3. Caperucita en Jimani

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CAPERUCITA EN JIMANÍ.

Seudónimo.- Logan.

Pues fíjense ustedes que ni mi gracia es Caperucita ni las prendas rojas han sido jamás de mi agrado, y, aún así, tiene mi historia mucho que adeudarle al clásico cuento del lobo feroz. Con la niñita que ocupaba sus tardes en recoger flores del bosque con las que obsequiar a su anciana abuela sólo tengo en común el entorno; quiero decir que yo también vivo rodeada de bosques, acaso no tan idílicos como los que aparecen en las fábulas, llenos de hadas, elfos, hamadríadas y leñadores honrados. Mis bosques se componen de flamboyanes y ceibas, y algún que otro higüero enorme de hojas acorazonadas y flores blanquecinas en cuyos frutos globosos quedan encerradas las almas de los que mueren con algún asunto pendiente en este mundo. En el interior de esa corteza dura y verdosa, llena de pulpa blanca, aguardan hasta que algún campesino se fije en ellos para procurarse con su tallado algún plato, tazas, jofainas, liberándose así de forma definitiva el espíritu que, por el tiempo dedicado a la meditación dentro del higüero, ya puede solucionar de forma conveniente el negocio irresuelto antes de partir hacia el descanso definitivo Para cuando comienza la historia que les voy a contar el otoño recién se establecía en nuestras cercanías y los colores hacían tertulias en las hojas de los árboles antes de caer para besarnos las mejillas primero y las plantas de los pies después. Sobre tal alfombra resultaba menos penoso el trayecto hasta la casa de mi abuela, a quien visitaba para descargar de trabajo a mi madre, que no daba abasto para sacar adelante a una prole de siete hijos. A mi abuela, al tiempo que le hacía compañía, le ayudaba en los cuidados que había que procurarle a su pequeño huerto, del que extraíamos patatas, yautías, guineos y mangos que luego eran recibidos en casa con más alegría que con la que ustedes reciben el agua de mayo. Me demoraba con la madre de mi madre un par de semanas y luego regresaba con los míos. En esta ocasión encontré a mi abuela tratando de negocios con un señor por cuyas trazas exquisitas deduje que vendría de más allá del extranjero. Como no le preguntara por el tamaño de sus ojos, de sus narices, de sus dientes, sino por cuestiones monetarias, quise aventurar que nada tendría que ver con lobos feroces disfrazados de corderos. Ahí radicó el primero de mis errores. La abuela anduvo varios días algo alelada, ni siquiera se preocupaba de regar el higüero en el que a buen seguro descansaba el alma de su difunto marido. “¿Qué le pasa, doña?, ¿está preocupada por algo que le dijo el blanquito de pelo lacio?”, curioseé cuando la sorprendí por tercera vez en la misma mañana mirándome como quien mira a un extraño. “No es nada, mi hija,

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cavilaciones que me obliga a atender la desocupación y el hambre.” De lo segundo no tenía que esforzarse mucho para convencerme, pues se quitaba la comida de la boca para dársela a sus nietos. Sin embargo, mal mentía al decir que la desocupación la tentaba; desde que la luz se colaba por entre las rendijas de nuestro tejado de palma hasta que decidía despedirse ahogándose en el Caribe en los más bellos crepúsculos que contemplarse puedan, mi abuela Analía Luz entraba y salía, subía y bajaba, en un trajín inacabable que casi la hacía alcanzar el don divino de la ubicuidad. No aguantó otros dos días más el asedio inquisitivo al que la sometí y confesó, por fin, que el forastero le había hablado de una fábrica cercana a Jimaní, dentro de la zona franca, en la que había trabajo muy bien remunerado para niños despiertos. El hombre había hablado de muchos pesos, de tanto dinero como nunca jamás habíamos visto antes junto. “Sería una ayuda para tus padres, aprenderías un oficio...” No respondía porque ni por lo más remoto estaba preparada para afrontar, de la noche a la mañana, un cambio tan radical de mi vida. “... Trabajarías un par de semanas mientras estuvieses conmigo y descansarías otras dos, en las que podrías visitar a tus papás.” No me esperé a escuchar la opinión de mis padres, de tan convencida como veía a mi abuela. Bien sabía que, de seguir con el ritmo de trabajo que llevaba, Analía Luz no tardaría en hacer compañía a su esposo en el interior de algún higüero, y entonces mi familia se vería todavía más necesitada, sin la ayuda del huerto, sin las atenciones de la matriarca. Así que, sin pensarlo mucho, acepté, y con mi pequeña escarcela –ni siquiera roja- marché a Jimaní acompañada de Analía Luz. Fue como pasar del mar al erial en un segundo. El señor Roberts, el blanquito de pelo lacio que visitó a mi abuela, nos trató como a princesas –tal vez, por ello, sea ésta la única parte de la narración que pueda confundirse con un cuento-; sonreía el forastero, movía la cabeza en aspavientos desmesurados que nos agradaban porque nunca un rico nos había tratado de manera tan cordial. “¡Mil pesos!”, no pudo evitar exclamar Analía al oír la cifra que ganaría semanalmente con mi trabajo. Aquello era una fortuna, se me antojaba imposible siquiera cargar con el peso de tantos billetes reunidos; debía haber habido una confusión. Pero no, todo era correcto, mil pesos semanales, aunque eso sí –advirtió el señor Roberts-, el trabajo era duro, muchas horas diarias cosiendo de todo un poco, desde pantalones hasta calcetines, incluso balones de cuero. Como si había que coser trozos de cielo a la tierra, pensé para mis adentros. Viviría en las instalaciones de la empresa, junto a mis compañeros de trabajo, y podría asistir, si era mi deseo, a clases nocturnas. “¿Por qué no podría trabajar yo también en esta empresa?”, quiso saber la abuela, quien seguramente,

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como yo, había comenzado a recrear el cuento de la lechera en su imaginación. “Aquí sólo trabajan niños porque sus dedos pequeños son los únicos capaces de manejar la aguja en costuras tan sutiles”, explicó el americano. Me tendrá que firmar este papel – añadió- autorizando a su nieta a trabajar con nosotros. Como mi abuela no sabía escribir el señor Roberts le dijo que haría las veces de rúbrica la huella en tinta de su dedo pulgar. Con el dedo manchado, la sonrisa puesta y descargándose de besos se despidió de mí Analía, deseándome lo mejor. Ésa fue la última vez que la vi. Murió a la semana siguiente. Me contaron que el corazón le había fallado. Lo cierto es que mucho tuvieron que ver con ese fallo las malas nuevas que recibió del señor Roberts cuando volvió a entrevistarse con él. De los mil pesos que debería haber percibido por mi primera semana de trabajo Analía sólo vio veinte. Al salario se le descontaba mi gasto en alimentación, en alojamiento,

en seguro de accidentes, en asistencia

sanitaria, en... Debió pensar mi abuela que mil novecientos ochenta pesos no se consumían en una semana por mucho gasto que hubiese, por lo que, sintiéndose estafada, querría terminar con mi estancia en la empresa, no obstante, ahí vendría lo peor, pues en el papel que había signado con su huella se comprometía a indemnizar al señor Roberts con mil pesos si yo abandonaba mi puesto de trabajo por causas injustificadas antes de dos años. A mí me fue dado conocer la verdadera naturaleza del contrato cuando quise salir para asistir al entierro de Analía y me enteré de que si perdía un día de trabajo tendría que recuperarlo a lo largo de la semana, tarea casi imposible, toda vez que nuestro horario se extendía desde las seis de la mañana hasta las seis de la tarde, con un intermedio de media hora para comer. Lo primero que me sorprendió no fue la podredumbre que adornaba las instalaciones, sino la tristeza de los demás niños que allí trabajaban. Aquello ya me hizo sospechar, y mis sospechas se confirmaron cuando comprobé que no nos estaba permitido levantarnos del puesto de trabajo ni siquiera para hacer nuestras necesidades, que los capataces nos chillaban continuamente y a veces nos pegaban para que aceleráramos la producción, que no existía ningún tipo de ventilación y la iluminación era deficiente, que los dormitorios eran nidos de ratas, que las letrinas nada tenían que envidiar a los criaderos de puercos, que la comida era siempre el mismo caldo aguado con restos de mondongos, que algún que otro capataz visitaba por las noches los barracones de las niñas para obligarlas a hacer cosas feas, que ni aún cuando enfermábamos teníamos derecho a quedarnos descansando, que nuestras manos se ensangrentaban con el manipulado del cuero, que debíamos de pagar multas desproporcionadas si estropeábamos el material, que nadie asistía a la

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escuela nocturna porque estábamos demasiado cansados del trabajo del día. No había rejas. Nadie quería huir porque entonces el señor Roberts y sus secuaces visitarían a la familia y le exigirían el pago de la deuda, llevándolos a los tribunales. A mis padres no les contaba toda la verdad para que no sufrieran; disimulaba lo mejor que podía. Lo que más me preocupaba era que mi abuela seguiría apresada en algún higüero por no haber podido resolver antes de morir este asunto tan lamentable. Ambas estaríamos dos años condenadas a tan distinto cautiverio. En los cuentos, para avanzar en la narración, es frecuente intercalar expresiones del tipo “tras de tiempos vinieron tiempos”, “pasaron unos años y entonces...”, “los meses se sucedieron hasta que...”, sin embargo, en mi historia, plagada de lobos feroces con el anagrama de la empresa en sus ropas, no fue necesario que transcurriesen muchos días para que apareciera el leñador honrado dispuesto a liberarnos de los malvados. A decir verdad no se trataba de un leñador, sino del único capataz que no nos trataba de modo cruel. Al principio nos pareció tan pérfido como los demás, pues era de los que por la noche visitaba nuestros barracones, creíamos que con las mismas deshonestas intenciones que algunos otros, sin embargo, lo hacía para ir convenciéndonos, uno a uno, de la necesidad de denunciar a la empresa. Él, Armando, nos ayudaría; colaboraba con una asociación humanitaria que se dedicaba a denunciar situaciones de maltrato y explotación laboral infantil, y llevaban bastante tiempo ansiosos de poder desenmascarar al señor Roberts. Se había infiltrado en la fábrica para poder constatar que era verdad lo que se rumoreaba en la zona franca. Pero, para mi sorpresa, ninguno de mis compañeros quiso denunciar. Aquello era esclavitud encubierta, no obstante –argumentaban los niños de familias más pobres-, algo de dinero recibían; si denunciaban y cerraban la fábrica ellos se quedarían sin trabajo, y nada era peor que poco. Yo me habría dejado convencer por Armando si no me hubiesen suplicado algunos niños que no lo hiciera, que algún hermano menor o algún padre impedido dependía de su mísero salario. Sobrellevé unas cuantas semanas la situación por solidaridad con ellos, hasta que expulsaron del trabajo –caso sin precedentes- a Ángela, una de las niñas mayores. Los últimos días no paraba de vomitar y sufría continuos mareos, además el vientre se le había abultado de forma considerable: alguno de los capataces la había dejado embarazada. Consideré que la suerte no me iba a venir siempre de cara, y que aquello también podía sucederme en cualquier momento. Como no tenía lámpara mágica que frotar, ni rey compasivo al que recurrir, ni hada madrina a la que pedir tres deseos,

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hablé con Armando. Con mi testimonio la asociación de Armando logró mucho más de lo que los niños esperaban. Se obligó al americano a no cerrar la fábrica si no quería que el escándalo trascendiese; a cambio de discreción los amigos de Armando exigieron a la empresa que mantuviese la producción empleando mano de obra adulta y con jornales dignos, que se despidiese a los capataces –a algunos de los cuales sí se llevó a los tribunales-, que se adecentaran las instalaciones, que se abonasen a cuantos allí habíamos trabajado cantidades justas en concepto de atrasos, y se construyese una escuela para todos nosotros. Por Ángela me alegré de forma especial, y no porque la viese satisfecha al contemplar entre rejas a quien la desgració, sino porque obtuvo una indemnización millonaria con la que podría criar sin apuros a su bebé, quien nació muy sano pese a las lógicas complicaciones del parto de una madre tan joven. Lo primero que hice una vez que se calmó el revuelo fue visitar el bohío de mi abuela. Tal y como presumía, en el higüero ya no había ningún fruto, Analía Luz había podido, por fin, partir tranquila hacia el descanso definitivo. Era como si la hubiésemos rescatado de la entrañas del lobo abriéndolo en canal. Armando sonrió cuando se lo conté. “¿Y a quién se supone que le hemos llenado de piedras el estómago”, quiso saber, divertido. “Al señor Roberts –espero-; éll es el lobo feroz”. Entonces Armando compuso en su semblante una sonrisa de payaso despistado, me acarició los rizos y sentenció: “Existen animales a los que hay que echarles muchas piedras en el estómago para que se hundan.” Me explicó que la empresa del señor Roberts era una multinacional, un cáncer que se había ramificado por todo el planeta y que tan pronto lo extirpabas de un país brotaba en otro, aprovechándose de las enormes desigualdades que imperaban entre los derechos de las personas que habitaban países desarrollados y los de aquéllas que sobrevivían en países pobres, y que seguiría haciéndolo mientras sus productos estuviesen bien considerados en las naciones ricas. Por eso era tan necesaria la labor de concienciación de su asociación, una oenegé, creo que me dijo que se llamaba. Me habló de muchas cosas, con rabia a veces, con impotencia otras, con ánimo siempre, y de todo su desahogo extraje en conclusión, fíjense ustedes, que aunque mi gracia no fuese Caperucita y no me gustasen los vestidos rojos, este cuento podría concluirse con el clásico “fueron felices y comieron perdices”, y que a los muchos niños que en el mundo aún sufren la miseria y el maltrato, gracias a gente buena, luchadora por la justicia, como Armando y las organizaciones solidarias con las que colaboran, les aguarda un esperanzador colorín colorado.

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