Lo que trae la neblina Gustavo Vásquez Obando
Taller de Escritores Biblioteca Pública Piloto de Medellín para América Latina
Taller de Escritores Biblioteca Pública Piloto
Lo que trae la neblina
Fondo Editorial Biblioteca Pública Piloto
Vol. 142
SCDD C863.08 Lo que trae la neblina /Gustavo Vásquez Obando Medellín : Divegráficas, 2012 156 p. ISBN: 978-958-99591-3-8 Talleres de Escritores v.120 – Cuentos colombianos – Colecciones 2. Cuentos antioqueños -- Colecciones ISBN: 978-958-99591-3-8 © Gustavo Vásquez Obando © Biblioteca Pública Piloto. Taller de Escritores Comité de edición: Carlos Aguirre, Óscar Duque Cano, Olga Elena Echavarría, Leonardo Gómez, Anyelo López, Jairo Morales Henao. Coordinación editorial: Jairo Morales Henao Ilustración de carátula: La pintura (óleo sobre tela) reproducida en la portada es del pintor y arquitecto Carlos Adolfo Vásquez Gómez Diagramación y diseño: Jairo Alonso Ocampo - Litojairo Impresión: Divegráficas Ltda. Biblioteca Pública Piloto de Medellín para América Latina comunicaciones@bibliotecapiloto.gov.co / www.bibliotecapiloto. gov.co Carrera 64 No 50-32 PBX: 460-0585 Medellín
A mi esposa Gilma, a mis hijos Carlos y M贸nica, y a mi nieto Carlos Acosta.
Lo que trae la neblina
Gustavo Vásquez Obando
Taller de Escritores Biblioteca Pública Piloto Medellín, 2012
Prólogo
Hay que repetirlo: leer es siempre un descubrimiento, y la escritura no es más que una consecuencia de ese proceso. Lectura y escritura son, por lo tanto, las etapas de un ciclo que no acaba, que se provocan mutuamente y que son, tal vez, la única descripción posible del infinito. Quien ha leído el mundo (no solo desde los libros, sino también desde la experiencia, desde el arte de sobrevivir al dolor de los años) puede escribirlo con propiedad y provocar que sea leído por otros, que sea rescatado más allá de la memoria de quien lo creó al recordarlo. Esta reflexión parte de un lugar común: la lectura nos permite entrar a mundos inexplorados. Existen lectores (entre los que me incluyo) que decidieron hacerse devotos de autores cuyas obras desnudan, desde la ficción pura, con pinceladas muy sutiles de mate-
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rial histórico, la realidad del mundo rural, que para el citadino de nacimiento equivale a un universo situado en una galaxia lejana, muy lejana. Faulkner y Rulfo, por ejemplo, nos siguen enseñando que el campo está tan cargado de drama, de violencia, de pasión, de dolor y de caos como las ciudades. Nos siguen enseñando que el campesino es tan humano (es decir, tan ambiguo, tan complejo, tan superficial y a la vez tan profundo) como el habitante de la urbe, en quien, supuestamente, se resume la universalidad del drama humano. Y nos siguen enseñando, sobre todo, que los conflictos del campo jamás perderán vigencia, por mucho que se nos quiera hacer creer que el mundo es una inmensa red tecnológica, un conjunto de aldeas interconectadas por aviones y vehículos y aparatos electrónicos siempre más inteligentes que sus propios usuarios, y que el campo es tan solo un destino para escapar, una supuesta isla de placidez y montañas silenciosas y cantos de pájaros. Los cuentos de Gustavo Vásquez (o «don Gustavo», como nos acostumbramos a llamarlo en el Taller) obedecen, sin duda alguna, a este tipo de enseñanzas. Cada una de sus narraciones, ubicadas en una geografía rural intrincada, que solo puede ser reconstruida en la ficción por quien la ha padecido en la realidad, ponen al lector, junto con los personajes, en el centro de mundos inexplorados por el habitante de la ciudad, en el centro de dramas escondidos tras las montañas,
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acallados por el estruendo de los ríos, perdidos entre las sinuosidades de los valles y la profundidad de los barrancos, y envueltos en una niebla que borra los caminos de piedra y los aísla del resto del mundo. Se trata, por tanto, de historias fuertes en las que los protagonistas, además de enfrentarse a sus propios duelos, se ven obligados a encarar la dureza de la tierra, unas veces porque el salvajismo de la naturaleza los ataca con tormentas y desbordamientos, y otras porque no consiguen librarse de problemas relacionados con límites de terrenos, presencia de grupos armados o momentos de tensión social y política. Y todo ello está enmarcado en un ambiente de soledad e incomunicación que personajes como el tullido que monologa en “El turbión” (al que es difícil no asociar con el Benjy de El sonido y la furia o el Macario de El llano en llamas) consiguen ilustrar con gran eficacia. Esos elementos, además de configurar un universo coherente y verosímil, en el que el autor conjuga acertadamente aspectos autobiográficos con la invención y la técnica narrativa, emparentan estos cuentos tanto con la tradición de la literatura antioqueña a la que pertenecen, por ejemplo, Tulio González y Mario Escobar (por mencionar apenas dos nombres) como con la de los escritores norteamericanos cuya obra hizo posible el surgimiento de la literatura latinoamericana contemporánea al darle a la temática campesina un tratamiento moderno que hace énfasis en los dramas
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de los personajes sin dejar de lado la influencia que tienen sobre ellos los paisajes y las costumbres de las regiones, aunque sin exaltar estos últimos con el típico lenguaje altisonante de los siglos XVIII y XIX. Esto no quiere decir, sin embargo, que el lenguaje empleado por el autor tienda a lo prosaico, a las frases cortas, centradas en la acción, ni a las descripciones breves a las que acuden muchos escritores «comerciales» para disimular la pobreza de su léxico. Al contrario: los textos de don Gustavo se destacan, entre otras cosas, porque proponen un lenguaje particular, resultado de un trabajo concienzudo con las palabras y una preocupación por imponer un tono específico, acorde con la dimensión de sus historias y que solo se puede conseguir con cierto tipo de adjetivación y con el aliento de una frase elaborada. En la dinámica del Taller, sus lectores hemos podido comprobar que la composición de estos cuentos está cimentada, a diferencia de quien apenas es un principiante en el oficio, sobre un estilo sólido, estructurado a base de esfuerzo, conocimiento profundo del idioma y algo que me atrevería a denominar como «terquedad estética». El resultado es una obra que no soporta cualquier tipo de lector, es decir, que delimita su recepción a un público que no conoce la impaciencia, que es capaz de gozar con igual intensidad con una historia cuya tensión argumental está dosificada sin afanes ni sobresaltos y con la filigrana de una narración que prefiere
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detenerse en el decorado de las oraciones y la sonoridad de las palabras, y no tanto en el interrogante por excelencia de la narrativa breve: «¿Qué va a pasar?». Así, por ejemplo, una de las particularidades que vale la pena señalar es la de los inicios de los cuentos, en especial los de «El turbión», «Enterramiento» y «Morirse es a veces absurdo», cuyo efecto descriptivo es casi cinematográfico. Es muy probable que el lector acostumbrado a la inmediatez de los hechos no se sienta a gusto con algunos de ellos (lo cual, si bien es respetable, no deja de ser una lástima) y que en cambio atraigan a los que prefieren escalar las montañas de una lectura exigente, aun a sabiendas de que les costará numerosos esfuerzos. Así lo puede ilustrar el primer párrafo de «Enterramiento», que, a mi juicio, es una pequeña lección de escritura: La plaza es empedrada, grande y trazada a cordel. Predomina en su perímetro el blanco percudido de las sábanas que huelen a naftalina. Solamente la iglesia, con sus ínfulas de un gótico gris y estilizado, pugna con el aire colonial de que la revisten sus edificaciones antiguas, con balcones sencillos y barandales de hierro forjado, y la casa consistorial coqueteándole al templo por entre añosas araucarias. Como si un viejo castellano lo hubiera construido a destajo, en apenas un día, nada en este recinto parece yuxtapuesto o añadido. Tampoco falta nada, ni nada resulta superfluo. Pero este dechado de
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estilo y atributos, de señorío y vetustez, apenas se insinúa en las sombras del amanecer, disipadas a medias por cuatro faroles del alumbrado público y por el celaje que incendia la línea vaga del horizonte.
Por lo demás, el campo no es el único mundo inexplorado que se nos revela a los lectores en este libro. Su mayor mérito es el de narrar dramas convincentes, historias de hombres, mujeres y niños que intentan comprender por qué en un momento determinado la vida se vuelve contra ellos y los somete a constantes reevaluaciones acerca del amor, la lealtad o la amistad, sin que puedan obtener una respuesta distinta del silencio de lo absurdo, de lo inexplicable o a veces de la muerte. El ingrediente que unifica estas búsquedas, y que las convierte en literatura, es nada menos que la nostalgia. El material elegido por el autor para la construcción de estos cuentos es el de su propio pasado, historias conocidas muy de cerca o vividas por él y transformadas en ficción con una tenacidad que solo se ha visto alterada en algunas de sus lecturas en voz alta durante las sesiones del Taller, en las que un quiebre de voz ha llegado a delatar más de una vez la compenetración de don Gustavo con sus personajes. Por eso, no es extraño que los protagonistas de estas historias sean, por lo general, niños que se ven afectados por las decisiones para ellos inexplicables de los
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adultos, o viejos que rememoran episodios críticos de su infancia, ansiosos por comprenderlos. La tradición a la que, en síntesis, se acoge la escritura de don Gustavo es aquella en que la literatura se asume como un medio para rescatar el tiempo y liberarlo del olvido, como una de las pocas opciones que le queda al pasado para no desvanecerse en la inexistencia que produce no ser nombrado por la palabra escrita. Y, como decía antes, se trata apenas de una etapa en medio de un ciclo que los lectores deberán continuar en el momento en que abran la primera página del libro y le den vida a cada palabra hasta la página final.
Carlos Aguirre. Octubre de 2012.
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El turbión
De este lado, la casa, pequeña, casi en ruinas, con sus paredes rústicas que alguna vez fueron blancas, la techumbre con tejas plagadas de líquenes, los suelos de barro apisonado, las puertas invadidas por el comején y un ventanuco que mira al precipicio. Del otro, a una distancia que parece corta –solo la vista puede abarcarla de un tajo–, pero que las sinuosidades del camino multiplican hasta la fatiga, la pequeña explanada donde se asientan la escuela en plano destacado y cinco o seis viviendas a su alrededor. En medio, el barranco profundo y pedregoso por el que desciende el agua de múltiples veneros, apenas un hilo tembloroso en el verano, y en el invierno impetuoso caudal de escorrentía. Por encima, la montaña inmensa e imponente, con sus cerros pelados y sus laderas bajas cubiertas de vegetación raquítica. Y en todas partes, aspereza, aridez, desolación...
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Son las cuatro de la tarde de un día situado al final de la temporada seca. En la primera casucha, la de este lado de la quebrada, una mujer de treinta años observa con aprensión los nubarrones que se arremolinan en lo alto de la cordillera y el repentino declinar de la luz. Lleva una falda sencilla de algodón teñido, que el vientre abultado eleva por delante hasta las rodillas, y una blusa sin mangas que acentúa la rotunda y atractiva redondez de los brazos; sus senos, en cambio, penden sin sujeción ni gracia hasta casi rozar la comba del abdomen. El fulgor de un relámpago distante y el trueno que le sigue despiertan sus temores. Se santigua maquinalmente y escruta con insistencia el recuesto donde hasta hace poco blanqueaban la escuela y el caserío. Pero no consigue ver lo que pretende. Entonces traza con ceniza tres cruces en el patio, arrima a ellas sendos cirios encendidos y, de rodillas, suplica a Santa Clara que detenga la tormenta. Mas la plegaria es en vano y la tempestad se precipita sobre el campo en forma de súbito aguacero, estridencias de cien truenos y fulguraciones eléctricas que se cuelan por las rendijas de las puertas. Así pasa una hora. Cuando decrece el temporal y el viento amaina, las primeras sombras del ocaso se posan, con suavidad de caricia, sobre la casucha y sus alrededores. Entonces, y sólo entonces, la mujer atiende al llamado del pequeño que, merced a balanceos de su torso, pugna por desplazarse dentro del corral de madera en el que está recluido. Cuando lo levanta,
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las piernas anquilosadas se bambolean como anguilas a la deriva y la cabeza se inclina grotescamente sobre el cuello. Pero las líneas de su rostro son armónicas, su expresión delicada, y en sus ojos destella la inteligencia. –Y ahora, ¿qué le pasa? –pregunta la mujer con aspereza, mientras se dirige con el niño en brazos a la otra habitación–. Deje de chillar y más bien dígame si en el palo de la bandera de la escuela ve alguna cosa... El tullido intenta taladrar con la vista la oquedad nebulosa, a horcajadas sobre el cuadril de la mujer. Después responde, queda y evasivamente: –Es que ya no se divisa nada, madre. Vea usted misma... La mujer comprueba con disgusto que, en efecto, la noche se ha derramado sobre el campo con la complicidad de la neblina que asciende del barranco. Guarda silencio por breves instantes, entre confusa y disgustada. De pronto, se percata de que el miedo asociado a la tormenta y a sus efectos, ese conato de pánico que poco antes casi la sacó de la realidad, se va transformando –ahora que el riesgo se disipa y es claro que no sabrá lo que pasó en la escuela–, primero en una vaga sensación de angustia, de zozobra indefinida, y luego en un rebrote de la hostilidad crónica e irreprimible que el paralítico le inspira por lo que es,
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por lo que su condición de inválido le exige y le ha exigido desde la noche misma en que nació. Pero, sobre todo, por no haber visto desde la ventana lo que ella anhelaba que viera... Por eso lo recrimina con dureza, mientras lo confina otra vez en el corral: –¡Usted, José Jesús, no sirve ni pa tacos de escopeta! Podría aprender de José Manuel, que apenas comenzando segundo ya escribe y lee de corrido.
Y tras breve pausa, en soliloquio apenas audible:
–Claro que si por el viejo fuera, a esta hora mi muchacho estaría en la mina, negro de carbón hasta las orejas. Y hasta mejor sería... Sobrecogida por presagios de fatalidad pero aferrada con desespero a lo incierto, la última reflexión revive por contraste el sentimiento trágico, de presentida desgracia, que se adueñó de su espíritu desde el instante en que vio apeñuscarse las nubes sobre la montaña. En ese momento tuvo la sospecha de que no volvería a ver con vida a José Manuel, así la razón le dijera que se atenía a simples conjeturas; que no en vano la maestra prometió que en caso de tormenta retendría al niño hasta que bajara la creciente, o durante toda la noche si las circunstancias lo exigían. Y si ya antes el acuerdo funcionó, para bien del pequeño y sosiego propio, ¿por qué hoy tendría que suceder algo distinto? Lo malo, lo verdaderamen-
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te preocupante, era no saber si en el mástil de la bandera ondeaba, según lo convenido con la educadora, el bendito trapo rojo. Hay cosas que yo no entiendo bien, porque las hacen o las dicen como para que no las comprenda. Otras sí, pero no del todo. Como la vez que José Manuel vino de la escuela y dijo que necesitaba una cartilla, que la maestra había dicho que llevara la plata, y mi madre dijo: Oiga viejo, no se haga el de la oreja mocha..., y mi padre contestó que él no estaba para calentar huevos que otro pájaro puso, que más bien dejara el embeleco del estudio y se metiera a la mina, como se metió él cuando estaba chiquito. Mi madre dijo que venirlo a ver..., que si fuera para el tullido, ahí sí saca el billete de donde no lo tiene..., y que si estaba tan seguro de que José Manuel no era de él, que entonces por qué le había dado el apellido, y mi padre contestó que cachón que es uno... A mí no me gustó que me llamara tullido, en vez de José Jesús, porque cuando me dice así es porque está enojada. Entonces siguieron discutiendo y mi madre, que era la que más gritaba, dijo que quién la había mandado a enredarse con un viejo tacaño que ni en la cama era bueno, y esto yo no lo entendí, pero a mi padre le dio tanta rabia que se acostó sin comer. Pero eso fue el año pasado. Esta tarde, cuando empezó a llover, mi madre me llevó a la ventana y como no pude ver si junto a la escuela habían colgado un trapo rojo, como cuando José Manuel se quedó a dor-
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mir allá, que sí lo vimos, me sacudió fuerte y volvió a decirme tullido. Después siguió mirando por la ventana, hablando sola, y repitió muchas veces que cuándo va a dejar pues de llover, y que lo que me desespera es la maldita creciente... Al fin me dormí, con hambre, hasta ahora que desperté asustado y me llevó a la ventana para preguntarme lo mismo. Pasan las horas con lentitud de bostezo y una calma opresora reemplaza los ecos de la tormenta. Solo perdura en el ambiente, como algo residual que sin embargo acapara la atención de la mujer, la subyuga y la acongoja, el fragor distante y apagado de las aguas al chocar contra las rocas del barranco, en su vertiginoso descenso hasta el valle. Piensa en su marido, ocupado como siempre en extraer carbón arriba del caserío: Si por lo menos al sonso se le hubiera ocurrido pasar por la escuela cuando empezó a tronar... Pero, ¡qué va! Se imagina a José Manuel al borde del torrente, ávido por cruzarlo, eligiendo entre las piedras que apenas sobresalen el destino más seguro en su primer salto; lo ve recogerse sobre sí, tomar aire un momento y lanzarse al vacío entre la bruma efervescente de la cascada. Cierra los ojos. La figura del niño suspendido una fracción de segundo sobre las aguas –el pie derecho adelantado sobre el otro, los brazos en cruz, la mirada escrutadora–, como la de esa bailarina bosquejada en el calendario que un día vio en el pueblo, se congela un instante en su cerebro. Pero la silueta imaginada continúa enseguida su trayectoria, se posa fugazmente sobre la roca es-
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cogida, resbala y naufraga después en la borrasca... La idea de su hijo irremisiblemente muerto le corta la respiración, la anonada. Sacude la cabeza para espantar el ensueño y advierte con alivio que una esperanza débil desafía sus temores: ¿No pudo, acaso, suceder que José Manuel, con el favor de Dios, vadeara el torrente? La conjetura se le hace probabilidad cuando piensa en las destrezas del pequeño, en su temperamento decidido, y recuerda cómo, para regocijo de José Jesús (que lo observaba con envidia desde su silla de lisiado), a los siete años ya ejecutaba complicadas acrobacias y corría por los roquedales igual que una cabra montesa. De manera que confiar en su salvación no le parece tan descabellado. Pero de ser así –y aquí el semblante de la mujer se nubla nuevamente–, ¿de dónde y por qué su tardanza en llegar, si normalmente mi muchacho siempre llega en media hora?
Entonces, impulsivamente, decide salir en su búsqueda. Pero su resolución languidece al considerar que desentenderse del tullido en plena noche, por el mero influjo de una corazonada, sería la peor inconsciencia. No sólo porque el optimismo de antes le parece ya infundado, sino porque el abandono de la casa en tales circunstancias irritaría al viejo, exponiéndola a su cólera. Esa composición equilibrada de sus ideas no consigue serenarla. Con el paso de los minutos la posibilidad de una tragedia cierta va en aumento, y el hecho de reconocerlo así aquieta, por contraste, su incertidumbre. Pero de pronto la mortifica descubrir que
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si renunció a la búsqueda inmediata, cuando el deber y su primer pálpito se lo imponían, obedece realmente al temor que le inspira su marido. Otra vez el recuerdo del viejo y de su proceder, queriendo manipularla desde su insignificancia, desde su aparente mansedumbre, le revuelve el estómago. Le ofusca, mucho más en esta hora de inquietud, el egoísmo del hombre que le exige una lealtad a prueba de todo, sin más retribución que la de los celos infundados, en una vida plagada de carencia y ayuna de oportunidades. El fragor apagado del torrente y el frío de la noche terminan por aletargarla. Lo último que percibe antes de sumirse en la inconsciencia es la llama temblorosa de la veladora que arde sobre el piso y la isla de luz en que se inscribe. Sueña que José Manuel la llama a gritos, insistentemente, y su reclamo se transmuta en los ladridos reales y distantes de un perro desvelado, que la despiertan entre gemidos y sudores. Se pregunta si habrá dormido mucho, pues del velón que iluminaba el aposento solo quedan un pedazo de pabilo y el pegote de parafina al que se adhiere. La claridad suave y lechosa que se filtra de afuera y el propósito de anticiparse al amanecer la inducen a levantarse. Mirados desde el patio, los cerros cordilleranos se recortan, nítidos y bermejos, como las candeladas que anteceden a la siembre, sobre un cielo de malva que todavía se aferra al estío. El tullido sigue durmiendo en su corral y el estruendo del torrente es ahora un murmullo. Entonces se pone a esperar que entre la mañana.
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Cuando la neblina se disipa, el valle que abreva en la quebrada deja ver los estragos producidos por el turbión: barro, palizada y hojarasca en caprichosa revoltura, y una franja de rocas sueltas y desnudas adosada a las orillas del zanjón. También surge a la vista de la mujer, cuando desliza su mirada por las faldas de la montaña, el caserío humilde dominado por la escuela. Y frente a esta, desconsoladoramente desnudo, el mástil de la bandera. Una o dos horas después –¡es tan incierto el tiempo cuando la angustia acosa!– la mujer percibe el movimiento que se produce en los confines de la vega. Son figuras borrosas y pequeñas, esbozos de personas que se juntan en las orillas del cauce y se dispersan luego en ambos sentidos de la corriente. Pero esto le basta para saber que se trata de vecinos en busca de víctimas del desastre. Y cuando observa que se reagrupan en torno de uno que agita los brazos, la certeza de que han encontrado el cadáver de su hijo la obliga a recostarse, desfallecida, en la talanquera del terraplén. Recrea en su imaginación los pormenores del rescate y de lo que harán después los socorristas: limpiarán el cuerpo del pequeño de fango y hojarasca; para facilitar el desplazamiento, construirán una camilla con varas de bambú y sacos de esparto; harán –pero de esto, sin embargo, ya no está segura– que alguien vaya a la mina y comunique al viejo la noticia; y en turnos rigurosos, de dos en dos, transportarán el difunto hasta su casa. El sol habrá ascendido mucho cuando culminen
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su faena, pues el lugar del hallazgo está lejano y el camino es estrecho y empinado. Abandona por unos minutos el lugar de observación porque el inválido reclama su presencia. Carga con él hasta el patio y lo acomoda en su corral de modo que domine con la vista la hondonada que se abre ante ellos. A pesar de su angustia, o acaso porque necesita distraerla, se complace en comprobar que todo, exactamente todo, se va cumpliendo como lo previó: ya los hombres de abajo cruzaron el arroyo, ahora manso y reducido casi a nada, y empiezan a trepar por la pendiente como las hormigas antes de la lluvia. Las primeras arrugas del terreno los borran del paisaje. Cuando reaparecen, con sus contornos menos difuminados, alcanza a distinguir que han cubierto el cadáver con una manta blanca. Calcula el tiempo que emplearán en llegar a la casa, y se refugia en ella. Esta es la primera vez que veo a mi madre tan triste. Tan triste y tan enojada. Está triste porque José Manuel no ha venido de la escuela. Y está enojada porque hace un rato le dije que en el palo de la bandera no había ningún trapo rojo, y ella contestó que si era sonso, que ya para qué y que si la creía ciega. También creo que si me dejó aquí en el patio, con este sol que me está casi quemando, es para que no la vea llorar y para que le avise cuando lleguen con el muerto.
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José Jesús llama a su madre porque en el recodo del camino más cercano a la casa, casi ya en el patio, asoman de improviso los porteadores del cadáver. Cuidadosamente, para que la horizontalidad se mantenga, pero con esfuerzo tal que tensa los músculos de hombros y de cuellos, los camilleros depositan su carga donde estuvo el altar –¡ceniza y parafina, amalgamadas por la lluvia!– que Santa Clara despreció pese a sus ruegos. Mientras la mujer se acerca al grupo, vacilante y confusa, el tullido observa hipnotizado el bulto que reposa en la barbacoa. Entonces su cerebro comienza a iluminarse: ¡Demasiado grande… y muy pesado! Ahora entiendo por qué, cuando levantaron la sábana, mi madre se sonrió…
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Enterramiento
La plaza es empedrada, grande y trazada a cordel. Predomina en su perímetro el blanco percudido de las sábanas que huelen a naftalina. Solamente la iglesia, con sus ínfulas de un gótico gris y estilizado, pugna con el aire colonial de que la revisten sus edificaciones antiguas, con balcones sencillos y barandales de hierro forjado, y la casa consistorial coqueteándole al templo por entre añosas araucarias. Como si un viejo castellano lo hubiera construido a destajo, en apenas un día, nada en este recinto parece yuxtapuesto o añadido. Tampoco falta nada, ni nada resulta superfluo. Pero este dechado de estilo y atributos, de señorío y vetustez, apenas se insinúa en las sombras del amanecer, disipadas a medias por cuatro faroles del alumbrado público y por el celaje que incendia la línea vaga del horizonte.
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Mientras el día se acomoda, el paisaje se despereza lentamente. Lo invaden, primero, cuatro mujeres camino al templo, emergiendo como sombras chinescas por las esquinas de la plaza; después, un carretón uncido a un caballo enclenque, con su estela de gotas bermejas que apunta a las carnicerías alineadas bajo toldos blanquecinos; más tarde, el hombre que abre la oficina de transportes con barullo de llaves, y el ronroneo de un camión que calienta motores frente a ella; y más a la orilla del amanecer, el delegado del Registrador en su tarea de surtir los puestos de votación de tinta indeleble, urnas de madera y otros elementos de utilería, antes de que el señor Alcalde declare abiertos los comicios. Impreso en mimeógrafo, clandestinamente, desde el inicio de la semana el folletín opositor había glosado el suceso y paseaba su sarcasmo entre el estanquillo y la fragua, donde la consultaban a escondidas unos cuantos: …porque todo se ha dispuesto para que las elecciones, anticipadas por el Gobierno para este segundo domingo de noviembre, sean ejemplo de civismo y diafanidad. De la capital llegaron hace poco los refuerzos que apoyarán a la policía municipal (ese puñado de indígenas analfabetas, con sus quepis desteñidos y sus polainas cuarteadas, fieles como perros al señor Alcalde) en su misión de que todo se cumpla conforme a la ley. Que por algo, y con el fin de poner paz entre los ciudadanos, fue clausurado el Congreso de la República, dizque porque sus mayorías sediciosas y anticlericales le
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hacían daño a la patria, y se impuso el estado de sitio en el país. Esto a pesar de que sólo su candidato aspira a la presidencia, pues nosotros retiramos el nuestro y ordenamos la abstención. Pero el partido de Gobierno se empeña en demostrar sus mayorías, para que la violencia ejercida desde el poder sobre los contrarios no vaya, de pronto, a resultar estéril. En el entrepiso modesto de un caserón erguido en esta plaza, la voz acompasada del reloj parroquial sobresalta al pequeño, que empieza a despertarse: cuatro ¡din! ¡don! nítidos y alternos, seguidos de algunas campanadas en sucesión monótona (las mismas que levantaran a las cuatro mujeres en pos de salvación eterna). El niño registra en la mente las que marcan la hora, y acompaña la cuenta con movimientos imperceptibles de su cabeza: cinco en total, si es que el duermevela en que lo sume la fiebre no lo indujo en error. Pero la claridad difusa bajo la puerta del balcón y el chirrido familiar de la carretilla que rueda por la calle le dicen que, en efecto, el día ya se asoma. Se alegra por un momento, no solo porque con las primeras luces su malestar probablemente remitirá, y también la sensación de ahogo que la flema produce en su garganta, sino porque los fantasmas que rondan sus desvelos se darán a la fuga. No ya los que emergían de los cuentos de horror referidos en familia, cuando por la casa del campo rondaban ánimas en pena y los cocuyos ponían su firma de luz en la pizarra negra de la noche –que a esos los derrotó el alumbrado eléctrico
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del pueblo–, sino los que de un tiempo a esta parte lo atormentan con visiones más reales, con miedos que le cortan el resuello, cuando le muestran a su padre flotando en las aguas del río o abatido por sicarios a sueldo del omnipotente “Directorio”. El Directorio me produce mucho miedo, aunque su presidente sea mi tío Pedro José, de quien mi madre dice que no es tan malo como lo pintan los que visitaban a mi padre para hablar de política. Decían ellos, y yo les creo, que las armas utilizadas por los ‘pájaros’ del Valle en la quema de Agualinda, en la que murieron dos de mis primos y una señora Cardona, y la gasolina con que le prendieron candela a los ranchos, las tenían guardadas en la casa donde se reúne el Directorio, y las llevaron allá en la volqueta del Municipio, esa que tiene la dirección a la derecha y comentan que estuvo en ya no recuerdo cuál guerra. Mi padre dice que si mi madre saca en limpio a mi tío, cuando todo el mundo sabe que se alió con el Alcalde y con el Cabo para acabar con los que no son de su partido, es porque es su hermano. Yo sé que tiene razón, pero me entristece pensar en ella. La he visto llorar tantas veces…, sobre todo desde que mi padre no volvió a misa. Y estoy seguro de que si se alejó de su familia, fue por hacerse al lado de mi padre. O si no, ¿por qué más? Es muy triste que ahora únicamente nos visiten mi tía Carmen Rosa y, de vez en cuando, a escondidas de mi padre, que no lo puede ver porque es policía, su marido Roquelino Vera”.
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–¡Tin!, ¡tan! –desgrana el reloj parroquial, en solitario, su primer cuarto de hora. El niño se endereza en la cama. Cruza las piernas sobre el colchón y enjuga su rostro con una esquina de la sábana. Sigue cavilando, y aquello que imagina dibuja en su rostro un gesto que expresa desagrado. La noción de que hoy es día de elecciones, vaga e irreal cuando salía del sueño, es ahora certidumbre que incuba un mal presentimiento. Alimentan el presagio sus pesadillas de las últimas noches, la hosquedad de su padre y las plegarias de su madre “para que no ocurra nada malo en las votaciones”. Porque no se le pide a Dios con tanta fe, así nada más por pedirle, ni se sueñan cosas tan feas como las que yo sueño cuando nada malo va a ocurrir”. El privilegio de no ir a misa y reposar en cama hasta que su madre venga a ponerle la mano en la garganta y a decirle, entre dos besos llenos de unción, que ya cedió la fiebre y que puede levantarse, no logra, a pesar del regocijo algo culpable que le produce, aquietar los temores de aquella corazonada. La luz del día espantó los reflejos que una pequeña lámpara de aceite –flamita titilante sobre caramelo de higuerilla– metía en los rincones de la pieza, bajo un icono del Divino Rostro. El carro lechero ya abandonó la plaza, y las hachas de mangos recortados hacen lo suyo sobre troncos grasientos. Una tibieza medrosa levanta la neblina que el amanecer espolvoreó sobre la plaza. De pronto, uno, dos, tres cohetes
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trepan sibilantes por el espacio todavía gris y se fragmentan con estampidos secos arriba de los techos. Los impactos sobrecogen al pequeño, lo sacuden, y lo aproximan con pasos indecisos a la puerta del balcón. Lo persiguen el miedo y el cobertor que hasta hace poco arropó su calentura. Por el postigo entreabierto ve cómo abajo, frente al parque, Roquelino Vera prende fuego a otro volador; lo retiene oblicuo a la altura del pecho y lo deja escapar, por fin, cuando el chisporroteo cambia de registro, celebrando con volteretas de su quepis el ascenso del artefacto. Al producirse el estallido, el primer “¡Viva!” al partido de gobierno anega los espacios circundantes, amplificado por los gritos de los que acompañan al policía. Por la bocacalle más cercana asoma un camión erizado de banderas con la fotografía del candidato adherida a la capota, y veinte rostros congestionados por los “¡Vivas!” y “¡Abajos!” que erosionan las gargantas. El tiempo del pequeño se devuelve. Ya no son la algarabía de la calle y su madre palpándole la frente, ni la tos de su padre que pasea su desazón en la pieza contigua, sino él, presuroso y confuso –a su espalda la pequeña escuela, achiquitándose con cada paso que lo acerca a su casa–, para avisar que suspendieron las clases; que la radio difunde la noticia de que a la una y diez minutos de la tarde asesinaron en Bogotá al “Gran Caudillo”, y que hay una revolución. Y su padre, por la noche, ese mismo día, sorprendido por el suceso pero empeñado en convencer a la mujer de que eso de la
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revolución no es creíble, “porque las revoluciones no prenden sino en las ciudades y en los pueblos grandes, y este ‘Guadualejo’ no es más que un moridero miserable donde todos nos conocemos y tratamos, sin importar la filiación política”. Pero los temores de mi madre no eran infundados. A poco de ocurrir lo de Bogotá, el mayordomo de la finca juntó a los peones para decirles que por orden de don Cristóbal, el dueño, había que vigilar la casa grande todas las noches, en turnos de ocho trabajadores, porque se pensaba que la ‘chusma’ atacaría; que a los que no les pareciera podían buscar trabajo en otra parte. Ahora mismo creo ver a mi madre contándoselo a mi padre, un viernes después de la comida, y a él contestando de mal modo que cuál ‘chusma’, que si no veía que antes los hombres patrocinados por el Directorio los perseguían a ellos para impedir que votaran. Y que para que viera cómo eran las cosas, el propio hermano de ella, Pedro José, y el descachalandrado de Roquelino Vera eran de los más sectarios, el uno mandando como rey y el otro obedeciendo como perrito faldero. Discutieron mucho. Recuerdo que ella dijo que de sectarismo no había que hablar, porque a ver quién era el que salía a votar con un pañuelo ‘rabuegallo’ en el cuello y decía que ‘en godos, curas y moros nadie puede confiar’, sabiendo que con eso la ofendía. Él contestó que le venía de familia, y que el resentimiento de ella era porque él se había puesto del lado de los aparceros en el
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pleito que la finca tenía con ellos, para que el pícaro de Cristóbal Franco y su mayordomo no les cambiara las mejoras por puchos de tabaco. Por un tiempo nada cambió. Después, a finales del año pasado (¿o sería en enero?), en todo caso vivíamos todavía en Guadualejo, el secretario de la Inspección pasó por todas las casas diciendo que los que tuvieran armas de fuego tenían que entregarlas, no me acuerdo en cuánto plazo, pero puso uno, porque era una orden del Gobierno. Y que con el Gobierno no se jugaba. Como mi padre no hizo caso, volvió fue el Inspector con dos policías y revolcaron toda la casa, aprovechando que él no estaba. Otra vez, un domingo, algunos vecinos se reunieron en la placita dizque para una conferencia. Después del discurso se emborracharon, se pusieron a gritar vivas y los que habían venido del pueblo no se cansaban de hacer disparos. Mi madre se encerró con nosotros, pues todo se oía desde la casa; prendió un cirio y nos pusimos a rezar el Trisagio: ‘Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal…’ Por la noche, cuando llegó del pueblo, mi padre contó que a la mudita de doña Pastora García la habían tusado porque pasó por la carretera con un moño rojo en la cabeza cuando estaban en la conferencia. A lo último hacían estallar tacos de dinamita en los patios de las casas, y de madrugada pintaban ataúdes en las puertas de los ranchos. Ya cuando mataron a don Roberto Giraldo y a Pedro Luis Montoya, a don Roberto porque no quiso entregar la cédula y a Pedro Luis porque... no sé por qué sería, mi madre dijo que no aguantaba más,
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que de cualquier modo nos veníamos a vivir al pueblo, así fuera de arrimados. Y así fue…
–¡Tin! ¡tan!, ¡tin! ¡tan!...
El niño se pregunta cómo pudo desmenuzar tantos recuerdos en un retazo de tiempo tan exiguo, sin abstraerse del entorno inmediato: la bebida que le trajo su madre tenía el sabor amargo de la verbena; su padre tardó más de la cuenta en afeitarse, y rechazó con brusquedad el café que le sirvieron a las siete; en la misa de ocho, ya próxima a finalizar, el momento de la elevación se revistió de sonoridades más estridentes que de ordinario… Pero en los instantes más íntimos de sus reminiscencias, cuando deambulaba por Agualinda y Guadualejo, la impresión dominante y opresora continuaba recordándole que había llegado, por fin, el temido día de elecciones. Así, precipitadamente, un sábado de agosto, sin despedidas ni lágrimas, se consumó el desarraigo. Atrás quedaron, con su amigo Julián, la escuela diminuta – como de pesebre –, la botella de azogue que hacía de campana, una maestra joven y bonita, nueve niños y siete niñas en jornadas de estudio alternas, y una alegría inmensa de vivir. También la costumbre de interrogar al sol sobre la hora, de plantar en menguante, de transportar el agua en calabazos, de llevar sombrero… Y en un rincón privilegiado de sus impresiones más lejanas, su perro “Caimán”, negro como el zumo
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de la yerbamora, la mañana lluviosa en que, vuelto un ovillo tibio y tembloroso, un indígena viejo lo llevó a la casa para permutarlo con su madre por un pedacito de nada.
–¡Tin! ¡tan!, ¡tin! ¡tan!, ¡tin! ¡tan!...
¡Nunca pensé que sería tan difícil vivir en el pueblo! Al menos en Guadualejo sabía lo que tenía que hacer, aunque el miedo a los ‘Pájaros’ y a los espantos me quitara el sueño. Pero aquí todo es complicado. Como mi primer día de escuela, cuando me puse el sombrero y mi madre dijo que para dónde iba con esa ‘picha’ de gorra, que aquí eso no se usaba, y tuve que irme en cabeza. ¡Y esa escuela enorme, tan distinta!... y esa tremolina de muchachos empujándome, ni uno siquiera conocido, y yo pegado a un muro, achiquitándome, sin saber qué hacer. (¿Dónde estaban entonces Julián, mi amigo, y mi perro “Caimán”? ¡Ninguno para ayudarme!) No conté nada en la casa porque mi padre me había advertido que ‘aquí las cosas son a otro precio, m´hijo’, que ‘no le busque pleito a nadie pero defiéndase cuado le busquen’. ¡Como si fuera tan fácil! Esa vez mi madre le dijo que cómo le enseñaba esas cosas al niño, y el contestó que si entonces quería que todo el mundo me la montara. También me dijo, recién llegados del campo, que no permitiera que me dijeran ‘Pipe’, porque su nombre es Felipe, Felipe y nada más (en esto no le hice caso, porque ‘Pipe’ era como me llamaba Aura María en las boletas que me dejaba bajo una piedra, frente a la escuela de ‘Guadualejo’).
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Lo peor ocurrió hace ocho días. Cuando entré a la alcoba de ellos, mi padre estaba diciendo que la cédula tenía que aparecer fuera como fuera, porque en la gaveta del nochero no podía haber criado patas. Mi madre dijo que buscara bien, que él nunca encontraba nada. Como no apareció, él preguntó que si ‘Verita’ (así le decía a Roquelino) había estado en la casa últimamente, y ella se quedó callada. Discutieron después por lo de siempre, mi madre terminó llorando y dejaron de hablarse varios días. Ahora mi padre está más ofuscado...
–¡Tin tan!, ¡tin tan!, ¡tin tan!, ¡tin tan!..
En el costado opuesto de la plaza, frente a la cantina más tradicional y concurrida, se forma un corrillo de personas que gesticulan y vociferan. Aprensivo, la mano sobre la frente a modo de visera, el niño observa desde el balcón del entrepiso sin comprender muy bien lo que sucede. De pronto, el grupo se desintegra y un hombre sale huyendo en dirección al templo, perseguido por dos que le dan de cintarazos. ¡Son largas y flexibles las peinillas que aporrean al fugitivo!, y muy diestras las manos que las guían. Cuando cae, antes de lograr su propósito de refugiarse en la iglesia, lo toman de los brazos y lo arrastran hasta el puesto de votación instalado en la escuela, mientras los rezagados celebran la proeza con vivas y denuestos. La escena aterroriza al pequeño, que se refugia en la habitación. En el cuarto contiguo la madre hace
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cuanto puede por serenar al esposo, empeñado en hallar el arma que ella misma, precavida, ocultó el día anterior, y en consolar a la niña de seis años que se abraza a su cuello. Por eso no se percatan de que otros hombres, seis o siete, tal vez, invaden la casa y ascienden por la escalera en turbamulta. El pequeño los ve pasar frente a su cuarto e irrumpir en el otro. No hay demandas de rendición ni pedidos de clemencia: solo el llanto de la niña, desacompasado, espasmódico, y el forcejeo entre un hombre corpulento, arrebatado por la ira, y un puñado de energúmenos empeñados en someterlo. Ganan estos al fin, y a empellones conducen al cautivo hasta el puesto de votación, media cuadra de por medio. A una distancia prudente, porque su madre así se lo advirtió, el niño sigue al grupo en el desplazamiento. Tuvo que despojarse de su malestar, ahuyentar sus lágrimas y vestirse apresuradamente. Desde la entrada del zaguán, donde dos policías prestan guardia, apenas sí entrevé lo que sucede adentro: gentes desconcertadas, cediendo espacio a los revoltosos; la fila de votantes hecha añicos; manos crispadas sobre el cuello de su padre, que se doblega al fin sobre la mesa de votación, y otras más que atenazan su brazo izquierdo hasta acercarlo al frasco de tinta que sostiene uno de los jurados. Y, al mismo tiempo, desde algún punto del grupo vocinglero, la voz atiplada de Roquelino Vera: “once, cero, siete, seis, veinte, expedida en Cabuyales”
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Carente ya de objeto, cesa la violencia ejercida sobre el agredido. En su repliegue silencioso hasta su casa no reconoce al pequeño que se limita a seguirlo cabizbajo, como si sobre él también cayera la vergüenza del sometimiento. Lo ignora así mismo cuando, traspuesto el contraportón de la casa, en lugar de tomar las escaleras que conducen al segundo piso entra precipitadamente en el cubículo donde se guardan afilados instrumentos de labor. –¡Tin tan!, ¡tin tan!, ¡tin tan!, ¡tin tan! Tan, tan, tan... “A mi madre el susto le viene con rabia. Porque nunca, hasta cuando lo vimos salir del cuarto de herramientas, le había gritado a mi padre con tanta fuerza, con tanto desespero, con tanta ira: ‘¡bruto, animal!’ ”. ***
Lunes de vientos fríos, en oleadas, y de contornos desdibujados por la neblina. Aún no es de día cuando el pequeño y su hermana abandonan la residencia por la puerta que en otro tiempo daba a las pesebreras, y que ahora poco se utiliza. La calle está desierta y la brisa arrastra, favorecida por la pendiente, los desechos del mercado dominical y algunos remanentes de las elecciones que –la radio lo anunció desde las ocho de la noche anterior– consagraron como Presidente,
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con rotundez incuestionable, al único aspirante postulado para esa dignidad. Los nueve años del pequeño se arrebujan en una ruana gruesa, de paño gris, con cuello erguido que apretuja un rostro demasiado serio para edad tan escasa. Los seis de ella ponen morenez en su cara risueña, desentendida de trascendencias y de responsabilidades. Mientras avanzan, la niebla siembra diamantes en sus trenzas, humedece la calzada y embolata las pretensiones del amanecer. Los niños apresuran el paso cuando la torre de la iglesia echa a volar las cinco y media, y el “Ave María” se desparrama con esa sonoridad acariciante que solo es capaz de transmitir el aire diáfano de las tierras altas. Casi todas las puertas están cerradas. La calle por la que transitan ahora, de puro larga y recta, apeñusca a lo lejos las guías del empedrado paralelas a los andenes, como los rieles ferroviarios en el punto de fuga, antes de estrellarse contra el muro frontal del cementerio. Hacía allí los empujan la obediencia y su desconsuelo. Las tapias ocres, desconchadas y valetudinarias del camposanto se agazapan bajo un tejado rugoso y cuarteado, como la corteza del pino pátula, y una brecha en la parte lateral pone en ridículo el celo con que un candado enorme, herrumbroso, guarda la entrada principal. Por allí se cuelan los niños, no sin escrutar con desconfianza el panorama que se abre ante sus ojos. Pero todo parece tranquilo en el ámbito circundado por las tapias.
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Entonces enderezan sus pasos hacia el centro del cementerio. De la intimidad tibia que la ruana tutela, entre las manos del niño surge un diminuto cofre de madera, que entrega con delicadeza a su hermana. Después se agacha y elige una parte del terreno libre de yerbajos. Su cuchillo de monte horada la tierra junto al templete erigido en honor de las Ánimas del Purgatorio. La cavidad abierta es suficiente para alojar con holgura la cajita, pero el niño la ahonda más y más, abstraído en su faena, las rodillas en tierra y la silueta de su hermana resguardándolo del viento. Cuando deja de cavar, la pequeña musita:
–Quiero verlo otra vez.
–¿Para qué? Ya lo vio.
–No sé. Tengo ganas de verlo…
–Bueno. Pero destape la caja con cuidado.
En el fondo del cofre, sobre volutas de algodón e impregnado de tinta roja, reposa un dedo índice cercenado a la altura de la primera falange. Una mezcla de estupor y repugnancia se pinta en las facciones de la pequeña cuando devuelve el cofre a su hermano, mientras le dice, entre imperativa y suplicante:
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–¡Ya Felipe! Entiérrelo ligero que nos vamos. Y él, comenzando a obedecerla:
–¿No ve que ella nos dijo que bien hondo y bien apisonado, para que los animales no lo desentierren?
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No hace falta que haya luz
–¡Buenas tardes!
–Buenas... Aunque mejor sería decir noches.
–Eso veo.
Un rápido escrutinio al que viene de recorrer sin apurarse el sendero pedregoso que une la casa con el camino real, y la expresión adusta del que responde se relaja. Podría aventurarse que acoge con agrado al transeúnte, pues no hay hostilidad en su respuesta, o por lo menos que su llegada le es indiferente. Pero en la penumbra que difumina sus facciones, con el ala gacha del sombrero acentuando la imprecisión en el rostro pajizo y fisurado, ese supuesto tendría mucho de conjetura. Algo sí es incuestionable: el dejo de su voz arrastrada denota los efectos del licor que falta en la garrafa frente a él, sobre una mesa rústica de orillos
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agrietados y roñosos, en el momento en que convida: –Entre, amigo, y siéntese. Veo que viene de lejos y el tiempo está muy malo. La invitación suena espontánea. Posiblemente lo sea. Sin embargo, la mano derecha del viejo se desliza bajo la ruana, imperceptiblemente, hasta la empuñadura del revólver que desborda y tensa la pretina de su pantalón, mientras se revuelve con aparente naturalidad en el asiento. Como siempre, desde que tuvo claro que no renunciarían a la búsqueda, el contacto con el arma apacigua la sensación de peligro que lo invade a la vista de extraños. Es algo irresistible, subyugante, contra lo que por simple fatiga dejó de luchar hace tiempo; y también, se justifica, porque un hombre no puede pasarse la vida en lucha con aquello que no logra controlar. Entonces, ante la indecisión del que se ha plantado frente a la casa, sin decir ni hacer nada, reitera: –Prosiga y acompáñeme con un trago… Después de que haya comido algo, claro.
–Gracias. Con lo primero basta.
El desconocido entra. Muy delgado, de maneras reposadas y edad difícil de precisar, vestido como cualquiera, la copa de su sombrero casi roza las soleras del techo cuando asciende los escalones que separan
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el patio del corredor, circunscrito por paredes desconchadas y macanas de palma enmohecidas. Golpea las botas impregnadas de tierra contra el piso de ladrillo, y el sonido rebota con acústica sombría en las tapias del caserón; después enjuga su rostro con el poncho y se acomoda en uno de las poltronas dispuestas a lo largo del pasillo, de cara al viejo, donde permanece como ensimismado. La lluvia se anuncia en la humedad del aire y en la cerrazón del cielo. Por unos instantes apenas se percibe el ruido del viento en el ramaje cimero de los eucaliptos, que se doblegan y entrelazan ante su embate, y poco después el estertor del chubasco apretujado por las vertientes del desfiladero, más y más intenso a medida que los últimos reflejos de la tarde se desvanecen. Nada de lo cual perturba al forastero, que parece disfrutar con la tensión creada por su mutismo y con los alardes de la naturaleza, como si la hospitalidad de que disfruta se le debiera por justicia. Hombre de pocas palabras… –conjetura el viejo para sus adentros, arrepentido de haber hablado más de la cuenta desde el instante en que el otro cruzó la tranquera sin pedir licencia y él decidió que, pese a todo, por esta vez no existía razón alguna para no ser amable. A menos que las economice deliberadamente para embaucarme con su silencio… Porque con ellos puede suceder cualquier cosa. Entonces regresan a su mente, empujadas por el silencio del extraño, las imágenes apremiantes y
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repetitivas asociadas al salón de audiencias, a la vigilancia discreta pero implacable de sus guardianes, a sus ganas de evadirse y a la parquedad, rigurosamente dosificada, del fallo emitido al final del juicio. De pronto sucede que el tiempo ya no cuenta, que el espacio se retuerce y que el pasado, el ahora y el después se entrelazan en algo quieto, inoperante. Pero la evasión redentora se trunca, y la mano vacante espanta de un revés la ensoñación, porque algo le dice que debe escudriñar al forastero con ojo avizor; adentrarse, así sea únicamente por su mirada y por sus maneras, hasta lo más escondido de su intimidad para saber quién es y qué lo trajo a la puerta de su casa. Lo malo es que en la semioscuridad que va adueñándose de todo, la mirada del otro nada le dirá. Ni siquiera distingue el color de sus ojos. Mucho menos puede descifrar sus gestos y ademanes, reducidos al mínimo por esa suerte de letargo en que se sumió cuando se acomodó frente a él, enigmático y mudo, la mesa de por medio y unas manos esquivas en busca de cobijo bajo ella. Hay algo, además, que justifica la sospecha que acaba de asaltarlo; algo que su hospitalidad impidió asimilar al primer pronto: la vaga, inasible sensación de que, así la vestimenta del visitante sugiera lo contrario, su aspecto no corresponde al del inofensivo caminante que creyó haber acogido en su refugio.
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La revelación aviva en él los sentimientos de inseguridad y peligro que la euforia etílica y el deseo inconsciente de compañía –no bien domeñado aún, para su mal– sofocaron en germen, y sus dedos se aventuran algo más sobre la cacha del revólver. También su mente se alebresta, exhortándolo a la defensa cuando cree advertir que el forastero intenta levantarse. Pero en el pedacito de segundo que precede a la acción armada se reprime, sin que el índice llegue a posarse sobre el gatillo, porque el otro ha vuelto a zambullirse en la inmovilidad. La inminencia del mal presentido desaparece; ya no tiene asidero en lo que se considera razonable, y el viejo admite que lo visto o lo supuesto por él tiene tanto de relevante como de equívoco. Pero este atisbo de cordura desemboca, por contraste, en una inquietud adicional, con la que no contaba: ¿Será, entonces, que vuelvo a lo mismo? Porque el hombre pudo haber arrimado a mi casa por muchas y muy distintas razones… y el hecho de que ignore cuál de ellas lo impulsó no significa que venga precisamente a lo que me temo que ha venido. Procurando llegar a conclusiones ciertas, o que por lo menos satisfagan en parte su inquietud, abandona su asiento. Con la escasa naturalidad que le permite su propósito de no parecer ebrio, se excusa ante el desconocido y se sumerge, rumbo al cuarto más próximo, en la oscuridad que ya coloniza los vanos y rincones de la casa. Cuando regresa, cinco minutos después, apoyándose en el listón de la chambrana, un relámpago
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dibuja su silueta sobre la pared del fondo y el fulgor rutila en la jarra de vidrio y en el pocillo de latón que deposita, a tientas, sobre el mesón. –Yo lo tomo sin “pasante” –explica, indiferente al destello cegador–. Pero si usted lo prefiere con agua...
–Con agua está bien.
–Sírvase entonces.
Un nuevo resplandor impregna de livideces eléctricas el vetusto edificio, tan pavorosas como el trueno seco que le sigue, y su rastro de ozono les pone un sabor astringente en la lengua. La primera llovizna se convirtió muy pronto en aguacero, y en densas oleadas el viento enloquecido impone su dominio hasta donde alcanza el ojo. Más allá de la talanquera que delimita el patio, todo es caótico, borrascoso, efervescente, y sucesivos truenos pasean su ronquera de extremo a extremo del firmamento. Mientras vierte agua en el pocillo que sale a su encuentro, el anfitrión inicia una retahíla en la que pretende diluir los vestigios del arrebato que casi lo llevó a la reincidencia. Como si el hablar mucho y sin pausa aquerenciara en él la anhelada convicción –tan elusiva cuando le asedian los recuerdos y piensa sin querer en lo que debía haber olvidado– de que su mundo es real, que sus sentidos no lo engañan y que todo marcha según el orden natural de las cosas.
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Tanto tiempo apegado a este refugio, y apenas ahora soy consciente de lo violentas que son aquí las tempestades. Esta que nos azota lo será sin duda, más de lo que parece imaginar el desconocido que tengo al frente. O a lo mejor finge una tranquilidad que no lo acompaña, ¡vaya a saberse por qué! Esta ventisca, esta lluvia, estos relámpagos, estas estridencias… tendrían que impresionarlo. Yo, al menos, percibo en el ambiente la electricidad estática… esa que se acumula en las nubes de tormenta y es causa según dicen de los rayos. He aprendido a reconocerla, como tantas otras cosas que al principio no reconocía, en el hormigueo de la piel, en el erizamiento del pelo, en el sabor dulzón y destemplado que se prende a las amalgamas de mis muelas cuando los rayos me obligan a santiguarme. ¿Sentirá él lo mismo? ¿Se dará cuenta de lo que se nos viene encima? ¡Quién sabe! Malo, muy malo, que no tenga manera de saberlo… Como el otro se aferra, irreductible, a la mudez, el viejo no tiene otro remedio que reanudar el diálogo: –Disculpe si lo distraigo con mi charla, pues usted aparenta ser un hombre silencioso. Pero así parezca que el mundo se nos viene encima, bajo este techo no puede pasar nada malo. Lo digo por la tempestad, claro… De modo que más bien le damos al traguito, antes de que el anochecer nos embolate las caras. –Y como si serenar al visitante fuera asunto de vida o muerte para él, insiste–: Le repito, amigo, que no hay
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razón para alarmarse. La casa es sólida y los árboles la defienden bien. Ya tendrá ocasión de comprobarlo. Además, en los años que llevo viviendo aquí, que ya son muchos, las víctimas de las tempestades han sido pocas: don Roberto Velarde, al que le cayó un rayo en el corredor de la casita que se ve… o que se veía allá –y su brazo se hace lanza para localizar el rancho, ya inmerso en las brumas de la tormenta–; un muchacho de apellido Correa, al que le pasó lo mismo cuando cometió la imprudencia de escamparse bajo un roble durante un vendaval. ¡Ah!…, y la viejita Rosa Emilia, tan flaca y tan de malas que un remolino de viento y hojarasca se le metió bajo la saya y la tiró de sopetón al San Lorenzo, que bajaba crecido. Como el cariz tragicómico de lo que acaba de contar no hace mella en el visitante, a despecho de lo que el viejo llegó a suponer y desear, su sonrisa languidece en los plumones de su barba. Debe resignarse –ahora lo entiende muy bien– a la idea de que el desconocido no hará nada que desnude sus intenciones, imponiéndole la tarea de dilucidarlas. La sinrazón de esa actitud lo violenta doblemente: en la imagen que tiene de sí mismo, encarándolo con el ridículo de su gentileza y de su parloteo, y en su seguridad amenazada por la estrategia, hasta ahora eficaz, del que por obra de sus silencios se ha transformado en un intruso. La noche, la tempestad, el alcohol, la incertidumbre… socavan la cordura de que el dueño de casa se logró apropiar a fuerza de suponer que aquello no se podía repetir. Pero
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ya no está seguro de lo que piensa, y por eso acude a su intuición como la mejor manera de enfrentar el conflicto, en lugar de atenerse a unos datos contradictorios, en los que ya no confía. Como el rumor de la lluvia, ahora que amaina el temporal, su lucidez declina bajo el agobio de sentimientos de hostilidad hacia el visitante, de rabia encajonada, de temor reprimido, y el viejo la ve alejarse con la sensación amarga de que no la recuperará en el corto tiempo, pero sin hacer nada para retenerla. Por eso, cuando el otro le hace notar que ha llegado el momento de encender una luz, responde con hostilidad mal encubierta: – ¡Es mejor que se acostumbre a la oscuridad, amigo! –dice en tono enfático, y piensa: Es indudable que en la penumbra yo llevo las de ganar. Aunque, pensándolo bien, no creo que en estas circunstancias sea él quien tome la iniciativa, cuando la ventaja de conocer el terreno es mía. Además, no tiene por qué saber que yo conozco sus intenciones, y mucho menos que estoy armado y prevenido. Tampoco si voy a resistirme o me voy a entregar pacíficamente. Lo que creo en definitiva es que esperará a que amanezca para actuar, atenido a que a esa hora estaré completamente borracho. ¡Sí, señor! Eso mismo es lo que va a ocurrir. Es que en el requerimiento que acaba hacer el forastero, el viejo ha visto la confirmación de sus temores. Se regocija pensando en la solidez de este juicio, y
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en el contratiempo que supone infligido a su enemigo, confinado en las sombras. Pero su ofuscación sigue en ascenso. Sin que baste para serenarlo el reconocimiento explícito de que, si las cosas son como él cree –que sin duda lo son–, el forastero tiene la ley de su parte, y tal vez también el derecho. Lo cual no significa, según su lógica egoísta, que deba facilitarle las cosas al desconocido para que cumpla con su deber, cuando la desventaja que se opone a ese cometido no la creó él. Y, como para suavizar el rigor de su desplante: –Recíbame este aguardiente, señor, a ver si podemos entendernos. Pero el invitado no responde, limitándose a esperar que un nuevo relámpago materialice el brazo del que ofrece. Cuando el fulgor se produce, se ve que el viejo se echó al hombro una esquina de la ruana y el canto levantado muestra la empuñadura del arma que encubría. Al repasar durante el destello su reducido campo visual, absorbido alternativamente por la claridad y las sombras, cree advertir que algo insólito se produjo en el tinglado próximo: si bien el forastero sigue allí, los contornos de su figura se muestran imprecisos, como si todo él empezara a desleírse en el aire frío de la noche. También columbra, adosados a la cadera de la figura, dos aros metálicos cuya función identifica por el escozor que se prende a sus muñecas. ***
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Mucho tiempo ha pasado desde la puesta del último sol. Ya no llueve, y del licor contenido en la botella apenas quedan trazas. El aroma de la tierra empapada se mezcla con el de los eucaliptos, tocados por una brisa que apenas cumple con su deber. Arriba, en un cielo negro barrido por nubarrones trashumantes, las Tres Marías, en la Constelación de Orión, destellan con luz que no consigue pespuntar el contorno de las cosas. El viejo deduce por su altura sobre el horizonte que es tarde, y se dice que el desenlace de todo no puede postergarse. Tres veces en el curso de la noche su brazo armado apuntó a la sombra, y otras tantas lo retrajo a su escondite el sentimiento inhibidor de una realidad equívoca. Hay algo más que pospone hasta lo absurdo ese final: entre matar de nuevo o entregarse, la elección no puede ser más intrincada. Porque ahora que puede escoger libremente y a conciencia, ve claro que otro homicidio lo llevaría de seguro a un centro común de reclusión, como un preso cualquiera, –salvo que se perpetúe en la comprometida condición de prófugo–, mientras que la entrega pacífica a quien pretende capturarlo lo conducirá de vuelta al anexo siquiátrico, cuyos resguardos burló ladinamente hace años. Y esta posibilidad le aterra tanto como la otra. Antes de que el cielo se despeje y el brillo estelar lo rescate de su estupor y de su angustia, de los que empero tiene miedo de escapar, el viejo cierra los ojos
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y medita. Presiente, intuye, sabe –todo a un tiempo– que cuando los abra nadie estará del otro lado de la mesa, y que tampoco verá en ella la jarra de vidrio y el pocillo de peltre que aprestó para atender al forastero. Entonces se escucha un disparo. Uno nada más, que hace astillas el silencio en que hombres y paisaje parecen dormitar. Pero el viejo no alcanza a percibir el fogonazo, de tan pegado a la sien derecha que tiene el cañón de su revólver.
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Urbano Montes intenta confesarse
Si la lógica, como algunos creen, determinara de algún modo el destino de los hombres, este domingo de octubre Urbano Montes Arboleda tendría que estar emborrachándose en el pueblo, con dos o tres hacendados tan viejos como él, después de haber pagado en efectivo los jornales a los treinta trabajadores empleados en su finca, y enviado con el arriero de confianza, hacia el caserío de su antigua y distante residencia, los insumos agropecuarios de siempre y los víveres para la semana. Y es bastante seguro que al sonar en el campanario de la iglesia las diez de la noche, habría pagado la cuenta y, sorprendido por lo rápido que pasa el tiempo cuando se bebe ron con los amigos, habría dejado la cantina para dirigirse por callejones empedrados a los extramuros de la población, donde lo esperaría una mula de buena alzada y genio antojadizo. Entonces, probablemente, al acomodar el pie izquierdo en el estribo y aferrarse
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con las dos manos al cacho de la montura, acudirían a su mente, entre hipos convulsos y torpes intentos por izarse, el último altercado con su mujer, la desventura de no haber sido hijo único y la sospecha vesicante, cada vez más recostada a la certeza, de que, no por azar, en el reparto de la herencia le había correspondido la peor hijuela. En seguida, con la resignación que lo inexorable termina por sembrar entre los hombres, se habría dejado conducir por su cabalgadura en la noche sin luna y por caminos de llovizna, hostigado a trechos por el espectro de su padre obeso y prepotente, hasta llegar a su destino preguntándose si era feliz o si apenas se conformaba con su suerte. Pero Urbano Montes había cambiado su vida: detestaba los gallos de pelea, bebía con moderación, y aunque apenas le quedaban amigos, nada agrietaba su reputación de abogado probo y respetable; era capaz, aun ahora,– de abatir con su Smith & Wesson “Victory” una tórtola situada a 35 yardas de distancia, lo mismo que conmoverse hasta lo sublime con una ejecución limpia de la sinfonía 40 de Mozart. Al volver sobre el pasado procuraba convencerse, obsesivamente, de que había dirigido su existencia por la ruta debida, incluso cuando ese retorno lo situaba en los días críticos de abrupto desencuentro con su padre, en los que la complicidad de su madre con esa irreverencia era su único aliado en el propósito de encauzar la vida a su albedrío. ¡Tiempos difíciles aquellos!, de rupturas hondas y decisiones radicales, de las que sin embargo
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no llegaría jamás a renegar, así se emparentaran con el único error imperdonable de su vida, y el recuerdo se los devolviera con nitidez impactante a medida que pasaban los años. Como la vez aquella en que, lejos de su tierra y con la mayoría de sus sueños realizados, la fragancia de los naranjos florecidos lo regresó de pronto a esa época, mientras la noche, saraza todavía, presagia tormenta en su retiro campestre: –No le haga caso, m’ijo. Él nunca va a cambiar –y el bastidor había descendido hasta el regazo de la señora, todavía joven, la aguja inserta en los motivos pueriles del bordado, serenas sus facciones, porque sus ojos perseguían a los del muchacho que, exaltado y frente a ella (mera silueta en la contraluz de abril, que el atardecer metía por la ventana) buscaba en vano las respuestas que en la ofuscación de su rebeldía no lograba encontrar. –Pero si lo que le pido es nada más que no me compare. Que no me esté repitiendo a toda hora que Martiniano y Alejandrino montan mejor que yo, y que si él faltara, cualquiera de los dos se haría cargo de la finca sin que pase nada. Como si todo lo que él cree y todo lo que hace tuviera que hacerlo y creerlo yo, solamente por ser el mayor… ¡No, mamá! –¿Y no ha pensado, Urbanito, que él pueda tener algo de razón? –el comentario le había dolido más de lo que entonces y ahora mismo, con la lluvia
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adueñándose de todo, parecía razonable. No tanto por la ambivalencia del diminutivo, que si de un lado rezumaba afecto, del otro interponía cierta distancia entre su manera de ver la cosas y la de ella, sino, sobre todo, porque el hecho de referirse a su esposo como “él”, siempre soslayando su nombre (¿por qué no, y mucho mejor, “su papá?”) le recordaba el influjo despótico que Justino Montes Echeverri ejercía sobre su esposa, desde el día en que la sacó del colegio de monjas para casarse con ella contra la voluntad de su parentela. Y eso le mortificaba hasta lo insoportable. –¿Razón en qué, mamá? ¿Razón en que de tanto agachar la cabeza, de siempre estar con él o de su lado hasta cuando se pone de ruana el barrio de tolerancia, o maltrata a los trabajadores simplemente porque le da la gana, los mellizos saben más que yo sobre cómo administrar el ganado y llevar las cosas de la finca? No sé. Tal vez. Pero a mí esa manera de… –Si no es eso, m’hijo –el sonido de la voz apaciguaba, claudicante y acariciador, como el de los címbalos en los monasterios lamas–. Pero enfrentarse a él así, directamente, conociéndolo como lo conoce. Tal vez si se le fuera por las buenas, ahora que más lo necesita… ¿O prefiere que se lo lleven para el regimiento? Porque él no se desprenderá de un solo peso para comprarle su libreta militar, y eso lo sabe usted muy bien –tanta ternura y tanta lógica en apenas cuatro frases lo habían desarmado, y su animosidad se
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rendía, a su pesar, como el verde madrugador de los plantíos daba paso a las tonalidades ocres del atardecer. Y, para disfrazar de sarcasmo lo que era puro miedo de no tener la razón: –¿No dicen, pues, mamá, que a los ricos nunca nos toca el cuartel? Pero todo eso pervivía en un pasado muy remoto. Desde la terraza del club social al que ingresó cuando supo que su austeridad jamás había sido una virtud, y que para erradicarla como a un vicio cualquiera tenía, por fuerza, que superar su retraimiento casi monacal, Urbano Montes veía ponerse el sol tras los cerros de la ciudad, con las manos superpuestas sobre la empuñadura del bastón, los ojos grises entreabiertos, inescrutables el conjunto aguzado de sus facciones y el alma prendida al cañamazo que su madre llenara de golondrinas diminutas cincuenta y cinco años atrás, en la vivienda de sus primeros años. Le sucedía siempre que el sentimiento de soledad destemplaba su ánimo, inflexible de ordinario, como si algo insuperable se empeñara en sujetarlo a ese momento de su vida. Por más que lo intentaba, sin embargo, esta vez su memoria no lograba precisar los rasgos faciales de la bordadora, muerta poco después, ni la conversación acerca del mundo egoísta y rústico creado por Justino Montes. En cambio, le salían al paso con toda claridad los motivos
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vistosos del bordado, la posición de la dama en la silla de mimbre, sus manos blancas sobre la falda de etamina, también blanca, el olor de la miel cocida a pleno fuego en el cercano trapiche y el soplo de frescura que, desde el zaguán alto y umbrío, había acariciado sus espaldas mientras conversaban. Embebido en sus recuerdos, su vista seguía maquinalmente la trayectoria de los competidores y los cadis, desde el pie de la azotea hasta los confines de los campos de golf. Pero su mente trashumaba por los sucesos que extraviaron su vida: La Junta de Reclutamiento Militar no había reparado en la fortuna de los Montes para incorporar al Ejército al joven infractor. Después del juramento de bandera, cuando por primera vez visitó la familia, su madre le confirmó lo que ya presentía desde la mañana en que no pudo evadir la encerrona tendida por un piquete de soldados, en la plaza del pueblo: el viejo no solo había recibido impávido la noticia de su reclutamiento, cuidándose eso sí de hacer que regresara a la hacienda el caballo que montaba ese domingo, sino que había influido para que no se le exonerara del servicio. Tal comportamiento, previsible apenas, no llegó siquiera a desilusionarlo. Pero en la esfera familiar edificó barreras infranqueables, motivos de abierta disensión, que Justino Montes pretendió derribar a golpes del más ramplón y crudo absolutismo. Todavía crepitaban en el cerebro de Urbano los términos con que su progenitora reprodujo, entre dudas sobre si faltaba con ello a su recato, la
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salida brusca con que el hacendado acalló su protesta y puso fin al conflicto: “…y puesto que quien manda aquí soy yo, mujer, a usted no le queda sino resignarse con que a su mocoso le enseñen a ser hombre en el Ejército”. Solo que esa vez el desplante desbordó la indulgencia secular de la señora, y la herida causada por el agravio jamás llegó a cerrarse. Por esa época, en los ratos que podía pellizcar a los deberes de conscripto, Urbano Montes anotaba en un cuaderno mucho de cuanto le sucedía en su vida militar. Maduraba muy rápido pero sin que se notara, como las ciruelas con las resolanas de junio, y esa transformación se reflejaba en el ritmo creciente de sus confidencias al diario, de modo que al término de la instrucción había acumulado demasiadas. Un día se percató de que casi todas aludían a situaciones relacionadas con su desempeño en el polígono de tiro, con su habilidad nada común para acertar siempre en el blanco, y un pudor desconocido, cuya causa se le revelaría muchos años después, lo indujo a deshacerse de sus apuntes. Conservó, eso sí, incluso durante las operaciones de montaña a las que fue asignado al término de su entrenamiento, la correspondencia escrita con su madre, exclusivo mirador al orbe elemental y rústico del que procedía. Al acercarse su licenciamiento, subrayó en rojo algunos apartes de la más reciente carta de la dama, único vestigio manuscrito de esa época que sobrevivió a los reacomodos afectivos de su trigésimo quinto cumpleaños. Él, que de
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posesiones y de apegos lo había olvidado casi todo, la tuvo siempre entre sus pertenencias más queridas. De su contenido detallado emergían esa tarde, entibiadas por el ocaso que pardeaba en los oteros del campo deportivo, tan vívidas y releídas que le era fácil recitarlas textualmente, las recomendaciones con que la señora quiso precaverle de avatares y contingencias que en últimas no le fue posible esquivar: … Aunque apenas estamos en agosto, pronto habrá cumplido su servicio militar. ¡Usted sabe cuánto quisiera tenerlo en la casa! Pero como están las cosas, tal vez sea mejor que no regrese. Al menos por ahora. Desde que él cayó a la cama, y sobre todo después de su segunda recaída, el que manda en la finca es el tuerto Aristides, el marido de su tía Mercedes. No los mellizos, como tal vez hubiera querido él (porque de mí… ni siquiera imaginarlo), a pesar de que hacen hasta lo imposible para que los tengan en cuenta. Con decirle que, con la disculpa de ponerse al frente de todo, como si los muchachos y yo solo estorbáramos, hace un mes que se vino de La Rochela y se puso a vivir con la mujer en la casa de la vega. Ella, feliz de la vida, no desampara al enfermo un solo instante, dizque porque como buena hermana es la que mejor conoce sus caprichos y puede aplacar sus viarazas, cada vez más frecuentes, en las que a veces se muerde la lengua. Yo dejo que haga lo que quiera. Lo que sí me preocupa, y por eso le insisto en que más bien se quede, o piense en irse para otra parte, es que la vida por aquí se ha vuelto muy difícil. Imagínese
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que como el Tuerto y los mellizos no se pueden ver, en la fiesta del Corpus, Alejandrino y él casi se agarran en el pueblo. Fue horrible. Y como con eso de la “Ley de tierras”, de la que todo el mundo habla por aquí, muchos cosecheros y algunos agregados se están llamando a derecho sobre sus parcelas, el Tuerto resolvió echarlos a todos de la finca sin reconocerles ni un peso. Algunos se han ido ya (Sindo Ramírez, Rosalino Barco, Jesús Pulgarín) y otros están viendo a ver qué hacen. Pero Custodio Salazar y Manuelito de la Rosa insisten en que la finca debe pagarles sus mejoras, porque es lo justo… Ayer por la tarde vino Manuelito a la casa. Tan apocado como siempre, y brutico, quería hablar como fuera con él, pero el otro no lo dejó pasar de la tranquera. Yo estaba regando las matas en el balcón de adelante, cuando vi que Aristides le pegó un zurriagazo en la frente a Manuelito. ¡Con lo viejo que está! En seguida sacó el revólver y le apuntó directo a la cabeza. Por un momento creí que lo iba matar, pero cundo grité, el hombre se contuvo. Su tía Mercedes lo presenció todo; pero como si nada… Que mi Dios me perdone, pero estoy por creer que disfrutó con el abuso. No sé, mijo, si hago bien contándole estas cosas. Pero conociéndolo a usted y sabiendo cómo es el tuerto cuando el Álvarez se le sube a la cabeza, prefiero que todo siga por aquí manga por hombre, al menos mientras los mellizos crecen un poquito más, a verlo enfrentado con su papá, con Aristides y con su mujer. Por mí no se preocupe mucho, ya que puedo achiquitarme todavía más…
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De pronto, como si atendiera a un mandato perentorio, Urbano Montes plegó las cuartillas que la evocación extendía ante sus ojos –la letra fina de la señora, el perfil de su caligrafía aprendido de las Hermanas Vicentinas, los dobleces raídos…–, y apartó la mirada de la cordillera, fija hasta entonces en los promontorios que los arreboles barnizaban de amarillo. Pretendía alejar de sí todo cuanto la dolorosa regresión le estaba reprochando; subyugar en lo posible sus cavilaciones, enjambradas de una culpa difusa imposible de aprehender, de modo que la recriminación ínsita en ellas no fuera tan intensa, así la razón le dijera que todo, desde su más joven infancia, venía predeterminado hacia el evento que el último párrafo de la carta vaticinaba entre líneas. Giró sobre sí, con presteza impropia de sus años, y entre ademanes de reconocimiento recorrió a pasos largos los veinte metros que lo separaban de la barra del bar. Su escepticismo cimarrón le decía que ese nimbo de respeto estaba fuera de lugar, pues no lo merecía, y el desagrado de saberlo así llegó al extremo cuando el hombre del bar –bajo un techo de copas bocabajo y luces encubiertas– le sonrió sin motivo aparente, extremando hasta la zalema su afán de serle útil:
– ¿Lo de siempre, doctor Montes?
–No. Por hoy sírvame algo fuerte... lo que quiera. –Y para atemperar la acritud de la respuesta, en tono que pretendía ser explicativo–: No está mal
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quebrar de vez en cuando la disciplina. La que uno se impone, claro. ¿No es así, Salvador? Salvador, veterano en su oficio y depositario de innumerables confidencias –siempre el mostrador como testigo, y como marco la efusividad etílica– pensaba exactamente igual. Mas por el momento se acogió a la cautela:
–Si usted lo dice, doctor…
–Lo digo y lo creo. Porque, pensándolo bien, el tiempo que llevo de observar las reglas me ha servido para llevarme bien con los demás. Pero no para mantenerme en paz conmigo mismo. La revelación se le escapó de manera explosiva, como un estornudo, y Urbano Montes dio por hecho que el otro ya no lo seguía, aunque su pose de escucha interesado sugiriera lo contrario, y en el proceso trunco de servir el trago, el whisky rebasara en mucho la porción de hielo. Acostumbrado a trashumancias interiores, la irreflexión de sus palabras aireaba certidumbres a medias, de tan vieja data que ya casi ni contaban; crónicos estados de alma pudorosamente ocultos, que la magia del atardecer y el recuerdo excepcionalmente vivo de su madre se empeñaban en traer a la superficie, en contra de su voluntad. De ahí su desconcierto cuando el barman, comprensivo y atrevido más allá de las apariencias, aventuró después de un silencio demasiado largo.
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–Pues yo, doctor, no sé muy bien de qué me habla. Pero si lo que me dice tiene que ver con algo que lo preocupa, con todo respeto le digo que unos whiskys le ayudarían más que las aromáticas de siempre –y tras una pausa–: ¿Le sirvo el otro, entonces?
–Podría ser, podría ser…
La invitación había sido demasiado tentadora. Pero en el duermevela inducido por los sedantes administrados gota a gota, desde la botella con dextrosa a la vena canalizada en el dorso de la mano derecha, ¿cómo saber si había sucumbido a ella? Urbano Montes no lo recordaba, y el tiempo de hipotéticas confesiones había quedado muy atrás. El catéter le ardía como brasa, y la máscara dispensadora de oxígeno limitaba sus movimientos de cabeza; pero el sudor y la opresión del pecho habían remitido casi por completo. Podía ver, de reojo, a un lado de la camilla vestida de blanco, la pantalla del monitor que registraba sus signos vitales, y leer con dificultad, de derecha a izquierda y sobre el vidrio templado, el rótulo escrito sobre el dintel de la puerta: Unidad de Cuidados Coronarios. No obstante, las vivencias que antecedían a esa inmediatez limitadora y frustrante le llegaban, en el esfuerzo por evocarlas, borrosas y caóticas. Una enfermera introdujo un nuevo fármaco en el tubo de perfusión. Supuso que se trataba de morfina, pues casi en el acto una sensación de lasitud
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y bienestar vino en su ayuda. Pero no le importó. Tal vez así pudiera ordenar un poco sus ideas, retroceder en el tiempo más allá del momento que vivía, antes de que la inconsciencia del quirófano lo poseyera… (¿Quién le dijo que Salvador Velarde había muerto de cirrosis cinco años después de sus impertinencias en el club? ¿Se había, en últimas, sincerado con él esa lejana velada de insinuaciones indiscretas?). El milagro se le dio, mientras la camilla rodaba por los pasillos de la clínica, y en su campo de consciencia, pequeño y excluyente, comenzaron a danzar las imágenes de sucesos ocurridos mucho tiempo atrás:
– ¡Tuerto!
Ocurría en la fonda de La Rochela, una noche de festejos privilegiada por la calidez de enero. Adosado al local y bajo un techo de mediagua, el palenque de orillos en hilera apenas si contenía la algazara de los apostadores, sudorosos y alborotados, a la espera de que Aristides Álvarez terminara de calzar las espuelas de su gallo pinto, bajo la vigilancia del juez. Se volvió lentamente, como si el epíteto lo hubiera aturdido, y la cera de abejas a medio derretir escapó de sus manos. Pero se repuso de inmediato, ladeó la cabeza hasta un ángulo asombrosamente pronunciado y apretujó el animal bajo la axila izquierda, con las plumas timoneras hacia atrás, mientras echaba hacia adelante el poncho canteado sobre el hombro derecho.
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– ¿Volviste? –dijo, con la silueta del otro bien instalada en la pupila buena, y agregó: –Me dijeron que te habías ido no sé para dónde... –Te dijeron mal, Tuerto. Volví, y vine para quedarme. Solo entonces, cuando se aproximó al redondel y la lámpara Colemann dejó ver la figura maciza, los ojos claros y el cabello cortado al rape, Urbano Montes se reconoció en el interlocutor de Aristides Álvarez. Entonces las imágenes se tornaron otra vez borrosas, y el caserío, y la gallera, y los concurrentes fueron remplazados por una sensación de frío extremo y por el efecto encandilador de una luz proyectada desde arriba, que a su vez decrecían de manera paulatina. La noción de sí mismo le alcanzó, sin embargo, para un nuevo intento de conciliación entre lo que ocurrió esa noche en la gallera y lo que debió haber sido. Y en conseguirlo empleó el resto de sus fuerzas. El pronunciamiento de la justicia había sido enfático: el reservista no hizo más que defenderse del peligro en que lo puso la actitud injusta del gallero, cuya agresividad conocía todo el mundo, por el único medio que tuvo a su alcance en ese momento: el uso de su arma. Así se desprendía de lo que refirieron, con apenas ligeras discrepancias –que por lo mismo hacían más confiables sus versiones–, el juez del desafío, el soltador del gallo contendiente y otros asistentes a la galleras a quienes se interrogó en el curso de la
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investigación. Si el Tuerto apenas consiguió poner sus dedos sobre la cacha de su viejo Lechuza calibre 32, a pesar de haber revelado primero su intención de disparar, fue porque el martillo del arma se le enredó en la pretina del pantalón. ¡Cosas del azar, tan veleidoso a veces! De modo que ante la ley su conducta estaba justificada, y él jamás albergó dudas al respeto. Pero aunque nadie, ni siquiera la huraña y envejecida tía Mercedes (cuando pasó por la hacienda a recoger sus pertenencias y las del difunto) le reprochó de modo explícito el homicidio, nunca tampoco la aprobación ajena aligeró la culpa que atrailló su corazón desde el momento en que Aristides Álvarez cayó sin vida en la arena del palenque. Como si la intuición colectiva, perspicaz y omnisciente, supiera de la rapidez de sus reflejos, de la firmeza de su pulso, de sus dianas en el polígono de tiro, y de la iracundia que poseía al Tuerto cuando le decían tuerto; como si también en ese inconsciente popular flotara la sospecha de que la bala que impactó, certera, la frente de Aristides, bien pudo haberla dirigido a otra zona corporal menos vulnerable, sin poner en riesgo su vida. O esto otro –mucho más desgarrador e inclemente–: que con ese único disparo de rumbo imposible de torcer, él, Urbano Montes Arboleda, no solamente estuviera matando a su viejo y achacoso tío político. La muerte truncó su intento de reconciliarse con el pasado y consigo mismo.
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Don Agustín
Hojas Anchas (Supía), 21 de marzo de 1948
Señorita Libia García E. S. M. El alumno Santiago Luis Álvarez V. no asistió ayer a la escuela porque estaba enfermo. Tenga la bondad de excusarlo. Atentamente,
Inés Villegas de A.
–Se la entrega cuando llegue, antes de que comience la clase. –Sí, señora.
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–Y si le pregunta qué le dio, dígale la verdad: amaneció indispuesto, después le subió fiebre y vomitó, pero en la tarde estuvo mejor. No le dé pena.
–No, señora.
–¿Pero sí se siente bien? Venga lo toco… –Con la firmeza delicada del amor que encamina, la mujer atrae al niño hasta casi pegarlo a su cintura. Algún tinte de inquietud ensombrece, sin embargo, su semblante. Su mano izquierda se posa en la cabeza del pequeño y con el dorso de la otra ausculta su cuello y la lleva después a la frente durante tres segundos–. Menos mal que está fresco –dice, por lo bajo, y en seguida pregunta:
– ¿Le duele la cabeza? No me diga mentiras.
–No, señora.
– ¿Puede respirar con la boca cerrada?
–Ya sí. Vea.
–Entonces váyase, que lo va a coger la tarde. Y mucho cuidado cuando pase la quebrada, pues debe estar crecida. Ha llovido mucho en estos últimos días.
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–La bendición, madre.
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–En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo –los dedos sin afeites ni sortijas apenas rozan los puntos donde el contacto es imprescindible. Pero el ritual cumple la función de todos los días: tranquiliza al niño y satisface en la mujer, impunemente, inveterados impulsos de protección emparentados con la aspereza del ambiente en que medra la familia y con la dolencia de su hijo. – ¡Ah!, y de paso por la casa, no se le olvide preguntar cómo amaneció don Agustín. Un minuto después la silueta del niño se adentra en la neblina hasta fundirse con ella donde los pinos se yerguen en hileras para escoltar el sendero pedregoso. La humedad pone reflejos en su pelo y permea su vestido, aunque todavía no llovizna, y con ella y con la prisa por llegar, su respiración se hace difícil, sibilante, entrecortada. Pero él convive con su mal y no le teme. De modo que la molesta recaída de este comienzo de semana no malogrará su ilusión de que la señorita Libia –¡tan joven y tan linda!– le acaricie las mejillas cuando reciba la excusa y le diga, en presencia de sus compañeros de clase, tal vez mirándolo a los ojos, que está bien, y que puede sentarse junto a la ventana, donde ventila mejor. Lo que suceda después no le importa demasiado. Total, hace ocho días, en la visita de todos los domingos a la casa grande, su padre pasó por alto la insolencia de haberle contestado al suyo con ese “¿qué?”, explosivo y seco, que en ocasiones se le escapa cuando se ve obligado a responderle; y su
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madre se mostró inusualmente comprensiva a la hora de escuchar sus explicaciones sobre los motivos de su desafecto por el viejo. Y si por esta vez no hubo castigo, ni reprimenda severa, ¿no será, acaso, que algo en su mundo de obligaciones y deberes, de lo que puede hacerse y lo que es preciso evitar, está cambiando a su favor? El niño piensa que sí, mientras se bebe el camino después de haber cumplido con el encargo de la madre. Pero queda el abuelo. ¡El abuelo…! Alto, flaco, derecho como la vara de un maguey, el rostro descarnado aguzando el mentón en trazos diagonales que la barba moteada de pavesas no consigue suavizar. Lo que más le perturba de su presencia son sus ojos, del color del ajenjo en rama, un poco retraídos en sus cuencas, y la mirada escrutadora ínsita en ellos, como si de mantenerla siempre alerta dependiera todo cuanto sucede a su alrededor. ¡El abuelo austero e imponente! –don Agustín, sin concesiones, incluso para sus apenas ocho años–, con esa úlcera estomacal atenta a justificar su mal genio y con sus treinta y cuatro gallos de pelea picoteando ají pajarito en el patio de la casa, amarrados por sus patas a estacas de arrayán. El mismo que parece conocerlo todo, así muy pocas veces diga lo que piensa. Ahora mismo, a la vista de la escuela, donde sabe que vivencias muy gratificantes lo están aguardando, vuelve a preguntarse qué tiene de especial ese abuelo omnipresente, tan poco parecido a otros que conoce, tan distante, cuando su propósito sincero de quererlo se estrella a toda hora contra
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una hostilidad que le viene de adentro, imposible de reprimir, como las náuseas.
–Buenos días, señorita.
–Buenos días, Santiago Luis.
–Aquí le manda mi mamá.
Y el prodigio de afecto intuido por el niño se realiza… Lo que empezaba a sucederle apenas sí coincidía con el recuerdo de la última crisis. Pero bastó la primera sensación de oquedad en el pecho para que, con el jadeo inútil dirigido a compensarla, aquella “sed de aire” cobrara otra vez la presencia de sesenta y cuatro años atrás, en la casa grande donde el abuelo hirsuto moría entre el alboroto de sus gallos, ya sin dueño, y la solemnidad resignada de sus siete hijos, incluido su padre. También esa tarde de noviembre había llovido, y la noche se insinuaba impenetrable y fría; e igual que hoy, en el retiro de la finca apartada de vecinos –donde escribía cuentos, que nadie leía, para entretener su jubilación a la espera de quién sabe qué–, sólo él estaba allí cuando irrumpieron los síntomas premonitorios del ataque. Ahora lo recordaba todo con realismo deslumbrante: los rezos, los murmullos sofocados, la penumbra del cuarto, el olor del encierro, el rostro céreo del enfermo y su resuello apenas perceptible, la inminencia de la muerte, en suma, se habían coludido
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para hacerlo invisible entre los asistentes. Incluso a los ojos de sus progenitores, demasiado inmersos en la trascendencia del suceso que los convocaba. Tuvo que pasar un siglo para que su madre percibiera, por fin, en su cara descompuesta, las marcas de la angustia que no se atrevía a revelar. Fue cuando el anciano que oficiaba de médico se desentendió del moribundo: –A ver, doña Inés… ¿Cómo se le ocurrió traer el niño aquí, en un día como éste? Aunque las crisis de su enfermedad son imprevisibles, con la lluvia de esta tarde y todo lo que está sucediendo, era fácil suponer que algo así le ocurriera. Usted debería saberlo. Y me perdona la cantaleta. –Claro, doctor, claro. Pero es que cuando volvió de la escuela parecía bien. Y como la noticia de la gravedad de don Agustín nos cayó de improviso… no tuve más remedio que traerlo conmigo. –Bueno, bueno. Las inhalaciones de anís estrellado y hojas de eucalipto lo van a mejorar, mientras traen del pueblo la medicina de siempre –y luego, ya sin los matices del reproche, como si quisiera disculparse–: Tampoco es para echarse a morir, mi señora. Verá como el tiempo se encargará de aliviarlo. Pero es muy probable que si llega a viejo, todo esto se repita. El asma es así. ¡El Asma! ¡El tiempo!… Este último, al menos, cumplió con lo suyo. Porque entre acabar de crecer,
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hacerse hombre y vislumbrar sin temores el ocaso de su vida, se le fueron los años. Todo dentro de la más vulgar normalidad: como a su vecino de este lado, como al amigo de aquí, como al señor de allá. Pero en los confines de su tiempo, cuando pensaba que nada extraordinario perturbaría la rutina de vivir, llegó de lejos a su casa, luciendo su primer bluyín y un gorrito de lana que le recordaba su niñez, el nieto por el que su deseo inconsciente de perpetuación tanto había esperado. ¡Cuántas cosas trastornó esa novedad! Para los integrantes de la reducida familia, el sol apresuraba su salida y las tardes no querían declinar... Algo en él, simple y elemental, lo llevó a suponer que debía moldear el carácter de su nieto a la medida de sus propios valores. Pensó entonces que no ser como el abuelo Agustín había sido, desligarse de su influjo y eludir a como diera lugar los dictados de su herencia, era, probablemente, el modo más eficaz de conseguir ese objetivo. Su voluntad y su entendimiento tomaron ese rumbo. Pero las cosas no salieron como lo esperaba. El gusto por capturar lagartijas en los muros del convento vecino –“¡Sí que eres torpe, abuelito! ¡Atájala que se te va!”– decayó cuando andar en patines de dos ruedas ya no fue una proeza, y al regocijo de fabricar entre los dos, navaja en mano, elementales juguetes de madera, lo mató el aburrimiento. Una tarde, al regreso del colegio, el rechazo de la mano ofrecida ante la luz amarilla del semáforo remarcó para siempre esa distancia. Cuando los primeros brotes de autonomía se volvieron desacato rampante en el
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pequeño, y el barniz de ser como se le pedía comenzó a resquebrajarse, Santiago Luis se dio cuenta de que el conflicto generado por su pretensión de aquerenciar al nieto sobrepasaba lo común. Entonces se hizo a un lado. Pero al realizar el balance de su proyecto trunco, le salió al encuentro algo muy parecido al desencanto. No le fue fácil hacerse a la idea de que el doctor Montoya Kennedy había sido, hasta en su desalentadora previsión del futuro, un verdadero sabio. Aunque la circularidad de la vida –de la vida en general– se le reveló en múltiples facetas de la propia, los muchos años de buena salud lo condujeron a la negación casi absoluta del padecimiento que pespuntara su niñez. De modo que los estertores sibilantes, las bocas abiertas con nada que llevar a los pulmones y los terrores nocturnos ante la posibilidad de morir por asfixia, apenas eran parte de un anecdotario que de tarde en tarde salía a relucir en familia (tal vez – ahora empezaba a sospecharlo– con el deseo oculto de impresionar al nieto esquivo) o entre allegados muy íntimos cuando estaban de por medio muchas copas de ron. Pero el pronóstico se cumplía, inexorable, y a esa realidad y a sus efectos sólo eran oponibles por ahora los procedimientos que el recuerdo malquerido le iba dictando, a medida que su respiración enflaquecía: en busca de la corriente de aire que faltaba en el cuarto se trasladó al corredor, silencioso y solitario como la casa entera; a falta de anís estrellado, se conformó con las emanaciones de copos de eucalipto hervidos a fuego lento, hasta que la frente se le perló de gotas
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pegajosas, y enlazó al techo una soga para sostenerse de sus puntas cuando la crisis arreciara. Era todo cuanto podía hacer, sin alarmar inútilmente a los suyos. Mañana, ya más tranquilo, podría conducir su campero hasta el hospital del pueblo más cercano y comunicarse con sus parientes de la ciudad. En la noche larga, sin viento y sin estrellas, con breves intervalos de alivio bajo la cuerda bienhechora, los brazos en alto y los glúteos medio puestos en el escabel de plataforma elevada, el pasado remoto adquirió perfiles de un realismo alucinante, con imágenes de cosas, personas y sucesos que creía extraviados en el tiempo; y en el ir y venir por los corredores en penumbra, con los ojos pegados al reloj y las manos entrelazadas empujando la nuca, sintió otra vez, entre sudores tibios, como en el ápice de sus peores trances infantiles, la necesidad de taparse los oídos, abrir la boca y contener el aliento, para averiguar si el silbido insistente provenía de las chicharras colonizadoras del algarrobo o anidaba en su cabeza. Por fin, cuando un sol anaranjado estiró hacia el occidente la sombra de la talanquera, Santiago Luis Álvarez intentó sobreponerse al letargo de tantas horas sin dormir. Guiado por la costumbre, puso higos partidos por mitades en las jaulas de los sinsontes, surtió de agua azucarada los bebederos, dejó que los becerros abandonaran el corral del ordeño y cerró las puertas de la casa, antes de subir al vehículo con la impresión de que lo peor ya había pasado. Hasta se permitió distender los hombros y mirar en derredor, para ahuyentar la fatiga y halagar al
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optimismo recién nacido. Pero cuando accionó la llave del contacto eléctrico, el carro saltó hacía adelante y se detuvo en seco. Entonces el desánimo renovado le repitió lo que sus desaciertos de los últimos meses –en contraste con las proezas cada vez más aplaudidas de su nieto– venían anunciándole que a la vejez se llega por yuxtaposición lenta de ineptitudes en apariencia triviales; y que esa nueva manera de existir, intrusa y absorbente, agosta sin remedio la mayoría de nuestras habilidades y corroe, de paso, nuestras convicciones más arraigadas. Casi nada podía explicar a la enfermera que lo recibió, por urgencias, en el hospital de ínfimo nivel al que llegó cuando se partía la mañana. Los efectos del embate asmático casi habían desaparecido durante el viaje, y en algún momento del recorrido tuvo la idea de renunciar a la consulta. La conveniencia de oponer a la recidiva otoñal instrumentos de la medicina que el doctor Montoya Kennedy no tuvo a su alcance, terminó por imponerse. Pero en la antesala del consultorio, con un sentimiento de ridículo enquistado en su mente, cuando la muchacha de uniforme blanco le dijo que la espera podía prolongarse, porque su caso no era grave y porque la atención preferente la acaparaba “una materna complicada”, volvió a ser el muchachito asustadizo al que la madre aseguraba que no había tal espanto –el padre ausente, el cuarto enorme alumbrado con velas, la tormenta batiendo el descampado…–, pues el viento gime a veces en los hilos del telégrafo, como dicen que se lamentan en las noches tempestuosas las ánimas en pena.
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–Bueno, bueno… –le había dicho el médico mientras extendía la receta–. No tengo modo de saber qué le pasó anoche, porque en este momento usted está bien. La presión un poco alta, eso sí. Pero como tampoco le puedo asegurar que el ataque no se repita, aquí le mando esta droga de alivio rápido, aplicable con inhalador, por si le vuelve la asfixia. En la caja están las instrucciones de cómo debe usarla. De todas maneras, señor, usted debe consultar un especialista. –Le entiendo, doctor. Pero, dígame una cosa: ¿será posible que esto de anoche tenga que ver con mis dolencias de cuando estaba chiquito? Porque, como le dije ahora, el médico que me trataba en ese tiempo dijo que si llegaba a viejo podía recaer. Claro que como anoche llovió y la finquita donde estaba es tan húmeda… –Y el médico, interrumpiéndolo: –Es mejor que no se haga ilusiones, don Santiago. Déjeme explicarle… Vinieron así, desde el lado opuesto del escritorio, bajo una cartelera burda con instrucciones para potabilizar el agua, los cambios climáticos, el polen, la contaminación del aire, los ácaros, cierta predisposición genética no muy bien definida… Nada –pensó Santiago Luis, con su manía reciente de parapetarse en el pasado– que no supiera la terapéutica vigente en los tiempos de la señorita Libia, para casos como el mío: embrocaciones de miel de abejas con manzanilla, abrigarse el pecho con mechones de lana virgen y no exponerse al viento de la sierra.
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Era extraño: cuando las vicisitudes de unas horas antes iban quedando atrás, y su espíritu se tranquilizaba con la aceptación más o menos pacífica de una vejez sujeta a limitaciones, pero llevadera, en el referente cronológico de aquel juicio comparativo no estaba su madre, habilísima dispensadora de remedios caseros, sino su primera maestra. Aquella señorita Libia…, “¡tan joven y tan linda!”, todavía, acaso un poco triste (de su tristeza solo ahora venía a percatarse), como la viera la tarde en que se despidió de los alumnos –nueve rostros expectantes en el patio de recreo, bajo un cielo empastado de grises y de pardos–, porque el Visitador enviado de Manizales halló fundadas las acusaciones que tornaban inconveniente su permanencia en la vereda. Nunca supe quiénes la acusaron y de qué. Fue cosa de mayores. Yo sólo pude rebelarme sin palabras contra una ausencia que intensificaba mi vulnerabilidad de niño frágil, tal vez porque en sus clases, durante los días de crisis, el aire no se me hacía tan mezquino, reflexiona Santiago Luis, mientras busca la farmacia donde surtirá la receta. Con los años el recuerdo de ella y de su magisterio se fue enflaqueciendo, como el de todo su mundo de esa época, y su interés por saber lo que le sucedió corrió la misma suerte. El mal genio y los prejuicios de mi abuelo le impidieron explicarme, de niño, la despedida abrupta de la maestra, que me produjo tanta incertidumbre. He venido a comprenderlo así en mi crisis de asfixia de esta madrugada.
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«–Abuelo Agustín (le habría dicho, y no “don Agustín”): ¿Por qué se fue la señorita Libia, si apenas estamos en agosto?» Y él, que había sido jurado en los exámenes finales de la escuela, y consultado en asuntos del caserío, nada se le escapaba, me habría contestado, con la dignidad que le confería su vejez y un matiz de complicidad en sus palabras: «–Se lo voy a explicar, m’hijo. Ponga mucho cuidado. Pero que todo quede entre nosotros…» Más tarde, ese día en que el mal tiempo y una nueva dentellada de mi enfermedad me obligaron a refugiarme en la casa del abuelo, a solas él y yo, viendo derramarse la lluvia al otro o lado de la ventana, en un arranque de audacia que no pudo ser, le habría comentado: «– Abuelo: dice mi madre que eso de revolver frisoles con maíz para que yo los escoja, cuando cumplí con todas las tareas y no me queda nada por hacer, es un capricho suyo, que mi padre no tiene por qué obligarme a obedecer. ¿Es cierto?» –desde su sabiduría sosegada él me habría respondido: «– ¿Eso dice Inés? ¿Y usted qué piensa?» –Y ante mi silencio, quién sabe si pasando su mano sobre mi cabeza, pero en todo caso con sus ojos grises asaetando los míos, como siempre–: «No se le olvide, Santiaguito, que la ociosidad es la madre de todos los vicios»
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«–También dice, abuelito Agustín, que usted se desvive más por sus gallos de pelea que por mí…
«–Es porque los pobres gallos solo me tienen a mí.»
¡Abuelo Agustín! ¡Abuelito Agustín!
Santiago Luis Álvarez dudó un momento sobre si desandar de una vez el camino recorrido poco antes, o detenerse en el pueblo para comunicarse con su familia. Optó por lo primero, así esto implicara prolongar su aislamiento de manera indefinida –ama y señora en la región, la insurgencia de turno había intervenido su radioteléfono–, confiado en la eficacia del broncodilatador que introducía en la guantera del carro. Pero también para poner en orden, en el sosiego de la provincia y antes de que el tiempo las desparramara, las ideas que su remozada actitud frente al abuelo le traía a la mente, de modo que pudiera incorporarlas a ese relato de corte autobiográfico que hilvanaba de tiempo atrás, concebido con rigor y buena fe, pero desfalleciente en la aridez de una creatividad anquilosada. Apartes muy precisos de esos apuntes cruzaban ahora por su cabeza: Al contrario de lo que ocurre con los padres, solemos construir de nuestros abuelos una imagen deformada por la infantilidad; una figura ad-hoc que casi nunca guarda fidelidad a su modelo, con la que cargamos hasta que algo traumático nos pone en el camino de la verdad, había escrito en la página 49 de sus notas. Y sí. Fue menester que el pronóstico de aquella
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noche de duelo en Hojas Anchas se hiciera realidad, para que del olvido emergiera, purgada de toda connotación negativa, la manera der ser del abuelo Agustín. Como cuando del fondo de una gaveta enmohecida sacamos a la luz, fortuitamente, el esbozo malo de ese cuento que un día empezamos a redactar, y entonces comprendemos que sus defectos no eran tantos, porque ahora escribimos de otro modo. Serpenteando cuesta abajo por la trocha que lo regresa a la finca, Santiago Luis Álvarez paladea, con deleite que no se explica bien, el efecto liberador de las transformaciones personales producidas por esa nueva e indulgente perspectiva de su pasado. Más allá de su reconciliación con la memoria del abuelo cimarrón, cuando menos lo esperaba y merced a un suceso del todo contingente, ese reencuentro propicia un cambio de rumbo en el modo de relacionarse con su nieto, mal influido por la sombra ancestral que se va desdibujando, como la tarde misma, mientras desciende por la loma. Pendiente abrupta que seguirá trasegando como siempre, pues su preferencia por los vientos y los soles del campo es cada vez más definida, así en la ciudad le aguarde el reto de esa otra reconquista, que espera conseguir esta vez. Al fin y al cabo, el nieto es él cuando tenía ocho años; y el arrogante “don Agustín” de 1948 no logró sobrevivir al episodio asmático de anoche. Y eso facilita mucho las cosas.
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Morirse es a veces absurdo
“Yofana Lopera – Setiembre de 1999” (Garrapateado en rústica cruz de madera, a la orilla de un camino, frente a un rancho abandonado)
La tarde llega a su fin con la presteza propia de los días de septiembre, y de las ondulaciones del campo surgen las sombras para fundir en algo vago proximidad y lejanía. Es la hora incierta en que todo –luz, imágenes, sonidos...– se aletarga, y una quietud opresora se adueña del paisaje. Lentamente, muy lentamente, las dos figuras se tragan la distancia por el camino que trepa desde el río hasta un recuesto de la cordillera, donde la opacidad es menos densa. Una es alta, magra, estilizada, y de trecho en trecho la silueta de su bordón se destaca sobre el fondo más claro del sendero, pues todavía no es noche cerrada. La que le sigue, más
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pequeña y algo errática, lucha por no rezagarse, pegándose a la otra cuando la configuración del terreno lo permite. Mientras ascienden, sus contornos se difuminan hasta diluirse casi por completo, muy cerca ya de la explanada que marca el fin de la pendiente. En un momento dado ya no se les ve. Pero reaparecen, de pronto, esta vez bajo la luz amarillenta de la casa grande, de altos techos y corredores amplios que la abrazan en todo su perímetro. No alcanzan todavía el patio empedrado, inmerso en claridades fantasmales, pero ya es patente que se trata de una anciana y un niño. La mujer es alta, enjuta, de piel clara y rasgos definidos, a pesar de las arrugas que se enmarañan en el rostro fisurado por el tiempo. Las mejillas hundidas y la comisura de los labios en declive cincelan esa expresión de fatiga, o más bien de cansada indiferencia, propia de quienes sospechan que han vivido demasiado. En contraste, algo en ella –tal vez su andar, o su mirada– denota un carácter recio y franco, en pugna con la mansedumbre que destilan su vejez y su aspecto endeble. La vara de arrayán en que se apoya rebasa en mucho su estatura, y el pucho de tabaco, con la braza hacia adentro, infla y vacía sus carrillos cuando lo chupa con desgana. Cubre su cabeza un sombrero de caña de color indefinido y alas abatidas por el uso. El resto de su atuendo, pues va descalza, se reduce a una falda
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ahumada que le llega a los tobillos y una blusa de mangas largas, tan descolorida como la saya. Aunque todo en ella sugiere austeridad, ni el descuido, ni el abandono podría endilgársele con justicia. De su acompañante puede decirse que aparenta, mal contados, nueve años. En él sobresale la delgadez acentuada por la franela que se adhiere a su torso. Se muestra reservado, y sus gestos son más de un adulto que de un niño. Su pelo lacio y negro escapa disparejo de la gorra que cubre su cabeza, y en sus mejillas, arreboladas por el esfuerzo de la marcha, la mugre forma parches incipientes que el sudor comienza a desleír. Lleva una sudadera demasiado grande para su talla, atada a la cintura con un cordón terroso. Y, como la vieja, que ahora utiliza el bastón para empujar la puerta de golpe que cierra el patio, ningún calzado abriga sus pies. Con el ruido de la puerta que se abre saltan del corredor dos perros flacos, que entre gruñidos y exhibición de dientes interceptan a los visitantes. Toma el niño la iniciativa en gesto protector; se adelanta a la anciana, ahora en suspenso cauteloso, chasquea los dedos y merced a cortos y acompasados silbidos aquieta al par de canes. Después, en tono sosegado, le susurra a la vieja: –Tranquila, mamita, que estos chandosos laten mucho pero no muerden.
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Mientras esto sucede, una mujer de cuarenta años se asoma con precaución a una de las ventanas de la casa. Con la mano extendida a la altura de los ojos mira aprensivamente a los que llegan, irreconocibles todavía en el claroscuro del corralón. Y cuando empieza a cerrar el postigo, pues la indecisión de quienes se aproximan intensifica sus temores, la voz de la anciana paraliza su cometido: –No cierre doña Bertilda, que somos mi nieto Fidel y yo. – ¿Usted, Pastorita? ¿Entonces, por qué no habla? –replica la mujer de la ventana, sorprendida y molesta. –Pues es que... con estos perros tan escandalosos y lo asustada que vengo...
– ¿Qué pasó, pues?
–Que acaban de matar a mi nieta, a la “Yofana”, y venimos a ver si nos presta el teléfono para dar parte a la autoridad. Antes de que la otra se recupere de la sorpresa, la anciana le proporciona someros detalles del suceso. Nada concreto. Pero la atribución del homicidio a los paramilitares, en labios de quien lo presenció todo y está segura de lo que dice, llena de pavor a
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doña Bertilda. Ya no quiere saber nada del asunto y todo su empeño se concentra en alejar de su casa a los visitantes, salvadas, claro está, las convenciones mínimas impuestas por la urbanidad: en fin de cuentas, se trata de su vecina, así la casucha donde habitaba la difunta con la abuela y el pequeño Fidel diste una legua de su vivienda. Y esto tal vez le imponga algún deber de caridad. Sin embargo –reflexiona en seguida, con reservas–, ella no asumirá el riesgo de solidarizarse con la víctima, así sea en apariencia, cuando está de por medio la probable represalia de los paramilitares. Y si en el pasado tuvo que tratar con los guerrilleros, ¿quién osaría desconocer su vulnerabilidad frente a unos y otros? Por lo demás, cada quien debe cargar con sus culpas y afrontar sus responsabilidades. Máxime cuando lo revelado por doña Pastora se veía venir, como tormenta de verano, desde la mañana en que Johanna hizo lo que hizo en el pueblo. Así razona doña Bertilda mientras la vieja concluye su relato. Como entre el deber de socorro, que a su pesar la induce a ser benevolente, y el derecho de precaverse de todo riesgo, prevalece su egoísmo, pronto la vacilación inicial se extingue y opta por resolver de una vez el enojoso asunto. – ¡Cuánto lo siento Pastorita! Pero cómo le parece que el teléfono me lo quemó un rayo la semana pasada. –Y en tono sugestivo, almibarado:
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–Pero… ¿por qué no pasa donde don Ramón? El seguramente le hace el bien. –Bueno señora –la interrumpe la vieja, tajante y displicente–. De todos modos, ¡que mi Dios se lo pague! Si alguna ironía encierra la respuesta, o si de corazón admitió doña Pastora la disculpa, es algo que sume a doña Bertilda en conjeturas momentáneas. No muchas, sin embargo, pues con celeridad descomedida llama a los perros y se recluye en su aposento. En cambio, lo que piensa la anciana se queda en la sentina de su conciencia. Deja que su nieto la anteceda y pronto sus figuras se recortan, otra vez, sobre un cielo impregnado de noche, mientras la necesidad las empuja hacia la casa de don Ramón, apenas un chisguete gris en la distancia. El silencio preside la marcha. Al final de la travesía, donde el sendero se hace canalón para abrazarse a la carretera, un fulgor distante y el trueno que le sigue alertan sobre la inminencia del vendaval, confinado todavía por el cañón del río, pero pronto a desbordarlo. – ¡Santa Bárbara bendita! –murmura el niño mientras se santigua–. Y la vieja, impasible ante el temor del nieto y los ecos de la naturaleza: –Ahí está la Virgen que el aguacero nos deje arrimar.
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Después, extendiendo la vara de apoyo hacia la vega donde se columbra la vivienda de sus esperanzas, protegida por cimbreantes eucaliptos: –Menos mal que donde don Ramón no se han acostado. Es que por las agujadas de la tapia medio derruida, desde la cocina de la casa se cuela el resplandor de las últimas candelas, y el viento trae jirones de la conversación que sostienen sus habitantes. Deben, por tanto, acelerar el paso, no sea que ante la inminencia del chubasco y el ventarrón que le sirve de pregonero, don Ramón y su esposa decidan encerrarse. Cabe también la posibilidad de que desconecten el teléfono para resguardarlo de las descargas eléctricas, o que el daño en efecto se produzca antes de que puedan utilizarlo, pues la ventisca arrecia y el retumbar de los truenos, hasta hace poco distante, es ahora más cercano y sobrecogedor. Con los primeros goterones del aguacero y el olor terroso que levantan cruzan la tranquera. – ¡Buenas noches don Ramón! –saluda la anciana, guareciéndose con el pequeño bajo el alero del corredor. –Buenas noches –responde el aludido desde el dormitorio–. Y agrega, cuando entreabre la ventana:
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– ¡Pero si es usted doña Pastora!... Prosigan, prosigan, que la puerta está ajustada y se van a enguachinar si se quedan ahí parados. ¡Con la nochecita que nos espera, Dios mío! –No se moleste, don Ramón. No venimos sino a que nos facilite el teléfono para llamar a la Policía. Es que cómo le parece –y su voz se desmaya, hasta la confidencia– que a esa nietecita mía, a la “Yofana”, ¿usted la distingue?, la mataron esta tarde. Allá quedó recostada al talud del camino, junto al zanjón. Y como dicen que ningún difunto que haya muerto así, matado, puede moverse sin que llegue la autoridad... En vez de la tristeza que debería sobrecogerla, los matices de su voz sugieren en doña Pastora la aceptación más o menos serena de lo ocurrido. Cual si el trágico deceso de la nieta, con todo y el efecto apabullante que acumula, apenas trascendiera la órbita de lo común, de lo que sucede así no más, sin arañar sus sentimientos. Pero la verdad, la auténtica realidad, se agazapa en el fondo de sus ojos turbios y empequeñecidos por los años, donde se entreveran la desolación y la congoja. Solo que sofocadas por la tozudez de su carácter, por su convicción inamovible de que algunas tragedias tienen que afrontarse sin remilgos porque están ahí, porque son lo que son y porque en el fondo a nadie más conciernen o interesan.
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– ¡Pero cómo así, Pastorita! Llame, llame, antes de que la tormenta nos deje sin teléfono –dice la dueña de casa mientras cierra la puerta, por la que irrumpen el viento y la lluvia en convulso revoltijo. –Hágame usted el favor, don Ramón, que yo soy corta de palabra. Dígale al Cabo que a esa muchachita la mataron a las cuatro de la tarde, pero que no nos atrevimos a salir del rancho hasta hace poco. Y que ojalá se apuren con el levantamiento, porque la borrasca puede arrastrar el cadáver hasta el río. No sin dificultades, pues los relámpagos se hacen ronquido intermitente en la bocina del teléfono y la lluvia golpea a ramalazos en el techo de zinc, don Ramón se comunica con el Comando de Policía. Informa brevemente lo que sabe del suceso y lo que la abuela espera que se haga. Pero su relato queda en suspenso y el mensaje deriva, de pronto, en expresiones cortas e inconexas: – ¡Sí... cómo no!... ¡Claro! Entonces ya será mañana... Yo le explico a la señora –y corta la comunicación, disimulando apenas el disgusto producido por el giro de los acontecimientos. – ¿Qué pasó, m’hijo? –pregunta la esposa, con la expectación pintada en el semblante.
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–No... Pues dice el Cabo que a ellos les tienen prohibido salir del pueblo después de las seis de la tarde, aunque se caiga el mundo. Y que como el Fiscal no puede moverse si no es acompañado de la policía... que el levantamiento lo hacen mañana. Pero en el hospital. ¡Silencio e incertidumbre!, densos como la cerrazón que se cierne sobre la casa. Calla la vieja al toparse con lo que no esperaba, porque la impotencia la exaspera e inhibe en ella todo comentario; también el nieto, consciente de que las decisiones no le incumben; y la dueña de casa emula ese mutismo porque intuye, merced a muchos años de entrañable convivencia, que el buenazo de don Ramón resolverá el problema creado por la indolencia de la autoridad y la rigidez de las ordenanzas. En efecto, es él quien toma, decidido, la iniciativa: –A esa muchachita no la podemos dejar tirada en medio de la noche. Ni riesgos. Qué tal que la borrasca se la lleve, como dice Pastorita –y dirigiéndose a Fidel–: Espere, m´hijo, a que merme el aguacero y vaya corriendo a la máquina. Dígale a Belisario, el encargado, que me mande dos peones para sacar a la carretera a la nieta de doña Pastora. O si no tiene a quién, que algunos de esos “mieleros” desocupados nos presten el favor.
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Amaina la tormenta y el niño parte hacia la vecina estancia panelera, de la que fluyen a intervalos irregulares, según el viento los empuja, los sonidos propios de la molienda y el aroma de la miel. Media hora después regresa, jadeante, con la noticia de que nadie prestará la colaboración solicitada. – ¿Qué pasó, entonces? –pregunta don Ramón. Y Fidel explica: –Dice don Belisario que no puede facilitarle los peones porque le tocaría parar la molienda. Que el atizador está enfermo, y que como el que lo reemplaza no fue hoy a trabajar, uno de los pesadores tiene que cebar el horno... y la miel se está cuajando en las bateas. – ¿Y los “mieleros”, qué? ¿De tantos que se amontonan en la máquina los sábados, mano sobre mano, ninguno quiso ayudar? –interroga doña Pastora. – ¿Los “mieleros”, mamita? Esos no volvieron a asomarse por la máquina después de las seis de la tarde, porque imagínese que la orden de los paramilitares es que nadie puede andar por ahí después de que oscurezca. Que al que no haga caso... vea –y con el cuello ladeado, el índice derecho alancea tres veces la yugular–. Eso fue lo que me dijo don Belisario. Y debe ser cierto, mamita, porque no me topé con nadie en el camino, ni de ida ni de venida.
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Don Ramón no puede aceptar que la avilantez de unos pocos sojuzgue a todo un vecindario. Pero la información de Fidel, su manera de transmitirla, socavan su confianza y le alertan sobre lo que hasta entonces no había querido reconocer. Así, de súbito, adquiere sentido para él la soledad en que últimamente se sume la vereda desde el anochecer hasta el alba: incluso la fonda de don Lino, cuya lámpara de caperuza esparcía amarillez hasta el desvelo, cierra ahora sus puertas apenas tiñendo la oración; y en la escuela los niños recortan su jornada de la tarde para anticiparse a las sombras de la noche. Esto lo apesadumbra, tanto como la escasa solidaridad del administrador de la estancia panelera, de quien lo esperaba todo. Entonces ve claro que si la veda paramilitar le niega otras ayudas, tendrá que ser él, y nadie más, quien vaya en socorro de Pastorita. No le teme al desafío; pero lo exaspera la pasividad de sus vecinos frente al régimen impuesto por los invasores. Espolea el ánimo decaído y anuncia: – ¡Pase lo que pase, nos vamos ya por esa muchachita! Se despide de la esposa con un lacónico “hasta luego” y abandona la casa. Le siguen la anciana y el chico, cerrando la marcha. Pronto rebasan el cono de luz que dibuja el alumbrado doméstico, reducido a mero resplandor por la humedad del piso, para tomar el camino que lleva al rancho de la vieja. De la tempestad de hace poco apenas quedan el agua encharcada en
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las cunetas y una brisa húmeda que se vuelve rumor en las copas de los árboles. Tras los cerros situados al oriente, en cuyas estribaciones se recuesta el pueblo, emerge una luna en menguante, medio opacada por el celaje que irradia el firmamento. Con el viento suave, acompañan a los caminantes el ladrido de los perros –que de filo a filo intercambian insomnios– y el croar de las ranas en los bajos lagunosos. También, pero solo cuando el cañón del río se abre ante ellos, dilatado y profundo, el murmullo de su caudal efervescente, que el aire retransmite con intermitencias sincopadas. Aquí el sendero se precipita sobre la vertiente, en un declive abrupto que el trazado sinuoso apenas sí atenúa. Atrás quedan la casa de doña Bertilda, en silencio y a oscuras, y los ladridos de los perros alebrestados al paso de la comitiva. La luz sideral se agota en los taludes de la trocha, profundizada por centurias de erosión y de trajín, y la única linterna de que dispone el grupo, en manos de doña Pastora, ilumina precariamente su propio campo visual. Los persiguen, cuesta abajo, el sobresalto de su marcha improvisada y los guijarros que desprenden a su paso. Para evadir la dura la realidad, la anciana evoca su pasado. Se ve muy joven, en el caserío brumoso de su lejana Santa Rita. Y viene a su mente el minero atrevido que, con promesas de fidelidad eterna y serenatas a su ingenuidad, para escarnio de parientes la condujo a su lecho sin pasar por el altar. El mismo que después, con
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el cuento del oro fácil que arrastraban las aguas del Nordeste, la enganchó en la aventura que cambió su vida. ¡Época alucinante, ardida de ilusiones y fervores! Pero ni los ríos de la supuesta California paisa rindieron el oro esperado, ni las técnicas de explotación que empleó el aventurero fueron los adecuados para hacer realidad esa quimera. La confianza en el futuro y el ahínco en el trabajo –recuerda doña Pastora, con un poquito de nostalgia– se esfumaron en su hombre tan rápido como la fidelidad que le juró. Llegó entonces el hastío; después la pobreza llevada con decoro y más tarde la miseria, cuando el mazamorreo no bastó para cubrir las necesidades de la familia, ya aumentada, ni el costo del licor al que el minero se hizo adicto. Por último, se entronizaron el desamor y el desánimo. Cuando, poco después de su segundo y último parto, doña Pastora supo de la muerte de su hombre en una pelea callejera, no derramó una lágrima. Se consoló con la idea de que lo mismo hubiera podido morir fulminado por un rayo, o mordido por una víbora, porque “de la suerte y de la muerte nadie se escapa”. Asumió la soledad con la resignación que imprimen las penalidades crónicas, segura de que otras y mayores calamidades habrían de sobrevenirle. La caridad de sus allegados comenzó a dolerle, como los sabañones de sus manos y el vaivén de su pelvis en estériles jornadas de mazamorreo. Y terminó por hacerse jornalera a trueque de un salario siempre a la zaga de sus necesidades, curtida por mil soles y ajada
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por más lluvias. Así vio crecer a sus hijas, rústicas y montaraces, hasta que las ganas de vivir sin ataduras las alejó del hogar. Pero le encomendaron sus hijos a su madre, la mayor a Johanna, y la menor a Fidel. ¡Lástima que me hubieran salido tan putas!, se lamenta en silencio doña Pastora mientras vislumbra la saliente donde se asienta su rancho. Para muestra, la Yofanita. ¡Dizque sonsacarle el marido a esa desgraciada, sabiendo la clase de enemiga que se echaba encima!... Es que desde el momento en que don Fabriciano Pérez enfiló hacia Johanna su deseo, un día en que de paso por Agua Bonita la sorprendió semidesnuda en el río, doña Pastora supo que otra vez la desventura se abatiría sobre ella y su prole. Nada de lo que hizo sirvió para eludirla. Muy a pesar de la amante que el gamonal mantenía en el pueblo, y de su amistad con el jefe paramilitar de la zona, de todo el mundo sabida, la adolescente se le entregó sin reservas y con pasión que sobrepasaba lo común. Esto indujo a la veterana amante del seductor a desafiar en público a su rival, un jueves de feria en la plaza del pueblo. Como el agravio se repitió días después, con mayor virulencia y aspaviento, Johanna proclamó que la próxima vez las cosas serían a otro precio. Y así fue: Los días anteriores al domingo en que cumplió su promesa los empleó la joven en afilar por ambas aristas un cuchillo. Las súplicas de la abuela no lograron que depusiera el ánimo vindicativo, pregonado sin
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tapujos, y su encono siguió en ascenso, excitado por el recuerdo de lo sucedido. La fecha de la tragedia se acicaló más que de ordinario; vistió el menos humilde de sus trajes y, con el arma entre su mochila, antes de que el sol azafranara los cartones de su rancho se fue a cumplir su cita con la desgracia. La confrontación ocurrió junto al templo parroquial. Con escasos preámbulos las mujeres se fueron a las manos y en fogosa reyerta, entre el corrillo formado por quienes salían de la misa mayor, Johanna propinó a su rival numerosas cuchilladas. Aprehendida en flagrancia, pues fue menester que dos agentes la separaran por la fuerza de la víctima moribunda, fue confinada en el cuartel de la policía. Pero el Fiscal decidió entregarla en depósito a la abuela, en consideración a su edad y mientras el Juez de Menores, con sede en otra cabecera, asumía la instrucción del proceso. Muy persuasivos argumentos expuso doña Pastora para que no se excarcelara a su nieta y más bien se la internara en un centro de protección para menores: que don Fabriciano jamás se haría el desentendido ante el homicidio, teniendo de su lado a los omnipotentes paramilitares; que la precaria autoridad de una anciana como ella jamás domeñaría el mal carácter de la muchachita; que en su casi absoluto desamparo, ninguna protección efectiva podía brindarle a la detenida. Pero el funcionario
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replicó que la ley era la ley, y que en ausencia de los progenitores de la menor era ella, como abuela, quien debía recibirla. Y mantuvo su decisión, con la única adehala de que dos policías las acompañaran en su regreso a casa, “por lo que pudiera suceder”. “¡Y lo sucedido fue, claro, lo que tenía que pasar!” –reflexiona la anciana, con encono acrecentado por el mal recuerdo–. Por enésima vez viene a su mente lo que unas horas antes presenció, impotente para desviar el rumbo de lo fatal: los desconocidos que tocan a la puerta del rancho; la reacción de Johanna, trasmutando en asombro su candidez de adolescente; su fallido intento de refugiarse en la cocina; los denuestos de sus victimarios mientras la arrastraban de sus cabellos hasta el descampado de enfrente. Y allí, con un sol en retirada haciendo de alcahuete, el semblante impávido y el pulso firme del más joven de los sicarios al percutir por tres veces su pistola. Por último, la orden de desalojo que todavía retumba en sus oídos… También don Ramón desmenuza recuerdos mientras hace camino. Pero la evocación se trunca ante la urgencia de llegar pronto a la vivienda de su protegida, cuando la covacha surge de pronto, avergonzada de su pequeñez y de su miseria, en un recodo del camino. A la luz de la luna el cadáver de Johanna, en posición fetal, es apenas un bultito adosado a la barranca. Doña Pastora se pregunta cómo
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pudo su nieta doblegarse apenas con los impactos, en lugar de rodar hasta el canalón. Pero todo es cosa de un momento, porque don Ramón y Fidel resguardan el cuerpo bajo el alar de la vivienda, donde el brillo de la luna no se atreve. Cuando el niño acerca la llama de una vela al rostro de la difunta, la herida del mentón se destaca limpia y neta, y un hilo bermejo parte del orificio frontal para morir, adelgazado, bajo la oreja izquierda. Mucho más resaltan en el rostro –huellas que el aguacero no borró– los hematomas de un morado intenso alrededor de los ojos, abiertos y apagados, y el negro aceitoso de las cejas. Tendida sobre el corredor de la casucha, las manos sobre el vientre, la muerta luce frágil, insignificante, ingrávida... Pero don Ramón sabe que los difuntos pesan, que el camino hasta su casa es largo y que para el trasporte del cadáver no podrá contar, a esa hora, con la ayuda de extraños. Por eso le sugiere a doña Pastora que la velen en el rancho, puesto que la noche hace rato se partió y tal vez alguien les preste ayuda cuando amanezca. Pero la abuela rechaza la idea con un “¡ni riesgos!” que sofoca toda réplica. Y añade, para mitigar la vehemencia de su negativa: –No ve que los “paracos” dijeron, antes de irse, que si a las seis de la mañana seguíamos aquí, nos encerraban en el rancho y le prendían candela con nosotros adentro. ¿No es cierto, m’ijo?
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Confirma el nieto la amenaza, y don Ramón comprende que nada persuadirá a la a abuela de quedarse. Por eso no insiste. Y cuando considera resueltas en teoría las dificultades que plantea la movilización del cadáver, en tono mesurado se dirige a doña Pastora: –Si el asunto es así, Pastorita, entonces tráigame los costales y la cabuya que tenga a mano. Ah, y si encuentra una aguja capotera... también. Con estos elementos, que la vieja y Fidel rebuscan a toda prisa, don Ramón improvisa la angarilla en que llevarán a la difunta hasta su casa, pues tiene decidido que sea en ella donde la velen hasta su traslado al hospital, en condiciones menos rústicas. Entre todos depositan el cadáver en la concavidad que forman dos sacos de esparto unidos por pespuntes, de la que sobresalen los extremos de las varas cargueras. Don Ramón atrás, para compensar con su estatura el desnivel del terreno, adelante doña Pastora y el niño en último término, enfilan sus pasos cuesta arriba. Como si el frío del amanecer entumeciera sus gargantas, ya no vuelven a hablar. El peso del fardo agobia a la anciana y el extremo de la parihuela, en constante bamboleo, lastima sus hombros descarnados. Pero su determinación no flaquea, y solo cuando la fatiga llega al extremo permite que su nieto la sustituya en los trayectos más escabrosos del sendero. Al fin
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concluye viaje, poco antes de que los gallos empiecen a conversar con la alborada. ***
Es en el pueblo, de mañana, el día siguiente al del homicidio. El cuerpo sin vida de Johanna fue traído al hospital en el primer camión lechero que llegó a La Bonita, y ahora reposa en el anfiteatro. Como todavía es temprano, doña Pastora y Fidel descansan en un banco de cemento, frente a la sala de espera. La anciana sabe que por ahí pasarán el Fiscal y sus ayudantes, y tal vez también el oficial de la Policía que respondió al aviso del crimen, cuando vengan a realizar el levantamiento del cadáver. Le inspiran una aversión irreprimible, visceral, como que encarnan la fuente de todo cuanto le ha sido adverso en las últimas horas. Y, más allá de lo inmediato, de todo cuanto la ha puesto contra la pared en su ya declinante parábola vital: Ley, Ejército, Guerrilla, Autodefensas, Estado mismo… Le reprochará su indolencia y algo más, ahora que el deber de respeto para con la “autoridad” no la obliga, no tiene por qué obligarla. Por eso no abandona el lugar que ocupa, ni siquiera cuando Fidel, agotado por el hambre y la fatiga de una noche sin dormir, le pide que vayan a la cafetería. –Vaya usted, si quiere. ¡Yo de aquí no me muevo! – Y de un pañuelo anudado en las puntas extrae unas
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monedas que entrega al nieto, más sorprendido que intimidado por la aspereza de la respuesta. La impaciencia de la vieja sube de punto con las horas porque nadie viene a levantar el cadáver, para que el complicado rito que origina la muerte, sobre todo la muerte violenta, siga el curso establecido por la costumbre. Por fin, casi al término de la mañana, el Fiscal y sus auxiliares llegan al hospital. Con satisfacción mal disimulada doña Pastora reconoce en el que avanza de primero al funcionario que la recibió cuando Johanna estuvo detenida. El mismo que le impuso la custodia de la menor, a pesar de su negativa bien justificada. Con actitud decidida se interpone en su camino para vomitar la protesta. Pero antes de que pueda decir algo, el funcionario repara en ella, hace como si evocara algún recuerdo y le dice: –Oiga, viejita: ¿Usted no es la abuela de la muchachita que le mató la moza a Fabriciano Pérez? –y añade, sin transición: –¿Qué hay de ella? Doña Pastora sacude su bordón, su bordón de todos los días, y con voz arrebatada responde al funcionario: –Sí señor, yo soy. ¡Y aquí se la traje para que le haga el levantamiento!
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Confusos y contradictorios sentimientos se encabritan en la mente de la anciana. Le va a gritar al Fiscal, para que todos lo sepan, que su insensibilidad contribuyó a la muerte de Johanna en igual medida que la maleficencia de don Fabriciano y las balas de sus sicarios, y que la carga a ella impuesta de situar su cadáver en el hospital del pueblo es oprobioso; reprocharle la injusticia de que en la guerra entre desalmados e inocentes, a estos no les basta con poner sus muertos. Pero se encuentra, sorprendida, con que el discurso tan cuidadosamente elaborado se borra de su mente, y que su hostilidad se achiquita como la llama del candil que consumió su aceite. Intenta hilvanar otra vez su diatriba; reelaborarla con añicos de su resentimiento en fuga, pero puede más el desaliento. Y no es que la amilane la actitud displicente de su interlocutor –que nunca la timidez embozaló su lengua–, sino, sencillamente, que de la fogarada de su exaltación apenas quedan tizones retorcidos. Que nada le resta por decir. Entonces se percata de que el conflicto, su conflicto, no es ya con el Fiscal ni con cuanto este representa o legitima, sino consigo misma. Lo que ahora se reprocha es haber sucumbido a la emoción, ella que nunca respondió con ímpetu desmedido a los reveses de la vida. Su fatalismo le grita que sus imprecaciones a nada conducen, que carecen de sentido, puesto que su “Yofana” murió porque tenía que morir, por los motivos y en las circunstancias que enmarcaron su deceso. Lo
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demás son bobadas. ¡Cosas de la vida! Pero como algún reducto de rencor solivianta su ánimo, dirigiéndose otra vez al funcionario, que la observa desconcertado, le dice, a manera de lánguido reproche: Tanto que le dije que no me hacía cargo de la muchachita, que más bien la pusiera en la Casa de Menores. ¿Se acuerda? Pero, ¡qué va!... ¡Tenía que obligarme a recibirla p’a que me la asesinaran estos otros hijueputas!…
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La renuncia
– Éntrese, mamá, que hace frío y ya va a serenar. – Pero si apenas son las cinco…
Desde el balcón de la casa de dos plantas, en campo abierto, los codos sobre el listón de la chambrana y la vista derramada por el paisaje que la rodea, la señora ve cómo la tarde se disuelve en el verde amarillento de los pastizales. El verano de medio año se prolongó hasta la sequía. Las cuadrículas trazadas en los potreros por las cercas eléctricas son ahora más grandes, y menor el número de vacas recluidas en cada corral. Los atardeceres, sin embargo, siguen siendo frescos y apacibles. –No discuta, por favor –aunque suave, el tono de la voz se tiñe de reproche–. Tanto rato mirando hacia el camino, hoy, ayer… ¿desde hace cuánto? –Ya voy, muchacha, ya voy.
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Habría podido contestar, sin mentir, que ni buscaba nada ni esperaba a nadie. Pero, ¿de qué manera hacerle entender a su hija, sin acrecentar su carga de asistente abnegada, casi de cuidadora sin respiro, que su pesar y su desánimo fluían por vertientes muy distintas? Como la imposibilidad de recordar si el estúpido nombre de la finca –arrebatado sin pudor a las virtudes teologales, se burlaba en sus días su padre– era obra del abuelo Pedro María, o si ya martirizaba las tierras de pastoreo cuando la familia se asentó en el valle procedente de… –¿ de dónde sería, y cuándo?– O las ganas de saber, sin preguntar, si es impresión suya que en el parquecito de la aldea cercana faltan las bancas que en su época de estudiante miraban a la capilla. Algo más, que la exaspera hasta el encono: ¿Por qué razón, en reemplazo de los pozuelos enfriados con agua de la sierra, instalaron junto a los establos ese horrible tanque refrigerador de acero inoxidable? Cosas así, intrascendentes, que de unos meses a esta parte la desconciertan y acallan. –Así es mejor, mamá. Y no olvide que mañana nos recogen para que vamos a la misa de las siete. ***
Aunque por lo general la imaginaba como cuando se despidieron en la plazoleta del caserío, evitando hablar de un reencuentro que sabían improbable,
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muchas veces intentó trascender esa imagen familiar y gastada, para eludir el engaño al que conduce la idealización de los recuerdos. Su sentido práctico de la vida, pues, tendría que haber desmitificado ese recuerdo. Pero, lejos de ser así, la más insignificante alusión mental a una Adelaida tocada por los años, le mortificaba hasta lo incomprensible. Incluso ahora, próximo a verla y creyéndose curado de prejuicios, la memoria, díscola, porfiaba en mostrársela en la plenitud de sus dieciocho años, hermosa sin exceso, avisada y alegre, con la mano izquierda domeñando su cabello rebelde y la otra sobre el regazo, sin cuestionar su decisión de separarse ni levantar una ceja para retenerlo. En hileras casi convergentes, que se abrían con indolencia al paso del campero, los matarratones en flor dibujaban manchas negras y cobrizas sobre la carretera, calcinada por los soles de agosto, antes de meterse en el recuadro del retrovisor. Atento a la faena de conducir, el hombre los veía empequeñecerse a sus espaldas, en fuga tambaleante, con la impresión de que la cabeza de sus troncos –esa zona apical, rugosa y asimétrica, de la que brotaba su penacho verde– había engrosado más de lo que consideraba razonable. Una inflexión brusca en el ascenso, y el aire de la cima le trajo los jadeos de la próxima cascada. Más allá era otra tierra. Tenía por seguro que medio kilómetro adelante el camino giraba a la izquierda, para meterse de cabeza en el puente sin barandas que
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cruzaba el río, y redujo la velocidad del Land Rover. Para su disgusto, empero, se halló ante otra serie de curvas arboladas, de taludes escarpados, extraños a un itinerario mental que hasta entonces le había sido fiel. Pero el malestar causado por la incongruencia desapareció a la vista del nuevo paisaje, ese sí inscrito en su recuerdo, y cuando cruzó el torrente ya se había reconciliado con la euforia del regreso varias veces aplazado. Arriba, muy arriba, en una cornisa de la cordillera cuyo flanco menos empinado empezaba a escalar, el pueblo –su pueblo– era un reguero de pavesas entre grises pincelados por la lejanía. Como para llegar allí faltaba mucho y la noche se anunciaba en el vuelo rápido de las aguilillas, el viajero decidió detenerse unos minutos en la próxima fonda. El absurdo de que al otro lado del mostrador estuviera don Benicio, como cuando el que ahora transitaba era poco más que un camino de herradura, distendió por un instante la confluencia de sus labios. La fonducha seguía allí, de todos modos, sobre la margen izquierda de la vía, con los muros adosados a la barranca, el techo corroído por la vejez y un patio de piedras desgastadas que ahora partía la cinta de la carretera. – ¿Quién atiende aquí? –dijo, al entrar, porque nadie parecía haberse percatado de su llegada. Tuvo que repetir la pregunta, esta vez acompañándola de una palmada en el cancel medianero de los cuartos,
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para que desde la trastienda en penumbras, la indiferencia de una mujer grávida y fea le contestara:
–Ya voy, patrón. ¿En qué puedo servirle?
–Deme una cerveza, ojalá bien fría. Y dígame, por caridad, dónde puedo mojarme la cara, a ver si me quito de encima este sueño. Sin afanes ni trazas de servilismo, la respuesta aleteó en el aire quieto del recinto: –De la cerveza no le garantizo que esté helada, porque desde que tiraron la carretera por el río se vende muy poquito…, de modo que no paga mantener prendido el enfriador en días de semana. Y en cuanto al agua, ahí a la vuelta de la casa encuentra la caneca. ¡Bien pueda! –Luego, con su desinterés en ascenso, cuando el que llegó buscaba la salida, preguntó:
– ¿Qué me dice de la cerveza, entonces?
–Destápela, pues.
Por supuesto que sabía de don Benicio, como que lo ayudó a buen morir en ese mismo rancho, y del menor de sus hijos estaba encinta. Pero en cuanto a los dueños de La Esperanza, a lo que pasó con ellos a partir del momento en que la violencia de partidos tocó en la región, no era mucho lo que podía informarle: el
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encarcelamiento del padre por razones que nadie quiso averiguar, cuando la situación se puso más difícil, y su muerte súbita una semana después de haber salido de la cárcel; el accidente de trabajo en el que la única hija del matrimonio –“es Adelaida como se llama? Yo creo que sí”– perdió a su esposo, haría cosa de un año, y el hecho de que el resto de la familia continuaba viviendo y prosperando en su hacienda de toda la vida, más allá de la población. –Como siempre, patrón, y como todo, porque por aquí las cosas cambian poco. Eso de que casi nada cambiara –se dijo el hombre, empezando a molestarse– no era más que una frase hecha, un decir apuntalado en el tedio, que el esnobismo de llamarle “patrón” y el repique de un teléfono móvil encadenado a la vitrina desmentían. En lo que a él tocaba, por el contrario, su mundo de rutinas y convenciones estaba a punto de fragmentarse, merced a su decisión de retomar aquello que el adiós de años atrás, tal vez apresurado, había puesto fuera de su alcance. ¡Que no pontificara entonces la tendera!, con su genio avinagrado y su particular desesperanza. Con el sinsabor de haber parado en el lugar erróneo y un ocaso que ya se retiraba, el viajero abandonó la fonda y escudriñó por unos instantes la depresión que hendía la montaña, antes de subir al carro: puro repecho entre desfiladeros, apretujado
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por zarzas y piñones. Por sus vericuetos tendría que adentrarse para ascender al pueblo. Si apuraba el paso, calculó, y si las condiciones de la ruta eran tan aceptables como le habían informado, a las ocho de la noche estaría llegando. La hora justa para procurarse un buen alojamiento y compartir después, ¿por qué no?, tragos y recuerdos con algún amigo de la adolescencia. Esto, claro, si la neblina perenne de La Quiebra no disponía otra cosa. Pero no. Mientras guiaba el campero por la calle del centro, se alegró al comprobar con cuánta sutileza había intervenido el progreso en el poblado: ninguna obra suntuosa, ninguna aberración arquitectónica que mellara el talante humilde pero señorial con que lo privilegiaban su memoria y la opinión de casi todo el mundo. Es más: ese desarrollo gradual, y como vergonzante, había mantenido pequeña la localidad, como para que su nostalgia pudiera pervivir a sus anchas, sin tener que adelgazarse, en las mismas ocho carreras y diez calles que lo vieron crecer. Es cierto que la plaza se había revestido de adoquines, y que en la pensión de mesa y camas de aquella época funcionaba ahora una cafetería –“¿Las Morales, dice usted? No señor. Mi abuelita sí las menciona de vez en cuando…; pero ahí, donde me señala, siempre ha funcionado el negocio de don Abelardo”. En compensación, el hotel al que lo condujo el pequeño exterminador de ilusiones, sin ser lo que esperaba, satisfizo sus expectativas.
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Volvió a la calle cuando en el reloj de la iglesia sonaban las nueve de la noche. Entre quienes se cruzaron a su paso, no encontró a nadie conocido para hacerle sentir que no era un perfecto forastero; apenas el timbre familiar de las campanas y la caricia mojadora de la neblina, esos sí hospitalarios. También, como algo enteramente suyo, la sospecha de que la niña que lo miraba desde ese balcón era de apellido Sánchez, bisnieta acaso de alguno de los Sánchez que apostaban contra su abuelo en los ruedos de gallos peleadores, y Martínez el del carretillero que estuvo a punto de atropellarlo frente a la casa consistorial. Porque en este pueblo, más que en otro cualquiera de los que conozco, debido tal vez al escaso mestizaje, los apellidos se perpetúan en los rostros con realismo asombroso. De modo que a la hora de exhumar difuntos y orear recuerdos, el aire familiar difícilmente nos engaña. La reflexión, así formulada, le pareció ramplona y ayuna de originalidad. Con ella a cuestas, sin embargo, porque se afincaba en nociones de su infancia distante, buscando en la fisonomía de los transeúntes esa marca de ralea que le aproximara al pasado y a su gente, se encontró de pronto en el lugar preciso (un bar pequeño, en decadencia, el resplandor de dos bombillas anémicas, la sonrisa en sepia de cuatro artistas olvidados…) y con la única persona (el tiempo suyo, menos algunos meses, más ceniza en el pelo, ese algo inefable en el aspecto de los hombres buenos…) capaces de convertir en realidad ese propósito:
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– ¿Sos vos, Rafael?…
– ¿Quién otro, si no? ¿Tan cambiado me veo que lo ponés en duda? –y el apretón de manos se prolonga, y los ojos se buscan, y los hombros se sacuden, para que el escrutinio evocador y recíproco llegue hasta muy adentro.
–Es que no fue ayer cuando te fuiste…
–No. ¿Para qué decirle que el destino era la causa de su exilio, cuando él mismo no lo creía? Mejor dejar intacto el reproche, para que la razón de su ausencia la imaginara el otro, sin necesidad de confesarle lo que él mismo había tardado tantos años en comprender: que si no había vuelto, a pesar de haberlo deseado siempre, era por el temor a que su regreso resultara estéril. De ahí el silencio, el silencio mortificante que su interlocutor, comprensivo, no tardó en romper:
–Hablemos entonces de otra cosa.
–Hablemos. Es mejor.
Y hablaron de otras cosas. De tantas, y tan suyas, y tan entrapadas en ron, que transcurridas unas horas apenas fueron ellos y su repertorio de reminiscencias triviales, de evocaciones íntimas, de trasegar por
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unos tiempos en los que todo parecía grandioso. Pero cuando Santos Discépolo y Gardel ya no dijeron nada, y ni el helaje nocturno –colándose bajo la reja abatida del salón– ni los bostezos del cantinero tuvieron importancia, otra vez, como rescoldo que una racha de viento ruboriza, retorna la inconformidad explosiva del paisano: –Nadie me sacará de la cabeza que si estás aquí es por ella. ¡Por ella únicamente! Además de arruinar la conversación, el comentario lo sorprendió. No sólo porque, viniendo de Raúl, su tono retador y el capricho de ahorrarse un nombre propio, cuando los dos sabían de quién hablaban, eran incomprensibles, sino porque demostraban hasta qué punto, desde la sobriedad del comienzo de la noche hasta la embriaguez de las últimas horas, los dos rumiaban la idea fija implícita en los giros iniciales de la conversación, cuidándose muy bien de ventilarla. Que su amigo, siendo como era, se sublevara a la postre contra esa patraña, le pareció explicable; y desconsiderada su propia discreción, repleta de recelos injustificados, cuando nada exoneraba su deber de sincera confidencia. –Ahora que lo decís, creo que tenés razón – admitió, en un tono de fingido reconocimiento.
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–Y también sé –añadió el otro– que te morís de ganas por averiguar lo que ha sido de ella –la insinuación, tentadora, persuadió a Rafael de que le bastaría abandonarse para conseguir de su amigo lo que su imaginación le brindaba a cuentagotas. Pero se atrincheró otra vez en la cautela. – ¿Has leído El amor en los tiempos del cólera? –dijo, y agregó, sin esperar respuesta–. Porque si lo has leído entenderás que lo nuestro… lo mío, más bien, no se parece en nada a lo que allí se cuenta. Entre Adelaida y yo, todo terminó la tarde en que nos despedimos, así mi candidez se obstinara por algún tiempo en lo contrario, manteniendo vivo su recuerdo. De manera que aquí el único ilusionado soy yo.
–Como cuando me enamoré de Carmen Rosa… –…y nos emborrachábamos por ella, y vos le escribías versos, y ella nunca supo. ¿Para qué decir más? El brazo de Rafael se posa sobre la nuca de su amigo, mientras afuera empieza a lloviznar y adentro huele a madrugada. Como si tal gesto extinguiera su ya menguada vitalidad, ahora se resigna a ver cómo desfilan por su mente, inconexas y erráticas, las imágenes creadas por Raúl en el recuento de lo sucedido en La Esperanza durante los últimos tiempos. Son muchas cosas, claro. Pero él las asimila de modo selectivo, según sus expectativas. Así averigua que
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ella viene al pueblo en contadas ocasiones, contra su costumbre de otras épocas; ya no lo hace a caballo, como antes, y siempre viene acompañada. Sigue siendo atractiva, con esa manera de serlo que los almanaques no hacen más que refinar. Un aire de acendrada distinción, que algunos consideran presuntuoso, la distancia de lo vulgar y cotidiano, como si la finca, el caserío y el pueblo le quedaran pequeños. Hace mucho que renunció a la administración de la finca, pues su aislamiento es casi absoluto. Y aunque algo se rumora sobre lo que le sucedió poco después de la muerte de su marido, nadie precisa lo que fue. La incertidumbre sobre si debe hablarle de inmediato y el malestar de la resaca le llenaron la tarde. Una tarde desabrida, sin sobresaltos, de paliar con analgésicos su dolor de cabeza y contemplar los cerros desde la ventana de su cuarto. Si antes pensaba que el reencuentro se daría por “generación espontánea”, merced a un interés que tal vez fuera recíproco, su borrachera con Raúl lo alertó acerca de una Adelaida diferente de aquella que lo despidió en la plazoleta del caserío. La culpa de todo era suya, por haber olvidado que el tiempo nunca se detiene. Con todo, sería esa noche, después de la misa de siete. La vio bajar las escaleras del atrio cuando el templo se quedaba desierto. Primero fue su vestimenta oscura, de señora bien y recatada, y su cabeza extrañamente erguida, como si el soporte que
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le brindaba la hija –porque de su hija debía tratarse, claro– la relevara de toda precaución en el descenso. Después su figura delgada, de contornos todavía imprecisos, fundida con la de su acompañante en un andar reposado hacia el vehículo que esperaba junto a la acera. Por último, con el favor de la luz que venía de la bocacalle, el rostro de facciones regulares, tranquilas, que el cabello negro y recortado a lo garzón afinaba sin atenuantes. Después de todo –se dijo Rafael, esperanzado, mientras se aproximaba con decisión a las mujeres– no era tan abrupto el contraste entre la muchacha irreal de su juventud y la dama que en ese momento giraba su cabeza para mirarlo. O tal vez sí lo fuera, y entonces la contención de Raúl y sus “¡quién sabe!..” serían explicables al menos desde su punto de vista. Para él, sin embargo, lo que de la otra Adelaida seguía intacto en la de hoy –algo apenas entrevisto, que aún no lograba definir– constituía motivo suficiente para perseverar en su empeño. Fue apenas un saludo ligero, tibio. Él habría querido encenderlo con su entusiasmo, con el regocijo de hipotéticas afinidades sobrevivientes a una ausencia de treinta años, pero la moderación de ella lo contuvo. Así que, tras la presentación de la joven acompañante, la entrevista se redujo a una charla ambigua, convencional, como la que entre simples conocidos entretiene el rato en los pasillos de las clínicas. Ella,
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centrada en sus muertos y en las fechas infaliblemente recordadas de sus muertes; en la tutela que los suyos le prodigaban a raíz de su viudez; en las travesuras de su primer nieto; en sus quebrantos de salud… apenas sí pareció interesarse cuando él pretendió retroceder en el tiempo. El gesto de domeñar el pelo se había ido, pues su mano derecha subyugaba a la otra todo el tiempo, y en su mirada quieta, persistente, como de ingenuidad interrogante, se entrelazaba a veces el vacío. Después la hija se vistió de Celestina –“los dejo, mamá, hasta las nueve, porque de seguro tendrán mucho qué decirse…”– y él quiso rescatarla de su ensimismamiento y de su recato, para decirle que el futuro compartido estaba lleno de posibilidades, de promesas agostadas que podían renacer, y ella tal vez lo hubiera creído. Pero, ¡era tan vulnerable y frágil!, y había tanta inocencia en su semblante, que entre los sentimientos encontrados de Rafael prevaleció la ternura. En el sopor de las dos de la tarde y con la cordillera enorme a sus espaldas, la fonda de don Benicio le salió de pronto al paso. Sólo que al lado contrario de la carretera. Pero siguió de largo.
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Ubalda
Nadie sabrá lo que pasó por la cabeza de Ubalda Ocampo al comprobar la veracidad de la noticia, y su grito de angustia, sobrepuesto al ruido de la cascada, rodó entre los peñascos, remontó los taludes aledaños y llegó por fin, hecho un gemido, a las estancias de la casa grande. En la planta de arriba, donde reposaban la siesta, el dueño de la finca y su esposa se limitaron a cambiar de posición en sus hamacas. Pero a la cocinera Purificación Areiza, que a esa hora retiraba del fogón de reverbero la ceniza acumulada durante la semana, el ceño se le contrajo cuando escuchó el lamento. –Entonces no era un embuste de ese patizambo… –se dijo, preocupada. Y frotándose las manos, como si aplaudiera, recorrió despacio los cuatro metros que la separaban de la ventana. Su corpulencia morena y maciza se
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adueñó del vano y ensombreció la cocina cuando estiró el cuello para averiguar lo que pasaba. Pero ante ella se extendió el panorama de todos los días, a las tres de la tarde, bajo la canícula de julio, en la hacienda Los Dardanelos: el jardín de hortensias y azaleas, en primer término; después la planicie sembrada de café, del verde renegrido que se pinta cuando la floración ya pasó y los granos todavía no rojean; y en dirección a la zona de la que había partido el grito, la trocha del camino, rectilínea, por la que no transitaba ni un alma. Tampoco el oído acostumbrado a los silencios le comunicó nada, aun cuando ladeó la cabeza y abrió la boca para escuchar mejor. A no ser –se extrañó de haberlo comprendido, así de pronto, cuando su mente y sus sentidos se ocupaban de otra cosa–, que este año el chorro de la hondura había incrementado su caudal a límites que ella nunca había registrado. Purificación renegó una vez más de la vida, al suponer que la tragedia anunciada minutos antes por el vueltero se había consumado. Una racha de aflicción le estrujó el ánima. De aflicción, y de encono suscitado por la injusticia. Que le sucediera a ella, ¡vaya y venga! Sus muchos años vividos a contramano de casi todo la habían dotado de una carnadura afectiva a prueba, incluso, de genuinas desventuras. ¡Pero a Ubalda, no! No a Ubita, la compañera de contextura endeble y corazón tan quebradizo que hasta la renguera de un perro callejero le arrancaba lágrimas. Aunque, claro, era absurdo pretender apropiarse de la desdicha de la
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otra, pues no era suyo ese hijo de doce años, ladino y esmirriado, por cuyos ojos veía la afectada. El mismo –siguió cavilando Purificación, ya con el sinsabor en retirada– que en ese momento debía yacer a la orilla del charco, con el abdomen inflado y los ojos desmesuradamente abiertos, si es que la turbulencia de las aguas no cuñaba su cuerpo entre dos rocas, y le impedían salir a flote. De familia, y de lejos, le venían a Purificación el color de la piel y su carácter arriscado. La hacienda era apenas un sueño cuando vino del nordeste minero Nicomedes Areiza, entendido en socavones, molinos californianos y cianuros, como ejecutor de proyectos ambiciosos ideados por el propietario. Su vocación de permanencia se mantuvo, no obstante el fracaso de la empresa, y en su nueva tierra entendió que no solo del oro se puede vivir. En ella se afincó hasta su temprana muerte, con el único resabio de mantener su concubinato con la madre de la que sería su única hija. Purificación se asomó al mundo, pues, en la que ya se insinuaba como la finca cafetera más próspera de la región, en una época de señoríos agrarios que nadie cuestionaba. Y como al nacer ella murió su madre, sucedieron dos cosas que determinaron su futuro: que su nombre lo eligiera misia Domitila Montoya de Arango, la esposa del hacendado fundador, sin consultar con nadie; y que de una vez se acordara su vinculación a la hacienda como doméstica en la casa de los señores, sin límite de tiempo.
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Otra era la historia de Ubalda. Su madre había venido con los propietarios de la finca, en cuya casa de la ciudad servía de antiguo como dentrodera, cuando decidieron establecerse definitivamente en Los Dardanelos. Tenía treinta y seis años –el doble, casi, de los de la manceba de Nicomedes Areiza– y seis meses de embarazo que en su madurez, ajada y pudorosa, procuraba ocultar a los ojos de todos. Pero doña Domitila encaró la novedad sin aspavientos, y acogió a la criatura sin preguntas, de la manera bondadosa como había recibido, diez años antes, a la hija del minero. Para Ubalda, casi blanca, y para la casi negra Purificación, todo fue como esperaban que sería mientras la matrona de Arango imperó en la casa grande. Cada una en su época, en existencias replicadas, soportaron el peso de sus vidas planas, rutinarias, regidas por principios y costumbres que nadie parecía interesado en cambiar, y el de su condición humilde pero diferente de la de los otros servidores de la hacienda. Asistieron a la misma escuela, y en la capilla de la finca memorizaron y recitaron –con preguntas y respuestas textualmente aprendidas, e igual entonación–, el catecismo del padre Gaspar Astete. En fin, con similar habilidad y competencia desempeñaron, cuando les llegó la hora, bajo la tutela de misia Domitila, los oficios para los que estaban reservadas. Eso sí: desde que la pusieron en sus brazos para que le enseñara a tomar el biberón, Purificación asumió la tarea de cuidar de Ubalda
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durante toda su vida, por influjo de una predisposición que no estaba en ella controlar. Esta, a su vez, creció con la idea de que sin esa protección la existencia era poco menos que insoportable. Pero ahora eran adultas, y en Los Dardanelos muy pocas cosas seguían siendo como cuando eran pequeñas: el doctor Arango ya no estaba; misia Domitila se había consumido de vejez y de tristeza en su silla de ruedas; y Ubita, sorprendida en plena adolescencia por la maternidad, cuyo responsable no reveló, oscilaba desde entonces entre su sensibilidad extrema y el miedo permanente de no hacer por su hijo lo que la vulnerabilidad de éste le exigía. No obstante, una cosa contaba a su favor en esa época, además del cariño incondicionalmente protector de Purificación: aunque su salud física siempre había sido precaria, en apariencia su corazón seguía estando sano. –Sin duda que ese chillido era el de ella. ¡Como si no lo conociera!... Pero entonces, ¿por qué no se oye nada más?, ¿Por qué no viene nadie por ayuda? Raro… muy raro. –Al desconcierto de Purita se agregan otras conjeturas– ¿Quiénes fue que dijo el zumbambico ese del vueltero que se estaban bañando? Él, claro, puesto que vino con la noticia. El niño Alfredito, como le sigue diciendo doña Marina a su muchacho, aunque de niño ya no tiene un pelo. ¡Y que me corten la cabeza si él no fue el que lo organizó todo…! Y como el José Ramón se ha vuelto perro de toda boda, aprovechándose de la
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zoncera de Ubalda,… allá fue a dar también. Replegado en el sopor de la media tarde, el cafetal amplifica con su silencio el rumor de la cascada, que cambia de registro según las modulaciones de la brisa. Frente a él, desde la ventana, Purificación hace cuentas. Decide que es tiempo de averiguar lo que sucede. Nunca la distancia entre la tranquera y el confín de la vega le había parecido tan larga. Cuando era joven y su talle no había engrosado, la cubría en diez minutos con el resuello intacto y sin el temblor que ahora misma acomete a sus rodillas. A pesar de todo apresura la marcha. A su lado desfilan, como si las jalonaran desde atrás, las pencas de filos espinosos que bordean el camino, en algunas de cuyas hojas alguien, quién sabe cuándo, pero sin duda enamorado, dibujó corazones traspasados por flechas. Pero ella apenas sí los ve. Se detiene al final de la explanada, donde la senda se precipita entre peñascos que ciñen el torrente. El algarrobo bajo el que reposa tamiza, con su ramaje más elevado, el azul empalagoso de un cielo sin nubes. El calor empieza a claudicar. Mira hacia abajo, pero el sitio al que pretende ir lo ocultan chilcos y salviones. El respiro le permite desdoblar el tiempo: No es el recuerdo de algo estrictamente personal. Pero está allí, en su cabeza, fragmentado e insistente, para regresarla a sus desapacibles veintitrés años, y a los también difíciles treces trece años largos de su protegida. Por eso tiene que reconstruirlo a
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partir de sus propias vivencias, con retazos de lo que Ubalda le explicó la noche del suceso, muy cerca del llanto, mientras afuera del dormitorio continuaba la celebración. Sucede en el patio de la casa grande, junto a la fuente en la que un cisne de bronce lanza chorros de agua a la pileta. Ella y Ubalda están allí. En el rostro de la adolescente se transparenta la alegría ingenua de saber que por fin le está permitido “figurar” en público, ser un poco ella mismas. De ahí que lleve puesto su mejor vestido. El hijo mayor del doctor Arango, recién graduado de ingeniero, asumió hace poco el gobierno de la finca, y quiere que su esposa, doña Marina, participe de todas las actividades relacionadas con la hacienda. Abierto por primera vez a la peonada, el recinto de muros encalados contiene a duras penas la algazara de los montañeros. Es noche de navidad, diáfana y tibia, y la luna misma parece estar de plácemes. Se baila, se come y se bebe a discreción, porque los patronos invitan. De súbito, ya muy tarde, Ubalda se percata de la mirada de deseo del ingeniero. ¿Cuánto hará de eso? No lo sabe. Purificación sí, pero ha guardado silencio, entre preocupada y complacida. Las manos de la joven, cruzadas sobre el pecho, intentan cubrir lo que una sencilla blusa de etamina, un poco transparente, ha puesto en evidencia. Pero, bien sea porque su gesto es demasiado revelador, o muy ostensible la actitud de quien la codicia, de la tarima del homenaje desciende doña Marina de Arango para tomarla de un brazo, con
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agresividad que deja huellas en su piel. Y mientras la conduce al cuarto que por esa época compartía con Purificación, le dice: – ¡Langaruta, desvergonzada…! ¿Pensabas que no me daría cuenta? La plataforma rocosa a la que Purificación quiere llegar dista, si acaso, ochenta metros del algarrobo que la defiende de la insolación. Allí, escavado en el granito por aguas de mil años, está el bañadero de cuya efervescencia verdinegra surge la neblina que moja y pone a temblar la vegetación rala del acantilado. Pero la mujer empleará en el recorrido más tiempo del que tardó en cruzar los cafetales. Tan escabrosa es la senda y tan extremas las precauciones que adopta para no rodar por la pendiente. En mitad del trayecto vuelve a detenerse, asida a uno de los estolones del chuscal, para ver si una escucha atenta le dice lo que pasa allá abajo. Pero lo que predomina es el estertor de las aguas y su miedo a que aquello que sospecha sea realidad. Entonces, igual que diez minutos antes, el recuerdo es como una abeja zumbadora que gira en derredor de su cabeza: Ahora se posa sobre la tarde en que Ubalda, confusa y aterrada, le habló por primera vez de su embarazo. Doña Marina era quien mandaba ahora sobre los sirvientes de Los Dardanelos, y lo hacía marcando intencionales diferencias con el modo de
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actuar de su difunta suegra. De modo que el percance de la preñez de su sirvienta pretendió solucionarlo la señora con el despido de la encinta, a manera de escarmiento, para que “vaya a deshacerse de su encarte donde se lo pusieron”. No contaba, sin embargo, con la oposición de Purita a esa medida injusta y radical. De ahí su desconcierto cuando la mayor de sus empleadas, en tono que no admitía réplica, mirándola de frente redujo el asunto a este simple enunciado: “¡Si se va Ubalda, doña Marina, yo también me voy!” Y Ubalda se quedó en Los Dardanelos. Cuando el hijo nació, doña Marina no pudo más que aceptar el hecho consumado. Pero dejó en claro que la manutención del niño era y sería siempre asunto de la madre, y que todo aquello que implicara su paso por la vida debía darse de manera discreta, como si de un ser monstruoso se tratara. Y ya que por fuerza iban a compartir el mismo caserón, todo acercamiento del bastardo a su primogénito Alfredo, algo mayor que aquél, quedaba proscrito. El acuerdo funcionó bien en un principio. Pero con el tiempo la convivencia juntó a los niños, y los flejes de la prohibición se distendieron. Sobre todo porque la altanería de Alfredito necesitaba de la pusilanimidad y obsecuencia de José Ramón, y al revés, en una reciprocidad que sacaba de casillas a Purificación, pero que Ubalda interpretaba como algo que no puede evitarse.
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No más de nueve años tendría el hijo del hacendado cuando ese desacuerdo entre las sirvientas se hizo manifiesto, esta vez de modo radical. Como de costumbre, para la festividad de Reyes se tenía previsto que los peones montaran una pequeña pieza de teatro, que debían representar en la casa grande. A cambio, como desde los tiempos de misiá Domitila, los actores recibirían el aplauso contenido de los dueños de la finca –acaso también, pero eso estaba por verse, una sonrisa displicente de la señora– y unas pocas monedas. Como acto preliminar, esa tarde salieron a escena José Ramón y Alfredito, para la burda recreación de un gitano que actúa con su oso amaestrado. Llevaba el primero la cara tiznada en círculos concéntricos alrededor de la boca, a manera de hocico; y por toda vestimenta los restos de una estola de armiño, ceñida de la cintura hacia abajo, y una traílla de cuero trenzado que hacía de dogal. De la punta de la soga halaba el zíngaro domador, muy poseído de su papel, con bigote y patillas pintadas al carbón, sombrero andaluz y un zurriago en la mano derecha, con el que fustigaba a la supuesta fiera. Lo repulsivo y degradante del sainete era que, por obra del castigo recibido, en las espaldas desnudas y esqueléticas de José Ramón se iban formando verdugones que no parecían afectarlo, pues con impavidez tragicómica saltaba y se revolvía al compás de la pandereta que percutía el mayordomo. El espectáculo indignó a Purificación, hasta más allá del reproche:
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–Decime una cosa, Ubalda: ¿cómo dejás que le hagan esas cosas a tu muchacho? ¿No ves cómo le tiene las costillas el mocoso de Alfredito? ¡Debería darte vergüenza! Ante la mirada interrogante de la otra, como una manera de justificar su tolerancia, Ubalda replica: – ¿Y yo que puedo hacer, Purita? No ves que la de la idea fue doña Marina. Ella misma buscó los disfraces, estuvo ensayando con ellos y hasta les pintó las caras. Dizque porque a Alfredito le encanta representar y tiene mucha mecha para eso... –Si fuera por mí, lo bajaba ya mismo de esa tarima –la réplica cerró el diálogo. Pero en la mente de Purita quedó grapada la convicción de que de todo podía proteger a Ubalda, menos de su poquedad. También, y a su pesar, la certeza de que nunca podría querer a José Ramón, en cuya mirada siempre creyó advertir, con impaciencia, trazas muy leves del estrabismo casi imperceptible de los Arangos. Pero el tiempo de rememorar ya se agotó. Ante los ojos de Purificación Areiza se abre, por fin, la terraza basáltica que taladra la cascada. Ya puede ver, a la orilla del charco, de rodillas frente al cuerpo yacente de Ubalda, la silueta flacucha de José Ramón perfilada sobre los vapores que exhala la chorrera. Alfredito Arango está más lejos, casi al filo del despeñadero,
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de espaldas al único camino que accede a la piscina, indiferente a lo que sucede a su alrededor. El vueltero da la cara y lo explica todo, con la cabeza gacha y el dedo gordo de su pie derecho trazando jeroglíficos sobre la roca dura. –Fue que el niño Alfredito nos convidó, a mí y a José Ramón, a que viniéramos a bañarnos. Y cuando estábamos aquí, nos dijo que era para pegarle un susto a Ubalda. A él le ordenó que se quitara la ropa, que la pusiera a la orilla del charco y que se escondiera, bien escondido, detrás de aquella piedra. Él no quería… pero a lo último dijo que bueno. Entonces Alfredito me obligó a que fuera corriendo y le dijera a Ubalda que José Ramón se estaba ahogando… Como ella no podía correr, yo me le adelanté de venida. Y cuando llegó, y vio la ropa ahí en el suelo, pegó un berrido y ahí mismo cayó redonda. Al rato se sacudió, pero volvió a quedarse quieta. Eso fue lo que pasó.
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De alambradas y de culpas
Se lo traía el recuerdo, como el viento arrastra a veces murmullos que la razón no descifra. Se lo venía musitando, Dios sabe desde cuánto tiempo atrás, en fragmentos inconexos que por fin su sensibilidad sobreexcitada y esa llovizna de mayo, diagonal e insistente, habían ensamblado para entregarle la versión exacta de lo sucedido esa tarde de 1946. Aunque más bien que el suceso mismo, impreso en su memoria con acento trágico, lo que salía a flote era el conjunto de impresiones y vivencias que lo acompañaron, esas sí desdibujadas por el olvido bienhechor. Cualquiera sabe que a los seis años un niño atisba el mundo por el resquicio de sus sentidos, casi exclusivamente. Y esos tendría el viejo que hoy, a los setenta y tres, veía llover sobre la ciudad desde la ventana de su apartamento, cuando por el sendero que se precipitaba de la sierra comenzó a perfilarse, en el telón de su memoria, rumbo al caserío natal y diminuto, la figura del hombre que esperaba hacía rato.
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Horas antes –apenas en este momento lo recordaba, pero el recuerdo era vivísimo–, había sido su desconcierto ante la diafanidad del aire en que flotaban la aldea y sus derredores la mañana de ese viernes: la tempestad del amanecer, con su soplo de ozono y de relámpagos, había barrido la atmósfera de toda impureza, y el sol recién salido, sin dónde refugiarse, acentuaba el efecto mágico de esa transparencia. Por eso el pequeño no entendía, mientras orinaba junto a la tomatera del patio, por qué la montaña y los árboles que coronaban sus crestas parecían tan cercanos. Tanto, que parpadeó varias veces para congraciarse con el prodigio. Fue cuando la voz de su padre emergió de la cocina, por el entramado de bahareque, con aspereza para él desconocida: –Si por mí fuera, me quedaba. Pero Eutiquiano me está esperando para acabar el andamio y aserrar al menos las trozas ya cortadas. Y no tengo manera de avisarle… ¡Maldita sea! –Es mejor que se vaya, Pedro María. Aquí no tiene nada que hacer. No se imagine cosas –la mujer, en cambio, hablaba reposadamente, como si temiera perturbar el sueño del niño, a quien suponía en la cama. O como si la gravedad del conflicto en que se debatía su marido escapara a su comprensión. – ¿Y por qué está tan segura de eso, Esther Julia? ¿Se le olvidó que a los Álvarez les corrieron
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el cerco hasta las goteras del rancho y les taparon el pozo del agua, aprovechando que todos habían ido al pueblo? –luego de un corto silencio, en voz baja, con entonación sentenciosa–: ¡Pero lo que es a mí, me tienen que matar! – ¡Por los clavos de Cristo!, Pedro María, no diga esas bobadas. ¿Cómo se le ocurre que mi tío, siendo el administrador de la finca, por más que la defienda y tenga problemas con los colonos, va a permitir otro atropello como ese? No, señor. Con nosotros tiene que ser distinto. Más bien acabe de amolar y váyase tranquilo para el monte. – ¿Su tío? –interrogó despectivamente el hombre–. Su tío hará lo que le manden. Eso hará. Otra mañana como aquella no he vuelto a vivir. Recuerdo que le pregunté a los dedos de mis manos cuántos árboles se alzaban sobre La Cuchilla, de tan próximo que se veía todo, y en últimas no supe siquiera si eran robles, o si eran encenillos que habían crecido demasiado –reflexiona el viejo, con la mirada puesta en las bifloras de la terraza, temblorosas bajo la llovizna–. Hoy me parece todo claro. Pero entonces no sabía que una disputa como la de Carlitos Álvarez con la finca tuviera la trascendencia que le dio mi padre, al punto de sentir amenazada por extensión a su propia familia. Como mi madre, yo tampoco imaginaba que algo parecido nos pudiera ocurrir. Cuando él habló de
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hacerse matar, y el cómo lo dijo no me dejó ninguna duda, sentí que algo frío se me colaba entre el pecho y la espalda para estrujarme el corazón. Y no podía ser de otra manera: la muerte para mí, en esa época, era algo remoto, impersonal: un suceder asociado a los calvarios camineros, a la ausencia de tres de mis abuelos, a mi hermana metida en su ataúd forrado de crespón –los ojos medio en blanco, el traje largo, un haz de violetas entre sus manos–, en la fotografía que mi madre guardaba en la escarcela... Y entonces, repentinamente, aterrándome con su crudeza y con su elementalidad, me hacía guiños desde la aserción violenta de mi padre. Se ha dicho que no es fácil meterse en la mente del niño que uno fue, cuando el intento es muy tardío, y que lo averiguado así no es del todo fidedigno. Puede ser. Pero estoy seguro de que todo sucedió como lo revela este resurgir inesperado de mi memoria, sobre cosas y detalles que ayer nada más me parecían confusos. ¿Cómo explicar, si no, que después de tantos años pueda reproducir literalmente lo que mi padre y yo dijimos ese día, antes de que partiera a cumplir su cita con Eutiquiano Montes? –acodado en el sillar de la ventana, las manos del viejo abrazan sus mejillas; inclina la cabeza asperjada de gris, cierra los ojos, y bajo el bigote hirsuto empieza a titubear, como tímida plegaria, el libreto de ese diálogo:
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– ¿Qué hace aquí, m’hijo? Yo lo hacía en la cama.
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– Es que me levanté a orinar, papá.
– ¿Oyó lo que su mamá y yo hablábamos?
–Si, señor…, casi todo.
–Mucho mejor, porque le tengo una tarea sobre eso. Una tarea muy importante. Yo me voy a trabajar. Pero usted, óigame bien lo que le digo: si ve que vienen los peones de la finca, a la hora que sea, y se da cuenta de que quieren tumbar el alambrado, vaya corriendo donde mi papá y dígale lo que pasa a su tío Agustín, que hoy no tiene escuela, para que me avise. Yo voy a estar en “Orofino”, aserrando. Él sabe dónde. Ah: y no le cuente nada a su mamá, para que no se confunda. (Ahora soy consciente de que la última oración, aunque imperativa como las otras, acusaba un cierto tinte de amabilidad. Pero muy tenue)
–Bueno, señor.
Por toda recompensa, Pedro María Restrepo deslizó su mano tosca sobre la cabeza de su hijo, en círculos cada vez más estrechos –de besos, de abrazos y de caricias más sutiles, la que sabía era la madre–. Después, sin volver la vista atrás, caminó por el sendero que unía la casa con el camino de herradura, hasta perderse en el primero de sus recodos. Al ritmo de sus pasos, la sierra de labor ondulaba en su hombro izquierdo y emitía destellos cuando el sol la tocaba de
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costado. La mañana era tibia, luminosa. Muy arriba, un grupo de aguilillas dibujaba figuras aleatorias, formando remolinos, en un cielo harto de azul y de imponencia. El niño se alegró de saber que auguraban buen tiempo, y olvidó por un instante su misión. La cerca de chusques parados defendía mal el huerto de aromáticas y hortalizas, que ahora mismo trillaban una vaca y su becerro. Por eso olía a toronjil y a limoncillo; y por eso la madre, a quien la presencia del niño tomó así mismo por sorpresa, aquietó su desazón reprochándole su indiferencia ante el estrago que se estaba produciendo. No sabía que toda su voluntad, todo su potencial de hacer o de no hacer, los había rendido el pequeño a la promesa entregada a su padre. La casa era vieja, pero con la vejez digna y pulcra de que carecen las edificaciones en ruinas. Su techumbre de roble entablillado, sus paredes casi blancas, el jardín que la ceñía, los corredores de chambranas, eran una elegía a la ruralidad limpia y pacífica de comienzos del siglo pasado. El abuelo la había construido poco antes de su primer matrimonio, por la época en que el bosque baldío llegaba hasta la trocha que más tarde pasó a ser camino público. Él mismo había desbrozado la vega de árboles y maleza, aserrado las maderas y zanjado los terrenos, hasta ver levantarse la que sería su vivienda familiar durante años. Su labor de pionero coincidió con el montaje a lindes de una hacienda cafetera, en suelos de cuya titularidad el poderoso empresario –un extraño en la zona, casi siempre ausente–, nunca había
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dado pruebas. El proyecto prosperó. Y con él, al pasar el tiempo, surgió una comunidad de trabajadores rasos –“agregados” algunos y jornaleros todos–, diseminada en el área vasta de la hacienda y al servicio de ella. Gentes buenas, pero resignadas. Entre tanto, junto al predio del abuelo emprendedor e insumiso, hombres y mujeres de su talante levantaban, con mentalidad opuesta a la de sus vecinos y recostado al pie de monte, su propio caserío. El viejo que veía llover evocó el aire bucólico de esa aldehuela primitiva, sus amaneceres de neblina y sus callecitas empedradas, humildes como el musgo, una de las cuales, hecha sendero no más dejar la plazoleta, reptaba por la loma hasta el ápice de la montaña. Después su regresión fue más puntual: Si, afortunadamente, porque “La Chapola” y su cría hicieron que oliera a toronjil y a limoncillo, mi madre se entretuvo en los reproches, sin advertir la turbación en que me sumía la promesa hecha a mi padre, ¿qué habría sucedido si me hubiera preguntado sobre las palabras que cruzamos él y yo? El niño que tengo frente mí no sabía mentir. Pero distinguía entre no decir nada y faltar a la verdad. De ahí su gesto de inocencia cuando, desde la rara claridad de esa mañana, me dice y lo repite que actuó como debía actuar. Lo grave de todo es que no tengo nada para oponerle, cuando se queda mirándome, inquisitivo. Salvo, tal vez, que, dado lo ocurrido con Carlitos Álvarez y el carácter fuerte de nuestro padre, a sus seis años tenía que haber previsto la reacción violenta de él ante la presencia de los trabajadores de la
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finca en plan de atropellar linderos. Pero entonces él me habría contestado que sí, que la había presentido, y que de ahí su miedo; pero que el reconocimiento de nuestro padre, tan difícil de conquistar, y lo que nos enseñaron sobre honrar la palabra empeñada, prevalecían sobre lo demás –el viejo descubre, de pronto, que dejó de llover. Bajo la ventana a que se asoma, quince pisos de por medio, la avenida nebuliza el agua encharcada al paso de los vehículos y es como un río metálico en el que predomina el gris. El viento frío que sopla del oriente le recuerda que es hora de abrigarse. Desea no pensar, y lo consigue a medias. Pero el flujo de conciencia lo reenvía, intransigente, al pasado: Es curioso que acerca de la hora en que empezaron las dificultades no tenga una noción precisa, como la tengo respecto de todo lo demás. Será porque de tanto mirar hacia el saladero, donde despuntaba el camino que venía de la finca, procurando que mi madre no advirtiera esa insistencia, el tiempo se me trastornó. Pero no debían ser más de las nueve, puesto que la sombra de los eucaliptos seguía siendo muy larga, cuando el tío Martiniano y tres trabajadores a pie cruzaron el potrero que lindaba con nosotros y se detuvieron a veinte metros de la casa. Montaba esa yegua mora grande, chúcara, en la que sólo él andaba, y como de costumbre, iba armado. Desde más allá de la cerca llamó a mi madre, sin desmontar. La llamó por su nombre, golpeado, casi a gritos: “¡Esther Julia!, ¡Esther Julia!, hágame el favor”. Debido a eso, y porque lo acompañaban los dos
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alambradores y José Cano, supuse que no iba de visita. Así, a caballo, con el sombrero “Stetson” un poco ladeado a la derecha, me pareció más alto y más imponente que cuando yo hincaba mi rodilla para decirle: “Sacramento del altar padrino”, y él respondía: “Dios lo bendiga hijo”, y me daba una moneda. De pronto tuve la idea de no hacer nada, de quedarme allí, quieto, a la espera de lo que pasara. Pero recordé que mi padre también era alto y fornido, y que igualmente estaba armado; además, era más joven que el tío Martiniano. Y eso me decidió. (Casi no puedo creer que a mi edad hiciera semejantes cálculos; pero sí, los hice). Esperé un poco más, detrás de la enredadera que cerraba el patio, hasta que los peones sacaron las herramientas de sus costales. Entonces fui corriendo a la casa del abuelo, aprovechando que mi madre discutía con mi padrino en un punto donde lo que seguía eran potreros... Quince años atrás, el abuelo se había casado por segunda vez. La casa que construyera con pasión ya no podía ser el escenario de sus amores, mal vistos por su descendencia, y entonces mandó edificar la que ahora compartía con su joven esposa y el menor de los hijos, Agustín, cediendo la otra a su primogénito, Pedro María. En ese entonces, y durante mucho tiempo a partir de esa escisión, las relaciones entre la finca y el caserío continuaron siendo lo normales que un distanciamiento prudente entre sus habitantes había propiciado. Pero la muerte del hacendado fundador y un nuevo régimen sobre tenencia de la tierra,
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impulsado desde el Gobierno, revolvieron las cosas. La finca refinó sus métodos de expoliación sobre los trabajadores, para compensar una supuesta pérdida de privilegios –redujo al mínimo las prerrogativas de sus “agregados”–, y el nuevo dueño dio en la idea de rectificar los linderos del latifundio, sobre el supuesto de que muchos de sus colindantes se habían asentado en suelo perteneciente al mismo. Ejecutor material de esa política, el tío Martiniano había ascendido desde capataz de recolectores hasta administrador de la hacienda, pasando por otros oficios de relativa confianza, en muchos lustros de fidelísima adhesión a sus empleadores. Después de los cuarenta y cinco años, el ceño se le retrajo y el alma se le volvió huraña a fuerza de lidiar con los conflictos derivados de ese nuevo estado de cosas. Siempre, o casi siempre, en función de restaurar fronteras mediante la conciliación por vía impositiva, o a la fuerza. Y del hombre bondadoso que amortiguaba, en lo posible, el contraste entre la omnipotencia de la finca y el desvalimiento de los jornaleros, ya casi nadie tenía memoria. Además, estaba envejeciendo. Algunas víctimas de sus métodos de trabajo tranzaron con la hacienda. Otras, en cambio, se sostuvieron en la reafirmación de sus derechos. Pedro María Restrepo entre ellos, como el más decidido, a quien ni amenazas veladas o explícitas, ni registros notariales exhibidos como último recurso, consiguieron que se allanara al achicamiento de su fundo.
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¡La finca! La finca omnipotente, la finca omnipresente, la finca providente… … se dice el viejo, más cerca de la amargura que de la nostalgia, mientras camina hacia el dormitorio porque el asma de la infancia, recidiva implacable de tres años antes, comienza otra vez a levantarle el pecho. Ya en su butaca, recordó que la víspera del suceso aciago, por la noche, su padre había llegado a la casa más tarde que de costumbre, preocupado por el rumor de que el día siguiente, o tal vez el sábado, la finca rectificaría los alambrados que la separaban del caserío. En la fonda se daba por hecho que su parcela sufriría mengua. Pero no faltó quien adujera, con sorna, que su compadrazgo con el administrador la dejaría indemne. Cuando regresé de la casa de mi abuelo, mi madre y el tío Martiniano seguían discutiendo en el lugar donde los dejé. O eso me pareció, a juzgar por sus ademanes, pues la culpa de haber desencadenado algo que no podía detener me mantuvo lejos, remolón y atribulado. Mientras hablaban, los peones permanecían inactivos, muy cerca unos de otros (eso me hizo pensar que José Cano era el hombre más pequeño que yo había conocido). Pero en el instante en que ella empezó a caminar hacia la casa, el tío Martiniano descendió de la yegua, y a una señal suya, los otros la emprendieron contra la cerca, hábil y coordinadamente, comenzando por derribar los estacones esquineros. El resto de la mañana mi madre
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pareció desentenderse de lo que la rodeaba, inclusive de mí, lo que me permitió observar el trabajo de los peones, sin descuidar la vigilancia de los cerros, y reafirmarme en la certeza de su absoluta ignorancia sobre la embajada atribuida a mi tío Agustín. Yo no sabía a qué distancia, exactamente, quedaba “Orofino”; pero algo me indicaba que en cualquier momento, a partir de las diez, el desenlace que veía llegar podía producirse. A esa hora, más o menos, pensé que lo debido era hablar con ella, con mi madre, pues con hacerlo no traicionaba la promesa hecha a mi padre. Tal vez ella podría modificar las cosas. Tal vez… –el viejo corta el hilo de su ensoñación, en busca de respuestas–. ¿Por qué no lo hice? Nunca me lo he preguntado. Pero ahora creo que fue porque, con lo visto y oído esa mañana, a ese nivel de los hechos el tío Martiniano ya no era mi padrino, ni mi madre su sobrina. Y en mi subconsciente ofuscado y egoísta, la certera puntería de mi padre inclinó la balanza a favor del silencio… –la animación inicial del viejo, su entusiasmo ante el inusitado esplendor de su memoria, son ahora dejadez que lo aplasta en la silla. Pero sigue bregando con su pasado remoto: Recuerdo que en la ladera de de la montaña, interrumpido a trechos por la vegetación, el camino zurcía pespuntes ocres, acaramelados. La agudeza de mi vista, tan de mi lado esa mañana de sensaciones extremas, y la limpidez porfiada del aire, me permitieron distinguir, en el más distante de esos peladeros, la silueta todavía imprecisa de alguien que descendía por
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la cuesta. En la siguiente aparición supe que se trataba de mi padre. Pero deberían pasar varios minutos para que irrumpiera en el escenario del atropello, pues la ruta que seguía atravesaba el caserío. Tuve tiempo de observar que los hombres del tío Rafael tensaban el hilo guía del alambrado, ajenos a lo que yo venía de ver (recé para que su ignorancia se perpetuara). El sol, en caída vertical sobre sus cabezas, no proyectaba sombra alguna. ¿Cuántos minutos transcurrieron después? Ahora no lo sé. Pero de pronto sucedieron dos cosas: el tío Martiniano se puso al lado de la yegua, con la mano derecha tocando las alforjas, mientras los peones corrían hacia el fondo del corral; y la corpulencia de mi padre se adueñó del sendero, en los treinta metros destapados que separaban el camino principal de la cerca. Con su desplazamiento, a trancos largos e impetuosos, las distancias se iban encogiendo, como la franja de arena cuando la ola se aproxima, pero con celeridad que me causaba espanto. Pasó cerca de mí, sin mirarme. Y su actitud decidida, arrebatada, alejó de mí la última brizna de esperanza.
Cuando cerré los ojos, sonó el primer disparo.
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Índice
Prólogo
9
El turbión Enterramiento No hace falta que haya luz Urbano Montes intenta confesarse Don Agustín Morirse es a veces absurdo La renuncia Ubalda De alambradas y de culpas
17 29 45 57 73 89 113 127 139
Lo que trae la neblina Se terminó de imprimir en Divegráficas Ltda. Medellín, Colombia, diciembre de 2012. Para su elaboración se utilizó papel propalibros beige de 90 gramos. La fuente empleada fue Charter Bt.
«[…] el campo no es el único mundo inexplorado que se nos revela a los lectores en este libro. Su mayor mérito es el de narrar dramas convincentes, historias de hombres, mujeres y niños que intentan comprender por qué en un momento determinado la vida se vuelve contra ellos y los somete a constantes reevaluaciones acerca del amor, la lealtad o la amistad, sin que puedan obtener una respuesta distinta del silencio de lo absurdo, de lo inexplicable o a veces de la muerte. El ingrediente que unifica estas búsquedas, y que las convierte en literatura, es nada menos que la nostalgia. El material elegido por el autor para la construcción de estos cuentos es el de su propio pasado, historias conocidas muy de cerca o vividas por él y transformadas en ficción con una tenacidad que solo se ha visto alterada en algunas de sus lecturas en voz alta durante las sesiones del Taller, en las que un quiebre de voz ha llegado a delatar más de una vez la compenetración de don Gustavo con sus personajes. Por eso, no es extraño que los protagonistas de estas historias sean, por lo general, niños que se ven afectados por las decisiones para ellos inexplicables de los adultos, o viejos que rememoran episodios críticos de su infancia, ansiosos por comprenderlos».