Sin Censura 2

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SIN CENSURA 2



Taller de poesía y creación literaria

Biblioteca Pública Piloto de Medellín para America Latina Medellín, 2012

Vol. 141


SCDD C861.08 Sin censura 2 / Javier Gil Gallego... [et al.] Medellín: Divegráficas, 2012. 176 p. ISBN: 978-958-99591-2-1 Taller de poesía y creación literaria ; 141 Poesía colombiana – Colecciones, Poesía antioqueña -Colecciones

© Varios autores © Biblioteca Pública Piloto. Taller de poesía y creación literaria

Ilustración de portada: Freddy Ramírez Fotografía portada: Laura Ocampo Diagramación y diseño: Jairo Alonso Ocampo - Litojairo Impresión: Divegráficas Ltda. Primera edición: Biblioteca Pública Piloto Medellín, Colombia, diciembre 2012

Biblioteca Pública Piloto de Medellín para América Latina comunicaciones@bibliotecapiloto.gov.co / www.bibliotecapiloto.gov.co Carrera 64 No 50-32 PBX: 460-0585 Medellín, Colombia


Contenido

Preliminar 9 Javier Gil Gallego López 13 El Parcapán 20 El Hereje 27 Don Dionisio de Ochoa, Capitán de levante 41 Juan Guillermo Valderrama Santamaría Don Eligio y Cambalache 51 Barrio Triste 54 La pesadilla del paisa 56 Cooperativa familiar 63 El camión de la basura 69 Ahora los viejos somos nosotros 73 Juan Manuel Estrada Jiménez Crónica de masacres 77 Jorge Humberto Sánchez Franco Turno IX 111 Turno XIII 114 Turno XV 117 Clara Isabel González Cano A mi hijo 123 Ilusiones 124 Liliana Isabel Velásquez La lengua de Homero 125 La historia vuelve a empezar 126 Parque del periodista 128


Verano Brisas Tierra cruel 129 Carl Sagan 130 Galeón 131 Juglares y juglaría en la Europa medieval 132 Epílogo, por Juan Guillermo Valderrama Santamaría

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Preliminar Este es el segundo volumen colectivo del taller de poesía y creación literaria de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, en el cual participan siete de sus integrantes con diversos géneros: poesía, ensayo, crónica, cuento (ficción) y relato testimonial sobre el tema de la violencia en Colombia, que ha saltado de la política al narcotráfico y los demás sectores de la economía y la sociedad en general. Sus autores no son los aficionados que se supone en los talleres literarios. Todas las piezas incluidas tienen categoría profesional e importancia literaria y social. Se relacionan en el orden del índice: Javier Gil Gallego. Historiador (U. de A.), es autor del libro Trece cuentos no peregrinos (2008), y de obra inédita a la cual pertenecen los relatos que inician este libro. Alguna crítica, en Bogotá, lo desestima como “costumbrista”, sin tener en cuenta que, en realidad, toda la literatura es de costumbres. Por encima de clasificaciones caprichosas e inútiles, se trata de un escritor perspicaz, de estilo firme y vigoroso conseguido en larga práctica, humor de buena ley y temática variada, en la que predomina la interpretación 9


de lo popular en el pueblo antioqueño, al que directamente se dirige. Juan Guillermo Valderrama Santamaría. Autor del libro La verdad sin calzones, reeditado por el ITM y pirateado en Medellín y Bogotá como ocurre con los mejores libros, los que el público demanda y los editores rehúyen por prejuicios morales, descuido o desconocimiento, o falta de consejeros con visión de la literatura actual y del mercado. Es también colaborador permanente del periódico El informador de Comfama (300.000 ejemplares), y solicitado conferenciante en instituciones educativas y sociales sobre el tema de la drogadicción, con puntos de vista claros, informados y prácticos debidos a la experiencia que da origen a su libro. Juan Manuel Estrada Jiménez. Psicólogo (Universidad de San Buenaventura), profesor universitario, conferenciante, ensayista, narrador y poeta, autor de los libros La familia y el cosmos (2007) y Los cantos de la embriaguez (2011), con extensa obra inédita de carácter académico y una novela. El texto seleccionado para esta edición es rigurosamente histórico. Compuesto en principio con finalidad profesional, se convierte en desgarradora historia de uno de los incontables episodios de despojo, e inconcebible barbarie e inhumana crueldad, que lamentablemente lega al futuro la Antioquia contemporánea. Jorge Humberto Sánchez Franco. Profesor, autor de la obra inédita El Turno, de la cual se incluyeron algunos capítulos en Sin censura (BPP, 2010). Los textos seleccionados constituyen en la práctica necesaria continuación de Crónica de masacres, pues el tema de la interminable violencia en Colombia no puede ser cobardemente soslayado por los escritores y artistas de una nación que retrocede a remotos tiempos de la humanidad, y se desangra y humilla en atroz carnicería. Los capítulos que presentamos son historias reales de hechos ocurridos, narradas con la máxima eficacia por su concisión y contundencia.

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Liliana Isabel Velásquez. Profesora de español y literatura desde hace veinte años, con cuatro libros inéditos de poesía. Aficionada a la fotografía y el grabado. Los excelentes poemas que la representan en esta selección denotan una escritora con estilo, sabiduría literaria y fino sentido de lo que es la poesía. El poema a la placita llamada de El Guanábano la sitúa muy en el corazón popular de la ciudad. La esencia de la poesía es ser popular. La académica tiene un propósito distinto. Clara Isabel González Cano. Graduada en la Escuela Superior de Artes. Ejecutiva comercial del diario El Mundo. Su poema A mi hijo, en apariencia sencillo, resulta precioso por su naturalidad, el sereno tono coloquial y la sabiduría expresada con afecto maternal respetuoso del hombre. En síntesis, una ejemplar composición por su forma y contenido. Para escribir poemas se requiere saber qué es la poesía. Este poema lo sabe. Verano Brisas. Personaje de difícil presentación por la multiplicidad de sus actividades y aventuras, dedicado desde hace unos veinticinco años a escribir treinta libros de diversos géneros, entre ellos un voluminoso diccionario de términos marinos. Hombre de mar, del aire y de la selva, viajero, teatrero, duende y poeta, lee las runas y ha tenido a su cargo diversos talleres literarios. Libros publicados: Cantos de Verano (BPP 1987), León hambriento el mar (XVI premio nacional de poesía por concurso, U de A, 2004) Simonía de amor (Arquitrave, 2007). Colabora en esta edición con ensayo y poesía. Conclusión: muestra de muy buenos escritores nuevos, con calidad profesional y talento, que es lo que escasea. Jaime Jaramillo Escobar

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Javier Gil Gallego

López El bus de las 7:10 se retrasó. Pasó a las 7:13. No lo entendió como un presagio de todo lo que el tiempo iba a hacer de él en aquel fatídico día. Cuando López miró el reloj eran las 11:15, pero su estómago, implacable, le anunciaba las 12:00. ¿Dónde estaban esos cuarenta y cinco minutos que su vientre infalible reclamaba? López llevaba 28 años, cinco meses y dos días laborando en la empresa; y por primera vez lo hostigaba el hambre antes del mediodía. Tratando de buscar el origen de su trastorno orgánico, repasó el recorrido de ese martes, igual a cualquier día laborable de la semana, de cualquier semana del mes, de cualquier mes del año. Iniciaba a las 4:45. Madrugar era una costumbre heredada de su padre, que no consentía que nadie continuara en la cama después de la salida del sol. El sol, argumentaba, es el ojo del universo y como tal abría los demás ojos. Despertaba a su mujer para que se encargara de levantar a sus hijos y preparar el desayuno. Encendía la luz del baño: se afeitaba, bañaba, atusaba los bigotes, recomponía las patillas, peinaba los rebeldes y entrecanos cabellos con gomina y masajeaba la cara con loción para después de la afeitada. A las 5:30 salía del baño. En el espejo del escaparate culminaba su ritual diario de vestirse. A las 6:00 se sentaba a desayunar. Terminaba su desayuno 13


a las 6:25. Se cepillaba los dientes, se retocaba frente al espejo, buscaba la chaqueta, la ajustaba al cuerpo, y cuando el reloj, herencia de su suegra, daba la séptima campanada, recibía de su esposa la bendición arrodillado frente a la imagen del Sagrado Corazón de Jesús que custodiaba la sala. Caminaba con soltura las tres cuadras que lo separaban de la avenida, adonde llegaba a las 7:09. La ruta de Las Cruces, la que lo trasladaba al centro de la ciudad, pasaba cada 5 minutos. (Como quedó consignado al inicio del relato, ese día el bus se retrasó y no estuvo en el paradero a las 7:10). El bus tardaba en su recorrido de 36 a 40 minutos. López llegaba a la portería de la empresa entre las 7:47 y las 7:53. Ese día llegó a las 7:57. Marcó su tarjeta de ingreso a las 7:58. En su puesto de trabajo estuvo a las 7:59. Desde ese momento sintió que su día no iba a ser el mismo: el reloj le mostraba su desface temporal en cuatro minutos. Colgó la chaqueta en el perchero, se colocó los guardapolvos y abrió el libro de cuentas a las 8:02, hora que señalaba el reloj instalado en la pared de la oficina de contabilidad, en cuyo departamento, López había pasado la mitad de su vida como tenedor de libros. Se levantaba de su escritorio a las 12:00 para ir a almorzar a su casa y regresar a la 1:55. Por qué tenía hambre, si estaba acostumbrado a ayunos diarios de entre seis y siete horas: 6:00 a. m., 12:45 p. m. y 6:45 p. m. Qué pasaba en su cuerpo – aquel 16 de agosto– que su organismo con tanto tiempo avisado, domesticado, trajinado, se rebelaba de esa manera absurda: 45 minutos, tres cuartas partes de una hora, la octava parte del tiempo real que siempre había dispuesto entre las comidas. Miró su reloj de leontina, anhelando que el de la empresa tuviera un 14


desperfecto, pero los encontró separados por veinte segundos, que en nada atenuaban su situación. Ambos marcaban las 11:21. Tendría que ir por primera vez a pedir un tinto, o un vaso de agua, para disminuir el calor que le hacía palpitar las sienes. La imagen del pocillo y el vaso la tuvo que pasar con un trago de saliva, que bajó con dificultad por la garganta. Quiso desabotonarse el chaleco y aflojarse la corbata, pero pensó en su apariencia física, parte importante del trabajo, que lo mostraba ante los demás como un hombre recto que se ganaba la vida siendo un subordinado ejemplar. Así lo demostraban las placas alusivas a su fidelidad a la empresa, que fundara don Luis Úsuga en 1945, y que ahora regentaba su hijo Luis Úsuga Montoya, hombre educado desde niño para regir los destinos de Luis Úsuga & Cia Ltda. Su estómago lo estaba apartando de sus actividades y él no se podía distraer: le debía mucho a la empresa que le dio un sentido a su vida. ¿Qué es el hombre sin un quehacer? Son complementarios: el hombre y el trabajo. A las 11:25 volvió a levantar los ojos y se encontró con la mirada del supervisor. Se sintió examinado. Trató de volver sobre el libro para confundir a González. Estaba seguro de que después vendría el interrogatorio y a él no le quedaría otra salida que aceptar su culpa. Le llamarían la atención por primera vez: sería una mala nota en su hoja de vida. Cogió su estilógrafo e intentó retomar la escritura que había abandonado a las 11:15. De su mano no salía nada, su cabeza se había aliado con el estómago y entre los dos le estaban ocasionando un mal momento. Si el cerebro controla todos los actos, a él por qué lo estaba esclavizando el estómago. Cerró los ojos e imaginó el almuerzo: percibió el aroma del 15


guiso, vio la sopa humeante, el color de la ensalada, el pernil del pollo; la boca se le llenó de saliva, un extraño placer inundó su cuerpo. Regresó de ese ataque de lujuria. Sintió un breve escalofrió a las 11:31. ¿A qué extrañas circunstancias estaba obedeciendo? A un mandato de la carne en su más vil envoltura: la comida. ¿Qué iba a hacer él que nunca se levantaba antes de las 12:00? Uno tiene que vivir con la reputación intacta. La responsabilidad es social y después individual. Es una obligación del hombre ser un paradigma, servir de guía, y él sabía que tenía que hacerlo: era el trabajador más antiguo de la oficina y uno de los más veteranos de la empresa. Estos pensamientos rondaban la cabeza de López, mientras su estómago lo seguía apurando a las 11:37. Faltaban 23 minutos, se sentía por la mitad del suplicio al que lo sometió su estómago; creyó ser portador de una extraña enfermedad. López tuvo de nuevo un llamado a la cordura y recordó que lo mejor para manejar las crisis son los ejercicios respiratorios; lo aconsejaban los programas de salud que veía los domingos después de llegar de la Santa Misa. Inhalar, contener el aire y exhalar. El efecto fue contrario: la respiración se le agitó, tuvo la sensación de tener la cabeza metida en una bolsa plástica, donde con cada aspirada agotaba el oxígeno. Sus colegas no se enteraron de su trastorno, porque empezaban a abandonar sus labores; lo hacían entre las 11:41 y las 11:43. Las mujeres para ir a arreglarse al baño, mientras conversaban; los hombres para tomarse un tinto, hablar de fútbol y política. Otros se iban con cualquier pretexto: para encontrase con sus amantes, jugar billar, o ir a sus casas a almorzar y hacer la siesta. El tiempo, todos lo dilapidan, y en algún momento de 16


la vida buscan recobrarlo. Al tiempo hay que exprimirle cada segundo, dogma de vida de su padre, que definía al tiempo como oro: las cosas adquieren valor según el trabajo invertido. Con estos sabios pensamientos buscó tranquilizarse. Pero a las 11:45 tuvo un nuevo ataque de debilidad y se preguntó por qué no seguía el ejemplo de sus compañeros y simplemente se iba; o pedía un permiso, o se inventaba una urgencia como lo hacían sus colegas de trabajo. Experimentó un extraño sentimiento de culpa: estaba pecando. Se distraía de sus ocupaciones: era un robo. Su estómago lo acosaba: era gula. Pensar en ello: era ocio. Recordó que en los momentos aciagos hay que buscar la paz en el Señor: Padre nuestro que estás en los cielos... Era indigno rezar así: sin arrodillarse, presionado, confundido como lo hacen los pecadores arrepentidos, los no practicantes; pero si lo hacía quedaría en evidencia, y si lo veían rezando con los ojos cerrados asumirían que estaba dormido. Cada vez los retos lo alteraban más, y pensó en Jesús cuando fue tentado cuarenta días y cuarenta noches. Si él, solamente apremiado durante cuarenta y cinco minutos se sentía morir, cómo habrían sido para Nuestro Señor las tentaciones. Con seguridad entre ellas estaba la del estómago exigente. Se secó el sudor, girando la cara, pretendiendo que nadie lo viera. Se serenó, como si el pañuelo fuera un espejo que le hacía un llamado de atención para que fuera prudente. Reflexionó y llegó a la conclusión: la supervivencia es la de todos los días, el destino es esa serie de imprevistos con que nos castiga la vida. No pudo especular más, su estómago lo llenaba todo, se estaba obsesionando. Le empezó a doler la cabeza a las 11:49, le faltaban 11 minutos, ya llevaba las tres cuartas partes del suplicio,

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a su mente perturbada la cruzó una idea: sufrir con estoicismo y ofrendarlo al Señor. El padre Anselmo estaría de acuerdo, porque lo que le estaba ocurriendo sólo lo podría saber su confesor. Para tener constancia miró el reloj, que ya marcaba las 11:50. Se sintió estropeado y pensó en la jubilación. Él se había sentido bien, pero el deterioro del ser humano se inicia con un breve llamado de atención. Ya sería el momento: había estado sobre la faz de la tierra durante 20.410 días, 11 horas, 51 minutos y 43 segundos. Retomó los ejercicios de respiración, aspiró profundamente, pero no pudo reemplazar la sensación de falta de comida con el aire. Su cabeza repercutía al ritmo del corazón. ¿Y si se iba? Todos lo hacían. Él no era como todos: él era Gabriel Antonio López Restrepo. Continuó reflexionando: es muy complicado cuando uno tiene la vida resuelta y aparecen estos imprevistos que le mueven la existencia. Uno tiene un camino y por él transita, nada ni nadie lo puede desplazar, el hombre es un poco Dios por su voluntad, que lo hace un ser sagrado. Se empezó a disgustar con él mismo, tratando de demostrarse que no era un ser tan irracional como para que el estómago le manejara la vida. De nuevo hizo uso del pañuelo y aprovechó para mirar la hora en su reloj de bolsillo; comprobó que marcaba las mismas 11:53 del reloj de la pared. Calculó que le faltaba la séptima parte del suplico. Señor... pero su cabeza, que resonaba como un tambor, le impidió pensar en Dios. Esperó que saliera Matilde, la secretaria, para soltarse la corbata. Ella salía a las 11:55. Se exasperó: estaba perdiendo las riendas de su propia vida. Y por su cara, cuello, manos, surgió un sudor pegajoso para el cual no daba abasto el pañuelo; se secó con el guardapolvos. Una gota de 18


sudor cayó sobre el libro; buscó el secador, no lo encontró, se indignó. Actuó instintivamente: la secó con el pañuelo. Quedó un manchón donde fueron a parar otras gotas, que le llenó de presagios el fin de la mañana. El libro se le desvanecía ante los ojos. Su cabeza empezó a ser llamada por la ley de la gravedad. Perdería el conocimiento. Tendría que apartar el libro. No pudo hacerlo. Sentía el segundero caminar lentamente sobre la esfera plateada. Calculó que le faltaban 285 segundos para que su cuerpo dispusiera de él. Por ahora ese tiempo era de Luis Úsuga & Cia Ltda. Pretendió orar, pero de sus labios sólo salió un pequeño reproche: ¡Dios mío: dónde dejaste las 12:00 de este día! No se podía levantar, ni alzar la cabeza del libro de cuentas. Ya no sólo le tocaba esperar hasta las 12:00, a su vida le tocaba aguardar hasta las 2:00 de la tarde, para que algún compañero diera fe de que López jamás se había parado de su puesto antes de las 12:00 del día en sus veintiocho años, cinco meses, dos días, cinco horas, cincuenta y seis minutos y cuarenta y cinco segundos, que llevaba trabajando para Luis Úsuga & Cia Ltda. Intentó invocar a Dios. Nada llegaba a su mente perdida. Sólo recordaba con precisión el NIT de la empresa y mientras perdía el conocimiento lo fue recitando: 890.565...

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El Parcapán Cuando le enseñábamos a caminar, sus ojos felinos se

abrían, sorprendidos. Lo veíamos vacilante. A punto de caer. Tosco en sus movimientos. Pensamos: es muy frágil. Después fue ganando seguridad: pocas veces tropezaba contra los muebles. Sus caminatas se fueron haciendo más extensas: recorría la alcoba, su mundo, sin tropiezos, sin sobresaltos para nosotros, que terminamos por olvidarlo. Era independiente. Pasó la novedad. Fue sólo en el momento en que Madre preguntó por él cuando volvimos a recordarlo. Extraño: lo habíamos olvidado. Mi hermana, que lo explicaba todo, sentenció: lo nuevo es excitante, pero cuando se vuelve cotidiano pierde su encanto. Madre lloró. Se sintió culpable. Ahí empezaron sus desgracias. Rezó a San Antonio, patrono de las cosas perdidas. Al no sentirse escuchada inició, llena de pesimismo, la novena de los difuntos. Y de nuevo empezó a vestir de negro, como no lo hacía desde la muerte de padre. Hablaba bajo. Caminaba despacio. Volvió a sus ademanes pausados de viuda. Madre lloró por su desamparo y de alegría por su retorno. Con su regreso, o mejor con su aparición, habló de milagros y otras cosas que da la religión a cambio de oraciones y sacrificios. Mi hermana, organizando la alcoba, lo encontró: había colonizado un rincón en el que se desenvolvía con una naturalidad pasmosa. Parecía su sitio de habitación durante años. Su quietud y aislamiento contradecían principios naturales, ya expresados por científicos del siglo pasado –así lo confirmó mi hermana–. Su adaptación 20


era perfecta. Era un objeto más de la decoración. El especial cuidado de Madre por él nos hizo estar alerta, celosos de la nueva presencia –decía mi hermana–. Yo propuse que para tenerlo en casa lo mejor era atarlo. Mi hermano, más práctico, hablaba de ponerlo en una jaula. Mi hermana, que nunca simpatizó con él, propuso dejar la puerta abierta para que se extraviara en el campo, donde sus instintos de nada le servirían. Madre lo amaba y no deseaba separarse de él. Se sentía en deuda por el abandono al que lo había sometido –las madres son así, es su naturaleza, evocó mi hermana–. Cuando la agudeza y expresión de terror de él la alertó acerca de nuestras intenciones, empezó a vigilarnos. Le puso candado a la puerta de la alcoba, y en las noches despertaba sobresaltada y llegaba corriendo a abrazarlo. Él, como todo ser sensible, entendió lo importante que era para Madre y le gustaba restregar su cuerpo contra ella mientras la miraba a los ojos. Se entregaban de modo enfermizo, lo amaba como al nieto que nunca le dimos –sostenía mi hermana–. Su amor llegó al extremo de pasar su cama de viuda para la alcoba donde él se agazapaba. Todos protestamos. Madre no atendió a los argumentos: los llenos de odio de mi hermano, las evidencias de mi hermana, las palabras que yo sabía que la enternecían. Cuando Madre inició su nueva vida con él, lo acostó a sus pies y él, con el pretexto del frío en las noches, fue ganando espacio en la cama y en su corazón. Madre no buscaba nuestro afecto; se conformaba con su compañía. Su propia sangre parecía no importarle. Ella lo sabía muy bien: él era el intruso. Le enseñó a ser desconfiada, a dudar de sus propios hijos. Se 21


volvieron astutos, marrulleros. Madre, cuidándolo; nosotros, tratando de cuidarla a ella. ¿Él? Nadie sabía sus intenciones. Estaba siempre alerta. Sus instintos le garantizaban la vida. Madre, encerrada en el cuarto, sólo salía como un ladrón en acecho cuando creía que dormíamos, o habíamos bajado la guardia, y se aprovisionaba. Se volvió distante, fría; se sentía rodeada de enemigos. Parecía gruñir cuando la llamábamos. Estaba segura: nosotros queríamos separarlos. Alguna vez logramos, después de muchas súplicas, que abriera la puerta. Vimos a Madre demacrada, ojerosa, pálida. Desconfiada, miraba de reojo, no permitió que entráramos, y con su cuerpo nos impedía escrutar el interior de la habitación. Fue la última vez que vimos a Madre de pie. Nunca nos volvió a escuchar. Solamente vivía para él, y él gruñía cuando la llamábamos. Nosotros, vigilantes, no volvimos a advertir que saliera del cuarto. A nuestro llamado angustioso sólo respondían los gruñidos de él. Cuando insistíamos, la respuesta eran sus chillidos, que herían el aire. Nos llenamos de malos presentimientos. Decidimos abrir la puerta. Cuando empezamos a forzarla, sus chillidos nos exasperaban. Corría y saltaba en la alcoba. La puerta cedió a golpes de hacha. Salió chillando por entre nuestras piernas. Todos gritamos horrorizados. Vimos, como quien llega de primero a un desastre, el cuarto revolcado; el olor de su estiércol lo impregnaba todo. Marcó su territorio –afirmó mi hermana–. En la primera mirada rápida, llena de presagios, no vimos a Madre; pero algo se movió entre el revoltijo de ropa que se encontraba sobre la cama. Su cuerpo estaba marcado por profundos surcos. Sus senos destrozados habían amamantado a la bestia con sangre. La palidez 22


de su rostro se confundía con las sábanas. Sus ojos desorbitados trataban de fijar la mirada. Su cuerpo, adelantándose a la muerte, estaba frío. Respiraba con dificultad, tratando de retener la vida. Madre desnuda agonizaba. Mientras moría, en palabras mal articuladas, nos pidió, nos suplicó, que no le hiciéramos daño: él era un engendro de Dios, y la misión de ella en el mundo, al fin lo había entendido, dar su vida para alimentarlo. Ahora podía morir tranquila, ya él era dueño de su vida, ya no la necesitaba. Enterramos a Madre en el patio. Él miraba curioso desde la casa; no se atrevía a salir. Parecía dolerle su muerte. Mientras la velábamos, sus chillidos eran una pena larga que ahogaban nuestras suplicas. De pronto se calmaba y luego reiniciaba una carrera desbocada por toda la casa, como un animal enjaulado. Fue un velorio pobre. Solamente nosotros tres, sin rezos, porque él los impedía, sin vecinos: no queríamos que nadie se enterara de nuestra desgracia. Las preguntas serían muchas. Desmembró la parte más importante de la familia, nuestro punto de unión con el mundo. Fue una noche lenta, cargada de fatiga, con un enemigo furtivo Ante el cadáver hicimos el juramento: lo cazaríamos, le haríamos sufrir nuestro dolor. Con la convicción de un fanático empezamos los preparativos: equipamos las trampas, pusimos sebos con veneno, sacamos las armas que padre usaba. Recordamos sus recomendaciones de cazador. Elaboramos estrategias. Pero el maldito era muy astuto, o nosotros muy ansiosos. Siempre iba adelante de nuestros planes. Formamos una verdadera trinchera en nuestra pieza: nos llevamos con nosotros las provisiones, el fogón 23


de gas, las armas. Pero él se alimentaba de cualquier cosa. Empezó con las matas, cuando se las cortamos, se dedicó a comerse las telas: de cortinas, de muebles. Todo lo que podía servirle de sustento lo sacamos de la casa. Se fue quedando vacía. Se dedicó a dentellar las paredes. Exterminó a los roedores. ¿Por qué no se iba? No había nada más qué deshacer, qué destrozar en la casa. ¿Nos quería también a nosotros? Reconocía los venenos y los marcaba con su estiércol y orina, llenando de olores putrefactos la casa. Nos hacía sentir en un basurero. Cuando alguno tenía la desgracia de cruzársele gruñía, y raudo se perdía por cualquier rincón. Los sobresaltos y rezos eran nuestra vida. Era un ser artero, que activaba las trampas para hacernos salir de nuestra fortaleza y dar cuenta de las provisiones. Nos estaba cercando. Empezamos a hacer ronda por la casa los tres juntos, mientras él nos acechaba. Temblábamos de terror cuando sus ojos brillaban en la oscuridad, cada vez más cerca de nosotros. Nos estaba perdiendo el miedo. La primera vez atacó a mi hermana. Fue un ataque inesperado. Creíamos que no se atrevería a atacarnos juntos, pero fue solamente un instante de descuido. La vigilia nos tenía exhaustos. Agazapado, nos esperó junto a la cocina. Como una sombra subió por sus piernas hasta sus senos, y sus dos últimos mordiscos, antes de perderse en la madrugada, los dio con ferocidad y certeza en el cuello. Recuerdo que ella perdió la linterna. Todo se volvió desconcierto y gritos. Corrió, llena de pánico, lo que logró separarnos. En la confusión de órdenes contradictorias, amagos de disparos, quejas de dolor y maldiciones, él se retiró a gruñir, reclamando su victoria. Nosotros, como en un 24


campo de batalla, recogimos a nuestra hermana herida y la llevamos a la alcoba. El miedo nos impidió salir a buscar ayuda, aunque la necesitábamos. Ninguno se atrevía a abandonar la seguridad que creíamos nos daba el cuarto. La mordió con fiereza: los colmillos sajaron su cuello; sus garras, hicieron surcos en las piernas; los senos mostraban sus carnes vírgenes, amamantando dolores. Empezó para ella un proceso acelerado de deterioro: primero fueron fiebres, después vómito, diarrea, y terminó ahogándose en su propia saliva blanca, llena de espuma. La enterramos junto a Madre. Parecíamos tres cadáveres. Estábamos tristes y derrotados. Eran muchos los días de insomnio. La impotencia nos estaba venciendo. Ya él ni siquiera gruñía, nos veía tan débiles que caminaba grande, mostrando su cuerpo, ahora más vigoroso que nunca. Había llegado a su madurez. Nos regaló una tregua. Era dueño de la casa. Nosotros ya no podíamos salir; éramos sus prisioneros. Entre súplicas al cielo y muchos planes de ataque, se fueron agotando nuestros días y nuestra paciencia. Mi hermano, más impetuoso, después de muchas discusiones que estuvieron a punto de enfrentarnos, decidió salir. Se sentía acorralado. Traté de detenerlo. Saldría de noche. Creímos que la bestia era de hábitos diurnos porque en la noche parecía descansar, aunque en realidad nunca lo supimos con certeza. Corría a las horas más inusuales, pretendiendo no dejarnos en paz. Primero escuché unos disparos. Después unos gritos mezclados con sus chillidos. Tuve miedo. No podía hacer nada. Él nos quería a los dos. Aterrorizado, miré por el hueco de la cerradura: mi hermano pedía 25


ayuda, con gritos desesperados. Veía cómo lo atacaba, cómo lo destrozaba. Con sevicia escarbaba en las heridas, se solazaba con su sangre, todavía vivo. Le iba comiendo pedazos del cuerpo, toda una noche mordiéndolo lentamente, sorbiendo su sangre. Me hizo asistir a su agonía. Cuando ya se sació, se fue a descansar –pensaba yo– pero apenas hacía el intento de abrir la puerta me gruñía desde el umbral. Varias veces, confundido, disparé hacia donde escuchaba su respiración, pero esto sólo le daba más ventaja. La puerta ya no era el fuerte que siempre creímos. Tanto él como yo estuvimos pendientes de nuestros movimientos durante tres días, en los cuales se relamía destrozando el cadáver de mi hermano. Cuando ya su carne en descomposición dejó de gustarle, empezó a desastillar la puerta. No tengo balas. Sólo me queda la pipeta de gas. Aquí estoy en el rincón, agazapado como él. Entra. Está cerca. Cree que estoy muerto. Me está oliendo los zapatos. Está mirando mi pierna. Chasqueando los dientes. Estoy recostado en la pipeta, con la llave abierta, y a medida que el gas se escapa, comienzo a pelear con el sueño. Él, desconfiado, trata de descifrar de dónde sale ese ruido, y olisqueando el aire siente el olor penetrante. Sube con cautela a mis piernas – podría acariciarlo–. Lo siento tibio. Es el momento. Se sorprende cuando me muevo. Advierte su descuido. Lo veo por última vez, al encender el fósforo: sus ojos felinos se abren, sorprendidos, como cuando le enseñábamos a caminar.

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El hereje I El nueve de febrero de 1598, minutos antes de la sexta campanada, maese Carlos Pintoreto terminaba su última confesión ante el dominico Miguel Bonaboni. En su celda de condenado, más que la absolución para su alma, el maese buscó un cómplice a quien reveló los caminos que lo llevaron a formular su teoría: El principio de la reintegración al universo. Su discurso, como cualquier teoría sustentada en el Medioevo entre la razón y la revelación, llenó al dominico de vacilaciones que ni la autoflagelación, el ayuno y la confesión lograron aclarar y lo indujeron al suicidio, movido por el único pecado que no se perdona a un religioso: la duda. El autor, después de una exhaustiva investigación, presenta un resumen de lo acaecido al maese y cómo arrastró en su infausto sino al dominico. El maese nació y murió en Génova. Al momento de su muerte contaba con cincuenta y seis años de edad. Había dedicado la mitad de su existencia a descifrar los papiros egipcios que llegaron a sus manos después de un fatigoso recorrido, y cuyas últimas etapas se remontaban a cuatro siglos atrás con la caída de Constantinopla en la cuarta cruzada, en donde, según todos los indicios, se encontraban los manuscritos. Estos, como botín de guerra, fueron usurpados por los Caballeros del Templo. Estuvieron en Venecia durante un siglo, custodiados por la hermandad. Se vuelve a tener noticias de ellos en Génova, en el siglo XVI (pero todo sugiere que su llegada se produjo a principios 27


del siglo XIV). Connotados historiadores proponen varias hipótesis de cómo llegaron estos documentos a Génova. El autor, por su rigurosidad argumentativa y apoyo documental, ha optado por las siguientes: La Orden de los Caballeros del Templo de Jerusalén, establecida en Venecia, los entregó en custodia a una Orden mistérica de la ciudad de Génova. Ocurrió a principio del siglo XIV cuando se dio una despiadada persecución en contra de la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo. El Papa Clemente V, Felipe IV de Francia y Eduardo II de Inglaterra, se unieron para despojar a los Caballeros Templarios de su considerable fortuna. El Papa suspendió la Orden en 1312, llevó a la hoguera al gran maestre Jacques de Molay y sus discípulos, y entregó parte de sus bienes a sus rivales, los Caballeros Hospitalarios, una Orden más sumisa, bajo la supervisión eclesiástica. Los documentos de la Orden huyeron con los últimos reductos de los Caballeros Templarios que lograron escapar de la hoguera y buscaron refugio en la ciudad-estado de Génova, uno de los fortines de los caballeros en Europa. La siguiente teoría es sustentada por el historiador francés Maurice Lebrón en su libro Los códices, el camino de la guerra. El autor asevera que los manuscritos salieron de Venecia para ser preservados. El Dogo Donato Regai, cuyo padre había pertenecido a los Caballeros del Templo, llevó los documentos a Génova medio siglo antes de la desaparición de los Templarios. Su teoría se sustenta en unos sellos lacrados que encontró en Venecia, los cuales coincidían con otros hallados en Génova en el castillo de Carlos Pintoreto. El rastro de los manuscritos, según el autor, se pierde durante dos siglos hasta la mitad del XVI, 28


cuando aparecen bajo el cuidado del Marqués Emanuel Pintoreto, maestre de la logia de los Caballeros de la Rosa y la Cruz. La tercera está basada en la permanencia de Marco Polo en las cárceles genovesas, cuando fue hecho prisionero en una de las guerras de finales del siglo XIV que sostuvieron las dos ciudades-estado. Durante su cautiverio, el aventurero veneciano compartió secretos con otro prisionero que pertenecía a una orden mistérica antigua, quien decidió, a partir de ese momento, traer para Génova los manuscritos, que se encontraban en manos de los venecianos. Otros más osados afirman que los papiros fueron parte del rescate que se pagó por la liberación de Marco Polo, costumbre secular de los tiempos de guerra. De las hipótesis aquí expuestas se pueden colegir dos elementos en común: la presencia de la iglesia y de las órdenes mistéricas. Aunque fueron las hermandades las que llevaron los manuscritos a Génova, en su estudio se presentaron las discrepancias teológicas y teleológicas que cada una defendía y las diferenciaba, las cuales sugerían principios santos para finalidades non sanctas con relación al poder. La pugna se dio entre las logias más reconocidas de la Génova de los siglos XV y XVI: los Masones y los Rosacruces. Este conflicto llevó al Marqués Emmanuel Pintoreto a guardar, como suyos, los codiciados manuscritos.

II El maese Carlos Pintoreto, después de concluir sus estudios en la universidad de Génova, se dedicó a 29


descifrar los manuscritos, guardados con gran sigilo por su abuelo, el Marqués Emmanuel Pintoreto. El maese descubrió los códices salvaguardados en el castillo en la cava subterránea donde se maduraba la cosecha de mil quinientos cuarenta y nueve, la mejor vendimia que recordaba la comarca. Su abuelo había sido muy claro con las instrucciones en su lecho de muerte: los documentos estaban debajo del tonel que cerraba el lote. Su padre, que dedicó su vida a acrecentar la fortuna familiar, daba por heredero de sus habilidades de comerciante a su primogénito, y por esta razón miró con recelo y preocupación la nueva actividad de su hijo, conocedor del peligro que no sólo para él, sino para todo el entorno familiar, representaba, frente al Santo Oficio, cualquier estudio religioso y filosófico por fuera del catolicismo. El maese se consagró al estudio de los manuscritos en forma obsesiva: se alejó de los viñedos, de la actividad comercial, de su familia; leyó los libros prohibidos recomendados por su abuelo, y allí encontró las trazas que lo condujeron a París, donde ya se estaba constituyendo en una disciplina académica la paleografía. Conoció la existencia del paleógrafo Pierre Duiton, que ya anciano, se encontraba retirado en las playas de Marruecos buscando mejores aires para su menguada salud. Según sus biógrafos, es la etapa en la que el maese empieza a pincelar su teoría, y algunos, como el español Manuel Risillas, sostienen que su primera formulación está influenciada por el francés y su ensayo ¿La volatilidad, un problema religioso?. Los estudiosos dedicaron cinco años, hasta la muerte de Pierre, a descifrar los enigmáticos manuscritos. El francés, científico humanista, murió 30


lleno de esperanzas al conocer parte de los secretos, celosamente guardados durante cuatro mil años, con la convicción de continuar estas investigaciones en una vida menos densa. Tras la muerte de Pierre Duiton el maese regresó a Génova, reiniciando sus estudios en el castillo de la Vía Nolberta donde moraba. Su lugar de habitación estaba ubicado en la torre occidental, la que da al poniente, contigua al observatorio y a la biblioteca, dedicado a estudiar los códices y a su otra afición: la astronomía. También data de este período, mil quinientos ochenta y cinco, el acto por el cual cedió su primogenitura a su hermano Tulio a cambio de una renta anual, según documento que reposa en los archivos notariales de la ciudad, citado por su primer biógrafo, el profesor inglés Marck Stuard, en su ensayo Carlos Pintoreto: una aproximación al cosmos. El maese, con invitaciones que en un principio pasaron como simples reuniones de la nobleza para observar fenómenos astronómicos, logró aglutinar a sus contemporáneos más prominentes. Las reuniones eran clandestinas para evadir a las autoridades eclesiásticas. La iglesia católica, a finales del XVI, estaba librando una encarnizada batalla contra el protestantismo. Eran las directrices marcadas por el papa Clemente VIII, último Papa de la contrarreforma iniciada en mil quinientos cuarenta y cinco con el Concilio de Trento, como una exhortación contra el protestantismo, –la reforma de Martín Lutero y sus tesis de mil quinientos diecisiete–. El Santo Oficio se dio a la tarea de vigilar que fuera más ortodoxa la enseñanza católica en la academia, y a censurar lo que publicaban los teólogos y eclesiásticos reconocidos, práctica que se llevaba a 31


cabo desde mil quinientos cincuenta y cinco, cuando Gian Pietro Carafa, Pablo IV, dio vida al índice de libros prohibidos. Las logias se volvieron más herméticas. Sin embargo, entre ellas había rivalidades conceptuales infranqueables. Por estas condiciones axiomáticas el grupo de estudiosos terminó volviéndose una cofradía secreta, la que en el expediente condenatorio del Santo Oficio fue llamada La hermandad de los códices. Las teorías del maese crearon gran expectativa en los estudiosos que lo escucharon, y muchos se convirtieron en sus discípulos, entre ellos el hijo del Dogo, Rolando Negai, en cuyo palazzo, San Giorgio, se alternaban las reuniones que, por su organización piramidal, se llegó a creer que se trataba de una logia masónica. Aunque había varios puntos en que podrían encontrarse, en su estructura jerárquica, por ejemplo, también existían poderosas e insuperables diferencias que los alejaban y los convertirían con el tiempo en grandes enemigos, como es frecuente en las discusiones teológicas. Su principal desacuerdo tenía que ver con los procesos sufridos por el alma en sus sucesivas muertes. A estas reuniones asistían notables de la ciudad: científicos, humanistas, artistas, profesores de teología de la Universidad de Génova y varios nobles descendientes de los Doria y Bocanegra. Cuando llegó en mil quinientos noventa y cuatro el inquisidor Mario Bonetti, Génova era un hervidero de teorías, logias y órdenes mistéricas. Él, encomendado directamente por el Papa, tenía la misión de desmantelar las tendencias ideológicas que socavaban el poder de la iglesia católica. La persecución desatada por el Dominico fue atroz, con los métodos utilizados por otro Dominico: Tomás de 32


Torquemada, un siglo antes. De esta cacería sólo se salvaron algunos nobles que marcharon al exilio. El maese, dada su rivalidad con las demás logias y lo osado de sus teorías, fue el enemigo a silenciar. Con su aniquilamiento, daban por descontado, desaparecerían sus teorías que iban en contravía de la organización matriz de la iglesia católica.

III Este prólogo nos acerca a los días que precedieron y los incidentes que llevaron al maese a la hoguera, en la que pretendían salvar su alma por haberse alejado de los razonamientos de los Santos Inquisidores, que no alcanzaron del maese el Sermo Generalis o Acto de Fe. Fue un hombre entregado a sus dogmas, a los que había llegado a partir de minuciosos estudios. No solamente como una apostasía. Murió creyendo en los postulados de los manuscritos cuyo enunciado reza: “El alma es una con el cosmos. Hija y madre de todo pensamiento: etérea como sus propósitos, perenne como sus obras”. Ante el Santo Oficio defendió su teoría y obligó a sus jueces a buscar ayuda espiritual para alejar la sombra de un dilema. Su teoría, que hoy conocemos con el nombre de El Principio de la reintegración al universo, formulada por el maese un año antes de su muerte, que la persecución de sus enemigos y el juicio a que fue sometido dejó sin difundir; y que su confesor, para desgracia de su alma y beneficio de la metafísica, conoció y antes de ver vulnerada su fe por la tortura, prefirió la inmolación. Como su maestro y mentor, jamás abjuró de sus dogmas. 33


A estas alturas el lector se estará preguntando en qué consistía su teoría. Haciendo de El principio de la reintegración al universo un resumen expedito, podemos decir lo siguiente: su postulado central se refiere a la sucesión de vidas después de la muerte terrena, siendo el alma la que las vive y el cuerpo sólo su receptáculo, donde ella habita, del que se sirve. El maese planteaba que el alma es eterna, pero no en el sentido cristiano. El alma es eterna por la posibilidad que tiene de habitar varios mundos paralelos al nuestro en diversas épocas y en diferentes cuerpos; volviéndose menos densa, hasta llegar a condensarse con el universo. El problema, desde el punto de vista físico, sería un problema de densidad; el cuerpo que logra habitar es proporcional a lo liviana que llega a ser el alma. Siguiendo este principio concluía que las almas más livianas son las más evolucionadas y están en mundos que no podemos entrever. Nosotros solamente estamos en capacidad de percibir el nuestro, nuestro proceso evolutivo. El maese calculaba en su extraño mapa, como lo llaman sus seguidores, los veinte estados del alma, volviéndose menos densa cada vez. Las bases sobre las que se sustentaba su tesis, como todo lo metafísico, tenían mucho de credo y poco de científico. Por eso ahora varios investigadores miran con desdén sus postulados, llegando a catalogar al maese como charlatán. En este punto es importante hacer una reflexión. La personalidad del maese ha sido contradictoria: varios de sus biógrafos lo consideran un científico humanista; los científicos racionalistas lo han juzgado como un gárrulo; pero también hay varios de sus seguidores y estudiosos que han tratado de constituir una religión a partir de sus axiomas, 34


contrariando varios de sus principios, en los que el maese fue muy claro: no pretendía hacer de sus razonamientos una corriente metafísica y mucho menos un principio religioso. Éstos no pasaban de ser, según sus propias palabras, una alternativa de vida para el ser humano. El maese trató de demostrar su teoría, poco convencional, con métodos poco convencionales. Por considerarlos un aporte importante al conocimiento, tanto del maese como del siglo en que vivió, haremos una descripción somera, por cierto, de los métodos utilizados por él. El orden en que se expondrán será cronológico: 1. La invocación. Fue su primer método, por considerarlo el más cercano a la muerte. Lo hacía con espíritus recién alejados de este mundo –éste fue otro de los cargos que lo llevó a la hoguera–, pretendiendo con ello noticias de primera mano sobre la adaptación que el alma podría tener a la espera del nuevo cuerpo para habitar, en el sitio que el maese, apropiándose de una expresión católica, llamaba el Limbo. Para la invocación utilizaba el antiguo método celta de la mesa circular y los números impares. En esta primera etapa, teniendo la regresión como su justificación hipotética, llegó el maese a la conclusión de que nuestro mundo está ubicado en la mitad del recorrido de lo que él llamaba la evolución creciente del alma. Las invocaciones fueron posteriormente difundidas en todo Occidente, hasta llegar a un total descrédito en nuestro siglo, por el mal uso que de ellas han hecho los embaucadores. 2. El peso del alma. Buscando demostrar lo indemostrable para su época, el maese involucró otros 35


caminos tan empíricos y dudosos como el anterior, según sus detractores. Otro de los argumentos para demostrar la densidad del alma, hoy en boga, es el peso corporal que pierde una persona al morir. Lo definía más o menos en los siguientes términos: si pesamos un moribundo y segundos después de su muerte lo volvemos a pesar, advertimos una diferencia a favor del individuo en vida. Esta diferencia es exactamente igual al peso de su alma. Al maese se le acusó ante el Santo Oficio por su participación en la desaparición de personas, que después eran halladas muertas en extrañas circunstancias. Algunos de los seguidores confesaron ante el santo tribunal que el maese y varios de sus discípulos asesinaban a personas del bajo mundo, y su peso era medido antes y después de su ejecución. 3. El sueño. El maese, que siempre fue obsesivo en su búsqueda, creyó encontrar respuesta a sus inquietantes preguntas en el sueño. La presencia de seres que estaban en otra dimensión, en otro estado, y se comunicaban a través del sueño. El tránsito a otros mundos, en los que está involucrado el sueño, es solamente el registro inequívoco de la presencia de mundos sucesivos y paralelos. Éstos se manifiestan por medio de símbolos, una forma de comunicación que no aprehendemos, que desborda nuestro entendimiento por ser más desplegada. Según lo argumentaba el maese, solamente los mundos más avanzados se comunican a través del sueño. Afirmaba que era más expedita la interlocución con seres más evolucionados, porque la menor densidad hacía que éstos residieran en los sueños mismos.

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4. Los psicotrópicos. El maese experimentó con los métodos que él juzgaba que podrían ayudar a desarrollar su teoría; es así como incursionó en el mundo de las drogas, considerando que lo que pudiera alterar los estados de la conciencia posibilitaría también la visita a otros mundos. Experimentó con psicotrópicos traídos de África y de Asia, entre ellos el opio. De estas prácticas no se sacaron conclusiones muy claras, dado lo dispar de la experiencia para los participantes. Sin embargo, el maese siempre juzgó que éste era un buen método para conocer otras dimensiones del alma, es decir, que el alma no es un ente estable en cada uno de los mundos. También evoluciona y crece con el conocimiento que adquiere. Muchos llegaron a insinuar que de esta etapa de su vida salieron sus increíbles teorías, pues las consideran producto de una mente alucinada y perturbada por el opio. 5. La hipnosis. El maese trató, por medio de la hipnosis, de visitar otras vidas. Se sometió, y sometió a varios de sus discípulos a este método, que miró con optimismo y creyó que le iba a dar la clave de su teoría. El maese, en realidad, utilizó poco la hipnosis, ya que por su formación académica no gustaba mucho de experimentar varias rutas a la vez. Ésta de la hipnosis fue la última que empleó, un año antes de su muerte, cuyos resultados desaparecieron y apenas hay una breve reseña en sus apuntes. Su trabajo con la hipnosis fue retomado en el siglo pasado por varios médicos y sicólogos que buscaban con ella la posibilidad de regresar a otras vidas. En estas otras existencias se veía a un ser menos evolucionado, pero que en realidad estaba en un espacio físico con mayor densidad, 37


logrando comprobarse que el alma posee memoria, pero no la podemos precisar.

IV El lector podrá entender la imperiosa necesidad que tenía el maese de discípulos. Sus estudios, además de ser prohibidos, eran de una extensión y profundidad que requería no sólo de seguidores, sino de verdaderos convencidos. Por eso inició a los Caballeros del Códice y trató de difundir sus teorías en forma de opúsculos que editaban en la imprenta del artesano Mario Caballi, por cuyo taller pasaron varios de los textos que se encontraban en la lista de los libros prohibidos. El maese temía lo que al fin pasó: que sus estudios prescribieran con su muerte, y así ocurrió durante tres centurias hasta la primera década del siglo pasado, cuando fueron retomados por filólogos arios que, accidentalmente, catalogando documentos de los siglos XV y XVI en un convento dominico, encontraron el texto en el que el maese plasmaba su teoría. El texto fue difundido por el catedrático Alfonso Stopini en su polémico ensayo La realidad de la inmortalidad. Pero volvamos atrás, a finales del siglo XVI. El diez de marzo de mil quinientos noventa y ocho, cuando ya el maese era un cúmulo de cenizas y sus discípulos se ocultaban por toda Europa, el dominico Miguel Bonaboni lloraba en su celda del monasterio de San Fernando. Ni la abstinencia, la autoflagelación, las súplicas, lograban proveerle la paz perdida con sus hesitaciones, transformadas en creencias que lo llenaban de terror, y se sentía acorralado por Satán en 38


su más peligroso ropaje: la duda. Sus veinte años de teólogo parecían haberse malogrado en tres horas de confidencias; pugnó para que no se resquebrajara lo que quedaba de su fe, pero entró en una contienda atroz con aquel condenado: en su obligación de escucharlo, el maese, sin arrepentirse de nada, le revalidó su teoría y lo comprometió con secretos que el dominico cargó como un gran fardo hasta el día de su muerte, acaecida ese mismo año. Al dominico, en los días que siguieron a la muerte del maese, se le veía perturbado, anhelante; llegaba al castillo de Vía Nolberta, a la biblioteca del maese y, conocedor de sus secretos, recorría con dolor y arrepentimiento el camino que le había trazado. Regresaba al claustro a encerrarse, a orar, pero sus incertidumbres minaron su mente y el cuatro de agosto se confesó, por primera vez en ese año, con su superior el abad Enrique Marcan, que lo escuchó por espacio de cinco horas y le dio por penitencia la destrucción de los manuscritos, oración, enmienda y reclusión en su celda durante tres meses. Inició su sacrificio con todo el rigor que le exigía su formación, pero las dudas daban al traste con sus propósitos, y el siete de agosto pidió audiencia con su abad. Admitió que sus disyuntivas eran más fuertes que su fe, y deseaba ser retirado del servicio. Recibió su última confesión y ultimátum a las tres de la tarde. A las dos de la mañana despertó lleno de horror, tomó la pluma y redactó el documento al que tuvo acceso el epistemólogo sueco, doctor Frank Steiner. Dada su importancia, se trascribe en su totalidad. “Señor: Antes de convertirme en un hereje que dude de tus enseñanzas, pilares de tu iglesia, y al no 39


encontrar respuestas y por lo tanto sosiego, voy hacía ti Altísimo. Gran Hacedor: mi mente enajenada sólo consiente los dilemas y la confrontación. Espero que me perdones y entiendas mi acto. No hallo paz, pierdo la fe, y voy a buscar consuelo en tu regazo. Señor: perdóname, quiero evitarme los dolores del Santo Oficio. Si sigo aquí en la tierra, terminaría por injuriar a tu iglesia. Señor: tú nos trazaste un camino; el mío se extravió, escuché otras voces, no creí ser tan débil. Toda mi vida la consagré a tu servicio, Señor. Sé benévolo conmigo al momento de juzgarme. Quiero creer en la vida eterna, la tuya. Sé que para un suicida no hay perdón, pero para un hereje sólo queda el camino del fuego eterno. Señor: espero tu infinita compasión; entiende mi infortunio como una prueba suprema de amor. Perdóname, Señor, quiero que mi acto definitivo y definitorio limpie mi alma, aunque no merezca la paz; la perdí en la tierra. Apiádate de mí, Señor. Y si la vida eterna me lleva a reencontrarte en alguna de las vidas que continuaré, allí seguiré amándote y, más liviano, me acercaré a ti, Gran Arquitecto, que nos haces volátiles, para ser uno contigo. Ya sé cuál es el paraíso: ser uno con el universo; voy a encontrarme con mi Maestro, en otro mundo, en otra dimensión donde nuestras almas sean más etéreas y nuestros cuerpos más livianos.”

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Don Dionisio de Ochoa, Capitán de levante Llegó con tres heridas: la del amor, la de la muerte, la de la vida. Miguel Hernández.

En el año de gracia de Nuestro Señor de mil seiscientos y ochenta y ocho arribó al puerto de la gobernación de Cartagena el Capitán Dionisio de Ochoa, siendo el Real Gobernador el Excelentísimo don Alonso de Rodas Jiménez, emparentado con el Encomendero de la Guajira, don Ernesto Gutiérrez Montenegro, al casar en buenas nupcias con su hermana doña Clemencia, de cuya unión nacieron tres hermosos vástagos. Don Dionisio de Ochoa, Capitán de levante, llegaba delirando de fiebre y mala fortuna. De su salida de La Española, con cuatro naves, tres cayeron en las celadas de los huracanes y sólo una, maltrecha, llegaba a Cartagena, sitio de su destino, con todos sus tripulantes obsesionados por el oro y perdidos por la fiebre. El Capitán Dionisio de Ochoa era el portador de noticias de España, que entregó a don Alonso de Rodas. Éstas llegaron en pergamino lacrado; al abrirlo, en fastuosa caligrafía, leyó: Don Carlos II por la gracia de Dios: Rey de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias,… Indias, Islas y tierra firme de la mar océana. Conde de Barcelona, Señor de Vizcaya y de Molina,… en esta primera parte hablaba de los títulos 41


y propiedades, el segundo folio se refería al manejo del oro y los encomendados. Siempre era lo mismo, sentía una inexplicable desazón, como cuando se recibe una amonestación reiterada. Enrolló el manuscrito tratando de darle la importancia que evidentemente no tenía, y con el ocio y desgano que produce el trópico hizo conducir al intrépido navegante, por cuatro esclavos Mandingas, a la casa blanca frente a las murallas que siempre lo hacían mirar al mar que, irremediablemente, un día lo conduciría de vuelta a Extremadura. Llevaba al Capitán a su casa, más que por un acto humanitario, por una dolorosa incomunicación que le hacía difícil su relación con tanto esclavo de libertad y de oro. Las fiebres y delirios del Capitán fueron tratados con baños inclementes de hojas de matarratón, que sumados a una dieta rica en vegetales, fueron mostrando poco a poco el cuerpo prominente y hercúleo de aquel ser taciturno que miraba las estrellas tratando de entender su sino. Fue el dieciséis de Agosto de este mismo año cuando, por primera vez, acompañado por don Alonso, salió a recorrer el malecón que rodeaba las murallas en una calesa movida por cuatro alazanes. Recorrieron las guarniciones, el puerto, la armería, el castillo. Don Alonso, durante éste y otros recorridos fue locuaz; al fin encontraba un igual con quién departir. Hablaron de proyectos, viajes, el Rey, Méjico, La Española, Lima. Se les vio entrar a una pulpería, donde alegremente cantaron canciones moriscas. Don Dionisio de Ochoa, mientras reparaba la carabela y esperaba noticias y órdenes, se fue dejando invadir, lo mismo que su tripulación, por los estragos del ocio y la placidez de vivir sin ganarse el pan. A sus 42


marineros se les veía acompañados de meretrices al caer la tarde, armando reyertas en el puerto. Don Dionisio y don Alonso se entregaban a los mismos menesteres, sin el aspaviento que produce el escándalo. Fue doña Leonor, hermana de doña Clemencia, moza que frisaba los dieciocho años, la culpable del atraso cada vez más evidente en las obras para la reparación de la nave y la partida de don Dionisio (que con mujer e hijos en España, nunca lo confesó por ser los marineros muy dados a engaños). Horadando el corazón de la doncella con sus mañas de seductor, ya para febrero del año de Nuestro Señor de mil seiscientos y ochenta y nueve, a los enamorados se les podía ver cruzando promesas, mirando desde las murallas la infinitud de su sentimiento. Llegó de la remota Guajira el pretendido cuñado don Ernesto Gutiérrez Montenegro, hombre pendenciero, de gran fortuna con la ballesta y de deudas pendientes en la península. Conoció con gran recelo a quien pretendía emparentar con su familia, e indagó pormenores. Dado que no era muy sagaz, y conocida su afición por el vino, todo se resolvió con casi un tonel del prodigioso néctar y terminaron los tres abrazados, cantando canciones morunas que hablaban de Sevilla, Málaga, Murcia, Granada… Fue invitado a compartir la Encomienda apenas se sellara el pacto nupcial, pendiente de asuntillos de poca monta que, reparada la nave y recibidas las órdenes, sería cuestión de días solucionar en la península. En el amor siempre hay asuntillos para solucionar, trataba de reconfortar doña Clemencia a doña Leonor, cuando el desconsuelo llegaba sin avisar en las horas eternas de las tardes de invierno, entregadas a la más pasmosa inactividad. 43


Cartagena, por estas calendas puerto de ingreso a la Nueva Granada, era botín apetecido de filibusteros, soñadores de oro, constructores de imperios; reposo para el mal del cuerpo y de los amores; espejismo donde todos se extraviaban. Así lo entendió don Dionisio en la noche trágica del dieciséis de abril del año de Nuestro Señor de mil seiscientos y ochenta y nueve, cuando tuvo una pavorosa premonición en forma de sueño, que lo hizo recordar las fiebres que lo llevaron allí, nueve meses antes. En el sueño se veía rodeado por diversas legiones que lo sitiaban y le iban reduciendo sus movimientos y sus esperanzas. Cuando quedó solo, después de abandonar la nave, frente a él y comandando una horda de indios caribes se encontraba el Encomendero don Ernesto Gutiérrez. A su derecha el ejército Español, dirigido por don Alonso. Su flanco izquierdo era cubierto por los ingleses. Sólo le quedaba el mar que lo invitaba, con sus olas y su cielo lóbrego, a una muerte digna. Doña Clemencia y doña Leonor reían desde el cerro de la Popa, conocedoras del desencantador epílogo. Se fue introduciendo lentamente en el mar, éste también fue hosco al recibirlo y su oleaje trataba de devolverlo a la playa, donde todos miraban satisfechos. Su armadura, con gran esfuerzo, fue ganando agua. Morir cuesta, oyó que le gritaban. Fue hundiéndose, empezó a inundársele la vida, le faltaban el aire y el valor. Intentó nadar, pero su pesado arnés le impedía cualquier movimiento. Se sintió ahogar y buscó la paz que sólo da la muerte. Despertó en la madrugada, con su bata de dormir calada en sudor, y buscando el oxígeno que también parecía desampararlo. Decidió, esa madrugada, tiritando como había llegado, regresar 44


a España. Preparó el viaje y, lleno de promesas, partió el veinte de Abril del año de gracia de nuestro Señor de mil seiscientos y ochenta y nueve, en una madrugada fría, con una tripulación amanerada, belicosa, díscola y floja después de tanto tiempo en tierra firme. Cuando salieron del puerto resolvió, con la complicidad del maestre, girando la nave, dar un vuelco a su vida. Sus decisiones, ahora pasadas por el tamiz del corazón, lo obligaban a estar cerca de Cartagena. Lo dedujo, mientras la nave era conducida por el litoral buscando argumentos para convencer a la tripulación y cambiar el curso de sus días. El Vasco fue su aliado en la empresa, alimentando los cerebros afiebrados de los marineros con las palabras esperanzadoras: el oro de El Dorado, los indios de la costa, la guerra y las mujeres. Hubo mentes delirantes que esa noche propusieron, como Lope de Aguirre, fundar un gran imperio: el Reino de Cartagena de Indias, donde don Dionisio sería el rey y doña Leonor, su gran dama, la reina. Doña Leonor, para estas fechas, más tranquila, recuperándose del mal de amores que producen las despedidas, ya había hecho su primera caminata. Volvió a comer con su acostumbrada morigeración. Se sentaba a tejer en la terraza mirando al mar con una bitácora hipotética, en donde consignaba, a manera de diario, los pormenores del viaje de su amado. Dicha bitácora era amañada, como son los temperamentos del amor: un día amanecía optimista y enamorada, y lo imaginaba entrando a Palos de Moguer; otro día, triste y pesimista, lo veía zozobrar frente a las islas del Caribe. 45


Don Dionisio, embelesados sus pensamientos en doña Leonor (sabido es que el amor y las responsabilidades son antagonistas), dejó que el éuscaro, con mañas, amenazas, sobornos y extrañas desapariciones, lograra apoderarse del mando de la nave. Se resguardaron en la espesa vegetación al extremo suroccidental de la isla de San Isidro, y desde su parte más elevada, el cerro del Águila, divisaban hasta diez millas mar abierto. De allí salían al encuentro de las naves pequeñas, que eran abordadas con las pericias aprendidas a los ingleses, diestros en estas artes. Don Dionisio se sentía desconcertado pensando en el rumbo que había tomado su vida: era un traidor de la corona, un filibustero; un cínico enamorador y un perdido enamorado. Sus deseos fueron más grandes que su prudencia. El diez y siete de septiembre, a las cinco de la tarde, terminó la carta que enviaría tres días después, con uno de sus subordinados de confianza, quien llevó a Cartagena de Indias la misiva, después de remar por espacio de ocho horas. Don Dionisio, trastornado de amor y enardecido por el deseo, hizo llevar la nave hasta la isla Barú, pese a la protesta de la tripulación, a la que logró persuadir sacrificando parte de su botín. Juan Torres se hizo conducir hasta la casa del Gobernador. Fue recibido por doña Clemencia. Doña Leonor, ansiosa, rompió el sello lacrado, desenrolló el papel y empezó a leer: 9 de agosto del año de Nuestro señor de 1689 Islas Canarias. Amada y recordada Leonor: (doña Leonor buscó una silla y se sentó. Le faltaba la respiración y sus ojos 46


inundados le impedían leer. Su hermana la socorrió con un pañuelo y ella pudo continuar). Después de muchos inconvenientes que tuvieron a nuestra nave a punto de zozobrar, estoy de nuevo a salvo por la gracia de Dios y vuestras oraciones. Aquí en tierra firme, mirando el atardecer, recuerdo vuestros ojos de un doloroso azul. Fueron ellos mi fanal en las sombras aciagas, donde vuestro amor y el divino Hacedor, no me dejaron sucumbir en las tenebrosas noches, cuando los mares habrían sus fauces. Vuestro recuerdo fue el faro que me llevó a feliz puerto. Érais la estrella de los piélagos, la guía que tiende mi razón sobre mi corazón enloquecido. Recordado amor: en un tiempo, que espero sea breve para estos apuros del corazón, recorreremos de nuevo el malecón en las tardes soñando un mismo mundo. Cuando miréis el mar recordad que en las olas llagará el dueño de vuestros días. Mandadme muchas esperanzas que en forma de arrullo mecerán mi sueño. Espero encontraros tan bella como vuestro recuerdo. Tuyo,

Capitán Dionisio de Ochoa.

Volvieron a renacer las esperanzas de doña Leonor, y se le oía cantar mirando al mar donde algún día, con la venia del Altísimo, lo vería aparecer encumbrado en el mástil para avistarla cuando arribara a la ciudad amurallada, e indagaba sobre el mar, los piratas y España a los capitanes que iban a casa de don Alonso, para terminar preguntando por don Dionisio. Fue por esta vía, el veinte de marzo del año de Nuestro Señor de mil y seiscientos noventa, faltando un mes para cumplirse el primer aniversario de la partida de don Dionisio, que se enteró doña Leonor, por intermedio 47


del Capitán Cristóbal de Santacruz y Casas, que su amado Dionisio compartía su corazón y su vida con su dignísima esposa doña Sofía Idárraga, que lo esperaba hacía tres años en Sevilla con sus cuatro hijos. Doña Leonor perdió el sentido, y mientras sus desmayos eran tratados con sales y paños de yerbabuena, doña Clemencia recogía uno a uno los pormenores de la comedía del gran bufón, así lo apodó, por la farsa en que enredó sus vidas. Doña Leonor no volvió a hablar, se le veía absorta, como una autómata mirando al mar, con sus ojos extraviados en una pregunta. Don Alonso, mientras tanto, cumpliendo órdenes del Rey, organizó una expedición con la intención de dar por terminadas las labores de los bucaneros, que tenían intimidados a los moradores de la ciudad. Con cuatro carabelas y una fragata, tripuladas por doscientos hombres, partió de Cartagena. El siguiente es el informe que Don Alonso remitió a la Real Audiencia, sobre el desarrollo de las acciones bélicas de ese día: El siete de abril del año de Nuestro Señor de mil seiscientos noventa, partimos del puerto de la ciudad de Cartagena de Indias, con cuatro carabelas y una fragata al mando de cinco capitanes, ocho contramaestres, y ciento ochenta y seis hombres. Tomamos rumbo noroccidente, bordeando las playas del Caribe, pasando por el cabo San Nicolás, hasta llegar a la bahía de la Buena Esperanza, aproximadamente 60 millas, donde, por información recogida entre los distintos viajeros, se encontraba el grupo de filibusteros que tenían en ascuas nuestro mares. Resguardados en la playa de bahía Caballo pasamos la noche. A la mañana siguiente preparamos la fragata con una tripulación de diez hombres en cubierta y, ocultos en la quilla, veinte más. Según lo previsto la nave enemiga los abordó a las once horas, y mientras se 48


presentaba una feroz contienda, nosotros, las cuatro carabelas restantes, mejor equipadas, sumadas a la superioridad de nuestras fuerzas, sometimos al enemigo al caer la tarde, a las dieciocho horas aproximadamente. La nave, aunque con otras insignias, logré constatar que pertenecía a nuestra Armada, y temí inicialmente que hubiese sido incautada por los ingleses, pero comprobamos que era la misma carabela que meses antes había zarpado de la muy hidalga cuidad de Cartagena de Indias. Encontramos al mando de la nave al antes capitán de nuestra inexpugnable Armada, don Dionisio de Ochoa. Éste fue hecho prisionero con parte de la tripulación con la que había zarpado un año antes. Lo que aconteció en el puerto, a la llegada de

los prisioneros, fue conocido de primera mano por sus habitantes, y cada uno lo narró a su manera, como son los hechos cuando pasan a ser leyendas de amor. Estos han llegado hasta nuestros días en el siguiente relato: Cuando en levante se vieron aparecer las naves, toda la ciudad salió a su encuentro, conocedora de la noticia. Bajaron de una de las carabelas los prisioneros, diez en total, destacándose el capitán Dionisio de Ochoa. Entre los curiosos se encontraban las dos hermanas mirando al derrotado, que con las manos atadas a la espalda, contemplaba a doña Leonor con vergüenza, resignación y un pertinaz amor. En medio de sus lágrimas las vio avanzar. Las mujeres se acercaban. Él, inmóvil, las esperó. Toda la ciudad fue testigo de cómo doña Leonor se soltó del brazo de doña Clemencia, corrió hasta el prisionero, lo abrazó, de su corpiño sacó una daga, y mientras la hundía en el pecho del prisionero, una y otra vez, repetía: amor, amor, ya nunca te irás, amor. Le besó en los labios y lo abrazó contra su pecho mientras moría. 49


Esta narración escueta, recogida, como hemos dicho, por varias fuentes de la época, estimulada por la emotividad y la urgencia de dar a conocer los sucesos, también tenía implícita una súplica a la Real Audiencia: compasión, dado el estado de enajenación con el que actuó doña Leonor. Se dejó constancia del perjurio en los alegatos del juicio, y el estado de perturbación mental en el que quedó sumida por culpa de tan vil falacia. La señora Leonor estuvo al cuidado de su hermana doña Clemencia y de su cuñado don Alonso hasta su muerte, dos años más tarde, y es parte de la leyenda que todos los días se la veía en la terraza mirando al mar, en su silla de convaleciente, estrechando contra su pecho un pasado imaginario. Los juglares a esta narración, mitad historia y mitad leyenda, le compusieron una canción que ha llegado hasta nosotros fragmentada, pero conocedores del relato están de acuerdo en que terminaba con el siguiente estribillo:

Ella se murió de amores frente al mar; él le robó el corazón y ella la vida.

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Juan Guillermo Valderrama Santamaría

Don Eligio y Cambalache Don Eligio y Cambalache eran dos de los personajes más conocidos del barrio. El primero no excedía el metro con sesenta de estatura, el otro casi acariciaba los dos metros. Ambos se teñían cabello y cejas de un negro acerado, conseguido con la ayuda de ungüentos misteriosos y su sabiduría de fígaros, que no dejaban ver sus prominentes canas de hombres sesentones. Sus cabezas se asemejaban a un par de cuervos parados en un potrero. Cuando no estaban trabajando, que era casi siempre, usaban camisa blanca de cuello y puño almidonados, traje y corbata, zapatos lustrados y un olor a agua de rosas que impregnaba por minutos todo lo que se atravesara en su camino. Tomaban aguardiente juntos, hablaban de países lejanos, de los tiempos de antaño, de cómo era la ciudad de entonces, la del tranvía, cuando las calles aún no eran asfaltadas. Charlaban de todo, de música, de tangos, de Gardel, de política, de Gaitán; y se conocían tanto que muchas veces no hablaban de nada. Ambos tocaban guitarra y cantaban, tan parecidos y tan distintos. Don Eligio hacía la primera voz y con su mano izquierda llevaba el compás; Cambalache hacía la segunda y con la diestra iba detrás. 51


En el garaje donde don Eligio tenía su barbería le alquiló a Cambalache un lugar para que trabajara. Recuerdo cada espacio, cada baldosa quebrada del piso, cada aroma, cada ruido. Dos sillas marca Jotacé con su respectiva correa de cuero colgando a un lado para asentarle el filo a la barbera; dos espejos con marco dorado y otro más pequeño al frente para que el cliente se viera por detrás; afiches de artistas mexicanas y un póster de Daniel Santos decorando las paredes. Frasquitos, y peinillas y tijeras en un vaso con alhucema; perfumero con una solución de alcohol mezclado con esencias, piedralumbre, brochas y un tarro de talco. Una banca de madera y tres taburetes viejos, un lavamanos, una escoba, revistas amarillentas que nunca cambiaban de fecha, dos guitarras colgadas en la pared, tres capas blancas y un sombrero de fieltro estilo gánster descansando en un perchero. Debajo de las escalas una herradura, una penca sábila y una veladora alumbrando a María Auxiliadora con quemaduras de tercer grado en casi todo su cuerpo de yeso. En el fondo un pequeño escaparate con puertas de vidrio, en donde guardaban toallas y delantales; y encima un radio marca Philips que permanecía despierto. Desde niño, siempre me hice motilar de 52


cambalache debido a que, aparte de ser más dicharachero, sabía acortar la edad entre un niño y un viejo mejor que su camarada etílico y de herramientas. Llevaba siempre consigo un tradicional maletín de médico, en el que celosamente guardaba, aparte del instrumental “peluqueril” con el que atendía los domicilios, un sinfín de baratijas que sólo a él le interesaban, pero también a quienes nos embrujaban aquellas pequeñas cosas, para la mayoría baladíes, pero que gozaban de un cierto valor sentimental e histórico, que él explicaba con lujo de detalles. Cuando abría su maletincito, aquel pequeño corazón de gitano, de cuero negro, un olor a curiosidad penetraba mi nariz y cerebro. Mis ganas de fisgonear eran tan desmedidas que pasaba inadvertido el olor a pachulí de Cambalache. No sé como guardaba tantos objetos allí, era como si al ir metiéndolos, de inmediato desaparecieran. Su inventario constaba de: llaves antiguas, pequeñísimos candados de bronce, un sacacorchos, llaveros publicitarios, un lapicero dorado, una pulsera oxidada por el tiempo, un pisapapeles de vidrio, una cucharita de plata, un calzador de madera, una mano para rascarse la espalda, un abrecartas, anillos con piedras verdes y rojas, monedas de diferentes países, camándula, una cadenita con crucifijo y un puñal desarmable, con cacha de cobre, repujada con una calavera, y hoja de acero inoxidable, que era mi mayor codicia infantil. Un día en un buen negocio me quedé con él. Con Cambalache fue con quien, mal o bien, aprendí a hacer negocios. Él todo lo ofrecía en cambio o venta. No se apegaba a nada y si te veía en los ojos el 53


delirio por poseer algo de su maletín te lo prestaba por semanas para hacerte sentir su dueño. Era una especie de barco pirata que se quedó encallado en una barbería. Nunca supe dónde era su casa, pero imaginaba que si así era su valija cómo sería el cuarto de san alejo de aquella. Después de crecer no volví a hacer negocios de niños, me olvidé de aquel garaje con olor a piedralumbre, donde hacía trueques y me cortaban el cabello. Las peluquerías se fueron cerrando en el barrio y en su lugar aparecieron los salones de belleza, con luces de neón, música en inglés y estilistas travestis. Poco después de que don Eligio y Cambalache cerraron su negocio y jubilaran sus guitarras y tijeras, la vida misma se encargó de jubilarlos. Por eso cuando veo cuervos parados en algún potrero vuela a mi mente el recuerdo de ese par de profesionales de la estética capilar del ayer; y aunque ya no poseo aquel puñal con cacha de cobre que desapareció de mis manos como desaparecieron mis sueños, conservo intacto el olor de aquel maletín de cuero negro.

Barrio triste Barrio con olor a pegantes, donde la cocaína se confunde con el hambre, y da lo mismo ser un niño pisando el pavimento con los pies descalzos, que un anciano que recuesta su cabeza en una acera fría con el pelo cano. Allí todo da lo mismo: ser una niña preñada, con sus pechos apenas asomando, que una 54


abuela de cadavérico rostro tallado por la droga, que más que abuela parece un esqueleto que al cementerio va caminando. Barrio con sabor a sangre, donde los muertos aún no tienen cristiana sepultura, y de día y de noche deambulan por las calles, como tratando de que alguien se apiade de ellos y los lleve por fin a su última misa. Unos, con sus mortajas convertidas en cobijas al hombro, caminan por las calles sin rumbo; otros, casi desnudos, parecen espantos más que seres humanos, almas en pena que aún no abandonan este mundo. Barrio con sudor a muerte, donde la vida vale lo que cuesta conseguir un gramo de polvo seco, donde se olvida la dignidad, y por unas cuantas monedas se compra lo que nunca en la vida se vende. Allí todo tiene precio y nada tiene valor. Huesos de seres humanos que se confunden en esas calles asfaltadas con excrementos y orines, unos de perros, otros de indigentes; olores a cocaína en humo convertida, sabores a pegantes de zapatería que se adhieren a las narices. Barrio con color a olvido, que pareciera ser la ciudad de los muertos vivos, donde nunca verás a un hombre con sotana y menos a una mujer de hábito por vestido, ya que cuando los primeros se preparan a salir de sus sepulcros, los segundos en sus aposentos se disponen a rezar y a darle gracias a Dios por tantos favores recibidos. Pareciera que cuando Dios está dormido el diablo saliera por esas calles comprando almas. Barrio con amor a vida, donde se te agradece más un abrazo que un plato de comida. Sí, allí donde es más importante una mirada de ternura, que una moneda que salga del bolsillo de un alma caritativa. Sí, 55


allí donde hay seres humanos con nombres y apellidos que valoran más un apretón de manos que mil gramos de cocaína. Lo digo por haber estado muchos años allí, de donde un día salí con mi cuerpo y con mi alma convertidos en mugre, prometiendo ayudar a hacer un poco más alegre a Barrio triste.

La pesadilla del paisa Cuando aquella tarde todos salieron en romería familiar a despedir a Ramiro al aeropuerto, rumbo hacia los Estados Unidos, yo, por ser el menor de todos, debía quedarme a cuidar la casa por decisión inapelable de mi padre. Para mí eso no era ningún castigo, ya que me sentía feliz en aquella soledad que me daba la libertad de conocer de cerca las pertenencias de mi hermano mayor, dejadas en aquel baúl de madera forrado en latas de galletas Noel, que guardó en el cuarto de san Alejo con la orden expresa de no ser abierto por nadie. Yo, aquel día, no podía desaprovechar la gran oportunidad de conocer más de cerca las intimidades que él fue atesorando en el transcurso de su niñez y adolescencia. Además, me sentía el único heredero de toda su fortuna, ya que siempre fue mi modelo a imitar. Así que, sin demora alguna, abrí aquel baúl que dejó escapar de su interior el inconfundible olor 56


a naftalina que todo lo cubría, y fui sacando uno a uno, con el mismo cuidado con que él los guardó, un álbum repleto de artículos periodísticos de fútbol, una colección de la revista “Vea Deportes”, media docena de “El Gráfico”, un balón de vejiga medio roto con el escudo desteñido del Medellín, una camiseta azul con el número diez y el logotipo de Tejicóndor, un par de medias de lana blanca con más rotos que puntadas, un escapulario de la Virgen del Carmen y una tulita de tela roja que tenía en su interior solamente un guayo derecho, de cuero negro recién lustrado, que a pesar de su brillo no podía ocultar aquel sinfín de encuentros de fútbol en mil canchas diferentes. Me sentía feliz con aquel botín derecho en mis manos, pero a la vez muy confundido, ya que por más que busqué en el interior de aquel baúl nunca pude hallar su compañero. En mi infantil ingenuidad pensaba que, al colocarme aquel guayo derecho, mi pierna arrebataría como por arte de magia aquellas cualidades innatas de su antiguo dueño, su forma de acariciar el balón, sus pases precisos, sus amagues, y por consiguiente el favor del público y las miradas coquetas de las muchachas del barrio. Cuando me calcé por primera vez aquel guayo, descubrí que al menos en talla yo era mayor que Ramiro, pero no me importó. Esa tarde de domingo jugaría el partido de mi vida en la mejor calle que había en el barrio para hacerlo, “El Maracaná”, una calle amplia, nivelada, con aceras inmensas, con lozas de cemento donde antes hubo antejardines, con poco tránsito de carros y personas. Era la calle perfecta para correr detrás de aquella pelota de carey color café. Era el clásico más nombrado de aquel sector, Santa Mónica 57


versus San Fernando, ya que siempre existió rivalidad entre estos barrios por ser, los primeros de clase media alta, y los segundos de clase baja baja, aunque vivieran en una de las colinas más empinadas de la ciudad. Ya los dos equipos estaban dispuestos para jugar: los quicios llenos de hinchas, los balcones tenían cupo completo, hasta las ventanas parecían palcos y don Ignacio, el tendero de la esquina, a pesar de su mal genio y de que no le gustara el fútbol –pues nos decía que no entendía cómo un grupo de peludos perdían el tiempo corriendo detrás de un balón en vez de correr detrás de las muchachas– en aquellas tardes de domingo se le podía notar la felicidad en su rostro, ya que el bolsillo de su delantal se le veía más gordo que de costumbre. Sólo faltaba yo para dar inicio al encuentro. De pronto, cuando salí de mi casa, “El Maracaná” se quedó en silencio al verme con mi cuerpo escuálido luciendo aquellos anteojos de lentes gruesos por mi miopía; con aquella camiseta azul número diez; con ese jean short desflecado y correa negra; con aquellas medias blancas amarradas con cordones a mis rodillas; con aquel guayo negro azabache recién lustrado, calzado en mi pie derecho; y con aquel tenis blanco percudido en el izquierdo. Miré a mi alrededor, pensé en Ramiro, creo que los allí presentes también en él pensaron, le di un beso al escapulario que colgaba de mi cuello, me santigüé, y comenzó el encuentro. A pesar de que lucía la camiseta número diez, dejada por Ramiro, no me bastó con eso para ocupar su puesto en la cancha. Allí todo era merecido por condiciones y no por herencia ni apellido, así que me ordenaron custodiar aquella portería demarcada por 58


dos adobes distanciados cinco pasos uno del otro. Era el puesto destinado en aquel tiempo a los jugadores más torpes, y yo no iba a ser la excepción. Aquellos partidos no tenían tiempo límite que se pudiera medir en un reloj. Se medían por goles, y aquella tarde el ganador sería el que primero completara cinco. Ya el partido se encontraba en su agonía, íbamos igualados a cuatro goles, a esa calle no le cabía un alma más, sólo tenía un espacio pequeño vacío para albergar aquel quinto gol. Yo me disponía a sacar del arco, bajé la cabeza miré mi guayo derecho invoqué a Ramiro a la Virgen del Carmen lancé la pelota al aire y le di un puntapié con lo que aún me quedaba de fuerzas pensando en que llegara hasta el arco contrario, con tan mala suerte para mí que la pelota hizo un extraño giro en el aire y fue a estrellarse contra la puerta del garaje de latón de mi casa, que dejó escapar un lamento semejante al de un tambor destemplado. Inmediatamente, desde la terraza de aquel tercer piso apareció un baldado de agua por los aires, que empapó mi acalorado cuerpo. Todo mundo reía al ver mi desconcierto. De pronto se escuchó una voz recia, que irrumpía desde aquella terraza: ¡Juan Camilo, se me entra ya para la casa, y no se lo digo sino una sola vez! Era la voz de mi padre. Ese día me sacó tarjeta roja, y como no había apelación, así que adiós partido de fútbol, adiós “Maracaná”, adiós tribuna, adiós camiseta número diez, adiós guayo derecho, adiós sueños, “adiós muchachos compañeros de mi vida”. Aquella tarde de domingo me di cuenta de una vez por todas que yo no había nacido para el fútbol, 59


que hubiera sido mejor no haberme colocado aquel guayo que me presionaba la sangre por lo estrecho, y el martirio de aquellas puntillas en su suela, que por más que remaché nunca pude evitar que se enterraran en la planta de mi pie como para recordarme que yo no era su dueño, que nunca sería capaz de emular tan siquiera una de las tantas proezas realizadas con el balón por mi hermano mayor. Llorando, abrí de nuevo aquel baúl y coloqué en la misma forma que las había sacado, una a una, las prendas que no me pertenecían. Cerré el baúl, y asimismo cerré mis sueños de ser futbolista. Tal como se lo estoy contando sucedió, don Genaro. Aquella tarde entendí, a pesar de mis escasos años, lo que tanto me repetía mi mamá: El hábito no hace al monje, mijo. Pero mi amor por el fútbol nunca cambió, y aquel día de diciembre, mientras me dirigía con mi papá en un bus de Santa Mónica hacia el centro de la ciudad, escuché cuando por uno de los parlantes del radio decía el locutor: “Millonarios campeón del fútbol rentado colombiano”, y en orden descendente seguía dando la clasificación de cada equipo. Cuando dijo con aquel tono medio sarcástico: “Y en el último lugar, en el baúl de los olvidos, en el sótano, en el lugar sólo destinado a los convidados de piedra, el desteñido verde de Antioquia, Atlético Nacional de la ciudad de Medellín”, inmediatamente recordé el baúl de Ramiro, pensé en aquellos complejos que se me generaron aquella tarde de domingo en el “Maracaná”, empuñé mi mano, viré mi cabeza, miré a mi padre y le dije con orgullo: “Yo voy a ser hincha de ese equipo”. Sentí su codo entrando en mis costillas, su mirada penetrante y su voz de militar que me dijo: “Usted siempre llevando 60


la contraria. En la casa todos hemos sido hinchas del poderoso y liberales de nacimiento; no más me falta que hasta godo me resulte”. No dije más, pero sentí un baldado de agua, igual al de aquella tarde, corriendo por todo mi cuerpo. Desde aquel día me dediqué a coleccionar, en estos cuarenta y ocho cuadernos de cien hojas cada uno que le estoy mostrando, cuanta fotografía y artículo de prensa salía en periódicos y revistas. Mírelas bien don Genaro, no le miento, esto es un tesoro que cualquier estadígrafo deportivo pagaría lo que fuera por él. Aquí están recopilados cuanto artículo e imagen publicaron del Nacional en “El Colombiano” desde mil novecientos setenta hasta el año mil novecientos noventa y cinco, en que mi conflicto con el basuco y el alcohol se convirtieron en ingobernables, y tuve que abandonar la comodidad de mi hogar para tirarme a la indigencia. Vendí cuanto poseía, renuncié en el sexto año a mi sueño de ser abogado para defender a los miserables de Víctor Hugo, y en el transcurso de los últimos diez años, sobreviviendo en la calle, quedó lo que ahora ve usted de Camilo: un reciclador, o habitante de la calle como ahora nos cataloga la sociedad y sus políticos. Ya hasta estatus nos dieron, “habitantes de la calle”, un nombre sonoro y bonito, pero la verdad a mí me sabe igual. Hoy al despertarme se me metió el demonio a la cabeza y le reclamé a mi mamá estos cuadernos que eran el único cordón umbilical que me ataba ya a mis sueños de ser futbolista y a mi familia. Nunca en mi vida me pasó por mi cabeza vender estos cuadernos. Sé que al venderlos con ellos se me irá mi vida, pero la verdad, ya no me importa. Valórelos don Genaro, ya 61


que sé que usted al igual que yo ama a ese equipo más que a su mujer, sé que se muere por el verde, y esos dos afiches de Andrés Escobar y Nacional campeón de la Libertadores me lo confirman. Vea mijito: toda esa historia que me contó, le juro, casi me pone a llorar, y tiene razón, soy hincha del verde hasta morir, y si algún día un hijo me sale con el cuento de que resultó hincha de los rojos de la montaña, sin misericordia siquiera lo echaré de la casa. No admitiría en mi casa ni putas, ni ladrones, ni maricas y menos hinchas del Medellín, pero como puede ver mijo, yo no soy ningún estadígrafo, o eso que dice usted. Este negocio no se puede manejar con el corazón. Por eso ha sobrevivido aquí cuarenta años. Sin embargo, por el sólo hecho de haberme contado lo que hizo su papá con usted, le compraré estos cuadernos a un precio que nadie podría igualar. Miré con asombro cómo don Genaro colocaba en la báscula mis cuarenta y ocho cuadernos, mientras me decía: seis kilos a trescientos cincuenta pesos cada uno, ya que se los voy a pagar mijito a precio de papel de archivo, y estirando su mano dejó caer en las mías el resultado de aquella suma. Mientras salía de aquel lugar, en medio de mi angustia escuché una voz en tono paternal que me decía: “Discúlpame Camilo, no conozco a tu papá, pero si es hincha del Medellín y liberal, tiene que ser un hijo de puta también”.

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Cooperativa familiar Corría para mí aquel tiempo en que el sábado y el domingo tenían menos horas que los otros días de la semana, y mis metas más inmediatas y anheladas eran: las vacaciones de Semana Santa, mitad de año y diciembre. Tenía siete años y cursaba mi primer año escolar. A pesar de haber sido el décimo fruto del racimo familiar, mitad mujeres, mitad hombres, el último embarazo de la vieja y el último pincelazo firmado por los genes de mi padre, nunca disfruté de prebenda alguna, porque en mi casa se practicaba el cooperativismo hereditario, una especie de socialismo antioqueño, en donde todo se compartía y, para mi infortunio, todo lo del mayor era heredado por el menor. En mi casa todo se repartía por partes iguales, equitativas y justas, es decir: El papá, cada vez que su sueldo de maestro se lo permitía, le compraba a Ricardo, el primogénito, ropa nueva de pies a cabeza; y, en consecuencia, los otros cuatro hermanos varones también estrenábamos de pies a cabeza. Óscar estrenaba la ropa que antes había pertenecido a Ricardo, Jorge la de Óscar, Luís la de Jorge y yo la de Luís. Se podrán imaginar la ropa que me tocaba estrenar, después de haber pasado por cuatro estrenos anteriores. Con las mujeres pasaba igual: Cruz, por el derecho que le confería ser la mayor de las féminas, era la primera en estrenar. Después, en orden descendente: María Eugenia, Amparo, Clara y por último la pobre Gladis, quien padecía el mismo infortunio mío. Aclaro: en mi casa (no recuerdo si en las demás sucedía lo mismo), 63


la ropa y los zapatos tenían que acomodarse al cuerpo de quien los heredaba, condición que, por fortuna, no representaba mayor obstáculo, puesto que entre unos y otros nos llevábamos, a lo sumo, un año de diferencia. En aquellos días no existían, o al menos yo no los conocí, los afamados restaurantes de pollos asados que ahora se ven diseminados por toda la ciudad, pero, como sustituto de éstos, El papá, de vez en cuando aparecía en la casa con una gallina criolla, atada de patas a una cabuya colgando de su mano, cual cazador europeo. La cabeza del animal, de un color azulado, debido a la ley de la gravedad se bamboleaba con su pico casi tocando el suelo; la cabeza de El papá igual se bamboleaba, pero por los efectos del alcohol. La negra Juana salía, le recibía ese trofeo forrado en plumas, y comenzaba un ritual del cual se ocupaban únicamente ella y La mamá. Con la gallina en su poder, ambas se dirigían al patio trasero de la casa. En comunión de razas y de pieles –la negra de Juana y la blanca de La mamá– se unían para volver comestible el cuerpo del animal que, a pesar de tener alas, nunca supo que sus antepasados pudieron volar. La mamá hacía las veces de fiscal y la negra Juana de verdugo, tal vez por ser la “sirvienta”, o por lo oscuro de su piel. Empuñaba la cabeza de la gallina con su mano derecha, con su izquierda le abrazaba el cuello y acto seguido la recostaba contra su macizo y cenizo muslo. Entonces La mamá daba la orden, y Juana comenzaba a retorcer en direcciones opuestas cuello y cabeza del desafortunado animal, que no decía ni pío. Cuando se escuchaba un sonido seco que la mamá definía como “el crujido de la barra de 64


chocolate”, daba la orden de finalizar la ejecución. La gallina, agonizante, amarrada por las patas, era colgada a un pasamanos que conducía al segundo piso, para que las últimas gotas de sangre escurrieran hacia la cabeza y la carne no se tiñera de un color azulado que la vieja no deseaba. Era traumático ver aquel animal convulsionando agonizante y girando en círculo, como un péndulo. Proveniente de la cocina aparecía una enorme olla con agua hirviente, en donde era introducida, en cuerpo y alma, la totalidad de la que en vida fue la mamá de los pollitos. Un olor a rincón viejo se apoderaba del ambiente y las plumas comenzaban a flotar por el contorno de la olla, como queriendo volar. Las manos expertas de la negra y de La mamá, en un santiamén, arrancaban sin misericordia la plumífera vestimenta de la difunta, hasta dejarla como la mandó Dios al mundo, totalmente desnuda, sin siquiera una pluma, lisa como un huevo. Luego hacía su arribo la caneca de la basura, de latón y previamente lavada (en aquella época no habían inventado aún las bolsas negras para echar la basura, ni las canecas de plástico). La colocaban en mitad del patio, la llenaban con hojas de periódicos y le prendían fuego. Cual funeral vikingo, introducían en aquella pira el cadáver en pelota, para quemar los restos de alguna incipiente pluma o pelo que pudiera haber quedado, y darle un sabor ahumado a la carne. Para ser honesto, ese era el acto más cruel y salvaje que mis infantiles y aún ingenuos ojos habían presenciado. Me dolía en el alma observar aquel “gallinicidio”, pero, mucho más me dolía saber que las premeditadas asesinas eran las dos personas que 65


más me cuidaban y querían. Pero, a Dios gracias, los niños, igual que los perros, tienen una cualidad innata: olvidan las circunstancias adversas de sus vidas, por muy traumáticas que éstas hayan sido, a cambio de una simple caricia o un carnudo hueso, sobre todo si éste es de gallina. Cuando, por fin, las presas del descuartizado animal estaban convertidas en sancocho, bistec, o bronceadas cual pornográficas esculturas, comenzaba la anhelada repartición. Al papá, por ser el proveedor de tan exquisito manjar, le servían de primero su merecido y muy preciado laurel: la cabeza. Totalmente calva, pero anatómicamente intacta, previamente embalsamada cual faraón egipcio, desde la corona hasta donde terminaba su otrora elegante gargüero, con arroz, las vísceras y los huevos que aún conservaba en la huevera la fértil bípeda, todo sazonado con la sangre de la difunta. Una rudimentaria cremallera, hecha con aguja e hilo común, remataba el corte de franela de la despescuezada. Luego, como si esto fuera poco, El papá agarraba para sí la rabadilla. Acto seguido los demás comensales, por jerarquía de edad, tomaban su botín; a mí, como era lógico, siempre me dejaban el costillar, o como decía La mamá, “la presa del bobo” porque no tenía ni un ápice de carne, pero quien osaba espulgar en la enmarañada armadura se entretenía mucho rebuscándosela. Esa presa no era de mi total desagrado, debido a que los pulmones, celosamente escondidos en su interior, eran algo así como el caviar de los pobres. Recuerdo que, en una ocasión, asombrado le pregunté a La mamá: ¿Amá, por qué mi costillar no trajo pulmones? Su sabia respuesta fue tranquilizadora y contundente: ¡Mijo, 66


la mano de Dios sabe por qué hace sus cosas; a esta gallina la mandó a la tierra sin pulmones! Pasados los años me di cuenta de que la rapaz mano de Clara, mi hermana, había obrado en aquella ocasión como mano omnipotente. El papá, a veces tenía conmigo ciertas consideraciones que no otorgaba a nadie más: cuando me observaba roer con desencanto el desnutrido esqueleto, sonreía y, como premio a mi humildad franciscana, dejaba caer en mi plato el cráneo del animal, ya sin rastros de piel, pero aún con los ojos y sesos, que yo devoraba con avidez. De esos tiempos recuerdo a La mamá amasando, sobre el poyo de la cocina, sus recetas ancestrales y secretas, de colores provocativos, olores pegajosos y sabores acaramelados. Más de la mitad de nosotros hacíamos redondel en torno a su figura. Ella, con paciencia y medida, cernía harinas, azúcares y polvos, para luego mezclarlos con mantequilla, huevos, especias y pasas. Terminado aquel misceláneo truco de alquimia, sacaba su mano, embadurnada con la magistral pócima, como ubre repleta de leche, y nos daba a mamar de sus dedos, cual vaca a sus hambrientos terneros. Un par de horas más tarde se partía la vaporosa torta. Asimismo, como si lo anterior fuera poco, singulares eran los traídos del Niño Dios, (hoy remplazado por el colorido Papá Noel y la solemnidad de los Reyes Magos) que encontrábamos al lado de las camas, al amanecer de los 25 de diciembre. Como la economía familiar era tan precaria por aquellos años en que El papá llamaba cooperativismo a la pobreza, el Niño Dios tampoco escapaba a esa humilde realidad. 67


No era extraño ver que el mensajero de los aguinaldos navideños nos llegara con regalos compartidos, para dos o más hermanos, como parqués, ajedrez, escalera, monopolio, lotería y otra gran diversidad de juegos colectivos. Pero el regalo que más me impactó, y que conservo intacto en la memoria, fue cuando aparecieron unos patines, de correas de cuero rojo y hebillas plateadas, que les daban un aspecto de sandalias capuchinas. Cada uno tenía dos estribos en hierro, que encajaban perfectamente uno en otro como rieles, para facilitar diferentes medidas; debajo un tornillo de fijación y cuatro ruedas metálicas que daban vida a aquellos esquís artesanales. Cuando comenzaron a rodar, chillando por el largo corredor de la casa con un traqueteo que se confundía entre cascabeles y gatos, Danger, el perro, ladraba detrás de ellos. El Niño Dios tuvo aquel año la celestial idea de traer un par de patines para Gladis y Clara, léase bien: un par de patines. El patín izquierdo era para Clara, el derecho para Gladis. Era un espectáculo circense verlas cojeando por el corredor, impulsándose pegadas a las paredes, tratando de equilibrar el cuerpo para rodar siquiera un escaso metro, montadas en aquellas cuatro ruedas que comenzaron a apachurrarse y a vomitar balines por donde rodaban. En aquella ocasión primó el individualismo sobre la consanguinidad y, muy a pesar de las buenas intenciones del viejo, ninguna de las dos prestó su artefacto a la otra, y así ninguna aprendió a montar en patines. Años después, cuando entendí el verdadero significado del valor del dinero, comprendí que La mamá, aparte de ser ama de casa, era una empírica 68


ministra de economía y alimentos; y el viejo, fuera de consagrado maestro, era un asombroso mago.

El camión de la basura Cuando trato de hurgar en el anaquel donde reposan mis empolvados calendarios y lejanas evocaciones, nunca logro ir más allá de una imagen limpia de niño, con primitivos cinco años, en calzoncillos y descalzo, corriendo por las calles del barrio tras el camión de la basura. Desde que almaceno recuerdos he sentido un descomunal encanto, una admiración profunda por todo aquello que le lleve la contraria al mundo y sus habitantes. Mis amiguitos de cuadra eran normales, sus aspiraciones eran las mismas que tenían todos los niños a esa tierna edad. Soñaban con ser médicos, bomberos, policías, aviadores, maestros, esposos, amas de casa… Y no faltaba quién quisiera ser guerrillero, que para la época también era un sueño normal. Yo, en cambio, me salía de esos parámetros. Mi mayor ilusión era la de llegar a trabajar en las Empresas Varias de Medellín, pero no como chofer de alguno de sus camiones recolectores, no; quería ser un operario raso, de overol caqui y botas cafés. Soñaba con ir colgado en la parte 69


trasera, levantando y vaciando canecas hasta llenar la góndola y manipular la palanca que hacía desaparecer la basura como por arte de magia. Como estaba seguro de que a mis vecinos, amigos, y mucho más a mi familia, ese anhelo de llegar a ser recolector de los desechos de la ciudad les parecería descabellado, y me haría acreedor a un sin fin de burlas y regaños, siempre lo mantuve en secreto. Aunque no tan en secreto, puesto que mi desmedido afecto por esculcar canecas y mis constantes visitas a la cañada aledaña a mi casa, que servía de morada de gallinazos, ratas, ratones, zancudos y cuanto desperdicio resultara de los vecinos del lugar, cada día fue haciendo más evidentes mis ilusiones infantiles. Todos los lunes y jueves, días en que pasaba el camión recolector, de cada hogar iban sacando canecas repletas de desechos. Yo me inventaba cualquier excusa para salir a la acera y, al menor descuido de la mamá o de la Negra Juana, me iba retirando con disimulo, atraído por aquellos barriles de latón que parecían soldados en perfecta fila custodiando el vecindario. A mis incipientes años ya sabía qué familia botaba la mejor basura y cuál la peor. Me bastaba con olfatear una caneca a un metro de distancia para saber si era digna de mis expertas manos. Mi nariz aprendió a diferenciar, separar y bloquear lo dulce de lo vinagre. Por eso no perdía tiempo en requisar canecas que sabía que no contendrían más que simple basura, como las de doña Margarita y doña María, sino que me concentraba en las que acaparaban mi interés debido a sus misceláneos contenidos, como la de Nora y la de José David. Nora era una estudiante de medicina que vivía 70


con su abuela materna frente a mi casa y que cada mes, sin falta alguna recibía, procedente de tierras lejanas, un infinito surtido de perfumes y acaramelados tesoros, empacados en estuches de madera y cajitas de latón dorado que, una vez vacíos, iban a parar a su caneca y de ésta a mi poder. Coleccioné por más de dos años cuanto frasco, cajita y tarrito encontraba en aquel gigantesco sombrero de mago. Me fui convirtiendo en un experto catador de los aromas de golosinas, chocolates, galletas, perfumes franceses, y todo aquello que me despertara la curiosidad olfativa y visual. Esa caneca era para mí algo así como una tienda de juguetes, la bodega de un gitano, un galeón español hundido en alta mar y encontrado por este piratita en calzoncillos. De idéntica manera como iba ocultando, debajo de mi cama, todos los tesoros encontrados en aquella caneca, asimismo iban desapareciendo. Unas veces por la inclemente orden que daba la vieja a la escoba de la Negra Juana, otras por el meticuloso orden talador de mi padre y, las más, por las manos rapaces de mis hermanos que, sin respeto alguno por su hermano bucanero, hacían suyos mis tesoros. Aunque esto lo supe años después. De todo cuanto hallé en esa arca cilíndrica, mi más preciado botín fueron unos platillos dorados con correas de cuero, que hicieron las delicias de mi agudo oído musical y provocaron infinitos dolores de cabeza en mi pobre familia, ignorante en los refinados gustos por la música culta. Nunca supe adónde fueron a parar aquellos instrumentos, pero imagino que aún deben retumbar en una de las bandas musicales de algún pueblo olvidado. 71


La de José David era una caneca de trabajo pesado, que hacía camino para su jubilación. Y, aunque en nada se asemejaba a la de Nora, embelesaba de idéntica manera mis instintos de canequero explorador. Era mucho más grande y pesada, sus paredes presentaban infinidad de cicatrices debido al duro trajín, y en su base se apreciaban pequeñas heridas propinadas por los estragos causados por el óxido y el maltrato de su dueño. En las uniones, donde el latonero puso el soplete, era el único lugar que conservaba rastros de su original pintura gris. Al verla desde la distancia inspiraba tristeza. Su forma de erguirse ya no era la misma de antaño, debido a la cada vez más prominente cojera, que era, lo sé, el hazmerreír de sus camaradas de faena. Pero a ella eso parecía no importarle, y mucho menos a mí. Sabía que dentro de su arrugada piel de metal guardaba experiencias, historias, misterios, olores, texturas y formas que ninguna otra, por muy altiva y arrogante que pareciera, me podría revelar. La primera vez que conocí los encantos de aquel rechoncho y veterano baúl fue una mañana de diciembre, en que el papá me mandó a traer un poco de aserrín para hacerle el pesebre al que nacería el veinticuatro. Desde aquel día hasta hoy he relacionado el olor de la madera con la navidad. ¡Y quién lo iba a creer! En la carpintería de José David, o mejor, en lo profundo de su caneca, hallé mi verdadera vocación: la de ser artesano. En ella, dos veces por semana, encontraba un gran arsenal de clavos oxidados y retorcidos, que con paciencia y un martillo enderezaba. Descubrí que a mis manos les gustaba más ser acariciadas por una hoja de papel de lija que 72


por las de un cuaderno. Asimismo fui atesorando los listoncitos y las rueditas que quedaban como residuos del bolillo, en el torno. De manera empírica, aprendí a llamar a las maderas por sus nombres: nogal, cedro, tolúa, roble, comino... Los potes de cola blanca, que aún les quedaran unas goticas en su interior, también iban a parar a mi incipiente taller de aprendiz de carpintero. Y así fue como de los retazos de madera que menospreciaba José David y de las cajitas de los dulces de Nora, a las cuales apenas pude conocerles su olor, surgió la maqueta para fabricarme mi primera caja de herramientas.

¡Ahora los viejos somos nosotros! Cada vez que regreso a Aranjuez, el barrio que me vio gastar más de la mitad de mis días, encuentro menos rostros conocidos. Soy como un extraño que llega por primera vez a esas calles que ayer fueron mías. Las muchachas que besábamos entonces hoy pintan canas y cargan nietos rumbo a escuelas o guarderías. Ahora no se ven barras de adolescentes dejando pasar la vida en las esquinas, ni se juega fútbol en las calles, ni pasan niños montados en sus caballitos de palo de escoba y sombreros napoleónicos de papel periódico. Cuando quiero tener en mi cerebro el olor 73


fresco de aquel barrio que me tocó gozar y padecer, me voy al único lugar que aún queda intacto y se resiste a morir: la tiendita de Consuelo, antes de don Ángel, y antes de él… no sé. Ese sitio todavía es punto de obligado encuentro para aquellos que gustamos del sabor amargo de un café, o de un trago añejado en barriles de recuerdo. Desde allí miro el pasado, desde sus taburetes de cuero tostado y sus mesas desvencijadas; esas que hace tiempos acogieron a sacerdotes, médicos, profesores, estudiantes, putas, marrulleros, y una que otra arriesgada ama de casa. Puedo distinguir las pisadas de cada uno de ellos: de “Calzones”, uno de los ladrones más renombrados de la ciudad; de Absalón Vargas, el inspector del barrio, también muy conocido, pero por andar tras de Calzones; del padre Barrientos, quien levantó una parroquia vendiendo empanadas y veladoras a la salida de misa; de los doctores Ramírez, padre e hijo, la salud del barrio; y de mi padre, uno de los maestros más populares y que también anduvo por allí. La vida se va encargando de cambiarnos amigos, mujeres, gustos y hasta parientes. La verdad, se acabó el barrio que conocí y me duele ir a buscar en él lo que no encuentro: algún retazo de infancia o adolescencia, siquiera un alma que me reconozca, un abrazo de un viejo amigo, el olor a mi madre caminando por una acera, la mirada de mi padre reflejada en algún vecino; pero hoy, ni vecinos quedan. Siempre me gustó estar entre pillos y viejos, no sé si para robarles sus historias o aprender un poco de ellos. Cada uno, a su manera, me contaba las mil y una noches del barrio y la ciudad. Pero, a los primeros los 74


mataron, encarcelaron, o simplemente hoy callan por miedo, y a los segundos, de uno en uno, se los llevó la muerte. Ahora que quiero escribir sobre mi Aranjuez y no puedo, entiendo la respuesta que me dio un amigo hace poco. Le pregunté: ¿Memo, dónde están los viejos del barrio? Él, sabiamente, contestó: –Los viejos murieron. ¡Ahora los viejos somos nosotros!

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Juan Manuel Estrada Jiménez

Crónica de masacres 2004 Reconocimientos Esta historia me fue referida por su protagonista, el doctor Juan Fernando Ángel de la Cuesta, cuando trabajé como psicólogo del programa de Unidades Móviles del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar durante los años 2003 y 2004 en el departamento de Antioquia. Este doctor era coordinador de una ONG que realizaba contratos con el ICBF y la Corporación Ayuda Humanitaria. Tras escucharle contar el mismo cuento en tres ocasiones, en las que me encontré con él para tal fin, tuve suficientes elementos para iniciar la construcción de una crónica, la misma que presento a continuación, como testimonio de un aspecto de la historia que estamos realizando los colombianos en este momento de nuestro desarrollo cultural. La introducción, realizada por el doctor César Augusto Hernández, permite entender esta pequeña obra a la luz del psiquismo colectivo y la terapéutica cultural.

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Introducción a Crónica de masacres

Por César Augusto Hernández G., enero 23 del 2006 El ser humano es cruel, pero también es amoroso; es egoísta pero también es magnánimo; es blando, pero también es valiente; los adjetivos gravitan en opuestos alrededor del ser. Tesis y antítesis de las cualidades humanas. Pero no es que la naturaleza del ser sea la división, sino que, a través de la vivencia y la conciencia de los opuestos, el ser se reconoce como “uno” que puede llegar a trascender el conflicto, el “tertium non datur” que explica C. G. Jung. El tercero que está más allá del conflicto de opuestos es el que resuelve la posición y lo hace, porque en sí mismo contiene a ambos. La guerra por ejemplo, como nos lo enseña el autor, no sólo puede sino que llega a ser cruda, es decir: cruel; pero induce, estimula la necesidad del amor; lo humanitario de la guerra es la ayuda al herido, al desamparado, al huérfano; ya se ha dicho, de las grandes guerras surgen los más elevados valores; la muerte estimula a la vida, sin embargo éste entendimiento es el resultado de un gran esfuerzo, de una evolución; Fernando González, el filósofo antioqueño, explicaba esta evolución del ser en tres etapas: En la primera, dice, el hombre vive las pasiones, experimenta sus impulsos; vivencia la polaridad; lo bueno y lo malo según su cultura. En una segunda etapa hace un viaje mental; reflexiona sobre sus pulsiones, todo lo vivido, empieza a encontrar que lo bueno no es tan bueno y lo malo no es tan malo; encuentra la virtud del “mal” y la crueldad del “bien”, en otras palabras: trasciende la polaridad. En una tercera y última etapa, hace el viaje 78


de la intimidad; como un niño, vive sin bien ni mal, pero consciente de que toda experiencia es necesaria, que todo hecho esconde la semilla de la totalidad, la verdadera esencia del ser. En este sentido “Crónica de masacres”, nos conduce en el camino de la reflexión de los opuestos; nos estimula a encontrar la semilla de la madurez en la cruda realidad de los acontecimientos humanos, especialmente los acontecimientos que afectan el alma infantil, precisamente donde la psique está cruda, todavía inmadura, pero donde permanece inconsciente la “fuerza”, la luz que hará del retoño un roble. Juan Manuel Estrada se presenta con este escrito suyo como la semilla que, en esta Suramérica tan golpeada, habrá de hacer cosecha ante el arado de la guerra; pócima sanadora, nacida de la sangre de los hijos del Sur.

Crónica de masacres Aquel día, a las cinco en punto de la mañana, estaba yo dispuesto a ver cómo se cumplía mi destino. No sentía miedo de la muerte; no tenía un centavo en mis bolsillos; llovía; era día miércoles, y si tenía suerte, llegaría a ver el alba del día jueves. En aquella época trabajaba como terapeuta en una institución que, a través de contratos con el Estado, se encargaba de atender a las víctimas de la violencia en Colombia. Como persona dedicada a la atención de este tipo de población, y como médico, fui

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contactado por un organismo internacional que tenía por misión ir hasta una montaña “perfumada por la libertad”, con el fin de rescatar a un grupo de siete niños que, junto a los cadáveres de sus padres, hacía siete días estaban solos en la casa que tal vez siguieran considerando como un hogar. La Personería del municipio y el alcalde y la policía nacional esperaban que cumpliéramos con esta misión, ya que ninguno de estos entes del Estado podía entrar en aquella zona que estaba bajo el control de un grupo armado. Después de tomar un desayuno opíparo, preparado por mi madre, y de digerir junto con el alimento la incertidumbre que me agobiaba, sentí el peso del temor sobre mí al pensar en el destino de aquellos pequeños, que dependía de una jugada tan azarosa como un golpe de dados. El frío de aquella mañana cruzaba mis veintiocho años de edad como presagio de que la experiencia que estaba a punto de iniciar dejaría una honda huella en mi alma. Tomé dirección al punto de encuentro que había fijado previamente con mis acompañantes. La persona que lideraría esta expedición humanitaria era una mujer que medía aproximadamente metro sesenta y cinco centímetros de altura, su piel era de una blancura aria, su cabellera rubia colgaba a manera de cola de caballo, y sus pupilas eran azules. Usaba anteojos. Procedía de un país nórdico, y se encontraba en Colombia realizando misiones de carácter humanitario sin ánimo de lucro. Por aquel entonces su salario mensual sumaba, en dólares, varios millones de pesos colombianos. Se llamaba Clara. 80


El automóvil en el que nos movilizaríamos sería conducido por un joven muy amable, cariñosamente llamado Pepe por sus amigos. Era trigueño, de ojos negros, delgado, y medía un metro con setenta y cinco centímetros. Margarita, la asistente de Clara, era una mestiza hermosa, de piel trigueña, sonrisa radiante, cuerpo regordete como un fruto en perfecto estado de madurez, y cabellera negra atada en cola por un cordel. Todos vestíamos botas pantaneras, bluejeans, camisetas y gorras con los emblemas distintivos de nuestras respectivas instituciones. Partimos hacia una de las zonas de guerra más activas del departamento de Antioquia. Eran las seis de la mañana cuando salimos de Medellín, tomamos la autopista, y del silencio pasamos al tema de las preferencias personales, concluyendo con el tema del amor. Hacía unos seis meses que nos conocíamos, y por ello existía una cierta intimidad entre nosotros. Por tal motivo la conversación empezó a tomar dirección al pasado, y las risas fueron asaltadas por una cierta nostalgia, propia del recuerdo. Viajamos invadidos por un espíritu de recogimiento que nos hizo olvidar por unos momentos el destino que nos aguardaba. Llegamos a la cabecera municipal, entramos en el palacio de gobierno y hablamos con quienes teníamos que hablar. Lo hicimos de manera rápida y ejecutiva, como si se tratara de una simple formalidad. Allí nadie decía nada: las paredes de la alcaldía municipal tenían oídos. Simplemente nos señalaron la carretera por la 81


que debíamos guiar el automóvil, y la tomamos sin más preámbulos. La zona hacia la que nos dirigíamos era lechera, y también producía el bocadillo, complemento ideal de esta bebida. Con la Personería municipal acordamos que un guía nos acompañaría: se trataba de don Jesús. Este, oriundo de la región, trabajaba como arriero y como ordeñador. Aunque no era empleado municipal, fue la única persona que se pudo encontrar dispuesta a conducirnos. Con este personaje nos encontraríamos en la fonda “El Respiro”. El frío, la lluvia y la bruma daban una cierta solidez al paisaje. La carretera era firme, pero llena de baches que llevaban el cuerpo de un lado para otro, de una posición a otra, y hacían saltar el carro a todo lo largo de una calzada tan angosta como abrupta. El agua bajaba a torrentes por los barrancos que bordeaban la carretera. A cada movimiento nos encontrábamos con espacios anegados, con recodos llenos de balastro, barro, tierra amarillenta y pantanosa, atestada de helechos y zarzales que cubrían la mayor parte del paisaje. No obstante, a lo lejos divisábamos árboles de guayabas atiborrados de frutos y algunos cañaduzales. Antes de llegar a la fonda hicimos un alto en el Centro de Acopio Veredal. A este centro llegan insumos que necesitan los campesinos cotidianamente para realizar sus labores. De él salen las cosechas y la leche que un camión recoge periódicamente para llevarlas a la cabecera municipal y a Medellín. Vimos allí máquinas, volquetas y una cantidad de gente congregada con motivo de nuestra llegada. 82


Se rodó el chisme de que se realizaría una misión de rescate con el fin de arrebatar aquellos niños de manos de la guerra. Fuimos recibidos con gran expectativa. Notábamos cómo una chispa de admiración fulguraba en los ojos de las quince o dieciséis personas que se habían congregado allí. En el Centro de Acopio Veredal nos detuvimos un instante para tomar un café. Era una casa amplia que servía como bodega; tenía tres puertas en el frente y no había ventanas en ella. Estaba pintada de azul y sus zócalos eran rojos igual que las puertas. A pesar del hambre que nos producían el frío y la ansiedad no quisimos comer nada de lo que nos ofrecieron. Había para escoger entre salchichón con papa, chorizo con arepa, y papa rellena; pero en todo el mostrador se podía ver claramente, una capa de mugre que lo recubría interior y exteriormente. La grasa acumulada, seguramente durante semanas, creaba un ambiente poco agradable para realizar la sagrada actividad de alimentarse. A la mugre se unían un olor a úrea y cuido para animales que contribuían con su fetidez a hacer más desagradable aquel lugar. Había allí una jovencita de unos trece años, aunque podía ser mayor, pues la desnutrición y el trabajo forzado habían impreso terribles marcas por todo su cuerpo. Se dedicaba a lavar las canecas para guardar la leche, con una barra de jabón Rey y una esponjilla. A pesar de su ardua labor no nos quitaba la mirada de encima. Era rubia, coloradita y de ojos azules. Por un momento me quedé concentrado en sus pupilas. Justo mientras viajaba por aquella mirada, en la radio sonaba un programa de noticias muy popular 83


en aquella época: Cómo amaneció Medellín. Hablaron de los homicidios ocurridos la noche anterior en esa ciudad, pero no mencionaron lo ocurrido a estos niños y a sus padres masacrados, como no los mencionó ningún noticiero en el país: era como si nunca hubiese ocurrido. El hecho es que una vez finalizada la transmisión de la noticia fui bruscamente arrebatado de mi embeleso por Clara, que me anunciaba el momento de continuar nuestro camino. Unos minutos más tarde nos encontrábamos ya en la fonda “El Respiro”. Había allí una buena cantidad de personas, pero su número no puede ser calculado, porque al divisar el carro en el que nos movilizábamos corrieron a esconderse, cerrando las puertas y las ventanas de la fonda. Los ojos sufrían asedio de verdor que irradiaba de aquel vallecito, bañado por pequeñas quebradas, salpicado de bellas casas de campo, y cubierto por fértiles pastizales. Como habíamos acordado con los empleados municipales, el guía nos esperaba allí; estaba de pie bajo un árbol de guayabas que estaba lleno, pero muy lleno de frutos, junto al cual había una puerta de golpe que daba inicio a una nueva etapa del camino. Esta puerta se ubicaba del lado derecho de la casa. Al otro costado se ubicaba un tanque que medía aproximadamente dos metros de cada lado por un metro con cuarenta de alto. A este tanque no cesaba de caer un agua que venía desde el monte por una manguera; era agua limpia, pero con una pigmentación propia de la caparrosa, una sedimentación que ponía en evidencia la acidez de la tierra. Junto a nuestro guía había cinco caballos, que

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nos servirían de montura durante la travesía. Del otro lado de la casa había otros caballos con sus aperos, cuyos dueños probablemente nos observaban desde el interior de la fonda, a través de alguna rendija. La fonda “El Respiro” era una casa de tapia. Frente a ella había un patio empedrado, con piedras grandes y pulidas; a su lado izquierdo dos bebederos para bestias, y del lado derecho un establo en cuyo interior podían distinguirse una máquina picadora de pasto y cerca de ésta una corraleja. Aparte del guía sólo había un ser humano accesible a nuestras miradas. Se trataba de un hombre, un campesino, que trozaba tallos de palma de plátano y pasto de corte para alimentar a las bestias. Los zócalos, las puertas y las ventanas de la casa eran de color rojo, y las paredes color rosa. Había una sola puerta para ingresar a la casa, y al lado de ésta dos ventanas. Bajo la ventana del lado derecho había gran cantidad de canecas para la leche. Dejamos el carro enfrente de la casa, pero el campesino se acercó y nos dijo que no quería problemas, que dejáramos el carro lo más lejos posible. Así lo hicimos. De los caballos que traía nuestro guía tomamos un caballo cada uno. Cada caballo fue rentado por treinta mil pesos el día. El camino era de herradura, tan amplio como se requiere para que transite por él una bestia con sus cargas a cuestas, fangoso y muy transitado por la gente de la vereda, que se iba haciendo más irregular a medida que avanzábamos. La inclinación del camino que iniciamos cuesta abajo era la justa para que sintiéramos temor por nuestra suerte. 85


Palomo, mi montura, era un caballo asustadizo; un rocín brioso que no desaprovechaba la oportunidad para morder la crin o la cola de los otros caballos. Además, sus estribos eran muy cortos y mis piernas quedaban dobladas de tal forma que mi cuerpo estaba en la más lamentable de las posiciones, sufriendo todas las consecuencias de mi mala postura. Decidí cambiar a palomo por otro caballo, llamado el cuervo. Apenas empezando a tomar el camino nos encontramos con una recua de mulas que venían cargadas con canecas llenas de leche. Serían cambiadas en la fonda “El Respiro” por canecas vacías y por un manojo de billetes de baja denominación. Era una recua de unas veinte mulas, enlazadas una con otra por medio de una cadena. Tras recorrer unos pocos kilómetros llegamos a un cañaduzal, donde el camino empezó a encajonarse, a hundirse bajo la superficie, y nos vimos cercados por dos paredes de unos tres a cuatro metros de altura que nos mantenían incomunicados con el horizonte. A esta altura del trayecto la superficie del sendero era totalmente fangosa: un verdadero tragadal en cuyo lodo se hundían los caballos hasta el abdomen, teniendo que hacer un gran esfuerzo para sacar sus patas del vientre de aquella trocha a cada paso que daban. Cada paso de los caballos era acompañado por un golpe grave y seco, sonido que me hizo pensar que bajo aquella superficie coloidal habría un sendero empedrado, contra el que golpeaban las herraduras. Más tarde concluí que las piedras estaban dispuestas a manera de escalinatas en los trayectos durante los cuales el camino presentaba alguna inclinación. Estos eran los trayectos más temibles, puesto que los caballos 86


pataleaban para no caer, y los jinetes rezaban para que el esfuerzo de sus bestias, por mantenerse en pie, no fuera en vano. Mientras animales y personas avanzábamos, temiendo tocar con nuestros cuerpos el abismo, un grupo de hombres armados caminaba por sobre nuestras cabezas y nuestros corazones, por la cima de aquella pared, siguiendo el ritmo de nuestro grupo. El silencio de aquellos hombres se mezclaba con nuestro silencio: se sobreponía un silencio a otro silencio, haciéndonos súbitamente imposible la concentración en el camino y en la voz de la Madre Naturaleza. El miedo ocultaba a nuestra conciencia el canto de los pájaros y el susurro de los insectos y del viento. Desde hacía un buen rato habíamos soltado las riendas y dejábamos que nuestros caballos fuesen por donde quisieran. Sabíamos que en algún lugar la superficie de la montaña y el camino quedarían al mismo nivel, y entonces tendríamos que enfrentarnos cara a cara con los hombres que nos seguían. Intentamos ser indiferentes mientras los veíamos aparecer y desaparecer entre la vegetación. Simulábamos no ver lo que veíamos, no escuchar lo que escuchábamos, no sentir lo que sentíamos. En algún momento pensé que aquellas presencias ponían nerviosos a los caballos, pero pronto me percaté de que el estado de ánimo del jinete se trasmite a la bestia hasta que son una y la misma cosa: mi ansiedad había invadido al pobre animal, ya bastante inquieto de por sí. Después de media hora de lodo e incertidumbre 87


se abrió un valle ante nuestros ojos, y aquellos hombres armados se convirtieron en hombres fuertemente armados cuando nos enfrentaron de golpe. –Buenas, buenas tengan (dijo quien nos salió al encuentro, como sombra proyectada por los yarumos y la otra vegetación de ese monte, alternativamente denso y despejado). –Buenos días ¿Cómo están? (Contestamos casi en coro, con la más aparente de las tranquilidades, como si nos tomara por sorpresa su presencia en esos parajes. Pero yo sentía mis ojos fuera de sus órbitas, como si estuvieran a punto de salirse de ellas). –¿Hacia dónde se dirigen? (Preguntó quien nos dirigió aquel saludo, el comandante, al parecer). Clara, con una seguridad que contrastaba con el miedo que flotaba en el ambiente de nuestro grupo, informó al combatiente que las personas allí presentes éramos integrantes de diversas instituciones de carácter humanitario, y que estábamos de visita en aquellos parajes con el objetivo de realizar una misión consistente en recoger a siete niños que vivían junto a los cadáveres de sus padres, en una vereda que se encontraba en el sector hacia el cual nos conducía aquel camino. –¿A ustedes quién les dio permiso? (Preguntó el comandante en el tono de la más impertinente autoridad). –Nosotros consultamos con la personería municipal. Ellos conocen el motivo de nuestra misión. Nos dijeron que no había ningún problema en realizarla. Luego el comandante nos reclamó nuestros documentos de identidad. Los tres colombianos 88


presentamos nuestras cédulas de ciudadanía, y Clara presentó la credencial de la institución para la cual trabajaba, que la acreditaba como delegada internacional en los países donde hay conflicto armado. –¿De qué país es usted? (Clara dijo el nombre de su país de origen). –¿Cuánto tiempo lleva en Colombia? (Llevaba un año). Empezaron un dialogo acerca de la institución a la que representaba Clara y acerca del Derecho Internacional Humanitario, mientras a nosotros nos enloquecía la espera. Me preguntaron que si yo tenía la misma nacionalidad que Clara, al ver mi cabello y mi baba rojizos, mi tez pálida y mi apariencia. –¡No! (pensé que aquel hombre no debería ser demasiado sagaz, puesto que tenía mi cédula de ciudadanía entre sus manos). Me preguntaron por la labor que cumplía la institución para la cual trabajo, y al escuchar mi respuesta el combatiente me preguntó: –¿Cuándo pasa unos días con nosotros para que vea cómo vive la gente por aquí y lo denuncie internacionalmente? Le expliqué con toda la paciencia posible que la misión estaba dirigida a rescatar a aquellos niños, que por el momento era lo único en lo que podía pensar, y que las acciones a realizar estaban enmarcadas dentro del Derecho Internacional Humanitario. Este vocero del grupo armado respondió a mis explicaciones con una pregunta alarmante: –¿Y si no los dejamos continuar? De inmediato Clara saltó como una leona sobre su presa; 89


intervino para informar al jefe del grupo armado que tenían el deber de permitir la realización de una acción donde fuese necesario que esta se realizase, como bien lo expresa el Derecho Internacional Humanitario. Pero en las montañas de casi todos los rincones de Antioquia, montañas perfumadas por la libertad, no son muchas las personas que conocen el DIH de la doctora Clara. –Derecho Internacional Humanitario… ¿Qué es eso? (Preguntó el comandante). En el límite de la sorpresa, enojada pero sin ser grosera, decidida a cumplir con su deber educativo, Clara respondió con otra pregunta: –¿Usted no conoce el Derecho Internacional Humanitario? (Era obvio que no). –¿Usted me va a venir a hablar de leyes aquí? ¿No dice pues que son acciones, no leyes? Clara empezó a discurrir sobre la idea de que el DIH es conocido en el mundo, y sobre el hecho de que ellos como actores armados en la escena social tenían que conocerlo. Intentó usar su discurso para ubicarse en una posición de poder en medio de montañas desconocidas y de hombres armados, que no sólo ignoraban el contenido del DIH, sino que estaban en su mayoría lejos de conocer, en cuestión de letras, algo diferente de la manera como se escribía su nombre. Folleto en mano Clara le explicó al vocero lo que es el DIH, con todos los detalles que puede dar una extranjera sobre la materia a un hombre que pertenece a un mundo muy diferente al mundo conocido por ella. Luego le pidió llamar al resto de la tropa para que todos escucharan lo que ella tenía qué decir. –¡No estamos para perder el tiempo! (Fue la respuesta del comandante a las demandas de Clara, 90


quien recogió desconcertada estas palabras y la arrogancia con que fueron expresadas). –Sigan, pero sepan que los estamos vigilando. Sin hacer caso de estas palabras, y de la amenaza que cabría sospechar que entrañaban, Clara continuó: –Una de nuestras funciones es divulgar el DIH (afirmó, e hizo una pausa para concluir en tono evaluativo): ¿Sus comandantes les hablan acerca del DIH? Con una diplomacia que rayaba en la cortesía, pero que limitaba con la malicia, el combatiente continuó: –Señorita: sus preguntas van más allá de lo que estamos autorizados para decir. Si quiere, quédese con nosotros y pedimos permiso para realizar una entrevista. Guardó silencio tras estas palabras y empezó a dibujar en su rostro una expresión cargada de sospechas. –¿Sus preguntas no tienen otro objetivo? A fuerza de dificultades Clara empezó a reconocer que era el momento de callar. –No (respondió con sencillez). –¿Usted, qué tiene que decir? (Me preguntó el comandante en tono provocador, tras dirigir su mirada hacia donde yo estaba). –Nada. Dio la autorización para que continuáramos, y di gracias al cielo al notar que los labios de Clara permanecían cerrados, como deben estar los labios de una persona sensata en semejantes circunstancias. Reiniciamos el camino por un valle cubierto de pastos que ocultaban un terreno cenagoso. Por ningún 91


lado se veía el ganado que habría de alimentarse de aquellas pasturas. Los caballos dieron algunos pasos, pero nuestro alivio duró poco, pues la voz del comandante se hizo escuchar de nuevo: –Antes de que continúen les hago una advertencia: todo lo que ven está bajo nuestra supervisión. Animada por la posibilidad de un nuevo debate, o posiblemente sólo deseando conocer el sentido de aquella afirmación, Clara recibió la advertencia con estas palabras: –¿Cómo así? (Con su pregunta, no sólo ponía en juego la aplicabilidad del DIH sino su propia vida y la de sus acompañantes. Parecía no entender que él no era un aficionado a la retórica). –Nosotros controlamos esta zona, y todo lo que pase aquí es de nuestro control. Por eso vamos a estar pendientes de ustedes. Tras estas palabras realizó un breve escrutinio de lo que llevábamos, un escrutinio que duró lo que dura una mirada. –¿Traen equipos de comunicación? Clara respondió afirmativamente, agregando que llevábamos un equipo de telefonía satelital. –Queda prohibido usarlo (dijo aquel hombre, agregando a esta orden una advertencia terminante que rebasaba cualquier posibilidad de interpelación). Si lo usan, los matamos. Con la muerte tan cerca, continuamos nuestro camino. Clara no se resignaba: –Es increíble que un combatiente no conozca el 92


Derecho Internacional Humanitario. Sabía que, si los actores armados no poseían estos conocimientos, la población ajena al conflicto, los actores armados y nosotros mismos carecíamos de todo tipo de protección. Decía estar pronta a reportar el hecho a la comisión internacional encargada de recibir estos reportes, y a pedir una cita con el comandante. Continuamos avanzando y el terreno se hacía más firme. Tras una hora de camino por el valle, el sendero empezó a escalar y a descender por tres collados que conducían hacia la base de una cumbre. A medida que nos apartábamos del fango empezábamos a ver casas muy alejadas una de la otra. Por alguna secreta obsesión yo esperaba ver vacas por algún lado, pero no vi ninguna, a pesar de que las buscaba permanentemente con la mirada. Nuestro silencio durante esta parte del trayecto fue adquiriendo un carácter cada vez más lúgubre. Al llegar a la cumbre divisamos una montaña, y en la mitad de la cuesta que conducía a esta nueva cima, la casa que buscábamos. El abandono podía sentirse a varios kilómetros de distancia, al igual que la soledad que habitaba la mayor parte de esas tierras. Habíamos demorado media hora para llegar al valle y contábamos una hora y media por este camino, los collados y la cuesta de la montaña en cuya cima estábamos ubicados. Ahora el guía nos anunciaba una hora más para llegar hasta la casa donde permanecían los niños y “reposaban” los cuerpos sin vida de sus padres. De una montaña a otra sólo había desolación, potreros abandonados, monte y rastrojo. Nuestro guía era un joven, de treinta años 93


aproximadamente, delgado; llevaba un machete al cinto. No miró a los ojos a nadie durante toda la travesía. Cuando se le preguntaba algo, sus respuestas se limitaban a un sí o un no. Sólo hablaba para dar instrucciones acerca de lo que había qué hacer. Empezamos a bajar por la montaña hacia lo hondo de un cañón cruzado por un río. El camino parecía no haber sido usado durante largo tiempo. El asombro y el temor hicieron presa de nuestro corazón, sobre todo cuando el guía anunció que sólo iba hasta la ribera. –¿Por qué? (le preguntó Clara). El guía advirtió que sentía temor de continuar el viaje. –¿De qué tiene miedo? (Preguntó ella entre alarmada e indiferente). –No sé. Insistiendo, hasta lograr una concesión por parte de este hombre, Clara le aseguró que nada le iba a pasar. Bajamos serpenteando hasta el fondo del cañón por un camino firme, de piedras, bordeado por cunetas de desagüe. Al fondo, las aguas cristalinas del riachuelo, las grandes rocas y los maderos que enterraron en el lodo de las riberas, como queriendo indicar al río que no debía salirse de su cauce, me inundaron con una emocionante sensación de hermosura. Nos detuvimos mientras que los caballos, sumergidos hasta las rodillas en la corriente, bebían de aquella agua que parecía convertirse en sangre tan pronto entraba en sus cuerpos. Permanecíamos en un silencio lúgubre y atónito frente al paisaje: todo parecía invitar a la paz y a la soledad. La dulzura de 94


la corriente y el murmullo de las aguas nos tenían absortos. Ya en la otra ribera, después de un corto trecho cuesta arriba, unos cuarenta y cinco minutos a paso lento, nos topamos con un portón de golpe. Como estaba sellado, pasamos por encima. A pesar de que nos encontrábamos a campo abierto, nos invadió un olor nauseabundo, denso y saturado de fetidez. –¡Huele mal! (exclamó Clara). –Sí, huele mal (dije yo, confirmando el mal presagio). Hasta allí nos acompañarían las bestias, y el guía anunció que sólo la voluntad de Dios lo haría dar un paso más, lo que fue un golpe para nosotros, pues su compañía nos procuraba cierta seguridad. A cien metros del portón divisamos la casa por segunda vez. Caminamos hacia ella, y unos gritos impregnados de pánico sirvieron de bienvenida: los niños que habitaban aquel lugar no esperaban nada bueno de la raza humana. La casa había sido blanqueada con cal, los zócalos pintados de azul claro, igual que puertas y ventanas; en su perímetro había corredores; salía humo del costado en el que se ubicaban la cocina y la lavandería; el fogón permanecía encendido. Las matas de plátano y de café abundaban en aquella finca, en derredor de la cual había varios minifundios cuyas casas no parecían albergar ser humano alguno. Había dos ventanas herméticamente cerradas y tres puertas, una de las cuales, con sus alas abiertas, permitía contemplar parte del cuerpo sin vida de la que fuera señora de la casa, quien estaba tirada en el 95


suelo, seguramente no en la misma posición en que la dejaron los asesinos. Sobre el techo había un grupo de gallinazos, llamados chulos en aquella zona. Con los gritos de los niños los gallinazos alzaron el vuelo: gritos y chulos se elevaron por los aires, mientras contemplábamos estupefactos los efectos de la guerra en los seres humanos. La incertidumbre hacía presa de nosotros, nos embargaba más que cualquier otro sentimiento. Empezamos a movernos con lentitud, después de haber salido del estado de congelamiento en que nos dejaron aquellos gritos. Íbamos acercándonos cuidadosamente, con ternura, mientras ofrecíamos dulces a los niños. Frente a la casa había un patio cementado de manera rústica, mohoso, descascarado; tenía aproximadamente diez metros de largo por siete de ancho. Yo fui el primero en llegar al patio. Me senté en un extremo y dejé la bolsa con bombones junto a mí, empezando a saborear uno de ellos en actitud teatral, provocativa. La fuerza del llanto alcanzó los límites del estertor. Mientras los otros (tres) integrantes de aquella misión de ayuda humanitaria llegaron acongojados hasta mí, los niños iban del interior al exterior de la casa: salían y entraban realizando una especie de ritual para expresar su terror. Desde el lugar en el que estaba ubicado podía ver a una niña, que aún no parecía alcanzar el año de edad, sentada sobre el cadáver de su madre; podía escuchar sus gritos de terror ahogados por un llanto 96


temible, entremezclado con el llanto y los gritos de sus hermanos. La niña estaba sentada sobre el cuello de su madre, como haciendo caballito y halaba de los cabellos de la muerta, que yacía boca abajo. Ésta era la menor de la familia. El niño de mayor edad, de los que hasta ese momento habíamos visto en aquel lugar, entraba y salía de la casa como los demás, pero no lloraba sino que reía. Los gritos de la bebé, la risa del niño y el llanto de los demás se mezclaron con los golpes de una ventana que se abría y cerraba batida por el viento, creando un ambiente espectral, sobre todo cuando se lograba observar los charcos y huellas de sangre seca, que hubieron de avanzar por el patio dejando sus rastros de color escarlata. Clara quería entrar, cerrar aquella ventana y tomar bajo su mando el destino de aquellos niños. Le pedí que aguardara, porque sentí temor de lo que encontraríamos allí, y de lo que harían los pequeños ante su comportamiento. La estrategia por la cual se optó fue la seducción, y el objeto con el cual se intentó seducir a los niños fueron las colombinas, con las que hicimos un pequeño montículo y seguimos incitándolos amablemente. La estrategia dio resultado: la bebé bajó del cadáver empapada en sangre, goteaba como si hubiese sido sumergida en las venas de sus progenitores. La bebé empezó a gatear hacia nosotros y hacia las colombinas; cada dos o tres pasos se detenía y señalaba hacia el cadáver de su madre. Mientras ella se acercaba, yo la animaba a continuar su marcha diciéndole: 97


–¡Venga, venga mi corazón, venga! Aparecieron otros tres niños, se pararon sollozando en el marco de la puerta de la casa, y en ese mismo instante se oyó un grito seco y autoritario: –¡Culicagao venga pa’ acá! Era el niño mayor, quien se adelantó y tomó a la bebé entre sus brazos, cargándola por las axilas con sus manitas; se paró con ella junto a sus otros hermanitos, en el marco de la puerta Todos lloraban a pulmón vivo, y de nuestros ojos empezaron a salir lágrimas mudas, que acompañaban un terror árido. –Hijos de puta. No hay derecho (Fueron las palabras que salieron de mis labios en un susurro). Un secreto impulso nos hizo recuperar a todos la vitalidad con un solo intento, así que volvimos a la teatralidad que tanto nos había servido en nuestra relación con la bebé. Pasados unos segundos de intimidad empezamos a jugar con los dulces: –¡Colombinas! ¡Qué rico! ¿Quieres una colombina? Con un movimiento afirmativo de la cabeza, uno de los niños nos hizo conocer su voluntad, pero cuando intenté ponerme de pié para poner aquella golosina entre sus manos, fui detenido por sus gritos y los gritos de todos sus hermanitos, que me devolvieron bruscamente a mi posición original: sentado, con las piernas cruzadas y en silencio. Empecé de nuevo el ejercicio de seducción, consciente de que mis movimientos tenían que ser astutos e intuitivos. Los niños miraron a su hermano mayor en busca de consentimiento para ir a tomar algunas colombinas, pero este movió la cabeza 98


negativamente y detuvo cualquier intento de acceder a los dulces por el momento. Cuando el niño mayor soltó a la bebé, ella se dirigió a la fuente de golosinas gateando entusiastamente. A la mitad del recorrido se detuvo, mirando de un lado a otro: a nosotros que poseíamos los preciados bombones y a sus hermanos. Estábamos sentados a unos cuantos metros de la chiquilla, y a esa distancia era sencillo observar los coágulos de sangre seca enmarañando los cabellos a los que se adhirieron mientras la niña dormía sobre los cadáveres de sus padres, o mientras presenciaba la masacre. La bebé llevaba camisa amarilla, pantalones rojos y pies descalzos. Como no tenía pañales, la orina y las heces de los últimos días se habían mezclado con la sangre putrefacta de los cadáveres, hasta convertirse en una costra que cubría el pantalón y le quemaba la piel. Venciendo la indecisión, la bebé vino hasta mi regazo para que le ofreciera una colombina, con un rostro lleno de dulzura y una sonrisa cargada de gentileza. Entre tanto, yo luchaba con las náuseas que me provocaba la fetidez de esa criatura. Contra mi deseo y mis inclinaciones naturales, empecé a acariciar la cabecita y el cuerpo de la niña, cuyos ojos color miel, hinchados y cansados de llorar, me miraron. Después de esa mirada puse mis manos sobre el pecho de aquella pequeña: cada inspiración y cada expiración poseían la densidad de una tormenta. Mientras yo acariciaba sus manos y su cabecita, ella volvió los ojos hacia sus hermanitos y lloró sin lágrimas: 99


–ma... ma... ma... (Repetía, mientras levantaba el dedo índice hacia el lugar donde reposaba el cadáver de su madre). –Tranquila, mi corazón (le dije mientras encomendaba a Margarita la labor de llamar al resto de los niños). Uno a uno se fueron acercando por su colombina, según su nivel de confianza, menos el mayor de los que hasta ese momento estaban a la vista. –¿Por qué no vienes? (Le preguntó Clara a un niño que tendría siete años más o menos). –No puedo dejar a mi hermanita sola (¡Hermanita...! ¿Cuántos niños más iban a salir de aquella casa?) –¿Dónde está tu hermanita? (Mientras hacía esta pregunta pensé, alarmado, que alguna fuerza macabra se reía de mi sorpresa en aquellos momentos). –Por allí, debajo de la cama. Intentando darle a entender que su hermanita estaría mejor con nosotros, que nuestra compañía era más aceptable que aquella soledad de los cadáveres, le pregunté: -¿Qué hace bajo la cama? -Está llorando -¿Hace cuánto está allí? -No sé. Con nosotros había cuatro niños, uno más estaba al frente, y una niña se escondía bajo una de las camas. ¿Dónde estaba el otro? ¿Cuánto tardaríamos en reunirlos y convencerlos de que partieran con nosotros? -¿Tienes más hermanitos? -Sí 100


-¿Cuantos? -Uno. -¿Cómo se llama? -Dubier -¿Dónde está? -No sé. Tras estas palabras el niño corrió hasta la parte trasera de la casa y allí gritó con todas sus fuerzas el nombre de su hermano mayor. Regresó luego e informó que no conocía el paradero de Dubier. –No sé donde está –dijo desorientado– ¿voy a buscarlo? No supe qué decir. Con mi mente limpia de pensamientos dirigí toda mi atención hacia Clara: se veía inexpresiva pero ansiosa, desconcertada, inmersa en un silencio expectante. Pasados unos momentos aparece Dubier por el costado de la casa en donde estaba el lavadero. Tiempo después, reflexionando sobre los hechos, todos coincidimos en que el rostro de Dubier en aquel momento aparecía terrorífico, un fuego fatuo daba a su palidez el aire macabro que elevaba su seriedad a la gravedad de una amenaza e imprimía a su rabia una ferocidad temible. –¡Hola Dubier! ¿Dónde estabas? (Preguntó Clara). –¿A qué vinieron? (fue la respuesta de Dubier). El viento golpeaba de un lado a otro, trayendo y llevando aquel olor a violencia y muerte. Los gallinazos continuaban atentos e inmóviles, esperando la oportunidad propicia.. Los hombres armados no se veían por ningún lado. A esas alturas era medio día, y hacía mucho calor. 101


En la actitud de Dubier se podía observar claramente su intención de mantener el control de la situación, pero cuando intentó moverse para continuar su marcha, cojeó. –¿Qué te pasó? (Le pregunté intentando manifestar mi interés de la manera más gentil posible). –Me aporrié. Más tarde llegaríamos a saber que la cojera de Dubier se debía a una razón bien diferente. Todos los niños presenciaron la muerte de sus padres. Al ver la forma en que sus progenitores eran torturados y luego asesinados, Dubier intentó salir en su defensa; se abalanzó contra el encargado de realizar la masacre, intentando detener la violencia de sus actos con la fuerza que genera el terror en el alma de un niño, pero sólo obtuvo una patada en la pierna izquierda, con la cual casi logran fracturarle la tibia y el peroné de un solo empellón; luego recibió una avalancha de golpes que lo obligaron a abandonar aquel singular campo de muerte. Mientras intentaba huir le hicieron un disparo, con la intención de matarlo. –¡Si se acercan les pego un tiro! (Era Dubier que quería prevenirnos acerca de sus intenciones, aunque nosotros no hubiésemos realizado intento alguno por acercarnos). –No vinimos a hacerte daño, queremos ser tus amigos (respondió Clara). –¡Yo no tengo amigos! ¡Váyanse! –¿Quieres una colombina? (Intervine recurriendo a la última táctica que tenía a mano) –¡No! –Dubier, ¿Por qué no vas por tu hermanita, que está bajo la cama? (Le solicité en tono afectuoso, 102


reconociendo la posición de poder que necesitaba asumir para mantener el miedo bajo control) –¡Valla usted por ella! Al decir esto clavó su mirada en mis ojos, permitiéndome contemplar la palidez de su rostro para guardarla en mi memoria. –Dubier, venga, conversemos. El tono suplicante de mi voz enfrentó un nuevo no, explosivo como el anterior, al que Dubier agregó: –¡Me voy muy lejos! (Con esta frase reveladora sentí que Dubier me daba algo de su confianza). –¿Dónde muy lejos? (Pregunté animado por este sentimiento). –¡Muy lejos! Tenía razón: estaba a punto de partir. –Dubier, ¿No te quieres venir con nosotros? (Pregunté albergando una esperanza). –¡No me voy con nadie! De pronto, como si toda su debilidad saliera junta, Dubier empezó a llorar como un niño, como el niño que era, y sus hermanitos empezaron a acompañar su llanto con hondos sollozos. A punto de escupir mi corazón intenté ponerme de pie, e ir cerca de Dubier, pero lo hice demasiado aprisa. –¡No venga! ¡No venga! ¡No venga! ¡Que lo mato! –Dubier, nosotros queremos ser tus amigos. –¡Nadie es mi amigo! En este momento el niño de siete años se aproximó, reclamó su colombina y se sentó junto a los otros, mientras Dubier tomaba el mando. Dubier pasó al interior de la casa, y salió de allí 103


con su otra hermanita en brazos. Esta niña era blanca como todos los niños, pero había un color morado sobrepuesto a la palidez mortal de su piel. Diagnostiqué aquella coloración cutánea como un trastorno respiratorio, ocasionado por la conmoción vivida. La niña llevaba un vestido de encaje, que bajo otras circunstancias hubiese acentuado su natural belleza, pero en esta ocasión los sortilegios permanecieron ocultos, pues tan pronto Dubier la puso en manos de Clara la niña permaneció en una actitud que ningún psiquiatra hubiese dudado en calificar de catatónica. Dubier se sentó a cierta distancia del grupo con la cabeza entre las manos, como sosteniéndola por un instante, mientras reflexionaba acerca de la desgracia que había arrojado sobre ellos la maldad de los seres humanos. –Dubier ¿han comido algo? Antes de que Dubier empezara a modular una respuesta, su hermanito, segundo al mando, expresó su sentir: –Unas cosas más malucas… –¿Qué cosas? (Pregunté curioso). –El nos las dio (apuntó mientras señalaba a Dubier). Dio su respuesta en el tono que usan los niños al exponer sus quejas, y esta era la señal de que los adultos allí presentes habíamos tomado el mando por la vía pacífica. Me puse en pie, me acerqué a Dubier y toqué su hombro con una mano, mientras con la otra llevaba la bebé ceñida a mi pecho. Dubier intentó deshacerse de mí: –No me toque (dijo con acento desafiante, pero 104


atenuado por un tono que contenía un secreto anhelo en el que se podía leer su deseo de recibir contacto humano). –Ustedes también nos van a matar, ¿cierto? –No te haremos daño, queremos ayudarte y acompañarte (dije, aunque sabía demasiado bien que todo lo que allí ocurría era superior a mis fuerzas y a mis conocimientos). –¿Nos van a llevar? –¿Tú qué quieres? –Quedarme aquí. –No te puedes quedar acá. –Tengo que acompañar a mi papá y a mi mamá. –Tu papá y tu mamá ¿dónde están? –Están allí, dormidos. –¿Dormidos? –¡No! ¡No! ¡Los mataron! ¡Y yo también los voy a matar! Tras estas palabras Dubier estalló en un llanto ahogado, en el cual las lágrimas se acompañaban de un intenso temblor. Empecé a acariciar su cabeza, y en medio del temblor y de las lágrimas salieron de los labios de Dubier las palabras que sellaron en su conciencia la certeza de que nunca volvería a ver a sus padres: –¡Los mataron, los mataron! Los otros niños empezaron también a llorar. Buscando algún consuelo, cada uno se abrazó a un adulto. Aproveché la tregua para convencer a Dubier de que debía venirse con nosotros, que sus padres estaban muertos y no podíamos llevarnos sus cadáveres. –No me puedo ir. Le respondí en un tono que oscilaba entre la 105


ternura y el autoritarismo: –Venga, nos vamos. No había lugar para admitir más dudas. Dubier miró tres veces hacia la casa, hacia el grupo conformado por sus tres hermanos y a mis ojos, hasta que decidió partir con nosotros. Mientras nos alejábamos preguntaba qué sería de la suerte de sus padres. –Hay que dejarlos, no los podemos llevar (le dije mientras lo miraba firme, piadosamente, y caminaba con resolución). Dubier se asustó al ver los animales. –¿Para dónde vamos? (Preguntó temiendo lo peor) –Vamos para Medellín. Más resignado que convencido de sus acciones, Dubier empezó a caminar junto a una bestia que avanzaba con dos de sus hermanitos a cuestas; yo iba en mi cabalgadura cargando la bebé, un paso detrás de él, animándole a continuar, a dejar atrás sus resistencias y sus dudas. Con mis palabras intentaba, por un lado ganarme la voluntad del niño, y por el otro impedirle continuar elucubrando e hipertrofiando sus temores. Tras de mí venía una de las niñas con el segundo de sus hermanos. Su llanto nos acompañó durante todo el camino. Era la niña que se escondía bajo la cama, cerca de uno de los cadáveres. Había empezado a salir del estado de shok en el que se encontraba. Tras avanzar un breve trecho, nos topamos con el grupo armado. El comandante se adelantó y, señalando a los siete niños, gritó: –¿Estos son los hijos de puta por los que ustedes vinieron? 106


Clara se adelantó. No era mujer que se dejara amedrentar. En un tono de voz que expresaba su inconformidad ante la actitud del hombre armado, fuera de casillas, se adelantó temiendo lo peor, y dijo al jefe: –Recuerden que es una misión humanitaria. La respuesta del comandante: –Debimos haberlos matado. Saben todo. El comandante dirigía su atención hacia Dubier principalmente. En sus ojos vi algo tan turbio que me adelanté, y en tono suplicante, inmerso en mi desesperación, lleno de la indignación propia de alguien que ve a otro a punto de cometer un acto atroz, dije: –Déjenos seguir. El comandante puso el cañón del fusil junto a la mejilla izquierda de Dubier, bajo su maxilar inferior, mientras lo observaba. –A este hijueputica debimos haberlo matado. –Bobo (era la respuesta de Dubier a la ofensa dirigida por el comandante). Para demostrar su inteligencia y su sabiduría, el jefe de tropa estuvo a punto de liquidarlo. –Debimos haberlos acabado a todos. Concluyó su amargo discurso de despedida tras una pausa casi eterna: –Síganse. Durante este trance final elevé una plegaria: “Señor, protégenos, ayúdanos, que éste no pierda el control, no nos dejes solos, llénanos de calma”. Mientras nos alejábamos, los niños empezaron a dormirse sobre las monturas, como queriendo ignorar la presencia de los combatientes que nos acompañó 107


durante todo el recorrido hasta que estuvimos de vuelta en la fonda “El Respiro”. Allí pedimos un poco de agua para bañar a los niños, pero nos la negaron: la tropa podría querer asesinar a la gente de la fonda, al tomar este gesto como un acto de traición, pues ellos estaban al acecho de aquellos siete niños, que en aquel momento eran considerados “objetivo militar”. Cerca de “El Respiro” había unos caños donde pudimos darles un baño a los pequeños. Fue un breve ritual de purificación, tras el cual los abrigamos con unas mantas. Les dejamos dormir sobre los asientos del vehículo. Su sueño era profundo, casi mortal. Adelante iban Clara y Pepe, atrás íbamos Margarita y yo. Los tres niños pequeños dormían en un rincón detrás de Clara. Al llegar a una población cercana a Medellín todos olíamos a lo mismo, pues llevamos a algunos niños cargados durante el viaje. Cuando tuvimos la oportunidad de alimentarnos, los niños bebieron mucho líquido. Todos tomaron sopa, hasta a Dubier, que parecía haber sufrido una regresión a etapas tempranas del desarrollo durante el viaje. Las personas que encontrábamos preguntaban sorprendidas la razón por la cual estaban tan sucios. ¿Quién podría responder? En Medellín, los niños fueron entregados por nosotros a un centro especializado en la atención a los menores. Pasadas unas horas fueron separados, y después de unos días dados en adopción. Meses más tarde serían devueltos al mencionado centro, pues sus padres adoptivos no los soportaron. 108


He reflexionado sobre el hecho de haberlos separado, y siempre llego a la misma conclusi贸n: se ten铆an los unos a los otros, y al ser enviados a distintos centros de protecci贸n se quedaron verdaderamente hu茅rfanos.

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Jorge Humberto Sánchez Franco

Turno IX Con las manos atrás fuertemente atadas y una cadena de ahogo al cuello, como si se tratara de un perro bravo, era conducido a rastras por los encargados de su ejecución, cuatro muchachos imberbes, casi niños, y un experimentado pandillero, próximo a jefe del combo, cuyo rostro había alcanzado ya la dureza de quien imparte las órdenes y determina sobre la vida de los demás. La punta de la cadena, un nudo metálico intencionado que servía, además de empuñadura, para arrear a golpes a la víctima cuando se negaba a seguir el ritmo impuesto por el grupo, le había sido encomendada a la Chinga, el menor de todos y el más nuevo en ese tipo de trabajo con el que le medían finura, según sus propias palabras, para poder pertenecer al combo. La Chinga me lo contó casi todo cuando a la salida del sol vino a mi casa a que lo escondiera de sí mismo mientras se hundía entre mis pechos resoplando sus miedos y remordimientos disfrazados de maldiciones. A medida que avanzaban en medio de las sombras de la noche, las luces pequeñitas que aparecían y desaparecían entre los intersticios de los matorrales eran el indicativo de una espantosa oscuridad absorbente, haciéndolos invisibles ante los ojos desprevenidos de los habitantes de las casas amontonadas a lado y lado de la ensordecedora 111


quebrada, que nada tenían qué buscar por las ventanas, a no ser que fuera su propia muerte por estar viendo lo que no debían ver. Aprovechando la más mínima claridad se internaron barranco abajo hasta alcanzar la quebrada. A cada paso, el nauseabundo olor y el estridente golpeteo de las aguas negras sobre las rocas le hacían saber al encadenado de la proximidad del matadero. Por experiencia propia, pues en repetidas ocasiones había recorrido esa misma trocha como victimario, sabía con suficiente claridad de la inexistencia de alguna ruta de escape y de la llegada de su inevitable turno. No había escapatoria. Pese a su resistencia se dirigía al último destino. En silencio. Era inútil hablar. Nadie lo iba a comprender, y mucho menos a sentir la más mínima compasión, ni siquiera la Chinga que, a pesar de los retorcijones y las ganas de vomitar, se mostraba como el más duro entre los duros. La Chinga me contó entre gemidos y desahogos que, no obstante la oscuridad reinante, en el brillo de los ojos desorbitados del encadenado había podido leer cómo los tableteos de la corriente se fueron encajonando en sus oídos como mil parlantes conectados al vacío. Parlantes incrustados en el cerebro, mal sintonizados y depositarios de los sonidos acumulados de la lluvia por los siglos de los siglos sobre el zinc de los techos de aquellas improvisadas casas de los desplazados que había dejado atrás. De aquellos tugurios que habían acabado de cruzar ante el silencio aterrorizado de todos ellos, los despatriados. Antes de la media noche se fueron cerrando las puertas, tras el paso del encadenado y sus verdugos. Las continuas resbaladas, al cruzar de roca en roca la fatídica ruta para esquivar 112


algún desafortunado testigo, le habían hinchado de tal manera sus extremidades inferiores que bien parecía parado en dos bancos amoratados y rollizos. Ahora, sus pies adormecidos por el frío intenso de las aguas, seguramente no respondían al dolor. Entre los cinco lo habían desprovisto de sus zapatos y de los objetos de valor. Perdió toda esperanza. Testigos fueron sus mohines de perdedor cuando lo despojaron de su contra, y entonces supo que su turno había llegado. Cuando partieron del barrio rumbo al matadero los pasos de todos eran largos y firmes. El encadenado parecía colaborar, pues marchaba con ellos. El aturdimiento no dejaba ver en su rostro transparente y sudoroso ninguna expresión distinta a la del que se interna en su propio miedo, en tanto que los verdugos acosados por su desasosiego y por la turbación de los curiosos que corrían a esconderse en cualquiera de las tiendas aún abiertas, para no ser reconocidos más tarde como sabedores de lo que ya sabían, reflejaban un azaroso nerviosismo que los hacía ver más peligrosos de lo que ya eran. Quienes corrían a esconderse no era la primera vez que veían pasar a un ahogado, todos eran conocedores, hipócritamente conocedores, de que al día siguiente estarían preguntándose mutuamente, al borde de la quebrada o desde la altura del puente, por lo sucedido a aquel cuerpo flotante. La firmeza de aquellos pasos fue cediendo ante la fatiga y la desesperanza. Uno de ellos, el de la cadena al cuello, sabía que se trataba de su último viaje. Los otros creían posible un destino igual al de la víctima para sus compañeros, pero no para ellos mismos. El miedo no les permitía ni siquiera imaginarlo, aunque todos ellos tenían la corazonada. Prueba de ello era 113


el encadenado. Días antes halaba de la cadena a un pobre muchacho encontrado río abajo junto al puente, entre las rocas, con la espalda sobre una de ellas, los brazos y las piernas flotando al vaivén de la corriente y el rostro lívido, azuloso y descolorido. Con el color de la muerte dibujado en la mirada curiosa de los mismos que la noche anterior lo vieron marchar río arriba y en la mañana, desde lo alto del puente murmuraban: Nadie sabe lo de nadie. ¡Quién sabe qué debía!

Turno XIII ¡En este país hay justicia y estamos obligados a respetarla!, le gritaba con una voz chillona e inquisidora mientras le mostraba su dedo acusador, agitándolo en el aire y señalándolo en la frente, como martillándole para siempre esa cruda sentencia en su cerebro: una pobre víctima inocente, de escasos catorce años…¡No, no, yo no quería matarla! ¡Fue un accidente! ¡Y la maldita rata asesina se escapó! Yo sólo quería hacer justicia. Y lo peor es que entre más gritaba menos se le escuchaba. Sus alaridos caían en un abismo insonoro e insoportable. En medio de una nebulosa imprecisa la cara del juez y sus palabras se agigantaban de manera ensordecedora y escalofriante, haciendo que su pobre humanidad se sintiera acorralada y sumida en un abandono y una impotencia brutales. Una y otra vez, con una intermitencia enloquecedora, el 114


rostro del juez aparecía pegado a su rostro sudoroso, cubriéndolo todo con sus grandes ojos deformados, a punto de escapar de su órbita rojiza, tapándole el mundo, cerrándole el camino de la vida, aterrándolo, como lo había hecho cada noche durante los últimos siete años. Aquella presencia aterradora lo envolvía, al tiempo que la voz chillona le recitaba lentamente con una profundidad de hielo aquellas acusaciones que habrían de seguirlo por el resto de sus días… y como en un ritual demoníaco, bañado en sudor y lágrimas, despertaba a gritos en medio de la protesta insultante de sus compañeros de celda, noche tras noche. Como de costumbre, dolorosa e inevitable costumbre, se encogió adoptando una postura fetal, con las palmas de las manos apretadas a sus oídos para escapar de aquella voz adherida a su cotidiana pesadilla. El insomnio, pues era preferible no dormir, lo estaba reduciendo al punto límite en el que no se distingue entre un cuerpo que se hace cadáver o un cadáver que se resiste a partir. La piel le quedaba cada vez más grande y las cuencas de los ojos más perdidas. Sólo lo hacía vivir su obstinado deseo de justicia. Justicia a su modo. Como una idea fija, como una imborrable película repetida a cada instante por efecto del virus del recuerdo rencoroso y su soledad interminable, nunca lo abandonaron las imágenes sucesivas del cuerpo sangrante de su hijo de doce años, que moría en sus manos mientras lo llevaba a un hospital, víctima de las balas de un arma disparada por su mejor amigo, un jovencito de trece años, que lo había hecho para probar finura ante el jefe del combo del barrio. Nunca pudo entender, y mucho menos aceptar, que esa rata 115


asesina, como él lo llamaba, se pavoneara por las calles como si nada pasara y peor aún, que se le pusiera de frente con su miradita socarrona invadida de burla y de desprecio, retándolo a la venganza. El turno estaba cantado para alguno de los dos. Era inevitable, o lo mandaba para el otro lado, o seguirían con él. Planeó pacientemente su venganza. O más bien, como desde el fondo de su alma lo deseaba y fervientemente lo creía, a esa porquería había que hacerla desaparecer. Había que borrarla del mapa de la misma manera como había matado a su hijo, porque el que a hierro mata a hierro muere. Y como se lo dijo más tarde al juez: Ya que la justicia no se aplica a los menores de edad, y por eso hacen lo que les da la gana, como robar, ultrajar, tirar vicio y matar por cualquier cosa o por nada, alguien lo tiene que hacer. Nosotros los dolientes tenemos que ejercer la justicia. Imposible borrar de su memoria aquella espantosa mañana, la peor de su vida. Lo esperó a la salida del colegio durante interminables minutos, los más largos de su existencia, con un nudo insoportable en el estómago y una sed de moribundo que sólo era equiparable a la sed de venganza alimentada mañana, tarde y noche, y realimentada en sus sueños turbulentos. Repasó instante tras instante su plan. Permaneció escondido tras unos arbustos que le permitían vigilar los movimientos de su infantil enemigo. Respiró profundamente cuando lo vio acercarse. Se encomendó a Dios y a la memoria de su hijo, convencido de estar a punto de hacer lo mejor de su vida: salvar al mundo de un asesino mortal. El muchacho se detuvo. Su comportamiento instintivo, arisco, a la defensiva, como quien presiente la muerte 116


prematura, su mirada de alerta a todo movimiento, lo convirtió instantáneamente en un objetivo difícil de alcanzar. Un temblor impaciente y desesperado se apoderó de su victimario, que salió de su escondite y le descargó cuatro fogonazos con toda la rabia acumulada en su corazón. ¡No lo podía creer! Los ojos se le llenaron de sangre y lágrimas. No lo podía creer… ¡el cadáver que tenía a tres metros era el de una pobre niña inocente! La rata no estaba, se había esfumado… Doblando sus rodillas, lloró amargamente.

Turno XV La angustia y el desespero empezaron a correr por mis arterias hasta inundarme el cerebro. A pesar de que transcurría la mitad de la mañana –eran como las nueve y treinta– y aunque un sol brillante calentaba los techos, todo mi ser se helaba poco a poco y la oscuridad se hacía más grande en mi interior. Media hora antes, cuando me levanté, invadido por la negrura de mis recuerdos, a pesar del estruendoso ruido de la emisora en la radio que teníamos en la sala, un silencio aterrador cubría la casa. Los ojos de mi mujer, abiertos casi a reventar y con la expresión del miedo y el dolor conjugados en ellos, sus labios temblorosos y su voz apagada, perdida en la mudez del que ya nada puede 117


y nada entiende, me lo dijeron todo sin necesidad de mediar palabra. Se la habían llevado. Habían cumplido con la fatídica y última amenaza del zorro. Ahora el turno era para nosotros. Apenas un día antes, cuando nos disponíamos a gozar con la celebración del cumpleaños de la niña, sus trece añitos, la zozobra de la amenaza de los zorros rondaba en los alrededores, su desquite, su halo perturbador alteraba la paz de nuestra casa. Pese a ello, ingenuamente yo los creía incapaces. Hasta ese día era yo el que tenía la sartén por el mango, yo representaba la ley, ellos la destrucción, el abuso y el terror. Y no obstante su mayoría relativa, pues crecían como plaga, y su demoledora táctica apoyada en la clandestinidad, el ataque sorpresivo, el chantaje, la amenaza y las desapariciones selectivas con las que siempre lograron socavar las buenas costumbres y la paz de los habitantes del barrio, mi presencia valerosa en defensa de todos, liderando la operación limpieza, representó siempre ser el peor problema para ellos. Todo el tiempo fuimos tras esos malandrines, hacíamos retenciones durante el día, pero al llegar la tarde ya estaban en libertad por ser menores de edad o por la falta de testigos, pues el miedo de la comunidad era mayor que sus quebrantos. Entonces no quedaba más remedio que desaparecerlos. Los borrábamos del mapa en medio de las sombras de la noche, o en la oscuridad de sus desmanes. Por eso me había ganado el respeto de ellos. Se mantenían a kilómetros de distancia. Me huían como ratas desesperadas, pues eran conscientes de que se las tenían que ver conmigo. Por eso nunca sospeché que llegaran a tanto, nunca creí que se atrevieran. Sin embargo, tengo que 118


confesarlo: la negrura de mis recuerdos y el olor a sangre me atormentaron toda la noche, o mejor dicho, toda la madrugada. Me acosté a las tres y media de la mañana, después de haber trabajado con verraquera por el bienestar de la gente. Toda la noche cayó agua a cántaros y plomo ventiado, la tempestad fue espantosa y la persecución como de película. Llegamos a dormir empapados, pero satisfechos por la labor. Cumplimos con el deber. Cuatro sinvergüenzas menos azolarían el barrio Aranjuez, entre ellos el zorro, jefe de la pandilla. Se supone que la operación limpieza me haría dormir más tranquilo, pero me acosté con el rumor de la amenaza del día anterior, y con aquellas últimas palabras dándome vueltas la cabeza. Me zumbaban como puntiagudos aguijones, pues uno de los moribundos me gritó con voz de endemoniado antes de que le pegara el pepazo definitivo: “!Te vamos a dar donde más te duele, tombo malparido! ¡Despedite de la sardina, gonorrea!”. En ese momento creí que sus ofensas eran patadas de ahogado. Pero todo lo tenían planeado. Se la llevaron a plena luz del día. Llegaron por ella ante la mirada silenciosa de las vecinitas que también estaban barriendo el frente de sus casas, como mi niña. Nada podían hacer, nada podían decir… estaban armados hasta los dientes y brutalmente drogados. Dicen que no gritó, ni opuso resistencia por salvarme a mí. Tal vez tenía la esperanza de que nada fuera a ocurrirle, o tal vez el miedo la paralizó… Estos asesinos a sueldo la montaron en un carro a empujones. Frases amenazantes iban y venían congelándole el alma. Con una bolsa negra le cubrieron la cabeza, pisoteándola durante todo el trayecto hasta 119


el sótano de la tortura. Mientras danzaban en círculo alrededor de aquella hermosa desnudez de la infante, atadas las manos a un tubo, tirada en el piso húmedo, maloliente y frío, como en un ritual satánico unían sus alaridos a los gritos de la niña que presa del dolor, producto de las quemaduras en brazos y piernas, con hierros al rojo vivo y colillas de cigarrillos, se retorcía sin entender aquel suplicio, y sin poder responder a las acusadoras preguntas de un interrogatorio que nunca debió ser para ella, pues nada sabía. Su único pecado: ser sobrina e hija adoptiva de un policía. Nada tenía que ver con aquella guerra espantosa entre el narcotráfico y una justicia ajena al derecho, pero obligada a acciones de hecho. Mientras la molían a palo abusaron sexualmente de ella hasta la saciedad, y no contentos con ello, le propinaron espantosas heridas con picos y palas. La sangre de la víctima les sirvió para pintar sus propios cuerpos, en un divertimento macabro. Bebieron de ella… brindaron con su sangre. Y cuando creyeron haber llegado al final de su venganza, la encostalaron y la arrojaron por una pendiente repleta de escombros y matorrales espinosos. Ocho meses de recuperación física mediante intervención médica y sicológica en el hospital no fueron suficientes. Aunque su cuerpo aparentemente sanó, su alma aún se debate por encontrarle sentido a la vida. Saber que sus tres torturadores pagaron con sus vidas en nada contribuyó a su recuperación. Ni siquiera venganza había quedado en ella. Sólo un profundo vacío, comparable a la impotencia que me embarga. Hoy no tengo armas, en su lugar me quedó la hija nacida de aquel macabro abuso y producto 120


de una equivocación inducida por un estado que se quedó repitiendo el error a través del tiempo. Hoy, que la principal víctima de esta historia se encuentra lejos de todo, hasta de ella misma, mi familia y yo nos encontramos desplazados por una violencia participativa, arrastrando con nuestro único equipaje: una esperanza trunca por mejorar la calidad de vida. Hemos caído en medio de una banda y de otra… atrapados en un remolino de violaciones.

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Clara Isabel González Cano

A mi hijo Como pequeña réplica de diamante en bruto, que no pierde sus cualidades, en ti se visualizan ya las características de un hombre. Tu porte, tu hablar casi altanero y tu estampa, van anunciando que ya se hace pequeño tu mundo de sueños infantiles. Tus poses, tus temas de reunión y tu inquieta mirada, dan cuenta ya de tus nuevos intereses. Te estás haciendo joven, estás creciendo, hijo. ¿A quién tratas de impresionar? ¡No importa! Vuela tras tus nuevos sueños. Ah, pero no olvides guardar tu lonchera, y equipa tu morral con muchas ilusiones, grandes dosis de fe, 123


mucha perseverancia, y ante todo nunca pierdas la esperanza. Recuerda que no estás solo, que estoy contigo, y siempre que lo desees ven a mí. Y jamás olvides que hasta el más rudo de los hombres requiere a veces de una madre que le consienta.

Ilusiones Son nuestras ilusiones como el ondear de una gran bandera en el viento, como el loco que construye un mundo a su capricho y no deja de sentirse el protagonista de su vida, actor principal en cada escena, y entre una y otra, entre bruscas fluctuaciones de alegría y tristeza, realidad e ilusión, se estrecha en sus propios brazos para festejar sus logros, haciendo que cualquier realidad, por cruel o repentina que parezca, sea sólo un acontecimiento más en su vida.

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Liliana Isabel Velásquez

La lengua de Homero ¿Cómo acallar este Ulises que me asalta? No sé si soy la Penélope esperando a su amado, pretendida por otros, o soy Odiseo que viaja, recorre el mundo, yace con muchas, se aventura en la búsqueda ingente de su guerra interior. Es la patria de todos la que está perdida. Sólo soy un ser común en una ciudad común. Una mujer sola mirando la ventana de sus sueños. Un hombre solo en el portal del laberinto de su mente. Camino por la calle solitaria y recuerdo a los navegantes perdidos, aquellos que recorrieron el mundo buscando Odiseas con la fascinación de lo desconocido ante sus ojos. Queremos ir al sur, al mítico sur, a los confines del mundo. Aunque la brújula señala siempre el norte, acá o allá hay un centro que nos reclama. ¡Ah, Homero! Escribiste este mundo fascinante. ¿Soñaste a Troya, o la viviste? 125


¿La escuchaste, o la viste? Nos signaste con el mito de Sísifo: cada amanecer habremos de enfrentarnos a nuestro destino. ¡Oh poeta! no te repitas más; hasta los Simpson llevan tu nombre queriendo parecerte. No hay repeticiones, nadie moja sus huesos en el mismo río. Que caiga ahora la ira de los Dioses. Que podamos volar sin la maldición del oráculo. Que el oráculo mismo sea nuestra Ítaca. Que la naturaleza nos reclame para ser criaturas vivas, libres de pecados ancestrales.

La historia vuelve a empezar

Para GABO

Vuelvo a recorrer tus páginas, Macondo, la historia de todos y ninguno, la historia que un sólo hombre supo resumir. La familia como una casa abierta, dando la bienvenida a los fantasmas, 126


a los secretos, a los forasteros que embriagados por el olor de la belladona se suicidan tirándole piedras a la luna. La soledad se instala como un sigilo que devora el tiempo. Terminamos todos locos, desquiciados, con una peste que borra los sueños, con una mortaja. Ni siquiera el amor podrá salvarnos de nuestra miseria. ¡Ah!, lo absurdo es un presagio. La mirada revela el presentimiento de un exterminio ineludible. El olvido de más de tres mil muertos. Hoy, muchos años después, se cuentan por millones. Las mariposas amarillas danzan alrededor de pergaminos, buscando una felicidad que no toca a la puerta. Muchos años después, otros ojos recorrerán la historia y todo vuelve a empezar…

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Parque del periodista Amo este parque. Árboles, palmas, jíbaros, marihuanos, amigos, tribus, cigarros, cervezas, enamorados, solitarios, murmullos, risas, conversación, la tomba que hace su ronda. Una mirada que no mira a ninguna parte permanece flotando en el espacio vacío, pleno de viaje. Vamos a otra ciudad, a otro país, a otro continente, a otro planeta, a otro sol, mientras estamos sentados en las bancas, las aceras, los muros de esa fea escultura que a nada invita. En la noche, cuando se convierte en territorio de nadie y de todos, no importa quién seas, siempre te acoge este rincón de cemento, en el centro de una ciudad de muerte. Cuando todo nos acecha podemos encontrar allí un pedazo de libertad.

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Verano Brisas

Tierra cruel Vivo en una tierra cruel, alta y hermosa, donde los cuervos celebran su festín hurgando las entrañas de los muertos. Tierra dolida y dolorosa, donde el canto del gallo se asemeja al estertor impotente de los moribundos. Tierra que me vio nacer y me verá morir en medio de los gritos desolados que invaden sus montañas y llanuras, sembradas de un terror intolerante. Tierra fértil, donde los asesinos danzan obscenos, noche y día, su zarabanda sarcástica de sangre en el cañón de fusiles pavonados. Vivo en esta tierra cruel, alta y hermosa, de cielos y mares espaciosos, donde sueñan afiebrados los vencidos. Tierra donde hierve la violencia como pócima de bichos apestosos en el caldero de los desheredados, donde el alma es un pozo putrefacto junto a las mañas de los poderosos, 129


que se enredan como anclas oxidadas en peñascos sumergidos por el odio y el cieno carroñoso de la impunidad.

Carl Sagan Tú, plantado como un Sol en mitad del infinito, con el cosmos a cuestas, para llenar de luz nuestras mentes timoratas que sólo dan traspié sobre traspié por el camino de la vida que estudiaste como una flor de pétalos vibrantes en el polifacético jardín de las estrellas. Tú, a quien muchos poetas cantarán como yo, con pobres versos talvez ajenos a la profunda dimensión de tus sencillas palabras. Tú, que inundaste de lágrimas mis ojos mostrando con sobrio dramatismo las inefables posibilidades de este asombroso universo que habitamos. Tú, y los que siempre acompañaron con su genio las precisas investigaciones que llevaste adelante sin fatiga sobre los azarosos comienzos de la vida, 130


para belleza y solaz de nuestro espíritu, merecen sin ninguna salvedad, no un humilde y anacrónico homenaje sino la gratitud perenne de los dioses. Confío, con la seguridad de los ingenuos, que allá en las hondas cavidades cósmicas donde quizás tu fuego se detuvo, recibas generoso el eco de mi voz y sigas irradiando, para todos los que aún depredamos esta tierra, tus mensajes de ciencia y poesía que tanto hicieron por nosotros cuando fuiste amigo, maestro y compañero en el penoso proceso de aprendizaje, que siempre nos negaron los siniestros heraldos del oscurantismo.

Galeón Quiero ser para ti un galeón, fuerte y sereno como un roble; navegar por tus mares interiores, en el océano de tu pensamiento, a través de las islas de tu cuerpo. Descargar en tus puertos escondidos las perlas finas y hermosas que poseo, 131


los barriles de esperma, los toneles de brandy y vino que me abrasan, robados por mi corazón filibustero en muy lejanas tierras. Para ti serán las monedas de oro, pectorales y narigueras donde luce el rostro de mi soberano, Su Majestad el Amor. En tu cuello y cintura colgaré esmeraldas de Muzo y platino del Chocó. En mi vajilla, procedente de Ráquira, serviré los manjares que te ofrezco, adobados con especias, yerbas nativas y otros condimentos que guardo en mis bodegas. Tendrás eso y mucho más cuando atraque mi proa aventurera en el muelle de tus tibias ensenadas.

Juglares y juglaría en la Europa medieval Lo más indicado para iniciar esta charla es nombrar al gran maestro Ramón Menéndez Pidal (18691968), filólogo e historiador español cuyo libro Poesía juglaresca y juglares encierra casi todo lo que puede 132


saberse sobre este inagotable tema. Sin embargo, por razones eclécticas y sincréticas, se han tenido en cuenta obras cuyos significados, o definiciones, no están de acuerdo necesariamente con las del creador de la escuela filológica española, o bien, las complementan. Es obvio que existen ensayos valiosos, incluso tratados, sobre dicha materia, con abundante información. Hubo dos personajes medievales, gobernante uno y clérigo-poeta el otro, definitivos para la gesta literaria de la época, por lo menos en España: Alfonso X el Sabio y Juan Ruiz, Arcipreste de Hita. El primero (1221-1284) rey de Castilla y de León; proclamado en 1257 rey de los romanos por el arzobispo de Tréveris, en nombre de los electores de Sajonia, Bohemia y Brandenburgo, aunque el finalmente coronado fue Rodolfo de Habsburgo. No se distinguió especialmente como gobernante, dentro de lo cual sufrió tantos avatares que murió de pena, pero sí como impulsador y cultivador de las ciencias, la literatura y el arte en general. Como historiador se le deben la Crónica General de España y la Grande y General Historia. Como legislador, las Siete Partidas. Como compilador de apólogos, el libro de Calila y Dimna, atribuido al legendario brahmán Pilpay. Como ensayista científico, tratados de astronomía y astrología (ver Tablas Alfonsinas). Como poeta, las Cantigas a Santa María, escritas en gallego. Fue además segrer (segrier dicen otros), ya que compuso y cantó con ironía temas propios de los hechos y personas de su tiempo, frente a otros segreres cortesanos. También se distinguió como mecenas de sabios, artistas y científicos musulmanes que revertieron al español el legado de la Grecia clásica. 133


El segundo, Juan Ruiz (1283-1350), frailepoeta que padeció prisión por orden del obispo Gil de Albornoz. Él mismo se describía como un temperamento sensual, de aspecto arriscado, bárbaro y primitivo. Se dice que era hombre culto, versado en las Sagradas Escrituras, en derecho canónico y civil. Conocía a Isócrates, Aristófanes y Ptolomeo, a Fedro y a Esopo, entre otros autores de la Antigüedad. Mucha parte de su obra quedó perdida, pero fueron suficientes los versos de su Libro de Buen Amor, que participa de la juglaría y la clerecía, por contenido y variedad estrófica, donde se dan cita la devoción y la inmoralidad, la narración heroica y el apólogo didáctico, los ejemplos y el lirismo puro de vaqueras y pastoras. Todo tiene allí cabida como en un retablo gigantesco; es un libro uniforme y misceláneo al mismo tiempo. Con esta obra, el Arcipreste sepultó definitivamente al piadoso y austero mester de clerecía, librando la poesía castellana de la rígida horma eclesiástico-latina. Juan Ruiz fue sin duda el poeta-juglar más personal que tuvo la Edad Media española. Es conveniente definir también algunos vocablos que, aunque no sinónimos precisamente, sí nos sitúan en ámbitos cercanos de lo que se pretende explicar. Rapsoda: Nombre dado por los griegos a quienes iban de pueblo en pueblo cantando trozos de los poemas homéricos. El rapsoda era diferente del aedo, definición ésta que correspondía al poeta de la Grecia antigua y que no era itinerante por necesidad ni se sentía obligado a cantar sus propias creaciones. Scopas: Cantores, músicos y escamoteadores bárbaros en la sociedad romana, que cantaban las gestas e historias amorosas de su raza extranjera. Escaldo: Nombre de 134


los antiguos poetas escandinavos que componían y cantaban las hazañas de los reyes, las conquistas, los romances y las tragedias de su pueblo. Trovador: Nombre dado a los poetas provenzales de la Edad Media, que escribían y cantaban sus composiciones en lengua de Oc. El trovador se diferenciaba del trovero, ya que este último lo hacía en lengua de Oil. Es conveniente recordar estos dos términos para mejor comprensión de lo anterior: Oc fue la lengua propiamente provenzal hablada en Francia al sur del río Loira. Oil, corresponde al francés antiguo hablado al norte de dicho río. Hubo pues trovadores y troveros que se lanzaron a cantar sus propias creaciones por territorio europeo, y a éstos se les llamó segreres, o despectivamente cazurros cuando lucían faltos de buenas maneras y recitaban cosas sin sentido para ganar dinero con poca honra, en calles y plazas pueblerinas. Fue así como el segrer, mas no el cazurro, se constituyó en un personaje intermedio entre el trovador y el juglar. Existieron igualmente los minnesinger (cantores de amor), nombre dado a los poetas-trovadores líricos cortesanos de Alemania medieval. Los trovadores y troveros desarrollaron su actividad entre los siglos XI y XIII principalmente. En sus poemas empleaban formas, melodías y ritmos de la música popular contrarios a la cuaderna vía, estrofa monorrima de cuatro versos, casi siempre alejandrinos, utilizada en los siglos XIII y XIV por los mester de clerecía. El primer trovador de que se tuvo noticia fue Guillermo IX duque de Aquitania, y muchos trovadores y troveros de la época eran reyes o nobles, para quienes componer se tornaba 135


en ideal caballeresco. Recordemos que “trobar” significa “hallar”. Más adelante, trovadores y troveros empezaron a contratar juglares que interpretaran sus obras, pues éstos viajaban de pueblo en pueblo, de palacio en palacio y de castillo en castillo cantando y recitando temas de amor, caballería, religión, política, guerras, funerales, poesía cortesana, canciones de gesta y sobre la naturaleza. Algunos trovadores sentían vergüenza y fastidio de ser comparados con los juglares, ya que recibir dones de cualquier naturaleza era propio del juglar, mas no del trovador. Este último decía cumplir con su deber por vocación trovadoresca y no por intereses económicos. Por eso el lombardo Sordello, en su disputa con Bremón, decía: “Muy injustamente me llama juglar, cuando yo hago dones sin tomarlos, mientras él recibe y no dona. (...) No tomo nada que pueda serme deshonroso, vivo de mis rentas y no quiero otro galardón sino de amor”. Semejantes humos de dignidad –dice Menéndez Pidal– se daba también el segrer gallego Alfonso Eáñez de Cotón, quien ponía el grito en el cielo cuando Pero da Ponte, llamándose escudero, pedía y recibía dones. Da Ponte respondía que pedir era algo propio del segrer. Y el filólogo continúa afirmando que “el juglar, lo mismo que el segrer, y aun el trovador que sustituyó a esos dos en los palacios del siglo XV, vivían de los dones recibidos, pues en la época de su decadencia, los juglares y trovadores ajuglarados eran esencialmente pedigüeños”. Bardo: Poeta de los antiguos celtas. Actuaba como trasmisor oral de la historia, como crítico político y artista que loaba las epopeyas nacionales. La tradición de los bardos se remonta a la Antigüedad, 136


pero sobresalió especialmente en la Edad Media, sobre todo en Gales e Irlanda. Los de Bretaña y Galia disfrutaron de numerosos privilegios y dictaron normas sobre la manera de escribir y recitar. Sin embargo, al final fueron considerados políticamente peligrosos por los ingleses, hasta que desaparecieron, igual que los gusan armenios, los cantastorie o canterinos italianos y los guslari eslavos. No obstante, la reunión anual de poetas y músicos galeses renació en el siglo XIX y continúa hasta hoy. Felibre: Poeta provenzal moderno. En 1854 se fundó una escuela literaria en Provenza, con el fin de fomentar el renacimiento de la lengua y la literatura de esa región francesa. Ministril: Músico que antiguamente tocaba un instrumento de viento. Y por último tenemos al JUGLAR, nuestro tema principal. Veamos lo que dice Menéndez Pidal en la presentación de su libro: “La clase de los juglares, ejecutora de este espectáculo poético, fue factor primordial que intervino en la creación de las lenguas literarias modernas y en el desarrollo de éstas durante los primeros siglos; fue a la vez órgano de propaganda política y de importantes relaciones sociales, tanto locales como internacionales”. Los juglares han existido desde antiguo, con distintos nombres, de acuerdo con la época, la cultura y el lugar en que les tocó vivir. Son conocidos los juglares chinos, hindúes, japoneses y, por supuesto, los del mundo Occidental. Por ahora, centraremos nuestro interés en lo que tiene que ver con la Europa del Medioevo. Formarse una idea exacta de lo que significa la palabra juglar es algo complicado, por decir lo menos, ya que puede entenderse su sentido de diferentes modos. Aún dentro del siglo XIII designaba dos clases 137


de personas: las que vivían y actuaban en comunión con el pueblo y las que sólo pensaban en las cortes y en los grandes señores, de tal manera que para un moralista, por ejemplo, existían juglares dignos e indignos, en tanto que para muchos legisladores resultaban siempre infames. Marcelino Menéndez y Pelayo dice que la juglaría era el modo de mendicidad más alegre y socorrido, donde se refugiaban infelices lisiados, truhanes y chocarreros, estudiantes noctámbulos, clérigos vagabundos y tabernarios, llamados en otras partes goliardos, y en general, todos los desheredados de la naturaleza y la fortuna, que gustaban de la vida al aire libre o tenían que conformarse con ella por necesidad. Pero la definición pierde su rumbo cuando dice que la mendicidad fue la esencia de la juglaría, pues el juglar no era un mendigo y muchas veces ni siquiera un hombre pobre. Se hallaban juglares de posición socialmente aventajada. “Lo que yo tengo por cierto –dice otro autor– es que la voz juglar no sólo correspondía a truhán, comediante y cantor de coplas callejeras, sino que encerraba también al poeta, al teatrero ambulante, al que cantaba en iglesias, en los palacios de los reyes y castillos de los grandes señores, a compositores de danzas, a los mismos danzarines y a juegos de toda especie, a los organistas, tamborileros, trompeteros y demás tañedores e instrumentos; en una frase: a todos los que causaban alegría”. Incluso –digo yo– podrían agregarse las habilidades del charlatán, del acróbata, del saltimbanqui y del escamoteador, siempre y cuando presenten un espectáculo público para divertir a la gente. En tal caso hasta el bufón sería, en determinadas circunstancias, un juglar cortesano 138


que trata de alegrar a su rey en todas las formas posibles. Queda pues claro que tanto el teatro como la literatura, la música y la danza jugaron un papel muy importante en las actividades juglarescas. Por eso el intelectual que escribe una obra, aunque divierta, no es un juglar, a menos que la recite, la cante o la lea personalmente ante un grupo de oyentes. Los vocablos más usados en la Edad Media para definir lo juglaresco fueron solaz y solazar. Un moralista inglés del siglo XIII reconoció la utilidad de los “juglares dignos”, cuyos solaces principales fuesen la música y el canto. De igual modo, la palabra juglaría designó primeramente el oficio y arte propios del juglar, el espectáculo y la diversión proporcionada, aunque luego pasó a significar burla o chanza. Retrocediendo hasta el siglo VII vemos que en Europa central existió un raro ejemplo de juglar, denominado jocularis, o joculator, palabras que designaban a personas encargadas de divertir al pueblo y a los reyes. De dichos términos surgió finalmente la palabra juglar que hoy conocemos y que representa todas las acepciones antiguas. Otro de sus significados llegó a ser sin duda el de poeta, en lengua romance, cuyo sentido fue usual entre los escritores ibéricos a comienzos del siglo XIII, y es así como el primer poeta castellano de nombre conocido, perteneciente al mester de clerecía, Gonzalo de Berceo, se hizo llamar juglar, lo mismo que Juan Lorenzo Segura, clérigo de Astorga, quien adaptó al castellano el Libro de Alexandri, de acuerdo con los textos de Quinto Curcio, historiador latino del siglo I de nuestra era. Dijo un autor reivindicando el oficio: “No debe llamarse juglar al que simplemente hace juegos 139


con monos o títeres, o al que con poco saber toca un instrumento cantando por plazas y calles ante gentes de baja estopa y luego corre a la taberna a derrochar lo poco que se ha ganado, sin que sea capaz o digno de presentarse en una corte noble. Eso no es la juglaría, pues ella fue inventada por hombres doctos y entendidos para poner a los buenos en camino de alegría y de honor. Existieron para loar a los valientes y darles ánimo en sus nobles hechos”. Vemos aquí cómo la juglaría se divide en dos formas principales: la lírica y la épica. La más apreciada con el correr del tiempo y la que logró perdurar en la Edad Media fue la segunda, con creaciones como la Canción de Rolando, el Cantar de Mío Cid y otros cantares de gesta que permanecen hasta hoy. No quiero decir que la lírica fuese despreciable, ni mucho menos, pero sí tal vez más deleznable, aunque sería riesgoso asegurarlo cuando se leen los versos del ya nombrado Arcipreste de Hita y diferentes romances de la época. Cuando hablamos de juglares pensamos generalmente en el mundo Occidental, olvidan-do el gran aporte de los musulmanes en esta y otras materias. La mayoría de los poetas árabes, presentes durante la invasión a España y protagonistas por lo tanto de la historia medieval, no menos que los europeos, viajaban como juglares recitando y cantando sus producciones líricas y heroicas, por territorio peninsular principalmente, adentrándose incluso hasta Galicia y Portugal. Servían igualmente como mensajeros mientras recibían en pago oro y vestidos en abundancia, lo mismo que palafrenes y otros dones no menos necesarios y valiosos. Los juglares sarracenos fueron, a la par que los cristianos, muy apreciados en 140


las cortes europeas, sobre todo en las de Federico II y Manfredo, en Palermo y Nápoles respectivamente. Sin contradecir lo anterior y retrocediendo algo en el tiempo, hay que aclarar que durante el califato de Córdoba, sobre todo en la época de Abderramán III (891-961), cuyo gobierno como emir empezó en 912, hasta 929 cuando se autoproclamó califa, los juglares populares y la juglaría fueron mal vistos por el establecimiento, si tenemos en cuenta lo que transcribe Julio Baldeón Baruque en su libro “Abderramán III y el califato de Córdoba”, citando un texto de Ibn ´Abd al Ra´uf, que dice en uno de sus apartes: “Hablaremos muy brevemente de los juglares, de los narradores callejeros y de gente parecida. Hay que vigilarlos (...) Se prohibirá a los juglares que coloquen ante ellos cabezas de aves de presa (sic) y de águilas, que utilicen serpientes y escorpiones. Serán reprendidos por ello y se les quitará el espejo que ponen al sol, porque pueden prender fuego y las gentes serán inducidas a error por este hecho. Se impedirá a los narradores callejeros que hablen de cosas que atribuyen al profeta, debido a su ignorancia en la materia, porque mienten e inventan mucho. Por lo que respecta a los relatos que tratan de los reyes y de los judíos no se hará ningún reproche”. Vemos cómo los juglares no cortesanos fueron y siguen siendo una piedra en el zapato para los poderes establecidos, sobre todo cuando acompañan sus relatos y canciones con la presencia de animales tan peligrosos como serpientes y escorpiones. Pero volvamos al siglo XIII. Hubo una clase de juglar muy particular denominada remedador, según nos dice el Rey Sabio en sus Cantigas y Partidas. “Algunos remedaban tan bien y divertían tanto a quienes 141


los veían, que todos les daban ropas, sillas, frenos y otros dones muy preciados, los que con el sabor de la ganancia, no hacían sino remedar a todos, tanto que un día, entrando en la ciudad, uno de ellos vio sobre la puerta una hermosa imagen de la Virgen, que tenía al Niño en brazos, y en vez de hacer oración la miró mucho y enseguida se puso a remedarla, por lo que Dios le castigó haciéndole caer a tierra contrahecho y deformado”. Otro autor nos asegura que varios juglares tenían una “remedación” o “remedamiento” muy especial, consistente en imitar el canto de toda clase de pájaros, y muchos favorecedores de tales personajes reclutaban a los especialistas en trinos y rebuznos. Alfonso X menciona igualmente al bufón o loco fingido, como menos análogo al juglar. Dice que el nombre de bufón se utilizó principalmente en Lombardía y que en las cortes españolas sólo apareció a comienzos del siglo XIII. A los que ejercían tal oficio común-mente se les llamaba albardanes o truhanes, personas que andaban por palacios y castillos, según dice el mismo Rey en su Primera Crónica General. Otro autor sostiene que los bufones se fingían locos sin ninguna vergüenza por el deshonor y que sus indecorosas gracias perduraban más que las de los juglares, como siempre ocurre en las palestras de la gente inculta. En el siglo XV, fray Íñigo de Mendoza censuraba el gasto que en ellos hacían los nobles, con la siguiente estrofa: Traen truhanes vestidos de brocados y de seda; llámanlos locos perdidos, mas quien les da sus vestidos por cierto más loco queda. 142


Sin embargo, después del siglo XVI, la truhanería palaciega continuó con gran brillo, pues a veces las gracias de los bufones adquirían una categoría literaria, como en los casos de Velasquillo, Perico de Ayala y don Francesillo de Zúñiga, bufones del Rey Católico, del marqués de Villena y del emperador Carlos V. Dichas bufonadas fueron recogidas en los cuentos de Juan Aragonés y en la Floresta de Melchor de Santa Cruz. El pro-pio Francesillo resultó autor escribiendo su famosa Crónica. Todavía en el siglo XVII aparecieron tipos deformes, inmortalizados en los lienzos de Velásquez, aunque Cristóbal Suárez de Figueroa, escritor español nacido en Valladolid (1571-1639) se indignara al ver la desvergonzada grosería de los bufones tan aceptada en las cortes. No acabaría fácilmente la enumeración de los tipos afines al juglar. Por ahora añadiré sólo tres: Los caballeros salvajes, los clérigos o escolares vagabundos y los ciegos. Los primeros parecen oriundos del reino de Aragón, siendo citados a menudo junto a juglares, juglaresas y soldaderas, en libros como las Constituciones de Jaime I, hechos en las cortes tarraconenses durante el año 1235, en los cuales se prohibía hacer a otro, caballero salvaje. Hoy no se sabe con claridad qué clase de histrión sería exactamente el mencionado caballero, pero en Castilla los nombró apenas el poeta Alonso Álvarez de Villasandino, quien ponderando la liberalidad de los ricos para con la gente que los divertía, dijo: A truchán o albardán O cavallero salvaje Bien les dan de lo que han.

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Es muy posible que el caballero salvaje fuese un luchador y domador de fieras, mejor dicho un remedo juglaresco del caballero guerrero y cazador, que vestía loriga y no ropas de juglar. Los ciegos fueron mencionados como tipos muy especiales entre los juglares, en los inicios del siglo XIII. El Arcipreste de Hita los enumeró junto a los escolares y las cantaderas, diciendo haber escrito para ellos varias cantigas. Estos ciegos iban juntos, con un lazarillo que los guiaba, y las limosnas que pedían eran meajas, bodigos, paños y vestidos. Meajas y paños eran no sólo una limosna para mendigos, sino dones propios para un juglar. Dice Menéndez Pidal, en su libro mencionado: “Mas para el Arcipreste de Hita la juglaría del ciego parece haber sido de ínfima clase, y realmente sólo se hace notar cuando la decadencia de los juglares fue extrema; entonces, a fines del siglo XIV, se menciona al ciego en Francia como último cantor de las canciones de gesta al son de la zanfoña, y un siglo más tarde se recuerda en España al ciego juglar que canta viejas fazañas, vagabundo de un arte inferior”. Más adelante continúa: “; no se excluyen casos como el de Salinas o el de Fuenllana, extremados y famosos músicos ciegos, que lucían en la cátedra y en el palacio, pero lo que domina es el ciego callejero y mendigo, que todavía hoy, al son de la medieval zanfoña o del moderno violín, recorre pueblos retirados y arcaizantes, o los barrios bajos de las poblaciones, cantando la literatura más vulgar”. Por último tenemos a los clérigos o escolares vagabundos, a quienes el arzobispo de Sens, comenzando el siglo X, mandó rapar, con el fin de borrarles la tonsura clerical. A los vagos escolares y

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goliardos, según la resolución dada en el concilio de Tréveris, en 1227, se les prohibió cantar en las misas versos al Sanctus y al Agnus Dei. Los clérigos joculatoris, fuesen goliardos o bufones, quedaron así excluidos de los servicios religiosos. No parece que el filisteo escogido por los clérigos o escolares de la Europa central, como patrono de su alegre y desordenada vida, haya despertado humorística devoción entre los escolares españoles. Cito de nuevo a Menéndez Pidal: “el nombre de goliardo fue entre nosotros casi desconocido, y apenas algo usado en el Nordeste. No parece que en España haya habido también una poesía satírica goliardesca como los Carmina Burana o los poemas atribuidos a Walter Map. Sin embargo, el clérigo juglar existió en nuestra Península”. Para lo anterior puede servir de muestra un tal Justo, que en el siglo VII “deslumbró con sus habilidades en la cítara y en el canto, recorriendo las casas y alegrando los convites con sus cantares. Después se hizo presbítero y perseguidor de sus antiguos colegas, hasta que, olvidándose de las órdenes recibidas, regresó a su anterior vida, realizando espectáculos y entregándose a danzas obscenas y nefandas cantinelas”. Los ejemplos son numerosos, pero ahora debemos continuar. La juglaría no estaba reservada sólo para el sexo masculino. Muchas juglaresas se hicieron populares y famosas, influyendo en las cortes y en las formas literarias de su tiempo. Como en el caso de los hombres, las hubo trovadoras, segreres y juglares propiamente dichas, con habilidades sobresalientes en la manera de tañer los instrumentos, de danzar y realizar malabares y acrobacias de toda índole, incluso en las camas de sus enamora-dos. Muchas 145


mezclaban exitosamente su arte juglaresco con ese otro igualmente antiguo de la prostitución, logrando prebendas y canonjías palaciegas que despertaban la envidia. Otras acompañaban a sus maridos y amantes por los caminos de Italia, Francia, España, Alemania, Bretaña y demás territorios europeos, en una bacanal perpetua de pobreza, reyertas, intrigas, vino y poesía. Las categorías sociales se medían hasta con los nombres de las protagonistas: una soldadera o danzadera, por ejemplo, no tenía la importancia de una trovadora, y a veces, con razón o sin ella, se le asociaba con una meretriz. De todas maneras, las juglaresas fueron las seguidoras de aquellas otras que alegraban los festines romanos y que tan cálido recuerdo dejaron en los versos de Marcial y Juvenal, aunque por estruendoso que haya sido su éxito, no pudieron ser ellas el origen único de la juglaresca medieval; las cantaoras musulmanas influyeron también mucho en sus colegas cristianas. Parece que hasta 1330, las soldaderas no actuaban en la juglaría popular, figuraban muy poco o simplemente habían cambiado de nombre. El Arcipreste no las mencionó, y en cambio sí habló de las cantaderas, mujeres que cantaban mientras bailaban en público al son de su pandero: Desque la cantadera dize el cantar primero, siempre los pies le bullen, e mal para el pandero... Texedor e cantadera nunca tienen los pies quedos, En el telar e en la danza siempre bullen los dedos.

El Arcipreste escribió muchos versos para las cantaderas, y se mostró satisfecho de la popularidad que tenían frente al público, como lo demostró con la siguiente estrofa:

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Después fize muchas cántigas de danza e troteras, para judías e moras e para entenderas, para en instrumentos de comunales maneras; el cantar que non sabes óilo a cantaderas.

La denominación de cantadera fue la que perduró: Pedro IV de Aragón tenía entre sus juglares a Isabel, la cantadera, y hoy mismo las cantaderas gallego-portuguesas y las de otras regiones españolas como la andaluza con sus cantaoras, continúan firmes en la vieja tradición. En el Libro de Apolonio, poema escrito a mediados del siglo XIII, que se refiere a las aventuras del príncipe sirio Apolonio de Tiro, se lee, según Menéndez Pidal, lo siguiente: “El Apolonio nos informa así algo de lo que nos ocultan los cancioneros gallego-portugueses del arte de la soldadera. También el concilio de Toledo de 1324, execrando las soldaderas que andaban por los palacios episcopales y los nobiliarios, describe sus gracias, que consistían tanto en los coloquios, por lo común deshonestos, como en el espectáculo que hacían de sí mismas, sin duda por medio del baile. Así, bailando y cantando, nos las representan las miniaturas medievales, siempre al lado del juglar y como un complemento obligado del espectáculo juglaresco; las Cantigas a Santa María de Alfonso el Sabio, lo mismo que las canciones amorosas de las cortes castellana y portuguesa eran ejecutadas, no sólo por los juglares, sino cantadas a la vez por las soldaderas, ora sentadas al lado del juglar, ora bailando”. En muchas ocasiones los juglares olvidaban su nombre de pila y tomaban otro de acuerdo con el oficio. Les interesaba que fuera sonoro y significativo. Uno de los más antiguos juglares provenzales, se

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autonombraba Alegret. Otro se llamaba Saborejo. En épocas de Fernando el Santo hubo uno denominado Pedro Agudo, y otro más sentimental decía llamarse Corazón. Una soldadera se denominaba a sí misma como María Sotil, mientras que una danzadera, reconocida en España y Francia, se hacía nombrar Graciosa o Graciosa Alegre. También tomaban el nombre del instrumento acompañante, como fueron los casos de Cítola, juglar del Rey Sabio, y de Ramón Martí apodado Cornamusa, juglar del municipio de Lérida. No faltaron los que preferían nombres burlescos como Malanotte, Maldicorpo, Ancho y hasta Saco. Era frecuente entre trovadores, entre trovadores y juglares, y entre los juglares mismos, escarnecerse a través de sus coplas hirientes, muchas veces ofensivas y embusteras. Hasta el mismo Alfonso X se ensañó contra ciertos juglares lejanos a sus simpatías, con cantigas de escarnio donde denunciaba que Bernaldo de Bonaval, por ejemplo, “traía consigo una ruin mujerzuela, digna de ser azotada públicamente; que Picandón era tahúr, camorrista y bebedor; que Alfonso Eáñez de Cotón era dado a las más astrosas rameras, al juego, al vino, a las riñas y a la haraganería cobarde; que Pero da Ponte era también borracho y además blasfemo, ladrón de canciones y acaso homicida”. Dura la lengua del Rey Sabio, ¿no les parece? Por su parte, Hugo de Mataplana (trovador gallego) nos dice del arte juglaresco: “El juglar malo tiene conversación triste y aburrida; en vez de tañer las cuerdas de su cítara, las rasca desapaciblemente; en lugar de cantar, grita y desafina con voz cascada, por raheces vicios de taberna y lupanar; estropea las rimas y el metro del trovador. Este juglar espanta a 148


todos cuando aparece con su citolón bajo el brazo, y por único pago merece una puñada en la garganta o una soberana paliza. El juglar bueno, por el contrario, se esfuerza cada día por adelantar en su oficio; se pica de cantar siempre canciones de buenos trovadores, bien hechas según su arte. Posee las tres esenciales condiciones juglarescas: donaire, voz y fiel memoria para hacer lucir los versos sin alterar en nada las perfecciones que el trovador puso en ellos”. Los juglares occitánicos fueron muy populares en las cortes de Aragón, de Castilla y de León. En algunas novelas provenzales se mencionan las cualidades del tipo perfecto de juglar distinguido y cortesano: sabía tocar la vihuela y el arpa, cantar canciones de gesta y de amor; debía trovar y ejercer al mismo tiempo como saltimbanqui, y su mujer tenía que ser acróbata. Es decir, una mezcla de habilidades tan numerosa que sólo podía darse de vez en cuando, para diferenciarlo de sus antiguos colegas, bardos o scopas, y de juglares inferiores. Los que se dedicaron a un solo instrumento o tema en sus canciones, aparecieron más tarde. Pero una cosa fueron los juglares idealizados por la literatura histórica y otra muy distinta la de los juglares verdaderos. Era difícil que una sola persona reuniera tantas cualidades juntas, y lo sigue siendo hoy; por lo cual se deduce que la mayoría de los juglares eran especialistas, como máximo, en dos o tres modalidades, y excepcionalmente en número mayor. El Libro de Alexandre distingue dos clases de juglares: la de los músicos y la que enseña a monos y zahareños. En la Crónica General, el Rey Sabio distinguió igualmente dos tipos de juglar: el de boca y el de péñola. El de boca, o buche como se le decía en Francia, 149


era el que cantaba o recitaba las composiciones acompañándose con instrumentos de cuerda, y a quien se le prohibía muchas veces referirse en malos términos al Papa, a la Iglesia, al Rey o a los grandes señores franceses. Está claro que el juglar de boca no tenía que ver con instrumentos de viento, y ejercitaba lo que los provenzales llamaban joglaría de cantar, en la que no eran sólo ejecutantes sino inventores y poetas. El de péñola era especialmente el juglar pendolista, o sea el que tañía con su pluma o plectro un instrumento de cuerda, pero a diferencia del anterior, apenas escribía sus poesías para que otros las cantasen. En París se dieron otras manifestaciones musicales juglarescas, principalmente en ciertas bodas, que incluían instrumentos de viento, de cuerda y de percusión para acompañar el canto, según nos cuenta la Crónica de don Pero Niño La clasificación de los juglares se fundó más recientemente sobre los instrumentos que tocaban, poniendo en primer lugar a los violeros, mencionados como los más importantes en los poemas de clerecía. La vihuela fue el instrumento más nombrado, más descrito y reproducido en libros y obras de arte medievales; era un violín tocado comúnmente con arco, aunque también existía el que se tocaba con pluma, antecesor de la guitarra moderna. Fue tomado de los persas por los árabes que lo trajeron a Occidente durante el siglo XI. El Libro de Apolonio destaca la maravillosa expresión con que la princesa Luciana manejaba su vihuela ante la corte, haciéndola hablar; “la tañedora y su instrumento parecían tener una alma idéntica”, termina diciendo el texto, que se refiere desde luego a la vihuela de arco. 150


La cedra fue otro instrumento importante para el arte juglaresco, y más tradicional que la cítola, según parece, pero ambos descendientes de la cythara utilizada por griegos y romanos. Estos últimos fueron también padres o abuelos de la guitarra, voz griega y no latina adoptada por los árabes en Oriente. El juglar cedrero del siglo XII viajaba por las ciudades de Europa cantándole a su pueblo poemas narrativos principalmente, mientras que los cítolas se dedicaban más a las composiciones líricas. Tenemos entonces que los tres instrumentos de cuerda más comunes dentro de la juglaría fueron la vihuela, la cítola y la cedra. Con ellos, los juglares ejecutaban en público las obras épicas o líricas que constituían la gran literatura poética del momento, fuese en las cortes o en plazas y caminos. En cuanto a los trompeteros y tamboreros puede decirse que fueron muy comunes y considerados de clase inferior por ser extraños a la literatura y músicos de menor valía, dedicados a instrumentos de viento y percusión. Esto indica cierta discriminación social y hasta prejuicios raciales, pues es bien sabido que dichos instrumentos, sobre todo los percutientes, tienen procedencia africana o, por lo menos, no europea. Además, no eran solistas sino que tocaban en bandas llamadas coplas en Castilla y coblas en Aragón. Como juglares ínfimos los despreciaron varios poetas de la época, en las cortes de Sancho IV y de Fernando el Santo. Hasta el Arcipreste puso un burro hecho juglar, que sólo tocaba el tambor, comparable apenas a su estridente rebuzno. Según la poesía francesa del siglo XIII, “un tamborero podía salir de cualquier parte: de un gañán, por ejemplo, que con su burdo cuchillo fabricaba el instrumento, y en la estación de año en que 151


los bueyes descansaban, se dedicaba a recorrer villas y aldeas batiendo su parche”. Y dicen los mismos poetas: “Cuanto más grande sea el tambor y la dulzaina, tanto más dinero ganan estos malditos, cuya única habilidad es hacer bailar a las muchachas”. Es muy posible que el autor o los autores de tales diatribas fuesen tañedores de vihuela, que no pudieron contener su indignación contra los “juglares ínfimos” quienes desconocían por completo los cantares de gesta. Retomo a Menéndez Pidal cuando dice: “El fuerte sonido de los tambores y de las trompas hacía que en los grandes concursos de juglares, reunidos en las fiestas, triunfase el orgullo de clase y no se mezclasen los instrumentos como se mezclan hoy en una orquesta, sino que los tamboreros y trompeteros fuesen relegados a un sitio alejado, para que su ruido no ensordeciese a los instrumentos más delicados. (...) El condestable Miguel Lucas de Iranzo colocaba las trompetas y atabales en el corredor de la sala de arriba, mientras las chirimías y cantores, y otros instrumentos más suaves y dulces, dentro de dicha sala, a la puerta de la cámara donde dicho condestable dormía”. Allá por 1330, El Arcipreste nos narró cómo los clérigos, monjas, señoras, juglares y gente de toda índole salieron gozosos a recibir a don Amor, en una inmensa algazara que todavía se oye: Recíbenlo los árboles con ramos e con flores de diviersas maneras de fermosas colores, recíbenlo los omnes e dueñas con amores, con muchos instrumentos salen los atanbores; allí sale gritando la guitarra morisca, de las bozes agudas e de los puntos arisca; el corpudo alaút que tien punto a la trisca, 152


la guitarra ladina con éstos se aprisca; el rabé gritador con la su alta nota cab él el orabí tañiendo la su rota el salterio con ellos más alto que La Mota, la viyuela de péñola con aquéstos y sota; medio canón e harpa con el rabé morisco, entre ellos alegranza el galipe francisco, la flauta diz con ellos más alta que un risco, con ella el tanborete, sin él non vale un prisco; la viyuela de arco faze dulces vailadas, adormiendo a las vezes, muy alta a las vegadas, bozes dulzes, sabrosas, claras e bien puntadas a las gentes alegra, todas las tien pagadas; dulze canón entero sal con el panderete con sonajas de azófar fazen dulce sonete, los órganos y dizen chanzones e motete, la hadedura albardana entre ellos se entremete, gaita e axabeba, e el inchado albogón, cinfonia e baldosa en esta fiesta son, el francés odrezillo con éstos se compón, la neciancha bandurria aquí pone su son; trompas e añafiles salen con atabales. Non fueron tiempo ha, plazenterías tales, tan grandes alegrías nin atan comunales. De juglares van llenas cuestas e eriales;...

Entre los muchos instrumentos nombrados se hallan el harpa o farpa, tan propia de los pueblos célticos y germánicos; la rota, de procedencia británica; el rabé, primitivo violín usado por los persas, los jorasaníes y los árabes; el salterio, también de procedencia oriental; el medio canón y el canón entero, especie de salterio igualmente de origen musulmán, y muchos instrumentos de viento, como el albogón y el odrecillo, que todavía perduran, no sólo en Europa

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sino en los pueblos árabes. El Arcipreste, no obstante su concepto en contubernio con los poetas franceses, sobre los instrumentos de percusión, nombró en su anterior bienvenida a don Amor, cuatro de ellos: el atanbor, el tamborete, el atabal y el panderete. Lo dicho, tan superficialmente en este texto, nos pone frente a una realidad innegable: Los juglares fueron una necesidad artística importante de la Edad Media europea, y posiblemente mundial, pues el Medioevo japonés, chino, hindú y de otras latitudes, tuvo una juglaría vitalísima, robusta y numerosa, como fenómeno universal de la cultura. Hubo juglares de toda índole, para todos los gustos y ocasiones en las sociedades de la época. La complejidad de los juglares, viniese de donde viniese, divertía lo mismo a los altos que a los humildes. Esto, sin embargo, no debe llevarnos a creer que los juglares del pueblo eran los mismos que los cortesanos; en ellos se marcaban los estratos sociales, igual que nos ocurre hoy. Unas veces eran perseguidos y hasta encarcelados por denunciar y escarnecer las aberraciones del poder. Otras, elevados hasta las cortes donde se les halagaba y pagaba con generosidad la demostración de su histrionismo. Los juglares que a sí mismos se consideraban aristocráticos o cortesanos, reconocidos como dómini imperatoris joculator, no cantaban para ganarse un don frente a la gente popular, sino que buscaban formas más refinadas de financiación personal, contrarias a las simples y gastadas de los juglares callejeros, lo que también los dividía en nobles y plebeyos. En las cortes merovingias los juglares fueron un elemento perturbador que preocupaba a los moralistas, quienes los veían sencillamente como ministros de Satanás. 154


Según éstos, encarnaban la afición más peligrosa de los reyes, que llegaban a olvidarse de los negocios públicos por escuchar su música y sus canciones. Alfonso X alcanzó a decir que los histriones en la corte del rey Darcón habían sido los culpables del desbarajuste del reino egipcio. Los legisladores, por su parte, crearon leyes limitando el número de juglares y juglaresas que los monarcas podían tener en sus palacios, aunque reconocían su importancia como esparcimiento merecido de los gobernantes. En las Partidas del Rey Sabio fueron incluidos como parte primordial de la alegría que deben tener los soberanos cuando se sienten pesarosos y necesitan cuidados. En las ordenanzas palatinas de Jaime II de Mallorca se concedía a los juglares una misión benéfica para el buen gobierno, ya que dulcificaban el ánimo del rey. Y en la corte de Sancho el Bravo, hijo de Alfonso X, convivieron juglares de diversos tipos, razas y religiones. Lo que ocurría en las cortes ocurría también en los castillos y casas de los grandes señores. Así, a principios del siglo XIII los juglares provenzales llegaban hasta la casa del caballero catalán Hugo de Mataplana, y de los castellanos diego López de Vizcaya y Rodrigo Díaz de Cameros. Mientras tanto, los juglares gallegos solicitaban la liberalidad de Lope Díaz de Haro y de Tello Alfonso de Meneses. Eso porque el oficio no podía sostenerse sólo a costa de los reyes y los juglares se veían obligados a viajar de sitio en sitio rebuscándose el sustento. Menéndez Pidal cuenta una anécdota sobre un juglar que, al recibir de Diego de Vizcaya cien marcos de plata (suma exorbitante para la época), le dijo: “Señor, decidme cómo os llamáis, pues 155


éste es el mayor don que recibí en mi vida; más cómo don Diego aguijase sin responderle, el juglar arrojó los marcos en tierra, repitiendo: No quiera Dios que yo tome cien marcos en don, sin saber de quién; don Diego entonces le dijo su nombre, y al oírlo, el juglar recogió los marcos exclamando: Né grado né grazie a te, don Diego. Todos quedaron comentando el dicho y convinieron en que el juglar había hablado bien, pues reconocía que de don Diego, famoso por su liberalidad, no era maravilla un regalo tan espléndido”. Los señores eclesiásticos no se quedaban por fuera de la vida juglaresca. Desde el siglo VII los obispos ingleses tuvieron a su servicio cedreros e histriones que les alegraban su existencia supuestamente monacal. Y en el siglo XII ya se promovían quejas porque dichos prelados cerraban las puertas a los poetas doctos en la tradición latina, mientras recibían a los que hallaban en los caminos durante sus giras pastorales, escuchándolos y pagándoles luego en sus recámaras. En 1324, el concilio provincial de Toledo denunció el abuso juglaresco en los palacios arzobispales: “En nuestra comarca –decía una de las Constituciones– ha penetrado una detestable inmoralidad, pues las mujeres que el vulgo llama soldaderas entran públicamente en las casas de los prelados y de los magnates, convidadas a comer; ellas entregadas a coloquios depravados y charla deshonesta, corrompen las buenas costumbres, y, demás, hacen espectáculo de sí mismas; por esto mandamos a todos, y en especial a los prelados, amenazándoles con el castigo del cielo, que no permitan entrar en sus casas a tales mujeres, ni les hagan dones”. Pero no sólo los altos prelados se entretenían 156


con juglares y soldaderas, sino también los religiosos menores. Ya en el cuarto concilio de Letrán, realizado en 1215, se preocuparon por desarraigar las costumbres juglarescas entre los simples clérigos, y acatando sus cánones los obispos de Castilla y de León, reunidos en Valladolid en 1228, decían: “Establecemos que todos los clérigos, diligentemente, se guarden de cantar, de beber y dedicarse a oficios deshonestos, propios de algunos legos. Establecemos, además, que los clérigos se alejen de juglares trasnochadores y se abstengan de penetrar a las tabernas cuando van por su camino, salvo por necesidad y con prisa, y eviten jugar a los dados y a las tablas” (adaptación libre del suscrito). Iguales recomendaciones fueron hechas en el concilio de Lérida, llevado a cabo en 1229. Sin embargo, todas esas prohibiciones no impidieron que el Arcipreste de Hita se rodeara de cantaderas moras y judías, de juglares cazurros, de ciegos pordioseros, de escolares trasnochadores y toda clase de juglares aventureros, para poetizar copiosamente sobre ellos. El espectáculo literario y musical era uno de los placeres más deleitosos que podía disfrutar un hombre opulento a quien nada le faltaba. Los señores se servían, no sólo de las artes musicales e histriónicas de los juglares, sino de todas las habilidades que éstos a veces poseían, algunas tan exóticas como pescar, y otras más comunes como servir de mensajeros. La mensajería fue algo corriente entre los juglares de la literatura occitánica, y en ella el trovador solía dar el nombre de juglar a quien encomendaba su canción para ser cantada frente al destinatario escogido: Si era un rey, pidiéndole dones o gracias. Si era una dama, talvez declarándole su amor o lamentando su 157


indiferencia. Si era para un enemigo, insultándolo y desafiándolo. También servía el juglar para misivas corrientes, llevando recados en prosa y haciendo el papel de celestina ordinaria. Todo lo anterior sin olvidar que se utilizaba igualmente como medio publicitario para influir en la opinión pública no letrada. Muchos juglares inescrupulosos, conscientes de su poder, alquilaban sus alabanzas y administraban los encomios y los ultrajes como cualquier periodista moderno. Hacia 1190 el canciller de Ricardo Corazón de León compró versos adulatorios llevando a Inglaterra juglares franceses para que cantaran ditirambos sobre su persona, y los podestades italianos del siglo XIII pagaban muy bien las alabanzas juglarescas. Claro que si esos juglares venales tropezaban con la bolsa cerrada, por austeridad o tacañería del contratante, se vengaban volviendo contra él todo su escarnio y su veneno, cuando no se resignaban a guardar siquiera un respetuoso silencio. Las poblaciones como tales pagaban también a los juglares: En Francia y Alemania las ordenanzas debían intervenir para contener la generosidad de los vecinos respecto a los mismos, limitando el número de éstos en los espectáculos públicos. De otra parte, en algunos pueblos los juglares ambulantes pagaban muchas veces derechos tan elevados, que se constituían en rubro atractivo para los municipios. En el año 1300, las Constituciones de la Universidad de Lérida prohibieron a los estudiantes dar vestidos, comida o dinero a los juglares, mimos, histriones y caballeros salvajes. Sólo en las fiestas de Navidad, Pascua y Pentecostés podían hacerlo; lo mismo, cuando alguien se graduaba como doctor o maestro en ciencias, era 158


permitido darles comida, pero nunca dones. Los juglares que decidían tomar asiento en alguna ciudad formaban corporaciones o cofradías cuyos primeros estatutos conocidos fueron los de París, allá por el siglo XIV. Llegaron a formar parte de la clase burguesa, y en la Sevilla del siglo XV hubo una calle denominada “de menestrales”. Los hubo también asalariados, adscritos al servicio de una ciudad o de un gran señor. Dice Menéndez Pidal que los síndicos de Lérida nombraban cada año una o dos personas con el cargo de juglares del Municipio. Los escogidos juraban servir lealmente a la población mientras recibían la trompa entregada por el juglar o los juglares salientes. Algo parecido ocurría en Italia: Perusa, por ejemplo, pagaba con las rentas públicas varios “canterini” para recrear durante las comidas el ánimo de los magistrados y divertir al pueblo en las fiestas públicas. Los reyes también concedían a los juglares exenciones de muchas clases. A los de sus propios palacios, por decir algo, se les eximía de obligaciones como los impuestos y otros desangres padecidos por los súbditos corrientes. A los extraños que cruzaban sus dominios les daban recomendaciones y protección especial. Si el carácter pendenciero, maldiciente y deslenguado de algún juglar lo llevaba ante los tribunales, el soberano en cuestión enviaba una carta ordenando la rápida tramitación del pleito, la rebaja de la pena o su condonación si era el caso. Pendenciero o no, el juglar contraprestaba esas bondades dando buena conversación durante las comidas y alegrando con su canto el levantar de los manteles. Si el agrado era grande por parte del rey u otro benefactor de turno, el juglar recibía, además de la cena, dones valiosos de 159


diferente clase. De no ser así, cosechaba burlas por lo mal que rasgaba el citolón. Algunos ostentosos, al convidar juglares o segreres para la cena, buscaban que alabasen su comida; cosa no fácil, porque muchos de los histriones eran parásitos tan ingratos que, en lugar de alabanzas, cantaban textos de escarnio maldiciendo la avaricia con que habían sido obsequiados. Esa malevolencia era propia de los juglares cortesanos, pues los cantores populares, aunque elevasen sus cantos a las alturas de El Cid, se conformaban con pedir vino a los oyentes, y en caso de que éstos no tuvieran dinero para pagar al tabernero, les rogaban que empeñasen alguna de sus prendas. Si el caso se daba en los caminos, solicitaban caballos o acémilas para continuar su ruta. Además de cabalgaduras y bebida, los paños eran los dones más comunes que los juglares recibían, hasta tal punto que en ciertas ocasiones, muchos de ellos se veían en aprietos para cargar tanta ropa. Los juglares más favorecidos por el público alcanzaban a ganar lo suficiente para tener criados a su servicio, igual que algunas soldaderas. Varias biografías provenzales –dice más de un autor– registraron casos de nobles que, antes de morir, dejaban como herencia a sus histriones preferidos todo el ajuar utilizado en vida. Había ganancia para todos, ya que hasta los peores en su oficio, a quienes se les podía pagar para que se callaran, tenían, a veces, la suerte de encontrar tontos que estimaran su chabacanería. Paradójicamente, las riquezas del juglar errante despertaban la codicia de ciertos poderosos, quienes contrataban salteadores para desvalijar al cantor cuando éste se hallaba en despoblado. Sin embargo, muchos juglares no 160


necesitaban ser asaltados por bandoleros, ya que toda sus ganancias quedaban en las tabernas, garitos y casas de prostitución, tanto que si llegaban a ser abordados por ladrones, más bien les daban limosna que quitarles lo que no tenían, haciendo válido el adagio que decía: “A la ramera y al juglar, a la vejez les viene el mal”. Podríamos extendernos indefinidamente con el tema de los juglares; quiénes eran, cómo y dónde actuaban, qué aportaron y siguen aportando a la literatura y otras artes; hablar de sus orígenes, variaciones y especialidades, porque la historia de la juglaría es la historia de la humanidad. Por ahora, basta decir que siguen tan campantes como siempre han estado y que ningún poder, por fuerte y guerrerista que sea, acabará con ellos. Cambiarán talvez sus modalidades, adaptándose a las circunstancias y necesidades de la época, pero no sucumbirán, como no han sucumbido otras expresiones de la individualidad en su lucha constante contra las arbitrariedades y atropellos de las instituciones dominantes. Los juglares y la juglaría de la Europa medieval fueron apenas un paso, importante eso sí, en el arduo camino de la libertad personal. Latinoamérica, y Colombia en especial, están en mora de reconocer y exaltar más a la mayoría de sus juglares, como patrimonio de su identidad. El número exacto de juglares americanos es desconocido, pero puede asegurarse que es grande y no perecedero.

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Epílogo Por Juan Guillermo Valderrama Santamaría

Un poeta por tan sólo mil pesos Cuando por fin decidí matricularme en un taller de literatura, tres razones fundamentales influyeron en mi decisión. La primera: disponía del tiempo necesario, porque, debido a mi enfermedad cardíaca, el gobierno me adelantó la pensión laboral a pesar de mis escasos 40 años. La segunda: las personas que conocían mis escritos consideraban que eran buenos y aseguraban que merecían ser publicados (aclaro, esas bondadosas personas eran casi en su totalidad amigos y familiares); y la tercera: llegó a mis manos un computador que me corregía, en buena parte, mi pésima ortografía, que aún poseo, debido, casi con seguridad, a mi escaso amor por la lectura, a mis pocos años de estudio, interrumpidos por las drogas lícitas e ilícitas, y a mi pereza mental. Así pues, con tales razones a mi favor, me di a la tarea de buscar un taller literario que me ayudara a pulir mis textos y realizar mis sueños, repentinamente empujados por las circunstancias, y así conseguir que mi obra no muriera en el anonimato. Me fui a las Páginas Amarillas, “la consulta que resulta”. Tomé aquel vademécum repleto de información publicitaria y comencé a buscar, por lógica elemental, en la letra T de taller literario. Mi sorpresa fue colosal cuando me di cuenta de que en 163


dicho cartapacio no figuraban talleres de literatura. Tomé una lupa creyendo que mis ojos, debido a mi naciente presbicia y las minúsculas letras del robusto libro, no alcanzaban a identificar el texto correcto y que allí, entre líneas, tenía que esconderse algún taller literario. Mi dedo, bajo la lupa, señalaba cada renglón, en tanto que leía en letra mayúscula: TALLERES DE ELECTRICIDAD AUTOMOTRIZ, TALLERES DE FUNDICION, TALLERES DE LATONERIA, TALLERES DE MANTENIMIENTO DE AVIONES,… Existían talleres de cuantas cosas inimaginables uno pudiera pensar. Sin embargo, según el librote, en Medellín, una ciudad que se vanagloria por su cultura y educación, no existía un sólo taller literario, que tuviera al menos dinero para pagar un aviso publicitario. No lo podía creer, pero era verdad. Por un momento pensé que el equivocado era yo, así que seguí buscando por la letra T de taller, pero ya no literario sino de poesía; pero tampoco, ni uno sólo pude hallar. Desconcertado y llenó de ira, pero firme en el propósito de encontrar alguno, tomé el teléfono, marqué el 113, y una voz apresurada pero erótica contestó del otro lado: –Se acaba usted de comunicar con información en el número 113. Recuerde que su llamada puede ser grabada o monitoreada. Habla usted con Claudia Cristina Vélez, ¿Con quién tengo el gusto? –Juan Guillermo… –Dígame, señor Juan, –La calidez de su voz reafirmó mi machismo y milagrosamente me calmó la ira– ¿En qué le puedo ayudar? –Gracias Claudia. Mirá, es que estoy buscando algún taller literario o de poesía, y consulté en las páginas… 164


–Señor Juan, tenga la amabilidad de anotar estos dos números: taller literario de Mario Escobar: 2507657; y Biblioteca Pública Piloto: 2308745. Recuerde que habló con Claudia Cristina Vélez. –Gracias, Clau… – Su afán me dejó sin terminar su nombre. Con esos números en mi poder me dispuse a indagar. Me dije: dos no son mucho, pero algo es algo. Primero llamé al taller de Mario Escobar, pero la enorme cuantía en pesos y los largos kilómetros entre su recinto y mi casa me hicieron desistir. Me quedaba un sólo número y me la jugué toda a esa carta: llamé a la Piloto. Allí, de forma presta, me dieron toda la información que requería y más. Así como tres razones me llevaron a buscar un taller de literatura, otras tres enormes me llevaron a matricularme en el de la Piloto: la primera, que era los sábados y únicamente por dos horas; la segunda, que las clases se dictaban a pocas cuadras de mi casa; y la tercera, la principal, que únicamente valía 50.000 pesos anuales, un precio muy justo para un aprendiz de escritor, unos mil pesos por clase. Así pues que, sin demora alguna, ese mismo día me inscribí. Cuando por fin llegaron las 10:30 AM del ansiado sábado yo ocupaba, desde media hora antes, una silla de la intelectual sala. Al llegar, había saludado a la única persona que estaba allí. Supuse que era el profesor. –Buenos días, Maestro. –Muy buenos días. Pero no me llame Maestro. Dígame Jaime. Luego comenzaron a llegar los demás asistentes, de todas las edades, géneros y especies. A medida que 165


entraban se acercaban al maestro, él se paraba de inmediato, y una sonrisa franca reafirmada con un caluroso abrazo era su efusivo saludo. Me sentía como niño en el primer día de clases en primero elemental: tímido y nervioso. Cada quién me iba mirando, unos con desconfianza y otros con ganas de requisarme hasta las entrañas. Me observaban de arriba abajo, o eso creía yo, como preguntándose: ¿éste se creerá poeta? El maestro miró su reloj y sentenció: ¡Ya son las 10 y 40! Se levantó, tomó un fajo de fotocopias y nos las fue repartiendo, después se sentó y, sin más preámbulos, comenzó la reunión, leyendo un texto de algún escritor que no recuerdo. No dejaba de mirarlo. Su minúscula figura y su voz pausada al leer, hacían perfecta combinación con la experiencia de sus 70 años largos. Lo que más me impactó de él, en aquel momento, fue su maleta de agente viajero, marca Echolac, la camisa de algodón crudo, estilo hippie, el bluyin Lewis Strauss, sus zapatos tenis negros y las medias tobilleras blancas. Y digo que me impactó porque la concepción, al menos en vestimenta, que yo tenía de un septuagenario no era esa. Mi padre había muerto pocos meses atrás, con casi ochenta años, y desde mi nacimiento hasta su muerte nunca lo pude ver con una vestimenta siquiera parecida a la del maestro. Cuando terminó su lectura hubo un largo silencio, pero luego vinieron los comentarios de unos y otros sobre lo leído. Primero habló Uldario, desbocado en halagos a favor del escritor, y enseguida trasladando el contenido en discusión a los tiempos de la antigua Grecia. Habló de La Ilíada y La Odisea, de Zeus, Homero, Sófocles, Eurípides y otros más que 166


de los que yo nunca había tenido información alguna. Para concluir su intervención, afirmó: –El argumento tiene una que otra cosita, pero, me parece que quedaría mejor redactado en tercera persona. Y tiene pasajes en los que el autor predica demasiado, se mete mucho en el texto, pienso yo. Acto seguido Javier Gil comenzó su intervención: –El escritor que se leyó es un man bacano, ya que utiliza un idioma sencillo y lo que plasma en el papel se puede oler, degustar, tocar, y se podría llevar fácilmente a la pantalla grande. Sus opiniones eran para mí mucho más entendibles que las primeras. Finalmente argumentó, en un lenguaje casi tan paisa como el mío: –A mí me gustó. Es una muy buena crónica. ¿O es un relato, Jaime? Enseguida otros se unieron a la discusión. Por último, habló el maestro: –Todos están errados. Uldario dice que el escritor en ciertos pasajes del texto predica mucho. ¡Pues claro que predica! Y predica porque es predicador. ¿Qué hace un cura desde el púlpito? Pues predicar, dar sermones. Y en cuanto a eso de que quedaría mejor narrado en tercera persona, tampoco estoy de acuerdo. El narrador que está contando la historia la vivió, la palpó, se está confesando y no hay una mejor manera para una confesión que narrarla en primera persona. Yo no puedo llegar donde el cura a decirle: padre, me acuso de que Uldario se robó una gallina. Las carcajadas hicieron eco en las paredes del salón. Y en cuanto a lo que dice Javier, de que se podría llevar al cine, estamos totalmente de acuerdo. Pero, con respecto a su pregunta: que si es crónica o relato, 167


no es lo uno ni lo otro. Simplemente el narrador está contando una vivencia propia. Por eso debe hacerlo en primera persona, para que la historia resulte creíble. Tampoco es literatura, ya que a simple vista se puede observar que el autor tiene muy escasos conocimientos de gramática y ortografía. De modo tajante, cambió de tema: –Pasemos a otra cosa. ¿Alguien trajo algo suyo para leer? Ninguno dijo nada; señal de que nadie había llevado ningún texto para poner a consideración de los asistentes. Y si yo lo hubiera llevado, creo que aquel momento no era el más indicado para leerlo. Así que el taller continuó y llegó a su final cuando el reloj marcó las 12:30. En la misma forma como entramos dos horas antes, así mismo salimos, en un perfecto desorden. Había asistido, por fin, a mi primera clase en un taller de literatura; y logré salir tal como entré, intacto, quizás un poco más confundido, pero intacto. Cuando me disponía a dejar el salón, Javier me invitó a que los acompañara, a la cafetería contigua a la biblioteca. Accedí complacido. Era la mejor manera para conocer y darme a conocer con los integrantes del taller. Si quería aprender a escribir, al menos debía codearme con los que sabían de literatura. ¿Y qué mejor manera que conversar con ellos, acompañado de un café y sin la mirada escrutadora del profesor? Después de tomar un par de cafés y fumar los tres últimos cigarrillos de mi cajetilla, me levanté de la mesa y me despedí de apretón de manos con cada uno de los que allí quedaban. Había caminado escasamente cinco pasos 168


cuando, de pronto, Aymer se me acercó, me alejó cinco pasos más, y me dijo: –No te espantés por los puntiagudos puntos de vista del maestro. Sus conocimientos los ha adquirido a través de infinidad de libros leídos y releídos y de la experiencia que dan los años, que le permiten estar por encima de lo divino y de lo humano. No dejés de venir al taller, te aseguro, y no dicho por mí sino por los entendidos en esto, que estamos ante el poeta vivo más importante de Colombia. Ahí donde lo ves, con ese caminadito de yo no fui, Jaime Jaramillo Escobar es el mejor. –¡Jaime Jaramillo Escobar! ¿Y quién es ese? –Le pregunté: –Pues X504, el ganador del premio Cassius Clay de poesía nadaísta que consiguió en 1967 con su libro “Los Poemas de la Ofensa”. Vi que la sangre se le subió a la cabeza, y no precisamente de alegría. –Ay hermano, perdóname pero ahí si quedé más perdido que perro cuando se cae de un trasteo. La verdad, no sé quién es X504. Yo de X escasamente conozco las Yamahas XT500 y las películas tres X que presentaban en el teatro Palermo de Aranjuez. –Pues te aconsejo que investigués. Y el sábado nos vemos por aquí. –Gracias, hermano, eso haré… y el sábado nos vemos. Un apretón de manos fue mi despedida, y la de él, otro apretón de manos, con cara de sorpresa como ñapa. Ese mismo día, inmediatamente llegué a mí casa encendí mi computadora e introduje en el buscador las palabras: Jaime Jaramillo Escobar. Y, sin exageraciones 169


paisas, me salieron 166.000 entradas que incluían ese nombre. Leí su biografía de principio a fin, los primeros pasos del maestro en 1939 en su natal Pueblo Rico, hasta los últimos que le había visto ese sábado en el taller. Recordé a Aymer y me dio vergüenza por mi ignorancia, pero a la vez me dije: cómo iba yo a saber quién era Jaime Jaramillo Escobar, si mientras él se pasaba la vida leyendo y escribiendo, yo estaba encartado en Lovaina con dos putas y con mi cabeza repleta de conflictos judiciales, alcohol y basuco. Así pues que, ante mi lógico razonamiento, me perdoné tanta ignorancia. En frente de la pantalla del computador, en tanto abría y cerraba un sinfín de páginas que hablaban sobre las cualidades poéticas y literarias del maestro, me reproché diciéndome: ¡primera vez en mi vida que he estado al lado de un verdadero poeta y ni cuenta me di! ¡Cómo puede ser posible que teniéndolo a un metro mío, por tan sólo 1000 devaluados pesos, ni siquiera fui capaz de pedirle un autógrafo, así como lo hice con Cheo Feliciano, Ismael Miranda, Celia Cruz, Facundo Cabral y tantos otros! Y desde esa tarde me prometí: pues si lo que quiero es aprender a escribir, aquí, según Aymer, tengo al mejor maestro, así que seguiré asistiendo al taller a pesar de mi ignorancia. ¡Y quién lo creyera! Hoy después de tres años ininterrumpidos de asistir al taller, aquí me encuentro escribiendo estas líneas. Aunque, para ser honrado, de literatura he aprendido poco. Pero, si algún día el maestro lee estas líneas, quiero que sepa que no me avergüenzo por mi ignorancia; que por lo menos ya sé quién es Jaime Jaramillo Escobar para 170


la poesía colombiana, y también sé quién fue X504 para el nadaísmo; aunque, para serle honesto maestro, me quedo con el ser humano que he conocido a través de estos tres años. El poeta se lo dejo a los literatos y entendidos en la materia.

Nota: Texto incluido por insistencia del autor.

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Sin Censura 2 Se terminó de imprimir en Divegráficas Ltda. Medellín, Colombia, diciembre de 2012. Para su elaboración se utilizó papel propalibros beige de 90 gramos. La fuente empleada fue Charter Bt.




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