Revista desde la sala

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Giuseppe Arcimboldo / El bibliotecario. / 1566

Nº 21, noviembre 2013

Literatura Infantil * Caricatura * Arquitectura Fotografía * Música * Historia * Crítica Literaria Arte Religioso * Fundiciones * Narrativa * Bibliofilia Poesía * Patrimonio * Historietas * Imagineros


LITERATURA INFANTIL / Cruz Patricia Díaz Cardona

La formación de niños escritores en la Biblioteca Pública Piloto de Medellín: Desde su creación en el año 1952 la Biblioteca Pública Piloto de Medellín (BPP) ha realizado diversos programas y actividades encaminados a fomentar la lectura y escritura entre sus públicos. Para ello ha recurrido a talleres de escritura, literatura juvenil, poesía y sensibilización literaria, todos ellos a cargo de escritores y poetas como Manuel Mejía Vallejo, Jaime Jaramillo Escobar, Jairo Morales Henao, Elkin Restrepo, Claudia Ivonne Giraldo, Lucía Donadío y Edgar Trejos, entre otros. Todo lo anterior está inscrito en el Plan de Lectura y Escritura: “Medellín, Lectura Viva”, de la Alcaldía de Medellín. Hace nueve años, por iniciativa de las directivas de la Biblioteca y luego de haber realizado con éxito la coordinación regional del Concurso “Leamos la Ciencia para todos”, liderado por el Fondo de Cultura Económica -filial Colombiase pudo constatar la capacidad de nuestros jóvenes para la producción de textos con alta calidad estilística y profundidad de contenido. Conscientes de que el fomento de las habilidades para la escritura debe hacerse desde más temprana edad, se pensó en la posibilidad de realizar un concurso enfocado a niños y niñas que, estimulados por él, pudieran ser los narradores antioqueños del futuro. Se resolvió que el concurso así concebido ayudaría a mantener viva la memoria de Pedrito Botero, hijo prematuramente fallecido del maestro antioqueño Fernando Botero, cuyo nombre honra la Sala Infantil de la Biblioteca.

Por su intención motivadora, desde su primera versión en 2005, el concurso ha estado dirigido a niños de Medellín y Antioquia, entre 7 y 13 años de edad, etapa en la cual aprenden las primeras letras y se aproximan a los poemas y cuentos de la literatura colombiana, latinoamericana y universal. Las bases fueron lo más sencillas posibles para evitar plagios y garantizar la originalidad de los cuentos, los cuales deben reflejar las vivencias y el entorno en que crecen los niños. Para lograrlo el cuento presentado debe ser inédito y no participar en otros concursos. La extensión máxima permitida es de cinco páginas tamaño carta, las cuales pueden ser manuscritas. Además se definieron dos categorías, la primera para niños de 7 a 10 años, y la segunda de 11 a 13 años. Desde su apertura hasta el momento de la premiación, el concurso toma siete meses y para la entrega de los premios, que se lleva a cabo en noviembre, se realiza un acto cultural al que asisten más de 300 niños con sus padres y profesores. El evento es amenizado por una obra musical, títeres o teatro, alusiva a la temática tratada en el concurso. Allí los niños reciben un certificado por su participación y un premio a su esfuerzo y dedicación, así como la publicación del libro con los cuentos de los ganadores y finalistas. El comité organizador del concurso ha definido en cada versión un tema en torno al cual debe centrarse el cuento, el primero fue la amistad. Para seleccionar el tema en las siguientes versiones se ha preferido consultar a los niños que frecuentan la biblioteca, 2


Concurso de Cuento Infantil “Pedrito Botero” por medio de la página Web, sondeos y encuestas, para permitirles participar activamente en esta decisión. De un grupo amplio de temas propuestos por los niños, los organizadores han definido la temática de cada año, en forma consecutiva: el agua, un invento maravilloso, la naturaleza, seres fantásticos y mitológicos, los animales, el barrio, la solidaridad y en el año que transcurre se definió tema libre. La difusión del evento cubre una amplia gama de medios, con el fin de garantizar su difusión en todo el departamento. Se editan afiches y volantes que son distribuidos en las diferentes instituciones educativas y culturales, se aloja información en la página Web y los periódicos de la ciudad, al mismo tiempo que las emisoras y programas de televisión regional y local publican boletines de prensa referentes al concurso. Con el mismo propósito, la Biblioteca motiva la participación del público infantil a través de promotores de lectura y de los encargados de las bibliotecas públicas y escolares ubicadas en distintos barrios y corregimientos de Medellín, mediante talleres y diversas actividades. Se han realizado talleres de cuento con el objetivo de desarrollar en los niños y jóvenes el gusto por la lectura y la escritura de este género, adoptando muchos de ellos una actitud favorable y positiva frente a los hábitos de la lectura y la escritura. Acudiendo a múltiples estrategias pedagógicas y técnicas – como la creación a partir de personajes, temáticas y pequeños sucesos, géneros, narradores, descripciones, diálogos–, se incentiva su imaginación y creatividad,

permitiéndoles descubrir la escritura como una práctica de expresión, comunicación y disfrute. Se realizan ejercicios de escritura con énfasis en el proceso de composición donde la generación y organización de las ideas, así como la redacción, revisión, corrección y el uso de borradores ocupen un lugar destacado en la producción de los textos. De esta manera se desarrollan las competencias literarias de los participantes con relación a la lectura y la creación literaria. Gracias a estos, los propios niños reconocen que sus cuentos les permiten expresar ideas, pensamientos y sentimientos, reconociendo el texto escrito como un mecanismo de diálogo y comunicación. Por otro lado, el comentario de sus propios textos, los de sus compañeros y de autores reconocidos les permite relacionar los textos con el contexto de su producción y reconocer la lectura como una fuente de experiencias vitales.

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Biblioteca ha hecho un tiraje entre 500 y 1000 ejemplares, dependiendo del número de concursantes, los cuales son entregados a los niños, a sus entidades educativas y a las principales bibliotecas públicas y escolares de la ciudad. Igualmente los cuentos ganadores y finalistas son publicados en la pagina Web de la Biblioteca y en el portal de la red de Bibliotecas de Medellín y el Área Metropolitana. Parafraseando los aspectos destacados por los jurados en los cuentos de los niños, se puede decir que ellos son observadores y jueces pacientes que nos enseñan a los adultos la sencillez, claridad y justicia con que debemos enfrentar y resolver las dificultades y conflictos generados por el racismo, la violencia, la pobreza, la contaminación. Son idealistas y tienen fe en el cambio, porque pueden crear inventos para lograr la paz y conocen el poder de las palabras, esas que nos ayudan a anclarnos en la vida y que las aprendemos en el seno de la familia, en especial por los abuelos. El mundo está poblado de mariposas, turpiales, sapos, lagartijas y gusanos, todo tipo de animales domésticos con sus trajes bordados, y se refugian del sol bajo árboles que se inclinan y lloran por sus heridas. Son cuentos que respetan las reglas básicas de la narración y la estructura de este género, y lo más importante, cuentan con sinceridad una historia que tiene relación con sus vidas y su entorno. Desde su primera versión hasta la fecha actual han participado un total de 9.476 niños, procedentes de instituciones educativas públicas y privadas, lo que significa un promedio anual de 1.184 niños. Los indicadores han ido en aumento debido a que el concurso es más conocido por las

Para la selección de los cuentos finalistas y de los ganadores en cada categoría, la Biblioteca nombra un grupo de jurados diferente cada año. Para ello se cursa una invitación a personalidades destacadas en el mundo de la literatura, escritores, coordinadores de talleres de escritores, promotores de lectura y docentes que tengan experiencia en el oficio de enseñar a escribir. Hasta la fecha, se ha contado con un selecto grupo de jurados, entre los cuales se pueden destacar a Claire Lew de Holguín, José Gabriel Baena, Reinaldo Spitaletta, Verano Brisas, Edgar Trejos Velásquez, Didier Álvarez, Luz Marina Guerra, Javier Naranjo, William Ospina Bustamante, Luz Mary Uribe, Claudia Ivonne Giraldo, Emma Ardila, Juan Pablo Hernández, Juan Carlos Restrepo, Rodrigo Mora, Germán Sierra, Ángel Galeano y Jorge Agudelo. Los cuentos seleccionados como ganadores y finalistas se publican en un libro que registra además un capítulo especial de palabras alusivas al concurso por uno de los jurados, el acta y la lista de las instituciones educativas públicas y privadas participantes. La

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Cruz Patricia Díaz Cardona / LITERATURA INFANTIL instituciones, los promotores de lectura hacen un trabajo de articulación importante con las comunidades y establecimientos educativos cercanos a las bibliotecas, y su difusión por los medios masivos de comunicación se incrementa. Merece destacarse que el concurso ha contando con la participación de niños de las diferentes subregiones antioqueñas. La mayoría han sido pequeños cuentistas del Área Metropolitana del Valle de Aburrá (Barbosa, Girardota, Copacabana, Bello, Medellín, Envigado, Sabaneta, Caldas e Itagüí), pero igualmente se encuentran participantes del oriente antioqueño (Guatapé, El Peñol, El Santuario, El Carmen de Viboral, La Unión, El Retiro, Rionegro, Sonsón y Abejorral), del occidente (Santa Fe de Antioquia, Urrao, Frontino e Ituango), del suroeste (Támesis, Titiribí, Betulia, Venecia y Santa Bárbara), del norte, el nordeste y el Magdalena Medio (Entrerríos, Yalí, Remedios, El Bagre, Cisneros y Puerto Triunfo), y por último del Urabá antioqueño: Apartadó y Arboletes. Es necesario reconocer que la biblioteca ha contando con el apoyo de la Fundación de Empresas Publicas, la Red de Bibliotecas de Medellín y el Área Metropolitana y la Fundación Productos Familia, que han aportado premios para los niños ganadores. Y para concluir, se puede afirmar que el Concurso de Cuento Infantil “Pedrito Botero” se ha constituido en un programa que articula una serie de actividades, estrategias y recursos técnicos y humanos para fomentar entre los niños de nuestro departamento el amor por la lectura y la escritura, estimulando a su vez valores y hábitos que los hacen mejores personas y ciudadanos. 5


CARICATURA / Jairo Morales Henao

En los 25 años de la investigación sobre la caricatura en Antioquia En 1987 el Banco de la República le encomendó a la Biblioteca Pública Piloto la coordinación del inventario de caricaturas publicadas por caricaturistas antioqueños en diferentes épocas y medios. La investigación hacía parte de un vasto plan de recuperación del trabajo de los caricaturistas colombianos. Se constituyeron equipos de investigadores en distintas ciudades del país. En Medellín se formó uno compuesto por Luz Posada de Greiff, Juan Escobar y Miguel Escobar Calle (q.e.p.d), quienes recopilaron alrededor de 2.000 caricaturas y fotografiaron el 50% de ellas. El resultado de esta tarea se encuentra desde entonces al servicio de los investigadores, en la Sala Antioquia de la Biblioteca. Se han sumado con posterioridad unas siete mil caricaturas más, para un total aproximado de diez mil. El proyecto comprendía, como uno de sus productos finales, la edición de varios libros, tanto sobre algunos caricaturistas en particular, como acerca de la caricatura de conjunto en algunas ciudades. Se editaron así catálogos, verdaderos libros, sobre Pepe Mexía, Alberto Arango Uribe, Pepe Gómez, entre otros, y sobre la caricatura en Bogotá y Bucaramanga. Circunstancias fortuitas dejaron el libro sobre la caricatura en Medellín en el limbo. Diez años después, Luz Posada de Greiff, motivada por esa fase trunca del trabajo, se dedicó a difundir en las páginas de este boletín dicha investigación, resultado de lo cual fueron los ocho primeros artículos de la serie. A su retiro de la Sala Antioquia, donde doña Luz

laboraba como investigadora y asesora con funciones bibliotecológicas, el editor de este boletín creyó de justicia elemental continuar con ese trabajo. En adelante, sobre la base de aquella investigación realizada en 1987, se ha ocupado en redactar los textos que han ido apareciendo sobre el tema. Incluso los dos o tres textos siguientes al último escrito por doña Luz, el editor decidió publicarlos con el nombre de ella, porque lo consideró de justicia poética. Pero en adelante resolvió hacerlo bajo su propio nombre, no tanto porque el trabajo de redacción le pertenezca, ni porque haya agregado datos debidos a rastreos particulares suyos, lo que es rigurosamente cierto, sino porque en ellos adelanta opiniones personales que desbordan, no que contradicen, los planteamientos iniciales recogidos en la investigación de 1987. Nuestro trabajo con este tema ha apuntado a lo ya dicho: difundir una investigación a la que no se le dio cuerpo de libro, y a la vez, buscarle editor, al ofrecer fragmentos del conjunto que funcionen como estímulo, que creen el interés de publicarlo.

Sebastián Robles Con Robles se repite ese fenómeno tan curioso de caricaturistas que parecen haberse empeñado, en unos casos, en borrarles huellas a sus posibles biógrafos; en otros, en negar su pasado en el género, que fue el caso de Guillermo Jaramillo Vélez, nacido en Valparaíso (Antioquia), dibujante del famoso Almanaque Bayer y Segundo Premio en el VI Salón Anual de Artistas Colombianos, o en abandonar 6


la caricatura para siempre, como si se tratara de una expiación, lo que tipificó Fabio Ruiz Osorno, quien olvidó la caricatura a partir del día que se casó, o tal vez un poco antes, muy probablemente a requerimientos de su futura esposa para que buscara una forma más confiable de ganarse el sustento que haciendo caricaturas, lo que hizo vinculándose a Empresas Varias, donde se jubiló, buena conducta que ratificó luego cuando entró a trabajar en Notaría y Registro. Con sus diferencias, desde luego, en cuanto a escasez de datos biográficos y de registro documental de obra, Sebastián Robles repite el caso de otros caricaturistas, ya incluidos en esta serie unos de ellos, como Antonio José Robledo Ceballos, pendientes de inclusión otros, como Luis Carlos Echeverri (Gallardo). De éste comentó Elkin Obregón: “Era un juglar de la caricatura (…) Su sitio de trabajo eran los cafés y bares de la ciudad. Sus modelos, aquellos que allí pagaban su trabajo de repentista del retrato”. Y anécdotas de este tipo fue todo lo que pudieron recoger sobre él los investigadores: que “despachaba en el café de Los Mora y en La Bastilla”, que “iba de pueblo en pueblo en busca de su clientela”, etc. Con Robledo Ceballos, como lo recogimos en el artículo que le dedicamos en boletín Nº 13, ocurrió algo semejante, pues si bien se encontraron datos precisos sobre su nacimiento, niñez y primera juventud en Amalfi, donde nació, una vez termina su bachillerato y sale del pueblo a enfrentar el mundo, se pierde casi por completo su rastro. Dibujante callejero como Gallardo, caricaturista y siluetista, de Robledo no se posee más datos de su vida adulta que referencias vagas a estadías en México, Brasil y Popayán. Luego, la sombra de ninguna

referencia confiable y documentada. Ya la primera frase de Luz Posada de Greiff en su nota biográfica introduce la duda, la ambigüedad: “¿Es la misma persona Robles y quien firma caricaturas como Robles Aponte?”. A continuación anota doña Luz: “Manuel Mejía Vallejo cree que era chocoano. Arturo Puerta cree que era costeño”. Pero su vinculación a El Correo, El Colombiano y al suplemento Generación, permitió conocer su trabajo y rescatarlo como caricaturista de manera mucho más cabal que lo sucedido con Robledo y Gallardo. La investigación consiguió establecer la cronología de sus colaboraciones. Comienza a publicar caricaturas en El Colombiano en julio de 1935. En 1937 comparte sus colaboraciones con otros dos caricaturistas: Campo Elías Arango y Horacio Longas. En 1937 comienza a hacerlo en el suplemento Generación, de El Colombiano. En titular de primera página del día 24 de junio de 1946, el periódico El Correo anuncia el ingreso de Sebastián Robles como caricaturista de planta en sus páginas. El anuncio no incluye datos personales. Luego, se pierde su rastro. “No es más lo que sabemos de Robles”, concluye doña Luz en su nota biográfica sobre este artista.

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CARICATURA / Jairo Morales Henao ubican en un territorio ambiguo entre el retrato y la caricatura, tienen tanto de lo uno como de lo otro. Pertenecen a este campo su figura del entonces presidente Mariano Ospina Pérez; también las de Saito, Almirante y Jefe del gabinete japonés, y Gerald P. Nye, presidente de un comité senatorial norteamericano. Sin duda son caricaturas pero los rasgos que se exageran se mantienen de este lado de la crueldad. No así, por ejemplo, las de Alfred Emmanuel Smith, norteamericano, autor del libro El ciudadano y su gobierno, al parecer muy popular entonces, o la del emperador de Etiopía, Haile Selassie, que cruzan la frontera hacia la exageración cruel. La calidad de las caricaturas reproducidas demuestra que se justificaría editar un catálogo con una selección de su trabajo.

De su trabajo hay que decir en especial dos cosas. Era un estupendo retratista, y esa cualidad marca sus caricaturas. Al igual que sucedió con otros caricaturistas, como Ruiz Osorno, la seguridad de su trazo sugiere una formación artística académica en algún instituto, muy probablemente en el de Bellas Artes. El otro rasgo diferenciador es un elemento atípico: en él fue ausencia lo que ha sido rasgo dominante de los caricaturistas nacionales: la política nacional. Trabajó para un diario liberal y para uno conservador, vivió una época de aguda y sectaria confrontación liberal – conservadora, situaciones que pudieron inducirlo a esa neutralidad, además de probables predisposiciones personales. Prefirió personajes mundiales de la política, la farándula, el cine, el toreo o el deporte. Algunos de sus rostros y dibujos de cuerpo entero son definidamente caricaturas, otros se 8


Luis Fernando González Escobar / ARQUITECTURA

Del Alarife al Arquitecto: El saber hacer y el pensar la arquitectura en Colombia, 1847-19361. En la ya extensa y calificada producción investigativa y académica sobre la historia de la arquitectura en Colombia, hay un gran vacío acerca de lo sucedido en el período que va de 1847 a 1936. Pese a varios intentos, éstos se concentran fundamentalmente en los edificios pero no en los discursos que circularon, en el modo de surgimiento de la profesión de arquitecto o en cómo fue el proceso de enseñanza-aprendizaje de la misma. La condición prevaleciente es la catalogación taxonómica formal y la referencia lejana o marginal a los aspectos señalados; cuando se hace alguna alusión, con algunas pocas excepciones, se parte de dos principios fundamentales: el primero, el surgimiento como disciplina a partir de la creación de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Colombia, en el año de 1936; el segundo, la llegada de arquitectos extranjeros o nacionales formados en el extranjero para ejercer la arquitectura antes de los inicios académicos en la fecha señalada. Con pocas excepciones, el periodo 1847-1936 es una época donde, según los estudios conocidos, la arquitectura se debatía entre la rutina, el aprendizaje práctico y el empirismo generalizado. El trabajo de investigación Del alarife al arquitecto, se inscribe precisamente en ese período para, desde una perspectiva de historia cultural de la arquitectura, dar cuenta de la manera como en la sociedad se fue diluyendo la vieja heredad colonial de los alarifes y fue surgiendo la profesión del arquitecto y el ejercicio de la arquitectura, en el marco de transformaciones políticas, múltiples reformas educativas y cambios

en las dinámicas económicas, sociales y culturales del país durante los noventa años que abarca el período de estudio. El primer año, 1847, señala la creación de la “primera cátedra de arquitectura en Colombia”2, tanto teórica como práctica, mientras que en el segundo año, 1936, se creó en Bogotá la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Colombia, lo cual marca más que el inicio de los estudios académicos de la arquitectura en el país, su autonomía con respecto a las otras profesiones. Los alarifes3 llegaron con la Conquista Española y fueron los responsables de las primeras y principales obras religiosas y civiles en Cartagena, Santa Fe de Bogotá, Popayán, Tunja o, aún, en la Villa de la Candelaria de Nuestra Señora de Medellín –donde el alarife Agustín Patiño, por ejemplo, fue el responsable del primer trazado hacia 1676– y mantuvieron una preeminencia hasta finales del siglo XVIII; poco a poco la fueron perdiendo, tanto en el ejercicio de la profesión como en la actividad gremial a medida que llegaron los ingenieros militares y luego los de minas y civiles. Sólo desaparecieron del escenario nacional hacia 1900, cuando murieron los últimos alarifes bogotanos, pero, de ser los principales responsables de dibujar, construir y dirigir las obras de arquitectura, pasaron en el transcurso del 1. Trabajo de tesis presentado en 2011, para optar al título de Doctor en Historia en la Facultad de Ciencias Humanas y Económicas de la Universidad Nacional de Colombia sede Medellín, dirigido por el historiador Luis Javier Ortiz Mesa. 2 Fernando Guillén Martínez, “La primera cátedra de arquitectura en Colombia”, Revista Vida, Bogotá, núm. 62, Compañía Colombiana de Seguros, mayojulio 1954, p. 17. 3 La palabra viene del árabe “al-aríf ”, y una de sus acepciones es “juez albañil, juez de edificios, maestro, perito, conocedor”.

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ARQUITECTURA / Luis Fernando González Escobar Entre el discurso escrito y el discurso gráfico”; y, el tercero, “La transmisión del conocimiento arquitectónico: La enseñanza de la arquitectura en Colombia, 1847-1936”. Las exposiciones se habían creado primero en Francia a finales del siglo XVIII para mostrar sus productos, y luego en Inglaterra, donde se les dio el carácter de universales a partir de la “Gran Exposición de Trabajos Industriales de Todas las Naciones”, inaugurada en Londres en mayo de 1851, con la pretensión de dar cuenta de las mercaderías y los avances materiales de la sociedad después de la revolución industrial. Las exposiciones fueron incorporadas en Colombia no sólo como una manera de emular a los países “civilizados” dados los relativos avances tecnológicos y materiales, sino también para recordar los eventos políticos y hacer celebraciones patrióticas, generar un control social sobre la población –los artesanos y los habitantes urbanos en general– e incentivarla moralmente, amén del entretenimiento generalizado:

siglo XIX a ser tenidos en cuenta en un plano secundario y fueron concentrados en la actividad práctica, mientras que los ingenieros que irrumpieron con su visión pragmática a mediados del siglo XIX, para romper con la triada tradicional de la teología, la jurisprudencia y la medicina, fueron asumiendo cada vez más la dirección del quehacer arquitectónico como algo propio de su actividad profesional. Ya fuera como parte de la ingeniería o en abierto enfrentamiento con aquella, la arquitectura como profesión y como actividad académica iría ocupando paulatinamente su lugar desde finales del siglo XIX, hasta lograr su autonomía a partir de 1936, al menos en lo que respecta a su enseñanza. Entre la desaparición del alarife y la emergencia del arquitecto, se puede observar un crucial proceso en torno a la arquitectura en el país, que este trabajo de investigación aborda en tres capítulos: el primero, la “Emergencia y visibilización de la arquitectura en las exposiciones industriales, agrícolas y artísticas de Colombia, 1841-1938”; el segundo, “Educar el buen gusto: la popularización de la arquitectura.

“las exposiciones, de manera individual, o agrupadas por períodos, se prestan para hacer una radiografía del estado del país en los casi cien años trascurridos entre la primera exposición de 1841 y la de 1938, donde se pueden vislumbrar muchas de las prácticas, discursos y representaciones de cada período histórico. Desde los imaginarios políticos, descifrables en los discursos que los promovieron, hasta las prácticas culturales cotidianas (la moda, la música, los rituales urbanos o la recreación), pasando por las realidades materiales y sociales de cada época y, en conjunto, los avances y limitaciones, la permanente dialéctica entre tradición y progreso, el espíritu de emulación pero también el limitado de transformación e innovación, las evidentes intenciones de control social y de expresión ideológica,

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y la cultura del país. Ello puede observarse en las exposiciones agrícolas e industriales, que fueron la mayoría, como también en las exclusivamente artísticas, hasta llegar a la primera exposición independiente de arquitectura, realizada en 1934 por la recién creada Sociedad Colombiana de Arquitectos, acto con el cual se afirmaba la importancia adquirida en este momento histórico de una nueva sociedad que pretendía instaurar la denominada República Liberal. En el segundo capítulo se quiere controvertir aquella idea dominante en la historiografía de la ausencia de un discurso de la arquitectura antes de 1936. La supuesta falta de reflexión y el predominio de un pragmatismo constructivo, es puesto en cuestión al darse cuenta de la importancia que tuvieron la circulación del libro de arquitectura y la difusión de ideas estéticas mediante diversos impresos, desde las hojas volantes, pasando por los folletos, la prensa y las revistas ilustradas y gráficas, éstas últimas desde finales del siglo XIX. Se pudo constatar cómo el analfabetismo de la población no fue un obstáculo para la circulación y apropiación de las ideas arquitectónicas entre los artesanos y personas autodidactas interesadas en el tema, pero a su vez

permiten captar, tal y como lo señala Frederic Martínez, las retóricas e ideales de creación de una representación e identidad visual nacional a partir de lo aspirado por la clase dirigente y los organizadores”.

En tal sentido, la arquitectura hizo parte de las más de 40 exposiciones realizadas en Bogotá, Medellín, Tunja, Pereira, Cali, Palmira, Barranquilla, Montería y otras ciudades y poblaciones, ya como escenografía con los stands, como lugar expositivo de materiales, objetos de construcción o representaciones de proyectos, o en la arquitectura de las sedes de cada evento. Así, la arquitectura se puede mirar comparativamente y dentro de los cambios del país que se reflejaron en las exposiciones. Se puede observar si fue relegada a un plano secundario o fue significativa, como en el caso de la Exposición del Centenario de Bogotá en 1910, donde la arquitectura fue protagonista sin ninguna duda, con los proyectos construidos que mostraban los avances logrados, proponían nuevas materialidades a aplicar en la construcción –el concreto armado– y demostraban la consolidación del arquitecto en la sociedad, con los casos de Mariano Santamaría, Arturo Jaramillo, Carlos Camargo y Escipión Rodríguez. Las diferentes participaciones de la arquitectura en las exposiciones también generaron debates, que salieron de allí a los medios impresos, a partir de lo cual se puede inferir cómo se pensaba la arquitectura, multiplicando sus efectos y consecuencias no sólo en los imaginarios de la sociedad sino en las realizaciones materiales del momento. La investigación da cuenta de la materialidad y estética en cada evento, y de sus relaciones con los sucesos de la política, la economía 11


con el aumento de la escolaridad y la alfabetización, la recepción fue cada vez en aumento, ya que la prensa se convirtió en factor determinante en la difusión y vulgarización de las ideas, en la enseñanza del uso de materiales, procedimientos constructivos y técnicos, siendo un instrumento de instrucción pública utilizado de manera consciente por las elites del país. Los impresos locales fueron reproducidos o directamente leídos en las revistas y periódicos extranjeros, los cuales no llegaban tan retrasados como usualmente se cree; muchos teóricos y divulgadores de la arquitectura europeos o americanos fueron conocidos y discutidos en el medio, y utilizados como referencia o autoridad para controvertir en las polémicas que se presentaron alrededor de proyectos significativos. Esto hizo que personajes como el escritor e ingeniero Rafael Pombo, para señalar un caso paradigmático, fuera un temprano crítico de arquitectura con notable presencia en la prensa bogotana desde fines de la década de 1870 y principios de 1880, especialmente cuando se enfrascó en un gran debate por el proyecto de reforma de la fachada del Capitolio Nacional, presentado por el italiano Pietro Cantini en la exposición de 1881. La investigación avanza hacia el discurso gráfico que se fue configurando. Si bien las limitaciones técnicas impidieron la inclusión de imágenes directamente en las páginas de la prensa a mediados del siglo XIX y, por tanto, limitaron su difusión, esto no fue obstáculo para que de manera temprana, mediante insertos, circularan grabados con proyectos arquitectónicos de gran importancia para el país. De esta manera, los proyectos fueron reconocidos en su

arquitectura y su estética, lo mismo que los individuos que actuaban como arquitectos comenzaron a competir con los “héroes de la patria”, los políticos y los nuevos personajes de la sociedad. Con la inclusión de los proyectos urbanísticos y arquitectónicos en la prensa, su multiplicación en las revistas culturales en la última década del siglo XIX y en las revistas de variedades desde la década de 1910, también fueron dadas a conocer a un público más general las técnicas de representación arquitectónica, pasando de las plantas y alzados que se podían reproducir mediante los grabados en madera en el Papel Periódico Ilustrado de Bogotá en la década de 1880, a los planos en aguada y en escorzos con los fotograbados en la Revista Ilustrada en 1899, y los diferentes sistemas de representación y técnicas que fueron publicados en El Gráfico y Cromos, de Bogotá, o en las revistas Progreso y Sábado de Medellín a principios del siglo XX. Eldiscursovisualmultiplicólasimágenes y los imaginarios en torno a las diversas formas de concebir la arquitectura desde las más convencionales y clásicas hasta las que se consideraban de mayor avanzada en el mundo, pese a que estas no necesariamente se replicaron en nuestro medio; pero el sólo hecho de reproducir las arquitecturas de las grandes capitales del mundo era una manera de sacudir el letargo de nuestro medio e introducir nuevas aspiraciones. Asimismo, en este segundo capítulo, se hace una lectura de lo publicado sobre la arquitectura en distintas ciudades colombianas y del extranjero, sobre la publicidad de las oficinas de arquitectura como una manera de apreciar la irrupción del arquitecto como un profesional liberal que compite en el escenario urbano con el 12


Luis Fernando González Escobar / ARQUITECTURA bufete del abogado y el consultorio del médico, la dialéctica entre el pasado y el futuro como factor determinante de la transformaciones urbanas y acerca de la retórica de los textos al hacer análisis arquitectónico. También la manera en que las discusiones entre el neoclasicismo, teniendo como paradigma el Partenón, y la modernidad, representaba en el “rascacielismo” de Nueva York, se plantean las alternativas arquitectónicas nacionalistas y americanistas. Así, se sigue con interés al debate que se dio en la prensa y en las revistas especializadas sobre la reglamentación del ejercicio de la profesión de ingeniero en Colombia, planteada desde finales del siglo XIX y lograda en 1937, y la búsqueda de la autonomía de la arquitectura con respecto a la profesión y el gremio de los ingenieros. Sin duda son de enorme trascendencia para la definición de la profesión las discusiones que se dieron en torno a la adscripción de la arquitectura entre los oficios, las ciencias y las bellas artes, lo que no sólo definía enfoques teóricos y maneras de concebirla diferenciadas, sino que tenía implicaciones en la determinación normativa de la enseñanza escolar. El tercer, y último capítulo de la investigación, está dedicado a los variados ensayos y propuestas para formalizar e institucionalizar la enseñanza de la arquitectura desde 1847, cuando por primera vez se definió la posibilidad de otorgar el “diploma de arquitecto” en Colombia, mediante un decreto del 14 de septiembre de ese año que organizaba las universidades. Aunque no todos pretendieron otorgar el título de arquitecto, como se concibió después de 1936, mucho antes de 1941 cuando se otorgaron los primeros títulos

en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá, ya en el país se habían realizado estudios y otorgado títulos conexos, ya fueran considerados títulos menores – Ingeniero Arquitecto– o secundarios – Maestro en Arquitectura–. En la búsqueda de formalización académica dentro del sistema educativo colombiano, no todos los esfuerzos tuvieron continuidad o se relacionaron entre sí, pues el proceso tuvo sus vaivenes y cambios, los cuales se pueden ubicar en cinco períodos históricos cruciales: Un primer período va de 1847 a 1849, en él se hicieron los primeros esfuerzos por introducir la enseñanza de la arquitectura de manera teórica y práctica en el gobierno de Tomás Cipriano de Mosquera; un segundo momento entre 1850 y 1867, cuando la libertad de profesiones decretada por el gobierno de José Hilario López, generó un vacío en la enseñanza oficial que fue llenado por instituciones privadas, algunas de las cuales proyectaron el estudio de la arquitectura, como hecho excepcional; el tercer período va de 1868 a 1879, cuando los rudimentos

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ARQUITECTURA / Luis Fernando González Escobar Nacional con la dirección de Tomás Reed, pese a que esta duró apenas dos años en funcionamiento, trascendió el escenario de Bogotá e implicó a alumnos de otras regiones del país. También la enseñanza de la arquitectura como parte de las actividades académicas del Establecimiento de Educación de Paredes e Hijos, en Piedecuesta (Santander), entre 1855 y 1860, implicó la traducción del francés y el uso por los alumnos del famoso Tratado de Arquitectura, de Durand, en tiempos en que se habían abolido los títulos profesionales en Colombia. El importante papel de la Escuela de Artes y Oficios de Medellín, en la década de 1870, con las enseñanzas del ingeniero francés Eugene Lutz, las que sin duda trascendieron hacia la arquitectura de la colonización antioqueña. La enseñanza de la arquitectura en los diversos intentos de academias e institutos de bellas artes desde 1880 y, especialmente, en la Escuela de Bellas Artes de Bogotá a partir de 1886 hasta 1899, en la que se otorgó el título de Maestro Arquitecto, junto al de Maestro Ornamentador o Maestro Escultor, con múltiples efectos en la arquitectura de estilo o historicista que dominó la estética desde las últimas décadas del siglo XIX hasta bien entrado el siglo XX. Aparte de estos fenómenos, pueden señalarse las distintas épocas de la enseñanza de la arquitectura dentro de la carrera de Ingeniería en la Universidad Nacional de Colombia desde su formación en 1867; en el programa académico se vivieron los intensos debates entre la pertenencia de la arquitectura a la profesión de la ingeniería o la autonomía de la primera con respecto a la segunda, de allí que existieran momentos donde los cursos de arquitectura y construcciones civiles impartidos fueran de enorme

de formación arquitectónica fueron incorporados tanto a las escuelas de artes y oficios como a la carrera de Ingeniería en la Universidad Nacional de los Estados Unidos de Colombia, la cual se fundó en 1867 bajo el gobierno de Eustorgio Salgar; un cuarto período, entre 1880 y 1903, se corresponde con el período de la Regeneración, en el cual incluyó la participación de las escuelas de bellas artes en la enseñanza de la arquitectura, disputándola con las escuelas de artes y oficios y con la Escuela de Ingeniería; el quinto período va de 1904 hasta 1936, en el cual la discusión se dio dentro de la Facultad de Matemáticas e Ingeniería de la Universidad Nacional, sin excluir lo ocurrido en la Escuela de Minas de Medellín, relegando a la Escuela de Bellas Artes y las instituciones dedicadas a la enseñanza de los artesanos, a un segundo plano, mientras que de manera paralela, la enseñanza por correspondencia experimentó una importante acogida pero que terminó siendo relegada por la autoridad impuesta desde la academia formal. En este proceso hay acontecimientos destacados como la fundación de la Escuela Práctica de Arquitectura, en 1847, a la par de las obras del Capitolio 14


trascendencia para los ingenieros como los de Ruperto Ferreira entre 1872 y 1873, y entre 1887 y 1890, y el de Lorenzo Murat a partir 1897, que tuvo enormes repercusiones no sólo en Bogotá sino en Medellín, pues Jorge Rodríguez y Enrique Olarte fueron alumnos de este ingeniero español. También los debates llevaron a que se considerara la arquitectura como una especialización que conducía al título de Ingeniero Arquitecto, como el otorgado a Carlos Camargo en 1908, y luego de varios cambios produjera la formación del Departamento de Arquitectura en 1928, aún dependiente de Ingeniería y, por último, la autonomía con la creación de la Facultad de Arquitectura en 1936. Aunque hay un énfasis en la formalización académica dentro del sistema educativo nacional, no se soslaya ni se olvidan otras formas de institucionalización de la enseñanza por fuera de ese marco normativo como fueron la relación maestroaprendiz (Tomás Reed y Francisco Olaya, por ejemplo), los ejercicios profesionales en las oficinas privadas de arquitectura formadas en Bogotá y Medellín desde la última década del siglo XIX y en las oficinas públicas (caso la Oficina de Arquitectura del Departamento de Antioquia, en la década de 1920, con la dirección del belga Agustín Goovaerts) o, el trascendental papel cumplido por la enseñanza por correspondencia en las cuatro primeras décadas del siglo XX. Casos como las Escuelas Internacionales por Correspondencia, con sede en Scranton (Pensilvania, Estados Unidos), sirvieron como medio de aprendizaje a un grupo representativo de arquitectos antioqueños en las primeras décadas del siglo XX, como los casos de Carlos Arturo Longas,

Carlos Obregón y Gonzalo Álvarez; pese a su importancia, este sistema educativo fue uno de los afectados por la legalización de la enseñanza de la ingeniería en Colombia en 1937, en cuya reglamentación se impidió tácitamente reconocer los títulos otorgados en estas escuelas. En síntesis, el trabajo de investigación Del Alarife al Arquitecto, va más allá del análisis de los edificios y la formalización estética, para aproximarse al proceso de reconocimiento social y la emergencia profesional en Colombia, a la circulación y apropiación de los múltiples discursos de la arquitectura, a la manera como la formalización no fue un ejercicio vacuo sino que tenía un soporte teórico tras de sí, y a reconocer unos antecedentes valiosos pero poco valorados que crearon las condiciones de posibilidad para la emergencia de la arquitectura en Colombia. * Luis Fernando González Escobar Doctor en Historia Profesor Asociado, Escuela del Hábitat, Facultad de Arquitectura, Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín. Medellín, 21 de octubre de 2011.

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FOTOGRAFIA / Juan Fernando Mesa Villa

Agradecimiento a Pablo Guerrero Me ha llamado el Club Fotográfico Medellín para asignarme la tarea de expresar su sentir en esta ocasión tan especial como es la publicación de un libro de Pablo Guerrero que contiene 80 imágenes fotográficas logradas por él y referentes a artistas de nuestra cultura (23 de noviembre de 1910). ¿Qué decir ahora? Cuando me he sentado a reflexionar sobre cómo responder a este encargo, no pude dejar de evocar el gran reto que debe enfrentar todo fotógrafo: tiene el espacio disponible en el cual va a estructurar la imagen. Es un formato libre, virgen, expectante, que ha de llenar el fotógrafo. ¿Qué motivaciones inducen su comportamiento? ¿Cuál es su intención? ¿Qué va a fotografiar? ¿Cuáles elementos incluirá y cuáles otros excluirá, en el acto selectivo de hacer una fotografía? ¿Cómo los va a disponer dentro del espacio disponible? ¿Cuáles opciones técnicas utilizará? ¿Cuál es el uso final que pretende darle a la imagen? El quehacer fotográfico es un ejercicio intenso de toma de diferentes decisiones, pero todas ellas convergentes al logro de las finalidades pretendidas por el autor… De similar manera, tengo ahora el reto de hablarles a ustedes. Una vía opcional podría ser la ruta biográfica. Presentar los datos pertinentes de la vida de Pablo Guerrero, que incluirían lo que yo conozco de él y todo aquello más que reuniría mediante la correspondiente investigación. Una alternativa más es la de emitir un juicio crítico del conjunto fotográfico generado por Pablo a lo largo de su vida. Otra vía podría ser la de hablar acerca del libro mismo; presentarlo como tal. Pienso que este no fue el encargo que me ha conferido el Club. Tampoco Pablo me ha confiado esta misión. Más aún, no conozco físicamente la edición, aunque sí varias de las obras incluidas en ella. En fin, muchas son las posibilidades. Pero como en el acto de fotografiar, tengo qué decidir y así he procedido. He interpretado la intención del Club y he optado por una posibilidad que en nuestra sociedad suele escasear, en la medida en que ha predominado el egoísmo en nuestros esquemas mentales y en nuestros comportamientos. La vía es ésta: el agradecimiento. En efecto, es totalmente pertinente agradecerle a Pablo su aporte, enorme por cierto, a nuestra cultura colombiana. Y al Club Fotográfico Medellín le atañe actuar decididamente en este sentido. Siempre he sostenido que la fotografía, independientemente de ser una actividad legítima como afición o como profesión, tiene la misión trascendental de contribuir a la promoción humana integral. Pablo registra toda una vida de quehacer fotográfico. Es profesional de ella, sí. Pero él va más allá de esta dimensión. Es, siempre lo ha sido, un amateur de la fotografía. Vale decir enfáticamente: un amante de la fotografía. La ama con profundidad y decisión, la quiere con sinceridad y fidelidad. La cuida, la dignifica con esmero, la exalta con su conducta, con los resultados, con los usos debidos. No la ha envilecido nunca, no la ha explotado banalmente, no la ha 16


Fotografias: Juan Fernando Mesa

traicionado, no la ha convertido en una bastarda, no le ha sido infiel. Es un fotógrafo estudioso. Indaga, investiga, elabora, tiene teoría y praxis. Es creativo, sin necesidad de refugiarse en extravagancias para lograr notoriedades y prestigios falaces. Experimenta con técnicas diversas para logros excelentes. Es un personaje que merecidamente ya se ha incorporado en la historia viva de la fotografía. Rescato ahora una palabra que muchas veces se la he escuchado y que constituye una verdadera clave en su quehacer artístico: la exquisitez. Se trata de aquello que posee “singular y extraordinaria calidad, primor o gusto”. Busca que su trabajo resulte exquisito. Y en efecto, lo logra. Se hace presente en este proceso un factor decisivo: el amor. Actúa con amor en la creación artística. Dentro de su autonomía y su libertad creativa, elige, selecciona temas referentes y modalidades; excluye otras por supuesto. Allí aparece refulgente su personalidad responsable. Decide entre las opciones pluralistas existentes y asume las consecuencias; tiene criterio. No conozco el libro que hoy entrega. Sé que son fotografías suyas de artistas. El se ha movido mucho entre los artistas. En su casa posee muchas obras de éstos; es un verdadero museo. El libro es una obra que fluye de este ámbito relacional. Ignoro si en él está incluido algún autorretrato suyo. Debería estar. Si está, es muy válido porque él es uno de nuestros artistas. Pero no se trata solo de este libro. Su obra no es meramente su obra; es patrimonio cultural. Es un cultor de nuevas epifanías de la belleza. Se ha impregnado del entorno, lo ha interiorizado, se lo ha apropiado, hace parte de su personalidad. Puede legítimamente afirmar con Ortega y Gasset: “Yo soy yo y 17


FOTOGRAFIA / Juan Fernando Mesa Villa

Elías. Fotografía de Pablo Guerrero

mis circunstancias”. Su obra ha emergido de su personalidad: percibe su mundo y lo hace imagen en sus obras y estas son incorporadas por la cultura y como tal se hacen parte del acerbo cultural, se tornan en patrimonio de la humanidad. No es alienación, es contribución, es comunicación, es compartir, es fecundidad colectiva. Pablo no nació en Antioquia; sin renegar de su ancestro, por domicilio, por interacción con el medio, por convicción y afecto, se hizo antioqueño. Todo esto es fundamento para el agradecimiento. Agradecer es acto de dignidad. La gratitud es un valor que nace del alma de las personas y de las colectividades, cuando éstas obran responsablemente. Esta es la actitud y conducta que asume hoy el Club Fotográfico Medellín: hoy celebramos la vida hecha imagen por obra de Pablo. Y dentro de sus obras no hay solamente fotografías: está incluido el propio Club, porque él fue uno de sus fundadores, porque él ha sido uno de sus forjadores, porque él ha sido uno de sus pilares, porque él ha persistido en sus afectos. Gracias Pablo. La Sociedad, la cultura y el Club, te agradecen con gran entusiasmo, con esmerado entusiasmo, tu quehacer fotográfico, tu vida fotográfica. * Juan Fernando Mesa Villa. Abogado, sociologo, profesor universitario, fotógrafo .

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Mauricio Restrepo Gil / MÚSICA

Cancioneros del viejo Medellín Un cancionero, según definición del diccionario de la lengua española, es una colección de canciones y poesías, por lo común de diversos autores. Medellín y Antioquia no han sido ajenos a la publicación de éstos; por lo general fueron impresos por las casas comerciales para regalar como propaganda o entretener a sus clientes con las letras de las canciones de moda; se imprimían en papel periódico sin ilustraciones o con algunos clisés fotograbados de una pobre publicidad, sin diagramación y sin cuidado de estilo. Para abordar este tópico carecemos de fuentes de información; los cronistas de la historia menuda los mencionan vagamente, entre ellos Heriberto Zapata Cuéncar y Hernán Restrepo Duque; con investigación ocular se hace una reseña de algunos números hallados en bibliotecas especializadas como la Sala Antioquia de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, la sala patrimonial de la universidad EAFIT, concretamente en lo que fue el archivo FAES, y en colecciones privadas, de un período comprendido entre fines de la década del 20 y principios de los años 60 del siglo pasado. Son raros ejemplos de colección, de esos que ha defendido con empeño la bibliotecóloga Luz Posada de Greiff. La historia de los cancioneros está entrelazada íntimamente con el amor de los antioqueños por la música popular latina: pasillos, bambucos, tangos, boleros, fox trot, sanjuanitos, rancheras y guascas. Y Medellín fue artífice de la historia de la canción, pues de estos andurriales salieron discos y artistas a granel; también porque la capital de la

Montaña era el lugar de presentación de los artistas de moda que visitaban el país. En 1940 se inició en Radio Nutibara la grabación de discos para la RCA Víctor; don Hernando Téllez Blanco construyó el primer estudio acondicionado acústicamente para la grabación y se produjeron los acetatos matrices de Ospina y Martínez, Marta e Inés Domínguez, Ospina y Peláez, Colís Londoño, Helena y Lucía, y Luis Álvarez, entre otros. Los empresarios del disco, los señores Félix de Bedout e hijos, agentes de la casa RCA Víctor, los señores David Arango e hijos, de la casa Columbia, y los señores Ramírez Johns, de la casa Odeón, enviaban partituras y sugerían artistas a los estudios de grabación de Estados Unidos y Argentina, con el fin de grabar discos que volvían al país para los pianos traganíqueles del barrio Guayaquil y los otros barrios populares de Medellín, como también para los pueblos Antioquia y el viejo Caldas. Con estos precedentes, nos podemos ir adentrando en los cancioneros que hicieron eco en aquellos lejanos años. El primer ejemplar que localicé data de 1926 y figura con el nombre de Cancionero antioqueño; fue publicado por la imprenta de Pineda Hermanos y lo editó M. Bohórquez González; personaje que fue un literato y bohemio del viejo Guayaquil, y quien escribió algunas letras que fueron convertidas en canciones populares. En ese año de 1926 estaban de moda piezas como “María del Pilar”, “Hastío”, “No me beses” y “La despedida” (Ya no podrás amarme aunque quisieras/ porque lo 19


exige así mi suerte impía), la última con música del famoso cantor popular de Bello, el Manco Arango. El mismo Bohórquez González, en los años 1937, 38 y 39, tenía otra publicación: Cancionero Colombiano; se conoce la edición No. 107 del 21 de enero de 1939, lo que nos dice que fue de muchos tirajes y de reconocimiento del público en general. En ese año eran escuchadas: “La canción de los Andes”, “Paciencia hermano”, “No me abandones”, “Manitas blancas”, “Pesimismo”, “De corazón a corazón”, “Madre mía”. Hubo otros de reconocimiento en la comarca, como el Cancionero argentino, que vio la luz pública en 1937 y era dirigido por Carlos E. Ramírez. Además de música argentina tenía secciones de música de antaño; algunos títulos famosos divulgados en este cancionero fueron: “Desesperación”, “Ojos negros”, “Arrepentida”, “No me digan cobarde”, “Mis desengaños”, “Házme feliz”, “Te creía buena”, “Vida triste”, “Cumandá”, “Huerfanito”. El Teatro Granada editaba el Cancionero Variedades para publicitar sus presentaciones de cine y artistas, y era dirigido por Roberto Gaviria. Otro cancionero afamado fue Lira Colombiana, que dirigió Francisco Álvarez y salió en 1939. Desde comienzos de la década de los 40, hasta bien entrada la de los 60, la cacharrería La Campana, de propiedad de don Ricardo Jiménez Giraldo, ubicada en la avenida Amador, distribuía el simpático Cancionero de las Américas, dirigido por el popular músico peruano, radicado en Medellín desde 1940, Leoncio Gómez Ortega, El cholito, quien además de publicar las letras de las canciones, por primera vez se da a la tarea de difundir sus autores y compositores preferidos y

que estaban de moda, como Carlos Washington Andrade, Eduardo Murillo, Luis Benedicto Valencia, Arturo Ruíz del Castillo y Abel de J. Salazar. Esos cancioneros difundían también las piezas populares de la música de carrilera de los años 40, entre otras: “Volviste al fin”, “Norma mía”, “Vidalita”, “Despierta bien mío”, “Sólo en la tumba”, “Lágrimas lloro”. La misma cacharrería tuvo otra publicación, luego del cancionero del Cholito: Folclor colombiano, dirigida por Iván Patiño V. Pero sin lugar a dudas, el más famoso fue el Parnaso la Campana, que incluía antologías de los principales poetas del país y fuera de él, dirigido por Jorge Jiménez Giraldo, y que circuló también por la misma época por los mismos años 40. El Cancionero de Pelón fue una edición especial que se imprimió en 1945, en donde se recopilaron las canciones del legendario Pelón Santamarta, cantor y compositor, quien, con Adolfo Marín, hizo las primeras grabaciones de música colombiana, en 1908. En esta edición curiosamente el propio Pelón “ofrece enseñar las canciones gratis a los aficionados que tengan aptitudes para el canto”. Debemos registrar ahora uno de los cancioneros emblemáticos de la historia latina, se trata del Cancionero Picot, editado por la compañía Sal de uvas Picot, de México, desde 1930; era distribuido gratuitamente en los países donde se vendía el producto; su lectura era un deleite para niños y adultos. Ilustrado con caricaturas a color firmadas por un joven charro llamado Don Chema; algunas ediciones especiales las dedicaban a diversos países. En alguna ocasión nuestro país fue objeto de esa especie de reconocimiento. 20


Mauricio Restrepo Gil / MÚSICA Parodiando al Cancionero Picot, en Medellín, los propietarios de los laboratorios Uribe Ángel dieron a la luz pública un cancionero con el nombre de Novedades LUA, con trovas alusivas a sus productos; en 1940 era distribuido en Medellín, Barranquilla y Cali. Las empresas extranjeras con subsidiarias en Medellín dieron a la vida cancioneros para publicitar sus discos. La Odeón imprimió Cancionero Odeón: canciones de actualidad. Este cancionero permite constatar que hacia 1944 estaban de moda las siguientes canciones: “Nochebuena”, “La voz del corazón”, “El apache”, “Confieso mi pecado”, “Déjame vivir en paz”, “Dueña de mi corazón”, “Amor ciego”. Por su parte, la Víctor apoyó la publicación del cancionero Trópico, impreso entre 1940 y 1941 en la editorial Bedout; tenía una sección simpática titulada “Cancionero Rosellón”, que incluía el nombre de la pieza, el número del acetato y los compositores e intérpretes; durante estos dos años, mandaban la parada los siguientes números, que encabezan primordialmente pasillos, bambucos, vals y tangos: “Chiquita”, “La canción de la lluvia”, “El huerfanito”, “Envidia”, “Pálida azucena”, “Estaré lejos”, “Media noche”, “Te engañaste mujer”, “El día de la fuga”, “Serenata”, “Paloma del ensueño”, “Amargo amor”, “No me olvides”, “Plegaria”, “Ausente de mi madre”, “El presidiario”, “En la ventana del olvido”, con artistas como Peronet e Izurieta, Valente y Cáceres, Los Riobambeños, Ospina y Peláez, Pedro Vargas, Ospina y Martínez. Otra de las publicaciones que la Víctor hizo populares en aquellos años fueron unos cancioneros que imprimió en Medellín y Barranquilla para el público colombiano: Cancionero Víctor (1928), Gran cancionero Víctor

(1929) y Cancionero Víctor (1930), que ilustraba con caricaturas las piezas de moda y publicitaba sus victrolas ortofónicas. Los artistas de moda más presentes en estos cancioneros eran: Margarita Cueto, Juan Pulido, Carlos Mejía, Rodolfo Hoyos, Magaldi-Noda, Briceño y Añez, Moriche y Utrera, Trío Matamoros, Mariano Meléndez, Eusebio Delfín, Rosita Quiroga, Libertad Lamarque, Miguel de Grandy y la Orquesta Internacional. La canción en Colombia fue un cancionero biográfico que editaron Heriberto Zapata Cuencar y Ricardo Mariscal Restrepo, en 1947; por primera vez se escriben biografías para acompañar las canciones de cada compositor y las listas de sus obras, dedicando cada número a un departamento de la geografía nacional. Y Echen p´al morro, de idéntico formato, dirigido y redactado por Roberto Zuluaga Gutiérrez, y publicado por aquellos mismo años. Otros cancioneros que gozaron de popularidad en el viejo Medellín fueron Joyeles, que mencionaba Hernán Restrepo Duque en sus charlas radiofónicas y del que decía

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MÚSICA / Mauricio Restrepo Gil que “Se vendían a centavo en el barrio Guayaquil, en compañía de los parnasos que publicaban poemas de reconocidos autores locales y foráneos”; estuvo dirigido por el señor Alberto González M. Poesías y Canciones, impreso en 1937, donde el poeta yarumaleño León Yepes Uribe publicó la letra de su célebre pasillo El hijo ausente, con el nombre original de Ausencia de mi madre. Cancionero Victoria, dirigido por Raúl Castrillón A. entre 1946 y 1948, obsequiado a los clientes de la Editorial A.B.C.; Revista musical, que se conoció en 1961 bajo la dirección de Jorge Toro y Humberto Agudelo. Fiesta, con letras de piezas bailables. Serenata, que editó la librería Bolívar como un mosaico de canciones y comentarios artísticos, dirigido por Gilberto A. Gutiérrez; su primer número, curiosamente el cero, vio la luz pública en noviembre de 1957 y tuvo simpáticas secciones: éxitos del momento, cartas, del folklore de la patria, de España, trozos de ópera, melodías argentinas, aires calientes, de México y canciones de ayer. Este recuento apretado de unas compilaciones que hoy hacen parte de nuestro pasado musical, eco y motor a la vez de la producción musical popular local, nacional y de las Américas, quiere, a la vez que rendirles un homenaje a esos sencillos pero eficaces peones de nuestro pasado musical, llamar la atención sobre su condición de campo casi inédito para la investigación musical. * Mauricio Restrepo Gil: Contador público de la Universidad de Medellín. Ha publicado tres libros de historia yarumaleña: El yarumo y la lira, Semblanza de la ciudad retablo y Pinacoteca del cabildo de Yarumal, y el libro Hernán Restrepo Duque, una biografía. Durante tres años colaboró con el diario El Mundo con artículos sobre la música popular colombiana

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Álvaro Idárraga Alzate / HISTORIA

La estrategia militar de Córdova en Guatapé Desde hace aproximadamente cuarenta años, diferentes grupos de Guatapé han efectuado estudios, reconocimientos y visitas de campo a esos acomodamientos de piedra construidos a manera de plazoleta y trincheras a la vera del camino en cerro Páramo. En 1970, después de más de 140 años del fallido intento del general Córdova por detener las fuerzas gobiernistas enviadas a someterlo, el profesor Arnoldo Zora fue quizá el primero en llevar a la sierra un grupo de estudiantes en busca de las trincheras. La visita fue relativamente infructuosa, como sucedió con distintos grupos en posteriores intentos, porque no era fácil hallar en medio de la espesura vestigios de las obras en referencia. Se sabe que, hace más de 170 años, este tramo del camino había sido abandonado y sustituido por la travesía de Media Cuesta. Desde entonces, el paso original se cubrió de espesa vegetación. Este fenómeno providencial permitió que las trincheras permanecieran casi intactas. Hacia 1989 y después de repetidas visitas al lugar con representantes del comité ético-cultural municipal, y más tarde con integrantes del Museo Histórico, asesorados por arqueólogos e historiadores, se logró establecer el lugar exacto de las trincheras, lo cual permitió elaborar una interpretación de la estrategia militar de Córdova. El lugar se encuentra en un terreno de propiedad privada. Las investigaciones se han basado en relatos de la tradición oral, en textos referentes al camino y en el cotejo de datos de la vida militar del prócer sobre el escenario mismo de las trincheras, así como en la historia

del camino de Juntas, del cual existen importantes documentos, como el libro del ingeniero militar sueco Carl August Gosselman, quien pasó por el lugar en 1826 y dejó una detallada descripción, tres años antes de que Córdova ordenara la construcción de las obras y la ocupación por un contingente al mando de su hermano, el coronel Salvador Córdova. Se sabe que entre 1780 y 1880 este camino fue la vía más importante que unía a Medellín con el interior del país y el exterior. El viajero que venía de la Costa Atlántica o de Bogotá había de emprender un camino sinuoso y empinado de cuatro días desde Puerto Nare hasta La Ceja de Guatapé. A medida que se aleja del Magdalena, el camino se ramifica en distintas 23


direcciones: al sur se derivan ramales hacia San Luis, San Carlos, Granada; al norte se desprenden ramificaciones con rumbo a Caracolí, Santo Domingo, San Roque. Pero el camino principal se dirigía a Guatapé, Peñol, Marinilla y Rionegro, con paso obligado por cerro Páramo, también conocido como la cuchilla del Páramo. Por encontrarse a mitad de camino entre Puerto Nare y Medellín, y por ser la mayor altura, este accidente geográfico se usaba desde antes de la Colonia para el avistamiento y reconocimiento pleno de ambos valles. Algunos documentos afirman que Córdova pudo ver acercarse al enemigo desde este punto estratégico cuando aún le faltaban dos días para llegar al encuentro. Sabido es que Córdova fue traicionado por Miguel Ramírez, uno de sus subalternos, por lo cual no tuvo lugar el encuentro en la cuchilla del Páramo de Guatapé, como estaba previsto. Ramírez no solo desobedeció la orden de su general de destruir el puente de Calderas, sino que se unió con varios voluntarios al ejército de O’Leary, lo condujo por el camino alterno de San Carlos y Vahos, delató la posición de Córdova, la construcción de las trincheras, el número de soldados del Ejército de la Libertad y el carácter de bisoños de la mayoría de ellos, ayudó a transportar la impedimenta de la columna gobiernista y llevó a cuestas en silleta al propio O’Leary y su cuerpo de oficiales. A 2.100 metros de altura sobre el nivel del mar debería haberse producido el enfrentamiento entre la columna enviada por el general Rafael Urdaneta, compuesta de 900 soldados, contra la exigua guarnición de Córdova, que contaba menos de

400 hombres. La división de O’Leary, aunque en número mayor, avanzaba en condiciones de desventaja debido al esfuerzo para coronar el ascenso de un breñal casi perpendicular, el desconocimiento de aquel territorio selvático, la fatiga de varios días de marchas forzadas y la escasez de provisiones. Los reclutas de Córdova esperarían apostados, y aunque no estaban muy bien entrenados, eran conocedores del terreno y tenían a su favor la ventaja de la sorpresa y la indefensión del enemigo. El tramo del camino custodiado por los hombres de las trincheras forma una especie de “S” invertida y alargada, en dirección oriente-occidente, en la parte más alta del cerro Páramo. La columna de Bogotá venía del oriente, en agobiante ascenso por la cuesta de Reventones, tal como lo proclama su nombre. Al coronar el escarpado sendero surge un breve trecho llano, sombrío y fangoso por la humedad permanente, hundido entre barrancos cubiertos de musgos. La temperatura desciende de manera perceptible y obliga a los pulmones a tomar aire. La primera reacción es de resfrío por el contraste con el acaloramiento producido a lo largo de la escalada. Se ha pasado entonces en un santiamén de una temperatura ambiente de 22º C a 15º C, lo cual produce un notorio desbalance en la temperatura corporal e implica una desventaja adicional para las fuerzas contrarias. En el costado norte, o margen derecho del camino para quien viniere en dirección oriente-occidente, se hallaba acantonada la compañía cordovista, al acecho y pronta a entrar en acción. A medida que la marcha describe la acanalada “S” del camino, quienes 24


Álvaro Idárraga Alzate / HISTORIA estuvieren agazapados tenían a su favor todo el tiempo, la visibilidad sobre el oscuro tramo y la disposición del terreno para atacar al adversario sin ser diezmados o repelidos en manera alguna, tal como lo había proyectado el general Córdova. Atacar al enemigo con una emboscada a vanguardia y otra a retaguardia equivalía a sumirlo en la confusión, de manera que en la segunda fase de la operación bélica estuviera en desventaja. Había que esperar que el grueso del ejército enemigo ocupara buena parte del camino acanalado que surca la cumbre. Como solo tenía una entrada y una salida, los contrarios se encontrarían, cuando menos se lo esperaban, atrapados en una especie de ratonera. La confusión resultante sería una ventaja innegable para los soldados del Ejército de la Libertad. Se atacaría de manera simultánea desde el extremo de la “S” en la entrada oriental, así como en las ondulaciones laterales del norte y el sur, particularmente en la del norte, donde se hallaba apostado el grueso del contingente. Dadas las condiciones del terreno, al lado norte se había construido con piedras una plazoleta de armas, sitio de aprovisionamiento y reserva militar. Todavía subsisten algunos vestigios cubiertos por la feraz vegetación de la selva húmeda. Los hombres del coronel Salvador Córdova construyeron la plazoleta y las barricadas, durante al menos ocho días de trabajo arduo, con piedras que recogieron de las quebradas la Ceja y el Roble y de los caminos cercanos. A ambos lados del camino la obra contaba con entradas y salidas de emergencia: eran los dos vértices del ataque con imperceptibles trochas de escape por

entre la espesura para proteger mejor la retaguardia. Se trata del camino de los gurres, planeado para facilitar la evacuación inmediata, y por el cual se podía marchar hacia el pueblo de Vahos (hoy Granada) y la hacienda del Santuario. Opuesto a éste, hacia el norte, había un caminito que, como extensión de la plazoleta, seguía hacia el camino de Media Cuesta para escapar por él o darse vuelta y contraatacar a los perseguidores de la tropa enemiga. Por esta travesía también se podía emprender la retirada hacia el pueblo de Santo Domingo. No era posible, pues, que el ejército enemigo evitara pasar por cerro Páramo ni que tomara ventaja en la refriega, y mucho menos salir ileso de aquel peligroso tramo. Los soldados de Córdova pensaron bajar victoriosos al casco urbano de Ceja de Guatapé, distante una hora de las trincheras, avanzar hacia El Peñol y continuar su campaña en el valle de San Nicolás de Rionegro, hasta entregar un parte positivo de guerra en el congreso constituyente de enero de 1830, ambición que jamás se cumplió: el destino había dispuesto otra cosa. En 1994, durante un recorrido, un grupo de jóvenes de Guatapé halló en cercanías de las trincheras una bayoneta enmohecida, abandonada por el ejército de Córdova. La pieza reposa actualmente en el Museo Histórico de la localidad. * Álvaro Idárraga Alzate. Licenciado en Idiomas por la UPB. Especialización en Gestión Curricular por la U. de Medellín. Informática y Telemática en la Fundación Universitaria del Área Andina. Fundador y artífice del Comité Ético Cultural de Guatapé 1990, periódico El Zócalo en 1993, Museo Histórico en 1994, TEGUA, Grupo de Teatro Guatapé. Dirigió el proceso de recuperación de la memoria cultural municipal en 1993-1994.

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CRÍTICA DE POESÍA / Darío Ruiz Gómez

DÍAS: Transparencia de la imagen invoca. Cierro los ojos y percibo el lugar eterno, morada de las brisas, hogar de los aromas a través de los cuales certifico lo transitorio que me habita y la voluntad, entonces, de no permitir que se fugue, que se desvanezca este hábitat de una experiencia que me había sido concedida, sin saberlo. Encadenada secuencia de escenas-imágenes que pasan a ser mi único pasado posible. Carlos Vásquez se aleja así de la narrativa de un Eliot, del costumbrismo de un Frost y, por supuesto, de la lírica telúrica, para recuperar la lección de Mallarmé de construir desde imágenes emancipadas de esas servidumbres, una metáfora que potenciando lo decisivo de la impresión, construye una lógica poética alejada de ideologías poéticas desacreditadas. Y sobre todo de cualquier rezago de sentimentalismo. Lo que llamamos reflexión guarda el peligro de secar lo vívido de la impresión, la certificación de las atmósferas, corre el riesgo de restarle efecto a la palabra en tránsito hacia la imagen: “has visto esas mismas aguas, las has presentido/ en instantes que ni siquiera la memoria consiente”. El final del poema hace más explícita esta impresión: “si oyeras que alguien dijese qué mano o recia cadena/ pende sobre ti a la hora en que este tiempo/ amenaza con irse” Es la diafanidad de la imagen rechazando cualquier adjetivación al uso sobre el significado de este estar cuando acude la sospecha de que lo fugaz se ha instalado

En su último libro de poemas, Días, Carlos Vásquez sitúa su visión en lo que por inercia mental seguimos llamando naturaleza cuando ya, como recuerda Baudelaire, ésta no existe como un estado de alma a la manera de los románticos, sino como un artificio. A la precisión de Jauss se agrega la de Auden cuando señala que un poeta urbano puede cantar a una flor sin dejar de ser urbano. Wordsworth, Burns o Blake, recurren a las imágenes del campo como oposición a la inhumanidad extrema que supone la irrupción de una industria depredadora. Montale o Neruda reinterpretan esa noción fundando los escenarios de montañas y mares cuando incorporan el brillo del mar o la niebla como trasfondo de una meditación sobre una forma de imagen primordial que ha sido puesta en peligro; no, pues, solamente como constancia existencial de un sentimiento de pérdida. No está la desolación o el abismo sino el júbilo, la música del torrente, de las piedras que pule la corriente, el hálito de la brisa besando el tronco de los árboles. La virtud de lo lírico se da como oposición a la vulgaridad de un progreso material sin moral. Lo que quiero decir es que esta esencialidad se da como aspiración de una transparencia que impida la degradación de la palabra que nombra: lo que aquí está presente, aquello que mis sentidos perciben es aquello que ha cobrado vida porque una voz lo 26


en la noción de existir. ¿Absortos o fluyendo con lo fugaz? Lo que pone de presente la incapacidad de las hermenéuticas en juego para acercarse a estas atmósferas, para concederles “una aproximación”. La imagen no nace de conceptos sino de analogías, o sea, no de palabras sino de asociación y contraste de imágenes. Método que utilizaron Li Po y Matsuo Basho para despojar la imagen poética de todo lastre ideológico, de toda doctrina: lo que se ve es lo que se ve desde los ojos que sueñan, que han roto con la opresión de las temporalidades, con las opacidades que lo desvirtúan. Carlos sabe que la ascesis consiste en una silenciosa tarea de despojamientos personales, en la negación de un yo propietario, de una subjetividad deformadora. Lo que propone Heidegger invocando a Hölderlin no es legitimar –admitámoslo de una vez– este proceso de abandono de los lenguajes contaminados por la ideología sino la argucia de someter lo poético a la fatalidad de la muerte, a las teorías del nihilismo, a un pensar que niega el derecho a la serenidad, a la plenitud. Y estos poemas proponen precisamente la armonía que nace de lo auroral, un deseo de superar las fisuras que derrotaron la vida para devolverle al asombro su alcance redentor. Murmullos, planos y contraplanos de la luz entre las frondas, voz del silencio, lugares que el viento recompone para decirnos con Nietzsche que estos no son sólo bosques y montañas sino mi historia no dicha. Quisiera aludir a la noción de caducidad a que parecen conducir de modo inevitable la evidencia de la fugacidad del día, las impresiones que se agolpan

de repente en la sangre acongojada, pero esta noción, que Franco Rella ha analizado con tanta propiedad en Rilke, aquí, en estos poemas, no es algo determinante tal vez porque la mirada ha sido previamente desnudada de sospechosas melancolías, de acomodaticios cuadros de costumbres, de desgastadas agonías: el que piensa ve y camina, deja que el mundo sea de nuevo una sucesión de imágenes. “Quien camina, dice el dicho ruso, es libre”. Es el nomos de la tierra quien habla recatándonos de las precariedades de la Historia, de las pérfidas tiranías de las pasiones tristes. “lentas aguas traen a tu oído alguna música tal/ vez de otros predios”, el poema enuncia, invita a seguir en el camino que se hace machadianamente, caminando. * Días. Carlos Vásquez, colección Los Conjurados, Común presencia 2011

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ARTE RELIGIOSO / Gustavo Vives Mejía

El Arte Colonial y los Grabados -Parte IIEn la medida en que avanza la investigación en el Proyecto para el Estudio de las Fuentes Grabadas del Arte Colonial Español (PESSCA, www.colonialart.org) de la Universidad de California, es más evidente la influencia que ejercieron los grabados europeos en la producción de los artistas americanos entre los siglos XVI y XIX. He orientado la participación en ese trabajo haciendo énfasis en las diferentes colecciones antioqueñas que tienen arte colonial de diversa procedencia, sin excluir otras colecciones colombianas y extranjeras con obras de la misma época. Hasta ahora he establecido la correspondencia de 360 pinturas y esculturas con los modelos europeos. Se encuentran casos interesantes y raros como la Alegoría de la Inmaculada Concepción, de la Capilla de N. Sra de Chiquinquirá de La Ceja. Es una pintura llena de simbología, muestra a la Virgen como la nueva Eva, pisando una serpiente que forma un círculo en el que aparece la escena de la Expulsión del Paraíso Terrenal. A los lados de la figura central están San Joaquín y Santa Ana, y en la parte superior la Santísima Trinidad. Fue tomada de un grabado del alemán Georg Conrad Bodenehr. Vale anotar que el pintor santafereño Gregorio Vásquez realizó varias versiones sobre el mismo asunto. El tema de La Visitación no es común en Antioquia. En una colección particular de Medellín se conserva una obra de colores luminosos, de escuela quiteña, que muestra el encuentro entre la Virgen y Santa Isabel. Está inspirada en un grabado del francés Henry Simon Thomassin sobre un dibujo del pintor barroco Jean Jouvenet. El anónimo autor del lienzo tomó los personajes y descartó la escenografía monumental que aparece en la estampa. El Museo de Arte Religioso de Rionegro exhibe El Descendimiento, también quiteño, basado en un grabado francés de Benoit Audran II sobre una obra de Charles Lebrun, cuya composición sigue la diagonal barroca. En el óleo del museo se reproduce fielmente la escena y el pintor logró con cierta habilidad, interpretar el juego de luces y sombras que predomina en el modelo. Hace un tiempo, en un número de esta publicación, traté sobre la historia de la Virgen de la Cueva Santa, devoción que tuvo acogida en Antioquia durante el siglo XIX. Los distintos grabados que circularon de esta advocación datan de finales del siglo XVIII o principios del s. XIX. El texto de la cartela que llevan se refiere a la imagen que se venera en Querétaro, México. Pudo suceder que su culto llegó a tierras mexicanas y de allí se extendió a otras regiones de América. El cuadro que se presenta aquí es quiteño y pertenece a una colección de Medellín. Fue tomado de un grabado del español Vicente Capilla sobre un dibujo de B. Suñer. Virgen de la Cueva Santa, finales del siglo XVIII Grabado de Vicente Capilla (1767-1817) según diseño de B. Suñer.

Anònimo Virgen de la Cueva Santa Òleo/tela Siglo XVIII-XIX Colecciòn particular, Medellìn

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Alegoría de la Inmaculada Concepción, siglo XVII-XVIII Grabado de Georg Conrad Bodenehr (1673-1710) Abadìa de Gottweig, Austria

Anónimo Alegoría de la Inmaculada Concepción, Óleo/ tela, Siglo XVIII Capilla de Nuestra Señora de Chiquinquirá, La Ceja

La Visitación, siglo XVIII Grabado de Henry Simon Thomassin (1688-1741) según diseño de Jean Jouvenet (1649-1717) Museo Británico

Anónimo La Visitación Escuela quiteña Óleo/tela Siglo XVIII Colección particular, Medellín

El Descendimiento, siglo XVIII Grabado de Benoit Audran II (1700-1772) Según diseño de Charles Le Brun (1619-1690)

Anónimo, Escuela quiteña, El Descendimiento, Óleo/tela Siglo XVIII Museo de Arte Religioso, Rionegro

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METALURGIA / Juan de Dios Lopez Cano

Pedro María Velilla Tamayo o de las Fundiciones en Medellín

En la región antioqueña se ha trabajado el hierro desde épocas lejanas de su historia, no como industria sino como esfuerzos artesanales dispersos y para responder a necesidades inmediatas. Alberto Mayor Mora (1) comenta que desde 1791, ya Pedro Fermín de Vargas habló sobre esta producción en la región y la pericia de los antioqueños para su fundición. El sabio Francisco José de Caldas creó una fundición para hacer armas durante la Independencia, teniendo en cuenta las diferencias entre artesanos y técnicos. De esa manera demostró el interés por esta actividad y la necesidad de preparar técnicamente el personal: Si para ciertos oficios coloniales, como la albañilería, la transición a tareas industriales fue gradual y sin exigencias técnicas especiales, para los oficios propiamente modernos como fundición, manejo de hornos o maquinas industriales se requirió el entrenamiento por parte de técnicos extranjeros.1 Otros investigadores señalan en sus obras casos similares cuando se ocupan de diferentes ferrerías nacionales, como La Pradera o Pacho, en Cundinamarca, o la Ferrería de Amagá, en Antioquia, donde el factor predominante era un técnico extranjero dirigiendo artesanos locales, e incluso a algunos profesionales colombianos. Tales extranjeros solían hacer gala de reservas en sus conocimientos, convirtiéndolos en “secretos profesionales”, actitud fútil porque a la larga el personal nativo se

apropiaría inevitablemente de tales conocimientos en el crisol de la práctica, y los renovarían incluso en su aplicación al medio. “En la Ferrería de la Pradera la pericia siderúrgica se logró por parte de los colombianos, como en casi todos los casos, mediante la observación y el aprendizaje prácticos al lado de los técnicos ingleses y norteamericanos.”2 Esta rama de la industria, visible a través de las ferrerías, es abordada por este mismo autor al referirse a un texto de 1992 (“Significación de las ferrerías del siglo XIX para la industrialización colombiana”), cuando expone que el trabajo permitió examinar a fondo el desafío y las alternativas que plantearon a los oficios tradicionales la irrupción de los oficios modernos siderúrgicos y el contacto con la ingeniería nacional e internacional en torno a la aclimatación del hierro en suelo colombiano. Es decir, el encuentro inicial con la Revolución Industrial.3 Desde este contexto queremos abordar a un personaje como Pedro María Velilla, un caso representativo de esta rama de la industria y sobre quien existen pocas referencias en la bibliografía local. Aunque aún no están claros los comienzos de Pedro María Velilla en las fundiciones, si es verificable su papel en el fortalecimiento de esta industria. Según Gabriel Arango Mejía4, quien primero trajo el apellido Velilla a suelo 2 Ibid. P 120. 3 Ibid. P 11-12. 4 Gabriel Mejía Arango. Genealogías de Antioquia y Caldas. Medellín. Imprenta Departamental. Segunda edición. 1942. Tomo 2, p 510-514. Complementada con http://gw2.geneanet.org/ivanrepo?lang=fr;p=pe dro+maria;n=velilla+tamayo

1 Ibid. P 115.

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antioqueño fue don Francisco Javier Velilla Sáenz, nacido en la ciudad de Soria (España) en el año de 1754. Llegó a Santiago de Arma de Rionegro a principios de 1786 para ayudarle a su tío, don Blas Sáenz de Tejada, a administrar sus bienes. Siete años después (1793) contrajo matrimonio con doña Narcisa Jaramillo Ruiz; tuvieron siete hijos. Nos interesa don Marceliano Velilla Jaramillo y su descendencia. Don Marceliano (1806) se casó con doña Rosa Eugenia Tamayo Palacio (1815), y tuvieron nueve hijos, el tercero de ellos se llamó Pedro María Velilla Tamayo. Don Pedro María Velilla Tamayo (1864-1914) se casó con doña Petronila Mejía Vallejo (1865).5 Gabriel Arango Mejía en la pequeña referencia que hace de don Pedro María Velilla dice “hábil mecánico e industrial.” Y esto es cierto, pues desde finales del siglo XIX lo encontramos en las lides industriales del hierro. Esta industria tenía su presencia en la región antioqueña y la ciudad de Medellín desde las últimas décadas del siglo XIX. Además de la Ferrería de Amagá figuraron otras pequeñas ferrerías y fundiciones. En 1875 se habló en Medellín sobre una Sociedad de la Ferrería pronta a constituirse,6 igualmente la fundición establecida por Juan E Estrada, el taller de fundición de Hijos de Reginaldo Wolff o la fundición del señor Jesús María Estrada, todas ubicadas en Caldas.7 Estas y algunas otras nacieron para suplir necesidades creadas por coyunturas económicas

principalmente, como lo manifestó James Parsons: “Las solicitudes de utensilios para la agricultura, que siguieron a la implantación comercial de los cultivos de café, trajeron como consecuencia el establecimiento de pequeñas fundiciones para fabricar maquinaria para tratar el café, la caña de azúcar y la cabuya, y también equipos mineros livianos, en Amagá, La Estrella, Caldas y Robledo, barrio de Medellín.”8

Según se desprende del archivo de la empresa Simesa y de la prensa de la época existentes en la Sala Antioquia de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, y de algunas escrituras del Archivo Histórico de Antioquia, desde finales del siglo XIX, al sur de la ciudad, en La Estrella, en el paraje El Ancón, funcionó el taller de fundición Estrella, obra de don Pedro María Velilla; fundición que fue administrada por varias sociedades comerciales relacionadas con el ramo metalmecánico. En 1896 figuró la sociedad Velilla, Mejía & Cía, de propiedad de Pedro María Velilla y el señor Ramón Mejía V. (probablemente su cuñado), cuya finalidad fue trabajar “en toda clase de obras de mecánica y de fundición.”9 Esta sociedad perduró dos años hasta el 13 de julio de 1898 cuando fue disuelta y liquidada.10 Por medio de esta liquidación Pedro María Velilla quedó como dueño de los bienes existentes de la sociedad (predios, edificios, herramientas, etc.) por haber pagado a satisfacción a Ramón Mejía lo que le correspondía. 8 James Parsons. La colonización antioqueña en el occidente de Colombia. Carlos Valencia Editores. Bogotá. 1979. Tercera edición. P 218. 9 Archivo Histórico de Antioquia (en adelante A.H.A.) Fondo notarial. Notaria 2. Tomo 001641, escritura N° 200 y Tomo 001644, escritura N° 911. 10 A.H.A. Fondo notarial. Notaria 2. Tomo 001676, escritura N° 1556.

5

http://gw2.geneanet.org/ivanrepo?lang=fr;p=pedro +maria;n=velilla+tamayo 6 El Correo de Antioquia. Año I, N° 1, lunes 15 de febrero de 1875, p 4. 7 El Comercio. Medellín, agosto 1902, 1903, varios números. Propaganda. La fundición de de Jesús M Estrada data de 1865.

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Los días siguientes a la mencionada liquidación el señor Velilla vendió acciones de propiedad sobre los dichos bienes a los señores, y sus familiares, Sebastián Mejía V y Samuel Velilla. El 16 de julio de ese año de 1898, en la notaria 2a los tres constituyeron la sociedad colectiva y de comercio Velilla & Sobrinos, sociedad que se ocupó

Esta escritura estipuló que “Las operaciones o negociaciones sobre que debe versar el (giro) de la sociedad serán todas aquellas que puedan relacionarse con la administración y explotación de un establecimiento de fundición y otras industrias. Establecimiento que han fundado en la fracción de Robledo de este municipio.”15

Se desprende que el taller que funcionaba en el paraje El Ancón, de La Estrella, fue trasladado a la fracción de Robledo al occidente de la ciudad de Medellín; pues para la época de la escritura, octubre de 1903, llevaban escasos nueve meses allí, según se aprecia en la prensa de la época: “En este mes ocuparemos los grandes talleres que hemos establecido en la Fracción Robledo, de este distrito, donde podremos satisfacer cualquier clase de pedidos.”16 En un artículo aparecido en La Tipografía, en agosto de 1909, se recalcó la necesidad de apoyar el comercio y la industria nacional, se esbozó la naciente industrialización de la región mencionando algunas empresas y pronosticando lo que vendría algunos años más adelante. En un aparte del artículo se puede apreciar lo que sigue respecto de la sociedad:

“[…] preferentemente en la fundición y manufactura de metales, tales como el hierro y el cobre, construcción de máquinas, útiles e instrumentos para la industria agrícola, la minería y las artes mecánicas, construcción de relojes para torres, utensilios domésticos y demás objetos y enseres que pueda producirse en la empresa de manufacturas y que sean de fácil espendio (sic).”11

Estas actividades se realizaron en el referido taller de La Estrella. La sociedad fue disuelta a los cuatro años de labores según se había estipulado en la misma escritura y por la venta que hicieron el señor Samuel Velilla y la viuda y heredera del señor Sebastián Mejía V., Ester Velilla12, de sus acciones y derechos de propiedad a las firmas comerciales Diego Escobar y Cía y J Escobar y Cía, según se desprende de la escritura de compraventa número 951 del 14 de marzo de 1901, expedida en la notaría 2a de Medellín.13 Estas dos sociedades comerciales junto a Pedro María Velilla trabajaron en compañía como Velilla & Escobar, sociedad que no tuvo personería jurídica hasta el 18 de octubre de 1903 cuando en esta fecha se levantó en la notaria 3a de Medellín la escritura número 2114 que estableció legalmente la sociedad.14

“No solamente están bien establecidas Fábricas de este género [textil], sino que tenemos también otras de distinta naturaleza. Una magnifica fundición de hierro, en Robledo, de propiedad de los señores Velilla y Escobar, en la cual, su inteligente Director D. Pedro Velilla, fabrica máquinas de las más complicadas, y aun ha construido ya varios relojes públicos que funcionan como los mejores fabricados en Europa.”17

11 A.H.A. Fondo notarial. Notaria 2. Tomo 001676, escritura N° 1592 12 El señor Sebastián Mejía V murió el 1 de diciembre de 1900. 13 A.H.A. Fondo notarial. Notaria 2. Tomo 001699, escritura N° 951. 14 Biblioteca Pública Piloto. Sala Antioquia. (En adelante BPP. SA.) Archivo SIMESA, BPP-D-SMS-0003, escritura N° 2114 del 18 de octubre de 1903.

15 Ibid. 16 El Comercio. Medellín, 29 de enero de 1903, N° 42, p 4. Varios números. 17 La Tipografía. Medellín, 7 de agosto de 1909, N° 26, p 2.

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Fundici贸n Estrella

Pedro M Velilla y Francisco Antonio Cano.

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METALURGIA / Juan de Dios Lopez Cano

no continuó trabajando en la sociedad. Paradójicamente en febrero de ese año también murió su sobrino y ex socio Samuel Velilla. A mediados de ese año de 1914 se fundó la sociedad Escobar, Londoño & Cía,20 quienes se encargaron del taller de fundición Estrella. Esta sociedad posteriormente cambiaría el nombre del taller por el de Talleres Robledo, pero esto ya es otra historia. En una próxima entrega se abordará el trabajo y la producción de Pedro María Velilla en el taller de fundición Estrella, administrado por cada una de las sociedades mencionadas.

Esta sociedad funcionó hasta febrero de 1914 cuando fue disuelta mediante la escritura número 306.18 Según se dice en algún texto, por muerte del señor Pedro María Velilla19, pero esto es falso ya que en la escritura de disolución y liquidación de dicha firma estaba presente el señor Velilla testificando la normalidad en la liquidación y repartición de dividendos. La escritura es de febrero y Velilla muere a finales de ese año. Quien sí había muerto para ese momento fue su señora esposa doña Petronila Mejía, probablemente una de las razones por las que Velilla 18 BPP. S.A. Archivo SIMESA, BPP-D-SMS-0008, escritura N° 306 del 17 de febrero de 1914. 19 Así se dice en “Medellín viejo”, Agapito Betancur. La Ciudad 1675 – 1925 Medellín en el 5° centenario de su fundación Pasado presente y futuro. Tipografía Bedout, 1925. p 86-87. Además dice que esta sociedad funcionaba desde 1896 y como vimos tampoco es así. Desde 1896 funcionó el taller de Fundición Estrella, administrado por diferentes sociedades como hemos visto.

20 BPP. SA. Archivo de SIMESA, BPP-D-SMS-0009, escritura N° 675 del 3 de junio de 1914. * Juan de Dios López Cano. Historiador, Universidad de Antioquia.

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Jairo Morales Henao / CRITICA LITERARIA

Vigente cincuenta años después de un rebaño extraviado en sus propias tierras, agobiado por las prolongadas sequías”, p. 63), imponer una unidad argumental que caminara hacia un final común, hubiera equivalido a cambiar de estrategia narrativa, pues a lo que le apuntó el autor fue precisamente a lo contrario: dar cuenta de unas vidas social y existencialmente rotas por una marginalidad que los destruye de pobreza, ignorancia y ausencia de toda posible redención social y humana. Y el autor no ha querido concederles siquiera la gracia de una redención vicaria: una aventura común, una historia de acción y suspenso, una intriga a la manera tradicional de la novela típica destinada a entretener con los ingredientes que se han ido afinando desde la literatura folletinesca. Hay diálogos que enfatizan esa inmovilidad social y mental hasta el desespero:

Junto a las novelas Los negociantes, de Manuel Mejía Vallejo, publicada mucho después como Las muertes ajenas, y Viaje sin pasajero, de Alfonso Bonilla Naar, Al final de la calle, de Óscar Hernández Monsalve, obtuvo “galardón adicional” en el V Concurso Nacional de Novela del Premio Literario Esso del año 1965, concurso que fue ganado por la novela La picúa cebá, hoy olvidada, y cuya autora fue Lucy Barco de Valderrama. A casi cincuenta años de su publicación, Al final de la calle no ha envejecido. Este ensayo breve trata de rastrear las razones de su vigencia, por qué, leída ahora, impone la sensación de su absoluta contemporaneidad, su sello de escritura reciente, de relato aparecido en cualquier momento, digamos, de las dos últimas décadas. Para empezar, hay que decir que el fragmento es su horizonte narrativo. Algo que el culto a la actualidad que nos atosiga y la ligereza que este deflagre acarrea en el tratamiento de tanto asunto, quiere atribuir de manera exclusiva a los tiempos más recientes, como uno de los rasgos distintivos de nuestra modernidad narrativa. Más exactamente, de un capítulo de ella, desde luego. Siempre funcionará la inclinación a creer que se descubre el agua tibia. La perspectiva del fragmento es asumida ya desde sus primeras páginas: “Pero estas son historias sin desenlace, cuentos de cada día en la vida del barrio” (p. 20). El “sin desenlace” quiere decir sin que todas ellas desemboquen en un final único inventado. Desde su perspectiva, que se hace explícita aquí y allá (“Hasta ese punto crecían los diálogos. Una lenta procesión de arrepentidos, de cansados, se movía en el barrio en busca del sustento. Daba la sensación

Voces ocasionales se cruzaban en las aceras, en las puertas, cuando el hombrecito y la mujer se encontraban: –Chiquito. –Ester. –¿Qué hay de nuevo? –musitaba ella, y el hombre, sobre la marcha: –¿De nuevo? Pues… no, nunca hay nada nuevo, todo como que es viejo. Es lo que yo he pensado siempre.

De raíz, entonces, esta novela demanda un lector que renuncie a esperar de ella esa unidad argumental externa, ese esqueleto tranquilizador. Esa renuncia, ese abrirse a lo que la novela entrega, es condición para penetrar en su unidad profunda: unas vidas rotas, fracasadas, destruidas por la pobreza, la ignorancia, la ausencia de futuro, de 35


CRITICA LITERARIA / Jairo Morales Henao Porque si bien el tiempo histórico de la novela es el de comienzos de los años 50 del siglo XX en Medellín – así la ciudad no se nombre en ningún momento, la identificación corre por cuenta de referencias indudables como ocurre, entre otros episodios, cuando un personaje menciona “El cementerio de los ricos”, designación tradicional en la ciudad para mencionar coloquialmente el Cementerio de San Pedro–, la situación política nacional no es la marca de la narración. El almanaque que adorna la prendería de la esquina ciudadana donde todo ocurre y en cierto sentido también lugar desde donde se narra, señala a 1952 como el presente del relato, datación que se carga de sentido histórico preciso cuando, brochazo aquí, pincelada allá, se cuenta el origen del barrio, origen hermano por entonces del de muchos barrios en muchas ciudades del país, como resultado de la migración campesina causada por lo que se bautizó como Época de la Violencia en Colombia. A pesar de esto, lo reiteramos, no es éste el tema de la novela, ni siquiera nombra, así sea de paso, la violencia partidista padecida en el país apenas quince años antes de la escritura de Al final de la calle. Lo que si no sólo no se calla sino que se enfatiza, es que en el principio hubo una migración proveniente del campo, al llamado de la industria: “Se les conoció en el campo, entre cebollas y flores, cosechando, y luego se gestó el viaje a la ciudad. Alguna vez oyeron muy cerca las sirenas, sintieron el humo picante de las usinas y se vinieron monte abajo” (p. 46). Luego, las etapas del éxodo:

humanidad, vividas al filo del tedio y el sobrevivir diario: “El día es como todos, con la presencia de aquellas gentes que no esperan nada”: Hombres sin presente, como tituló de manera radical y acertada el escritor bogotano José Osorio Lizarazo una novela suya sobre los empleados públicos. El fragmento, el drama individual, ese mosaico de destinos –trágicos todos, incluso aquellos que acarrean humor negro y escenas esperpénticas a sus orillas– que se rozan en la misma esquina, en la sastrería, en la peluquería, en la tienda, en la borrachera perenne, en la casa donde se vela a alguien, en la acera, en medio de charlas tan deshilvanadas y hasta desquiciadas como sus vidas, existencias que alcanzan a resonar en el otro, a conmoverlo incluso, pero no a determinarlo esencialmente porque cada uno se basta a sí mismo en su debacle, y marcha en derechura a su aniquilación miserable o desaparición anodina, reventado de alcohol, tedio, inanidad, abandono, pobreza, locura o perdición. El fragmento, repetimos, es el camino adecuado para contar este desgarrado panorama humano de tragedia y fatalidad irredenta escogido por Óscar Hernández Monsalve, sin edulcolorarlo con un barniz como el descrito. Se renuncia a ese artificio por uno en el que el dolor, la inhumanidad, la desolación y la inutilidad de esas vidas truncas, sacudan la sensibilidad del lector. El autor parece haberse ubicado en un lugar desde el que no nos deja alternativa, como si dijera desde un comienzo a quien abra el libro: no te voy a entretener, te voy a poner frente a ese horror, sin ahorrarte nada, sin permitirte un pestañeo para que no puedas desentenderte de toda la amargura que pena a pocos pasos de donde discurre tu existencia, en esta, en aquella otra esquina por donde cruzas inadvertidamente.

La primera escala conocida estuvo cerca de pinares ajenos. Era un viaje bíblico, con sus profetas hambrientos y sus mujeres agobiadas de hambres y de hijos. No podían llegar hasta la urbe llena de estrépito porque aún estaban en

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Óscar Hernández Monsalve. Fotografía BPP.

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un dato fósil del tango, es nuestro contemporáneo en todas las ciudades del país, a cuyos extramuros continúa llegando por una violencia que, como lo sabe hasta el colombiano mas despabilado, cambia de máscara de una época a la siguiente, pero que sigue siendo esencialmente la misma. Despojado de su ropaje circunstancial y típico, se erige desnudo el marginado universal. Allí donde “la tierra seca comienza a digerir el pavimento y las veredas se resuelven en yerbajos”, es decir, en las “orillas” de la ciudad, en esa esquina prisma de un mundo creado por Óscar Hernández, aparecen, se encuentran y desencuentran, aman, odian, sufren y mueren los personajes de esta novela, en cuya constitución radica otra de las razones que le han conferido su sorprendente vigencia medio siglo después. En detalle: lo variopinta de la humanidad convocada (léase seleccionada y construida), un muestrario magnífico de excéntricos, piantados, bandidos, dipsómanos, simples, don juanes de barrio, puticas, cínicos, solidarios, egoístas, “iniciados en la carrera de la esquina”, una cofradía de ángeles y demonios, es decir, contradictorios, complejos, impredecibles, es decir, contemporáneos, irriga el relato con una atractiva verosimilitud que instala al lector en esa esquina donde no pasa nada y pasa todo, en ese circo del desamparo, en esa tropa de perdidos. La individualidad de cada uno es tan sobresaliente que hacen pensar en modelos reales. Individualidad obtenida con la destreza que les asigna rasgos físicos, obsesiones, pasados, muletillas verbales, opiniones, carácter, familia o soledad, crueldades y generosidades, asperezas y dulzuras, en resumen, humanidad particular, personalidad diferenciada. Primero fue el coro:

trance de perder el musgo que les pesaba en el corazón (…) Una epopeya, como todas las llegadas del hombre a tierras desconocidas (…) A la tarde, a la mañana, miraban el brillo lejano de la ciudad, veían encender las luces que golpeaban las pupilas de los que se dedicaban a esperar la llegada al misterioso cuerpo iluminado en lo profundo del valle.

(Estupendo resumen de un proceso social desde una imagen que hace posible el escritor esencial que hay en Óscar Hernández: el poeta). Pero la forma en que se trabaja esta imagen la despoja de todo amarre histórico con nombre propio que permita adscribirla a un trozo específico de la nación o el Departamento de Antioquia. La novela sale ganando con esta decisión de estrategia narrativa: al marginarla, en términos inmediatos, periodísticos, de una circunstancia política de la historia nacional, al despojarla de connotaciones partidarias, más sin desgajarla del drama histórico y social profundo del desplazamiento, se le otorga un vínculo universal con los desterrados del mundo y de todas las épocas, y con los orilleros que han pisado las goteras de las ciudades de todas las latitudes y suelen sucumbir en su combate con el cemento: “Se iniciaba el despertar de los jóvenes. La tierra fue olvidada y ahora librarían el combate contra el asfalto”. Ese tiempo histórico de la novela, no abstracto, no desarraigado de la historia, no irreal, no una entelequia, y tampoco estrechamente banderizo, parcializado, enredado en el pantano de una coyuntura política que la hubiera convertido en un relato de denuncia más, una del arrume de las novelas políticamente valientes pero literariamente lamentables que se habían publicado en el país durante la década anterior (1950 – 1960), es otro de los aciertos que la salvaron del inmediatismo y afianzan hasta ahora su perennidad literaria y su vigencia temática: el “orillero” urbano no es

Cada cual busca más brillo, aspira a mayor alegría en su cueva y se forma así la

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Jairo Morales Henao / CRITICA LITERARIA policromía de la miseria. De tal modo nacen aquellos barrios brillantes, barnizados de una apariencia feliz. Toda aquella explosión de colores sabe que es la vestimenta de una gangrena que sonríe (…) A veces, cuando los de la esquina ven llegar y partir los días, se escuchan leves detenimientos de las carrozas mortuorias con suavidad siniestra (…) El escaso rebaño displicente escuchó la frase y movió los hombros en una especie de coro, un gesto general. Chuparon de sus cigarrillos y con el rabo del ojo se asomaron (…) Arrugaron las cejas aquellos hombres y la voz no pasó de ser un poco de espuma. El forastero, sin saber cómo había llegado hasta ese lugar y sin entender mucho por qué estaba entre tales hombres, anotó con devoción (…) Una lenta procesión de arrepentidos, de cansados, se movía en el barrio en busca del sustento. Daba la sensación de un rebaño extraviado en sus propias tierras, agobiado por las prolongadas sequías (…)

de aquel barrio, en especial los de ese prisma de su humanidad que son los que viven la esquina, sus protagonistas. Porque a diferencia de quienes optan por el hurto, el atraco o la distribución de vicio, y de los que se resignan a la chatura de sus destinos de tendero, peluquero, prestamista, sastre, albañil, mecánico, vago o prostituta (“Apareció la Dos Muletas, una mujer con una vieja sífilis arrastrada centímetro a centímetro en dos muletas de aluminio”), Tortuga le da espalda a la realidad de una manera radical. Desde el comienzo “está pintado de cuerpo entero” en cada una de sus apariciones. Con todo y su candor, es tajante a la hora de establecer distancias con quienes lo invitan a una incursión nocturna a la ciudad con el fin de robar: “¿Vamos a la ciudad esta noche, Tortuga? No, no me interesan las aventuras, me interesa El Señor”. Encuentra en una imagen de almanaque que muestra a Dios guiando un coche tirado por un tronco de caballos que avanzan sobre el firmamento, una señal terrena que lo afirma en lo único para lo

En la esquina todos van adquiriendo un perfil inconfundible.

Enfatizada esa urdimbre coral que es la savia de cada individuo, se adelantan pausadamente hacia el proscenio los que serán protagonistas de aquellas historias con marca de suburbio que nunca dejará de ser lo que es: una ribera que la ciudad dejó de lado o que bajó tarde de la sierra y la supo inexpugnable, con solo una puerta de entrada para ellos: la delincuencia. Raparle a las malas lo que les negó de otro modo. Camino violento que fue el de los jóvenes, de algunos, porque otros torcieron por curvas no menos inciertas y riesgosas, igualmente delatoras del muro que no les daba salida, como el escape místico de Tortuga, ese ser simple, tal vez en exceso, pero que es un acierto estratégico porque su extrema candidez acusa en mayor medida que los demás la dimensión de la marginalidad a que están condenados los habitantes 39


muy diversa. Beben el mismo licor del vacío, el hastío y el desespero de sus vidas inocuas, pero quienes se sientan a copas en la tienda, la sastrería, la prendería o la peluquería, vienen de vidas que exhiben llagas distintas y cruzan matices diversos del cinismo y la amargura. Y esa confrontación hace mucho por su verdad novelística. En el contraste, cada uno afina su perfil más nítido. Así, en el capítulo III, uno de los mejor logrados porque en mi criterio sus episodios abarcan y concentran una percepción de totalidad del barrio mayor que en otros capítulos y una intensidad más densa de las problemáticas sociales y humanas que lo desgarran, Chiquito, el peluquero, a la vez que perfila su individualidad con un protagonismo mayor que el que se le concede en otros capítulos, lo hace en la proximidad de uno de los infiernos del barrio: los misteriosos tres ancianos que lo controlan a través de sus delincuentes sin tener que moverse en absoluto del café (“… uno de los tres ‘ancianos’ de la esquina”), con quienes bebe, fuma marihuana y parlotea en un capítulo en el que también tiene sus esgrimas verbales con el prestamista, el dueño del café, alguna mujer con la que se amó un día, el sastre, esgrimas implacables que hieren y desnudan las miserias de Chiquito, tajos crueles en la carne de su alma y que él acepta sin chistar porque no hay refugio bajo el sol donde pueda suavizar las aristas del retrato despiadado que le hacen entre todos. Las palabras de los otros han sido un espejo que él no ha eludido. El resto lo hace el escalpelo de las palabras del narrador:

que vive: esperar el momento en que El Emmanuel lo llame a su lado. No asume ningún destino, ningún oficio, vive de la caridad de los de la esquina. Y el llamado de El Emmanuel le llega en la forma de una puñalada que le dan en la ciudad cuando no tiene monedas suficientes para las hambres de un atracador, según se supo en la esquina y se divulgó desde ese corazón prematuramente cansado del barrio, que era nuevo. Pero Tortuga y Tipinoti, otro simple, también tal vez en demasía, con mucho de caricatura como aquél, y para quien el mundo se reduce a las canciones que improvisa y a su guitarra, y a las guitarras que en el mundo son y han sido, son la excepción a la medianía, al rasero del fracaso, la resignación y la chatura existencial que acoge al cuerpo central de personajes del relato, algunos instalados desde siempre en ese grado cero de la sobrevivencia y la mediocridad que es la esquina donde vegetan adormilados y borrachos, mientras otros, como Adarve –el único en realidad–, conocieron una remota pero cierta edad dorada en otras latitudes, como le cuenta Anita, su mujer, a Tipinoti: “… pero Adarve fue un hombre muy buen mozo… ¿no ve el retrato en la pared cuando estaba en la costa con el taller grande? (…) Sí, era un hombre muy bien puesto, muy bien puesto, digamos que era hermoso… en la costa. ¿Ves como le quedaba el sombrero redondo? Ahora está viejo y feo, pero fue tal como lo ves en el retrato”. Pero se hizo habitante de la esquina y ella teje “Hombres iguales. En la esquina todos van adquiriendo un perfil inconfundible (…) La esquina es una de las enfermedades ciudadanas…”. Pero esa uniformidad que impone la esquina, tonalidad de alma como la monocromática que hermana los seres y las cosas de nuestra Costa Pacífica pintadas por Wiedemann, no anula, como ya señalamos y hemos reseñado, las diferencias que los hacen una gama

En el café de la esquina comenzó a fabricar el amasijo de su soledad. Primero las farras medidas, luego las borracheras (…) y llegó el momento en que se pegó su mente y se negó a seguir pensando, como si los piñones de su ser íntimo se hubiesen atascado en un chirrido final para dejar un hombre hueco, vaciado en la acera, verificando el

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Jairo Morales Henao / CRITICA LITERARIA filo de sus navajas (…) Y no pensaba en ella porque la muerte, para Chiquito, iba a ser igual a la vida (…) Chiquito volvió a ser la espera de su muerte.

El procedimiento para ir tallando cada personaje es el mismo, difieren los detalles que imponen las señas particulares de sus respectivos pasados, oficios, vida familiar, miedos (el de Adarve ante el paso constante de ataúdes rumbo al cementerio cercano, “el de los ricos”) vicios, obsesiones, debilidades, asombros. Pero compleja al fin, contradictoria, la humanidad que puebla las páginas de Al final de la calle, también sabe del otro lado de las cosas, del reverso de su mundo negro. La generosidad, la solidaridad en el dolor de la muerte, cierta voluntad de escuchar a los demás que se sobrepone por momentos al ansia de provocar y zaherir, la necesidad de contar y escuchar historias, así olfateen en ellas el invento y la mentira, porque responden a una necesidad superior: hacer del relato la mejor trinchera contra “el fastidio, el odio y el tedio”, como escribiera Beremundo el lelo, más eficaz que el alcohol, que la marihuana. Una tarde en la esquina, sin ningún chisme de barrio que consumir, Olivo, el don Juan, el hombre para quien las cosas más importantes del mundo son el quiebre del pantalón, el brillo de sus zapatos, estar bien afeitado y disponer de una muchacha fácil, decide llenar ese vacío colectivo con una historia que inventa mientras la cuenta y a la que añade el carácter de cosa efectivamente sucedida: “–No he visto hombre más valiente que Antonio. Aquella noche estábamos en el camión en plena carretera. De repente nos detuvieron muchos hombres…”. Sin que ningún gesto los delate, todos se lanzan hambrientos sobre aquel escape que Tipinoti interrumpe en varios momentos con preguntas ridículas como querer enterarse de si

aquellos atracadores tenían guitarras, enfureciendo el auditorio expectante, especialmente al sastre, que llega a lanzarle un manotazo ineficaz mientras le grita: “–¿Vas a dejar contar la historia? Siempre estás con estupideces…”. Otros gestos del mismo linaje de humanidad interrumpen aquí y allá la hegemonía agobiante del escepticismo y la chatura. Durante cuatro años una muchacha no deja de arrimar todos los días en la mañana a la vitrina de la prendería de Daniel, el prestamista, a extasiarse con las joyas, relojes, anillos y medallones que sus dueños originales terminaron por perder. Esa asiduidad, muda en un principio, da lugar a cierto trato: “A veces la joven no decía una palabra y en ocasiones saludaba brevemente. A veces, también, el prestamista tenía el hígado sin estropear y saludaba con cierta cortesía, contra su costumbre de regañar a cada nada”. Esa visita diaria cumple sus acumulaciones en el prestamista. Cuatro años después 41


por qué de la decisión de Rosita, roce de alguno con Olivo por ese motivo, las frases de cajón sobre la muerte, los reclamos de los bebedores por licor, las sombras que se arriman al umbral de la puerta a preguntar por la identidad del difunto, las despedidas cuando comienzan a retirarse hacia sus casas, el niño que le reclama a su madre la presencia de Rosita porque le regalaba dulces de tanto en tanto y la respuesta de la madre que estruja el pecho: “Ahora viene… fue a la tienda que era de don Amadeo y le va a traer dulces. Si se duerme le cuento el cuento de Pinocho. Duérmase, porque si no se duerme donde don Amadeo no le venden los dulces a Rosita”. Y aquí y allá esos brochazos de atmósfera que hacen de este velorio el de factura más total, descarnada y conmovedora que conozco en la literatura colombiana:

ya no lo soporta y decide regalarle los aretes, que él se ha dado cuenta son la joya en la que más detiene sus ojos la muchacha. La escena es típica, ella se resiste con una vergüenza que es sincera, el prestamista insiste, y finalmente la muchacha acepta cuando se da cuenta de que la decisión de Daniel es un hecho que no va a ser reconsiderado. El cierre de la escena es magistral. Cuando ya la muchacha se ha ido, el prestamista “…dijo para sí, arreglando un libro de cuentas: –Es un buen negocio… hay cosas que lo pueden matar a uno, como esa muchacha mirando cuatro años la vitrina”. Por segunda vez en la vida, ha conocido una fisura la caparazón de su dureza en el trato con quienes recurren a su negocio, y ha cedido su rapacidad. Ya antes había invitado a almorzar a Tortuga en más de una ocasión, invitaciones que nunca fueron desoídas por aquel hombre que no mantenía una moneda en el bolsillo porque no hacía otra cosa que esperar el momento en que Emmanuel lo llamara a su lado. Uno de los topes más altos de esta contracorriente de la bondad, de ese reverso del anverso dominante de la negrura, se alcanza en el capítulo VII, en el que asistimos al velorio de Rosita, otra inocente como Tortuga y Tipinoti, y novia de Olivo, que resolvió quitarse la vida. Todo el barrio asiste, y todos los gatos que recorren frenéticos el tejado y exacerban a los vecinos con sus carreras y chillidos, mientras el narrador alterna fragmentos de la vida de la muerta, el rosario habitual de orfandad, pobreza, muerte y prostitución, con el presente del velorio, en el que los asistentes turnan el no menos habitual muestrario de charla banal y circunstancial estrictamente referida a sus pequeños miserias y obsesiones, ajena por completo a lo que los ha convocado, con padrenuestros interrumpidos por ofrecimientos y demandas de café, bisbiseos de viejas, chismorreo sobre el

Una voz anónima, desde un ángulo del cajón, dio el informe al hombre que miraba parado en las puntas de los pies para ver el rostro apretado por un pañuelo blanco. Los ojos de los presentes, por turnos, se pegaban al cajón de la niña, recorrían el cadáver de arriba abajo y alternaban el examen con sorbos de café y largas fumadas. Las ancianas saboreaban cierto sabor de importancia…

Los rasgos reseñados en la construcción de los personajes se tallaron con base en un lenguaje narrativo en el que domina la representación, es decir, en que si bien a tramos la voz narradora dice a los personajes, cuenta lo que hacen, hicieron, sienten y piensan, predominan los episodios en que los personajes toman la voz y actúan ante el lector. El narrador les abre espacios generosos para que ocupen el primer plano. Desde luego, es en ese protagonismo donde obtienen su mejor definición, acentúan sus perfiles inconfundibles. Aunque poeta por constitución de su ser y por oficio previo, el autor supo calzarse las botas 42


Jairo Morales Henao / CRITICA LITERARIA de un contador de historias, de escritor de relatos verosímiles y subyugantes, de convincente realidad literaria. Y la corriente o sustrato último donde hallamos la razón de ser de la sorprendente vigencia de esta novela es la poesía, como lenguaje y como visión del mundo, elementos que, aunque obviamente ligados, conviene separar en el comentario. Hay una explicación biográfica. En cuanto a libros publicados, Óscar Hernández es ante todo un poeta. Su obra poética la componen nueve títulos, por dos novelas (¡separadas por cuarenta y cuatro años!): Al final de la calle y Cristina se baja del columpio, y un libro de prosas: El día domingo. Desde luego, tras este dato bibliográfico, no despreciable, lo que cuenta es la condición de poeta del autor, que lo es por constitución de su espíritu, definido por una actitud de alerta ante las grandes y pequeñas cosas del mundo que no dejan de resonar en él, de incitarlo a trascenderlas desde la imagen, a redimirlas de la indiferencia otorgándoles un estatuto de perennidad, el brillo que merecen como cifras de lo mejor que hay en el hombre. Poeta de todas las horas, no podría dejar de serlo cuando se desdobla en narrador, cuando el canto le abre espacio al cuento. La prosa así está a salvo de arrastrarse a ras del suelo, del olvidar el ángel de la poesía. “La poesía, o su visaje, como salvación de la prosa”, como anota Jorge García Usta en su libro Como aprendió a escribir García Márquez, a propósito de un artículo de Clemente Manuel Zabala sobre el cuentista Arnoldo Palacios. Sí, el ángel de la poesía tiene su lugar en la sordidez de Al final de la calle porque también allí hay hombres, degradados por sus miserias, cercados por un anillo de penuria material y espiritual, pero hombres al fin, con su hálito último de dignidad no borrado

por completo bajo las capas espesas del sufrimiento, la marginalidad, la soledad y el cinismo. Poesía que para Anita, la mujer de Adarve, el sastre, es el amor que le conserva a su marido, a pesar de la piltrafa alcohólica que es en el presente del relato: “Era vulgar adentro y afuera, y en cambio ella parecía inventora de la dulzura, dueña de una delicadeza a la que jamás se vio el más ligero pliegue oscuro. Cuando Anita empezaba a contar la historia de ellos, se iluminaban sus ojos y los de Adarve miraban el suelo”. Para el mismo Adarve hay otra mirada: Después, al amanecer, un ardor de fuego en la garganta (…) Ronca como un endemoniado y la botella de alcohol espera, paciente, en la mesita de luz. No es la hora. Por el momento, el agua llega a las vísceras para sosegarlas (…) El sueño se torna líquido, feliz, y la cara llega hasta una sonrisa. De repente aparece aquella secreta brizna de belleza que se conserva aun en la cercanía de la muerte y se posa como una mosca en alguna parte del rostro.

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CRITICA LITERARIA / Jairo Morales Henao Nuestro comentario sobre Al final de la calle ha rastreado los componentes y la alquimia particular que le han otorgado a esta novela de Óscar Hernández ese rasgo de contemporaneidad que aún hoy, a casi medio siglo de su primera edición, permite asimilarla y disfrutarla como una obra escrita en los días que corren. Muy pocas novelas consiguen esto: las que se escriben con el talento y el oficio necesarios, y también con la independencia requerida respecto de las tiranías de las modas literarias de actualidad, por esencia transitorias, ante las que claudican los buscadores del éxito fácil. Óscar Hernández le apuntó a un resultado más perenne: la elevó por encima de inmediatismos políticos coyunturales, sin despojarla por eso de un rico limo histórico nuestro, y le apuntó a un resultado estéticamente bien logrado, que respirara por encima de la época, en un horizonte donde dominaran las constantes de la condición humana, de manera que pudiera comunicarse con colombianos del futuro y con hombres de otras latitudes. Y lo ha conseguido. He querido “quebrar una lanza” por esta novela porque ha ido quedando de lado en los recuentos ocasionales sobre la novela en Colombia. Y más que colgarle el aviso de cajón, pero cierto, “olvido injusto”, hay que decir que esa vaga marginación es una torpeza porque sin ella, como ocurre con otras novelas y libros de cuentos, nuestra geografía narrativa quedaría incompleta, mutilado nuestro conocimiento de nosotros mismos para los lectores y escritores de hoy y del futuro. Y esos baches son graves para una tradición literaria. Son vacíos que empobrecen. Lástima que las editoriales mantengan su rostro hundido en el presente más inmediato de los premios y en los temas de actualidad sensacionalista que garanticen éxito comercial

También poesía en la imagen devastadora, que consigue en pocas líneas un efecto inmediato, superior en impacto a un recuento de hechos que apuntara a lo mismo: “El sol colado por las latas y metido a la fuerza, como la hoja de una navaja, daba a esos semblantes un aspecto desértico, de viaje para siempre por lugares llenos de arenas y viento”. Poesía en la elipsis que resume una vida: “Por su cabeza pasaron olas de años, olas de mujeres, y sus últimos cabellos desparecieron en los antiguos prostíbulos defendidos del mal por una hoja de penca…”. En la narración de una muerte: “En un alba roja, en una explosión de hierro en el vientre, Tortuga cayó hacia el carro de fuego y murió para siempre, como todo el mundo, igual a los gusanos, a los petreles, las aves marinas que se desploman de las nubes hasta los acantilados”. En el símil sorprendente que renueva el mundo: “La tarde crecía como un grupo de caballos grises”; en la metáfora atrevida: “Una risa larga subía por los árboles”. En la imagen que parece crear por primera vez la inanidad con una ironía demoledora: “El anciano volvió a consultar la hora. Con las arrugas más pronunciadas, más terrosas que siempre a esa hora de la madrugada, se preparó para una sentencia desoladora: –Las cuatro”. En los ojos de una muchacha pobre heridos de codicia inocente ante la vitrina de una prendería: “Los ojos de la muchacha se fueron a otros lugares. Vio los aretes brillantes, los anillos de grandes piedras rojas y de suaves aguamarinas que descansaban allí como jóvenes dormidas”. La poesía como “salvación de la prosa”. La poesía como rayo que ilumina el relato con el brillo de lo que renueva el mundo, que redime seres y cosas de la mudez en que las anula y uniforma la rutina. Y la poesía también como la mejor luz para percibir la hondura exacta de las lacras y los abismos de la existencia. 44


Sebastián Mejía Ramírez / BIBLIOFILIA

Aproximación a una historia visual de las librerías antioqueñas en sus etiquetas de distribución / 1879-1959. El uso de etiquetas de distribución generalizado en España a finales del siglo XVIII, extendió su influencia durante la segunda mitad del siglo XIX sobre el territorio americano, apareciendo hacia 1860 las primeras librerías colombianas establecidas en la capital en utilizar este tipo de cédula2: la de Manuel Pombo cerca de 1870, la de N. Pontón y Cía, la Barcelonesa de los catalanes Soldevilla y Curriols alrededor de 1880 y la Librería Colombiana de Salvador Camacho Roldán y Joaquín Emilio Tamayo en el año 1882.3

Para mi abuelo Francisco J. Mejía Farley, quien me abrió con sus recuerdos las puertas del viejo Medellín.

“Etiqueta o sello grabado que se estampa en el reverso de la tapa de los libros, en la cual consta el nombre del dueño o el de la biblioteca a que pertenece el libro”, es la definición que de Ex Libris trae el diccionario de la Real Academia. Un Ex Libris es, pues, en su forma más tradicional, una etiqueta o cédula impresa que se adhiere sobre la contraguarda anterior del libro identificando a quien lo posee por derecho de uso. De la misma manera la etiqueta de distribución de una librería a modo de cédula impresa y adherida al cuerpo del libro, identifica los derechos de distribución y venta del mismo dentro de un establecimiento comercial tipo librería. Salidas de la tradición del Ex libris. el uso de etiquetas de distribución o Book Trade Labels, por su nombre en inglés, se esparció durante el siglo XIX por todo el mundo americano tocando países como Colombia, Venezuela, Cuba, Perú, Argentina, Uruguay, Guatemala, México y Estados Unidos, donde su tradición e historia se encuentra bien documentada por la obra de bibliófilos y coleccionistas que las entienden a su vez como fuente de información sobre la repartición e influencia de tendencias intelectuales de carácter libresco en sus respectivos países. 1

Librería de Hortal y Cía. / Cádiz, España. 57mm x 33mm. Ca 1790.

Librería de Soldevilla y Curriols / Bogotá, Colombia. 40mm x 23mm. Ca 1880.

2 Sobre la fundación e historia de las librerías capitalinas de fines del S. XIX, véase: Laureano García Ortiz. Las viejas Librerías de Bogotá. En: Eduardo Santa .EL LIBRO EN COLOMBIA: Antología. Bogota: Instituto Colombiano de Cultura, 1973. 241p. 3 Juan Gustavo Cobo Borda. Libreros colombianos, desde el constitucionalista don Miguel Antonio Caro hasta Karl Buchholz. Vía Web en: http:// www.ciudadviva.gov.co/portal/node/32. ( último acceso 20 de Diciembre de 2010 )

1 El sitio Web “Seven roads” del norteamericano Greg Kindall, es una completa colección virtual de etiquetas de distribución de librerías de todo el mundo: Asia, Europa y America. http://sevenroads.org/Bookish.html. (Último acceso: 20 de Diciembre de 2010)

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y papelería de Manuel J Álvarez, librería rápidamente establecida luego del éxito obtenido por la agencia comercial del mismo nombre. Su propietario, reconocido hombre cívico, urbanizador y comerciante de libros, regentó la cátedra de Aritmética, Contabilidad y Gramática en la Universidad de Antioquia por los mismos años que fundó la librería. Estaba ubicada en el cruce de la Calle Colombia con la Carrera Carabobo y era atendida y administrada amablemente en los primeros años de 1900 por un muchacho que se destacaría posteriormente en el mundo de las letras antioqueñas, Antonio J Cano.4 La librería ofrecía lo mejor del realismo tanto en ediciones españolas como francesas, ficción, literatura de viajes, obras piadosas e ilustradas con esmero, así como las mejores ediciones del éxito del momento: el Self-Help, o libro de ayúdese usted mismo, preconizado en el estilo del norteamericano Samuel Smiles.

Librería de Soldevilla y Curriols / Bogotá, Colombia. 40mm x 23mm. Ca 1880.

Librería Colombiana de Camacho Roldán y Tamayo / Bogotá, Colombia. 37mm x 25mm. Ca 1882.

Paralelas a los años de fundación de estas últimas, nacerían las primeras librerías antioqueñas en adaptar el sistema de identificación de sus libros a través de etiquetas de distribución. Su utilización entonces salió de forma casi paralela desde la capital hacia el suelo antioqueño que despuntaba ya dentro del horizonte nacional como una potencia industrial de gran de influencia, y sus nacientes librerías. Lugares éstos que funcionaban a la vez como papelerías, agencias de periódicos, venta de útiles escolares y de oficina, cacharrerías, editoriales y hogares de tertulia y discusión política. Lamentablemente la cultura de uso de la etiqueta de librería que en la ciudad floreció por casi un siglo degeneró rápidamente en el uso de sellos de caucho. Apareciendo como últimos expositores del género la librería Nueva, la librería Siglo XX y la Librería Aguirre en 1959. El registro encontrado más antiguo de etiquetas de librería en Medellín data de alrededor de 1879, de la librería

Librería de Manuel J. Álvarez / Medellín, Colombia. 36mm x 28mm. Ca 1879.

La librería de Abraham Moreno nació hacia 1885 tras el cierre de una anterior que funcionó desde 1877 en asocio con Demetrio Viana. El almacén surgió como resultado de la búsqueda de los nuevos horizontes de inversión de la casa comercial de Abraham Moreno y Hnos. gerenciada y constituida por el 4 J Emilio Duque Echeverri. Semblanzas: Ciudades y Personajes. Ed Bedout. Medellín. 1976. Pg 337.

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Sebastián Mejía Ramírez / BIBLIOFILIA después gobernador del departamento de Antioquia y comerciante marinillo Abraham Moreno. Vendían lo mejor de la poesía española e hispanoamericana en ediciones españolas, libros piadosos y de uso escolar y obras de autores nacionales editadas en Bogotá. Años después tras la muerte de Don Abraham, su sobrino, también comerciante, Elías Moreno G. constituiría la Librería Católica de A. Moreno y Hnos. que supliría por largos años el surtido de libros religiosos de la capital antioqueña.

Librería de Clodomiro Díaz G / Medellín, Colombia. 30mm x 20mm. Ca 1890. /

La librería Restrepo, fundada en 1902 en alianza entre las casas comerciales de Restrepo y Cia y Escobar y Cía.,5 fue ejemplo de negocio próspero y bien constituido. Gerenciada como parte de la casa comercial Restrepo y Cía por Carlos E Restrepo y atendida y administrada hasta sus últimos años por José Maria Escobar Ch, importaban desde Francia libros de teoría musical con alguna regularidad, y de España y Argentina libros de historia, literatura y poesía del realismo español, entre muchas otras cosas que comenzaban a despertar el interés de una Antioquia dominada por el pensamiento de Balmes y el Padre Astete. La librería de Antonio J. “El Negro” Cano, hogar de su recordada tertulia, nació en el año de 1906, ubicada en Carabobo en un local en el primer piso del Edificio Duque. El “negro” Cano trajo lo mejor de la poesía mundial, sembrando el suelo antioqueño con las primeras ediciones del modernismo latinoamericano y el realismo español caracterizados por Darío y Galdós, así como lo mejor de Menéndez y Pelayo y la historia de la literatura española. “El alma blanca del negro”, como decían sus amigos, inspiró un caso único dentro de la creación y uso de las etiquetas de distribución en

Librería de Abraham Moreno y Hermanos / Medellín, Colombia. 35mm x 25mm. Ca 1880.

Establecimiento comercial de corta pero afamada vida fue la librería de Clodomiro Díaz G, ubicada en la Calle Colombia que además de libros funcionaba como papelería cacharrería y agencia de periódicos; a pesar de su fama parece que no sobrevivió a la Guerra de los Mil Días.

Librería de Clodomiro Díaz G / Medellín, Colombia. 30mm x 20mm. Ca 1890.

5 Carlos Dávila Ladrón de Guevara. Empresas y Empresarios en la Historia de Colombia siglos XIX-XX. Bogotá: grupo editorial norma / ediciones uniandes, 2003. Pg 455.

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Antioquia, prensando para sí cuatro motivos diferentes de etiquetas de distribución, dos de ellos en diferentes colores que constituyen un ejemplo de gusto e inteligencia casi único dentro del mundo del libro nacional.

de Espasa-Calpe y las biografías y novelas editadas en argentina por los editoriales Losada y Juventud. La vida de la librería terminó cuando años después fue comprada por la librería Científica.

Librería Nueva / Medellín, Colombia 25mm x 20mm. Ca 1930 Librería de Antonio J, Cano / Medellín, Colombia 20mm x 20mm

La librería Voluntad, fundada por el distinguido antioqueño Félix Restrepo Mejía S.J, era especializada en la venta y distribución de textos escolares de edición nacional, ediciones de la editorial española Sopena, literatura piadosa y ediciones propias de autores nacionales. Distribuyeron de manera oficial para Medellín la recordada Alegría de Leer. Fundada en 1928, abrió rápidamente sucursales en varias ciudades del país; en Medellín funcionó hasta los primeros años de la década del cincuenta cuando fue adquirida por la Librería de Bedout e Hijos. La librería Búfalo, propiedad de Francisco Luis Ferrer y anexa a la tipografía del mismo nombre, estaba ubicada en el pasaje Ángel sobre la calle Boyacá, además de ofrecer novela y algo de literatura histórica, editó en los años 30, entre otras, una selección de los poemas de Epifanio Mejía y otra de los Artículos políticos y literarios del tuerto Echeverri, La Buena Mesa, de Sofía Ospina de Navarro y la novela de Alfonso Castro, De Mis Libres Montañas.

La librería de Don Carlos E Rodríguez importaba libros con alguna regularidad alrededor de la década de 1920, en especial obras de Galdós, Béquer e hispanoamericanos como Hernández Catá. Y a pesar de haber fungido también de establecimiento editorial, el presente texto no pudo recavar más datos sobre esta librería.

Librería de Carlos E. Rodríguez / Medellín, Colombia 20mm x 20mm. Ca 1915

La Librería Nueva, fundada por Luis Eduardo Marín Bustamante en 1926, basó su fama y prestigio en lo amplio de su oferta; ofrecía libros de arte, colecciones de literatura universal como la colección Austral 48


Sebastián Mejía Ramírez / BIBLIOFILIA La librería Siglo XX, ubicada en la carrera Carabobo con Boyacá, fundada por Abel Naranjo Villegas hacia la década del 40, fue un verdadero ejemplo de librería como lugar de reunión de las mejores tendencias intelectuales. Cabían en sus fondos todas las vertientes del pensamiento humano filosofía, historia del arte, ensayos políticos etc. distribuyó entre otras la biblioteca de autores colombianos del ministerio de cultura y las ediciones de la Revista de Occidente, fundada por Ortega y Gasset.

Librería Buffalo / Medellín, Colombia 35mm x 30mm. Ca 1930

Luis Rosendo Hurtado, músico y comerciante, fundó hacia finales de la década del 20 en la Calle Calibío y luego sobre la Carrera Carabobo, el primer intento exitoso de librería especializada en comercializar artículos relacionados con el arte musical. Otras librerías del mismo tipo, las de Rubén Velilla Piedrahita, Justo Pastor Gallo y la de Carlos A Molina, habían funcionado con cierto éxito durante las últimas décadas del siglo XIX, pero no sobrevivieron a la segunda década del siglo XX. Se conseguían allí partituras, papel pautado y ediciones de editoriales estadounidenses, hispanoamericanos y franceses que llegaban al país vía Buenos Aires y Europa. Se ofrecían en la librería de Don Luis el servicio de copia y venta de partituras así como libros españoles de historia y teoría musical, biografías de los grandes músicos, guiones de ópera y literatura universal.

Librería Aguirre / Medellín, Colombia 25mm x 40mm. Ca 1959

La librería Aguirre significó para la ciudad lo que no había significado ninguna de sus antecesoras, cuna de toda una generación. Fundada en un local sobre la calle Maracaibo con Palacé por Alberto Aguirre Ceballos y su administradora Aura López Posada. Además de distribuir lo mejor de la literatura mundial contemporánea, su desinteresada labor editorial abarcó lo más selecto de las letras antioqueñas y nacionales, dando a luz un puñado de obras de autores como: Fernando González, Carlos Castro Saavedra, León de Greiff, Carlos Jiménez Gómez, Gabriel García Márquez, Jaime Sanín Echeverri y Arturo Echeverri Mejía.

Almacén de Música y Librería de Luis R. Hurtado / Medellín, Colombia 28mm x 15mm. Ca 1930

* Sebastián Mejía Ramírez. Licenciado en Música, Universidad EAFIT, profesor universitario.

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POESÍA / Luis Alberto Arango

Librero La responsabilidad mayor es que imprime carácter. Puede producir tal ensimismamiento, simbiosis y placer, que uno debería pagar para ser merecedor de este bello oficio.

Librarius

Alrededor de un libro, por más estulticia que contenga, hay un girón de magia, una iluminación en bruto –sin juzgar si es bueno o malo–, una obsesión, una sonrisa, un exorcismo; si se quiere, una ociosidad. Pero el libro, por encima de cualquier consideración, merece respeto.

En cada estante duerme el mundo disecado. Un hombre curtido de páginas, como un taxidermista, hará que ellas vivan infinitamente. Cada minuto de su vida no pensará en otra cosa. Acariciará los lomos y las guardas, mirará las fechas, las dedicatorias, los exlibris. Acercará ojos y nariz para desentrañar aromas de otros tiempos, y gemirá en silencio cuando el atento explorador haga la cacería y lleve su presa.

Y el oficio de ser cancerbero, clasificador, rastreador y oferente de los mismos, gradúa de monje seglar, sin hábito, con la capacidad de transmitir, sin pretensión, los pensamientos, las intenciones, los juegos de los escritores, de los creadores. El librero es un acólito de diario que debe oficiar sobre las estanterías y las mesas de su entorno, allí donde anónimos, tímidos y locuaces lectores van a confesar sus gustos, o a contagiarse de otros; donde se comulga en silencio, o a gritos, de tertulia ocasional.

Vacío Desnuda. Solo tu piel. Tú, desnuda, tu piel y yo. Te dejo caminar, haraganear. Te observo, felina, grácil, natural. Pienso: soy láudano solitario, Y éter tú.

El librero de alma jamás sana de la úlcera eterna que le producen las bellas ediciones que vende, que entrega con desprendimiento, conociendo de antemano el destino incierto de esos libros. Su condición no lo hace maestro, pero debe estar dispuesto a serlo cuando intuye que alguien cambiará al paso de esas páginas.

Textos de su libro Desorden alfabético. * Luis Alberto Arango, librero de viejo.

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Heliodoro Atilano Barbudo / MÚSICA

Vieja música nuestra recuperada Una investigación que levanta el velo de olvido que cubría un capítulo de nuestro pasado. Una alegría para investigadores o simples curiosos. Y una delicia para quienes, como es mi caso, agregan a esa curiosidad bibliográfica la condición de melómanos de la música vieja colombiana. Pues el trabajo recogido en estas páginas ha sido más que una recuperación documental para ser leída: se rescató también para el oído, uno de los mayores aciertos editoriales del libro, pues trae el disco compacto con versiones modernas de todas las partituras halladas en la investigación del período seleccionado por el autor: 1886 – 1903. A la vez que la música, el carácter de las publicaciones periódicas que hicieron de fuente (de las 24 consultadas reprodujeron partituras solo La Lira Antioqueña, La Miscelánea, El Repertorio, El Montañés, Revista Musical y Lectura y Arte) le permitió a la investigación rescatar otros aspectos sobre el tema: historiográficos, sociológicos y de las mentalidades, diferentes y complementarias, que hicieron presencia entonces en la incipiente vida musical medellinense. La idea fue rastrear principalmente publicaciones que hubieran reproducido partituras; también se incluyeron periódicos y revistas que no lo hicieron pero que fueron “sobresalientes desde el punto de viste intelectual”, y que en ese sentido aportaban lo suyo para la comprensión de una contextualización más amplia de esa actividad artística en la ciudad.

La edición de partituras se revisa de la mano de la reseña de las imprentas donde se divulgaron aquellas composiciones musicales que conocieron por primera vez entre nosotros los tipos de molde a manos de nuestros primeros editores musicales, además de tipógrafos, entre ellos las figuras precursoras de Manuel J. Molina y Gonzalo Vidal, dueño también de una imprenta, y activo compositor, músico y educador musical. Paralelamente que de la circulación impresa y copiada a mano de partituras, de las imprentas y editores, el estudio se ocupa de temas afines como la enseñanza musical, las casas comerciales que importaron partituras, métodos de enseñanza de diferentes instrumentos; de las compañías de ópera y zarzuela que visitaron Medellín; de los miembros de esas compañías que resolvieron quedarse en la ciudad, donde oficiaron de profesores y en conciertos de salón o públicos en calidad de solistas o integrados a conjuntos o bandas, ya existentes antes en Medellín, según enfatiza Velásquez Ospina; de los grupos colombianos que nos visitaron y tuvieron gran incidencia, como la Lira Colombiana, de Pedro Morales Pino; de la aparición de la crítica musical de corte periodístico y pedagógico, presionada su irrupción por toda esa actividad. Naturalmente esas presencias, más los cambios de mentalidad operados por los contactos de ciertos sectores sociales de clase alta con otras culturas a través de los viajes y el comercio, tema que también toca el libro, marcaron modificaciones en las ideas y gustos que tenían curso en la ciudad, y estimularon hechos como la creación 51


de grupos de zarzuelas con aficionados criollos. Produjeron, además, una escisión: “Así, el alfabetismo musical indujo a la división de los músicos en dos categorías, la primera, conformada por los considerados artistas por formación y profesión, y la segunda, por aquellos, que se definían como ‘músicos de oído’ ”. Del periódico y las cinco revistas que en su hora fueron medios de difusión del arte musical, secundaria o principalmente, y ahora sirvieron de fuente de investigación, leemos unas monografías breves y esenciales donde nos enteramos de quiénes fueron sus fundadores, directores y principales colaboradores, de sus líneas de contenido y del tiempo que duraron, pero no como datos aislados sino señalando las elementos que entre tales publicaciones establecen un eje de continuidad, una tradición. Como el libro en mucho es un inventario de la producción musical ciudadana en el período señalado, además de las publicaciones, era obvio que tenía que ocuparse de los compositores y sus obras, en el entendido de que se trata solo de sus composiciones aparecidas en los periódicos y revistas utilizados como fuente de consulta. En las diversas tablas presentadas se leen el nombre del compositor, los títulos de sus obras, el aire (pasillo, polea, mazurca, etc.) al que pertenece cada una y el medio en el que apareció. Luego viene un regalo para músicos y musicólogos, una edición de las obras (suma más de la mitad de las páginas del volumen); contiene una ficha bibliográfica que “obedece a parámetros bibliotecológicos y musicológicos internacionales… un encabezado con el nombre del compositor y el título de la obra, seguidos por la transcripción de los

primeros compases; la segunda sección está conformada por el registro bibliográfico de la obra; a continuación un segmento de observaciones y finalmente… un conjunto de palabras claves”. Otro punto a favor del libro es la condición de músico del autor. Su aproximación no es por eso la del melómano huérfano de ese conocimiento específico, limitado por lo mismo a un lenguaje impresionista y descriptivo, literario más que musical. Un fragmento cualquiera lo demuestra: “Resulta igualmente interesante prestar atención a su coda; en primer lugar, porque resulta bastante larga para la longitud de la obra, y, en segundo, por su carácter marcadamente ‘rossiniano’, que puede apreciarse en el fragmento que se incluye en la imagen, en el cual puede observarse que contiene una línea de tresillos en obstinato sobre armonías de tónica y dominante que, a partir de la segunda mitad del compás noventa y nueve conducen a una expansión sobre el acorde de tónica que se arpegia –re mayor–, lo que culmina en unas escalas brillantes que conducen a un final rítmico sobre la tónica…”. Pero lo repito, para nosotros, simples melómanos, lo mejor de este libro es que su mensaje esencial, se puede oír. No fue un esfuerzo adicional del autor conseguir esto, fue capital. Puede uno (fue lo que hice) entrecerrar los ojos mientras escucha la voz de María Alejandra Velásquez Restrepo y a Andrés Gómez Bravo al piano, permanecer en el salón de una mansión medellinense mientras transcurre el concierto. Año 1900. Los golpes intermitentes de cascos de caballos sobre el empedrado de la calle, nos recuerdan que al frente permanecen las 52


Heliodoro Atilano Barbudo / MÚSICA al dueño de casa y de besar la mano enguantada de la esposa, se inclina frente al público, que lo aplaude. Del cielorraso penden dos enormes arañas de cristal que iluminan el salón con cientos de bombillas de luz eléctrica, instalada en la Bella Villa apenas tres años atrás y de la que fuera del alumbrado público en el Parque Berrío y en los edificios públicos, disfrutan solo las familias más ricas en este comienzo de siglo. Me sorprendo con la atención dividida entre la música y una llovizna suave cuyo comienzo me pasó inadvertido. Se escucha el pasillo “Los ecos del alma”. Observo que delante de mí, en la fila siguiente, a mi izquierda, una mano de mujer joven se ha estremecido involuntariamente. Es la mano derecha. De inmediato la mano izquierda de la mujer que está su lado toma suavemente la mano que se ha estremecido y la aquieta. No subo la mirada hacia sus cabezas. Todo se corresponde: aquel pasillo, suave de carácter; esas dos manos unidas, el salón y su público, y aquella llovizna de otro tiempo.

victorias y berlinas que no cupieron en la caballeriza. Los cocheros soportan la orden estricta de no hablar hasta que no haya terminado el concierto, pero no pueden impedir que sus caballos piafen y se sacudan de tanto en tanto, y que al hacerlo, los correajes, herrajes, bisagras y ruedas, sumen una paralela e intermitente audición descoyuntada que todos se esfuerzan en fingir ignorarla. Las rayas que son mis ojos distinguen las espaldas negras de los smoking y levitas de los señores, y las sedas y organdíes de las damas, sus sombreros con plumas y las chalinas, los guantes que lucen algunos, los zapatos y botines negros que brillan como espejos, algún bastón de ébano dormitándose sobre un estómago abultado. Del otro lado de la ventana, cerca de la cual se encuentra el piano de cola, entreveo el jardín interior, en el centro de un patio de piedra menudita enmarcado por cuatro pasillos amplios de losas de mármol. Ya se aproxima el pianista a su instrumento. Después de saludar

* Los ecos de la villa: la música en los periódicos y revistas de Medellín (1886 – 1903). Juan Fernando Velásquez Ospina. Tragaluz Editores: Alcaldía de Medellín, 2012.

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TRADUCCIÓN / Jorge Alberto Naranjo

Hölderlin: A la Naturaleza El tiempo en que jugaba en los pliegues de tu velo, en que te poseía como una flor en botón, en que sentía batir tu corazón en todas la canciones que bañaban mi corazón tierno y vibrante, el tiempo en que, rico como tú de fé y ardor, contemplaba tu imagen, cuando el mundo aún abría un lugar a mis lágrimas, una patria a mi amor; el tiempo en que mi corazón aún se dirigía al sol como si pudiera entender mi voz, en que reconocía en los astros mis hermanos y en la primavera la melodiosa voz de Dios; cuando, desde que un soplo animaba los bosques, yo sentía tu espíritu, el espíritu mismo de la dicha, alzarse en la emoción de mi corazón, ¡oh! era para mí la edad de oro. En el valle donde la fuente me ofrecía su frescura, entre la verdura de los jóvenes arbustos que jugaba sobre la pared de rocas inmóviles, bajo el éter aparecido entre las ramas, mientras, hundido entre las flores, me embriagaba en silencio en su perfume, y de lo alto del cielo descendía sobre mí una nube de oro aureolada de luz y resplandor; cuando me iba a lo lejos por la árida landa, o subía del fondo de las sombrías gargantas el canto revuelto de los torrentes, cuando lo obscuro me rodeaba con sus tinieblas, cuando la tempestad a través de las montañas desencadenaba sus ráfagas furiosas y el cielo me envolvía en llamas, ¡entonces tú aparecías, alma de la Naturaleza! A menudo, ebrio de plegarias de amor, parecido a ríos que han errado mucho y aspiran a perderse en el océano, me plegaba en tu plenitud, ¡belleza del mundo! En comunión con todos los seres, Huyendo gozoso de la soledad del Tiempo, Como un peregrino que vuelve a la casa paterna, Me lanzaba en los brazos del Infinito. ¡Sed benditos, dorados sueños de la infancia, que me ocultábais las miserias de la vida! 54


Habéis hecho crecer los gérmenes del bien en mi alma, los bienes que no conquistarè jamás, vosotros me los dísteis. Oh Naturaleza, a la luz de tu belleza, los reales frutos del amor se expandieron sin pena ni temor como los frutos de Arcadia. Ha muerto, ese mundo juvenil que me ha elevado y nutrido. Este corazón antes lleno de cielo está muerto y seco como paja. ¡Ah! La primavera repite a mis penas su dulce canto consolador, pero la mañana de la vida ha pasado, la primavera de mi corazón se marchitó. La ternura más querida está condenada a un joven eterno. Lo que amamos no es más que una sombra. Con los sueños dorados de mi juventud la Naturaleza amiga ha muerto para mí. Pobre corazón, en estos días serenos nunca te sentiste tan lejos de tu patria verdadera; harás bien en buscarla, nunca la volverás a encontrar; ¡que te baste volverla a ver en sueños! Traducción del francés por Jorge Alberto Naranjo M.

Autor entre otros de los siguientes libros: Estudios de Filosofía del Arte; Los Caminos del Corazón, La Estrella de Cinco Picos (novelas); Deleuze, conferencias; Antología del Temprano Relato Antioqueño (ensayo y selección de textos).

Friedrich Hölderlin

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BICENTENARIO GIRARDOT /

Bárbula aquel ardor sin segundo, aquel anhelo profundo que en la ruda lid inflama al que su sangre derrama por la libertad de un mundo.

El 30 de septiembre se cumplieron 200 años de la batalla del Bárbula, en Venezuela, donde ofrendó su vida el joven militar antioqueño Atanasio Girardot (1791-1813). Presentamos el célebre poema de Roberto MacDonall sobre ese episodio de la Independencia.

Se oye de pronto un rugido terrible, estridente, seco, que es mil veces por el eco del monte repercutido; como volcán encendido el alto cerro aparece, y entre el humo que oscurece los resplandores del sol, el pabellón español envuelto desaparece.

¡Allí están! ¡Ved! En la altura de la elevada montaña, sobre las armas de España el sol levante fulgura; y bate la brisa pura el regio pendón que un día sobre el mundo se extendía siendo el asombro y espanto del agareno en Lepanto y del francés en Pavía.

A torrentes la metralla lanza el cañón enemigo; los patriotas, sin abrigo van en orden de batalla; y al vivo fuego que estalla sobre la alta serranía, sin contestar todavía, siguen redoblando el paso; pues si es su pertrecho escaso, es mucha su bizarría.

¡Allí están! ¡Ved! Lentamente van por las faldas marchando tres columnas ondulando cual gigantesca serpiente; y agita el ligero ambiente los altivos pabellones que a las hispanas legiones arrancaron la victoria sobre los campos de gloria de Angostura y Los Horcones.

¡Y avanzan! Siempre adelante van esas huestes tranquilas; si un hueco se abre en las filas, hay quien lo llene al instante. Mas de pronto vacilante una columna se para como si se intimidara ante el fuego aterrador que sobre ella, en su furor, el enemigo dispara.

Sube en el oriente el sol, y al alumbrar la montaña, los dos ejércitos baña con su primer arrebol. En la cima, el español que sus ventajas advierte, tras de sus trincheras fuerte, espera a que el otro avance y esté de su arma al alcance para lanzarle la muerte.

El jefe, que tal advierte, veloz como el rayo parte, y el tricolor estandarte empuña con brazo fuerte, y a despecho de la muerte, que en las filas se pasea, lanzándose a la pelea,

Y el patriota, lentamente, con el fusil en balanza, tranquilo, impasible avanza por escabrosa pendiente; pues cada soldado siente 56


allí, en confusión extraña, se ven luchar pecho a pecho los que invocan su derecho y los que invocan a España. El humo de los cañones oscurece el limpio cielo, que ya se asemeja a un velo de desgarrados crespones; y de las detonaciones al espantoso rugido se mezcla el triste gemido que lanzan los moribundos, y los gritos iracundos del vencedor y el vencido. Es la victoria segura, pero ¿a qué precio comprada?... Sobre el sol de esa jornada se extiende una nube oscura, pues del Bárbula en la altura, por traidora bala muerto, el jefe heroico y experto que asegura la victoria, cae en el campo de gloria por su bandera cubierto.

Girardot, valiente, exclama agitando el oriflama que sobre su frente ondea: “¡Permite, Dios poderoso, que yo plante esta bandera donde se mece altanera la del español furioso, y yo moriré dichoso si tal es tu voluntad! ¡Compañeros, avanzad! ¡Nos espera el enemigo! ¡Venid a buscar conmigo la muerte o la libertad!

Bolívar, ese coloso que en la libertad se inspira, esa alma noble que admira todo lo que es generoso, llora al héroe valeroso, y los hijos de Granada piden la primer jornada para vengar como hermanos con sangre de los hispanos aquella sangre adorada.

Dice, y lleno de osadía, hacia las trincheras parte agitando el estandarte que es del ejército guía; todos siguen a porfía tras el audaz granadino y cual fiero torbellino se lanzan a la batalla, sin que pueda la metralla tenerlos en su camino.

Y Girardot fue vengado: tres días después en Trincheras, sobre las huestes iberas va D`Elhúyar denodado, y cual torrente lanzado desde elevada montaña, lleno de ardor y de saña se lanza con sus legiones y recoge hecha girones la altiva insignia de España.

Avanzan con ira fiera sobre la enemiga tropa, apuntan y a quemarropa dan la descarga primera; saltan sobre la trinchera, y llenos todos de saña, 57


MÚSICA / Fernando Gil Araque

Prácticas en torno a la música académica en Medellín, 1937-1961 Vidal, en Medellín, y Guillermo Uribe Holguín y Emilio Murillo, en Bogotá, y otro grupo avasallante que arribó con nuevas ideas y propuestas generadoras de nuevas prácticas culturales en ese mundo sonoro y cultural, con músicos como Carlos Posada Amador, Joaquín Fuster, Pietro Mascheroni, Luisa Manigheti, Joseph Matza, Antonio María Valencia, Luis Miguel de Zulategi, y cronistas como Rafael Vega Bustamante, entre otros, que influyeron en ese mundo de imágenes, actitudes, valores y formas simbólicas que denominamos cultura. La tesis presenta las principales discontinuidades e incluso prolongaciones –continuidades– de procesos que se habían iniciado en el siglo XIX, a partir de algunas actividades en torno a la música académica, a través de instituciones e individuos que hicieron posible introducir cambios que afectaron las prácticas correspondientes en la ciudad. En el ámbito de estas prolongaciones y discontinuidades, en algunos momentos, se hace referencia a procesos que se iniciaron en el siglo XIX, pero que llegaron a su culmen en el siglo XX. En los discursos producidos se presentaron diversas representaciones e ideas que fueron fundamentales en los procesos de adecuación de estas prácticas en la ciudad y el país. El eje de la investigación lo conforman eventos determinantes que ocurrieron en el período estudiado y que tienen implicaciones en el quehacer, sus discontinuidades o, en algunos momentos, continuidades a partir de nociones como modernidad, modernización, civilización, progreso,

Tesis doctoral en Historia, Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín

El proceso de renovación de las prácticas musicales en Medellín se vio favorecido por el auge económico y la industrialización desde principios del siglo XX. En una búsqueda de “progreso” material y espiritual y en una “lucha contra la barbarie”, que se había iniciado en el siglo XIX y se prolongaría hasta mediados del siglo XX, la música jugó un papel fundamental en un sector de la población, que vio en ella un medio estético y una herramienta civilizadora, lo que permitió la consolidación de unos imaginarios alrededor de nuevas prácticas y retóricas. Un paulatino crecimiento poblacional generó otras opciones de esparcimiento en la ciudad. La llegada de la radio, la transformación de instituciones como las orquestas, el surgimiento de escuelas de música y de coros, la aparición de la Sociedad de Amigos del Arte, el arribo de músicos extranjeros que establecieron su residencia en Medellín, la formación de nuevas generaciones de artistas que proyectaron su arte en la ciudad hacia nuevas formas de apropiación, y diferentes a la de procedencia rural, contribuyeron a esa transformación. Durante el segundo tercio del siglo XX, en Medellín se dio el encuentro de dos mundos en torno a la música: el que se había iniciado en el siglo XIX, y que finalizaba lentamente su papel desde la dirección de importantes actores institucionales que rigieron la vida musical, como Jesús Arriola, Germán Posada Berrío y Gonzalo 58


imagen en torno a la música del país está casi generalizada, no sólo entre un público no especializado, sino también en círculos académicos que desconocen la historia básica de la música en el país y en América Latina. La investigación sistemática en torno a la historia de la música en Colombia es relativamente reciente, si se la compara, incluso, con algunos países latinoamericanos como Chile, Argentina, Brasil o México. Recientes estudios sobre la música en el país han abordado importantes aspectos de la música en la Colonia, en el siglo XIX e inicios del siglo XX, así como en las músicas tradicionales y populares. Si bien es cierto que estos estudios han ampliado el corpus sobre la historia de la música, son necesarios otros estudios que amplíen este amplio espectro. Si existen dificultades en torno a las fuentes para la construcción de la historia de la música europea, en Latinoamérica y en Colombia estas dificultades se multiplican. Uno de los grandes tropiezos en la investigación

barbarie y música nacional; también, representaciones que afectaron las diferentes actividades estudiadas y que han dejado registros, indicios, escritos o sonidos conservados en la memoria de las personas. Los hechos musicales que se estudiaron son los que giran en torno a la música académica, y se hicieron aproximaciones a las músicas tradicionales y populares en la medida que éstas tuvieran vecindad. Indagar este problema puede ser objeto de otra investigación.

Sobre las Fuentes Cuando planteé las primeras ideas para desarrollar la tesis doctoral, un colega me quiso prevenir sobre la pobreza musical de Colombia y, concretamente de Medellín en el período tratado, señalándome que la actividad musical había sido muy escasa y su calidad dudosa; en la misma dirección, me animaba a cambiar de proyecto, máxime cuando no había vestigios fiables, ni archivos de donde sacar la información. Esta 59


recorrido por algunas posturas en torno a la construcción del relato histórico sobre la música. En ese largo proceso han interactuado diferentes disciplinas y concepciones como los ideales de autonomía de la música en la estética del siglo XIX o la musicología de la primera mitad del siglo XX. Hacia mediados de ese siglo se propuso la interacción necesaria y pertinente con otras disciplinas como la antropología, la sociología, la historia y, en años posteriores, con las teorías del símbolo. Desde la historia, la antropología, la sociología y los estudios culturales se amplió el alcance de aquella, al incluir prácticas y representaciones postuladas por autores como Peter Burke, Roger Chartier, George Duby, Michel Foucault, Clifford Geertz, Bronislaw Baczko y Norbert Elias, entre otros, quienes abrieron posibilidades interpretativas. Igualmente contribuye con lo suyo el espectro de la historia cultural, en teorías que entran tímidamente en la historiografía de la música latinoamericana a finales de los años ochenta y que, lentamente, se han ido incorporando en diferentes trabajos. La segunda sección de este capítulo hace una revisión de diferentes posturas en torno a nociones como modernidad, progreso y civilización, conceptos que son fundamentales en el desarrollo del problema de la investigación, de esta manera los ideales de modernizar las diferentes estructuras sociales, económicas y políticas, se apoyaron en los ideales de progreso y civilización en una lucha contra la barbarie. Modernidad, progreso y civilización fueron nociones recurrentes en América Latina hasta mediados del siglo XX; este proceso tuvo en Latinoamérica ritmos dispares en relación con Europa.

musical en este campo es que no se ha tenido una conciencia sobre la importancia de la preservación y la clasificación documental, y cuando por fortuna esto se da, se mira más como un museo impenetrable y no como fuente de preguntas, investigación y conocimiento. Otro obstáculo para la investigación musical en Colombia es la falta de sistematización y análisis de gran parte de los archivos musicales existentes. La poca conciencia para la preservación de materiales como revistas, libros, partituras, programas de mano, discos, fotos, entre otros, ha llevado a una dispersión y a la pérdida de información valiosa para la investigación en torno a la historia de la música en el país. Otros archivos con los que se cuenta son los privados: personas que conservan parte de documentos personales o familiares, pero en la mayoría de los casos no se encuentran sistematizados, muchos de ellos están deteriorados y con información combinada, mutilada, sin orden o datación y cronología adecuadas. En el curso de la investigación, encontramos información en 15 archivos privados, y en 14 archivos personales en Medellín, Bogotá, Ibagué y Cali. El resultado de ello es la clasificación de 2.430 programas de mano, 4.327 artículos de prensa, 961 partituras, 2.899 fotos, 32 grabaciones y 25 entrevistas con músicos y personas que participaron activamente en el período estudiado.

Capítulos El primer capítulo, “Entre convergencias y divergencias. Una aproximación a la relación música, historia cultural y otras disciplinas”, presenta un breve 60


Fernando Gil Araque / MÚSICA El segundo capítulo aborda “La educación musical especializada”. La primera mitad del siglo XX es considerada como la “génesis del sistema educativo actual” en Colombia, proceso que fue de la mano de las transformaciones sociales, económicas, políticas y culturales que sufrió el país en ese período. Este capítulo está dividido en tres grandes secciones. La primera estudia las principales políticas culturales emanadas de la Dirección Nacional de Bellas Artes durante la administración de Gustavo Santos Montejo, entre 1935 y 1938, fundamentales para la adecuación de la enseñanza musical especializada en Colombia, así como las implicaciones de los Congresos Nacionales de la Música de 1936 en Ibagué y 1937 en Medellín. La segunda sección aborda la enseñanza especializada de la música en Medellín a través del Instituto de Bellas Artes, proyecto que se había iniciado en el siglo XIX con la formación de la Escuela de Música Santa Cecilia en

1888, donde la enseñanza fue una herramienta para la transformación social, en la búsqueda de un ciudadano civilizado. Para 1936 habían hecho crisis las antiguas estructuras curriculares y se buscó adecuarlas a nuevas formas que permitieran una mayor proyección social y musical; de esta manera pese a las diferentes dificultades se contrataron músicos, muchos de ellos extranjeros, que aportaron a la transformación de la enseñanza, introduciendo nuevas ideas y perspectivas en su estudio profesional ante la concepción de la música como “bello arte del entretenimiento”. Finalmente, en 1959 se inició otra era con la formación del Conservatorio de Antioquia, institución que se convertiría en años posteriores en el Conservatorio de la Universidad de Antioquia. En el tercer capítulo, “Difusión e interpretación de la música en Medellín”, los ideales por configurar una ciudad moderna y una sociedad civilizada llevaron a construir estrategias que afectaron la vida cultural. El período comprendido entre 1937 y 1961 fue de adecuación de las diferentes instituciones musicales de la ciudad. Los ideales de convertir a Medellín en un “centro cultural importante” llevaron a un grupo de personas a emprender acciones conducentes a la creación y la renovación de diferentes instituciones musicales: este capítulo revisa los principales procesos de adecuación de la música en la ciudad a través de la Sociedad de Amigos del Arte, la crítica musical, la actividad coral como función social y como disfrute estético, las bandas de música como instrumento para la cohesión social y 61


MÚSICA / Fernando Gil Araque la música sinfónica y sinfónico coral. En el cuarto capítulo, “Nacionalismo, música, industria y entretenimiento”, la primera sección aborda el problema de los nacionalismos, que fueron fundamentales en la configuración de la música desde el siglo XIX, y que irrumpieron en América Latina con mayor fuerza desde finales de ese siglo hasta mediados del XX. La construcción e invención de la noción de música nacional tuvo múltiples aristas, pasando en sus inicios por ideas en las cuales la música tradicional se asoció a lo popular, al folclor, a lo inculto, a lo primitivo, frente a una música nacional elaborada que resistía el análisis científico, y la aparición de los primeros estudios sobre el folclore colombiano a finales de los años treinta. En el segundo tercio del siglo XX, los concursos musicales jugaron un papel fundamental en la dinamización de la composición en Colombia, en ese sentido fueron destacados los concursos Indulana-Rosellón, 1941-1942 y Música de Colombia, 1948-1951, realizados en Medellín bajo la óptica nacionalista del momento. Desde finales del siglo XIX, hasta el primer tercio del siglo XX, la ópera y la zarzuela en América Latina fueron un espectáculo que congregó importantes cantidades de público. En los años treinta, este gusto evolucionó hacia nuevas formas y medios de esparcimiento como la radio, el cine y el disco. Pese a esto, en el país y en la ciudad hubo esfuerzos encaminados hacia la formación de compañías estables de ópera, agrupaciones que congregaron figuras que surgían en el

mundo de la radio, bajo la dirección de músicos italianos y españoles. Finalmente, la radio fue el reflejo de las transformaciones culturales y sociales del país, a través de ellas ingresó la música en Colombia en los procesos modernos de la industria cultural y musical, las orquestas de la radio difundieron el repertorio de la música nacional, pero también se difundió el repertorio latinoamericano y popular, entrando en los años cincuenta en circuitos más amplios que llevaron la música popular a inscribirse en el proceso de la industria internacional. El trabajo finaliza con “Coda y perspectivas”. Esta breve sección revisa algunos alcances de las prácticas musicales estudiadas y posibles perspectivas de investigación a partir de este trabajo.

* La dirección de la tesis estuvo a cargo de la doctora en Historia, Diana Luz Ceballos Gómez. ** Fernando Gil Araque - Profesor de la Universidad Eafit.

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Ányelo López / NARRATIVA

El lago Las burbujas bailaban a mi alrededor, resaltaban con un resplandor difuso, filtrado a través de la superficie que parecía un velo tembloroso, una cortina frágil de luz blanca, algunas eran grandes, otras, diminutas, copos de nieve eternizados en el aire… ¡Me encanta el agua!, flotar en su masa fría, en la quietud de la penumbra inmutable, donde los sonidos llegan amortiguados y la vida es más apremiante. La celda está desnuda y fría. El polvo se asienta en las esquinas como el tiempo cuando machaca las cumbres. La luz parece apenas un mar sucio, sin viento. El aire es denso y mohoso; su olor se mezcla con el mío. Lo que más detesto de este lugar… cómo decirlo, es una cosa extraña, pasea entre las motas de polvo y se cuela en las grietas del aire, cuando las moscas entreveran caminos sobre él. Desdibuja los contornos. ¡Disfruto mucho leer!, esa siempre ha sido mi afición y la música y los recuerdos… Me pasa, antes poco, ahora casi siempre, que sin darme cuenta susurro mi pasado a la oscuridad. Repaso un diario escrito en mi mente, ella escucha con atención y siempre espera más. El tiempo se amontona como ripio de termitas incesantes, mientras escucho voces resonando por el pasillo, a veces cercanas, casi como si te hablaran al oído, o a la distancia, gritando desde el otro lado de un valle… Caminaba entre la hierba con los pies desnudos, todavía estaba húmeda por la llovizna. Me adentraba en el pabellón formado por los árboles, donde el resplandor de la mañana al escurrirse entre las ramas, ponía un techo salpicado de cielo que se llenaba con el lenguaje de mirlos, oropéndolas y jilgueros. En el aire quedaba la urgencia de sus llamados. Había parches brillantes en el sendero oculto entre la madreselva, las prímulas y la sombra de los abedules. Siempre iba allí cuando podía, era mi lugar secreto; al fondo del sendero había un claro con una charca donde nadaban las ranas y planeaban las libélulas casi rozando la superficie del agua. Volaban mariposas entre los gladiolos y las violetas encendidas y los tallos largos de hierba y el rododendro. Verdes como las hojas nuevas o con el matiz de las esmeraldas brillantes, amarillas como las flores del guayacán, rosadas, el crepúsculo eternizado en un aletear, azul turquesa como el mar nuevo. Subían o bajaban cambiando el tono de sus alas con la luz, con esa luz que se quedó en mis ojos; descansaban un rato y revoloteaban con una música de tonalidades vivas, y abejas entre las margaritas y los pámpanos, cerca de la orilla. A veces, en medio de los pobos, aparecía un venado, me observaba y su mirada resultaba enmarcada por las cigarras que hacían vibrar el aire, movía las orejas y escapaba. Yo sentía la calidez del limo suave de la charca en mis dedos. Las ondas deslizándose en el agua arrancaban destellos iridiscentes. ¡Ya casi te toca, gringo! -me dijo el guardia. Ese día se llevaron a uno que luchaba y vociferaba. Entre sus lamentos crecía un susurro, una letanía pegada a las paredes. Los gritos del condenado quedaban suspendidos, dilatándose en el pasillo, sin fin, esperando la respuesta de otros que tal vez los aliviaran, que los hicieran menos dolor y más ausencia. Luego, un silencio violento, de puntas afiladas, sorprendió a las voces susurrantes desgarrando la piel de las palabras, y los sonidos huyeron detrás de pensamientos mudos; hasta que los ecos de las detonaciones llegaron en un tropel de jauría boqueante, abarcándolo todo, y por último, el tiro de gracia resonó en mi cabeza como un latigazo que hiere la imaginación… Tumbado en el sillón veía el jardín a través de la ventana, hasta verme sorprendido por esa quietud frágil que parecía absoluta. En el interior de la habitación el sol resbalaba por el aire y, lanzado en el vacío, matizaba los colores con las sombras que siempre lo persiguen; se reflejaba en las superficies, y los esmaltes de las paredes y las puertas, los tejidos de las sabanas, las ropas, los estampados palpitaban con un resplandor contenido. Las partículas flotaban opacas entre láminas de luz que pasaban a través del cristal y el agua de la jarra, sobre mis pies, por el piso mimándolo, hasta meterse debajo de la cama y esconderse con las sombras. Paseaba por los jardines del hospital, no me permitían hacerlo descalzo pero me las ingeniaba para sentir la hierba. Había un manzano en el extremo del prado, sus ramas cubrían el piso, cuando me sentaba contra su tronco, después de un rato su sombra dejaba al descubierto mis pies, pero nunca llegaba más allá de las rodillas. Me acomodaba entre sus raíces y recordaba:

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NARRATIVA / Ányelo López el olor de la manzana roja, picada en trozos sin cáscara, era lo primero que percibía en las mañanas, cuando mi madre se acercaba a la mesa donde, sentado, esperaba ese momento, en el radio de la cocina se oía una voz profunda que decía las noticias o el reporte del clima. Ella ponía el plato sobre la mesa; quieta y muy derecha en el asiento de la silla metálica que tenía peladuras en las patas terminadas en tapones de caucho negro. A esa hora siempre tenía el pelo negro recogido en un moño grande detrás de la cabeza, amarrado con una pinza gastada. Me fascinaba ver cómo algunos mechones huían y flotaban sobre su nuca, apenas rozándola. Al fondo la tonada del programa de radio. En las noches, cuando intento ver algo en la oscuridad, una cosa informe recula entre las sombras; recita una elegía, teselas de un mosaico desfigurado por el tráfago de los años… Los árboles lucieron amarillos y dorados, rojos y cafés, después desnudaron sus ramas y el viento arrastró la hojarasca que tapizaba los prados pardeando el monte. En ese tiempo me sorprendía cuando tocaba mi cabeza, nunca pude acostumbrarme a la falta de cabello, era ondulado y abundante. Mi madre a menudo andaba con una toalla, llamándome con esa voz dulce de mi memoria, trataba de alcanzarme para secarme el pelo que yo mojaba cuando podía. El agua siempre me producía una sensación deliciosa, resbalaba por la frente o la nuca hasta precipitarse por la espalda causándome cosquilleos. Cuando llovía abríamos la ventana que miraba a la pradera salpicada de tilos y enebros, esa pradera donde la carretera parecía una cinta oscura tan diferente a todo el verde que la rodeaba, y oíamos el golpeteo de la lluvia, y llegaba hasta nosotros el aroma de la hierba y la tierra mojada. Algunas veces veíamos el agua deslizarse sobre destellos, en esas oportunidades llegué a distinguir algo indefinido en sus ojos, una fuga, un sueño. El quejido de la reja me obliga a enfocar la mirada. Caminamos por el pasillo, a los lados hay otras celdas con formas apenas perceptibles en su interior. El frío habita en el suelo y el aire, en las manos que aprisionan mis deseos y en los pensamientos fugados de las cabezas, flotando por ahí temerosos de existir sin propósito. Subimos los escalones, hay un resplandor al otro lado de un zaguán estrecho… Nos detenemos, uno de los guardias pone un cigarrillo en mi mano y espera, arrastra una cerilla dejando una imprecisión en el muro, el olor azufrado y la llama extinguiéndose en la punta del palillo me hacen pensar en algo, trato de recordar… La luz golpea al guardia en la cara con un color gris, tiene una expresión inmóvil y el brillo en sus ojos no está adentro, sólo es el reflejo de la llama, esa inflamación, eso que ya no posee. ¡Está tan muerto!… Ese día yo venía del lago, como casi siempre. Mi padre, sentado en el porche, miraba extraviado, los lentes en la mano derecha; aleteaba el silencio, únicamente el siseo perdido del viento, poco más que eso. A la distancia lo vi, pasaba algo, por su postura, supongo, la forma de inclinar el cuerpo sobre el codo izquierdo apoyado en la rodilla, o cómo su pie derecho, que descansaba un escalón más abajo lo hacía ver desigual. La casa desde ese día empezó a verse incompleta, la luz ya no la afectaba de la misma manera hermosa resaltando sus colores. Hasta esa tarde tuve diez años. Mamá se fue ese día dejando referencias vagas, explicaciones insuficientes en una carta escrita medio año atrás; borrones de lágrimas que imagino como las mías, corrían esas letras mojando sus mejillas. El olor del cigarrillo va impregnándose en mi ropa, desde la punta roja el humo disolviéndose en líneas curvas flota en el aire acariciándose con una pareja invisible. Su sabor nunca fue mi favorito, era algo entre él y yo, cosa del deseo, un escape a la lógica y esa posibilidad de omitirla; como ahora que me faltan tantas cosas perdidas en el invierno de la memoria. Al otro lado del zaguán una oleada enorme de luz me enceguece. La atmósfera es limpia, el patio es grande, rodeado de muros altos con parches de musgo y hojas de hierba en la base… igual a la que crecía al borde del lago; en el centro hay una estaca gruesa, el suelo es de cascajo, cruje mientras caminamos, el viento se mete en mi camisa moviéndose en mí pecho. Hay unos soldados cerca, atan mi cuerpo al tronco pero no dejo que cubran mis ojos. Las voces se desvanecen en algún lugar, ¡preparad…! Miro al cielo, el sol, la luz en mis ojos... radiante, tibia… respiro con fuerza: hay un olor a pinares después de la lluvia, a troncos ásperos que crecen entre senderos pedregosos bordeados de tierra amarilla, a madera que arde en la chimenea; hay un aroma a campo mojado, a mañana tibia, a noche oscura mecida por arroyos y la brisa entre los cipreses, a nieve sobre la pradera, a carámbanos en los aleros… La luz arranca destellos del ribete de las nubes contra el cielo azul… * Ányelo López, Asistente del Taller de Escritores de la BPP.

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Orlando Morales Henao / IMAGINEROS

Misael Osorio Ramírez, imaginero mayor De impecable traje de paño de color oscuro, camisa de cuello de pajarita, corbata y chaleco, asistía todos los días a misa de cinco de la mañana en la iglesia de Santa Gertrudis, en Envigado. Madrugaba a las cuatro, se tomaba un pocillo de café negro y luego salía para la iglesia. Terminada la misa conversaba con sus amigos en el atrio o en la casa cural. Desayunaba en su casa y daba comienzo a su jornada de trabajo. Rutina cuyas variaciones ya en su vida adulta provenían de sus otras actividades, no escasas y con seguridad intensas, si se tiene en cuenta que se trató de una personalidad fuerte, con ideas políticas y religiosas inalterables y en absoluto inclinadas a la conciliación o la tolerancia. Su actividad política, civil y religiosa como miembro del Directorio Conservador del municipio de Envigado y presidente del mismo por varios períodos; en calidad de concejal en el mismo municipio en repetidas etapas y también en condición de Presidente frecuente de la corporación edilicia; como Personero Municipal, o miembro de asociaciones que ayudó a fundar, como la Sociedad Católica, diseñan el perfil de un hombre de intereses y vocaciones diversas a lo largo de toda su vida, pero cuya trascendencia la alcanzó desde la imaginería. Su padre, Tomás María Osorio, como anotamos en artículo anterior dedicado a su vida y obra (boletín Nº 18), había nacido en La Ceja del Tambo el 26 de noviembre de 1831. Para la década 1870 – 1880 era un imaginero reconocido en todo el Departamento de Antioquia y en otras regiones del país, por lo que Jesús María Mejía, cura párroco de Santa

Gertrudis, empeñado en promover la imaginería religiosa en Envigado y en dotar al templo con una iconografía de gran factura, lo contrató en 1884 para que trabajara en Envigado y para la parroquia, donde vive y trabaja hasta su muerte, ocurrida el 15 de mayo de 1907. Cuando su padre muere, Misael cuenta con veinte años. Había nacido en Carolina del Príncipe, el 22 de noviembre de 1887, aunque desde hacía tres la familia residía en Envigado, lo que pudo deberse a traslados temporales impuestos por uno de los tantos trabajos que se le encargaban a su padre en varias parroquias antioqueñas. Hizo sus estudios primarios en la Escuela Modelo (actual escuela Fernando González), del municipio de Envigado. Continúa sus estudios en el seminario de La Ceja, pues aspiraba a hacerse sacerdote, pero desiste pronto y regresa a su casa, es decir, también al taller de su padre, pues ha descubierto que hacer imaginería religiosa es su vocación más profunda. No está claro si a la muerte de su padre, hereda el taller de éste o monta el suyo. No importa si fue lo uno o lo otro, lo que cuenta es que las dos posibilidades indican que se tenía confianza. El aprendizaje se había cumplido. Trabajó ininterrumpidamente en su taller en Envigado a lo largo de 44 años, hasta su muerte, ocurrida en este mismo municipio el 11 de febrero del año 1951. Se deben a su talento creador las siguientes imágenes, hoy en posesión de la Parroquia de Santa Gertrudis: Los Doce Apóstoles, Santa Mónica, San Rafael, San José 65


IMAGINEROS / Orlando Morales Henao de la Montaña, El Corazón de Jesús, Nuestra Señora de la Victoria, Santa Rita, La Virgen del Perpetuo Socorro, San Francisco de Paula y la Virgen del Carmen. También son obra suya los retablos mayores de las iglesias de los municipios de Caldas, San Pedro de los Milagros, Briceño, Anzá, Sopetrán, San Jerónimo y Santa Bárbara. Su imagen del Resucitado, cuyo original se encuentra en la iglesia de Santa Gertrudis, motivó copias para las parroquias de Pácora, Rionegro, Tarso, Santa Bárbara, Santa Rosa de Osos, Jericó y San Antonio de Prado. El total de su producción se calcula en unas 500 obras, y de pronto más si no se olvida que también pintó retratos. Pero decir taller es decir, además de producción, enseñanza y tradición, continuidad de unos lenguajes plásticos dentro de un horizonte estético que no sólo conservó de lo heredado de sus mayores, sino que aquilató y diversificó. Sus ayudantes más conocidos fueron Manuel y Francisco Montoya, y sus hermanos Pedro y Jesús Osorio. Y como en esas décadas finales del siglo XIX y cuatro primeras del XX, Envigado fue epicentro de la imaginería religiosa en Antioquia, ocurría que las diferentes familias de artesanos y sus talleres fábricas de producción y escuelas de aprendizaje, competían en calidad y colaboraban entre sí, lo que contribuyó a la calidad del conjunto de esa producción imaginera, a su reconocimiento e influencia regional y nacional. Como ejemplo de ese apoyo mutuo, de la faceta opuesta a la competencia, se puede citar, en el caso de Misael Osorio, sus solicitudes repetidas a Francisco Eladio Rojas para que le hiciera Crucifijos encargados en principio a su taller.

El nombre y la obra de Misael Osorio son, entonces, capítulos sobresalientes en la historia de la imaginería antioqueña y colombiana, como historiografía, pero también como obra que se conserva en iglesias de distintos municipios del país, y es por eso parte viva de nuestro patrimonio cultural.

Misael Osorio. Dos Apóstoles. * Orlando Morales Henao. Maestro en Artes Plásticas, Universidad Nacional; Director de la Muestra Mundial de Caricatura Valle de Aburrá.

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José Gabriel Baena / HISTORIETAS

Tarzan, the Sunday Comics, 1931 / 1933

y publicado seis novelas donde aparece la ciudad o mejor todavía colonial Villa de Nuestra Señora de la Candelaria de Medellín de Indias... ¿Qué puedo decir? Nada, tó tá bien, frase insignia del filósofo Pibe Valderrama. Sigamos: ya antes he contado que además de leer desaforadamente y en desorden todos los libros que había en mi casa hasta que terminé el bachillerato, abandoné dos universidades y me fui a viajar, desde la primaria cultivé una vocación secreta por las revistas de historietas que mi padre, librero clásico, detestaba amablemente. Únicamente permitía a “Condorito”. Las de vaqueros y junglas había que mantenerlas debajo del colchón. Así, tanto tiempo después de dejarlas y acampado

53 años y medio después de hacer mi primera comunión y adquirir de inmediato el uso de razón porque el Espíritu Santo en forma de paloma se posó sobre mi cabeza motilada al rape, no al rapé ni mucho menos al infame rap, y aprender a leer (lo que fue mi perdición posterior para la carrera de negociante y pícaro paisa), finalmente en un instante de epifanía he recibido la revelación de lo que siempre debí haber sido profesionalmente y sin carnet: Lector de Historietas. Así de simple. Esto coincidió perfectamente con la declaración subliminal como escritor inexistente o exescritor –qué rica palabra- por parte de un evento botánico-literario que se realiza por acá en septiembre. Y yo que he escrito 67


ahora y para siempre en mi año 59 D.C., vuelvo a ellas y a mi verdadera vocación mediante la noticia fabulosa de la edición de la “novela gráfica” (expresión no exacta) de “Tarzan, the Sunday comics 1931-31”, que me acaban de traer desde Londres. Salida a la luz de la editorial Dark Horse el 31 de julio, en las dimensiones majestuosas en que aparecía en los periódicos de la época, 37 x 50 cmts., en papel fino de 150 gramos, pasta dura y a todo color, es un banquete para los ojos y deleite del corazón iluminado con las potentes tintas primarias usadas por el mítico dibujante Hal Foster, para los guiones de George Carlin. Digo que no es una novela gráfica sino una colección de varias aventuras extrapoladas de los libros originales de Edgar Rice Burroughs. La primera parte del libro son los trece relatos de las aventuras de “El Halcón del Desierto”, seriamente serializadas, valga la curiosa expresión, dándonos un vistazo en profundidad a la manera en que se contaban las historietas a inicios de los años 30. El texto puede a veces ser blando y melodramático o sentirse como un puñetazo en el estómago, pero ese era el estilo de la época. El volumen total presenta un puñado de mini-historias de una página y ocho relatos más o menos extensos, destacándose “La Saga Egipcia”, en una summa anglosajona de grandes aventuras, romances, humor, y más de un paso en falso con los asuntos raciales de esos días, tanto en los textos como en el arte acompañante. La editorial Dark Horse, se informa, dejó el contenido original intacto, y mientras hacemos muecas de hipócrita “moral correcta” ante las supuestas palabras antiéticas o frente al arte del dibujo cuando se

refieren a los esclavos de las tribus africanas, esos nos permite ver a viejos y jóvenes cuán lejos –o cuán pocohemos llegado a ser como sociedades contemporáneas o modernas, digan ustedes, yo soy totalmente pesimista, vean a Egipto, Siria, Farcombia. Volviendo a los dibujos y colores, el arte es preciso y realista: Tarzán aparece después de los combates magullado, cortado, ensangrentado, desmayado, casi al borde: close to the edge. Los fondos o “backgrounds” de los paneles son exquisitos. El color le agrega una fuerte patada al dibujo en tinta china y las páginas resplandecen con los colores primarios exaltados y algunas pocas mezclas de vinotintos y naranjas, gamas de azules y rojos. Incluso cuando vemos montañas desérticas a lo lejos, milenarias, iguales siempre, nunca nos aburrimos ni nos vemos abrumados por el sentido de la repetición. A principios de los años 30 no se usaban en las historietas los globitos blancos para los diálogos sino que se describían escuetamente los acontecimientos en cada cuadrito y los pensamientos de los personajes en una franja superior o inferior, o en recuadros en algún ángulo del dibujo donde no molestaran. Se introduce la obra con un par de textos necesarios sobre el dibujante Foster y sobre Tarzán. Foster empezó a dibujarlo en 1929 en tiras diarias para los periódicos, en blanco y negro -dice el prologuista Mark Evanier- antecediendo a las películas familiares con Johnny Weissmuller que se iniciaron en 1932, y luego de un corte temporal reanudó la tarea con su héroe en 1931, hasta el año 37. Dice Evanier que en este último año ya Foster había iniciado su también mítica historieta del “Príncipe 68


José Gabriel Baena / HISTORIETAS

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HISTORIETAS / José Gabriel Baena Valiente”, y que trabajaba con tanta dedicación en ambos asuntos que podía darse el lujo de tener material adelantado para dos meses. Se apunta que el Tarzán de Foster era preferido por Burroughs por encima del héroe medioeval (el Príncipe Valiente. Éste se publicó en “El Tiempo” de Bogotá durante varios años). Foster es más reconocido por sus dibujos del Amo de la Selva en sus instantes de feroz acción, mientras que las historietas del Príncipe son más estáticas, y se nota el rápido crecimiento artístico en los tres años que cubre este Volumen 1 de las grandes viñetas dominicales. Según Evanier, los guiones de George Carlin no son espectaculares sino que describen “aventuras estándard” aunque el personaje se adelanta a su época en el sentido de que se refrena de usar su poderosa y letal fuerza física (¿algo que influyó después en “Batman”?) salvo cuando es estrictamente necesario para salvar alguna vida o la suya propia. Los personajes “buenos” tienden a ser europeos, blancos carapálidos, mientras que los villanos son en su mayoría salvajes primitivos africanos o árabes caricaturescos. Las historias dominicales de Tarzan/Foster tuvieron un impacto obvio en una creciente generación de dibujantes de “comics” con sus esquemas de “Superman”, una combinación de perfección física y moral impecable. Tarzán derrota a los enemigos violentos más con el poder de su instinto que de su cerebro y su carácter es reconocido de inmediato como el de un especimen superior por sus pares antropoides, merced a sus talentos animales de husmear, fisgonear y escudriñar en la espesa jungla. Las maquinaciones e intrigas son transparentes y un poco ingenuas, por ejemplo, cuando aparecen hermosas y

adorables damas europeas en peligro que rápidamente son empaquetadas para su salvación con los caballeros disponibles que generalmente vienen en avionetas accidentadas o vapores de río naufragados, como sucede con la futura novia y esposa de Tarzán, la aristocrática Jane. -Sobre ésta también se ha publicado un volumen de lujo de sus aventuras africanas. El Tarzan de Foster se mueve como una persona real, de perfecta y detallada anatomía, y sus peleas son excitantes con toda clase de animales, cocodrilos, simios superiores, leones, panteras, dinosaurios y otros personajes terroríficos imaginados –en otras series, sobre las tierras prehistóricas de Pal-UlDon y Pellucidar, donde Tarzán llega al punto más cercano de perder la vida. Todavía recuerdo esta aventura como una pesadilla. Y el texto, confinado a las franjas y recuadros que describimos antes, no disminuye ni desmerece a las imágenes, que son la mayor fuerza de las historias. Algunas críticas iniciales, hace pocos días, apuntan a que hubiera sido bueno “restaurar” –retouch- las imágenes, dado que algunas páginas aparecen amarillentas, desteñidas o requemadas –por el sol de los desiertos en las aventuras árabes, diría vuestro renacido Lector de Historietas y para siempre exescritor anti-oqueño, pero esas son quejas mínimas, finaliza el ensayista Mark Evanier: “Tarzan -the Sunday Comics Volume 1 -1931/19333” es una excelente pieza de historia y de nostalgia”. Post-scriptum: recomendamos al lector que busque también las novelas gráficas de Tarzán con los suntuosos dibujantes Burne Hogarth y Russ Manning. Un banquete de papel para los ojos y la memoria.

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Escritos desde la Sala. Boletín Cultural y Bibliográfico de la Sala Antioquia. Biblioteca Pública Piloto de Medellín para América Latina Nº 21, noviembre de 2013

Diseño: José Gabriel Baena, David Felipe Jiménez Ochoa Directora General de la Biblioteca: Gloria Inés Palomino Londoño

Editor General: Jairo Morales Henao

Jefe División Información y Cultura: Cruz Patricia Díaz Cardona

Comité Editorial: Gloria Inés Palomino Londoño Cruz Patricia Díaz Cardona Juan Carlos Sánchez Restrepo Jairo Morales Henao

Coordinador Comunicaciones y Extensión Cultural (e): Juan Carlos Sánchez Restrepo

Colaboran en este número: Cruz Patricia Díaz Cardona, Luis Fernando González Escobar, Juan Fernando Mesa Villa, Mauricio Restrepo Gil, Álvaro Idárraga Alzate, Darío Ruiz Gómez, Gustavo Vives Mejía, Juan de Dios Lopez Cano, Sebastián Mejía Ramírez, Fernando Gil Araque, Heliodoro Atilano Barbudo, Luis Alberto Arango, José Gabriel Baena, Lilliana Vélez de Restrepo, Orlando Morales Henao, Anyelo López, Jorge Alberto Naranjo, Jairo Morales Henao.

Coordinadora Sala Antioquia (e.): María Yohem Taborda Cardona Biblioteca Pública Piloto de Medellín para América Latina Carrera 64 Nº 50 – 32, Medellín, Colombia Tel: 460 05 90 Fax: 460 05 92 Sala Antioquia: 460 05 88 Ext 306 y 319 Email: antioquia@bibliotecapiloto.gov.co Sitio web: www.bibliotecapiloto.gov.co

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NOTICIA / Lilliana Vélez de Restrepo

Archivo fotográfico de La Piloto, Patrimonio del Mundo Vitor Manoel Marques da Fonseca, presidente del Comité Regional para América Latina y el Caribe del Programa Memoria del Mundo de la Unesco (MoWLAC) confirmó la noticia: “La memoria en imágenes: Archivo Fotográfico de Medellín para América Latina y el Caribe”, fue incorporada en el Registro Regional de Memoria del Mundo. En la misiva, Vitor Manoel congratula a la directora “por todos vuestros esfuerzos a favor de la preservación y el acceso público al patrimonio documental de vuestra región”. Es la primera vez que una biblioteca pública en el continente americano recibe la distinción de Patrimonio Mundial de la Unesco, en este caso por el archivo fotográfico que posee la Biblioteca Pública Piloto de Medellín para América Latina. Para optar por este título, la biblioteca aplicó con todo el archivo y los respectivos protocolos que exige la Unesco. “Este reconocimiento es el estímulo que nos impulsa a seguir trabajando incansablemente por la preservación y conservación del patrimonio bibliográfico y documental de nuestra región y del país”, precisó Gloria Inés Palomino, directora de la biblioteca. Confesó que es la noticia que más la ha emocionado a lo largo de su vida profesional y explicó que esta distinción tiene un profundo significado no solo para la capital antioqueña sino para el país. “Significa asegurar este patrimonio como memoria del mundo, asegurar la producción fílmica y fotográfica a futuro”. Además, agregó, le va a permitir a la BPP participar en importantes concursos internacionales. A la fecha más de 200 libros se han publicado con fotos del archivo de la Piloto, que suman un total de un millón setecientas mil fotografías. Este archivo es uno de los cuatro más importantes en patrimonio fotográfico de carácter histórico en el continente y el mayor archivo fotográfico de negativos de América Latina. (El Colombiano, Nov. 21 - 2012) 72


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