Libro obra diversa tres

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Taller de Escritores/ Biblioteca PĂşblica Piloto

Obra Diversa/3

Vol. 149


SCDD C868 Obra Diversa 3 / Taller de Escritores de la Biblioteca Pública Piloto Medellín : Biblioteca Pública Piloto de Medellín para América Latina, 2015; Jairo Morales Henao, Editor literario; Catalina Acosta Acosta … [et al]: 384 p. (Fondo Editorial Biblioteca Pública Piloto; 149) ISBN: 978-958-99591-9-0 1. Literatura colombiana -- Colecciones de escritos 2. Literatura antioqueña -- Colecciones de escritos

Taller de Escritores Biblioteca Pública Piloto de Medellín Obra Diversa / 3 © 2015 Biblioteca Pública Piloto de Medellín Coordinación Editorial Jairo Morales Henao Diseño, diagramación e impresión: Divegráficas Ltda. www.divegraficas.com PBX: (574) 511 76 16 Biblioteca Pública Pilotode Medellín para América Latina www.bibliotecapiloto.gov.co




Prólogo La presente es la cuarta selección de textos del Taller de Escritores de la Biblioteca Pública Piloto desde que comencé a dirigirlo veintiún años atrás. La primera (2003) salió bajo el título Antología del Taller de Escritores. Las dos siguientes (2007, 2010) lo hicieron bajo el nombre de Obra diversa, título en el que insistimos en esta oportunidad porque recoge con mucha exactitud la aspiración central del taller: “Me satisface la diversidad temática y me enorgullecen las diferencias de estilo patentizadas en este volumen porque son la mejor muestra de un espíritu que es esencial a todo taller de creación literaria: darle voz a las obsesiones individuales e impronta de lenguaje particular a su realización en el texto, en un trabajo que solo puede ser hombro a hombro entre alumno y director. Mundo y estilo propios, es decir, diferencia, autenticidad, personalidad literaria. Lo peor que podría suceder en un taller sería que el director buscara o pretendiera imponer uniformes ideológicos o estéticos. El único canon que nos hermana es la búsqueda de la calidad dentro del proyecto de que el individuo que no pueda vivir sin escribir, escriba, según dijo Rilke. Que escriba


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y encuentre su voz propia”, aspiración central definida por mí en estos términos ya en el prólogo a la primera selección de textos, hace doce años. Lo que anotábamos al comenzar el segundo párrafo del prólogo a Obra diversa 1: “La nueva selección de textos que tiene el lector en sus manos reafirma idéntica inspiración”, valió también para Obra diversa 2, y con todo el derecho, igual para esta Obra diversa 3, donde de los 23 autores incluidos reaparecen solo 5 de la selección inmediatamente anterior. Pero hay algo más. Entre tanto, en el curso de estos veintiún años de mi dirección del Taller de Escritores, se ha conseguido prolongar a lo que se dio comienzo firme durante los quince años en los que la dirección estuvo a cargo del escritor Manuel Mejía Vallejo: la publicación de libros de autoría individual, tanto por parte del Fondo Editorial de la Biblioteca Pública Piloto, como de la colección “Ediciones AUTORES ANTIOQUEÑOS”, realización que se ha ampliado desde hace diez años aproximadamente al Fondo Editorial Universidad EAFIT y a la Editorial Universidad de Antioquia, que han incluido en sus catálogos el primer libro de cuentos de varios autores activos en el Taller en el momento de esa publicación, lo que, de un lado, ha constituido un estímulo al talento y al esfuerzo de esos escritores, y de otro, un reconocimiento implícito a la línea de |8


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trabajo que les facilitó llegar a ese primer libro, y hacerlo en fondos editoriales exigentes, como lo son todos los mencionados. El trabajo del Taller ha contado también con otros estímulos y reconocimientos. Durante sus treinta y siete años de funcionamiento ininterrumpido, novelas, libros de cuentos y cuentos de quienes pertenecieron o pertenecen al Taller, han sido premiados y seleccionados en numerosos concursos locales y nacionales del género. Revistas, suplementos literarios y antologías acogieron y acogen relatos de sus miembros. Pero como ya lo anoté en otro lugar, resalto siempre que la realización más destacable en estas casi cuatro décadas de trabajo, la que debe resaltarse como de más peso literario, es la decisión de haber hecho del oficio de escribir el centro de sus vidas, tomada durante todos estos años por un buen número de quienes asistieron a él con la intención de hacerse buenos escritores, habiéndolo conseguido con eficacia, como lo reafirma, más que los premios, la bibliografía de sus obras publicadas. Desde hace décadas los talleres de creación literaria son una realidad del panorama literario colombiano, de la Guajira al Amazonas, del Chocó a los Llanos Orientales. Si aparecieron, se

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sostuvieron y multiplicaron, es porque respondían a una necesidad histórica del movimiento literario. Esa realidad, el nivel promedio de la escritura alcanzada en el fragor colectivo e individual de los talleres –desigual, desde luego, como ocurre con todo trabajo de creación, pero que ofrece puntos altos de elaboración estética–, y la aparición en ellos de escritores de vocación, con trayectoria ya reconocida nacionalmente, despojaron de todo valor las objeciones con que fueron recibidos en un comienzo desde muchos lugares: ¿Cómo así que la actividad creadora, tan individual de raíz, tan originada en el talento y la sensibilidad personales, iba a ser colectivizada, “enseñada” como se hace con las ciencias puras y aplicadas, deducible de unas normas, de un pensum, y por lo tanto al alcance de cualquiera suficientemente diligente? Estos melindres, reapariciones supérstites del mito romántico del creador individual –imagen herida de muerte, mas no aniquilada por completo, cuando el Modernismo propuso una visión diferente: la creación basada en el oficio más que en la inspiración–, obedecían también a un factor muy evidente: los talleres eran una novedad, se carecía de experiencia previa en ellos, y una prueba fue que las objeciones venían desde afuera, en la boca o la pluma de quienes desconocían el fun-

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cionamiento de los talleres. Las esgrimían los que nunca habían asistido siquiera a una sesión. Era, pues, asunto de tiempo. Y los hechos lo han demostrado así. Había que darle la oportunidad a los talleres para afinar su trabajo y mostrar producción. Y eso tenía que ocurrir así a pesar de que Rulfo nos dijo en su visita a Medellín en 1978: “En México, prácticamente todos los escritores posteriores a mi generación han pasado por talleres literarios”. Ni era suficiente que Vargas Llosa escribiera: “Se puede enseñar y aprender a leer y escribir, pero no a crear”. Había que demostrarlo. Ya señalamos que su aparición, afianzamiento, expansión y organización, hoy materializada en la Red Nacional de Talleres de Creación Literaria, demostraron que obedecían a una necesidad histórica; también que la aspiración insignia de nuestro trabajo ha sido orientarlo de tal manera que aquellos dotados con verdadera pasión por escribir, y con la disciplina y el talento suficientes, creen obra personal, temática y estilísticamente. Resta remitir una vez más a la obra, a lo escrito y publicado por los talleres y por los autores que con posterioridad a su pertenencia a ellos han continuado en el oficio y publicado libros en diferentes sellos editoriales, para constatar cuando se lo desee el inconfundible sello individual de esas obras. |11


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Porque el trabajo, ya en el detalle, no apunta a otra cosa que a conseguir sello personal y calidad estética. Decíamos en la Presentación de Obra diversa 2: “La evaluación e interpretación en el colectivo de los trabajos presentados por los asistentes, realizada esa crítica desde categorías literarias, ha constituido el centro del trabajo que realizamos, porque no de otra manera quien se propone aprender a escribir puede adquirir conciencia de sus errores y vacíos, primer paso para poder superarlos; piedra fundacional, además, de la conciencia autocrítica, sin la cual ninguna actividad artística puede aspirar a la eficacia, a seducir, a conmover, y a ‘elevar la conciencia de nuestras vidas a niveles más altos’, como lo señaló William Carlos Williams. “Sin crítica no hay cultura”, enfatizaba Octavio Paz. Y Todorov fue aún más explícito en despejar toda mala fe respecto de la crítica: ‘La crítica no es un apéndice superficial de la literatura sino su doble necesario. La interpretación es una práctica inconsciente. La crítica la pone en evidencia’ ”. El maestro Manuel Mejía Vallejo formuló en términos más sencillos el papel de los talleres de escritura literaria: “El taller acorta camino”. Con la ayuda de la crítica el aspirante a escritor toma conocimiento más pronto de sus deficiencias y limitaciones.

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Dijimos que la crítica en el taller es fundamentada. La literatura tiene una historia, como es obvio, y sus formas se renuevan. Eso implica conocimiento, estudio, actualización. Por eso la lectura de estudio de grandes autores es una constante en la actividad del taller. Escritores de todas las latitudes, clásicos y modernos. Es una lectura orientada, atenta a la visión del mundo y a los recursos técnicos presentes y utilizados en sus obras. “Es decir, hablamos de una lectura de aprendizaje asumida como uno de los puntales del proceso de creación literaria, lectura que ha contado con actividades paralelas como los ejercicios de imitación, con resultados excelentes”, anotábamos también en la Presentación de Obra diversa 2. Allí contábamos el cumplimiento de ciclos muy completos de lectura de escritores como Nabokov, Azorín, Felisberto Hernández, ~ Guimaraes Rosa, Truman Capote, Clarice Joao Lispector, Guiseppe Tomasi Di Lampedusa y Manuel Mújica Láinez. Con posterioridad se adelantó el mismo tipo de trabajo con Juan Carlos Onetti, Juan Rulfo y Julio Cortázar, y de manera más reciente con escritores como Bernardo Kordon y J D Salinger. En la actualidad nos ocupamos de la narrativa breve de John Steinbeck. Desde luego, se ha estudiado el cuento colombiano: José Félix Fuenmayor, Manuel Mejía Vallejo, Hernando

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Téllez, Jaime Espinel, Julio Posada, Germán Espinosa, Amilcar Osorio, Mario Escobar Velásquez, Jesús del Corral, Roberto Burgos Cantor, Fanny Buitrago, y otros autores, de los que hemos estudiado uno o dos cuentos. Además de este conocimiento fundamental que proporciona la lectura de escritores de la talla de los aquí reseñados, esa conciencia crítica y autocrítica se afina y afianza con ciclos donde he orientado una reflexión detenida de aspectos presentes en todo relato: el punto de vista narrativo, el nivel de realidad, la arquitectura, los planos espacial y temporal, la idea y la trama, la fantasía y la realidad, el lenguaje coloquial, la construcción de los personajes, el diálogo, el monólogo, el soliloquio, las descripciones, etc. Ese proceso, en el que la lectura de placer y la de trabajo, la crítica y la reflexión teórica, han marchado en un estrecho maridaje, ha derivado, para cada uno de los autores recogidos en esta selección de textos, en una conciencia creativa mayor, en un dominio más cabal de los recursos técnicos y en una lucidez autocrítica que han contribuido al descubrimiento de los asuntos o temas de que quiere ocuparse cada cual, que necesita expresar, y al lenguaje con que debe hacerlo para alcanzar interés en el lector, |14


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significado valioso en su historia y ese ajuste en el tratamiento que, como lo enfatiza Vargas Llosa, no permita pensar que el relato pudo haber sido escrito de otra manera a aquella que leemos. Es sobre este resultado que queremos llamar la atención, así no dejemos de regocijarnos con hechos que son un reconocimiento a la calidad de una labor, como el libro de cuentos que la Editorial Universidad de Antioquia le publicó este año a Olga Elena Echavarría, los de Leonardo Gómez y Blanca Jiménez, también alumnos del Taller, cuyos libros fueron aprobados por la misma editorial y que se encuentran en distintos momentos del proceso de edición, y con los cuentos de Catalina Acosta y Ányelo López, seleccionados en el Concurso de Cuento de la Red Nacional de Talleres de Creación Literaria, Relata, y que aparecerán en la Antología 2015 del concurso, cuentos que se suman a los de Olga Elena Echavarría, Leonardo Gómez y el mismo Ányelo López, seleccionados en el mismo concurso en los años 2011, 2012 y 2014, respectivamente, y al de Carolina Rojas, ganadora del concurso en el año 2013. Los rasgos del trabajo del Taller, aquí reseñados, explican el lugar que ocupan en Obra diversa 3 las reseñas críticas al lado de los cuentos. Han ido ganando espacio de un volumen al siguiente en las cuatro selecciones de textos que |15


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hemos dado a las prensas en estos veintiún años. A la crítica colectiva de los cuentos presentados por sus autores a la consideración del Taller, que, en ocasiones se hace por escrito, debemos agregar las reseñas que hacen los asistentes de los textos narrativos de los grandes autores que son objeto de estudio, y las que escriben por iniciativa propia sobre los libros que leen de su cuenta y que por diversas razones consideran interesante compartir con sus compañeros en el Taller. Y no sobra anotar que lo publicado es solo una muestra de las muchas reseñas leídas, así como los cuentos incluidos son la espuma de lo mejor, no todas las buenas narraciones presentadas. Se publican cuatro poemas de dos asistentes que cultivan el género como eje central del oficio de escribir; uno de ellos, Georges Weinstein, es autor de seis poemarios ya editados. En Obra diversa 1 se publicó un poema de Teresita Yáñez de Cuberos, asistente al Taller por varios años, lo mismo que a otros talleres de la Biblioteca Pública Piloto, y autora, a juicio de quien esto escribe, de los poemarios más hermosos escritos entre nosotros por una mujer en los últimos veinte años. Pero en Obra diversa 3 incluimos esos pocos poemas por una razón más profunda que la circunstancial de dos autores que escriben poesía en un taller de narrativa, y que, desde luego, no |16


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ven contradicción en asistir, leer la narrativa que escriben sus compañeros y opinar sobre ella, mientras continúan escribiendo sus versos, que nos leen ocasionalmente. Esta aclaración nos conecta con la razón de fondo: la narrativa no es, no puede ser extraña a la poesía; ningún género literario lo es porque la poesía, el canto del mundo, es el origen, la raíz del lenguaje literario, que luego fue dividiéndose en géneros diferentes con el paso de los siglos y los milenios, pero que conservan esa savia primera, si es que hablamos de literatura auténtica, sincera, de aquella que, al reactualizarlos, conserva y renueva los valores más elevados de la condición humana. Lo expresó mejor y más cabalmente Antonio Machado: “Canto y cuento es poesía / se canta una viva historia / contando su melodía”. Algunas sesiones del Taller se inician con la lectura de poemas de grandes poetas. De los veintitrés autores incluidos, dieciocho aparecen por primera vez en una selección de textos del Taller, y la mayoría verán también por primera vez en letra impresa sus nombres, cuentos y reseñas. Para ellos será una alegría especial, diferente a la que tendrá también quien ya ha conseguido que le publiquen uno o varios textos. Alguna vez en una entrevista, Carpentier, Premio Cervantes de literatura, contaba que a pesar de |17


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los premios y reconocimientos obtenidos en su trabajo como escritor, sus alegrías no superaron nunca a la que sintió cuando vio su primer artículo publicado en un periódico de La Habana, un texto sobre música. Para saludar la aparición de Obra diversa 3 y concluir esta presentación, acojámonos de nuevo al alero de las palabras con las que hemos cerrado las tres selecciones que precedieron esta, porque no conocemos otras mejores para nombrar esa alegría: Que mientras les llegan los lectores a esta agrupación de textos, sus autores disfruten la aparición del volumen con una alegría hermana de la vivida por los poetas agrupados en la revista Orígenes ante la aparición de cada entrega, para quienes, según el poeta José Lezama Lima, corazón del grupo: “Cada número que se publicaba era un festín. Era una maravilla oler los ejemplares frescos, dejarse envolver por el aroma a pan que tiene la tinta, a trigo fresco, a saludo de la mañana”. Jairo Morales Henao Director del Taller de Escritores Envigado, 5 de octubre de 2015

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Cuentos y Poemas



Santificar las fiestas Catalina Acosta Acosta Hoy es domingo, el día del Señor, hay que descansar, y yo con todo lo que tengo para mañana. Después de misa es como si fuera lunes, me imagino, porque mi mamá empieza a preguntar por lo que hay que llevar a la escuela y nos ponemos a hacer tareas. Mi papá me dice que no estudie tanto, pero los domingos es como estudiar en cámara lenta. El día del Señor debería ser el sábado, así yo descansaría de verdad. Mi papá nos da dos mil pesos por ayudar los domingos. A mí me toca sacudir, “lo más fácil”, dice Tata. Empiezo por los libros que hay en la pieza de mi mamá porque, según ella, están muy empolvados. En el último encuentro un horario que escribí el año pasado, no sé cómo llegó ahí: de siete a siete y media, el desayuno; de siete y media a faltando un cuarto para las ocho, lavarse los dientes; de faltando un cuarto |21


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hasta las ocho, organizar el uniforme… Me dan ganas de ir al baño. Eso no está en el horario. Paso por el estudio donde están mis hermanas. Ellas ya terminaron lo que les tocaba. Yo le hice el desayuno a mi mamá a ver si comía, el huevo con el tomate sin cáscara como lo hacían en el hotel de Buga cuando fuimos adonde el Señor Milagroso. Puse el fogón en bajo para que no se fuera a quemar y por eso me cogió la tarde. De venida entro al estudio y aprovecho para sacudir. Me quedo un rato mirando los muñequitos. Limpio encima del televisor. Que no les tape, me dicen. Mejor voy a lavar el trapo y a estudiar. Es preferible hacer tareas en semana que no hay tantas caricaturas en la tele. Llevo los cuadernos y los libros para la mesa del comedor, necesito apoyar en algo y además así no oigo a “Bugs Bonny”. Faltan los colores, la cartulina, unas revistas y el diccionario. Voy por un vaso de leche. Abro la cartulina sobre la mesa. Volteo a coger el lápiz y sin querer boto la leche. Solo se mojó una esquina, pero de todas formas tengo que pararme, traer la trapeadora y agradecer que nadie vio; eso es lo bueno del comedor.

Busco periódicos viejos en la pieza de Aracelly. Quiero pegar un recorte que tape |22


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el mojado y también necesito imágenes para representar a la Virgen, pero las modelos están muy pintadas y así es difícil que se parezcan; además, miran de frente y la Virgen casi siempre tiene los ojos hacia abajo; debe ser porque uno sin pecado original no mira a nadie. Menos mal la profesora me dejó hacer sola la cartelera. Ojalá pudiera evitar que Isabel Cristina y Liliana vinieran aquí. No he terminado con la primera revista cuando mi papá me pide que corra las cosas porque ya trajo el pollo. Yo organizo el mantel mientras mis hermanas van por los platos. Mi mamá pasa para el baño y me recuerda los patines, porque el aparato donde cuelgan la droga suena parecido. De venida se sienta pero solo nos acompaña. A mí me tocó comerme el desayunó que le hice porque ella no pudo, me gustó mucho como me quedó el huevo, la clave está en poner el fogón en bajo. Mi hermana corre la bolita para detener las gotas, y cambiar el suero amarillo que le ponen; ella sabe mucho de eso porque está estudiando medicina. Saca la aguja de una bolsa y la mete en la otra, mueve la bolita y empiezan a caer las gotas; me gusta mirarlas sobre todo cuando las ponen despacio y empiezan a temblar antes de zafarse. |23


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En el almuerzo hablan de la tragedia del Challenger y de que “Esos americanos son unos verracos”. No entiendo por qué si todos somos americanos, en las películas solo ellos lo son. También mencionan una plata que hay que pagarle a Aracelly y yo me acuerdo de que mi papá no me ha pagado, pero no digo nada porque casi que ni sacudí. Me huele a leche, miro el mantel y me tranquilizo. Sin que nadie la vea, Tata me hace caras porque le toca lavar los trastes. “Después de comer ni un sobre leer”, dice mi papá y se va a hacer la siesta. Yo no soy capaz de dormir de día, nunca he podido, aunque me gustaría porque me da sueño. Según el horario, luego de almorzar tengo media hora para hacer la digestión. Claro que en semana salgo para la escuela y en el carro la voy haciendo.

Mi hermana mayor se va para el estudio con mi mamá, y yo voy con ellas. Ya no hay muñequitos, sino policías, pero también me gustan. ¡La cartelera! Mejor hago la tarea de español porque no necesito apoyar en una mesa. Voy al comedor por el libro, el cuaderno y la carterita, me acomodo en el sofá como armando una oficina, con el cuaderno sobre un cojín. En la televisión se está besando el |24


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detective con la muchacha. Leo el primer punto del taller, necesito ir por el diccionario que dejé en el comedor y aprovecho para tomar algo de agua. Vuelvo, mi otra hermana está en mi puesto, le pido permiso y mi mamá me dice que no la moleste. Me da rabia, pero sé que no le puedo decir nada. Mi mamá quiere mucho a mi hermana y le gustaría que yo fuera como ella, ya me lo ha dicho varias veces: Sea como Tata que no se preocupa por nada, sea como Tata que no se le va el ruedo por la falda. Yo nunca he entendido qué es eso, pero ella debe saber porque antes cosía. Voy hacia mi escritorio, que queda ahí mismo, lo abro y veo lo desorganizado que está. Me pongo a separar las cosas según su ubicación. Antes que nada saco la muñeca que hice con las medias de la escuela, para mi mamá, mientras estaba hospitalizada; la sacudo y voy a guardarla en el escaparate sentadita en el talón y con las piernas cruzadas, que para eso las tiene bien largas.

En esa operación le fue muy mal, si cierro los ojos vuelvo a ver el hueco que le quedó en la cara, aunque ya casi no se le nota, pero lo peor fueron las fotos: el aparato pequeño para diapositivas que funciona con pilas. Creo que |25


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fue un domingo que también me tocó sacudir. Lo encontré encima del escritorio de mi papá, seguramente el médico las tomó, parecía un libro de los de mi hermana, además de la frente sin piel, pude ver el tumor. Sigo organizando el escritorio y encuentro unas imágenes para la cartelera que había recortado desde el jueves, pero que ya no me gustan, y un moño que hacía tiempo no veía; trato de ponérmelo, me estiro el pelo, no me alcanza. Yo me lo quiero dejar crecer. Cada que lo tengo medio largo mi mamá me lleva a motilar. Mis primas sí lo tienen largo. Mi mamá dice que no puedo ser como Sandra porque es antojada y creída.

Veo un Cristo que dibujé cuando estaba en segundo, desde eso he pintado otros dos, me gusta mucho dibujar Cristos. Siempre les hago un pajarito montado en la cruz como si fuera el Espíritu Santo y a éste hasta le puse a María y a San Juan llorando, pero se le cayó el letrero que le hice con las palabras de la Semana Santa. Voy por el colbón y aprovecho para pegarlo más cerca de la boca, quiero que de verdad parezca diciendo: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Sigo armando grupos con las distintas cosas que voy encontrando para |26


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después llevarlas a su lugar. Miro el reloj rojo. Ya casi nos vamos para la iglesia y de las tareas, nada.

En cinco minutos salimos y todavía no me he lavado los dientes. Los tengo así desde el almuerzo; me imagino que esas cosas sí se pueden hacer: comer, lavarse los dientes; lo que no se puede es trabajar, y como yo no trabajo, pues puedo hacer tareas. El próximo fin de semana las voy a hacer desde el sábado. Mi hermana le quita el suero a mi mamá y mi papá le pregunta que si va a ir, pero ella dice que no, que ya la vio por televisión. Que me cambie la camisa y los zapatos, ah y que lleve el saco porque allá hace mucho frío. No siempre me gusta hacerle caso a mi mamá, pero sé que ella tiene razón, ella no se equivoca, por eso no le podemos contestar y le tenemos que hacer caso. Mientras vamos, mis hermanas hablan de algo que no entiendo, tal vez sea porque ellas ya están muy grandes y todo lo escriben con lapicero. Yo empecé a usarlo este año, claro que no en todos los cuadernos, en el de matemáticas todavía no me dejan. San Juan y San Lucas seguramente hubieran usado muy |27


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bien el lapicero porque aunque trato de poner atención cuando los leen, siempre me pierdo como si hablaran mis hermanas. Ellas son muy distintas, hay una que me habla a lápiz y jugamos, pero me toca rogarle un rato para que lo haga. La otra, la mayor, se parece a mi mamá; le entiendo cuando son cosas que hay que hacer y casi nada es divertido. Llegamos, como la vez pasada, no hay donde parquear. Mi papá deja el carro un poco más lejos. Adentro nos toca repartidos: mis hermanas, atrás; mi papá y yo, adelante Carta a los Corintios… Entonces los Corintios no tenían que ir a misa porque se las mandaban como una carta a la casa. Y ahora por qué no hacen lo mismo. Claro que mi mamá la vio por televisión y no tuvo que venir. Me perdí. ¿Será pecado ir a misa y no escuchar? Tengo que anotarlo para el día de la confesión, aunque eso no es tan grave, es peor todo lo que pienso. No debería haber pecados de pensamiento, así yo no me tendría que ir para el infierno. En un mes voy a hacer la Primera Comunión y ni siquiera me toca aprenderme Los Mandamientos, aunque ya me los sé, pero me imagino que algo les tienen que enseñar en el curso. Mis compañeritos están yendo los sábados por la tarde a la iglesia para prepararse. Aracelly dice |28


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que es mejor así, que para qué quiero estudiar más. Ella dice que yo estudio mucho, que ella hizo hasta segundo, que mi mamá es muy buena porque me explica y que la mamá de ella solo sabía firmarse.

Yo no he preguntado por qué no puedo hacer la Primera Comunión con mis amiguitas. A mi mamá no le gusta, ella piensa que preguntar es de grandes. Quisiera estar con ellas en la ceremonia y como todas tienen la fiesta el mismo día me salvaría de que fueran a mi casa. Sobre todo Isabel Cristina. Pero de todas maneras van a ir porque la única con fiesta ese día soy yo y ya las invité. Un sacerdote aceptó lo de la primera comunión conmigo sola. Nadie contradice a mi mamá.

Ya casi nos toca pararnos. Voy a poner atención: “… por la voluntad de Dios, y el hermano Timoteo, saludan a la Iglesia de Dios”. “No se mueve la hoja de un árbol sin la voluntad de Dios”. Y entonces… al diablo Dios le da permiso. Si fuera como mi mamá no se lo daría. El diablo, la marca de la bestia, el 666, ojalá nunca hubiera visto esa película. El niño tenía la marca en la cabeza, pero a mí me tusaron cuando estaba en segundo y no tenía sino piojos. ¿Será que está por dentro? ¿En una |29


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tripa? Seis más seis da doce, los doce apóstoles, falta el otro seis. “El que conozca el secreto de la bestia es el hijo del diablo”. Aracelly dice que yo me voy a ir para el cielo porque rezo mucho, pero yo sé que si sigo pensando tantas cosas me voy a ir para el infierno. Me gusta rezar antes de dormir. Si me muero dormida, después de rezar, tal vez me vaya para el cielo. A veces me tranquilizo creyendo que Dios sabe que yo no quiero pensar esas cosas. Menos mal los pensamientos no se oyen, por eso es que hay que pensar antes de hablar. Yo quisiera pensar antes de pensar. Qué tan bueno sería detener el pensamiento cerrando la boca.

Toca pararnos, hasta las viejitas lo hacen ¿Por qué hay tantas viejitas en misa? Es la parte donde más se ven. Mi abuela, que no puede con las rodillas, también se para. Cuando me quedo amaneciendo allá vamos a misa, pero por la mañana. Ella cree que si uno se muere con el escapulario puesto no puede irse para el infierno, por eso yo no me lo quito. Tan rápido y ya sentados, claro que el evangelio es lo más cortico y esta vez me lo perdí del todo; ojalá Jesús haya dicho que Dios entiende mi desatención porque “De los niños es el reino de los cielos”. Quiero saber hasta |30


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los cuántos años son esos niños. Yo me siento muy distinta a cuando tenía seis que fue cuando empecé a ver mi edad en el reloj rojo. El uno, un señor serio y flaco. El dos, un niño gordo pero no tanto como el ocho que ya es un muchacho. El tres y el siete, dos señoras amigas. El cinco es lindo y joven como el cuatro, pero sale con el seis y el nueve. “Más fácil pasa un camello por el ojo de una aguja que un rico entrar al cielo”. Este sermón lo deberían oír mis compañeros de la escuela para que no me sigan molestando porque voy en carro y eso que no han visto el muñequero, pero con lo de la Primera Comunión me tocó invitar a Liliana y a Isabel Cristina a la fiesta, porque donde le diga algo a mi mamá, me mira como cuando le pedí que no me dejara en la puerta de la escuela sino en la esquina. Ella hasta me entra al salón cuando voy tarde. Eso es lo peor: todos los niños en clase y de repente sienten un carro que atraviesa la cancha para que se baje la creída, la única que va en carro. No quiero que vean mi colección de treinta y dos Barbies, las veintiocho mías y las cuatro de mis hermanas, con piscina, sala comedor, tres baños y cuatro kenes. Cómo irán a hablar de eso en la escuela, porque ni siquiera estoy |31


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en vacaciones. Mi mamá dijo que hiciera la Primera Comunión en octubre, que era el mes de las misiones, y como nadie la contradice, al lunes todo mundo va a saber que soy más rica de lo que creían y les voy a caer peor.

Al menos la fiesta es en el parquecito, porque así, tal vez, no tienen que ir a la casa. Sobre todo Isabel Cristina, que estudia en la escuela porque le queda cerca al edificio donde la mamá trabaja de sirvienta. Me daría mucha pena que vea todo lo que tengo. Tampoco quiero que empiecen a preguntar de quién son los carros o que si yo nunca he cogido un bus. Qué bueno contestar que claro, que monto mucho en bus, pero no tengo idea de por donde pasan y además decir mentiras es pecado. De rodillas. Sigue la elevación de la hostia. La profesora nos dijo que es el acto más sagrado de la misa, por eso hay que arrodillarse, es mejor no mirar algo tan Grande. Éste es el peor momento para… no más, pensemos en otra cosa.

De pies, nuevamente, ya pasó lo peor. Lo pensé otra vez. ¡Perdón, perdóname, Dios mío! El padre me está mirando. Cantemos, cantemos: “Ya están pisando nuestros pies”. “Una canción vale más que mil oraciones”. Me tengo que |32


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quitar el saco, qué calor, me palpita la cabeza, el padre ya me descubrió, mejor no lo miro. “Por los ojos se ve el alma”, qué tal que venga y me ponga una hostia en la frente como en la película de Drácula. Menos mal que mi mamá no vino porque se pondría a pelear con él. Claro que si la hostia me quema, hasta a ella le tocaría darle la razón. Nadie contradice a mi mamá. Yo pienso que es porque no tiene pelo en la cabeza, que la ven como a esos extraterrestres que saben más que todos porque manejan platillos voladores. “Jerusalén está fundada”. “Una canción vale más que mil oraciones”. “La paz sea contigo”. Menos mal no tengo a nadie sentado al lado derecho, solo me toca darle la mano a mi papá. No quiero mirar a nadie, no quiero que nadie me vea. “De pies”, la bendición final y mientras cae sobre mí trato de no pensar en nada malo, pero lo vuelvo a hacer. Perdón. No sentí que me quemara. ¡Gracias, Dios mío! O tal vez fue que a todos les cayó la bendición menos a mí. Ya nos tenemos que ir, me voy a poner el saco. En el carro me sacuden, es mi hermana, la regañona: ─Que qué tareas tiene.

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─La de español y la de ciencias… ah, y la cartelera de religión.

Lo peor es que me dé por pensar eso en mi Primera Comunión mientras tengo la hostia en la boca y luego en el esófago, el estómago. ¿En qué momento el cuerpo de Cristo se digiere por completo? Pero antes me tengo que confesar, aunque no hay ningún Mandamiento que diga no insultar a Dios; el más parecido es no jurar su santo nombre en vano, y eso no se puede hacer mentalmente. Y si no es pecado, y si Dios sabe que es algo que yo no quiero y por eso no aparece en los Mandamientos. Llegamos a la casa y ahí está la pareja esa que a veces me lleva a la escuela, la del grupo de oración; que porque es domingo quieren seguir rezando; mejor, porque así ni cuenta se dan de que no he hecho las tareas. Claro que ella antes no iba a esas cosas. Empezó a ir después de la última operación, la de la cinta en la cara que decía “No tocar”, la de las fotos.

Tata me llama y me acomoda al frente de mi mamá que está con ellos en la sala; ahora sí sin vasos de leche a hacer las tareas mientras mi otra hermana calienta las arepas para comer con quesito. Si hubiera podido hacer esto desde |34


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ayer, claro que la semana pasada empecé a buscar las láminas para la cartelera y ninguna me sirvió. Hoy a esta hora casi todas me parecen buenas. Mientras recorto una modelo de perfume que parece dentro de una nube como si estuviera entrando al cielo, oigo al amigo de mi mamá decir que los demonios blasfeman. ¿Qué será eso? Mejor no pregunto para no ser metida a grande. Busco el diccionario, pero no lo tengo aquí, lo dejé en el estudio, algo que no me pasa cuando me acomodo con todo; pero si me paro me preguntan para dónde voy, mejor sigamos, mañana busco, después de todo hoy es domingo y hay que descansar; pero qué va, voy a aprovechar y les pregunto de una vez: ¿Qué es blasfemar? Suena el teléfono, Tata contesta. Es mi tía, pero mi mamá no puede pasar. Ella dice que la llama para lo mismo: Sandra va perdiendo el año y está muy preocupada. ¡Las tareas! No las he hecho. Yo no quiero perder el año. Aprovecho que en el cuaderno de religión hemos copiado poco y parto en dos la hoja de la mitad. Empiezo la lista de mis pecados y escribo la palabra para buscarla después. Doblo la hoja y la guardo en el cuaderno de tareas. |35


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Hasta bueno que mi mamá no pudo pasar, porque siempre hablan de lo mismo, de que la hija de tal es muy buena estudiante y de que la otra no tanto; claro que de vez en cuando habla de cosas distintas, pero lo hace tan pacito que no se oye. A veces también la he oído diciendo que la educación pública es lo mejor y que hay que apoyarla y aunque no sé porqué le dicen pública sí sé que es gratis, como la escuela donde yo estudio. “Papi”, oigo que grita Tata. Mi mamá está muy mareada y quiere que la lleven al hospital. Mi otra hermana sale de la cocina. Todos ayudan a bajar a mi mamá, menos Tata y yo; la última en salir es mi hermana con lo que logró empacar. En la puerta se encuentran con Aracelly que acaba de llegar. Me asomo por la ventana y veo mientras se la llevan, pero despacio, porque a ella le duele que corran; detrás va el carro de la pareja esa, la del grupo de oración. Aracelly llega con las arepas, las pone a un lado para que yo no tenga que quitar las cosas y se va a dormir porque madruga mucho. Tata trae la sobremesa y luego de comer se pone a ayudarme con la cartelera. No me tocó rogarle. Suena el teléfono, es mi papá a decir que se demoran porque mi mamá se va a quedar |36


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amaneciendo en el hospital. Me imagino que es como otras veces que dura cuatro o cinco días y después vuelve a la casa.

Hoy es lunes, son las siete de la mañana. Recuerdo el horario porque casi nunca me levanto tan temprano y tengo la oportunidad de cumplirlo. Tata me despertó, pero no sé porqué, luego me dice que vamos para el hospital, que me ponga cualquier cosa que no nos demoramos. Ella ya maneja. En el camino veo todo cerrado, bueno, no todo, las cosas buenas están cerradas, la tienda de helados, las maquinitas. En el carro nadie habla y yo pienso que es otro día en el que no voy a poder cumplir con el horario. El hospital queda muy lejos y seguramente nos vamos a demorar, debí haber traído el cuaderno de español y el de ciencias porque ayer solo alcanzamos a hacer la cartelera de religión y no tengo más tiempo para las tareas que debí hacer desde el sábado o mejor, desde la semana pasada. Mientras parquea en reversa, girando la cabeza y sin mirarme, Tata me dice: ─Mi papá llamó a avisar que mi mamá se murió. ─¿Se durmió?

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─Se mu-rió ─Voltea hacía mí, pero baja los ojos al decirlo.

Me pongo a llorar, me siento mal porque Tata no llora y lo que Tata hace siempre es mejor que lo que yo hago. En la sala de espera están mis tías, mi papá y unas primas. Mi tía Nora me dice que no llore que mi mamá está en el cielo. Siento que no tengo nada por dentro, solo se me estremecen los ojos, pero no puedo seguir llorando porque “las hijas de Doña Carmen no dan que hacer”. Mi papá me dice que vamos a verla. Yo no quiero, pero él me lleva. La veo en la cama, como dormida, no soy capaz de tocarla, solo la miro. Le quiero pedir perdón por haber abierto la llave el día que se mojó y le dio pulmonía, y por otro día en que la miré feo, pero no digo nada porque la esposa de un tío está ahí y mi papá también. Salgo, ya no son los ojos, sino la garganta, pero me queda el consuelo de que no lloré, de que fui obediente. Voy a la sala de espera, nadie dice nada y yo tampoco. Me siento frente a la oficina de las enfermeras, desde donde alcanzo a ver que ya son las ocho y cuarto. Al lado del reloj, un Cristo dando siempre la misma hora. “Ahora y en la hora de nuestra muerte, amen”, y después no hay más tiempo, el tiempo se acaba. Imagino |38


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que Jesús marca los minutos con un brazo extendido y las horas con el otro doblado; tal vez no se mueva porque la hora de la muerte es una sola. Según la cruz Jesús murió faltando un cuarto para las tres o las nueve y cuarto, depende del brazo que se doble, pero creo que las crucifixiones eran por la tarde para que la gente pudiera ir a ver. Y, ¿mi mamá a qué horas se murió? Mi tía Nora se ofrece a llevarme a donde mi abuelita para que desayune y esté con Sandra y Paola, mientras el entierro y el velorio. Mi abuela vive por aquí cerquita, en el centro. Quiero preguntar muchas cosas. Aprovecho que no sé si a mi tía eso le choca ─¿De qué se murió? ─De cáncer

─¿En dónde?

─Le empezó en la cara y se le regó a los pulmones. ─¿Y a qué horas se murió?

─Esta mañana a las cinco y media.

Menos mal no fue faltando un cuarto para las tres como… ¡Cáncer! Pero si eso sale en la |39


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televisión y es muy peligroso. Yo le pregunté una vez por la enfermedad y me dijo que eran tumores, será que es lo mismo. Mi mamá no dice mentiras, o no decía, pero también dijo que el año entrante iba a estar bien, que Dios todo lo puede.

Mi abuela ya sale para el hospital y Sandra me saluda tan formal que me parece raro. Me quedo todo el día con mis primas, como si fuera un fin de semana; desayunamos, nos ponemos a ver televisión y a jugar Atari.

Mi papá me recoge por la noche y volvemos a la casa. Por la mañana abro los ojos y veo a mi abuela, no entiendo por qué está ahí. Cuando me voy a levantar, recuerdo que antes de dormir puse la foto de mi mamá y un Cristo, de los que yo pinto, debajo de la almohada. No me quiero parar, me hago la boba hasta que ella me dice que va a tender la cama. Empieza sacudiendo las cobijas y luego la almohada, encuentra la foto y el dibujo, los pone en la mesa de noche sin decir nada. Me acuerdo de una película de vudú en la que usaban fotos, me da mucha pena, voy a buscar a Aracelly, pero mi abuela me dice que volvió a San Cristobal, que mis hermanas madrugaron a la universidad y que mi papá se fue para la oficina. |40


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Aprovecho que estoy sola, que mi abuela no entiende de tareas y que además está en la cocina para sacar la hoja y buscar la palabra en el diccionario. Blasfemar: decir blasfemias, blasfemar contra Dios. Blasfemia: palabra injuriosa. Injuria: expresión ofensiva. Mientras más trato de no hacerlo más lo hago, no, no, por favor, lo insulté otra vez, blasfemé de nuevo. Tantas veces he pensado que puedo parar, pero es mentira se pone peor. A veces creo que en la cabeza hay varias voces porque aunque cuente o rece o repita la misma palabra mil veces, siempre se logra meter el insulto más horrible que existe y… lo pensé de nuevo.

Será ponerlo en mi lista de pecados, pero de último. No soy capaz de decirle al cura que blasfemo, mejor le escribo que mentalmente y sin querer insulto a Dios con la peor palabra, con “la grande”. Que él lo lea. Si no me hace un exorcismo o me sacrifica en el altar es porque el diablo me protege y cuando me den la hostia también va a evitar que me queme, porque yo tengo el 666, la marca de la bestia, ojalá nunca hubiera visto esa película y tampoco sintiera este hueco en el estómago, este calor en la cabeza y como la seguridad de estarme encogiendo para caber debajo de la piedra más pequeña. |41


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Parto la hoja a la mitad porque así la puedo esconder más fácil. No quiero que me pregunten nada, por eso encogí la letra. Guardo el papelito en el libro donde encontré el horario. Mi abuela me llama para que desayune.

Por la tarde voy a la escuela. Pido permiso para ir al baño y cuando vuelvo casi todas las niñas están llorando y algunos niños también. La profesora les dijo lo de mi mamá. Me sorprende que los que más me han molestado son los que más lloran. Después del recreo, nos avisan que salimos temprano. Llamo a la casa, pregunto por mi mamá y me acuerdo de que se murió. No lloro porque ella está en el cielo. El Cristo y la foto se quedaron sobre la mesa de noche, no quiero que nadie los vea, ojalá poder llegar rápido a la casa y guardarlos, pero me va a tocar esperar a que vengan por mí a la misma hora de siempre, porque Tata no está en la casa. Ha pasado más de una semana desde que se murió. Ayer se acabó la novena. Menos mal la señora que mi papá contrató para llevarme a la escuela me deja en la esquina. Así me ve menos gente, sobre todo a la entrada. La novena saca a las almas del purgatorio, pero una tía dijo que Dios se había llevado a mi mamá porque era muy buena. Tata y yo sabemos que ella está en |42


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el cielo. Nadie mencionó el infierno, de allá no se puede salir.

Ya hice las tareas para mañana, aunque en semana es distinto. El domingo pasado no me fue tan mal. Tata no quiere dormir más conmigo porque me muevo mucho. Mi mamá no dormía con mi papá porque él ronca. Si yo me moviera tampoco hubiera dormido conmigo. Voy a ensayar durmiendo sola, tal vez haga como Aracelly que deja el foco prendido. Tengo toda la cama para mí, pero me acuesto en el mismo lado de siempre porque de pronto a mi mamá le choca que le quite el puesto.

Hoy es sábado, el día de mi Primera Comunión. Ya vamos para la iglesia, pero más temprano que el resto de la gente porque antes me tengo que confesar. Espero que mi plan funcione y no me toque hablar. Me siento como una sabandija, no sé qué es eso pero, según las películas, es algo parecido a mí. Lo único que quiero es que este día se acabe rápido, me gustaría pasarlo como cuando adelanto las cintas del betamax. Voy a rezar para no seguir pensando, aunque los pensamientos se meten entre las oraciones.

Tata me pide los guantes para que no los vaya a ensuciar, yo los pongo en la silla de atrás |43


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porque ella va manejando y escondo el papelito que llevo empuñado. Ya ni me acordaba dónde era, pensé que íbamos para otra iglesia. Ésta parece una casa grande porque queda dentro de la cuadra. Veo al cura en la entrada.

Siento mucha pena. Me bajo del carro y miro las piedritas del piso hasta que aparecen unos zapatos negros embetunados, como los míos en semana. Estoy sudando, siquiera que me quité los guantes, aunque tengo las manos frías. El cura nos acomoda en una banca de madera y nos dice que esperemos, que él nos llama.

Unas personas que no conozco se están sentando al frente en unas sillas plásticas. Hay dos con guitarras y otro que se queda parado. Empiezan a hacer ruidos apretando los labios. Veo a un niño como de mi misma edad, con pantalones blancos, que también canta. Bajo la cabeza, no quiero que me mire, me da vergüenza que piense que soy una rica creída que no fui capaz de hacer la primera comunión con todo el mundo porque me pienso más que el resto. Imagino que el humo de una veladora, que hay en medio, me tapa. Oigo la campanita de los que venden paletas en la calle. Miro para arriba, supongo que en esta iglesia no hay campanas, aunque de resto se ve bien. |44


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Empieza a llegar la gente; solo mis primas Sandra y Paola; mis dos tías, Nora y Ana, más mis hermanas y mi papá; de resto no hay nadie. Mi tía le pregunta a Tata que si antes de la piñata le puede explicar una cosa a mi prima que va muy colgada. Será que las mamás de los malos estudiantes no se mueren tan fácil como las de los buenos, porque yo casi siempre izo la bandera y mi mamá de todas formas se murió, en cambio mi tía está viva y eso que fuma. El cura me coge y se me cae el papelito. Me agacho rápido y veo que Sandra me está mirando, ella y Paola hubieran sido las únicas niñas en la fiesta así como en la misa si mi mamá no hubiera dejado todo organizado, para que mis amiguitas pobres fueran a mi piñata. Me fijo en las baldosas formando cruces. Me trago las ganas de llorar.

De rodillas frente a él, lo miro, le paso el papel y me vuelvo a agachar. Veo las puntas de sus zapatos. Estoy esperando un regaño, un golpe, un quemón. Solo siento su mano en mi cabeza. Me lo devuelve y me dice que lo lea. Yo lo hago aunque no quiero. Me mira como si no me oyera. Sigo, pero ahora sí oigo mi propia voz, me imagino que del miedo no me salía, voy leyendo la lista de mis pecados, para lo último |45


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dejé el peor, no soy capaz de leerlo, hago como si ya hubiera terminado y vuelvo a doblar el papel. Agacho la cabeza, siento mucho calor y como si me hundiera en el suelo. El cura me dice casi en secreto que “Por la Gracia de Dios he sido perdonada”. Yo lo miro, él me pide el papel porque es de él, porque yo se lo di, porque lo alcanzó a leer todo, porque Dios me ha perdonado, porque la misericordia de Dios es infinita, porque Dios me quiere. Se me salen las lágrimas, él me pasa un pañuelo y me dice que me lo regala.

Vuelvo al puesto y veo a Sandra con cara de asustada. Mi tía la empuja para que se enderece, miro al del coro que enseguida voltea la cabeza. No saben por qué me puse a llorar, no saben que yo también soy buena y que las mamás de los niños buenos también se mueren.

Catalina Acosta Acosta: Medellín, 1977. Bióloga de la Universidad de Antioquia. Diplomada en Pedagogía Contemporánea de la Universidad Autónoma Latinoamericana. Su cuento “Diez minutos” fue seleccionado en el Concurso Nacional de Cuento de Relata (Red nacional de talleres de creación literaria), versión 2015, y aparecerá en la antología con los cuentos premiados y seleccionados.

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Sabaleta Olma Agudelo Mientras las luces del ocaso la embadurnan de ocres y de malvas, sonríe trepada en su propio arrebol, agradecida.

Aunque es efímera la visión, alcanza para inundarle la mirada y convertir sus ojos en dual caleidoscopio repleto de infinitos quiebres.

Inmersión al revés en emociones húmedas. El móvil y alargado reflejo del rayo de sol en la losa oscura, es el culmen: se apresta a morir en el éxtasis. Tanta quietud resulta sospechosa, esa inmovilidad no vaticina nada bueno. El pescador lo piensa un solo instante y, resuelto, la devuelve al agua.

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Urgencias

No hay lugar para la poesía.

Entre el zig – zag del horario las palabras, en el intersticio del minutero y los segundos son decapitadas. Sangrantes, pugnan por vivir pero el oscuro operador las sumerge, ahogándolas.

Olma Gladys Agudelo Lopera: Valdivia (Antioquia), 1961. Periodista de la Universidad de Antioquia y Diplomada en Pedagogía Contemporánea de la Universidad Autónoma Latinoamericana. Libros publicados: Palabra en juego (poemario), 2013. Ganadora del concurso de poesía convocado por EEPP de Medellín, en 1991. Ha publicado reportajes y crónicas en “Palabra y Obra” del periódico El Mundo.

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Tres llamadas perdidas William Alejandro Blandón Cortés Los primeros rayos develaban sutilmente la palidez de la cantera que se ve desde el balcón y se adentraban por su puerta, débiles, golpeando a León y bosquejándolo entre las últimas sombras de la madrugada; se notaba el peso de las noches en sus párpados hinchados. El golpeteo mecánico de las picas y escodas, y el zumbar de la maquinaria no habían comenzado aún. León solía disfrutar esa melodía monótona que lo arrullaba luego de despedir a Esther para el trabajo; le gustaba acertar en los cambios del tempo de los golpes, previos a la hora de almuerzo o entre las cuatro de la tarde y el final de la jornada, cuando el agobio comienza a azotar la voluntad de los trabajadores. Hacía un tiempo que no caía en cuenta de ello. Sentado en la sala, haciendo girar el celular sobre la mesa, escuchaba el agua caer en el |49


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baño: debía desprenderse de la ducha, golpear delicadamente los hombros desnudos de Esther, deslizarse sobre sus senos y sumergirse en su ombligo; bajaría por sus muslos tanteando luego la corva de sus rodillas y moriría extasiada en el desagüe. Una bocanada de humo salió despacio por nariz y boca y se enredó en su barba hasta que logró elevarse, perezosa, sobre la cabeza.

La sintió pasar apurada por el corredor hacia la cocina, a medio vestir (igual que antes) mientras se recogía el cabello con una toalla. Sus ojos estaban fijos en el celular que giraba y se tambaleaba sin descanso; deseó estar en la ducha con ella, sentir las gotas infiltrándose en la boca al besarle su frente, acariciarle su espalda hecha agua, con los dedos vacilando entre sus omoplatos y la discreta sinuosidad que guiaba a sus caderas; pero se vio en la misma silla, semanas atrás, escuchando el agua acariciarla, evitando hacerlo él mismo, evitando besarla, o mirarla. Con su anular derecho en la mesa, imitaba el compás lento de la pica que fractura la piedra y la recordó, arrepentido de haberla evitado. El celular vibró pero lo colgó. Vibró de nuevo y lo volvió a colgar. Cuando estuvo seguro de que no sucedería más, borró del registro las |50


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llamadas que había acabado de recibir, dejando únicamente tres llamadas perdidas de Esther. Las contempló y presionó sobre su nombre: en la pantalla surgió una amplia sonrisa de labios rosa bajo unos ojos tímidos; dejaban escapar un brillo por entre las pestañas que lo iluminaba todo. Para él, siempre, lo iluminó todo. Intentando parar las lágrimas que se le desbocaban, cerró los ojos.

El sol se perpetuaba oblicuo sobre sus rostros, su ardor era menguado por una brisa que los acogía entre remolinos y los abandonaba dejando su rastro en la hierba; luego regresaba ululando para abrazarlos. Ella corría adelante, alargaba su brazo para que la alcanzara y no la dejara ir; la tarde le descubría pequeñas pecas insinuadas sobre sus pómulos, haciéndole notar a León los pocos momentos en los que reparó en ellas.

No se dijeron nada. No había necesidad. Con verle su sonrisa le bastaba; se sentía completo, pero si apartaba su vista de ella, si dejaba de sentirla cerca, su corazón se deshacía en una ceniza inerte, estéril, incapaz de engendrar algún estado diferente a la angustia que lo dominaba. No verla un instante y desaparecería para siempre, se desvanecería en el próximo |51


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parpadeo; quedaría solo, una vez más solo, una vez más sin una despedida, sin un último beso, sin poder prometerle en un susurro la protección que le negó ni volver a verle un puchero en medio de bromas y besos y caricias ¿Cómo no mirarla? Con los ojos le rogaba que no lo abandonara pero los de ella encarcelados en la misma sonrisa de la imagen del celular en la misma sonrisa que le dirigió cada mañana y antes de cada una de esas mañanas cuando la abordó por primera vez en el estand de muestras de comida del supermercado, le demostraron una despedida inevitable.

De su mano, como un extranjero que sin percatarse se deja seducir entre caricias por lo desconocido, se adentraron en un pequeño bosque. Los árboles se mezclaban con ruinas, con espacios familiares que iba recorriendo siempre bajo su guía, recordando situaciones, sintiéndolas, pero aumentado el sentimiento: la cama en que se dedicaron la primera caricia (interminable) que alimentó la necesidad de sumergirse el uno en el otro, y bombeó con lentitud, lascivia en sus cuerpos y los fue mutando en seres que comenzaban a quererse, enseñándoles sus formas, sus rincones arcanos; vio un estand devorado tiernamente por la vegetación, al que se trepaban retoños de |52


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siemprevivas púrpura de apariencia acartonada, también pequeñas margaritas que acogían entre sus pétalos a diminutos astros que le dejaban una estela de oro en la vista, iguales a las que solía arrancar de los jardines cercanos al apartamento para adornarle los bucles que escondían sus orejas; el estand donde comenzó todo, por el que pasó tantas veces sin ver algo que le llamara la atención, excepto muestras gratis de comida, hasta un día en el que fue distinto: llegar al pasillo; ver unos ojos titilando sobre los pómulos (pensar, de manera cursi, en un par de faros que le indican el camino de una nueva vida); titubear, degustar un bocadillo mientras evita mirarla directamente mirándola directamente; degustar otro viendo su boca moverse sin lograr escuchar su voz; probar otro más preguntándole qué producto es y ella repitiendo el libreto de mercadeo; alejarse reprochándose por no ser capaz de abordarla; regresar con la intención de preguntarle su nombre, de extender la conversación hasta conseguir su número telefónico pero terminar con la boca llena, masticando, viéndole un asomo de desconfianza en su mirada; alejarse de nuevo, golpeando su frente con la palma de la mano, como si con ello intentara remover alguna idea que arreglara la situación; acercarse |53


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una última vez para exponer sus intenciones insistiendo en que la verdad no desea otra prueba del jamón sino tener la oportunidad de conocerla mejor de tomarse un café con ella de una cena quizás lo que desee cuando lo desee sin presiones que sólo piense que hay situaciones que pueden ser irrepetibles y es mejor no desaprovecharlas y esas situaciones los pueden guiar a personas excepcionales (señalándose pícaramente) o a otras que son únicas (mirándola con ojos tímidos) y dejarlas pasar, sería despreciar al destino. Mientras le soltaba el discurso improvisado con la garganta seca, tartamudeando un poco, ella lo calmó con una sonrisa espontánea y le preguntó su nombre. Los árboles se resistían a la luz que forcejeaba sobre sus copas, pero la luz lograba escabullirse entre la frondosidad; caía tibia sobre pequeñas plantas y arbustos, sobre los altares vencidos por la vegetación y sobre sus cabezas. En su haz, pequeños fragmentos de hojas y polen ascendían, abducidos por el calor. Las habitaciones del apartamento también aparecieron en el bosque, aisladas, destilando cada una sus propios recuerdos, íntimos e independientes. El dormitorio evocaba las madrugadas frías en las que Esther buscaba dormida el cuerpo de León para amarrarse en |54


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él tratando de conservar su calor, dejándole pequeñas fracciones de insomnio placentero que aprovechaba para acariciarla y regresar de a poco a un sueño pesado; evocaba los anocheceres cuando llegaba, se dejaba caer en la cama, alborotaba las sábanas y se quitaba cada zapato con el pie contrario, haciéndolos rebotar en ocasiones, contra la pared, exhausta; despedía asimismo su fragancia natural, extraviada entre el perfume y el tufo de la ciudad prendidos a su cuerpo, luego de todo un día de trabajo y que León buscaba ansioso bajo el cuello de la blusa. La sala en la que ocasionalmente recibían a sus amigos para jugar algún juego de mesa, charlar y quizás ver alguna película; en la que antes de que llegaran los invitados, se sentían perezosos, huraños casi arrepentidos de pasar el tiempo con otros, casi celosos de compartir sus fines de semana con alguien más, y experimentaban al unísono el deseo de permanecer echados en el sofá, abrazados, en una siesta que durara media tarde para luego salir a buscar la cena en una caminata sin prisa de fin de semana, bajo las luces jóvenes del barrio. La cocina emanaba la vaporosa sensación de frío y café de las madrugadas en las que la despedía besándola en la boca y luego en la frente. |55


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Deseaba volver a sentir a Esther; ansiaba verla, tocarla otra vez. ¿Por qué no contesté? Te abandoné cuando me necesitaste ¿Hubiera podido hacer algo? ¿Te hubiera…? Ya qué importa… y sintió la pesadez de una despedida que lo acosaba permanentemente, dejándolo con el cuerpo vacío, sin entrañas, en el que su conciencia no conseguía sostenerse ni adecuarse; una pesadez que creía merecer hasta un reencuentro después de la muerte. “Ya me voy, ¿no vas a decirme nada?”, le preguntó poniéndose los aretes, buscó en él alguna reacción, un indicio de que fuera a destruir el soliloquio. “Con esa actitud siento que me odias”, le dio la espalda presta para irse, pero lo encaró de inmediato. “Casi no pude dormir, es muy muy difícil para mí hacerlo si la persona que amo me trata como a un enemigo, alguien a quien desprecia ¿Crees que es justo? No puedo con ello y lo sabes, lo has visto infinidad de veces. Y no te importa. Anoche intenté estar tranquila y no prestarle atención a lo que sucedió porque no era para tanto, sigo pensando que no es para tanto y tú lo ves de otra manera, pero no quieres hablar, no te interesa decirme nada al respecto sino estar así sin importarte cómo me afecta. Al despertar ni siquiera me miraste y hace un rato al hacerlo fue como si me.”. Sobre los brazos cruzados que |56


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permanecían inmóviles frente a ella, cayó un bufido. “¿Sabes qué? No voy a aguantarme… esto no es…”. Cada sílaba se ahogaba en su garganta y para que saliera, debía tragarla y expulsarla de nuevo en suertes de quejidos que le robaron el aliento. Sus ojos se apagaron en el brillo de su propia tristeza, humedeciendo amargamente sus pestañas. Fue hacia la puerta; antes de salir, se miró en el espejo del corredor, sacó un pañuelo y secó con delicadeza sus lagrimales procurando no estropearse más el maquillaje. “No te molestes en recogerme, veré cómo hago para volver, adiós”. Mientras aguardaba a que el agua hirviera, se vio en la misma pose de esa última mañana en que ignoró todo lo que ella le decía cuando se alistaba para salir; situado en el mismo lugar en el que se hacía para despedirla, pero en esa ocasión, con la cabeza inclinada, aún caldeada por el orgullo de una discusión insignificante y vergonzosa, evadió sus labios y su frente. La taza se deshizo contra la pared y un pedazo rebotó cortándole la barbilla; se desquitó con la alacena empujándola, pateándola, golpeándola sin parar, dejando en la madera una mezcla de piel y sangre que se desprendía de sus nudillos con cada impacto. La rabia desbordada por sus miembros se desfogó también por su boca y se transformó en un llanto que lo derribó con violencia sobre el suelo. |57


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Por el corredor se amontonaban colillas de cigarrillo, cajas de comida rápida y botellas de vino y latas de cerveza. En la sala, el televisor derribado de su soporte, yacía sobre la alfombra, maltratado y con pisadas desvanecidas bajo el espeso polvo de la cantera que se adhería, pesado, a cada objeto, haciéndolo lucir vetusto e inservible; en la mesa descansaban el celular, un periódico viejo, una bala y un revólver. El baño se inundaba con un penetrante olor a cantina regurgitado por el retrete y terminaba asentándose por el corredor; la papelera rebosaba de papeles que caían al piso cubriéndolo por completo y, el espejo resquebrajado en casi toda su extensión, parecía sangrar por el núcleo de sus fisuras. En el dormitorio, la ropa de Esther permanecía bajo llave en el armario, colgada y celosamente protegida del polvo, guardada en bolsas plásticas que León levantaba en ocasiones para recuperar un aroma perdido y, con la intención de contenerlo hasta quizá otro día, las dejaba caer pronto; la ropa de León, sucia, se desparramaba por los muebles, intoxicando el aire con un hedor agrio al cual se había acostumbrado. Desde allí se escuchó un sollozo ahogado en la cocina, seguido de unos pasos lentos, fatigados que se arrastraron hasta la sala. |58


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León encendió la pantalla del celular y vio a Esther sonriéndole bajo la lista de las llamadas perdidas; observó un artículo en el periódico sin leerlo: frases memorizadas que le narraban la degeneración de una protesta en la fatalidad que acabó con su presente y le dejó el anhelo por los tiempos idos; una fatalidad que creyó poder evitar si no se hubiera aferrado a su orgullo y hubiera respondido a tiempo a sus llamadas, esas que reposan como un recordatorio de lo que nunca debió dejar de hacer. Tomó el revólver e introdujo la bala en el tambor. Lo acarició, lo sopló, “soplabas los dados antes de que los lanzara y babeabas mi mano riéndote ¿te acuerdas?”. Lo puso a girar con fuerza. Cerró los ojos; empujó para que el tambor se ajustara al cuerpo del arma. La amartilló y presionó el cañón contra su oreja formando un ángulo recto. Miró la foto de Esther. La primera llamada llegó más tarde de lo esperado y, aun así, no estaba listo para responderla; seguía malhumorado por la discusión de la noche anterior y ella de seguro más que él, por lo ocurrido temprano. Esther apareció en la pantalla, sonriente, buscándolo. León observó agitarse el celular y al terminar, lo dejó sobre la cama.

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Al recibir la segunda llamada, volteó el teléfono que vibraba apremiante; en la palma de su mano se encontró con la sonrisa de Esther, la cual intentó convertir, sin convicción, en un falso reproche mientras aguardaba, contrariado, a que cesara el repique insistente e inusual. Cuando la última llamada sacudió al teléfono, intentó atenderla sin lograrlo. “Quizás sucede algo”, pensó, y tuvo la necesidad de escucharla y decirle que lamentaba su actitud, algo innecesario que se le salió de las manos y le provocó dolor; expresarle que para él, ella siempre sería lo más importante; que lo único que deseaba era abrazarla, aferrarse a ella y no soltarla. Aguardó con la intención de contestar la próxima vez. Transcurrió un minuto. Tres, cuatro. Le marcó y no hubo respuesta. Una vez más, nada. Otra, desesperado, nada. No volvería a escuchar su voz ya más, salvo en su memoria repitiendo un adiós inocente que salió de su boca, y se le volvió eterno. Serían tres intentos al igual que cada mañana luego del café, desde que se decidió cuatro días atrás; uno por cada llamada que dejó de contestarle ese último día. Sonó un clic. Solo eso. Sacó el tambor; le dio una vuelta suave para invocar al azar, luego lo giró con vigor. Cerrando |60


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los ojos, lo encajó. Presionó el cañón contra su oreja. Volvió a amartillar el arma y a mirar la foto. No hubo fogonazo, solo otro clic. Repitió el ritual. Antes de presionar el gatillo, cerró los ojos. Mientras el gatillo cedía tembloroso, la buscó en el dormitorio; estaba sentada en la cama, sus bucles se mecían afligidos sobre los hombros, sus manos se perdían tras su pecho en un ademán de aguantarle el rostro; quiso abrazarla, correrle el cabello y morder su nuca amorosamente para escurrirle la tristeza. La contempló sin avanzar, desde la puerta. Supo que era inútil. Aparte del armario, la mesita de noche era lo único que León no permitía que el polvo conquistara. Sobre esta, un portarretratos albergaba una foto de Esther haciéndole una mueca infantil a la cámara. También había una naranja que ella le había regalado varias semanas antes. Estaba lacerada, con moretones y deshidratada como una pasa.

William Alejandro Blandón Cortés: Medellín, 1980. Ingeniero de Sistemas de la Universidad de Antioquia. Publicó el texto “Tautología de una madre” en el libro electrónico Binarius III (2013) de la universidad EAFIT.

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Cloto, Láquesis, Átropos Alex Mauricio Correa López Las tres mujeres se miran. Miran al cielo raso. Miran a las otras mesas, donde quizá también hay preocupaciones. Miran sus cafés negros, cuyo vapor describe líneas delicadas y bailoteantes antes de desaparecer. —¿Lo que dijo el médico es definitivo?

—Yo le pregunté si estaba seguro y me contestó que lo lamentaba, pero que era irreversible.

Las dos que hablan se miran sin sobresaltos, mientras la más joven de ellas las observa alternativamente y luego lleva sus preocupaciones hacia una pareja de mediana edad, que en otra mesa se abraza dejando ver el rostro del que vela con la esperanza casi en derrota. Después, con dureza artificial, les dice: |62


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—Me parece que lo mejor es contarle.

La mayor, subiendo el volumen de su voz, le responde:

—¡No! Él es muy zalamero, de pronto no aguanta la noticia y se nos va antes de tiempo.

—Sí. Acuérdese de lo que ha dicho el médico todos estos días, nada de sobresaltos —confirma la otra, a la par que le da un sorbo tranquilo al café negro que sostiene en su mano derecha. —Insisto en que merece saberlo, al fin y al cabo es su propia vida. Él ya verá cómo lo maneja. Lleva veinte días de examen en examen y de todas maneras sospecha.

—Toda la vida la ha caminado con inseguridades —opina más tranquila la mayor—. Nunca trabajó porque se creía un inútil. Nosotras sabíamos que era bueno en su trabajo de la madera. No buscó mujer después de que acabó su relación con la Georgina esa, que terminó volviéndose una quita maridos. Saca un espejo de su cartera, acomoda su peinado; desde el espejo la mira un rostro que, sin matices, anuncia los sesenta y siete años que tiene. Veinte de viudez prematura, según ella. |63


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—Cierto, se quedó sin mujer, y a no ser por la casa que nos dejaron los viejos, tal vez estaría viviendo de la caridad pública. —Yo no lo hubiera dejado vivir de la caridad. Desde que murieron los papás él ha vivido conmigo, ya porque al final ustedes también terminaron viviendo en la casa —dice la joven desviando la mirada hacia el lugar donde estaba la pareja de antes. —No nos hablés de eso, que si por vos fuera lo hubieras sacado de la casa. Él porque se aferró y no volvió a salir —interviene la mayor. —Eso es cierto, no se las venga a dar de carmelita de los pies descalzos.

—Así fueron los primeros años, luego me terminé acostumbrando a su presencia. De todos modos ha sido muy independiente; a pesar de que fue el único hombre de la casa, no he tenido que lavarle los trapos ni remendarle las medias o arreglarle la ropa. Además, no me hagan reclamos que yo con lo de la tienda me basté toda la vida para los dos. Tres mujeres están sentadas en tres sillas acompañadas de una mesa de acero inoxidable. La mayor viste una blusa clara, amplia, |64


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estampada, una falda negra con sus zapatos azules de tacón medio. Encima de la blusa, una chaqueta gris. La que le sigue en edad viste casi igual, solo cambian los colores. Sus cabellos están tinturados. Sus brazos cantan con el tin tin de aros y manillas metálicos. La menor y más delgada lleva un pantalón gris, amplio para ella y una blusa en tejido de punto de manga corta también ancha. Por joyas solo lleva unos pendientes de oro, pequeños y sencillos. Su cabello largo, a los hombros, lo recoge en una cola. Deja ver canas que no se preocupa en cubrir.

Tres mujeres se guardan sus pensamientos. Miran hacia cualquier lado menos a ellas mismas. A esa hora ya ha finalizado el horario de las visitas. El piso despide un olor a desinfectante mezclado con lavanda. A la cafetería, ubicada en el primer piso, se accede por una gran puerta de vidrio que deja ver un día frío oscureciendo y unos vendedores ambulantes que conversan animadamente de futbol, aprovechando la escasez de clientela. Las luces de la cafetería, tal y como las del resto del hospital, son blancas, de un blanco que hace ver pálida hasta la tez más oscura. Ocasionalmente entran y salen empleados del hospital de una puerta interior que conduce al segundo nivel. En las mesas |65


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están unas cuantas personas, ya sea visitantes o pacientes, que tienen ánimos de salir y dejar sus habitaciones, tratando de escabullirse del ambiente opresivo. Un empleado de la cafetería, vistiendo un cachucha blanca igual que sus ropas, con la boca semiabierta y las manos cruzadas sobre su regazo, mira hacia una esquina donde cuelga un televisor que presenta alguna telenovela, la cual no mereció la suerte de ocupar un horario triple A. Una de las mujeres, de pronto sonríe, recuerda algún evento divertido. Manotea el aire espantando la mosca del silencio. —Hoy en día no sé si se pone calzoncillos, por eso en el cumpleaños siempre le doy unos, pensando en eso. —Y cuando yo le decía que me los pasara para meterlos a la lavadora, me contestaba que le gustaba lavarlos a mano, pero nunca le vi ningunos colgados en el tendedero—. Rompe a reír, mas recordando que está en un hospital, se cubre la risa con el dorso con la mano. —¿Cuánto le dieron de vida? —Dos meses como mucho.

—Mire el problema de tanta fumadera, de no

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haber hecho ejercicio, ni siquiera le gustó ir a jugarse un chance. Te mandaba con los números a vos, Gloria, para que se los hicieras. —Y se ganó el chance como en tres veces, porque suertudo sí ha sido.

Quedan en silencio de nuevo, mirando sus cafés negros que comienzan a enfriarse, a agotarse. Afuera ya es de noche. La luz de la cafetería se hace más blanca, más pálida y brillante. Desde las escaleras que dan al segundo piso llegan voces hilarantes y risas que hacen que las tres mujeres miren. Detrás de las voces entran cuatro jóvenes, tres hombres y una mujer, que visten prendas del hospital. Son pasantes que comienzan su andadura profesional. Se dirigen a la cafetería donde el joven deja por un momento su telenovela y se dispone a atender a los cuatro, ellos se quedan mirando la lista de productos exhibida arriba con dibujos provocativos: panes frescos, carnes jugosas y lechugas que se insinúan con gotas de rocío detenidas por siempre en su piel verde. Él los mira, principalmente a la chica, que nunca deja su sonrisa ni para observar el aéreo menú. Como si no se hubiese interrumpido la conversación, una de las mujeres habla. |67


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—Yo le rogué mucho para que saliera a buscar amigos; en estos últimos años para que fuera donde el médico… nunca me hizo caso. Me decía: “no se me ha perdido nada en la calle, no se preocupe, así estoy bien”. Se la pasaba haciendo crucigramas, durmiendo, dejando correr el tiempo en la silla mecedora del balcón y viendo televisión.

—Ahí están las consecuencias. Yo, por ejemplo, salgo a hacer ejercicio, dejé de fumar hace años, voy a misa todos los días. Me voy caminando al cementerio a hacerle una novenita al marido cada mes.

—Sí, cómo no. Pero en el camino se come dos helados, se toma cinco tazas de café y si se le atraviesa una empanada también acaba con ella… —Hasta eso, querida; tanto me cuido que todavía me resultan partidos. Yo porque después de la muerte del marido le juré fidelidad eterna. —Eso es cierto, he visto cómo Pacho el de la zapatería le dice piropos. Ella siempre ha sido la debilidad de los hombres mayores. Y él, que parece como de setenta y siete años, por lo menos. |68


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—Esos son embustes tuyos. En la vida me fijaría en Pacho. Aunque aparenta menos de los que tiene. Ríen al unísono.

—Horacio salió ahora porque le tocó. Ya los dolores no lo dejaban. Creía que con medicamentos para el dolor se iba a aliviar, y mire. —Yo insisto, muchachas, le debemos contar. Por caridad, a ustedes no les gustaría que les hicieran lo mismo.

—No has entendido, Gloria, hay que dejarlo tranquilo; si le espantamos la esperanza se muere antes. Él, que toda la vida ha vivido en la burbuja de la casa, si lo sacamos de ahí… —Esta mañana llamé al padre Samuel, le conté lo que nos dijo el médico. —¿Y qué te respondió?

—Se ofreció para lo que necesitáramos. Que Iba rogar por su salud. Comenzó a darme un sermón como los de la misa: tolerancia y caridad; yo con afán lo despaché lo más rápido que pude. Quedamos en hablar después, y ahora con mayor razón, porque se le deben aplicar |69


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los santos óleos a Horacio —saca una lima de uñas de su bolso y comienza a pulirlas con dedicación—. Voy a cambiar de manicurista, tres días hace que me las arreglaron —detiene la pulida, alza la mano derecha mostrando cuatro dedos, luego se percata y esconde uno— y ya están como si nada les hubieran hecho.

—Si Horacio hubiera disfrutado más la vida. Yo creo que ni siquiera alcanzó a conocer mujer. —Yo no creo eso, Nubia. Georgina como era de alborotada, y él, un joven con todas sus hormonas activas, no creo que hubiera aguantado que Georgina le mostrara las piernas y se quedara así tan tranquilo. Ríen de nuevo todas.

Los vasos de café están vacíos. Una tamborilea en la mesa. Otra mira el celular. La última dirige sus ojos a la oscuridad de la calle. Llueve. —¿Qué vamos a hacer? —Esperar, creo.

—¿Esperar? El seguro exequial está al día. Hay que empezar a llamar para saber los trámites que se deben hacer. |70


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—Padre, Hijo y Espíritu Santo. ¿Cómo que llamar a la funeraria? Él no está muerto.

—Yo estoy de acuerdo con Adelfa en llamar a la funeraria. ¿Se imagina que se muera de sopetón y nosotras bien confundidas?

—No estamos para estar corriendo con esos trámites, Gloria, cuando los podemos dejar listos. Yo ya tengo experiencia con la muerte de mi marido, por eso me parece que hay que empezar a adelantar —dice inconmovible y sin deseos de encontrar contradictores a su propuesta—. Les cuento para que recuerden cómo me fue de mal con Rodrigo. —Eso ya lo has contado mucho, Adelfa.

—Imagínense, los ahorros de él se fueron en su entierro; así y todo no alcanzó. Eso fue mucho lo que corrí queriendo un entierro decente y por no tener tiempo, contraté los buses destartalados del barrio para llevar a toda la gente que iba a ir. Era poquita plata y uno de los choferes de los buses me dijo que le cobraría pasaje a la gente cuando nos acompañara al cementerio. “¡Cómo se le ocurre!”, le dije. Fue mucho rogar para evitar esa locura. Me tocó pagarle por cuotas el saldo luego de empezar a recibir la pensión. |71


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—Yo no estoy de acuerdo —responde Gloría con pocos ánimos—. Los milagros existen, pongámosle fe; he sabido de sobrevivientes con el mismo diagnóstico y han vivido varios años. —Mujer, el único milagro es que no se haya muerto antes. Mire la vida que llevaba, parecía una palma kentia, salía al balcón a recibir luz y luego para dentro.

—Ni siquiera sabe que se va a morir. No parece que estuviéramos hablando de nuestro hermano. —¿En qué quedamos? No debe saber que se va a morir tan rápido, para qué preocuparlo más. Viejo, enfermo y achacoso. ¿Le vamos a añadir, además, lo de su muerte tan acelerada? —El médico no le dio esperanzas, Gloria.

Luego callan un momento. Gloria con la vista baja, juega a mirarse las manos y sus detalles. Las otras están distraídas con la televisión, aun sin escuchar nada de lo que se presenta en ella. —Vos que compartiste más con él, Gloria, ¿jamás te dijo por qué estaba empeñado en quedarse en la casa y nunca salir? Si hasta los veintitantos años era lo más normal del mundo. |72


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—Claro, yo intenté hablar con él, pero apenas le quería tocar el tema, me decía que no iba a hablar del asunto, podíamos hablar incluso de telenovelas sin gustarle, pero de eso ni una palabra. Si le insistía mucho se iba y me dejaba con las palabras colgando de la boca.

Quedan de nuevo en silencio. Adelfa extrae de su cartera una caja de chicles, la ofrece a las otras. Ninguna acepta. Toma dos pastillas y comienza a exprimir el dulce azúcar con sabor a menta. Mira con sutil gesto de arrogancia a sus hermanas. Las otras posan de indiferentes al semblante de la mayor. —Nubia, ¿viste el ataúd donde enterraron a la hermana de Gustavo? —Sí.

—Te cuento que me gustó mucho. Sobre todo la sobriedad, la elegancia, los acabados. Se ve que fue hecho con la mejor madera. Con gusto. Si es que hasta lo toqué. Le voy a preguntar dónde lo compró. —¿Compró qué?

—El ataúd, por supuesto. |73


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—Eso no me parece, Adelfa. Un ataúd no es un comedor o un sofá. No lo matés antes de tiempo.

—No lo estoy haciendo, lo que no deseo es dejar todo para última hora. ¿El viernes me acompañás a averiguar los ataúdes, Nubia? Horacio se merece el mejor entierro, a pesar de todo lo que se pueda decir, ha sido un buen hermano. No le vamos a salir con cualquier entierro mal hecho y poco organizado. Lo de la cremación me parece bien, aunque conociendo a mamá, ella hubiera querido que lo veláramos en la casa de cuerpo entero, lo que pasa es que eso ya no se usa. Es más, las novenas muchos ya ni las hacen; la misa de exequias, la misa al día noveno y sanseacabó. —Vamos y miramos lo del ataúd, Adelfa; mañana busco también el vestido de Horacio, el único que tiene, de cuando fue a tu matrimonio. Con lo flaco que está, seguro que le sirve. Aunque yo creo que lo de las novenas sí lo deberíamos hacer, por mamá. — Bueno, pues eso lo vamos mirando en estos días; si bien yo pienso que es mejor no hacerlo. Eso era en los tiempos de mamá, ahora qué tal. |74


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—Y miremos también lo de los carros que transportarán a la gente. No quiero vivir la vergüenza de tener que llevar a los acompañantes en bus, aunque sea en una mini van. —Ve, Adelfa, ¿a quién vamos a invitar?

—No, muchachas, esto si es el colmo. Si quieren mandamos a hacer invitaciones y pedimos lluvia de sobres para pagar el entierro.

—Gloria, no es mala idea —Al ver la mueca de indignación de la otra, Adelfa suelta una carcajada sin pudor— era un chiste, boba. Claro que no. ¡Qué tal!, sin embargo, sí debemos pensar en los invitados. Horacio, con esa vida social tan pobre, a duras penas podríamos invitar al lotero. ¿Cierto Nubia que un entierro con cuatro o cinco dolientes es muy triste? —Sí, Adelfa, ni que fuera el entierro de Barak Obama. —Cuál Barak Obama, no sabés nada. Obama Bin Laden. —Es Osama Bin Laden.

—Como se llame. Horacio no era malo como para que no vaya nadie al entierro. |75


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—Cómo es eso de que no era malo. Mucho cuidado con esos verbos en pasado, Nubia.

—Yo pienso que podemos invitar a algunos vecinos, familia lejana, amigos de nosotras. Que lleguemos por lo menos a veinte invitados. No muchos más, para que no salga muy costoso el transporte; el auxilio funerario nos debe alcanzar, no hay para excedentes. Porque si no ahí sí tocaría retomar la idea de la lluvia de sobres. Adelfa saca una libreta de su cartera. Le pide un lapicero a Nubia, luego manifiesta:

—Hagamos la lista de una vez, estando las tres, hay más posibilidades de que no dejemos a alguien por fuera. —Paren ya por favor, en serio —replica de nuevo Gloria, sin vehemencia. —Todo es un problema para vos, Gloria. No hay nada malo en lo que estamos haciendo. —A ver, por el lado de la familia… —Las primas de Aranjuez.

—Tal vez a Marta, porque lo que es Lucrecia y Dioselina con el desplante que nos hicieron cuando murió Rodrigo…. |76


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—Es verdad, no lo recordaba.

—Los sobrinos de Ricardo, el primo de Bogotá. Son dos ¿cierto? —Ellos siempre se han creído los más ricos de la familia, además no sé si viven aquí o en Miami. Cada rato los invitábamos a eventos de la familia y nunca fueron; por vergüenza estuvieron en el velorio de mamá.

Gloria las mira con deseos de intervenir, pero se abstiene. Desde fuera llega el ruido persistente y dramático de una sirena que entra y choca contra las paredes en reflejos de luces rojas y azules. Paran lo que hacen y todas miran persiguiendo el origen de las luces y el escándalo. Agite de puertas, movimientos apresurados, camilla, cierre de puertas y luego silencio. Vuelven a sus asuntos. —Ayudá a pensar, Gloria.

—Por el lado de los Guzmán, que ya se agotaron los Duque. ¿En serio quedan tan pocos familiares cercanos?

—Bueno, por los Guzman… de los que viven cerca están Miguel y Virgelina. |77


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—¿Miguel y Virgelina? Pero si todavía después de veinte años, parece que recién se hubieran bajado del bus que los trajo de la vereda esa donde vivían allá en Ituango. A Miguel no la falta si no andar con machete y zurriago aquí en la ciudad. Gloria la mira con indignación. Le dice:

—No te las vengás a dar de “Duquesa de Alba” que de ese peñasco venís vos.

—Sí, m´hija, no lo niego, pero me he sabido adaptar a la vida en la ciudad. —Pero en este caso yo quiero que los invités —interviene Gloria—. Familia es familia.

—Está bien será darte gusto —Moja la punta del lapicero con la lengua para tomar nota y hace gesto de asco, que le recuerda que no es un lápiz lo que empuña su mano. —Bueno, invitemos a Magnolia, la de Sabaneta. —Me parece bien.

—¡¿Cuál Magnolia?! ¡¿La de Sabaneta?! Si ya se murió hace como tres años —se adelanta Gloria. |78


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—Pero cómo no nos habías dicho —reclama Nubia.

—Claro que les dije, pero ustedes estaban en esa excursión de jubilados del “Seguro Social” en las Isla de San Andrés. Si es que no les importa ni la familia.

—Bueno, ya. Dejemos la cantaleta. ¿Los Guzman se acabaron entonces? —continúa Orfa. —Parece que sí. Los otros están fuera del país. —¿No tenemos más familia? —pregunta alarmada Nubia.

—No. O ya no viven o viven en el exterior o fuera del departamento o les caen mal a ustedes o ustedes le caen mal ellos.

—No seas tan dramática, Gloria, eso no es verdad. Los que no nos hablan no es por nosotras es porque no quieren. Bueno. Vamos con los vecinos. Tocará invitar al lotero, aunque no me cae muy bien desde esa vez que no me dejó jugar el chance con la fecha de la muerte de Pablo Escobar, que porque eso no lo pagaba la agencia de apuestas. |79


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Gloria riendo, menciona:

—Si querés invitamos a Pacho, el zapatero.

—Ni se te ocurra, ese día voy a estar con el dolor y la tristeza más grandes como para tenerme que aguantar las miradas maliciosas de Pacho. Ni riesgos.

—Pero es que son muy poquitos invitados —responde Gloria—. Ahí sí que se va a parecer el entierro del talibán ese.

Quedan un momento en silencio escarbando en sus memorias a quien más podrían invitar. Mencionan nombres para sí y luego, sin ponerlos en consideración, los descartan. En la calle las bocinas de la hora pico gritan sus afanes.

—A ver, hagamos cuentas. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, más nosotras tres; nueve. Muy poquitos. —Y eso que seguís contando a la tía Magnolia, que ya está muerta—, señala con el dedo Nubia, en la lista de Adelfa

—Y creo que está contando hasta al mismo Horacio, porque me falta uno, a mí me dan ocho. |80


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—Tiene que haber más gente.

—Nos va tocar invitar a los de enseguida de la casa, que no me caen muy bien, pero bueno. —Dejemos así, luego seguimos pensando.

Adelfa guarda la lista, el lapicero que no es suyo, se mira de nuevo en el espejito, toma un cepillo para el cabello y lo pasa sobre su pelo corto y tinturado de marrón, donde no luce ni una cana, pues las tiene todas ocultas por los químicos. Se levanta, seguida por Nubia. De nuevo habla:

—¿Será que le mandamos tinturar el pelo en la funeraria? Donde el de la ta, tate, ta… taxia. ¿Cómo es el nombre, Nubia? —Tanatopraxia

—Eeeso, para que se vea más joven, menos malogradito. Hasta yo debería ir pensando en un vestido de luto adecuado para la ocasión. Hace varios años que estoy usando el mismo y debe estar pasado de moda. Voy también a hablar con Sandra, a ver qué tintura me puedo poner en el cabello para la ocasión. Me gusta mucho el castaño rubio que tiene Lucía, la de los Orozco. |81


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Nubia, agarrando como un bicho desagradable una punta del cabello de Gloria, le reclama:

—Y vos tenés que cubrirte las canas, se te ven mucho. A un entierro no se va de cualquier manera. Gloria con gesto de renuncia se toma la cabeza, agarra también un mechón de cabello, se mira las canas y suspira llenando un poco la blusa que parece prestada.

—Esta noche amanecés con él ¿cierto, Gloria? —Sí.

—Y a propósito, ¿cómo lo viste esta tarde?

—Está muy delgado, se ve más arrugado de lo que es, parece más viejo que ustedes. Perdón, que nosotras.

—Bueno, nos vamos de una vez. Gloria, no le vaya a contar por nada lo que dijo el médico y por si acaso, dígale al médico que no le vaya a decir tampoco. Buenas noches. Hágase un rosario, que no está por demás. Recuerde, cuidadito le cuenta alguna cosa, yo veré. —Buenas noches.

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Las mujeres se despiden con un correctísimo beso en sus mejillas. Gloria, con cara de muchos pensares, las mira marcharse. Luego, Adelfa y Nubia cuchichean un tanto preocupadas. Sorpresivamente, la mayor regresa a paso rápido y le dice a Gloría, que aún está sentada en la silla: —Le preguntás con mucho disimulo, pero con mucho, si le gustaría que lo cremaran o si mejor lo ponen en la bóveda completito —luego sigue su marcha, sin esperar respuesta de la ahora más alarmada Gloria, quien abre los ojos muy grandes, mira sin ver al joven de la cafetería, sentado, haciendo los mayores esfuerzos por no dormirse en su puesto de trabajo, aparentando mirar la televisión. Cuando ya llega donde su hermana, Adelfa retorna de nuevo a la velocidad que le permiten sus años y le dice de nuevo a Gloria:

—Si lo que quiere es cremación, ojalá que sea eso, para no enredarnos con sacadas de restos, con la cripta y esas cosas; que nos diga qué hacemos con las cenizas, porque si dice que las quiere en el mar, pues nos damos el viaje a Cartagena. Esa sería una manera que conociera el mar. |83


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Adelfa alcanza a Nubia, reanudan su paso al tiempo y le dice con aire conspirador, mientras su par de sombras tenues manotean animadas en el piso. —Si Horacio pide que no lo cremen, pues de todos modos lo mandamos a cremar, de verdad que no estamos ahora para más enredos, es mejor ser polvo fino y no pasto para los gusanos. Nubia se detiene y sin mirar le dice a su hermana:

—Adelfa, yo creo que se nos está yendo la mano. Si Horacio se da cuenta de todo esto, a mí me daría mucho pesar.

—Él no tiene por qué darse cuenta, te está agarrando lo de Gloria. Créeme, Nubia, no es bueno dejar ese asunto sin organizar, si al fin y al cabo ya sabemos cuándo se va a morir.

—Yo no sé, como que ya no me gusta tanto la idea. Pero bueno, vamos a ver qué pasa. De pronto hasta tenés razón. —A mí realmente lo que me está empezando a preocupar, Nubia, es quién va a estar en el entierro mío, ojalá estén ustedes vivas, porque si no… |84


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Las etéreas sombras de sus chaquetas hacen que sean como espectros flotantes con sus capas. Sus penumbras se funden y se confunden al pasar bajo cada una de las pálidas lámparas que las escoltan. De a poco se acercan a la noche fría. Cada vez que se abre la puerta abatible, entra un viento frío con alguien que se sacude de la lluvia mientras se frota las manos. Comienzan a encogerse, a hacerse chicas buscando la protección de sus chaquetas. Las recibe la noche helada. Gloria, todavía en la cafetería, no tiene sombra: aplasta la parte superior de su cuerpo contra la mesa, mirando la marcha de las dos hermanas mayores. Sin embargo, los ojos no ven, porque lo que tiene interés para ella, está en la pequeñez de sus adentros. Pensamientos en los que la muerte se pavonea y planea de nuevo alrededor de su vida. No consuela el rosario que agarran sus dedos ni el murmullo de los rezos que ganan y pierden terreno cuando se planta en sus adentros el recuerdo del mármol de la muerte.

Alex Mauricio Correa López: Medellín. Contador Público del Politécnico Colombiano Jaime Isaza Cadavid y Tecnólogo en Costos y Auditoría de la misma institución. Obtuvo el primer puesto en el Concurso de Poesía del Politécnico Colombiano Jaime Isaza Cadavid (2009).

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La navidad en que asesiné al Niño Dios Isabel Cristina Escobar Martínez Ricitos rubios y apretados; mejillas mofletudas y tan sonrosadas como si tuviera fiebre; ojos profundamente azules, con una pinceladita blanca para indicar el brillo en la mirada, pero sin ocultar el aire agónico que adquiriría en todas sus representaciones adultas. Ese bebé surgía, mágicamente, cada 25 de diciembre en la humilde chocita que algún pariente con pocas habilidades en la ebanistería, había construido y donado para nuestro pesebre. El conjunto era un collage de diversas épocas y estilos; de hecho, los cinco ocupantes del cobertizo eran los seres más disímiles que se podían concebir: el buey y la mula, ambos de plástico, por las huellas dejadas en ciertas partes de sus cuerpos debieron ser utilizados como rasca encías. La madona, con un vestido |86


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que en época de la bisabuela fue muy bello y lujoso, mostraba a las claras las calamidades sufridas en la búsqueda de posada. El carpintero, pequeño y de apariencia vulgar, prefiguraba su papel secundario en la familia sagrada. Por último, el crío era una representación de cerámica, gigante en comparación con sus compañeros de hospedaje; no sé cómo mi madre, que experimentaba verdadera adoración por aquella efigie, consentía en ubicarla en un espacio tan poco digno de ella. El paisaje circundante al refugio estaba salpicado de casitas de cartón, yeso e icopor que mostraban diversos estados de deterioro, pero que se embellecían cada noche con las lucecitas titilantes que mi padre tenía la paciencia de instalar en cada una de ellas. Otros animales y personajes, fuera de época y contexto, terminaban por copar el espacio disponible que dejaba la profusión de musgo y líquenes.

Aquel rincón de la sala fue el sitio favorito los primeros siete años de mi vida o, sería mejor decir, los años conscientes, porque a partir de los tres empecé a escuchar la cantinela de que allí se atenderían mis ruegos infantiles si los hacía con la suficiente devoción; claro que aquello nunca aplicó al pedido de la muñeca |87


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arrulladora que imploré largo tiempo, ni a los patines, como tampoco a la bicicleta. Mi madre siempre tenía lista la misma respuesta para evitar toda recriminación por la súplica desoída: “Debe ser que hiciste algo malo, a escondidas, y el Niño lo vio”. La mayor parte del tiempo olvidaba la frase condenatoria, pero al acercarse el mes de diciembre, cuando renacían mis deseos por aquellos regalos, sentía el desasosiego de hallarme bajo un estado de vigilancia permanente que pillaría cualquier falta, por ínfima que ésta fuera, y me negaría de nuevo el traído tan añorado. Sin Guillermo todas mis navidades hubieran sido un completo fiasco. Aquel muchachito regordete e intrépido, que más que un primo era un hermano, lograba encontrar la magia en los lugares y objetos más anodinos y terminaba por congraciarme con el obsequio que me tocaba en suerte cada navidad.

Fue este cómplice quién me descubrió el escondite del Niño Dios; hasta aquel momento había pensado que ese bebé provenía del mismo lugar misterioso que era la fuente de sus pares humanos. Pero Guillermo siempre me aventajaba en conocimiento, a pesar de ser solo unos meses mayor que yo. Él conocía todos los escondites de los adultos, los sabores más deliciosos de helados, el movimiento certero |88


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de la mano para producir muchos saltos juguetones con un guijarro, antes de que éste se hundiera en el agua; o contaba las historias más fantásticas que secaban las lágrimas producidas por algún castigo, merecido o no. Cuando me mostró el lugar donde reposaba el infante, logré dominar el miedo que sentí al realizar aquel acto profano: sostener la figura yo misma, y hacer mi petición sin importar que faltaran demasiados meses para la natividad. Después de aquel día logré reunir el valor suficiente para hacer las incursiones en solitario pero, en una de ellas, fui sorprendida por mi madre y se desató el pandemónium. En mi casa el sistema de castigos era un proceso muy simple: mi madre, vigilante asidua de todos mis movimientos, era al mismo tiempo el juez que dictaba la condena. El ejecutor era mi padre, por lo general, a regañadientes, pero como todo ser cauto prefería, con tristeza, aplicar el correctivo antes que encarar la ira de ese basilisco. Pero aquella ocasión fue uno de esos raros eventos que solo se producen con poca regularidad: por primera vez, el verdugo se negaba a realizar su trabajo y, para aumentar mi sorpresa, se enfrentaba a su esposa. Fui, inmediatamente, desalojada del campo de batalla, pero como estaba segura de que aquel era un hecho |89


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apoteósico, seguí la discusión desde una zona que no me vedara el intercambio verbal. Junto con la mención del Niño Dios, surgió el nombre de aquel amigo de mi padre que siempre llegaba con regalos y demasiados besos, pero que no había vuelto a visitarnos. Lamentablemente, a una edad tan temprana, la novedad revoloteaba posándose en objetos y situaciones diferentes y me alejó de la contienda, sin conocer el desenlace. Por varios días mi padre se mostró huraño y su plato permaneció ocioso en la mesa durante las tres comidas. Aunque no recibí ninguna tunda, mi castigo fue mucho peor: me prohibieron, por varias semanas, los encuentros con Guillermo. Hubiera preferido los correazos. Fueron días eternos sin juegos de escondidas, historias tenebrosas o trucos inverosímiles. Por si fuera poco, ya estábamos recolectando las tapitas de gaseosas para elaborar los sonajeros y mi primo había prometido enseñarme a usar la piedra para lograr un aplastado perfecto sin lastimarme los dedos. Aquella fue una navidad odiosa: mi sonajero parecía compuesto por las esquirlas de una explosión, Guillermo no pudo venir a cantar conmigo en las novenas, y ese ser rencoroso solo me trajo una muñeca con complejo de criminal cuyos brazos, por más que yo tratara |90


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de evitarlo, se mantenían en alto como si la acabara de detener la policía. Afortunadamente el tiempo de castigo se vio reducido cuando en una escapada, con el objetivo de ver a mi primo, sufrí una mala caída que me mantuvo inmovilizada por varios días, en los cuales fui compensada con las historias más fabulosas relatadas por mi Sherezada particular hasta el momento. Pero creo que el Niño, al igual que mi madre, nunca me perdonó completamente y buscó la forma de castigar mi osadía; sus represalias, que habían comenzado con aquel traído defectuoso, fueron incrementando en virulencia, hasta terminar de la forma más dolorosa antes de que yo cumpliera los ocho años. Una nueva ruptura amenazaba mi relación con Guillermo; de golpe nos veíamos abocados a comenzar los estudios primarios y ambos fuimos matriculados en colegios diferentes que obedecían a los criterios formativos de nuestras respectivas madres; una vez más, se imponía el matriarcado y no valieron mis súplicas ni las tímidas observaciones de mi padre. Según mi progenitora, una disciplina inflexible, bajo la vigilancia de los pingüinos cafés, era la mejor forma de contrarrestar la influencia de aquel pillo. |91


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El colegio no fue la mazmorra horrible que tanto temía; las monjas no eran malas como las brujas de los cuentos y mis condiscípulas querían prestarme sus juguetes nuevos, pero a aquel comienzo de año le faltaba brillo. Las pocas veces que me reencontré con Guillermo, noté que algo había cambiado y, para él, yo había pasado a engrosar el grupo de “las niñas”, una más entre ese tropel de seres bobos y aburridos.

Las esperanzas de recuperar a mi aventurero regordete renacieron en las vacaciones de mitad de año, pues ambas familias pasábamos juntas unos días en la finca del abuelo. Desesperada por la lentitud con que se arrastraban las semanas hasta aquel junio, me sentía como un galeote mientras hacía mis deberes escolares. Pero, por fin, se cumplió el plazo y por unas horas, muy pocas en realidad, volví a tener al antiguo Guillermo para mi sola. La burbuja estalló, definitivamente, cuando algún adulto tuvo la idea de invitar a unos niños de nuestra edad para hacernos compañía, entonces mi primo reasumió su papel de “perfecto desconocido” y me dejó en medio de unas chiquillas que solo pensaban en imitar a sus madres tontas. Me dediqué a rondar la finca sola, evitando a las niñas y vigilando al ingrato; pero éste, |92


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aunque ya no quería compartir sus aventuras conmigo, seguía siendo el chico más testarudo e intrépido de la manada, y una tarde en que una tormenta seca encerró a todos en la casa, Guillermo con sus nuevos amigos, decidió ir a pescar renacuajos, escapando de mi perímetro. Si no detestara tanto a esos muchachitos que disfrutaban de la compañía de mi favorito, habría sentido pena por ellos, se veían tan desamparados, allí, en el umbral de la casona, limpiándose los ojos y la nariz con las mangas de sus camisas, mientras los mayores los zarandeaban preguntando el paradero del jefe de la pandilla, y mi tía, ante sus respuestas empezaba a dar gritos de loca angustiada.

Ese muñeco inflado, inerte, mojado y descolorido que depositaron, dos días después, en la sala de la casona no podía ser el mismo chico que hacia tan poco tiempo correteaba por todo el lugar como un potrillo indómito; pero, lo era. Y aquella pesadilla empeoraba con el paso de las horas. Una mañana demasiado hermosa para que Guillermo no estuviera a mi lado haciendo travesuras, lo condenamos a quedar aprisionado en uno de los muchos nichos que componían una colmena lúgubre. Mientras dejábamos encerrado y completamente solo al bravo aventurero, mi madre ya estaba hablando |93


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de cosas inútiles como la cena de esa noche o mi regreso al colegio la semana siguiente. ¿Acaso ella no se deba cuenta de la catástrofe que había ocurrido? ¡Guillermo se había ido para siempre!

La neblina que envolvió mi cerebro durante meses me tuvo encerrada en una especie de laberinto, en el cual creí encontrar el hilo de Ariadna la tarde que vi a mi padre poniendo, con poco entusiasmo, las casitas de icopor, cartón y yeso sobre los agujeros que exhibía el viejo papel encerado. Ese año, el pesebre familiar fue más reducido y, si se quiere, menos estrafalario que los anteriores. En una esquina del cajón de juguetes, la piedra que le daba un aplastado perfecto a las tapitas de gaseosa, sin triturar los dedos, permaneció holgazana. Aquella navidad conocí el verdadero sentido de las súplicas fervorosas. Cada noche me aferraba con desesperación a esas palabras consoladoras: “Todo lo que quieras pedir, pídelo por los méritos de mi infancia y nada te será negado”. Mentalmente, hacía promesas de sacrificios heroicos, con tal de recibir el único regalo que tanto deseaba. Y, temiendo que las peticiones de las nueve noches no fueran suficientes, extendí mis ruegos y penitencias a los días: los manjares navideños quedaban |94


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intactos; me sustraje al jolgorio que contagiaba a niños y adultos y rechazaba los presentes que traían los parientes lejanos que iban de visita por esas fechas.

El sueño siempre me había vencido en la noche vieja porque, según mi padre, el Niño Dios besaba mis parpados, pero aquel 24 de diciembre pudo más la ansiedad y estuve despierta. Las horas son una tribulación aterradora para el que espera, y más aún si están acompañadas por sombras engañosas. Nunca, ni siquiera cuando sufría de crisis respiratorias, había conocido la angustia de pasar una noche completa en vela; casi añoraba la fiebre calcinante o el ahogo desesperado que traían, junto a mi cama, una compañía fugaz. Por más que esperé, ninguno de los dos visitantes llegó. Al despuntar el soleado 25 de diciembre, con el bullicio de unas aves que parecían tener demasiados motivos de alegría, encontré junto a la chocita un pobre sucedáneo para mis ruegos desesperados, y al Niño Dios en su albergue, con aquella mirada lastimera que esa vez no me conmovió. Arranqué la figura del lado de su madre, fui al cajón de los juguetes donde reposaba la piedra para el aplastado perfecto de las tapitas de gaseosa y, con una |95


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saña que hasta el momento desconocía, me dedique a reducir a polvo la efigie. De aquel furioso trance fui sacada por los golpes de mi madre que había descubierto la abominación cometida con su “bebé”; pero poco importaba que la correa dejara verdugones en todo mi cuerpo, aquel embustero ya no podría engañar a nadie más. Ese día de navidad, en cierta forma, vengué a mi padre y perdí cualquier esperanza de que existiera alguien que pudiera responder a mis súplicas.

Isabel Cristina Escobar Martínez: Medellín, 1968. Ingeniera Agrónoma de la Universidad Nacional de Colombia, seccional Medellín. Trabaja como contratista independiente. Ha publicado cuentos en: Antología del Taller de Escritores de la Biblioteca Pública Piloto (2003), Obra diversa 1 y 2 (2007, 2010), selecciones de textos del mismo taller, y en el número 12 de la revista digital Gotas de tinta. Ganadora en varias oportunidades del concurso “¿Cuál es tu cuento?”, de Comfenalco.

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El entierro Javier Gil Bolívar En todas partes dicen que dizque las paredes oyen; pero aquí, aquí si no estoy mal, hasta pueden hablar estas malditas. Esa casa perteneció a mi familia hasta hace pocos años; pocos años digo yo, sabiendo que son dieciocho o veinte desde cuando mi papá la vendió, después de haberla obtenido por herencia del abuelo; vivimos en ella como si fuera una finca. El tatarabuelo, Rosendo Segura, empezó a levantarla en el lote que le correspondió cuando participó en la fundación del caserío. En ese tiempo, al encontrar un terreno baldío, primero se medía con la cabuya, luego se estacaba, fraccionándolo, y en un día que era una fiesta, se sorteaban y se entregaban las particiones ante un notario itinerante.

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Esta historia nos la contaron muchas veces. La costumbre era sentarnos en el granero y en las banquetas de la cocina, la cara cogida con las manos, oyendo lo que decían, alumbrados por las llamas de la leña crujiente.

Esa propiedad ocupa toda la manzana; está construida en tapias de tres cuartas de ancho, con cuatro vueltas de tapial. Tiene diez piezas, los corredores son muy amplios y rodean un patio cuadrado que estuvo forrado en ladrillos. Le hicieron pesebreras donde se pueden cuidar hasta treinta caballos. El solar es tan grande que producía maíz y frisol para todo el año. Don Rosendo Segura, mi tatarabuelo, fue uno de los fundadores de este pueblo. En la sala del concejo municipal está su retrato, en la pared de la entrada: es uno flaco, de bigote en manubrio, mirada muy firme, con los brazos cruzados y con la camisa blanca de manga larga abotonada hasta el cuello.

Él nació por los lados de Cáceres, cuando a esa población le quedaba algo de la importancia conseguida en la época colonial. Desde muy joven rodó por pueblos y montañas; en alguna parte supo de los que estaban preparando la aventura de fundar el caserío donde empezó este pueblo, y se enganchó con ellos. |98


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Los viejos, al contar la historia de esa casa, siempre la empezaban por el tiempo cuando la Guerra de los Mil Días estaba en su apogeo; había muy poco trabajo en los campos y solamente pagaban el jornal con parte de lo producido en las labores; abundaban las muertes de los recién nacidos; las epidemias mataban mucha gente. El general Amancio Legarda, un agricultor del Cauca venido a más cuando los políticos le pagaron sus favores con ese grado militar, recorrió los pueblos de esta región cometiendo con sus seguidores todo tipo de atropellos. En los pueblos y caseríos tomaba como suyos los locales, las casas, las fincas, lo que le provocaba, donde pudiera acampar con su ejército, sin respetar las propiedades, y sin resarcir los destrozos ocasionados.

Se dedicaba a reclutar a los que tuvieran alguna posibilidad de servirle como soldados, no le importaba si eran simpatizantes de su partido o no; tampoco quería saber nada del compromiso familiar del alistado; en cualquier forma conseguía la gente requerida para combatir en los Santanderes de hoy en día y en las Sabanas de Bolívar; exigencias hechas para garantizarle las prebendas de que gozaba. |99


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Eran comunes las violaciones, los casos de las mujeres entregadas por miedo a un militar o las que lo hacían ilusionadas por las promesas de los edenes ofrecidos para disfrutar después del conflicto. También fueron comunes los saqueos a los pequeños comerciantes. Nadie escapaba de ser obligado a trabajar para ese ejército las veces que algún capataz lo demandaba ¿Y de plata? Nada. Por aquella época, mi bisabuelo (mi bisabuelo, porque el tatarabuelo Rosendo, había muerto años antes), era el rico de este pueblo. Poseía, entre otras cosas, una boyada de doscientos cincuenta animales repartidos en cinco grupos de a cincuenta, de los cuales a toda hora había una de esas partidas en el camino. Era el transportador más grande de la región, todo lo que entraba a estos pueblos era movido por esos mansos. El bisabuelo era dueño, además, de la mina del Conguital, que permitía explotar oro de muy buen rendimiento, con cuarenta trabajadores fijos, siendo él, en ese tiempo, el empleador de estos lados. Fundó un almacén en el pueblo, donde vendía misceláneas de toda clase; estaba situado en el parque, donde hoy está la tienda de los Elorza; esos locales fueron de él hasta |100


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la esquina. También tenía una finca ganadera, levantaba bueyes de gran alzada, admirados en todas partes.

Empezó trabajando como arriero y al conseguir algún modo se hizo a la casa grande. Obtuvo los derechos de sus hermanos y fue, entonces, cuando él, mi bisabuelo, Ángel María Segura (había olvidado decir el nombre), bastante rico, le gastó un dineral para ponerla a su gusto, como lo había pensado desde tiempo atrás: le construyó los balcones que dan hacia la calle, le hizo los techos con teja de barro, los corredores cementados y el primer escusado con tuberías que existió en este pueblo. Ah, y el baldosado del zaguán, tampoco lo había por aquí; además del contraportón con vidrios de colores y la bañera alemana que fue traída en los bueyes. Las puertas y las ventanas, todas de comino, también las mandó a hacer él, y son las mismas que tiene hoy en día. La cocina con leña tenía unos atanores de barro, una especie de chimenea, por donde salía el humo sin meterse a las piezas. Para resumir, era una casa con tantas comodidades, que hasta hubo un gramófono de los accionados por medio de cuerda y la gente del pueblo venía los sábados y los domingos y |101


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se paraba al frente de la casa a oír las melodías sonando desde el balcón donde colocaban ese aparato. De todas esas mejoras quedó muy poco, casi todo se acabó, se deterioró o se lo robaron durante la guerra. Cuando el bisabuelo empezó a conocer las noticias de las expropiaciones hechas por el general Legarda en otros pueblos retirados, él presintió, y se lo dijo a mucha gente, que la llegada de ese ejército sería lo que arruinaría su vida. Y dicho y hecho: cuando ese militar estuvo más cerca, él fue perdiendo el entusiasmo por el trabajo, no quiso buscarle nuevas alternativas a sus negocios y se dedicó a vivir sin ningún interés por su futuro. Vendió, y por cualquier cosa, la mina del Conguital y les regaló a los trabajadores otras vetas suyas muy ricas, cercanas a esa mina; también fue feriando el ganado y dejó la finca casi sin dotación.

Siguió metido en el almacén pero no compraba un solo centavo en mercancía nueva; dicen que lo guardaba todo el dinero realizado. En la misma forma fue saldando los bueyes y dejando a un lado el negocio del transporte de mercancías.

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Pasaron algunos meses, hasta cuando en la tarde de un viernes de junio, según contaban, sintió un ruido de caballos en la plaza, salió a ver lo que ocurría; supo que era una avanzada del general Legarda con algunos de sus oficiales. Al poco rato el general entró al almacén, llamó aparte al bisabuelo y le dijo casi en secreto que iba a necesitar mercancía para su gente y algún ganado de la finca, (estaban muy mal de carne en la tropa). También le dijo que se desprendiera de algún dinero para el sostenimiento de la guerra.

El bisabuelo había recogido otras platas en cosa de pocos meses y las tenía representadas en morrocotas que agregó a las acumuladas desde tiempo atrás, guardadas con mucho misterio.

En aquellos días, se perdió de la cocina de esa casa, un perol sueco fundido en hierro, un perol de los fundidos en hierro con tapa y todo. Y como que no era cualquier perolcito, dizque era grande; era, según cuentas, donde hacían las comidas en las fechas con invitados especiales. Se armaron todas las suposiciones, achacándole la pérdida a unos y a otros. Pero la bisabuela Leontina, adivinó la verdad. La gente de esa |103


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época aseguró a pata junta que ese perol perdido de la cocina y lleno de las morrocotas con todos los ahorros del viejo, había sido enterrado por él en cualquier parte de la casa para evadir las pesquisas del General Legarda.

Siguieron los desmanes: a los cuatro meses de estar por estos lados el General, le mandó una boleta al bisabuelo diciéndole que necesitaba su casa en préstamo por un tiempo para el alojamiento y para las oficinas de su estado mayor; dizque hacía la solicitud —le decía— porque esa era la más grande del pueblo y la única con una pesebrera con capacidad para los animales que ellos tenían. De nada valieron las protestas y las ofuscaciones del bisabuelo, ni la intercesión de un pariente, jugador frecuente de póquer con un superior del General Legarda, ni los ruegos, ni los ofrecimientos de dinero; porque, entre otras cosas, la colaboración voluntaria que le solicitó en el almacén, no satisfizo ni pizca al general.Y contaban que, desde esa entrega, el bisabuelo empezó a perder el juicio. Por esos mismos días prendió una candelada en la puerta de su negocio y quemó los libros y los cuadernos donde anotaba las deudas de sus clientes. Andaba por las calles a cualquier hora del día o de la noche, con la mirada sin rumbo, el pelo en mechones, vestido |104


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de cualquier forma, descalzo, caminando con pasos de largura irregular, el cuerpo torcido; diciendo a toda hora una retahíla de maldiciones incoherentes que le provocaban fatigas impresionantes.

Cuando se deschavetó, comentaban que a quien lograba hablar con él le reiteraba una y otra vez que los soldados lo habían sacado de su casa. Eran las palabras correspondientes a una idea fija, con entonación monótona, repetida seguido, muchas veces, hasta cuando dormía.

Don Ángel María aceleró su deterioro y murió en la demencia, y estaban tan pobres en la familia que tuvieron que sepultarlo en la tierra; para él no hubo bóveda en el cementerio. Quedaron seis hijos: dos muchachas y cuatro hombres. De ellos solamente conocí a don Matías, mi abuelo, cuando ya estaba muy anciano y vivía con nosotros en la casa grande. Era de una gran fortaleza física y muy hábil para los negocios. La casa fue devuelta después, muy mal tenida; les quedaron algunos locales y otras viviendas, la finca completamente desvalijada; pero en metálico, nada, lo que se dice nada. Estaban en los últimos meses de la guerra, el |105


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general Legarda y su tropa habían abandonado el pueblo; las propiedades valían un carajo y nadie tenía para comprar lo del mercado completo.

A mi abuelo, Matías, el mayor de los hijos de don Ángel María, le tocó esforzarse mucho para ayudar a levantar esa familia. Volvió a surtir el almacén, no tanto como antes, pero así logró conseguir un capitalito. De él decían que casi se echa la casa encima haciendo huecos cerca a los cimientos de las tapias donde sospechaba que podía estar la guaca; parece que al viejo la pobreza le daba por escarbar. Una noche, sin nada de luna, él debió levantarse a la cocina, alumbrándose con una vela, sintió un ruido en la parte del solar cercana a la casa y, al asomarse, buscando el punto, para cavar al otro día, un gran manto blanco le tapó los ojos y le apagó la vela. Al no regresar a la alcoba fueron a ver y entre todos lo llevaron arrastrado hasta la cama, volvió en sí al mucho rato.

A mi papá sí que lo jodió ese espanto: después de que el médico le descubrió unos espasmos en el corazón, debía ir acompañado cuando iba a salir del cuarto. El viejo ya no aguantó más y decidió vender esa propiedad. |106


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No fueron poquitos los huecos que perforé buscando esas morrocotas y recuerdo los sitios donde los hice. Sé que con mi pericia puedo ayudar a encontrar la guaca. También recuerdo dónde escarbaron antes. Así que solamente quedaría el resto del terreno para buscar esas monedas. A mí porque la salud ya no me ayuda para nada, por eso no me ofrezco para cavar, pero no me faltan las ganas de seguir hurgando la tierra.

Javier Gil Bolívar: Yarumal (Antioquia). Comerciante. Publicó un cuento en Obra diversa 1 (2007); crónicas en el periódico Libertad, del Liceo San Luis, de Yarumal, y artículos técnicos en revistas empresariales.

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Desaparecida Estella Higuita Urán El hombre que iba adelante caminaba a prisa por la trocha empinada. Con precaución, para no salirse del camino ya trazado, se abría paso con el machete cortando los matorrales que habían crecido en los últimos días. Llevaba puestos pantalones azules desteñidos, camisa clara de manga larga, en el hombro la toalla con la que se secaba constantemente el sudor de su rostro adusto y moreno; las botas de caucho le llegaban cerca a la rodilla y restallaban con el agua y el lodo que pisaba, dejando una huella profunda que los demás seguían con dificultad, en medio de un silencio mezclado con desasosiego, misterio, reserva y miedo. Cuando llegó a la cúspide dijo: —Ya se ve el lugar. El camino que falta por recorrer es menos escarpado, no se alejen, puede que haya minas en los alrededores. |108


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El viejo no se desconcertó, seguía en silencio los pasos de los demás, sin poner atención a lo que decía el hombre que los guiaba. Iba metido en sus pensamientos, estaba más allá. Veía la cara de ella con sus ojos grandes, casi pudo escuchar su risa y sentir en la piel esa forma de acercarse a él con los mimos que acostumbraba prodigarle. Desde que le autorizaron el viaje, lo único que deseaba era encontrarla como fuera; así apaciguaría el corazón y la mente, y terminaría con las pesadillas que lo habían atormentado durante esos cinco años. Siguió caminando. Parecía moverse como un autómata, como si estuviera soñando. Hasta que llegaron al lugar. Allí había otros hombres que los esperaban, se veían cansados. No hubo muestras de alegría: el mutismo, la prudencia y el sigilo fueron las constantes del encuentro. Cuando le permitieron acercarse, no logró identificarla, estaba acompañada por otros, unos cinco o seis. Luego, tal vez por eso que se lleva dentro, que atrae por el vínculo y que es más poderoso que nosotros, fijó los ojos en ella. Entonces le habló: —¡Hola, hija! Quería saber dónde estabas y por fin te encuentro. ¿Si me ves? Achacoso y viejo. |109


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Cuánto tiempo ha pasado… Y no fue capaz de seguir hablando, el silencio resultaba más sensato en ese momento. Se sobrecogió al verla tan delgada. La capucha raída le tapaba los ojos y su risa permanente le hacía dudar y pensar que tal vez estaba equivocado. Tenía la mano extendida, tal como la veía en las pesadillas. No supo si fue para saludarlo o en actitud de perdón. Todavía llevaba puesta la chaqueta, la pudo reconocer porque debajo del cuello la tela no estaba tan estropeada. En su cabeza permanecían vivos los recuerdos de esa tarde cuando ella se fue: las nubes negras se reflejaron contra la tierra e intensificaron el color de las montañas en azul turquí. Los truenos retumbaban y hacían vibrar los cristales de las ventanas. Los relámpagos tejían sobre las colinas una corona brillante que resplandecía por segundos, cargada de energía y de caos, amenazando con una tormenta que duraría un rato largo. Ella había trabajado todo el tiempo con desplazados y esa semana terminó uno de los proyectos. Su vida la utilizó para ayudar y se metió con pasión en asuntos que otros consideraban intocables. Él la escuchó cuando hablaba por teléfono en voz baja y, aunque quiso ocultarlo, se le

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notaba intranquila. Le insistió para que le contara lo que había hablado, pero ella no dijo nada. —Hija, ten cuidado con lo que haces. Ayudar a otros en este país puede ser muy peligroso. —Nada va a pasar. Puedes estar tranquilo. Hice un compromiso con esas personas, no las puedo dejar solas —le respondió ella. Después lo miró y trató de disimular organizando un montón de papeles. Él comprendió que no le iba a contar lo que pasaba. Por la tarde la vio lista para salir. Llevaba unos documentos dentro de una bolsa plástica y solo por verla reír le expresó: —Llevas puesta mi chaqueta. La chica se aproximó y le dio un beso. Con su respiración le hizo cosquillas en la cara y el cuello. Ella sabía que con eso, el padre se desvanecía. Luego, con una voz mimosa, le dijo: —¡Préstamela, papá! Tengo que sacar unas fotocopias y entregar este proyecto mañana. No me demoro. Metió los papeles cerca de su pecho y subió el cierre.

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— Te queda muy grande. —Sí, pero me gusta mucho. Es como si estuvieras cerca protegiéndome. —¡No te demores, te vas a mojar! Creo que ya están cayendo las primeras gotas. —Llegaré rápido, esto es urgente. Bajó las escalas y cerró la puerta. Él se sentó cerca de la ventana, que estaba abierta. Quería verla caminar por la calle. No sintió temor, iba a hacer algo muy cerca de la casa y siempre pensó que vivían en un lugar seguro. Un relámpago iluminó la calle y el viento le levantó el cabello; entonces se acomodó la capucha y metió todo el pelo dentro. Lo miró y movió su mano despidiéndose. Él, poniendo las dos manos a los lados de la boca para que la voz no se dispersara y lo pudiera escuchar, le gritó: —Te la regalo — Y agregó:— Regresa, te vas a empapar. Otra vez, ella levantó la mirada, sonrió y le envió un beso que sopló sobre su mano. Luego siguió caminando por la acera y se perdió en la esquina. Ahí sentado, pegado al vidrio que se empañó mucho con su vaho espeso, permaneció la noche |112


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y el día siguiente, para verla caminar de regreso a la casa y esperando noticias suyas, hilando toda clase de conjeturas, desconfiando de todos los que cruzaban la calle, casi perdiendo la cordura golpeaba con el puño la pared inerte. Cuando ella se fue a ese mundo ajeno, el padre le hizo un altar en el que por poco se consumen sus fuerzas. Los fantasmas que habitaban en la alcoba lo acorralaban, se burlaban de él, amilanándolo de tal forma que sin que opusiera resistencia lo estaban asfixiando. Fue en el hospital donde recibió ayuda para curar su mal físico y afianzar la decisión de buscarla sin descanso. No volvió a reír y en muchos momentos parecía ausente. Empezó a deambular por la ciudad poniendo carteles con su foto en diferentes sitios. La buscó en los lugares que ella frecuentaba, en los hospitales, en la morgue, en la policía. Asistió a todas las marchas contra la violencia y el secuestro. Anduvo por las oficinas de Derechos Humanos, en la Fiscalía y en la Personería. En todas las dependencias era reconocido por los funcionarios que seguían tomándole la misma declaración: —Se llama Patricia, es delgada, piel clara, cabello oscuro y largo, veinticinco años, jeans azul, tenis blancos, lleva puesta mi chaqueta color marrón y le queda grande. |113


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Las investigaciones policiales no daban resultado. Por eso, acompañado por los mismos desplazados que ella defendía y por otros hombres que carecían de buena reputación, e indagaron en todos los pueblos vecinos, utilizando métodos poco ortodoxos, acudió a buscarla. Muchas veces fue a lugares donde algún fulano la había visto y todo resultaba infructuoso. Hubo muchos rumores falsos, y, sin escuchar las opiniones contrarias, a todos les dio crédito. Siempre estuvo fatigado. En los días iba y venía en su búsqueda, en las noches las pesadillas le impedían descansar: en ellas oía su llamado, casi como un grito, y alcanzaba a ver su silueta oscura. Iba en su ayuda, corría y sus pasos pesados lo agobiaban, ambos extendían las manos y en el momento en el que casi se tocaban, ella caía al abismo. Entonces, se despertaba. El tiempo pasó. No se resignaba a dejarla desaparecida, y cinco años más tarde caminó con ellos hacia ese campo abierto, arriesgándolo todo; sin miedo a la muerte y a las minas que pudieran hacerlo pedazos. Algunas capas de neblina se aproximaron y cruzaron frente a ellos, tan cerca que pudieron sentir su hálito húmedo y siguieron deambulando por el lugar, tapando algunas personas y enredándose en las ramas |114


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de los árboles que había alrededor. Una colonia de hormigas arrieras que trabajaban diligentes, pretendían apoderarse del lugar dónde ella estaba. Más tarde, el sol hizo huir a la neblina y empezó a calentar la manga mojada. El vapor brotaba del suelo en hilos delgados de humo, como si un fuego incipiente quisiera salir de la tierra a destruirlo todo. El viento movía los cabellos de los hombres y se introducía en sus ropas hinchándolas, también arrastró las hojas caídas depositándolas en el sitio donde ella y sus compañeros estaban. Así compartirían con ellos su trasformación en humus. Una bandada de loros pasó volando sobre el espacio que los cubría, su parloteo agudo acalló los sollozos y lamentos que él no pudo contener. Estaba allí agachado, experimentando un sentimiento confuso, de dolor y alegría. Derrumbado, las piernas no le respondían y la debilidad lo mantenía casi inmóvil. Después de un rato, cuando por fin pudo incorporarse, se acercó al capitán que dirigía la comisión y con la voz temblorosa le dijo: —No sé quiénes son los demás. Ella sí, sáquenla de ahí con cuidado, no le quiten las prendas de vestir. Es mi hija, la reconocí completamente, no hacen falta pruebas de ADN. |115


/Obra Diversa / 3 Estela Higuita Urán: Caicedo (Antioquia). Maestra de la Normal Sagrada Familia, de Urrao (Antioquia). Socióloga de la Universidad San Buenaventura (Medellín). Magister en Orientación y Consejería de la Universidad de Antioquia. Ha publicado cuentos en Obra diversa 2 (selección de textos del Taller de Escritores de la Biblioteca Pública Piloto, 2010) y en el CD de Literatura antioqueña clásica y contemporánea del IDEA y la fundación Vistaz.

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El regalo Luz Helena Jaramillo Londoño Es de madrugada, y Nina, que ya se ha levantado, enciende la lámpara, abre la maleta y va poniendo la ropa sobre una silla. Luego, cuidadosamente, acomoda sobre la cama los regalos que ha traído para su familia y algunos de sus amigos. Deja espacio entre uno y otro, al tiempo que susurra un nombre para cada uno. Se sienta luego en el borde y su mirada se queda por unos instantes sumergida en ellos, hasta que lentamente una imagen comienza a dibujarse: su madre, empacando regalos. Nadie la igualaba, ponía todo su empeño para que cada regalo quedara bellamente envuelto; era algo que ella disfrutaba y hacía con tanta destreza… sabía elegir el papel adecuado, que en todo caso fuese diferente el de los niños al de los adultos; sabía esconder de tal forma la cinta pegante para que no se viera por ningún |117


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lado… y el moño ¡cómo enredaban sus manos esas cintas multicolores para dar ese toque final a cada regalo! Y cómo olvidar ese curso de “empaques y moños” que recibió y la llevó a perfeccionar de tal forma su talento, que no solo las mujeres de la familia, sino hasta las señoras vecinas, acudieron más de una vez en su ayuda cuando querían sentirse distinguidas por el empaque de sus regalos. Y va llegando a Nina el recuerdo de aquél regalo de infancia…

Un día, su madre le dijo que había sido invitada junto con sus dos hermanas menores a la primera comunión de la niña vecina: Berta. —¿Y qué regalo le vamos a dar a Berta? —preguntó entonces Nina a su madre.

—Vamos a ver —había respondido ella, con el tono especial que solía poner a sus palabras cuando de regalos se trataba—. Ya compraré algo esta semana.

Recuerda Nina que con sus hermanas y con Berta jugaban en las escaleras de su casa, las cuales daban a la calle. Allí llevaban muñecas, vajillitas, maleticas de médico con todos sus implementos, cuadernos, colores, y cuanto |118


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juguete tuvieran, para inventar en cada grada: el colegio, la casa, el hospital, la cocina… el mundo. “Que yo era la mamá”, gritaba la una; “Que yo era la profesora”, decía la otra; “Que yo era la dotora”, decía casi siempre Berta mientras se colgaba al pecho un estetoscopio de plástico con el cual revisaba a las muñecas, a Nina y a sus hermanas; y el juego transcurría sin reglas, sin prisa, sin tiempo. A veces, les tocaba soportar el paso de los mayores, hermanos y familiares de Berta, unos indiferentes y otros afectuosos, que permitían que se entretuviera con sus amigas, pues era la única niña en una familia de la cual Nina sólo recuerda que eran muchos, pero muchos, los hermanos mayores por los cuales su madre sentía alguna antipatía que Nina había captado fácilmente por su insistente advertencia: —Juegan… ¡pero donde yo las esté viendo!

Tal y como lo había prometido su madre, llegó uno de esos días con un gran paquete, y las tres niñas supieron de inmediato que ése era el regalo. Traía también el papel, el moño y la tarjeta, y les prometió esperarlas a que regresaran del colegio para empacarlo. Llegada la fecha de la primera comunión, su madre se afanó para ayudarlas a vestir y a peinar.

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Ya listas para salir, entregó el regalo a Nina y le dio instrucciones, para que estuviera siempre junto a sus hermanas y no las perdiera de vista. Las acompañó hasta las escalas de la casa de Berta y desde allí observó que ingresaran. La puerta estaba abierta y se escuchaba la algarabía. Al verlas subir el último escalón, les dijo adiós con la mano.

Muchos adultos estaban parados a la entrada de la casa y también en la sala; con copas de vino en la mano, hablaban y se reían. A Nina le pareció que estaba entrando en un bosque de pantalones de dril por el que tendría que abrirse paso y abrírselo además al regalo y a sus hermanas. Las voces de los niños la orientaron a seguir por el corredor hasta llegar al patio, donde todo estaba preparado para la fiesta infantil.

Uno de los niños, que las alcanzó a ver, anunció a Berta la llegada de “las jaramillos”, como les decían, por estar las tres hermanas siempre juntas. Berta hizo su salida de una de las piezas y las esperó en el corredor. Se veía hermosa, con su vestido blanco tan esponjado que hacía difícil acercársele, sus guantes con encajes en las muñecas y una diadema de pequeñas florecitas sobre su peinado de salón |120


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de belleza. Era una Berta transformada, y Nina y sus hermanas tardaron un tiempo en admirar a ese ángel que tenían enfrente. Casi en el mismo instante en que le entregaban el regalo, apareció su hermano, vestido con pantalón gris y con corbata blanca, lo cual produjo inexplicablemente en Nina cierta confusión. Era un par de años mayor que Berta, pero por su contextura gruesa se veía mucho mayor. Cuando bajaba por las escaleras y las veía jugando, simulaba que se caía precisamente en el sitio donde ellas ponían sus juguetes, y Berta siempre gritaba a su mamá quejándose por la brusquedad de su hermano, pero cuando su mamá asomaba para regañarlo, él ya estaba lejos. Siempre ocurría lo mismo. Nina había tenido todo el cuidado de no dejar desprender la tarjeta de hostia y palomitas en la cual su mamá había dejado muy claramente consignado: Para: Berta, De: Las Jaramillos. Cuando Berta recibió el regalo de manos de Nina, se dirigió con todo el afán nuevamente a la pieza de donde había salido y donde al parecer tenía los demás regalos. Las dos hermanas, como atraídas por un imán habían seguido tras ella y cuando Nina intentó hacer lo mismo, el hermano de Berta que había aparecido de pronto, se lo impidió y empujándola contra la pared la increpó: |121


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— ¿Y mi regalo?

Nina lo miró con asombro y enmudeció. Casi sentía la corbata en su nariz. Lo veía tan cerca, tan grande y amenazador... — ¡Pero si yo no sabía que usté también hacía la primera comunión! —respondió Nina con un miedo desconocido hasta entonces.

Sus hermanas no alcanzaron a escuchar nada de lo que ocurría contra aquella pared, y mucho menos Berta, que enloquecida, le arrancaba el moño al regalo y rasgaba sin piedad el hermoso papel que su madre había escogido tan cuidadosamente. El payaso que apareció cantando atrajo la atención de todos los niños, incluido el hermano de Berta, quien corrió hacia él, mientras Nina seguía inmóvil, confundida y sintiendo que no merecía estar en la fiesta. —Y mi mamá, sí… ¿mi mamá si lo sabía? — pensaba Nina, casi a punto de llorar.

Pero… no, su mamá era tan cuidadosa con esto de los regalos. Como tratando de sacudirse de esa pregunta que no cuadraba en su argumento salió en busca de sus hermanas, a las que pudo ver acomodándose alegremente, en primera fila frente al payaso. |122


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Un sentimiento nuevo, indefinible, que años más tarde Nina interpretó como de hermana mayor, había comenzado a surgir en ella. Su mirada se tornó vigilante, y mientras el payaso cantaba e iba invitando a los niños a seguirle con las manos, Nina, desde su posición, había decidido no permitir que el hermano de Berta volviera a acercársele, y que por ningún motivo llegara hasta sus hermanas. Lo alcanzó a ver fácilmente en el otro extremo, su estatura y ademanes lo resaltaban, estaba bastante entretenido y como si nada hubiera pasado, mientras ella sentía que no podía vivir la fiesta. Alcanzó a ver a la madre de Berta poniendo el helado con galletas de vainilla en la gran mesa con mantel blanco que estaba en uno de los extremos del patio; ella las había recibido muy afectuosamente porque tenía mucho aprecio por la madre de Nina, lo cual quedó demostrado al ser las únicas niñas, que sin ser de la familia, habían sido invitadas a la fiesta; y en el otro extremo, a lado y lado de un bizcocho de cubierta blanca con una gran hostia en la mitad, las inmensas sorpresas para cada uno de los niños invitados, que sólo serían entregadas al finalizar la fiesta: Paquetes con inmensos moños rosados para las niñas y azules para los niños. Paquetes grandes que prometían también regalos grandes. |123


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¡Cómo brillaban esas sorpresas en aquella tarde de domingo! recuerda Nina.

Uno de los tíos de Berta trajo “la piñata” y la colgó de una de las vigas del patio, para que con un palo los niños la rompieran y se abalanzaran a coger lo que de allí caería.Todos la miraban con emoción y calculaban el punto preciso donde darían en el blanco. Varios niños y niñas, incluido el hermano de Berta, con los ojos vendados, intentaron romperla, sin lograrlo. Cuando finalmente una lluvia de dulces, pitos, carritos, bombas y todo tipo de chucherías inundó el patio y todos los niños se tiraron al piso a recoger lo que pudieron, Nina quedó envuelta en ese tropel y, sin poderlo evitar, sintió un fuerte empujón que la tiró al piso, y a alguien que le caía encima. De inmediato supo que era el hermano de Berta. Una sensación de ahogo la invadió, sintió su boca rozar el piso, y a él que le descargaba más y más todo su peso. —¡Descarao, quítese de encima! —logró gritar Nina, desesperada, con una fuerza que brotaba desde muy adentro.

La mano del payaso llegó enérgica y levantó de un tirón al hermano de Berta, pero fue |124


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considerada con Nina, le ayudó a calmar su llanto y su gran tristeza que se marcaba al ver su vestido totalmente pisoteado y sucio.

Sus hermanas alcanzaron a verla triste y corrieron hacia ella confundidas, pero el payaso las calmó rápidamente, les dijo que los niños bruscos la habían empujado y que ella se había asustado.

Nina se tranquilizó y hasta sonrió cuando sus dos hermanas hablando al mismo tiempo, le mostraban todo lo que habían podido recoger del piso. Luego vio que los adultos bailaban en la sala y estaban totalmente desentendidos de los niños, entonces calculó el camino de salida. Tomaría a sus hermanas de la mano y sin despedirse se marcharían rápidamente de allí. Pero… faltaban los hermosos paquetes de las sorpresas.

Tomó entonces una decisión. No esperó a que la mamá de Berta anunciara que iban a repartirlas. Fue a buscarla y a decirle que ellas se marcharían ya. Sus hermanas, con sus caras y sus vestidos también sucios iban tras ella suplicándole que se quedaran más tiempo, que faltaba partir el bizcocho, que aún no era de noche, que no habían repartido las sorpresas, |125


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que por favor… pero Nina, sí, Nina la hermana mayor, ya lo había decidido. La mamá de Berta llegó con las tres sorpresas y ella misma las acompañó hasta la salida.

Con solo cruzar la puerta y estar de regreso a casa, Nina sintió liberar su corazón. El rostro de su madre, que las esperaba, la devolvió otra vez a la infancia que durante toda esa tarde la había abandonado. Calló todo lo ocurrido y se sentó junto a sus dos hermanas que comenzaban a desempacar las sorpresas. Su madre, que las observaba con atención, después de unos instantes les dijo: —¡A que no adivinan quién empacó las sorpresas!

Sólo Nina la miró con asombro y como una ráfaga por su mente desfilaron el payaso, el helado, el bizcocho, las sorpresas, el miedo, el abuso… la hermana mayor. Con el amanecer, que ya se posa en la ventana, ese recuerdo de infancia parece devolverse en paz. Nina apaga la lámpara y vuelve a señalar, a darle un nombre, y en todo caso a asegurarse de que nadie va a quedar sin el regalo. |126


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Luz Helena Jaramillo Londoño: Medellín, 1952. Ingeniera civil de la Universidad Nacional de Colombia, seccional Medellín.

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Agonía Blanca Inés Jiménez Zuluaga Su cuerpo aún está tibio. Con dificultad tomo de su dedo la argolla de oro y me la pongo. Lloro en silencio para no alertar a mis padres que duermen fatigados en la habitación contigua. Solo saldré de aquí cuando tú te cases y mi mamá se muera, me aseguró varios años atrás. Él no podía imaginar cuán cerca estaba su final. Después de que mi hermana Rebeca huyó de la casa a raíz de un fuerte altercado con mamá, quedé expuesta a las malevolencias y caprichos de mis hermanos. Con los años pasamos de las brusquedades y lloriqueos, a una convivencia más cercana y hasta cómplice. Pero quedaron como un juego las palmadas. Me llegaba el manotazo y yo gritaba: ¡Mamáaa! ¡Mamáaa! Ella gruñía desde el corredor donde se pasaba los días frente a su máquina de coser: ¡Ya les dije que la dejen en paz…! Mis hermanos, advertidos, |128


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me lanzaban risitas provocadoras cuando yo, satisfecha y con un leve ardor en mis nalgas, reanudaba los deberes. En otro momento y ante cualquier distracción, hundía mis dientes en la palma de la mano o en los dedos del culpable. Te gané otra vez, alardeaba. No pretendía hacerle daño. Sentir la piel con mi boca y ver la cara de sorpresa de Martín o de Pedro, seguida de un lamento o una amenaza, me generaba un cosquilleo agradable que no lograba localizar en mi cuerpo.

Cuando mi niñez se quedó encerrada para siempre en el cajón de las muñecas, pude darme cuenta de que Pedro ya era un hombre. Usaba camisas remangadas sobre su amplia musculatura y bluyines desteñidos; el copete a lo Elvis Presley le caía sobre la frente, y la barba siempre rasurada, por tupida, insinuaba rastros oscuros en sus mejillas. Mis amigas y yo lo llamábamos Barba Azul. Creo que estábamos estrenando emociones secretas.

En las tardes, mis horas trascurrían mientras miraba alelada las fotografías de actores famosos coleccionadas por Rebeca y pegadas con cinta en la pared del cuarto. El mentón partido de este actor… los ojos de aquel, y ese peinado… ¡Ah! Me encantaba descubrir tantas |129


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semejanzas entre esos seres inalcanzables y mi hermano Pedro. Para presumir con mis amigas guardaba en mi billetera nueva, regalo de papá cuando cumplí los trece años, la foto que le robé de su escritorio.

Pedro, atraído por la aventura, los socavones, el hurgar y penetrar la tierra, estudió geología. Su anhelo era adquirir una mina de oro. Para ser minero y para conquistar chicas, es necesario ser fuerte, decía, mientras con la mano arreglaba su cabello humedecido, ensanchando la frente con orgullo. Tenía la costumbre de levantarse muy temprano para entrenar en el solar de la casa. Empezó con unas pesas construidas por él y casi imposibles de cargar; dos tarros de galletas repletos de una mezcla de cemento y piedras, atravesados por una varilla de hierro en la mitad de sus vientres de latón. Luego, con sus ahorros, las reemplazó por una barra de acero y discos de diferentes dimensiones. En el corredor contiguo al solar, frente a una mesa desvencijada, yo simulaba estudiar la lección para la tarde; un buen pretexto para contemplar sus músculos tensos. ¡Es tan fornido, tan diferente a los muchachos enclenques que yo veo en las calles! Pensaba emocionada. |130


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─Pedro, ¿por qué yo no sudo cuando hago deporte en el colegio? ─le pregunté un día, al ver que suspendió el ejercicio por un momento.

─No sé, Nena…─me dijo agitado ─. Como eres tan mimada, tal vez te esfuerzas poco. Pequeñas gotas, como el rocío en el pasto, cubrían su cuerpo. Al juntarse rodaban indecisas, enredadas en sus vellos. ─¿Te puedo secar el sudor?─ le insistí con timidez.

─Claro, me haces un favor. Mira mis manos, sudo tanto que la barra se desliza. ─Su sonrisa contenida revolvió mi sangre; la misma de papá, pensé. En esos días empecé a padecer por mi apariencia. Mis pezones empezaron a brotar y para ocultar el sostén, vestía blusas o sacos holgados. Me encorvé. Enderézate, Adelita. ¿No ves que se te va a deformar el cuerpo? ¿Así, cómo te van a querer?, reiteraba Pedro. Yo razonaba con angustia: si permanezco derecha él lo va a notar… y si no lo hago, no me notará. Cuando observé a mi amiga Margarita con camisetas ceñidas para atraer las miradas de Pedro, resolví usarlas. Una tarde de domingo me percaté de |131


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su sorpresa clavada en mi pecho. Oculté mi bochorno detrás del libro que estaba leyendo.

Una noche de fin de semana imaginé que Pedro, al llegar de una fiesta, entraba en mi cuarto. ¿Qué hacer? ¿Debía quedarme quieta o abrazarlo como si fuera un peluche? Daba vueltas en la cama, siguiendo las campanadas del reloj. No lograba dormir, temerosa de que en el sueño mi mano llegara hasta ese lugar prohibido que se estremecía. Entonces, en un gesto aprendido, acaricié mis pies y mis brazos frotándolos en la tibieza de la sábana. De repente, al escuchar el sonido de la llave en la cerradura y al ver la luz asomándose por la rendija de la puerta, la emoción acumulada se apretujó en mi garganta. Le seguí los pasos: abrió la nevera, está en la cocina terminando lo que quedó de la cena, se lavó los dientes, hizo una pausa al otro lado de mi puerta… Cuando la oscuridad me anunció que dormiría en su cama, sentí un desencanto similar al de años atrás al percatarme, en una celebración infantil, de las manos detrás de unas sombras chinas. Por fin caí rendida, embriagada con su olor apresado en mi pañuelo de florecitas azules.

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Si Adelita me deja por otro… canturreaba Pedro con voz desafinada. ¿Tendrá novia? ¿Cómo será? Después de registrar en su cuarto los cajones del escritorio, la mesa de noche, el armario, encontré escondida debajo del colchón, una revista con mujeres desnudas. Me asusté: ¿Si se muere se irá para el infierno? Hablé con mi mamá. Los hombres son muy materialistas y no piensan sino en mujeres, me dijo. No comprendí. Los hombres piensan en las mujeres y las mujeres en los hombres. Pero, ¿por qué le gustará mirar esos cuerpos tan…tan… extravagantes y sin ropa?

¿Será pecado querer tanto a un hermano? Angustiada leí manuales religiosos que hablaban del amor por los hermanos, la comprensión, la solidaridad, el apoyo. Practicaba todos los preceptos, pero había algo raro en mí. Algo que yo no entendía. De las lecturas que hacíamos en el colegio, me impactó mucho Antígona, una joven que asumió el castigo de morir, con tal de darle sepultura a su hermano. Me confesé con el párroco del barrio. ¿Cómo se le ocurre? Usted está cometiendo un pecado mortal. ¿Una niña como usted en esas cosas? Para no caer, me apoyé en el espaldar de una banca. Mi cuerpo pasó del hielo a la escarcha. ¿Qué te pasa? Estás |133


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pálida como la Virgen de los Dolores, me dijo mi amiga Margarita.

─¿Te enojaste conmigo, Adelita? ¿Por qué no volviste al solar en las mañanas? ─Puso en mis manos un pastel con olor a guayaba, traído de la universidad. ─No… No pasa nada. Solo que… no quiero madrugar. Tengo que estudiar mucho y me rinde más por la noche. ─Oye, si te enojas conmigo, me muero ─acarició mi cabeza como de costumbre y salió del comedor─. Cuando tenga la mina, te voy a regalar una argolla de oro ─alcanzó a gritar mientras subía al segundo piso donde queda la biblioteca de papá.

En ese momento yo estaba frente a la nevera buscando leche para Balín. Disfrutaba mojando mis dedos en ese caldo blanco y frío, y que él los lamiera; a veces por la emoción, el perrito rozaba con su lengua mis manos, mis brazos, mi cara y yo, riéndome, me revolcaba gozosa en el suelo. Usted está muy grande para jugar así con ese perro. ¡Párese! Tronaba mi mamá. Cuando Pedro subió las escaleras, dejé la leche servida en |134


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el plato de Balín y me fui hacia el cuarto. Como un loto flotando en un lago, me quedé dormida abrazada al osito que él me había regalado.

No sé cómo logré embolatar ese extraño ensueño. No era capaz de comulgar y menos de confesarme. No soportaría otro regaño sacerdotal. Ya no reaccionaba con aspavientos cuando mis hermanos me daban palmadas. Estoy muy grande para eso, les decía. Me retraje. Esquivé su contacto y él, no sé si comprensivo o resentido, también se aisló. Dediqué parte de mi tiempo a leer novelas de amor. Tal vez buscando otros príncipes… Mi vida empezó a transcurrir entre novios, amigos, encuentros fortuitos y salidas a escondidas. Después de los consabidos regaños y castigos de mamá, llegaban los perdones y las nuevas salidas. Me sentía bella y lo disfrutaba. Descubrí que el estudio y el baile me daban un poco de sosiego. Al terminar su carrera Pedro se dedicó a la explotación de las minas y permanecía fuera de casa. Poco nos veíamos. En ocasiones, su mirada inquisidora parecía reclamarme ese amor que se ahogaba en nuestros temores.

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Una mañana antes de salir para la universidad (yo cursaba el segundo semestre de psicología), escuché su llamado: Adela, Adela. ─¿Qué te pasa? ─le pregunté asombrada. Él había dicho a papá que en esos días empezaría a trabajar en una nueva mina; pensaba explotarla con el tío Francisco, un minero serio y experimentado. ─Tuve un accidente anoche. Me caí de la moto. No sé cómo. Creo que me quebré la pierna. ─¿Por qué no nos llamaste? ¿Cómo pudiste aguantar tanto dolor? ─le pregunté. ─No quería preocuparlos… ni dañarles el sueño.

Con el pie enyesado, Pedro entretenía los días removiendo papeles y haciendo trámites telefónicos. Luego asumió con entusiasmo las terapias. Pero, cuando pudo caminar, empezó a quejarse de dolores de cabeza. Lo vimos padecer lo que en ese tiempo parecía imposible de aceptar: pérdida de visión, mareos, pesadillas, convulsiones. No pudo volver a la mina. Vinie|136


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ron entonces los exámenes: glicemia, tiroides, radiografías, ecografías… Todo para que finalmente nos diéramos cuenta de que la caída de la moto se produjo por una pérdida momentánea de conocimiento. Fue la primera manifestación del tumor que crecía en su cerebro. Cuando le diagnosticaron el cáncer no aceptó cirugía, ni terapias. No quiero ser conejillo de indias, repetía para justificar su decisión. Entonces, cancelé el semestre en la universidad y rompí con Jaime. Llevábamos un año de relación y no comprendió mi angustia ni las decisiones que tomé. ¿Acaso él está solo? Tiene a su mamá y a su novia, me decía. Fue difícil enfrentar la ruptura, pero Pedro aunque no me lo dijera, me requería, y yo era la única persona que podía adivinar sus necesidades. Percibía la intensidad de su dolor en un gesto, en una arruga que se profundizaba en el borde de sus labios, en la densidad de la niebla en sus ojos. Ese sentimiento nadie era capaz de comprenderlo. Con los días presentó dificultad para tragar. Bajó de peso. Los músculos se convirtieron en hilos exiguos enredados en sus huesos. Sus ojos, grandes y oscuros, me recordaban a los círculos negros de los cangrejos jóvenes, soportados en |137


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cuerpos casi etéreos. En las mañanas, para calentarse, caminaba por el solar de la casa apoyado en mi brazo; luego, cuando perdió el equilibrio, alquilamos una silla de ruedas, la misma que devolvimos a las pocas semanas, cuando Pedro ya no se sentía capaz de levantarse de la cama.

A cualquier hora del día o de la noche, despertaba aterrorizado por las pesadillas o afectado por el dolor en la cabeza o en sus huesos. Cada vez la droga formulada era más fuerte. La que necesite, nos dijo un amigo médico. ─¿Quieres más gotas de morfina?

─¡Claro! ¿No ves que esta traba me la formuló el médico? ─Entre una barba marchita, aún podía entrever su sonrisa contenida. No te vayas hasta que me duerma, me decía.

Después de las crisis, trataba de hacer bromas con voz débil y entrecortada. ─¿Adelita, dónde están las revistas con las reinas de belleza? Esos churros me alivian; aunque pasé de tronco a bejuco, nadie me rompe… Su fortaleza contrastaba con mi tristeza. Durante esos seis meses no le escuché una maldi|138


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ción o una queja. Sabía que estaba en la orilla que separa la vida y la muerte y sin embargo, me parecía vislumbrar una satisfacción difícil de entender en ese estado, como si al fin pudiéramos eliminar ese malestar interior que nos abrumaba…

Tiemblo. No sé si es el frío del amanecer que entra por la puerta de la habitación, o el saber que estoy irremediablemente sola. Acaricio su rostro pálido y demacrado. Al ponerme la argolla de oro, de repente, me llega su voz: Si te enojas conmigo, me muero. Las pocas lágrimas que me quedan se confunden con el sudor de su agonía. Beso sus ojos cerrados y experimento una intensa sensación de desamparo. Aplico un poco de rubor en sus mejillas y en sus labios, en un intento de espantar la muerte. Me parece que sobrevivo en el cementerio del mundo, para darle sepultura.

Blanca Inés Jiménez Zuluaga: Medellín. Trabajadora social de la Universidad de Antioquia y maestra en Ciencias sociales de la misma universidad. En esa institución se jubiló como docente. En calidad de autora y coautora ha publicado varios libros con investigaciones sobre la familia y el conflicto armado en Colombia, entre otros temas. En 2012 obtuvo el primer lugar en el concurso de cuento Historias en Yo Mayor, organizado por la Fundación Saldarriaga Concha y la Fundación Fahrenheit 451. Su primer libro de cuentos se encuentra en proceso de edición en la Editorial Universidad de Antioquia.

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Paradoja Gerardo Jiménez Londoño De un momento a otro la calma en los pasillos del servicio de urgencias se rompió con el tropel que formaron enfermeras, médicos, camilleros, policías y curiosos. Todos corrían como si fuera el día predestinado al caos, el fin del mundo. Una de las enfermeras gritó: ─¡Es un camillazo! ─y al instante, como en coro, algunos de los que corrían contestaron:

─Un camillazo. Un camillazo. Un camillaaazooooooo. Pronto, los médicos recién llegados al servicio de urgencias, con timidez disimulada, se familiarizaban con las conductas médicas y paramédicas, establecidas por la administración o por la costumbre y el sentido común de los más viejos y con más experiencia. Unos pocos |140


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faroleaban o mostraban ínfulas de poseer los últimos datos del saber hipocrático, y, pronto, quedaban en ridículo ante la experiencia práctica de una enfermera.

Aquel día gris y frío de septiembre, Simón empezaba su labor, sin el pie de amigo del profesor, como cirujano general en un hospital prestigioso, después de horas, días, meses y años de privaciones, estudios y sacrificios; después de un año de internado, de prácticas de medicina, de cuatro años de especialización. Sobresaltado y sin entender todavía lo que pasaba, se unió a los que corrían. Pronto llegaron a un cuarto donde los camilleros ya atendían a un joven flacuchento, vestido con camisa negra desabotonada, pantaloneta estampada con flores de colores encendidos y tenis Nike con los cordones sueltos, sin medias, desmadejado y pálido, que respiraba con dificultad a punto de exhalar el último aliento, como fuelle viejo y roto, náufrago en su propia sangre. Como sus ímpetus de joven situaron a Simón al lado del herido, tuvo entonces que tomar el comando de las acciones en favor del moribundo. Su palidez de cielo que espera ansioso la salida del sol, tenía el mismo tono de la sábana con la que pronto cubrieron al joven herido. A pesar de la baja temperatu|141


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ra, su cara semejaba una hoja cubierta por el rocío. Las piernas le flaqueaban y de pronto temblaron, pero entendió, en medio de su confusión mental y de la indecisión del primíparo, que tenía que hacer algo y rápido, que esta era una oportunidad de empezar su actividad con éxito, salvando una vida que ahora dependía de su destreza novel. Tendría que mantener los signos vitales del joven mientras recibía la atención definitiva.

Una de las enfermeras introdujo, con destreza, un catéter en una vena del antebrazo, en cuya piel estaba grabado un tatuaje de la virgen del Carmen y las letras VDCF, y empezó a pasar suero a chorro. Las venas del cuello estaban llenas, turgentes. Cerca a la tetilla izquierda se descubrió una raya sangrante, no tan llamativa como la del costado de Cristo; una herida como la que produce la punta de una navaja, que poco revelaba de su gravedad, insignificante tal vez. Simón, aplicando sus recientes aprendizajes, trató de indagar la trayectoria y el alcance vital de aquella, explorando con su meñique metido en un guante de látex y, para su asombro, este se hundió en un espacio estrecho y viscoso, sin fondo que lo detuviera.

─Es una herida de corazón ─expresó con estupor el pichón de cirujano. |142


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─¿Será que me muero, parce? ─su mirada era fría y perversa y su voz se apagaba.

─Tranquilo ─alcanzó a decir Simón, fijando su mirada en un rostro flaco y transparente con fondo moreno, cubierto en parte por un mechón de pelo grasoso y con un arete en la oreja descubierta. ─No se ponga tan nervioso. Haga lo que tenga que hacer, pero hágalo bien. Usted sabe que yo tengo mis «parceros» que no quieren verme muerto ─y era cierto que los socios llegaban hasta los hospitales y agredían o causaban la muerte a personas encargadas de la atención, si el amigo herido abandonaba este mundo. ─Cuidado. No me toqués ese escapulario ─le gritó jadeante al camillero, que intentaba retirarlo del talón ─ya tiene dueño; será para mi «cucha» si a mí me pasa algo ─lo dijo con pausa y aliento desfalleciente.

─Está haciendo un taponamiento cardíaco, le traigo en seguida una jeringa con aguja larga para destaponarlo ─exclamó la enfermera, veterana en estos eventos. |143


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─Sí, sí… por favor. Rápido ─dijo el profesional con voz apremiante, como agradecido por la insinuación.

Simón, con mano trémula, logró llegar con la aguja hasta la cavidad pericárdica y extraer cerca de veinte centímetros de sangre, lo que mejoró los latidos, el pulso y la presión del paciente, y el semblante del médico, que ahora se encendía. Mientras tanto, el quirófano y el equipo quirúrgico se habían alistado y en menos de una hora el corazón, que estuvo a punto de flaquear, estaba suturado y funcionando de nuevo con ritmo y fortaleza juvenil, y el del cirujano se ensanchaba de satisfacción al arrebatarle a la muerte un habitante de la vida.

Para Simón fue la primera de muchas experiencias complicadas que tendría que resolver sin la ayuda del profesor, y una de tantas vidas que contribuyó a salvar.

El joven, ya recuperado, presentaba varias cicatrices de lesiones anteriores en su cuerpo; tenía, además, varias entradas a la cárcel, lo que hablaba de su peligrosidad, de su vida pasada, que poco importó en el momento de atenderlo. A pesar de todas las vueltas por las |144


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calles de la ciudad en un carro de la policía, había sobrevivido a la gravedad de su última herida.

Durante ocho días de recuperación del herido, Simón se sentía satisfecho, y su paciente agradecido. Intercambiaron saludos, algunas conversaciones y sonrisas, todo relacionado con la salud del convaleciente. ─Mi «cucha», mis «parceros» y yo estamos muy agradecidos con vos. Algún día te pagaremos ─lo dijo con la cadencia de las comunas violentas.

Simón escribió las notas médicas en las historias de sus pacientes. Había ruido de carros de curaciones, ayes repetidos, circulación de enfermeras, médicos y estudiantes, y un ambiente de olores mezclados. ─Tenga cuidado doctor. Ese pelado es peligroso. Dicen que es uno de los «pistolocos duros» ─le aseguró con sigilo un vigilante. ─¿Y yo qué le he hecho? Solo le he salvado la vida. ─No se confíe, doctor.

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El joven arrebatado a la muerte por Simón era el sexto hijo de un matrimonio campesino. Su padre fue asesinado en la parcela. Su madre con los niños y niñas fue obligada a emigrar a la ciudad, a una comuna, a vivir en un cajón de madera con tapa de zinc, pendiente de una colina escarpada. Debido a la pobreza se unió a otro desplazado, borrachín y torturador de sus hijastros. Desde muy jóvenes, éstos se dispersaron y cayeron en manos de viciosos y pistoleros. Pronto nuestro protagonista conoció el funcionamiento de las armas, los réditos por persona asesinada y, para eliminarle el temor que produce el quitar la vida a un semejante, le sugirieron dispararle a una mascota callejera a la que estimaba. Superada esta etapa y para graduarlo y darle trabajo, lo llevaron al centro de la ciudad para que demostrara su puntería, sangre fría y desapego por el prójimo. En las noticias hablaron de un gerente de banco asesinado cuando salía de su oficina. Sus compañeros y familiares no conocieron de amenazas. La policía no tenía pistas, pero prometía una «exhaustiva investigación». ¿Sería por robarle el carro o un atraco? ─¿Qué hubo, parce? ¿Cómo la vio?

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─Todo bien. Me dolió más mi perro.

─Buena esa, bacán. Bienvenido al combo.

En una de tantas reparticiones de lo robado, bajo los efectos de alucinógenos, no se puso de acuerdo con otro joven desgarbado que, sin aviso, le hundió su puñal en el pecho. Una vendedora de frutas, asustada y sin poder auxiliar al herido, llamó a una patrulla de la policía. Meses más tarde, Simón laboraba como médico cirujano en una institución de salud que brindaba atención a gente de estrato bajo, donde lo apreciaban y le daban confianza. Una noche, cuando salía fatigado de su trabajo en un automóvil de modelo nuevo, producto de muchas horas de turnos, pero con la ilusión de llegar pronto a su casa y entregarle la muñeca a su hija, con la que le celebrarían el cumpleaños, alguien que viajaba como parrillero en una motocicleta, tocó su ventanilla y le sonrió. Al instante se le hizo conocida esa cara, pero no logró precisarla. Él respondió a lo que creyó era un saludo, mientras indagaba en su cerebro su identidad.

De repente recordó una de tantas frases cruzadas con el joven al que había salvado la vida: |147


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─Yo por usted doy hasta la vida. Usted me salvó la vida y yo nunca lo olvidaré.

─Cuando necesite un trabajito me dice; yo se lo hago con gusto.

El médico reflexionó con convicción: «no necesito explicaciones y menos aceptaré el ofrecimiento para arreglar problemas o cobrar deudas a mis vecinos. ¡Qué tal que así lo hiciese! Un buen candidato hubiera sido el colega al que le serví de fiador en un préstamo para comprar una casa y nunca pagó. El “chepito” tendría trabajo. Pero ni pensarlo, no es mi manera de cobrar, ni estaría acorde con mi moral».

Simón sonrió y trató de entrar en conversación con el joven, seguro de que este lo había reconocido.

La cara siguió mostrando sus dientes pero de hiena, hambrienta y amenazante, y apareció un arma en la mano diestra que le hacía señas para que entregara el carro. Simón, poseído por el pánico al ver la pistola con la que lo amenazaban, intentó alcanzar… su maletín de médico para conservarlo, antes de entregar las llaves del vehículo; en su mente pasaban escenas de su vida confundidas con los recuerdos del joven. Cuando trató de salir, no tuvo dudas del rostro |148


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que lo amenazaba, el mechón de pelo, el arete, y esbozó una sonrisa, creyendo todavía que su paciente le jugaba una broma, pero una bala en su cráneo frenó de súbito su imaginación. El agresor tiró el cuerpo al pavimento para apoderarse del automóvil. Al mirar de frente el rostro moribundo de su víctima, reconoció a su salvador con la palidez del día en que lo atendió en urgencias. Su corazón tuvo latidos de vergüenza y golpeó con fuerza sus costillas. Al instante, con sus ojos inundados y mejillas húmedas (¡los asesinos también lloran!), corrió desesperado, con dolor, por el remordimiento que sentía por primera vez en su vida de maleante, y recitando una jaculatoria impía: ¡Hijuepuuuta…cómo es que lo maté!

Gerardo Jiménez Londoño: Santa Fe de Antioquia, 1943. Cirujano plástico de la Universidad de Antioquia. Ha publicado cuentos en: Obra diversa 1 y 2 (2007, 2010), selección de textos del Taller de Escritores de la Biblioteca Pública Piloto; Antología comentada del cuento antioqueño, de Mario Escobar Velásquez (edición 2007, Editorial Universidad de Antioquia), y en el CD de Literatura antioqueña clásica y contemporánea del IDEA y la fundación Vistaz. Editor del boletín mensual La vela: luz y rumbo, con temas literarios y bibliográficos.

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Camino a Ostia Ányelo E. López Bedoya —¡Pan…! —El que ella señaló con un mohín de los labios. Mientras hablaba, dejó que el ruido del ambiente apagara el palpitar de sus pensamientos. El panadero ofreció con un gesto viejo la pila de hogazas del día anterior. Él siempre hacía eso aunque pocas veces le diera resultado, las más frescas y olorosas las ponía detrás. —¡No!, esas no, las otras —dijo ella.

Con la insinuación de una sonrisa que no era suya, sino producto de las festividades, el de la tahona tomó las que ella le mostró. —¿Cuántas? —Tres. |150


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Mulca pagó, recibió el paquete y rápidamente ocultó sus manos. Caminó entre los quioscos sintiendo bailotear los olores en su nariz y el bullicio ondulando en el aire. Eran las Saturnales. La ciudad palpitaba atestada por los visitantes de otros pueblos: tracios, celtíberos, ligures, númidas, baleáricos, todos dispuestos a participar en las celebraciones. Alrededor de las ventanas y las puertas, los edificios lucían guirnaldas entrelazadas con ramas de pino, siemprevivas, lilas y prímulas brillantes.

Caminó por el Macellum haciéndose espacio entre la gente que llenaba el mercado. Luego bajó por la calle del Argiletum entremezclada con el barullo humano que se deslizaba como una multitud de peces coloridos, flotando en una luz tierna y dorada. La embelesaba esa variedad que no conocía. A donde miraba encontraba mujeres y hombres altos y redondos, negros, chaparros, aceitunados y delgados que parloteaban como urracas o loros alborozados. Al llegar a los Rostra, esa espléndida tribuna con dos columnas que sostenían los arietes de proa de los barcos capturados en la guerra contra Cartago, Mulca cruzó la Via Sacra y entró al Foro fascinada por los cantos y los aromas, las risas y el griterío que anunciaba licores acres o dulces; castañas, higos de cáscara lustrosa o granulada, |151


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vinos y pasteles calientes y olorosos. Risueña, veía pasar a los comerciantes acaudalados exhibiéndose con túnicas rojas, anillos y collares de oro, precedidos de matones y acompañados de mujeres hermosas con bistre en los ojos, los pezones desnudos y erectos, perfumados con fragancias fuertes, soñándolas suyas sin imposición, sin tener que usarlos para el gusto de otro: bergamota o ámbar gris, profundo e intangible. Los sacerdotes y los augures desfilaban con atuendos oscuros al tiempo que sus siervos les abrían paso tocando tambores grandes. Los bailarines pasaban con trajes fantásticos que dejaban en los ojos el índigo, el ocre y el violeta.

Ella se entretenía con los danzantes mientras daban volteretas, ajenos al resto del mundo, al calor o a los olores, a los sonidos de flautas, timbales, laúdes y platillos. En medio de esa profusión humana, el sol de la mañana buscaba a tientas la cara de Mulca con sutileza primaveral y proyectaba una sombra blanda, antojadiza, que se dejaba caer en el mármol de los templos, estirando las columnas sobre el suelo. Pasó frente al templo de Castor y Pólux. Caminaba sin prisas. Antes de llegar al templo de Vesta torció a la derecha para subir por la escalinata donde había menos gente, cruzar la |152


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Via Nova y ascender por el Victoriae hasta la colina.

Al tiempo que la fiesta quedaba atrás, sentía el deseo y la tristeza porque el día nunca acabara. No subió por la pendiente, sino que regresó y bajó por ella para tomar el Tuscus y rodear todo el cerro. Después remontó la cuesta empedrada de la calle del Palatinus, con un pesar que crecía en sus hombros, hasta ver la casa del amo. ∗

Anochecía, la casa a media luz esperaba silenciosa, el bálsamo en los pebeteros se difuminaba, y la mirra y el incienso huían al cielo jalonado de luna por el peristilo abierto, rodeado de columnas. Los jardines en la oscuridad escondían sus flores, el portero reposaba sentado en su cubículo y los mastines dormitaban. La angustia y el asco iban posándose en los hombros de Mulca, cubriéndola despacio hasta ceñirla con un velo pegajoso que debía usar cada noche. —¡Ven! —El amo sentado en el lecho deseaba mirarla— ¡Levántate! Apoyada en un triclinio miraba a la ventana, no quería que él le viera la cara, no todavía,

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no ahora cuando algo en ella desaparecía, cuando faltaba poco para que la abandonaran sus ojos y regresaran a esas colinas, a la choza de su infancia. Tenía la espalda recta, el torso desnudo, esa línea desde los hombros descendía perfecta y hacía una curva suave, deliciosa, transformándose en esa redondez que lo enloquecía. Mulca titubeó, un poco más, pensó. Solo un suspiro, el deslizarse de un fuego azul violento en la fuente de la columnata desde una maceta abrasada, el aleteo veloz de un pinzón en la ventana, en ese marco definitivo, en esa mudez del alma. Ella se levantó y el trapo que la protegía resbaló sobre sus muslos, y dejándola indefensa hizo una pausa invisible en las rodillas para resbalar, casi flotante, hasta sus pies. La mirada encendida del amo la tocó urgente como su erección. Era el mismo ritual casi todas las noches, el preámbulo. Caminó despacio sin cubrirse con esas manos eternamente jóvenes que ocultaban la sabiduría de un tiempo que ya no era suyo. Él ya le había enseñado a no esconder nada en una noche bastante agresiva. Solo unos bucles pequeños ocultaban su sexo. Al amo le encantaba esa vellosidad no muy abundante |154


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y perfumada. Detuvo su camino a tres pasos del lecho. Después de un tiempo ella inventó su propio ritual; se sumergía dentro de sus memorias, tan profundo, que se perdía en ellas; aprendió a dejarse ir, a dormirse y soñar.

Le habría gustado no regresar, poder quedarse allí donde volvía a ser feliz, en su pueblo, entre montañas y valles boscosos, correteando con su hermano o nadando en la laguna; acariciando esa piel blanca que envidiaba, aun recibiendo los azotes de su padre o los gritos de su madre por no hacer los deberes, por no llegar a tiempo para el encierro de las ovejas y las cabras, por no ayudar debidamente en los campos comunales. La mayoría de las veces Mulca ni siquiera sabía cuándo terminaba, pero en ocasiones era repugnante porque el amo se regodeaba no solo en su placer, sino en el de ella. Era paciente y muy despacio la hacía sentir aunque fuera un momento. Él conocía la culpa que la oprimía; sabía cómo ella despreciaba ese cuerpo incapaz de aislarse, su miedo para acabar con todo, su incapacidad. ∗

Deseaba cruzar la muralla y tomar la Via Ostiensis. Alguien le dijo una vez: por ahí |155


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llegas al puerto de Ostia. Deseaba conocer el mar, una vez había estado en Neapolis, pero después de un incidente con un hombre que trató de llevársela, el amo la encerró hasta que regresaron y no pudo ir a la playa o ver el puerto; los esclavos del servicio le aseguraron que era un legionario con la mente ofuscada por Plutón. Mulca se imaginaba huyendo y embarcándose, descubriría el viento y el sol, y la vida volvería a tener esa sazón, recuerdo neblinoso, regusto que solamente experimentaba en sueños. Era día de mercado. Estuvo de pie, al alba como siempre, cuando bajaba al Macellum a hacer las compras que le encargaban. Las monedas robadas pacientemente y el paquete con sus cosas los tenía escondidos en el jardín, fue fácil recogerlos. Bajó del Palatino a buen paso. En la bolsa llevaba otra túnica, unas sandalias, pan, manzanas, queso, un pellejo para el agua y un cuchillo; caminó hasta a la Porta Trigemina. Mulca jamás salía de la ciudad, sudaba mucho, sentía pánico, se acercó despacio, casi deteniéndose; sus ojos buscaron inútilmente algún gesto previsor en las caras de los guardias que quedaban ocultas por la visera de sus cascos. Sin embargo, entró en la galería de la muralla, en ese vacío en sombras bajo el portal. Miró hacia arriba queriendo diluirse en el |156


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espacio. Recordó el destello furioso que colgaba de ese cielo nuevo, a través de los barrotes de la jaula donde estuvo encerrada con los otros; el vaivén del pesado carretón en el que viajaban, el olor de los cuerpos a su alrededor, cansados y llenos de estupor, el silencio que le pesaba en los hombros, la indiferencia de las personas que los miraban desde el otro lado. Y aún le ardía en los ojos el estallido del sol que se iba tragando el borde mineral de la fortificación, el día que empezó su vida como esclava en Roma. Cruzó al otro lado, nadie la detuvo ni le preguntó nada, y siguió con la multitud de personas que entraban y salían esa mañana con productos para la venta. Después continuó hasta el Porticus Aemilia. Allí cerca consiguió un asno. Luego, tomó la Via Ostiensis.

El asno avanzaba por esa calzada uniforme, perdida entre las ondulaciones del terreno, y con cada vaivén del animal Mulca creía más en sus deseos. La campiña mostraba campos feraces, los cultivos de hortalizas y uno que otro olivo. El perfume que la rodeaba ya no era ese cúmulo de cosas flotando en la ciudad, sino el frescor de la estación llena de la melodía del zorzal y el mirlo, de la claridad reflejada sobre las flores de aliso, de la brisa en la cara, del ardor que bronceaba sus brazos desnudos. El cielo se |157


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parecía más al de su niñez, techaba los valles contenidos por las faldas pintadas con matices verdes, que más lejos eran azules, sus vertientes escondidas en la sombra de los ojos de niños impacientes y las nubes enormes suspendidas sobre las peñas encajonaban el paisaje. Siempre recordaba la luz, el calor, mañanas y tardes brillantes; atardeceres donde el sol eternizado sobre la cima de los cerros doraba las faldas lozanas. La mañana transcurría y el cenit proyectaba sobre las piedras del camino su brillo vertical. El animal sudaba y Mulca podía notarlo cuando descansaba sus manos en el lomo del asno. Por la calzada encontró algunos andantes que, como ella, transitaban la vía. Dos hombres en una carreta la miraron insistentes un rato, pero ella los ignoró rogando a sus dioses que no le hablaran. Luego, una pareja le sonrió y la saludó con las manos mientras caminaban hacia Roma, a lo que Mulca respondió del mismo modo. Aunque vio a otras personas, el resto del día corrió igual, camino y camino. Más tarde se detuvo en un bosquecillo donde le dio descanso a la montura y bebieron en un arroyo cercano. Atardecía, cuando las sombras alargadas comenzaban a hacerse profundas y la quietud extendía su silencio, cuando no vio |158


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a nadie en el camino, atravesó unos arbustos y encontró un lugar que le pareció bueno para resguardarse en la noche. Amarró el asno a una rama, comió algo, se echó encima la otra túnica y después intentó dormir.

Estaba febril, el sudor en líneas pequeñas lamía su rostro. Unos gruñidos casi inaudibles la despertaron. Risas familiares recordándole tristezas lejanas, un rumor de hojas en la hierba. Mulca recostó la espalda en el tronco de la encina junto a la que dormía, había soñado: en la playa observaba el mar (desconocido). Era una cosa inmensa, sin principio ni fin, una masa de agua móvil —eso le dijeron de él, una gran cantidad de agua en movimiento—, era azul o verde o rosado. De pie miraba el horizonte donde un resplandor amarillo irradiaba lejos un cielo sin nubes, y un tufillo muy vago, a fuego quemando cosas, insistía en su nariz. Tiritaba de frío y sus pies agrisados por el océano iban quejándose de un color casi negro, que cuando las olas escapaban de sus dedos, escurría en hilos delgados como pequeños ríos saturados de sangre; se vio desnuda, no tenía sexo, solo le quedaba una cicatriz diminuta… Luego, ella flotaba en el fuego, la rodeaba un calor rabioso y primitivo que fundía el metal en regueros incandescentes, la madera ardía instantánea |159


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en tizones rojos, la piedra adquiría fulgores rosáceos, perdía su solidez y amenazaba con evaporarse; las llamas lamían con furia el vacío de su cuerpo, anaranjadas, a veces rojas, amarillas de puntas blancas muy brillantes. El corazón del fuego, de un rojo intenso, rugía y entraba en su mente enmudeciendo el pensamiento. El humo corría a borbotones, al final chocaba con el aire helado y formaba un pilar negro que avanzaba agazapado retorciéndose con el viento en formas caprichosas. Las lenguas cambiaban continuamente, parecían morir para renacer después violentas en el primer instante de los dioses, fluían, menguaban, crecían. ∗

No pudo dormir más luego de aquellas imágenes. Esperó el amanecer, luego se humedeció la cara en el arroyo, bebió agua, lleno su pellejo con el líquido y partió. Antes de ver la ciudad de Ostia, Mulca advirtió el movimiento febril y el olor a pescado, sudor, mariscos, orina y garum. Toda clase de gente llegaba para embarcarse a cualquier lugar del Mare Nostrum. Los pasajeros se mezclaban en un incesante fluir, en una policromía de estilos y vestiduras con los gritos de quienes ofrecían productos o pasajes para todos los rincones. |160


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Pasaban los carretones con mercancías variadas: lingotes de plomo, ánforas llenas de vino y aceite de oliva, especias, telas, pescado en salazón y mercaderes de muchísimas clases salían en caravanas tiradas por bueyes o mulas.

Ella soltó el pollino y dejó que el movimiento constante la llevara sin rebelarse. Descubriéndolo todo con los ojos plenos, fue internándose en la horrea, en ese laberinto de dársenas y almacenes. Sazonaba el aire algo como un picor marino, podía notarse en la lengua, atrás en la garganta. Flotó un sabor de espuma en la playa que pintó de sal el espacio y el llamado de los cormoranes, el pico de las gaviotas que saltaban entre pelícanos adormilados. Luego de un recodo, sin aviso, al frente suyo, vio el puerto casi tapizado de navíos: trirremes, botes pequeños, embarcaciones de transporte, quinquerremes enormes con cientos de remos posados en el agua, a los costados, como aves de mar vencidas, descargando el peso de su vuelo entre las olas; liburnias y galeras de la flota, y el océano, horizonte inabarcable, tornadizo, azul turquesa, a veces a la distancia, verde ondulante, vivo; encima, el añil más prodigioso, intenso, y una luz clara y radiante: no existían las palabras. Lo que sintió deslizándose por sus ojos antes que el asombro, fue una punzada de |161


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miedo y lo inmenso. Alguien la empujó al pasar y ella se acercó más al puerto. Tuvo la sensación vaga, solo una cosquilla en un lugar remoto, algo rompiéndose, una tristeza cristalizando sus ojos. Apenas fue consciente del cambio, de un dejarse ir en su pecho como un gris enorme que llegaba no sabía de dónde, empeñándose en ella. Sintió un peso que la oprimía, la insistencia de unas caricias; un susurro fluyendo con el agua de una fuente, un silencio tratando de colarse en las estancias perfumadas, donde la luz ambarina de los mecheros no alcanzaba los ojos invisibles de las máscaras funerarias, porque huían, vacíos, al pasado. ∗

En las sombras, Mulca dormitaba en la litera. No recordaba desde cuando estaba allí, observaba el techo y la pared donde titilaba un candil sobre una repisa. Le dieron una habitación para ella sola, pero no le pertenecía en realidad, el aire susurraba lleno de melancolías ajenas que compartían la misma piel. Se relajaba y una pesadez deliciosa le cerraba los párpados. Vio danzar las mariposas entre los membrilleros crecidos en la hierba alta, repletos de flores granate y blanco cremoso; despedían un perfume intenso que le llegaba desde su tierra. |162


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En medio del prado luminoso vio acercarse al romano que había tratado de raptarla hacía casi dos inviernos y recordó por fin el amor en sus sueños; los ojos se le llenaron de lágrimas; era él, su pelo cobrizo, la dolorosa nostalgia de otro tiempo. Mulca caía en esa lasitud del sueño hondo, los brazos extendidos, paralelos al cuerpo, las palmas de las manos hacía arriba, blancas y ardientes, llenas de todo lo perdido, repletas de sí, anhelantes de una realidad donde pudiera existir con la libertad absoluta de la montaña de penachos blancos, que observaba desde la ventana de su niñez, con la insolente tranquilidad del mañana. La sábana enredada en sus pies, los ojos casi cerrados, su sangre tibia murmurándole desde las muñecas la rebeldía de su corazón, las manchas rojas creciendo intensas en la cama, el cuchillo eternizado en el piso, junto a las sandalias, la placidez llenando el cuerpo de Mulca, sus ojos, por fin cerrados. Ányelo López Bedoya: Medellín. Técnico en carpintería del SENA. Ha publicado cuentos en el boletín cultural y bibliográfico Escritos desde la Sala (número 21, 2013), de la Sala Antioquia de la Biblioteca Pública Piloto; en la Antología Relata cuento y poesía (2014), y en el CD interactivo Literatura antioqueña clásica y contemporánea del IDEA y la fundación Vistaz, y en el concurso “El cuento en Antioquia”, 2004. Otro cuento suyo aparecerá en la antología de Relata, versión 2015.

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Trastorno Viviana López Jueves, cinco de la tarde. Documentos por revisar sobre el escritorio, varias ventanas abiertas en su computador con temas iniciados, muchos mensajes por responder... El día había sido largo y Juana estaba agotada. Salió y aseguró la oficina sin mirar atrás. Subió al auto y cerró los ojos. Por un instante se imaginó dueña de una varita mágica que le concedía cualquier deseo, el único que en ese momento anhelaba era el de estar metida entre sus cobijas a oscuras. Respiró profundo y regresó perezosamente a la realidad. Tenía pendiente por lo menos una hora de recorrido para llegar a casa. Encendió la radio, acababa de empezar un buen programa de jazz, la compañía perfecta para el viaje de regreso. Al llegar a la vía San Martin recordó que debía comprar las medicinas. Detuvo el auto a la altura |164


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de la treinta y cuatro, cerca al pasaje peatonal La Abadía, sobre el que estaba la farmacia a unos cien metros caminando. Acercó el carro al andén, respiró fatigada, desprovista de emociones, con los ojos perdidos tras el vidrio frontal; apagó el vehículo y salió lentamente. Caminó hasta el pasaje y se diluyó entre la multitud agobiada que avanzaba en todas direcciones sin detenerse, como autómatas en una lucha contra el tiempo, con la mirada reseca y la alegría congelada. Juana entró en la droguería compró la medicina y salió apresurada contagiada por la adrenalina de los transeúntes; devolvió los pasos recorridos hasta el auto y continuó su camino en dirección al apartamento. Tomó la autopista hacia el sur encontrando el invariable tráfico atestado, propio de la hora con los motociclistas reproducidos, bombardeándola en todos los sentidos. Condujo hasta la avenida Las Flores y, por un momento, se encontró más sosegada en la espera por luz verde de los semáforos que la llevaron, incluso, a disfrutar del panorama logrando distraer amablemente el cansancio. Observó en el cruce de la veintisiete los tulipaneros africanos, llenos de flores anaranjadas, ígneas, suspendidas y serenas bajo el azul majestuoso de aquella tarde encendida. Avanzó tres calles debatiéndose |165


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en la siguiente parada, entre su desgano y la fuerza de los malabaristas en la intersección de La María, que con pasión en la mirada, lanzaban llamaradas entre antorchas y bocas de fuego, enérgicos como dragones. De repente, a Juana la arrebató de nuevo el afán de llegar a casa e hizo toda clase de piruetas para adelantar, tomando vías alternas, sobrepasando filas ante la mirada atónita de conductores con expresión de embestida; ella con cara de arrepentimiento, les sonreía dulcemente levantando su mano derecha con un gesto agradecido, mientras ocupaba el lugar que les correspondía.

Entre atropellos consentidos y torpeza disfrazada, Juana llegó a la unidad de apartamentos donde vive. Entró y saludó al portero; él abrió la reja metálica respondiendo el saludo automático de Juana con una sonrisa. Ella estacionó, y arrastrando los pies se dirigió al ascensor. Oprimió el botón varias veces, alterada, murmurando contra el mundo. En la puerta del apartamento se sentía dividida entre la resignación por haber cumplido un día más de supervivencia, y el peso de responsabilidades, y rabias con todo y con |166


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todos. Esa otra compañera indeseada que se había ido instalando de modo sutil a su lado, mientras ella, solo seguía la cómoda línea recta pero en esa constante insipidez de cada día. Con una sensación de soledad muy aguda y un vacío, a los que no le encontraba salida.

Juana había dedicado su vida entera a los demás pensó, veinticinco años a una empresa que poco o nada le reconocía su entrega, siempre como secretaria, con un jefe absorbente y cascarrabias, pero al que de alguna manera le debía gratitud porque le había dado la oportunidad de trabajar a pesar de ser tan solo una bachiller y “todo lo que había aprendido se lo debía a él” así se lo repetía don Jaime cada que encontraba la ocasión. Su salario escasamente cubría sus gastos básicos y un extra para la reparación del Sprint modelo ochenta y cuatro en el que se transportaba; cada vez se encontraba más deteriorada, bordeando ya los ochenta y cinco kilos. El médico le recomendaba el ejercicio, pero Juana no encontraba espacio entre el trabajo y la responsabilidad que generaba la enfermedad de Adela, su madre, por la que Juana tenía que velar; una mujer que en otra época poseyó un carácter fuerte. Su madre decía de sí misma |167


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que tenía una “suerte como si hubiera matado un cardenal”; había sido una mujer devota y convencida de que para “alcanzar el reino de los cielos era necesario pasar por la dura prueba de esta vida”, y agregaba que “gracias a Dios tenía en Juana una hija asentada y juiciosa… su bastón”. Las propiedades que heredaron de Javier, el padre de Juana, cuando ella tenía cuatro años, se habían esfumado en poco tiempo. Al quedar sin dinero Adela tuvo varios trabajos pero no faltaba el que se “la montara” y siempre terminaba en casa, llena de dificultades; afortunadamente Juana empezó a trabajar con don Jaime desde que terminó el colegio. “Es tan luchadora como el papá”, repetía su madre.

Al llegar del trabajo aquella noche, Juana, con el cuerpo caluroso, cansado, se dirigió a la cocina, bebió sin pausa dos vasos de agua y haló la puerta del refrigerador; el hambre la acosaba. Atrapada por la miopía que, especialmente en las noches se burlaba de ella, hizo un recorrido rápido de arriba abajo. Había carne, papas, legumbres; todo requería preparación. Con el bolso aun colgado del hombro, sacó de la nevera un paquete de arepas, una porción de queso, dos huevos y lo que quedaba de un jugo del día anterior, era, definitivamente la manera más rápida de calmar la agonía que empezaba a sentir. |168


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Encendió dos hornillas de gas: en una colocó la arepa y en la otra una olla pequeña con agua para cocinar los huevos. Mientras descongelaba la arepa y tirando con una furia descontrolada de la cremallera de la cartera se dirigió a la única habitación del apartamento, encontró la luz apagada y el murmullo del rosario en el televisor, allí estaba Adela, dormitaba en el sofá de terciopelo verde oscuro roído por los más de treinta años que llevaba acompañándolas; tenía las gafas sostenidas débilmente sobre las mejillas; llevaba medias de lana hasta las rodillas y una colcha tejida en crochet sobrepuesta desde los hombros; en la mesa de noche reposaba un vaso de agua. Juana miró el reloj, iban siendo las siete de la noche, calculó que Adela llevaba una hora sola. Usualmente, Clara, la vecina, se quedaba hasta las seis de la tarde; Juana era consciente de que con lo que le daba por el cuidado de su madre, era mucho pedirle que la esperara un poco más, en caso de retrasarse en la oficina. Juana contempló a Adela con los ojos humedecidos, conteniendo el llanto, sintiendo la garganta aprisionada, la vio vulnerable y desprotegida; tuvo un fuerte impulso por abrazarla. Adela descubrió lentamente las pupilas con actitud de sorpresa, perdida en el reducido espacio de la habitación |169


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y Juana se contuvo, le alcanzó el agua y sacó del bolso las pastillas, mirándola con tristeza extendió la comisura de los labios en un gesto considerado; Adela alargó el brazo y tomó la medicina sin dejar de observar a Juana de manera lejana y desconfiada. Juana se aseguró de que su madre tomara la droga y regresó a la cocina. Sumergió la mirada en el agua que saltaba en pequeñas burbujas alrededor de los huevos, inmersa en aquella liviandad; luego observó por la ventana de la cocina que daba a una vía principal, el tráfico aun atascado del que había sido presa hacía tan solo unos instantes. Faltaban dos minutos para completar el tiempo reglamentario de unos huevos bien cocidos, y de repente fueron apareciendo uno a uno los otros inquilinos y camaradas, con su andar pausado y gandulero. Alana fue la primera, con su negra y lanuda melena que disimulaba la escualidez del cuerpo; observó a Juana con ojos amarillos desafiantes, era una chica hábil en el arte de la cacería de pájaros y mariposas; de carácter solitario e intolerante que reflejaba todo el tiempo en su rostro agriado, sin embargo, extrañamente era la más maulladora. La siguió la elegante y fina Julieta, hermana de la anterior; de pelo abundante y delgado como pelusilla de melocotón, color ocre, sus |170


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ojos tiernos invitaban a la zalamería continua; era desconfiada y fría con los forasteros, pero infinitamente dulce con sus elegidos. Por último, entró Dalí un golfo insolente, sin ley; su pelaje corto y abundante, típico en los gatos criollos sin estirpe; su mirada era sostenida y seducía con gran facilidad, tenía una robustez descargada, y para no dejarlo por lo bajo, en general era un sujeto sociable, juguetón y entretenido.

Julieta, Alana y Dalí: las dos primeras unas refinadas damiselas de alta alcurnia. Dalí, un plebeyo dejado a su suerte en una tienda de mascotas; al que Juana, en un arranque de misericordia tres años atrás, le abrió las puertas de su casa permitiéndole mezclarse con el grupo de igual a igual. El trío, emocionado y como muestra de sus afectos, dio vueltas alrededor de los pies de ella, sobando su cola con actitud erótica, como si, resignados a un celibato obligado por la ablación de los genitales, encontraran el clímax en la suavidad de las pantorrillas. Juana revisó los recipientes de comida que les había dejado en la mañana a sus tres compañeros, estaban completamente vacíos; les vació leche y concentrado y volvió su mirada a la estufa. Estaban listos los huevos y las arepas. Quitó con dificultad la cáscara pegada a |171


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pizcas de los huevos, soportando la quemazón en los dedos, y los sirvió ya inapetente en los dos platos con un trozo de queso y las arepas.

Juana regresó a la habitación y le pidió a Adela que la acompañara al comedor, la apoyó en el brazo y avanzaron lentamente hasta sentarla; volvió a la nevera y regresó trayendo dos vasos con jugo de guayaba. Adela mantuvo los ojos sumidos en el plato. El aire olía a tierra, a moho, a descomposición y el nudo en la garganta de Juana no aflojaba. Adela atenazó la arepa con sus dedos engarrotados y deformes por la artritis y la picó dejándola hecha trizas, luego, cogió el queso y fue partiendo poco a poco pequeños pedazos para derramar posteriormente sobre la mezcla un poco de jugo de guayaba y con la cuchara revolvió lenta y circularmente. Levantó la mirada del plato y la clavó en Juana hurgando de la misma manera en que revolvía sus alimentos. Juana sin probar bocado con el estómago retorcido de hastío observó la escena y detuvo sus ojos en los gatos que dormitaban plácidos e impasibles sobre la alfombra y, hasta deseó ser uno de ellos. En aquel momento se habría cambiado por la misma alfombra. Bebió un poco de jugo para diluir el sabor amargo de la saliva y retiró su plato de la mesa, fue a la cocina y vació la |172


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comida en la basura. Regresó al comedor y con una servilleta limpió las manos de Adela, se inclinó para que ella pudiera apoyarse y la llevó de nuevo hacia la habitación.

Juana sintió un fuerte deseo de vomitar, sus manos empezaron a sudar frío. El aire pesaba como plomo y el corazón azotaba sus oídos. Entonces apareció de nuevo aquel demonio que la perseguía desde niña... le oprimía el pecho y clavaba sus garras desgarrándole el alma. Él se aparecía cada vez con más frecuencia. El doctor Sánchez le había triplicado en los últimos dos años la dosis para dormir, sin embargo, esa maldita angustia y la insufrible sensación de muerte aumentaba sin control. En los cuatro días anteriores no había logrado dormir y se le atravesaban pensamientos cruzados entre las devociones de Adela y sus conclusiones de padecimiento. No habría ningún dios por inclemente que fuera dispuesto a obligarla a seguir viviendo aquel infierno. No podría haber nada peor. Entraron al baño y Juana ayudó a que Adela se sentara en el inodoro; mientras esperaba que orinara, abrió el gabinete que estaba debajo del lavamanos y tomó del rincón derecho una caja rectangular de latón, la tapa estaba decorada

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con flores en alto relieve que en el mismo material iban enmarcando la caja, en el centro tenía inscrita una marca de galletas, y la base ya corroída con señales de óxido. Abrió la caja, retiró un collar carnavalesco en colores ácidos, luego sacó una capa gruesa de algodón y en el fondo encontró un frasco de vidrio del tamaño de su pulgar sin etiqueta que tenía una cinta de enmascarar atravesada y decía NM, marcado por Juana seis meses atrás. Se metió el pequeño frasco en el bolsillo del pantalón y se agachó para que Adela se apoyara en su espalda llevándola hasta la cama en la que ambas dormían. La recostó sobre dos almohadones y la cubrió hasta el cuello con la manta dejándola inclinada. Alana y Julieta se posaron de inmediato sobre los pies de Adela. Juana fue a la cocina, hirvió agua y vació en dos tazas el contenido, luego tomó el frasco del bolsillo, lo abrió y echó quince gotas a cada taza y, por último, les agregó de a dos bolsas de té. Juana logró que Adela se tomara todo el contenido de la taza, abrió la ventana del baño que daba al jardín del primer piso, cogió a Dalí que reposaba en el sofá e ingirió su bebida con rapidez. Recostó su peso contiguo al de la frágil Adela y a Dalí lo acomodó sobre su pecho; los felinos acompañaron a Juana y Adela hasta que |174


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el frio de sus cuerpos y la falta de comida los obligó a buscar mejor vida.

Viviana López: Medellín, 1966. Diseñadora de la Academia Superior de Artes, de Medellín.

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Sólo un día María de los Ángeles Martínez La empleada que trabaja interna cuidando a mi madre ha pedido la baja médica, como dicen aquí.

Razón tiene, después de tantos años de cuidadora de tiempo completo, ahora dice que siente dolor en los hombros, en las piernas. Yo creo que le duele todo, el alma y el cuerpo, un dolor que desahoga en rabias disimuladas, agitación, desespero, en un ir y venir de un lado para otro sin control. Durante horas eternas limpia lo que ya está limpio, mira y remira el pañal de mi madre, la mueve, le da la vuelta en la cama una y otra vez. Se queja de lo mal que hacen las cosas las otras cuidadoras que vienen por horas. Quiero creer que ese deterioro y ese cansancio que nadie atiende, que casi nadie reconoce, fue |176


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el causante de que el otro día, al entrar yo en la habitación de mi madre la encontrara con los ojos muy abiertos y el rostro desencajado por el susto. ─Me iba a pegar.

─A ver, mamá, ¿qué me estás diciendo? ─Sí, que me iba a pegar esta loca.

Sentí un nudo en la boca del estómago y una ola de calor rabioso en la cara. ¿Cómo era posible que se atreviera a tanto?

A duras penas logré controlarme, pensé que a veces mamá tiene pequeños lapsus mentales y que éste podía ser uno de ellos, así que opté por quedarme callada considerando que quizá fueran sólo imaginaciones suyas. La cuidadora se dio cuenta de que mamá me estaba diciendo algo y se asustó. ─¿Qué te está contando? —preguntó con rabia ─Solo le dije que ahora no le cambiaré el pañal, que espere un poco. Durante la tarde le conté a mi hermana lo sucedido y en su rostro percibí cierta resignación. Sabe que aunque no es habitual, esto puede pasar.

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—En general la quiere y la cuida muy bien, está pendiente de todo, responde como nadie a sus necesidades y advertí en su respuesta un doloroso titubeo, ya sabes lo difícil que es encontrar cuidadoras bien preparadas.

Respiré profundo y sentí que aumentaba el nudo en la boca de mi estómago.

No es difícil que la médica de cabecera conceda la baja laboral a una mujer que va a la consulta con estos síntomas de cansancio. Así que durante unos días reemplazaré a la cuidadora de mi madre.

Las cosas de la casa y el cuidado de mamá durante el día los llevo bien: poner dos o tres veces al día la lavadora, hacer la comida, darle las pastillas a su hora, cambiarle los pañales, peinarla, estar pendiente del oxígeno, de la máscara para inhalar y de que esté bien abrigada. Pero las noches son tenebrosas. A las once, cansada de estar quieta a su lado, dos o tres horas cogidas de la mano viendo la televisión, vicio generalizado ese de tenerla encendida todo el día, le acerco un vaso con leche caliente y sus dos pastillas para dormir y haciendo gala de una fuerza que no tengo, le doy la vuelta en la cama para que le descanse la espalda y duerma |178


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del lado que más le gusta. Aprovecho para darle un masaje en los hombros y en el cuello. Apago la luz y en la penumbra le doy las buenas noches con una tanda de besos, le hablo bajito y le digo que la Virgen de su devoción estará con ella durante la noche. —Y verás lo bien que vas a dormir.

Levanta la vista hacia el cuadro de la virgen que tiene en su cabecera y asiente con la cabeza. Sonríe y me da las buenas noches. —¿Has cenado? —Si, mamá

—Abrígate, hija, que descanses —Tu también, mamá.

No duermo, doy mil vueltas en la cama oyendo el monótono retumbar del oxígeno y la respiración resquebrajada de mi madre. La casa, con todas las persianas bajadas, está en tinieblas, escasos rayos de luz vienen de las farolas de la calle. Durante la noche los olores de la casa mudan de cara, los percibo intensamente y me ayudan a sentir el paso de las horas: al anochecer huele

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a fresco, a soledad, a comida recién hecha, a vino y frutas maduras en la cocina, más tarde en la profundidad de las sombras se hace fuerte el olor a pañales, a orines, a cuerpo encamado, a suspiros, a jadeo espeso, a cuartos cerrados, de madrugada entra el frío burlando cortinas y persianas y huele a claridad, a jabón de lavadora, a café. Con las primeras luces del amanecer se apagan las farolas del patio central que durante la noche dan con sus rayos en las ventanas de enfrente haciéndolas de oro. Me atrevo a mirar por la ventana, llueve y apenas asoma el alba, saco los pies de la cama y el frío los muerde. El frío que ha tomado por su cuenta, desde hace días, los dedos de mis pies. Ni con las medias gruesas de lana se calientan. Al fondo las montañas lucen un gorro de niebla, relumbran las hojas amarillas de los árboles resistiéndose a caer, algunas mujeres pasan deprisa debajo de sus paraguas empujando cochecitos con bebés o arrastrando niños abrigados hasta los ojos. Corren a dejarlos en guarderías o colegios antes de ir a trabajar. Retrocedo treinta años y me veo en las mismas, en otra parte, arrastrando deprisa la vida de la mano. |180


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Dentro de un momento dilato todo lo que puedo el inicio de los rituales mañaneros de cuidado, entraré en la habitación de mi madre y levantaré la persiana para que despierte poco a poco, sin que la molesten los rayos de luz, la veré sin el oxígeno porque se lo quita siempre en la noche. “Si no pasa nada”, dirá adelantándose a cualquier reproche. Yo callaré de nuevo esta vez porque ya le he explicado de mil maneras que sin oxígeno tendrá dificultades para respirar, que es por su salud, que no se lo retire de noche. Así que accederé a dejarla un rato más sin él, libre del tormento del cable en la nariz. La saludo como le gusta a ella con un montón de besos en la frente, en las mejillas, en las manos. —¿Cómo has pasado la noche, mamá? —¿Qué?

—¿Que cómo has pasado la noche?

—Regular, hija. Casi no he dormido, con mucho dolor en los “güesos” —Ay, mamá, ahora cuando te arregle descansarás bien, ya verás.

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La habitación tiene una ventana grande por donde se estrena el día, un armario con la ropa de calle y una cómoda con pañales, camisetas y medicinas. A los pies de la cama acechan el tanque de oxígeno y la silla de ruedas, dos insignificantes zapatillas azules parecen asustadas en el asiento. La silla plegable en la que me siento a su lado me espera recostada en la pared. Las cortinas y la colcha son blancas. Tropiezo con la manivela que sirve para levantar la cabecera de la cama, siento el dolor agudo en la espinilla pero no digo nada. Sentir el dolor me reconforta. Quizá por eso voy al encuentro de la manivela todos los días, mientras siento el pinchazo agudo del dolor dejo de pensar. Le retiro las sábanas y mantas de encima y un olor a orines, acre y ácido, me pica en la nariz, aguanto la respiración, veo sus piernas encogidas, sus pies tiesos y retorcidos, los tobillos se rozan uno al otro con fuerza. Tiene pequeñas heridas, se las hace ella misma por el roce de sus piernas rígidas, cubiertas con gasa y esparadrapo. Se las destrabo con cuidado. Le abro las piernas para retirarle el pañal y ella se deja hacer con un gesto resignado. Sus genitales son abultados, con vellos claros, tiene la piel muy blanca, fina y rígida como si fuera de papel y los muslos exageradamente gruesos. |182


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Limpio todo su cuerpo con pañuelitos húmedos y perfumados. Sonríe satisfecha. —Qué “agustito”, hija, dice sonriendo.

Deslizo el pañal limpio debajo de sus muslos, lo paso entre sus piernas y pego los lados con las cintas adhesivas, le bajo el camisón y la cubro con las sábanas. Su sonrisa agradecida, me conforta.

El desayuno es una ceremonia de medicamentos: control de glucosa, pinchazo en el vientre con insulina, pastillas para orinar, para la anemia, para la tensión arterial, el colesterol, el dolor, la digestión. Todas pasan con el yogurt y un poco de agua. Las recibe con gusto, pregunta si le falta alguna. Es la pregunta que habla de su resistencia, de su deseo de aferrarse a la vida, sabe que depende de ellas, de las pastillas, de los controles, de las inyecciones, del oxígeno y está atenta a que no le falta nada. —¿Cuántas pastillas me dan para dormir, cuatro? —No, mamá te damos dos, pero ahora no vas a tomarlas, es por la mañana.

Cumplido el primer ritual se duerme un rato. Paso la vista por su cama, estiro la colcha

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y arreglo el embozo de la sábana. Respira tranquila con la boca un poco abierta, sólo su rostro y su pelo blanco y alborotado emergen entre las sábanas, el vientre abultado describe una curva llamativa y al final se intuyen sus pies pequeños. Todo parece en orden.

La cocina sigue en penumbra, sirvo un café y siento el calor de la taza entre mis dedos, revivo el instante mágico del olor de café al despertar, no aquí, sino en mi propia casa, en la casa donde reina el sol, se oyen los pájaros y no hace frío. Son las once y pronto vendrá Carmen, la chica del servicio del ayuntamiento, estará aquí una hora que milagrosamente le alcanza para bañar a mamá en la cama, darle masajes con crema nutritiva y fragante, cambiarle la ropa de cama y el camisón. Una vez bañada, entre las dos la pasamos a la silla de ruedas, Carmen la levanta por debajo de los brazos y yo por las piernas, una, dos yyyyy tres, damos un empujón y la elevamos un poco para dejarla caer en la silla, pesa mucho, queda un poco ladeada, siento que crujen mis costillas por el esfuerzo, un leve dolor que pasa rápido. Con razón las cuidadoras usan esos corsés para protegerse, y aun así, se quejan de dolores de espalda todos los días. Una vez sentada la lleva al cuarto de |184


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baño para lavarle la cabeza de espaldas en el lavabo. Le seca el cabello, con el secador de pelo y, mientras tanto, mamá se duerme, tiene una leve sonrisa, la cabeza ladeada y las mejillas sonrosadas por el calor. Aprovecho el rato que Carmen está con ella para bañarme y vestirme deprisa. Recojo del balcón la ropa seca y estoy lista para pasear a mamá por el corredor mientras

Carmen le prepara el zumo de naranja. Le acaricio el cabello recién lavado. —Qué bien hueles, mamá, y qué bonito te quedó el pelo.

Esboza un gesto de agrado. Siempre fue coqueta y sigue siéndolo. Recuerdo cuando se pintaba los labios de rojo, de un rojo atrevido, de esos difíciles de llevar, y sonreía a todos para que le dijéramos lo guapa que estaba. Decía que a mi padre le encantaban sus labios rojos y que a veces le compraba él mismo los labiales. No lo sé, lo que sí evoco ahora es la cara de orgullo de mi padre cuando la llevaba del brazo con sus zapatos de tacón alto, medias de seda y el vestido negro ajustado al cuerpo con pliegues a un lado de la cintura, el cabello negro ondulado y unos ojos serenos, como de agua marina. Tendría yo |185


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cinco o seis años y me sentía excluida de esa complicidad amorosa que había entre los dos. Empujo la silla de ruedas con cuidado y salimos al pasillo, mira por la ventana y detengo la silla para que observe. No hay nadie en el patio a estas horas, la hierba de los jardines es verde y pulida, el suelo de los soportales limpio. Aparece una mujer de uniforme azul y amarillo empujando un carrito, es la cartera. Pasa todos los días y llena de hojas de propaganda los buzones del edificio. De vez en cuando deja también alguna carta. Pienso en los miles de árboles inmolados para que hojas de papel de colores brillantes ofrezcan toda clase de descuentos en artilugios de tecnología moderna. Hojas de papel que invariablemente acaban en la gran canasta que hay debajo de los buzones. Los propietarios las tiran sin mirarlas siquiera. —Canta conmigo, mamá… Agua que no has de beber…sigue tu, anda, sigue tu mamá —Déjala correr, déjala, déjala

—Eso es, qué bien cantas, mamá. Y esta otra, a ver… Arenal de Sevilla y olé…

—Torre del Oro, donde las sevillanas olé, juegan al corro |186


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—Qué bien cantas, mamá

—Tu sí que lo haces bien, hija mía.

Se acerca Carmen con el zumo y se lo da con cuidado, hay que verla saboreándolo. Miro el rostro de mi madre, se ve pálida y tiene los ojos hundidos, unas ojeras profundas y un rictus de disgusto en la boca. Menos de una hora fuera de su cama la ha agotado. Me acerco a ella y le doy un beso. Huele a champú y colonia de baño, le durará poco.

Lejos quedan los días de discordia con ella, días en que nuestras distintas ideas, tan monárquica ella, tan defensora de las tradiciones, tan de familia; tan loca yo, tan hippie, tan viajera y “descastada”, hacían que después de un buen rato de controversia termináramos enfadadas y distantes. —Mira los árboles, mamá —Hermosos

—El sol, mamá, mira el sol que te da en las piernas —Me gusta pero hace mucho aire, anda hija, vámonos ya

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—¿A dónde, mamá? —A la calle

—Ahora no podemos mamá, hace mucho frío —A la calle

—Ay, mama, te quiero mucho —Y yo a ti con locura

Carmen y yo la pasamos de nuevo a su cama, suspira con agradecimiento cuando se siente de nuevo segura y abrigada y se duerme profundamente sin el oxígeno. Pronto tendré que despertarla para ponérselo. O no, mejor la dejo así mientras su respiración no se agite demasiado. Pienso por un momento qué pasaría si no se le vuelve a poner el oxígeno.

El sol, terco, abre las nubes, se aloja en el balcón y me sonríe, respondo a su guiño abriendo el ventanal, no importa el frío, un poco de sol despierta el ánimo. Me siento a su lado, bajo la baranda de la cama para quedar más cerca de ella, tenemos dos horas por delante de tranquila intimidad antes de la comida. La tomo de la mano y sonríe. Seguro que el pañal estará mojado, ojalá sea solo mojado. No se lo |188


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cambiaré ahora, no romperé este abrazo por una bobada de esas, lo pienso así y río para mis adentros.Vuelve su rostro hacia mí, lentamente.

—Cuando te oigo por teléfono me salen las lágrimas. ¿Esto es un sueño o es realidad?

—Es verdad, mamá, te dije que vendría y vine para estar contigo —Siempre pienso: ¿Cuándo vendrá?, ¿cuándo vendrá? Siempre así, siempre —Bueno, mamá, ahora estoy aquí contigo —Sí, pero no para siempre

—Si, mamá, no para siempre

Durante un rato se queda pensativa, silenciosa —¿Te vas a quedar?

—Ahora sí, mamá, luego voy a ir a visitar a Julián ¿Te acuerdas de Julián? Me mira fijamente e ignora mi pregunta.

—Vas y luego vuelves… ¿y de aquí sales?

—Si, mamá, pero todavía faltan muchos días. |189


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Ese “no te quedas para siempre” me traslada a los mil viajes de ida y vuelta que he hecho en mi vida para verla, viajes tranquilos y soñados, unos, o con premura porque está a punto de morirse, otros. Doce horas de vuelo por delante para imaginar lo que encontraré: un paisaje árido al descender del avión en España, un aeropuerto inmanejable, otro vuelo corto y luego un pueblo, mi pueblo, demasiado organizado, limpio, predecible, con aplastadoras rutinas sin sobresaltos, una familia en la cual cada uno está en sus cosas, se alegran mucho de verme eso sí, y mi madre en el hospital o en su cama de la casa, cada vez mas demandante, mas dependiente, reclamando atenciones y emocionada de verme de nuevo.

La ceremonia de la comida es un poema. Tomo a mi madre por los brazos y la espalda y la incorporo con cuidado, con todas mis fuerzas porque pesa cada día más, le ayudo a deslizarse hasta el borde de la cama y a sentarse en la orilla, los pies le cuelgan pero no llegan al suelo, hay que ponerle un pequeño taburete para que se apoye, se queja de mareo, la abrazo y apoya su cabeza en mi pecho hasta que se le pasa. Acerco la mesita auxiliar a la cama, acomoda sus piernas por debajo y se arregla el camisón. Se pasa la mano por la cabeza y hace el gesto de peinarse con los dedos. |190


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—Ven, yo te peino, mamá

Mira la mesita auxiliar con la servilleta y los cubiertos y sonríe ante la perspectiva del placer de la comida. —Siempre he sido de buen comer —Sí, mamá, siempre

Dentro de unos minutos pondré en la mesa los platos con su comida, el vaso de vino no le puede faltar, el pan, el postre. Comerá saboreando con lentitud y hará sus comentarios. —El pollo está un poco crudo —Ya

—El melocotón está verde —Sí, un poco

—A esto le falta sal

—No se puede poner más, mamá, te hace daño. Y aunque encuentre puntos deficientes para su sibaritismo, disfrutará de cada bocado con gusto, usará la servilleta, cada vez que algo se le derrame, para limpiarse con cuidado. Se la pasará con fuerza por la boca. |191


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—Qué temblor, hija mía —dice como disculpándose —No te preocupes, mamá

Me siento a su lado. Sigue un buen rato de silencio. Ella come sin prisas, yo estoy atenta a su ritmo, me mira de vez en cuando mientras come. Se abstrae de todo por el deleite de la comida. —Esta casa, ¿de quién es? —Tuya, mamá — ¿Mía-mía?

—Tu casa está en otro barrio, esta es de alquiler, mamá, pero ahora es tuya y vivimos aquí. —Me dieron la llave y cuando nos vayamos la devolvemos —Si, mamá

—Ponme la bata

—Ahora no, mamá, que estás comiendo.

Cuando termina se limpia las manos y la boca con la servilleta, le doy un poco de crema de |192


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manos y se la extiende con cuidado. La acuesto, bajo la persiana y apago la televisión. — Ojalá duerma bien la siesta — Lo harás, mamá, ya verás.

Nos besamos y le subo el embozo de las sábanas hasta el borde de las orejas como le gusta a ella. El tiempo de su siesta es un oasis de tranquilidad, duerme con la respiración sosegada, la casa silenciosa y oscura. Tomo mi almuerzo con calma, sin ganas. Estoy saturada de pescado.

En mi habitación me acuesto con las piernas en alto. Dejo la puerta abierta por si me llama. No duermo, no puedo dormir. Leo La verdad, un libro precioso de Rikka Pulkkinen, la joven escritora finlandesa. Durante un buen rato me olvido de mi madre, me adentro en la prosa limpia del libro y en los vericuetos de la historia. Me detengo en un párrafo “Eleonora tuvo que añadir algo, su madre necesitaba palabras de ánimo, un punto de vista definitivo sobre sí misma: Fuiste una buena madre, no hubiese deseado otra…”. Han pasado dos horas sin darme cuenta. Mamá sigue dormida. La miro unos instantes |193


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desde la puerta, respira bien, solo se oye el ruido del tanque de oxígeno, parece el ronquido de un borracho, pienso con disgusto. Entra el sol por el balcón de la sala. La tarde será clara y aunque anochezca temprano no me sentiré tan sola. Cuando despierte iré a su habitación, subiré la persiana y prenderé la televisión. Nos espera la novela de siempre. Hace siete años, que en todas mis venidas, vemos por las tardes Amar en tiempos revueltos. —¿Has descansado, mamá?

—No, casi no he podido dormir, había alguien roncando aquí, a mi lado —¿Roncando? Qué raro, mamá, aquí no hay nadie —Además, estaba soñando —¿Qué soñabas, mamá? —Cosas tontas —Dime alguna

—Cosas tontas

Mira de reojo a la televisión y dice sonriendo —La novela que te gusta |194


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—Sí, mamá, sucede en los tiempos de la postguerra, qué bonitos sombreros usaban.

Le ayudo a darse la vuelta y veo que tiene los audífonos puestos, olvidé quitárselos antes de dormir. Caigo en la cuenta, lo que oía en realidad era el ruido del tanque de oxígeno. La beso y me retiene rodeando mi cuerpo con sus brazos. —¡Ay, mis chiquillas, mis chiquillas!

—¿Cuántas chiquillas tienes, mamá? —Tres

—¿Tres, mamá? —Ah, cuatro

—Eso sí, mamá

—¿Y chiquillos? —No sé.

A las cinco le pondré la mascarilla y le daré la fruta. Seguimos embelesadas viendo la novela cuando tocan a la puerta. Es Naia, su nieta preferida que viene a visitarla. Naia estudia ingeniería y toca el piano. Tiene un novio altísimo por el que mamá siempre le pregunta. |195


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—Mira, mamá, vino tu nieta a visitarte —Mi nieta

Naia le da un beso, la abraza, hay entre las dos una complicidad que me da envidia. —¿Cómo me llamo abue? ¿Quién soy yo? —Mi nieta

—Sí, pero, ¿cómo me llamo?

—Lo tengo en la punta de la lengua

—A ver abue, empieza por Na…Na… —Naia

Y se ríen las dos a carcajadas.

Pronto llegará la chica que viene dos horas en la tarde, se quedará con mamá, yo iré un rato a la biblioteca y el mundo será otro. El mundo de la gente que se mueve, ríe, recoge a los niños en el colegio, va en coche. En la calle siento el aire frío y me paso a la acera de enfrente para aprovechar los rayos del sol. Las hojas de los árboles caen lentamente al suelo, parece que se entretienen con el viento, bailan un poco y luego se posan. Me embeleso mirándolas. La biblioteca municipal está llena de gente joven, |196


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estudiantes, hay varios jóvenes negros atentos a sus ordenadores, inmigrantes marroquíes, pienso. Leo y contesto correos, escribo estas notas y disfruto el rato. Quiero quedarme aquí.

Han pasado diez días tan semejantes que parecen uno solo. Mañana vuelve la cuidadora interna y un estremecimiento me recorre, veo el rostro asustado de mi madre, quejándose de su maltrato y me digo, tal vez para justificar mis ausencias, que esta mujer ha estado con ella muchos años, la ha cuidado sin remilgos, con entrega absoluta y que entre las dos existe una relación que tal vez ninguna de nosotras, sus hijas, entendemos a cabalidad. A su manera se necesitan, se quieren. A partir de ahora el transcurrir del tiempo con mi madre cambiará de ritmo. No tendré que ocuparme de la casa, ni de darle sus medicinas, ni cambiarle los pañales. Estaré más tiempo con ella, hablaremos más y podré salir temprano a trotar. Tendré más oportunidad de pensar, leer y hasta de sentir ese cierto tedio que, como dijo alguna vez Derrida, es la antesala de la muerte.

María de los Ángeles Martínez Orea: Jaén (España). Reside en Medellín. Realizó estudios de sociología y Diplomado en Derechos Humanos de la Universidad de Antioquia. Ha publicado textos sobre derechos humanos y violencia contra las mujeres en medios especializados. Con anterioridad asistió al taller de Mario Escobar Velásquez.

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El sensor Diego A. Molina Franco —Ciudadanos: Como ya deben estar enterados, el estado se encuentra en proceso de modernización. Dentro de esta revolución tecnológica, a partir de mañana, y por un mes, estarán abiertas nuestras oficinas dactiloscópicas en todas las ciudades del país; en ellas se llevará a cabo el registro de las huellas digitales, ya que, desde el 1 de enero, la huella será la única identificación aceptada para cualquier tipo de trámite. Sin necesidad de llevar consigo el carné de identificación, usted tendrá acceso al sistema de salud, al sistema bancario, recreativo y alimenticio, entre otros ¡No lo deje para el final! consulte la oficina más cercana a su lugar de residencia. —Qué estupidez —pensé mientras apagaba el televisor y acomodaba la almohada para dormir. |198


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Debo confesar que no tenía muchas ganas de hacer largas filas y tener que enfrentarme con burócratas envueltos en un rumor de sellos e impresoras ruidosas. El proceso de modernización, con el lema de la eficiencia por bandera, ya había logrado grandes movilizaciones ciudadanas: cambio de pasaporte, censo y hasta revisión general de salud, eran algunas de las campañas que los reformistas estaban llevando a cabo. En las calles ya se respiraba cansancio ante tanta modernidad. Solamente hasta el 28 de diciembre pude dejar encargado a mi auxiliar en el taller y emprender mi viaje hasta la oficina dactiloscópica, y digo viaje, porque al establecer cuál era la más cercana a mi barrio, resulto estar ubicada a veinticinco calles, más allá del puente que atraviesa el río. Solo existían tres puntos de este tipo en la ciudad.

El centro dactiloscópico era una bodega maquillada; una procesadora de algodón, lo recuerdo de mi niñez. Ya desde antes de bajarme del bus me percaté que de sus enormes puertas metálicas se desprendían ciudadanos variopintos de todas las clases, de las más bajas, quiero decir. Los que llegábamos caminando o |199


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en servicio público de transporte, sabíamos que para los modernizadores estatales estas tareas se llevaban a cabo en las cómodas instalaciones del Club de Empleados Oficiales.

La frase que reza, detrás del último no hay nadie, solamente se cumplió por un momento mientras ocupaba el indecoroso puesto; proyectándose a mis espaldas se fue condensando, como un hilo humano, la gente ansiosa de terminar rápido con su deber de ciudadano. Por suerte había vendedores de café y de empanadas que nos permitieron aguantar el cansancio ignorando el hambre. Un par de horas después entraba al edificio; me recibió una máquina en la puerta, la que después de apretar un botón rojo escupió un pequeño papel, en él estaba tatuado el número 1234. Ese era mi turno.

Al entrar, un gran techo abovedado servía de soporte a cientos de luces blancas que inundaban el lugar con una artificiosa luz de día. Muchas sillas a modo de sala de espera se distribuían en bloques, y televisores dispuestos sistemáticamente para ser observados, despedían una incesante propaganda sobre los beneficios de la nueva medida dactiloscópica: control… delincuencia… servicios. Al frente de las sillas, a |200


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manera de trinchera, se erguían cerca de veinte taquillas en las que los burócratas, agazapados, hacían el juego de funcionarios públicos, detrás de gruesos vidrios que los protegían del público en general. Arriba de cada taquilla pendía un número hecho a base de bombillitos rojos sobre un tablero negro y un parlante que iba anunciando el turno y la taquilla en la que el proceso sería llevado a cabo. Al sentarme en la primera silla desocupada que encontré, sentí la mirada incisiva que me lanzaba, desde el otro lado de los cristales, una de las dactiloscopistas; era la imagen de una enfermera transformada en empleada oficial. —Turno 1150, taquilla dos.

—Turno 1193, taquilla diez.

Cuando llamaban al turno, el ciudadano pasaba rápidamente, ponía las manos sobre la taquilla y el encargado, mediante un aparato que proyectaba una luz roja, escaneaba cada una de las últimas falanges de los dedos, el individuo firmaba un par de papeles y luego salía con algo de satisfacción en la expresión de su rostro. — No me tomará más de dos horas —pensé. Cuando faltaban unos 40 turnos para que del parlante, la voz monótona y constipada de mujer |201


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dejara salir mi número, se sentó a mi lado un hombre gordo que apoyaba la corpulencia de su peso sobre un bastón y se movía con apreciable dificultad; llevaba una boina que le hacia lucir una cabeza más pequeña de lo normal. Después de unos minutos en los que me fue imposible no notar su mirada escrutadora, aclaró su garganta y luego, como si nos conociéramos de antes, me saludo. —¿Cómo está?

—Bien, gracias. Esperando, como puede ver.

—Estas reformas van cansando, ¿no cree usted?

—Sí, completamente —respondí clavando mi mirada en la pantalla donde una rubia hablaba de una prima vacacional para personas de avanzada edad.

—Sin intención de ser indiscreto, ¿puedo hacerle una pregunta? —dijo mientras con el dedo índice empujaba su boina alejándola de los ojos. —Sí, claro.

—¿No tendrá usted algún problema con lo de las huellas? |202


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—¡¿De que habla?! —respondí un poco molesto.

—Pues… sí, ya ve, por lo de su mano —dijo señalando con los ojos, la cabeza, la nariz y los labios mi extremidad derecha. — ¡Ah! Eso, no creo —respondí sin darle importancia.

Yo nací con la mano derecha atrofiada. En la escuela me llamaban el medio manco. No puedo decir que se trate de la ausencia total del miembro, no, es algo así como el punto medio de la mezcla entre el pie y la mano, con unos dedos para nada funcionales, unos apéndices con unos esbozos de uñas apenas. Sin embargo aprendí a hacer todas las cosas necesarias para la supervivencia de un ser humano con la mano izquierda; lo hago todo tan bien que tener dos manos útiles me resulta todo un derroche… Por esos días casi nunca me acordaba de ese pequeño defecto de fábrica. —Lo deben tener solucionado. Le dije antes de levantarme y moverme a una de las taquillas cercanas a la puerta. —Turno 1232.

—Turno 1233. Arreglé mi chaqueta. |203


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—Turno 1234…

Salí disparado hacia la taquilla, en ella me esperaba un burócrata con aspecto de gorila de bar. Al llegar, imitando a los 289 ciudadanos que me habían antecedido, puse mi mano y media sobre la mesa de mármol. El burócrata las miro detenidamente y luego con un tono seco me dijo. —No, no, no. Esa mano derecha suya no nos sirve.

—Co… co… ¿cómo que no les sirve? —tartamudeé mi pregunta.

—Sí, señor, no nos sirve; no le sirve, mejor dicho. El aparato solo registra huellas de mano derecha. —Imposible, —respondí —¿Cómo hacen entonces con los zurdos? —continúe tratando de mostrar algún tipo de elocuencia o de inteligencia.

—Ay, señor, por favor. Los zurdos usan la izquierda, pero la mayoría de ellos poseen una mano derecha. Mientras me mostraba el aparato me decía —este sensor no lee ese simulacro de mano y por favor retírese que falta mucha gente por dactilografiar. |204


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—No es culpa mía haber nacido con una mano y media, exijo respeto —grité exaltado.

El burócrata respondió a mis reclamos con un rostro inmutable mientras del interior del cubículo sacaba un papel y me lo entregaba. —Siga con este turno a la sala de espera, de quejas y reclamos. Tomé el papel sin decir nada.

La otra sala era pequeña, solamente había una taquilla y los turnos pasaban rápidamente. En ella esperaban unos cuantos desafortunados que habían sufrido algún tipo de accidente en su mano derecha, o algunos como yo, que simplemente estaban mal acabados. Sentirme en medio de esa pequeña comunidad de mutilados y personas a medio hacer me tranquilizó un poco. —Turno 234.

Una secretaria de horribles lentes me recibió: —¿Su nombre?

Yo respondí de inmediato desencadenando un corto estruendo de máquina de escribir que se detonaba sobre el papel. Sin leerla siquiera, la |205


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secretaria sacó la hoja de un tajo del anticuado aparato retrocediendo los engranajes del rodillo de goma, provocando un sonido que se me hizo musical, la dobló en tres antes de meterla en un sobre y me la entregó. — ¿Eso es todo? —pregunté.

—Sí… siguiente, siguiente —gritó ella sin mirarme.

Al salir del edificio ya había anochecido, todo un día perdido -¡ja! ¿Modernización?- La noche estaba estrellada y la atmósfera saturada de perfume de naranjo me hizo olvidar el trámite burocrático que me había costado todo el día. Caminé a casa pensando en los sonidos viejos de las máquinas de escribir acumulándose, como fósiles, en un pasado antiguo que ningún arqueólogo podría descubrir. No leí la carta. Me acosté cansado. Mientras tomaba un café en la mañana, en ese estado en el que un hombre comienza a despertar treinta minutos después de estar en pie, me fui hasta el perchero donde mi flácida chaqueta colgaba; del bolsillo interior saqué el sobre que no tenia ningún tipo de membrete; al abrir la hoja que es su interior se hallaba doblada en tres partes, descubrí que se trataba |206


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de una fotocopia y que lo único que la secretaria de grandes lentes había escrito la noche anterior era mi nombre. En ella se leía: —Señor Roberto Franco Tenga usted buena vida. El estado le recuerda que en estos momentos se está desarrollando el sistema adecuado para que los ciudadanos como usted, que desgraciadamente has sufrido algún impase en su mano derecha, puedan gozar de todos los beneficios que le entrega nuestro país con el NUEVO SISTEMA DACTILOSCÓPICO NACIONAL. En unas semanas un funcionario del ministerio de asuntos internos se comunicará con usted. Agradecemos su paciencia. Un rato después el café estaba frío. Roberto Franco, el medio manco, arrugó el papel con todas las fuerzas de su mano izquierda. Se inauguraba de esa forma en el mundo del anonimato y al mismo tiempo, por primera vez en su vida, se sentía invalido, sabiendo de antemano que la máquina para zurdos sin diestra nunca sería adquirida por el moderno estado.

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/Obra Diversa / 3 Diego Molina Franco: Bogotá, 1981. Biólogo de la Universidad de Antioquia dedicado a la botánica. Maestría en geografía en la Universidad Nacional de Colombia. Libros publicados: Vida, color y canto – Plantas neotropicales que atraen aves (Sociedad de Ornitología de Antioquia, SAO, 2009) y Los árboles se toman la ciudad, el proceso de modernización y la transformación del paisaje en Medellín, 1890 – 1950 (Editorial Universidad de Antioquia, en prensa).

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Pensamiento incierto Carlos Osorno ¿Qué es esa bulla? Ah, vinieron las muchachas, ¿será que me voy a morir que vinieron todas? Quiera Dios. ¿Y las niñas? ¿Por qué no oigo a mis princesas? ¡Ay, Dios, cuánto hace que no las oigo! ¿Por qué no vinieron? Qué alboroto, ya no se preocupan siquiera de si estoy dormida o despierta. Bueno, a estas alturas creo que para ellos es la misma cosa; hasta han dicho que parece que duermo con los ojos abiertos. Ya no puedo ni seguirlos con la mirada, desde el derrame… casi ni los veo cuando pasan frente a mis ojos, en esa niebla espesa que llena todo. Los oigo a ratos cuando están cerca y este zumbido me deja oír algo. Ya no puedo hacerles ni una señal, ya no puedo hacer nada, nada, ni espantar una asquerosa mosca que se me para en los labios. Ni controlar el popó; es lo que más me ofende. Que llegue cualquiera, hasta un hombre que ni conozco, a limpiarme |209


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el trasero y a ponerme un pañal como si yo fuera un bebé. De haber sabido que esto iba a pasar, hubiera convencido a Jairo de que me hiciera la eutanasia, o me hubiera matado yo misma con un puñado de pastillas cuando todavía era capaz de moverme y de llevarme a la boca lo que iba a comer, o me hubiera cortado las venas con alguna cosa filosa que me dejaran a la mano, o me hubiera tirado por las escalas cuando dejaban la silla de ruedas cerca mientras cerraban la puerta del apartamento, cuando todavía me sacaban al sol antes del derrame. Pero cómo iba yo a saber; cómo iba yo a pensar siquiera en hacer una cosa de esas, si siempre fui buena cristiana y me tragué enterito el cuento de los curas de que la vida es sagrada, que solo Dios dispone sobre la vida y la muerte, que el sufrimiento limpia los pecados, que el cielo es para los que sufren con resignación. Bueno, no es que me hubiera resignado, ni que estuviera contenta ganándome el cielo con mi sufrimiento; siempre esperé curarme desde que el tumor me dejó media pero todavía ahí afuera, en el mundo de los vivos, renga y babeada, pero capaz de comunicarme. Si es verdad que hay milagros, por qué no iba Dios a hacerme uno a mí que siempre fui creyente, que siempre hice todo lo que debe hacer un buen |210


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cristiano, que fui una mujer buena que nunca le hizo un mal a nadie, que nunca fui infiel y me casé con todas las de la ley, como Dios manda; que me cuidé física y espiritualmente, que ayudé a los pobres y les dediqué tiempo con las muchachas del club. Con lo que me horroriza la gente fea que huele maluco. ¿Por qué Dios tenía que castigarme a mí con esto, habiendo tanta gente mala que se merece más que yo sufrir así? Siempre creí que se me haría el milagro; por eso, después de que quedó claro que la medicina no iba a lograr que me recuperara, acepté ensayar todos los esoterismos y brujerías que me decían que le habían funcionado al amigo del primo de un conocido de un vecino. Yo, que antes me reía de todas esas carajadas en las que cree la gente ignorante, ingenua o desesperada, porque yo creía en la ciencia y porque la iglesia rechaza todas esas supercherías. Pero cuando los médicos dejaron de darnos esperanzas después de que me sacaron el tumor y quedé arrastrando una pata, empezamos, mi Jairo, a ir a cuanta bruja, médium, curandero o chamán nos recomendaban los amigos. Curanderos indios en Bogotá y La Guajira, brujas gordas y greñudas en Medellín y Cali, curas medio raros, dizque sanadores en Bello y en Toluviejo; y hasta un policía milagroso de La Estrella |211


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visitamos como la fuente de sanación que iba a lograr, seguro, lo que no pudo la ciencia. Pero nada, a lo mejor Dios me acabó de condenar por creer en todas esas pendejadas y me mandó el derrame que me dejó, ahí sí, lista y sin contacto con el mundo; sin poder hablar ni moverme casi. Pero al menos al principio podía mirar a donde quería y expresar algunas cosas con la mirada. ¡Qué consuelo!… mover una mano, llorar, como cuando me mataba el dolor de las hemorroides, y logré llorar hasta que entendieron y se pusieron a buscar qué me pasaba, pero ya ni eso. Jairo; ay, Jairo. Si pudiera hacerte alguna señal de que oigo las palabras bonitas que me dices; si pudiera al menos mirarte para decirte con los ojos que ya no puedo más, que ya no quiero estar más así, sin poder siquiera hacerles entender que tengo frío o calor. Ay, los fríos que he pasado en esta clínica. Frío, lo que más me ha aterrado en la vida. Si cuando chiquitas, con La negra hicimos un pacto de no dejarnos enterrar sin una cobija cuando muriéramos. Si pudiera pedirte de alguna manera que por caridad me ayudes a morir, ya que yo no puedo ni dejar de respirar aunque quiera, porque hace años que dejé de pedir el famoso milagro, de pedir nada, de querer seguir viviendo. Pero no, Jairo, tú que eres mi única esperanza no vas a ser capaz de |212


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pensar nunca en ayudarme a terminar con esta pesadilla, por ese nuevo cristianismo místico que te metieron en la cabeza y que, sí, a ti te cambió la vida porque dejaste de voltear conmigo para arriba y para abajo, desesperado, buscando charlatanes milagrosos; a ti te tranquilizó y te dio algo que llenara tu vida, una nueva forma de creer y relacionarte con Dios y, de paso, con una nueva “familia” que te hizo sentir bien, y hasta satisfecho en el fondo de padecer la carga terrible de bregar conmigo de un todo y por todo y acabar de criar a las niñas, porque ellos te ayudaron a aceptar todo eso como una bendición, porque “ Dios es el único que sabe por qué pasan las cosas que pasan” y Él, “en su infinita sabiduría y omnipotencia”, decidió que esta pobre cristiana purgara los pecados de todos los que la rodean. Pero, querido, ¡es que a mí me tocó la peor parte! Tuve que cargar con toda la pena sin haber cometido ninguna falta, y a ti te toca la redención, la admiración de todos por tu sacrificio y por la abnegación con que aceptas la prueba que Dios te puso en la vida. No, mi mono, no estoy conforme con ese reparto de papeles. No acepto pagar en vida la condena por los pecados que no cometí, ya no creo en eso. Al principio me dejé llevar a esos ritos que me daban más miedo que esperanza, |213


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porque te veía convencido, y como una más de las ilusiones milagrosas que aceptamos juntos. Pero después me empezó a remorder la conciencia recordando aquello de que “fuera de la iglesia no hay salvación”. Empecé a sentirme mal conmigo misma porque sentía que estaba traicionando todo lo que había creído en la vida; a sentirme mal inclusive físicamente, como aquella vez en que me llevaste al gran rito de Cali, con el maestro mayor, que me enfermó hasta el punto de tener que volver a casa en ambulancia. Pero lo que sí les creo es que estaba escrito que yo pagara los pecados de todas mis hermanas, que ni se casaron y se separaron y dejaron a los hijos por irse detrás de otro, y han vivido siempre en pecado. Óigalas, diciéndome cosas que nunca las oí decir en la vida. Se mueren de amor por mí, debe ser el remordimiento, porque en el fondo se alegran todas de que yo sea la que está aquí, tirada en esta cama como un perro muerto, sin poder siquiera toser para sacarme de la garganta esa baba repugnante que me ahoga. Pero ellas la tienen que pagar, porque yo fui siempre mejor que ellas, más bonita y más inteligente, más educada y más caritativa. Pero yo estoy aquí y ellas están ahí paradas, esperando la hora de largarse a seguir viviendo sus vidas sin mayores problemas, y a olvidarse |214


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de mí con solo cruzar esa puerta, mientras yo me quedo aquí muriéndome, y los estúpidos médicos ni siquiera tienen idea de si yo oigo, si pienso y siento, aunque no sea capaz de mover ni los ojos. Ay, Dios, ¿por qué estoy pensando esas barbaridades últimamente? Creo que me estoy enloqueciendo. Siento que me estoy enloqueciendo. Sí, me estoy enloqueciendo. Qué horror, pero, total, ¿qué diferencia habrá si yo estoy aquí tirada como un bulto, esté cuerda o esté loca? Nadie se va a dar cuenta. ¡Jajaja…! — ¿Qué fue ese ruido? ¿Se rió?

— No, vos sos boba. De qué se va a reír la pobre. ¿O será que al fin sí puede soñar? Pero no, no puede ser. ¿No dijeron pues que ya está en las últimas? — Entonces se está muriendo. Mirá. Llamá a la enfermera.

Carlos Osorno: Itagüí, 1954. Ingeniero civil y Magister en aprovechamiento de recursos hidráulicos de la Universidad Nacional de Colombia, sede de Medellín. Asistió a los talleres de Mario Escobar Velásquez y Héctor Abad Faciolince. Ha publicado narrativa y ensayo en la revista Bohemia, de la Asociación de Comerciantes de Itagüí, y artículos técnicos en la revista Empresas Públicas de Medellín y en otras publicaciones especializadas durante su vida laboral, entre 1981 y 2011.

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Malabares Juan Pablo Ramírez Jaramillo “Malabares es lo que me va a tocar hacer con el poco dinero que he recogido hasta ahora”, piensa Juan de Dios mientras calcula los segundos que restan para el cambio de semáforo. Son las 4:34 de la tarde y el pavimento está húmedo. Seis pelotas vibrantes —rojas, amarillas y verdes— contrastan en su vuelo contra el cielo gris, hacen su danza circular por el aire, van de una mano a la otra, por encima de su cabeza. El joven hace su cuenta regresiva “4, 3, 2, 1”. Ya es momento de serpentear entre el público; detiene las pelotas y las lanza a la acera, luego hace una venia mecánica y camina hacia el primer vehículo de la fila, sonríe y estira la mano como gesto inequívoco de cobro por su espectáculo. Detrás del cristal una señora mayor, con un copete lacado de más de cuatro dedos de alto, no le presta ninguna atención. Cada segundo cuenta así que Juan de Dios, ligero y sin aspavientos, |216


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se dirige al siguiente carro. Por una ventanilla a medio bajar brotan unos dedos sigilosos que le entregan una sola moneda, escasa, brillante, pero de poco valor. —Dios le pague— es la respuesta acostumbrada del malabarista que se escurre hacia el siguiente vehículo. Dos niños lo miran embobados desde la banca de atrás, no parpadean y el artista duda si es por temor o admiración. Al volante, una señora despelucada y con marcadas ojeras le sonríe. “Debe ser la mamá y tendrá suficiente guerra con este par”. —Tal vez en otra ocasión, que ahora no tengo— le dice con amabilidad la mujer. —Tranquila, Dios le pague.

Aún dispone de algunos segundos para el siguiente intento. Llega hasta una camioneta reluciente que retumba como una discoteca. Desde adentro, un muchacho, en apariencia de su misma edad, camuflado tras unas gafas oscuras de espejo, le limosnea un billete arrugado y sudado de mil pesos. —Dios le pague— pero no obtiene respuesta, pues el vehículo acelera furibundo y arranca con el resto de la fila; se aleja con el pumpum del reggaetón a todo volumen, mientras el malabarista aprovecha el breve intervalo

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que le brinda un conductor adormecido para cruzar frente a su auto y saltar a la acera. Corre de nuevo hacia el semáforo, preparado para reiniciar el show.

“Mil quinientos pesos. Todavía falta mucho” piensa Juan de Dios al guardar en un maletín el dinero recibido, donde va a sumarse con el resto de la exigua colecta del día. A continuación toma no seis sino ocho bolas con la esperanza de ofrecer un espectáculo más vertiginoso, y tal vez así emocionar mejor al distraído público para hacerse con su favor, pero sobre todo con sus donaciones. El semáforo cambia de amarillo a rojo y el artista se lanza otra vez a su palestra, saluda con la venia de rigor y comienza su juego circense.

Si ustedes estuvieran en un auto allí, frente al malabarista, verían su rostro tenso, con la mirada al cielo siguiendo el recorrido emborrachador de las esferas, la punta de su lengua aprisionada entre los dientes y el entrecejo hendido por el esfuerzo. Supondrían que ese rostro, enmarcado entre las rastas del pelo que se bambolea al compás de los brazosaspas, es evidencia de una concentración tenaz. Pero el rictus severo es sólo una parte más del show, una particularidad del personaje que |218


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aumenta su dramatismo. Juan de Dios lleva más de diez años haciendo sus malabares y ya sus manos obedecen mecánicamente para mantener a flote objetos voladores. El suyo es un espectáculo de precisión ya aprendido. El verdadero reto para él es reservar suficientes segundos para hacer la recolecta de aplausos y dinero. Por esto, mientras su cuerpo juega con las leyes de la gravedad y la dinámica, su mente se centra casi de lleno en un conteo regresivo y en un juicio rápido, a vuelo de ojo, sobre los mejores prospectos entre el público. “¿Quién tiene pinta de colaborar más?”. Aunque a la hora de la verdad, las apariencias engañan, ya no se sorprende al descubrir la avaricia y la grosería revestidas de opulencia. Son las seis menos cinco y a pesar de que se ha esforzado bastante, comprueba con preocupación que lo que ha logrado reunir dista mucho de sus expectativas. Mientras se hidrata con el agua-panela que ha permanecido guardada todo el día en su maletín, piensa que a ese ritmo no alcanzará a juntar lo que necesita para pagar la habitación de la pensión, las medicinas y los pañales del bebé. Empieza a oscurecer y las luces del semáforo resaltan mejor. Verde. No quiere llegar a casa y encontrarse con Aura, que estará furiosa con él y no habrá olvidado la |219


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discusión que tuvieron esa mañana. Tendrá que decirle que no tiene suficiente dinero. La pelea se volverá a encender. Ella le exigió que buscara un empleo más estable, que debía empezar a mirar las cosas de otra manera, que ya no eran tan pelaos, que con el bebé todo es distinto, que no pueden seguir aguantando hambre, viviendo arrancados, al día, a la espera de lo que él pueda recoger haciendo sus malabares. Que ella ya no puede ayudarlo porque el bebé ocupa todo su tiempo y esfuerzo y no es justo sacarlo cada día a que aguante sol y lluvia, sentados en una acera sucia respirando nada más que el humo de los carros mientras el papá trata de juntar unas monedas. Y como sonido de fondo, agravando la atmósfera mientras discutían, la tos y el llanto del bebé. La jodida tos que persiste desde hace cuatro noches. Y Juan le había gritado a Aura que ya lo sabía, que a él también le dolía ver enfermo al bebé. Salió de la habitación dando un portazo y no se despidió de Doña Graciela, la propietaria de la pensión, que lo saludó con su acostumbrada amabilidad. Amarillo. “¿De qué puedo pedir empleo? ¿Celador? ¿Barrendero? No sé hacer nada más que malabares. No tuve la oportunidad de estudiar y en cualquier parte me van a pedir el bachillerato. ¿Qué les puedo decir en una entrevista? ¿Qué llevo más de diez |220


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años recorriendo las calles de varias ciudades, y que además de las pelotas también puedo hacer malabares con machetes y teas ardiendo? No. Me toca defenderme como pueda”. Rojo. Juan de Dios salta a la mitad de la calle y finge su mejor sonrisa a los conductores de las primeras líneas, que lo miran impávidos, con caras que patentizan el cansancio de una jornada de oficinas y almacenes que está por terminar. Las bolas de colores empiezan de nuevo su danza ingrávida. Juan de Dios abandonó el pueblo cuando tenía 11 años. Vivía con sus papás en una parcelita al sur del país donde cultivaban fríjol y tomate. Tercero de primaria fue su último grado, que hizo en una escuela rural de nombre La Escondida hasta que su papá prefirió que le diera una mano en el campo.

—Con esta violencia las cosas no están fáciles mijo y necesito ayuda, cuando esté más grandecito sigue estudiando.

La mamá no se opuso, nunca lo hacía, pero cada madrugada le tenía lista la aguapanela caliente y lo despedía con un beso en la cabeza llamándolo mi hombrecito. Él salía a trabajar orgulloso y contento; prefería arar la |221


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tierra y cosechar verduras que caminar más de cuarenta minutos cada mañana para llegar a la destartalada casa que hacía de escuela, al borde del camino veredal. Y el mismo tiempo de regreso al medio día, con las tripas haciéndole ruido, después de oír por horas la cantinela de un profesor mal remunerado y apático que recitaba lecciones eternas en un sonsonete deslustrado. Una tarde, al regresar de hacerle un mandado a su mamá, Juan de Dios espió desde la espesura de un matorral cómo un escuadrón de paramilitares le gritaba a sus padres que eran unos malparidos colaboradores. Así sin más, los arrastraron frente al muro blanco de boñiga y cal, y los fusilaron. El muro ya nunca más fue blanco y Juan de Dios se descubrió de golpe solo en el mundo. “¿Colaboradores de qué o quién?”. Permaneció escondido detrás de los arbustos hasta bien entrada la noche por miedo a que regresaran los diablos, que se habían alejado riendo apenas perpetraron su barbarie. Pero no volvieron y el hombrecito, mi hombrecito, obligado a crecer años en el lapso de horas, se deslizó como una sombra hasta los dos bultos. Se les echó encima y lloró. Lloró. Lloró. “¿Qué puedo hacer? ¿Quedarme? ¿Para qué? ¿Buscar ayuda? ¿De quién? ¿Ir al pueblo a donde la |222


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policía? ¿Y si son amigos de los diablos, como se dice, y vuelven por mí?”. Se acordó de unos parientes de su papá que lo habían visitado un par de años atrás. Vivían en otra región, al norte del país, y se los figuró como su única alternativa. Decidido a encontrarlos y acogerse a su caridad, entró en la casa y revolvió unos pocos papeles que formaban un atado debajo del poyo de la cocina de su mamá. “Ay mamita”. Allí estaban, escritas a lápiz en una hoja rasgada de cuaderno, las señas para llegar hasta su improbable destino: una remota familia de la que apenas sabía algo. Juntó el dinero que encontró, empacó sus tres mudas de ropa, comió lo que pudo, se guardó en el bolsillo una estampita de la Virgen de las Lajas de la que era devota su mamá, y se dispuso a partir. Un periplo por varias ciudades del país lo traería hasta este semáforo, en este día que ya llega a su noche. Son las seis y media y Juan de Dios acaba de hacer otra ronda de recolecta. Esta fue mejor que la anterior. La hora pico ayuda pues el semáforo le concede casi medio minuto extra en cada cambio y entre tanto carro inmóvil siempre aparecen conductores expectantes que agradecen cualquier novedad que los distraiga del sopor de la espera. La oportunidad |223


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de recuperar las horas perdidas y equilibrar el bolsillo es ahora. Cambia las pelotas por las teas encendidas, que brindan un espectáculo más excitante con reminiscencias de los bazares míticos de Arabia, capaces de encender la imaginación más pronto y ensanchar la generosidad de los conductores. Saca de su raído maletín, el mismo que lo acompaña desde que salió de su pueblo, dos barras rematadas con trapos. Empapa sus puntas en petróleo y enciende las llamas cuando pasan en estampida los últimos vehículos, antes del siguiente rojo. Una vez su nuevo corrillo de espectadores está alineado, con los faros alumbrándolo, el artista hace su entrada y lanza por los aires las teas brillantes; sobre su cabeza las llamas fugaces dejan una estela naranja, blanca y amarilla, que contrasta contra el cielo contaminado de la noche. El aire huele a combustión, a carbón, a café requemado, pero él no lo nota, pues ahora sí está concentrado de verdad en el ritmo de sus brazos y el peso de las teas; no se puede permitir una quemadura. Los segundos pasan volando como vuelan las flamas cerca de sus cabellos amasados. Cuando restan unos cuarenta segundos para que el semáforo dé vía libre, Juan de Dios finaliza su show y sopla huracanes para apagar los fuegos. Hace su ronda entre el |224


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público y retorna contento a la protección de la acera. Ha repetido varias veces su ceremonioso “Dios le pague”. La cosecha de billetes gastados y monedas promete. “Gracias, mamita. Yo sé que desde el cielo me estás ayudando”, se dice en voz baja el malabarista, que por primera vez en el día ve posible juntar todo el dinero que Aura espera en la pensión. “Y de pronto hasta más”, piensa antes de salir otra vez al ruedo.

En Pasto tuvo que mendigar cuando se le acabó el poco dinero que requisó de los ahorros de sus padres. Recordaba esos primeros meses como un infierno frío y duro, igual al piso de la acera adosada a la catedral mayor donde tuvo que pernoctar incontables veces. Lo único rescatable de aquel tiempo fue la amistad que hizo con un actor adolescente de un grupo teatral callejero que, visto en retrospectiva, fue quien lo salvo en el momento más oscuro y desesperado. Una tarde de domingo soleada, raro en esas latitudes, Juan de Dios caminaba desconcertado por el centro de la ciudad, envuelto en una ruana tosca y sucia, pateando cuanta piedra y basura se encontraba tirada en el piso. Las palomas asustadas le abrían paso al igual que la gente perfumada que iba para misa. |225


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No sabía a dónde dirigirse; le daba lo mismo cualquier calle siempre y cuando no lo alejara mucho de su nicho en las paredes blancas de la catedral. En eso vio de lejos a una multitud en una plaza y sintió curiosidad. A medida que se acercaba, oyó el aplauso entusiasmado de las gentes. Espió por donde pudo, sigiloso para no llamar la atención de quienes le daban la espalda pues sabía que si lo descubrían celarían de sus intenciones. Por una rendija entre el bosque de piernas descubrió a un variopinto grupo de payasos y malabaristas en medio de su espectáculo. Saltaban, caían, bailaban y jugaban con todo tipo de bolos y artefactos. Se maravilló con sus caras pintarrajeadas y la alegría que aparentaban y quiso ser como ellos. Observó anonadado un buen rato, hasta que una pelota verde rodó por debajo del público y fue a dar donde él estaba. La tomó entre sus manos hasta que el show terminó y el tumulto se deshizo. Un payaso que ondulaba entre la gente, con un sombrero vuelto abajo en su mano, lleno de monedas, se le paró al frente y lo miro. Juan de Dios sólo atinó a depositar la bola encima de la recolecta. Paquirris le sonrió antes de seguir con su ronda y él se alejó como todos, pero al doblar una esquina se detuvo y regresó hasta donde estaban los actores. Paquirris lo reconoció y se le acercó. |226


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—Quiero trabajar con ustedes— fue el único saludo que pudo balbucear Juan de Dios. —¿Sabes hacer alguna gracia? ¿Malabares? ¿Zancos? ¿Bailar? —No, pero puedo aprender.

Y así comenzó una amistad que le enseñó a hacer malabares con bolas de colores y lo llevó a recorrer varias ciudades en el sur del país. Aprendió que en la calle tenía otra opción diferente a mendigar, y hubiera seguido con su nueva familia si el jefe no hubiera decidido continuar la gira por Ecuador y Perú. Juan de Dios, aún esperanzado en el encuentro con sus familiares remotos, optó por decirles adiós y retomar su camino hacia el norte. Por lo menos ya tenía una forma de ganarse la vida mientras alcanzaba su destino. Se abrazó con todos, en especial con Paquirris, y llenó su maletín con las pelotas que le dieron como regalo de despedida. Después tomó un bus que lo llevó hasta Popayán. Su primer show en solitario lo hizo apenas se bajó, en una calle cercana a la terminal de transportes. Después, con los meses, vinieron Santander de Quilichao, Cali, Tuluá, Armenia y Manizales. Su pelo aindiado creció, así como su dominio para mantener en |227


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el aire cada vez mayor número de objetos. Con diez y seis años arribó a Medellín.

Los primeros días vagó por la ciudad, probando a hacer su show en cualquier vía con afluencia de principal. Pronto descubrió que debía evitar las calles atestadas de buses y taxis, que rara vez le aportaron una moneda y en cambio amagaron a atropellarlo en varias ocasiones. En ese deambular se encontró una tarde en un barrio residencial de casas señoriales. Caminó maravillándose de los antejardines y fachadas valladas; al rato paró a descansar en un parquecito poblado de árboles, bancas y tórtolas. Un hombre, cuatro o cinco años mayor que él, había tensado una cuerda entre dos troncos y hacía equilibrio sobre ella. Como el Jesucristo que recordaba de un cuadro de su remota escuelita, el hombre era rubio, de pelo largo y barba, delgado, bien formado y de nariz contundente. Se desplazaba midiendo cada paso como si flotara, o caminara leve sobre las aguas. Era Gastón el argentino, que lo invitó a acercarse con una mirada azul y una sonrisa, antes de aterrizar grácil sobre el césped. —¿Qué hay, pibe? ¿Cómo te llamás?

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Conversaron toda la tarde y Gastón le propuso hacer un show juntos. Él no lo dudó y se desplazaron pocas calles hasta el semáforo de un cruce de avenidas rectas, donde abundaban las camionetas de alta gama y carros con rines de lujo. Allí hicieron varios dobles de malabares y recogieron más monedas y billetes de los que Juan de Dios hubiera podido imaginar. No se le escapó que el rostro atractivo y el acento porteño de Gastón hicieron gran parte del trabajo, pero este, en un gesto generoso que el muchacho nunca olvidaría, le ofreció la mitad de las ganancias cuando decidieron que ya era suficiente por ese día. Estaba oscureciendo y el argentino lo convidó a comer en un lugarcito “bárbaro”. Después de varias semanas de trabajar juntos nació entre ellos una camaradería de corazón, casi una relación filial donde Gastón, como hermano mayor, le enseñó que las calles más rentables eran las avenidas de los barrios residenciales de los ricos, cuáles poses y gestos debía fingir para darle mayor dramatismo a su espectáculo, además, varios trucos con cartas, juegos con machetes y la consistencia exacta que debe tener el petróleo para arder más tiempo en las teas. Y fue también, gracias a él, que conoció a Aura. Gastón, con su locuacidad y su pinta era |229


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miel para las mujeres que, como moscas, lo acechaban en todo momento. Juan de Dios, más tímido y silencioso, lo escoltaba donde fuera y era testigo del magnetismo que el argentino irradiaba; cada sábado en la feria San Alejo, o en cualquier otra reunión hippie, bastaba con que Gastón apareciera para que los mujeres lo rodearan y le pidieran que contara anécdotas de sus innumerables viajes por todo el continente. Este no se hacía de rogar y relataba sus aventuras, mientras buscaba entre el público a la mujer más atractiva, a la más “mina”, para seducirla después, en privado. Todo esto lo hacía con una gracia y desparpajo que el joven admiraba con devoción, soñando el día en que él también, a punta de verbo, pudiera llevarse a la cama a alguna mujer, en especial a una que veía cada sábado entre las espectadoras del argentino, y que lo miraba insistente de reojo. Era blanca y pequeña, como la luna, con un cuerpo frágil en el que despuntaban los senos incipientes. Era casi una niña con el pelo negro, larguísimo. Era Aura. Juan de Dios notaba sus insistentes miradas, pero no reunía el valor para acercarse a ella y hablarle. Además, suponía que la chica estaba allí por el argentino, igual que el resto. —Esto no te lo puedo enseñar. Es algo que tenés que descubrir vos solo —le había |230


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respondido Gastón una vez que Juan le preguntó cómo hacía para conquistar a una mujer, pensando en particular en cómo abordar a Aura. El argentino, que tenía ojo para notar la atracción entre las personas y se había percatado del nerviosismo que Juan demostraba cuando estaba cerca de la muchacha, le dijo: —No seas boludo, sólo acercáte a ella y le hablás.

Y así lo hizo Juan de Dios el sábado siguiente, y descubrió con agrado que ella se llamaba Aura y que era más que amable con él. Charlaron y rieron, y ella le confesó que lo quería conocer desde que lo vio la primera vez, y que sabía hacer trenzas y tenía un toldo de artesanías con unas amigas; que hacía collares de piedras, coco y hueso; que su comida favorita era el mondongo con banano y que había estado en Pasto una vez con sus papás cuando era muy chiquita, y él bromeó porque chiquita seguía siendo; y que había tenido un gato que se voló y después un perro que murió atropellado; y que quería aprender a hacer malabares. Improvisaron unas pelotas con bolas de papel arrugado y él le empezó a enseñar cómo lanzarlas y recogerlas a la vez. Descoordinada por naturaleza, Aura no logró mantenerlas en el |231


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aire por más de dos rondas, pero él en secreto lo agradeció, pues así tuvo la excusa para sujetarle las manos y abrazarla por detrás más tiempo del permitido entre dos desconocidos. La tutoría de los malabares se repitió durante las siguientes semanas, y aunque fracasó en términos circenses, les permitió seguirse viendo y enamorándose. Al final terminaron en la cama, en un acto en el que los cuerpos y las almas tuvieron toda la sincronía que le faltaba a los malabares de Aura. Los meses pasaron y ella se empecinó en hacerle “rastas” al aindiado pelo de Juan. Los avances en la tarea colosal eran seguidos entre chanzas por Gastón y sus amantes de turno. Como el pelo que se fue apelmazando, la relación de la pareja ganó solidez, espesura, fuerza. Tanta que cuando Gastón le dijo a Juan de Dios que quería marcharse y viajar otra vez por las carreteras de Suramérica, que lo acompañara, que juntos podían hacer mucho dinero y coger con muchas “pibas”, que quería llevarlo a su ciudad, mostrarle San Telmo y presentarle a su vieja, él se lo agradeció con un abrazo y un beso en la mejilla, pero se negó. Con este gesto selló una decisión que había tomado días atrás: le dijo adiós en definitiva a su cada vez más postergado viaje al norte, y a cualquier |232


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otro viaje que lo alejara de Aura. Ahora su vida estaba al lado de ella. Una mañana acompañaron al argentino a la terminal de buses, y después de que este partió, la mujer lo besó y le dijo:

— Tenía mucho miedo de que te fueras con Gastón. Ahora las cosas van a ser muy distintas entre nosotros. Te amo. —Tú sabes que yo también.

—Tengo que darte una noticia: estoy embarazada—le dijo ella con una sonrisa en los ojos.

De esto hace más de un año. Ahora el malabarista lanza al cielo las teas ardientes y le pide al cielo que no llueva. Pero el cielo no sabe de malabares, ni de bebés enfermos, y empieza a desgajarse en una fina llovizna. Las llamas no se apagan, pero chisporrotean y él tiene que entrecerrar los párpados para que el agua no le fastidie en los ojos. Hace otra recolecta fructífera y se refugia en el andén mientras la lluvia arrecia un poco. Son las siete y media de la noche y todavía la calle está amontonada de autos. Revisa el bolsillo del maletín donde ha guardado el dinero recogido hasta el momento; hurga con las manos revolviendo monedas y billetes, y suma. Ya está muy cerca |233


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de su meta. Satisfecho reemplaza las teas apagadas por cuatro machetes de punta roma. Los había brillado con dedicación esa misma tarde y ahora resplandecen con los reflejos de los faros y el alumbrado público. Los acaricia y empuña antes de pararse en media calle y lanzarlos al cielo para un nuevo acto. El acero silba en su frenética danza cortando el aire cerca de sus oídos mientras piensa que las cosas resultaban más fáciles antes cuando no tenía que preocuparse por el dinero y bastaba con recoger lo suficiente para comprar pan, arroz y panela. Ahora, con Aura y el bebé, todo es distinto. Además, reflexiona, antes no había tanta competencia. “Mendigos, bailarines de breaking, limpia vidrios y vendedores de cuanta cosa pueda imaginarse: DVDs, maní confitado, novenas, barquillos, libros infantiles para colorear, galletas caseras, estuches de celular, fresas silvestres. Menos mal esa noche, gracias a la llovizna, soy el único que atrae la atención”.

Se instalaron en una pensión barata del centro. Allí planearon una vida juntos mientras el vientre de la mujer se ensanchaba y los miedos iniciales de Juan daban paso a un entusiasmo paternal. Una mañana, abrazados en la cama después de hacer el amor con una paciencia y calma inusitadas —para no aporrear al bebé, se |234


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justificó él— sopesaron nombres y abrieron la única ventana que daba a la calle para que la luz entrara y se aireara la habitación. Luego, cuando el hombre se preparaba para salir a trabajar, se detuvo un instante al lado de la puerta y desde allí contempló el espectáculo más bello que había visto nunca: Aura desnuda, con la piel tornasolada por la luz matinal, enredada en la sábana, murmurándole palabras de amor a su propio vientre. En ese instante el malabarista se prometió que saldrían adelante y empuñó con fuerza las correas de su maltrecho bolso lleno de bolas, teas y machetes. Se apresuró a recorrer las calles y poner en práctica los trucos que había aprendido junto a Gastón. Descubrió el cruce de vías de un barrio de ricos donde los conductores estaban más predispuestos a ayudar, mejoró su técnica y sincronización, aprendió a calcular el momento preciso para iniciar la ronda de recolectas antes del cambio de semáforo y asumió unos gestos dramáticos para darle emoción a sus presentaciones. Pronto pudo comprar la cuna que Aura había escogido para el bebé, además de biberones, baberos, babuchas, cascabeles, pañales en oferta y rasca-encías. Alcanzó incluso a ahorrar algo de dinero que le ayudó durante las semanas en que disminuyeron sus ingresos debido a los |235


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tractores y retroexcavadoras que se encontró una mañana al llegar a su habitual semáforo de trabajo. Al principio Juan de Dios trató de continuar como si nada, pero pronto el polvo, el traqueteo ensordecedor de los taladros, los trabajadores vociferantes enfundados en chalecos reflectivos y la impaciencia de los conductores, le demostraron que allí ya no había espacio para bolas de colores ni machetes brillantes.

Tuvo que buscar otro semáforo. Cada día probó en un lugar diferente, pero ninguno resultaba tan próspero. Al fin, dio con una intersección donde los réditos, si bien no igualaban a los de su mejor época, sí eran suficientes para cubrir todos los gastos, tanto los habituales como los nuevos surgidos del embarazo de Aura. Es el cruce en el que está lanzando los machetes al aire. Lo encontró por casualidad, una tarde que vagaba extraviado después de una mañana infructuosa. Supo que allí tendría una nueva oportunidad y lo corroboró en sus tres primeras jornadas. Al finalizar su sexto día, cuando ya pocos carros circulaban por la calle y la luna reinaba en el cielo como un ojo gigante, Juan de Dios estaba agachado empacando sus bártulos. Sintió que alguien se le paró al lado, levantó la cara y se encontró con tres tipos que lo miraban |236


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con desprecio. Le llamó la atención la cabeza rapada, coronada por una cresta espinosa, y los lóbulos de las orejas perforadas del que intuyó que era el jefe, el tamaño descomunal del que estaba a su derecha y los brazos atiborrados de tatuajes del otro. “Problemas”. No tuvo ninguna duda que eso era lo que representaban. Sintió miedo. El más musculoso se dirigió al de la cresta, que jugaba con un puñal: —Mirá a este tan tranquilo en nuestro parche.

—Qué’ubo gonorrea, ¿qué estás haciendo aquí? —le preguntó el otro a Juan de Dios, sin subir la voz, lo que aumentó su tono amenazante.

—Nada. Trabajando —respondió el malabarista que instintivamente cerró el maletín para apartar de la vista el dinero que dormía en el fondo, debajo de las teas, los machetes y las pelotas. Se puso de pie para estar al mismo nivel de los extraños pero no alcanzó a enfrentarlos porque el grandote, como una víbora con una agilidad inesperada en alguien de su tamaño, ya se había deslizado detrás de él y le había sujetado los brazos.

—¿Y te fue bien? Veamos que tenemos por aquí— agregó el de los tatuajes mientras se |237


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agachaba y empezaba a revolver dentro del bolso. Tiró afuera los implementos y volcó en el suelo las monedas y billetes— Sí. Le fue bien — continuó el ladrón, dándole el reporte a su jefe y guardándose en la chaqueta todo el fruto del trabajo de ese día de Juan. —Hey, muchachos, no me quiten…

—Callate hijueputa si no querés que te chucemos —atajó el jefe la solicitud de clemencia que el malabarista empezaba a elevar. —Más bien perdete y no volvás que no te queremos ver por acá. Este es nuestro semáforo. La próxima vez te morís. El grandulón lo golpeó en el riñón derecho y lo empujó con tanta fuerza que lo hizo caer. Dudó por un segundo si tendría alguna opción frente a los tres bandidos; en el maletín tenía los machetes, romos, pero machetes al fin y al cabo, y también las barras de las teas. Pero antes de que la idea se convirtiera en plan, descartó cualquier tentativa porque a su mente acudió la imagen de Aura acostada hablándole palabras de amor a su vientre. Ellos eran tres y podían hacerle daño; no se podía permitir una herida, y mucho menos morir desangrado dejándola sola, así que conservó la cabeza baja y sin |238


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levantar la mirada recogió los utensilios y los echó de nuevo en la bolsa. Tuvo que arrastrarse humillado para recoger algunas pelotas que habían rodado hasta la cuneta. Después se paró y caminó lejos de los matones, que guardaban silencio. —Ya sabés… Que no te volvamos a ver por aquí gonorrea— le gritó alguno de ellos cuando ya se había alejado bastante.

Esa noche, antes de cruzar la puerta de la habitación en la pensión, el malabarista lloró de miedo y rabia. Lloró con dolor del pasado y con desasosiego por el futuro. Lloró por el diablo que se disfrazaba de camuflaje o punkero. Después entró a la habitación, se desvistió aturdido y se dejó caer en la cama. Se acurrucó como el bebé que crecía en el vientre a su lado y así se quedó dormido. Aura, entre sueños, lo cubrió con un abrazo maternal. Durante las siguientes semanas, Juan de Dios improvisó su espectáculo en cuanto semáforo se encontró, pero en ninguno logró reunir la misma cantidad de dinero. Una cosa tenía clara: con la proximidad del nacimiento no podía desistir. Llevó su éxodo cada vez más lejos, pero sus esfuerzos no le reportaban lo |239


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que necesitaba, así que un día, con el miedo ya aplacado, volvió a pasar por la calle donde había sufrido el desencuentro con los ladrones, y al no verlos, se arriesgó a montar su show. Los diablos no aparecieron en toda la jornada y al terminar, ya caída la noche, contó el dinero recolectado. Esa noche durmió tranquilo. Al día siguiente, esperanzado se encaminó de nuevo hacia allí, pero desde lejos los vio adueñados de la calle haciendo un show bizarro sobre mono-ciclas. Prefirió buscarse otro cruce aunque no pudo encontrar ninguno tan atestado de carros; las ganancias tampoco colmaron sus expectativas en esa ocasión, ni en las siguientes. Al cabo de varios días se sentía apremiado por los gastos que crecían a la par del vientre de Aura. Contaba el dinero al final de cada jornada y aguantaba la rabia. “Con esto no vamos a poder”, se repetía. De a poco fue idealizando el cruce prohibido como su tabla de salvación. El recuerdo de las amenazas ya se había casi esfumado después de tantas horas de sol y llovizna, ventanillas cerradas y bolsillos ligeros. Empezó a pasarse por allí con periodicidad y, si sus auto-proclamados propietarios no estaban, aprovechaba para compensar en tardes generosas la pobreza de los días previos; sin excepción, cada vez |240


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que montaba su show en ese cruce regresaba contento a la pensión. Trató de descifrar algún patrón en las ausencias de los ladrones, pero al parecer estas eran caprichosas y aleatorias. Poco a poco fue confiándose de que podía hacer su trabajo, y hubiera seguido incauto si una tarde no hubiera visto de reojo al grandulón a lo lejos. Tuvo que abandonar en el aire algunas bolas, tomar apresurado su maletín y correr para escapar de Brazos-tatuados que venía por otra calle y se había lanzado a perseguirlo gritándole que lo iba a matar. Después del susto y bastantes metros de carrera, cuando vio que nadie lo seguía y pudo parar a tomar aire, Juan de Dios se persuadió de que era mejor no volver por esos lados. Su corazón, redoblando como un tambor fue categórico: “No vale la pena que me linchen, ya encontraré otro lugar para conseguir el dinero”.

Pero los otros lugares nunca aportaron lo suficiente. El bebé nació, las pacas de pañales en oferta se fueron agotando y el genio de Aura se agriaba más cada día. Las discusiones no tardaron en llegar. Y ahora, con el bebé enfermo, la situación es crítica. Esta mañana, después de salir tras el portazo, Juan de Dios vagó con su espectáculo por algunas calles, pero la colecta de dinero fue muy escasa. Con el |241


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recuerdo de la tosecita de su hijo y los últimos reproches de Aura rondándole en la cabeza decidió acercarse a su idealizado cruce. Rezó para que los matones no estuvieran y el cielo pareció escucharlo. Ya lleva toda la tarde y parte de la noche trabajando, ha recogido el dinero que necesita y ellos no han aparecido. Sonríe mientras el acero de los machetes destella en el cielo. La lluvia ha amainado y sólo cae un ligero polvillo de agua. El tráfico de carros también amaina y el malabarista hace una reverencia ante los pocos espectadores que lo miran. Hace su ronda de cobro y tiene que guardar parte de la recolecta en los bolsillos pues sus manos están llenas. —Dios le pague. Dios le pague. Dios le pague.

Decide que ya es suficiente mientras camina hasta el semáforo y vacía el dinero reciente al maletín. “¿Y si hago dos rondas más?”, el malabarista duda. Al final se decide. “Tengo que aprovechar que hoy las cosas van bien”.

Regresa a la calle y se abstrae en el volar del acero y en su cuenta regresiva. Tan concentrado está que no se percata de unos ojos de hiena que lo espían desde el quiebre de una esquina. Unos ojos drogados que lo acechan con maledicencia, |242


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en silencio, y lo dejan acabar el show, recabar las últimas ganancias, empaquetar los machetes, cerrar el maletín, echárselo al hombro y caminar silbando para dejar atrás el semáforo y adentrarse en una callecita secundaria. El cielo nublado de la tarde ha cedido su lugar a un tachonado de estrellas y una luna que sólo por segundos se oculta tras esporádicas nubes que navegan por la cúpula despejada. Juan de Dios patea una piedrecilla y se imagina la cara de contenta que va a poner Aura cuando juntos le den vuelta al maletín y caigan las monedas y billetes sobre el suelo de la habitación. Harán varios montoncitos acordes con sus necesidades: “estos para comprar más pañales, estos para las medicinas del chiqui, esto para pagarle a Doña Graciela y esto que nos sobra… ¿Qué quieres hacer con esto mi amor? ¿Quieres que vamos a almorzar mañana mondongo por ahí?”. Y la besará y le pedirá que no vuelvan a pelear. El malabarista sonríe ignorando que dos diablos lo siguen. Se le acercan sigilosos y sólo los nota cuando los tiene encima. Trata de correr pero una tercera sombra simiesca se le atraviesa; no sabe de dónde ha salido. Tampoco sabe de dónde sale el destello del acero que brilla con la luna, acero que no tiene la punta roma y se le clava en los riñones, en el |243


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estómago, en los pulmones, en los brazos que tratan de defenderse. Goterones de sangre, de su sangre, caen al suelo como bolas rojas. Como el rojo del semáforo que le indica que el agite de la calle se detendrá. Antes de cerrar los ojos lo último que ve es unos brazos atestados de tatuajes que aferran las correas del maletín. Luego la oscuridad. Oye una voz familiar cerca de su oído: —Te estaba esperando, mi hombrecito.

Juan Pablo Ramírez Jaramillo: Medellín, 1974. Publicista de la Universidad Pontificia Bolivariana. Máster en Diseño y Producción Multimedia de la Universidad Ramón Llull (Barcelona, España). Ganador del Segundo Concurso Nacional de Cuento Breve Generación El Colombiano (2010) con el cuento “Un brujo en el Metro”.

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Hard to say I´m sorry Adriana Restrepo “Even lovers need a holiday”…Chicago No nos vemos desde que compartimos el salón para la exposición de sus retratos, podrían ser siete, ocho o quizá más años. Cuando miraba sus ojos pensaba en cómo cambiaban de tono; unas veces parecían amarillos, otras, pardo claro. Si estábamos conversando, los primeros minutos los dedicaba a escudriñar sus transformaciones, podría ser que tuviesen un mecanismo extraño activado con los cambios de luz; otras veces pensaba en la posibilidad de que alguna idea fija de tanto rondar por su cabeza tuviese la particularidad de instalarlo. Me pregunto cómo los veré después de tanto tiempo. Tal vez reflejen el color de la distancia, del silencio, de ese lugar desde donde miran los hastiados esperando algo que no llega, como le ocurría a ella en ese tiempo. “Es tan amplio |245


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esperar”, me dijiste esta mañana recordándola cuando desayunábamos, mientras esparcías la mermelada sobre el pan. Y continuaste: “Piensa en una hoja en blanco donde fijas la mirada. Deja pasar el tiempo. Después de media hora pon otro punto. ¿Qué pasa? Deja pasar más tiempo, no importa cuánto. Y… así indefinidamente. Esperar, esperar, esperar algo que no llega”. Es cierto, pienso ahora, porque tú no soportas esperar, pero ella era una Penélope más de las muchas que aparecen aquí y en todas partes, quienes, con las manos como reloj de arena, tratan de contar el tiempo y así olvidar algo importante qué decidir.

Después de recoger los platos y buscar algunos papeles que necesitaría más tarde, nos despedimos afanosamente, tomando cada uno una dirección distinta, como viene ocurriendo hace algunos días. En la mesa del comedor olvidé el papel arrugado con la dirección de ella que nos hizo llegar su hermano. Sin lugar a duda iremos, pensé, aunque lo más probable será que tú no vayas…los inconvenientes…la distancia… lo que posiblemente pasará después del reencuentro. “Juguemos a lo que no fuimos”, murmuraste además esta mañana, como cuando quieres ser sarcástico. Quizá te referías a la vez que fuimos por ella para ir a cine y sufrió un |246


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pequeño percance con su vestido. No paraba de lamentarse, quería devolverse para cambiarse de nuevo, y como en minutos empezaban los cortos de las próximas películas, todo lo que le decías era que los vestidos tenían una segunda oportunidad como sacudidores. O, como cuando celebrábamos el grado y fuimos a un bar donde terminó bailando sobre la mesa, amenazando con quitarse la camisa; no lo hizo porque comenzó a llorar como si algo dentro de ella se hubiera fragmentado. Lloró tanto, repitiendo una y otra vez: “¡Yo no soy ella! ¿O sí?”

También hablaste de la mujer de Lot, que no debía mirar atrás para comprobar si las llamas consumían su pueblo perdido pero aun así lo hizo y por eso quedó convertida en una estatua de sal, y concluiste, “Lo difícil de mirar atrás es que corres el riesgo de quedar petrificado, y si no lo hace tu cuerpo, tu mente vuelve y te hace la jugada, una y otra vez, tantas veces como lo permitas y te quedas instalado allí, quién sabe hasta cuándo”. Pero, definitivamente, lo pienso ahora, era algo que ella no podía evitar. Una y otra vez volvía a mencionar sucesos que nadie recordaba, o que por alguna razón a nadie le afectaban ahora pero a ella sí. |247


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No me sorprendió cuando su hermano, al dejarnos la dirección, nos sugirió que si alguna vez la visitábamos tuviéramos la precaución de llevarle flores o libros que tuvieran muchos colores. La pasión por los colores invadía todo lo que ella hacía, como cuando alguna vez mencionó ir a las afueras del estudio del enamorado de ese tiempo, Fernando, a esparcir pétalos en el antejardín para insinuarle que lo había visitado. Sonriendo, yo aprobaba su forma inusual de expresarse, aunque pareciera un poco exagerada. Pensé hacer lo mismo contigo para exorcizar los desencuentros, pero me perdí en detalles tan insignificantes como no tener un estuche o recipiente magnífico para los pétalos. En ese tiempo trabajabas en el tercer piso de un edificio algo sórdido cerca al centro, y el jardín tendría que ser reemplazado por un corredor oscuro. Seguramente ni tú ni nadie vería esas formitas redondas y de colores esparcidas descuidadamente por ahí. Además ¿qué razón tiene mostrarle a alguien tan directamente lo que sientes? ¿Acaso tales demostraciones cambiarían la percepción que tienes de alguien? No, contigo las demostraciones afectivas eran simples y bulliciosas. Si por alguna razón te buscaba donde no habíamos planeado, olvidabas las personas con las que estabas y |248


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con una sonrisa cómplice te acercabas clavando tu mirada inquisidora pero alegre sobre mí, analizando qué rompía la forma habitual de verte.

Sin embargo, vuelvo a pensar en ella… ¿Qué respuesta obtendría de él al actuar así? O, mirándolo desde el punto de vista de él, ¿qué pensaría al recibir esa demostración de afecto tan inusual? ¿Recogería uno a uno los pétalos, los barrería, o los dejaría esparcidos por allí para que el viento los llevara a otros antejardines, a otros lugares? ¿Lo sentiría como un compromiso desdeñable? Seguro ella pensaba que un fotógrafo como Fernando, por estar buscando siempre la belleza de las formas, ese clic que lo haría descansar de su búsqueda al fin, comprendería ese gesto suyo de llamar la atención con los pétalos. No. Por el contrario, posiblemente él estaba allí y no quiso abrir la puerta, esperando un rato a que le pasara el entusiasmo. Bastaba verlo aquí o allá para comprender que estaba leyendo un guion previamente establecido, donde solamente él conocía su final y donde ella no aparecía. Tal vez comenzó a planear cómo hacerse menos agradable a su requerimiento; cómo ser una persona menos deliciosa para los |249


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deseos de ella; cómo no tener ese pelo castaño, desordenado que tanto le gustaba; cómo no tomar esas fotos tan admiradas por ella y, en cambio, seguir tomando fotos para periódicos amarillistas. Cómo no ser lo que era. ¿Todo eso debería hacer él para que ella lo olvidara? Tal vez la idea de cambiar la personalidad comenzó desde esos momentos a rondar por su cabeza con más frecuencia. Cuando compartieron el primer piso en una finca por las afueras de la ciudad, tú, los hermanos de ella y yo, descansamos pensando que sería el refugio donde acallarían sus alegrías y sinsabores; pero como no quisieron vivir allí, sólo lo usaban por ratos o noches largas.

Todo iba bien hasta cuando ella empezó a notar que las cosas no conservaban el lugar donde las había dejado. Alguna cacerola por allí, más envases de cerveza de los acostumbrados, los ceniceros limpios. Recuerdo haberle sugerido que se diera una pasada desprevenida, pero no, mientras yo hablaba con ella, miraba despreocupada las tablas del techo ignorando mis palabras, pero lo que hizo fue, pasarse por el lugar una y otra vez. Madrugaba a las cinco de la mañana y subía hasta la finquita en su bicicleta con la esperanza de encontrarlo en |250


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alguna situación comprometedora que le diera el pretexto perfecto para destrozar vidrios, quemar muebles o llevarse todos los objetos que le pertenecían. Pero en realidad, lo que más la atormentaba era el silencio; nada era real. Permanecía somnolienta detrás de algún matorral esperando a que él apareciera para confirmar alguna sospecha; sólo después de mucho tiempo el desgano la vencía. También mencionó alguna vez cuando Fernando llevó unos extravagantes amigos que venían a un festival de teatro. Contó que se tomaron el lugar como si fueran unos refugiados. El corredor se llenó de ropa secándose; la música llegaba a un volumen ensordecedor y por las ventanas salía humo de cigarrillo, corchos de botellas de vino y uno que otro de sus amigos tratando de demostrar no sé qué pirueta extraña. Para ella fueron momentos de sosiego; no volvió a mencionar sus pesquisas en bicicleta a las horas más inoportunas, optó por involucrarse como si fuera otra visita ocasional y compartió con ellos todas sus peculiaridades. ¡Claro que ella fingía! Al aceptar la invasión de su refugio lo que pretendía era asumir el papel de mujer comprensiva para agradar a Fernando. Así lo sintió él; por eso se perdió dos |251


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semanas mientras sus amigos se lo devolvían. En su ausencia, ella comenzó a pintarlo en las diferentes paredes, como si él estuviera habitando el lugar. En el techo del cuarto que servía como alcoba principal lo cobijó dormido en la cama; en la cocina, lo puso de espaldas en una ventana inexistente; en el baño compartiendo la ducha; todo con un realismo minucioso. Nunca le pintó el rostro de frente. Finalmente los visitantes les entregaron el primer piso de la finca y todo el mundo volvió a descansar. Cuando su hermano la acompañó para sacar los muebles se quedó impresionado con esas pinturas, pero no dijo nada. Alguien después las borraría. Por ese tiempo no sorprendió a nadie ver a Fernando calzando alpargatas con medias. En realidad era desconcertante después de verlo vestido con trajes grises de negocios. El pelo, no se lo volvió a cortar. Parecía descortés, intranquilo. Así pasaron algunos meses. Nadie lo volvió a ver. Con ella pasó igual hasta estos momentos en que su hermano nos deja su dirección. No obstante tus palabras de esta mañana —eso de la mujer bíblica—, decidí buscar el apartamento donde vive ella ahora. Está situado |252


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en un sector sembrado de árboles y jardines, en un quinto piso. Al fin lo de obsequiarle las flores o los libros no se concretó; era necesario conocernos nuevamente. Atrás, en otro tiempo, fue una gran amiga. Cuando abrió la puerta vi un inmenso salón atiborrado con objetos, pinturas, libros, mesas y sillas, con tal lógica del desorden que me sentía en un universo diferente. Sus ojos que tanto imaginé, se veían cansados, distantes y fríos. Hablamos como sinceras amigas, con verdadero cariño. Pero no me permitía sentarme en cualquier parte; sentí que el marrón de mi vestido le sugería posibilidades para examinarme. Una y otra vez interrumpió mis palabras para ubicarme en un rincón, en el tapete o en alguna silla. Su obsesión tenía que ver con la apariencia de los objetos de su entorno. Lo mismo ocurría con las palabras. Cuando al fin lograbas una frase con sentido, yo rogaba que lo conservara, como ancla en un puerto. Pero con ella ningún puerto existía. En su mundo los objetos tenían otros nombres, los lugares, eran otros. Todo lo agradecía. No faltaron las tarjetas, las palabras afectuosas, cálidas. Cuando al fin nos separamos, me sentí feliz. Sinceramente añoraba su compañía, como alguna vez fue con ella. Pero, me quedó la sensación de que no le ocurrió lo mismo a ella. |253


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De regreso al apartamento sentí el cansancio del día. El tráfico apabullante, el bombardeo de las luces de los anuncios, un cielo lejano, extraño, pero tan conocido. Nunca sabré si ella estaba tan enajenada y triste por la obsesión de no decidirse por nada y quedarse mirando el pasado o si la ausencia de tantos que habrían pasado por su vida le hacía caer en la cuenta de que las cosas sencillas y simples nos dan pasos firmes en esta vida fugaz. ¡Sí!, esta mañana quería jugar a otra persona que fui en otro tiempo, alguien para quien el arte tenía algo de locura, que celebraba todas sus exageraciones y chifladuras y que la vio feliz. Algunas veces una furia loca se apodera del corazón y hay que hacer algo para calmarla; ella lo logró en ese tiempo, pero… ¿dónde quedó su alegría? ¿Por qué estar allí con ella no posibilitó nada del pasado? Al empujar la puerta del apartamento, las cavilaciones se desvanecieron cuando miré en el piso unas medias tuyas enredadas por ahí, tus zapatos al pie del teléfono, periódicos, libros, papeles, ese desorden retozón, algo de música suave y tu voz preguntando por teléfono a alguien por mí. Bueno… al fin de cuentas, los amantes necesitan vacaciones. |254


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Adriana Restrepo: Medellín. Egresada del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia, con especialización en Pedagogía del Aprendizaje Autónomo, UNAD, Bogotá. Ha publicado cuentos en Obra diversa 2 (2010), selección de textos del Taller de Escritores de la Biblioteca Pública Piloto, y en Cantata en varias voces (2008), selección de textos del Taller de Escritura Creativa de Yurupary.

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Esa soledad llena de gente Carolina Rojas Vélez Cuando ella me dijo… Mira mija, aunque tú no me lo digas, yo lo sé, que te dejaste preñar del negro Cochise, aunque te hagas la desentendida yo se bien que te preñó ese negro malparido. No lo disimules, a mí no me engañas. No te creas que tú, con tus poquitos años, vas a tramar a esta vieja tan curtía de la vida. Si es claro que llevas un costal de huesos en la barriga, aunque quieras esconderlo te lo noto ahí en el hoyo de la clavícula, te salta el pulso de la otra vida que llevas dentro. Sí, sí, ahí, mira, te repica en la garganta, como marcando el tiempo de un nuevo destino. Pero sobre todo, hueles dis-tin-to mija, hueles a preñada. Yo que te levanté echándole cabeza para que no tuvieras la excusa que tuvo tu madre, y vas y le das la curva al camino pa’ agarrar la ruta de ella. La culpa de todo la tiene |256


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la maldita sangre, que jala más duro que guaya de buque. Desde chiquita te vi la sangre de tu madre jalándote pa´ el pecado, corriendo por ahí con los pelaítos, revolcándote en el piso con todos ellos pa’ sentir el cuero del otro. Pero dime, si yo te agarraba de la mano, mija, no de las greñas como hacía con tu madre, te hablaba de lo que era bueno y de lo que era malo. Por un oído te entró y por el otro te salió, y la gana de la piel de macho no se te quitó nunca. Yo lo sé. Lo he sabido siempre con estos ojos y mente de bruja que tengo, que me habrían hecho rica si se me hubiera ocurrido montar negocio, contrariando los mandatos de mi Dios. Ahora te veo marchar los pasos de tu madre, y me duele mija, con un dolor que ya no debería sentirse a mi edad. Uno que se cree que la vida tarde o temprano va a dejar de doler, luego se dice uno que más bien tarde, luego se da cuenta uno que más bien nunca. Es que me da una rabia que se te de por traer una pelaíta a repetir el camino que todos andamos en este pueblo. Porque aquí no se tiene destino propio, tú y yo lo sabemos, aquí toca compartirlo; como compartimos la cama, el plato de comía o la muda. Si no mírame a mí, que me hubiera muerto hace rato, sino fuera porque todavía tenía la esperanza de verte salir de aquí, soñando los sueños tuyos, viviendo de |257


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la vida que te iba a tocar por futuro. Pero ya no te vas, creéme, ya de aquí no sales. Me entró un dolor y un miedo. Tuve que apretarme los muslos con las uñas para disimular el temblor que se me iba a salir en llanto. Casi le digo que sí, niña Lola, que estoy preñada, preñada y sola y cagada de susto. Ahora dímelo, dímelo ya. Te dejaste preñar del Cochise, ¿cierto? Me amarré al taburete de madera y no me atreví a mirarla. Me quedé callada, con los ojos fijos en el corazoncito que yo le había rayado a la mesa con un clavo, y que en el centro llevaba mi nombre: Alicia. Quise que fueran esos días de niña cuando me la pasaba escribiendo cosas en las paredes, en los árboles; jugando al Jimy con la pelotica hecha de bolsas plásticas y las tapillas de gaseosa o cerveza; todos mis amigos corriendo por la calle. Aquella época del tú tripita tú cagalá tú que la tienes dámela acá; cuando nos la pasábamos buscando chicles por las patas de las mesas p’a calmar la gana de dulce o compitiendo para ver quién soplaba la goma más grande, y, ya cansados de tanto masticar jugábamos a pegarnos el chicle sin sabor en el pelo. Ese tiempo en el que no me preocupaba de la falta de mamá y papá, sólo me bastaba mi abuela. |258


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Ella iba manejando una bicicleta desordenada, roída por el salitre del mar, mientras la luz de la tarde le mordisqueaba la desnudez de los hombros. Llevaba el cabello suelto, abundante, testarudo a la insistencia de la brisa por escabullirse entre las apretadas hebras color chocolate. No necesitó detenerse para capturar completa la imagen de aquel hombre, de pecho descubierto, delgado y fuerte, cargando una caja al hombro, la mirada puesta en el suelo para soportar el peso y el sudor que resbalaba por el rostro, la pantorilla apretada para resistir la caída, los pies descalzos, hábiles en cada paso, cual bailarín ejecutando una única coreografía de toda la vida. Alicia sintió un escalofrío. El sol había madurado y ahora se desprendía tras la línea última del océano. Joaquín descargó la caja y se quitó el sudor con el dedo índice, de izquierda a derecha, en un gesto tan suyo, tan antiguo; y sacudió luego la mano. Ella se detuvo casi sin proponérselo. Cuando él se incorporó, con ambas manos apoyadas en la cadera, sus ojos alcanzaron la mirada de Alicia, quien se sostuvo en el encuentro con una determinación que a Joaquín le pareció engreída. Ninguno se atrevió a cambiar la dirección de su mirada, compitiendo, aún sin conocerse, por un poder que habría de separarlos tempranamen|259


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te. La contienda se disolvió cuando Joaquín fue llamado a seguir con su trabajo, pero, antes de darse vuelta para regresar al barco anclado en el muelle, le gritó: Eres brava negra. Ni te imaginas —respondió ella— y reinició la marcha imprimiéndole más fuerza al pedal. Joaquín se quedó entre las rechiflas de los compañeros de descarga, lanzando puños al aire y dando pequeños saltitos de boxeador aficionado, en una sensación de triunfo a la que estaba acostumbrado. Está buena la pelaa —dijo— pero es más brava que una mapaná. Alicia siguió de prisa, cuidando de no darse vuelta para que no la vieran sonreír. Levantó las nalgas del asiento, y el movimiento de su cuerpo adquirió ese ritmo puntual de las manecillas del reloj que le era característico. Después de ese día habría de repetir la escena, una y otra vez, añadiéndole imágenes para enriquecer un recuerdo que la acompañaría por el resto de su vida y que sería motivo de conversación durante el corto noviazgo que tendría con Joaquín: una risa de él donde no la hubo, la mirada sostenida de él hasta cuando la imagen de ella se perdiera tras la primera esquina, el movimiento azorado de las palmeras cuando sus ojos tropezaron. Durante la semana siguiente ella alargó caminos para no pasar por el muelle y evitar así que la |260


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sorprendieran buscándolo, pero a donde fuera llevaba siempre una actitud vigilante, con el deseo prendido de tropezárselo en cualquier lugar. Buscaba la imagen borrosa del único recuerdo que tenía de él; y la repetía con insistencia hasta darle contorno, ubicándola en nuevos pensamientos de vivencias aún no compartidas, fantaseadas con tal intensidad que, luego de perderlo, las recordaría como sucesos realmente acontecidos.

Lo volvió a ver una mañana mientras esperaba en la playa de los pescadores a que terminaran de recoger las atarrayas. El cielo, sin una nube, se continuaba con el mar en un largo telón azul pálido. Sobre el agua, pequeñas ondulaciones arrastraban olas imperceptibles que se sucedían para lamer la arena sin reventarse en espuma. Alicia sentada a la orilla, zambullía sus pies en la arena ablandada por el mar, y luego sus dedos, muy abiertos y móviles, buscaban la superficie como pequeños pececitos. Cuando lo vio, jugando sobre un parqués gigante para seis jugadores, con sus compañeros de descarga y algunos pescadores, los dados repiqueteando fuerte contra el vidrio, la ficha entre los dedos de Joaquín caminando las seis casillas para llegar al seguro, no pudo evitar dar un brinquillo por el encuentro sorpresivo y |261


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se volteó de inmediato, furiosa consigo misma por su falta de dominio. Se sintió mirada por todos y creyó que era imposible que alguien del pueblo no supiera ya que estaba enamorada de aquel negro. Luego de cinco minutos, que le parecieron más tiempo, se volteó nuevamente hacia el grupo de jugadores, donde ahora le pagaban al viejo Juancho la llegada al cielo de su primera ficha. Joaquín no la miraba. El susto del primer momento le cambió por una seguridad que le era más familiar. Estiró la espalda y el cuello, se anudó el cabello en una trenza que no necesitó sujetar en su extremo porque creía que su cabellera suelta no le favorecía, se incorporó y, levantando el talón del pie derecho, se inclinó un poco, teniendo en cuenta de que su nalga estuviera en dirección a la mesa, y se sacudió, con la gracia exagerada de un mimo, la arena mojada que tenía pegada a su pequeño short de lino naranja. Se dedicó a tomar caracuchas de la playa, doblándose entera para recogerlas, sin agacharse, haciendo alarde de sus piernas infinitas. Joaquín la había reconocido desde que ella venía como a media cuadra de distancia, entretenida mirándose las uñas pintadas de rojo. Él la vio primero y se hizo el desentendido, pero habló más alto, se carcajeo con más ganas y bromeó más de seguido con sus amigos. |262


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La larga espera de un juego que no concluía no desanimó a Alicia, que olvidó el encargo de su madre de comprar los peces para el almuerzo. Se sintió mirada todo el tiempo por Joaquín quien, luego de reconocer que la distracción de la muchacha le iba a costar algunas monedas, no volvió a verla hasta no haber perdido el juego y pagado al viejo Juancho la suma pactada por todos los jugadores al inicio de la partida. El sol empezaba a adueñarse de la escena, a imponer una sustancia gaseosa y reflectiva sobre cada cosa, a apretar la mirada de los que no hallaran amparo bajo un árbol o alguna caseta. Juancho sonreía mostrando sin vergüenza la falta de dos dientes, feliz de poder pagar su primera águila del día, aunque todos siempre notaran en él una tristeza larga, un semblante de desvalimiento que acentuaba el sombrero de paja trenzada, ya desgastado por el uso. Joaquín se levantó del taburete de madera y estiró los brazos hasta rozar el almendro que les regalaba sombra. Miró en dirección a la muchacha, pero le costó reconocerla sin el cabello suelto. Miró luego al viejo Juancho y descubrió en sus ojos tristes de pájaro, algo así como una pregunta o una afirmación. ¿Qué Juancho, qué me miras? Ah Ja, que te tengo pillao, tú sabes. Nada viejo man, no hay problem. Es mejor que te estés quieto |263


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Joaquín, mira que te lo aviso, esa mujer es de las que te enderezan el camino, tú sabes que las hay de dos tipos, de las que lo tuercen o de las que lo enderezan. Bueno, esta es de las que lo enderezan. Pero tú eres un bruto Joaquín, un perro bruto. Cuando se enreda el rumbo es difícil volver a coger juicio. Nada viejo man, de verdá verdá. Lo mejor que te puede pasar es que ésta te arregle el caminao pa´ que no te quedes como yo Joaquín, solo. Que ya ni Margarita me visita… Joaquín le dio una palmada en el hombro al viejo y se fue, sin decir más, al encuentro de la muchacha. Tres perros correteaban en la arena blanca; uno de ellos daba tumbos cada tanto, arrastrando los costados de su cuerpo contra la arena, empujando fuerte el hocico para dejarse ir feliz sobre el lomo, exponiendo la barriga al sol picante de la mañana.

Cuando ella me dijo… Ahora sí se te va a bajar lo creída, ya ni sueñes con el sirenato del mar, porque las reinas tienen que ser vírgenes, o por lo menos aparentarlo, pero con la cría al hombro nada se puede ocultar. Verás cuando te empiece a crecer la barriga cómo cambian las miradas de las gentes. Ya no puedes creerte distinta, ya no. Pero es que hijo de tigre sale pintado y tú traes todas las pintas de tu mamá. Ni la mano dura ni la mano suave enderezan el camino que traza la |264


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sangre. De pronto lo que te faltó fue rejo parejo, más del que le di a tu madre. Pero me puse a remendar el camino, para no ver perder a otra hija, me puso a hacer al derecho lo que supuse había hecho al revés, y me salió al encuentro el mismo cuadro. Yo también te esperaba distinta. Te imaginaba saliendo de aquí convertida en una doctora, casada con un hombre de bien, pa´ así poderme dejar morir tranquila, pa´ quitarme el dolor de ver a otra torcerse. Pero qué va. Ahora me toca alargar esta vida pa´ enderezar el rumbo de la que va a nacer, por que fijo nos sale una pelaíta ¡Qué desgracia! ¿Cómo te dejas preñar del Cochise, que a todas les echa el mismo cuento, dejándoles encargo adentro? Tu cría va a crecer sin padre porque, lo que es ese negro, tampoco reconoce a la tuya. Pero óyeme bien: que madre sí tenga; amárrate a Cristo, pídele que te de las fuerzas para no morirte de pena, si te veo en los ojos el dolor y las palabras atragantándote; aunque no me lo digas, yo sé, yo lo sé todo, con estos ojos y esta mente de bruja que tengo, que si se me hubiera ocurrido montar negocio quizás tú camino sería otro. Ya está visto que Dios no le paga a nadie en esta vida por ser bueno. Yo estaba restregando la ropa en la ponchera, sacándole el sonido que me gusta cuando la tela es apretada entre las |265


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manos. Sino suena no queda limpia, siempre dice niña Lola. Eche que eche cantaleta. Pensé cómo sería mi madre de preñada. La imaginé igualita a mí pero más bonita. La supe tan buena, que esperó a que yo naciera para dejarse morir. Me entraron esas ganas de llorar, y quise llevarme las manos a la panza. Sí, el Cochise me puso en encargo y ahora me sale con que no mi Ali, si mis únicos hijos son los que tengo con mi mujer; ese pelaíto debe ser de otro. Allá en el parque, yo lo esperé a que terminara su partido de futbol. Dos a cero, ganando él; con la cara feliz, todo mojado de sudor, se me dejó venir. Yo se la solté de una: Cochi no me llega la regla hace dos meses. La cara le cambió de repente, el sudor caliente se le puso frío, dio un paso pa´ tras, como quien dice: a metros niña Alicia. Y a metros ha estado desde ese día. Yo que creía que de verdad era distinta, la negra más bonita de este pueblo, la futura sirena del mar. Pero él no supo ver la diferencia que había en mí, me robó lo distinta y me ha hecho igualitica a todas las otras, a las que preñan y dejan botadas. No es que yo sueñe con irme de aquí. No, si yo estoy a gusto con ser la pelaa más chévere, contenta con mi mar y mi abuela, y todo, todo, lo que aquí tengo. Pero era bueno ser distinta; salir a la calle, que todos te miraran y dijeran: allá va |266


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la niña Ali, la futura reina del Sirenato, la negra más pulida que ha nacido en estas tierras. Me tendré que olvidar de mi carroza, jalada por dos burros de lo bien grande que sería; de tantas plumas, globos de colores; del letrero cipotudo hecho en icopor, esos que hace Rafín; artístico, con delfines y estrellas de mar diciendo: Alicia, La Reina del Golfo, La Sirena Negra. Yo montada ahí, echando paso; tremendo mujerón que soy, con la papayera abriendo camino entre las gentes que bailan y se tiran maicena; y cuando me ven pasar gritan: un besito, sirena, un besito.

La lluvia, menuda y persistente, humedecía el rostro de las gentes que habían alargado su vigilia para acompañar a la dolorosa en su viernes de llanto. El viento frío se estiraba como una agonía. Alicia estaba muy callada, aguardando el paso de la virgen con las manos amarradas a la altura del cuello, para calentarse y superar el miedo anticipado de ver pasar por fin, al menos a un fantasma Nazareno, aunque fuera uno solo, pagando los días restantes de una promesa no cancelada. Cada tanto miraba los pies de los Nazarenos vivos para constatar que todos tocaban el piso, que sus pies restringidos por alpargatas arrastraban el polvo de la calle, que entre pasos recortados y torpes hacían mover el gran bloque de yeso |267


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pulido que era la virgencita. El silencio, con sus manos de nada, amordazaba los labios y los ánimos del pueblo. Subterráneamente, se deslizaba la música triste y el murmullo de Aves Marías, el paso de las cuentas entre los dedos de las rezanderas, las quejas apagadas de las madres de hijos muertos. La lentitud de la procesión parecía detener también el tiempo. Alicia se sintió transportada de repente a un pueblo distinto del suyo, a un lugar santo donde no eran permitidas las risas ni la luz estridente del sol. Sintió ganas de llorar. Había olvidado por completo que la noche anterior participó de un ritual antagónico a este, donde los ánimos del pueblo, exacerbados por el sacrificio de Cristo, convertían la costumbre religiosa en una gran orgía de muchos cuerpos apelmazados; hombres y mujeres, sin distinción ni limitaciones por su sexo, se entregaban a un nudo laberíntico del cual era casi imposible salir. En esta ocasión, a ella le fue imposible dejarse llevar por el disfrute de la cercanía y la embriaguez de los otros, porque se había propuesto encontrar a Joaquín, y en cada respiro que le permitían las estampidas abruptas de la muchedumbre creía verlo de espaldas. Regresó a casa empapada en la mezcla de los sudores de todos, sucia de maicena y de licor, con los pies adoloridos por |268


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la larga procesión y los muchos pisotones que recibió, con la triste certidumbre de que Joaquín ya no estaba en el pueblo y que, de seguro, desembarcaba en el muelle de Cartagena las cajas de bisuterías y baratijas que llegaban de la Nueva República de Panamá. No era raro que en el pueblo la gente cambiara de actitud de un día para otro, como si cambiaran de alma. Así, los que en la noche del calvario de Cristo lucían ropas de colores, se reían y empujaban pidiendo a gritos que le subieran a la música, no joda, que entre codazos se habrían un espacio para poder respirar y seguir avanzando; en el paso luctuoso de la virgencita, levantaban con dificultad las miradas, compungidos, exhibiendo una cordialidad y dignidad acorde a los velorios. Alicia miró a la dolorosa, con esos ojos aterradores que parecían estar llorando de verdad, y pensó que el dolor de los vivos debería ser siempre un dolor más fuerte que el de los muertos. Joaquín aguardaba a poca distancia de Alicia el momento oportuno para sorprenderla, separados por cuatro ancianos y un jazminero de olor florecido por el frío de la madrugada, en la acera de tierra pisada de una casa cualquiera. Cuando quiso, la tomó con ambas manos apoyadas sobre la línea que marcaba el talle de su vestido blanco de |269


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terlenka. Acercó el rostro al hombro izquierdo de ella, tan cerca, que experimentó por primera vez ese cosquilleo en la nariz que luego repetiría cada vez que quería olerle el cabello. Te echaste todo el perfume, negra; le susurró esperando lograr una intimidad imposible, mientras la anciana del lado, diminuta, y flaca, su cabello de espuma marina peinado con esmero de rezandera, les reprochaba: estos muchachos de ahora no respetan ni a la virgen. Alicia se dio vuelta y amarró a tiempo el impulso de darle un puñetazo. ─No seas tonto ¿No ves que es la mata?

─Ah, sí, la mata. Bueno, ahora dame el beso que estás esperando hace rato.

─En Viernes Santo no se pueden dar besos porque es pecado. ─A la virgen qué le importan los besos que tú y yo nos demos.

─Quién te dijo a ti que yo quiero darme besos contigo. Los loros no comen alpiste, negro. ─Ya verás que sí.

La tomó por la mano y la llevó casi a empujones hasta el portillo contiguo de la casa, |270


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ese callejón estrecho que culminaba en el patio y que era la entrada regular de los visitantes durante el día, aunque se contara con una puerta principal siempre abierta para la brisa y los amigos. Alicia lo seguía, sonriendo, mientras él no volteara la cara para verla. La recostó sobre la pared de bahareque y boñiga, recién pintada de cal. Se apretó fuerte contra ella. Ella simuló enojo. Y se besaron en un forcejeo fingido que terminó pronto para dar paso a un beso tranquilo y sin pausas para la respiración. Después de esa noche se amaron una y otra vez, donde se los indicara el deseo, tratando de encontrar por fin la manera perfecta de darse placer mutuo.

Cuando ella me dijo… No, qué va, tanto que te insistí que había que salir de este moridero, que buscaras ruta pa´ otro destino, que pensaras en la desgracia que fue pa´ tu mae cargar contigo, de cómo se dejó ir de la vida cuando tú naciste. No pensaste en eso cuando te vieron coger camino pa´ la piedra pancha, que nunca he sabido por qué es que le dicen así, pero lo claro es que allá te dejaste preñar de ese negro, bueno sólo para hacer hijos. Me lo dijo Zulma, y si ella lo sabe ya lo tienen por sabido todas las gentes de este pueblo. Que ibas muy contenta pelando chapa, encaramada en la parrilla de la |271


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bicicleta de ese malparido, toda una reina, y los vieron perderse por el oscuro cuando creían que nadie los veía. Pero bien boba que eres, porque en este pueblo siempre mira alguien, todo termina por saberse. Me acordé de aquella vez que el Cochi me cogió por las nalgas y me subió a esa piedra grande que hacía de cama, y me dijo que por eso le decían pancha, porque era cómoda para jugar a los besos. La verdad, no era tan cómoda, y al inicio uno siente a la piedra dándole de pellizcos en el trasero, la arena metiéndose por todos lados, y que no sé por donde poner los brazos, que me duele, que por ahí no es, por ahí no entra. Pero luego, luego, la cosa se va poniendo distinta, y te olvidas de las piedras, de la arena, ni piensa uno en los cangrejos. Y se siente la brisa dura que arroja el mar golpeándote la cara hirviendo, un dolor rico, un calor que te sube en oleadas, y el cuerpo te palpita como si el corazón se te hubiera agrandado y el pum pum de sus latidos estuviera ahora en toda la carne. Alicia se sentó durante una semana en el sardinel de su casa, todas las noches, a esperar oír silbar a Joaquín, como solía hacerlo cuando quería llamarla sin prevenir a la vieja Lola o a los mirones, antes de aceptar por fin que la había abandonado, luego de que ella |272


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le asegurara que estaba encinta. Con todo su peso entregado a la mecedora de cordoncillo plástico tejido, sin percatarse de cómo las cuerdas separadas por el uso le lastimaban la piel de las piernas dejándoles unas marcas quemantes, repasaba esa última noche cuando ambos hacían planes de su vida juntos, de los primeros enseres que comprarían para iniciar el hogar, tratando inútilmente de encontrar en el recuerdo una señal, algún gesto, un cambio en la voz, una respuesta evasiva que fuera la pista inicial que dejó pasar y que le anunciaba esta fuga repentina. Vencido el orgullo, lo buscó en el muelle, preguntó por él a los obreros de descarga. Visitó con frecuencia al viejo Juancho, soportando sus quejas hacia el cura y hacia el pueblo, sus reproches a Margarita por no venir nunca, con la esperanza de que en la retahíla del anciano se escabullera algún indicio del paradero de Joaquín. Todo fue en vano. Se dejó engordar sin soltar una lágrima, inventando una alegría que no tenía, porque creía en verdad lo que le decía su madre, que una mujer triste no era nido para una pelaíta. Siguió sin cuestionamientos todas las indicaciones: se cuidó del sereno nocturno, evitó las cargas pesadas, no asistió a entierros ni velorios, se vistió de colores claros, no comió papaya porque, según la vieja |273


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Lola, era un abortivo natural. Y esperó con la paciencia de quien ya no espera nada a que naciera su hija para poder soltar juntos todos los llantos que tenía represados; y recobró la conciencia de su cuerpo y del peso que el dolor de la ausencia de Joaquín le dejaba en los brazos. La pequeña Alicia fue amamantada por una recién parida, ya que ella se negó a hacerlo, a pesar de las recriminaciones de su madre. Intuía que al ocuparse de los menesteres de la niña recobraría las ganas de vivir. Así que no volvió a mirarla. ─¿Cómo quieres llamarla, Alicia? La niña necesita de nombre para amarrar el alma. ─Llámala como quieras madre, haz de cuenta que es tu pelaa.

Cuando ella me dijo… Suelta de una vez la lengua Alicia, mira que los secretos enferman y una mujer enferma no es un buen nido pa´ una pelaíta. No creas que porque estás más flaca que una gallina de monte me vas a tener convencida de que todo normal, que eres la niña de antes. Si ese olor que cargas y que va contigo por donde vayas, te delata. Sueltas el humor de dos cuerpos, el tuyo y el de tu hija, echando a perder la comida. Se te corta hasta un tinto, Alicia. Cada |274


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que te veo me acuerdo de tu mae, de su silencio, del dolor que la secó por dentro. O quizás fuiste tú, la que le robó la poca vida que le quedaba cuando el que fue tu pae se fue para siempre. Los hijos acaban con uno, Alicia, ya te darás cuenta. Dentro de poco no tendrás sueños propios que no tengan algo que ver con tu hija. Así que suelta la lengua, saca las palabras que tienes guardadas adentro. Yo quise decirle que no como, porque la comida me sabe a nada y cuando me la trago a las malas se me devuelve enterita. Que tengo que salir a las carreras a esconderme bien atrás en el patio, tapándome tras el plantío de plátano a vomitarlo todo. Pero me quedé callada, écheme que écheme agua lluvia del aljibe, mi cuerpo negro desnudo, como una noche larga, sin estrellas. Lo vi tan joven, tan bonito. Écheme que écheme agua, abuela, para que no vieras que lloraba y así confundir las lágrimas saladas con el agua dulce. Y te miré abue, y pensé que mi cuerpo, templado como el cuero de una tambora, pronto sería como el tuyo, con las carnes blandas, una barriga grande y colgada; que mis senos, ahora duros y mirando hacia arriba, se caerían como los tuyos, después de darle de mamar a la pelaíta que llevo dentro; que mi porte de reina pronto sería un buen recuerdo, que la negrura de mi piel, de |275


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tanto sol se iría descurtiendo hasta tomar ese color amarillento de tu piel, que me recuerda a las hojas secas caídas de los árboles que barro por las tardes y dejo amontonadas en un rincón del patio. Y lloré mucho abue, aunque no te diste cuenta, tú que crees que te las sabes todas. Y dale que dale con la cantaleta: que en este pueblo nos podremos morir de tristeza, como le pasó a tu madre y al viejo Juancho, pero no de hambre. El viejo Juancho se murió de tristeza, que te lo digo yo, se murió de tristeza y de soledad. Si nada más había que verle esos ojos de chigüiro, adoloridos de la falta de Margarita, llenitos de ausencia. Si no hubiera sido por ese hijo bobo que se consiguió ni nos habríamos dado cuenta de su muerte. Que a mi casa llegó llorando, desconsolado, se agarró de la falda de mi mamá, jale que jale, y hablando en esa lengua suya que nadie entiende, hasta que mi mamá por fin le hizo caso y lo siguió para encontrarse al viejo sentado en la mecedora de mimbre con los ojos abiertos, tan tristes como siempre, porque más tristes no se podía, y con la baba chorreándole aún caliente. Se lo habrían comido las moscas, niña, yo que te lo digo. No habría pasado ni media hora cuando ya un montón de chismosos rodeaba al cadáver y todos con esa cara de |276


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desconcierto que siempre deja la muerte en los rostros de los que quedan vivos. Sólo por un tiempo más. Por esa época yo era una pulga así, no pasaría del metro, y me escabullí por entre el círculo de piernas para ver al pobre viejo en esa soledad llena de gente que es la muerte, niña. Y a los poquiticos días se murió Alicia. A todos en el pueblo se les dio por decir que se le había prendido la muerte de don Juancho, que una recién parida no podía asistir a velorios porque se malogra. Pero yo sé bien, mi niña, que te lo digo yo, que se murió de tristeza y de soledad, después de que el Puño Limpio se fuera. Pero eso fue antes de que se hiciera boxeador, cuando no era nada más que Joaquín. Ella también se enfermó de tristeza y de la gana que tenía de morirse. Por eso yo me di cuenta temprano de que no se le puede dar permiso a esa enfermedad miedosa y hablo con todo el mundo, de todo el mundo, de lo que sea, y mi casa pasa llena de gente siempre. El día que yo me muera me va a coger la hora conversando con alguien. Seguro así es que he logrado hacerle el quite a la ganchuda, que viene a cogerme solita, pero siempre me encuentra acompañada. La muerte necesita de soledad para hacer su trabajo, niña, yo que te lo digo. ¿Sino por qué crees que he durado todos estos |277


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años? Si hablas con el médico te dirá que en este pueblo estamos todos locos, y te dirá también que la pelaa se murió de una neumonía, y si hablas bien a fondo con él como he hecho yo, te dirá que no respondía a los antibióticos y que se fue apagando como la llama de una vela que se queda sin esperma. Pero no, eso no fue una neumonía, y no, no estamos todos locos en este pueblo, niña, es que hay quien tiene ojos para ver completo y otros que tienen ojos para ver a medias. Los míos son de halcón, tú sabes, y me devoro a los goleros pa’ no dejar acercar la muerte. No hay cruce que valga si te dejas llenar de soledad, de silencio; por eso a mí me gusta la algarabía, la bulla, la pachanga. A la muerte todo le gusta calladito, y llega así y zas, de una te manda el zarpazo y te arranca completa la vida que llevas en el cuerpo. Y cuando no hay de otra, cuando hago lo que no se puede hacer acompañada, niña, estoy hablando, hablando todo el tiempo en mi cabeza, canto en el baño, converso con mi Dios cuando no lo hago con alguien más, y al dormir me lleno de sueños para hablar en ellos toda la noche. No me puedo permitir descanso, y tú tampoco si quieres durar los años que he durado yo. Luego van y dicen que a mí me gusta el chisme, que no tengo otro oficio más que hablar de la vida de los |278


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otros, pero todos vienen a mi casa a conversar conmigo, y todos quieren que yo les cuente mis historias, sean viejas o nuevas. Entonces yo les cuento lo que sé, y lo que veo venir, porque con estos ojitos me las huelo a leguas, sino mira a la pelaa de la Lola, yo que te lo digo, que en menos de lo que canta un gallo se le verá la barriga crecida. Es que hay que ver lo que es la vida, mija, pa´ que uno se lleve un susto de lo mucho que se repite. ¿Que qué?, la vida, niña, la vida que se repite.

Carolina Rojas Vélez: Santiago de Tolú (Sucre). Psicóloga de la Universidad de Antioquia. Con el cuento “Las palabras hacen falta, sabes” obtuvo el primer premio en la convocatoria Apoyo a los mejores textos en talleres de Escritura Relata, 2013, y fue publicado en la Antología, Cuento y Poesía de Relata

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En el paso Gustavo Vásquez Obando Jueves de Corpus. El abuelo decide que los ocho años de su nieto le permiten acompañarlo en su viaje a la sementera remota, donde el café, maduro en demasía, se agosta en las macetas. Partirán el lunes, antes de que el sol pinte de azufre los tejados del pueblo, para que las cinco leguas a pie que los separan de su destino no se estiren demasiado. La madre duda, se resiste, conjetura… “¿y el cansancio del viaje?, ¿y la choza rústica que los espera?, ¿y la aspereza del viejo, y su intransigencia, y su manía de sobreestimar los alcances de mi niño?...”, pero termina por allanarse. Al otro lado de la muerte, el padre guarda silencio. Al fin se imponen la exaltación infantil y el despotismo del abuelo. Y se van. Caminan sobre sus sombras cuando llegan al rancho, apenas una peca cobriza en el verdor del cafetal. Sobre cuatro horcones de |280


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pino romerón, el techo pajizo, de dos aguas, cubre el zarzo donde dormirán, como bajo la caperuza gigante un monje franciscano. El pequeño lo explora luego de trepar por el tronco estriado que hace las veces de escalera: hojas secas de plátano acolchonan la esterilla del piso, tendida sobre rústicos orillos, y al pie de la culata un candelero mohoso le recuerda de pronto, con su pegote de parafina derretida, que allí será el mundo de las sombras cuando el sol se canse de alumbrar. El mundo de las noches medrosas, sobrecogedoras, ahora que la luna no querrá trasponer el horizonte por tres días. Enfrentará ese mundo cuando llegue el instante, después de que tiña la oración y se hayan lavado los pies con agua caliente, antes de comer. Pero entretanto se comportará de modo que el abuelo no perciba su congoja. Que piense que la oscuridad ya no lo asusta y crea en su palabra de atizar el fogón, de cebar con agua las comidas cuando el hervor apure, de ahuyentar a los perros cimarrones y revolver en las camillas el café, si el sol calienta, para que los granos sequen de manera uniforme. ¿Acaso no fue eso lo que prometió cuando su madre, en su afán por disuadirlo, le enumeraba uno por uno sus deberes con insistencia descorazonadora? Todo eso hará, y mucho más si se le pide, a cambio |281


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de que en el rostro adusto del abuelo se dibuje, de pronto, al final de cada jornada, un gesto de elusiva aprobación.

La noche profunda, caliginosa, arrastra muy despacio el insomnio del niño. Huele a paja húmeda recalentada por el estío, y entre la iraca del caballete arañas y comejenes deambulan con ruidos trepidantes, audibles apenas, pero que la angustia del pequeño y el silencio opresivo magnifican hasta el desespero. El humo del fogón encendido abajo hace tiempo dejó de filtrarse por los intersticios del zarzo. Lejos ladra un perro y otro le responde en la distancia. El pequeño confronta los ladridos, sopesa su registro y concluye que vienen de más allá del río. Tal vez de la casa grande que salió a su encuentro cuando superaron el último repecho y comenzó la travesía. Todo para embolatar el desvelo y suplicarle al tiempo, por Dios, que pase rápido. Pero el tiempo lo ignora. Para colmo, “el viejo ronca. Ronca el abuelo, mucho más de lo que yo creía, como si con sus ronquidos quisiera compensar lo tan poquito que habla… Y además huele mal, a pesar de que dejó las botas abajo, junto al garabato donde colgamos la carne para que el humo la seque. Pero es posible que me quiera, aunque no sea mucho, así esta mañana no me hubiera dado la mano mientras |282


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cruzábamos el río. Tampoco esperó a que me durmiera para dormirse él, como le prometió a mi madre cuando ella le recordó que a veces me dan pesadillas, sobre todo si me acuesto cansado, y que el asma se me alborota con el frío. O le prometió no, sino que le dijo que sí con la cabeza, moviéndola, de seguro preguntándose por dentro qué pendejadas son estas las de Inés María, que no va a dejar crecer a este muchachito. Pero no importa, pues ya no debe faltar mucho para que amanezca y tres días pasan rápido…” En efecto, el regreso se apresura en un discurrir de haceres, sobreentendidos y silencios que parecen acortar ―¡quién lo creyera!― distancias cronológicas y amalgamar sentimientos encontrados. Ahora es en el río, con la tarde muy alta, de regreso al pueblo. El caudal acrecido por las lluvias que todavía no esperaban, cubre ahora lo que el lunes pasado eran piedras, arena seca y aguas dóciles, en una franja de veinte metros. Es que diluvia en las cabeceras del Arquía, donde los nubarrones difuminan el horizonte lejano de la sierra y el eco de los truenos se mezcla con el rumor de las rocas removidas por la creciente, embrionaria todavía pero amenazante. Abuelo y nieto están de pié frente al vado traicionero, en un sitio donde la tala reciente del bosque orillero dejó |283


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esparcidos chusques, lianas y ramazón, en amplia palizada. Su actitud aprensiva ante al percance los clava en el terreno, vacilantes. Por fin el viejo inquiere:

― ¿Se cree capaz de pasar, m´hijo? ―el pequeño percibe en el tono del abuelo esa ínfima porción de calidez que siempre echó de menos, desde que “enseñarlo a ser hombre” se constituyó para el viejo en tarea insoslayable a raíz de la muerte del padre. ―Sí, abuelo. Puedo cruzar.

―Pase adelante, entonces. Pero vaya despacio, de piedra en piedra, como cuando vinimos. Con cuidado y sin mirar para el correntón…, así, ¡muy bien! ―definitivamente, la voz aleccionadora acuna arrullos de bondad que el nieto desconocía. Tal vez más adelante le dirá que lo quiere y que se alegra por el tiempo que pasaron juntos. Por ahora tratará de no caerse. Cuando consigue llegar a la banda opuesta, el viejo le grita: ―Ahora voy yo. Quédese en la orilla y estíreme la mano, por si el último brinco no me alcanza. Pero el abuelo fracasa en el intento. El salto fallido a la primera piedra, que apenas se insinúa |284


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bajo la turbidez encabritada de las aguas, lo precipita en ellas y su cuerpo sumergido choca contra el peñasco más cercano. Se yergue, empero, tras la zambullida violenta, y sus uñas resbalan sobre el basalto lizo, al cual se adosa por efecto de la presión que la corriente ejerce sobre él. Los momentos que siguen se eternizan. El niño apura: ―Salga, abuelo. Salga. ¿Qué le pasa que no se mueve de ahí?

―Es que me quedé atrancado entre dos piedras. Voy a ver si puedo zafar el pie con las manos.

Y se sumerge, después de tomar aire. Un millón de burbujas centellean sobre su cabeza y el ruido de la turbulencia estalla en sus oídos. Pero aguanta y forcejea. Cuando resurge, con la camisa abierta y el pelo blanco chorreando sobre el cráneo, su cuerpo se inclina hacia una de las vertientes del raudal, como si se hubiera liberado. Pero el aprisionamiento persiste y las manos se afincan otra vez en el peñasco baboso, ahora en un gesto reposado, de fatídica contemporización con el desastre. Las aguas continúan en ascenso. Su nivel escala ahora el torso descarnado del viejo hasta meterse en |285


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sus axilas, donde forman diminutos remolinos. El ruido de la borrasca es ya estridencia. En la desolación de la noche que se adentra, el niño grita: ―Tranquilo, abuelo. Voy a devolverme hasta a la otra orilla para tirarle una vara de bambú. Usted coja la punta, que yo halo.

Tal vez la maniobra tenga éxito: la roca opresora no dista mucho de la orilla; el niño es ágil y decidido, de modo que en sus manos la caña ofrecida puede constituirse, ¿por qué no?, en instrumento improvisado de salvación. Solo por un instante el abuelo se adhiere a esa esperanza. Después, avergonzado de albergarla ―”pero… ¿y si no?, ¿Y si él también?… ¿Y si entonces los dos?..”.― su voz se impone al estruendo del río alborotado, esta vez en tono imperativo:

― ¡Ni lo intente, Rafael Arcángel! ¿No ve que la borrasca se nos vino encima? Más bien aléjese de la orilla. ¡Corra! ― ¡Abuelo Isaías! ¡Abuelito Isaías!

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Gustavo Vásquez Obando: Caramanta, 1940. Bachiller. Jubilado de la Rama Judicial en 1988. Libros publicados: Lo que trae la neblina (cuentos; Fondo Editorial de la Biblioteca Pública Piloto, Vol. 142., 2013). Cuentos publicados en Obra diversa 2 (2010), selección de textos del Taller de Escritores de la Biblioteca Pública Piloto; en Generación, suplemento dominical de El Colombiano; en la revista Berbiquí, del Colegio de Jueces y Fiscales de Antioquia, donde se publicó el cuento con el que ganó el Concurso Nacional de Cuento citado por ese Colegio, en 2011, y en 2012 obtuvo el primer premio en el concurso del género citado por las Empresas Públicas de Medellín.

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Un día de noviembre Georges Weinstein Un día cualquiera,

ante ti, como un espejo,

como un reclamo por lo hecho,

como una citación ante tus actos, resurgirán ciertos momentos y juicios peregrinos.

Tu rostro, cansado de sí mismo,

llorará como un infante abandonado, como amante sin retorno,

como anciano que vaga solitario.

Las cartas de amor… en los estantes, |288


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las fotos… ocultas en el álbum,

las palabras… agazapadas en la boca, el odio… acechando en el silencio,

los deseos… sin nadie que los llame, y el amor… ¡todavía indescifrado! No sufras más por lo perdido,

moldea los recuerdos en tus manos; haz una efigie con tus días,

lánzala al horizonte del cristal, sumérgete en la hondura del espejo que te increpa y dale media vuelta,

¡gíralo del lado insensible del azogue! ¡Muestra tu rostro afortunado, sonríe y continúa caminando!.

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El labrador de piedras

Aquel que con sus manos fue arrancando lascas a la piedra y vertió su sangre en las aristas que herían su carne perecible.

Aquel que imaginó en la roca la geometría de pirámides y de cámaras mortuorias, dándole sosiego a su destino y abrigo a la barca de Caronte.

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Aquel que con dedos de artesano pulió los cubos de caliza,

y alargando sus sueños hasta el alba los adhirió con argamasa erigiendo cimientos de murallas.

Aquel que ya cansado de convertir humildes piedras en letales armamentos, de conquistas y de lúgubres batallas, se conmovió extrayéndoles los cantos que sobraban; y en la búsqueda de formas variantes y aguzadas, plasmó rostros y sombras caminantes, dejándonos por huella la escultura.

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/Obra Diversa / 3 René Georges Weinstein: Medellín, 1944. Químico de la Universidad de Antioquia. Ingeniero de alimentos de la Universidad Lasallista. Posgraduado en Ciencias de los Alimentos de la Universidad Nacional de Colombia. Diplomado en Empaques de Exportación del IBE (Instituto Belga de Embalaje). Poemarios publicados: Pisar sobre pisadas (2006), Ojos que se acercan (2006), Si la paloma pudiera volar (2007), Cristales de existencia (2012), Eternos emigrantes (2013) y Palabras al borde del amor (2014). Coeditor de la revista digital Gotas de tinta. Poemas suyos figuran en varias antologías y algunos han sido traducidos al italiano, inglés y japonés. Ha publicado artículos y poesías en revistas, suplementos literarios y en la página Web. Un relato suyo fue incluido en Obra diversa 2 (2010).

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Crítica


La Cisterna Catalina Acosta Acosta Esta es mi primera reseña de un texto de la escritora antioqueña Roció Vélez de Piedrahíta y también la primera oportunidad en que me ocupo de una novela. La Cisterna está basada en hechos reales que dan cuenta de las vivencias de las mujeres de clase media ─ alta hasta bien entrado el siglo XX en Medellín y por extensión al país y a las naciones latinoamericanas. Su protagonista, Celina Lopera, es una mujer cuya inteligencia no le permitió adaptarse a las costumbres dominantes y que de haberlo hecho, no habría encontrado la resignación propia de las mujeres de su época para encarar la situación con al menos la mínima satisfacción del “deber cumplido.” Tal vez por no haber tenido suficientes asideros emocionales a nivel familiar ni social en su infancia, se volvió más crítica, pero también más insegura |294


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para considerarse digna de lo que quería. No voy a detallar lo que le pasa a la protagonista en la novela, porque si algo se disfruta es la expectativa de que a Celina se le cumplan algunos de sus deseos, desde los de no tener que cuidar a sus sobrinos hasta los de poder estudiar. En el prefacio, Clara nos cuenta que encontró unos escritos sueltos de su tía Celina cuando fue a organizar su casa después de que muriera. Conmovida por lo que leyó, decide escribir la historia de Celina. Al cuerpo central de su relato incorporó sueños e imaginaciones pertenecientes a su tía, dejando algunos intactos y acomodando otros, con fines estilísticos y de cohesión. Las referencias a los originales de Celina le dan a la novela una fuerte sensación de realidad que se sostiene hasta el final. Además, incluye varias notas de pie de página en las que se menciona la conexión entre los hechos narrados y la vida de Clara, más de una generación después, lo que le da un efecto de crónica que casi nos convence de que no es Clara sino Doña Rocío quién nos habla. En cuanto a los sueños, la narradora explica que los tuvo que adaptar a la historia sin cambiar su esencia, y en lo relativo a las imaginaciones, dice que las dejó tal cual, añadiendo solo correcciones de tipo gramatical y sintáctico. De las más de diez referencias atribuidas a Celina, solo hay dos en |295


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primera persona; una de su día a día ya vieja, y otra que parece ser la única ensoñación transcrita en el texto. El lector vive con la protagonista las injusticias socioculturales encarnadas directamente en su familia y específicamente en su hermano mayor, Héctor, quién primero convence a sus padres para que le quiten su único amigo, ‘Patín’, el perro que le regaló Pedro, y luego para que le den largas a su propósito de estudiar medicina debido al “… desmerecimiento que trae el trabajo de la mujer y el demérito que sufre la feminidad con el estudio y la capacitación.” Se narra la discriminación sufrida por Celina, no desde la distancia miope de un grupo humano ajeno a ella en lo relativo a la raza, el origen o la religión, sino por su misma sangre, por su familia, desde donde empieza el drama de las mujeres discriminadas y lo que caracteriza este tipo de marginación, por darse dentro del grupo más cercano al que se puede pertenecer.

Tres de sus cuatro hermanos son sus peores enemigos, como en el relato bíblico de José que es lanzado en una cisterna por los suyos a esperar la muerte. Héctor, el mayor, la usa para usurpar el puesto de unos progenitores que no quieren serlo. Olga y Camila, como a una muñeca |296


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para practicar sus habilidades maternales a una edad temprana y más tarde, como criada. Pedro, el padre de Clara, es el más cercano en edad y también afectivamente a Celina.

Se mezcla el plano real con el simbólico, permitiendo al lector atestiguar cómo interpretaba Celina su vida que, vista desde afuera, no era forzosamente tan dramática, pues en aquella época fue común para muchas mujeres que necesariamente la vivieron de distintas maneras. Se narra en forma lineal y en tercera persona con las excepciones ya mencionadas. El lenguaje es directo. Las descripciones de las costumbres están llenas de humor, las de los lugares y los personajes son muy efectivas, pero las de los estados internos de la protagonista me estremecieron profundamente “Era tan terrible la sensación constante de caer que deseaba darse contra el suelo…”.

Fácil de leer en cuanto al lenguaje, pero dura en relación con el tema, puede sumergirnos, sobre todo a las mujeres, en un vacio emocional correspondiente a la falta de conciencia que muchas, y me incluyo, tienen acerca de la situación vivida específicamente por las |297


/Obra Diversa / 3

mujeres antioqueñas en un pasado cercano y a cómo esa realidad repercute en el presente de formas que todavía no han sido elaboradas psicosocialmente por la mayoría. Aunque la situación no era desconocida para mí, caí en cuenta de tener una actitud evasiva, pues trato de ignorar el tema creyéndolo algo ya superado, debido tal vez a mi deseo de eliminar con esa idea cualquier remanente de un maltrato visto por las mismas mujeres como clemencia ante su condición. Una clemencia que había que agradecer casándose con el primero que pareciera hacerles el favor de darles un nombre como esposas.

El matrimonio, por tanto, era una de las pocas cosas a las que una mujer podía aspirar, ser escogida como un instrumento para la procreación. Celina, en cambio, cuestionó ese rol que era responsable de que ella hubiera nacido de una madre limitada a una función que ya no le correspondía del todo: “… una mujer que no conoce el amor y que sin saber por qué, cuando ya no lo espera ni lo desea, cuando ya no parece posible, se ve nuevamente madre.” No se explota el sufrimiento máximo de algunas mujeres, en su mayoría pobres y sin |298


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educación, sino el de una de clase media.─.alta que con un padecimiento a veces demasiado sutil para despertarnos de un solo estrujón, sí alcanza a hacernos saber de una mala noche debida a algo oculto que no nos dejaba descansar. Ese delicado velo identificado gracias a la novela, le da un gran valor para los lectores como yo que, sin haber sufrido los extremos de esa realidad, sí hemos podido presenciar algunos de sus ecos más someros. El mayor peso de la obra se encuentra en la historia, sin subvalorar su riqueza narrativa; como se nos ha dicho en el taller, quedé con la sensación de que no hubiera podido ser contada de otra manera o al menos no de otra que yo hubiera preferido. Por ejemplo, me llamó la atención la forma tan directa y casi irónica como la autora revela verdades dolorosas de la vida de la protagonista aprovechando, por ejemplo, que cuando pequeña tuvo un perro: “Celina se puso a querer con todas sus fuerzas aquel animal sin raza y sin cola, nacido como ella por un descuido.” Desde el primer capítulo se aclara el origen más que historiográfico, psicológico del personaje principal, la menor de cinco hermanos, que antes de nacer no tenía un |299


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espacio en la familia “La repentina desaparición de Celina de la faz de la tierra era un deseo nunca expresado y recluido en lo más profundo de las subconsciencias…”. Dicha situación se derivó de un deber que, como esposas, tenían las mujeres: ser madres.

Al final del primer capítulo, Celina tiene una pesadilla en la que es un bote de basura rodando y donde Patín, su perro, es el único en no rechazar los desperdicios que lleva. En ese momento el sueño me pareció algo exagerado pero el siguiente capítulo comienza con la entrada de Celina en un internado donde pasaría cinco años, una señal clara del abandono debido a que ella realmente era vista como un estorbo.

Se graduó en el internado con honores, gracias a la supervisión y apoyo de la madre San Agustín, una monja que supo estimularla para que aprovechara su inteligencia e incluso le dio alas para pensar en seguir estudiando, también se atrevió a hablar con Héctor del asunto: “… la medicina no estaría mal para Celina; aquí resulta todavía un poco atrevido, pero en Francia está muy en auge por estos días. ¡Es una carrera tan bella para la mujer!”.

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El humor ayuda a llevar la dureza de la historia y enriquece la narración “En cuanto a sus hermanos, recibieron el anuncio de su llegada con curiosidad y una burla agresiva contra sus padres, ante la inaudita evidencia de que aun sostenían esas misteriosas relaciones que ellos no sabían si calificar de naturales, pecaminosas, necesarias u obligatorias…”. Luego viene su experiencia como auxiliar voluntaria de enfermería en el Centro Asistencial Ayacucho. Es en este capítulo donde vemos por primera y última vez algunas de las experiencias de las mujeres pobres e ignorantes de la época, como Blanca, una madre soltera referida en la mente de Celina como “mujer caída”, alguien con la que su mamá nunca la dejaría estar y a la que ahora ayudaba. Celina se dio cuenta de que no era una mujer mala, como se decía en el internado de todas las que estaban en su situación, sino por el contrario una víctima de las circunstancias.

En el mismo lugar, Celina conoce a Óscar, un practicante de medicina con ideas progresistas que le habla de la emancipación de la mujer y la teoría de la evolución. También conversa con la hermana Santa Cruz, que tiene ideas contrarias al matrimonio y la maternidad debidas |301


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posiblemente a su vocación o a que “…la vida no me ha llevado, bendito sea el señor, por el camino de las tentaciones matrimoniales.”

Las mujeres casadas no cuentan con mejor suerte, como es el caso de su hermana: “¿Siesta? ─.se lamentó Camila.─ Lo que yo daría por poder hacer una siesta sin que me interrumpieran los niños, el servicio, el teléfono…”, pero a diferencia de Celina, las casadas pesaban más en las decisiones familiares y tenían por supuesto una mejor posición social, pues nadie estaba diciéndoles que hicieran algo distinto con su vida. La novela sigue hasta la muerte de su protagonista después de haber vivido una guerra por ser ella misma de la que no quiero adelantar si gana más batallas de las que pierde. Es curioso que en aquellos tiempos las mujeres que más influenciaron, me atrevo a decir, positivamente a Celina fueran, fueran las dos monjas ya mencionadas, la madre del internado y la hermana del Centro Asistencial. Ahora parece extraño pero seguramente pasaba algo semejante a lo que ocurría con algunos monjes de la Edad Media, por ser los más cultos y estudiados del momento.

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Lo que más hacían las mujeres de la época era coser y cocinar, aunque en el texto solo se hace referencia directa a la primera actividad, en manos de Doña Elisa. Espero haberlos dejado bien cocidos, con s o con c, o sea listos para que se lean La Cisterna, una novela que en verdad desacomoda por su contenido pero que se vuelve casi una obligación leer por la misma razón.

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Un día perfecto para el pez plátano William Alejandro Blandón Cortés La primera vez que escuché de Salinger fue hace varios años. No lo leí, supe de él por un cuento cuyo nombre es igual al de una novela de otro autor reconocido. Yo buscaba la novela porque deseaba regalársela a mi papá; quería que tuviera el gusto de releerla, pues alguna vez me dijo que era de las que más había disfrutado hasta ese entonces. Pero en vez de hallarla, me topé con el cuento de Jerome David Salinger.

Luego de mucho tiempo volví a encontrármelo en el taller. Le solicité al director que me recomendara algún autor y me sugirió a quien no quise conocer otrora. |304


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Decidí leer su libro Nueve cuentos esperando encontrar algo que me cautivara. El primero en la lista fue “Un día perfecto para el pez plátano” y fue por ese por el que me incliné a dar mis impresiones, no sin antes haber leído otros de sus relatos. “Un día perfecto para el pez plátano” es un cuento que aparece dividido en tres partes:

La primera es una conversación telefónica entre Muriel y su madre, en la que se discute la estabilidad mental de Seymour Glass, el esposo de la joven, quien llegó de la guerra y ha comenzado a tener un comportamiento extraño, peligroso frente a la familia de Muriel. Ésta última parece no prestarle mucha atención a una conducta que en varias ocasiones ha sido aberrante y suicida. El diálogo entre madre e hija abarca desde lo peligroso que puede ser Seymour, hasta temas banales como el tipo de gente que se aloja en el hotel o el vestido que lleva una mujer y cómo lo lleva; resulta espontáneo, con divagaciones e interrupciones naturales de sus interlocutoras. En esta parte se bosqueja una situación, se genera una intención de lo que podría ser el desenlace de la historia. La segunda parte del cuento desvía momentáneamente la atención de lo que se |305


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contó al principio, sin realmente hacerlo, porque Salinger crea un enlace sutil con la primera línea de Sybil Carpenter (Es un juego de palabras en el idioma original: «See more glass» que es una forma tosca –e infantil- de referirse a Seymour Glass y en la traducción queda como: «Ver más vidrio»). Pero este enlace puede perderse para el lector (en su idioma original; en el libro en español existe una nota del traductor) y dejar al personaje (al joven, como lo nombra constantemente Salinger) como a un individuo cualquiera, hasta que se va desvelando su comportamiento a medida que se avanza en la historia.

Seymour va apareciendo como un ser enajenado que parece discurrir entre lo real y lo que para él puede serlo; se hace complicado, en ocasiones, diferenciar si su conducta con Sybil es inocente o maliciosa. Es un hombre que quedó traumatizado por vivir la guerra como soldado; regresa ensimismado, indiferente a su mujer y a lo que lo rodea, exceptuando aparentemente, la inocencia que perdió y que intenta recuperar de alguna manera en su conversación con Sybil. Pero dentro de esa conversación de aparente inocencia en la que intenta eludir una realidad contrastante a lo que pudo haber vivido en la guerra, surge la lucidez del adulto que no le |306


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permite evitar lo que lo rodea y acosa; y ese es el momento en que aparece el pez plátano como una posible metáfora. ¿Pero una metáfora de qué, realmente? Inicialmente lo asumí (al pez plátano) como un reflejo del mismo Seymour por lo que tuvo que vivir en la guerra y por lo que llegó a convertirse a raíz de ella; también podría referirse al consumismo, al egoísmo de cada quien y su propensión enfermiza de abarcar bienes: «Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes?».

Esta última manera de verlo es, para mí, la más coherente con la historia, ya que el cuento mantiene una crítica tácita a la sociedad de la posguerra: Esto queda al descubierto en las conversaciones que mantienen Muriel con su madre y la madre de Sybil con la señora Carpenter; también en cómo Seymour se refiere, tanto a su esposa: «Miss Buscona Espiritual 1948», como a su cotidianidad: «—¿La señora?— El joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo. —Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñéndose el pelo de color |307


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visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.»

La parte final, además de suceder muy rápido, acaba de manera abrupta; y a pesar de que al principio de la historia (y de hecho, a través de ella) se construya una intención implícita del desenlace, no se da tiempo al lector para asimilarlo. En algún momento discutí con alguien acerca de Salinger y me contó que era conocido (entre otras cosas) por su manejo de la voz infantil, lo cual se ve con claridad en el personaje de Sybil Carpenter. Pero no solamente se nota en “Un día perfecto para el pez plátano”, también se ve el gran manejo de dicha voz en “El hombre que ríe”, “El bote” y en “Para Esmé con amor y sordidez”. La voz femenina que maneja, también es, a mi juicio, impecable, y un ejemplo de ello se encuentra en “El tío Wiggily en Connecticut” y en “Justo antes de la guerra con los esquimales”.

“Un día perfecto para el pez plátano” recoge las voces, infantil, femenina y de un soldado (otra que es recurrente en sus relatos) y las trabaja durante casi todo el cuento en diálogos, cosa que fue lo que más me atrajo porque así Salinger permite que sean los personajes |308


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quienes cuenten la historia; de vez en cuando, un narrador en tercera persona interviene de manera efectiva, utilizando frases cortas: «—Sí, mamá —dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha» y complementando el coloquio entre los personajes, con sus acciones: «Se lo quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil».

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Toribio Torres, alias Gardelito Isabel Cristina Escobar Martínez Este cuento fue publicado en 1956 y llevado al cine cinco años después, aunque Bernardo Kordon quedó inconforme con la adaptación que hicieron Roa Bastos y Murúa: ya que consideraba que el resultado era poco fiel al relato. Por lo visto, si bien en los años sesenta el autor utilizó el cine como un aliado, no se hallaba del todo satisfecho con los resultados obtenidos, como lo dejan ver sus declaraciones: “La palabra tiene más peso que la imagen porque toca más hondo. La palabra activa la imaginación, la imagen la limita”. Toribio Torres, alias “Gardelito”, el guapo, el malevo, el soñador, es un cobarde que se aprovecha de los más débiles e ingenuos. Desde los 17 años considera que su obligación |310


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es engañar a la gente porque ésta desea ser engañada. Comienza su actividad criminal vendiendo un perro ajeno que, tal vez, fue uno de los pocos seres que lo quiso sinceramente. Le roba a un amigo su traje de domingo. Huye de la casa de su tía materna porque el esposo de ésta quería que trabajara en una ferretería para ayudar con los gastos. Se refugia en un hotelucho donde conoce a una prostituta a la cual agrede y roba, y a un mozo de cocina al que le sonsaca sus ahorros. Cuando más desesperado está por su falta de suerte y dinero, se reencuentra con otro maleante que ha escalado en la pirámide delictiva y que considera que le pueden ser de utilidad las habilidades de Toribio. Después de algún tiempo, Gardelito desea ascender y decide traicionar a su mentor, pero es traicionado, a su vez, por un compañero repudiado antes por él. En una habitación mísera termina la carrera del pillo con ínfulas de cantor de tangos.

Bernardo Kordon siempre se sintió atraído por los temas de los desclasados, seres anónimos que se debaten, luchan y mueren intentando arañar un poco de ese paraíso que disfrutan otros más afortunados. Toribio Torres sueña con alcanzar la fama de “El zorzal criollo”; así, lo vemos tratando de emular a su ídolo “torciendo la boca y frunciendo el ceño |311


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con la ceja levantada”; pero, en realidad, no se sabe si tiene aptitudes para el canto, de hecho, en las más de 90 páginas, solamente una vez Gardelito canta parte de una estrofa del tango “Fin de fiesta”, casi una sinopsis de su vida. En cambio, su mente sí es ágil para idear distintas formas de engaño. Usa su apariencia cándida para derribar las defensas de los extraños y su encanto para robar a amigos y conocidos. Si bien se supone que Bernardo Kordon prefería los relatos en primera persona porque consideraba que “el principal y verdadero personaje de toda creación literaria es el mismo autor”, en este cuento extenso elige la tercera persona para relatar las aventuras de un pillo de poca monta. Nos encontramos con un adolescente agraciado que tiene una barra de amigos, con los cuales comparte su pasión por el futbol y sus fantasías como cualquier chico de su edad: “Se vio corriendo por la calle, para dejarse caer al pie de un árbol, en medio del estrepito de la fusilería. Protegido por el árbol, ordenó abrir fuego a sus hombres. Allí estaban a sus órdenes, todos los muchachos del barrio…”.

Toribio se siente agraviado por todas y cada una de las personas que pueden tener un poco |312


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de poder: su primera víctima en la estafa del perrito, a la que quisiera azotar lascivamente; el esposo de su tía, un borracho que le exige que aporte dinero al hogar; el italiano que regenta la fonda donde va a alojarse cuando huye de la casa familiar, que puede dejarlo sin su preciado traje robado; Fiacini, su mentor, quien ha perfeccionado sus atributos delictivos desde que salió del mismo barrio que él. Pero también menosprecia a otros seres mínimos, porque se siente superior a ellos, por ejemplo, “Alma ansiosa”, la mujer que busca mejorar su posición a través de un aviso amoroso en el periódico; Flora o Margot, la prostituta vecina de su cuarto en la fonda, quien es víctima de las frustraciones del aspirante a cantor; o Picayo, boxeador fracasado, que solo desea una oportunidad de trabajar con Gardelito.

Hay una premisa que rige la vida de Toribio Torres y que lo exime de sentir culpa: “Todo indicaba que existía una especie de gente que no solo aceptaba, sino que necesitaba el engaño”. Por eso, en una tergiversación de valores morales, se siente tremendamente avergonzado frente a sus amigos cuando debe trabajar en una ferretería; trabajar es vergonzoso, engañar es meritorio. Su resentimiento contra la sociedad, que lo hace sentir tan brutalmente |313


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excluido, lo impulsa a invertir los papeles. Para ello, se aprovecha de seres más necesitados que él, como es el caso de Pirulo, su compañero de futbol y admirador, quien decide prestarle su traje de domingo para ayudarlo a conseguir una falsa entrevista en la radio; o Leoncio, el ayudante de cocina de la fonda donde se aloja, quien se siente atraído por Toribio y le entrega sus ahorros sin ningún reparo. Kordon nos hace sentir, a cada paso, el ambiente de pobreza que asfixia al protagonista. El uso de diminutivos y la enumeración casi peyorativa de lo poco que posee, transmite esa sensación que debía agobiar a un adolescente que deseaba conquistar el mundo: “Toribio tomó la valijita que usaba para ir al río. Puso un par camisetas raídas, dos camisas ordinarias y unos calcetines remendados. Miro a su alrededor; la cama matrimonial llenaba casi toda la pieza; en un rincón estaba su camita”. Este es un cuento de desesperanza, donde ni siquiera en sueños el protagonista tiene un escape, porque en ellos ve a sus padres, ya muertos, agobiados por la ciudad inhóspita. Además, a cada momento, el hambre y la falta de dinero lo empequeñecen y aplastan con su rotundidad: “Sin dinero era difícil caminar por |314


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la calle —todas esas luces no significaban nada— y la vida no valía un pito”. Las redenciones son imposibles para Gardelito, no hay espacio para el amor ni la amistad desinteresada; a los seres que intentan acercársele los estafa, roba y maltrata, los desprecia porque ninguno es como él, nadie puede igualársele. Gira en círculos concéntricos que lo hunden cada vez más, aunque él piense que se dirige a la cima. El encuentro con Alberto Fiacini, personaje de la Reina de plata, novela publicada por Kordon en 1946, parece darle una tregua al protagonista, pero no es más que una falsa ilusión. Toribio es un peón en un tablero con tantas piezas que no alcanza a percibir su insignificancia: “Miraba esa densa calle portuaria, y a través de ella se imaginaba esos personajes de quien hablaba Fiacini. Y estaba seguro de que no tardaría en superarlos a todos”.

El ingenio de Toribio le da una falsa seguridad y hace que se infle como un globo con aire caliente, quiere escalar otro peldaño y estafar al estafador, es así como decide quedarse con unos dólares falsos que Fiacini le había dado para que vendiera; Gardelito, en momentos como estos, no puede evitar esa sensación de |315


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zozobra que lo acompaña cada vez que toma una decisión transcendental, como aquella vez que abandonó la casa de su pariente. Esta fechoría, para él la última, debía ganarle reconocimiento y amigos, piensa que con el fruto de este fraude, podrá salir del país y hacerse famoso cantando tangos.

Los trenes, esa constante en los cuentos de Kordon que, quizá, llevan al autor a su primer sueño de infancia: ser un maquinista para realizar viajes y tener aventuras, aparecen aquí como catorce vías de escape para Toribio. La terminal Constitución, con su muchedumbre incansable, atrae y repele al protagonista y es uno de los últimos escenarios por donde pasea su desasosiego. En un instante de debilidad piensa hacerse acompañar de Picayo, el boxeador frustrado, pero esta será su perdición, ya que el púgil decide traicionarlo buscando una oportunidad con Fiacini. En sus últimos momentos, cuando Gardelito ve el panorama completo, la realidad se le presenta como algo incomprensible y se siente absolutamente desconcertado por esta denuncia: “Fugazmente tuvo la revelación de perderlo todo porque una vez dijo la verdad, cuando se sintió muy solo y buscó un amigo”. |316


Esos hermosos demonios del mediodía Leonardo Gómez Comentario de “El hombre que amó a las Nereidas”, de Marguerite Yourcenar.

Dice la autora en sus notas Post-scriptum de la edición Punto de lectura que este y otros de los llamados Cuentos orientales tienen como origen “unos sucesos o supersticiones de la Grecia de hoy, o más bien de ayer”, debido a que su redacción y publicación se sitúa entre 1932 y 1937. ¿Suceso o superstición? Ahí podría estar una de las claves para ir más allá del simple deleite que provoca la lectura del relato y desentrañar un posible análisis o interpretación. |317


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Pareciera que junto a la ternura del personaje principal está también la ingenuidad en sus actuaciones. En los “incontestables rasgos de belleza”, en aquella “boca abierta de par en par, que dejaba ver unos dientes espléndidos” hay una especie de encantamiento que sostiene la voz del narrador de principio a fin. Sólo las expresiones “la mirada vaga del idiota (…) que puede contemplar el sol sin pestañear” y “sus ojos distraidos (…) vagos y sin luz”, constituyen, tal vez, las únicas frases que en forma aguda y enfática situan al relato en un plano de realidad; todo lo demás se pierde en un juego de palabras que pintan la atmósfera de un pueblito griego a la manera de un bellísimo cuadro impresionista. Con este rasgo se perfila una de las principales virtudes del relato de Yourcenar y no es otra cosa que la singularidad plástica con la que se tratan los diferentes objetos y detalles: desde “lo necesario” que todo joven griego puede considerar como herencia y patrimonio, hasta el inagotable caleidoscopio que el narrador pasea con sus ojos mientras evoca o imagina las escenas en que se desenvuelve la historia. Es el blanco, descrito como “blanco metal”, como “una camisa maravillosamente blanca”, una “sábana blanca”, “una piedrecilla blanca” y los “trajes de tela blanca” que lucen |318


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las hermosas extranjeras, en quienes Jean Demetriadis advierte algún rasgo de divinidad. Es también el amarillo en todas sus gradaciones que dibuja el “peligroso sol”, la “hora trágica del medio día” o el color en el rostro transformado de Panegyotis cual reflejo de las secuelas que dejan algunas enfermedades tropicales. Es el mismo amarillo que se despliega en “el vello dorado interceptando al sol”, en las “piernas doradas”, en la extraña y fascinante dicotomía de las “malignidades centelleantes” convertidas en “diosas de oro” mientras caminan coquetas por el muelle “inundado de sol”. Y otros tantos colores en los que el narrador no insiste mucho, pero cobran una fuerza especial en el texto como el rosa “no violeta” del pezón imaginado, como la sombra verde que habría de proyectar la higuera, el “azul desvaído” de una camisa y la rojiza cabellera que esconde el rostro de una de las turistas.

Leí en algún lado que “Un cuento puede ser un trozo de ingenio, de literatura o de vida”, y en Yourcenar la sentencia cobra todo su significado. Tanto en sus novelas como en sus cuentos, no hay ningún efectismo, es una prosa tan pura, de palabras precisas y apropiadas, que no sólo la historia y la trama sino además |319


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la atmósfera, la naturaleza, a través del paisaje, se filtra en la conciencia de los personajes y, por supuesto, del lector. Pero hablar de Nereidas es hablar de una dualidad histórica y constante en la literatura. ¿Dónde termina el mito esquivo y empieza la realidad dominante? ¿Acaso el hilo, sedoso y delgado, imperceptible casi, prueba imponderable de la convicción que embarga a Demetriadis, no es sólo un elemento ambiguo que produce fascinación y misterio? ¿Y qué es de aquellas “malignidades centellates” cuya existencia en tantas culturas resulta tan irrefutable como la tierra, como el agua y el astro rubio deslumbrador y peligroso? ¿Qué de los vientres desnudos, de la embriaguez de lo desconocido, del agotamiento del milagro que habrá de marcar inexplicablemente a un joven apuesto en Ítaca, o en cualquier otro rincón donde la felicidad se ve amenazada por fantasmas? ¿Hay en verdad un “agotamiento del milagro” o el deseo, descrito como la voluptuosidad auténtica inherente a la belleza, es una fuente inagotable que alberga las más secretas realidades? ¿Cuando Jean Demetriadis habla de las tres extranjeras, cual tres niñas pequeñas |320


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tomadas de las manos, las tres jovenes americanas que pescaban por las noches con un tridente, está hablando acaso de “Las señoras... Nereidas... Hermosas... Desnudas” que Panegyotis acecha en los campos de su comarca, o son sólo los “hermosos demonios” que la imaginación del narrador ha construido? Porque luego de echar un vistazo por el cielo desteñido de la luz del verano, después de vagabundear por los riscos de alguna isla escondida donde otrora tal vez atracara el barco del cual, al parecer fluye toda la literatura del mundo, tal vez resulte que todo es sólo una ilusión y una voz irritada nos murmure con desconfianza y enojo: —¿No creerás que es verdad que Panegyotis se encontró con las Nereidas? ¿O sí?

Leonardo Gómez: Yarumal (Antioquia), 1978. Técnico del SENA en Gestión de Recursos Naturales. Cuentos de su autoría han sido publicados en: Obra diversa 2 (2010), selección de textos del Taller de Escritores de la Biblioteca Pública Piloto; Antología de Relata (Red Nacional de Talleres de Creación literaria, 2012), y Escritos desde la Sala (Boletín Cultural y Bibliográfico de la Sala Antioquia de la Biblioteca Pública Piloto, número 22, 2014). Su primer libro de cuentos, Me negarás tres veces y otros cuentos, se encuentra en prensa en la Editorial Universidad de Antioquia.

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Al Este del Edén

Luz Helena Jaramillo Londoño ¿Cómo puede un hombre, que desde la cuna ha sido despojado de la caricia esencial, del arrullo, de una mirada amorosa, instalarse en el mundo sin que el faro que guían sus acciones se dirija sólo hacia el odio o la venganza? Escribe Séneca en sus Cartas a Lucilio : “… gran parte de la bondad es querer llegar a ser bueno. ¿Sabes qué bueno digo? El perfecto, el absoluto, al que ninguna fuerza, ninguna necesidad puede hacerlo malo”.

En Al Este del Edén la novela escrita por John Steinbeck en 1952, considerada por el autor como su obra más completa, se narran a lo largo de 55 capítulos y 736 páginas, los acontecimientos azarosos que rodean la vida de Adam Trask. |322


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El propio Steinbeck, representado en uno de los nietos de Samuel Hamilton, personaje de la novela, es el narrador testigo de la historia. Sin embargo, en dos capítulos se deja de lado la narración para hacer una profunda reflexión sobre dos temas: en el capítulo 13 hará una defensa del individuo, de su espíritu libre, y de su capacidad creadora. Enfatizará en la necesidad de defenderlo a toda costa e impedir que cualquier idea, religión o gobierno lo limite o lo destruya; y en el capítulo 34, el tema de “El bien y el mal”: el gran desafío del hombre, las dos fuerzas entre las que tendrá que debatirse durante toda su existencia, la inevitable pregunta que tendrá que formularse: “¿Fue mi vida mala o buena? ¿He hecho bien…o mal?”. Adam nace en una granja, cerca de la gran ciudad de Connecticut. No se sabe mucho de su madre, ni siquiera su nombre, solo que, contagiada por su esposo de una enfermedad venérea, se suicida en un pantano, haciendo un gran esfuerzo para lograr hundir su cabeza.

Cabe destacar que la mayoría de las mujeres que desfilarán por los capítulos de esta novela serán mujeres sombrías, tristes, sometidas; quizá el autor se propuso crear un contraste, para que Cathy, el personaje femenino que ingresará |323


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a la historia unos capítulos más adelante, logre surgir con la fuerza necesaria para entronizarse como la figura que va encarnar por excelencia el mal. El padre de Adam, Cyrus, era un hombre obsesionado por la profesión militar: “…regresó al hogar cuando Adam tenía seis semanas y traía la pierna derecha cortada por la rodilla. Andaba renqueando con ayuda de una pata de palo sin desbaratar que él mismo se había hecho con madera de haya, que ya empezaba a resquebrajarse. Sacó del bolsillo y dejó sobre la mesa del salón la bala de plomo que le dieron para morder mientras le cortaban su pierna destrozada.”

El niño crecerá bajo la influencia autoritaria de su padre y de su nueva madre, Alice, una mujer que prefirió callar un padecimiento físico que lentamente le fue mermando sus fuerzas, y que nunca comentó a su esposo, por el miedo que le provocaban los métodos que éste empleaba para curar las enfermedades, pues parecían más bien castigos que cualquier otra cosa. “A medida que Cyrus se iba volviendo más militar, su esposa aprendió la única técnica gracias a la cual puede sobrevivir un soldado: pasaba siempre inadvertida, jamás hablaba, a |324


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menos que le hablasen, hacía lo que se le pedía y nada más, y no trató de ascender. Se convirtió en un soldado raso de la última fila. La vida le resultaba así mucho más fácil. Alice se retiró al último término, hasta que apenas se la distinguió ya”. A causa del accidente, Cyrus quedará excluido del combate, y convertirá su hogar en una base militar, en la cual sus dos hijos, Adam y Charles —el niño que nació de su matrimonio con Alice—, deberán acostumbrarse a sus sermones, al “cierren filas y rompan filas” con que los maltratará todo el tiempo. Alice muere pronto y los niños crecerán bajo la exclusiva tutela de su padre.

Pero Adam “descubre” a su padre. Es un niño obediente, silencioso, que aprende a retirarse a tiempo para evitar la violencia que parece estar latente en todas las personas que le rodean, y logra darse cuenta de que su padre no es un gran hombre y sí un fanfarrón. “Es difícil decir cuál fue la causa —una mirada furtiva, una mentira descubierta, un momento de vacilación—, pero lo cierto es que el dios se hizo pedazos en aquella mente infantil”. Con la vida de Adam y Charles, el autor nos traslada de inmediato al relato bíblico |325


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de Caín y Abel, arquetipo por excelencia de la injusticia y del mal. Charles, que va adquiriendo una contextura atlética, no le perdonará a su hermano Adam que le gane en sus juegos y cuando esto ocurre, por una sola vez, los golpes que Adam recibe, alimentados con el resentimiento que Charles ha acumulado al notar que su hermano es el preferido de su padre, no sólo lo dejaran gravemente herido, sino que lo llevarán a tomar la decisión de nunca más volver a ganar. Y Cyrus le hace saber a Adam que sí es el preferido, y con esta preferencia, para infortunio de Adam, llega la decisión de enviarlo, contra su voluntad, al ejército.

“Adam pasó los próximos cinco años haciendo aquellas cosas que se pueden hacer en el ejército para evitar volverse loco: sacar brillo incansablemente al metal y al cuero, hacer desfiles, la instrucción y el ejercicio, saludos a la bandera, trompetería, es decir, toda esa danza atareada de hombres que no hacen absolutamente nada”. Si alguna certeza acompañó a Adam, fue la de nunca hacer daño a nadie; era un sentimiento que latía en su interior desde que era un niño |326


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y entonces, además de errar conscientemente en el blanco, ayudó en el rescate de soldados heridos, fue voluntario para trabajar en hospitales de campaña y aprendió a tener tal dominio de sí mismo que no dejó traslucir en su rostro ningún señal ni de ira ni de dolor. Las palabras de Samuel Hamilton llegarán años más tarde a la desolada vida de Adam Trask, y le ayudarán a seguir viviendo en medio de una existencia que le asesta —al igual que lo hizo en su momento su hermano Charles— golpes a diestra y siniestra.

Samuel Hamilton proviene de Irlanda del Norte, y llega al Valle Salinas sin saberse exactamente el motivo que lo llevó a abandonar su país. Se especula que algún amor, y no precisamente el de la mujer con la que se casó “una rígida y envarada mujercilla, tan desprovista de humor como un polluelo”. Un hombre trabajador y servicial, a quien acuden los hombres del distrito para que les arregle sus herramientas y para que les ayude a encontrar el agua en los largos períodos de sequía. Además, Samuel era un hombre de consejos, un sabio que había llegado al valle con sus libros de medicina y de filosofía, que eran su fuente para ayudar a curar los males del cuerpo y del |327


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alma, alguien que, además de leerles poesía, les hablaba de las ideas que se desarrollaban en otros lugares del mundo. Samuel Hamilton representa al hombre magnánimo.

El padre de Adam muere mientras él está en el ejército, pero de este acontecimiento sólo se enterará al recibir una carta de su hermano Charles. Regresa entonces a su antigua morada, y recibe la noticia de que su padre les ha dejado una gran fortuna. Sin la claridad suficiente sobre el futuro de su vida e intentando convivir algunos días con su hermano, encuentra un día cualquiera, en la puerta de su casa a una mujer malherida, casi agonizante, que conmueve profundamente a los hermanos, pero especialmente a Adam, quien decide cuidarla y protegerla; pero termina enamorándose locamente de ella y ese instante marca la desdicha definitiva en la vida de Adam. Se trata de Cathy, quien va a personificar lo más ruin y bajo.

Esa sed de amor, que Adam trae desde su niñez, lo lleva a ver a Cathy como él imperiosamente necesita verla. Tan pronto se repone de sus heridas, se casa con ella y sale en la búsqueda de “El Edén” para vivir su sueño. Y es allí donde ocurre su encuentro |328


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con Samuel Hamilton, el hombre que acudirá a su llamado para hacer brotar el agua en ese yermo territorio. “Hasta ahora no he tenido un Edén. Tan solo he sido expulsado de él”, le dice Adam a Samuel, que se va ganando toda la confianza de Adam, hasta el punto que solo a él logra hablarle de su infancia, de su madre, de su amarga experiencia en el ejército.

Pero detengámonos un poco en Cathy, ese personaje siniestro, tan cargado de maldad que por momentos parece inverosímil. Su cabello dorado, sus grandes ojos almendrados con una mirada que pareciera profunda y soñadora, su rostro aparentemente inocente, son una verdadera trampa que oculta muy bien su mente perversa. Siendo muy joven, logra planear, con toda frialdad, el incendio de la casa donde vive con sus padres y mientras ella huye ellos perecen en medio de las llamas. De ahí en adelante seguirá sembrando el mal por donde quiera que pase.

El alma de Cathy se le revelará a Adam con el nacimiento de sus gemelos. Samuel acudirá para ayudarla en el parto, pero saldrá mal herido por el fuerte mordisco que ella le propina y Adam quedará totalmente conmocionado, pues Cathy no sólo ignorará a sus hijos, sino que intentará asesinarlo. |329


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En este momento de la historia los acontecimientos se alinean claramente: de un lado estarán las andanzas de Cathy, que se ha cambiado el nombre por Katy y se hará dueña del mayor prostíbulo de la ciudad, tras ganarse el cariño y la confianza de Faye, su propietaria, a quien finalmente envenenará. Y por otro lado estarán el pensamiento iluminador de Samuel Hamilton y los sabios consejos de Lee, el criado chino que acompañará a Adam hasta la muerte y le ayudará en la crianza de sus gemelos, pues Adam, debido a su conmoción, solo era consciente de la existencia de los niños cuando los oía toser o llorar. Samuel, que no quiere ser indiferente a la situación que vive Adam y que se siente inmensamente preocupado por los niños, insiste en visitarlo y obligarlo a darles un nombre, pues ha transcurrido más de un año y los niños aún no lo tienen. Samuel siente que no puede permitir que Adam siga en ese estado lamentable y llega hasta los golpes, para sacudirlo y obligarlo a volver a la realidad. Finalmente Adam reacciona y vuelve a encontrar consuelo en las palabras de Samuel y de Lee. De la Biblia que Samuel ha llevado consigo, eligen los nombres para los gemelos: Aarón y Caleb. |330


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Y la historia de Caín y Abel volverá muchas veces en las conversaciones, como si Samuel y Lee necesitaran reconstruirla para que Adam y sus hijos puedan liberarse de una culpa que no les pertenece, y así regenerar los daños pasados; porque para Lee, la de Caín y Abel, es la historia que simboliza el alma humana, que permite conocer las causas que conducen al hombre hacia el mal, y encuentra que la primera y más importante es la del niño que no se siente amado, que arrastra con ese dolor del abandono, que no es otro que el que más adelante se transforma en los hombres en ira, en culpa, en venganza. Lee es un hombre de profundas convicciones, cimentadas en la lectura de los textos sagrados, y está seguro de que el dolor y la locura podrían llegar a desaparecer, al conocer las causas que los producen: ”No te atrevas a tomar el camino más cómodo. Te resultaría demasiado fácil excusarte apelando a la sangre que corre por tus venas. ¡Que no te lo vuelva a oír! Ahora…, mírame con atención, porque quiero que lo recuerdes. Hagas lo que hagas, serás siempre tú quien lo hará…, no tu madre”. Le dirá a Caleb, el hijo que descubrirá la realidad sobre su madre. |331


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La muerte de Samuel Hamilton cubrirá de tristeza el Valle. “Entonces, Samuel murió, y el mundo se hizo añicos como un plato de loza. Sus hijos y amigos andaban a tientas…”. Arón huye enloquecido tras enterarse por su mismo hermano Caleb, de la vida que ha llevado su madre; luego ingresa al ejército y llega a formar parte de las tropas americanas que participan en la Primera Guerra Mundial. Un telegrama que Lee encuentra bajo la puerta da cuenta de la muerte de Arón, y esta noticia deja a Adam profundamente enfermo. Lee le ruega antes de morir, que perdone a Caleb, quien se siente culpable por la muerte de su hermano Arón y ahora por la de su padre. Lee quiere recordarle a Adam lo que una y otra vez han conversado sobre la necesidad de perdonar y perdonarse por una culpa que los atormenta, le insiste en que su hijo también sintió el dolor del rechazo, y no podría seguir viviendo si Adam no lo perdona. Finalmente, Adam bendice a su hijo. La novela se cierra con la palabra hebrea “Timshel”. Es la última que pronuncia Adam antes de morir y que Lee tradujo del hebreo como “tú podrás”, toda la grandeza del hombre, |332


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porque lo libera de ser esclavo, de la idea de un destino prefijado y de cualquier otra fuerza que pretenda someterlo. “Timshel” es pues una palabra liberadora que pone al hombre del lado de los dioses, al permitirle elegir su propio camino.

Las características que definen la belleza y la deformación, la bondad y la perversidad, y sus visibles efectos sobre la vida de los hombres, se logran revelar en esta novela, no solo en las acciones de sus personajes, sino en las profundas reflexiones a que se ven sometidos en situaciones extremas de dolor. Si tuviese que seleccionar las mejores descripciones literales de algunos de los personajes de esta novela, no dudaría en elegir las siguientes: Cyrus, el padre de Adam: “Le gustaba mucho la profesión militar. Salvaje por naturaleza, gozó como ninguno del breve período de instrucción, y la bebida, el juego y el putañeo que acompañaban a aquel”. Alice, la madrastra de Adam: “Alice jamás se quejó, protestó, rio o lloró. Su boca estaba reducida a una línea que no ocultaba nada, pero que tampoco ofrecía nada”.

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Samuel Hamilton: “Era un hombre fuerte y talludo, pero lleno de delicadeza”. Adam Trask: “Recubría su vida con un velo de vaguedad, mientras que detrás de sus ojos tranquilos discurría un vida rica y plena”.

Cathy: “Produjo una conmoción y un doloroso trastorno en todos los seres que la rodearon”. Aron: “Todo el mundo se sentía ganado al instante por Arón a causa de su belleza y su simplicidad”.

Caleb: “Su descubrimiento aguzó todas sus emociones. Le parecía que era un caso único, y que nadie había recibido una herencia como la suya”. Lee: “Por la tarde me fumo mis dos pipas, ni una más ni una menos, como los ancianos, y entonces siento que soy un hombre. Y también que un hombre es algo muy importante, acaso más importante que una estrella”.

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El otoño del patriarca o la exuberancia de la palabra Rosalba Muñoz Leer El Otoño del Patriarca es penetrar en un espacio imaginario con muchas pinceladas de realidad, en imágenes fascinantes, ambiente fantástico y personajes que nos introducen abruptamente en ese mundo garcíamarquiano, ya conocido en Cien años de Soledad. La historia se desarrolla en un país del Caribe cuya capital, situada frente al mar, ilustra bien el funcionamiento del poder basado en la represión, que transforma los códigos de la ética y la política, modificados por los códigos de la cultura popular. Su lenguaje es torrencial en las voces de varios narradores. Cuentan, no lo que hace el Patriarca, sino lo que se dice que hace. Es |335


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una crítica al colonialismo y al neocolonialismo, a la misma religión, y una caricatura del poder.

El punto de vista narrativo se desplaza continuamente, es decir, no hay un narrador omnisciente ni la realidad es única y fija. Cada uno de los seis capítulos, no numerados, se inicia con narradores anónimos en primera persona del plural que nunca llegan a identificarse: «Durante el fin de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas y removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior…Sólo entonces nos atrevimos a entrar sin embestir los carcomidos muros de piedra fortificada…» (primer capítulo), «La segunda vez que lo encontraron carcomido por los gallinazos en la misma oficina, con la misma ropa y en la misma posición, ninguno de nosotros era bastante viejo para recordar lo que ocurrió la primera vez, pero sabíamos que ninguna evidencia de su muerte era terminante, pues siempre había otra verdad detrás de la verdad» (segundo capítulo). Estas voces narrativas se desplazan a una primera o a una segunda en singular sin previo aviso, por lo cual no se llega a saber exactamente quién está narrando: hay unas |336


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voces colectivas que parecen ser del pueblo, otras de sus generales, quienes todo el tiempo están conspirando o dando cuenta al general de los acontecimientos que ocurren allá afuera: «… y así habían construido en muchas noches furtivas el nuevo barrio de Manuela Sánchez para que tú lo vieras desde tu ventana el día de tu onomástico, ahí lo tienes, reina, para que cumplas muchos años felices, para ver si estos alardes de poder conseguían ablandar tu conducta cortés pero invencible de no se acerque demasiado, excelencia, que ahí está mi mamá con las aldabas de mi honra, y él se ahogaba en sus anhelos, se comía la rabia…». En ocasiones, es el propio Patriarca quien habla, y, en otras, lo hacen las voces de algunas de sus mujeres, pero ninguna de esas voces sabe todo acerca de él, y ninguna de ellas presenció los acontecimientos del pasado directamente, sino que éstos se han transformado a través de los recuerdos populares y los textos oficiales.

En esta obra se trastocan los límites del tiempo y el espacio. El tiempo se mueve entre la vaguedad y la precisión, recurso tan propio del autor. Algunos acontecimientos históricos del pasado lejano ocurren en la novela, como el Descubrimiento de América, la Expedición |337


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Botánica, la Guerra de los Mil Días, entre otros, y, a la vez, se recalcan en forma concisa el día, y el mes en los que ocurren ciertos hechos, pero no el año: «un domingo de hacía muchos años»; «el histórico viernes de octubre»; «12 de agosto, la fecha inmensa en que estábamos celebrando el primer centenario de su ascenso al poder», «el mar Caribe que se lo llevaron en abril», etc.

La novela ofrece una visión retrospectiva sobre la vida, el deterioro y la muerte del Patriarca. El autor nos va revelando, paso a paso, rasgos físicos y sicológicos del dictador, hasta llegar a tener una imagen definida de él: ojos taciturnos, labios pálidos, la mano de novia sensitiva, un ser meditativo y sombrío, que escudriñaba la penumbra de los ojos para adivinar lo que no le decían; y nunca contestó a una pregunta sin antes preguntar a su vez: ¿Y usted qué opina? Tacaño y rapaz, afrontaba los riesgos más tremendos del poder, poniendo primeras piedras donde nunca se habría de poner la segunda, los pies aplanados los imitaba su doble, Patricio Aragonés, quien lo único que no logró imitar nunca fue la autoridad de la voz y «…la nitidez de las líneas de la mano en donde el arco de la vida se prolongaba sin tropiezos en torno a la base del pulgar». Otro distintivo entre |338


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su doble y él fue la potra, esa hernia en el testículo que lo acomplejaba ante las mujeres. Por eso él entra al cuarto donde duermen sus concubinas y toma a una cualquiera, por asalto, y satisface sus deseos con un «llantito de perro» adolorido y engendra con ellas hijos sietemesinos. Estas mujeres también las comparte con su doble.

El Patriarca «…había conocido su incapacidad de amor en el enigma de la palma de sus manos mudas y en las cifras invisibles de las barajas y había tratado de compensar aquel destino infame con el culto abrasador del vicio solitario del poder… se había sobrepuesto a su avaricia febril y al miedo congénito sólo por conservar hasta el fin de los tiempos su bolita de vidrio en el puño» y esa bolita de vidrio representa, precisamente, el poder, tener en la palma de la mano ese mundo en el que es dios y señor. En el transcurso de sus incontables años en el poder descubrió que «la mentira es más cómoda que la duda, más útil que el amor, más perdurable que la verdad». Poco antes de morir, Patricio, su doble, le informa «que todos le dicen lo que saben que usted quiere oír mientras le hacen reverencias por delante y le hacen pistola por detrás». No sólo los noticieros de radio y |339


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televisión, sino también las radionovelas y las telenovelas, se arreglaban según la voluntad del dictador. Y hasta las colegialas que el Patriarca sedujo «tantas tardes de su vejez» resultan ser «putas...reclutadas y bañadas por la policía sanitaria para complacerlo». De manera que el general cree que tiene el poder, pero a veces no ocurre así, porque está supeditado a sus ministros que le hacen creer que manda.

El texto es cíclico, el dictador reina y gobierna para luego darse cuenta de que el poder está en manos de sus ayudantes, que a la vez son sus enemigos, quienes le hacen creer que las cosas suceden tal cual él las desea: que si el dictador quiere que sea de día a plena noche, pues es de día; que si se adelanta el reloj de la catedral, que si se atrasa de acuerdo a su humor del día, hasta que se da cuenta de lo que realmente acontece y vuelve a retomar el poder aniquilando a sus enemigos «porque todo sobreviviente es un mal enemigo para toda la vida» y se rodea de otras gentes que le sirven a sus intereses del momento, pero que a la postre, también tratarán de traicionarlo y tendrán el mismo final. Sus decisiones son tajantes, pues «el único error que no puede cometer ni una sola vez en toda su vida un hombre investido de autoridad |340


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y mando es impartir una orden que no esté seguro de que será cumplida».

La novela da cuenta de que el poder por más prolongado que sea, es efímero, y que para mantenerse en él hay que saber desenmarañar las trampas y las argucias de los que lo rodean, porque no se puede confiar en nadie, hay que ser más astuto que el más astuto de sus cooperadores. Y el Patriarca pierde el poder por momentos y cuando se da cuenta de que lo ha perdido, hace uso de su autoridad para retomarlo. Después de que sus «viudas felices» y su consejo de ministros celebran su primera muerte, quedan pasmados ante su resurrección al tercer día, ignorando que quien de veras murió fue su doble, Patricio Aragonés. Además de la muerte de su doble y de su verdadera muerte, el Patriarca sufre una tercera muerte, la que no acontece tal «…como estaba anunciado desde siempre en las aguas premonitorias de los lebrillos». En vez de morir en la oficina vestido de uniforme como habrían de decir «para no contrariar los augurios de sus pitonisas, murió en su dormitorio, tirado en el suelo como siempre, descalzo, con el vestido de menesteroso» y la muerte lo llamó Nicanor, «que es el nombre como la muerte nos conoce a todos los hombres a la hora de morir». |341


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Una consecuencia lógica del poder, es la soledad, y así se constata en el texto; esa soledad está plasmada muy claramente a la hora de ir a dormir, cuando recorre la casa con una lámpara en la mano, revisando que todo esté en orden, y entra en su alcoba, a la que echa tres cerrojos y luego se acuesta en el suelo, con el brazo derecho doblado para que le sirva de almohada. Hay una incapacidad en el déspota para comunicarse con los demás y hasta consigo mismo, tiene a su madre Bendición Alvarado, a quien recurre a contarle sus congojas, pero no hay un diálogo real porque él no la escucha, le habla a ella, pero habla para sí; tampoco logra comunicarse con su única esposa legítima, Leticia Nazareno. «Contestó él, muchas gracias, acostado bocabajo en el mármol funerario del salón del consejo de ministros, y luego dobló el brazo derecho para que le sirviera de almohada y se durmió en el acto, más solo que nunca, arrullado por el rumor del reguero de hojas amarillas de su otoño de lástima que aquella noche había empezado para siempre en los cuerpos humeantes y los charcos de lunas coloradas de la masacre». El Otoño del Patriarca es una novela sobre el tirano que termina por ser víctima de su poder, |342


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convertido en mito por el poder popular, donde ni él mismo es capaz de reconocerse. Expresa, en sus años otoñales, que no quiere ser dictador, ni lo quiso nunca, sino que «…lo sentaron los ingleses y lo sostuvieron los gringos», y después de tantas barbaridades cometidas en su régimen, no se atrevió a darse de baja. Aunque el relato cuenta las infamias del dictador, creo que también se trata de la tragedia interior de ese hombre que busca su propia identidad, su origen, envolatado en la farsa del poder «…y en todas era él tres veces distinto, tres veces concebido en tres ocasiones distintas, tres veces parido mal por la gracia de los artífices de la historia que habían embrollado los hilos de la realidad para que nadie pudiera descifrar el secreto de su origen». Su nombre se menciona sólo una vez en el texto «…una noche había escrito que me llamo Zacarías, lo había vuelto a leer bajo el resplandor fugitivo del faro, lo había leído otra vez muchas veces y el nombre tantas veces repetido terminó por parecerle remoto y ajeno, qué carajo, se dijo, haciendo trizas la tira de papel, yo soy yo, se dijo y escribió en otra tira que había cumplido cien años». Los símbolos del otoño están representados por los gallinazos que invaden la casa |343


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presidencial, la vaca en el balcón, los muros resquebrajados de piedra, un silencio antiguo, la maleza que había crecido por encima de las baldosas. Pero sobre todo, esa crisis de la memoria, el no recordar su nombre, y esa crisis de identidad que no pudo descifrar a través de todos sus años. La falta de identidad posiblemente sea un recurso literario del autor, ya que él quiere representar a todos los dictadores en uno sólo; por lo tanto, esa identificación también es ambigua, es común a todos y a ninguno. Lo que sí tiene el Patriarca en común con los demás dictadores es el capricho, el miedo a ser derrocado, a perder el poder y esa forma de gobernar, como si fuera un dios, que todo lo puede, inclusive, hacer milagros. Un dictador no requiere preparación, simplemente nace y se hace dictador por su ambición o porque las circunstancias lo llevan a eso. El personaje de esta novela fue analfabeta hasta cuando su única esposa legítima, Leticia Nazareno, le enseñó a leer y a escribir. Sin embargo, poseía astucia y conocimiento de las bajezas del ser humano, herramientas que le ayudaron a sobrevivir un número indefinido de años, que pudieron ser cien o doscientos o más años. |344


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A pesar de las desproporciones de la obra, ellas están basadas en hechos de la realidad. El autor, en 1982, en una entrevista que le hiciera Plinio Apuleyo Mendoza, publicada en El Olor de la Guayaba, habló de la gran fascinación que tenía por la personalidad de Juan Vicente Gómez: «Mi intención fue siempre la de hacer una síntesis de todos los dictadores latinoamericanos, pero en especial del Caribe. Sin embargo, la personalidad de Juan Vicente Gómez era tan importante, y además ejercía sobre mí una fascinación tan intensa, que sin duda el Patriarca tiene de él mucho más que de cualquier otro. En todo caso, la imagen mental que yo tengo de ambos es la misma. Lo cual no quiere decir, por supuesto, que él sea el personaje del libro, sino más bien una idealización de su imagen».

Bibliografía

Campuzano, B. (1993). «Primera y segunda mano de El Otoño del Patriarca, un estudio intertextual», Ponencia en el seminario «Teoría de la Semiótica Latinoamericana. Xalapa, Méjico: Universidad Veracruzana. Recuperado de: rcci.net/globalización/fg045.htm |345


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Duque, J. (1975). El Otoño del Patriarca o la crisis de la desmesura. Medellín, Editorial Oveja Negra.,

García, J. (1993). «El Otoño del Patriarca Germen de una novela». Revista Cauce (16), 231-242. Centro Virtual Cervantes. Recuperado de:

Cvc.cervantes.es/literatura/cauce/pdf/ cauce16/cauce16_14.pdf.htm García Márquez G. y Mendoza P. A. (1993) EL olor de la guayaba. 3°Edición. Buenos Aires, Editorial Suramericana. Quemaín, M. A. (5 de mayo de 2014). «El Otoño del Patriarca, la historia como repetición». Recuperado de: www.letraslibres. com>Blogs>simpatíasydiferencias

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Ilona llega con la lluvia

La novela está compuesta por siete capítulos: Al Lector, Cristóbal, Panamá, Ilona, Villa Rosa y su gente, Larissa, El fin del Lepanto. Mutis inicia el relato dirigiéndose al lector para presentarle a Maqroll El Gaviero,«quien prefería relatar a sus amigos episodios de su vida adornados con cierto dramatismo, con cierta tensión que podía llegar, a veces, hasta una evidente vena lírica, cuando no desembocar en un misterio con su correspondiente interrogación metafísica y, por ende, de imposible respuesta». Con esta descripción, el autor parece estar hablando de sí mismo, como de un álter ego.

A partir del segundo apartado la novela está narrada en primera persona, contada de forma directa, breve, fácil y con un tono poético. La prosa de Mutis es impecable, como diseccionada por un cirujano, en la que no sobra ni falta |347


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nada, y, como decía un compañero del club de lectura al que asisto, «Como ya nadie escribe». «El disparo sonó como un seco chasquido de madera. La pareja de gaviotas que dormitaba en la antena levantó el vuelo. Un escándalo de alas y graznidos se fue a perder con ella en el cielo que oscurecía». Desde el título se siente la poesía de su prosa, Ilona llega con la lluvia es un canto a la amistad y al amor sobre el amor.

En esta obra Alvaro Mutis prosigue con la saga novelística de Maqroll El Gaviero, pero le da un descanso a sus andanzas, dejándolo anclado en Panamá, «…un lugar de paso, no habitable. El contrabando, el trabajo ilegal, como bien se muestra, es la salida más fácil y tal vez la única de supervivencia en una ciudad turística».

El hastío de la ciudad se retrata en apartados de la novela como este: «Rondando por vestíbulos y bares de los grandes hoteles del sector bancario y, en la noche, por algunos de los clubes nocturnos en donde gente de todas las condiciones, oficios y razas busca distraer el hastío que los invade en esas paradas obligatorias que imponen los viajes de negocios; en el aire cargado y más bien sórdido de los casinos que, en los mismos hoteles y en otros lugares, ofrecen un mediocre sucedáneo |348


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al ansia transitoria de aventura y emoción que despierta Panamá». Una ciudad que no es para vivir.

Maqroll y Wito se ven obligados a abandonar el Hansa Stern después de que le es decomisado por las innumerables deudas adquiridas con un banco, hecho que motiva el suicidio de Wito. A la tripulación la dejan en tierra en el Puerto de San Cristóbal, desde donde Maqroll se traslada a Panamá con el dinero recibido por sus servicios. «Pero como ya me conocía de sobra, a las pocas semanas iba a andar con los bolsillos y el estómago vacíos. No me preocupaba esa perspectiva. Un vodka a tiempo y una amiga ocasional, que no volvería a encontrar jamás, eran bastantes para salvar ese momento en que pensamos que hemos tocado el fondo del pozo. Y ambas cosas, no necesariamente se consiguen sólo con dinero. Ya sabía cómo sortear esos recodos en que la trampa parece cerrarse ineludible. Y así un día y otro hasta que una mañana logre zarpar o invente otra locura como la mina de Cocora o el trabajo en el Hospital de los soberbios. Da lo mismo, todo da igual. Lo que no da igual es otra cosa: es eso que llevamos adentro, esa hélice desbocada que no para. Allí está el secreto, eso es lo que no debe fallar nunca». Este párrafo describe la filosofía de |349


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vida de El Gaviero, un ser marginal, un hombre que está en el rebusque y sobrevive moviéndose entre lo ético y lo prohibido, traspasando, sin ninguna pena algunos códigos. Dicen algunos estudiosos de Mutis que este texto nos muestra a su protagonista con menos posibilidades de aventura porque está encallado en puerto, sin dinero y sin saber qué rumbo tomar, no obstante no deja de vivir situaciones que ponen a prueba su carácter constantemente. Maqroll, en medio de la lluvia, se refugia a la entrada de un hotel, «…con ciertas pretensiones de lujo», cuenta con tan sólo dos dólares en el bolsillo, cuando la vio de espaldas, manipulando una de las máquinas tragamonedas, instaladas en el vestíbulo. Ilona, siempre perdida y siempre recuperada en su trasegar por el mundo. Según el narrador, en tres oportunidades se ha encontrado con Ilona en medio de la lluvia y esa circunstancia coincide con momentos difíciles en su vida. Recordaron el pasado, hicieron el amor, se dedicaron, según lo que contaron, al contrabando. Y al agotarse el dinero de los dos, se vieron en la encrucijada de qué trabajo realizar para seguir sus vidas de aventureros. Y allí fue donde a Ilona se le ocurrió la idea de fundar Villa Rosa. Un prostíbulo ubicado en una calle muy concurrida de la ciudad, donde |350


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las prostitutas simulan ser azafatas de las diferentes aerolíneas que llegan a Panamá.

La relación de Maqroll e Ilona estaba regida por ciertos códigos que no deberían traspasar para mantenerse a flote y con el ánimo arriba. «Por un lado, había un estar siempre con los pies en la tierra, en una vigilancia inteligente pero nunca obsesiva de lo que nos va proponiendo cada día como solución al rutinario interrogante de ir viviendo. Por otra, una imaginación, una desbocada fantasía que instauraba, en forma sucesiva, espontánea y por sorpresa, escenarios, horizontes siempre orientados hacia una radical sedición contra toda norma escrita y establecida». Si alguien se ajustaba a los modelos tradicionales, no era digno de la amistad de Ilona. Tanto los lugares como los personajes son retratados de manera minuciosa, agregando detalles cada vez que hace referencia a ellos. Los protagonistas son seres excepcionales, de naturaleza aventurera. No es fácil establecer la diferencia entre la manera de hablar de un personaje y la de otro; los textos están impregnados del lenguaje del autor. Mutis se deleita describiéndolos con múltiples detalles físicos y sicológicos. En el capítulo Al Lector, se |351


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toma dos páginas para describir a Maqroll El Gaviero y mostrarnos el personaje creado por él. Lo refiere como un hombre acostumbrado a vivir en el presente, sin muchas ataduras: «Pasado y futuro no eran, dicho sea de paso, nociones que pesaran mucho en el ánimo de nuestro hombre. Siempre daba la impresión de que su exclusivo y absorbente propósito era enriquecer el presente con todo lo que se le iba presentando en el camino. Era evidente, y en ello han estado de acuerdo otros que lo conocieron tan bien o mejor que yo, que los decretos, principios, reglamentos y preceptos que, sumados, suelen conocerse como la ley, no tenían para Maqroll mayor sentido ni ocupaban instante alguno en su vida» El narrador dice de Wito, el dueño y capitán del barco (o mejor el autor, porque el lector no alcanza a distinguir si el que habla es el protagonista o el autor): «Lo primero que llamaba la atención al verlo era la ausencia del menor rasgo marino. Ningún gesto suyo lo identificaba con los hombres del mar. Era más fácil imaginarlo como bedel en un internado o como profesor de ciencias naturales. Hablaba en forma lenta, precisa, casi pomposa; destacando cada palabra y terminando las frases con una |352


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ligera pausa, como si esperara que alguien tomara nota de lo que estaba diciendo»

El narrador describe a Ilona como alguien excepcional en su vida: «Ilona. Todo un personaje, la mujer… Había nacido en Trieste de padre polaco y madre triestina, hija de macedonios. El apellido pasaba por distintos avatares según las circunstancias: Ilona Grabowska, Ilona Rubenstein», (argüía razones que tenían que ver con los negocios que desarrollaba en el momento). «Era alta y rubia. Tenía ademanes un tanto bruscos. El pelo corto, color miel, se lo acomodaba constantemente con un gesto de la mano que la hacía reconocible a primera vista aunque estuviera a mucha distancia. El rostro redondo, los labios sobresalientes y bien delineados, denunciaban la sangre macedónica. Los dientes delanteros grandes y ligeramente prominentes le daban una perpetua expresión burlona e infantil. La voz, algo ronca, pasaba de los acentos graves a una gama cantarina cuando deseaba afirmar algo con énfasis o relatar algún hecho que le emocionaba especialmente. Nunca se le conoció un hombre por mucho tiempo». Abdul Bashur, un amigo en común de Ilona y Maqroll. Los tres compartían sus negocios y se ayudaban en todas las dificultades. Abdul y |353


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Maqroll se turnaban el amor de Ilona sin que ello representara ningún problema para la amistad de los tres. Bashur es un personaje que sólo está presente por las referencias, recuerdos y conversaciones entre los protagonistas. Aunque esperan reunirse con él en Panamá, nunca aparece en la novela. En todo el texto, ambos se refieren a él de manera entrañable, capaz de facilitarles dinero, aun cuando él mismo pasaba por malos tiempos. Estos tres personajes comparten cualidades particulares que los llevan a mantenerse unidos, a pesar de las distancias y obstáculos; siempre están en contacto, son solidarios entre sí, el dinero de uno es de todos. Para estos tres aventureros lo único seguro en sus vidas es su amistad, capaz de subsistir a cualquier prueba. «Y así, una tarde tras otra, íbamos recorriendo nuestros días en común o con amigos como Abdul a los que nos unía la solidaridad imbatible de quienes no quieren el mundo como se lo dan sino como ellos se proponen acomodarlo».

Larissa es una prostituta que llega a trabajar a Villa Rosa y en la voz del narrador se presenta así: «Una mujer nacida en Chaco, de origen incierto, pero que había recorrido mucho mundo, hablaba varios idiomas, llevaba una existencia muy reservada y tenía |354


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un aspecto imponente… Lo primero que me llamó la atención en ella fueron ciertos rasgos semejantes a los de Ilona. La misma nariz recta, los mismos labios salientes y bien delineados, la misma estatura e idénticas piernas largas y bien moldeadas, que daban la impresión de una fuerza elástica. Sin embargo, al mirarla mejor me di cuenta de que la semejanza era puramente superficial y se desvanecía ante un examen más detenido».

Maqroll e Ilona planean reunir el dinero suficiente para salir de Panamá con las ganancias que les provee Villa Rosa. No obstante, la llegada de Larissa frustra esos planes porque ella pretende que la incluyan en su viaje. El Gaviero se siente cada vez más inquieto porque se da cuenta de lo compenetradas que están. Ilona se identifica con Larissa, parece que ve en ella su lado oscuro, su lado débil. Siente compasión, pero sabe que en su viaje de regreso a Europa, no puede llevarla.

Con la introducción de este personaje, el autor introduce el aspecto fantástico de la novela, logrando pasar de un plano real a uno fantasmagórico por cuenta de Larissa, quien viaja desde Europa en un buque de carga llamado El Lepanto y en el trayecto a América |355


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es visitada en las noches, en su camarote, por dos personajes de un pasado demasiado lejano, lo que hace pensar que son alucinaciones suyas, que padece locura. Larissa relata su pasado a Ilona y a Maqroll en largas charlas sostenidas en la terraza de Villa Rosa durante reuniones que tienen algo de ceremonia ritual. «Se sentó en una silla de lona, a la sombra del inmenso cámbulo que crecía en el jardín contiguo y cuya copa daba a una parte de nuestra terraza. Sus flores iban cayendo alrededor de la mujer. Al rato, la rodeaba un aura de intenso color naranja. Tuve la impresión de que este efecto era provocado como parte de una secreta ceremonia cuyo significado se me escapaba».

El pasado de Larissa tiene que ver con el tiempo en que estuvo trabajando en la isla de Sicilia como dama de compañía de una vieja princesa española y, en su convivencia, le transmitió no solo el amor por la lectura, sino también sus visiones y fantasmas que, desde entonces, le acompañan y gobiernan su vida. La primera aparición de estos fantasmas fue la de un oficial de los ejércitos napoleónicos y, la segunda, un Relator del Consejo de los Diez de la República de Venecia; las dos tuvieron lugar en la vida de Larissa a bordo del Lepanto, el viejo y trajinado barco que la lleva de regreso a América |356


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y en el cual estos extraños personajes que la visitan durante la noche, y que Mutis describe con gran plasticidad, se turnan para poseerla en su camarote, en una serie de insólitos y vívidos episodios amorosos que producen en la mujer «una adicción semejante a la del opio», que la lleva a permanecer a bordo del barco aun después de que éste queda convertido en una ruina tras encallar en Panamá. Maqroll e Ilona solo conocen el lugar fantasmal donde habita Larissa al final. Ilona lo descubre al caer en una celada tendida por la perturbada mujer, que, ante el temor de su abandono, decide provocar una explosión de gas dentro del Lepanto. Ilona muere al aceptar una invitación a su refugio para convencerla de la imposibilidad de ese viaje, misión por demás difícil «No será fácil Gaviero. No sabes cómo duele. Es como golpear a un inválido. Pero no hay otro remedio».

La irrupción de Larissa con su drama cargado de misterio, cuyo final el narrador anuncia constantemente con alusiones a lo esotérico como un mal presagio, no consigue envolver al lector en su atmósfera y se niega a encajar de manera convincente y natural, con el ambiente distendido y festivo del burdel caribeño donde se desarrolla la última parte de la historia. |357


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Pareciera que ese significado que se le escapa a Maqroll, y que lo inquieta tanto, con esa imágen de Larissa sentada en una silla, bajo la sombra del inmenso cámbulo: «Sus flores iban cayendo alrededor de la mujer. Al rato, la rodeaba un aura de intenso color naranja», mientras sostienen largas charlas en la terraza de Villa Rosa, y que empiezan a tener una influencia notoria sobre Ilona, simbolizara esa hoguera en que se convierte El Lepanto que las abrasa a ambas (a Larissa e Ilona). Ilona, paradójicamente, llega con la lluvia y desaparece con el fuego.

Bibliografía Centro Virtual Cervantes (s.f). Alvaro Mutis, Ilona llega con la lluvia. Recuperado de: cvc. cervantes.es/actcult/mutis/obra/ilona.htm

Mutis, A. (1992). Ilona llega con la lluvia. 1° Edición. Santa Fé de Bogotá: Editorial Norma S.A.

Vergara, G. (28 de marzo 2008) Ilona llega con la lluvia, Alvaro Mutis. Recuperado de www. arealibros.es/Ilona-llega-con-la-lluvia-alvaromutis.html |358


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Rosalba Muñoz: San Roque (Antioquia). Administradora Comercial y de Negocios de la UNAD. Participante del Club Internacional de Lectura Medellín – Barcelona y del Club de Lectura de la Corporación Estanislao Zuleta.

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Los pájaros de Auchwitz, de Arno Surminski

Sergio Adrián Palacio Tamayo Inicié la lectura de esta novela con prudencia, incluso diría desconfianza, de no encontrarme con otra obra sobre la segunda guerra mundial y los campos de concentración, donde, en testimonios desgarradores, me hicieran saber las atrocidades nazis. La prudencia era infundada por haber leído antes a Imre Kertész, Primo Levi, Víctor Frankl, y Hannah Arendt. Estos autores habían surcado aquel desborde humano, con el intento de comprender, mediante la creación de lenguaje, algo que no se contenía en palabras. En realidad las obras sobre el holocausto se proponen objetivos de envergadura: denuncia, testimonio, historia, reflexión. Quizás todo ello ha bastado para comprender las diferentes |360


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aristas de un problema humano que surgió en Europa, propiciando no sólo el advenimiento de la barbarie sino ubicando al siglo XX como el más violento de la historia, no sólo en muerte, sino en la contundente realidad que confundió la muerte con una fábrica, el exterminio se hizo práctica naturalizada y común, el poder racial se convirtió en excusa de sometimiento. Sin embargo, al ser un tema tan rodeado, es fundamental proponer algo que dirija la mirada a otras partes y en eso esta novela logra puntos a su favor. Miremos. La novela surge de un hecho real que el autor explica así:

Durante la Segunda Guerra Mundial, en una revista científica de Viena se publicó un ensayo titulado «Observaciones acerca de la avifauna de Auschwitz». El autor, un biólogo, había prestado servicio como guardia de las SS en el campo de concentración de Auschwitz de 1940 a 1941 e investigado la fauna ornitológica del lugar para escribir dicho ensayo científico. El título original de esta novela se ha tomado de ese trabajo; los personajes, sus ideas y sus sueños son inventados; el mundo en que todo ello transcurre fue real. Ese ornitólogo se llamó Günther Niethammer y con el consentimiento de Rudolf Höss se

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dedicó a estudiar los pájaros en Auschwitz. También se sabe que el personaje Marlek Rogalski se inspiró en Jan Grebackis, ayudante de Niethammer, cuyo paradero, tras la guerra es desconocido. En la novela viaja a América para encontrase con Elisa, su prometida. El hecho real genera la idea de escribir algo sobre Auschwitz pero el correr de las frases se pude precisar que la reflexión va más allá, incluso hace de ese supuesto, una profundidad. Lo logra porque entiende el peso que tiene una piedra sobre una hoja, es decir, comprende cómo los objetos reales de la historia, como lo es un texto ornitológico o las paredes Auschwitz, contienen la sustancia oculta de lo que devino en aquellas experiencias. El texto Observaciones acerca de la avifauna de Auschwitz parece ser científico pero surge de dos hombres que incursionaron en el habitat de las aves mientras miles de seres humanos eran asesinados. Toda esa vivencia se perdió pero queda el objeto que atrapa. No le queda más opción al novelista que imaginar ese espacio que no se puede recuperar de la historia. Se apoya para ello en un narrador omnisciente en tercera persona alternada con monólogos de Marek y epístolas de Grote a su mujer.

La narración se desarrolla en capítulos cortos y sólo entran dos personajes que se conocen por |362


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azar en Auschwitz: Marek Rogalski Y Hans Grote. El primero es un soldado polaco, capturado sin saber sus cargos – realmente es capturado por efecto de la invasión alemana a Polonia, a comienzos de la guerra– y con talento para la pintura, siendo esto su verdadera vocación. El segundo es un miembro de la SS, ornitólogo. Gracias a sus influencias logra asignaciones diferentes a matar, seleccionar o dirigir un campo. Se dedica a investigar los pájaros de Alemania, incluidos los que frecuentan los alrededores de este campo de concentración. Los dos personajes van ganado terreno uno con el otro en las excursiones diarias fuera del campo: las lagunas de Harmense, el bosque Brzeszcse, las cercanías de Oswiecim, donde se construye Birkenau. En esos lugares, gracias a los personajes, se exploran varios elementos: El amor de Marek y Elisa, que inunda las ansias del joven por retornar para casarse con ella. El embarazo de Inés, esposa de Grote, que le comunica cómo crece su vientre mientras él, le envía cartas con dibujos de pájaros, hechos por su ayudante. Las fantasías de Marek con respecto a matar a Grote, ya sea ahogándolo o golpeándolo, para luego huir. Nunca se lleva a cabo pues el |363


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prisionero no vio motivo para hacerlo, como si la pasión sentida por el alemán, en relación a las aves, no lo inculpara de los crímenes. Las constantes imaginaciones del polaco para notar en ese futuro incierto un trabajo, el retorno al hogar o el recuentro con su novia. También, se exploran las atrocidades cometidas en el campo de concentración, por ejemplo, llama la atención como ochocientos soldados rusos fueron asesinados con una prueba de Zyklon B. Lo particular de la narración es que se vincula al canto del pájaro, que encarna lo vital del nuevo día, con el canto que mantiene vivos a estos soldados. Debido a esto, el paulatino apaciguamiento de su voz durante la noche, se convierte en una desoladora conmoción.

En algunas críticas se acusa al autor de no tener compromiso de denuncia del holocausto por el hecho de que la trama se embarulla en excursiones campestres para tomar datos y dibujar aves en vez de arreciar contra los nazis. La sensación que deja, y en esto defiendo al autor, es que la denuncia no es directa y se sustenta en el silenciamiento que hace el personaje de los propios hechos, de los cuales tiene conocimiento. Aunque se muestren los asuntos del campo no se detiene para hacer denuncia o narrar hechos de exterminio directamente. El |364


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autor propone la relación de dos hombres con respecto a la investigación ornitológica. Grote parece escabullirse del peso de Auschwitz explorando los pantanos y bosques, en busca de pájaros y centrando ese interés por encima de las atrocidades que se cometen a diario. Incluso no aparece reflexión concreta, al notar que las mismas aves se alejan del campo por efecto de la ceniza constante, las alambradas electrificadas o simplemente la presencia del hombre. En ese sentido la atrocidad queda al margen de la narración, no se narra directamente, pero está dentro, como en los huesos y quizás el obviar lo constantemente visto se convierte en la verdadera atrocidad.

Un ejemplo de esto es el capítulo 40. Acaba de llegar a la estación de Birkenau-Auschwitz un tren con vagones atestados de personas y al abrir uno de estos, un pajarillo multicolor, un abejaruco, sale volando. En ese momento Grote se interesa por el ave sureña que no frecuenta aquella parte de Europa. El ave, se reubica y sale volando en dirección a su hogar pero el ornitólogo entra a investigar con la gente recién llegada, cansada y hambrienta, que más tarde estará muerta, los motivos de por qué el ave se introdujo en el vagón y cómo se comportó. Supo entonces que el pájaro no bebió ni comió |365


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en seis días. Impresionado, toma nota, pero no se percata que igual que el pájaro, la gente que le acompañaba, tampoco comió y bebió, en el mismo lapso.

En ese gesto del científico interesado por el animal se resguarda, no sólo la nulidad del acto de matanza de los judíos, sino la degradación de la percepción humana que en vez de personas ve objetos, en vez de sufrimiento humano ve la capacidad de sobrevivencia de un pájaro y la extrañeza de que esté en el lugar que no le corresponde, que no es su hogar. El pájaro, incluso en otras partes de la novela, se ve como símbolo de la libertad, de poder volver a casa y en ese sentido, ser retenido en un vagón sin aviso ni acusación, sin comida ni agua, es perder las alas, es dejar de volar. ¿Acaso no fue Auschwitz la expresión de la perdida absoluta de la libertad humana? Además el pájaro se convierte en expresión de respeto pues se prohíbe dispararle. Todo soldado está al tanto de la investigación y reporta nidos, avistamiento de aves muertas que podrían ser disecados. Las aves son admiradas, cuidadas y resguardadas de todo mal, mientras que en el campo cuelgan a un prisionero en las tardes, fusilan a cientos, o los gasean. |366


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En ese sentido la novela recrea una imagen que muestra el inicio de la guerra con abundancia de pájaros, y al final, tras el holocausto, un campo de muerte que entró en el abismo. Notamos en principio la presencia de gorriones, cornejas, estorninos, garzas reales, cigüeñas, ánades, zampullines, escribanos, lavanderas, petirrojos, ruiseñores y pinzones que, poco a poco van desapareciendo, exceptuando las cornejas que se convierten en plaga por su creciente número y a la vez por ser depredador y carroñero. Con este pájaro, al ser el único sobreviviente de Auschwitz- Bierkenau, se recrea lo que al final resultó: unos asesinos que, tras la derrota se convirtieron en una bandada carroñera que ocultó como pudo el crujiente despertar del mal en la individualidad. Esa ave carroñera es en definitiva una clave simbólica para pensar en el misterioso hecho de que cientos de seres humanos se agruparon, por voluntad u opresión, para morir en un campo de concentración, mientras los pájaros los veían e iban muriendo, igual que las almas de los hombres.

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Sergio Adrián Palacio: Entrerríos, 1981. Psicólogo de la Universidad San Buenaventura. Especialista en hermenéutica literaria y magister en estudios humanísticos de la universidad EAFIT. Ha publicado artículos sobre psicología analítica, cuentos de hadas e interpretación literaria en la revista Escritos de la Universidad Pontificia Bolivariana. Un cuento suyo fue incluido en Obra diversa 1 (2007).

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Los Crisantemos César Tamayo Este relato de John Steinbeck es una historia en la que intervienen tres personajes: Elisa y Henry Allen, un matrimonio que vive en una granja en medio de un valle cercado de montañas, próximo a Salinas California, y un viajero que se desplaza con su perro en un viejo carromato de ballestas por los pueblos del oeste, reparando trebejos de metal y afilando cuchillos y tijeras. El oficio a que se dedica el viajero me lleva a leer este cuento desde un punto de vista personal. Por un lado, la señora Elisa viste ropas de trabajo masculinas, un overol estampado con bolsillos enormes, unos zapatos y un sombrero grandes, y un par de guantes gruesos |369


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que esconden su figura femenina y la hacen ver maciza y pesada. Su estilo de vida se centra en atender a un marido, realizar los oficios de la casa, mantener una huerta y un jardín en el que siembra crisantemos. Vive en una cabaña aislada bajo un cielo casi siempre nebuloso. Es una mujer de 35 años de edad, de ojos cristalinos y bella figura a pesar de su atuendo cotidiano. Habilidosa en su oficio de jardinera consigue crisantemos de gran tamaño. Henry, su esposo, le alaba sus logros, la anima y le dice que con sus conocimientos podría obtener en el huerto manzanas igual de grandes. Elisa se siente halagada. Estos elogios obedecen a que su marido está contento, pues acaba de cerrar un lucrativo negocio con unos visitantes a quienes les ha vendido unas reses a muy buen precio. Henry la invita a cenar fuera de casa y luego a ver una película, propuesta que la ilusiona. Le habla de asistir a una pelea de boxeo, a lo que ella reacciona negativamente. Aún le queda tiempo para trasplantar unos esquejes en un terreno arenoso que tiene destinado para éstos. Un chirrido de ruedas le llama la atención. Ve acercarse una carreta destartalada. En el pescante viene un hombre enorme, con un traje largo y raído, de ojos negros, barba moteada de canas, no muy viejo. Sus manos son callosas y |370


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llenas de grietas ennegrecidas. Su oficio, afilar cuchillos y tijeras, y reparar ollas abolladas. Este señor viene desde Seattle con dirección a San Diego, sin afanes, componiendo algo aquí, reparando algo allá.

Para Elisa, aquel visitante inesperado, a pesar de su apariencia personal, posee un estilo de vida poco convencional y es entrador, divertido y algo romántico. Es un viajero sin nada que lo retenga. Para él, Elisa es una joven hermosa atrapada en un estilo de vida sin futuro y capta su angustia por el aislamiento en que se halla. Como buen vendedor de su oficio sabe acercase a su cliente y hablarle sobre lo que le gusta. Observa su trabajo en el jardín, ve la forma como mueve la tierra, corta los tallos y los siembra. Se interesa por lo que hace y le consulta, le dice incluso que tiene una clienta que cultiva flores y que él sabe que le encantaría tener algunas plantas de estos crisantemos. Ella le responde y se entusiasma, a tal punto que le prepara una maceta con algunos esquejes sembrados en arena para que se los lleve a dicha señora. El hombre todo lo compone, todo lo repara, es su oficio. Ella ha recuperado algo de su autoestima. Se siente valorada, seducida, feliz. |371


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Esa tarde se arregla con esmero para su cita con Henry, su esposo. Luce su mejor vestido, se hace un peinado especial y se maquilla. Su esposo nota en ella algo diferente. Con intensión de hacerle un cumplido le dice: “Pareces tan fuerte como para reducir un ternero bajo tu rodilla, feliz como para comértelo como una sandía”, frase que a ella le molesta. Cuando los esposos van hacia la ciudad, en el camino ella ve tirados los esquejes de crisantemos sin la maceta, aquellos que le regaló al viajero. Se desilusiona a tal punto que le pregunta a su esposo por las peleas de boxeo, quiere en silencio ver cómo se golpean unos a otros. El viajero sabe su oficio, recorre su camino reparando las cosas y esa es su vida trashumante. Ella, ocultando su rostro, llora débilmente como una anciana.

César Tamayo Sánchez: Itagüí, 1959. Ingeniero de Sistemas de la Universidad Eafit. Asistente al Taller de escritores de la Biblioteca Pública Piloto. Ha publicado cuentos en: Obra Diversa 1 (2007), selecciones de textos del Taller de Escritores de la Biblioteca Pública Piloto.

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En el bote Gustavo Vásquez Obando Nada novedoso será lo que aporte, entre otras razones porque apenas ahora me acerco a Salinger, con la lectura de algunos de sus cuentos aquí en el taller. Pero fundamentalmente, porque los compañeros que me han precedido en esta tarea dijeron todo lo que yo, tan romo en eso de la glosa literaria, tenía pensado decir acerca de este cuento y de su autor. Y como lo que interesa es no repetir, en la medida de lo posible, los mismos juicios y las mismas opiniones con otras palabras… pues ahí está el problema. Pero en fin:

Ya no recuerdo cuántas veces leí el relato “En el bote”, incluido en los Nueve Cuentos publicado en 1953, aunque tengo entendido que Salinger lo escribió en el verano de 1948, en Wisconsin. |373


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Como la versión en referencia me la envió por correo mi amigo Víctor García, ignoro quién sea su traductor y tampoco sé hasta qué punto esa versión es fiel al original en el idioma inglés. Valga, pues, esta aclaración.

La primera impresión cuando di por sentado que había entendido el cuento (las primeras impresiones, como las corazonadas, me inspiran mucha confianza) me trajo la imagen de una tajada del diario vivir extraída de una familia de clase media norteamericana, prosaica y muy típica, a mediados del siglo anterior, tomada por el autor con la destreza del más avezado pastelero. Un trozo de existencia de cada uno de los cuatro personajes que Salinger pone a vivir e interactuar durante no más de media hora, en grupos de a dos, enmarcado entre un comienzo descriptivo de escasas líneas y un final que sorprende por su llaneza. No ocurre allí, ni se insinúa que hubiera pasado o que vaya a suceder, nada que desborde lo común: dos empleadas del servicio doméstico hablan en la cocina de la casa, preocupada la una por la posibilidad de que Lionel ―el pequeño protagonista de la historia― revele a sus progenitores el comentario despectivo, de corte racista, que hizo respecto del padre, su empleador, y la otra molesta porque el té que se dispone a tomar no |374


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termina de enfriarse, situación que la enfrenta a la posibilidad de perder el autobús. Lo que en la segunda parte se revela es el intento de la señora de la casa, Boo Boo Tannenbaum, por acercarse física y afectivamente a su hijo Lionel, tercamente refugiado en el bote de la familia surto en el lago, por efecto de la tara sicológico que lo induce a evadir, mediante la ira y de manera sistemática, toda tutela intentada o ejercida sobre él.

Esta fragmentación de la cotidianidad para construir con los pedazos resultantes historias de vida con valor estético, en la que los diálogos constituyen casi el único recurso que dinamiza la acción, exige, necesariamente, una habilidad calificada en el manejo del tiempo literario. Solo así se logra el efecto de realismo y naturalidad que destilan los cuentos de Salinger que yo he leído, pero en particular éste. El autor renuncia aquí a la potestad omnímoda de expandir o comprimir a su talante esa dimensión, acorde con las incidencias de la trama, para centrarse en un tiempo real ―histórico, podría decirse― coincidente con el que gobernaría el quehacer auténtico de los personajes si no estuviera de por medio la ficción. Dicho de otro modo: si en el recinto donde dialogan la criada Sandra y Mrs. Snell, la dentrodera, hubiera instalada una |375


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cámara de video, y si esa cámara se detuviera en el momento en que entró al salón la señora Boo Boo, el tiempo empleado por el operador del artefacto en reproducir esa grabación igualaría al que un lector del común tardaría en leer esa parte del relato. Y lo mismo sucede con el resto del cuento. Tan real y objetivo es el factor cronológico en la pluma de Salinger; tan escueta su ambientación y tan concisas sus acotaciones.

Tal vez por eso “En el bote” es, casi, casi, un guión cinematográfico. Y si no fuera porque en últimas no cuenta nada de lo que se supone que debe contar una buena película, de seguro ya estuviera en la pantalla grande, como sucede, por ejemplo, con Mi loco corazón (1949) y con Chansing Holden (2001), para no hablar de la novela Un guardián en el centeno, cuyos coqueteos con el cine de comienzos de este siglo son de todos conocidos. Tal fue, repito, lo que de entrada reclamó mi atención cuando leí la historia del veleidoso Lionel y de su consentidora mamá.

No obstante lo anotado sobre la elementalidad del cuento, o tal vez por eso mismo de su simpleza rampante, aun el más desapercibido de los lectores tiene que preguntarse, intrigado: |376


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¿de qué o de quién huye Lionel? ¿Por qué se esconde? ¿A santo de qué impide que su madre invada el territorio-escondite en que ha convertido el bote de la familia? Por más que busqué las respuestas en el relato mismo, fiel a mi propósito inicial de no acudir a fuentes externas, a la postre no hallé ninguna. Entonces averigüé por otros medios lo que mi pobrecita perspicacia no pudo descubrir: que, según afirman los expertos, “En el bote” rezuma un definido tinte autobiográfico, de modo que la manía de Lionel por la huída encuentra su equivalente en el escapismo de Salinger, inclinado a evadir mediante el retraimiento y el exilio social los conflictos de su vida inestable. ¿Y saben de qué infieren los expertos la certeza y validez de ese paralelismo? Pues de que el primer nombre de Salinger es Jerome (Jerónimo, en castellano), y de que “Jerónimo el Avestruz” es la figura estampada en la camiseta blanca y limpia que el pequeño viste en el relato. Obviamente, clave tan sutil tenía que exorbitar mis reducidos alcances interpretativos. Hay algo de mi cosecha a lo que voy a referirme con mucho temor de equivocarme, pues en mi búsqueda de computador no hallé ninguna alusión al asunto. Y si entre tantos sabios la cosa pasó desapercibida, hay derecho |377


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a suponer que el caviloso, y el mal pensado y hasta el viejo verde soy yo. Es esto: aunque moderna y audaz para su tiempo, la señora Boo Boo Tannenbaum se perfila en el relato como una mujer recatada, ecuánime y respetuosa de los valores tradicionales (surte la despensa de su casa, paga puntualmente los salarios a sus empleadas, cuida de que siempre haya “pickles” al alcance de su hijo, mantiene una relación tranquila y estable con su marido, etc.). Y en la zaga dinástica de los “Glass”, creada por Salinger, es, en su papel de hermana mayor (Beatrice), el más aterrizado de sus integrantes. Por eso me desacomodó la actitud aparentemente libidinosa, de talante incestuoso, que parece asumir en los párrafos finales del cuento la respetable señora Boo Boo, frente a un Lionel que se refugia en la tibieza de su regazo tras haber depuesto la hostilidad de un comienzo. Transcribo lo que considero pertinente: “…Bueno, no es algo tan terrible ―dijo Boo Boo, sosteniéndolo entre las dos morsas de sus brazos y sus piernas. No es lo peor que pudiera suceder. ―Suavemente mordió la oreja del chico…” Y cinco líneas más adelante: “Para observarlo mejor, Boo Boo apartó un poco a su hijo. Luego le metió una mano traviesa en el interior del pantalón, lo cual lo |378


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sorprendió mucho, pero la retiró en seguida y decorosamente le metió la camisa debajo del pantalón…”

El que a la mano exploradora, digo yo, tras la mordida de la oreja se le endilgue el calificativo de “traviesa”, y el que la reacción del chico ante esa acometida hubiera sido de sorpresa extrema, inducen a pensar que el gesto no pudo ser inocente. De otra manera, Lionel no se hubiera asustado. Apreciación reafirmada por la premura con que la madre retiró la mano, esta vez sí “decorosamente” (el adverbio es muy sugestivo) para continuar con lo que desde un principio debió ser un comportamiento natural, ayuno de segundas intenciones. Esto, desde luego, si es que no estoy equivocado, no demerita para nada las virtudes intrínsecas del cuento. Ni siquiera puede tacharse de inverosímil, en un mundo donde al ejercicio de la sexualidad no suelen detenerlo talanqueras de sangre. Pero sí entraña cierta incongruencia entre la personalidad de la señora Boo Boo, según la traza el autor, y el modo como ésta se comporta. También encuentro desajuste en punto al nivel de conocimiento del narrador, que |379


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en oraciones como “Sus ojos (los del niño) reflejaban una pura percepción, como su madre sabía que reaccionaría”, se proyecta con omnisciencia absoluta. Pero que al decir, disyuntivamente, que “Lionel o bien no quiso o no pudo contestar de inmediato”, se revela con un saber limitado. Es todo.

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Contenido Narrativa y poesía Santificar las fiestas 21

Catalina Acosta Acosta

Poemas 47

Olma Gladys Agudelo Lopera

Tres llamadas perdidas 49

William Alejandro Blandón Cortés

Cloto, Láquesis, Átropos 62

Alex Mauricio Correa López

La navidad en que asesiné al Niño Dios 86 Isabel Cristina Escobar Martínez

El entierro 97

Javier Gil Bolívar

Desaparecida 108

Estella Higuita Urán

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117 El regalo

Luz Helena Jaramillo Londoño

128 Agonía

Blanca Inés Jiménez Zuluaga

140 Paradoja

Gerardo Jiménez Londoño

150 Camino a Ostia

Ányelo E. López Bedoya

164 Trastorno

Viviana López

176 Sólo un día

María de los Ángeles Martínez

198 El sensor

Diego A. Molina Franco

209 Pensamiento incierto Carlos Osorno

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Malabares 216

Juan Pablo Ramírez Jaramillo

Hard to say I´m sorry 245 Adriana Restrepo

Esa soledad llena de gente 256 Carolina Rojas Vélez

En el paso 280

Gustavo Vásquez Obando

Poemas 288

Georges Weinstein

Crítica

La Cisterna 294

Catalina Acosta Acosta

Un día perfecto para el pez plátano 304 William Alejandro Blandón Cortés

|383


/Obra Diversa / 3

310 Toribio Torres, “Alias Gardelito” Isabel Cristina Escobar Martínez

317 Esos hermosos demonios del mediodía Leonardo Gómez

335 Al este del edén

Luz Helena Jaramillo Londoño

335 El otoño del patriarca

Rosalba Muñoz Acevedo

347 Ilona llega con la lluvia Rosalba Muñoz Acevedo

360 Los pájaros de Auschwitz

Sergio Adrián Palacio Tamayo

369 Los crisantemos César Tamayo

373 En el bote

Gustavo Vásquez Obando

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Este libro se terminó de imprimir en Divegráficas LTDA, para el Fondo Editorial de la Biblioteca Pública Piloto en el mes de noviembre de 2015 La carátula se imprimió en Propalmate 240 gramos, las páginas interiores en Ivory 70 gramos, la fuente tipográfica utilizada fue Cambria


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