Santos que yo te pinté

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Santos que yo te pinté En casa de María Santos lo primero que llama la atención es un agujero en la pared. Aunque en realidad son más, al menos dos. El segundo de ellos te lo muestra un pequeño ratón que sale del que está más a la vista para acabar en este último. Es algo que no puedes evitar mirar. Estuve varias veces en esa casa, pero el ratón no volvió a aparecer hasta la última, supongo que a modo de despedida. Cuando llegué a Colombia tenía una serie de expectativas sobre lo que iba a encontrar o lo que se suponía que iba a hacer. Después de conocer a una persona como María Santos me di cuenta de lo poco que un occidental acomodado puede ofrecer en sitios como el Valle del Cauca. Mi percepción de mí mismo y de la gente que admiraba ha cambiado considerablemente. No creo que nunca antes haya conocido a alguien tan fuerte como María Santos. Mientras miraba a aquel roedor moverse a sus anchas por una casa con suelo de tierra y techo de chapa tomaba conciencia de que lo que había ido a hacer allí era entrevistar a varios líderes de las comunidades de los barrios más pobres de Buenaventura, una ciudad de medio millón de habitantes pero sin hospitales, un lugar donde llueve todos los días pero la gente no dispone de agua corriente. María Santos era la primera persona que tenía que entrevistar. Debía contarme la historia de su barrio y la suya propia. Su relato era sereno, aunque se intuía un halo de timidez y nervios por lo novedoso de la situación. Supongo que para ella no era habitual que nadie se interesase por sus propios problemas, y menos con una cámara delante. Había nacido en el Cauca, en la decrépita y decadente Buenaventura, o su bello puerto de mar, como ella lo llama, diciéndolo siempre con una sonrisa y manteniéndote la mirada, sin ocultar un orgullo que, desde cualquier otra posición, es difícil de entender. María Santos tuvo una infancia feliz, una familia que la cuidaba y muchos amigos. Nada “del otro mundo”, supongo, a no ser que eso no ocurra en nuestra pequeña parte del mundo. En Buenaventura toda esa normalidad se combina con la pobreza. Eso sí que es lo habitual. Así que a María Santos la enviaron a Cali, como a otras muchas niñas de municipios pobres y de la zona rural. Supongo que es la tragedia de nacer mujer y negra en un país en guerra permanente como es Colombia. Ahí acabo la infancia de María Santos, el día que decidieron que se marchase a Cali.


Su relato continuaba tranquilo y falto de toda emotividad, como si estuviese preparada para contárselo a cualquiera que mostrase algo de interés, pero al mismo tiempo dando la sensación de ser la primera vez que esto ocurría. La experiencia en Cali fue terrible. Mujeres ricas de la ciudad acuden a pueblos rurales de las diferentes regiones y se llevan a las menores con la promesa de ofrecerles educación y un futuro más amable a cambio de algo de ayuda en la casa. Los padres de muchas de estas niñas lo ven como una oportunidad para sus hijas, una forma de salir de la pobreza y poder ayudar en el futuro a toda la familia. Otros padres lo ven simplemente como la única opción que tienen ya que además reciben algo de dinero. Todo es disfrazado de un halo religioso de caridad y buenas intenciones.La tentadora opción de que exista una mínima posibilidad de ver a sus hijas algún día en la universidad, alejadas de las balas perdidas, la prostitución o la mala vida hace que los padres se vuelvan ciegos a lo que en realidad ocurre. Demasiado bonito, demasiado fácil. María Santos tenía siete años cuando fue llevada a Cali. Pasó otros siete con su “familia de adopción”. El primer año fue escolarizada pero a partir del segundo las cosas cambiaron. Las llamadas a casa se fueron limitando y lo que parecía una oportunidad acabó convirtiéndose en una prisión en la que sólo se le permitía comer, dormir y trabajar. La niña que iba a ir a la Universidad pasó siete años haciendo camas, lavando ropa y preparando comida para una familia caleña, dejando el colegio a los ocho años y sin poder salir de la casa. Las relaciones en el mundo exterior estaban prohibidas. Igualmente las llamadas a sus padres o hermanos se prohibieron, así que su aislamiento fue completo. A los catorce años escapó y volvió a casa. Pero todo había cambiado en Buenaventura y la niña que se había ido para dar esperanza y ayudar a su familia volvía necesitando más ayuda que nunca. Pero tras siete años las cosas no permanecían como ella las había dejado y tuvo que buscarse ella misma la vida. Siete años son muchos en los barrios pobres de Buenaventura. La necesidad hizo que buscase trabajos de lo que fuese y pudo instalarse en uno de los característicos barrios de casas palafíticas en terrenos ganados al mar. Nadie iba a devolverla los años perdidos pero al menos tenía la oportunidad de empezar de cero. Y creo que no se puede expresar mejor ese empezar de cero porque su situación era sobrecogedora: una niña sola, prácticamente analfabeta, en un lugar hostil y cuyo crecimiento se había desarrollado sin ningún referente que la guiase a alguna parte.


La ciudad que se encontró a su regreso continuaba con las peculiaridades que había dejado atrás, si cabe más acentuadas, pero además, esta vez tendría que enfrentarse a ella totalmente sola, y Buenaventura no es una ciudad fácil. Con un noventa por ciento de población negra, la ciudad alberga el principal puerto de Colombia, pasando por ella gran parte de la riqueza del país, pero, al mismo tiempo, niega a su población los derechos básicos de la ciudadanía, como el acceso al agua corriente, la sanidad o la educación. Al mismo tiempo, las disputas por el territorio por parte del paramilitarismo, las empresas transnacionales o las nuevas bandas creadas alrededor del narcotráfico crean una fractura social y parte el territorio en demasiados bandos. En un primer momento era la guerrilla la que controlaba los barrios de bajamar e imponía su régimen de terror. Luego aparecieron los paramilitares con sus motosierras, su violencia y sus particulares reglas. Más tarde se sumaron las peleas entre diferentes bandas criminales. El estado siempre ha estado ausente en Buenaventura, excepto para perpetuar los intereses económicos de unos pocos actores que no se mezclan con el día a día de los barrios. Los lugares donde se concentran los conflictos más sangrientos son aquellos en los que se han hecho o se harán grandes proyectos relacionados con el puerto y el comercio. En estos lugares, los homicidios y el desplazamiento de la población se producen habitualmente y todos son conscientes de ello. Con todos estos ingredientes y entre cientos de miles de desplazados María Santos acabó convirtiéndose en una de las líderes de su comunidad. Y fue expulsada por la brutal violencia de los paramilitares, que en alianza con grupos empresariales, amenazaron de muerte, y en algunos casos asesinaron, a los líderes de los movimientos locales. María Santos se salvó pero tuvo que dejar su hogar y volver a reinventarse, volver a donde había tenido infancia, donde había sido feliz. La lucha para las comunidades en defensa del territorio en Colombia no es sencilla de explicar pero María Santos puede resumírtelo en una sola mirada. Lo saben bien en su barrio, Isla de la Paz, donde nació y donde volvió para seguir con su lucha por el territorio. Es aquí donde la conocí, al mismo tiempo que al ratón que jugueteaba en los agujeros de su casa. Este barrio es especialmente atractivo para las empresas, aunque parece que no para el gobierno puesto que no existe ningún tipo de infraestructura pública.


María Santos enseña con orgullo el camino pavimentado: “esto también lo hicimos nosotros, entre todos”, sonríe mientras lo explica. Y es que en el barrio de Isla de la Paz, María Santos se convierte en Doña Santos, especialmente para los más pequeños. El respeto a la hora de dirigirse a ella es evidente y no es sólo porque es la afortunada poseedora de un congelador, lo que hace que sea la única capaz de proporcionar hielo en el barrio, algo verdaderamente importante. Los pequeños no paran de buscarla para cualquier cosa mientras nos enseña el barrio. En Isla de la Paz también ha tenido problemas. Su aceptación como líder comunitaria ha sido discutida, por ser joven, por su falta de estudios y sobre todo, por ser mujer. Cuando se supo que una ONG española iba a pagarle para que hiciese de enlace entre la comunidad y la organización, los hombres que anteriormente dirigían el barrio no lo aceptaron y forzaron a la ONG a replantearse la designación. Ella, ante la polémica renunció, pero los vecinos del barrio, de unos tres mil habitantes, exigieron que fuese ella quien tuviese esa función. Además de tener que luchar ahora contra los intereses de las empresas que buscan ocupar Isla de la Paz, expulsando a sus habitantes, también tiene que enfrentarse a los enemigos internos que ansían dirigir el barrio (además de hacerse con ese sueldo). Pero la lucha es algo natural para María Santos, Doña Santos para cualquiera que la busque en su barrio. Las presiones son fuertes y el asesinato de líderes comunitarios que se atreven a enfrentarse a las transnacionales es algo habitual en la Colombia negra. Sus referentes ya se fueron, tiroteados o simplemente desaparecidos, y aun así cuando habla de ellos se le escapa una sonrisa de orgullo. María Santos usa el deporte para asegurar el territorio, estrechar lazos y ayudar a los jóvenes a tener esperanzas en el futuro. Una cancha de fútbol es el eje sobre el que se mueve todo el barrio. Si hay cancha hay comunidad. Si hay comunidad nadie podrá despojarlos del territorio. Ella hace las funciones de entrenadora, supervisora y animadora, enseña a los niños y niñas valores que van más allá del deporte. Se encarga de conseguir la equipación, los balones, organiza campeonatos con otros barrios y, sobre todo, ayuda a que los niños y las niñas continúen estudiando. Durante la entrevista relató como a través del deporte había tenido acceso a los problemas de algunas menores, casos de abuso sexual y violencia, en un lugar donde la intervención estatal es nula. La figura de María Santos crece en este contexto, en una sociedad en el que se ha impuesto el “salvesequienpueda” a base de políticas y no políticas. Pero María Santos sabe lo que es la indefensión, la ha vivido en su máxima


expresión y no piensa permitir que una sola persona de su alrededor la sufra como la sufrió ella. Pero al mismo tiempo que se enfrenta a los intereses de los grandes capitales, al racismo, a la pobreza, a la falta de oportunidades, a líderes no tan altruistas como debieran, a abusadores sexuales, a la violencia, a la discriminación, a la corrupción y principalmente a la falta de esperanza, María Santos debe hacerse cargo de su familia, su esposo, en situación de desempleo, y cuatro hijos, uno de ellos con un grave retraso mental. Quizás sea eso lo que más le atormente, saber que no está dedicando todo el tiempo que tiene a su familia. Sin embargo, afirma, no podría mirar a sus hijos a la cara cada mañana si no termina lo que ha empezado. Y lo que ha empezado es una lucha sin escudos, sin protecciones, sin red, por la dignidad, y la dignidad lo engloba todo.

María Santos, Doña Santos, nunca ganará el premio Nobel de la paz, ni el premio Sájarov de derechos humanos. Lo más probable es que muera pronto, asesinada por una bala disparada desde una moto por un muchacho demasiado joven para comprender lo que está haciendo y demasiado pobre como para creer en utopías. Muchos enemigos en poco tiempo para permitir que su figura emerja aún más. Las posibilidades de enfrentarse, en Colombia, al despojo y salir victorioso son nulas, no existen. El mundo está hecho para que las personas como María Santos pierdan su lucha, pero cada persona que se cruza con ella y escucha su historia estará en disposición de contar como una fuerza de la naturaleza, un verdadero ciclón sin formación y sin posibilidades, pero con un corazón gigantesco, renunció a todo, que no era nada, para mejorar la vida de aquellos que no podían salvarse. Quizás así los que empiecen a perder batallas sean otros.

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