable el Pillo de mi infancia, el adorable gatico, regalo de tío Eduardo cuando cumplí diez años, siento ante cualquiera de sus congéneres, impulsos irreprimibles por acariciarlo y buscarle juego, aunque los altibajos de la vida ya hayan menguado uno de los traumatismos relevantes de mi indefensión; como cuando, desde el ventanal de arriba, la vi a ella abajo, en la puerta de entrada, con un rictus de agrado íntimo en los labios de represalia sin contendor, mientras, segura de que nadie la veía, regalaba a Pillo: lo obligaba a entrar al costal de un mendigo. Hoy, cuando han pasado muchos años, al revivir ese episodio, tengo la sensación de una magulladura incurable. —Pillo me estuviera acompañando; si tío Eduardo no se hubiera ido a vivir con esa mujer, no habría dejado que lo regalara. Lo único que me falta es que él también se vaya para el cielo como mi papá y mi mamá —lloraban mis doce años contra la almohada. Entonces el diablillo del desquite soltó las barreras con las que lo detenían los complejos de la orfandad, e inauguró su libertad con el valioso collar de ella, herencia de la abuela. Las perlas, como atacadas de repentino efecto dominó, echaron a rodar una tras otra en plena misa. La camándula traída de Tierra Santa, “bendecida por Su Santidad en persona”, amaneció y no anocheció. Ella puso la casa patas arriba, volteó enseres al derecho y al revés, pero no buscó en la alcantarilla de la esquina.

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Tal pérdida alarmó de tal modo al señor cura, que aportó a la aparición una serie de misas oficiadas en la casa; le adjuntó al obsequio el exorcismo de cuanto germen pudiera reproducir al maligno, y mientras rociaba la última gota bendita, un cuadro de la Virgen que presidía la alcoba de ella se volvió añicos contra el suelo. Por supuesto que estas revanchas tan susceptibles de desenmascarar requerían extremada cautela y buen espacio entre ellas; en cambio escupirle la sopa, los jugos, el agua y demás líquidos, como el hecho gozaba de segura impunidad al no dejar prueba, ocurría a diario, a todas horas y sin perder ocasión, y a la par que el desquite incrementaba contentos, el rencor ganaba terrenos y con él la sensación angustiosa de no aprender a olvidar. La inminencia de la lluvia no impidió que me sentara en una de las banquitas del parque vecino a la casa de ella. “Cinco años que el rencor me vedó estas latitudes. Cinco años que, aquí mismo, tomé posesión de mis bienes. Cinco años que tío Eduardo me entregó los papeles que los refrendaban. Todo claro, explicado, coherente, y oír las acusaciones que ella le hizo al respecto. Razón tenía Elvirita cuando, refiriéndose a ella, blanqueaba los ojos y rezaba en la cocina después del regaño: —…que para perdición de las almas andan por el mundo, amén —y se santiguaba. A pesar de todo ella sobrevivió tres años a tío Eduardo. El recuerdo de él propició tal bajón en mis sentimientos que, contra el cielo apenas medio iluminado por la hora, vi los arbustos ya desnudos a costa del viento, como espectros renegridos con extremidades pendencieras. Los mismos caminitos de piedra ribeteados de 68


trébol, el mismo lago circular y el mismo rencor, la misma impotencia ante el esfuerzo por querer perdonar y no lograrlo, esta frustración que, avergonzada, escondía desde niña, me anudó la garganta y me encharcó los ojos. Tanto como decía tío Eduardo cuando me encontraba naufragando entre el llanto, bien fuera en el internado o en cualquier parte, que no encendiera el retrovisor de los pesares: —…porque éstos no sólo te generan autocompasiones de este calibre, sino que te erosionan fuertemente la personalidad —me secaba los ojos con su pañuelo y continuaba—, y yo quiero que cultives un carácter en el que dificultades, odios y tristezas reboten. Y no se te olvide que los únicos sin problemas ni recuerdos son los muertos. Yo oía estos y otros mensajes con la percepción de un autista, como quien oye zumbar un enjambre, pero la continua reiteración de ellos, poco a poco, me hizo comprender la superación y el cambio que contenían. A costa de grandes esfuerzos, me propuse hacer dos efectivos, especialmente en la terquedad de mi temperamento. Escudriñaba en vano algo dulce en la infancia, traté de comprender a su verdugo. Con el matrimonio, los hijos y demás novedades, el resentimiento pasó a ser un negro nubarrón que creí ya evaporado. Pero la eventualidad de esa noticia borró esfuerzos y promesas, puso al día el ayer como si ya no fuera un cheque cancelado, y, entre ráfagas evocadoras de la niñez, el rencor brotó de nuevo con la intensidad de antes. “A lo que vine”, pensé resuelta, y en dos pasos estuve frente al portón de entrada. Un aviso pendía de una de 69


sus alas abiertas. “El nombre de ella en letras de molde, la hora del funeral… Nada somos, carajo”, pensé, impregnada de tío Eduardo. Miré hacia adentro: un cura rociaba agua bendita, alguien repartía tintos, el proverbial sonsonete de los rezos, el féretro en la sala. Nunca quiso que la velaran en otra parte; al sentir que revivía el pasado en el presente, una rebeldía súbita olvidó el “qué dirán”, y con mi infierno escondido a cuestas y la convicción de que por siempre odiaría su recuerdo, di la espalda y me fui a casa.

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Puerta al vacío (Que tu secreto se descubriera en el primer aniversario de la muerte de Juan fue coincidencia, Virgelina. Por mi mente jamás pasó la más leve sospecha. Vine por complacerte, bien conoces mi criterio respecto a los funerales. No obstante, por tolerancia al acato que das a la tradición, acudí al llamado, desprevenida, indiferente como siempre a tu excentricidad. Y si fuese cierta mi intromisión en tu vida privada, hoy ésta no sería un caos de quimeras. La persistencia a asignarme tus desdichas me había creado una especie de callosidad, un oír sin oír, como en esos días de invierno en que apenas sentimos la lluvia si nos moja. Pero hoy la evidencia de tu tragedia instigó mi sensibilidad y al descaminar lo andado, oí el grito retrospectivo de tu temperamento pidiendo ayuda. 71


Es imposible reincidir en ofensas frente a lo sucedido. La finalidad de ésta es situarte en el ángulo que me destinó la vida y que, una vez sosegada, te pongas en él y comprendas que no sólo en el tuyo hubo espinas). —Apenas pisé la puerta supe el agua que me mojaba con su saludo. Y al darse cuenta que ustedes no habían ido, ahí sí se destapó: qué despreciativos con el papá, como fue de bueno, de tierno, de amable, y todas las cualidades que encontramos en los humanos cuando están muertos. Que yo no les infundí amor filial, que por cartones que hubieran sacado no valían cinco sin sentimientos, en fin... ¡ya ustedes la conocen! —¡Qué pesar de la tía Virgelina, mamá! Nosotros deberíamos haber ido aunque fuera por darle gusto a ella. ¡Pero ese calor tan espantoso y todo el día uno metido entre la iglesia! ¿Y qué hiciste entonces? —La calmé como pude. Encabecé las ceremonias enlutadísima, juagada en sudor, sin ver la hora de que terminaran. Cuando los curas le cantaban al catafalco, creí que me iba a asfixiar. —¿Catafalco, mamá? —Pues ese simulacro de ataúd que colocan al pie del altar, cubierto con mantos negros; y como si ahí estuviera el muerto, le dan vueltas llamándolo hermano en latín, y rociándolo con agua bendita. ¡Le debe haber costado un platal a Virgelina! —¡Y ella feliz con ese teatro! —¡Ah, sí! Pero muy nerviosa y llorando mucho. Yo dizque tan avispada que he sido y todo me cogió de sorpresa. ¡Nunca creí que ella lo hubiera querido tanto! 72


—La tía sí lo quiso mucho, mamá. ¡Mi papá también fue muy vivo! No hacía sino echarle flores para que le hiciera parva y lo atendiera a cuerpo de rey cuando iba. Sabía que con eso la ponía a comer en la mano. Pero ¿al fin qué pasó? Nosotros no te esperábamos hasta la otra semana. —Si dejan hablar sin interrumpir les cuento. No nos faltaba sino la visita al cementerio y estábamos esperando a que cayera un poco el sol. Yo callada, aguantándole pipos y desaires, cuando de pronto, por cualquier bobada se desborda en insultos y se encierra en el cuarto. Me sentí incapaz de soportarla más y se lo dije a Elvirita. —No le haga caso —me contestó—, la niña Virgelina desde antes de nacer ya tenía caprichos. Mujer que no se casa pone mucho problema y más ahora tan de mala vuelta la pobre. —Se tiene que mantener de mala vuelta una persona sin nada que hacer, porque, aparte de lamer ladrillo, ¿cuál otra actividad tiene Virgelina? —Ninguna, niña Liberata. Sin embargo, ¿no sabe que últimamente le dio por guardar papel de cartas? Todos los días me manda a comprar, y se encierra no sé a qué. Ella ha sido muy amiga de acumular embelecos. ¿No se acuerda cómo la regañaba su papá por eso? —¡Sea lo que sea no la aguanto más! Ahí te la dejo. Es la última vez que vuelvo. —¿La última vez, niña Liberata? ¿Va a abandonar a su única hermana cuando más la necesita? Usted también la necesitó al morir misiá Cándida. Apenas mocita y criándola como si fuera su mamá. Todo el mundo se admiraba. 73


—Aplaudir desde la barrera es muy fácil, Elvirita. —Yo no he estado nunca en la barrera, siempre he estado entre el baile. Lo que pasa es que la niña Virgelina está ahora muy enferma, pero la ha querido como a una hija. (La vida es incansable en sus sorpresas, Virgelina. Cuando, a estas alturas, me sentía inmune a sus asombros, un balde de agua helada me bañaba de repente. Tuve que asirme al borde de tu cama para no caer. En cada línea plasmas sucesos desvanecidos ya en mi mente y seguro inadvertidos en la de Juan, pero que alimentaron la tuya hasta darle consistencia a tu sueño. Bastó leer una y comprender la magnitud de tu infortunio. No estoy escandalizada ni ofendida como crees. Fue el clímax de un proceso originado en tu soledad. De condenar a alguien, sería a mí misma, porque la desidia ante los problemas ajenos no debe tener perdón. Nada justifica el despilfarro de la vida, y del malogro de la tuya eres la menos culpable. Desprovista de armas y sin oportunidad de forjarlas, creaste un mundo a tu amaño, incapaz de afrontar el real). —Pero ahora me odia como a su peor enemiga. No me puede ver, Elvirita. —Si la odiara tanto, niña Liberata, no la llamaría para todo. —¡Virgelina ha sido siempre desconcertante! —¿Y si usted se la lleva y la hace ver de un médico bien bueno? Los de pueblo no mandan sino aguas. —¡Por Dios, Elvirita! Parece que no la conocieras. ¿Quién es capaz de convencerla? 74


—Vea, niña Liberata, usted ha pasado hasta por agua tibia y nada se le ha dificultado. Algo tiene que inventar. ¿Le parecen muy normales esas pesadillas? —Desde que me conozco la estoy oyendo gritar dormida. ¿O por qué crees que me pasé a este cuarto? Para que gritara a sus anchas y no me matara de susto a media noche. —¿Si? ¿Y ese encerrarse bajo llave horas y horas, esos ojos que ya casi no los puede abrir de llorar y esa angustia tan horrible? Usted porque no sabe los días que hemos pasado con ella tan enferma. —Virgelina ha estado enferma toda la vida, Elvirita. ¿O cuándo la has visto sin un dolor, ah? ¡Y con un semblante que ya se lo quisiera cualquiera! Ahora mismo, en la iglesia, la vi de muy buen color. Si se arreglara el pelo y se compusiera un poco. ¡Pero no! Con un calor de estos y vestida como una monja. —Ella es sencilla, igual a misiá Cándida. Usted porque no la recuerda. Don León no las dejaba arreglar, que eso era para mujeres malas. Yo no sé usted cómo hizo. —Haciendo valer derechos, Elvirita. Papá creyó que las tres éramos su propiedad. Sin embargo, ya ves cómo con Juan pagué las verdes y las maduras por salir a la carrera de este infierno. —Y ya está juzgado por Dios, mija. Ahora preocúpese más por ella. —¿Y qué más quiere que haga? No pasa día de madre, Navidad, cumpleaños que, por lejos que esté, me deje sentir, sin recibir de ella jamás una tarjeta. Me llama y ahí mismo corro. ¡Ya no sé qué hacer! Vea, Elvirita, las 75


últimas veces que vine con Juan no hicimos sino pelear por ese motivo. Me parece oírle decir que no le corriera tanto, que ella no me quería. Y a pesar de zalameriarla y hacerle carantoñas, él temía que me hiciera algún daño. —Dios le haya perdonado a don Juan. Sembrar la cizaña es un pecado muy grave. Pero quién va a creer eso, el pobre era muy locato. —Por locato que fuera, de pronto daba pruebas de sentido común y estoy por creerle. Me hace venir al funeral por temor a que la gente no me viera en primera fila. Y de milagro estoy viva, cuando llegué de medio luto. Si no es por ti, me tira. Porque no estoy toda de negro en este clima: “que no lo quise, que no lo merecí, que ese santo”. Yo no sé de dónde le apareció tanta admiración, con todo lo que lo odió al principio. —Sí, niña Liberata, pero después cambió mucho con él, hasta se afanaba a arreglarse cuando avisaban que venían. En los días que estaban aquí, se veía tan distinta. Se ponía alegre. —Pues ahora está insoportable. Me provoca venderle mi parte y que se quede con la casa entera. Me siento arrimada. Y los muchachos, ni porque sea el primer cabo de año del papá vienen. Ya no se amañan. (Mi desprotección, Virgelina, puesta en tus manos por el azar, pudo ser ocasión redentora, pero la ambigüedad de afectos te hizo inexpugnable, sólo diste mendrugos a mis carencias. Inconsciente, con la avidez del que maniobra su única ancla, amañaste pautas, y poco a poco, fuiste anexando mi horizonte al tuyo, hasta lograr que no concibiera otro mundo más allá de estos 76


corredores, de este patio empedrado, de la oblicuidad que el sol de la tarde deja en su pared. A prever dolencias, a desconfiar de todo, a rezar a un Dios abstracto que me sacaba de la realidad, y a ahuyentar a un diablo obstinado en el asedio. En esta acumulación de tinieblas, mi expectativa por la vida comenzó a perfilarse. “No preguntes tanto, esas cosas no se hablan”, decías sonrojándote, enojada, entonces mi curiosidad apelaba a Elvirita y de sus embozos también deducía engaños. Ensimismé preguntas y respuestas, incluso a elementales trastornos del sexo les di, a mi modo, contestación. A la medida que surgían las dudas, las averiguaciones progresaban. Un día te arrostré gotas de mis conocimientos; jamás olvido el estupor de tu cara. Negando en ti la expectación del sexo, te horrorizabas de encontrarla en mí. Después he comprendido, Virgelina, que estabas tan ansiosa como yo por vivir experiencias. El instinto reclamó fueros, pero unos principios radicales, más fuertes que tú, los cercenaron. Sin embargo, en ese momento yo no le hallaba respuesta a tu pudor. Si cronológicamente me doblabas en edad, ¿cómo no propiciabas y, más aún, te avergonzaban circunstancias que todas las mujeres deseábamos? Soñábamos con ellas, en su busca nos embellecíamos y su ausencia significaba una mutilación. Llegué a poner en duda la naturaleza de tu humanidad y hasta recelé de tus simples funciones fisiológicas. Todo en ti ha sido confusión. Cuando me proponía demoler la barrera que atrincheraba a papá, con gesto despectivo sacabas la lengua a su espalda, después de que un “sí, señor” respetuosísimo, aprobaba lo que hacía y decía. Al medio agrietarse su fuerte, 77


con mis bromas o halagos, tus ojos se abrían inconmensurables y los días siguientes despertaban invisible). —¡Qué se van a amañar y menos rezando! Usted, niña Liberata, crió a los hijos sin religión. —El culto a los muertos no es religión, Elvirita, es una locura. Yo vine a este bunde para no aguantar después a Virgelina. De niña ya hice el suficiente teatro, cubriendo de flores las tumbas, monologando con ellas, pasando sin pensar en lo que hacía. ¡Que mis hijos discurran evidencias, no negaciones! —Precisamente, niña Liberata, esas cosas suyas tan modernas le fastidian mucho a ella. —No es que le fastidien, Elvirita, es que les teme. Personas como Virgelina están así: girando en el remolino de absurdos convencionalismos, sin atreverse a dar un paso adelante aunque quieran. ¡Pero el qué dirán! ¿No ves que ni siquiera es capaz de hacer amigas nuevas? ¿Y ahora qué le estará pasando que grita de ese modo? (Soporté la acción de tus furias con silenciosa desesperación. Muchas veces las presentía al venir del colegio; teniendo plena conciencia de mi uniforme a cuadros, de mis zapatos combinados, me daba la sensación de caminar en el aire con total inestabilidad, como si de un momento a otro fuera a precipitarme al suelo. ¡Tanto me perturbaban las escenas! No obstante, una punzada de rebeldía empezó a gestarse en mi ser, amenazando quebrantar mi razón y la de todos con su agudeza, según tu opinión. Y declaré la guerra. La biblioteca clausurada del abuelo semejaba una mano que, a escondidas, me llamara a ofrecerme tesoros. En los subrayados deduje la personalidad de su 78


dueño, contra ti y todo el mundo, agucé mi pasión por la lectura. “Era librepensador, ateo, en cualquier frase se te puede ir la poca fe que tienes”, decías sin saber lo que decías, repitiendo las palabras de mamá. “Le voy a decir a papá”, pero en ese tiempo solamente respondía levantando y bajando los hombros. ¡Cómo era de fascinante ver sus libros iluminar mis sombras y las de su cuarto cerrado! Y apareció Juan. Había tanta ansiedad, que fue imposible diferenciarla del amor). —Casi no abrimos la puerta. Estaba inconsciente y en la mano apretaba dos cartas, escritas ambas con su letra, con la fecha del día. La una remitida a Juan y la que supuestamente recibió de él. —Pero, mamá, por Dios, ¡como si estuviera vivo! —Y como inusitado amante. —¿Qué hiciste entonces? —Darle en la cara para volverla en sí. Después juzgué prudente venirme. Mi presencia la descontrolaba horriblemente. —Pero hay que hacer algo por ella, mamá. —Sí. Se lo prometí en una carta que dejé con Elvirita. —¿Y qué hay de Elvirita? —Fiel como siempre.

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Las singularidades de don Justo Tanto tiempo de ser su vecina y es la primera vez que entro a la quinta de don Justo Pastor Villarraga del Pinar, el emigrante aragonés que cuando vino hace quince años a tomar posesión de la cuantiosa herencia que le dejó el abuelo, le bastaron instantes para evidenciar ante el barrio las singularidades de su personalidad. La expectación entusiasta de su arribo, nacida del panegírico que en lontananza le hacía el abuelo, poco a poco fue entrando en un sueño profundo, y despertó a la realidad al concluir que don Justo, contrario a las loas de su ascendiente, era apenas un torpe generador de extravagancias, un absurdo ambulante que convierte en bumerán sus rarezas. Con tal precedente, sumado a las excentricidades que por cuenta propia había visto, confieso que más por curiosidad que por filantropía, acepté la invitación de 81


don Enrique, líder notable del barrio, para que en nombre de la comunidad nos hiciéramos presentes en el velorio de la tercera esposa de don Justo. Libre de tres candados, cuatro chapas y dos fallebas de hierro, encontramos el portón compacto que a ras de la acera sirve de entrada principal a la quinta. En los bajos del porche, don Justo esperó que avanzáramos, por el largo sendero de granito, dobló su extensa y delgada humanidad, se quitó la boina y al hacernos una acrobática venia de cuerpo entero, puso de manifiesto la calvicie generalizada y brillante como con visos de betún neutro, y revestido de suficiencia marcial me tomó del brazo y me ayudó a subir las escaleras. La emanación de naftalina de su flux turquí, el mismo que adquirió hace un año para la boda con la que había dejado de ser la noche anterior, se anexó a la de los pocos dientes que desafían, gambeteando la ley de la gravedad en la anaranjada encía de caucho. Un desbarajuste de líneas le entreveran mejillas y frente, y una telaraña de arruguitas circulares profundizan los ojillos azules siempre en plan escrutador y defensivo. En el asiento que una mente creativa disimuló con un cojín los graves traumatismos del fondo, entre me solivio o me hundo pasé las dos horas de la visita. Miré el reloj. Las cuatro. Con lengüetazos progresivos el sol chismoseaba por las puertas y ventanas posteriores. “Mañana repetirá la dosis por las del frente”, pensé. Un concurso de runrunes políglotos, o algo así, pedía al cielo omisión para las faltas de la muerta. Quizá Dios por ser quien es podía descifrarlos. Cubierto con una inmensa bandera amarilla y morada que ostentaba el escudo de España, en un ángulo del 82


corredor y alumbrado con cuatro espermas, se hallaba el ataúd. —¿La bandera de España no es roja y amarilla? —pregunté por lo bajo a don Enrique, quien como yo hacía malabares para afianzarse en el asiento. —El color rojo está vedado en esta casa —respondió—. En nuestras fiestas patrias, don Justo iza una bandera de franjas amarillas y azules, le suspendió las rojas. No puede ver ese color. Dice que lo enferma. Recordé algún vago comentario al respecto, pero el dueño de casa en su monologar misceláneo, aclaró gota a gota mis dudas. —Como le decía la otra vez don Enrique, mis ideas y mis gustos son azules porque todo lo inmenso es azul —dijo e inició su mescolanza de opiniones—. Azul es el manto de Nuestra Señora del Pinar, la venerada patrona aragonesa, azul es el mar, el firmamento, las montañas a lo lejos. Todo lo grandioso es azul, porque Dios quiso ponérselo de guía a los hombres. El azul es paz, entrega, armonía, tolerancia. Por eso es y será mi consigna vitalicia. Y no crea que lo digo por ser azul uno de los partidos políticos de ustedes pobres indios recién descubiertos… lo digo por la convicción profunda que me sale del pecho y que mamé en la cuna. ¿Qué puede compararse con el cielo, la calma, el sosiego, la tranquilidad? Nada… y menos ese otro color que no me gusta nombrar porque significa alboroto, sangre, fuego, relajo de las buenas costumbres sobre todo las femeninas. Yo evalúo la virtud de una mujer de acuerdo al color de sus preferencias. El color me lo dice todo. Es una radiografía que me expone la inferioridad de la que lo viste. Es que tal liberación fe83


menina pervirtió totalmente a la mujer, don Enrique. Antes estaban sometidas al hombre, a su superioridad, a su fuerza. En todo le obedecía. Las órdenes del padre, del esposo, de los hermanos varones eran leyes para ellas. No ponían un pie en la calle sin permiso, nunca las cogía la noche afuera. Y ver ahora. Entran y salen cuando quieren y si se les pide explicación nos gritan machistas, cavernícolas, retrógrados de la edad de piedra, que ellas no son el pañuelo ni la corbata de nosotros para hacer lo que queramos. Que son personas a las que la ley les otorga los mismos derechos nuestros. Antes no estamos como estamos, don Enrique —se abastece de aire y prosigue—, es tal la descomposición de la mujer que hasta blasfema y atea se ha vuelto. Hace poco les oí a unas universitarias en el bus, que San Pablo fue un reconcentrado machista fanático, que tomó leyes del islam y las impuso en el cristianismo. Que cuándo Cristo ordenó que la mujer entrara a la iglesia con la cabeza cubierta. Que cuándo habló de la incondicional sumisión que ella debe al hombre. Que cuándo dijo que era superior a ella y así… un poco de sacrilegios y apostasías. ¡Claro! Como a los librepensadores les dio porque la mujer estudie. En tiempos pasados no sabía leer ni escribir y hasta se dudaba de la existencia de su alma, y en los hogares reinaba completa armonía y los hombres no teníamos problemas. Bastaba subir la voz y listo. Hoy son ellas las que gritan y nacen con un libro en la mano. Mire don Enrique, yo desconfío tanto de la mujer que lee como de la que se viste de ese color que no me gusta nombrar. Mis principios no lo admiten ni en la más insignificante flor. Mi código de vida no lo tolera… me descompone de tal modo que prefiero morir. 84


Al presentir que el monólogo auguraba eternidad, me sustraje de él como acostumbré siempre que el tema se me hace indigesto o me sabe a refrito, y di en repasar los acontecimientos recientes de la casa. La quinta del aragonés está centrada en una especie de minifundio cuadrangular, cercado por un muro de grandes aberturas enrejadas en los cuatro lados y revestido totalmente de césped. Ahí el verde parece gritar ¡basta ya! Pues la fobia atávica de don Justo por el color rojo y sus derivados hace que a la jungla de mangos que tiene en una esquina del predio se le recolecten los frutos casi en capullo antes que los tintes de la maduración contradigan sus consignas y filosofías. En homenaje a éstas, cultiva en los otros ángulos de la propiedad azulinas y hortensias celestes, cuyo color, según su decir, no sólo calcan los ojos de todos los Villarraga del Pinar, sino también sus procederes intachables, edificantes, ejemplares, “y aunque vivamos con el océano de por medio, siguen siendo mi guía, mi ruta a seguir. En todos mis actos siempre pongo de frente sus valores y sanos principios”, y cuando juzga que la apología le quedó incompleta, sintetiza los elogios diciendo: “Es que todos los míos son tan, pero tan de verdad”. “Para muestra un botón”, piensan los que lo oyen. Luego vino a mi mente doña Virgelina, la segunda esposa del aragonés. De la primera no hay referencias porque don Justo llegó viudo de Europa, y además él toma rasgos canibalescos si le preguntan por ella. Pero doña Virgelina, la cuarentona morena de estrato bajo cuya ductilidad y ordinariez fueron los atributos que llevaron a don Justo a desposarla de inmediato, y que a los seis meses de casados, sin fórmula de juicio ni derecho a recurso de apelación, expulsó de la casa por 85


poner su honor en evidencia al lucir un florero de claveles rojos. Fue este el florero que volvió dinamita el otro que don Justo tenía a punto de estallar dentro de sí por la gula desaforada de doña Virgelina que la instaba a comer tres veces diarias, por el derroche de agua y jabón en un baño eterno amenizado con rancheras que a don Justo le sonaban a deprofundis de su fortuna, por quedarse hasta tarde en el porche jugando con el pincher como si a él le regalaran la electricidad, y por otros cuantos despilfarros similares; entre ellos el más relevante y crucial por su conformación de dos cabezas, fue cuando ella, soplando una ampolla en uno de sus índices, dijo como quien lanza un detonante: “No vuelvo a cocinar con carbón, porque un fogón eléctrico de un solo puesto no desocupa ningún bolsillo… sobre todo si vive tan lleno como el de algunos…”. La alusión directa a su avaricia y fortuna zarandeó los sistemas biológicos de don Justo y lo pusieron al borde de un ataque cerebral, y de continuar pasivo ante tanta molestia, lo peor no era la tumba ni las secuelas del derrame, era el inminente tarro con el que ya se veía pidiendo limosna. Por eso el florero de claveles rojos fue una la coyuntura que explotó su inercia, y hecho un volcán que escupe injurias y prejuzgamientos, echó de la casa a doña Virgelina con la orden explícita de abandonarla “ya”. Eso sí, con las manos en estricto control, pues desde el carcelazo aquel y la multa que le impusieron por querer pagar a trompadas los servicios de una prostituta, en pleitos con mujeres dice sentir en las manos extraña inmovilidad. La orden de desalojo no cogió desprevenida a la señora, porque como ella desde hacía días preparaba la fuga, vivía atenta a la más mínima oportunidad, y 86


con la rapidez de lo que está previsto, le echó mano al pincher, lo ocultó bajo el chal, tomó la maleta y desapareció para siempre en la esquina. Lo último que oyó el vecindario fue el grito exacerbado de don Justo: “Vaya a que la mantenga su papá que yo no soy de su familia”. —Qué pesar de esa pobre mujer —comentó una señora desde su ventana—. A lo mejor está embarazada. —Tranquila, mamá —le respondieron—; don Justo es tan avaro que a lo mejor se ahorró el esfuerzo. Desde entonces, las noches del minifundio transcurren en lobreguez silenciosa. Inmersa en penumbras la quinta parece un barco imaginario atascado en carbón. No hay más luz que la trashumante de las luciérnagas, porque el reflector del porche que testimoniaba vida, y que en asocio del viento convertía las sombras del follaje en coreografía rumorosa, ya pasó al interior a solucionar problemas de origen pecuniario: acabar con el derroche de seis velas semanales. Como don Justo no es hombre de vivir sin pareja, pese a ser la mujer proclive a la maldad de este mundo y del otro según su decir, a los pocos meses de la desaparición de doña Virgelina se empeñó en buscar nueva esposa, y donde menos pensaba la encontró a su medida, dueña de las virtudes que la tradición busca en vano perpetuar. Como siempre sucede en estos casos, los pros barrieron por unanimidad los contras, y la señora Ester Maso, la otoñal administradora del templo y sus funciones, aparte de alzarse la corona, inyectó en los dos una retrospectiva adolescencia con más de los añadidos que esa etapa conlleva.

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Don Justo empezó por no poder dormir, entonces convirtió sus desvelos en jardines incesantes, cuya superproducción floral condensaba en poemas que leía y releía y declamaba hasta el amanecer, e igual que cualquier novato en la materia, se culpaba de haber desperdiciado todo el tiempo tan prolífero como pujante filón. Siguió con la renovación del vestuario. El traje y el sombrero de las faenas agrícolas, prendas que le habían dado el premio en un concurso de espantapájaros, fueron sustituidas por otras, que si no de buen gusto y coherente combinación de matices, al menos no enarbolaban colgajos como las anteriores, ni por la copa del sombrero nuevo se le veía una calva grasienta en pugna eterna con el agua y el jabón. En cuanto a la exhibición de los glúteos, basada en el descuido de no cambiar de pantalón, cuánta adrenalina se hubiera evitado de haberlo hecho antes como lo hizo ahora… pero lo hizo muy tarde. Desde que partió de Europa, don Justo estaba seguro de que su meta era una aldea donde a los aborígenes les daba lo mismo que saliera desnudo o vestido. Cuál sería su asombro cuando, a los dos meses de su arribo, vio por las aberturas enrejadas del muro a unos muchachos de la escuela vecina que lo desafiaban con rechiflas, silbidos y alusiones a un cierto pantalón desfondado que dejaba oxigenar libremente “la grupa aragonesa”, como ipso facto apodaron el trasero de don Justo Pastor Villarraga del Pinar. Él, que no sabía de humor y que llamaba a la risa y al chiste “manifestación de retazo provinciano”, con la temperatura trepada en cimas alarmantes les declaró la guerra, una guerra por supuesto unilateral. 88


Don Justo apeló a todos los tribunales concernientes: a la escuela, a la policía, a los padres de familia, y aunque algunos por quitárselo de encima le aseguraron que ya habían aplicado severos castigos, ninguno surtió efecto, pues los bochinches prosiguieron casi a diario, con la novedad de tocar el timbre y correr en estampida o imitar los ladridos de un perro para que el original saliera como un botafuego a contestar. Un indigente testigo ocasional de una de las múltiples refriegas, quien al ver el pantalón de don Justo conformado en un andrajo milenario con más rotos de los que la mendicidad tolera, exclamó para sí: “antes es mucha gracia que no se le salga sino la grupa”, y tomó el asunto como único móvil de la burla. Al ver el trastrueque operado en la humanidad del aragonés, que de desyerbador apacible pasaba a saltamontes en celo —brincando de reja en reja, echando combustible al fuego con ofensas racistas, venganzas inquisitoriales, augurios de pulverizarlos si los lograba coger, insultos que los muchachos aplaudían frenéticos y que aumentaban volumen a la rechifla—, el indigente concluyó que no solo los glúteos eran los causantes de la burla, sino que a ésta la nutría una rica y poderosa mina, y deseó estar joven para unirse a la insurgencia. Sin embargo, se acercó de buen modo a don Justo, y tras sentenciar que guerras con muchachos son batallas perdidas, le aconsejó proveerse de ropa holgada, espaciosa, “que no le deje al aire ni pizca de cuero”. Don Justo, que en razón de su tercera y próxima boda andaba de compras, acogió literalmente el consejo y se hizo a una indumentaria tres tallas más de lo conveniente, y ya los muchachos no le decían que si había sacado a broncear el trasero, ahora le gritaban que ya que se había vestido de globo, que lo pusiera de mecha. 89


Sin embargo, don Justo se sobrepuso a tantísima molestia y se obstinó en sacar adelante su incurable afición: el matrimonio. Complacido, satisfecho, seguro de la opinión que le daba el espejo, con el ego a reventar como conviene a los poetas geniales, con una hortensia o un ramo de azulinas y el poema plasmado en la noche anterior, recorría en las tardes las dos cuadras que separan su quinta del templo, donde la señorita Ester lo esperaba inmersa en fruiciones nunca sentidas, jamás imaginadas, con un mariposario revoloteando en el cuerpo, y dispuesta a dar el sí a cuanto requerimiento se le antojara al galán. Como secuela de tales vibraciones, la señorita Ester comenzó a padecer crisis intensas de remozamiento y vanidad que se repetían y repetían, hasta que al fin tinturó sus canas de amarillo dorado, entonces las “lloviznas de oro” y las “cascadas áureas” fueron aguaceros de versos que el bardo sacaba del horno sin dejarlos siquiera entibiar; pero cuando la palidez enfermiza de ella concentró todas las musas, “los resplandores de luna” y “piel de níveos lirios” no fueron cualquier aguacero, fueron “catedrales de plétora creativa”, según el poeta explicaba a los que lo leían. Una vez consumado el ritual del saludo, la pareja recorría las calles cogidos de la mano, y hartados de paletas, “flaqueza mutua de nuestras almas gemelas”, se sentaban en el parque a intercambiar amoríos y a que don Justo la lograra convencer de retirar sus ahorros de las arcas eclesiásticas y consignarlos en las cuentas de él: —Usted no tiene zapato que la apriete —le decía—. Para mi bien y el suyo es sola en el mundo. Deposite el dinero en mi cuenta que yo la cuidaré como si la cuidara usted misma. Recuerde que muy pronto vamos a ser dos cuerpos en uno. 90


Y la señorita Ester vio en el perfil del amado al ángel de la guarda, sintió de nuevo la protección paterna perdida desde niña, y conmovida aceptó. La pareja se hizo tan popular en el parque, que el barrio entero, aunque cerrara los ojos, sabía que allí estaba; mas de repente nadie los volvió a ver ni a dar razón de ellos. La curiosidad se disparó de inmediato y como siempre, en conjeturas. Una tarde sin que nada ni nadie anunciara la aparición, los vieron en el minifundio recolectando mangos antes de que empezaran a madurar. La noticia del regreso fue un parar de antenas al chismorreo y la imaginación que ensañara los dientes en la pareja consiguió que, cierto o ficticio, nada de su diario vivir quedaría oculto. El lechero y el mandadero domiciliario comandaban los periódicos del día, y como en cualquier noticiero de televisión o de radio, muchas veces desorientaban la opinión tirando al aire noticias contradictorias. El uno, que se casaron al escondido. El otro, que viven en unión libre, porque no los casaron sin el certificado de muerte de la esposa anterior. El primero, que dormían en cuartos separados. El segundo, que la señorita Ester estaba en embarazo, porque la vio vomitar y comer mango verde con sal. El uno, que ella viajó a Europa a conocer a la familia de don Justo. El otro, que la señora está grave en la cama sin más drogas que las aguas de hierbas, porque el señor dice que los médicos no saben sino cobrar y robar. En la única ocasión en que estuvieron de acuerdo fue cuando vieron colgado del portón de la acera un lazo de cinta negra, “Murió la señorita Ester”, dijeron al unísono.

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De súbito terminó mi película y puse los pies en el presente. Traté de acomodarme una vez más en el desfondado asiento. El incansable murmullo de rezos competía con la perorata de don Justo, que a esas alturas aún no lograba redondear. Una gordita de negro, versada en oraciones y cánticos, con más o menos cincuenta almanaques en el pellejo, atrajo mi atención desde que la vi, y creo que a la de muchos, pues parece que ese era el fin que buscaba. La sobreactuación de gestos y movimientos al repartirles el café a los presentes. La iniciativa propia en revelar las velas del féretro. La mal disimulada euforia como si algo positivo, invisible a los demás, oscilara en el recinto. La gratitud personal al recibir las flores: “Dígale que le agradecemos en el alma”, decía a los mensajeros. “Quién será esta”, pensé, y una ráfaga de especulación chispeó en mi mente. Pero luego deduje al verla tan posesionada en el papel: “Debe ser familiar o muy allegada a la pareja”, mas después concluí que ella, igual que yo, era la primera vez que pisaba la casa y hablaba con el dueño, porque al ofrecerse a recibir el pocillo vacío de don Justo, él le retuvo la mano con cierta complicidad, mientras en un tono que olía a caricia preguntaba: “¿Quién es usted, que yo no había tenido el gusto?”. Por fin, la visita de don Enrique y yo llegó a su término. Deshecho en reconocimientos, don Justo nos acompañó hasta el portón de la acera, nos hizo su acostumbrada reverencia, nos dio la espalda y partió hacia la casa. Miré hacia ella como para calcular la soledad que la envolvía de nuevo, y vi en una de las ventanas a la gordita de negro sonriéndole abiertamente a don Justo, quien ya iba llegando al porche.

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Hilachas —Me llamo Hilachas —respondió al basuriego como saliendo a la superficie y hundiéndose de nuevo en su cenagal interno, continuó echando en la carretilla todo lo que encontró reciclable en la caneca. Pero ante el asedio del otro que, con impertinencia de mosca, le pedía identidad documentada, más el porqué del sobrenombre, irguió su considerable talla, reajustó el saco, cuya holgura denunciaba el volumen del donante, se tiró de una barba que más bien parecía retribución tacaña a su total calvicie, le clavó dos incendios azules entre caos de arrugas y cejas y, asiéndolo del cuello, le gritó, igual que si le cobrara el disgusto de tener que hablar: —Me llamo Hilachas porque las llevo por dentro y por fuera, ¿me entendiste? —y afirmándose en los pies descalzos, escupió los puños, los alistó al ataque y, con estruendosa difamación materna, le asestó en la boca 93


tan categórico recto, que no sólo le tumbó el liderazgo sobre los demás basuriegos, sino las pocas piezas que le quedaban de su sistema dental. Emparamado e incoloro lo levantaron del suelo. Tal fue la credencial que Hilachas le presentó al barrio el día de su llegada, y aunque ésta produjo recelos, formó corrillos y la policía vino y se volvió riendo, Hilachas sentó el precedente de no admitir preguntas, tolerar confianzas y hallar siempre libre el perímetro de acción. Su sobrenombre fue el único dato que se tuvo de él en los tres años de verlo llegar, como una inmensa incógnita, a seleccionar basuras antes de que pasara el carro recolector; tanto su origen como el móvil de su excentricidad fueron, para el barrio, acertijo indescifrable y fuente de todo tipo de conjeturas: que su estampa no es común. Que es un rey en exilio. Un rico ido al fondo. Un loco escapado. Un criminal fugitivo. Pero el hábito de ver la figura de Hilachas, sus tragicómicas escenas representadas casi a diario con el mismo libreto y la misma incongruencia, le agotaron al barrio fantasía y recelo y lo volvieron un basuriego del montón, estrafalario e inofensivo; porque el desacuerdo que mantenía consigo mismo lo aislaba, absorbido en anchísima soledad, como si lo transportara a un sitio donde algo “demasiado”, le hubiera extinguido la necesidad de comunicarse y sólo oyera la voz de un fantasma censurándole algo con tal persistencia que a veces lo sacaba de sí, y, de rodilla en tierra, manos juntas y ojos de gris tormentoso, imploraba igual que si estuviera frente a un juez: “Tenga piedad y no me lo recuerde más. Tenga piedad, tenga piedad, no me la recuerde más”, y aullaba con esa 94


clase de gemidos que nunca se sabe de dónde salen ni de cuál hondura provienen; luego, como si vengara la indiferencia ante su angustia, la emprendía a puños contra el asfalto, el sardinel, los árboles del parque, hasta caer estirado en el suelo con la apariencia de una cuerda tensa a punto de estallar; o se acurrucaba bajo un árbol con las piernas encogidas y las rodillas cubiertas con unas manos que semejaban racimos de dedos gigantes, todo él resumido en sí, incrustado en un silencio que nada alteraba ni movía, como si la crisis le hubiera boicoteado los sentidos. Mas cuando la verticalidad del sol aglutinaba la sombra, en inquietos redondeles bajo los árboles, y escolares y trabajadores en busca de almuerzo irrumpían a cuentagotas la casi sordomudez de la mañana, el reloj biológico de Hilachas le daba la orden de emancipar su totalidad y hundirse de nuevo en su misterio, entonces echaba a rodar la carretilla igual que su vida, similares ambas a vitrinas que exponían hechos y sobras, cuya alharaca de ayer iba hoy en rimero de diarios caducos, en jolgorio de tarros con pretensión de servicio, en altibajos de palos de escoba, en sinfonía de vidrios que emergían de un costal. Pese al desdén por el yo propio, al gris oscuro de sus anterioridades y perspectivas, Hilachas, como una contradicción en sí misma, evitaba cualquier riesgo a su integridad y hacía de la carretilla un fortín con dos tablas horizontales, una a cada lado, y en cada punta de éstas amarraba un trapo rojo, cuatro en total, digo cinco, con el pañuelo rojo que, en refuerzo a la señalización, le cubría la cabeza. Y así, intrincado en su búnker, estuvieran de fiesta el sol o el agua, Hilachas doblaba la esquina a medio día y se perdía en la ciudad. 95


Una de las extravagancias, quizá la que más hacía pensar, era el cambio que se advertía en su sentir ante la presencia de ciertas mujeres rubias, pues, si veía una de ellas, se aguzaban sus ímpetus varoniles, expuestos en requiebros y amagos de conquista; de repente, una inmediatez de odio aparecía en sus ojos, se explayaba en la cara, y al llegarle a la lengua tomaba forma de bala escupida a discreción: “Bancos de chismes, traicioneras de oficio, lenguas sin cerebro, todas, todas, todas”, decía, y con castañeo de prótesis dental y zangoloteo de mandíbula, daba la espalda y volvía a su labor. Pero si la mujer le dirigía la palabra, sólo por dar crédito a la escena siguiente, Hilachas de inmediato suspendía la tarea, absorto en profundo suspiro, y con ojos atónitos, inconmensurables, se daba a repasarla de arriba abajo; de súbito, contra toda lógica, rasgaba el violín que su quimera le incorporaba al hombro, sin mezquinarle emociones a su afición lírico-ranchera; cantaba en extraño popurrí, arias de algunas óperas clásicas seguidas de uxoricidios mexicanos, y era tal el énfasis y el patetismo que les ponía a estas últimas, que los espectadores casi veían correr la sangre por la calle; cantos rubricados con el epitafio de: “monstruos sin corazón, traidoras de oficio, serpientes venenosas, todas, todas, todas”, como si quisiera advertirle al mundo cómo era la mujer y todo lo concerniente a su sexo, incluidas en su odio, ciertas hembras animales. Una de ellas era Dulzura, la mascota pequinesa dorada de las señoritas Ramos, cuyo amor disputaban en serios litigios; había que ver la magnitud del inri que Hilachas, de entrada, le colgó, los arrebatos de odio que le generaba, los ímpetus por quitarla siempre de circulación, las veces que las señoritas Ramos le endilgaron salmuera y ají, por causa de algún puntapié 96


a ojos vistas o por el frenesí ostensible de convertir a Dulzura en melaza; mientras Lucas, el perro de la esquina, y Bruno, el de la otra cuadra, compartían con él las glorias de una mochila impermeabilizada de rancidez sobrepuesta. Para Dulzura era el baldón, la mofa por su esterilidad programada y su consecuente frigidez; cuando no era el guijarrazo, era el despido humillante, aunque impugnado por la ofendida, desde la salvaguarda de su puerta, “cobarde como toda hembra”, le gritaba Hilachas y continuaba en manteles con sus dos invitados. Mas, como paradoja inesperada, fue Dulzura la que hizo desaparecer a Hilachas del barrio; según unos, dizque al ser cogido en flagrancia con la prueba de cierto engaño en la carretilla, abochornado, partió sin dejar rastro; pero según otros, de esos que piensan mal para acertar, la deserción no se debió a ningún bochorno ni a nada semejante. Al parecer, el día del acontecimiento, Hilachas se hallaba en un lugar retrospectivo, suplantando el presente con el pasado; por lo que se dedujo de su ensimismamiento y lejanía, todo público le fue invisible e indiferente. Y, cuál avergonzado, si por lo teatral de la escena, y lo desencajado del rostro, parecía un actor representando a lo vivo el epílogo de un drama. Mucho comentario, mucha conjetura, mucha fantasía, pero sea cual sea la verdad, lo cierto es que el asunto nació en el tercer viaje que las señoritas Ramos hicieron a Europa, no a ventilarse las canas porque ellas se las teñían, sino a lavarse de nuevo las manos en la fuente de Lourdes y, de paso, recibir en vivo y en directo la bendición de Su Santidad. Dejaron a don Máximo, celador de confianza, al cuidado de la casa; 97


por supuesto, con mil recomendaciones para Dulzura. Pero don Máximo gracias daba ya cuidar bronquios y reuma; un día abrió la puerta y, con rapidez de chisme, Dulzura tomó las riendas de su albedrío. De súbito el frenazo de un carro, un gemido postrer y una masa dorada en el asfalto. A todas éstas, don Máximo, poniéndole oídos de sepulcro al timbre y Dulzura carroñándose al sol, más mil especies de moscas invitándose al festín. Con pañuelo en la nariz, una esclarecida dama propuso en voz alta: “Al que retire esta podredumbre le doy esto”, dijo y flameó un jugoso billete, “pero tiene que ser ya”. Hilachas, que ante el cadáver parecía bucear en algo lejano y remoto, al oír la oferta, agarró de un salto la caretilla, fletó en ella a Dulzura, le echó mano al billete, lo volvió trizas y, con sarta incomprensible, precedido de asqueantes efluvios, dobló la misma esquina por donde tres años continuos se hundió en la ciudad, pero esta vez, para asombro de todos, se desvió de repente hacia el barrio aledaño. Varios curiosos, intrigados por el cambio de ruta, siguieron de incógnitos, paso a paso, la odisea; dijeron, luego de haber percatado en Hilachas algo así como el goce de un sueño largo tiempo esperado, que, como movido por algo que no pudo evitar, el basuriego se dio a feriar de calle en calle la inhumación de Dulzura. Cuidándose de no ser visto, desparramaba el cadáver en la calzada en tanto que él, oculto estratégicamente a breve distancia, caía como mandado del cielo cuando ya las narices del vecindario no daban más. Cobraba por el servicio la moneda más devaluada del sistema, embalaba de nuevo la carroña, subía dos o tres cuadras y reanudaba el negocio. Cuando agotó calles y clien98


tela, y el día ya casi era un recuerdo más, condujo la carreta y su menaje hasta el puente, la trepó en la baranda y, con expresión que desconcertó aún más a los testigos, tiró todo al río y desapareció para siempre del barrio.

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Entrevista Jairo Morales Henao: ¿Qué te llevó a entrar al Taller de Escritores de la Piloto y en qué año ocurrió ese ingreso? Magnolia Hoyos Fresneda: Busqué el Taller de Escritores como si buscara descifrar, por fin, un deseo indefinido que desde muy niña revoloteaba en mi mente. Buscaba un lugar antagónico a costureros, juegos de cartas, obras de apariencia caritativa y demás pasatiempos que la sociedad ofrece a las madres, también a aquellas cuyo crecimiento y natural independencia de los hijos se vuelven, lágrimas, neurosis y demás adyacentes, y sienten sus manos vacías. Y no es que reseñe como un placer la separación de los hijos, y el acostumbrarse a ella muchísimo menos, pero es que mi caso no fue tan traumático, no pasó de una que otra lagrimita, y pronto, pronto, estuve otra vez de pelea. A veces pienso que alivio tan veloz quizá se dio por estar inmuni101


zada desde niña con el bálsamo de la lectura, bálsamo adquirido en percance doloroso, pues las cabriolas de mi corta edad hicieron que buena parte de la biblioteca de mi papá se me viniera encima, y ante tal espernancada de libros y pese al llanto y los gemidos, y por no perder la costumbre, empecé a entrever que el mundo de la lectura no era sólo La alegría de leer, los cuentos de Andersen y las otras lecturas que se nos permitían, y hoy puedo asegurar que en esa biblioteca desparramada germinó la semilla de indemnización al tedio y a la soledad, porque así suene a lugar común, afirmo que no existe amigo más leal y fiel que el libro, sin dejar de mencionar la compañía que nos genera. Son tantos los años que llevo en el taller, que si los sumamos a los de mi edad cronológica, veríamos que aún no ha salido la cifra que confirme la cuenta. –¿Antes de pertenecer al Taller ya habías publicado algunos textos? – Antes de ir al Taller publiqué algunos artículos en El Espectador y El Colombiano. Eran artículos de corte humorístico donde ironizaba sobre la moda, la actividad de la mujer en el hogar y en sociedad, la crianza de los hijos y otros asuntillos. –El acento coloquial indudable de tus cuentos hace pensar en una influencia temprana de la tradición oral antioqueña. ¿Fue esto así o es sólo asunto de oído, de inclinación personal? ¿De niña escuchaste historias de viva voz de tus mayores, de criadas o peones? –Siempre le he atribuido mi estilo coloquial tanto a las historias que nos contaban Zoilita y las demás sirvientas, como a la lectura temprana y casi completa de nuestros poetas y narradores, y aunque no fueran to102


dos de mi agrado (algunos no han conseguido nunca ser de mi agrado), el colegio los imponía quisiéramos o no, así que esa influencia de unos y otros fue inevitable. Isaacs, Carrasquilla, Arango Villegas, Efe Gómez, Epifanio y Gregorio, y toda la restante fronda en la que dizque aprendimos literatura. He tratado incluso de separarme de ese estilo, de intentar otro, pero me ha sido imposible. No me fluyen ni palabras, ni ideas. –¿Por qué la elección de la narración breve como tu única forma de contar? ¿Nunca has ensayado la novela? –La brevedad es de mi absoluta comodidad, pues la rapidez y el afán son los dos grandes defectos de mi modo de ser. Menos mal que ya me di al dolor de no lograr una buena novela, primero, por mi incapacidad de escribirla, y segundo, porque las cosas demoradas me enferman de muerte y no quiero morir en ese intento. Más, así y todo, ¿qué sabemos si de repente les doy una sorpresa? –Quisiera que mencionaras libros y autores amados, aquellos que lees y relees una y otra vez. –Entre mis autores amados podría citar a Dostoievski, Rulfo, Steinbeck, y, por supuesto, García Márquez. Los leo y releo una y otra vez. Pese a la prohibición terminante de mi papá de no leer los libros de mi hermano mayor por no ser adecuados a mi edad, según me repitió, cierta tarde, con la sed de la lectura alborotada, mi rebeldía crónica me preguntó: ¿Qué podrá pasar si leo otro más?, me dije, y asalté la alcoba de mi hermano. Pero esta vez no tuve que rebujar para encontrar el libro porque estaba a la vista, en la mesita de noche. Se titulaba Pobres gentes y figuraba como su autor un tal Fedor Dostoievski. Y sin más, con mi marrulla habi103


tual, lo escondí en el delantal de colegiala y salí a devorarlo antes de que mi papá viera la procedencia. Pero primero tengo que advertir algunos asuntos. Afirmar que yo leía en el estricto sentido que tal verbo conlleva, suena a engaño, presunción, vanagloria. Lo justo es decir que tragaba entero, sin digerir ni palabras ni ideas, sin saber para dónde iba ni qué buscaba, no obstante engullir cuanto rótulo hallara, y devorara cuanto papel cayera en mis manos. Mas la lectura de Pobres gentes tuvo como un efecto mágico, fue como si alguien corriera poco a poco la cortina que obstruía la luz, y aunque mi corta edad y mi proverbial ineptitud no dejaran que brillara en toda su magnificencia, el chisporroteo de Dostoievski sirvió para que mis pies se fueran asentando bien en la tierra, pues a ratos tambaleaba. De contera en mucho aprendí en él a ponerle el capote a esta carajadita que se llama vivir. Tal hallazgo unido a mi posterior cumpleaños, los premió mi papá con Noches blancas, Humillados y ofendidos, Crimen y castigo y otras narraciones del mismo autor, obras que leo y releo como quien busca saciar en ellas una sed que lo acompaña desde niño. Pero como en tal colección faltaba esa cumbre que es Los hermanos Karamasov, novela cuyos personajes siempre me ha parecido que se van a salir del libro por su realismo y humanidad, mi papá me la regaló en el nacimiento de mi primer hijo, lo que completó el ramillete. Son libros que ni a palos se los presto a nadie, no sólo por lo que han significado para mí sino por su querida procedencia. Y, además, ¿no ven que son mi compañía si estoy sola, y me sirven de sedante eficaz cuando estoy triste? 104


Juan Rulfo apareció en mi vida cuando ya había leído o chapuceado algunos otros autores. Si a lectores versados les quedó cuesta arriba enfrentar un relato que se apartaba de la forma tradicional de contar, la lineal, que diré yo que tuve que estudiarlo y explicarlo cuatro veces en momentos no muy separados entre sí, pues mis hijos son cuatro y de edades diferentes, como es lo normal. Resulta que la Bolivariana no relevaba al profesor que insistía año tras año en Pedro Páramo, en lo que al parecer era un proyecto de exégesis inagotable, que amenazaba con universalizar una erudición al respecto. Pero no sólo aquel maestro ejercía presión; también la ejercían un par de ojitos llorosos y una amenaza drástica de no volver al colegio si no le explicaba bien la novela de Rulfo. Al entender que no había más remedio que ponerle el pecho a la brisa y luego de buscarle el lado por una y otra parte, ya a punto de rendirme, de repente, para bien de todos, leí por casualidad un capítulo que concordaba con el principio de otro, y tal descubrimiento me sirvió de guía. Lo demás fue pan comido. La admiración que siento por esa novela me ha llevado a releerla muchas veces. En una de tantas relecturas se me ocurrió escribir un cuento que exagerara el deseo sexual e insatisfecho que Damiana Cisneros sentía por Pedro Páramo, su patrón en La Media Luna. Cinco renglones de la novela me bastaron para intuir un drama más amplio, un cuento completo, y es cuando Damiana se arrepiente de no haberle abierto la puerta la noche que vino a buscarla. Y para darle al cuento aspecto rural, y ser consecuente con el dialecto de Damiana, apelé a un diccionario de giros y dichos mexicanos. John Steinbeck es otro escritor que tengo en mi total preferencia. Su antídoto contra la soledad, Al Este del 105


Paraíso, bien se podría recomendar a aquellas personas que niegan la balanza humana del bien y el mal, como si la experiencia no mostrara que en ella oscilan desde niños, tanto el hombre como la mujer. Me fascinan todos sus libros, ninguno de ellos desmerece del anterior, todos conservan un alto nivel de realización artística y humana. Antes de recibir el Premio Nobel, García Márquez ocupaba los primeros lugares de mi admiración con sus novelas La hojarasca y El coronel no tiene quien le escriba. Dejo a un lado modestia y discreción para decir que existen testigos de que mucho antes que se le otorgara, yo afirmaba en reuniones y festejos que merecía el máximo galardón de las letras cuando su nombre entraba en la charla. La relectura de su obra acrece el deleite en cada ocasión; mi admiración por aspectos de su escritura como la magia asombrosa de la adjetivación oportuna, bella y precisa, y su relación con los verbos y los sustantivos, no ha hecho más que mantenerse con el paso de los años. La lista y los comentarios sobre mis escritores preferidos se podrían prolongar en no pocas páginas más. Todos ellos han sido y serán mi compañía por los siglos de los siglos… amén. –¿Qué le aconsejarías a quien llegue al Taller con la intención de hacerse escritor? –Leer, leer y leer.

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Índice Prólogo

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Fisgoneo Impreso

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El purgatorio de Damiana Cisneros Ya no me importa nada La Talega Zoilita Diálogos con el más allá Marca indeleble Puerta al vacío Las singularidades de don Justo Hilachas

15 25 31 43 49 61 71 81 93

Entrevista

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Este libro se terminó de imprimir en los Talleres de Litografía Dinámica El día 28 de noviembre de 2011




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