Sin censura. Vol. 135

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SIN CENSURA



SIN CENSURA TAller de Poesía y creación literaria

Biblioteca Pública Piloto de Medellín para América Latina. Banco de la República

Vol. 135


C861.08

Sin censura: taller de poesía y creación literaria / Jorge Enrique Toro Salazar… [Et. Al] Medellín: Biblioteca Pública Piloto: Banco de la República : Fondo Editorial Biblioteca Pública Piloto. Vol. 135, 2010 232 p. ISBN: 979-958-97844-9-5 1. Poesía colombiana—Colecciones 2. Poesía antio queña--Colecciones

2010 Biblioteca Pública Piloto de Medellín para América Latina.

Diseño Carátula: Milton Arley Franco Díez. Diagramación e impresión: Litografía Dinámica Carrera 54 No. 56-59 PBX: 231 39 17 FAX: 231 21 26 e-mail: litodinamica@une.net.co


Contenido

Jorge Enrique Toro Salazar Accidente Encuentros Jorge Humberto Sánchez Franco El turno Claire Lew de Holguín La puerta de los caballeros El ritual Los Templarios El árbol de los ahorcados Juan Guillermo Valderrama Santamaría En Casa Verde El Suave Mi lazarillo Un día de lluvia Carmen Elena Paniagua López El juego del callar Después de tu piel Caracola vacía Líquida Al final Fusión David Gonzalo Henao Alcaraz Ladrón de iglesias Relato del indio José Bailarín

19 19 28 33 33 54 54 56 59 62 65 65 67 72 74 79 79 80 81 81 82 83 84 84 90


Eduardo Gorana TEROS Varnava Encuentro Yo soy el éxtasis El maestro Oración Pronóstico del tiempo Sofoco VARNAVA EL EREMITA Retiro en El Palmar Reflexión en el espejo Si encuentras al Buda, sigue buscándolo Verano Brisas Más allá de la experiencia El caso de la doctora Zaire Juan Manuel Estrada Jiménez Cosmogonía Apocalipsis Adán y Eva Serenata diurna Anatomía del amor Tao Arcano mayor David El andariego El secreto de San José Filogénesis Arte de Raimundo Lulio Dogma Divertimento Historia del espanto Sobre el destino de algunas cosas Canción

101 101 101 102 102 103 104 105 105 106 106 107 107 109 109 116 125 125 126 126 127 127 128 128 129 130 130 131 132 132 133 134 134 135


Javier Gil Gallego La zurda El sibarita de la muerte Daniel Castro Cano Superpesimista Aymer Waldir Zuluaga Vendedor ambulante La veleta Juan Diego Gómez Vélez Nuestra Señora de los Donores Uldario Herrera Espinosa El milagro maldito

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Todo aquel que se adelanta, se aleja o eleva por encima de los demás, deja expuesto su rabo a la mirada de todos. El avanzar, muchos lo ven como una ofensa y siempre ha despertado envidia, venganza y ambición. No hay apetito más voraz que el que despiertan las miradas, ni estás más inerme que cuando ofreces la espalda y tus ojos no ven. Siempre he sabido que la parte de mí que no alcanzo ni me puedo tocar, o no me puedo ver, la ven mis amigos y atrae a mis enemigos. Tal parece que lo mejor de la mala fama encuentra su apoyo en algún lugar de la espalda y aquello que no ve, no puede o no es capaz de manejar, es lo más apetecido de aquel ser a quien se necesita atacar. Si no te cuidas, encontrarán en tu rabo la manera para no dejarte avanzar y un buen punto de apoyo a la hora del ataque que ha de hacerte caer. ULDARIO HERRERA ESPINOSA (El león al perro).

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Preliminar Con la independencia intelectual que reconoce el título de este volumen funciona desde 1985 el taller de poesía y creación literaria del Banco de la República y la Biblioteca Piloto de Medellín. Por primera vez se publica un libro colectivo en el que participan catorce de sus integrantes, actuales o recientes. El propósito es de estímulo y apoyo. En años pasados se imprimió obra individual en el Fondo de la Biblioteca y por diversos editores, o particularmente por el autor. Se intercalan prosa y poesía porque el taller no practica la distinción absurda entre escritor y poeta. La poesía actual se escribe en prosa fragmentada, que erradamente se denomina verso libre. La buena prosa, así sea didáctica o expositiva, es también buena poesía. Poesía “es esto y esto y esto”. En el arte como en la vida, la valoración depende del observador. Unos les dan patadas a los perros y otros saben lo

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que es un perro. La gran mayoría de los seres humanos ignora lo que son ellos mismos. De ahí el impulso destructivo. El cuidado riguroso en la elaboración de sus páginas le confiere calidad profesional a los autores seleccionados. Ellos son conscientes de que los textos propios deben examinarse como si fueran del peor enemigo, y sólo publicarlos si pasan esa prueba. Se requiere paciente trabajo. Los individuos a quienes ningún camino les sirve nunca llegan a parte alguna porque siempre están perdidos. Es éste un taller de obras maestras; no de gramática elemental. La gramática del escritor es la misma del pintor. La pintura que representa a un niño pobre cuesta una millonada y constituye un bonito adorno en las salas de los Bancos. El énfasis en la autonomía del escritor y el respeto por las ideas y las expresiones artísticas se explica porque en la Colombia actual abundan las censuras extremas provenientes de grupos de toda clase –con diferentes intereses en pugna– de origen político, religioso, económico, social. Cada quién trata de imponer su parecer sobre los demás, obedeciendo todos al mismo viejo lema: “Por la razón o la fuerza”. El fanatismo que crean la religión y la política muestra lo nocivas que ambas son. No somos país civilizado. Civilización es ante todo convivencia. La censura que la ejerza cada lector para sí mismo según sus criterios, sin creerse autorizado para imponérsela a los demás. La tolerancia con el delito, so pretexto de defensa de los derechos humanos, como lo hace la justicia colombiana actualmente, es complicidad. Cuando le dicen a uno que no se debe afirmar

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nada, se lo dicen para fomentar el sentimiento de inseguridad a fin de inyectar sus interesadas mentiras. Debemos afirmar nuestras convicciones de hoy. Que otros afirmen las de maĂąana. Escribir bien es agregar a la literatura pĂĄginas que no sobren. El taller respeta la libertad de pensamiento y expresiĂłn. La responsabilidad por sus obras es de los autores.

Jaime Jaramillo Escobar

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Jorge Enrique Toro Salazar

Accidente Domingo 6 de octubre de 1996. Las actividades constructivas de la hidroeléctrica por fin parecen tomar ritmo y en el laboratorio los diseños y pruebas se han multiplicado. Al final de la tarde declina el fortísimo sol que acompañó toda la jornada y plomizos nubarrones cubren el cielo. Una vez finalizadas las labores, gran parte del personal toma rumbo a sus lugares de descanso, mientras Julián, Alirio y yo esperamos impacientes nuestro retrasado transporte. Cumpliendo lo previsible, de un sólo golpe se desata un implacable aguacero. Soportamos un severo invierno desde hace varios días, pero este vendaval, acompañado con una feroz tormenta de relámpagos y truenos, es el más despiadado de la temporada. Por fin, a las siete menos diez llega la buseta y abordamos; viajan además cuatro empleados del almacén y Javier, el conductor. El trayecto, en descenso y sinuoso, corresponde al de una típica carretera montañosa, con la ladera a un costado y el precipicio al otro. Ampliada hace poco con motivo de la obra, posee una banca inestable y, por ello, frecuentes desprendimientos y ocasionales

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derrumbes mayores. Éstos vienen repitiéndose especialmente en un lugar: un paso donde la ladera –un talud empinado de no menos de ochenta metros– desparrama casi a diario material sobre la vía y amenaza con desplomar grandes volúmenes. La cuneta ha desaparecido bajo el material caído y, por tanto, cuando hay precipitaciones importantes lo atraviesa un arroyuelo, conformado con las aguas lluvias que bajan de la cuesta y el desbordamiento de una quebrada que surca la cima de la montaña. Llegados al sitio, Javier detiene la marcha y observa en detalle: las plumillas sobre el parabrisas apenas despejan el agua que cae a borbotones, las luces delanteras permiten ver una carretera parcialmente invadida con piedras y un ancho cauce amarillento; un fluido lodoso que rueda desde la montaña, se extiende sobre la carretera, la sobrepasa y continúa descendiendo por el despeñadero. Guardamos un silencio nervioso, un mudo recelo y una secreta premura de arribar al abrigado campamento. Pasados algunos segundos que parecen eternos, Javier se decide: engrana el primer cambio y reinicia la marcha adentrándose en el paso. Volteo para observar el caudal que desciende por la ladera, pero no alcanzo a verlo, sólo advierto un durísimo impacto en el costado del vehículo y una inmensa mancha oscura que se desparrama sobre las ventanillas. El vehículo se desliza de lado hacia el abismo sin dar tiempo a ninguna reacción, rebasa la carretera y expedito empieza a descender por la pendiente. Perdemos el aplomo sobre los asientos, como en un barco sacudido por una furiosa ola y el pánico se apodera de todos. Varios segundos después –tal vez seis, tal

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vez diez–, tropieza contra algo y se detiene. Algo sorprendente sucede en el impacto: la última ventanilla del lado izquierdo –opuesto al de la puerta corrediza de acceso– se desprende dejando una abertura que sirve como atajo de evacuación. Por allí empezamos a salir apresurados, temerosos de que la buseta se desatranque y siga rodando. Ya sobre el terreno, observo: el vehículo se ha detenido de espaldas al precipicio contra el grueso muñón de un árbol talado; las farolas encendidas muestran el trayecto por donde rodamos, a primer cálculo unos cincuenta metros; hacia abajo se advierte un declive profundo; a la izquierda un área boscosa, a tal vez media cuadra; tomamos esa dirección. El suelo es un barro encharcado y flojo, continúa lloviendo muy fuerte y la tormenta eléctrica, ahora ventajosa, ayuda mucho a orientarnos. La marcha es complicada, tengo las gafas empapadas y mis ochenta y cinco kilos más el peso de la ropa empapada y enlodada hacen que me entierre a cada paso en el piso gelatinoso. Apenas recorridos unos cuantos pasos resbalo en un fango blando, ruedo algunos metros y quedo encajonado, a la altura de las caderas, en una especie de garganta de material duro, con las piernas sumergidas en un lodo espeso. Apremiado, pretendo liberarme, pero carezco de un punto de apoyo firme desde el cual impulsarme con brazos o pies. Mientras busco una solución, advierto a dos compañeros rezagados transitando la ruta unos metros arriba y desplazando a cada paso un barro flojo que escurre directo a mí. Grito pidiéndoles cuidado porque están complicando mi problema. Con desespero lo retiro hacia los lados, pero no logro hacer mucho para resolver mi situa-

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ción. Mientras estoy luchando por desatrancarme, escucho un ruido como de una corriente vertiginosa y, cuando levanto la mirada, veo un alud enorme precipitándose sobre mí. Soy desclavado del lugar por un furioso flujo que roba mis gafas y arrastra conmigo. ¡Desciendo expedito en un desenfrenado río de agua y lodo! Boca arriba, con los pies por delante, enceguecido por el barro, a merced de la revoltosa corriente, sin forma de sujetarme a algo, de interponer un pie contra cualquier obstáculo, de enterrar mis dedos en el piso; impotente por completo, alcanzo a pensar “hasta aquí llegué”. Lo único que atino a hacer –casi maquinalmente– es tratar de impulsar el cuerpo a un costado para salir del cauce central. ¿Cómo se hace? ¡No lo sé! Sin punto de apoyo no parece haber razón para lograrlo. No obstante, gracias tal vez al instinto de conservación, a un movimiento reflejo, a la buena suerte, o a alguna energía desconocida, consigo desplazarme hacia un lado donde hay menor bravura y, entonces, mis miembros rozan suelo bajo la corriente. Con desespero, braceando frenético, luchando por sujetarme al terreno firme bajo el lodo, logro menguar el descontrolado descenso y… por fin, angustiado, me aferro a una enorme piedra en el costado de la corriente. Raudo me levanto y me pego de cara a ella como si fuese un imán. Extenuado, con la respiración agitada, el corazón saltando, dolor en brazos y piernas, sintiendo a espaldas el furioso correr de las aguas, adquieroconciencia de mi gran problema. El chaparrón se ha convertido en una pertinaz llovizna; con ella limpio mi rostro y empiezo a reconocer el lugar gracias a los fogonazos en el cielo. La

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piedra alcanza unos tres o cuatro metros de altura. A izquierda, un siniestro vacío presagia una caída; a derecha, a pocos metros, se ve un empinado talud terroso, formando un lado de la cañada por donde baja el encrespado río; arriba, a unas dos cuadras, se observan las luces rojas de los stops de la buseta. Pronto intuyo un tenebroso suceso: la imagino desprendiéndose, bajar desenfrenada por el cauce, estrellarse y aplastarme contra la roca. Asustado, decido moverme para rebasar la piedra y tratar de escalar el talud. Con movimientos lentos, deslizándome contra ella, avanzo hasta alcanzarlo: es una formación arcillosa entremezclada con arena y piedrecillas, bastante pendiente y de similar altura que la piedra; luego parece declinar un poco y poseer alguna capa vegetal. Comprendo que escalar esta pared significa ponerme a salvo, pero también que resbalar en el intento implica caer directo a la corriente y una alta probabilidad de morir. La amenazante buseta y el torrente que roza mis talones me inducen a continuar. Escarbando con los dedos labro un hueco a la izquierda de mi cabeza, meto mi mano y presiono hacia abajo con fuerza: resiste; repito la operación a la altura de la cintura haciendo un escalón para el pie izquierdo; luego, trabajo igual sobre mi derecha y consigo los cuatro primeros puntos donde apuntalarme. Reposo aunando fuerzas, sopeso otra vez mi situación, me reafirmo en la intención, recurro a mi íntimo positivismo, hinco manos y pies en los huecos y abandono el suelo. Sigo excavando y ascendiendo, febril pero cuidadoso, veloz pero precavido. Después de un largo y denodado esfuerzo logro so-

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brepasar esta primera parte y quedo tendido, con las piernas aún en la zona vertical –las botas metidas en sus respectivos escalones– y de la cintura para arriba en una posición más reposada, sobre un terreno menos pendiente. Estoy agotado, adolorido y satisfecho. Mientras descanso la lluvia arrecia y decido continuar. Adelante, a unos metros, hay un árbol caído, paralelo a la cañada: sus ramas, desplegadas cual brazos, se extienden generosas hacia mí. Enterrando frenético los dedos y las punteras de las botas me arrastro sobre el exiguo pasto colmado de agua y barro, para acercarme poco a poco al objetivo. Exhausto, logro rozar el extremo de las hojas y acelero con renovado brío, logrando en un impetuoso envión asirme a una gruesa rama. Agarrado con fuerza me pongo de rodillas, gateo hasta el tronco principal y sobre él me siento. De momento creo estar seguro y determino que lo mejor es esperar ayuda o –en el peor de los casos– aguardar el distante amanecer antes de moverme. Los relámpagos han declinado, pero aún sirven para reconocer el lugar: estoy unos cinco metros por encima del nefasto lecho; horizontalmente nos separa una angosta franja a manera de talud; hacia adelante, abajo a izquierda, se perfila el contorno de la piedra donde me detuve; a espaldas –en dirección a la carretera– se ve un barranco zigzagueante, desplomándose a tramos sobre el lecho; a derecha hay una tupida vegetación y un pequeño arroyo a escasos pasos. Advertido del desprendimiento de fajones de tierra más arriba, presiento que asimismo el riachuelo puede erosionar el terreno y provocar su colapso. Concluyo que tengo que cambiar de lugar, aunque la

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única opción es adentrarme en la tupida vegetación, en donde, al igual que en toda la región, abundan las serpientes venenosas. A pesar de temerles al extremo, prefiero arriesgarme con tal de eliminar todo riesgo de caer de nuevo al agua. Penetro en el monte con la convicción de caminar siempre en ascenso. Arriba, en algún momento, encontraré la carretera. Estoy en un pastizal alto, tupido, de hojas largas, filosas y llenas de pelusas; la cuesta es pronunciada y, como única posibilidad de ascenso, me impulso aferrándome a manojos del cortante follaje. A pesar del cansancio, el miedo a los reptiles hace que no desfallezca en mi empeño. De pronto, escucho gritos lejanos diciendo “¡Olaaa!” a intervalos. Llegó ayuda –pienso– y comienzo a responder. En breve lapso aparecen tres hombres ágiles y fuertes, provistos de linternas, cuerdas y machetes: son del área de seguridad de la obra. Gracias a su pericia salimos pronto del pastizal y emprendemos el ascenso por entre árboles y troncos, por una trocha empinadísima de piso gredoso. Voy prácticamente remolcado: uno hala de mi mano mientras los otros me empujan desde atrás, o hacen caballete para mi pie en cada escalón desmesurado. Dejamos atrás esa área y llegamos a un punto abajo de la carretera, separados de ella por una pendiente de arcilla suelta, amarillenta y lodosa de tal vez doce metros. Desde arriba lanzan una gruesa soga, empapada y jabonosa, que agarro con la insignificante fuerza que me queda; sin embargo, cuando jalan desde arriba resbala entre mis débiles manos. Advirtiéndome incapaz, uno de mis auxiliadores la toma, le da vuelta en su cintura, la pasa entre los muslos, se coloca detrás de mí y empu-

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jándome asciende hasta la vía. Arriba, los hombres me preguntan: –¿Está bien? Respondo que sí y entonces, dándome la espalda, vuelven a sus tareas. Desorientado y confuso, miro en todas direcciones hasta que identifico el lugar: estoy un poco adelante del sitio del percance, en dirección del campamento; más allá veo la luz de una ambulancia parqueada y camino hacia ella. Casi llegando se acerca un conductor de la Administración preguntándome exaltado si soy uno de los accidentados; le respondo y entonces me introduce en una camioneta y partimos. Conduce a altísima velocidad; voy sentado a su lado, callado, abstraído, con las imágenes de lo ocurrido volteando en mi cabeza. A pesar de todo, intento poner atención a la carretera, porque sigue lloviznando, hay muchas curvas, el piso es inseguro y el hombre viaja “a todo dar”. Pienso: “no me mató el accidente, pero éste sí lo va a hacer”. En la desviación que conduce al campamento, el hombre dobla y sube a toda marcha la recta y larga cuesta, sonando el pito una y otra vez. Al llegar al portón –ya abierto–, el vehículo quiebra la curva, penetra veloz, se dirige al centro médico y frena en seco. Hay muchos empleados expectantes, pero el médico y dos improvisadas asistentes de inmediato me conducen al consultorio. Como estoy embarrado de pies a cabeza me hacen un examen preliminar sentado en un taburete. No encontrando a primer momento signos de gravedad, el médico, señalando un baño, me indica que tome una ducha. Ya bañado –dejados en el piso del recinto mi grotesca indumentaria y lodo por doquier– tomo una pequeña toalla de manos, la única que encuentro, y con ella salgo medio desnudo. Me recuerdan la ropa.

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Les digo: –“Bótenla toda”, y manifiesto mi deseo de subir a la habitación y vestirme. Salgo del centro médico, eludo a los numerosos curiosos que desean conocer detalles señalándoles mi precaria vestimenta, y monto en la camioneta que sigue esperándome. A solas, en mi cuarto, percibo los dedos en carne viva, las uñas desechas, manos y brazos llenos de cortaduras, el cuerpo raspado y adolorido, la cara en el espejo desencajada, amarilla y pesarosa. En este instante siento por primera vez un peso abrumador, empiezo a darme cuenta de que increíblemente estoy vivo, que la muerte se me ha acercado más que nunca. Un vacío en el estómago, un nudo en la garganta, una indefinible tristeza, una percepción de lo efímera que es la vida, un cavilar en los tantos caminos recorridos, en los muchos sueños en proyecto, en las mil cosas inconclusas, en cuánto se puede extinguir en un instante. Todo eso me llega al unísono y entonces, abatido, desencantado, comprendo que cada vida, cada quién, es apenas un minúsculo grano de arena derivando en un océano enigmáticoy arbitrario. Me invade una gran urgencia, una urgencia inaplazable. Salgo y subo al vehículo. Le digo al conductor: “Por favor, lléveme a las oficinas, debo hacer una llamada”. Marco el número y cuando escucho su voz del otro lado, las lágrimas invaden mis ojos mientras con voz quebrada digo: “Mamá, estoy vivo”. Nota:

Dos personas murieron en el accidente: Alirio –compañero del laboratorio– y un empleado del almacén. Al parecer ambos bajaron de la buseta por la puerta corrediza y de inmediato fueron arrastrados por el torrente, que lue-

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go, en algún momento, cambió su curso y me encontró en su camino. Los demás compañeros de viaje –aquellos que bajaron por el hueco de la ventanilla– pudieron avanzar y guarecerse en una especie de islote donde permanecieron juntos; fueron ubicados pronto, pero el rescate demoró por la dificultad para llegar hasta ellos. Javier, el conductor, fue el primero que salió de la buseta, por la puerta de su lado. Sorprendentemente logró salvar los obstáculos, llegó a la carretera y buscó ayuda. El cadáver de Alirio fue recuperado varios días después en la ribera del río Porce, algunos kilómetros abajo del sitio del accidente. El cuerpo del otro compañero nunca apareció; se cree que quedó enterrado bajo el lodo. La buseta permaneció inmóvil, atrancada contra el muñón del árbol, y al día siguiente fue recuperada utilizando una grúa. Si todos nos hubiésemos quedado en ella, tal vez nadie habría muerto. Febrero de 2005. – Agosto de 2005.- Junio de 2006.

Encuentros Año 1998 Una insólita tristeza me acompaña. Ningún infortunio personal la provoca, pero estoy sin duda alicaído. Ayer me encontré con un viejo compañero de mis épocas de estudiante, pero después de verlo, en lugar de sentirme contento, lo que ahora experimento es desazón.

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Fue en pleno centro de la ciudad, en el restaurante-bar de la plazoleta cercana a la universidad, donde años atrás, como grupo de camaradas, departíamos y merendábamos. Entré por casualidad a hacer un reposo en mi recorrido y tomar un refrigerio. De pronto lo vi llegar y dirigirse a la barra con evidente apuro. En principio dudé y me creí equivocado, pero detallándolo comprobé que en efecto era él. Estaba muy diferente, enjuto, demasiado canoso y con el semblante afligido. Me levanté y fui a su encuentro. Al percibirme extendió su mano, evidentemente timorato. Saludándolo efusivamente le invité a tomar asiento. Aceptó, creo que por decencia, aunque antepuso que sería sólo un momento porque iba apurado. Mientras se acomodaba, advertí en su figura el paso de los años. Algo similar me ha sucedido, pero su deterioro era abismal y su compostura traslucía una inocultable zozobra. Sentí secreta pena y preferí no preguntarle nada, esperando que él hablara. Eludiendo mi mirada, apenas balbuceó unas cuantas e impersonales palabras; luego se quedó mudo y a todas luces inquieto, como si estuviera en una encrucijada. Enseguida se levantó y me dijo “suerte” mientras giraba hacia la puerta. Me puse de pies con el deseo de abrazarlo, pero no me dio esa opción. Se fue casi huyendo, al parecer de mí. Quedé perplejo mirándolo mientras partía: cabizbajo, receloso y raudo en su paso. Volví a mi asiento, confuso, inquieto, contrariado. ¿Cómo explicarme esa actitud, esa evasiva, ese dolor? Conocí a Pedro José en tiempos de estudiante. Co-

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incidimos en varios cursos y entablamos amistad. Era un muchacho estructurado, de maneras lustrosas, cabal en su juicio y de certero argumento. Tenía las cualidades de un líder natural: carismático, franco y agudo; siempre risueño, alegre y de prédica excepcional. Estaba lleno de sueños, de ideas concretas y audaces; y manejaba una independencia y osadía únicas. Nunca supo de miedos, desfallecimientos o abdicaciones; era un luchador porfiado, aunque jamás de rudezas. Y ayer cuando lo vi partir, huir diría mejor, quedé aturdido sin poder imaginar por qué le cambiaron así los años. ¿Qué le sucedería para experimentar tan radical viraje? ¿Quién o qué habría doblegado de tal manera su espina?, ¿Por qué esa mirada hacia el suelo, esa voz insegura y esa actitud de vencido? ¿Qué le sucedió a ese portento, a ese gladiador de la vida? ¿Por qué esa muda desconfianza? ¿Por qué tan parco? Año 2004 Hace algunas horas supe que murió Pedro José. Tan pronto me enteré, negros presentimientos rondaron mi cabeza y me di a la tarea de averiguar los detalles. Mi informante, en medio de su congoja, accedió a relatarme la historia. Concluidos sus estudios, Pedro José se dedicó a constituir una empresa y en breve tiempo le florecieron prestigio y bonanza. Después contrajo matrimonio y tuvo un hijo varón. Vivía feliz y el dinero no le faltaba. Pero, un día aciago y tortuoso, la desgracia anidó en su vida: una banda de antisociales le secuestró

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hijo y esposa; raptándole a más de ellos toda su alma y sus sueños. Pedro José, enfrentando la desventura, expedito gestionó el rescate. Le pidieron una fortuna, él vendió sus pertenencias y, recogida la inmensa suma, la entregó sin reparo. Sin embargo, los insensatos retuvieron a los suyos y le exigieron otro tanto. Pedro, arrinconado por el desespero, raudo fue a los bancos y se endeudó en gran cuantía, esperando con ello encontrar solución. Sus esfuerzos fueron infructuosos, no los liberaron. Y, para peor, transcurrido un año, le hicieron saber que su pequeño había muerto. Pedro se derrumbó: pobre y destrozado, perdió la claridad, se le minó el coraje y fue cayendo al abismo. Vencido por la adversidad sólo atinó a rogar al indiferente cielo y a los brutales raptores. Y así, cada vez más decaído, cada vez más temeroso, impotente vio transcurrir los años, aferrado apenas a una ínfima esperanza. Después de diez años eternos, día a día sumados, le hicieron saber que liberarían a su esposa. Él resurgió creyendo que retomaba la vida y ansioso fue a su encuentro con renaciente alegría. Ésta duró nada, se la entregaron grave, postrada por el sida. La recogió entre sus brazos y le prodigó mil ternuras, pero su tarea fue inútil; el avanzado mal no tenía ya paliativos y menos aún remedio. Poco a poco se fue extinguiendo entre infinitos dolores y unos días después murió. Calamitosos nubarrones envolvieron su existencia y Pedro supo que su vida ya no tenía cimientos. Esta mañana, a primera hora, emprendió ese incógnito

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viaje del que nunca se regresa. Partió en búsqueda de los suyos, con la pretensión de encontrarlos y compartir lo que aquí, sin motivo, les fue negado. Tal vez ese acto sea infructuoso, tal vez más allá nada exista. Sea como fuere, se apagaron sus tormentos, se clausuraron sus dolores.

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Jorge Humberto Sánchez Franco

El turno I ¡Ay Dios mío, mirá que resultó cierto lo de la lista, esos paracos no perdonan! ¡Ay Dios mío, te doy gracias por esta desgracia tan espantosa! Yo no sé si vos me escuchás o si él me pueda escuchar todavía, aunque de nada vale decirle o no decirle, siempre fue así. Te lo entrego, lo pongo en tus santas manos, no de la mejor manera, no como todo padre sueña entregar a su hijo, realizado y feliz. No Señor, pero ahí lo tenés, como hace tiempo debió de estar. Hasta que lo consiguió. Y te doy gracias porque en medio de mi dolor, sé que hoy nace la paz de puertas para adentro; hoy por fin escuchaste los ruegos desesperados de una madre que, queriendo hacer el bien, parió un tormento. Casi toda la vida fue así, gran parte afuera y poca adentro. No se me hace extraño, aunque me duele inmensamente, verte ahí tirado. Sí pudieras ver la posición en la que estás, del cuello para arriba adentro de la casa y el resto del cuerpo en la acera, comprenderías que así viviste, gran parte afuera y poca adentro. Hace una hora tu madre te rogaba que no

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salieras, como de costumbre, como cada interminable noche. Pero el aturdimiento demencial en el que te metías antes, durante y después de tus aspiradas, de esas aspiradas que te quitaron toda aspiración, te hizo salir a buscar la solución definitiva. Después de limpiar toda esta sangre y de que la policía te recoja y te lleve, se empezará a limpiar el hogar. Mientras tanto, no me queda más remedio que halarte de los pies para que inicies tu salida definitiva. Con todo el amor del mundo te digo que nunca debiste haber habitado esta casa. Ahí quedás acompañado de todos estos curiosos, preocupados por saber cómo te mataron. Yo por mi parte me tengo que entrar, ya vos terminaste como viviste. Mi preocupación ya no sos vos. Adentro está tu mamá tirada en el piso y sin sentido. Por fortuna se desmayó cuando escuchó los disparos. Voy por ella; es lo que me queda de vida. Por tu mal proceder también estamos en la lista; sólo nos queda esperar nuestro turno.

II Cuando los paracos borraron de la lista a mi hijo, el nombre de mi esposo y el mío ascendieron en ella, pero por fortuna y aunque con medio corazón, en la lista del de arriba, del que todo lo puede, estamos muy abajo. Aún tengo ese olor penetrante a sangre y a pólvora; menos mal que no me tocó verlo ahí tirado. Me hubiera enloquecido. Aunque no lo vi, no se me borra esa imagen de la cabeza. ¡Qué tristeza de mi muchacho!, seguramente por tratar de huir corrió a esconderse en la casa, y del susto no fue capaz de

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abrir y cerrar la puerta con la suficiente rapidez, pero siquiera que fue así, y que Diosito me perdone. Donde logre cerrar, tumban la puerta y nos masacran a todos. Lo cierto del caso es que, en el último instante de su vida, por primera vez la casa fue importante para él. Ese pobre muchacho sólo venía a comer, a vestirse y a exigir. Se pasaba los días enteros durmiendo, y las noches entrando y saliendo con esos ojos como endemoniados, que parecían brasas perdidas en medio de la nada. Era más de la calle que de la casa, como dice el viejo: hasta por eso sería que quedó ahí estirado con la cabeza adentro y el resto del cuerpo afuera, en el andén. Puede que no me crean, dirán que son imaginaciones mías. Cuando escuché los disparos se me paralizó el corazón, caí redondita al piso y lo sentí encima de mí, como cubriéndome para que no me vieran. Yo desde arriba, desde el techo de la casa, podía ver mi cuerpo desparramado y con algo encima que se parecía a él, mejor dicho, yo sé que era él. Y cuando el hilo de sangre atravesó la sala y entró a la pieza donde yo permanecía inmóvil, como muerta, desde donde me encontraba flotando podía ver que mi mano estirada salía a su encuentro, y sé que mi mano pudo sentir cómo su corazón se apagaba lentamente. Yo sé que a través de su sangre me comuniqué con él para acompañarlo en su viaje definitivo, para ayudarlo a pasar a la otra vida. Esa gente pasó por encima de él, despacio, dándole vuelta a su carita empujándosela con la punta de los zapatos y siguieron para donde yo estaba, pero no me vieron. Y algo más raro ocurrió, no sé qué fue, pero lo cierto es que ellos se asustaron y salieron despavoridos, como alma que lleva el diablo, brincaron sobre el cadáver y se inter-

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naron en la noche. Mientras tanto yo me refugiaba de nuevo en mí, y al hacerlo noté que ya sólo tenía medio corazón. Y con ese medio corazón estoy aprendiendo a querer a mi hijo de otra manera, desde la comprensión y el olvido.

III María Pueblo: así se llama la señora de mi barrio, la señora de tu barrio, así se llaman las señoras comunes y corrientes, y así se llama la señora a quien le mataron a su hijo, y al que en una oscura madrugada vengó sin violencia. María Pueblo, entreabriendo la puerta, pudo ver aquella cara que tanto había querido esquivar desde antes del asesinato de su hijo. Le parecía espantosa porque le representaba la muerte. Impulsada por un acto reflejo, cerró la puerta de un golpe. –“Doña María, perdone que le toque la puerta a estas horas”. Eran las tres de la mañana. –¿Qué quiere? Usted sabe que aquí no lo queremos. ¡váyase! –Tranquila doña María, yo siempre supe que usted le prohibió la amistad a su hijo conmigo, ¿pero sabe qué? Yo sé quien lo mató, yo sé quién tumbó a mi parcerito, y vengo a cumplir con mi promesa. Nosotros juramos vengarnos el uno al otro si nos quebraban. A ese pirobo lo tengo allí en la esquina, borracho y trabao, la vuelta está sencilla, todo está oscuro, yo dañé el transformador de la energía, pero yo no le puedo dar bala, porque si lo mato se llevan a mi viejita, y

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eso es lo único que tengo en esta vida. Usted sabe que cuando no lo encuentran a uno, le quitan lo más querido. La vuelta está sencilla, de usted nadie va a sospechar; ahí le dejo el fierro, el mismo conque esa gonorrea mató al parcerito. Sencillo: se lo pone en la cabeza y listo, uno o dos pepazos, se pierde, y al rato sale como si nada. No la piense, récele a su hijo y sáquese ese entripao tan hijueputa. Ahí se lo dejo, yo no he visto nada y usted no ha oído nada. María Pueblo, en medio del temblor que se había apoderado de ella, esperó un tiempo prudente, abrió la puerta y, espiando en medio de la oscuridad de la madrugada buscó con sus dedos, y un frío de terror y angustia le subió por la espina dorsal. ¡Ahí estaba! Lo tomó, cerrando la puerta se recostó en ella, y con el revólver abrazado contra su pecho respiró fuerte para no caerse. Su esposo había estado escuchando en silencio desde la habitación contigua a la salita. María Pueblo repasó en fracción de segundos lo sucedido: su hijo asesinado y atravesado en el mismo sitio donde ella se hallaba, con la cabeza adentro y el cuerpo tirado en la acera, su profundo dolor, su impotencia. A pesar de ello no pudo evitar pensar en la madre de su posible víctima, se dejó caer sobre una de las sillas de la sala, y en medio de la oscuridad soltó el arma en la mesita de centro. María Pueblo sabía que estaba a punto de acabar con el peor criminal del barrio, y que con ello les haría mucho bien a todos, pero le dolía el dolor de aquella madre. Recordó que, por culpa de su hijo, tanto ella como su esposo estaban en la lista fatídica. Podría tratarse de una trampa. El miedo y la rabia se apoderaron de su alma. Respiró profundo y, como impulsada por una extraña fuerza de moribun-

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da, abrió la puerta y se internó en la oscuridad de la calle, decidida a lo que fuera. Sonaron dos disparos, secos, certeros, implacables. El victimario de su hijo cayó tendido a su lado. María Pueblo le cerró los ojos con ternura.

IV Que tristeza vecinita, mataron al enamorado, el vigilante del barrio. Todos sabíamos, él también, que era uno de los doscientos muertos prepago. Sí, prepago, como lo oye. Es que en este pueblo pagan por anticipado las ejecuciones de quienes estén en las listas negras –como ellos, los paras, las llaman– dizque porque en ellas están todas las porquerías que hay que borrar del mapa para que no sigan haciendo daño a la sociedad, o para cortarles definitivamente las alas a quienes van cogiendo más poder del permitido. Es que en esta sociedad se perdió, o más bien, nunca ha habido autoridad. Entonces se impone la ley del más fuerte. Claro que todos sabemos que ese “fuerte” significa asesino. Lo acribillaron en las horas de la madrugada, como a las cuatro o cinco. Unos dicen que estaba terminando su jornada nocturna, su último recorrido. Esta madrugada no tocó a mi puerta, como de costumbre. Todos los santos días pasaba de casa en casa con lista en mano, sirviéndoles de despertador a todas las personas del vecindario que teníamos que madrugar a trabajar. Otros dicen que estaba perdido en la borrachera. Lo que se sabe es que todo estaba bien planeado, porque toda la noche pasamos sin luz en el barrio. Dañaron el transformador y las

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calles estaban desiertas. Desde temprano regaron unos volantes advirtiendo que, al que encontraran mal parqueado después de las nueve de la noche, lo tumbaban. Para quien no hubiera conocido al enamorado le habría quedado casi imposible imaginárselo físicamente, a pesar de su bravura y el respeto que todos aquí le teníamos por el poder que había cosechado en los últimos tres años. Era un hombre de pequeña estatura, yo creo que más chiquito que Napoleón pero más bonito, tenía una cara pulida, con barba en forma de candado, siempre olía bien, le gustaban las buenas lociones y su pelo permanentemente engominado. Lo llamábamos el enamorado por su elegancia y amabilidad, especialmente con las damas. Casi todo el mundo lo quería, porque arreglaba los problemas conversando con los implicados: las deudas, las peleas entre vecinos, los pequeños hurtos. Era muy justo con todos, pero ¡ay del que no cumpliera! No era común verlo de mal genio, pero lo dejaba ver fácilmente, en especial después de llamarle la atención a los muchachos reincidentes, que se portaban mal a pesar de sus advertencias, pues ello significaba que después del segundo regaño vendría una pela, y en el tercero el castigo definitivo: borrarlos de este mundo. Sentía desprecio por todos los viciosos y sicarios, aunque de alguna manera vivía de ellos y por ellos, pero muy especialmente yo creo que también sentía desprecio por sí mismo. Su postura justiciera, a veces conciliadora y caracterizada por un inmenso poder, no era más que el ropaje para no dejar traslucir su verdadera identidad. Sabía que no tenía escapatoria, que de la misma manera en que él había decidido so-

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bre la vida de aquellos que fueron borrados del mapa por su propia mano, o por el alcance de sus órdenes implacables, asimismo sus jefes lo mandarían matar, y lo más probable, a través de los propios sicarios a su mando. Era consciente de convivir con sus sepultureros. Estaba seguro de que en cualquier momento lo matarían, que al menor descuido, alguno de sus obedientes muchachos daría el paso definitivo para pararse sobre su cadáver, y así poder ascender en la escuela del crimen, ocupando su lugar. Es que el control de las casas de vicio, y la cuota semanal que en cada casa del barrio pagamos para mantener a kilómetros a los rateros y a los mariguaneritos, producen muchas ganancias que sirven para agrandar todos los días el negocio, comprando más armas y vinculando más personal; pero también produce mucha envidia. El dinero corrompe hasta a los más corrompidos. Como ve, vecinita, no hay enemigo pequeño. ¡Hasta del enamorado se enamoraron! Yo creo, vecinita, que todos estamos en turno.

V La niña sí entendía, y más de la cuenta. El hecho de no querer hablar con las personas no significaba que no entendiera, o no supiera lo que le estaba sucediendo. Era ella quien de verdad sufría la maldición de haber nacido y haberse criado en ese mundo de miseria. De haber nacido inscrita en el libro de los abusados y desprotegidos. En este pueblo algunos mueren cuando les llega el turno en la lista negra; otros empiezan a morir desde

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niños, lentamente y sin misericordia. –Ya casi me tengo que ir, ya no me importa que te quedés sin pelo. Aquí nadie te va a dar nada. A mí me encierran en una casa de gamines, y a vos te dejan por ahí. Te vas a perder en la calle; te dejan libre para que te murás de hambre. Como dice el padre en misa: esta es la vida que nos tocó. A vos te pegan y te echan de todas partes a las patadas, y a mí, mirame a mí, qué injusticia. A ese señor que vive con mi mamá nunca le hacen nada, no le pasa nada. Me toca la cosa y me amenaza; en cambio a mi papá se lo llevaron pa la cárcel. Mi mamá dice que ese señor no me toca, que esos son embustes, pero él sí me toca. Es que ella lo quiere más a él, más que a mi papá y a mí. Después del alboroto que se había presentado a la media noche, cuando la turba casi lincha al viejo, el frío de la madrugada se fue apoderando del lugar y se metió a las casas de cartón y madera. Sólo quedaban la vecina que dormía a ratos, y la pequeña que susurraba al oído de su mascota su propia desgracia, mientras sostenía sobre los delgados muslos la bolsita de ropa que le habían empacado, su equipaje. –Yo estoy muy triste porque no vas a tener con quién jugar, y nadie te va a dar comida. Mirá cómo estás de flaco y de pelado de tanto rascarte; se te está cayendo todo el pelo. Allá arriba, en la casa de mi mamá, tienen otros dos perros. A vos no te quieren, por culpa mía, porque nosotros nos vinimos con mi papá cuando ellos peliaron, y por eso ya no te reciben. Pero tranquilo; a mí tampoco me reciben, y menos con lo que nos pasó. Acordate de lo de anoche, cuando mi papá llegó todo borracho, me quitó la ropa y me dio un mundo de picos y me metió el pene en

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la cosita; entonces yo me puse a gritar porque me dio mucho miedo y me estaba doliendo mucho. Vos sos muy lindo, yo sé que a vos también te dolió, vos también estabas llorando, ladrabas, ladrabas y le ladrabas. Me querías ayudar, pero vos sos muy chiquito y no me podías ayudar. Como llegó borracho dejó la puerta ajustada, y doña Inesita, la señora de enseguida, entró con ese mundo de gente, seguramente porque oyeron mis gritos y la bulla tuya. ¡Pobrecito mi papá, casi lo matan entre todos! Donde no hubieran llegado esos policías, entre toda esa gente que le gritaba y le pegaban, hubieran acabado con él. Los policías lo salvaron, pero se lo llevaron… y yo ya estoy sin papá y sin mamá, como vos. No te arrimés tanto, que yo ya no te puedo querer, ya me tengo que ir, ¿no ves que ya está saliendo el sol y ya vienen esos señores? Donde mi mamá no vuelvo, porque no me cree y no me quiere. Yo le dije a mi mamá que ese señor me toca la cosita, y les da picos a mis otras hermanitas y las toca por allá, pero no me cree, dice que yo soy mentirosa. Él les da confites y plata; a mi mamá también. Ese viejo un día me dijo que si ponía la queja me iba a matar. Pero al que van a matar es a mi papi. Esta mañana estaban diciendo que ya lo tenían en una lista, y que cuando lo soltaran de la cárcel lo tumbaban, así como a ese otro señor de por allá arriba, al que todas las señoras le gritaban perro inmundo, que lo mataron cuando lo pillaron tocando a las peladitas del barrio. Yo le voy a decir a mi papá que se quede allá en la cárcel. Vos no te podés quedar con nadie, y yo no te puedo llevar. Yo creo que es que a la gente le da miedo que se le caiga el pelo, así como a vos. Yo me quería quedar con doña Inesita, pero ella es

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muy pobre y no nos puede dar comida. Como yo ya me voy, mejor dicho, como me voy ahorita, cuando vengan por mí esos señores que me van a llevar, entonces andate vos primero, andate de una vez, andate y no sigás llorando.

VI Una casa donde habitó la ausencia de autoridad Todo quedó rodeado del más oscuro secreto. Por más que intentaron atar cabos, finalmente el rompecabezas quedó sin armar, y las piezas principales en poder de los malhechores y de la víctima. En la casa abandonada encontraron, en el lenguaje cotidiano de los habitantes del vecindario, un cuadro verdaderamente escalofriante. Fueron muchas las hipótesis, derivadas de meras especulaciones, que se convirtieron en verdades de corta vida debido a que, a pesar de la violencia recurrente, y de los abominables hechos que se habían presentado hasta entonces, lo sucedido en aquel sitio, aquel fin de semana, los tenía horrorizados. Las señoras se santiguaban mientras hablaban de lo que contaron las personas que lograron ingresar al lugar de los hechos. El miedo de enfrentarse a una secta satánica, que seguramente había llegado a engrosar sus filas con algunos de sus hijos, y a sacrificar a los más pequeños, era un sentimiento común. Sólo el diablo y sus seguidores habrían podido hacer aquello. Tanta maldad no podía caber en el alma de

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una persona normal, ni en la de un drogadicto. Sólo un desalmado, o un grupo de desalmados, podrían haber hecho aquello. Las cosas raras se dieron desde el principio: cuando estaban construyendo la citada casa, en el preciso lugar donde habría de quedar la sala, a uno de los trabajadores le pareció extraño que la pica se le enredara de modo inusual, golpeó de nuevo, y efectivamente había algo de consistencia diferente allí. Se dio a la tarea de excavar con cuidado y... ¡oh sorpresa, un cadáver! Aunque indagaron lo suficiente, después de llamar a todos los familiares de personas desaparecidas en el sector durante el último año (tiempo estimado de estar enterrado allí), no coincidió con ninguna de ellas. Sobre este rastro de misterio se levantaron los muros de la casa del dolor, de la tortura y de la muerte. La furia de la naturaleza sacudió la tierra, y una avalancha arrasó con las viviendas cercanas a la casa. Todas cayeron, menos una. Se sostuvo en pie, mirando hacia el precipicio. Dadas las circunstancias, sus habitantes decidieron abandonarla y desde entonces, con el paso del tiempo, se fue convirtiendo en antro de viciosos y lugar de escarmientos. Durante el día siempre fue habitada por la desconfianza y el miedo. En las noches por las oscuras visitas, colmadas de violaciones y vejámenes, de los adictos que se atrevían a desafiar la autoridad de sus cuidanderos: los pistolocos, encargados –según ellos– del orden y de lo que no dicen: de las plazas de droga. En tan sórdido escondrijo pagaban con su sexo muchas jovencitas y jovencitos su afición por las drogas y las tertulias nocturnas, al son de la música es-

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tridente, la danza erótica y el alcohol. De la diversión desenfrenada se pasó a otra clase de degradación: los muchachos del combo, es decir, la banda de delincuentes encargada dizque de la seguridad de la zona, la habían adoptado como centro de operaciones nocturnas para enseñarles a obedecer a todos aquellos que no entendían a las buenas sus recomendaciones. Allí arrastraban a los muchachos del barrio que se estaban portando mal –según ellos– para enseñarles con la pedagogía de las tablas, es decir, a punto de golpizas, que se tenían que comportar de acuerdo con las reglas que ellos estipulaban según la ocasión. Muchas fueron las nalgas molidas a palos por faltas menores, tales como fumarse el vareto en las esquinas o negarse a ir al colegio, por ejemplo. Mas lo que llama poderosamente la atención es que, en muchas ocasiones, propinaban las pelas ante la falta de autoridad de los padres de familia, y a petición de estos mismos. Los terribles castigos iban aumentando según las faltas: a un presunto corruptor de menores lo sacaron desnudo, completamente lacerado por los golpes, y lo amarraron de una moto para arrastrarlo por las calles. Para fortuna suya, llegó la policía y se los arrebató. Ejemplo de cómo esta práctica de las pelas llegó a desplazar la autoridad de los padres es la historia de un joven que, por la creciente demanda de dinero para atender la necesidad de la droga, tomó por costumbre sustraerle dinero a su madre, hasta llegar a desesperarla. Por todo el vecindario se regó el comentario acerca de alguien, al que habían dejado muy mal herido en la casa abandonada, y que tal vez estaría muerto, ante lo cual alguien dio aviso a la poli-

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cía. Bajo la mirada de curiosidad y lástima de casi todas las personas que habían llegado hasta allí, los policías se dieron a la tarea de cortar y desamarrar las cuerdas con las que lo tenían atado de pies y manos, no sin antes levantarle la cabeza para hacerle un rapidísimo examen de signos vitales en el rostro. ¡Está vivo, despejen! Muy despacio, inducido por el terror y el instinto de conservación, empezó a abrir los párpados. Casi no podía ver. Una cortina de lágrimas y sudor, y un cansancio insoportable, le dejaban apenas percibir un poco de luz. Como por acción de un relámpago los abrió desorbitados, ante la presencia súbita de esa multitud amontonada, para cerrarlos de inmediato como llevado por la necesidad de escapar de aquella horrenda situación. Estaba vivo, pero prefería morir. Su cuerpo desnudo había sido amarrado y golpeado, el dolor era tan brutal y generalizado que no percibía sus extremidades. Por primera vez se sintió como un todo que no era nada. Su cuerpo tembloroso era presa de una continua convulsión. En sus oídos, aún aturdidos por sus propios gritos y los zumbidos inmisericordes de cada golpe, resonaban implacables los murmullos de los curiosos. Cuando por fin recobró el conocimiento pudo ver que había muchas personas allí, y aunque a todas las conocía, para su propia desdicha sólo reconoció a una: su madre. Nunca podrá olvidar aquella mirada, el reproche de aquellos ojos fijos e inquisidores. En medio de su dolor intentó dejar salir ese gemido que durante su vida había creído curativo: ¡mamá! Pero no, en este momento de nada le serviría. En el mejor de los casos, pensó, otra avalancha de tablazos empeoraría su situación. Su cuerpo, que tenía en aquella desnudez

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la belleza de la juventud de sus dieciséis años, fue tomando la forma de un niño indefenso. Instintivamente cubrió sus genitales con las manos y se dejó caer en posición fetal, rendido y humillado. Desde el inconsciente quería llamar a gritos a su madre, pero cerró con fuerza los labios ante la inutilidad de aquel deseo tan humano en condiciones inhumanas. Los moretones se dejaban ver por todo el cuerpo, especialmente en las caderas. La violencia contratada de su madre había dejado huellas para muchos días en sus carnes, y para siempre en su alma. El día anterior, conducido en medio de ellos por un grupo de hombres armados, marchó hacia la casa abandonada llevando consigo la mirada imperturbable de su madre y sus palabras amenazadoras y vengativas: “¡Pa que aprendás a respetar a tu mamá, ladrón hijueputa!” Pero lo sucedido en otro fin de semana, en el que las angustiadas madres del vecindario llegaron a pensar que había llegado el mismísimo diablo a implantar su ley, rebasó los límites de la desgracia. Un jovencito, prácticamente un niño, de origen campesino y miembro de una numerosa familia que había venido al sector desplazada por la violencia, fue reportado como desaparecido. Por tratarse de un muchacho sobre quien no pesaba la carga de las amenazas, supuestamente sin enemigos, y desde la percepción general en la comunidad de ser un muchacho común y corriente, la situación se hizo más grave aún. Nadie esperaba encontrarlo en la casa abandonada, pero después de tres angustiosos días de pesquisas infructuosas en los campos cercanos, en hospitales, en la morgue, y hasta en las mismas inspecciones de policía, terminaron por ir a buscarlo allí. ¡Y qué dolor! Los

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rastros de sangre dejaban ver un cuerpo que se había arrastrado inútilmente buscando cómo salir de aquel infierno. Las paredes habían quedado manchadas de un rojo ennegrecido, pedazos de palos quebrados se veían tirados en el piso, y un cadáver irreconocible. La cabeza y la cara estaban completamente desfiguradas. No se le distinguían los pómulos ni los ojos. Las extremidades se las habían quebrado en varias partes. Aquellos desalmados lo molieron a golpes, y para rematar le clavaron un puñal y lo dejaron medio muerto, cerrando puertas y ventanas para que agonizara allí, en medio del más atroz sufrimiento. Este último crimen es la prueba fehaciente de cómo la culpable ausencia de la autoridad oficial fue la que en verdad habitó la casa abandonada.

VII Ayer cuando fui a llevar el almuerzo a la casa cural, estaba en la puerta. ¿Qué estará haciendo ese tipo donde el cura? Eso sí que está raro, ¡el diablo haciendo hostias! La última vez que lo vi rezando fue cuando, en el restaurante, me dijo que le sirviera un almuerzo bien bueno y que le pidiera a la Virgen que le fuera bien, porque tenía que hacer una vuelta algo delicada. Se echó la bendición con una estampita, la besó y se la guardó en el bolsillo de la camisa, al lado del corazón. –La contra, mamita, la contra: ¡a ver la bendición pues, que me voy! Sin pensarlo le obedecí, se la di y se fue. Ese día, él mismo se encargó del asesinato del ñato, el tipo ése que atracó la tienda grande de la esquina, y que ya no lo aguantaba nadie con la

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robadera. Acabar con el ñato no era cualquier cosa. Como a las dos horas regresó moviendo la cabeza en señal de aprobación, con una sonrisita victoriosa y una mueca de asco. Los ojos le brillaban con un brillo de rencor. Se dejó caer bruscamente sobre la silla y me pidió una cerveza fría. Yo estaba más fría que todas las cervezas del refrigerador. –Lista la vuelta. Yo me hice la que no le escuché, y con una risita como de idiota me retiré bañada en sudor. Detrás llegaron otros dos, y en coro le dijeron: todo bien, y siguieron hasta la tienda de la esquina. –La mano de esa gonorrea la van a encontrar en el buche de las ratas, dijo, con un tono como de militar. Dejó un billete encima de la mesa y se fue sin terminar la cerveza. Yo volví a sentir el mismo retorcijón en las tripas que aquella vez que me tocó ver cómo mató al loquito del barrio, ese pobre muchacho que lo único malo que tenía era que todo lo que conseguía haciendo mandados se lo fumaba en marihuana. Yo estaba parada en la puerta del restaurante, y me dio por mirar para la acera del frente. El loquito venía despreocupado, caminando despacio, y el otro detrás de él con el revólver a la vista en la mano. Lo alcanzó, se lo puso en la cabeza y ¡taz! El loquito cayó redondito y el otro, sin mirarlo siquiera, siguió hasta donde yo estaba paralizada del susto. –Usted no ha visto nada monita, y se alejó con tranquila seguridad. Ayer alcancé a escuchar parte de la conversación: –Padre, usted cree que si uno se arrepiente a última hora… –¿Qué te está pasando, hombre? Es la primera vez que te veo nervioso. –Me la cantaron padre, me sentenciaron, esto se calentó. –¿Vos con miedo? ¡Eso sí que no lo puedo creer! Llevás más de cinco años imponiendo tu ley por aquí,

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haciendo lo que te da la gana. Llevás tantos muertos encima que ya ni vos sabés cuántos son… –Yo no vine a que me regañara padre, párela ahí. O diga de una vez si no me va a confesar. –Guardá esa arma hombre, y entrá. Ya no pude oír nada más, pero esta mañana casi me muero con lo que oí y vi. Llegaron tres personas muy bien vestidas, dos señores y una muchacha muy bonita, que tenía una operación de tetas de millones, y una cintura y unas botas espectaculares. Pidieron cerveza. Se levantaban con frecuencia al baño; yo creo que a tirar droga porque las cervezas no les hicieron nada, pero ellos se iban poniendo como más ariscos cada vez. Ella empezó a decirles: –A las once con seguridad entra, y se sienta en aquella mesa. Yo miré y pensé: ésa es la mesa que le gusta. Claro que yo no sabía de quién estaban hablando. Me metí detrás del mostrador y me hice la que estaba limpiando, para poder escuchar bien. –Él sabe que estamos aquí; desde hace dos días me llamó para decirme que los del otro combo lo tienen en la mira y que necesita que lo protejamos. Te mandó a decir que no lo matés, que está dispuesto a irse a montarte otra plaza donde vos querás. Y como me entregó cuarenta melones, dizque para pagarte la desobediencia, yo le dije que sí, que vos le perdonabas, pero que tenía que hablar con vos hoy, aquí, a las once. Que trajera la nueve milímetros y te la devolviera. Lo que no se imagina es que con esa misma lo vas a quebrar por faltón. Y le dije también que viniera con los cuatro parceros armados para que estuviera tranquilo, y que fresco que esta vez se había salvado, pero que no podía volver a cagarla. A mí se me quería salir el corazón; eran las once. Lo vi venir con los otros cuatro. Ellos se quedaron en la es-

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quina, y él siguió y se sentó en la mesa de siempre; no pidió nada. La muchacha se le arrimó y conversó con él. No alcancé a escuchar. Él le entregó la pistola y el señor, uno de los de cachaco, se levantó, le dio la mano y se sentaron a conversar, muy tranquilos. Él les hizo señas disimuladas a los parceros, que se fueron caminando despacio pa la esquina de abajo. Como al minuto se paró y les dijo: –A mí no me mata nadie de frente. Y les dio la espalda. En ese momento sonaron casi simultáneamente los tiros de la pistola y una balacera espantosa en la esquina de abajo. Fueron cuatro los muertos. Aparecieron un poco de carros bonitos, ellos se montaron y se bajó un parcero, el quinto. Estaba llorando, pero contento. Había llegado su turno: jefe del combo.

VIII La curva Según lo convenido con su madre, aprovechando los últimos rayos de sol debería regresar a su casa, pero la insistencia y las atenciones del Mochuelo la habían hecho retrasar más de lo previsto. El helado con su sabor delicioso, y la compañía mejor todavía. Aunque el duendecillo del amor no hacía sus señales mágicas aún, se sentía bien con él y le gustaba su galanteo. A pesar de todo, tenía que despedirse. Ya la había cogido la oscuridad. A sabiendas del riesgo que corría, su decisión era ir cada vez más rápido. No sólo el temor inducido por las amenazas del boleteo impulsaba su

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paso, sino que la negrura de la noche le fortalecía a no parar. Entre el pueblo y la vereda, como una serpiente se extendía el inclinado camino, iluminado a tramos por la luna y oscurecido a veces por las empinadas curvas. Aunque todo el recorrido a esa hora resultaba azaroso para una niña e implicaba riesgo, había un paso obligado que era el trayecto más temido: La curva. Este sitio resumía el nombre de todas las curvas, y se había convertido en el paso más peligroso para quienes debían transitar a pie. Allí salían, según las creencias populares, fantasmas y almas en pena. Por su estratégica ubicación se había convertido en centro de operaciones de atracadores, violadores y asesinos. Acompañada por la zozobra y seguida por el taconeo de sus propios pasos, aumentados por la resonancia de la noche, se aproximaba al temido lugar. La invadía un sudor frío, y un apresuramiento inusitado de los latidos de su corazón. En este punto tomó la precaución de poner su celular en vibrador para no ser sorprendida en medio del silencio del campo, colocó sus zapatos en el morral y se adentró por los matorrales bordeando el camino para esquivar a cualquier intruso. Le parecía ver sombras y escuchar ruidos que provenían de todas direcciones. Sintió que el miedo la paralizaba y el viento helado se le metía por todo el cuerpo, incrementándole el temblor que se apoderó de ella. Un murmullo se acercaba a sus oídos. Al principio no se distinguía bien, pero fue ganando en claridad. Se detuvieron a escasos veinte metros. Venían fumando; se alcanzaba a ver la lumbre. Se aferró al tronco de un árbol para no ser vista y para no caer. –Ya debe de estar llegando. Ese marica del Mochuelo me llamó y me dijo que, como lo habíamos

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acordado, ella viene sola. –¿Y si nos reconoce, guevón? –Después de que nos la culiemos, qué va ni qué hijueputas; pa las que sea. Esa malparida está muy buena; con los ojos bien tapados le hacemos de todo y la ponemos a que nos haga de todo, y si nos reconoce, por hay derecho la dejamos guardada en un puto hueco; de malas la malparida. –Se está demorando mucho esa güevona, vení bajemos otro poquito a ver si la vemos. Mientras se acercaban, el corazón se le quería salir. Les había reconocido la voz: eran los mismos muchachos del combo que habían estado con el Mochuelo cuando se encontró con él horas antes; reconocidos matones. –Yo creo marica que esa gonorrea del Mochuelo se nos torció; se quedó con la pelada. Llamalo. –No contesta, guevón. –Sí ves, marica: se nos torció. –Sabés qué, vámonos pa bajo pa los billares; después nos sacamos este clavo. Esa gonorrea nos las paga. Una hora después llegó el Mochuelo al salón de billares para atender una cita amorosa: la última.

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Claire Lew de Holguín

La puerta de los caballeros En esta ciudad existe una puerta llamada “de los Caballeros”. No conduce al antiguo camino de ronda, no conduce a nada que alguna vez haya sido mencionado en un libro nuestro. La entrada está custodiada por un hombre. Nadie sabe la edad que tiene; su labor consiste en ser paciente: primero debe llegar el caballo, luego el jinete, en un orden intransferible, así lo requiere el medallón que adorna la puerta de nuestra ciudad. Representa a un jinete a punto de caerse, a un caballo a punto de derribar a su jinete. El hombre no habla con nadie ni se ve triste pero cuando tardan el caballo y el jinete –pueden tardar horas o meses– silba monótonamente. De inmediato las nubes se reúnen como si tuvieran que llevar algo urgente, al poco tiempo se oye muy cerca el repique de unos cascos, un repique monótono como lo que silba el hombre,

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un repique cuyas notas son palabras que nadie conoce. El caballo se detiene siempre antes de llegar hasta el hombre, y del jinete sólo sé que es indispensable y tal vez no se ve. El caballo se apoya al muro, los ojos apacibles como si la mirada anduviera en otra parte y no pudiera contar nada de lo que ve. Hoy, llegó un caballo herido, la sangre dibujó otro caballo más pequeño que lentamente se muere. No me quedo más tiempo, todos sabemos que es hora de irse. Conozco el sonido que hace la puerta al abrirse, debe tener diminutas campanas, una hilera de caracolas detrás del batiente. Conozco su risa cuando entrevé la frescura de una fuente. Puedo imaginar al caballo herido: despega su sombra cuidadosamente y cuando estoy llegando al ciprés que cuida el bosque, me detengo y escucho dentro de mí el leve ruido que hace la puerta al cerrarse.

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El ritual Regla octava Allí donde construyáis grandes edificios haced signos de reconocimiento. CABALLEROS DEL TEMPLE.

Los hermanos del invierno han llegado del Norte, van por las calles, los acompaña el viento que habla el idioma áspero de los cuervos. Los árboles prefieren quedar sin hojas, sin flores, dejar de ser vulnerables, son cuerpos, montan la guardia, protegen los muros que rodean la ciudad. El desconocido entra de último entre una yunta de bueyes y un hombre a caballo, lo han tomado por un mercader que viene del río y bajo su capa trae las legumbres de su huerto. Cierran los batientes de las puertas detrás de ellos, las sombras de los bueyes conversan con la del caballo. Nada dicen las del jinete, del campesino ni del mercader porque los hombres no tienen la sencillez de los animales, y saben de linaje. Sin embargo el camino es el mismo: doblan las esquinas, van perdiendo sus sombras en la noche

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que se alimenta de cuerpos, de casas, de flores dormidas, hasta de sueños en las habitaciones. La luz es poca: una vela de sebo, un candil, una antorcha de resina. El viento, ahora más fuerte, parece inclinar las casas, peina la luz de la antorcha, protege la identidad del forastero cuya capa se agita, cuyo sombrero recorta el rostro. Las callejuelas lo llevan como las líneas de la mano, a cierto destino. Ahora camina sin prisa, tal vez reflexivamente, cada paso debe recogerse antes de dar el siguiente, una costumbre adquirida en el pasado, mientras merodeaba, sigiloso, en aposentos ajenos. La ciudad tiene sus caminos, algunos difíciles como los tramos de una vida. Le cuesta trabajo alcanzar aquella colina. Ha dejado atrás los murmullos, los interrogantes de los mirones porque su forma de caminar es un pensamiento, a veces profundo, a veces ligero, y trae a la memoria los cuerpos que bailan con el viento a las afueras de la ciudad, mientras los cuervos picotean los delitos por los cuales fueron colgados. La catedral duerme en lo alto, barco anclado en la tradición, a oscuras, el sendero se ramifica, es una cruz trazada por miles

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de fieles, que todos los días del año han traído una pequeña piedra, se han arrodillado y la han incrustado, para que sobre ella la fe puede ir segura, mientras cae la nieve o la lluvia. El desconocido se detiene frente a cada estatua, son amigos que saluda, y le devuelven en secreto la sonrisa, le hacen una seña. Entra por la puerta roja, la cuidan las salamandras. Bajo la capa, algo se debate o simplemente se desliza. Ya no importa si unos pies trazan un surco de sangre en el mosaico del piso. Conducirá a la cripta; terminará frente a la Virgen Negra. Con las manos hábiles que nunca cortaron leña ni trabajaron el huerto, el desconocido recuesta el cuerpo oculto bajo la capa, le acaricia el cuello para conservar en sus dedos las estrías de una cuerda, le orienta el rostro hacia la estatua, lo rodea de cirios verdes, coloca entre sus manos la cruz de oro y piedras preciosas que siempre viene de Constantinopla, que ha sido robada, en esta ciudad, la semana pasada. Luego subirá a la superficie como se sube a un puente, vacilante,

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se quedará sentado en un banco, volverá a ver al niño trepado en un manzano, escuchará las risas, los nombres pronunciados antaño, esperará el momento en que los vitrales sangren sobre las tumbas de los yacentes, el momento en que una ola venida del oriente ponga a flote la nave. Entonces se pondrá de pie, descubrirá un signo bordado. El sol reconocerá el signo del Peregrino y del Piloto, el signo del gran Adepto y mientras va rezando le será perdonado a su hermano.

Los Templarios El mes de marzo es verde, los caballos traen la leña del bosque, van sin prisa por la orilla del río, sacuden las orejas cuando una mujer saluda a los hombres que los acompañan. El saludo es una risa, una flor en el árbol, la alegría de no sentirse solos.

En el mes de marzo, cortan las hierbas altas, las guadañas tienen el ritmo de una pequeña muerte azul. Los días no significan nada, mueren, no se ven las guadañas que pasan por la vida.

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Tantos jardines presos, tantos muros en esta ciudad. Se han ido, hace años, los invasores, se han quedado el miedo y las fortalezas. Fortalezas de los cuerpos que esconden traición y codicia.

Pero en el mes de marzo no debéis pensar en esto. Apenas existe el cielo y la catedral de Nuestra Señora tan blanca, aérea, se eleva hacia Dios, algo le ruega, por algo se fuga pero también está presa en la piedra, su forma de nave es simbólica. No existe para ningún cuerpo, ninguna materia una evasión posible. Sus flechas, sus arcos, el vacío que flota adentro, sus esculturas son un intento.

Las casas forman una ronda sin cantos en torno a ella, son hijas menores, niñas todavía en busca de protección. Oran a su modo como sabe hacerlo la piedra al sol, una lagartija de ojos verdes, la enredadera que balancea sus brazos en vano. Las horas caminan lentamente por el puente del día. De las casas estrechas, de las callejuelas que se ahogan entre ellas, salen hombres, mujeres y algunos niños. Tienen una cita en este diecinueve de marzo. El silencio les da la mano.

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Nuestra Señora de París es transparente, las colinas bajan hacia ella, tal vez las necesita. Ya es hora, Felipe el Hermoso se impacienta. En el atrio de la catedral levantaron un estrado.

Son cuatro los Caballeros que vienen, apenas pueden sostenerse, los han torturado, los han encerrado durante siete años. Están afuera pero los muros de los calabozos pesan sobre sus hombros. De las salas del suplicio traen los gemidos, las súplicas, las confesiones arrancadas con tenazas, con borceguíes de hierro. El aire es denso de humo. Los presentes dan un paso atrás, se tapan los oídos pero los gritos son fuertes. Entre los Caballeros del Temple está Bernard de Vado, le han quemado las plantas de los pies y lleva en sus manos los huesos de sus talones aunque haya muerto. Comparecen Santiago de Molay, el Gran Maestre, Hugo de Péraud, Geofredo de Charnay, Geofredo de Gonnevile. La sentencia es cadena perpetua si reconocen haber pecado. Los cuerpos destruidos se ponen de pie y algo, más espíritu que voz, niega todo crimen, se arrepiente de sus confesiones, del temor a la muerte.

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Nuestra Señora de París da la espalda al rey, ora hacia las colinas, hacia Dios, el Invisible.

La procesión toma el camino de una isla en el río, los caballos ya trajeron la leña. Los Templarios mueren por la codicia de un rey, fuego perpetuo que arde de un siglo a otro. Santiago de Molay, a través de las llamas, lo emplaza: “Antes de un año, nos hemos de ver ante el tribunal de Dios”. No han muerto los cuatro Caballeros del Temple, el fuego no siempre destruye, pasa de cirio en cirio, nunca se extingue.

El árbol de los ahorcados No quiero verlos. Dejad de rezar, dejadme solo.

Balancean sus cuerpos, giran, giran y giran, marionetas torturadas, otrora bailaban, tocaban el laúd, la escarcela ajena, el cuerpo fugitivo en una esquina. ¿Te acuerdas, memoria? Éramos compañeros, gatos en tejados nocturnos,

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la sombra del cuchillo en nuestras manos, el cuerpo sin nombre, pronto muerto y olvidado. No siempre fuimos malos, vitral de la dulce María, pero la noche espera, las manos olvidan el rezo, los dedos son ligeros, volvemos a las andanzas. El viento juega con los días, los años, hincha las velas del tiempo, lleva al cuello nuestras risas, nuestras blasfemias. Nada pierde el viento, escoge un árbol, cuelga algo nuestro. Allá iremos cualquier día, sin miramientos de la justicia. Luego como la madre toma cuidado de su hijo, no importa si es pequeño o viejo, el viento nos mecerá, lento, entregará a los cuervos el legado de un ojo, la tela de las mejillas, un labio, el cuero de los brazos, el vientre abombado, la firmeza de los muslos, todos nosotros enteros que fuimos antaño persona alguna, sufrimiento, amor, vergüenza, arrepentimiento pasajero. Cuerpos que ya no serán, flacos huesos que no atraerán a los cuervos entre la niebla.

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La muerte, única riqueza ajena que nadie codicia.

Rogad por nosotros; Señor, ten piedad, encomendadnos a la dulce María.

Lenta ronda en el aire frágil, desconocidos que tuvimos nombre, amamos y fuimos amados. El viento no era sólo nuestra sombra, era también nuestra vida en fuga, ahora malgastada, con la muerte a deshora. Pero, ¿quién piensa en el tiempo que toma el viaje cuando va a bordo de un velero? Sólo se deja llevar del viento. El miedo se aferra a mis tobillos, es de noche por el cuerpo, un ave se debate por dentro, la cabeza estalla, todos los recuerdos quieren pasar primero, vivir por última vez. Se descompone la razón, ¡que venga la muerte, que venga sin demora! armada, valiente, y parta mi cuerpo. No quiero estar entre ellos, llevan meses muertos, hacen señas como si todavía estuvieran vivos. No quiero verlos. Dejad de rezar, dejadme solo.

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Juan Guillermo Valderrama Santamaría

En Casa Verde Casa rodeada de misterio y teorías, algunas inventadas por transeúntes y viejas chismosas que, con temor, se asomaban sigilosamente por las ventanas de sus casas tratando de ver, aunque fuera por segundos, algún fragmento de intimidad que saliese por esa doble puerta de hierro, que sólo se abría con el santo y seña del campanero del lugar, quien permanecía allí día y noche para que, desde adentro, con agilidad asombrosa corrieran trancas y aldabones y así pudieran entrar, casi sin ser vistos, sólo los eternos invitados a aquella fiesta infernal. Hoy, más de una década después de que esa casa ya no existe para mí, le contaré, señora, quiénes fuimos sus vecinos y qué se escondía detrás de aquella puerta y aquellas cortinas color púrpura, que usted nunca se aventuró a cruzar más que con su morbosa imaginación. Le causará sorpresasaber que, mientras usted rezaba sus padrenuestros y rosarios, había gentes al lado suyo que armaban sus cigarros alucinantes en hojas de la Biblia. Era un confuso grupo de viciosos en el que se mezclaban por azar diversos oficios

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y profesiones. Usted hubiera podido ver allí al abogado, el ingeniero, el político, el periodista, el poeta, el artesano, el artista, y hasta de vez en cuando un cura disimulado. Pero títulos y dignidades quedaban fuera sólo con cruzar aquella puerta. En esa permanente bacanal,donde el único pecado era no tener dinero, una mujer extraviada se convertía en prostituta a cambio sólo de aspirar un gramo de ese polvo amargo y seco; y el discreto caballero, con unos cuantos tragos de anís y una sola aspirada a esa picadura con polvo convertida en cigarro, doblaba su personalidad y su cuerpo para transformarse en marica por unas cuantas monedas. Allí nadie señalaba a nadie; no había a quién señalar. Sólo se veían camas de hierro con sucias colchonetas a rayas azules y blancas, manchas de antiguos amores fugaces, y nubes amarillentas dejadas por algún borracho como marcando territorio en su lecho. Pero esa cama, al igual que el dinero, a cada hora cambiaba de almas y de dueños. Cementerio clandestino con cansadas baldosas rojas y amarillas, donde moraban muertos que aún respiraban en sus alcobas en compañía solamente de esa bombilla que pendía del agujereado techo. Fosas sin puertas; calabozos con barrotes oxidados por la angustia; olores de mil colores que entre el orín y el excremento se confundían; enfermedades incurables que daba lo mismo que fueran cáncer, tuberculosis o sida; sabor a sudores de tres días; rincones con tarros de galletas como potes de basura; un solar que sirvió de sepultura para un desdichado que no canceló a tiempo sus cuentas con el jíbaro; un hueco en el piso donde antes hubo un sanitario, que ahora servía de

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letrina para completar la escena; y un manto espeso de humo gris, que cubría de hollín las almas. La casa ya no existe. Sus muertos cambiaron de cementerio.La mayoría descansan en paz, como en paz debe descansar usted, señora. Sólo quedamos unos pocos sobrevivientes, que logramos salir de esa cueva infernal. Desapareció el antro asqueroso, sólo para cambiar de forma y multiplicarse con nuevo estatus social, disfrazado de hostales, casas de masajes, casinos y otros maquillajes. En la ciudad y sus alrededores brillan sus luces multicolores de neón. Así es, señora, que sólo cambió el decorado. Los habitantes son los mismos, con vestimentas diferentes.

El Suave Aquella pequeña embajada caribeña y a su vez neoyorquina, empotrada en uno de los sectores más peligrosos de Medellín, La Paz con Bolívar, obtuvo su nombre gracias al ingenio Antioqueño. Aunque en su partida de bautismo y registro mercantil figuraba como El Bardo Bar, muy pocos conocíamos su verdadero nombre de pila. Su fundador “El Suave” –padre–, ejecutaba un particular ritual al momento de tomar un trago de aguardiente: primero lo retenía en su boca para saborearlo, luego hacía gárgaras

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con él antes de tragarlo, para enseguida, terminado su paso por la garganta, exclamar: “¡Ahhhh, esto está muy suave, papá!”, mientras se servía otro. Claro que aquella pomposa práctica se realizaba casi siempre cuando el licor servido provenía de las botellas de los clientes. Cuando arrimé por primera vez me enamoré de inmediato del lugar. Mi bigote era apenas una mera ilusión óptica, como lo son ahora mis cabellos, y me faltaban un par de años para acreditarme como un ciudadano con derecho a entrar en tales recintos. La amistad de mis hermanos con los hijos del dueño me otorgó la licencia prematura y me convertí en uno de los visitantes más jóvenes y asiduos de aquel minúsculo rincón tropical. La fachada apenas tenía espacio para su letrero en acrílico, con unos tubos fluorescentes que en quince años nunca vi encendidos, y una puerta en hierro y latón, pintada de negro, que se abría en dos alas para dar la bienvenida a quien osara entrar. Sus baldosas no lograban disimular el uso y el abuso a que eran sometidas a diario; las mesas, que pedían a gritos ser arrinconadas, a fuerza de soportar tantos vasos, botellas, ceniceros y trapos de la salonera, mostraban casi transparente su antigua piel de fórmica marrón; las sillas, en hierro niquelado, tampoco habían escapado al duro trajín y bastaba con mirar sus espaldares y asientos, forrados en cuerina roja, para concluir que habían acogido más espaldas y traseros que los que cualquiera otras pudiesen aguantar. Dos ventiladores colgados del techo trastabillaban como borrachos, sin saberse si por el aroma del anís, por el humo del tabaco, o por el polvo que cargaban en sus aspas. El

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baño para ELLOS y ELLAS era unisex. En la pared del fondo una pintura de un muralista principiante, con los rostros de los músicos y cantantes más representativos de la salsa, que parecían hacer fila para salir al escenario. La barra permanecía custodiada por un grupo de seis butacas. Detrás de aquella, Bernardo, hombre de mediana estatura, aparentaba ser mucho más alto sobre su tarima de madera. Su sonrisa generosa acompañaba siempre el invariable saludo con que recibía a sus amigos más cercanos: ¡Hola, mala gente! Heredero lógico de “El Suave” era el ángel guardián del tesoro más preciado del lugar: su música, impecablemente exhibida en orden alfabético, en un armario de tres anaqueles que iba de pared a pared. En éste se guardaban con celo infinidad de discos de 33 rpm, que abarcaban todos los ritmos cubanos y caribeños, comenzando por el son, pasando por las guarachas, boleros, charangas y bugalús, para desembocar en la mejor colección de salsa clásica que existía en la ciudad. Desde mi llegada me instalé en la barra. Por los próximos quince años nunca ocupé lugar distinto. Desde allí lo observaba todo y permanecía lo más cerca posible de aquella colecciónde acetatos negros que iluminaban con sus melodías mi alma africana. Al paso que crecía mi amistad con Bernardo también iban creciendo mis conocimientos musicales y etílicos. En aquel lugar conocí buenos amigos y otros no tan buenos; conocí buenas mujeres y otras aún mejores. “El Suave” no se distinguía por la belleza de sus meseros: Margarita, una mujer que pasaba de los cincuenta y que ni con la cómplice oscuridad del lugar

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lograba esconder el maltrato de los años, el ajetreo y el trasnocho, y que a pesar de ello nunca le faltaba quién quisiera deshojarle su margarita. Y un negro casi de dos metros, con porte de gladiador romano, rostro de gorila aburrido y una singular extravagancia: a medida que atendía a los clientes y bebía de los tragos a que le invitaban, a eso de las seis de la tarde cambiaba hasta la forma de caminar. A partir de su metamorfosis no admitía que le llamaran Ruperto. Para recibir su atención había que decirle “La Ruperta”, o “Candela”. Es el marica más feo que he conocido en mi vida. Hasta cuando asumía el papel de hombre era grotesco. Para quien quisiera buena conversación y sosiego, “El Suave” no era el lugar adecuado. Allí lo que menos se podía hacer era conversar. A partir de la mezcla de sus múltiples ecualizadores y amplificadores, el ensordecedor volumen no dejaba siquiera escucharse a uno mismo. Si echaba un vistazo a los ocupantes de cada mesa, notaba sus caras coloradas y las arterias de sus cuellos a punto de reventar por el alcohol y los gritos, tratando de que su interlocutor les escuchara. Era inútil. Había que esperar a que el tema terminara y en los escasos segundos de silencio, de tregua entre canción y canción, decir cuanto quisieran. Si no les era suficiente, tenían que esperar hasta el próximo corte. A pesar de la mala fama de “El Suave” en toda la ciudad, del que decían que era un antro de sicarios, ladrones, pillos, traquetos y toda una gama de multicolores personajes de reputación sospechosa, los únicos vicios que allí se permitían eran el alcohol y el cigarrillo. Si querías estar bajo los efectos de alguna

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droga tenías que llevarla escondida en tu cerebro o en tu sangre. Claro que muchas veces, al menor descuido del barman, veías salir del baño a ciertos clientes, entre ellos yo, con la nariz salpicada de un polvillo blanco que no era precisamente retoque. Ese fue “El Suave” que yo conocí: aquel lugar en donde podías dejar volar tu imaginación y pedir la canción que más te llegara al alma con la certeza de que te complacerían, y entonces desgarrarte la garganta cantando a dúo con el artista que más se identificara con tus gustos bohemios. Además, si querías, te permitían hacer gala de tus cualidades de bailarín de barriada, o mostrar tus actitudes musicales sacándole melodías al tintineo de botellas, copas y vasos, con una moneda o con tus llaves. Allí nadie te criticaba, porque todos por igual iban a ser ellos mismos por unas cuantas horas. Con el tiempo la ciudad se transformó y “El Suave” igual que ella. El progreso, las retroexcavadoras y el Metro, lo hicieron emigrar a uno de los sectores más exclusivos de la ciudad: la avenida Colombia. De la mano del cambio llegó una nueva fachada; un aire acondicionado que lo obliga a mantener su puerta, ahora en vidrio polarizado, permanentemente cerrada; un renovado mobiliario en madera; unos meseros impecablemente vestidos de chaleco rojo y corbatín negro, que no son ni la sombra de Margarita y la Ruperta; y una clientela nueva que se abre camino para contar su propia historia. Nosotros, los que conocimos los comienzos de “El Suave”, ahora somos sólo recuerdos igual que el viejo armario y sus acetatos negros, antes envidia de cualquier coleccionista, hoy desaparecidos y despojados de sus gloriosas melo-

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días por una insulsa y fría memoria de computador. No sé si será envidia, o que me estoy volviendo viejo, pero me quedo con “ El Suave” que conocí y su pobre vestimenta en La Paz con Bolívar.

Mi lazarillo Hoy fui los ojos de Marlon, un muchacho de veintidós años, que desde hace cuatro perdió su vista en una riña callejera y desde hace catorce vive en cualquier acera, y digo vive por decirlo, más bien sobrevive, jugándose la vida entre el maltrato del hambre, el frío, la indiferencia de los ciudadanos buenos y la persecución de la policía. Mientras caminábamos me contó su historia. Me habló de una vida sin madre, me dijo de un padre que sólo le dio el apellido, de su hermana que vende cocaína para ganarse la vida. Nunca le escuché ni siquiera maldecir; sólo reía, mientras yo por dentro maldecía por él. Seguíamos caminando, Marlon con su mano izquierda pegada a mi hombro derecho, semáforos en rojo, gentes que pasan desprevenidas, uno, dos escalones, carros que indiferentes pitan, mujeres de largos escotes y jeans pegados al cuerpo, palomas que de migas se alimentan en una plaza, otro escalón, un letrero de luces multicolores, un guayacán repleto de flores. Yo antes había caminado por aquellas calles

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más de mil veces y juro que nunca vi tanta belleza: sentía más luz, mujeres más hermosas, las palomas parecían saludarnos, hasta esos escalones parecían hablarnos. A Marlon lo conocí meses atrás en un lugardonde cada ocho días voy con dos amigos a repartir un poco de lo que la vida nos dio hace algunos años. Allí donde la sociedad decide ignorar ese horror moderno de grupos de indigentes que cada día mueren en la indiferencia oficial. Allí lo encontré. Era de noche para mí, pero para él no había noche ni día, sólo tinieblas. Lo miré y pensé: vivir en la calle ya es suficiente. Me prometí hacer lo que estuviera a mi alcance para devolverle la vista. Me sentía feliz por esas calles caminando con Marlon, siendo sus ojos, escuchándole sus historias, aprendiendo de él. Me sentía bien e importante con su mano en mi hombro al depositar en mí toda su confianza y permitirme que mis ojos por un momento fueran los suyos. Teníamos cita en una oficina estatal para acreditar a Marlon como un nuevo ciudadano, ya que ni siquiera cédula tenía. Era el primer paso para recuperar sus ojos. Mientras le tomaban la foto, yo pensaba: Qué triste: al igual que su hermana, su padre y su madre, el gobierno no sabía que Marlon existía. Luego de salir de aquella oficina donde te convierten en un número con huella, lo invité a comer. Nos sentamos, y mientras yo con sus palabras me alimentaba el alma, él con mis miserias se alimentaba el cuerpo. Luego me mostró una cicatriz que tenía en el cuello. La había visto ya, pero no quise preguntar. Desabotonando su camisa me mostró varias más en

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su estómago, y otra enel pecho. Le pregunté: ¿Marlon, y cómo fue eso? Me dijo: son puñaladas que alguien me pegó por sólo desahogar en mí sus resentimientos. Ni siquiera vi quién fue, sólo sentí seis veces su furia en silencio. No me pude defender; ya estaba ciego. Desandando el camino disfruté cada paso torpe mío, cada escalón, cada risa de Marlon, cada mirada suya, cada paloma aún comiendo migas. Y llegamos a su acera, a su hogar callejero. Allí lo esperaban sus hermanos en el dolor, sus amigos en el olvido. Vi la sonrisa en sus caras sucias. Él comenzó a contarles nuestro paseo, a decirles que más allá de esa acera había mujeres hermosas, palomas que comían migajas de pan, un sol, un mundo diferente, un guayacán florecido. Al despedirme, le dije: Marlon, gracias por haber sido hoy mi lazarillo.

Un día de lluvia Después de haber terminado su jornada laboral, en punto de las tres de la tarde, como lo había hecho por los últimos cinco años, se dirigió con su carreta a vender lo reciclado en la chatarrería de Carepuño, ya que el hombre, a pesar de su mal genio, daba mejor precio que los demás compradores y a la vez vendía la mejor “mercancía” en cuadras a la redonda, como decían

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todos sus clientes: material de exportación y buena pesa. No se podía pedir más. Al mismo tiempo que Lunar de puta bajaba de la carreta todo el producto de su trabajo, Carepuño iba montando en la romana separadamente los materiales. Mientras con agilidad asombrosa ensamblaba y cambiaba pesas en el balancín, con voz ronca por el humo de su tabaco, decía: Veinte kilos de periódico a quinini, cinco de cobre a dos mil, ocho de aluminio a mil quinientos, dieciocho botellas de aguardiente a cien, dos mil por una plancha, treinta de cartón a trescientos, cuarenta de hierro a cien, cinco mil por una batería, y doce cajas de plástico a setecientos: eso da sesenta y dos mil doscientas lucas. Menos treinta cosos a milanta, mil por el vareto armado, dos mil quinientos de la botella de alcohol, milanta por cinco velas, mil doscientos de cigarros, quinini por una candela, y cinco mil del alquiler de la carreta. Así mi estimado amigo que le entrego veinte mil pesos y mañana lo espero por aquí. Fue un día bueno a pesar de que el sol no se dejó ver, ya que desde la mañana un manto flotante de lluvia fina todo lo cubría, pero esa nostalgia que da el frío en los huesos es la mejor hora para consumir basuco y alcohol, pensaba Lunar de puta al salir de la chatarrería, mientras aspiraba con cierta excentricidad aquel marihuano que le daba fuerza suficiente para caminar desprevenido por entre charcas y carros que chilgueteaban sin misericordia su cuerpo y su ropa, pero a él no le importaba; era como si quisiera que esa lluvia lo purificara todo, o al menos su cuerpo. Su único objetivo era llegar a su guarida, a su rutina diaria, y unas gotas de agua no lo detendrían. Uno, dos,

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tres pitazos a lo que aún quedaba del vareto, y ya la lluvia parecía no mojarlo. La marihuana había hecho su trabajo. Cruzó caminando tranquilamente la autopista entre carros a ochenta kilómetros por hora. Se creía invisible para ellos. Miró ese jardín hermoso de flores moradas y amarillas que engalanan el paseo del río, desempuñó su mano izquierda, sonrió con burla, dio un sorbo a la botella, la última aspirada al vareto, y bajó a instalarse en una de las tantas cloacas que desembocan en la canalización del río. Ese día se quedó en la de la cañada La loca, y aunque era la que menos le gustaba por ser la más putrefacta de todas, en las demás ya no había espacio. Por estar en época de lluvias, la ciudad subterránea tenía cupo completo. Mientras iba entrando en la oscuridad de la alcantarilla, sólo iluminada por unas cuantas velas, gritó con todas sus fuerzas mientras reía: ¡Hoy me comeré a esta loca hija de puta! Sólo el eco de su risa fue la respuesta. En aquella oscuridad daba lo mismo tener los ojos abiertos que cerrados, de no ser por la insignificante luz del parpadeo de aquellas velas que servían a la vez de encendedor, calor, y guía. Lunar de puta sacó de su bolsillo una bolsita negra donde traía los cigarrillos, la candela y las velas, se acomodó al fondo en uno de los espacios que aún quedaban vacíos, afirmó una vela en el piso, la encendió, luego tomó un Pielroja, pasó su lengua por el empate del papel, y mientras ejercía sólo la fuerza suficiente, éste abría sus entrañas para dejar al descubierto su alma tabacalera. Retiró la mitad de la picadura, tomó un basuco, abrió la delicada envoltura, y en el equilibrio de sus dedos índice y pulgar lo fue regando en el interior de aquel cigarro. Des-

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pués lamió el papel, abrió otro basuco he hizo lo mismo, acercó el cigarro a su boca, sacó la lengua, la pasó por la juntura del papel mientras sus dedos lo movían de un lado a otro, y con una destreza sólo dada por la experiencia surgió de sus manos como por arte de magia un varillo sólo comparado a esos habanos traídos de la tierra de Fidel. Se le podía ver su cara de orgullo en la oscuridad cuando decía: Soy el único que en estas putas cuevas arma los varillos con una sola mano, mientras alzaba el puño izquierdo en señal de reto y de victoria. Después, con la llama de la candela lo fue calentando para secar un poco la saliva y, como decía él, para que vaya soltando la grasita. Lo puso en su boca, su cara se iluminó, y cuando se disponía a darle la primera chupada se escuchó un ruido espantoso que venía de lo más profundo de la alcantarilla. Mario El ojón gritó, mientras despavorido buscaba la salida: ¡Corran, corran, corran, que esta puta loca se volvió a crecer! A medida que la quebrada colmaba cada espacio de la alcantarilla, y apagaba las velas a su paso, asimismo iban saliendo en desbandada uno a uno los habitantes de aquel lugar. De pronto, Mario El ojón volvió a gritar: ¡El río se está llevando a Lunar de puta!, mientras señalaba el cuerpo río abajo. Todos miraban con impotencia cómo el río batía una y otra vez a Lunar de puta de un lado a otro, mientras él trataba con su mano derecha de alcanzar alguna rama de dónde agarrarse. De pronto llegó una ola que lo arrojó con fuerza a la orilla. Sus camaradas en la desgracia miraban desde el otro lado, con asombro, cómo Lunar de puta, descalzo, trastabillando, y aún aturdido, trataba de pararse entre colchones viejos, árboles caídos, piedras y escombros arrastrados por

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la borrasca. Luego se sacudió como perro recién bañado, miró hacia el frente, y con voz de júbilo, casi llorando, gritó mientras abría el puño de su mano izquierda: ¡Diosito gracias, gracias Diosito, hijueputa, no se me mojaron los cosos!

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Carmen Elena Paniagua López

El juego del callar Callaba poco a poco, callaba lentamente; cada vez decía menos, cada vez quitaba unas sílabas más. Callaba porque las palabras ya no surtían efecto; callaba porque ya el silencio era más locuaz. Comencé a callar una tarde fría, comencé a callar mientras decía y cada vez decía menos. También el felino parecía entrar en el juego de callar; su lenguaje era de ausencias y pisadas silenciosas. Y el callar seguía su curso. Callaba para ahorrar aliento; callaba para oír al viento; callaba para no escuchar.

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Después de tu piel Después de tu piel está la calma, el descenso de las alturas que logro alcanzar en tus fuentes de agua tibia. Después de tu piel está el sosiego, el letargo invernal del reposo.

Después de tu piel está la mirada dulce y soñolienta, el sexo mustio, el olor del placer.

Después de tu piel está la nicotina que se desprende de un cigarro, está el olor del sándalo que emana del pebetero y nos envuelve en sus hilos de seda, está la saliva seca en nuestra epidermis desnuda.

Después de tu piel está la madrugada, el rayo de sol que acaricia la espalda, el concierto matutrino.

Después de tu piel está la despedida, Un beso cálido y fugaz, un adiós, un hastapronto, un quizás. Después de tu piel estás tú, recurrente, inconstante, amante furtivo.

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Caracola vacía En sus paredes de nácar el viento afina su voz, y también en ella el mar entra y graba el silencio de su profundidad. Aquél que la pone en su oído escucha los pasos cansados del tiempo, la caída de una lágrima rompiéndose contra el alma, una breve carcajada y un largo suspiro. También aquél que la pone en su oído escucha la voz afinada del viento y el silencio de la profundidad del mar.

Líquida Apenas sí dejas que te tenga un instante entre mis manos; escapas mientras te llevo a mi boca, y sólo un sorbo austero pasa por mi garganta dejándome la misma sed y la misma ansiedad. Siempre encuentras las formas físicas de la evasión: un témpano infranqueable, o un cúmulo errante.

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Al final Por última vez el viento silbará entre las tapias; los muros centenarios y leales morirán con sus secretos. La historia, reducida a meras partículas de polvo, sólo quedará grabada en la memoria cansada de un viejo.

Con cada golpe de la almádana su corazón se estremecerá y evocará un recuerdo, una añoranza de pantalones cortos, de pies descalzos, de bigotes de leche y cosechas de café. Su mirada parcial se detendrá dulcemente en un éxodo de cucarachas, y de las ruinas rescatará las antiguas llaves de la casa y las guardará en su bolsillo, tal vez para abrir la puerta del pasado en una noche de reminiscencias. Ya no las paredes desatarán su coloquio en las noches, fidedignos relatos que en el espesor del barro se escondían de la luz diurna; ya no las bacanales de extrovertidos fantasmas; ya no los abrazos íntimos en la soledad;

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ya no las anotaciones que a falta de papel se escupían en los muros terrosos.

Ahora sólo hay escombros; una vida regada por los suelos; los pedazos de una existencia que se rompe al final de una honda caída.

Fusión Dónde termina tu piel y dónde comienza mi piel, si somos una vasta llanura que se pierde en la horizontalidad del deseo. Cuál es tu voz y cuál es mi voz en este canto celestial que rompe el silencio. Dónde están tus manos y dónde las mías en este confuso ovillo de caricias.

Cuál es tu cuerpo y cuál es mi cuerpo en esta fusión de la carne donde tu sangre y mi sangre corren por el mismo cauce.

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David Gonzalo Henao Alcaraz

Ladrón de iglesias Yo soy ladrón, ladrón de iglesias. Mi nombre no es del caso mencionarlo. Trabajo de noche, en la madrugada de los lunes, porque para mi trabajo el día más recomendable es el lunes, ya que los donativos más cuantiosos se colectan los domingos. Mi trabajo me gusta: no es sencillo, pero da para vivir. Además, tiene la ventaja de mantenerme cerca de la única presencia que da, y ha dado siempre, sentido a mi vida: Dios. Cuando estoy trabajando, no dejo de pensar ni un minuto en Él. De Él es todo cuanto tengo: es mi leal compañero, mi amigo, mi benefactor. Todos los domingos asisto a misa, para agradecerle por los favores recibidos. Voy, también, porque necesito detectar el lugar donde los curas guardan los óbolos, así como calcular la cantidad que han recogido para no arriesgarme a robar una Iglesia pobre. El trabajo lo hago de esta manera: cada iglesia que robo la he seleccionado entre semana, el martes o miércoles, o cualquier otro día que no sea el domingo. Mi método es no robar iglesias aledañas, o a una misma consecutivamente, de modo que cada iglesia

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sea robada sólo una vez al año. Con esto me aseguro de no arruinar a ninguna y de mantener conmigo la ventaja de la sorpresa, que es la mejor arma de un ladrón. Además, acostumbro siempre asistir a misa previamente en la iglesia que he seleccionado para el robo. Hacerlo es ya un hábito, como el primer paso de cada operación. Otra cosa a la que me he acostumbrado con el tiempo, o mejor, que el tiempo me ha enseñado, es a respetar a la víctima, más aun cuando se trata de la santa Iglesia. Respetarla implica no tocar su alma, no robar nada en lo que Dios tenga puestos sus santos ojos. “Nunca robarle a Dios”; ése es mi lema y mi mayor testimonio. Este testimonio lo he traído desde aquella madrugada en que... Hoy voy a hablarle sobre ésa noche; quiero contarle lo siguiente: Antes, cuando era nuevo en el oficio, robaba los cálices del vino eucarístico – ¡qué descaro!–, pero Dios me ha enseñado a respetarlos. Hace algún tiempo, en una iglesia del centro de la ciudad, un cura por poco me vuela la cabeza cuando intentaba robarle sus cálices sagrados. El trabajo era por la noche. Me había entrado por la parte trasera de la iglesia, donde quedaba el patio de la casa cural. Un patio cuadrado, con arriates de rosas blancas y canastas colgantes con flores amarillas. Era una iglesia que visitaba por primera vez. Sin embargo la sentí familiar, como si la hubiese robado antes. El patio estaba cercado con un muro que daba a una calle peatonal. Yo, caminando alguna vez por allí, había visto fácil la trepada del muro, y justamente así fue. Antes de entrar, como de costumbre, estuve en misa de seis y me confesé. Cuando terminó la eucaristía tuve todo listo. El lugar

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de los óbolos estaba precisado y asimismo su cuantía. También los cálices, que eran guardados en una caja fuerte, y hasta la combinación de la caja, porque el curita no tuvo ningún problema en revelármela durante la confesión: –Acúsome padre de que pienso robar esta iglesia hoy, cuando entre la noche –le dije sonriente. –En ese caso hijo –contestó sonriente también– la combinación de la caja es ésta... Y procure tomar más en serio el sacramento de la confesión, que no son para jugar las cosas de Dios. Terminé de confesarme y luego estuve orando por un momento para cumplir con la penitencia. Cuando salí de misa eran las siete menos diez. A las siete en punto estaba dando un paseo alrededor de la iglesia, calculando posibles vías de escape y eventuales dificultades. La huída la pensé por la misma parte de la entrada, pues era seguro que las puertas delanteras de la iglesia estarían aseguradas por dentro y por fuera. El muro trasero era fácil de franquear y libre de peligros, aunque daba al patio de la casa del cura. Yo, sin embargo, confiaba en su largo y tranquilo sueño. No faltaba más que esperar a las doce, que era la hora en que había planeado entrar. Di otro paseo y regresé a las once. Para las y cuarto estaba sentado en el andén, junto al muro de acceso. Cuando fue la hora, trepé. Caí en un patio. En la pared de enfrente se hallaba la puerta de entrada a la sacristía. La forcé sin mayor dificultad. Una vez dentro, todo estuvo en mi mano. La clave, por supuesto, resultó ser falsa, pero la caja fuerte era prácticamente de juguete, y fue facilísimo abrirla. Ahí estaban los benditos cálices. Los introduje en el saco y caminé hacia el lu-

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gar donde se guardaba el dinero de las dádivas, con la idea de haber terminado el trabajo. No había dado muchos pasos, cuando oí un ruido. Di otro, tratando de esconderme, y en ese momento alguien me hizo un disparo. Un balín de la carga pasó tan cerca de mi cabeza que me sentí morir, y el estruendo llenó el lugar hasta el punto de dejarme aturdido. De inmediato alcé las manos, atemorizado, y tiré la bolsa. Los cálices hicieron un ruido tan terrible al caer, que en la acústica edificación, y unido con el eco del disparo, se oyó como un trueno. En principio no supe de dónde había venido el tiro, pero no pasó mucho tiempo antes de comprender que venía de la puerta del patio. A lo lejos se observaban, iluminadas por la noche, las canastas de flores amarillas. Ahí, entre las canastas y yo, a pocos metros, estaba un hombre. Atento, sin musitar palabra. Apuntaba con una escopeta hacia mi lado izquierdo, y supe por eso que no me veía. Intenté moverme, pero al oír mis pasos empezó a cargar su arma otra vez, sin apresurarse. Cuando la tuvo lista hizo otro disparo y entonces, aturdido de nuevo, me quedé quieto. Era imposible escapar de un lugar como ése. Entonces le hablé, para que me localizara de una vez por todas: –Sabe usted, padre mío, que matar es castigado por Dios –dije. –Y usted debería saber, si conoce la ley de Dios – respondió, y guiado por mi voz apuntó con su arma a mi cabeza–, que robar es pecado mortal. Cuánto más pecado será entonces robarle a la santa Iglesia. Mantenga las manos arriba –continuó, mientras encendía las luces y terminaba de cargar de nuevo su escopeta–, o le vuelo la cabeza con todo el gusto, que la divi-

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na providencia comprenderá mi pecado. Me arrodillé con las manos en alto, cerré los ojos y empecé a rezar el padrenuestro. –Ya tendrá tiempo de arrepentirse cuando esté en el calabozo –dijo–, que Dios siempre nos concede el perdón por todos nuestros pecados. –No me denuncie padre, se lo ruego –le imploré. Acuérdese que en confesión, durante misa de seis yo le dije este pecado, y si usted obra santamente, no divulgará un secreto que le fue dado en el confesionario. –Conque así es la cosa, ¡eh! –dijo él. Si acude usted al secreto de la confesión, es menester informarle, muchacho, que el que estuvo encargado del confesionario todo este día domingo fue el padre Augusto, no el padre Pedro, quien estuvo oficiando esa eucaristía y está ahora a su servicio. –Siendo así, le imploro padre que me tome ahora mismo confesión. No negará usted un sacramento a quien desesperado ha venido buscándolo a tan altas horas de la noche –dije, y empecé a confesarme con toda sinceridad: –Acúsome padre de que en mi mala intención intenté robar... Luego de escucharme se acercó, poco a poco. Estaba en piyama y sostenía la escopeta con firmeza. Detrás de sus lentes unos ojos pequeños se esforzaban por verme, incómodos, como los míos, por la reciente luz. Efectivamente, no era el cura con quien me confesé. Éste era Pedro, el oficiante de la eucaristía. Su sermón de domingo se refirió a nuestra misión en la tierra y al deber de amar al prójimo, como obligación de todo hijo de Dios. Caminó hasta mí –ya sin la tranquilidad y benevo-

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lencia que había revelado en su oratoria dominical–, siempre con la escopeta apuntándome a la cabeza, y cuando estuvo a mi lado me miró de arriba abajo, inspeccionándome. Luego dijo: “¡Levántese!”. Lo hice, y cuando estuve de pie, con las manos arriba, volteó la escopeta con fuerza dándome un culatazo terrible en la mejilla. Caí al suelo. Él continuó pegándome con la culata. Me atinó un par de golpes en el estómago y otros tantos en la cara. Estaba furioso: regurgitaba, se asfixiaba, resoplaba, sobresaltado por la energía que ponía en golpearme. Después de todo fue un hombre compasivo. Me pareció muy generoso de su parte hacerme poner de pie para que recibiera los golpes. Sólo Dios sabe qué humillación tan grande hubiera sentido al recibirlos de rodillas, como un hombre que se inclina ante el dolor por cobardía. No recuerdo, ahora que hablo de esto, haber dicho palabra insultante a su persona, ni haber intentado defenderme, porque todos sus procedimientos me parecieron altivos y dignos, como dándome una merecida lección. Lo último que recuerdo de esa noche es que, tratando de esquivar sus golpes, logré levantarme y corrí hasta la puerta delantera de la iglesia. El padre, silencioso, escopeta en mano, caminó detrás de mí, sacó su llavero y abrió la puerta para que yo saliera (no estaba cerrada por fuera, como lo supuse), y allí, en la salida, cuando me disponía a marchar dándole la espalda y los agradecimientos, me dio otro golpe en la nuca que me dejó ahí tirado. Por poco me mata. Creo que él pensó que había muerto, creo que dejó que saliera para matarme afuera del templo, y que estoy vivo porque Dios lo quiso así.

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Al otro día me despertó el ruido de los carros. Era tarde, muy tarde, y las gentes caminaban por el atrio, indiferentes a mi suerte. Adentro rezaban algunos devotos arrodillados ante el altar, en espera de la misa de seis. Traté de levantarme. Estaba adolorido por todas partes y no podía hablar. Me levanté por fin, y caminé a tientas hasta llegar al paradero de buses. Subí a uno, invoqué a todos los santos y, avergonzado, me fui a casa.

Relato del indio José Bailarín I Mi papá compró esa tierra cuando se cansó de trabajar pa otros y se resolvió a montar su tambo aparte. La llamó El Limonar, así mismito como llamaba la tierra que lo crió, donde los limones no faltaban. De eso me acuerdo patente. Y también de lo que pasó. No sé cuántos años tenía, pero recuerdo toda la historia. Tengo todo en mente. Todo palpable. Como si hubiera sido ayer. Eso fue a las once de la mañana. Lo recuerdo porque la olla estaba montada en el fogón, y todavía no habíamos almorzado. En esas llegó ese montón gente, armados de machetes. Y allá quedó El Limonar. Allá lejos.

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Allá nuestro tambo aparte. Allá lejos. Esa era la guerra de anteriormente, la que hace tiempo me pasó a mí. En los lados de mi tierra es muy contadita la persona que está instruida. Digo de mi tierra, pero ya no es mía. Me la quitaron. Me la robaron. Muy contadita la gente que está instruida, como digo. Si mucho, los muchachos hacen la primaria y el bachillerato. Entonces uno llega a la ciudad sin saber nada de política. Sin saber ninguna cosa pa defenderse en la vida. El indio se ve a gatas pa cumplir todo lo que aquí se exige. En cambio el blanco tiene su poder, tiene su entrada y la forma de conocer las cosas a fondo: los cambios de la política, todo. Tienen de adónde. En cambio uno no llega hasta allá. Llegué a Medellín en el año cincuenta o cincuenta y uno. Me vine a un internado de muchachos. Pasaron unos años y como no me entraba el estudio, me enseñaron a manejar carro y me dieron pase. No tenía la edad, pero me consiguieron un permiso. Cuando tuve mis años, me largaron el Picó modelo 59 que tenían las monjas dueñas del internado. Y trabajé ahí nueve años más. Con las monjas camellé mucho tiempo y con eso me conseguí este lote. La liquidación que me dieron después que se acabó el internado, me la pagaron con el terreno en el que hice esta casita. Es que yo con ellas trabajé desde niño. Cuando es-

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taba pequeño, me tocaba manejar el gallinero y las marraneras, además de hacer el aseo en la casa. En el internado se repartía a cada uno un pedazo pa tener limpio. Aseábamos de siete a once de la mañana. De once a doce, se desyerbaba: íbamos al solar a limpiar cafetales. De allá salíamos a almorzar. Después pal baño y luego a estudiar. Cuando tuve edad, como digo, me largaron el carro y con ese trabajo me conseguí mi lote. Mi tierra. Y aquí estoy. Luego el internado se acabó y los que tenían papá y mamá se fueron pa su región. La mayor parte se fueron pa las tierras, porque también tenían tierras. Los que no teníamos adónde ir, nos quedamos. Pero fue muy poquito el que era huérfano como yo. El que como yo tuvo que abrir monte acá en la ciudad y avisparse pa conseguir cómo vivir. En Medellín terminé jubilándome como conductor de servicios urbanos, en la empresa de conducción América. Eso fue muy duro: cuando me tocó la parte de La Loma, no se podía dormir. Era todo el día y toda la noche. Salía a las cuatro de la madrugada y trabajaba hasta las once o doce de la noche. Me tocaba liquidar, echar gasolina y darle la plata al patrón, y en esas le daba a uno la una de la mañana. Manejé bus sólo por aquí en La América: lo que es Barrio Cristóbal, San Javier, La Loma; todo eso me tocó recorrer. Un móvil de aquí, porque ningún otro barrio me gusta: ni el Poblado, ni Campo Valdés, ni

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Manrique. Sólo éste. Porque yo soy de esa gente que se ubica en una sola tierra. Yo soy de los de un solo lugar. Desde pequeñito me ubiqué en este lado de la ciudad. Aquí he estado toda la vida y aquí estaré. Allá Víctor, el hijo mío, si quiere estar por allá en Casablanca. Pero yo no me voy. Aquí me quedo. Vea: el convento de las monjas está muy cerca de aquí. Usted camina derechito por este camino nuevo, y ahí mismito está. Uno llega por esta calle, sube, y aquí, a la derecha. Ubica la terminal de buses, baja un poquito y ahí están. Desde que me vine de Mutatá no he salido de esta zona. Aquí me resultó mucho trabajo: buses, otros carros y mucho compañero taxista con los que también pude trabajar. Pero no. Los taxis no me gustan, porque hay que moverse por toda la ciudad. Y yo de aquí no salgo. Me da miedo. Me pongo nervioso. Antes me mantenía de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. Esa era la vida mía. Y llevar la obligación de la familia. Ya terminé. Estoy jubilado. Y ya no me muevo. No salgo ni a la esquina. A Mutatá no me gusta ir. Hombre, me da como cierta cosa. Yo sé que todavía está la finca, que la tiene un señor. Un señor que llama Vicente Úsuga. Dizque así

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se llama el que tiene metido un ganado allá, en la finca de mi papá. Dizque responde a ese nombre. Eso me lo comentaron en el tiempo que estuve en el hospital, curándome de las cortadas, y del dolor. No sé más. No me gusta preguntar siquiera, porque uno no sabe quiénes son. Y me da mucho miedo. Yo no me acuerdo ni de cómo llegar a El Limonar, porque me vine muy chiquito. Por ahí ocho años o algo así. Tengo en este momento sesenta y tres. Y en tanto tiempo, no he vuelto sino una vez al occidente. Fui con Nolia, la hija mía. Hace como cuatro años. Pero fui hasta Dabeiba no más. Viajamos a conseguir documentos pa mi jubilación, porque allá me bautizaron. La hija mía llamó por teléfono, a ver si nos ahorrábamos el viaje. Contestaron de la notaría y dijeron que tenía que ir personalmente pa poder verificar los papeles. Entonces tocó ir. Y fíjese que nos convino la ida, porque yo no soy del cuarenta y cuatro, como pensaba, sino del cuarenta y tres. Y entonces, bueno, me adelantaron un año la jubilación. Pero hasta Dabeiba fui no más. De ahí pa allá no conozco. No quiero volver. No tengo nada. Todo me lo quitaron.

II Anteriormente había dos caminos: rojo o azul. Entonces, no se podían ver los hijos del rojo con los del azul. Se aborrecían. Se miraban como con un corrientazo a

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que se mataban. Y se mataban. Ahora es diferente: si hay un cabecilla de un lado y otro de otro, entre ellos mismos se matan, o se mandan matar. Porque hoy en día son más cobardes. Los políticos ya no son como anteriormente. Ya no se acaba con la familia, sino que se dan entre los mayores. Sólo entre los mayores. Y si los hijos del muerto no están de acuerdo, eso es un forcejeo a ver quién gana. Y lo mismo. Se matan. Esa era la guerra de anteriormente, la que hace tiempo me pasó a mí. En la finca éramos como doce: mataron a mi mamá y a mi papá. Y más acacito, así de este lado del camino, iba mi hermana corriendo. Llegaron por detrás. Llegaron y ¡cam!: mochada la cabeza. Otro hermano que iba pal pueblo a negociar con pescado, lo encontraron en el camino y lo mataron. Lo mataron en la orilla. Y mi tío, que también iba pal pueblo, lo toparon en el río: lo mataron. Después llegaron donde nosotros: acabaron con nosotros. Los únicos que quedaron vivos fueron los marranos. Y yo. Y el tío era hermano de papá, su hermano menor. Yo soy nacido en Río Verde, pero de ahí nos fuimos. Mi papá consiguió una finca por los lados de Mutatá cuando ya no quiso trabajar más pa otro, y se resolvió a montar tambo aparte. Antes de eso había trabajado como mayordomo de fincas de gente rica, de gente ganadera, y vivíamos a orilla de carretera. Yo no me acuerdo, estaba muy pequeño cuando la

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familia consiguió esa tierra pa los lados de Urabá. Río Verde queda un poquito más acá, por los mismos lados, pero tirando más pa Frontino. Esas tierras son frías y a papá le gustaba más la tierra caliente. Así que nos subimos pa Mutatá. Nos pasamos pa esa finca, que quedaba al otro lado de un río. Pa uno cruzar tenía que montarse en una garrucha de cable que iba de lado a lado, de orilla a orilla. Ese río se llama Riosucio, un río grande, muy grande. A esa tierra la llamamos El Limonar, así mismito como la tierra en que papá se crió, que no faltaban los limones. Pero allá era puro monte, no había ni un limón, ni uno solo. Y papá se reía por eso, porque llamándose así, y sin un palito de limón siquiera. Trabajamos la tierra. Quemamos el monte. Hicimos la roza. Sembramos plátano. Sembramos banano. Y yuca. Compramos las marranas y las hicimos preñar. Y unas gallinas. Y con la madera que quedó de la roza fuimos haciendo el tambo: el techo, el piso, los cuatro guayacanes y la escalera. Como mi papá era veterano, sabía de sobra cómo se mantenían las cosechas. Sabía todo lo que había que saber, pa convertir un matorral en finca. Vivíamos allá. Allá trabajábamos. Manteniendo la tierra, desyerbando plataneras y cuidando los marranos. Hasta que el día menos pensado… ¿Usted recuerda que en la violencia pasada había una parte que se llamaba la chusma? Pues no se sabe si por envidia. O por quitarle la finca a mi papá. O no se sabe qué problemas había. Pero entonces llegaron como a las…

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Esa mañana mi mamá me dijo: “Mijo, vamos a traer un plátano pa dale comida a los marranos”. Entonces yo le dije: “Mamá, hoy no quiero moverme a ninguna parte”. Y mi papá le dijo: “Mija, no se lleve ese pelao, que de pronto lo muerde una culebra por ahí en esas plataneras, más bien no se vaya”. Entonces mamá bajó al tierrero a coger una gallina: la mató, la organizó, montó la olla al fogón y se fue a lavar ropa a la quebrada con una tía mía. Esa mañana yo estaba con el machetico envainado, aquí en la cintura. Mi mamá lavando ropa con mi tía en la quebrada. Y papá, como se sentía enfermoso, en la cocina calentándose. Papá tenía una escopeta colgada en una de las paredes de la cocina. De esas mellizas, de esas de dos cañones. Y estaba cargada. Esa gente entró, lo arrinconaron, cogieron la escopeta y con esa misma le dieron. Papá gritó. Entonces yo salí corriendo. Me tiré. Me brinqué por un lado del tambo. Como teníamos tanto marrano, el rededor de la casa estaba cercado con unos palos muy altos. Todo el rededor tenía esa cerca. Y esos palos no me dejaron volar. Entonces saqué el machete y mientras amenazaba a los tres que me estaban persiguiendo, desde el tambo otro me disparaba y la escopeta no daba fuego, no daba fuego. Varias veces me dispararon y la escopeta no dio fuego. Se sabía en la región que la chusma empezaba a matar a los mayores primero. Los chiquitos los dejaban pa lo último. Y entonces, lo que me hicieron fue

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una encerrona. Me encerraron, todos cagados de la risa de verme ahí con ese machete de juguete. A mí me arrinconaron: llegaba el uno por acá, el otro por el frente y yo era defendiéndome con el machetico. Cuando sentí que ya me estaban acorralando, salí por el medio de ellos, abriéndome campo. Me machetearon por todos lados. Al de la derecha, por esquivarle un machetazo, me agaché y siempre alcanzó a agarrarme la cabeza. Yo tengo un poco de cicatrices: vea, vea, y aquí, vea; esta es la más grande. Al fin alcancé a salir por debajo de la cerca y me tiré a la quebrada donde estaba mi mamá lavando ropa. Era un pozo grande. Cerré los ojos y me tiré. Caí, y cuando abrí las vistas, ahí estaban matando a mi mamá y a mi tía, que estaba embarazada. Sí o sí, porque hay que ser berraco, logré pasarme a la otra orilla sin que me vieran. Mi papá siempre me decía: “Mijo, cuando vea algún problema y esté herido, busque una quebrada pa que no sigan el rastro de la sangre”. Como estaba todo ensangrado, me subí a la montaña, luego bajé y seguí por una quebrada pa’rriba, pa’rriba, pal monte. En lo alto, había unos árboles grandes y allá me quedé. No me podía mover del dolor, pero como a la media noche me estaba muriendo de sed. Mi papá me había enseñado que hay unos bejucos en el monte, que se parecen a una botella y se les puede sacar agua. También hay venenos bejucos, yo los distinguía. Encontré uno de los de agua, y como no había soltado el machetico lo moché y empezó a echar agua.

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Amanecí en el monte y me devolví a dar vuelta a ver cómo estaban las cosas en la tierra. Encontré a mi mamá y mi tía tiradas en la playita. Estaban sin cabeza y con la barriga abierta. La casa estaba quemada. La quemaron. Los marranos estaban por ahí andando. Viendo a mamá ahí tirada, ya no quise ver más: me fui por la quebradita pa abajo. Yo sabía de un río muy grande que me llevaba donde unos familiares de mi papá. Caminé y llegué como a las seis de la mañana del otro día, porque era lejos y no podía moverme. Los familiares me atendieron: “Qué te pasó, hombre”. Entonces me paré y dije: “Vea, me pasó esto y esto y esto”. Ellos se organizaron, cogieron la escopeta, dijeron: “Vamos a dar una vuelta por allá, a ver, hombre”. Y se fueron los muchachos. Se quedaron la mujeres conmigo, echándome agua caliente, aguasal, pa despegar la camisa del cuerpo, porque la sangre ya estaba seca, muy pegada contra el cuero. La camisa estaba tiesa. Entonces una de ellas me dijo: “Vea, hombre, nosotros no tenemos con qué curarlo. Aquí no hay un remedio pa dale, no hay nada pa que se alivie. Hagamos una cosa: vamos a Dabeiba, pa que lo curen allá, pa que le sanen esas heridas”. Yo no quería irme. Me puse a llorar. Pero al fin me resolví y me llevaron al hospital. Ahí me recibieron unas monjitas, las madres Lauras. Los familiares me dejaron allá y prometieron volver. Pasó un tiempo, un tiempo largo, y me visitaron otra vez, a ver cómo seguía. Ya estaba mejor. Las monjas, después de hablar con ellos, me propusieron: “Ve José, pa que nos vamos pa Medellín.

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Allá hay un internado y todos son indígenas, no hay ninguno blanco. Son de distintas partes: del Putumayo, de Panamá, del Cauca, del Chocó, de Cúcuta, del Amazonas y de Dabeiba. Allá no hay blancos, solamente somos blancas nosotras, las monjas”. Yo tampoco quería irme de Dabeiba, pero me convencieron. Entonces me vine pa’cá, pa Medellín. La primera noche amanecí en Belencito. Al otro día en Guadajama, que así se llamaba el internado. Queda aquí arriba: usted se va derecho por este camino nuevo, llega a una calle, sube, y aquí, a la derecha, están las monjas. Llega a la terminal de buses y baja un poquito. Y ahí queda. Sábado 29 de julio del 2006

Nota: El Relato del indio José Bailarín se basa en hechos históricos que afectaron a don José y su familia. La historia es real. Quien habla también. Es la ignominia, entonces, su legítima autora. La escritura estuvo precedida de un estudio, entrevista y trascripción en la que participaron don José, su hija y el antropólogo Hernán Giovanni Méndez. Tal el origen del texto literario. El autor dedica el relato en reconocimiento al trabajo realizado por la Organización Indígena de Antioquia.

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Eduardo Gorana

TEROS Los hombres llaman Eros al dios alado, y Teros al que da alas. PLATÓN.

Varnava Un día subió a la montaña sin libros, sin música, sin pensamientos, y contempló el monasterio que abajo retozaba como un cordero blanco sobre el prado. Se tendió en la alta hierba y escuchó una canción que subía al cielo. Eran los monjes que cantaban Ven Espíritu.

Varnava pensó: Estos monjes están enamorados. Sólo los enamorados llaman al que no se ha ido.

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Encuentro Tocabas a mi puerta y yo daba respuestas razonables. Por eso no querías entrar. No era la clave que me habías dado. Desesperado, no respondí ya más. Entonces entraste con los pasos de un rey. Yo estaba desnudo, pero a tus ojos no me avergoncé. Sabía que me conocías desde siempre.

Yo soy el éxtasis El salmo es el Amor, yo soy la flauta, una flauta pequeña, una humilde chirimía, o quizás una quena: Flauta que no ha servido para grandes orquestas; flauta de caña o de bambú

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labrada por el Pastor, Señor de la Floresta.

Flauta inútil, que si el viento no la suena, ningún sentido tiene su existencia. Flauta pura oquedad, puro vacío, por donde Dios su salmo pastoril amante entrega. Flauta enamorada del Pastor que un día perderá su canción bajo la Tierra, y se irá con el viento por el cielo a sonar una música nueva.

El maestro Cuando el Hombre se rebela contra los cuentos y lo cansan el viaje, las huellas y los sueños, aparece el Maestro. ¿Qué cara tiene el Maestro? No tiene cara. Del Maestro no se pueden contar cuentos ni hacer sueños. El Maestro es aquí y es ahora, sin libros, sin palabras, sin dogmas, sin pasiones, sin negocios, sin escuelas, sin teatros, sin liturgias ni deseos. El Maestro no busca, no afirma, no niega,

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no tiene verdades. Es verdad y silencio. El Maestro no acumula riqueza. Es un vagabundo sobre el espacio y sobre el tiempo. El Maestro es el eterno gozo de lo inútil y ligero, es la vida que fluye, la coincidencia de los opuestos. El Maestro es el Amor que hace llover sobre el trigo y la cizaña, sin siegas moralistas ni legales argumentos.

Oración Te saluda el Amor, Madre Tierra. Llena eres de Estro, contigo tu Celeste Amado, bendita tú entre todo lo Eterno Femenino, bendito el Hombre y su Palabra, las aves, los peces, los reptiles, las rosas, los mirtos y los lirios, los humildes guijarros y las piedras preciosas, frutos de tus entrañas bienaventuradas. Señora Hermosa y Santa, para siempre amada de Dios y de sus Hijos, tennos contigo donde eres sed de Cielo, ahora y cuando regresemos a tu seno. Amén.

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Pronóstico del tiempo Dice Dios al levantarse: ¿Lloverá? Yo veré. Yo soy Yavé. El fuego dice en la fragua: ¡Agua!

Y yo, sin saber por qué, no puedo decir palabra.

Sofoco ¡Qué calor! Qué palabras tan feas:

bala guerra pelea garrote tortura violencia

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Mejor:

Sayula Harmonía Castalia Juvencia

que sólo con nombrarlas refrescan.

VARNAVA EL EREMITA Eran tres: en él, un bohemio, un poeta y un místico.Los remplazó un bobo intrépido.

Retiro en El Palmar El hombre histórico es el hombre del fracaso. El hombre del fracaso es el hombre del desengaño. El hombre del des-engaño es el hombre verdadero. El hombre verdadero dice: mi reino no es de este mundo.

Encontró, por fin, una soledad muy suya. Todos se habían ido: agregados, escogedoras de café. Al callar los hombres, pudo escuchar el discurso de la tormenta. El frío le habló del vino del viejo tonel. Borracho, Varnava pudo estar fuera de sí, tranquilo, olvidadizo, perdidizo…

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Reflexión en el espejo Se retiró al desierto. La intimidad no es huida. Es verse tal cual la intimidad nos ve y conocernos como ella nos conoce. Dijo: aquí otra vez en la noche, acechando el fuego del misterio, al que no soltaré hasta que me haya bendecido. Tengo sed de realidad, pero temo las ilusiones de los oasis y las tentaciones de san Antonio.

Explotó el poema y abrió un boquete de salida de la cueva. Lo seguro no tiene misterio. Varnava pensaba que en los catecismos, en las santas reglas, en las constituciones todo es previsible. Sin misterio, comenzó a aburrirse. Decidió dejar que los muertos entierren a los muertos. ¿De qué le servía el silencio, si la bulla la tenía dentro?

Si encuentras al Buda, sigue buscándolo. Una noche, demasiado preocupado por la perfección, soñó que estaba construyendo una estatua del Buda, pero la estatua se le desmoronaba. Muchos fueron sus intentos fallidos, hasta que pasó su Maestro y

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le dijo: No logras dar solidez a la estatua porque estás trabajando con elementos puros.

Al final de su existencia se hallaba triste, aunque se alegró de estar en el desierto para no tener donde apoyar su melancolía. Sentía el peso de su cuerpo y el cansancio de su espíritu. Varnava se recluyó en sí mismo, presenció su transformación y se liberó de su pasado y de su nombre. Sufrió porque amaba su última representación y nada fue bastante para detenerla. Al tercer día resucitó, pero ya no era él. Su historia había concluido.

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Verano Brisas

Más allá de la experiencia Cuando las dos enfermeras retiraron el cadáver, las sábanas exhibían la huella inocultable de unos esfínteres totalmente relajados. La orden de traslado para el sitio de la clínica donde los practicantes realizaban las necropsias de rigor, había sido ya firmada por el médico de turno. Abelardo salió entonces de aquella habitación donde el clímax de una larga y dolorosa etapa de su vida tocaba a su final. Ahora estaba destrozado y libre, si libertad puede llamarse el estallido abrumador y seco de la única partida que jugamos con la muerte. No se refugió en la religión porque siempre fue un escéptico, y sabía que las religiones, como los enamorados, se concretan a dos cosas principales: a dar las gracias y a pedir perdón. Y si la vida no era más que producto del azar y de las arbitrariedades de la materia, las creencias y los ritos carecían de importancia para él. Pensaba que mal puede agradecerse lo recibido sin deseo, o arrepentirse de lo que sin voluntad ha sido consumado. De todos modos quedaba otra posibilidad, la contraria por no decir la infinita, donde cualquier especulación se pierde en el

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vacío como una pavesa en la inmensidad. Pero Abelardo no era hombre para eso, y más bien se dedicó a organizar los asuntos funerarios, con el pragmatismo propio de sus convicciones personales. Al día siguiente, cuando regresó, halló el cuerpo de su esposa tendido sobre una mesa de cemento, y como era de esperarse, desnudamente rígido. Presentaba heridas sin sangre, a nivel del vientre, pecho y cabeza, producidas por los bisturís y seguetas de los estudiantes, sin contar las demás que posiblemente se ocultaban a los ojos del aterido viudo. Las ceremonias que siguieron hasta que la difunta descansó en su sepultura fueron sobrias, y Abelardo no tuvo que preocuparse de costos, por simple y llana carencia de dinero, pues sus actividades comerciales, como en otras ocasiones, andaban sin pies y sin muletas, a pesar de sus esfuerzos y su buena voluntad. Los gastos corrieron por cuenta de la empresa donde ella trabajaba hasta que su salud lo permitió, y también de los Seguros Sociales, tan criticados por todos pero tan útiles en determinadas circunstancias. Para el desenvolvimiento armónico de lo que seguía, Abelardo se basó en las inquietudes religiosas de la muerta y no en su declarado escepticismo, como era de suponer, porque él, contrariamente a lo sostenido por cuñados y demás parientes de Lilliam, sí respetaba las ideas de sus prójimos, en la práctica y no en la teoría. La congregación de una pequeña disidencia desprendida de la organización católica romana se hizo cargo de las ceremonias litúrgicas, con cánticos profundos y optimistas, donde alababan a la Santísima Trinidad, la Divina Unidad, creadora de los Cielos y

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la Tierra, y donde los muertos eran chispas de vida universal en perpetuo camino hacia su liberación definitiva. La disidencia, según sus miembros, tuvo lugar en Holanda durante el siglo XIX, aunque la fecha exacta se perdió en los traicioneros remansos del olvido. Como muestra de lo anterior un militante de la misma cedió el terreno que poseía en uno de los parques cementerios de la ciudad. En esa forma, después de sepultar a quien fuera por mucho tiempo su compañera inseparable, quedó sellado uno de los más trágicos episodios en la vida de Abelardo. Todo comenzó tres años y medio atrás, cuando una mañana, al iniciar su ducha, Lilliam detectó, casi por accidente, un nódulo insignificante sobre el seno izquierdo, que le causaba malestar si lo presionaba con los dedos. Muy nerviosa se vistió, y en lugar de salir para el trabajo se dirigió a los Seguros Sociales, donde fue atendida sin tardanza. El facultativo, luego de auscultarla ordenó una biopsia, despachando enseguida a la paciente con la indicación de regresar a los tres días por los resultados. Lilliam enrumbó derecho hacia la oficina, dispuesta a empezar sus labores diarias, no sin antes ingerir la tableta de Mejoral a la que estaba acostumbrada, para el cansancio según decía, y para otras molestias que jamás determinó. Una semana después yacía atormentada sobre la cama por los dolores de una mastectomía radical. Algunos médicos aseguraban que el desencadenamiento del proceso anárquico de división celular era el resultado de una mutación, aunque no precisaban si ésta se debía a factores provocados o espontáneos. Otros atribuían el caso a la cantidad de cigarrillos que la enferma confesaba haber fumado durante su vida.

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Mientras tanto, ella se debatía entre tubos para drenaje y frascos de suero, termómetros y gasas que la mantenían en un estado de postración desesperante. A lo anterior se añadía una avitaminosis avanzada por la escasa alimentación y el consumo desenfrenado que el organismo hacía de vitamina C. Cuando descubrieron que Lilliam padecía también agudas crisis emocionales, decidieron sostener que el mal había sido causado por estrés, pues ya en el paleolítico el hombre lo sufría, cuando absorto en su tarea veía aparecer en la boca de la cueva la cabeza de un león cuyo rugido hacía vibrar el interior de la caverna. De todos modos la fiebre no bajaba, la inapetencia era constante y la pérdida de peso progresiva. Haciendo esfuerzos sobrehumanos convenció a los que la atendían para que autorizaran su salida de la clínica en la mayor brevedad. Llevaba poco en casa cuando fue internada de nuevo porque varias metástasis comenzaron a surgir en los contornos del único seno que todavía le quedaba. Esa vez la explicación fue que cuando la nueva vida resulta difícil en los lugares elegidos por la célula que se ha rebelado, o acosada siente el peligro, por ejemplo, de una intervención quirúrgica, la que alcanza a escapar del bisturí, emigra. Por eso las metástasis podían ser comparadas con las colonias de algunos pueblos primitivos que dejan su madre patria llevando consigo las costumbres y creencias a las tierras recientemente conquistadas. Lilliam no rechazaba ninguna interpretación porque sabía que todos somos portadores de células malignas en ciertos períodos de nuestra existencia y que el organismo es capaz de mantenerlas a raya durante

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muchos años, pero casi nunca en forma indefinida. Tampoco ignoraba que además del estrés, la longevidad es otra de las posibles causas, y que si todos los seres humanos llegásemos a ser bastante viejos, terminaríamos bajo los efectos de aquella desorganización, porque la vejez lleva aparejado el debilitamiento de las defensas y varios desequilibrios fisiológicos que impiden escapar del inexorable destino. Pero su caso no era ese porque apenas contaba treinta y siete años no cumplidos, dentro de los cuales llevaba diez de matrimonio, siendo madre de una niña que ya entraba en la edad de la razón. Perdidos los dos senos, orgullo de su vibrante anatomía, recurrió a la prótesis que le ofrecieron los traficantes de la vanidad humana, presente mientras respiremos y que nos hace, pese a todo, seguir la lucha contra lo imposible. Fue sometida a radiaciones que de nada le sirvieron porque en los estadios avanzados de la enfermedad la medicina poco puede hacer por la salud del paciente. Entonces, como una tabla de salvación, aquel desventurado trío decidió partir para el extranjero en busca de las posibilidades curativas que se presentaran, no por medio de la ciencia oficial sino por las ofertas de ancestrales yerbateros. Visitaron casi todos los países del continente, con dineros que aparecían por milagro en los sitios más inesperados y a través de las personas más disímiles. En algunas ciudades intercambiaron experiencias con otros enfermos que después fueron muriendo con precisión macabra, para mayor angustia y soledad de los viajeros. Eso hacía más desolado el panorama, pero el combate no cejaba porque cejar hubiera sido morir antes de tiempo y aún quedaban

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muchos meses de sufrimiento y tristeza. Vueltos al país probaron suerte con métodos no muy convencionales, aceptando tratamientos de acupuntura china y su variedad alemana, sin descartar por otro lado toda clase de consejos. Vamos a darle duro a lo que duro nos da, porque tengo que velar por el bienestar de mi hija, repetía con frecuencia para infundirse ánimo, pero ni así lograba disimular la cruda sensación de su derrota. Como experiencia final se sometió a una exodoncia generalizada que la dejó edéntula en menos de una semana. El cabello había encanecido en su totalidad y la mirada carecía de todo brillo; la piel color ceniza, marchita y arrugada, le daba un aspecto de mujer sexagenaria. Para sobrellevar los intensos dolores que no la abandonaban fue necesario aplicarle fuertes dosis de morfina, con efectos cada vez menores. Inquieta como pocas, Lilliam investigó acerca de su desgracia y descubrió en un tratado médico que la primera célula surgida sobre la Tierra tenía la naturaleza del tenebroso mal, porque así respondía a las necesidades primarias de la vida, y se estremecía al pensar que todo, más tarde o más temprano, estaba condenado a la desintegración. Se observaba muriendo cada minuto y su silencio se tornaba en la prueba más elocuente de que era un caso perdido. Pero hacía lo posible para mostrarse alegre y a su pequeña hija la entusiasmaba con promesas de viajes y regalos que compartirían cuando estuviese ya recuperada. La que en una época había sido alegría, exuberancia, belleza y juventud, deslucía ahora como un árbol sin raíces y sin hojas, pronto a desplomarse por la acción de una brisa elemental. Ansiaba dormir eternamente

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conquistando la paz que trasciende toda comprensión, porque atrás habían quedado las ilusiones, los resentimientos, los proyectos y las luchas. Esa mañana, cuando Abelardo penetró en la habitación, la encontró postrada más que siempre. Le habían extraído líquido del páncreas y de sus ojos opacos brotaban algunas lágrimas; las sesiones de quimioterapia intensiva realizadas en los últimos días apenas la martirizaron. El especialista explicaba que algunos animales, como el cobayo, vivían inmunizados mientras que las ratas eran muy sensibles a la enfermedad. Se mostraba complacido de saber que la cobra sufría cada año un tumor en su glándula venenosa en el momento de la muda y que sólo se curaba cuando ésta finalizaba. Sostenía también que los diabéticos y los locos estaban bien protegidos, pues era casi imposible encontrar síntomas en ellos. Su voz trémula respondió a medias el saludo de Abelardo, y el beso no fue capaz de retornárselo. Voy a morirme, ya no puedo más, dijo muy quedo levantando su llorosa mirada, con el ademán leve pero claro de su postrer adiós. Tampoco preguntó por su pequeña, algo que hacía religiosamente desde el primer día de hospitalización. Abelardo, agobiado por el peso de la angustia cuya masa era intangible pero inmensa, la tomó entre sus brazos con mucha suavidad y reorganizó los almohadones hasta dejarla mejor acomodada. Luego le acarició las sienes susurrándole palabras de consuelo. A las doce y cinco minutos en el reloj de la pared, Lilliam abrió los ojos desmesuradamente y apretó con tanta fuerza las manos de Abelardo que éste se sintió dolido. Las convulsiones se hicieron cortas y

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desesperadas, salidas de toda proporción para una persona enferma. Después de unos segundos se desmadejó como una flor sin aire y comenzó a escurrirse por entre los brazos de él, hasta quedar tendida sobre la cama, sin respiración. Cuando el médico llegó con su linterna diminuta, buscando signos vitales en el cuerpo desmayado, las pupilas no respondieron el mensaje de la luz.

El caso de la doctora Zaire Egresó con una tesis muy bien estructurada sobre Infecciones Virales, de aquella universidad cuya Facultad de Ciencias de la Salud era reconocida como la primera de la nación, e inmediatamente viajó a las exóticas tierras centroafricanas para probar sus conocimientos en los parajes más alejados de la civilización. Su salud, que a decir de familiares y amigos sería un problema para una muerte natural, iba a resistir perfectamente las inclemencias del trópico, pues había sido excelente deportista por razones de educación y posibilidades económicas. Venciendo la natural resistencia de sus padres, que veían en ello una aventura descabellada y poco fructífera, partió, como ya se dijo, para una innominada región del antiguo Congo Belga, en el primer vuelo de una mañana esplendorosa, como hacía mucho no se

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daba en la populosa ciudad. Viajó sola llevando apenas las cosas de uso diario, pues creía que al llegar encontraría lo indispensable para el desempeño de sus funciones. Y así fue. A los dos meses se hallaba establecida colaborando con los pobladores más necesitados del entorno, dentro de las limitaciones del lugar. En las tardes paseaba por las orillas del lago y navegaba en el bote de remos que tenía a disposición, cedido por uno de los amigos que ya empezaba a conseguir. O caminaba por la senda que conducía hasta la carretera principal, antes de volver a casa bajo los rayos de una luna osadamente hermosa. Su vida era bucólica, y fuera de algunos pinchazos con agujas y exploradores, no hallaba ningún problema en aquellas lejanías. Poco después fue sorprendida por una revuelta interna que la indujo a presentarse como voluntaria de la Cruz Roja Internacional, ofrecimiento que aceptaron en el acto por las muchas cualidades de la interesada. Trabó amistad con varios participantes del conflicto, indiferente a sus matices ideológicos y a militancias religiosas. Tampoco le importaron las enfermedades endémicas y contagiosas, fuesen físicas o emocionales, pues sólo deseaba servir. Encontró pronto su primer romance: un nativo inteligente que había estudiado en Oxford, ahora político prominente y líder decidido dentro de la comunidad. Las consecuencias fueron un aborto a los cuatro meses y la muerte prematura de su prometido en una de las frecuentes refriegas entre bandos antagónicos. Muerto Mandingas no tuvo más amores permanentes, aunque sí una que otra aventurilla, siempre con nativos del continente oscuro.

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Tras dos años de constante actividad, cierta noche fue atacada por una turba enloquecida mientras pulía sus notas personales a la luz de un candil junto a la rústica mesa que le servía de escritorio. La sacaron por la fuerza a campo abierto donde fue violada muchas veces, pero debido a la oscuridad y al desconcierto, no pudo identificar a los culpables como pertenecientes a uno u otro bando. Consumado el atropello quedó incapacitada para volver a casa por sus propios medios y así, sodomizada y maltrecha, pasó la noche a la intemperie, víctima ahora de otros bichos que trataban de consumir con sus ponzoñas los restos de aquella cacería demencial. Varios meses tardó en recuperarse, pese a las atenciones prodigadas por sus compañeros médicos y algunos miembros de la comunidad nativa. Durante la convalecencia leyó dos o tres obras literarias y artículos referentes a enfermedades tropicales de difícil curación. Cuando se reintegró a sus labores habituales, algo en su interior había cambiado, y para toda la vida. Entristecida y cansada por el maltrato y la incomprensión de quienes defendían intereses personalistas dentro de la contienda, decidió regresar a su tierra para ejercer en un antiguo pero higiénico local, próximo a lo que más tarde sería una caseta de exposiciones artesanales, cedido por un pariente que luego se convirtió en su asiduo admirador, hasta enredarla en el trágico laberinto de un matrimonio perfecto. Allí permaneció durante un año, antes de trasladarse al lugar definitivo. La doctora Zaire no era mala compañera aunque sus experiencias en el extranjero la habían vuelto más fría y cerebral. Contribuía a esa situación el reciente fallecimiento de su padre, cuando

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cayó tendido sobre el piso por un ataque fulminante mientras salía del teatro donde presentaban su ópera favorita. Por estudio, por práctica y por viajes conocía las enfermedades que atacaban al odontólogo a través de los pacientes y los riesgos a que estaba sometida si olvidaba las precauciones más elementales. Para evitarlos se regía por las recomendaciones del Consejo de Terapéutica Dental de la Asociación Dental Americana, algo que por razones obvias no practicó en debida forma cuando vivió en el África. Comenzaba elaborando una Historia Clínica donde anotaba los antecedentes familiares, hospitalizaciones, alergias y tratamientos por enfermedad o accidente, y examinaba los tejidos blandos especialmente mucosas, teniendo en cuenta cualquier posible patología de la cavidad oral. Eso sin contar el odontograma y el orden que seguiría en el procedimiento curativo. Se colocaba los guantes quirúrgicos, un tapabocas desechable y a veces una máscara, todo en condiciones de absoluta limpieza y esterilidad junto con el instrumental y otros accesorios de trabajo. Usaba papel aluminio o plástico para cubrir manillas, lámparas y cabezales de RX que pudieran contagiarse con la sangre o la saliva. Después lo retiraba sin quitarse los guantes para evitar nuevas contaminaciones, y siempre que podía utilizaba diques de goma mientras trabajaba en boca con piezas de alta velocidad. No satisfecha con lo anterior, se lavaba las manos varias veces entre paciente y paciente y renovaba los guantes antes de tocar tejidos infectados por las secreciones del enfermo. Los objetos punzantes y afila-

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dos los consideraba potencialmente peligrosos, manejándolos con sumo cuidado para evitar rasguños o heridas inintencionales. Así toda una serie de ritos asépticos difíciles de enumerar. Agregaré la costumbre de colocar en bolsas plásticas que después sellaba, materiales y otros elementos sobrantes, luego de atender cada paciente. Para Johny, su esposo, eso era absurdo, aunque aceptaba ciertas precauciones dentro del consultorio, pero sin que se extendieran a la vida familiar. Pese al rechazo de su marido, la doctora Zaire intentaba ritos similares con alimentos y bebidas. Una mañana fue visitada por un hombre de treinta y cinco años, y ella, que tenía por norma atender con cita previa, hizo una excepción en esa oportunidad. Cobró el valor de la consulta e indicó la silla odontológica para el examen de rigor. Vale anotar que prefería trabajar sin auxiliar porque así se había acostumbrado y porque, francamente, no se acomodaba con ninguna debido a su carácter que empeoraba cada día. Comenzó la exploración de la cavidad bucal y observó sobre las mucosas unas placas blanquecinas y pequeños puntos de superficie granulosa. Intentó desprender uno y vio que se producía hemorragia. En lugar de insistir habló con el paciente, y éste, sin ningún preámbulo, desvió la conversación hacia su historia individual, salpicada toda de anécdotas azarosas y picantes. Era un retazo de la guerra vietnamita fugado de la cárcel donde purgaba condena por corrupción de menores. Tenía tres hijos en el reformatorio y a su mujer, afirmaba, tuvo que matarla por incompatibilidad de gustos eróticos propiciándole varias puñaladas mientras estaba dormida. Por este

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asesinato no había sido procesado, pues lo cometió con tanta previsión que las autoridades andaban despistadas. Alterada por la confesión, la doctora terminó el examen y remitió al sujeto al hospital más cercano con una explicación sucinta dentro de un sobre sellado, recomendando al mismo tiempo unos chequeos clínicos de urgencia. Cuando el individuo salió, ella se recostó sobre una silla, bañada en sudor frío, con desaliento, náuseas y dolor de cabeza. Permaneció así varios minutos, y al ver que no mejoraba cerró el consultorio y se marchó enseguida. Era sospechoso sentir aquellos síntomas con mayor frecuencia, y eso hizo que aumentara las precauciones, como si cada paciente constituyera un monumento a las infecciones. En los meses subsiguientes atendió en forma casi normal, pero como las molestias persistían decidió hacerse unos exámenes en la clínica de su amigo. Sin embargo, no procedió tan rápido como había pensado, aunque la pérdida de peso era notoria. También sentía molestias estomacales y diarrea permanente. Empezó entonces a mermar la jornada de trabajo y a suspender la correspondencia con quienes se escribía desde su llegada al país. Conservó, eso sí, su afición por la lectura, pero tuvo que usar gafas, algo deprimente y que veía estorboso. Para colmo, la relación con Johny estaba en su nivel más bajo, ahora que tanto iba a necesitarlo. La hora de los exámenes llegó pero los resultados los miró más tarde. Mientras tanto se sintió alarmada viendo arreciar los síntomas, y sin ánimo para ejercer se propuso vender o arrendar el consultorio, con el

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fin de tomarse unas vacaciones. Pronto aparecieron los interesados debido a su prestigio profesional y al lugar de privilegio donde se encontraba. Cerró trato con uno de sus colegas, y terminada la transacción se refugió en la casa. Más adelante llamó a su amigo y pasó a retirar los resultados del examen en compañía de Pamela, la joven latina encargada de los oficios internos, porque su esposo andaba de viaje por las Montañas Rocosas donde tenía importantes intereses económicos. Recibió el sobre con una nota adicional del doctor Palermo, en la cual le solicitaba llamarlo tan pronto regresara a su residencia, pues por un caso de urgencia había salido sin esperarla. Abrió el sobre y leyó impertérrita. Luego se sentó en silencio junto al pequeño surtidor de agua. Pamela, al observarla, notó su palidez exagerada y salió en busca de la enfermera de turno. Cuando ésta llegó la doctora Zaire había sufrido su primer desmayo. Al recuperarse empezó a trasbocar, el pulso se le agitó y la fiebre subió a niveles peligrosos. En ese momento entró el doctor Palermo, y al ver lo que sucedía ordenó conducir a la enferma hasta la primera habitación que hubiese libre. Recogió los papeles que la paciente había dejado caer, con la indicación de abrir la Historia Clínica correspondiente. Ambos sabían a qué atenerse y tomaron las medidas necesarias para que todo marchara lo mejor posible. Ese, como los demás casos registrados desde que apareció el temible flagelo, sería también irreversible y no requería hospitalización. La enferma podía permanecer en casa al cuidado de los suyos. Cuando Johny regresó de su correría, se enteró

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de los acontecimientos ocurridos en su ausencia, los cuales le produjeron reacciones encontradas. Sin saberse bien por qué, emprendió viaje de nuevo sin ninguna explicación, con la advertencia de que esta vez su retorno estaría demorado. En medio de tanto infortunio, la doctora Zaire recibió los cuidados de su madre y de Pamela. El doctor Palermo la visitaba con frecuencia y daba indicaciones pertinentes para el manejo de la situación. La enferma no volvió a levantarse y desmejoraba cada día sin que pudiera hacerse algo al respecto. En momentos de lucidez se interesaba por saber más acerca de su mal y leía lo que su amigo le llevaba. Recordaba con nostalgia su permanencia en África, y a Mandingas que fue el hombre de su corazón. Tal lo hizo saber a su madre, pues no deseaba a Johny como personaje central de su tragedia. Todos sabían que la solución era esperar, para lo cual estaban preparados, incluyendo a la paciente. Pero a veces se sentían traicionados por el dolor y las lágrimas brotaban abundantes aunque silenciosas en los ojos de los que la querían. Cuando llegó el final, su cadáver fue incinerado y el cofre con las cenizas entregado a la madre que lo depositó en una urna de plata después de cumplir los requisitos exigidos por la ley. Estuvieron presentes en la ceremonia de velación y cremación, además de la señora, el doctor Palermo, varios parientes y colegas. Igualmente una delegación representativa de la República Democrática del Congo, encabezada por el señor Embajador, amigo personal del doctor desde que se conocieron en un congreso internacional sobre Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida, en la ciudad de Roma. El Em-

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bajador manifestó el deseo de promover una campaña en su país para rebautizar el territorio con el bello nombre de ZAIRE, como reconocimiento a la humanitaria labor desarrollada por la profesional y desagravio póstumo por el lamentable incidente sufrido cuando prestaba sus servicios a través de la Cruz Roja Internacional. Al regresar Johny de su inoportuno viaje, las cosas habían vuelto a su aparente cotidianidad, pero en la casilla de correos encontró una carta del doctor Palermo donde le solicitaba su presencia inmediata, con el fin de practicarle unas pruebas de laboratorio, urgentes y bastante rigurosas.

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Juan Manuel Estrada Jiménez

Cosmogonía La embriaguez cruza las edades, navega en una botella por el mar de las sombras, es un mensaje del Más Allá para las almas que necesitan el poder del éxtasis. Su espíritu transforma el perfume de una flor en la luz del destino y la sangre del sacrificio en la savia del devenir, guía a los hombres hacia la verdad develando la imagen de las divinidades y les ofrece la sabiduría absoluta cuando celebran el mito de la creación. Bajo su hechizo vemos a Dios sobre las aguas del caos anunciando el primer día del Mundo con la palabra que vence a las tinieblas.

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Apocalipsis Sabemos como abrir caminos entre las galaxias, como enviar la luz de nuestra conciencia a los abismos del Cosmos y a la profundidad de nuestro mundo interno. Guardamos el poder del milagro y tomaremos las estrellas entre nuestras manos como un puñado de arena. Hemos nacido para trasformar al Universo y eso lo sabemos porque somos sus dueños. Señor, si quieres ser adorado por tus hijos sal de tu escondite y muéstranos tu poder.

Adán y Eva Mi madre es una serpiente, vive en un árbol en el que crecen manzanas rojas, como la sangre. Cuando me enamoro invita a mis amantes a saborear los frutos y ellas aceptan. Aunque me he dejado cautivar por las mujeres

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que han sido cegadas por la víbora que habita en mi corazón, se que debo obedecer a una Voz que me persigue y me prohíbe morder la tentación, pues cada vez que abrazo el amor soy expulsado de un paraíso.

Serenata diurna Dios es un Niño que juega con las estrellas. En las noches viene a iluminar mis sueños para revelarme el orden del universo. Un día, siguiendo sus mandatos, llevaré mis labios hasta tu corazón para decirte: yo soy la fuente que te fecunda, recibe el cielo en tu vientre.

Anatomía del amor Por tus venas viaja el vino de la profecía y la savia de las estrellas. Las semillas del sol y de la luna han sido fertilizadas en tu vientre y se disponen a crecer.

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Siguiendo los signos de tu destino el licor del milagro llega hasta el claustro materno y crea de nuevo al hombre.

Tao El cuerpo de la mujer es la huerta donde germina el poder de Dios, la fuente de los ensueños y del misterio sagrado. El espíritu del hombre es el trono del verbo, el aliento de la palabra que transforma el caos en Cosmos. Unidos, durante la fiesta de la fertilidad, son el nido del fénix, el manantial de la historia y el canto de las almas.

Arcano mayor Durante el sueño avanzábamos jugando con el polvo de oro

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que cubre el camino hacia el cielo. Allí nos esperaba el mago y el signo del enigma. Su mano derecha ardía como la llama de una antorcha, mientras el perfume de su corazón trasformaba los dragones en humildes pájaros y el fuego de sus entrañas en la dulzura del canto. Hundió las llamas en su pecho y de allí sacó un cáliz que elevó hasta la flor de la noche. Al despertar descubrimos que en nuestra prisión no había espacio para la presencia de Dios. Por eso empezamos a cavar un túnel hacia el Otro Mundo.

David Tú que fuiste amigo de Dios tal vez hayas respondido a la esfinge con una sonrisa y te hayas servido del amor para hechizar a la muerte mientras tañías las cuerdas de tu arpa. Quizás trasformaste la palabra creadora en una lanza de fuego para establecer tu imperio en el desierto… Pero en mis sueños te presentas como un niño que venció al demonio con una honda y dominó la furia de un rey con el perfume de su alma.

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El andariego No intenté conquistar la cima del espíritu, descubrir en mis ojos vastos horizontes ni encender una hoguera para los dioses en el Centro del Mundo. Solo me senté a esperar a que mi destino se cumpliese, a que el viento de la muerte elevase mi corazón sobre los imperios y el sol trasformase mis cenizas en un pájaro de fuego. Pero heme aquí recorriendo los caminos de Dios con las manos vacías.

El secreto de San José Un beso suyo haría palpitar el corazón de un muerto. Sobre sus labios despiertan los cantos que duermen en el alma de los ángeles. Por eso desde que me acecha su ausencia solo la muerte o el amor pueden aliviar mi angustia.

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He aceptado que en su vientre crece el hijo del Espíritu Santo para complacer a Dios, para saborear de nuevo su boca y encender el fuego sagrado en mis entrañas.

Filogénesis La infancia constela el cielo con una mirada, explora el límite del Caos y ve al Demonio consumir el alma de los hombres con el fuego de la risa. Si la Serpiente Primordial vuela con tal celeridad que el sol no logra proyectar su sombra, si sólo las brujas y los magos ven su cuerpo fabuloso y leen en sus huesos la historia de la tierra, el niño la convierte en una lombriz y se la come de un bocado. Ante sus ojos el dragón cruza la frontera de la realidad trasformándose en pajarillo y juega con el viento para convertir en trinos los signos del infierno.

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Arte de Raimundo Lulio La imaginación de los hombres juega con mi existencia. He sido trasformado en un loco y en un sabio durante el carnaval de los mártires. Dicen que convertí el oro en sangre y que encontré el nido de un ave de fuego en el alma del prójimo, en la vulva de las sirenas, en la cruz del Mesías… Sigo las sinuosidades de una dama como el caminante que asciende por una cordillera deseando descubrir un puente hacia el paraíso, enciendo las llamas de su corazón para hacer saltar a la muerte y borrar las huellas que dejó en su pecho.

Dogma No pierdas el tiempo confesando tus faltas a los mercaderes de la fe, no confundas tu corazón adorando a un dios que reclama dinero a cambio de la salvación,

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no destruyas tu cuerpo con el peso de la culpa. A la muerte no le importan tus pecados. Despierta tu conciencia y te convertirás en testigo de la eternidad; acepta el miedo como un don que te ayuda a cuidar el alma; cultiva la amabilidad en el trato con todas las criaturas; confía en ti, en Dios y en la Naturaleza. Entrega tu voluntad al amor.

Divertimento Mas no lloréis la muerte mía / porque, ¡quien quita!: a lo mejor / yo resucito al tercer día / sin ser ningún Nuestro Señor. AQUILES NAZOA

El loco entró a la jaula del tigre. Cruzaron profundas reverencias entre el loco y el tigre cuando se saludaron. Súbitamente el tigre saltó sobre el loco y aprisionó su cuello entre las fauces, hasta que desapareció el olor de su alma. Lamió el cadáver. Jugó con él. Devoró cuanto le fue preciso para saciar su apetito. Se fue a dormir una siesta. Pasado un momento entró el cuidador a recoger los restos y volvió a armar al loco, quien fue a quejarse a la administración por el salvaje comportamiento del tigre… pero como era un loco no le creyeron.

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Historia del espanto Mi abuela y Dios crecieron juntos en la montaña donde arde el fuego de la creación. Por eso ella sabía cuentos sobre animales cuya forma rompe con el orden del mundo, flores cuyo perfume es el aliento del demonio y seres humanos que no son hijos de la Madre Naturaleza. Con sus palabras el alma era iluminada y poseída por el terror. Un día vino la muerte a tocarla y al tercero resucitó para perseguir a los niños durante el sueño.

Sobre el destino de algunas cosas La simple contemplación de la bóveda celestepuede desencadenar una experiencia religiosa. MIRCEA ELIADE.

Una pregunta nunca formulada completamente es el agua de la cascada:

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sus destrozadas alas contra la piedra, lanzando al vuelo pájaros embrujados; el azar en el corazón del río, guiando locos espíritus fuera de las riberas: gritos de terror en las aldeas; manos extendidas en alabanza al cielo; niños dormidos en el lecho del río, soñando que se convierten en peces… Desde algún lugar del perdido monte (donde se está más cerca del Eterno) el chamán descenderá para realizar el sacrificio de los sobrevivientes, ya que los dioses deben ser complacidos.

Canción 1 Mi padre es un hombre feliz (reza, reza y trabaja). Anhela fumar su pipa todos los domingos: frente a la chimenea en invierno, en el jardín en verano. Anhela ver a sus hijas casadas abrazar a sus nietos y tocar el violín mientras sus nietos le acompañan con las palmas, abrazar a su mujer y besarla. Ahora solo tiene dos gallinas, un cerdo y una vaca, pero quiere tener una granja.

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Mi padre nos ama (es tierno, es tierno y trabaja).

2 Mi padre es un hombre nostálgico ( es huraño, solitario muy solo). No tiene granja ni gallinas ni vacas ni nietos ni nada. Sus hijas regalan el amor a pedacitos. A mi padre no le queda el consuelo de un sueño. En las tardes toca el violín para su mujer (ella hace años no oye no ve no habla). En las tardes toca el desvencijado violín para su mujer.

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Javier Gil Gallego

La zurda Cuando nací, un ángel tuerto, de esos que viven en la sombra, dijo: –Ve, Carlos, a ser zurdo en la vida. CARLOS DRUMMOND DE ANDRADE.

No hay nada más nefasto que tener conciencia. El 9 de abril, a las 21 horas, la tuve; vi el documental. En él se mostraba la extraña patología de un paciente. La mano, motivo de la investigación, era autónoma: actuaba por iniciativa propia; tomaba decisiones –la mayoría de ellas desatinadas– que terminaron relegando a su poseedor a una existencia solitaria por el temor que le infundía una enemiga en su propio cuerpo: una vida insólitamente emancipada. Frente a esta perturbación los estudiosos buscaban que la normatividad que se aplicaba tuviera su propia jurisprudencia, como lo precisaba el doctor Smith en su célebre tratado El suicida, enemigo de sí mismo. En su tesis central el inminente científico sostiene que cuando se habla del suicidio ocasionado por una mano rebelde, en términos reales deberíamos hablar de homicidio, porque al actuar por fuera

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de la voluntad de su poseedor lo hacía como entidad independiente; pero, al no desligarse del individuo lo convertía en un suicida. Esta situación ambivalente empeora, aún más, el estado depresivo en que viven muchos de ellos. En las universidades de los Estados Unidos, único país donde tienen estadísticas sobre el trastorno, existen inmensos vacíos en su investigación, dada la poca importancia que en siglos pasados se le daba al problema, que se confundía con episodios de personalidad múltiple, o con cierto tipo de esquizofrenia común en la Europa de los siglos XV y XVI, que llevó a la hoguera a muchas mujeres acusadas de brujería. En los siglos XVII y XVIII, ya sin la mirada fanática de la inquisición, las consideraban posesas y eran sometidas a crueles exorcismos. En el siglo XIX dicha enfermedad fue clasificada como una histeria por el doctor R. M. Haffner. Se recetaba para estos casos la reclusión, en detrimento de la paciente que encerrada era víctima propensa para ser atacada por su enemiga. El programa en cuestión me ayudó a percibir que no estoy solo en el mundo; a tener conciencia de mi problema. A partir del documental entendí por qué he desconfiado de mi mano izquierda; y no sólo por ser más torpe, débil y menos agraciada. Sabía, por ejemplo, que era la culpable de mi mal dormir: ella es noctívaga y pretendía que todo el cuerpo descansara a su ritmo. Para lograrlo tenía distintos pretextos: cosquilleos, calambres, sacudidas o golpes. Después del documental estuve atento. Lo que consideraba accidentes en la cocina, empezaron a tener su explicación. Desde ese día no le permití manejar ningún

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instrumento punzante, y la veía, a la muy taimada, aprovechar cualquier descuido para hacerse con los cuchillos. Cuando éstos se le dificultaban, optaba por los tenedores y, mientras comía, no perdía la oportunidad de ensartar mi mano derecha. El 13 de mayo, en las horas de la mañana, mientras horneaba un pan, la apoyó contra la parrilla provocándome quemaduras de segundo grado. Fueron días difíciles porque tenía una mano vendada, y necesitaba amarrar a la otra que, aprovechándose de la circunstancia, provocaba daños en toda la casa. El 22 de julio las encontré en medio de un fuerte altercado por la posesión de un destornillador, que cada una pretendía con distintos fines. El movimiento de las manos y la velocidad de los dedos me dieron a entender que tenían su propio código, y me vi en la incómoda situación de acudir a una escuela de sordomudos y estudiar dactilología para entender el lenguaje con el que a diario se enfrentaban y saber, de sus propios dedos, la forma displicente y poco delicada como mi mano izquierda se refería a mí. Fue decepcionante. Mi vida se convirtió en una catástrofe. Cualquier descuido era aprovechado por la mano izquierda para injuriarme, lo que me hizo tomar partido y manifestarme seguidor de la derecha. Esto incrementaba su odio, y se declararon contrincantes en un campo de batalla que era mi cuerpo. Ella esperaba el momento indicado para mostrar su sagacidad, como ocurrió el 27 de octubre, en las horas de la tarde, cuando estuvo a punto de hacernos accidentar en el coche, porque mientras la mano derecha iba a maniobrar la caja de cambios, la izquierda aprovechó que empuñaba el

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timón, y nos lanzó contra un autobús que venía en sentido contrario. Sólo la velocidad de reacción de mi mano derecha nos evitó un percance fatal. Las manos lucharon por el dominio del volante, logrando mi mano diestra, por ser más diestra, manejar la situación. Pero no he vuelto a conducir. Estoy desolado, no entiendo su comportamiento, porque si me extingo también ella deja de existir. Se lo he explicado, pero cree poder sobrevivirme. Como una adversaria se está preparando para el combate: la he sorprendido practicando ejercicios de fuerza y habilidad. No puedo bajar la guardia. A veces para dormir la sujeto a la cabecera de la cama. Es incómodo, lo confieso, pero lo hago por instinto de supervivencia, aunque he empezado a notar cómo corteja a mi pie derecho. La he visto, sobre todo en cine, muy cómoda encima de la pierna y, los dos, como un par de animales, se solazan restregándose el uno contra el otro. Esta relación me ha puesto en alerta con otras partes de mi cuerpo que lentamente ha ido conquistando. He tenido que advertirles que no sigan adelante con esa amistad que nos pone a todos en peligro, les he hablado de la unidad que debe ser el individuo y que la relación con ella es contranatural y contraviene las leyes divinas. Pero se las ingenia para ganar espacio: acaricia, casi con lascivia, las partes del cuerpo que le interesan; me levanta temprano porque le gusta enjabonar despacio, con delicadeza; se desvela cuidando alguna parte del cuerpo que esté afectada; y en la noche, cuando despierto, está jugando con su sombra en la pared, haciendo figuras que entretienen a los miembros más lentos para conciliar el sueño. Tengo miedo de que siga conquistando espacio den-

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tro de mí y logre tener más órganos a su favor. A mi cuello, por ejemplo, le encanta que lo acaricie; los he visto en galanteos que me alarman, y nunca más ha intentado estrangularme, como lo hizo inicialmente. ¿Será que en los suicidas el miembro independiente conquista a los otros, logrando poner fin a todo el organismo? Mi vida social se ha transformado. Mi prometida la quiere y la consiente más que a otras partes de mi cuerpo; y ella, en respuesta, se dedica a manosearla. Cierro los ojos, me da vergüenza lo que hace, por los recodos en que se mete. Tengo fama de manilargo por la forma descarada como busca otras manos y sobre todo las caderas –le encantan las caderas grandes– y es feliz en los bailes deslizándose por la espalda de las damas. Esto me mortifica y me pone en pésimas relaciones con el mundo masculino; además de los constantes llamados de atención de mi novia, a quien no convencen las explicaciones sobre el comportamiento liberal de mi mano, ya que es la parte de mi cuerpo que más le gusta. La ve tan tierna y cariñosa que le parece imposible que pueda actuar movida por un sentimiento distinto al amor. Escribe lo que le viene en gana, todos los textos pedagógicos los vuelve risibles, le gusta jugar con las palabras, las toca, las sopesa, las mide. Mis informes han perdido seriedad; y cuando logro estabilizarme comienza a correr sobre el teclado, cambia las palabras y, de nuevo, vuelven las discusiones; se siente dueña de las ideas: estoy pensando una cosa y ella escribe otra. Le tengo prohibido el uso de la a y de la e, para poder controlar su autonomía. Dejé de mirar la televisión para que no viera ese

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tipo de programas que le dieron alas para buscar su independencia. Ella tenía en sí el germen de la rebelión, pero al verlo en otras latitudes le dio el valor de mostrarse y, como no tiene ejemplo para emular, lo hace de una manera inmadura. El problema tiende a agravarse, porque ya sabe que hay otras como ella; no está sola, se siente respaldada por otras manos libres. El lunes 13 de enero la vi marcando números secretos en el teléfono: sé que está buscando alianzas. Mi idea es hablar con los dueños de esas manos y planear estrategias. Nos tenemos que unir porque ellas, nuestras enemigas, lo están haciendo. Pero no se puede generalizar la alarma: quizá existan manos con rebeldías ocultas, y al saber que en el mundo hay otras con sus mismas aspiraciones, este conocimiento les dé la posibilidad de liberarse. No es buena idea sugerir que se amputen la mano, no se quiere crear heroínas, que en estas luchas soterradas son peligrosas. Y lo más importante, no volver a ver televisión. (Había oído comentarios sobre los peligros de este medio masivo, pero nunca tuve noción de su mal). Después de este breve recuento de mis últimos meses me dedicaré a escribir una carta a la programadora para que saque del aire esos peligrosos programas. El nombre del canal me lo reservo porque esta información puede ser perturbadora si llega a caer en manos inescrupulosas. Regreso a la escritura después de un ligero altercado, ya que se logró soltar, golpeó las teclas y me dio una cachetada. La tengo amarrada a mi pie derecho, que ya empezaba a patalear. Estoy sobre el teclado tratando de escribir. No sé qué hacer. No conozco especialistas que traten la rebeldía de la mano izquier-

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da. No quiero entrar en negociaciones, porque estoy seguro de que cada día me pedirá más. Con el enemigo no se puede pactar, hay que derrotarlo. ¿Cómo? El programa nunca lo mostró. ¿Será que me gana la batalla, a mí, que siempre he detestado a los zurdos?

El sibarita de la muerte Para empezar dejo en claro que todo fue hecho con la conciencia que da el placer. Como todo lo grato de la vida, me buscó y me halló receptivo. Desde su aparición he tratado de refinarlo, he vivido para ello. Fui un ser feliz. Nunca me arrepentí de conocer el placer que nos dispensa la muerte. Todo comenzó un mes antes de mi primera comunión, cuando yo tenía siete años. Lo recuerdo muy bien. No lo consideré un pecado, y por eso no lo confesé al cura en mi inicial y último acto de contrición. Desde ese momento, sin tener conciencia de que lo hacía, desligué en mi vida el placer del pecado, que más temprano que tarde nos hace unos arrepentidos. Retomo el día en que descubrí mi deleite: fue en el velatorio de Lázaro, mi tío-abuelo. Estaba en el centro de una enorme sala, rodeado de cuatro cirios. En sillas arrimadas a la pared, las mujeres lloraban y rezaban. Me acerqué al féretro. Fue el primer muerto que pude contemplar, aunque no era el primer velo-

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rio al que asistía. Éstos siempre se han considerado eventos sociales en los que se permite a los niños con el fin de atemorizarlos para el resto de sus días. En mi caso, su efecto fue contrario. Mi memoria tiene sus pormenores. Permítame usted, en un gesto egoísta, como todo lo placentero, deleitarme: su cara quedaba a la altura de mis ojos; por eso pude verlo como mi cadáver. Estaba ahí, próximo. Me empiné, y lo miré con interés: su rostro lívido, en vez de resultarme repulsivo me atrajo hacia él. Me gustaron sus labios pálidos. Su nariz, mirada con detenimiento, daba la sensación de que estuviera respirando de un modo sutil, lleno de sensualidad por lo imperceptible del gesto; sus ojos mostraban un sueño apacible, que ha ganado mi envidia desde siempre, y cuando quiero dormir tranquilo pienso en ese estado de ensoñación eterna. Lo vigilé con detenimiento. En su rostro petrificado se veía la postrimería, como en esas esculturas griegas que eternizan la muerte. Uno necesita confirmar la belleza: rocé su cara, empecé a recorrerla palmo a palmo, mi piel suave contra la suya fría y erguida. Su barba áspera me produjo un escozor que me incitaba al tacto y percibí cómo cada parte de la mano tiene su forma de reconocer sus códigos, de distinguir el mundo. Fui sacado abruptamente de mi placer por mi madre, que siempre vigilante, sin entender mi actitud, me reprendió y alejó de la fuente de mi voluptuosidad. La miré impasible, a pesar del dolor que me había causado por alejarme de mi primer gran placer consciente. Sin entenderlo, tuvo miedo de mi mirada llena de secretos matices para un ser tan primario como ella. Le deseé que viviera por siempre. Nunca se atrevió a retarme. Mi mirada la desarmaba. Su au-

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toridad apenas le servía para dar consejos. Su miedo era notorio al enfrentarme. Desde ese día lo supe. En aquella ocasión la noche apenas se iniciaba, y cada vez que veía el féretro solo, regresaba a mi juego. Por la falta de experiencia, que sólo da el tiempo, fui torpe y casi me delatan mis movimientos y mi inquietud, pero era muy joven para ser tenido en cuenta. Esperé ansioso que las horas pasaran. Desde ésta, mi gran noche, entendí que la madrugada es la hora propicia para soñar y estar con muertos, la hora del silencio indispensable para los placeres furtivos. En la alborada lo tuve todo para mí. A esa hora los impacientes abandonan los cadáveres, que se quedan solos, esperándonos. Había aguardado la señal, la propicia. Apagué los cirios que lo custodiaban. Quedó una penumbra llena de permisos. Fueron horas reafirmándome, encantado de lo que hacía. Todo terminó con la luz del día, cuando se reanudaron los rezos y las lágrimas. Regresé a mi casa y, excitado, no logré dormir. Parecía drogado. Mi cuerpo era un repercutir de tambores, anunciando el triunfo del placer y la muerte. Anhelaba un mundo lleno de muertos, el gran juicio, para acariciarlos por toda la eternidad. Ya tenía ubicada la fuente de mi sensualidad. El camino era perfeccionarla. Busqué la manera de estar cerca de los muertos. Había dos rutas: llorar y rezar. Ambas las practiqué. Estos recuerdos me regalan siempre una sonrisa. Inicié llorando. Es fácil para un niño. Son hábiles para mentir. Parecía una plañidera, yendo a los velorios más extraños, en lugares apartados. Salía de mi casa a media noche, para aprovechar la madrugada. Ansioso, recorría los caminos asumiendo que había alguien esperándome. Los dos, im-

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pacientes, nos acercábamos. Llegaba, me ubicaba en un rincón, a esperar que la oportunidad se presentara. En los velorios todos somos bienvenidos; es el único recinto donde no se necesita invitación. Me sentía más cómodo en los velorios de los campesinos: tienen menos reparos, no ocultan nada, no se extrañan con las reacciones de los dolientes; sus costumbres con los muertos son más liberales, más permisivas: se fotografían y brindan con ellos, los consideran todavía presentes en sus propios velorios. Se aproximaban a mi forma de ver la muerte, pero en ellos era menos elaborada, y su marcada religiosidad les impedía una cercanía sensual al cuerpo del difunto. Embriagados, no les resultaba extraño que alguien se acercara al féretro y respetaban sin entender mi labor, que se iniciaba con las miradas y concluía con las caricias, éstas sí con mayor discreción, y por ende, mayor placer. De esa época me quedó el gusto por los cadáveres masculinos. Me siguen gustando sus barbas ralas que me acarician. A los trece años pude unir mi cara a sus rostros. Fue fantástico: un prodigio. Todos los placeres deben ser rituales. Los míos, que tenían que valerse de artimañas, azuzaban más mis sentidos y me preparaban para el gran disfrute. Los trucos para ir a los velorios se fueron afinando. Inicialmente fui sacristán. Por obvias razones, entraba a todos los velorios. Para tener mayor proximidad perfeccioné mis rezos: réquiems, rosarios, responsos, ruegos. Recuerdo que me volví un alumno aventajado de mi tía Amparo. Soportaba su perpetuo olor a cigarrillo y su manía de repetir y nunca improvisar. La acompañaba a los velorios, y terminé por aprender sus rezos mil veces repetidos. Ella me admiraba, y decidió que

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fuera su asistente en todos los ceremoniales. Llena de orgullo, me permitía elevar unas plegarias al Señor por el descanso eterno del alma que habitó ese cuerpo que imploraba mi proximidad. A mi tía, dada su edad, la vencía el sueño al llegar la media noche. La reemplazaba, y con el pretexto de no dejar al difunto solo, me dedicaba toda la madrugada a disfrutar del muerto. Mientras mis labios no descansaban de elevar plegarias que me enardecían más, daba vueltas a su alrededor, mirándolo, esperando la madrugada, en la que los muertos lloran porque están a punto de ser recuerdos, volverse fantasmas. Yo les regalaba más instantes en la tierra, hacía que se despidieran de ella con alegría. Los muertos que pude tener a mi alcance fueron pocos. En estos pueblos son escasos, pero cada uno me ofrendaba más osadía y nuevos bríos, y logré en unos instantes rozar sus caras contra la mía: esa espesura, pegada a mi faz, recorriendo mis labios, mi mejilla, mi mentón. Conocí la fuente de mi deleite sin remordimientos, como debe ser el verdadero placer. No quiero fatigarle con pormenores de hedonista, que estoy seguro de que todos lo hemos sido en algún momento de la vida. Haré una historia sucinta. Sólo le mostraré los puntos que marcaron la ruta que me llevó a ser venturoso. A los quince años logré besar un cadáver. Cuando uno conoce la voluptuosidad la va depurando. Ya sabía que había muertos para abrazar, para acariciar, para mirar, y ese día aprendí que también los hay para besar. Mi primo Alberto, de veinte años, murió en una riña callejera. Fue la primera vez que tuve conciencia de lo perfecto y mi primera realización estética. Su palidez era excitante, sus labios blancos

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me estremecían. Era apuesto aún vivo. Muerto era hermoso, el más bello cadáver que había visto en mi vida. Recé enardecido. Daba vueltas alrededor del féretro, y como regalando mis poemas le recé esa noche las más bellas oraciones. Poesía mística la llaman en los santos, llena de solicitudes. Fue un velorio donde logré acaparar la atención de todos durante la noche. Mis oraciones envolvían una súplica al cielo, y éste me escuchó. Todo está en saber esperar. Me había vuelto un experto. Esa noche grande, inolvidable, apareció la suerte que siempre acompaña al goce. A media noche mi tía se enfermó, y la llevaron a Urgencias. Todos los adultos se fueron con ella. Quedé solo, con mi hermoso cadáver y unos niños somnolientos a los que conseguí amedrentar, y abrazados se durmieron. Era la primeravez que tenía la libertad de gozar un cadáver. Era mío, estaba a mi disposición. Palpé su cara con todo mi brazo. Pasé su barba por mi cuello. Acaricié su cara con la mía y rocé sus labios con los míos. Le levanté la camisa y jugué con sus vellos, inicialmente con los dedos, después con los labios. Descubrí el placer de tocar el pelo. Toqué su cuello rígido y frío con una extraña textura de porcelana. Cuando amaneció estaba abrazado a mi precioso cadáver. Fue el primer cadáver que recuerdo haber amado. Dios, que creo que existe, nos dictaminó someter al mundo y para ello nos regaló los sentidos –las antenas del placer– dispensándole al cerebro sensaciones que no sabía que existieran. El cerebro es sólo la caja de resonancia, donde cada día, para sorpresa suya, se va llenando del mundo que los sentidos le regalan y le enseñan a leer. Dios me regaló este cuerpo que supe llenar de placer, es decir de vida, hasta en la propia

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muerte. No era en realidad que los cadáveres masculinos me atrajeran más. Ocurre que con los hombres los dolientes son más incautos. A las mujeres las cuidan aún después de muertas. Sin embargo, logré besar algunas antes de mis dieciocho años: su piel era suave, sus senos rígidos daban la sensación de acariciar una mayólica. Me gustaban mucho sus cejas que cabían en mi boca, y su cabellera, llenando el féretro, me colmaba de una dulce melancolía. Cada muerta era como una novia que se tuvo. Eran muertos distintos: más excitantes los muertos, más delicadas las muertas; los unos, para acariciar, besar; las otras, para contemplar, para oler. La dignidad del oficio (un oficio no es un trabajo) la da el placer que se tenga al ejecutarlo. El placer es lo más digno que tiene el ser humano. En él involucra sus conceptos más nobles y pone de manifiesto su parte divina. A mis dieciocho años logré dar el más importante paso de mi vida: comencé a oficiar en la Funeraria San Lorenzo, en compañía de don Pedro, que como todo buen maestro dejaba recrear las cualidades de su discípulo en su sala de preparación, donde llegaban todos los muertos del pueblo. Fuimos amigos silenciosos. Nos cuidábamos las espaldas. Era un placer inconfesable. Me orientaba para que no cometiera sus errores. Me quería en su cofradía. Padrino de mi madre, conociendo mi afición por los muertos se vio a sí mismo reflejado. Decidió colaborar con mi secreto y yo con el suyo. Nos volvimos sibaritas de pasiones clandestinas. Aunque era un hombre casado, siempre conservó su gusto por los cadáveres femeninos. Esperaba con paciencia la muerte de al-

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guna jovencita que ya anunciaba una enfermedad, o un extraño accidente. Su edad preferida era los doce años, cuando se iniciaban en la adolescencia. Le gustaba palpar sus delicados pezones, sus nacientes vellos púbicos. Su más grande placer era olerlas. Ese placer se lo aprendí a don Pedro. Su ritual era largo, meticuloso. El cadáver era compartido para que cada uno tuviera el gusto que sólo da disponer de alguien a su albedrío. Había temporadas en las cuales no moría nadie. Entonces don Pedro me narraba sus experiencias de muchos años, viendo pasar por el frente de la funeraria cadáveres que todavía respiraban. Nuestra mayor fantasía era soñar con una devastadora epidemia que menguara la población, y nos alucinábamos viendo la sala repleta de muertos para escoger. Y aunque no lo confesábamos, queríamos envenenar a algunas personas que pasaban y nos saludaban. Éramos unos estudiosos de las distintas formas de morir, buscando dejar el cadáver intacto, próximo al sueño. Lo repito: la muerte en nuestras manos es un acto exquisito. Don Pedro fue el primero que supe –pero no el único– que resolvió tener a su muerta: la pensó, la idealizó y la ejecutó. Yo no lo juzgué, ni lo juzgo. Eran actos estéticos. En este oficio siempre se llega a asesinar en nombre de la belleza. La quietud de estos pueblos olvidados hace que el trabajo de la muerte sea lento, y para desgracia de don Pedro sólo morían ancianos y ancianas, por los cuales él no sentía agrado. No quiero que se llegue a pensar que la muerte me ha sido lejana. La muerte también ha pisado mi cercado: mi madre, el único cadáver por el que he sentido reserva, respetando las reglas que don Pedro un día

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trazó: no involucrarse con cadáveres de la familia más próxima. Mi madre todavía era una mujer bella de cincuenta años. Es de lo único que me he arrepentido en mi vida. El más doloroso de los arrepentimientos: dejar de hacer. Me arrepiento de no haber estado a solas con ella y disfrutar acariciando su vientre, sus senos; volver a amamantarme, reconocer su pubis. Sé que don Pedro la tuvo para él toda una tarde. Entre el placer y el dolor me faltó firmeza para enfrentar el reto. Seis meses después, murió don Pedro. Lo acaricié toda una tarde. Con él aprendí a acariciar y hablar, lo peiné, maquillé sus labios, sus ojos, le puse un tono rosa a sus mejillas, el que siempre habíamos pensado que era más acorde con nuestras apetencias, le ajusté su traje negro, y en el último beso se le adhirió una sonrisa. Todos estuvieron de acuerdo en que era un muerto hermoso. A escondidas, como todo lo que hago, le tomé una fotografía que inició mi álbum de amores muertos. Con la partida de don Pedro llegó a trabajar en la funeraria su hijo, Gonzalo. Un verdadero carnicero que no conocía el arte, que no respetaba los rituales. Pensaba que, como los iban a enterrar, podrían ir de cualquier manera. Les tenía miedo y asco a los muertos; era un ser mezquino. No lo envenené, porque después me tocaba arreglarlo. Mi decisión de no tener hijos nació de ver a ese matarife que improvisaba con un hermoso oficio. No soportaría que mi hijo hiciera lo mismo o, peor aún, que algún día tuviera la temeridad de juzgarme. La presencia de Gonzalo me dio el pretexto para desplazarme. Y aquí estoy como el más reputado maquillador de cadáveres de San

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Fernando. Soy un artista, un amigo de los muertos y he considerado indigno no llamar féretro a su último lecho. Lo llamaría urna por su connotación sagrada, por ser parte de un ritual. Para efectos de un buen entendimiento, la palabra correcta y de mayor sonoridad es féretro. El placer tiene que venir desde el nombre mismo, desde la forma en que se denominan las cosas. Por eso no lo llamé ataúd, catafalco, o sarcófago. El maquillaje muestra bellos los cadáveres ante todos, dolientes o no, que quieren verificar la muerte de alguien que les despierta algún sentimiento. Cuando llega a nuestras manos es un bebé que lentamente limpiamos, vestimos, maquillamos; lo ponemos como queremos que sea nuestro rostro cuando alguien se asome al féretro. Estas son las reminiscencias de un viejo que siempre se negó a usar formol, respetó a los finados en su parte más sublime: la estética; hizo de su placer un legado, quiso dejar una escuela de vida con la muerte. Ahora me encuentro con mi alumno predilecto, el más grande artista que conozco, mi verdadero discípulo, al que enseñé todo mi arte, y que me superó como una vez lo hice con don Pedro. Me está mirando y calculando el maquillaje, las caricias, las palabras, los besos con que me va a ritualizar y estoy ansioso de que llegue mi muerte, quiero estar al otro lado, quiero ser el amante amado, desnudarme para que me disfruten y que me vistan soñando. Creo que moriré con una gran sonrisa, porque sé lo que me espera. Para mí, la muerte no es un misterio, es placer, la fuente de las grandes alegrías, y las alegrías eternas siempre bosquejan una sonrisa. Fui feliz, que es nuestra obligación en la tierra, y seré feliz en mi muerte.

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Daniel Castro Cano

Superpesimista Lejísimos de Medellín está NGC 3603.

Cientos de estrellas que nacen, polvo brillante de colores.

A 20.000 años luz más o menos. En Medellín estamos los paisas.

Eternamente primaverales y casposos.

Y para NGC 3603 los paisas NADA, NADA SOMOS, muchísimo menos que su polvo estelar. MISERABLE NADA SOMOS.

Y los gringos también son nada.

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y los venezolanos y los argentinos y los franceses y los chinos.

Hombres, mujeres, ancianos y niños. Heteros, homos, bi, trans, zoo... NADA SOMOS, MISERABLE NADA SOMOS. Lejos de Colombia flota LBV 1806- 20.

Brillante, brillantísima, 38.000.000 de veces más que el sol. En Colombia hacemos elecciones presidenciales y odiamos a Chávez.

Elegimos a Mockus dizque inteligente o a Santos dizque fuerte.

Y para LBV 1806- 20 Mockus y Santos NADA, NADA SON. Al lado de su terrible brillo, MISERABLE NADA SON.

Y Barack Obama también es nada.

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Y Chávez y la Unión Europea y Hitler y el premio Nobel y Gandhi.

Verdes, naranjados, rojos, azules o rosados. Inteligentes, brutos, drogadictos, vegetarianos... NADA SON, MISERABLE NADA SON.

...Y la muerte de mi abuela y la muerte de tu madre y la muerte de los hijos de tus hijos y de sus hijos y la muerte del perro y del gato. La muerte de Michael Jackson... NADA ES, MISERABLE NADA ES

El lunes la muerte de un gamín apuñalado en la calle. El martes la de 3 niños quemados en un tugurio.

El miércoles la muerte de una viejita en su cama. El jueves la de una estrella de cine de sobredosis.

El viernes la muerte de 100. 000 chinos en un terremoto. El sábado la de 500. 000 negritos en Darfur, en Nige-

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ria y en el Congo.

El domingo la muerte de un político, de un sacerdote, de un poeta, de un filósofo. Esa parca fea para el Universo NADA ES, MISERABLE NADA ES.

Y cuando VY Canis majoris se vuelva supernova, estrella de neutrones o agujero negro. Y cuando choquen Andrómeda y la Vía Láctea, cuando liberen la energía de mil trillones de trillones de bombas atómicas. Dentro de 5.000 millones de años. MI MUERTE NADA HABRA SIDO MISERABLE NADA HABRA SIDO.

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Aymer Waldir Zuluaga

Vendedor ambulante Me molestó que me dijera eso de la invasión del espacio público, ¿invasión? que palabra tan fea. En el cartón yo llevaba mercancía, pero le solté que era un distribuidor, para empresas multinacionales, de productos de alta rotación. Era un chiste, pero lo miré desafiándolo. No se inmutó. ¿Cuál ambulante?, le insistí, soy permanente en este semáforo desde hace quince años. ¿Qué? Gracias, claro que acepto, vamos pues. Soy permanente le dije, la que pasa es Medellín; yo sigo estable aguantando y rebuscando. Provisional será aquel de los helados, que ayer vendía chicles, anteayer lavaba parabrisas y la semana pasada vendía bonais. Tengo sitio fijo. No se inmutó, me quitó el plante. Quedé con esta cajetilla de cigarrillos para menudearla entre los que pasan y los taxistas: el servicio a bordo. ¿Usted es escritor? ¿De que periódico? ¿Independiente? mejor dicho: otro desempleado. Bueno vamos, no hay problema: a lo que quiera invitarme. Usted es el que paga. Entremos a ese. Muchos de mis clientes salen de tomar café acá y van directo a comprarme. Después del tinto, cigarrillo. ¿Quién

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atiende? Caramba. Hay que aprovechar que me dejaron entrar. Porque vengo con usted, de otro modo me sacan a sombrerazos. ¡Servicio! Dos jugos de naranja y cuatro panes. ¿Usted también quiere algo? ¿No? Déjese atender. A los escritores también les da hambre. Si escribe un cuento de esto le cobro los derechos de autor. Mentiras. Yo también podría escribir si me lo propusiera y tuviera tiempo. Podría, del verbo podrir. Como le decía: eso es lo que hay que aguantar con los agentes que custodian el “espacio público”. ¿Es que yo no soy público?, ¿o el espacio es sólo de las empresas privadas? De haber nacido en otro país yo no andaría en estas. De niño decía que cuando grande quería ser extranjero. Allá tienen educación, salud asegurada… y el resto: papita para el loro. Aquí no hay oportunidad. Capacidades son las que tengo. Fíjese no más la capacidad de aguante. Pero estoy en desventaja. Cada día empezar de cero, buscando los tres golpes, si tuviera al menos el desayuno asegurado. Como hoy ¿Va a publicar todo esto? Escriba pues, o ¿está grabando? ¿Quiere pan? Está caliente. Claro, llevan calentándolo como tres días. Es broma. Parece recién horneado aunque el jugo sabe a enjuague de licuadora, a fruta no. ¿Seguro que no quiere? Usted se lo pierde ¿Ya publicó algún libro? Buen título. ¿Sí los vendió todos? ¿Y de que vive entonces? Usted siquiera. Yo me conformaría con haber cobrado sueldo de hijo, al menos hasta los doce años. En agosto cumplo treinta y cinco de edad, veintinueve de trabajo, ya es tiempo de tramitar la pensión, ¿no cree? Eso, ríase. Hay otros que la tienen peor, yo soy afortunado. Al menos vendo mis cosas en este semáforo de la Oriental. Cada que puedo. Claro, usted más afortunado. Cualquiera que tenga

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un billete de esos. ¿Aquí si tendrán devuelta? Si quiere yo voy y se lo cambio con el chancero. ¿Desconfía? Entonces la cosa es mutua. Ojalá salga algo bueno de lo que le conté allá afuera. Tema sí tiene, falta ver si también talento. Terminemos ya que estoy perdiendo clientela por estar conversándole aquí tanto rato. ¿No va a preguntar nada? ¿Qué va a escribir pues? Bueno, gracias por el desayuno. ¿Vuelve mañana? ¿O con esto ya tiene la historia? No, por nada… no más para que conversemos. Es que usted habla muy bueno. Acépteme este cigarrillo a cambio. ¿No fuma? ¿Entonces qué vicio tiene? Bueno, adiós pues, ¿nos vemos? nos vemos en el espejo, será nos veremos. Y eso que tampoco. No creo que vuelva a verlo, pero ya sabe dónde encontrarme. Boro, boro, Marlboro.

La veleta Cuando no sopla el viento, incluso la veleta tiene carácter. STANISLAW JERZY LEC.

Sus palabras estaban llenas de viento. Claro, las de todos están compuestas de aire, condición indispensable para que se las pueda llevar la brisa, pero fue como si a las de Fernanda se las llevara el huracán. La importancia de las veletas la aprendí con ella, cuando me mostró en el diccionario una foto de una veleta con un gallo, parecida a la del granero de mi padre. ¿El relato de esa veleta no le interesa? Esa historia le

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da para una novela completa, pero entiendo su obsesión por lo de La Giraldilla. Tengo un corazón entrenado para las taquicardias, que además sabe lo que es detenerse sin darme muerte. Ella lo disciplinó en corto tiempo. Con ella supe lo que era “beber los vientos por alguien”. La noche que dijo adiós, como todas las noches desde la primera, nos despedimos con un amague de beso. Se quedaron mis labios sin probarla. Su padre me invitó un día para que le ayudara a reconstruir el palomar, me tenía confianza. El palomar más grande que conocí. Lo que ahora vemos parcelado era antes unidad. La tierra se vende, se reparte, o se toma a la fuerza; siempre ha sido así. La finca era de mil hectáreas, media hectárea por nido: un palomar enorme y funcional en el lugar más elevado del pueblo. Lo fue hasta la construcción del edificio de la asociación. ¿Ya subió allá? desde la torre se ve toda la zona y se ve girar a la veleta, claro que revolotea más esta conversación que sostenemos. ¿Sí está grabando todo? Debería usar también la libreta de notas que traía del hotel. Desde el hotel también pueden verse las ruinas. Estar en el lugar más elevado del pueblo ayudaba a las palomas jóvenes a encontrar su nido. Todo estaba allí: el palomar, la veleta y la esperanza de la familia de que Fernanda regresara pronto. La exposición al este era la mejor, a las palomas y a los viejos les gusta gozar de los primeros rayos de sol. La diferencia de edad con la señora era grande. Quienes no los conocían pensaban que eran padre e hija. Cuando tuvieron a Fernanda dijeron en el pueblo que el viejo había tenido nieta y la señora hija. Todos pensaban que la señora pronto estaría viuda y que Fernanda quedaría huérfana, lo que es el destino. Unos

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se marchan primero que otros, el orden de llegada no afecta el de partida. ¿Cómo se dice cuando muere el hijo o la hija? ¿Tampoco sabe? El viejo sí supo. Se paraba al sol, a tirarle maíz a sus preferidas y a inspeccionar cómo iba la reconstrucción. ¿Quiere saber cómo era la palomera? La estructura interna era circular, permitía ver los nidos, limpiarlos y coger fácil los huevos y los pichones. La forma final del techo estaba cargada de simbolismo. Embelecos del viejo: Un símbolo fálico, al que le decíamos “muñeca”, muy corriente en los palomares de esta región. Entiendo que era una llamada a la fecundidad de la cría, no supe de otro uso. La señora creyó que servía de pararrayos y eso preguntó, cuando los peones le contaron mostró todo lo recatada que era. El viejo era un apasionado de la edad media y de feudal también tenía un poco; quería algo excepcional: la figura de Fernanda. La apertura del techo estaba situada en el lado opuesto a los vientos dominantes, era la zona de despegue de las palomas. “¿Piensas hacer siempre lo que el viento te diga?” me dijo una mañana, cuando le expliqué que no podría ir a la ciudad con ella. A ese reto no le respondí. Ella me alentaba a volar, pocas veces le hice caso. Cada vez que la veo en lo alto de la torrecilla del palomar me entran ganas de irme con ella adonde señale y protegerla de los horrores de la guerra. La puta guerra. Los visitantes quedan siempre encantados con la escultura, la banderola en su mano izquierda y el asta, rematada con el pendón. ¡Cuántas veces quiso señalarme la dirección que debíamos tomar! La escultura se la encargaron a Don Jorge Domínguez Sánchez, quien tenía su taller en el parque del pueblo, yo era el encargado de acompañar a la señora

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a visitarlo para ver “qué se le ofrecía” siguiendo las indicaciones del viejo. Le fue dando a la veleta una figura de mujer; en su forma y rostro la reconocí a ella, pero su inspiración resultó muy otra. La instalación se inauguró con una misa, hubo bendiciones para la escultura y alcanzaron algunas para los participantes. Fue el presagio de lo que vendría. Todo anuncia la muerte, hasta el nacimiento mismo. Ese día, todos queríamos ver la veleta en acción, pero el viento nos dejó plantados. La fuga se dio ese mismo año. En Marzo. El escultor y la señora decidieron dejar el pueblo el mismo día, concluya usted. “En marzo la veleta, ni dos horas está quieta”, el rudo mes y la tempestad de pasiones que desató aniquiló la escultura, la reposición la hizo el escultor del pueblo vecino. El tiempo borró el uso del artefacto, como también el del palomar y nadie siguió buscando a los desaparecidos. Quedó todo en ruinas, incluido el viejo. Con él, la prosperidad del pueblo. Se marchitó pronto, repetía que estaba huérfano, viudo y sin hija. Solo en la soledad. Quedó todo cubierto por un velo, hasta la llegada de los historiadores, que todo lo tergiversan. No sé que tanto le interesa a usted saber para escribir su obra: En este pueblo no hubo ningún señor “de pendón y caldera”, ni el palomar proviene de la época feudal, ni la veleta de La Giraldilla está intacta desde que la pusieron. Todos son cuentos, embelecos de los historiadores para generar turismo. La verdad es esa.

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Dilema Siempre decidieron por él. En el funeral llegó la ocasión, pero se quedó petrificado ante la encrucijada: ¿Café? ¿o té? ¿Cuál bebida caliente elegirá Su Majestad, hace poco huérfano y ahora viudo?

Orgía La Reina, arrinconada, sabe con certeza que dentro de poco le caerán encima los peones. En la oscuridad, uno a uno, invadirán su majestuosa figura. La tocarán, la palparán, la tentarán y gozarán de ella en improvisada orgía. Alguien debe poner orden en ese tablero de ajedrez recién cerrado.

Mecenas Bueno, como Vicepresidente Financiero de la organización no debí participar en la rifa de aguinaldos de fin de año con el resto de los empleados, pero aprovecho la ocasión para anunciar que cedo mi premio a la joven encargada del aseo y la cafetería. A la que trabaja en nuestra potente corporación, con alto sentido de pertenencia, aunque a través de una empresa temporal, hace unos seis años. A la que tanto nos ayuda con la limpieza y con esa taza diaria de café en las mañanas, a… ¿cómo es que se llama?

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Donación Me has pedido que done sangre para tu operación. Aquí, en esta camilla, extiendo mi alfombra roja a tus pies. Lanzo mi piedra a tu estanque para borrar la sombra del pájaro que por allí pasó volando. Convoco pulso y presión para insuflarte la dosis exacta que te proteja gota por gota. Te hago mi hermano en sangre desde la brevedad que puedo aportarte. Me escurro pretendiendo saciar tu sed. Vierto en tu esencia la mía y te hago mi pariente desde este parir nostalgias. Y en esta íntima transfusión de extracto me entrego pleno. Vivo ahora en ti. Espero al menos que no me cobres alquiler.

Cosas comunes Noviembre 24 de 2006. Isaura Yela de la vereda El Águila, en La Dorada (Putumayo- Colombia). Hay un velorio en la sala de su casa. En un pequeño cofre están los restos de dos de sus hijos asesinados. El 7 de diciembre de 1999 la familia se reunió para encender las velitas. Al otro día nueve de ellos salieron en una camioneta hacia la cabecera municipal de La Dorada. Iban en la camioneta con Modesto Salazar, un trabajador amigo de la familia: José Miguel Melo Yela, de 38 años; su hermana María Licenia, de 28, sus dos hijas gemelas de 4 años; y Dilia Lucía, su esposo José Delgado y su hija Paola Andrea. En el camino se encontraron con un grupo armado que retuvo a María Licenia y a José Miguel. Súplicas y llanto no valen para conmover. Los demás son obligados a continuar

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hacia el pueblo, pero al llegar deciden devolverse para tratar de convencerlos de que los dejen ir. Horas después la camioneta aparece abandonada y adentro, encerradas y llorando, las tres niñas. Cuando Isaura Yela intentó contactar a los comandantes del Frente Sur del Putumayo le dijeron: “Deje de averiguar pendejadas”. El 25 de abril de 2006, la Fiscalía encuentra varios cuerpos enterrados en la vereda El Arco; en la fosa de los desaparecidos están los restos de cuatro de los cinco desaparecidos. La ropa, los objetos y los documentos encontrados permiten identificarlos a todos. Durante siete meses, la Fiscalía verifica con exámenes forenses y pruebas de ADN que dos de los esqueletos pertenecen a Dilia Lucía y José Miguel. Los otros dos restos exhumados –los de José Delgado y Modesto Salazar– están en un laboratorio de Cali. De María Licenia no hay cuerpo ni fosa, ni rastro alguno. Son cosas comunes que pasan en Colombia. Puede cambiarle los apellidos a las víctimas, los nombres a los sitios; mover un poco las fechas, alterar el día de las muertes y modificar el día del hallazgo de las fosas comunes; o puede corregir el número de muertos, alterar la cifra de sobrevivientes, omitir los nombres de los huérfanos, pero sigue siendo alta la probabilidad de que la historia coincida con una verdadera. Esta es cierta y en ella puede encontrar poesía. Si lo prefiere en formato para dar ilusión de poema, si le gusta en prosa fragmentada para que parezca poesía, para darle apariencia exterior, entonces tendríamos: Noviembre 24 de 2006 Isaura Yela de la vereda El Águila

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en La Dorada (Putumayo – Colombia) Hay un velorio en la sala de su casa. En un pequeño cofre están los restos de dos de sus hijos asesinados.

Siga usted, es fácil, sólo vaya dando saltos de línea donde quiera simular un verso. Dicen que la verdadera poesía está en las cosas comunes.

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Juan Diego Gómez Vélez

Nuestra Señora de los Donores Era un corazón rojo y dorado, pero no era un corazón de mentiras: tenía todas las venas y arterias y demás detalles, como los que uno ve en las carnicerías. Sólo que éste era diminuto y estaba hecho de oro y vidrio de color. Era demasiada tentación para un niño de mi edad. Se destacaba entre los demás exvotos, unos también de oro y otros de plata, que llenaban las paredes de la capilla. Eran piernas, brazos, hígados, manos, lenguas, dedos, estómagos, ojos, pulmones, narices, riñones, había copias de cualquier parte del cuerpo que yo podía nombrar y de muchas otras que no conocía. Brillaban aquí y allá tras el humo del incienso, con las luces de colores que se filtraban a través de los estrechos vitrales. Yo tenía ocho años y ya había aprendido lo que eran los exvotos. Nuestra vida, la de todos los que nacemos en el valle gira siempre en torno a ellos. También había aprendido que me podía meter en problemas si agarraba ese corazón. Los niños no podíamos coger los exvotos, por más bonitos y brillantes que

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nos parecieran. Solamente estábamos ahí para acompañar a las mamás. En el centro de la capilla estaba la imagen de la Virgen, rodeada por cientos de velas encendidas. El resto de la catedral permanecía en penumbras. La imagen de Nuestra Señora estaba vestida de blanco y tenía un manto negro con bordados dorados. Su rostro era pálido, con lágrimas de vidrio en las mejillas. Hacía muchos años –cuando la instalaron en la capilla– llevaba al niño Jesús en los brazos, pero ahora de él ya sólo quedaba un montoncito de escombros a sus pies. Los brazos estaban rotos a mitad del antebrazo. La larga fila de mamás recorría lentamente el estrecho espacio entre la virgen y los exvotos. Yo estaba cansado y aburrido porque llevábamos en esa fila desde las tres de la mañana. Esperamos horas antes de que abrieran la catedral, y todo porque mi mamá quería ser de las primeras en entrar. Igual tenía que estar calladito. Todo el mundo estaba en silencio y sólo se escuchaba una y otra vez el canto pregrabado del Ave María. Mamá se detuvo a contemplar un grupo de exvotos de plata en forma de riñón. Yo aproveché su descuido y le eché mano al corazón. Nadie se hubiera enterado de no haber sido porque detrás del corazón se vinieron abajo dos docenas de exvotos. “¡Le dije que no tocara nada!” Mi mamá nunca nos pegaba, pero a veces ponía esa voz que nos dejaba pálidos. “A ver, ¿qué fue lo que cogió?” La miré con los ojos más inocentes que pude conseguir y negué firmemente con la cabeza. “Respóndame, pues. A usted no le han sacado la

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lengua”. Le mostré ambas manos con las palmas abiertas. Vacías. “Abra la boca”. No era fácil engañarla. Durante dos largos segundos consideré seriamente la alternativa de tragarme el corazón, pero caí en la cuenta de que un extremo de la cadenita se asomaba acusador entre mis labios, así que me di por vencido. Saqué la lengua y mi mamá cogió el corazón, todo lleno de babas. “¿Usted sabe lo que le puede pasar si lo descubren con esto a la salida de la catedral?”, preguntó, mientras lo limpiaba con la falda y lo volvía a poner en su sitio. “Entiéndame, hijo. Yo lo que quiero es lo mejor para usted y para sus hermanos”. Ya no parecía estar tan molesta. Juntos recogimos los demás exvotos del suelo. Después ella escogió dos de los riñones de plata, y tomó también cuatro dedos de oro, (uno era un pulgar) y una nariz. Todo lo metió en una bolsita de tela negra y se la guardó en un bolsillo. “Con esto tenemos para cumplir la cuota,” me dijo. “Para eso madrugamos tanto; más tarde no quedan sino hígados y pulmones”. “Y corazones”, dije yo. Los domingos eran los días en que más turistas venían al valle. Turistas y peregrinos. Cada año llegaba más gente y había filas de autobuses para entrar a las explanadas que se habían habilitado como parqueaderos. Todos venían a visitar a Nuestra Señora de los Donores.

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Mi familia administraba una de las tiendas de artículos religiosos en la calle al frente de la catedral. Vendíamos estampitas y escapularios, y también imágenes de yeso de la Virgen en distintos tamaños, nuevas, con el niño todavía intacto, pero ésas no se vendían bien. Lo que mejor se vendía eran los exvotos: el mostrador central estaba lleno de cajitas en cartón, cada una con la muestra pegada a la tapa: ésta una oreja, la otra un páncreas, la de más allá un pie. Las cajas estaban organizadas según un orden anatómico que mis hermanos mayores dominaban a la perfección. Quienes compraban exvotos eran más que todo los peregrinos, para luego colgarlos en las paredes del santuario de la Virgen. Las horas de visita para ellos eran en las tardes, ya pasado el mediodía. Nunca coincidían con nosotros en la catedral. A veces los turistas adquirían algún exvoto como souvenir, y por eso había que encargar nuevos a los talleres de vez en cuando. El resto volvía a las tiendas, una vez cumplida su finalidad. A mí no me gustaba ayudarles a mis hermanos mayores en la tienda. Yo prefería juntarme con mis amigos para repartir volantes. Lo hacíamos por las propinas que nos daban. Nos vestíamos con la peor ropa y la ensuciábamos a propósito, y entonces las señoras nos miraban con ojos encharcados y nos daban más plata. Casi siempre se tomaban fotografías con nosotros. De todos, la que más éxito tenía era mi amiga Lucía. Ella tenía entonces diez años, dos más que yo, y

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unos ojos azul profundo, con manchitas tan brillantes que parecían de oro. Lucía era tan bonita que alguna vez usaron una foto suya para publicidad. La llevaron a la costa, solamente para tomar la fotografía: su cara aparecía en primer plano y el mar atrás, del mismo azul de sus ojos. Ella lo único que quería era bañarse en el mar, pero los señores de seguridad ni siquiera la dejaron mojarse los pies. En ese mes todos querían tomarse una foto con la niña del volante. No sólo los turistas; también los peregrinos. Montamos todo un espectáculo: Mientras Lucía posaba con la gente, los demás hacíamos bulla con pitos, matracas y tambores improvisados, y nos turnábamos para leer con voz muy seria las frases de los volantes. “¿Por qué esperar a que le fallen los riñones? ¡Remplácelos hoy mismo y aproveche nuestros cómodos planes de pagos!” Los que no estaban en la fila para la foto, nos hacían corrillo. “¿Sabía usted que cultivar un nuevo órgano en el laboratorio le cuesta entre siete y ocho veces más que la alternativa natural? Además, ¿quién quiere esperar diez años para estrenar páncreas? ¡Libérese ya de la diabetes!” Leíamos con perfecta entonación y sin tropezar en las palabras. Para ese entonces ya habíamos aprendido todo lo que en el colegio nos podían enseñar: leer de corrido y escribir con letra pegada y despegada; también sumar y restar, y hasta multiplicar. “Decídase por la alternativa natural. No se arries-

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gue con órganos construidos en fábricas, con procesos artificiales y cientos de productos químicos. Y recuerde, ¡no le cuesta más!” Llegó entonces mi turno, preciso en la frase con la palabra largota. “Ciento por ciento garantizado. Completa compatibilidad con su sistema i-nu.. i-nu… ¡I-nu-mo-lógico!” Obviamente, los pitos resonaron burlándose sin misericordia. “Sistema inmunológico”, me corrigió uno de los turistas. Tenía todo el pelo blanco y unas gafitas redondas. “¿Sabes lo que es el sistema inmunológico?” Lo miré con mi cara de tonto. Se supone que los turistas no preguntan cosas como ésa. “Es una cosa que tenemos en la sangre para que no nos enfermemos”, acudió Lucía en mi auxilio. “Muy bien, jovencita”, respondió el turista de gafitas redondas. “Pero esa cosa también hace que nos enfermemos cuando recibimos un trasplante que no viene de un donante universal. Por eso son tan importantes”. Sonrió, y le entregó un par de billetes. Lucía le devolvió la sonrisa y después se tomó varias fotos con él y con su esposa. Más tarde, cuando Lucía y yo estábamos contando el dinero recogido en el día, le pregunté: “Lucía, ¿qué es un donante universal?”. Lucía terminó de contar un montón de monedas de cien. “Creo que es otra forma de decirnos a nosotros los donores. Es como nos llama la gente que escribe en los libros y en las revistas”. “Ya. ¿Y por qué no dicen simplemente donores?”

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“¡Yo qué sé!” Respondió distraída. Por las tardes teníamos colegio, pero no estudiábamos. Había clase de educación física. Todos los días, incluso los sábados, sin falta. El profesor de educación física tenía una barriga enorme, que le salía pareja desde el pecho. Iba vestido con sudadera y llevaba un silbato colgado al cuello y escarapela verde de la Compañía. Los que vivíamos en el valle éramos todos donores, o gente de la Compañía. Los turistas nunca se quedaban más que de un día para otro, y los peregrinos si pasaban de una semana era mucho. Cada día le dábamos veinte vueltas a la cancha. Marchando a lo que más podíamos, pero nunca corriendo. “Correr daña las rodillas”, nos decía el profesor. “No queremos rodillas malas, ¿cierto?” Al único de mi salón al que dejaban correr era al Mocho. Todos lo mirábamos con envidia cuando nos pasaba volando con sus piernas de aluminio y poliestireno reciclado. A mí me hubiera gustado jugar al fútbol, como los jugadores que veíamos en la televisión, o como los niños que salían en las películas. Pero tampoco dejaban. “Se pueden partir una pierna o hasta sacar un ojo. ¡Con lo que cuesta un ojo hoy en día!” Nos dejaban jugar a la pelota, pero aquello era una cosa muy distinta al fútbol. Teníamos que ponernos casco y gafas protectoras, rodilleras, coderas y un chaleco acolchado. Casi ni podíamos movernos. Pero era lo que podíamos jugar.

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Recuerdo una tarde en que había llovido y se me había embarrado el uniforme, incluso las gafas y el casco. Al llegar a casa escuché voces en la sala, eran varias mujeres hablando en voz baja. Entré y vi a mi mamá, arrodillada frente al altar de Nuestra Señora. En ninguna de las casas del valle podía faltar el altar dedicado a la Virgen de los Donores. El de mamá tenía pegadas en la pared, alrededor de la Virgen, fotografías de cada uno de mis hermanos y hermanas; también estaba la mía. Manteníamos dos veladoras de las grandes encendidas a lado y lado de la imagen. Una vecina tenía la camándula en la mano. Rezaba en voz alta y las demás señoras le respondían. Todas estaban vestidas de negro. “¡Ay dolor, dolor, dolor, por mi hijo y mi Señor! Yo soy aquella María del linaje de David”.

Era la novena de la Virgen. Mamá alcanzó a verme y me dio la noticia. Mi hermano Braulio había salido esa mañana con otros dos de mis hermanos mayores para el puesto de salud. Iban a hacerse la extracción de médula ósea. Era una cosa de rutina. Todos los años había que hacerlo al menos una vez, los hombres desde los doce años y las mujeres desde los catorce. “A mí me dijo Gabriel que el Señor era conmigo, y me dejó sin abrigo más amarga que la hiel”.

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“La intervención se complicó”, me dijo en voz baja, casi susurrando. “Le dio un trombo. Se le fue al cerebro, y ya no despertó”. Mamá tenía los ojos rojos y la cara congestionada. “Díjome que era bendita entre todas las nacidas, y soy de las doloridas la más triste y afligida”.

Una de las señoras, la vecina del piso de arriba, se nos acercó y le dijo algo a mi mamá al oído. Yo no alcancé a entenderle. “No, tranquila. Yo acá tengo uno”, le respondió mi mamá. “Mis hijos me lo regalaron en la Navidad pasada”. Abrió un cajón pequeñito en la mesa del altar y sacó de él una caja forrada en terciopelo negro. Adentro había un martillito y un cincel, ambos de plata y decorados con grabados. “Decid, hombres que corréis por la vía mundanal, decidme si visto habéis igual dolor que mi mal”.

Mamá se acercó a la imagen de la Virgen. Al niño le faltaban un pie y todo el brazo derecho. Mamá tomó el cincel y el martillo, y de un golpe le tumbó los deditos del otro pie. Después se levantó y sopló sobre cada una de las veladoras. Las llamas se apagaron y quedaron dos hilos de humo gris. “Y vosotras que tenéis padres, hijos y maridos,

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ayudadme con mis gemidos, si es que mejor no podéis.” “¡Ay, hijo! Ése fue el destino de la Virgen María: entregar a su hijo en sacrificio. Y ése es el destino de nosotras las mamás. Tener y tener hijos, uno detrás del otro. Para después entregarlos a la cuchilla de los cirujanos. Por lo menos Braulio no se me murió jovencito. Hay que agradecer que pudo vivir hasta los diecisiete”. Yo estaba pensando en otra cosa y al fin le pregunté: “Mamá, ¿qué es un marido?” Pasaron dos semanas y llegó la notificación de la Compañía. Con la muerte de Braulio la familia había cumplido su cuota anual. Al menos hasta enero no tendríamos que decidir quién iba a dar el próximo riñón, o el páncreas, o un pulmón. Incluso nos tocaba un bono adicional. Ya la Compañía había hecho el depósito en la cuenta de mamá. Al día siguiente fuimos al centro comercial y el fin de semana todos estrenamos. Yo estaba muy contento con mis tenis nuevos, rojos y negros con cintas plateadas. Todos en mi familia somos donores. Todos excepto Benjamín, el menor, que fue rechazado al nacer. Porque él fue rechazado hoy está muerta mamá. Porque ella estaba muerta decidí salir del valle. Y porque salí del valle… Todo porque nació Benjamín.

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Justo después del parto le hicieron los mismos exámenes que nos hicieron a todos nosotros. Pero él no pasó la prueba, no era un donante universal. Por eso no le tatuaron la marca que llevamos todos los demás: Property of Universal DONOR Incorporated

La palabra DONOR está escrita en letra grande; el resto de la frase apenas sí se alcanza a leer. Por eso nos llaman donores: donantes universales. Todos nuestros órganos, cualquier parte de nuestro cuerpo es, por así decirlo, Plug and Play. Cualquier persona puede recibir el trasplante, sin riesgo alguno de rechazo, sin drogas ni tratamiento alguno: Plug and Play. Después de que compran los exvotos en las tiendas, los peregrinos tienen que pasar a la oficina de registros de la Compañía. Allí diligencian sus solicitudes y deben hacer un depósito dependiendo del tipo de órgano y de la edad del solicitante. Se reciben todas las tarjetas: Visa, Mastercard, American Express. Sólo después de aprobado el crédito marcan el exvoto con un código y le ponen el precio. Apenas una cuarta parte de eso le corresponde a la familia; el resto es para la Compañía. Mi hermano Braulio trabajaba en esa oficina hasta que pasó lo de la trombosis, pero no era por nece-

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sidad. Los donores no tenemos que trabajar, nuestro trabajo es ser donores. Sólo cuando los exvotos están marcados entran los peregrinos a la catedral. Todas las tardes, casi hasta que se pone el sol, hay filas de ellos. Adentro, la misma música pregrabada, la misma oscuridad, las velas encendidas. Los peregrinos cuelgan entonces los exvotos en las paredes de la capilla. Algunos los adornan con cintas o con flores secas, otros rezan algo antes de retirarse. Al otro día, desde la madrugada, entran las mamás a la catedral, algunas solas, otras con uno o dos niños, la mayoría embarazadas. A las mamás les corresponde administrar las cuotas de la familia como cabezas de hogar. Los peregrinos nunca se enteran quién recoge su exvoto. Los donores nunca sabemos quién lo colgó. El día en que nació Benjamín, yo acababa de cumplir trece años y mamá tenía cuarenta y cuatro. Después de los cuarenta es cuando empiezan a nacer los rechazados. Todos lo sabíamos, así que de alguna manera lo estábamos esperando. Durante los últimos cuatro embarazos estuvimos pendientes. Unos en el centro de salud y los otros llamando de tanto en tanto a averiguar noticias. Sin embargo, las tres niñas salieron todas con su marca de DONOR, y también los mellizos. Yo estaba ese día en la sala de espera con tres de mis hermanas mayores. Ellas rezaban murmurando para sí mismas. En lugar de rezar, yo miraba un par-

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tido de fútbol en el televisor. Hacía mucho calor y el único ventilador no funcionaba. También estaban los mellizos. Por algún motivo no había con quién dejarlos en casa. Ellos protestaban de vez en cuando, pero ya no había más ropa qué quitarles. “Acompañantes de la señora Dolores Pérez”. La voz apenas sí se entendía en el parlante. No nos hicieron pasar al pabellón de recién nacidos, sino a una oficina pequeña donde había instalado un aparato de aire acondicionado. Era más el ruido que hacía que lo que refrescaba. Uno de los mellizos empezó a llorar. Mi hermana lo tomó en sus brazos, intentando tranquilizarlo. No nos atendió una enfermera, sino un señor de corbata con escarapela de la Compañía. De inmediato comprendimos que las noticias no eran buenas. El señor, incómodo con el llanto, trataba de explicar “esas cosas suceden, lamentablemente, aunque la Compañía toma todas las precauciones a su alcance para evitarlo. Por eso nunca se utiliza la concepción natural. Hay demasiadas variables fuera de control. En cambio, para cada óvulo se selecciona siempre la muestra de esperma más adecuada: aquélla que arroja la mayor cifra de probabilidad de éxito para el proceso”. Si el bebé donor hubiera nacido muerto, no habría sido tan mala noticia. Hay buena demanda para los órganos de recién nacidos. La Compañía puede aprovechar hasta el último hueso. Y si la familia está con suerte y los órganos están al alza en el mercado internacional, incluso hay bono adicional. Bueno, hay luto por el bebé muerto y todo. Pero mala noticia no es.

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“Por supuesto,” continuó el señor, “las muestras de esperma son producidas exclusivamente a partir de células madres importadas. Sólo manteniendo los más altos estándares de calidad podemos garantizar que nuestro país siga siendo líder en Latinoamérica en este importante renglón de exportación. Ustedes me entienden”. No, la verdad nos perdimos en la parte del renglón. Pero ninguno de nosotros quiso interrumpirlo. Ninguno excepto el bebé, que seguía llorando a todo pulmón, y su hermano que había decidido unirse a la protesta. “Sin embargo, en algunos casos, suceden accidentes como este”. Seguía hablando, evidentemente irritado por el ruido. “La condición de donante universal corresponde a una combinación muy precisa de varios cientos de genes, cuya patente pertenece obviamente a la Compañía. Basta con una sola desviación en toda la secuencia y tenemos, como acá, un individuo cuyos órganos serían rechazados en caso de un trasplante. Es una situación inaceptable desde todo punto de vista. ¿Pueden callar a esos bebés?” Mis hermanas en verdad lo intentaron, pero los mellizos no querían parar de llorar. Los niños rechazados son un problema para la familia. Una carga. Como no sirven para trasplantes, no tienen una renta asignada. Todos tenemos que sacar una parte de lo que nos corresponde por derecho para poder sostenerlos. “Técnicamente es un incumplimiento contractual”, continuó el señor, “de manera que la parte afectada, para el caso, la Compañía, está en todo su derecho de cancelarlo de manera inmediata e invocar la cláusula

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de garantías”. Mis hermanas lo miraban con cara de perdidas; no entendían nada. Ni yo tampoco. Los gritos de mis hermanitos no me dejaban pensar. “Así que vamos a hacer efectivas las pólizas. Eso cubrirá los gastos en que ha incurrido la Compañía hasta el momento”. Concluyó: “Un representante de la aseguradora los contactará para acordar la forma como ustedes pagarán la deuda resultante”. No sólo teníamos que mantener a ese niño, sino que quedábamos debiendo quién sabe cuántos millones. Y encima los mellizos no paraban de llorar. Entonces me sonó el celular. Era Lucía. Con Lucía no nos veíamos hacía un buen tiempo. Ahora que estaba ya grande pasaba más tiempo con otra gente. Pero sí hablábamos de vez en cuando, por teléfono, al menos en los cumpleaños y para Año Nuevo. De manera que era raro que Lucía me llamara. No insólito, pero raro sí. No nos vimos en su casa. Me esperaba en el parque. Estaba sentada en uno de los columpios, sola. Había un grupo de niños jugando cerca, en un arenero. Todos con gafas protectoras y con guantes los que tenían manos. Me senté en el otro columpio, ella me miró seria, con esos ojos azules con manchitas doradas. “Estoy embarazada.” A todas las niñas en el valle, entre los 11 y 12 años de edad, antes de su primera menstruación, les instalaban ese aparato electromecánico entre las piernas

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que sólo se podía abrir cuando firmaban un contrato de maternidad, para la inseminación artificial. Los muchachos teníamos que conformarnos con lo que había de la cintura para arriba. Por eso la mayoría terminaba frecuentando los barrios del norte del valle, donde estaban las casas de las mujeres de afuera, las que cobraban por lo que tenían de la cintura para abajo. “No es de la Compañía.” Dijo ella después de un rato. Un frío intenso me recorrió la espalda, de arriba abajo. “Pero... ¿cómo?”, alcancé a decir finalmente. Esas cosas simplemente no podían pasar. “El tipo trabajaba en los archivos de la Compañía. Tú no lo alcanzaste a conocer”. “¿Trabajaba?” –pregunté. “Él me prometió que me llevaría muy lejos. Y yo le creí. ¡Fui una tonta! Desde que se enteró no me responde al teléfono. Seguro que se fue del valle”. Ella se levantó del columpio y dio un par de pasos hacia adelante. Siguió hablando, sin mirarme. “Él fue el que consiguió las claves para abrir el cinturón. Me convenció de que no tendríamos ningún problema si usábamos preservativos. Los traen de contrabando desde China, escondidos dentro de muñecas de porcelana. ¡No puedo creer que haya sido tan imbécil! ¡Ahora sí que la cagué! Ya nunca... nunca...” Su voz se quebró. Hundió la cara entre sus manos. “¡Ya nunca voy a poder ser mamá! ¡Nunca!” Corrí hacia ella. Era más alta que yo, pero en ese momento parecía tan pequeñita, tan frágil; temblaba como un animalito asustado. La abracé. Olía a lavanda y a sábanas limpias.

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“Ya, ya,” le dije, “vas a ver que todo saldrá bien”. “¡No!” Me rechazó. Me apartó con fuerza. “¡Nada va a salir bien! Estoy esperando un rechazado. La Compañía... ellos nunca me van a dar un Contrato. ¡Nunca!” “Pero... algo habrá que podamos hacer”. Me miró otra vez, sus ojos azules enrojecidos por el llanto. “No puedo permitir que se enteren”, dijo. “Si no puedo ocultarlo me harán la vida imposible”. La única alternativa era un aborto. Pero ir al centro de salud, o a una de las clínicas de la Compañía era imposible. Lucía quedaría fichada de inmediato. Eso sin contar con las multas para su familia. Tendría que hacerlo en un consultorio clandestino. Pero eso iba a costar, y mucho. “Voy a ir a la catedral”, dijo. Su voz era firme de nuevo. “Ya lo tengo decidido”. A la semana siguiente mi mamá quiso visitar a la abuela para que conociera al recién nacido, y me pidió que la acompañara. La abuela vivía en una casa de retiro, en su propia habitación. Ella era de las pocas personas de su edad que podían darse ese lujo. Tenían un jardín amplio con flores de verdad, y la fachada estaba toda pintada de blanco, incluyendo las puertas y marcos de las ventanas. Cuando llegamos, la abuela estaba sentada con otras señoras en el porche. Al vernos se levantó, e hizo su versión de una sonrisa. “Dolita, hija. ¡Cuánto tiempo!” A veces no se le entendía. Se le hacía difícil pronunciar sobre todo las palabras con eme o con pe. Nos hizo pasar a su cuarto. Tenía una lamparita

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en la mesa de noche cubierta con una tela, de manera que todo se veía en una penumbra roja. También tenía su altar de la Virgen de los Donores. La pared detrás del altar estaba llena de fotografías; éramos todos sus hijos y sus nietos. Arriba iban los que ya estaban muertos, como mi hermano Braulio, abajo los que todavía eran niños, en la mitad estábamos el resto, organizados en alguna jerarquía que sólo ella entendía. No le tenía veladoras, sino una instalación eléctrica de lucecitas amarillas. “Qué cosita más bonita”, dijo la abuela recibiendo al bebé. “Se está tomando toda la lechita, ¿cierto? ¡Está gordito, gordito!” Yo nunca le conocí la cara a la abuela. Corrijo: nunca vi a la abuela con su propia cara. La cirugía había sido mucho antes de que yo naciera, y ella nunca se quitaba la máscara en presencia de otras personas, ni siquiera de los más allegados. Nunca. En su juventud había sido una mujer muy hermosa. La más bonita de todo el valle. Eso decían los que la conocieron entonces. Conservaba algunos portarretratos encima de la mesa con fotos viejas de ella, de cuando tenía cara. En una pequeña pantalla pasaba continuamente la película donde había salido con su rostro. Era una película de Hollywood. “¿Cómo pueden rechazar a un niñito tan hermoso como éste?” La abuela estaba mordisqueando uno por uno los deditos de Benjamín. Se veía extraño, pues la máscara de la abuela no tenía lo que se dice propiamente labios. Aún así, ella se los pintaba con labial rojo, se ponía rubor en las mejillas y sombra en los ojos. “¡Tiene la nariz de la abuelita! ¡Mira Dolita, mira!”

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La productora pagó muy bien por la cara de la abuela y el contrato incluyó un porcentaje de la taquilla. Fue uno de los éxitos de la década y la actriz ganó muchos premios. Por eso la abuela tenía con qué pagar su habitación. Pero esa fue la única película que hizo aquella actriz con la cara de la abuela. Al año siguiente se volvió a operar. Así es el mundo del espectáculo. “Dolita, yo sé que usted tiene miedo, hija”, comenzó a decirle la abuela a mamá. “Yo no soy quién para decirle, pero he conocido a mucha gente. Ya va a ver que no es tan difícil cuando empiece a donar los órganos”. “¿Donar órganos?” Pregunté espantado. “¿Mi mamá? ¿Cómo así? ¡Pero si mis hermanos y yo siempre cumplimos juiciosos la cuota de cada año! No tienen por qué meterse con mamá”. “¿Al niño no le han contado?” Preguntó la abuela. “¿Que no me han contado qué?” volví a preguntar. Mi mamá fue la que respondió. “Hijo, no les habíamos contado para que no se preocuparan”. Me miró con la cara que ponía cuando rezaba el rosario. “Cuando las mamás tenemos un rechazado no podemos volver a tener hijos”. “Es cosa de la gente que maneja los números, allá en la Compañía”. Agregó la abuela. “Dicen que, habiendo pasado la primera vez, la probabilidad es muy alta de que vuelva a pasar. Por eso no les dan más contratos”. “Yo sé eso, pero, ¿y lo de donar órganos?” Me desesperaba que me miraran así. “Cuando las mamás ya no tenemos más hijos, a más tardar al año siguiente tenemos que empezar a

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participar de la cuota, como todo el mundo”. Yo no podía creerlo. “¡No! ¡Así no es! Los hijos somos los que donamos, no las mamás. ¡Para eso estamos los hijos!” “No se ponga así. Ése es el orden de las cosas.” Mamá me abrazó. La abuela todavía tenía cargado al niño. “¿Y entonces la abuela qué? Ella nunca...” “El caso de la abuela es distinto. Con lo de la película ella pudo recomprar su contrato. Para eso hace falta mucha, pero mucha plata. Sólo alcanzaba para pagar el de ella”. Benjamín empezó a balbucear. Con gusto le habría dado un buen pellizco: mi mamá iba a tener que pasar por todo eso y era por su culpa. “Venga, no se ponga así”. Intentó la abuela. Yo no quería que me vieran la rabia en la cara, así que les di la espalda. Quedé mirando al altar de Nuestra Señora. A la Virgen de la abuela le faltaba el rostro. Noche tras noche tuviste el mismo sueño. Estabas solo en un pueblo desconocido y por algún motivo sabías que el lugar quedaba fuera del valle, más allá del muro y de las cercas de alambre de púas. Ellos te miraban con los ojos desorbitados e inyectados de sangre. Los ojos rojos eran lo único de color en una pesadilla en blanco y negro. Había amas de casa, policías, señores de corbata, monjas. Todos te perseguían, despacio pero sin pausa. Había incluso una profesora con varios niños pequeños. Todos eran zombies y te perseguían para despedazarte y repartirse tus órganos.

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Cuando volví a ver a Lucía habían pasado varios meses. Yo estaba con una de mis hermanas y con Benjamín. Veníamos de que le pusieran unos puntos en la frente porque se había caído de la cama. Lucía estaba sola. Ya no era la Lucía que yo conocía. Estaba más callada, más distante, pero no sólo en eso había cambiado. Me miró de frente. Al menos eso parecía. En el lugar donde debían estar sus ojos había un servomecanismo negro con lucecitas rojas intermitentes. Me saludó con una sonrisa vacía. Yo intenté sonreír, pero creo que no me salió más que una mueca falsa. Hablamos si mucho cuatro palabras, me comentó que podía ver relativamente bien, aunque en blanco y negro y muy pixelado, pero que ahora podía ver mejor de noche, cuando no había luz. Al despedirse me dio un beso en la mejilla. Yo no pude disimular un estremecimiento. Nunca más volví a buscarla. Las langostas están vivas cuando las echan a hervir. Tú lo has visto en la televisión. Les ponen unas bandas de goma en las tenazas, para que no se despedacen mientras esperan para ser escaldadas. Recomiendan meterlas a la nevera un rato antes de cocinarlas, para que estén adormecidas y no pongan resistencia al echarlas a la olla. Da igual, el caso es que van para la olla. En las películas muestran restaurantes elegantes, en los que los meseros sólo hablan francés. Allí mantienen a las langostas en grandes peceras, a la vista de los clientes, de manera que ellos puedan elegir la que

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se van a comer. Tú no sabes si las langostas entienden lo que les va a pasar y por eso prefieren matarse entre ellas. Mamá ya no pudo tener más hijos. Así que pasó de ser mamá a ser un donor común y corriente, como cualquiera de nosotros. Al principio no resultó tan grave. Iba con nosotros cada tres meses a las instalaciones de la Cruz Roja, una filial de la Compañía, a que le sacaran sangre, medio litro cada vez. También cada año a la extracción de médula. A eso le tenía pereza. Duele muchísimo hasta una o dos semanas después de la intervención, pero ella nunca se quejaba. Los primeros tres años no le tocó ningún órgano. No salió en la lotería. Después le tocó un riñón y al año siguiente el bazo y unas venas de la pierna. Después fue el sistema reproductivo. El útero obviamente no servía, estaba muy desgastado, lo mismo que los ovarios, pero las trompas de Falopio sí, y también los órganos externos. Se venden muy bien cuando el donor ha sido mamá. Dicen que son de buena suerte. Entonces llegó la solicitud por corazón y pulmones. Esta solicitud no entraba en el sorteo, ésta venía con nombre propio. Todos sabíamos lo que eso significaba. Así es como la Compañía nos informa que se ha cumplido la vida útil de uno de sus donores. Todos la acompañamos a la clínica ese día. Incluso estaba Benjamín, que ya tenía seis años. Benjamín tenía el brazo derecho enyesado. Ya era la tercera fractura. Los mellizos jugaban bruscamente con él y nin-

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guno de nosotros se molestaba en ponerles un límite. “Hijo, yo me voy tranquila,” me dijo cuando me tocó el turno de despedirla. “Ya viví todo lo que tenía que vivir.” “Mamá, usted nos va a hacer mucha falta”. Le dije. “No hablemos de eso”, me dijo. “Ahora tengo que decirle otra cosa”. “¿Qué cosa, mamá?” “Vea, yo sé que ustedes no quieren a Benjamín…” “No mamá, ¿cómo se le ocurre?” –la interrumpí. “¡Shh!” Me tapó la boca con el dedo índice. “Una mamá sabe esas cosas. Yo en cierta forma los entiendo… pero comprenda que Benjamín no tiene la culpa de nada. Se lo he dicho a todos y se lo voy a decir a usted también. A alguno le tenía que tocar, yo ya estaba muy mayor.” Se quedó callada un momento, mirando para el techo, como acordándose de algo. “La verdad es que yo le estoy muy agradecida al niño. Entiéndame, hijo. Ustedes no saben lo que es estar embarazada treinta años seguidos… Yo ya estaba cansada.” Me apretó la mano con fuerza. “Pero lo peor de todo no era eso... Lo peor era verlos a cada uno de ustedes pasar a manos de esos carniceros, ver que se me los estaban llevando, de a poquitos. Y una sin poder hacer nada… ¡Eso no es vida!” Un tiempo después me enteré adónde habían ido a parar los ojos de Lucía. Los descubrí un día en las páginas de sociedad de una revista: el mismo color azul profundo, las mismas manchas doradas. Una joven y exitosa ejecutiva que vivía en Sydney, Australia, hizo una fortuna negociando con futuros y

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opciones sobre hematocritos y tejido linfático. Gerenciaba su propia empresa comisionista de bolsa con oficinas en New York, Tokyo, Frankfurt y Sao Paulo. Ella tenía una reunión importante con su junta de inversionistas para presentar su plan estratégico a cinco años. Todo tenía que salir perfecto. Para la ocasión había encargado un diseño exclusivo a la casa de alta costura de Balenciaga. El color de los ojos de Lucía era el complemento perfecto para ese vestido. Encontré la revista en la sala de espera de una de las casas de mujeres de los barrios del norte. Me había vuelto un cliente habitual, pero yo no visitaba las más costosas, claro que no: ésas eran exclusivamente para los turistas. Allí trabajaban sólo mujeres que ya habían hecho muchas donaciones, quizás demasiadas. Sobrados de trasplantes sin piernas o sin brazos, o sin piernas ni brazos: aquello era muy apetecido por cierto tipo de turistas. Obviamente, tampoco tenían ya sus cinturones. En la casa a la que yo iba sólo trabajaban mujeres de fuera del valle. Ninguna tenía sangre de donor en sus venas, excepto por alguna posible transfusión. Con el asunto de los cinturones de castidad a esas mujeres les iba muy bien. Tenían la clientela asegurada entre los donores adolescentes. En la casa trabajaba una chica, nunca supe cómo se llamaba. Yo le decía Lu. Ella prefería Lulú. Creo que era más o menos de mi edad, pero parecía mucho mayor. Se mantenía tomando vodka de contrabando y prácticamente no dormía. Por eso las

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ojeras. Tenía un aliento dulzón, como de jugo de naranja fermentado, y si no fumaba era porque en el valle era imposible conseguir cigarrillos, ni siquiera camuflados dentro de muñecas de porcelana. Ella se ponía lentes de contacto azules para mí. Incluso les hizo puntitos dorados con un marcador. Lu fue la que me propuso salir del valle. Era una locura, pero no lo dudé ni un segundo. Yo ya no tenía nada que perder. Nos fuimos de viaje, lejos de la ciudad, lejos de las montañas que la aprisionaban. La verdad, no me arrepiento de nada. Pude hacer las dos cosas que siempre había querido. Pisé la arena de la playa y me mojé los pies con agua salada. Fui a un partido de fútbol, en un estadio a reventar. Eso fue antes de que Lu me vendiera a una banda de traficantes de órganos. Peor que las langostas lo pasan esos pescados que comen los japoneses. A ésos se los comen vivos. Lo viste en un noticiero: Es un plato grande de sushi en medio de la mesa y el pescado está decorado con ensalada y puesto de manera que parece posando para una fotografía. Tiene varios cortes, de modo que les queda fácil a los japoneses agarrar bocados con sus palitos. Tiene salsa también, salsa de soya salada en todas esas cortadas. El pescado está vivo y sigue intentando respirar. Mueve la boca y las agallas. Se está asfixiando, sin duda, y mientras tanto una familia de japoneses lo devora.

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Acá estoy, tendido en el mostrador de una tienda de órganos perdida en el barrio chino de quién sabe qué ciudad, bajo la luz intermitente de un anuncio de neón. Ya se llevaron mi otro riñón y mi pierna derecha. Tengo una placa de plástico transparente en el lugar donde debía estar mi abdomen, así que los órganos que me quedan están expuestos. No siento dolor, debo tener la médula espinal seccionada en el punto preciso, o tal vez más adentro, en el cerebro, pues lo único que puedo mover son los ojos. “Mamá, mamá, mira esto”. Un niño tiene la cara pegada a la vitrina y me observa con curiosidad. “¿Qué hacen esas personas ahí acostadas?” “No son personas, cariño”, le corrige su mamá. “Son donores. Mira el letrero rojo que tienen en el cuello; ésa es la marca de fábrica”. “¡Wow! ¡Nunca los había visto! Parecen gente de verdad”. “Son muy parecidos a nosotros; así podemos usar sus órganos”. Ella también me mira a los ojos. “¡Hasta tienen sangre roja, igual que nosotros!”. El niño señala los tubos de mi diálisis. En efecto, mi sangre es de un rojo intenso bajo la luz fluorescente. “Vámonos ya, que papá nos está esperando”, dice ella. La madre y el niño se alejan tomados de la mano. Yo cierro los ojos. Quisiera poder dormir un poco.

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Uldario Herrera Espinosa

El milagro maldito Muchas otras cosas hay que hizo Jesús, que si se escribieran una por una, me parece que no cabrían en el mundo los libros que se habrían de escribir. JUAN 21:25

Al conocer la muerte de Lázaro, una gran tristeza se reflejó en el rostro de Jesús. Aunque estaba cerca de Jerusalén, enseguida reunió a sus discípulos y, compungidos, tomaron el camino de Betania. Por esos días había en la ciudad un matarife llamado Cárvaj. Cada amanecer se le veía puntual junto a su puesto en el mercado de carnes. Pero al hombre, como a todos los de su condición, le aburría su trabajo y frecuentemente deseaba cambiar de labor. De tal ánimo y cansado estaba alguna vez en que al destazar un animal, el filo de su herramienta topó entre la carne con un tumor maligno e inflamado que, al sentir la punta del cuchillo, soltó un fuerte chorro de pus, el cual fue a dar pleno sobre el rostro del carnicero. Unas cuantas briznas de aquella pústula maloliente impactaron contra sus ojos. En poco menos de un mes se los dejaron sin luz. Desde entonces, sin

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más recursos que la potencia de su voz, se dedicó a mendigar. En cualquier momento, tanteando muros, se le podía escuchar por todos los rincones de la ciudad, atravesando el nombre de Dios entre sus desdichas. De calle en calle pedía una moneda, con gritos tan desaforados que sus reniegos y su enfermedad sin día libre no dejaban de llamar la atención. Tanto que alguna vez en que Jesús se dirigía hacia la piscina Probática, al escuchar de lejos sus protestas, habló así con sus discípulos: –Hemos oído aconsejar al tañedor y a los jefes de coro: quien canta, sus males espanta. Pues yo os digo: quien cuenta sus males, espanta. Así como es de agotador un ruido que se repite, no es sano ni bueno frecuentar a quien embarca toda su vida en resaltar y mostrar defectos. A cualquier lugar donde vayais siempre encontrareis torpes y algo que no funcione bien. Huid de quien, adonde va, sólo encuentra motivos de ofensa, confusión y descontento, o toda la vida se la pasa buscando resquicio o asidero para quejas y reproches qué endilgarle a los demás. Y esquivando el fastidio, tomó una calle lateral hacia el valle de los leprosos. Los principales de entre los sacerdotes estaban en el Sanedrín cuando les llegó el rumor sobre tal actitud de Jesús. Ellos, que siempre andaban a la caza de encontrar algo que lograse hacer de él un ser detestable para los judíos, discutían con los escribas, escandalizados, sobre lo último que habían escuchado en la doctrina del nazareno: –Este falsario ha dicho: “Los cielos y la tierra pasarán, pero ni un sólo ápice de mis palabras dejará de cumplirse”. Es decir, que sus palabras no pasarán por

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más que el cielo y la tierra desaparezcan. ¿Y quién se cree el tal Jesús para asegurar que sus palabras han de pervivir aun después de que pasen la tierra y el mismo cielo que él promete para quienes lo sigan? ¡Después de eso no habrá hombre alguno ni tierra que lo sostenga! ¿Quién quedará entonces para corroborar que las palabras de este mentiroso verdaderamente se han cumplido? Uno de los escribas intervino: –¿No será que este embaucador piensa en algo parecido a lo que con frecuencia se usa en el teatro y la literatura griegas? Cuando todo da la impresión de que la obra va a fracasar, aparece la máquina y salva al protagonista y, con él, al argumento. Puede ser que a este pobre carpintero le alcanza la imaginación hasta allá. No sería raro, con esa creencia que tenemos los judíos de que, como lo aseguró el profeta Joel, somos un pueblo de profetas. Hasta andará pensando en una máquina que atrape los sonidos y la voz, los grabe dentro de ella como en la roca, y amarrándolos con algo semejante a una cinta, se queden allí guardados en su interior para que a cualquier hora, desplegada la cinta, vuelvan a oírse las voces de las cosas aún en el tiempo en que ya no quede sobre la tierra hombre alguno que las pueda escuchar. Todos rieron. Pero entonces el Sumo Sacerdote, irguiéndose, los detuvo bruscamente: –Cállate, Sofonías. No te burles así de la capacidad profética de nuestro pueblo. No nos equipares a quienes ponen su confianza, no en Yahvé Dios, sino en las máquinas o en cualquier argucia, truco, u ocurrencia del hombre. Porque si lo que dices llegara a suceder, ese tal Jesús es verdaderamente peligroso. Vendría a

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entroncar exacta y perfectamente con los anuncios de nuestros profetas mayores. Bien sabes que Ezequiel habló de los huesos secos que criarían carne y piel para que el hombre recobrara la vida. “Yo, –dice Yahvé–, de un corazón de piedra haré y os daré un corazón de carne para que volváis a vivir”. Y del otro que predijo el tiempo en que los muertos se verían andar por las calles como si estuviesen vivos, y muchos vivientes encontrarían su sustento entre las fuerzas de los cadáveres ya fríos. Y si ahora aconteciese lo que, según tú, anuncian las palabras de Jesús, nada difícil ni raro ver a los ya muertos con sus hablas de diferente idioma, entre consejas, cantando y hasta en el oficio de repetir indefinidamente sus maldiciones y hechos sobre la tierra. Se podrían ver con su figura tersa, fresca y en movimientos ágiles como si en realidad continuaran vivos y jamás hubiesen muerto. Cosa terrible enfrentarse a tal situación. También se harían cumplidos los días y fechas de agitación en los cuales, los que sobrevivan temerán en forma grave pues, según lo auguró otro profeta, es ya anuncio y principio del tiempo para la mayor tribulación: la del desespero. En ella el hombre sólo se alimentará de dudas y pondrá su única esperanza en los sentidos, bailará tras la necesidad de aparecer, hacerse notar, sentirse. El centro de todo será el cuerpo. El aire incendiario de la piel lo esclavizará con sus principios ensombrecedores. ¿Y será que en ese tiempo subsista algo que sea capaz de repetir las promesas de este embustero, de modo que se sigan escuchando por sí solas aún después de que no quede hombre alguno sobre la tierra, por encima de cualquier circunstancia, luego de que la zarpa del tiempo haya arrastrado

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tierra, cielos, hombres y sus lenguajes, hacia el abismo de las disoluciones? El sumo sacerdote, corroborando las elucubraciones propuestas, esgrimió de nuevo su autoridad y agregó con fuerza: –Sencillamente, ese Jesús es un blasfemo. Se cree Dios. Con esa aseveración de que sus palabras no pasarán, aunque pasen los cielos, se está situando después del fin de todo. Yahvé, nuestro Dios, estuvo antes del inicio del mundo y fue Él quien, en medio de la oscuridad, pronunció las primeras palabras: “Hágase la luz”. Al cuarto día aparecieron el sol, la luna y las estrellas. Solamente al sexto apareció Adán. Ahora viene éste a decir que sus palabras estarán resonando aún después de que todo acabe, incluido el hombre y los cielos que el mismo hombre se crea. El límite del universo, adelante y atrás, son las palabras. Y él se sitúa en el después, atento a que se cumplan, como Dios, cuando apenas iban a crearse y aparecer las cosas. Lo peor es que sus palabras, según este pobre judío sin raza, caminarán imperturbables por entre todas las demás que pudiesen aparecer, en cualquier lugar, de ahora en adelante. Ese falso maestro no cabe en la arrogancia, y sus enseñanzas meten peligro entre los sonidos y las palabras. Entonces un escriba de mirada inquieta y todavía joven, se levantó diciendo: –Pues yo no sé si el tal Jesús es Dios o no. Hasta ahora he conocido a muchos que se creen dios por ser ricos, poderosos, jóvenes o sabios. Otros se lo creen por fuertes, bellos, grandes, por su color o porque han inventado algo, aunque sea una mentira. Hasta los que curan, hablan bien, hacen un favor

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o creen tener algún talento anormal, en su interior se sienten y hasta pregonan ser como dioses. Y nadie les dice blasfemos. Pero yo no había escuchado antes que alguien se atreviese a señalar que el límite del tiempo y de cada cosa son las palabras. Este Jesús me tiene convertido en inquietud. La letra con sus trazos simples y su impresión inofensiva, ya ha perjudicado a muchos. Mas la palabra, aunque parece inocente, ha hecho matar a casi todos. Yo creo que la alianza entre letra y palabra es la que no deja que el mundo muera ni se quede quieto. Mientras haya una voz, ella ha de mantenerse ágil, creciendo con sus variaciones, el fulcro vibrante que hasta ahora no ha podido superar ningún otro invento logrado por el hombre y que haya servido por igual para el uso de todos. Les juro que a mí este loco me tiene revuelta la imaginación. Pienso cómo harán sus palabras para pasar entre tantas lenguas, cosas, ruidos e inventos, hasta llegar y sobrepasar al fin del mundo. Y de dónde sacarán fuerzas para ganarle a cuantas medidas, movimientos o vaivenes y cambios puedan aparecer. Atravesar entre ellos y ocurrir al mismo tiempo, mientras ellas, airosas, logran superar a los mismos siglos. Y cómo serán los pies de los sonidos para caminar o deambular seguros y firmes entre la oscuridad y tantos puntos negros como hay en este universo. ¿De qué elemento estará hecho el cordel, o con qué hilos minuciosos se tejerá la cinta que pueda amarrarlos y detenerlos? ¿O de qué material será la red que los atrape, sin que se interfieran para que las fuerzas de los unos no anulen los colores y formas de los otros? ¡Porque en alguna red o algo atrapador, cautivante, seductor, debe estar pensando el hombre para ese tiempo! ¿Y cuál será el

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puerto desde donde llegue o se cree la última palabra de moda? ¿Cuál será? Sí, definitivamente este Jesús es un loco, ¡qué loco! Luego, sentándose, tranquilamente agregó: –¿Quieren saber una cosa? Me siento contento, pleno y satisfecho al estar y haberme tocado compartir el tiempo en que debo y puedo pensar, junto a un loco como éste. Un loco, o mejor un ladrón de la identidad divina como dicen ustedes, que asalta con un arma como la imaginación. Peor aún, con la propia imaginación de quien lo escucha o llega a conocer de él. Enseguida, estirando sus piernas hasta donde le alcanzaban, entrecruzó los dedos de sus manos, las puso así sobre su cabeza, mientras advertía: –No me importa cuanto ustedes lleguen a pensar. A la primera oportunidad que aparezca voy a tratar de aproximarme a ese Jesús que tantas cosas puede esconder entre sus palabras, para sugerir y alborotar así la imaginación. –A los impíos nunca les faltan las ganas de enlecharse y hacer crías –sugirió uno de los sacerdotes–. Eso siempre ha sido la verdad. –¡La verdad! ¿Cuál verdad? –Se levantó airado, otra vez, el joven escriba–. La verdad es otra de las palabras que se inventó el hombre para nombrar lo imposible, lo que nunca se alcanzará ni ha de llegar a ser. La verdad es una composición densa del todo, que no puede pensarse ni existir desasida de la realidad. Cada hombre capta sólo una mínima parte de las cosas a las que medio logra aproximarse, cuando las cosas mismas no le son esquivas. La realidad está hecha de cosas concretas, visibles, palpables, de las

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que golpean los sentidos. Y las cosas están hechas de detalles, llenas de detalles. A veces las cosas permanecen intactas aunque pasen generaciones por su lado. Nadie las ve, ninguno percibe su presencia, no las distinguen entre las otras formas y materia en las que los detalles parecen perdidos. Nadie las entiende ni les encuentra sentido. Muchos de cuantos han logrado percibir alguna cosa, que es parte de la realidad, ya han muerto. De modo que esas partes del todo que les correspondió usar o conocer a quienes han ido muriendo entre los años, nunca sabremos cómo son o fueron. ¡El todo ya está incompleto! Y muchos de cuantos han de vivir y captar las otras partes del todo que hay en los días y siglos venideros, aún no han nacido. Ni nacerán. Y a quienes nazcan, falta ver qué realidad les toque, o cuál realidad les dé la gana de ver cuando ellos mismos escojan, según las formas de placer que vayan apareciendo. Miró a cuantos le rodeaban, y con aire suspicaz continuó: –El hombre, con su presencia, ha condenado también las cosas a estar prisioneras, encerradas en el tiempo. Pero el hombre, por más que lo pretenda, no tiene, ni es, medida suficiente para nada. La vida no le alcanza. Nacimos, según dicen las Escrituras, después de que todas las cosas habían sido creadas. Y a quien llega de último, o a deshoras, no le queda más remedio que adaptarse y recoger lo sobrante. Aunque no lo admitamos, el hombre se va a acabar ignorando en qué punto del universo anduvo parado. Así las cosas, nunca se podrá conocer la verdad, la cual debe abarcar y contener completos cada uno de los detalles que hacen la realidad, percibidos por cada uno de

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los hombres según el lugar y el momento donde les corresponda habitar. Sólo juntos los detalles hacen el todo. La verdad jamás tendrá corroboración mientras exista la muerte. Lo más cercano a la verdad es lo que a cada cual le toque vivir, sus detalles. La verdad sólo es un ángel que será borrado porque ya tiene anulada la mitad del rostro. En ese instante, uno de los sacerdotes más jóvenes, de nombre Eleazar, y quien no había intervenido para nada en la discusión, se levantó, alzó la voz y, señalando a Taimuc, habló con rabiosas palabras: –Taimuc, hijo de Urás, ¿Hasta cuándo deberemos soportar las insensateces que tu mente insana provee? Si mal no recuerdo hace poco aseguraste, en un recinto parecido a este, que Dios no había creado el agua. Y en una discusión que sostenías con otro de tus amigos, riéndote, proclamabas que nuestro padre Adán sólo era el prototipo del marido con mala suerte. ¿Serías capaz de explicarnos aquí, en esta notable sesión, y sostener iguales argumentos a los que con tanta propiedad esgrimías en tales circunstancias? Sin levantarse siquiera, sabiendo que todas las miradas y la atención de cuantos allí había reunidos galopaban sobre él, aperadas sobre la oscura intención de aquel sacerdote y doctor de la ley, Taimuc empezó a hablar pausadamente, como si cada sonido que saliera de su boca escapase de entre la bolsa de la casualidad. –La mentira es un recurso natural. Pero en ti, y los que son como tú, la ignorancia brota para usarla, a dúo, con esplendor invaluable. Hay que aprender a leer entre líneas porque la mayoría de las veces, entre ellas juegan y se diluyen las esencias. La vida sólo es

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un ensayo que en su encantamiento siempre nos lleva hacia lo oscuro y su magnificencia. Sobre el asunto del agua, en el libro del Génesis se dice que el primer día Dios dijo: “Hágase la luz”. Y la luz fue hecha. Y sigue: Al segundo día separó Dios las aguas inferiores de las superiores. Eso, mirado inteligentemente y sin prevenciones, traduce que las aguas ya estaban allí. Sucias o limpias, pero ya estaban allí reunidas. Y Yahvé Dios las tomó como parte de la esencia, sin la cual el hombre no podría ser creado ni subsistir donde ella no existiese. Siendo atrevido, hasta podría decir que el agua ya estaba allí, formando un nido con la tierra, el aire y el fuego. Cuando apareciese el hombre, para su comodidad, todo estaría dispuesto. Repito, el agua estaba allí, con y junto a Dios. Después, sin dejar de mirar, ahora en una forma festiva, al sacerdote que lo retara por una explicación propuso: –Lo de Adán es muy sencillo. A quien haya leído el Talmud y otros libros de nuestra ley, y especialmente uno que se extravió entre los dedos del transcurrir, sabrá que, antes de Eva, Dios proveyó a nuestro padre Adán de varias mujeres. Una de ellas fue Lilith, mujer de índole rebelde e inquieta que, al poco tiempo de convivir con él, un día en que amaneció con los crespos enredados lo llamó al orden. Le reclamó el porqué a la hora de hacer el amor, ella siempre era la que debía estar debajo. Que esa posición durante el coito no le parecía ni digna ni la más cómoda para el disfrute, pues siempre debería soportar su peso sobre ella. Que ella también tenía derecho, como su igual y no como algo inferior, a saborear la pasión estando encima. Como a nuestro padre no se le ocurrió ningu-

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na solución, ella se fue a orillas del río Eufrates. Allí se dedicó a fornicar sin restricción alguna con cuanto demonio apareció y le fue posible. Lo que sucedió con ella, ¡vayan a enterarse leyendo bien!, es que ella misma se fue. ¡Pero que se fue, se fue! Otra, a la que según otro libro el mismo Adán llamó Elya, era hermosa como ninguna palabra aún puede expresarlo. El primer hombre creado por Yahvé, no podía separar su mirada de ese cuerpo maravilloso que Dios había dispuesto para aquella mujer. Ella descubrió que, por estar intensamente solos en aquel lugar único, él no sabía librarse de sus encantos. Insaciable en deseos, debido a las fuerzas que le insuflaran al instante de ser concebida como compañera del primer ser de la creación, quiso realzar su atractivo. Ninguna mirada se apartaba del hijo de Urás, quien sabedor del interés que proponían sus palabras, las escanciaba a placer. Holgadamente y sin prisa, retomó su narración: –Viendo caminar a un pavo real, a Elya se le ocurrió aprender y adoptar para su cuerpo el ritmo ondeante de tal ave. Cada vez que debía desplazarse hacia cualquier lado, perfeccionaba tales movimientos hasta que se le convirtieron en un atributo natural. En la mirada de nuestro padre común se plasmó la desolación. Viendo Dios aquello y atendiendo a las desesperadas súplicas del mismo Adán para que de alguna forma lo liberase de aquella inquietud, de la necesidad por estar junto a ella y verla caminar a todas horas, pensó en una solución que no perjudicara a ninguno. Al constatar que le fascinaba andar desnuda, exhibiéndose descaradamente frente a los animales, orgullosa de su cuerpo perfecto, que en más de

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una vez pretendió seducirlo a Él mismo, Yahvé decidió hacerle un regalo. Parodiando la fuerza de la luz, elemento sin el cual aquel objeto era inútil y ningún encanto humano tenía posibilidad de ser exhibido verdaderamente, para los dos, les regaló un espejo. Con él pretendía que el hombre, al verse, también apreciara lo que permanecía haciéndole marco a su alrededor; pero que, cuanto quedaba atrás también hacía parte, no descartable, de su dimensión. Y sobre todo que, cada vez que contemplara su imagen en el espejo, cuando al intentar alejarse sintiera que debía ceder al embrujo de remirarse otra vez, no le asaltara el miedo de que podría ser la última oportunidad para hacerlo sobre este mundo. También que, donde fuera habría algo por hacer. Que siempre faltaría un detalle para que todo se viera nuevo y distinto. Con la disculpa de la garganta reseca, pidiendo un poco de agua, después de tomar unos cuantos tragos, continuó: –Pero Elya y Adán se pelearon constantemente por la posesión del espejo y el derecho a mirarse en él. Ambos querían ser los dueños absolutos de aquel objeto, aun por encima de las otras maravillas que los rodeaban y a diario descubrían sobre el mundo recién creado. Tanto se aficionó el hombre a contemplar su rostro en el espejo que se olvidó de la obsesión que sentía por ver caminando a su mujer. Ella sintió lo que es el abandono y que, cuando aparece otro centro de atención, la mujer tiende a ser abandonada, igual a como ella acostumbra dejar las cosas por ahí. Quizá fue por eso que, convencida de que un solo hombre no era merecedor de disfrutar los efluvios que su maravilloso cuerpo despertaba al pasar aún entre los

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mismos animales, en un descuido de nuestro padre Adán, una noche robó el espejo. Y, desnuda, solamente con aquel objeto, se fue a un sitio junto al mar oscuro. Cuando se detuvo, dejó que el aire cálido y el viento dispendioso jugaran con sus cabellos libres para que todas las olas y mareas pudiesen apreciar y gozar los encantos escondidos de su cuerpo. Allí la descubrieron unos demonios y, al igual que a Lilíth, llamaron a otros. La poseyeron más de mil. La expectativa en el Sanedrín era plena. Taimuc la sentía. Por eso, fingiendo que algún olor raro se intercalaba entre sus palabras, ensayó un gesto peculiar antes de continuar: –Al descubrir la huida de su mujer, y sobre todo la ausencia del espejo en el cual ya estaba acostumbrado a mirarse, Adán se sintió desvalido. Mientras oteaba hacia el lugar por donde creía que se había marchado su mujer, un ramalazo de soledad le golpeó desde el cerebro. Y por primera vez, al experimentar aquellas dos ausencias, el miedo se entronizó en el Paraíso. Atacó tan violentamente que Adán se sintió como otro animal entre los otros animales. Es más, quiso ser como uno de ellos. Y gritó llamando a Dios para que lo librase de aquella sensación opresiva y de aquel lugar. Vino Jahvé y le escuchó atentamente. Pero al descubrir que sólo parecía interesado en que le repusiera otra vez el espejo causante de su angustia, Jahvé Dios le recriminó por su descuido, y antes de que propusiera cargar de culpas a nadie, le señaló un estanque de aguas puras y tranquilas que allí cerca se entretenía. Cuando Adán se acercó a él, no se sabe por qué razón quiso protestar. Se volvió en busca del Creador para hacerle una propuesta. Pero Él ya

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no estaba. Desde entonces el hombre no se pudo escapar del miedo, un miedo azaroso y terrible de perder las cosas que más quiere y cree necesitar. Y por ese descuido, Dios fue incapaz de expulsar al miedo del Paraíso. Y desde entonces el temor a las pérdidas, un miedo indomeñable a su incapacidad para retener nada de cuanto hace o alguna vez logra conocer, quedó inscrito en el cerebro del hombre. Y cual marca insomne, donde va, lo zahiere para acompañarlo hasta el final de todas las cosas y de cualquier tiempo. Uno de los doctores de la Ley allí presentes levantó su mano para hacer una pregunta. Aunque interrumpió, Taimuc no le hizo caso y prosiguió con su explicación: –Los demonios de aquel sitio oscuro junto al mar donde Elya se había refugiado, pronto se cansaron de su indomeñable afición a estarse contemplando en el espejo. Se aburrieron de verla rebuscando entre plantas, minerales o cualquier grasa animal lo que hiciera su cuerpo más lustroso y portador de la fragancia con el aroma de una propuesta sin igual. Cualquier día se reunieron a maquinar cómo librarse pronto de ella. La mujer no se dio cuenta de nada. Permanecer atenta a ver quién se fijaba en ella era todo su quehacer. Que fuese su propio cuerpo aromoso quien contuviera la imaginación de cuantos la conocían por voces, era su mayor sueño. Y en aquellos primeros días donde nadie pedía opinión a nadie, en una ocasión mientras Elya se contoneaba frente a ellos por la playa, los demonios de aquel lugar decidieron su suerte. Hartos de aquel desaire que representaba una mujer obsesionada por bailar y estarse adobando con cremas y perfumes, sin prestar atención a nada más, decidie-

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ron aplicar su plan sin otra dilación. Usando uno de sus innumerables recursos, los demonios se apoderaron del espejo que tan celosamente ella protegía a cada instante. Al comprobar que su magia estaba en recodarle a todo aquel que se contemplase en su reflejo, que siempre quedaba algo por arreglar, un detalle que no dejaría alcanzar la perfección, lo rompieron en mil y mil trozos que lanzaron al mar. Pero cuentan que entonces se formó una gran tormenta de ondas borrascosas. Las olas hondas se tragaron aquellos trozos cortantes y luego los vomitaron sobre todos los lugares donde el agua era conocida y necesaria. Hasta que un sabio nacido frente a un río amarillo, al notar la fascinación que conllevaba el intento por verse mejor, descifró con brillo la fórmula de aquel reflejo. Pero ya los trozos que los demonios arrojaran al mar, andaban dispersos como una ráfaga por todo el universo conocido. Aspirando fuerte, Taimuc tomó aire para continuar su explicación: –Según el libro santo donde lo leí, cuando Elya se descubrió sin el espejo que había robado en el paraíso, también tuvo miedo. Casi enloquece. La mayor necesidad de su cuerpo no parecía alimentarse sino seducir, enseñar su cuerpo, que la tuvieran en cuenta. Su sangre caliente, parecía inflamada. Eso les dio una idea a los demonios que, aterrados al descubrirla en su frenesí, no acertaban con ninguna fórmula o remedio para tal desazón. Decidieron, y así fue hecho, aplicarle una sangría para que fuese su mismo cuerpo el que le ayudara a descansar siquiera por algunos días entre el tiempo, de modo que la disposición del cuerpo y un ánimo bajo no la dejaran expuesta a las

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argucias que el espejo ya tenía sembradas en su cerebro como una insoluble necesidad. Luego, sabedor de que cuanto iba a decir no era para soltárselo a cualquiera, a la espera de las protestas, casi musitó: –En uno de sus paroxismos, la señalizaron por cada sentido que su cuerpo era capaz de percibir. Y como el sexo no es un sentido sino un motor, que con su fuerza puede omnubilarlos a todos, allí únicamente aplicaron emplastos de yerbas aromáticas para no perjudicar su función. Cuando estuvo exhausta y en calma, los mismos demonios, sabedores de que cuanto ocurriese en el cuerpo a los primeros salidos de la mano de Dios seguiría afectando igual a todos sus descendientes, jugando rondas a su paso, ensamblaron dentro de su cuerpo un poder. En adelante, a cuanta mujer albergase alguna semilla de la vanidad y fuese tocada por su sombra, como una marca invisible pero certera, también sería su misma sangre la que le ayudase a respirar de tal fiebre. Idearon que ese efecto fuese durante unos días cada tiempo. Y, para que Elya jamás olvidase que su cuerpo no era sólo apariencia, sino también una perfecta organización interna, mientras continuaban los juegos sobre su cuerpo, le impusieron el sello de la menstruación. Sin prestar curiosidad por el efecto que sus palabras pudieran estar causando entre los miembros del Sanedrín, el joven escriba retomó su descargo. –Eva surgió de manera casi normal. Viendo Yahvé Dios que nuestro padre Adán parecía cada vez más ensimismado, sintió temor. Así no sería el sujeto más apto para ayudarle a poblar el mundo. Algo le dejó inquieto: comprender que ninguna de las muchas mu-

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jeres que había puesto en el sendero de Adán, parecía compatible con su modo de ser. Mientras Él continuaba con sus creaciones, se le ocurrió una justificación. Aquella actitud se daba porque, evidentemente, todas las mujeres que le habían llegado a nuestro padre mayor, no eran de su misma sangre. Pensó en una solución eficaz y rápida. Le indujo al sueño profundo, le extrajo la costilla de la que hasta el sofoco habemos noticias y, con despertar, ya nuestra madre común pisaba sin esfuerzo el mundo. Pero sucedió que, según parece, la inducción al sueño fue tan severa y la pérdida de la costilla tan sensible que, Adán, nunca pudo reponerse de la debilidad. Parecía haber perdido sus fuerzas y a cualquier hora y oportunidad se le veía con sueño y como sin ánimos. Hasta desde eso será que después de que algo sale de nuestro cuerpo, o realizamos alguna actividad que amerite mucho esfuerzo, o nos reduzca energías como en el trabajo y el coito, enseguida casi siempre nos ataque el sueño indomeñable. Evidentemente la narración del joven escriba parecía ir certera hacia un objetivo. A la espera de aquello, todos siguieron su voz al continuar. –En el paraíso, a cada instante, nuestro padre común entrecerraba los ojos queriendo regresar pronto al descanso del sueño. Eva, en tanto, con su cuerpo sin estrenar y recién hecho, se sabía fuerte, con ansias de correr, de respirar, de vivir, de sentirse… Así transcurrió algún tiempo. El mismo Yahvé, creyendo solucionado el problema, se dedicó a descansar y no pasaba mucho por el paraíso. Ocurrió que un día, pretendiendo conocer por completo las maravillas que albergaba el jardín del Edén, Eva quiso que

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Adán le acompañase. De una manera y otra trató de convencerlo. Molesta por la reticencia del marido se retiró un poco para alimentar algunas aves. Esperaba que él cambiase de parecer. Mirando el esplendor en los colores de las aves se distrajo más de lo previsto. Asustada, creyendo que su marido la reprendería por la demora, se acercó cautelosa al lugar donde él reposaba. Confiaba que ahora sí la acompañaría en su paseo. Pero estaba dormido, y tan profundo que, aunque lo rebujó y hasta cosquillas le hizo, no supo despertarlo. Furiosa, pensaba que en aquel hombre nunca encontraría quién le acompañase. Estaba segura de que, como no conocía la noción de trabajo u obligación alguna, confiado en Yahvé Dios que todo lo había puesto a su disposición, no se preocupaba por nada. Por todo eso, lo dejó durmiendo. Y para que una mirada hacia atrás no la hiciera cambiar o arrepentirse, como si recriminase a alguien que no era ella misma, cerró los ojos y mientras ponía distancia de aquel lugar, iba repitiéndose en voz alta: –No deje que la pereza sea la que maneje sus cosas. No permita que el sueño o el mal genio sean la guía para sus pasos–. Callaba un momento y luego empezaba a repetir otra vez, durante un buen rato: –No deje que la pereza sea la guía de sus… –Después, con decisión, arriesgándose a cuanto pudiera atravesársele en su camino, nuestra madre primera se fue por el sendero que mejor le pareció. Se fue a explorar y conocer, sola, el Jardín del Edén. Lo que le sucedió después, todos lo sabemos de memoria. Nadie parecía respirar en aquel recinto. Ni el sumo sacerdote musitó nada cuando Taimuc, dirigiendo su mirada desafiante sobre el sacerdote que le exigiera

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aquella enojosa explicación, casi le gritó: –Y ahora, ¿Quieres que te de mi concepto sobre nuestro padre Adán? Eleazar, todavía aturdido por cuanto acababa de escuchar, torpemente asintió. –Lo vas a tener. Pero antes vuelvo a aconsejarte: lee bien y entérate. No es de confiar quien sólo se informa, y de encima lee mal, únicamente lo que se refiere a su oficio. También hay que mirar en los libros de otros y en los que parecen extraviados, pues de seguro hubo alguien con algún interés para que no fueran muy conocidos o interpretables. Respecto a nuestro padre común, te lo diré aquí delante de todos: lo suyo no era cosa de suerte. La suerte, como todo lo del azar, no es buena ni mala. A un hombre, por muy importante que sea, a quien tres o más mujeres lo dejan, o hacen la forma de abandonarlo, no es un hombre de mala suerte: es un mal marido. Y se sentó. El Sumo Sacerdote, tratando de sonar conciliador, habló pausadamente: –Que por conceptos personales no haya rencillas entre vosotros. Taimuc, hagamos de cuenta que aunque no compartamos mucho de cuanto has dicho, hoy has salido airoso. Personalmente siempre he reconocido tu inteligencia. Pero, a pesar de tus suspicacias, debo agradecerte por ese modo tan peculiar tuyo de presentar las cosas, de llevarlas e iluminarlas con otra luz que… Intempestivamente un levita, amigo de Taimuc, se irguió y levantando la voz interrumpió al Sumo Sacerdote: –¡La luz es una irresponsabilidad de Dios!

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–¡Cállate insensato! ¡Yahvé Dios no es cualquier cosa para atribuirle defectos humanos de ese calibre. Ni tú eres nadie para calificarlo de esa manera! Lo detuvo, con fuertes palabras, el sacerdote mayor. El levita, de nombre Jabel, palideció. Sin embargo, parecía dispuesto a no perder la oportunidad para desahogarse: –No sé en qué lugar ni en qué momento, pero desde el instante en que a Dios se le ocurrió presentar y entronizar la luz como un nuevo elemento, por encima de los ya existentes, el mundo comenzó a ser distinto. —se atrevió a decir, todavía pálido el levita–. Antes de la luz nada contaba. La luz fue el motor a partir del cual el mundo principia a contar, a ser tenido en cuenta. Entre la luz, Yahvé Dios quiso que el universo y el hombre comenzaran a progresar. Con la luz como motor, el mundo empieza a caminar más rápido, a respirar mejor. Ella fundó la cultura que ha venido hasta hoy, y en la que estamos. Una cultura del movimiento, la visión, el cambio, la expresión, otros lenguajes. La diversidad, lo extraño, lo ajeno, lo nuevo, lo que se deja ver y cuanto por insólito e increíble necesita ser visto. Una cultura cazadora de lo único para poseerlo, y de la exclusividad que hace el lujo y la riqueza para mostrar holganza. Una civilización humana que ha sobrevivido de cultivar la luz, sacándole nuevos usos a su energía, donde se debe mostrar cuanto se hace y con ello hacerse ver. Una cultura donde es muy importante lo que se dice, pero más cómo se expresa, por ejemplo en el arte y la música. Y, aunque a nosotros los judíos no se nos permitan muchas representaciones, la imagen se ha tomado todos

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los quehaceres. –Y, ¿te parece que tales argumentos sean óbice, o algo suficiente para acusar a nuestro Dios? –Preguntó, serenándose, el sacerdote. –Pues no me parece muy justo que haya hecho la luz y la hubiese derramado sobre todas las cosas para que el hombre pudiese verlas, sentir y disfrutar su presencia cada día –respondió Jabel–. Esa es una evidente incitación al pecado. El hombre, un ser deleznable expuesto a caminar de error en error hasta que en alguno de ellos se quede, teniendo las cosas cerca, querrá poseerlas, que sean suyas. Quizá con cada una de las que consiga ver sólo halle otros impulsos hacia nuevos errores, asegurando así su extravío total. Y por muchas cosas que alcance, al final tendrá que dejarlas aunque se haya gastado toda su vida en trabajos para apropiarse de ellas. Equivale a mostrar comida al hambriento para que muera de desesperación. Situar al hombre entre la vanidad y la desazón, sin que pueda defenderse, a eso lo llamo yo ¡irresponsabilidad!, Gran Sacerdote. Muchas veces me da por pensar que el miedo a vivir, con el que todos nos topamos alguna vez durante la existencia, no es algo distinto que el temor de enfrentarse a tantas cosas que la vida tiene y que la luz, implacable, muestra. Ya que hemos llegado juntos a esta hora, aunque deba afrontar las consecuencias de expresarlo en este recinto, confieso sin arrepentirme que varias veces he dudado de la existencia de Dios. Eso es fatal en un levita. Pero eso no es lo grave. Lo más grave, aquí lo reconozco públicamente: he intentado liberarme, estando cerca de él, zafarme físicamente de Dios. En algunos momentos hasta me he sentido ganar; que me he liberado de él.

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El levita se detuvo un instante como a la espera de los brazos que lo sacarían a empellones de allí, para apedrearle. Mas, como nadie se movió de su puesto, Jabel prosiguió: –Pero, ¡qué ganancia! Al instante siento que no he podido librarme de pensar, del saber, de escoger, de la luz… Me es imposible: Si he logrado eludir y hasta desembarazarme de Dios, ¡No he podido zafarme de la luz! Descubro que si no he podido evitar o prescindir de su claridad, en cambio sí me he vuelto un adicto a sus fuerzas. Sin ella no sería capaz de organizar ni conseguirme la vida. Y repito: la luz es sólo una irresponsabilidad más de Dios, pues como arma para defendernos de ella en el mundo, distinto a un oficio que nos distrajese, no nos dejó sino un cuerpo deleznable, antojadizo, imán de enfermedades, débil y envejecedor. Turbado, el Sumo Sacerdote se volvió hacia Taimuc, que en ese momento comentaba algo con otro de los concurrentes. –Y tú, ¿qué opinas de eso, hijo de Urás? –Estoy plenamente de acuerdo. Hasta hoy siempre estuve convencido de que esta cultura, en la que nos movemos, había tenido su principio desde el momento en que el hombre descubrió el valor del agua. Cuando perdió el miedo a meterse en ella, a lavarse, en las abluciones rituales, a usarla para su aseo personal. Así, desterrando enfermedades y cuanto mal consignan mugre y desaseo sobre cualquier cuerpo, en ese mismo instante estábamos empezando a defender la vida y con ello nos iniciábamos como cultura: Repito: hasta hoy, hasta hace unos momentos, escuchando a Jabel, vine a entender que, sin demeritar la impor-

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tancia del agua, verdaderamente somos una cultura a partir de la luz. Una civilización que construye hasta el caos, porque piensa y se ayuda para avanzar de cuanto puede distinguir a su alrededor, gracias a la luz. Respecto a lo demás, sin ser tan atrevido como Jabel para soltar semejantes aseveraciones en pleno Sanedrín de Jerusalén y frente a vosotros, también pienso de igual manera. En el pecado del hombre, mucha culpa la tiene Dios: le dio todas las posibilidades para descubrir las maravillas que el mundo esconde, y hasta tiene la posibilidad de escoger, pero con ninguna se puede quedar. Al parecer, ninguna ha sido creada para él. Por suerte, Dios no ha vuelto de su descanso después de la creación. Pero al marcharse, dejó al hombre entre la vanidad y el desasosiego, confuso y sin muchas soluciones. Eleazar, el sacerdote, vio en aquella respuesta la oportunidad para desquitarse de su avergonzador. Sin dudarlo siquiera, preguntó: –Entonces, Taimuc, dime: ¿Eres tú de los que, como algunos de Capadocia, aseguran que ni Yahvé Dios, ni dios alguno, será capaz de justificar al hombre? –Indudablemente. ¡Por más que el uno sea la creación más grande del otro! –respondió con firmeza el escriba. Hubo gritos, se escucharon imprecaciones y amenazas. Insultos y blasfemias rodaron con desorden entre el aire y más se enardecieron en la discusión. Pero los fariseos, y algunos príncipes de los sacerdotes, no estaban conformes. Ellos, y los doctores de la ley, ya habían fracasado con el ciego de nacimiento en su afán de hacer quedar mal a Jesús entre quienes le seguían. Por eso, al en-

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terarse de aquel suceso (Jesús eludiendo encontrarse con el ciego en la calle), acordaron que Cárvaj era el individuo preciso para mostrarle al pueblo que la predicación de Jesús tenía fallas. Argumentaban que, si pregonaba la igualdad de todos los hombres al momento de buscar la salvación, aquella circunstancia dejaba muy por lo bajo su prestigio de hombre justo. Por eso fueron a hablar con el ciego hasta convencerlo para que se acercase a Jesús y le rogara por su curación. Ya Betania se veía a lo lejos. Quienes acompañaban a Jesús, deteniéndose junto a una fuente del camino, optaron por descansar luego de beber un poco de agua. Cuando se disponían a continuar hacia la casa del muerto notaron que tras ellos unos hombres se acercaban presurosos, ayudando a otro que con sus gritos de ¡Enviado de Dios, ayúdame!, ¡Santo de Israel, no desoigas mi clamor!, rogaba con voz suplicante una ayuda del Galileo. Al distinguir quién era el dueño de aquellos gritos, Mateo, el cobrador de impuestos, apartó a Jesús de entre la multitud para advertirle: –Maestro, ten cuidado. Ahí viene Cárvaj. A ese ciego mucha gente lo abomina. Es el mendigo más detestable que haya tenido cualquier ciudad. Toda la región guarda una pésima imagen de él. Quienes le han enviado a ti pretenden hacerte caer en trampas, o su intención no es buena. Él no es gente fácil. Haciéndolo llegar hasta ti, buscan que el pueblo dude de tus enseñanzas y se ponga en contra tuya. Fuera de sus alaridos y gritos protestando por su condición, le echa la culpa a Dios de su enfermedad y en su nombre maldice a quienes no hacen caridad con él. Exige que

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si le van a dar algo, sea dinero. Según él, es lo único que sirve en este mundo. Quienes le conocen ya no le dan nada. A quienes no lo conocen, cuando no le dan dinero, sino dracmas o algo de menos valor, él les arroja las monedas a los pies insultándolos de una manera notablemente procaz. Se considera el más pobre de todos los pobres, el peor de la ciudad. Una ciudad en la cual donde, si hubiera más sabiduría, según lo recalca, no tendría que aguantarse el defecto de ser ciego. Eso, y hablar mal de la ciudad, enardece a los escribas porque el matarife, muchos lo dicen, alguna vez también fue escriba. Ahora los fustiga. Ellos lo odian. Cárvaj los acicatea señalándolos como culpables de la postración y atraso en que permanece la gente de la nación. Tomándolo por el antebrazo, al notar que algunos muy cercanos al grupo, procuraban acercarse con la intención de escuchar cuanto hablaba, Mateo se alejó de la multitud con su maestro y continuó: –Asegura que los sacerdotes y escribas no hacen más que repetir, y hacer repetir, lo que otros ya han dicho bien, y de una forma mejor, mil veces antes. Los enardece amenazándolos con que, si en sus manos estuviera, querría ser un general romano, o al menos un simple soldado del imperio, para llegar hasta donde estuviesen, pasarlos a cuchillo, o lapidarlos a todos juntos como a las meretrices. Barrerlos a todos de cualquier mundo donde se parapetasen, para ver si así es posible que el país disfrute de algún descanso. Que, desapareciéndolos, hubiese otra oportunidad de saber, o variar la forma de entender las cosas. Cárvaj atribuye a los escribas la sumisión y estancamiento general del país. Muchos de ellos, heridos en

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su presunción de sabiduría lo esquivan y, para que se muera de hambre con sus palabras e imprecaciones, tampoco le dan nada. Pero eso de soñar con ser un soldado romano destructor, le ha ganado también la enemistad y animadversión de los Zelotes porque, igualmente en la calle, a diario reniega de vivir y haber nacido aquí. Asegura que si viviera en Roma, u otro lugar donde los médicos hubiesen avanzado mucho más rápido en sus técnicas curativas, bien distinta sería su suerte. Que de inmediato iría gustoso a cualquier lugar donde la gente no sea tan torpe ni tan pobre, dice, como cuantos permanecemos aquí. Hay quienes afirman que varias veces los Zelotes lo han empujado disimuladamente, en intentos por despeñarlo. Hasta ahora lo ha salvado la compasión de algunos transeúntes que se lanzan a defenderlo. Pero los Zelotes insisten en librarse de él porque, según ellos, pertenece a ese grupo de gentes que hacen negocio hablando mal del lugar donde han nacido, y reniegan hasta de la región donde los reciben. Maestro, si hoy lo curas, los Zelotes dirán que tú apoyas esa posición. Y serán enemigos tuyos. Si no lo curas, los escribas y fariseos van a tener motivos para acusarte de que hay discriminación y diferencias entre los que creen en ti. Con razón, dirán que no eres ni bueno, ni verdadera tu doctrina, ni justo en tu proceder, pues tus milagros no son para todos. Últimamente, desde las mismas sinagogas se oyen comentarios y voces para que nadie socorra al ciego con sus limosnas. Aseguran que cuando se acerca al culto, su ofrenda es un reto y su oración disfruta una evidente ofensa contra Dios. En las sinagogas ya no lo admiten y, por su procacidad, los guías y sacerdotes lo han expulsado del templo.

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Jesús miró de frente a Mateo. Luego, como Cárvaj todavía estaba un tanto lejos, le respondió: –Mateo, Mateo, tranquilízate: guías y templos hay que son más humo que solución. Pero, no se ha perdido todavía el hombre que no sabe a dónde debe llegar. A un hombre puede socavársele la fe, pero es indigno quitarle la esperanza. Mas como los pasos de Cárvaj eran lentos, acercándose un tanto, sin dejar de mirar hacia donde se aproximaban con el ciego, Jesús le musitó casi como si quisiera protegerle: –Y sobre todo, amigo, mantente alejado de quien crea que sus necesidades deben ser cubiertas por miedo o agresión. Después calló, y se fue en la dirección de quienes se acercaban con el ciego. Cuando estuvieron a unos pasos, Cárvaj, suponiendo estar frente a Jesús, se arrodilló diciendo: –Señor, hoy debo reconocer el favor de Dios que te ha enviado para salud y ayuda de los pobres. El mundo no albergaría tanto sufrimiento ni sería igual, si hubiera muchas gentes tan poderosas como tú. Porque eso comentan, por eso he venido. ¡Ayúdame! Tu presencia en este momento frente a mí, aniquila mis temores y cualquier duda. Ya creía yo haber nacido en una época desubicada, una fase que no era la mía. No era posible que correspondiese con mi vida. Yahvé Dios se estaba equivocando conmigo. Quería lucirse haciéndome sentir mal. Abusa de mí casi desde que, al momento de nacer, me tiró a este lugar donde mi cuerpo no encuentra su realización ni va a tener cuándo alcanzar pleno bienestar. A mí, ni la muerte me hace caso. La muerte siempre va junto a mí. Por

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eso no me da miedo hablar. La voz es lo único que me libra y me protege de ella. Ella es mi lumbre. Suspendió por un instante sus reproches, solicitando que si alguien tenía un poco de agua, o una moneda de suficiente valor con la cual pudiera comprarla, se la diera por consideración a Dios. Luego, sin bajar el tono arrastrado de sus palabras, volvió a escuchársele: –Pero no hay más mortaja que el mismo cuerpo. La piel es el verdadero sudario. Siento que no soy ni de aquí ni de este tiempo. Los años pasan riéndose de mí pues ninguno trae solución alguna ni para mi enfermedad, ni para mis otras necesidades. Debí haber nacido hace mil años o mucho más atrás, cuando los hombres aún éramos vegetarianos, o de una época donde todavía no se hubiese inventado el cuchillo. O mejor que hubiese nacido en otra edad tan avanzada y lejana en que los ojos no degeneraran ni fuesen indispensables. Donde ya no dependiésemos de la piel ni de la carne; al menos en una época donde las enfermedades ya estuvieran vencidas. En un planeta de abundancia donde no se necesitara el cuerpo, ni el comer; donde tampoco fuera posible estrechez alguna que pudiese forzarnos a depender de los demás. Donde todos fuéramos tan solventes y abastecidos, que no sería necesario aguantar la humillación de las personas que, al pasar, sólo tienen ojos con desdén hacia quien les pide cualquier ayuda. Pero mi defecto, implacable, a cada instante me recuerda dónde estoy. E imprimiendo a su rostro la mueca desgarradora de los incomprendidos, soltó una lágrima que se resbaló, inconfundible, desde uno de sus ojos sin oportunidades. Entonces se hizo oír:

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–Quiero ser y estar en un sitio distinto, donde no sea el que hoy soy, aunque tenga que desempeñarme como planta, piedra o animal. Pero no ser yo éste que está tocado por la enfermedad. Estoy convencido de que, ni mi hora ni mi sitio son estos, porque aquí no tengo oportunidades. Esta enfermedad dejó pobres a mis límites. Pobres de mis límites: quedaron anulados por mis dudas y deseos. Según parece, el hombre anda equivocado en sus medidas, pues cualquier cosa lo supera y puede sobrevivirlo sin temores. Ninguno de los términos y medidas usados por el hombre parecen ser ciertos ni darle la razón, por más que él asegure tenerla. Cada nuevo invento que se le ocurre, aunque parezca un avance, sólo es una trampa más, dispuesta para acelerar su destrucción. Hasta el momento en que escuché hablar de ti, cada día supe que, inexorablemente, no tenía ninguna oportunidad ni lance a mi favor. ¡Qué era tan difícil me tocó! En sitio peor no habría podido coincidir. Aquí nadie sabe ni hace algo distinto a quedarse mirando mi desdicha, la carencia que una enfermedad hace ver como defecto considerado por muchos como castigo de Dios. Con los defectos se conoce la pericia para disimular y resistir. Pero a mí, éste defecto me sobrepasa y se vuelve rabia. Aquí todos son atrasados, nada avanza. Esa quietud sólo aumenta mi desventura. Ayúdame, Señor. ¡Dame otra oportunidad, sáname hoy! Dicen que tú ofreces otra vida a quienes creen en ti. Pero estar sano, y no enfermo, eso es para mí la otra vida. Sólo espero y ambiciono recobrar la salud para tener y creer que puede existir otra clase de vida. Que esta oscuridad no me siga a todas partes. Que estas dudas de haber nacido a destiempo me dejen ver distinta la

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realidad. Haz que vuelva a ver para concebir en este mundo alguna idea sana de Yahvé Dios. Puedes estar seguro de que, si me curas, iré siempre tras de ti, confiado y viviendo de tus palabras. Después se puso de hinojos, abrazándose a los pies que torpemente encontraron sus manos. Mas la ceguera le hizo equivocarse. Su brazo terminó apoyado en la túnica, junto a las sandalias de Tomás. Éste se volvió, perplejo, buscando los ojos de Jesús. El maestro lo miró desde su tristeza con una sonrisa comprensiva. Enseguida el Galileo, dirigiéndose a quienes conducían al ciego, sin hablar y únicamente con una señal de su mano, les ordenó ir hacia la fuente cercana. Él marchó adelante. Tras él, fueron todos hacia allá. Al percatarse de que Jesús realizaría el milagro, la multitud se fue congregando. Cárvaj se deshacía en exclamaciones: –Rabí, donde vaya pregonaré tu bondad. Diré a las gentes que sólo tú, al pasar, has conseguido que el tiempo se fijara en este lugar. Que no siguiera borrándonos como a los que no sirven para nada. Con tu presencia la historia ha recogido a esta ciudad, salvándola del olvido, como a toda la región. ¡Santo de Israel, muestra tu poder en mí! Y cuando el agua borboteaba frente a ellos, Jesús tomó un poco de tierra húmeda. Acercándola a sus labios, dejó caer una gota de saliva en aquel cieno. Después se acercó al ciego. Y mientras oraba con los ojos cerrados, entre la atención de cuantos esperaban, y el murmullo del agua que se confundía con los sonidos de su plegaria, extendió suavemente aquel barro sobre el ojo izquierdo del ciego.

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Al sentir la humedad del barro, el ciego palpó su ojo. Con la otra mano indicó a Jesús para que se detuviera. Quería vivir cada instante, sentir el regreso de la salud. Poco a poco fue entrando la luz. Todavía con partículas del barro en su ojo, parpadeó hasta empezar a recobrar la visión. La luz, pletórica, se deslizaba en él con la forma antigua de las cosas. Abrió del todo el ojo. Asombrado, miraba en todas direcciones. En esas estaba cuando vio al Nazareno, quien para completar el milagro, tomó otro pedazo de barro y lo acercó a su boca. Luego, dejando caer un poco de saliva en él y suavizándolo entre sus dedos, procuraba acercarlo al ojo derecho del ciego. Al ver aquello, Cárvaj se alejó dos o tres pasos hacia atrás, diciendo con gesto agresivo: –No. No te acerques a mí. ¿Qué has hecho? ¿Has untado tu saliva en mis ojos? Ay, desgraciado de mí. En qué manos he venido a caer. Me has escupido los ojos. Tu saliva sobre mis ojos es una afrenta para mí. Has escupido en mi rostro y eso, según sé desde niño, es una señal de irrespeto y desprecio. Bien sabía yo que no me ibas a ayudar. Pero no alcancé a pensar que podrías ofenderme y burlarte de mí. Tus poderes deben ser demoníacos, pues pretendes hacer bien cuando en realidad buscas causar el mal, para reírte luego de quien recibe tu favor. Ay de mí, he caído en un mundo de gentes donde teniendo lo que me sirve, siempre lo pierdo por andar tras la ilusión de lo que no necesito. Nunca falta quién quiera quitarme lo que tengo. No, no, no. Yo esperaba que cuando me curaras, me iría como fuera para Atenas, Roma, Alejandría, o cualquiera otra de las ciudades grandes donde el poder y la sabiduría rodean a todos. Donde

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siempre hay algo distinto para ver. Pretendía iniciar allí una nueva vida, diferente a la miserable existencia que campea por estos lados, y en la que deben morir cuantos sobreviven, como yo, sin posibilidades. Como muchos de los que he sentido pasar por mi lado. Van sin asidero posible ni resquicio distinto a esperar la muerte para dejarlo todo y abandonar cualquier esfuerzo. En lugar de proporcionarme una nueva vida, me has perjudicado. Ahora que lo pienso bien, antes tenía un oficio, era mendigo y sobrevivía con lo que me daban. En adelante no podré apoyarme en el defecto de mi ceguera para sobrevivir. Nadie me dará nada, tendré que buscar trabajo, y con esta edad, peor. Por más que mi cuerpo esté entero y sano, nadie querrá emplearme ¡Qué mal me has hecho! Has arruinado los pocos recursos que Dios me dio. Los defectos también ayudan a vivir. Cualquier defecto es buena ayuda para defenderse. Pero tú me has quitado esa oportunidad. Yo necesito ir a otra ciudad más grande, no donde haya más oportunidades de trabajo, sino más gente. ¡Yo para qué quiero trabajos! Yo no necesito ningún trabajo, sino que la limosna sea mayor. Hay que poner a funcionar la sangre. Yo no soy capaz de esperar otra vida. ¡Ay, ay, ay! Maldito tú y los de tu raza. Sólo saben perjudicar. Entonces Santiago, quien había sido soldado, sacó de entre su manto una daga. Dispuesto a silenciar al impertinente, dijo: –Maestro… Con una mirada, Jesús le ordenó quietud. Cárvaj continuó: –¡Maestro! ¿Maestro? Con razón te llaman maestro. No hay maestro que no lleve mal, o esconda al-

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gún perjuicio entre su enseñanza. Y si no, mírame a mí. Quien me enseñó a herir la carne y a destazar la res también me estaba empujando hacia la ceguera. Y cuando ya estaba acostumbrado a vivir mis días entre la luz de la oscuridad, apareces tú con tu sospechosa suficiencia para curar. Te di la oportunidad para que mostraras tu poder en mí, pero se te fue la mano con la saliva. Y para que no vayas a decir como muchos que mi rabia es infundada, que soy un quejumbroso, un cazaproblemas donde llego, óyeme, voy a contarte algo: Y mientras retiraba una partícula de barro, reseca de entre sus pestañas, estrujándola en la mitad del índice y el pulgar de su mano derecha, continuó sobre el silencio de todos: –Un viejo médico egipcio, que frecuentaba mi carnicería, me explicó que en la saliva, y en cuanto tenga apariencia de babas, esconde su semilla cuanto animal monstruoso y dañino se pueda concebir para allegar mal al hombre. Seres tan malignos, que el ojo prefiere no verlos. Y que por eso en su país, por salud, no se permitían sino los besos secos. Aseguró que quien se dejara besar el rostro, incluyendo saliva, era porque le tenía plena confianza al otro. Tanta, que estaba en disposición de exponerse a compartir y sufrir sus enfermedades. Pero que también fue de su país desde donde, según figura en los antiguos libros sagrados, vino la prohibición expresa de los besos en ayuno, por el peligro que sustentan. Precisamente en uno de esos libros sagrados es donde aparece que escupir a otro se consideraba abominación desde la antigüedad. Un insulto detestable desde que Ra, para hacer reconocibles a los monstruos que debían vivir

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ocultos... Pero no: si según como dicen, tú anduviste por Egipto, debes conocer bien la leyenda. Y aún ahora, escupir el rostro a otro es incluirlo entre los mayores monstruos que esconde la saliva. Para protegerse de ella y sus funestas adquisiciones fue que en esa tierra, siguiendo una fórmula y mandato conocido sólo por la dinastía de las faraones, que vino desde la más alta profundidad del cielo, se inventó y empezó a usar el maquillaje y todas las cremas y unturas. Todavía hoy, cuando se escupe a alguien, o se le hace sentir la baba en la cara, con ello se pretende marcarlo como si fuera una peste infame y despreciable, para que sea expulsado al abismo de donde jamás deben salir los peores malditos de este mundo. Por eso las prostitutas no admiten besos. Y muchas han salido golpeadas o muertas por no recibirlos. Puta quiere decir que ha recibido más de una saliva distinta a la suya. Y por eso, para reconocerlas, se les obligaba a llevar el rostro cubierto de maquillajes hechos de hierbas, betún y aceites, como una mascarilla. A los faraones tal mascarilla, hecha con polvillo de oro, los aislaba del aire maligno de este mundo. A las rameras, el maquillaje debía protegerlas de la nefasta exposición al vaho extraño de sus congéneres, y a los demás transeúntes les advertía sobre su presencia. Cárvaj pareció descansar. Pero al intentar limpiarse el ojo sano, una partícula de lodo que se le vino pegada entre los dedos le hizo ampararse de nuevo en el insulto: –Eres sucio, impuro… Me has contaminado untándome tu baba. Me siento sórdido, repugnante como tú, asqueroso. ¿Y es que no podías hacerme el favor a distancia, sin tener que tocarme, como hiciste con

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la mujer de los flujos, o con la hija de Jairo? ¡Claro! Como yo no soy romano ni centurión, ni tengo cargo alguno que me haga ventajoso en la influencia, se te volvía más difícil. No te bastó con tocarme, sino que tenías que restregar tu babosa secreción en mi ojo. Ojalá Dios te hundiera a ti y cuantos te siguen en males peores que el mío. No vale la pena haberte visto. Al venir hacia acá recalaba en todas las maravillas que tenía escuchadas sobre ti. Pensaba que recobrando la visión me encontraría con un ser luminoso, fantástico, sublime, protector, fuerte… Pero el ojo en acción me enfrenta con un vago de lo más común, seguido por un montón de menesterosos, putas, desechables, impuesteros, pecadores, callejeros, insolventes y cuanto muerto de hambre pisa esta tierra. Nada de importancia, puros ignorantes todos… la hez. Perdí mi tiempo. Definitivamente, no nací donde debía, ni en el instante adecuado. Tampoco logré conocer a las personas que necesitaba. Viví entre carencias, y voy a morir errado y sin conseguir plata ni denarios suficientes. Pero tú sí eres lo peor que se me ha podido atravesar. Maldito por siempre lo que has hecho hoy conmigo. Yo esperaba que realmente me curaras para irme lejos, no permanecer aquí, ni quedarme más por estos lados, donde un imperio nos impone su idioma, nos va quitando hasta la lengua, y al someternos con sus leyes, haciéndonos agachar más y más, nos deja cada vez en menos. Igual a como me has hecho sentir tú. Tu saliva me mordió la rabia. Lo tuyo conmigo no es un milagro, sino una carga más, desastre, desgracia que me arrastra a la necesidad y a la muerte. Este “milagro” no es curación, sino un motivo mayor de sufrimiento, pues desde ahora quedo con más obliga-

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ciones. Debo velar por un ojo con el que no contaba, y expuesto a las órdenes y burlas de los demás. Alejándose de prisa camino a la ciudad, el tuerto iba dando voces, gritos, e imprecaciones. Mostraba su inconformidad y descontento protestando contra quienes le habían llevado hasta allí, por haberlo hecho exponer de tal manera al fracaso de una curación. –Yo no merezco tanto abuso. Y menos de esta naturaleza –gritaba, alejándose. Mientras con una mano se daba golpes en el pecho, con la otra procuraba arrancarse entre arañazos el ojo recién curado. La multitud quedó estupefacta. Jesús tomó el poco barro que aún quedaba en sus manos, y acercándose a la fuente se inclinó, lo dejó caer en el agua, y se quedó absorto hasta verlo disolverse en ella. Los discípulos no encontraban qué decir. Jesús, que no había pronunciado palabra inteligible mientras el ciego anduvo cerca de él, les tranquilizó diciendo: –Que no haya temor por mí en vuestro corazón. Los sentidos son los que nos hacen inseguros. No obstante, temed más bien al que puede induciros a malentender para que actuéis en error. Voy a revelaros un secreto: En verdad, en verdad os digo que así como es de cierto que gran fuente de riqueza son los defectos y las necesidades de los demás, así también es cierto que el infierno fue creado por los desagradecidos. Y con gran pesadumbre, seguido por sus discípulos, tomó el sendero que iba a la casa de su amigo Lázaro.

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