CAPERUCITA EN JIMANÍ.
Seudónimo.- Logan.
Pues fíjense ustedes que ni mi gracia es Caperucita ni las prendas rojas han sido jamás de mi agrado, y, aún así, tiene mi historia mucho que adeudarle al clásico cuento del lobo feroz. Con la niñita que ocupaba sus tardes en recoger flores del bosque con las que obsequiar a su anciana abuela sólo tengo en común el entorno; quiero decir que yo también vivo rodeada de bosques, acaso no tan idílicos como los que aparecen en las fábulas, llenos de hadas, elfos, hamadríadas y leñadores honrados. Mis bosques se componen de flamboyanes y ceibas, y algún que otro higüero enorme de hojas acorazonadas y flores blanquecinas en cuyos frutos globosos quedan encerradas las almas de los que mueren con algún asunto pendiente en este mundo. En el interior de esa corteza dura y verdosa, llena de pulpa blanca, aguardan hasta que algún campesino se fije en ellos para procurarse con su tallado algún plato, tazas, jofainas, liberándose así de forma definitiva el espíritu que, por el tiempo dedicado a la meditación dentro del higüero, ya puede solucionar de forma conveniente el negocio irresuelto antes de partir hacia el descanso definitivo Para cuando comienza la historia que les voy a contar el otoño recién se establecía en nuestras cercanías y los colores hacían tertulias en las hojas de los árboles antes de caer para besarnos las mejillas primero y las plantas de los pies después. Sobre tal alfombra resultaba menos penoso el trayecto hasta la casa de mi abuela, a quien visitaba para descargar de trabajo a mi madre, que no daba abasto para sacar adelante a una prole de siete hijos. A mi abuela, al tiempo que le hacía compañía, le ayudaba en los cuidados que había que procurarle a su pequeño huerto, del que extraíamos patatas, yautías, guineos y mangos que luego eran recibidos en casa con más alegría que con la que ustedes reciben el agua de mayo. Me demoraba con la madre de mi madre un par de semanas y luego regresaba con los míos. En esta ocasión encontré a mi abuela tratando de negocios con un señor por cuyas trazas exquisitas deduje que vendría de más allá del extranjero. Como no le preguntara por el tamaño de sus ojos, de sus narices, de sus dientes, sino por cuestiones monetarias, quise aventurar que nada tendría que ver con lobos feroces disfrazados de corderos. Ahí radicó el primero de mis errores. La abuela anduvo varios días algo alelada, ni siquiera se preocupaba de regar el higüero en el que a buen seguro descansaba el alma de su difunto marido. “¿Qué le pasa, doña?, ¿está preocupada por algo que le dijo el blanquito de pelo lacio?”, curioseé cuando la sorprendí por tercera vez en la misma mañana mirándome como quien mira a un extraño. “No es nada, mi hija,
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