Antología del Club de la medianoche
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Edición y revisión Darío González Recopilación Cristian Jaramillo Palacio Coordinación del club Alexander Herrera Gil Juan Felipe Restrepo Escobar Cristian Jaramillo Palacio Diseño de ilustración portada Kathiuska Diseño y maquetación Carolina Salazar
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El Club de la medianoche nace producto de una articulación entre la Sociedad Fantasmagoría y la Biblioteca Pública Piloto, con el fin de brindarle a sus usuarios y la comunidad de consumidores culturales de la ciudad de Medellín un espacio de lectura de cuentos de Terror, Misterio y Fantasía. Un espacio en donde relatáramos esas historias que nos ponen los pelos de punta, pero que a su vez nos atraen al mundo de lo desconocido, un espacio donde compartimos relatos de los mejores exponentes del terror y el misterio autores como H.P. Lovecraft, Stephen King, Liliana Colanzi, W.W. Jacobs, Emilia Pardo Bazán, Charles Dikens entre otros nos deleitaron y aterrorizaron con esos increíbles cuentos que con sus niveles de descripción hacían que nos quisiéramos esconder en el armario, nos sumergimos en un mundo de ficción terrorífica que nos congregó los jueves cada quince días. Esta publicación ofrece relatos que los integrantes del Club de la Media Noche crearon como parte de la dinámica de leer y compartir historias de terror todas las noches de los jueves y cada uno de ellos somete a consideración de los integrantes de este grupo y la comunidad en general sus cuentos. Juan Felipe Restrepo Escobar Promotor Sala Juvenil y Comiteca de la Biblioteca Pública Piloto.
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“¿Qué es un fantasma? Un evento terrible condenado a repetirse una y otra vez, un instante de dolor, quizá algo muerto que parece por momentos vivo aún, un sentimiento suspendido en el tiempo, como una fotografía borrosa, como un insecto atrapado en ámbar”. Guillermo del Toro. El espinazo del Diablo. El Club de la medianoche surge de una búsqueda desde Sociedad Fantasmagoría y la Biblioteca Pública Piloto por reconocer aquellos relatos de antaño, los que se celebraban junto al fuego, donde hombres y mujeres temerosos de los rayos, animales nocturnos y cuevas indómitas creaban los mitos y leyendas que aterrorizaban a los primeros pobladores de la humanidad. El nombre surge de aquella maravillosa serie noventera conocida como Are You Afraid of the Dark? O en Hispanoamérica como ¿Le temes a la oscuridad? donde un grupo de niños que hacen parte de la denominada Sociedad de la Medianoche cuentan historias sobre monstruos, demonios y fantasmas al calor del fuego. De esta manera, el Club de la medianoche se fue convirtiendo en un espacio para reunirnos virtualmente y hablar de algunos cuentos y temáticas en torno a lo fantástico, al
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misterio y los miedos más profundos. Conocimos varios autores, invocamos a dioses primigenios con Lovecraft, escuchamos a los fantasmas de Henry James, sufrimos con los miedos de los relatos de Mariana Enríquez y entre otras exploraciones misteriosas y ocultas. Cada quince días el club leía y preparaba varios relatos y analizaba a la luz de muchas miradas qué es lo que nos da miedo como humanos, como ciudadanos y como colombianos. El espacio fue creciendo y no solo nos reuníamos a leer o comentar los cuentos de muchos autores del terror, misterio y fantasía, sino que también se convirtió en un espacio de creación. Partiendo de los miedos personales algunos miembros del club nos sumergieron en sus propios relatos y son estos los que les compartimos en este pequeña publicación. Esperamos que disfruten esta antología de cuentos y que pronto nos podamos reunir de nuevo en la próxima temporada del Club de la Medianoche. Cristian Jaramillo Palacio Miembro del Club de la medianoche
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el hombre de sus sueños
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Mi nombre es Nicolás Pérez y someto a la aprobación del Club de la medianoche, esta historia a la que llamo “el hombre de sus sueños” Cuando tenía diez años no imaginaba envejecer, fue hasta cumplir los treinta, empecé a sentir una sensación extraña; descubrí que el tiempo comienza a seguirte como un perro fiel, que no te suelta por más que lo trates de ahuyentar. El doctor Saura denominó aquella extrañeza: “Fatiga crónica”. No te preocupes me dijo, es el mal de la era moderna. Yo prefería pensar que era el resultado de las muchas horas de trasnocho en la escuela de salud, o tal vez, la suma de los infortunios que se me cruzaron en aquella época. El título para todas las biografías debería ser “después de”… En la vida todo ocurre después de algo: la muerte de un ser
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querido, el sonido del télefono a la medianoche, la visita al consultorio médico o esos amores de reciclaje que te ponen con frecuencia en la senda del olvido. Pregúntame si alguna vez imaginé compartir la cena con cinco extraños a los que les sirven la ensalada con una tableta de antiácido, ¡Dios sabe que anhelaba algo mejor!, La Casa de los Abedules es un no lugar de ensueño a dónde venimos los atletas a los que el tiempo ya alcanzó, un no lugar, porque la estancia de la mayoría no supera los tres años. Desde mi llegada no ha existido un mes en que la muerte no se anote un punto —la pobre muerte haciendo el trabajo sucio, cuando todos tenemos alma de cazador—. Saqué mis ahorros del banco, empaqué lo poco que había comprado en la tienda de saldos el mes anterior y en un acto de soledad desesperada busqué quién me llenara el pastillero hasta matarme de alguna sobredosis. Me anoté por mi propia voluntad, y sí, me siento mejor, en días como hoy, oyendo el clásico estribillo del cumpleaños tratando de clausurarse de diez en diez, hasta experimentar el hastío en la cifra ochenta y cuatro; me doy palmaditas en el hombro mirando a la nada, y repito para mí —¡has tomado la mejor decisión!——. Ningún rostro conocido ha venido a verme, es el precio de tener una familia tan pequeña y unos primos lejanos tan ingratos. —¿Qué tiene de maravilloso envejecer?—, puedo fingir que con un año más de vida, me es imposible recordar con claridad; que mi mente es uno
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de esos bosques neblinosos que se tragan sin piedad a las almas aventureras. Me gustan las fiestas de cumpleaños, puedo saltarme la dieta baja en azúcar, olvidar la levotiroxina en ayunas y recordar —las madres solemos vivir arañando los recuerdos— al escuchar esa canción de antaño que ajustábamos en el dial de la radio, el gruñido flemático de los pulmones enfermos golpeando los tímpanos, ese llanto nocturno que desterraba el sueño, o el primer uniforme de colegio almidonado. Un día como hoy, cuando abro el albúm de fotos y los recién llegados me preguntan: —¿Quién es aquél chiquillo de pantalones cortos y sombrero pescador?. Respondo sin titubear: Mi hijo…, y todos miran alrededor del salón, esperando que haga su aparición; aunque algunos crean que es un invento senil. Guardo en la memoria la imagen de una mujer impasible, como una de las muñecas de porcelana que permanecían en la base de madera de aquella estantería de la cocina, tenía el cabello recogido con una cola alta, despejando el surco blanquecino que rodeaba la frente. Habían pasado tres horas de un largo interrogatorio, tres tazas de café negro, dos tacos de galletas espolvoreadas con azúcar impalpable, por la ventana de la cocina se colaba una pantalla de luz estival, rojiza y picante. Yo era la clase de madre que podía alegar
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ante un estrado: ¡Mi hijo es lo único que tengo! Pero ningún juez iba a creer lo que ocurrió. Parecía una de esas historias emitidas durante la noche de sábado en la televisión por cable, en el programa A Haunting; una serie sustentanda en eventos paranormales que alega a toda costa, estar basada en hechos reales. Henry no era el tipo de niño incauto engañado por los superhéroes de la vieja guardia, que más de diez décadas después siguen luchando contra los mismos horrores. Prefiero decir que mi hijo era simplemente un niño de su edad, el hijo de una madre divorciada, que permanecía gran parte del día solo, o que iba de un lado a otro cargando su morral para pasar de vez en cuando la noche en casa de su abuela. Henry tenía un amigo imaginario, un trozo de madera cilíndrico reciclado de un viejo bifet, al que le ató un cordón de zapatos en la punta superior. Pasaba horas sosteniendo conversaciones privadas, se metía tras las puertas sentándose sobre sus piernas en posición de yogui. Al oír que yo me acercaba, guardaba silencio, sonreía tímidamente, condenando de tajo cualquier clase de juicio adulto que nunca llegue a hacer. Vivíamos en el piso tres de un edificio de apartamentos, un cuchitril ciego con ventanas alargadas empotradas en lo alto de la pared, que simulaban el respiradero de una mazmorra. Fue una época de transición en el hospital, mi jefe me arrastró lejos del chiflido aireado de la pera del
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tensiómetro y de las raspaduras sanguinolentas de las peleas callejeras; me condujo a la unidad de cuidados intensivos, a los horarios extensos que me hicieron parecer la madre más desalmada. La semana antes de lo sucedido, Henry estuvo en casa de su abuela, el fin de semana era nuestro, podía abrazarlo, meterlo bajo las cobijas y apretarle los cachetes mientras lo envolvía en las sábanas de hilo. Él acostumbraba correr por el pequeño pasillo agitando el tacón de las botas ortopédicas, se escondía detrás del sofá gris, agazapado, como un gatito joven queriendo agarrar todo lo que se mueve. Saltaba sobre mis piernas y yo me estremecía fingiendo que sus manos me iban a someter. Esa madrugada de sábado faltaban veinte minutos para las cuatro, la pantalla del reloj despertador parpadeaba lentamente, habíamos dejado la televisión encendida, oía el ruido de fondo, creo que transmitían una de esas caricaturas que a todo el mundo le gustan, Tom y Jerry, quizás. Tenía los ojos entreabiertos, estaba en posición fetal mirando hacia la entrada del cuarto. Conservo su imagen, imitando una sombra alargada que se expandía a través de la pared, se movía arrastrando sus pies para intentar no despertarme. Su aspecto no se parecía en nada al de ningún otro hombre, era delgado, muy pálido, la clase de lividez que asociamos con la enfermedad terminal; tenía los hombros contraídos hacia delante y sus manos se juntaban con sus piernas dando la impresión de una profusa figura arraigada al suelo. Henry seguía a mi lado, el vaho caliente de su respiración me
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golpeaba el cuello, el hombre se iba acercando a la cama, su figura grácil se distinguía de la oscuridad por el brillo de sus ojos, una clase de luz vigorosa, la más vehemente y apacible que he visto en mi vida; mientras tanto, me iba sumergiendo en un sueño profundo, el sonido sibilante emitido por su voz tenía la misma cadencia: Invariable y afinada. No podía moverme, sentía como Henry se fundía con la dureza del colchón y comenzaba a respirar hacia adentro en bocanadas profundas, la saliva se acumulaba entre su garganta y la laringe, a veces, se levantaba suavemente simulando un espasmo para poder respirar, no dejaba de sentir la convulsión de su manito invadida por la humedad, mientras veía el telón negro de la oscuridad, romperse por el hilo de luz diminuto que se colaba por la puerta entreabierta. Al día siguiente, Henry no estaba. Si no fuese por los juguetes regados sobre la alfombra de arabescos, o sus boticas negras apiladas en un rincón de la habitación, nadie me hubiese creído que tenía un hijo, ni siquiera yo. Ahí comenzó el después de... La policía vino a verme y tuve que repetir la misma historia una y otra vez, los oía cuchichear en el pasillo del edificio dejando aflorar una que otra carcajada. Durante muchos meses el caso del niño al que se lo trago el sueño, se volvió la comidilla de los pasillos, renuncié al hospital, me mude del pueblo. Aunque creo que el hombre de sus sueños aún me persigue.
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—Lo siento cariño, se acerca la hora de los juegos, tengo tres cartones de bingo y hoy espero ganar—. Antes de irme podrías anotar lo siguiente. Cada 9 de Noviembre sueño con él, tiene el mismo gesto ausente de su padre y las canas en la frente que nunca pude ocultar. Lo vi sentado en una banca de madera, frente a un lago de superficie oscura; pude escuchar como el agua golpeaba la orilla, un sonido hueco que se extendía por el paraje frío y solitario. Creo que Henry no es feliz. A su lado estaba él, viendo fijamente las montañas del fondo, con sus piernas recogidas y sus hombros plegados hacia fuera, más pálido de lo normal. Tuve miedo de acercarme, pero hice algo que nunca antes había hecho: escribí la dirección del asilo en varios papelitos esparcidos por el viento. Sé que él los verá, quizá el próximo año resuelva venir a buscarme, o puede que te busque a ti, algunos que conocían la historia ya no están, los demás, los que aún podemos soñar, siempre tenemos algo nuevo para contar.
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Solo ratones
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Mi nombre es Ricardo Martínez y someto a la aprobación del Club de la medianoche, esta historia a la que llamo “solo ratones” Tras varios días de intentos fallidos para lograr abrir la recamara sellada, Lauren finalmente dio con un hechizo para remover el sello mágico y la puerta se abrió. Hank sonrió ligeramente mientras veía como las dos piezas de roca gigante que se interponía entre ellos y su posible tesoro se desplazaban suavemente hacia lados contrarios, invitándolos a seguir y a explorar sus secretos, cuando recordó algo y mirando a Lauren con algo de escepticismo le preguntó:
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-¿Estas segura que no hay alguna cosa fea esperándonos allí adentro? Lauren lo miró con fastidio como si la misma pregunta ya la hubiese respondido en varias ocasiones. -sí, no detecté nada en las decenas de conjuros que lancé antes de abrir la compuerta. ¿Crees que esta es mi primera tumba? - le dijo mientras guardaba sus tomos de vuelta en una mochila de piel que se veía muy golpeada por el tiempo y que al parecer perteneció en vida a algo parecido a un lobo. -si vuelves a preguntarme eso nuevamente te juro que voy a buscar lo más parecido a un sarcófago y voy a despertar lo que tenga adentro para que te entretengas un rato y dejes de hacer las mismas preguntas estúpidas. -Continuó ella. - Vamos a ver si eres capaz de sobrevivir sin mi ayuda. - Finalizó Lauren mientras cerraba su bolsa.
Nervioso Hank miró al interior de la recamara y sin girarse hacia Lauren de nuevo solo empezó a hablar.
-Yo sé que lo has dicho varias veces, pero este lugar me pone nervioso. Y por los dioses, no la llames tumba. Acordamos que sería un templo de descanso continuado para almas antiguas. Llamarlo de la otra forma me hace pensar en que podría aparecer algo allí adentro. Y antes de que empieces nuevamente con que utilizaste muchos
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hechizos, he visto cosas muy feas en mis años haciendo esto. Las tierras oscuras nunca se han caracterizado por su ternura y menos cuando los espíritus antiguos se dan cuenta lo que estamos haciendo con sus viejas pertenencias. No será tu primera tumba, pero si la primera que visitas en estas tierras. Hank llevaba casi cuarenta años adentrándose en diferentes tipos de criptas olvidadas, robando cosas de valor y vendiéndolas al mejor postor en grandes ciudades, donde hombres y mujeres ricos y poderosos pagaban altas sumas de dinero por vejestorios a los cuales él no les encontraba mayor valor. Este había sido el negocio familiar por generaciones, pero donde su familia se había destacado por conocer muy bien la mercancía con la que negociaba, Hank nunca se esforzó por aprender del tema y sus ingresos se fueron reduciendo cada vez más, siendo sus mismos clientes quienes lo engañaban haciéndole pensar que verdaderas reliquias no tenían mayor valor. Con cincuenta años cumplidos, ninguna educación más que las enseñanzas de su padre, y poca disposición hacia el análisis y los pensamientos complejos, Hank tomó la que sería la única buena decisión en su vida. Buscó la asesoría de un verdadero experto en los artículos con los que negociaba, y de esa forma conoció a Lauren, una hechicera joven casi en sus treintas que buscaba ganar algo de dinero extra para completar sus estudios en la academia de magia y quién no tenía ningún problema con ensuciarse las manos robando
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las mismas tumbas que Hank.
Con algo de desdén Lauren se levantó, puso su mochila en su hombro y caminó hacia el interior de la recamara, encendiendo una pequeña llama en su palma derecha para iluminar el paso. -Mi responsabilidad es la magia y los peligros mágicos, ahora encárgate de la tuya y verifica que una trampa no sea la que nos quite la oportunidad de cenar.
Resignado Hank, tomó sus herramientas e ingresó a la recamara siguiendo la luz de la llama para ver que posibles trampas pudieron dejar los dueños del sitio, pero su viejo olfato para esas cosas no detectó nada. Dio un par de pasos al frente, se arrodilló y puso su oreja contra el piso para ver qué podía escuchar y percibió un sonido similar a cuando un animal usa sus uñas para cavar o abrirse camino en un material sólido, nada diferentes a ratas cavando madrigueras según su experiencia. Hank se levantó, miró a Lauren quien expectante esperaba el veredicto para continuar, y dijo con tranquilidad: -Nada, solo ratones.
Lauren dio un suspiro de tranquilidad y continuó caminando hacia lo que parecía un mural en una de las paredes laterales de la recamara. Con algo más de confianza se atrevió a incrementar la intensidad de la llama para ver claramente la imagen quedando paralizada de miedo al
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verla. Hank la siguió lentamente percatándose solo en el piso para ver si aparecía algo de interés y solo al darse un tumbo contra ella la volvió a mirar, dándose cuenta de que estaba blanca como un papel con la mirada recorriendo la pared. Con curiosidad miró hacia el muro y vio imágenes que se le hicieron muy familiares.
-¡Oye! Esa imagen se parece al embarcadero donde dejamos el bote, ¿verdad? – dijo Hank jocosamente. Recorriendo con la mirada el mural continuó a la siguiente imagen.
-¡Ah! Y esa se parece a la cueva donde dormimos durante estos días, ¿no es así? – Continuó Hank menos emocionado y un poco desconcertado. Mientras miraba las siguientes imágenes empezó a comprender que todas reflejaban los lugares donde habían estado desde que desembarcaron hasta antes de ingresar a la cripta. Mas aún, en varias se veían Hank y Lauren en momentos que, si habían pasado, y todas se veían desde el punto de vista de alguien observando la escena desde las sombras, pero ellos habían estado solos durante toda su estadía. O eso pensaban hasta ese momento.
- ¿Lauren? Esa última imagen… -dijo Hank mientras señalaba hacia la puerta. -¿Esa eres tú verdad? ¿Cuándo fue
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eso que no lo recuerdo? -ya con bastante miedo en su voz.
Lauren solo había visto las imágenes en el muro al frente suyo, pero no había visto la que Hank señalaba. Al darse la vuelta notó que solo se veía una parte de la imagen completa y la otra probablemente estaría en la otra parte de la puerta, pero claramente era ella con terror en su rostro mirando hacia la puerta.
-Lo lamento Hank, creo que debí escucharte y revisar con mis hechizos de nuevo al abrirse la puerta. – Dijo Lauren mientras una lágrima se formaba en sus ojos.
Sin que Hank pudiera reaccionar la puerta se cerró de tumbo, causando una corriente de aire que aminoró la llama, pero esta quedó con la suficiente intensidad para ver la imagen completa de la puerta. En la otra mitad se veía a Hank de espaldas corriendo mientras una sombra cubría la mitad en la que antes estaba Lauren. Sus instintos de supervivencia adquiridos en tantos robos se activaron y sin pensarlo Hank corrió hacia el fondo de la recamara, solo sintiendo como una brisa fría invadía la habitación. Sin sonido alguno la luz que emitía la llama de Lauren se apagó y toda la recamara quedo en la absoluta oscuridad, pero Hank no se detuvo. Toda la energía de su cuerpo estaba enfocada en correr más rápido que lo que sea que los estaba
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siguiendo. Si, Lauren ya no iba a estar, pero mejor Lauren que él, pensó Hank de forma egoísta. Y pidiéndole a todos los dioses que conocía, alguno probablemente lo escucho pues una luz apareció al fondo del camino. Hank continuó corriendo casi sin sentir sus piernas y sus pulmones a punto de estallar, pero logró llegar a la puerta donde se veía la luz del exterior, cerró los ojos, la cruzó de un saltó y cayó al piso, jadeando fuertemente, agradeciendo a su suerte y prometiendo no volver nunca a esta región.
Finalmente abrió los ojos y vio una pared con una antorcha encendida, que permitía ver una imagen en el techo del sitio donde estaba. Con el horror de comprender que aún seguía en la cripta, gritó silenciosamente al ver su figura tendida en el piso mirando hacia el techo cubierta casi completamente por la sombra mientras la antorcha se extinguía.
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Ravena
Mi nombre es Juan Camilo Osorio y someto a la aprobación del Club de la medianoche, esta historia a la que llamo “Ravena” Cuando las tinieblas caen sobre el mundo y las almas se entrecortan sobre la mente de los hombres, cuando los ciudadanos de bien elevaron las altas torres, sombrías y lúgubres; bajo los muros nadie puede soñar con palabras, o los campos florecientes del retorno a la primavera. Cuando
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el conocimiento despoja el enojo de los leprosos y toca el recuerdo que es fruto de la belleza, en medio del caos, en donde los poetas no cantaron, la sabia de los fantasmas, de esos que son vistos como vándalos. Cuando estas cosas hubieron pasado por el entramado de la ciudad y los anhelos infantiles se esfumaron. Parceros masacrados en los muros de mi barrio, porque allí yacen las palabras a los que habitan los sueños del mundo.
Poco hay registrado: nombres, placas y sus procedencias. Esto no corresponde al síntoma de una nebulosa emergente, ni a la música exclusivamente, aunque se cree que ambos son oscuros como los vándalos; que habitan en los refugios, que apunta de grafiti rompen las avenidas, y basta saber que reinaba el austero ciclo de los ancestros que sabían, que se debatían diariamente entre sombras alborotos, callejones sin salidas, calabozos, —y corra que llega la policía, hasta llegar a la habitación, cuya ventana es desolada, fría. Las hierbas y los árboles era la única salida, sino, al brumoso patio lo transferían, en el que muchas rejas se abrían. Allí desde la ventana también se divisan los rumores, en donde la noche se calienta a cada paso y las tímidas estrellas que se habitan encienden el fuego de la hoguera, porque estas ventanas conducen pronto a la locura de este infierno urbano.
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Con el correr de los años, se ha escuchado de un nuevo guerrero urbano; es como un fantasma que ya se conoce su paso para paraco, porque hasta que al fin el pueblo se enteró que son la crueldad y abrió sus ojos y los miro, en Cali, Pereira, Medellín, Manizales y Bogotá. Cierta noche los cielos cubiertos de sueños y colores se abalanzaron sobre el miedo que ya no importo, para fundirse con la atmósfera de la unión: viciada por el arte y las ominosas maravillas. Sobre las calles, llegaron incógnitas corrientes de crepúsculos violentos, resplandeciendo porque nunca se cansaron de cantar en el arte de la diáfana calle de la ciudad. Porque las calles se hacen chicas, y el futuro, las palabras girando en torno al soñador, donde los días pasan, durante días no registrados por los calendarios de la cúspide del caos, peor las mareas de los soñadores pasando por lo inhóspito de los anhelos de la presente añorada rebeldía, vulgaridad que quizás la gente de bien no sabía. Ésto llevo a los más profundos espacios inundados con miradas en la lejanía, allí alumbrados por los soles que los ojos jamás han contemplado: S. O. S Patria mía.
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Ella
tiene que ver el muerto
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Mi nombre es Angie Vallejo y someto a la aprobación del Club de la medianoche, esta historia a la que llamo “Ella tiene que ver el muerto” -Niña, quédate aquí. -Pero mami, ya limpiamos la tumba de papá. ¿A dónde vas? -Quédate aquí, niña. Espérame nada más. Mamá se dirigió a una de las salas más próximas, en donde se velaba quién sabe qué muerto. Siempre que visitábamos la tumba de papá hacía lo mismo. Se dirigía diligentemente a las salas de velación, y entraba a velar el muerto ajeno. Pero eso no era lo peor. Lo peor era que tenía que ver el muerto. Si no lo veía no quedaba satisfecha. Se acercaba al
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ataúd y lo examinaba con ese morbo tan suyo, ese morbo que hacía parecer tan natural. Sin descaro, sin pena, sin culpa. Y nadie nunca le decía nada. ¿Por qué ni una sola persona se daba cuenta de que una mujer extraña entraba a chismosear sus muertos? Yo la veía desde lejos. Yo cargaba con la vergüenza. Pero a mí nadie tampoco me decía nada en realidad. No puedo evitar pensar que tal vez yo tenía también algo de culpa. Después de salir de los velorios, mientras regresábamos a casa, yo le preguntaba por el muerto. ¿Cómo era este, mami? -Igual que los otros. Tenía los ojos cerrados, estaba algo inflado, algo estirado. -¿Y parecía dormido? -Todos dicen que parecen dormidos. Pero no es verdad. Se ven como alguien que está fingiendo estar dormido. -¿Pero por qué fingen, mami? -¡Qué cosas dices! No seas boba. No están fingiendo nada. Con el tiempo he llegado a pensar que tal vez ese morbo desvergonzado era la manera en que mi madre hacía duelo. Porque mi papá fue el muerto que no pudo ver. No pudo verlo porque de él no quedó prácticamente nada. Esta rutina sagrada se extendió ya ni sé por cuánto tiempo.
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Nunca lo supe bien porque entonces me pareció eterno, y más tarde, cuando le preguntaba a mamá, la sola mención del tema la hacía soltar esa risa pícara que asfixiaba cualquier palabra al respecto. Qué cosa tan graciosa le parecía a ella, como si hubiera sido una niña traviesa que se dejaba llevar inocentemente por la curiosidad. El caso es que fueron muchas veces: el viaje al cementerio, la caminada colina arriba hasta la tumba de papá, la tumba de papá con su tapa imitación de piedra y la letra dorada, la tumba de al lado con forma de escalera y la virgen encerrada en una jaulita encima, la regada del agua sobre la piedra, la estregada con el jabón rey, la juagada, el cambio de las flores marchitas por flores nuevecitas, el silencio, las oraciones, y el “chao papi, nos vemos la próxima semana”. Y entonces los pesados pasos hacia el crematorio, y mami con esa mirada de gata, y la columna en la esquina de las salas de velación en la que me recostaba, y más allá… Salía humo del crematorio. El humo me hacía acordar de papi. Cuando lo mataron, primero lo supieron los vecinos. Fueron ellos los que tocaron la puerta de mi casa para traernos la noticia. Lo habían matado por allá en San Carlos, en una de esas curvas que no dejan ver más allá de sí mismas. Era oscuro y no lo hubieran visto si el de una moto no hubiera tropezado con lo que quedaba de él. ¿Encontraría mamá otros muertos igual que papá? ¿Era eso lo que ella buscaba? ¿Otro ataúd cerrado? Me preguntaba
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muchas cosas mientras esperaba que mami saliera de los velorios de esa gente extraña, y contemplaba el humo que salía de esas chimeneas. Entonces llegábamos a casa. Y pasaban los días, y cada día que pasaba me hacía sentir esa especie de estiramiento que lo deja a uno a punto de romperse. Soñaba con los rostros de los muertos. Mamá era la que los veía, sí. Pero era yo la que los seguía viendo, así no supiera realmente cómo eran. Todos eran iguales pero distintos, tal como los describía ella. ¿Por qué me contaba mamá estas cosas? Coleccionaba cadáveres como si coleccionara estampitas para llenar un álbum. Yo, que con el tiempo me fui llenado de miedo y cansancio, ya no le preguntaba, pero ella igual me los describía. -La viejita estaba toda hinchada. Y tenía el labio morado y reventado, el de abajo. Una de las señoras se me acercó y me pregunto si yo ya sabía. Yo le dije que no. Y entonces me contó que la noche antes de morir la viejita había soñado que venían un montón de sombras y la cogían a puños. Le debieron haber dado en la boca, porque luego el labio le amaneció así. Y mientras me lo contaba los ojos le chispeaban de satisfacción. Yo no decía nada, solo miraba al piso y sentía miedo de dormirme y soñar y que llegaran esas sombras a
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pegarme puños también a mí. -Era un señor. Tenía la cara seca y arrugada como un desierto. Lo ahogaron en polvo, ¡qué cuca de maquillador! Encima, los labios estaban tan apretados que parecía como si estuviera haciendo fuerza. -¿Será que le dolía fingir, mami? Ella me miraba incrédula, como si mi insolencia la avergonzara. -¡No digas bobadas, niña! Recuerdo una vez que, desobedeciendo a mi mamá como una forma de protesta por dejarme siempre esperando ahí sola afuera de las salas de velación, me fui a caminar por el cementerio. Caminé por entre las tumbas hasta llegar a la zona de los osarios, con sus altas paredes blancas y los cuadritos marcados con nombres y fechas. Iba pensando en cómo sería la cara del muerto de ese día, si húmeda o seca, si estirada o arrugada, si hinchada o contraída, hasta que escuché unos golpeteos en la pared y me paré a mirar de dónde venían. Por un rato no se escuchó nada, pero entonces miré al cuadrito que tenía al lado y escuché unos golpes que venían de adentro, como si alguien estuviera tocando. ¿Que qué hice? Pues es obvio, salir corriendo, ¿qué más iba a hacer? Después de eso volví a quedarme quieta en mi puesto, mirando las caras que formaba el humo de las chimeneas.
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Yo pensaba que el morbo de mamá se limitaba a los cementerios y sus salones de velación y esa gente casi toda vestida con las diferentes sombras del negro. Más temprano que tarde comprendí que ella tenía que ver todos los muertos. ¡Todos! ¿Será que estaba loca? ¿O era simplemente una de sus tantas manías? Como aquella de no poner alumbrados en navidad porque le recordaba el accidente con mi hermano, o aquella de madrugar todos los días a las cinco de la mañana a rezar el rosario, o aquella de pegarse a las paredes para escuchar a los vecinos incluso cuando no ocupaban las casas. En fin, ya sé que todo el mundo tiene vicios. Pero la vez que entendí esa falta de límites fue lo peor. Habíamos ido al zoológico, y yo estuve entretenida viendo los animales, aunque todo el lugar olía a pura mierda y ella también sabía pero me regañaba si lo decía. A la salida le pedí que me comprara unas crispetas. Iba yo de la mano de ella, comiéndomelas, cuando de camino a coger el bus en una calle una moto le pasó por debajo a una tractomula. Apenas si se vio al de la moto volar en pedazos. Se hizo una gran algarabía y confusión, todo el mundo corrió a la escena, incluida mi mamá, que de una me soltó de la mano y me dejó ahí temblando sola, y se perdió entre la multitud. Yo me puse a llorar y a tratar de buscarla, mientras algunas señoras intentaban alejarme de ahí para que no viera al muerto. Al rato llegó mi mamá, la cara pintada de insatisfacción, y con la voz llena de rencor me describió como le había volado la
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cabeza y estaba por ahí tirada con el casco todavía, y había sangre regada y carne que ya ni se podía saber de dónde era con sus amasijos revolcados de blanco, amarillo, rojo, y piel sucio. –Se volvió nada. Y yo seguía llorando y ella me zarandeó enojada y me dijo: –Ese malparido casco no me dejó verle la cara. Pero bueno, no importa. Entonces empezó a carcajearse con ganas, recordando algo. –Los jeans se le bajaron, se le veía la raya del culo. Ese día a mi repertorio de sueños se añadió uno en el que yo recorría la escena del accidente, iba a donde estaba la cabeza del muerto, la cogía, le quitaba el casco, y entonces le veía la cara congelada en una expresión estúpida de sorpresa bovina. Casi instantáneamente se hacía humo, y se iba volando hacia arriba hasta desaparecer, como en las chimeneas. ¿Ah? Ah, sí, es verdad. El vicio no le duró para siempre, eso es cierto. Finalmente se le quitó. Varios piensan que porque entonces ya superó la última etapa del duelo y así volvió a la “normalidad”. Pero lo que sucedió fue más bien algo raro. Esa última vez no pasó nada distinto en nuestra rutina, no vi fantasmas por el rabillo del ojo mientras nos dirigíamos a las salas de velación, ni escuché susurros traídos por el
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viento, ni tampoco la gente que estaba ocupando las salas ese día tenía miradas sospechosas o aires perversos. Todos los que velan un muerto terminan pareciéndose mucho. Lo único fuera de lo común fue que mami entró y volvió a salir muy rápido. Ella se tomaba su tiempo detallando los muertos, viéndolos bien. Cuando salió, no me dijo ni una palabra. Desde ese día no volvimos a visitar la tumba de papá. Tampoco el cementerio. Y tampoco los velorios. Y ya mamá no quería ver los muertos. Yo la verdad estuve muy feliz de que no me dijera nada, y más feliz todavía cuando a la siguiente semana no volvimos al cementerio, y yo preferí no decirle nada pensando que por algún milagro se le había olvidado, pero luego a la siguiente semana se le volvió a olvidar, y entonces yo también me olvidé. Años después me animé a preguntarle qué vio ese día que logró exorcizarle el morbo del espíritu: -Mija, lo que pasa es que ese tenía los ojos abiertos. ¡Ese muerto no estaba fingiendo!
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Mi nombre es Johana Carvajal y someto a la aprobación del Club de la medianoche, esta historia a la que llamo “Dentro de mí” Paredes blancas sofocantes, pasillos largos e interminables, lamentos en cada habitación… ¿Qué hago en medio de este sufrimiento? Estaba frente a una puerta, pero no distinguía el número del cuarto, todo estaba tan oscuro. Era la única puerta de la que no se escapan alaridos, de ella provenían leves sollozos. Me debatía entre si entraba o no por temor a pecar de impertinente, pero en vista de mi desorientación y de que el pasillo parecía no tener fin, decidí entrar. El cuarto estaba oscuro, pero gracias a la leve luz de la luna pude distinguir la silueta de las cosas, entre las que destacaban dos camillas y al lado de una de ellas había una persona, la mujer que emitía los sollozos. Me acerqué lentamente y advertí que en la camilla
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había otra persona acostada, vestida con traje, a quien no logré verle el rostro. La persona que sollozaba de espaldas a mí se detuvo de repente al notar mi presencia. Levantó la cabeza, se giró para verme y el terror me invadió al contemplar su rostro o, mejor dicho, su ausencia; me miraba —¡eso creo!— desde unas cuencas oscuras y aparentemente vacías; donde debería estar su nariz sólo había dos pequeños agujeros y su boca parecía un dibujo aterrador carente de labios. Pensé en gritar, pero de inmediato sus facciones se fruncieron en un horripilante gesto de enojo; levantó su mano y la cerró y en ese mismo instante sentí cómo se me cerraba la garganta y el pánico se apoderó de mí. Salí corriendo de la habitación e intenté huir por el largo pasillo, pero todo empezó a perder su forma, las puertas bailaban, el piso desapareció y caí. Gritaba y sentía que mi garganta ardía, pero esta vez el sonido sí salía de mi boca, y la mujer sin rostro apareció frente a mí de nuevo visiblemente enojada; abrió la boca y soltó un alarido tan aturdidor que por un momento perdí la audición. En esos segundos de silencio que siguieron al alarido todo fue oscuridad y, de repente, una luz blanca me encegueció. Mis ojos tardaron en acostumbrarse a la luz, escuchaba de nuevo los sollozos y advertí estar acostado. Finalmente, logré ver que estaba en una camilla de hospital y vestía traje. Me giré para ver quién emitía los sollozos y de nuevo vi a la mujer sin rostro; me encontraba en la misma habitación en
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la que estuve antes y era yo quien estaba en la cama. Grité de terror, lloré y todo fue oscuridad de nuevo; volvía a caer al vacío y de repente mi cuerpo recibió un fuerte impacto. Cerré los ojos y al abrirlos estaba encerrado en una caja… ¡No, un ataúd! Podía ver a todos llorarme, pero no podía moverme, ni hablar. “¡Estoy vivo!”, quería gritar, pero era inútil, mi cuerpo no me respondía, no sé cómo pude verlos si tenía los ojos cerrados. Sentí cómo cerraban la caja y me trasladaban. “¡Estoy vivo, estoy vivo!”, intentaba gritar, pero mi garganta no emitía ningún sonido y mi cuerpo no se movía. Sentí cómo metían mi ataúd en un hueco y cómo me tapaban con tierra. “¡Estoy vivo, estoy vivo!”, quería gritar, pero no importaba, ya me habían condenado a morir atrapado en mi propio cuerpo.
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