El honor de los pueblos (Inés María) por Miguel Gallego Porro

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A manera de Introducción.La historia que a continuación se presenta es conocida como ―El crimen de Inés María‖ pero, para ser más exactos, deberíamos llamarla ―La Gesta de un pueblo‖ pues es una gesta y no otra cosa lo que se relata. La gesta de un pueblo que se rebeló ante los que se definen como designios inexorables del Destino y que, en este caso, acabarían por ser burlados. Todo parte de las pretensiones de índole sexual que, sobre una chica de escasos diecisiete años, ejercía un señorito calavera de modales licenciosos, perteneciente a una de las familias más influyentes de la época en Don Benito --el pueblo en el que los hechos acaecieron-- y su Comarca. Defraudado por las negativas de la joven Inés María Calderón, una noche del mes de junio de 1.902 Carlos García de Paredes, el señorito despechado, se presentó en el domicilio que la joven compartía con su madre, Catalina Barragán, haciéndose acompañar por su amigo habitual de francachela, Ramón Martín Castejón. Requiriendo el auxilio del sereno que hacía las rondas por aquellas calles, Pedro Cidoncha, forzaron la entrada en el domicilio de las mujeres e intentaron llevar a cabo sus pretensiones por la fuerza y, ante una última negativa, las dos mujeres fueron alevosamente asesinadas por García de Paredes y su acompañante. Detenidos gracias a las declaraciones de un testigo, Tomás Alonso Camacho, fueron enjuiciados con el resultado de dos condenas de veinte años de prisión y una de seis para el sereno y dos condenas de muerte para cada uno de los dos principales actores de los hechos que fueron ejecutados el día 5 de abril de 1.905. Tales hechos, a pesar de lo horrendo de la situación, apenas hubieran pasado más allá de unas breves reseñas en los diarios de la época. Pero aquí es donde surge la gesta a que nos referimos: el levantamiento de todo un pueblo y su oposición a que aquello no tuviera otra transcendencia que la de un crimen más de la época, un pueblo que tomó las riendas de la situación enfrentándose a los poderes caciquiles y exigiendo a la Justicia una actuación que, de otra forma, bien pudiera haber sido muy distinta. Antonio Robles Muñoz Don Benito- Marzo 2013

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I

Principios de mayo, llegaba la siega. Calle Padre Cortés de Don Benito en la provincia extremeña de Badajoz. Juan Pablo Sánchez Carrasco es un joven de unos veinticuatro años, alto, moreno, de ojos claros y pelo castaño al que las mozas de su calle consideraban muy atractivo. Juan Pablo acababa de abrir la puerta de su casa y se había quedado en el umbral oteando arriba y abajo la calle que ya empezaba a animarse. Aquel día había hecho calor pero ya el sol estaba bajo y el calor diurno había cedido un tanto y, con ello, la gente se aprestaba a salir de sus domicilios para disfrutar del frescor ambiental. La casa de Juan Pablo era una casa grande de típico corte campesino, distribuida en varias habitaciones, cocina, comedor, portal y corral con varias cuadras para las bestias. Así mismo un extenso doblado, equivalente a la superficie total de la construcción, se elevaba en la parte alta de la casa y se destinaba, principalmente, al depósito invernal del grano y algunos otros productos no perecederos del campo. El suelo central del pasillo de la vivienda se presentaba pavimentado de pequeñas piedras de aluvión, como era de uso común en aquellos tiempos de principios del siglo pasado. Juan Pablo y su padre habían estado aquella mañana en una finca que tenían en el sitio llamado ―Los Barros‖ Juan Sánchez Soto, padre de Juan Pablo, era un hombre de sesenta años, alto, delgado, pelo canoso y ojos oscuros. Los años y el duro trabajo del campo le iban encorvando. Sus padres habían sido medieros con dos pequeñas suertes dedicadas al ganado y el resto del terreno lo labraban para otros usos del campo al igual que hacían otros modestos labradores. --¿En qué piensas, hijo? --la voz de su madre consiguió sacarle de su ensimismamiento. --En nada importante, madre --contestó Juan Pablo. Su madre, Josefa Carrasco Jiménez, era una mujer que rondaba la cincuentena, de mediana estatura y de complexión no muy gruesa. Era una mujer campechana y alegre que, además de Juan Pablo, tenía otras dos hijas muy parecidas a la madre, Petra y Josefa, menores que el hijo. --Hijo, soy tu madre y te conozco demasiado como para que me engañes. --Pienso en la vecinita… --Hijo, te lo repito una vez mas: esa muchacha es muy joven para ti. En efecto: Juan Pablo pensaba en Inés María Calderón. Para él era como un ángel, la más guapa, la más hermosa del pueblo. Y su madre tenía razón: era demasiado joven. Inés María apenas contaba diecisiete años y, sin embargo, ya daba muestras de una belleza sin par, no muy alta pero esbelta, de ojos oscuros y pelo negro. Sí, todo el día, continuamente pensaba en ella aunque sabía que, por su juventud, no habría compromiso por el momento. --¿Esperando?... Juan Pablo se volvió hacia su vecina. Había notado cierta picardía en la pregunta que ésta, Petra Corrales, muy amiga de su madre, acababa de hacerle. --Adiós, guapo… Otra vez sonó la burlona voz de Petra mientras Juan Pablo seguía mirando hacia la puerta de la casa de Inés María por si ésta se asomaba, para ir a su encuentro. No podía apartarla de su mente desde el día en que se fijó en ella por primera vez, hacía un año, en las fiestas de San Juan. Unos días después volvieron a encontrarse en otras

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fiestas pero sólo se iniciaron unas tímidas y distantes relaciones como era la costumbre de la época. Mientras seguía esperando la salida de Inés María su mente se centró en los problemas del trabajo, problemas que el verano acentuaba aunque esto no trajera aparejado un aumento de los beneficios que eran los justos para mal subsistir. Por fin, viendo que Inés María no asomaba a su puerta, Juan Pablo se decidió por encaminarse hacia la Plaza, en la que solía reunirse con sus amigos de toda la vida, Antonio Sánchez y Pedro Trejo, a los que conocía y frecuentaba desde que eran niños. Y, en efecto, allí los encontró al llegar y se sentaron en los asientos del Paseo. Juan Pablo sacó su petaca y el papel de liar y tras verter una porción de tabaco en su mano arqueada pasó la petaca a sus amigos para que éstos procedieran a fabricarse sus propios cigarrillos. Fue Pedro el primero en romper el silencio que se había instalado entre ellos desde el momento de tomar asiento: --Estamos como siempre -comenzó diciendo-: comienza la siega y nosotros nos quitamos el pellejo para que los señoritos sean cada vez más ricos mientras nosotros pasamos todo el día con las hoces en la mano para hacernos con un cacho de pan. --Tenían que segar ellos -prosiguió-, para que supieran lo que es bueno. -- Sí, para que se enteren de lo que es bueno --refrendó Juan Pablo mientras se miraba las manos llenas de callos—No sé cuándo vamos a hacer algo para que cambien las cosas. -- Ellos son los que mandan --aseveró Pedro. -- Porque queremos --afirmó Antonio cerrando los puños con rabia. -- Ahí va uno de los peores --Pedro señalaba a un terrateniente que en aquel mismo momento cruzaba frente a donde estaban los tres amigos y cuya mirada demostraba el desprecio que sentía por ellos. Se trataba de Jacinto Suárez, un hombre de mediana edad y uno de los terratenientes de peor talante entre los que vivían en el pueblo.

Al llegar la época de la siega subía la tensión social existente entre los segadores y los terratenientes. La injusticia produce tensión de forma continua pero cuando llega el momento de entablar conversaciones para la contratación del trabajo la tensión se eleva de forma peligrosa ya que es ese el momento de confrontar los intereses de unos y de otros. Juan Pablo y sus amigos, con otros siete compañeros más, forman una cuadrilla de segadores que durante la época de siega alternan la siega de los terrenos de sus padres -pequeños labradores y medieros- con la siega de la cosecha de los terratenientes. Aquel verano, como en otros anteriores, la cuadrilla de Juan Pablo y sus amigos había tomado contacto con otras cuadrillas para, de una forma organizada, entablar la lucha para conseguir mejoras salariales pues lo que ganaban en la siega era una miseria. --Tenemos que luchar para conseguir mejores sueldos --propuso Juan Pablo. --Sí --apoyó Antonio--: tenemos que conseguir la unión con las otras cuadrillas para poder ejercer más fuerza. La situación socio-económica era terrible. Las desigualdades sociales eran bestiales: frente a los grandes capitales se alzaba la más dura de las miserias. Los caciques se consideran los dueños de todo, de bienes y de personas. Caciques como García de Paredes, un borracho sin conciencia.

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A oídos de Juan Pablo habían llegado rumores de que estaba obsesionado por Inés María. Sólo de pensar en que pudiera tocarla con sus sucias manos un solo pelo de su cabeza hacía hervir la sangre en las venas de Juan Pablo. --―Si la toca, lo mato‖ --pensaba. --Juan Pablo, ¿qué te pasa? --Antonio, al tiempo que interroga a su amigo, le golpea suavemente en la espalda. --¿Qué te pasa, hombre? --volvía a repetir. Juan Pablo se volvió hacia su amigo y se le quedó mirando como si volviera de otros mundos. Antonio se preocupó al ver la cara roja y descompuesta de su amigo: --Cálmate, hombre, cálmate: te va a dar algo. --Le mato… --balbuceó, por fin, Juan Pablo que apretaba los puños como si pretendiera estrangular a alguien a quien sólo él veía. --¿A quién quieres matar tú? --A Paredes… --admitió Juan Pablo. --Bah, por un tipo como ése no merece la pena meterse en líos…-los ojos claros de Antonio quedaron fijos en la desencajada faz de Juan Pablo tratando de adivinar lo que pasaba por su mente. Seguro que algo grave pasaba para que su amigo tuviera aquel gesto de crispación y fue su mismo amigo quien le aclaró las dudas que le embargaban: --Me he enterado de que el degenerado de García de Paredes acosa a Inés María…--empezó diciendo Juan Pablo respondiendo a Antonio y, a continuación, añadió: --Varias veces ha tratado de molestarla cuando la ve por la calle… Lo mato: si le hace algo, lo mato… Antonio comprendía ahora toda la rabia que se reflejaba en el gesto de crispación de la cara de su amigo. Aquella tarde, olvidadas ya las faenas del campo, Juan Pablo, en compañía de sus amigos Antonio y Pedro, se dirigieron al prostíbulo en el que sabían que García de Paredes solía pasar casi todo el día. Al entrar los tres en el burdel salió a su encuentro una mujer de mediana edad, morena, de ojos y pelo negros aunque con ciertas canas, ni muy alta ni muy baja aunque un poco rechoncha: --Quédense aquí un momento, hijos, que hay unas chicas nuevas que están muy bien y las llamaré de inmediato. Os pido, eso sí, que no arméis mucho jaleo: D. Carlos, cuando se enfada, es temible y la lía. Yo le tengo mucho miedo… --Le tengo mucho miedo… --volvió a repetir el ama y aquello no demostraba otra cosa que la de que aquel individuo se mostraba como el amo del pueblo, un individuo sin conciencia. Él y otro como él, Ramón Martin Castejón, algo mayor que el propio Paredes, se dedicaban a sembrar el terror, contra ellos nada se podía hacer pues García de Paredes, entre otras cosas, tenía familiares de enorme y probada influencia tanto a nivel local como en el ámbito provincial y era, al tiempo, dueño de algunas fincas y otras propiedades que le daban un tono de respeto del que, en el fondo, carecía por completo. Se comportaban ambos como si fueran los dueños del pueblo pero su poder se lo debían a la debilidad moral de la sociedad en la que vivían y que les permitía todos sus desmanes y en cuyo seno no eran los más fuertes pero sí los más crueles. ―Si los pobres --pensaba Juan Pablo-- estuvieran más unidos, hombres como los Castejón y García de Paredes no tendrían nada que hacer‖

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Los caciques contaban con el apoyo de las autoridades y las personas como Inés María y su madre y otras mujeres estaban a merced de tales sujetos y el miedo que les tenían estaba justificado por sus desmanes que se apoyaban en su inmunidad. Juan Pablo estaba sumido en estas cavilaciones cuando hizo acto de presencia el odiado personaje Carlos García de Paredes. De mediana estatura, con aires de perdonavidas, detuvo su mirada en Juan Pablo y, encarándose con él, le espetó: --Será mía… Juan Pablo, al que lo único que le sugería aquel sujeto era un total desprecio, pensó que no le asustaban sus amenazas pero al oírle no pudo contenerse y trató de abalanzarse sobre él pero sus compañeros se lo impidieron a tiempo. García de Paredes siguió amenazando e insultando: --¿Qué hacéis aquí vosotros, piojosos? Este sitio no es para garrulos y destripaterrones como vosotros. A la legua se notaba que estaba borracho pero Juan Pablo no estaba dispuesto a permitirle sus insultos y sus amenazas y se echó mano a la faldriquera de su pantalón, en la que guardaba su navaja, aunque jamás había hecho uso de ella para agredir a nadie. Pero con aquel individuo estaba dispuesto a todo con tal de defender a Inés María de la que ya estaba seguro de estar enamorado pues la imagen de la joven no se apartaba de su mente ni un momento. Sí, la amaba: ya no tenía ninguna duda. La dueña salió gritando a la calle en busca de ayuda ante el temor de que en su establecimiento se provocara algún altercado mientras Antonio y Pedro sujetaban por los brazos a Juan Pablo para evitar lo peor ya que éste estaba fuera de sí. --Juan Pablo… --pedía Antonio tratando de contener a su amigo--: nos vamos a meter en un buen lío. --Lo mato, a este canalla lo mato yo si la toca...--amenazaba Juan Pablo completamente descompuesto tratando de zafarse de sus amigos que le sujetaban fuertemente para evitar que cometiera alguna locura. Juan Pablo no dejaba de proferir insultos y amenazas contra García de Paredes cuando otro individuo hizo acto de presencia a tiempo de escuchar las invectivas del muchacho. Este que acababa de entrar en la estancia no era otro que Castejón, lugarteniente de Paredes y hombre odiado por la mayoría de los habitantes de Don Benito. El recién llegado era un hombre mayor que Paredes, un poco más alto que éste aunque más grueso, de pelo canoso y aspecto desagradable. Tremenda era la que se había producido con el enfrentamiento entre los dos hombres aunque, de momento, sólo hubiera sido en forma de palabras. Pero entre el cacique y Juan Pablo se había establecido un mortal corriente de odio. Los amigos del joven se dieron cuenta de que entre los dos hombres se había instalado tal resentimiento que nada bueno podía suceder si se enfrentaban. Los dos eran fuertes pero si se enfrentaban de igual a igual Juan Pablo tendría ventaja sobre el cacique que era un alcohólico mientras que el muchacho era un joven sano y fuerte con una fuerza natural ejercitada por el duro trabajo del campo. A los gritos del ama habían acudido, no sin cierta displicencia, los Policías Municipales: --¿Qué pasa aquí? –inquirió el Policía que ejercía de cabo. --Nada, señor Guardia: aquí no pasa nada --respondió el ama. --¿Cómo que nada --opuso el Guardia--, si se oyen los gritos desde la Plaza? García de Paredes no permitió que el Guardia siguiera interrogando a los presentes e intervino de manera desabrida: --¿Vosotros no tenéis otro sitio que vigilar? ¿O es que también venís a putas? 8


Las ofensivas palabras del cacique no sentaron bien a la Autoridad: --Don Carlos --comenzó diciendo el Cabo--: nosotros representamos a la Autoridad y, por ello, le ruego que modere sus palabras. --Creo que olvidas quién te proporcionó esa ropa que llevas—García de Paredes no dejaba de increpar al Guardia para demostrar quién era el amo--: a quienes tienen que vigilar ustedes es a esos anarquistas y socialistas que nos quieren quitar nuestras tierras. A esos son a los que tienen que vigilar y no a estas pobres mujeres. El grado de hipocresía de aquel hombre no tenía medida: antes de llegar ellos la había emprendido a patadas con el ama y ahora pretendía aparecer como su salvador y defensor. La palabras y los hechos de aquel cacique ponían de manifiesto la clase de mundo en que se vivía, un mundo en el que la justicia estaba en manos de unos cuantos desaprensivos sin conciencia de ninguna clase que se podían permitir el lujo de llevar a cabo toda clase de atropellos sin que nada les pusiera freno. Sólo había un poder que podía frenarles: el pueblo. El pueblo era el único que podía poner coto a sus desmanes. Juan Pablo pensaba que el pueblo organizado podría acabar con aquellos degenerados, era la única clase de ley que esta gente podría llegar a respetar. Los tres jóvenes salieron del burdel y Juan Pablo iba pensando en Inés María: ―Mañana habrá baile en casa de la vecina y allí podré verla‖ Adelaida Prieto era una mujer soltera, de unos cincuenta años y vecina de la madre de Juan Pablo. Esta mujer todos los años en el día de su cumpleaños organizaba una fiesta a la que invitaba a todos sus vecinos de la calle y en esta fiesta nunca faltaba el baile final. --Mañana, en el baile de la vecina, veré a Inés María --comentó a sus amigos. --Lo del baile está muy bien --le respondió Pedro--, pero no te vayas a olvidar de la siega. --No lo olvidaré --aceptó Juan Pablo el toque de atención que le hacía su amigo. Los mineros vascos estaban en huelga y fue en eso en lo primero que pensó Juan Pablo al levantarse por la mañana con la resaca de la bronca que la noche anterior mantuvieron con el miserable de García de Paredes y su secuaz. ―Es lo que deberíamos hacer nosotros. O nos suben el sueldo de la siega o no cortamos ni una paja más. Sólo a través de la lucha se consiguen las cosas‖, pensaba Juan Pablo. --Buenos días...--el saludo de sus jóvenes amigos sacó al chico de sus tristes pensamientos. Estaba sentado en el umbral de su casa esperándolos para dirigirse al trabajo en un día que ya se anunciaba caluroso con un cielo raso y un aire que se movía poco. Juan Pablo, por el camino, iba pensando en su abuelo, que había sido pequeño labrador con Isabel II y en la República, y en su padre, también labrador en los tiempos de Alfonso XII y Alfonso XIII. Y ahora él: tres generaciones trabajando como bestias sólo para mal cubrir sus necesidades más vitales. En dirección al trabajo, se habían emparejado con otras cuadrillas. --Nosotros, cada vez más pobres y otros, a quienes todos conocemos, cada vez más ricos y poderosos… Cuando Juan Pablo terminó de pronunciar estas palabras una carroza se cruzaba con ellos y pudieron ver que en ella viajaba el hijo de uno de los caciques más poderosos de la zona. Se detuvo la carroza y su ocupante se encaró con los trabajadores y desde sus primeras palabras ya se pudo advertir que no traía buenas intenciones, se notaba que el que se siente poderoso se cree con derecho a avasallar a todo el mundo: --Diréis que os quitáis el pellejo trabajando…--comenzó diciendo. 9


--Ya veo las ganas de trabajar que traéis hoy --añadió --¿Porqué no te bajas tú del coche y coges una hoz y se verá si tienes huevos a segar una sola paja? --era Juan Pablo el que retaba al señorito a trabajar como ellos. --Baja --repitió el joven su desafío—Baja que lo veamos, parásito, que no sois más que unos parásitos que chupáis la sangre de los que trabajamos. --Toma --Antonio le ofrecía un zacho--: a ver si con éste te atreves. Juan Pablo, quizás un poco imprudentemente, se acerca algo más al carruaje para proseguir con sus diatribas y es entonces cuando Antonio le advierte de que el hijo del terrateniente esgrimía una pistola que acababa de sacar de debajo del asiento del vehículo. La situación se había vuelto muy tensa pues, al oír la discusión, varias de las cuadrillas que circulaban por el camino se habían detenido también en actitud amenazadora. Los ánimos de los trabajadores estaban ya muy alterados: cada vez estaban más hartos de aguantar un trabajo de miseria en el que, para colmo, se les llenaba de insultos y vejaciones y se notaba que en cualquier momento podía estallar la rebeldía. Todo el campo de la comarca era un hervidero de malestar y rebelión.Tanto atropello e injusticia, cualquier hecho fuera de lo normal, podría provocar una explosión de graves consecuencias. El señorito, viendo que la situación podría derivar en algo más peligroso para su integridad física, subió al carruaje y arreó a los animales para alejarse del lugar en el que ya se habían concentrado gran número de trabajadores con ánimo poco tranquilizador. Alguien debió haber llamado a la Guardia Civil pues se presentaron de improviso dos parejas en actitud amenazadora. El Sargento que iba al mando de las dos parejas comenzó a interrogar con voz fuerte y actitud autoritaria: --¿Qué ha pasado aquí? ¿Qué hacéis tanta gente junta? --inquirió dirigiéndose a todos los presentes sin hacer distinciones. --Estamos en nuestro derecho a reunirnos para discutir nuestros problemas -contestó Juan Pablo destacándose de los demás. --¿Y quién eres tú? --le espetó el Sargento. --Me llamo Juan Pablo Sánchez Carrasco. --Pues bien, Juan Pablo --advirtió el Guardia--: ni tú ni ninguno de vosotros tenéis derecho a nada. Así que poneos a vuestro trabajo si no queréis que alguno acabe en el calabozo. Para evitar males mayores todos abandonaron el sitio en que se habían detenido y prosiguieron el camino en dirección al tajo. Juan Pablo, mientras se preparaba para el baile de su vecina sin dejar de pensar en Inés María, trataba de hacer balance de la jornada que, por fin, había terminado. ―Un día complicado‖, pensó. Comenzando por la bronca con el señorito y terminando con la intervención de la Guardia Civil. ―No existe justicia más que la que imponen los poderosos --prosiguió Juan Pablo con sus pensamientos--. No existe justicia para los pobres a quienes nadie defiende. ¿Cuándo tomaremos conciencia de que somos más que ellos y, por lo tanto, los más fuertes?‖ El hijo de los Donoso, el otro protagonista de la discusión mañanera, al llegar a su casa se encontró a su padre reunido con otros terratenientes que se hallaban discutiendo varios aspectos de la siega: --Si nos volvemos miel nos comerán las moscas…--el que hablaba era Jacinto Suárez, un terrateniente dueño de abundantes tierras y ganado.

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--Tenemos que ponernos en nuestro sitio --continuó Jacinto--: Aquel que quiera segar que lo haga con el sueldo que nosotros impongamos. Si lo quieren y si no, también. Y si se ponen rebeldes se mete en la cárcel a unos cuantos y a otros pocos de los más revoltosos, se corre la voz para que nadie les vuelva a dar trabajo y veréis como así se les bajan los humos. Y si intentan plantear alguna huelga, a la cárcel con todos ellos. Todos los asistentes a la reunión se mostraron de acuerdo con los argumentos expuestos por Jacinto y dieron la opinión por acertada. --¡Un momento!.... Quien había interrumpido a Suárez no era otro que García de Paredes que, con voz destemplada, siguió diciendo: --Mano dura: eso es lo que necesitan estos piojosos. Ya está bien de burlarse de nosotros. Los reunidos seguían haciendo planes nada buenos para los campesinos y el recién llegado iba a intervenir para exponer lo que había sucedido pero, al comprobar que la reunión iba para largo, desistió de sus propósitos.

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II Juan Pablo, tras vestirse con la ropa de paseo, salió a la puerta de su casa en donde ya estaba su madre: --Hijo: ¿ya estás preparado para ir al baile? --Sí, madre. Su madre, con mano amorosa, le resituó el cuello de la camisa –que llevaba un poco torcido-, le alisó el pelo y le dio una leve y amistosa sacudida en la espalda: --Todo en orden, hijo. Josefa le miró fijamente y afirmó, más que preguntó: --Estás enamorado de Inés María… --Sí, madre, lo estoy --admitió el joven—pero ella no tiene más que diecisiete años. --Lo que quiere decir que todavía no podéis ser novios formales --Lo sé, madre, pero la amo y eso nadie lo puede remediar. En ese momento Inés María apareció en la puerta de su casa y su hermosa silueta pareció, a ojos de Juan Pablo, como si iluminara toda la calle. --Es muy bella, hijo… --dijo la madre admirando a la joven que se hallaba a pocos metros de donde se encontraban madre e hijo. De pronto la madre tuvo como un terrible presentimiento de que algo malo les podía suceder a los dos jóvenes. ―No --pensó para sí tratando de desechar sus malos augurios--. No: ellos se casarán, serán felices y me darán nietos…‖ --Me voy, madre --las palabras de su hijo la sacaron de sus negros pensamientos. Ya Juan Pablo se dirigía hacia la casa de Inés María, en donde la joven -al parecer—le esperaba. Antes de que el joven llegara a su destino salió a la puerta Catalina, la madre de Inés María, y Juan Pablo la saludó a ella en primer lugar: --Buenas tardes, señá Catalina, --Buenas tardes, hijo…--respondió la señora, quien pensó que no le caía mal el hijo de su vecina. Pero, como todas las madre, quería lo mejor para sus hijos y, aunque Juan Pablo no le desagradaba, ella pensaba que hubiera preferido para su hija un hombre con estudios aunque no fuera rico. Pero, pensaba, si se querían no tendría ningún inconveniente en aceptar sus relaciones aunque aún tendría que esperar algún tiempo para ello debido a la juventud de Inés María, según las costumbres imperantes en la época. --Si quieres --le invitó Catalina—la puedes acompañar al baile que se va a celebrar en casa de Adelaida Prieto. Inés María lucía un lindo vestido a pesar de no ser muy lujoso, dada la modestia del paño, pero que realzaba la belleza natural de la joven a la que Juan Pablo miraba una y otra vez pensando que la quería más a cada día que pasaba mientras contenía los deseos de acercarse a ella. Pensaba que era la más bella del baile: como una diosa, le parecía. Ella, de vez en cuando, dirigía hacia él la mirada de sus bellos ojos azabaches pero enseguida la retiraba pues sentía de inmediato cómo el rubor se le instalaba en el hermoso rostro al cruzarse sus miradas: ―Creo que me estoy enamorando de Juan Pablo --pensó--. Sí: creo que estoy enamorada‖ Juan Pablo pidió permiso a la madre de Inés María para poder bailar con la joven, a lo que la señora Catalina accedió: 12


--Sí, hijo, pero --añadió—cuidado con tocar: si algún día llegara a ser tu mujer, ya tendrás tiempo. --Sí, señora --respondió Juan Pablo, que se acercó a la joven y la llevó hasta el lugar en que habrían de enlazarse para comenzar el baile. El joven no cabía en sí de tanta felicidad y la misma felicidad se notaba en la cara de Inés María pues consideraba que Juan Pablo era el mejor de los hombres que podía haber escogido. Ellos siguieron bailando sin que las respectivas madres opusieran impedimento alguno a su disfrute. Pero aquella felicidad fue rota de forma brusca cuando la voz de la dueña de la casa sonó atronadora rompiendo el hechizo de aquel momento: --Le digo, D. Carlos, que ésta es una fiesta familiar. Juan Pablo situó a Inés María a sus espaldas interponiendo su cuerpo entre ella y el miserable que acababa de entrar en la fiesta sin permiso de nadie irrumpiendo en la casa para echar a perder los momentos que los familiares y los vecinos del barrio estaban disfrutando hasta que aquel sujeto apareció. --Le echo yo --intervino Juan Pablo que, sin más palabras, le asestó tal puñetazo en la mandíbula que dio en el suelo con Paredes. Castejón, que había entrado tras de su amo, trató de agredir a Juan Pablo pero en ese momento intervinieron Pedro y Antonio que consiguieron poner fin a la trifulca y Castejón, viendo que las cosas podían ponerse mal para ellos, se limitó a poner en pie a Paredes e iniciaron la salida en dirección a la calle no sin antes lanzar una serie de improperios y amenazas contra todos los presentes como era en ellos acostumbrado: --Esto no quedará así, destripaterrones. Y en cuanto a ti, guapa, ya nos veremos… Juan Pablo se abalanzó hacia ellos que salieron huyendo y el joven cerró la puerta tras su huída. --Le mato, seguro que le mato…--repetía una y otra el joven, descompuesto por la ira, Es la segunda quincena de junio y la siega entra en su apogeo. Aquella noche hay reunión en la Casa del Pueblo, una reunión bastante numerosa pues los trabajadores se juegan mucho en aquella actividad y esto era lo más importante de la Orden del día. Cuando Juan Pablo y sus amigos llegaron ya la reunión se hallaba empezada y se mantenía una viva discusión entre los asistentes. En aquel momento intervenía Santiago Gómez, líder de una de las cuadrillas más activas de Don Benito y comarca. La lucha por mejoras salariales y mejores condiciones laborales se extiende por todas partes. --Leo los discursos de Joaquín Costa y estoy de acuerdo en cuanto dice --estaba diciendo Santiago Gómez en el momento en que Juan Pablo, Pedro y Antonio entraban en el local. --Tenemos que llevar la lucha --seguía Santiago—a todas partes y tenemos que hacer cuanto sea necesario por fortalecer el movimiento campesino pues seguimos bajo el terror de los terratenientes y de caciques como los Donoso y los García de Paredes… Cuando Santiago Gómez hubo terminado su intervención Juan Pablo pidió la palabra: --Está bien --comenzó el joven—que tengamos en cuenta las palabras de hombres como Joaquín Costa pero hemos de crear nuestros líderes propios y naturales, líderes de pueblos y de barrios. --Cuando las masas --continuó, azuzado por el interés que intuía sus palabras causaban en el auditorio— pierden su fe en sus líderes naturales, son guiadas por su ignorancia siendo capaces de labrar su propia tragedia.

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--Repito --acabó diciendo--: hemos de tener en consideración las orientaciones que nos lleguen de fuera y de hombres más experimentados, como Joaquín Costa, pero lo que fortalece los movimientos de masas son los luchadores de cada lugar, los líderes que se forjan y están entre nosotros como el compañero Santiago Gómez. Los aplausos de los asistentes interrumpieron a Juan Pablo y éste dio por concluída su intervención dando paso, de nuevo, a Santiago Gómez: --Gracias, Juan Pablo, por tu confianza en mí --respondía Santiago a las alusiones del joven--, pero nosotros, por desgracia, no tenemos la suficiente preparación. Yo confío más en la fe de las personas en una causa justa que en esa preparación, aunque también sea necesaria. --Nosotros --continuó—somos más y seremos más fuertes si todos tenemos fe en nuestra causa. Las creencias son lo único que hace seres invencibles pues, de otra forma, ¿cómo podrían sobrevivir en una selva en la que impera la ley del más fuerte, una selva en la que hay seres dominados por los más bajos instintos? Los aplausos volvieron a interrumpir esta vez las palabras de Santiago y así acabó la reunión con los ánimos y las sensaciones de los asistentes exaltados por las intervenciones que acababan de presenciar. Pensaba Juan Pablo que le gustaría proteger a Inés María de todos aquellos peligros que la acechaban continuamente pero sabía que poco podría hacer pues ella, de momento, vivía con su familia y así sería hasta el día en que alcanzara la mayoría de edad y pudiera convertirla en su esposa. Inmerso en estos pensamientos Juan Pablo se fue a acostar pues al día siguiente le esperaba una dura jornada ya que, tras su peonada habitual, debería irse a ―Las Rozas‖, en donde les esperaba una semana completa de faenas en el campo fuera de casa. --¿En qué piensas? --le preguntó su compañero Antonio. Llevaban ya varias horas de camino en el carro de varales tirados por dos mulas y se advertía que, una vez cruzado el río Ortigas, el camino había empeorado. Los diez hombres que componían la cuadrilla se habían repartido, para realizar el viaje, entre el carro y la monta de otras bestias: --No vamos a llegar con hora de echar mano --respondió Juan Pablo, que iba en el carro y no dejaba de mirar al sol--: creo que hoy poco vamos a poder segar. Mientras tanto, Inés María ayudaba a su madre en los oficios de la casa: --Madre --decía la joven--: cuando terminemos con todo esto, voy a salir un rato. Catalina, por su parte, estaba deseando terminar cuanto antes con los menesteres domésticos para dedicar su atención a la costura, lo que significaba parte de su medio de vida. La costura y el alquiler de una habitación a un médico de Villanueva componían todo su sustento. Al escuchar a su hija la advirtió: --Ten cuidado, hija. Pocos lujos necesitaba Inés María para realzar su belleza, una belleza arrancada de los más puro y hermoso de la naturaleza. Todo en ella denotaba sencillez y ternura sin un ápice de provocación. Se miró al espejo y su pensamiento voló en busca de la imagen de Juan Pablo. ―¿Dónde estará ahora?‖ se preguntó. ―Me pasaré por su casa para preguntarle a su madre‖, continuó con sus pensamientos. --Madre, me voy --dijo al salir. --Ten cuidado --volvió a repetir su madre. --Sí, madre. 14


La joven salió a la calle y, paseando sin prisas, se dirigió a la vecina casa de la familia de Juan Pablo, como antes hubiera decidido. --¡Buenos días! Al escucharla Agustina Reales paró de mover la escoba con la que estaba barriendo la puerta de su casa. Agustina era una vecina ya mayor que tenía una hija ya casada: --Cada día estás más guapa --expresó su contento al paso de la joven--: ten cuidado y no andes sola por la calle… --Si, señora Agustina --concedió Inés María sonriente mientras seguía su camino hacia la casa de Juan Pablo. Pero, como una maldición, aparecieron de improviso aquellos dos odiados individuos, García de Paredes y Castejón. El primero comenzó a acosar a Inés María con palabras soeces y amenazas mientras trataba de tocarla pero la chica le dio un bofetón. Un vecino, Diego Morcillo, que en aquel momento pasaba por allí, evitó que aquellos miserables terminaran por hacer algún daño a Inés María. Todos estos hechos fueron presenciados por Josefa, la madre de Juan Pablo, que al salir de su casa y darse cuenta de lo que ocurría salió corriendo al encuentro con la joven mientras gritaba para llamar la atención de las otras vecinas. Entretanto los dos agresores, viendo que tendrían problemas si seguían con su acoso, emprendieron la huída calle abajo no sin antes proferir sus acostumbradas amenazas: --Será mía... --repetía el borracho de Paredes, que también lanzaba amenazas sobre el vecino que había ayudado a Inés María: --¡Y tú un día de éstos te vas a enterar…! --mascullaba vociferando. Josefa, al llegar junto a la joven, le pasó el brazo por los hombros mientras la recriminaba: --Mira que te tengo dicho que, cuando vayas a salir, me lo avises con antelación por medio de Agustina que vendrá a decírmelo para que yo pueda acompañarte y no andes sola. --Pero si yo tan sólo iba a su casa para saber dónde está Juan Pablo. --Juan Pablo está en ―Las Rozas‖ segando --contestó Josefa, quien, al aproximar hacia sí el cuerpo de la joven, notó el temblor que la joven expresaba en aquel momento. Miró su bello y virginal rostro y advirtió la palidez que denotaba el pánico experimentado por la joven en los hechos de que acababa de ser protagonista. --Bueno, se acabó --exclamó Juan Pablo soltando la hoz sobre una gavilla y mirando al Sol que se ocultaba perezoso tras el horizonte. --Estoy hecho cisco --se quejaba Narciso Nogales sentándose en una piedra al tiempo que observaba: --¡Mañana nos vamos para el pueblo! --Así es --admitió Juan Pablo. --¡Nos podríamos ir ahora! --propuso Antonio. --Por mí, de acuerdo --admitió Rogelio Chamizo. --Sabéis que viajar de noche es peligroso --denegó Juan Pablo—y más en estas noches sin luna. Vamos a dormir un poco y mañana, cuando despunte el día, saldremos juntos toda la cuadrilla. Juan Pablo tenía razón: no se podía andar de noche por aquellos caminos y peñascales sin ayuda de la luz de la luna y así lo admitieron sus compañeros que se dispusieron a descansar antes de la ansiada partida.

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Se aproxima la feria de septiembre en el pueblo y la siega da paso a las faenas de la era. La temporada ha sido mala y muy dura para todos los jornaleros habiéndose sucedido varios intentos de huelga sin que ninguno haya cuajado en nada concreto pues los caciques impusieron su ley como otras tantas veces. Las amenazas de dejar a algunos sin trabajo, por una parte, y el miedo, por otra, se encargaron de que fuera otro verano de los mismos salarios de miseria de siempre. Juan Pablo pensaba que mientras los trabajadores no perdieran el miedo a los terratenientes poco se podría avanzar en las mejoras salariales y en las mejoras de las condiciones de vida y de trabajo. En Andalucía la lucha había alcanzado mayor desarrollo obteniendo algunos avances de relevancia en estas mejoras. El temor de los trabajadores -que no poseían más que sus brazos- a perder los escasos jornales del verano hacía que bajaran la cabeza y se sometieran a las exigencias de los caciques. Para Juan Pablo la solución estaba en que para vivir de la tierra ésta tenía que ser propiedad del que la trabajaba: aquel que tenía tierras propias o en algún régimen de medianía sobrevivía mejor que aquellos que sólo tenían los jornales del trabajo estival ya que en invierno nada tenían y sólo les quedaba el recurso de aquellos trabajos precarios que pudieran salirle al paso. En definitiva, una economía de miseria y de supervivencia. Las Fiestas de los pueblos venían a poner algo de alegría en medio de tanta zozobra de las familias para poder seguir viviendo. Juan Pablo y su cuadrilla, por otro lado, habían tenido los mismos altibajos que ya eran habituales en época de siega y ahora veía cómo su padre y otros medieros comenzaban la lucha por las particiones de las mieses de los terrenos que llevaban a medias con los terratenientes aunque era una tarea sin apenas complicaciones pero la mala fe de los dueños de las tierras desconfiando de todo y de todos a veces creaba tirantez e incluso malos entendidos que desembocaban en enfrentamientos por las medidas. --¿En qué piensas, hijo? -- inquirió su padre mientras comían sentados a la mesa familiar. --En el mismo problema de siempre --contestó Juan Pablo a su padre--: te quitas el pellejo trabajando para nada. Cada vez más pobres y los ricos cada vez más ricos. --Haber, hijo: la vida es así… --Pues es injusto --opuso Juan Pablo--. Nosotros somos los que trabajamos y ellos se llevan las ganancias y nosotros las miserias. --Siempre ha sido así y siempre será así --intervino la madre. --No, madre: llegará el momento en que todo esto cambiará y la tierra será de aquel que la trabaje y no para los cuatro explotadores. Josefa no quería tocar el tema del episodio entre García de Paredes e Inés María ya que si su hijo se enteraba podría suceder alguna desgracia pues ella conocía demasiado bien a su hijo para imaginarse cómo reaccionaría aunque, al parecer, aún no se había enterado de nada. Miró fijamente a su hijo: ―No quiero ni pensar en lo que podría suceder‖, pensó. --¿Has visto a Inés María? --inquirió su hijo en ese mismo instante y a Josefa le dio un vuelco el estómago. --No...sí…verás… --el titubeo de Josefa desconcertó a su hijo --Madre: no entiendo qué quieres decir… Josefa, ya más serena, acertó a contestar a la pregunta de su hijo: --Quiero decir que sí la he visto, como siempre: somos vecinas de la misma calle. ¿Lo preguntas por si me ha preguntado por ti?

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El joven miraba a su madre como queriendo adivinar si su madre le ocultaba algo pues sus titubeos al contestar a su pregunta le había desconcertado. ―Bah -pensaba--, figuraciones mías: ahora, en las ferias, la veré a menudo‖ Josefa pensaba porqué su hijo había ido a fijarse precisamente en ella con todas las muchachas que había en Don Benito. Inés María era una de las más guapas del pueblo pero había tenido la mala suerte de que se fijara en ella uno de los caciques más sinvergüenzas y poderosos del lugar. No sabría explicar la angustia que le producía tan sólo tocar el tema de las relaciones de su hijo con Inés María, no quería ni pensar en que sucediera alguna desgracia. Si a su hijo le ocurriera algo, no lo podría soportar: era lo único que de verdad le importaba en el mundo. --Madre: voy a la puerta de la casa de Inés María. --Hijo, ella sólo tiene diecisiete años y no puede salir sola contigo… --Sólo voy a su puerta… --Ten cuidado, hijo --advirtió la madre por enésima vez. --Cuidado ¿a qué, madre? No creo que su madre salga con la escoba --se reía el joven ante las palabras de la madre--: su madre es una buena mujer que me conoce desde pequeño y sabe que yo quiero a su hija de buena fe. --Sí, hijo --admitió Josefa--: Catalina te conoce desde que naciste. Momentos después Juan Pablo llegó a su destino y tocó quedamente la puerta en la que momentos después se abrió el postigo apareciendo en él el bello rostro de la chica enmarcado en el mismo. Juan Pablo, ante aquella visión sintió como el corazón se le aceleró dándole la impresión de que se le iba a salir del pecho. Los negrísimos ojos de Inés María se clavaron en los suyos: --Buenas tardes… --Juan Pablo apenas pudo balbucear este saludo pues el nudo que tenía en la garganta casi no le dejaba articular palabra. --Buenas tardes --respondió Inés María y su voz sonaba a música celestial en los oídos de su enamorado. --¿Puedes salir un momento a la puerta? Ella puso su linda mano sobre el postigo pero no se atrevió a abrir la puerta al oir la voz de su madre: --¿Quién está ahí contigo? --inquirió ésta. --Juan Pablo, madre. --Está bien, voy para allá --Catalina se aproximó a la puerta. --Buenas tardes, señora Catalina --saludó Juan Pablo. --¡Qué pareja tan bonita hacen los dos! -- dijo Tomasa Paredes acercándose a la puerta en que se hallaban los jóvenes. --Sí, pero todavía les queda mucho tiempo para que puedan unirse y ser felices como yo lo he sido con su padre --respondió Catalina. --Buenas tardes…--Josefa, la madre de Juan Pablo, se unió al grupo que se había formado en torno a los dos jóvenes. --Voy a sacar sillas para todos --resolvió Catalina entrando en la casa en busca de las mismas para que se sentaran sus vecinos., que así lo hicieron formando un corro en torno de la pareja de enamorados Juan Pablo se sentó junto a Inés María y tomó una de sus manos al tiempo que clavaba sus ojos en los de la joven queriéndole transmitir con ello todo el amor que sentía, aquel amor que brotaba de los más hondo de su corazón. Inés María, como si entendiera aquel mensaje de amor, puso su otra mano encima de la de Juan Pablo. Además de las mujeres que habían comenzado a formar aquel grupo de integrantes de la vecindad también se fueron, luego, integrando algunos hombres como 17


Jacinto Pacheco, marido de Tomasa, y Antonio, el amigo de Juan Pablo, así como el padre de éste último, que llegaría unos minutos después. Todos formaban el grupo de vecinos del barrio que disfrutaban de la compañía de la pareja de enamorados pero inmersos en aquella momentánea felicidad no se podían percatar de que el mal no tiene reposo: por desgracia puede haber un envidioso que, como es incapaz de sentir esa felicidad, no puede permitir que los demás la disfruten. Alejandro Prieto, también vecino del barrio, al salir de su casa, vió el corro que disfrutaba en armonía de aquellos momentos y sintió cómo la envidia corroía su conciencia y comenzó a maquinar la forma de amargar la vida de aquellas personas con las que, en su mayoría, se llevaba mal, con unos por una causa y con otros por otra. Sus malos pensamientos le llevaron al lugar en donde podía satisfacer su malsana venganza. El lugar, como si ejerciera sobre él una oscura atracción, era el local en que se encontraba García de Paredes que, como era habitual, se hallaba bebiendo y tomando unas tapas, por lo que dar con él a cualquiera hora del día era tarea fácil. --Buenas tardes --dijo Alejandro al llegar a la altura del malvado sujeto. --¡Hombre: mira a quién tenemos aquí, a un piojoso destripaterrones! –dijo García de Paredes mirando a su compañero de correrías, el llamado Castejón, quien miró a Alejandro que balbuceaba: --Yo, yo... –tartamudeaba sin ser capaz de decir nada coherente aunque su mente retorcida le indicaba que el único que podía amargar la tarde a sus vecinos era precisamente García de Paredes: --Verá --arrancó, por fin, dirigiéndose al cacique--: pasa que en mi calle, en estos momentos, hay una pequeña fiesta --¡Y a mí qué demonios me importa que en tu calle tengan fiesta!—contestó García de Paredes. --Sí, pero… --volvió a insistir Alejandro mirando con pavor a su interlocutor que le devolvía una mirada llena de desprecio y de amenaza--: es que Inés María es la destinataria principal de la fiesta… Al oír el nombre de la joven la cara del siniestro sujeto se transformó pasando de un gesto de superioridad y de desprecio hacia Alejandro a una sonrisa sarcástica y diabólica y en sus oscuros ojos comenzó a reflejarse una súbita luz de deseo. Al ver este cambio tan súbito y tan evidente Alejandro comenzó a arrepentirse de lo que acababa de hacer: ―Este hombre está completamente loco‖, pensó para sí. El cacique puso una de sus manos en un hombro de Alejandro, el cual sintió que no le llegaba la ropa al cuerpo: --Vamos… --dijo el cacique empujando al otro para adelante para que le acompañara al lugar en que se hallaban reunidos los vecinos. Para nada había intervenido hasta el momento Castejón, que había dejado que su jefe llevara la conversación él solo con aquel traidor. Pero, perro viejo, creyó llegado el momento de intervenir para evitar que su amo cometiera alguna tontería: le conocía y sabía que, cuando se trataba de aquella niña, perdía la cabeza y podía llegar a cometer toda clase de barbaridades.

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III

--¿En qué piensas? --En nada…-- le contestó García de Paredes. Y añadió--: ¡Vamos a esa fiesta! Y los otros dos, decididos, más bien empujados por García de Paredes, se dirigieron con éste a la calle Padre Cortés y al arribar a la misma se detuvieron a la entrada siendo Castejón el primero que calibró la situación y el primero en darse cuenta de que no saldrían bien parados si se inmiscuían con la gente que allí se hallaba reunida pues no era sólo una reunión de mujeres sino que éstas se encontraban en compañía de, al menos, cuatro o cinco hombres entre los que estaban el propio Juan Pablo y su padre, a cual más peligrosos. García de Paredes también se daba cuenta de que de allí no saldrían indemnes pero, obsesionado como estaba con la joven Inés María, nada podría hacerle entrar en razón. Miró a Castejón y le espetó: --Pasaremos por donde está esa gente: nadie nos va a prohibir andar por la calle, que es de todos... Alejandro, con todo disimulo, se había rezagado y aprovechó que los otros discutían entre sí para escabullirse. Castejón miró a Paredes pero, aunque movía la cabeza en señal de desaprobación, nada dijo pues sabía que de nada le iba a valer lo que arguyera en contra de la obstinación de Paredes que, sin atender a razones, siguió con la descabellada idea de acercarse a donde estaba Inés María. Pasaban junto al grupo de vecinos y Juan Pablo, al percibir su presencia, se levantó y se interpuso en su paso. Su madre también se puso en pie, seguida de su marido y los demás hombres integrantes de la espontánea reunión. García de Paredes, a su vez, al llegar a la altura del grupo, hizo ademán de detenerse pero siguió adelante al tiempo que lanzaba una furibunda mirada con la que trataba de enviar un mensaje de desafío y amenaza. Algo dijo que nadie entendió pero su actitud no dejaba de reflejar el aura de prepotencia del cacique que se considera el dueño de bienes y personas. Su manera de desenvolverse era el fiel reflejo de la existencia de dos mundos diferentes: el mundo de los poderosos y el de los pobres sometidos por aquellos, explotados y abocados a la más grande de las miserias: no sólo chupaban su sangre sino que se creían con el derecho de abusar de sus mujeres y de sus hijas que, agobiadas por la miseria, en ocasiones terminaban prostituyéndose. Juan Pablo se repetía una y otra vez que aquel mundo injusto algún día cambiaría por otro en el que las desigualdades no tendrían cabida. ―Sí, estoy seguro de que así será --se decía--: por la fuerza de la Naturaleza y de las cosas no puede ser que unos pocos lo acaparen todo mientras la gran mayoría no tenga nada, a veces ni siquiera para comer. No es justo que los que todo lo producen de nada disfruten‖ A Juan Pablo en aquel momento le vino a la memoria el percance habido en días anteriores con García de Paredes y su compinche: por suerte, desde entonces, no se los había vuelto a cruzar en su camino. Se aproximaban las Ferias del pueblo y las faenas del campo aún estaban en pleno apogeo aunque la mayoría del grano ya estaba a buen recaudo en los graneros de igual modo que se hallaban atestados de paja los pajares caseros que se usaban para guardarla. La cosecha de aquel año había resultado regular: buena para los ricos, como siempre, y pasable para los menos pudientes. La Naturaleza brindaba lo que poseía, unas veces con mayor bondad que otras pues eran muchos los elementos que podían

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intervenir y todo aquello que no depende de una sola mano unas veces sale bien y en otras ocasiones, no tanto. El pueblo se preparaba para recibir a las Ferias y a los feriantes. Había que tratar de reponerse de un verano que, como siempre, había sido duro para los trabajadores. A los ricos, en cambio, poco les había afectado el calor pues en la época de verano solían ausentarse de estos pagos los Cortés, Paredes y todos aquellos que disponían de posibles para hacerlo. Algunos hacía poco que habían regresado de sus veraneos en las playas de San Sebastián y otros lugares de recreo. Regresaban a tiempo con la idea de vigilar a los medieros y demás trabajadores para que, según ellos, no se quedaran con parte del grano en el momento del reparto de beneficios de la cosecha. ―¿Acaso --se preguntaba Juan Pablo—habían sido ellos los que araron los campos, los que los segaron? No, ninguna de tan duras labores han realizado aquellos que ahora acuden al momento de la cosecha y del desigual reparto‖ Juan Pablo trató de apartar de su mente tan complicados pensamientos aunque sólo fuera por unos días pues, de lo contrario, se volvería loco. Para conseguirlo evocó la bella imagen de Inés María, que era lo único de valor que había para él en aquellos momentos. Inés María, por su parte, pensaba que los días de Feria le brindarían abundantes momentos que pasar junto a Juan Pablo: --Madre --decía--: ya sé que somos pobres pero me gustaría poder estrenar algún vestido para la Feria. Catalina miró a su hija y, esbozando una leve sonrisa, le respondió: --Sí, hija, somos pobres…Pero hace unos días empecé a pensar que, dentro de nuestra pobreza, haría todo lo posible por que pudieras estrenar algo, algo que ya tengo casi terminado. Catalina sabía mejor que nadie que su hija no era una persona intransigente y banal pero que, sin embargo, había veces en que renegaba de la pobreza que las rodeaba y se preguntaba por qué unos tenían tanto y otros tan poco. Catalina volvió a mirar a su hija sintiendo cómo se le caía el alma a los pies al no poder darle lo imprescindible para que fuera feliz. Aunque era una joven muy responsable y considerada también ella tenía derecho, como la que más, a poseer lo necesario. Al ver su bello rostro comprendió que en aquel momento se hallaba sumida en profundos pensamientos: --¿En qué piensas, hija? Su pregunta despertó a la chica de un hermoso sueño en el que se veía ante el altar con un bellísimo traje blanco y junto a Juan Pablo, vestido con un elegante traje de boda que le hacía aparecer como lo que era: el hombre más guapo del pueblo, al que ella amaba y siempre amaría. Se dice que el mundo está compuesto de pequeños paraísos y Juan Pablo e Inés María ya habían encontrado el suyo. Su madre, al hablar, volvió a sacarla de este paraíso en el que tan sólo había sitio para ellos dos: --Si, madre --admitió la chica--: estaba soñando con él --Hija: sólo tienes diecisiete años… --Lo sé, madre, pero no puedo dejar de soñar. --Sí, hija --concedió la madre--.Soñar no está prohibido por las buenas costumbres. Los sueños, por suerte, no tienen dueño. Empezaban las Ferias y la gente del pueblo se preparaba para pasar unos días de fiesta que se tenían bien merecidos tras las duras faenas del verano, fiestas que serían mejores para unos que para otros pero a las que todos tratarían de amoldarse según sus 20


posibilidades económicas, todos buscarían la mayor de las felicidades. Los poderosos disfrutarían de los mejores trajes, los mejores caballos, lo mejor de todo. Pero también los humildes lo harían con no menos agrado adecuándose a sus gustos y sus medios. Petra Corrales llamó a la puerta de su vecina Catalina abriéndose el postigo de su parte superior, en la que se dibujó el bello rostro de Inés María, la hija de aquella: --Diga --expresó la joven de forma complaciente--: ¿Qué desea, señora Petra? --¿Está tu madre? –preguntó, a su vez, la vecina. --Sí, sí está: pase usted, señora Petra. La vecina se desplazó hasta el tallercito de costurera de Catalina y, tras dar a ésta los buenos días, inquirió: --Oye, Catalina: ¿has terminado el vestido de mi hija? --Sí: anoche estuve hasta las tantas para terminarlo. --Gracias a Dios --expresó la vecina su alegría--, si no ésta hija mía me hubiera dado el caldeo: ayer discutimos por el dichoso vestido y como ahora anda medio sí medio no como enamorada… --¿Si? ¿Y con quién? --quiso saber Catalina. --Con uno de los amigos de Juan Pablo --le informó la vecina: Antonio Pintado, hijo de Manuela y de Antonio. --Sí, los conozco --admitió Catalina—y son personas honradas. Viven, creo, en la calle Villanueva. --Eso es --convino Petra. Josefa, la madre de Juan Pablo, comentaba con su marido las noticias que había recibido de forma indirecta a través de una vecina de que su hija, Pepita, había sido vista en compañía de uno de los hijos de los Donoso, aunque era de unos de los parientes que se consideraban más pobres. Pero no se fiaba porque para ella todos los señoritos eran iguales y consideraba que en ellos no se podía confiar demasiado. --Voy a preguntar a Petra si es cierto lo que se comenta de esa relación entre su hermana y ese Donoso. --Esos señoritos --dijo Juan, su marido—son de poco fiar: se creen con derecho a todo. Isabel Pulido Donoso, por su parte, llevaba algunos días preocupada al saber por unos amigos que su hijo, Jacinto Beltrán Pulido andaba últimamente rondando a la hija de un pobre jornalero y, aunque ellos no eran ricos, ella provenía de una de las familias más influyentes del pueblo, por lo que consideraba que estaban muy por encima de la familia de la joven con la que su hijo trataba de entablar relaciones. ―Si es para divertirse – pensaba- no me opondría pero si es otra cosa, ni hablar: no consentiré‖ --¿El qué no consentirás? --preguntó su marido, Diego Beltrán, al conocer las escondidas intenciones de su mujer. Era un hombre apacible dominado por su esposa y miró a ésta con mirada sumisa: la conocía demasiado y sabía que lo que la preocupaba en aquellos momentos debería de ser ciertamente grave. Isabel era una mujer de carácter fuerte -lo contrario que él- pero la quería desde el mismo momento en que la conoció aunque se casó con ella con cierto rechazo de la familia que lo consideraba poca cosa para ella. La mayor oposición venía, principalmente, de lado de la madre de Isabel, Antonia Donoso, pariente de los Donoso según ella misma decía aunque había gente que lo ponía en duda a pesar de que este extremo nadie lo pudiera afirmar o negar y aunque ella usaba del poder que dicha pertenencia le daba o que ella misma se había tomado para comportarse con un despotismo que hacía parecer como verdad lo que ella misma afirmaba. Trataba a las mujeres que tenía a su servicio como esclavas y se rumoreaba que no sólo tenía 21


larga la lengua insultando sino también la mano para maltratar y ello lo probaba el constante cambio entre las mujeres que entraban a trabajar en su casa y que se despedían en cuanto se daban cuenta del trato que recibían. Diego Beltrán volvió a pensar en porqué se habría casado con ella pero Isabel no dejaba de pensar lo mismo en relación a él: porqué se habría casado con aquel hombre que, como tal, no valía nada… Pero había una causa, una poderosa razón que era, al mismo tiempo, lejana y muy próxima y que no era otra cosa que el drama de su vida aunque la existencia de su hijo la compensaba. ―No -pensaba--, mi hijo merece algo mejor que esa pobretona. Haré todo lo posible para que esta relación no prospere ya que, para pobretones, ya tengo bastante con mi marido que si no fuera por mi padre, que le da trabajo en las tiendas de su propiedad, no tendría dónde caerse muerto. El señor Cecilio Pulido era un comerciante que había hecho dinero con mucha rapidez aunque las malas lenguas decían que no todo era limpio en sus negocios pero nada de eso se podía probar. Es el primer día de Feria e Inés María mira una y otra vez aquél vaporoso vestido que su madre le ha confeccionado. ―Pobre madre --pensó--, qué maravilla de vestido ha sido capaz de hacer con los pocos recursos de que dispone…‖ Se probó el vestido y, mirándose al espejo, esbozó una sonrisa pensando en lo orgulloso que se iba a sentir Juan Pablo cuando se pusiera a su lado. Sonaron unos golpes en la puerta de la casa interrumpiendo sus ensoñaciones y coqueteos ante un imaginario Juan Pablo: --Madre: ¿puedes ir a ver quién llama? Catalina dejó lo que estaba haciendo y se dirigió a la puerta de la calle para ver quién llamaba. Abrió y, enseguida, una amplia sonrisa asomó a su rostro: --Vaya, casi toda la familia junta --saludó la mujer a los visitantes. --Buenas tardes, señora Catalina --respondió Juan Pablo. --¿A dónde va toda la familia junta? --quiso saber la señora de la casa --¡A la Feria…! --respondieron todos al unísono. El grupo lo formaban Juan Pablo, su hermana Petra y Antonio, que aspiraba a ser el futuro novio de ésta. --¿Quiénes son, madre? La voz de la chica sonó a música celestial en los oídos de Juan Pablo. --Son Juan Pablo, su hermana y su amigo Antonio --anunció la mujer --Entrad, entrad…--invitó la señora a que pasaran mientras les señalaba las sillas del pasillo para que tomaran asiento, cosa que hicieron los jóvenes mientras esperaban la aparición de su amiga. Inés María terminó de prepararse y salió al pasillo en el que las exclamaciones de admiración fueron unánimes ante tanta belleza: --¡La más guapa de todo el pueblo…! –Juan Pablo no pudo contener la emoción al contemplar aquella imagen tan hermosa. --Juan Pablo…--le recriminó su hermana que, al oído, terminó susurrándole-: Ten calma… Catalina mira a Juan Pablo pero sólo esboza una leve sonrisa mientras a Inés María se le pone la cara roja como la grana aunque, para sus adentros, se sentía plena de felicidad pues ahora ya no tenía dudas de que Juan Pablo la adoraba. Los cuatro jóvenes se aprestaron a iniciar la salida de la casa para encaminarse a la Feria pero la voz de Catalina les detuvo en seco: --¡Alto, jovencitos, que falta alguien! 22


--¿Es que viene usted con nosotros? --quiso saber Inés María. --No, hija –respondió la madre--, yo no voy: la que va es la vecina, Petra. --Sí, madre --aceptó Inés María con humildad. Se trataba de Petra Corrales, la vecina, que ya esperaba desde hacía rato en la calle acompañada de Pedro Trejo, el otro amigo de Juan Pablo que acababa de llegar y que también iría con todos ellos. Los jóvenes se les unieron y todos juntos partieron hacia el Ferial en grupo encabezado por Petra y Pedro. En el camino Juan Pablo, por fin, coge de la mano a Inés María que no dejaba de hacerle indicaciones de que Petra no los perdía de vista y así era porque ésta volvía la cabeza hacia ellos de vez en cuando, aunque sonriera benévola ante la impaciencia de los jóvenes que iban a su custodia. Ya a la entrada del Ferial Inés María se encontró con unas amigas a quienes se apresuró a presentar a Juan Pablo y a sus demás acompañantes y seguidamente también se unieron al grupo la otra hermana de Juan Pablo, Josefa, y una amiga de ésta pero antes de que tuvieran la oportunidad de subir a una de las atracciones de la Feria se presentó, sin previo aviso, alguien no esperado: Jacinto Beltrán, el pretendiente de Josefa, que saludó a todos. --¿Qué hace éste aquí? --quiso saber Juan Pablo, algo molesto. --Le invité yo --precisó Josefa para atenuar la actitud que veía en su hermano. --¿Tú le invitaste? --insistió éste. --Sí, yo –insistió Josefa, esta vez de forma desafiante. --Me voy --comenzó a decir Jacinto--: no quiero crear problemas familiares… --Está bien, está bien...—repitió Juan Pablo, conciliador--: puedes quedarte… Miró a su hermana, a la que no acababa de comprender: ¿cómo era posible que se hubiera enamorado de aquel sujeto? Pensaba que a él, personalmente, no le parecía mal muchacho pero sabía que su familia, por parte de madre, era enemiga de los pobres. Juan Pablo dejó en suspenso sus pensamientos y se esmeró en atender a Inés María. La pareja de enamorados montó en una atracción y se sintieron juntos y solos por primera vez. Al rozarse sus piernas, sentados en la bancada del artefacto, Juan Pablo sintió cómo la sangre le hervía en las venas. Petra, que se había sentado, en la parte de atrás, se apercibía de la situación pero sabía que nada podía hacer para evitar aquellos roces, por otra parte tan livianos e inocentes. Juan Pablo miró fijamente a Inés María y alzó un poco la voz para hacerse oír por ella por encima del fragor de todos los aparatos de la Feria que les rodeaban: --Un día de éstos te cojo y te llevo conmigo por ahí, a la sierra: a algún sitio en el que podamos estar los dos solos, para siempre… Inés María le devolvió la mirada con intensidad y, esgrimiendo una encantadora sonrisa, le contestó en tono de reproche: --Ni lo sueñes… --Puedes estar segura de que nadie podrá causarte daño alguno --dijo el joven y añadió--: voy a hablar con mis padres para que convengan en tratar con tu madre el adelanto, en todo lo posible, de la boda, de nuestra boda… Ella puso su delicada mano sobre la de él: era la primera vez que se producían entre ellos tal tipo de cercanas caricias. --Vamos, tortolitos…--Petra había puesto una mano sobre el hombro de Inés María--: este trasto se ha parado y nos tenemos que bajar. Aquel primer día de Feria sería, para siempre, recordado por Juan Pablo como uno de los más felices de su vida y, así mismo, Inés María sentía como si ella y Juan Pablo estuvieran en un pequeño Paraíso.

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Más tarde, tras dejar a las mujeres en sus casas, Juan Pablo y sus amigos fueron a tomarse unos vinos en los sitios habituales en aquellos días de asueto. Se sentían muy felices por los momentos pasados que para algunos, como le ocurría a Juan Pablo, serían ya inolvidables. En su casa Inés María pensaba que habían sido unos momentos maravillosos y que daría cualquier cosa por poder acelerar el paso del tiempo y así llegar cuanto antes al día en que pudiera casarse con Juan Pablo. --Juan Pablo, Juan Pablo…--Juan, el padre del muchacho, lo zarandeaba para ver si podía despertarlo. Se advertía que los últimos tragos del día, tras dejar a las mujeres, no le habían sentado nada bien. Su padre le seguía llamando: --Venga, hijo, que tenemos que acabar de recoger lo que nos quedó ayer en la era. --Voy, padre…--contestó, por fin, saliendo de las brumas del alcohol. También a Antonio le costó a su madre levantarlo a tiempo: --Vamos, hijo, que ya tu padre se ha ido para adelante. Antonio se incorporó y se sentó en el borde de la cama aun bostezando. Por fin se levantó y fue hacia la puerta de la habitación ajustándose los pantalones. Se asomó al postigo de la puerta y comprobó que ya estaba empezando a hacerse de día. Seguía todavía desperezándose y pensó que poco había dormido pero sabía, de más, que para el campesino no existen fiestas. ‖ Éstas son sólo para los ricos‖, murmuró para sí mientras se encaminaba a donde le esperaba su padre para empezar el trabajo. Apretó los puños y movió la cabeza en señal de triste resignación al tiempo que, para sí, exclamaba: --¡Siempre lo mismo...! ¡Cuándo acabará esta vida de esclavos! García de Paredes se incorporó en su cama y comenzó a insultar a la criada y al criado por haberle despertado. --Es la una del día --repetía el criado en aquel momento—y su pariente le espera en la sala. --Dile que espere –bramaba Paredes—o que se vaya, si quiere… --¡Quién se va a ir! --dijo Manuel al tiempo que quitaba del medio al criado y se colaba sin más contemplaciones en la habitación donde Paredes seguía tumbado: --Pero Manuel…--se quejó cuando éste le levantó para llevárselo por la fuerza, pues esto era lo que su padre le había dicho que hiciera con el perezoso. Pocos minutos después ambos llegaron a la casa en donde les esperaba su padre, una de esas casas enormes que en los pueblos sólo pueden pertenecer a un determinado tipo de personas. En ella se encontraban reunidas varias familias en torno a mesas llenas de comida y bebidas de diverso tipo: era la Feria, eran fiestas y para la noche habían ya contratado a la mejor orquesta de la Comarca para amenizar una fiesta a lo grande, que para eso eran los más ricos del pueblo. Era el tercer día de Ferias y éstas llegarían a su fin, se apagaría el ruido de las atracciones y se acabaría el bullicio de la música y el pueblo, poco a poco, se dejaría mecer por la normalidad. --Bueno, hijo, --dijo Josefa a modo de consuelo--: el mes próximo tendremos ―La Velá‖… --Sí, madre --contestó Juan Pablo--, ―La Velá‖… en ese día podré pasar algunos otros buenos momentos con ella. Aquel día del final de la Feria había amanecido con la amenaza de las tormentas tan frecuentes en esa época del año. El grupo de amigos en el que se integraban Inés 24


María y Juan Pablo se dirigía a la Plaza con la intención de apurar sus últimos y ya melancólicos momentos de diversión. Llegados a la Plaza, lugar del ferial, fueron recorriendo las casetas en busca de la algarabía de la gente y, en un momento dado, un trueno provocó un sobresalto en Inés María que se refugió en los brazos de Juan Pablo. Era la primera vez que el chico sentía en su piel los latidos del corazón de aquella hermosa criatura y se estremeció, a su vez, al sentir las palpitaciones de aquel frágil cuerpo. En aquel momento comenzaron a caer unas gruesas gotas de agua: --Vamos a refugiarnos a los portales --dijo Antonio y así lo hicieron en el mismo instante en que empezó a llover con fuerza al tiempo que los truenos dejaban oír sus estruendos cada vez más cercanos. --¡Pobres feriantes! --dijo Inés María viendo a éstos apresurarse a recoger todos sus artefactos--: grandes serán hoy las pérdidas para estas gentes… Aumentaban los truenos y arreciaba la lluvia que iba convirtiendo las calles en auténticos arroyos arrastrando muchos de los juguetes infantiles que los feriantes no tenían tiempo de recoger ante el avance de la lluvia: --¡Pobre gente! --volvió a lamentar Inés María. --Mal día se ha puesto para que puedan ganarse el pan --argumentó Juan Pablo que, al instante, comenzó a mover la cabeza al observar cómo se acercaba a ellos un grupo de señoritos y no porque fueran tales sino porque entre ellos se encontraban los odiados García de Paredes y Castejón. Un grupo que, se notaba, venía dispuesto a la pelea y a la gresca pues todos ellos ya tenían más que demostrado su comportamiento de bravucones y pendencieros por lo que su presencia no podía causar más que disgusto. El grupo compuesto por Paredes y compañía se había dado ya cuenta de la presencia de Juan Pablo y demás amigos y, al parecer, venían con la intención de pasar justamente por donde ellos se hallaban aunque era difícil avanzar en ninguna dirección debido a la aglomeración de personas que se habían refugiado en un espacio tan poco apropiado como los portales de la Plaza. Pero ellos se acercaron abriéndose paso a codazos hasta llegar a la altura de Juan Pablo y sus amigos, en donde se pararon y comenzaron a insinuarse con sus gestos y sus palabras aunque nada se les entendía con el bullicio reinante. --No se entiende lo que dicen --observó Juan Pablo—con tanto bullicio, con tanta gente como hay aquí y hablando todos al mismo tiempo… --Pero --prosiguió--, de sus gestos y por sus risas, se deduce que deben estar diciendo cosas muy graciosas. Se burlan pero estoy seguro de que de la boca de ninguno de ellos sale una sola gracia, sino todo lo contrario: esa gente sólo sabe insultar con sus sucias palabras. Inés María y Josefa mostraban cierto nerviosismo aunque Jacinto Beltrán había hecho frente común con ellos en contra de sus propios amigos y parientes. --Vamos hacia aquel otro lado --señaló Juan Pablo--, aunque nos mojemos un poco. --Sí, vamos --repitió Petra apoyando a su hermano. El grupo de amigos consiguió, poco a poco, ir separándose del otro grupo que no dejaba de intentar incordiarles con sus gestos al verlos alejarse. Juan Pablo miró a Inés María que, a su lado, seguía mostrándose un tanto nerviosa pero ella le miró e hizo un gesto de aprobación a su actitud y a sus palabras. En aquel momento Pedro señaló a la calle y les hizo observar que la lluvia estaba aflojando en intensidad y que ya no corría tanta agua por los márgenes de la Plaza. --Si la lluvia se detiene –propuso Pedro--, lo mejor que podemos hacer es salir a la calle y seguir disfrutando de la Feria, si es que queda algo de ella. 25


Juan Pablo miró una vez más a Inés María y se vió reflejado en aquellos oscuros y profundos ojos capaces de semejar un tranquilo atardecer pero que, en aquel momento, lo que le devolvían era la imagen de un profundo mar de amor en el cual desearía sumergirse para siempre. --Si pudiera --decía al oído de la chica—pondría al tiempo en el preciso día en que pudiéramos unir nuestras vidas para siempre… Inés María, al oír aquellas palabras de labios de Juan Pablo, esbozó una sonrisa espléndida convirtiendo sus carnosos labios en tiernas y jugosas fresas listas para ser comidas. Todo esto lo advirtió él que se quedó pensando en que, de momento, era un fruto prohibido hasta el día en que se le ofreciera de buena voluntad para ser gozada. Alguien observó que los del grupo de García de Paredes y compañía se habían retirado sin reincidir en sus intenciones de molestar y todos se aprestaron a seguir en su objetivo de disfrutar del poco tiempo que quedaba de la Feria.

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IV

De pronto el grupo de jóvenes amigos se vieron solos en los soportales de la Plaza, unos soportales que, al dejar de llover, habían sido bruscamente abandonados por toda la gente que quisieron volver a disfrutar de lo que quedaba, tras la lluvia, de la Feria. La Feria, que para unos había supuesto una fiesta continua y para otros una mezcla de fiesta y trabajo a partes iguales, no había sido nada en absoluto para personas que no tenían otra cosa que cielo y suelo. Inés María había pronunciado estas palabras pensando en las personas que van por las calles pidiendo de puerta en puerta. ―Para ellos no hay ferias ni nada‖, terminó diciendo Inés María. --¿Es que nosotros mismos estamos mucho mejor? --observó Pepita--. Es que en este mundo sólo son unos pocos los que tienen de todo: los demás unas veces tenemos y otras, no… --No comparemos --medió Juan Pablo—Esas pobres gentes de que habla Inés María no tienen ni siquiera una casita en que meterse. Esta es una sociedad injusta en la que todo está mal repartido. Unos tienen sus grandes casonas y otros sólo el cielo y el suelo. --Vamos a seguir disfrutando de la Feria --sugirió Antonio—Disfrutemos lo que podamos pues si nos ponemos a pensar y a divagar sobre la vida nos amargaremos los pocos momentos que nos quedan de diversión. Antonio trataba de suavizar la atmósfera y seguir con las fiestas que ya habían recuperado su normalidad tras los incidentes atmosféricos. La gente paseaba por entre los artilugios propios de la Feria y participaba, con su uso, en el esplendor del día de fiesta. --Adiós, adiós…--Pepita contestaba al saludo de un grupo de muchachas de su edad. --Señoritingas…--añadió con cierto desdén. --Te han saludado con respetó --Jacinto Beltrán recriminó a Pepita por su actitud. --Lo siento --se excusó Pepita—pero no pude reprimirme: a una de ellas le tengo cierta manía pues un día me dijo que yo era una pobretona para ti y eso me dolió. Jacinto miró a Pepita aún con la expresión de reproche dibujada en su cara: él se había enamorado de la joven y ni pensaba ni le importaba lo que opinaran los demás, ni siquiera tendría en cuenta la opinión de su propia madre. Aún la miraba mientras pensaba: ―Para mí es la más guapa…‖ Jacinto era un muchacho corriente, ni muy alto ni muy bajo, con una cara correcta pero sin especiales matices, ojos y pelo oscuros. Ella era, quizás de una estatura superior a la de su hermano Juan Pablo, de pelo rubio y ojos claros y cuerpo bien formado, de correctas medidas. Se dio cuenta de la mirada de Jacinto y quiso rectificar: 27


--Perdona… --No hagas caso de las habladurías de la gente --le pidió su pretendiente. Amanecía y Juan Pablo y su padre se aprestaban a preparar las mulas ya enganchadas al carro –que llevaba puestas las redes para acarrear la paja-- y dispuestas a partir para el trabajo. --Bien, vamos allá --dijo Juan. --Sí, padre --contestó Juan Pablo al mandato del padre. --El cielo está despejado pero este bochorno anuncia algo --observó Juan. --Sí, padre --admitió el hijo--: creo que hoy volveremos a tener tormenta. Y, entre uno y otro comentario, siguieron su camino. Los feriantes estaban ya desmontando los aparatos de las atracciones de la Feria. --Buenos días. ¿Ya se van? --Sí, señor --contestó uno de los feriantes mientras se afanaba en desmontar uno de los laterales de su caseta--: ya hemos terminado en Don Benito y hemos de partir a otro sitio… La pregunta había surgido de un grupo de jóvenes a los que el día había sorprendido sin llegar aún a sus casas. --¿Qué tal se ha escapado? –la pregunta ahora provenía de Pedro Prieto, un dombenitense que también trabajaba en las ferias de la Región. --Regular --respondió uno de los feriantes—Sí, regular: esto es más duro de lo que algunos creen… --¿Y qué no es duro para los pobres? --observó uno de los jóvenes. A pocos pasos se hallaban observando esta escena Paredes y sus sicarios. --Piojosos…--el insultó había salido de la boca de Paredes que, como siempre, iba con una copa de más. Tampoco él y sus acompañantes habían llegado a casa tras la larga noche de francachela. Miró a los jóvenes con desdén y con la expresión de quien ve a todos los demás por debajo de su altura. --Pobres idiotas…--siguió diciendo sin que nadie le hiciera caso alguno. Se aproximaban los primeros días del otoño y, con ellos, los momentos más apropiados para la siembra. Como cada año vendrían las disputas entre los terratenientes y los campesinos que tenían diferentes puntos de vista en cuanto a la cantidad de tierras que se debían roturar pues había mucha tierra de posío –de pasto- que podía ponerse en labranza sin menoscabo para la ganadería, cosa a la que se oponían sistemáticamente los propietarios. Siempre había existido una gran rivalidad entre pastores y labradores pero el problema del campo lo representaban los terratenientes que decían que para mantener el ganado durante el invierno necesitaba gran extensión de pasto. --Todos sabemos que, por mucho pasto que se tenga, el ganado no se mantiene si no se les ayuda con pienso --afirmaba Santiago Gómez, el delegado de los obreros—Y cuando llega la primavera sobran un montón de tierras y de pasto, lo que nos lleva a que con la mitad de la tierra se cría la misma piara de ganado que con el doble. En definitiva, sean veinte o cuarenta fanegas en invierno no se mantiene el ganado sin la 28


ayuda de grano y se echan a perder montones de animales porque esta tierra, o gran parte de ella, no dan hierba en ese tiempo de frío tan extremo. Aquella noche la Casa del Pueblo estaba atestada de trabajadores como ocurría en todas aquellas fechas en que había que discutir algo importante y esta era una de esas fechas, la de ponerse de acuerdo en los términos en que se llevaría a cabo la siembra. Santiago Gómez continuó su exposición: --Bien, compañeros, vamos a hacer esta propuesta directa a los terratenientes: la de roturar más tierras de posío y reservarlas para ser sembradas pero estoy seguro de que van a rechazarla. --En mi opinión --intervino en este momento Juan Pablo-- lo que deberíamos hacer es coger las yuntas y roturar todas las tierras que puedan hacernos falta para repartir entre los campesinos que quieran vivir de ellas. Estas palabras dichas de forma espontánea por Juan Pablo levantaron el aplauso unánime y entusiasta de todos los asistentes --Eso, eso: hagamos eso…--fueron muchas las voces que pidieron llevar a cabo lo que Juan Pablo acababa de proponer --Calma, compañeros --pidió Santiago tratando de apaciguar los ánimos--: claro que estoy de acuerdo en que lo que habríamos de hacer, pero ¿podemos hacerlo? Juan Pablo levantó la mano pidiendo turno para volver a intervenir: --Yo creo --comenzó su exposición—que tendríamos éxito si nos uniéramos no sólo los trabajadores de Don Benito si no los de toda la Comarca y, a ser posible, los de toda la Provincia. --¿Tú crees que eso podría ser posible? --preguntó alguien de entre el público. --Sí –admitió Juan Pablo--, pero para lograrlo deberíamos fortalecer aquellas organizaciones ya existentes y creándolas allí donde aún no las hay. Así sí será posible pues los elementos que pueden provocar un levantamiento ya existen y hay un gran malestar en toda la Comarca. --Y también mucho miedo…--apuntó Diego Benítez, otro de los asistentes. --Sí, es cierto --prosiguió Juan Pablo--: pero ha llegado el momento de que el malestar y el odio ayuden a superar el miedo. --Eso sucede a veces… --admitió Santiago Gómez que se sentía convencido por los argumentos de Juan Pablo--. Está bien, estoy de acuerdo con vuestra propuesta y trabajaremos en esa dirección, fortaleciendo la Organización ya existente y creándola en los sitios en los que no existe empezando, para ello, por nuestra propia Comarca. La Asamblea concluyó tras debatir rápidamente otras propuestas menores a cargo de los asistentes. Uno de los últimos temas tratados fue la próxima campaña de la aceituna aunque no era una cosecha que diera gran cantidad de jornales y lo cierto es que, como todos los del campo, eran unos jornales de miseria para un trabajo tan duro. Ya iban camino de casa los tres amigos. Hacía una noche tranquila bajo un cielo despejado en el que lucía la Luna llena. Todo era silencio y quietud. --¿Tomamos unos vasos? --propuso Pedro.

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--No creo que sea buena idea --discrepó Antonio—Lo que nos puede pasar es que nos topemos con algún borrachín que nos amargue la noche y más si son García de Paredes y sus secuaces. --Está bien, no he dicho nada… --aceptó Pedro. Luego, mientras proseguían su camino, volvieron a los pormenores de la recién terminada Asamblea hasta que se separaron, cada uno en dirección a su domicilio. Juan Pablo entró en su casa en la que todo estaba en silencio. Sus padres, al parecer, dormían y Juan Pablo se entretuvo en la cocina comiendo un poco y luego se dirigió a su propia habitación y se sentó en el borde de la cama mientras pensaba que, en aquel mismo momento, ella también dormiría. ―Sí --pensó--, estará durmiendo de la forma más plácida pues es un ángel con una conciencia pura. ¿Soñará conmigo?...‖ --Madre, soy yo…--dijo Juan Pablo al advertir la presencia de su madre en el pasillo de la vivienda. --Está bien, hijo --contestó Josefa--: que descanses. El tiempo pasaba con celeridad ocupados como estaban en las distintas faenas, tanto agrarias como la pequeña industria local, y, sin apenas apercibirse de este paso, de pronto llegó el día de la Velá, que es una fiesta local en la que los habitantes de Don Benito ―velan‖ a su Patrona, la Virgen de las Cruces, en la noche que precede a su Fiesta que se celebra en la Ermita del mismo nombre, en las cercanías del río Ortigas. Los jóvenes tenían proyectado pasar todo el día en la Ermita y para ello se pusieron a preparar el carro del padre de Pedro, que era el más grande que tenían a mano y en el que podrían desplazarse todo el grupo. --Este va a ser el carro mejor preparado de la Fiesta --exclamó Antonio—porque en él van a viajar las mujeres más bonitas del pueblo… La rivalidad de los carreros en la adecuación de sus carros para la Fiesta era evidente. Petra dedicó una amplia sonrisa a Antonio, por lo de la belleza de las mujeres, mientras Inés María expuso su preocupación: --Juan Pablo: no vamos a caber todos en ese carro. --No te preocupes --la tranquilizó él--: tú y yo iremos en el nuestro. Entre tanto, todos se afanaban en adornar el carro que iría tirado por cuatro mulas también convenientemente engalanadas por la ocasión. Inés hizo una observación a Juan Pablo: --Puede que aún haga demasiado calor para llevar esos zahones. --Puede --admitió el joven--, pero estas son piezas que se llevan hoy, día de la Romería, según es costumbre. Si hace calor, luego me quitaré el chaleco. Las chicas, por su parte, iban también vestidas a la usanza campesina de la época, con amplias blusas y espaciosas y floridas faldas de amplio vuelo. Ya se oían en la calle las voces de otros carreros y el sonido del rodar de sus carros, por lo que Pedro observó: --Los últimos, vamos a llegar los últimos… Las chicas subieron al carro con la ayuda de los jóvenes y, por fin, se pusieron en marcha saliendo del pueblo y enfilando el camino de ―Las Cruces‖. No había hecho más que salir el sol y ya el camino se veía transitado por gran cantidad de carros, amén 30


de la multitud de personas que se desplazaban a pie y aquellos que usaban cabalgaduras de toda especie. --¿Vamos a gusto? --inquirió Pedro volviendo la vista al interior del carro. --Tú lo que tienes que hacer es atender a las mulas que llevas --le increpó Petra, temerosa de que el muchacho se despistara y tuvieran algún accidente en el camino. Por fin, sin más incidencias, llegaron al sitio que Pedro estimó más oportuno y en él detuvo el carro: --Este es un buen sitio --afirmó--: no estamos muy lejos de la Ermita y es un lugar perfecto para el descanso de las mulas. --¡Todo el mundo abajo! --terminó diciendo. --Nosotras nos vamos a la Ermita a hacer la primera visita a la Virgen --dijo a los jóvenes Pepita. Y añadió con cierto retintín: --Mientras tanto, y para no echarnos demasiado de menos, vosotros podéis ir preparando todo lo necesario para la hora de la comida… Los jóvenes se quedaron mirando cómo las chicas se alejaban en dirección a la Ermita mientras hacían comentarios sobre su belleza y sobre su descaro por dejarlos allí ―trabajando‖ en tanto ellas iban al mejor lugar de la Romería. Poco rato después volvieron de la visita a la Virgen: --¡Estamos pasando un día estupendo! --observó Inés María --Sí, hace un día buenísimo… --observó Juan Pablo, sudando en su esfuerzo por encender la lumbre en la que habrían de preparar parte de la comida del día. --No te burles, hombre: ahora os ayudaremos con el resto de lo que haya que hacer --quiso animarle su hermana Petra. Así transcurrió la mañana entre bromas y preparativos hasta que llegó la hora que estimaron oportuna para dejar sus cantos y sus chanzas para ponerse a comer las viandas típicas que cada uno había aportado. ―Es un día maravilloso…‖ pensó Juan Pablo sentándose al lado de Inés María en la manta que ésta había tendido en el suelo. --¡Vamos a comer, a beber y a disfrutar…! --exclamó Pepita mientras preparaba diversos platos sobre el mantel previamente extendido ante el grupo. Y pronto dieron paso a los chistes y a las risas en tanto consumían los ricos alimentos propios de los días de romería. --¡Y tú no has abierto la boca! --dijo Pepita a su pretendiente Jacinto que, en efecto, se había mantenido todo el rato en silencio. Pero, habiéndose tomado ya algunos vasos de vino, sorprendió a todos empezando a cantar una copla típica sobre la Virgen de las Cruces. --¡Pues no lo hace del todo mal! --se admiró Pedro cuando Jacinto acabó. --¡Vamos, Pedro, a cantar! --le animó Antonio-- Que no se diga que tienes miedo. --¿Miedo yo? --contestó Pedro ante las risas de las chicas. Y a continuación él mismo inició otra de las coplillas propias del día y del lugar en que estaban. El día de romería había llegado a su fin y, tras la vuelta al pueblo de los romeros, todo había quedado en calma en los alrededores de la Ermita. Ya en casa Juan Pablo se 31


decía para sí: ―Ha sido un día maravilloso, todo ha estado lleno de armonía y para mí ha sido un día muy feliz. Como para todos, espero‖. --Madre, no encuentro mi camisa nueva --gritó desde su habitación. --Nada, no encuentran nada: parece que no son de casa --se lamentaba la madre acercándose por el pasillo y entrando en la habitación--. Quieto: No lo revuelvas todo. Y, poniéndose luego sus mejores galas, Juan Pablo se aprestó a salir en busca de Inés María para ir con ella y su grupo de amigos, todos siempre juntos, a los diversos actos que se celebraban, ya en el pueblo, para completar la Fiesta de la Velá. Llega el momento en que comienza la siembra y, con ella, las primeras faenas de la temporada agrícola. Un momento en el que el miedo es tan fuerte que puede desbordarse anulando la propia conciencia del individuo, llevándole a un estado de total vacío que puede ser ocupado por el malestar que le embarga y que puede empujarle a derribar el dique de contención convirtiéndole, entonces, en un río desbocado que todo lo arrastra en su camino. Juan enganchó las mulas del carro y miró a su hijo que, al igual que él, se dejaba la piel en el trabajo de aquellas tierras a las que de ninguna manera podemos llamar desagradecidas. ―Están tierras nos dan lo que tienen‖, murmuró Juan. --¿Hablando solo, padre? --quiso burlarse Juan Pablo. --Sí, hijo -contestó el padre--. Me decía a mí mismo, y ahora te lo repito a ti, que estas tierras nos dan lo que tienen pero somos los hombres los que no sabemos administrar bien sus riquezas. --Empieza a chispear…--observó Juan Pablo sin querer hacer comentarios a lo dicho por su padre. --Sí --asintió éste--: vámonos antes de que nos mojemos que ya está todo sembrado. --Y ahora --continuó—a padecer hasta que llegue la siembra. A padecer nosotros porque ellos, los dueños, poco padecen. --Anda, padre: vamos a acabar de aparejar las bestias y nos vamos… La noche empezaba a tender su negro manto y ya se advertía que sería una de esas largas noches cargadas de agua. Y tras la siembra, sin tregua y sin apenas transición, llega la recogida de la aceituna, uno de esos trabajos que debieran estar prohibidos a la condición humana y que, de hecho, está reservado a los más humildes de entre los humildes. Mañanas de frío atormentador en esos días a caballo entre el final del otoño y el comienzo amenazador del invierno ejerciendo un oficio agotador a cambio de unas ganancias paupérrimas, unas veces, o de un jornal ínfimo y, a todas luces, insuficiente en la mayor parte de los casos. Pero un jornal necesario, honrosamente ganado y que sirve para paliar muchas de las necesidades que la gente del campo suele arrastrar durante toda su vida. --¿Empezamos o no? --animó Juan--. Tenemos que coger este olivar en tres días llueva o no…Lo tenemos que conseguir. El cielo está completamente cubierto y una lluvia fina e intermitente acompaña a los jornaleros en su lento trajinar por entre los olivos. 32


--Volvamos otra vez…---animó Juan de nuevo --Andemos para arriba o para abajo, hoy nos mojamos y nos embarramos—fue ahora Juan Pablo quien hizo la pertinente observación. --Ahora ha dejado un poco --volvió Juan a sus ánimos--: ¡Vamos allá! Ha dejado, es cierto, de llover pero el sol no acaba de acompañar pues las nubes bajas que cubren el cielo por completo se lo impiden. En un momento dado advierte Juan: --Aunque no se vea, el sol está a punto de ponerse si no se ha puesto ya… Así que vamos a cargar y, en cuanto lo hagamos, podemos irnos. Juan Pablo se tocó los mojados pantalones: --Después de todo, nos ha dejado coger una buena poca. Su madre se asombró al verlo llegar a casa: --¡Madre mía: cómo vienes, hijo! Si lo hubieras dejado, a ver si mañana está el tiempo mejor… --Sí, madre. Y si mañana sigue igual lo dejamos para pasado mañana o el otro y, así, no acabaremos de cogerlas nunca… --Venga, hijo, cámbiate que vienes empapado. Juan Pablo se hallaba en su habitación cuando oyó la puerta de la calle: --¿Quién es, madre? --Es Inés María --le hizo saber su madre y, dirigiéndose a la joven, añadió-: Pasa, pasa y siéntate, que enseguida sale. --¿Cómo vienes tan tarde? --quiso saber Inés María al verle. --Y eso que Pedro y Antonio y los demás se han hecho cargo de las aceitunas ya recogidas pues es una pena dejarlas allí, al frío Juan Pablo, al mirarla, sentía como si en aquel momento hubiera salido el sol. Ella, un tanto azorada, le decía: --Lo siento, pero hacía tanto tiempo que no te veía que no he resistido las ganas y la tentación de venir a verte. --¡Ah! Este año --añadió la joven—la Nochebuena la pasaremos todos en mi casa. Así lo acordamos tus padres y yo que lo estuvimos hablando el otro día. A ti ¿qué te parece? --Me parece muy bien --afirmó Juan Pablo--: tu padre tiene muy buena mano con la carne. --También hablamos --observó ella—que seríamos poca gente: sólo las dos familias. --Como lo hayáis acordado está bien --admitió el joven. La tensión social había vuelto a subir con los avatares de la siembra, por lo costoso de las simientes y la roturación de las tierras, así como con la recogida de la aceituna debido a la miseria de los salarios por un trabajo tan sacrificado y, al mismo tiempo, tan arrastrado y nunca mejor dicho, pues los trabajadores van todo el día por los suelos. Diego miró a Juan Pablo y observó: --Tendríamos que movernos como los jornaleros en Andalucía… 33


--Esta tarde vendréis conmigo --le hizo saber Juan Pablo--: tendremos una reunión con los terratenientes. El grupo está compuesto por lo que tienen más tierras de posío y de labranza y a esta reunión vamos a llevar tus propuestas de roturación de más tierras. Diego Gómez, Juan Pablo y otros trabajadores llegaron al Círculo, en el que ya debía estar el grupo de propietarios y al entrar en el local se llevaron una sorpresa: --Empezamos mal --observó Juan Pablo--: me dijeron que estarías seis o siete y sólo han venido dos. Diego Gómez movía la cabeza dubitativamente: --Sólo veo dos y de los menos influyentes según sus propiedades… Los trabajadores se acercaron a la mesa ocupada por los enviados por los demás propietarios. --Sentaos --dijo uno de ellos, Sebastián Suárez. Los recién llegados tomaron asiento. --Bien --dijo Suárez--: ¿qué pretendéis? --¿No esperamos a los demás? –inquirió Santiago. --¿Qué demás? –respondió Suárez. --¿Por qué hacéis caso a estos piojosos? –la desagradable voz de García de Paredes sonó a los oídos de los trabajadores como un graznar de cuervos. Suárez hizo caso omiso del comentario de García de Paredes y prosiguió: --Aquí hemos venido los que teníamos que venir y no va a haber más gente. Luego se dirigió a Juan Pablo: --Por favor, Juan Pablo, siéntate. Juan Pablo no miró siquiera a Suárez y se dirigió a sus compañeros: --Cojamos las yuntas y rompamos las tierras que aún están de pasto. --Hacedlo --opuso Suárez—y tendréis a la Guardia Civil dispuesta a meteros a todos en la cárcel. Se levantó y prosiguió con su diatriba: --A la cárcel vais a ir todos, gentuza… Juan Pablo cerró los puños en actitud de desafío: --Cuidado con amenazarme y cuidado con la lengua --increpó a Suárez. --No me dan miedo ninguno, señores --aseguró éste. --Calma --intervino Diego--. No se romperá ni una fanega más de tierra. Don Ignacio me aseguró que nos escucharía. --Pues ya ves que aquí no ha venido nadie más que nosotros --afirmó Suárez. En ese momento intervino Aurelio Pajares, más dialogante: --Lo que nos han encargado que dijéramos es que en sus tierras sólo mandan ellos y esas tierras seguirán en régimen de pasto. --Está claro que sólo los dueños de las tierras pueden disponer de ellas y en qué régimen quieren explotarlas --con esta sentencia Sebastián Suárez dio por terminada la reunión y se levantó de la mesa dirigiéndose, acompañado de Aurelio y de García de Paredes, al exterior del Círculo. --Esta gente --observó Juan Pablo—sólo entiende el lenguaje de la fuerza. Un levantamiento generalizado los haría entrar en razón. Se creen los amos del mundo y 34


sólo la resistencia de una gran masa los haría recapacitar, sólo la voluntad del pueblo les puede hacer frente. Se aproxima la Navidad y con ella se recuperan las antiguas costumbres de las comidas en familia aderezadas con los cantos de los tradicionales villancicos. Inés María tenía una familia corta --sólo ella, su madre y su hermano, que vendría al pueblo a pasar estas fechas—pero algo había llegado a su vida y ese algo, Juan Pablo, serviría para cubrir el vacío. Hacía un día soleado, un poco frío pero no llovería porque el viento estaba en calma. --Madre: ¿por qué no nos acercamos a casa de la señora Josefa? --propuso Inés María a su madre. --Juan Pablo no estará, hija –observó la madre. --Ya lo sé, madre, pero estarán su madre y sus hermanas… --Sí --admitió la madre--, no estaría mal ir a echar allí un ratito… Alguien había llamado a la puerta y la señora Josefa se dispuso a abrir: --¿Quién será? --se dijo para sí. --¡Vaya, qué alegría! –dijo al comprobar la identidad de las recién llegadas, su vecina Catalina y su hija Inés María. Las dos hermanas de Juan Pablo, Petra y Josefa, también salieron al encuentro de la madre y la hija saludándolas con un abrazo. --Bueno --observó Petra—ya era hora de que nos viéramos, que hace ya unos días que no sabíamos nada de vosotras. --Lo sé --admitió Catalina--: antes nos veíamos casi todos los días pero, desde que el degenerado de García de Paredes anda merodeando por aquí, nos da miedo salir a la calle. --Vosotras habéis sido amigas desde niñas --observó la señora Josefa dirigiéndose a las jóvenes-- ¿Te acuerdas, Catalina, de cuando tenías que venir a por Inés María porque se hacía de noche sin que tuviera ganas de volver a casa? --¡Cómo no me voy a acordar! --también la señora Catalina se dirigió a su hija y a sus amigas--: no os cansabais de jugar, me la tenía que llevar casi a la fuerza porque se le olvidaba hasta la comida. --¡Ah, qué tiempos aquellos! –suspiró la señora Josefa mirando a Inés María, a la que había mantenido abrazada desde que entró en la casa. --Nos pasábamos las horas peleándonos por la misma muñeca --dijo Petra al tiempo que estampaba un beso de bienvenida en la mejilla de Inés María. --¡Qué tiempos tan felices! --observó ésta y continuó—Y digo yo: ¿por qué ahora no puede ser igual? --No siempre podríais ser niñas --dijo la señora Catalina--. Ahora ya sois unas mujeres hechas y derechas y tenéis por delante otra vida: marido, hijos, casa y otras obligaciones… --Yo no me casaré ni tendré hijos…--aseguró Petra. --Tú harás lo mismo que todas, pues es ley de vida. --No madre, no me casaré --repitió Petra a la observación de su madre.

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--Sí, hija, tú seguirás el mismo camino que todas las demás, aunque ahora te parezca algo lejano y poco probable. --Está bien, no nos pongamos a discutir --medió la señora Catalina— Disfrutemos de estos momentos y dejamos que el futuro traiga lo que tenga que traer. --Nos casaremos pero seguiremos siendo como hermanas. Te quiero, cuñada -dijo Josefa dando un beso a Inés María. --Yo también te quiero a ti --contestó ésta devolviendo el beso a su amiga. --Si pudiéramos volver a ser niñas…--suspiró Petra. Josefa miraba embobada el hermoso grupo formado por sus dos hijas e Inés María pensando: ―daría cualquier cosa por volverlas a ver de niñas‖. Catalina también las miraba. ―Desde que ese degenerado de García de Paredes se fijó en ella, no duermo tranquila‖. Las cinco mujeres siguieron reviviendo sus tiempos más felices y comentando anécdotas de los días pasados. --Avanzamos en el tiempo --observó Catalina—y vamos dejando atrás cosas buenas y malas que ya nunca volverán… --Pero debemos saber cuáles son las buenas y cuáles las malas --dijo Josefa—Y habremos de ser capaces de aprovechar aquellas que nos fueron beneficiosas. --Seguro que sabremos hacerlo, madre --le aseguró Petra--. Pero seguro que el destino ha trazado ya nuestro camino y no podremos esquivar las malas aunque serán las buenas las que nos servirán para compensarlas. En estos días ya cercanos a la Navidad la niebla solía hacer acto de presencia y dejaba un tiempo húmedo y frío. El señor Juan había subido al doblado en busca de los tocinos que en él había colgado en la última matanza, efectuada en los últimos días del pasado mes de noviembre y comprobó, al tacto, que ya se habían puesto duros y estaban, por lo tanto, en el buen camino de la curación que se requería para su correcto consumo. Josefa, que le acompañaba, también los tocó: --Están bien… --Sí, están bien --admitió Juan--. Comida para pobres… --Y que todos la tengan --añadió Josefa--: hay quien no tiene ni esto. --¡Qué frío va a hacer hoy con esta niebla! --comentó Josefa emprendiendo el descenso por la escalera de madera que daba acceso al doblado. --Es tiempo de ello --dijo Juan y añadió-: el tiempo que hace su tiempo no es mal tiempo, según decían los antiguos. --¿Oyes? --siguió Juan dirigiéndose a su mujer--: ellos no tienen frío… Y se refería a los gallos de su corral que hacía rato habían empezado a contestar a los cantos de los gallos de otros corrales vecinos. Acabaron de bajar la escalera y se dirigieron a la cocina. --Ponte a hacer las tostadas --dijo Juan a Josefa--, que tus hijos ya se están levantando. Josefa se dirigió a la chimenea en la que brillaban las llamas de la lumbre que había encendido momentos antes y que ya presentaba las brasas adecuadas para poder hacer las tostadas para el desayuno. 36


Pilar Jiménez tan sólo llevaba unos meses trabajando en casa de D. Pablo Díaz Gutiérrez, un terrateniente con fama de mujeriego. Su padre, Julián, era un borrachín que apenas aportaba unos jornales al sustento de la casa y era Pilar Quintana, su mujer, quien se ganaba algunas monedas con la venta de leche que repartía a domicilio. La hija mayor, Pilar, quedaba al cuidado de sus tres hermanos menores mientras la madre hacía su reparto y luego, cuando esta llegaba, se dirigía a su trabajo en casa del señorito. La entrada de su madre la sacó de sus cavilaciones: --¡Qué asco de vida! --observó la recién llegada--: toda la mañana dando vueltas de aquí para allá y total para sacar cuatro perras... Pilar se dirigió a su cuarto sin contestar a su madre. Ya la había oído muchas veces quejarse en el mismo sentido de lo mucho que trabajaba para lo poco que le cundía el trabajo. Era un cuarto pequeño y escasamente amueblado. Pilar se sentó sobre el colchón de su estrecha cama y sus bellos ojos negros se inundaron de lágrimas al volver a evocar las pretensiones de su patrón: ―No puedo renunciar a mi trabajo, pero tampoco tengo opción, si quiero conservarlo, a negarle mis favores porque, de otra manera, me echará y en casa se necesita mi escaso sueldo‖. Aquel degenerado había sido tajante: o accedía a convertirse en su querida o la echaba de su casa. Su cabeza, a punto de estallar, se había convertido en un torbellino y una idea se le había quedado fija sin medios de echarla fuera. Un pozo, se tiraría a un pozo… No podía dejar de pensarlo… Las palabras de su madre la sacaron de sus terribles pensamientos: --Pilar, hija, pídele un adelanto a tu señorito, que el médico le ha diagnosticado a tu hermano un principio de anemia y necesitamos comprar medicinas. --¿Te pasa algo, hija? --añadió su madre al ver la expresión de su cara. --No me pasa nada…--esquivó Pilar la mirada inquisitiva de su madre. Volvió a refugiarse en su habitación mientras seguía con sus oscuros pensamientos y trataba de encontrar una solución a su inmediato problema; acceder a los deseos inmorales de D. Pablo Díaz o mirar de buscar otra casa en la que poder trabajar para contribuir a los gastos de la casa.

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V

Ya es época de Nochebuena y los días, como todos los días, amanecen igual para todos, tanto si hace frío como si llueve; la Naturaleza no hace distinciones pero somos nosotros los que nos encargamos de hacer el mal reparto y, como siempre, las mayores inclemencias recaen sobre los más débiles. El cielo, aquella mañana, apareció despejado y se movía un suave y frío vientecillo revelador de la helada que había asolado las calles durante la madrugada. -- El pobre hombre vivía solito y mal comido… --Ese cuartucho en el que dormía era frío y él tenía poca ropa: no lo ha podido resistir... --Y, además, era mayor. --No tan mayor: era de la edad de la edad de D. Fulgencio que, ahí lo tienes, parece un chaval. --Sí… ¡Y ahora se ha echado otra querida! --¡Siempre criticando! -- Matilde cortó la conversación que mantenían sus vecinas Agustina y Tomasa sobre el triste final de Juanjo Soto. ---Hubiera, el pobre, renunciado a venir a esta vida si hubiera sabido el sitio que le iba a tocar ocupar en ella…--concluyó Tomasa la conversación con Agustina. Unas nubes en forma de palmas atenuaban el esplendor del tibio sol y el día se entristecía poco a poco. --Está bien, no nos pongamos mustias. ¡Es Navidad! --quiso animar Matilde a las otras dos. En la calle Padre Cortés, como en las demás calles de Don Benito, empezaban los preparativos de la cena de Nochebuena ya desde por la mañana temprano como si fuera una norma y, como casi siempre, eran las mujeres las que hacía las compras y los hombres de la casa los que adelantaban faenas preparando las cocinas y todo lo necesario para la fiesta de la noche. Catalina y Josefa se dirigieron a la Plaza de Abastos: --Vamos primero a la carnicería…--sugirió Catalina. --Sí --aceptó Josefa--: empecemos por la carne. --¡Buenos días, Benita! --saludó Josefa a la carnicera, que era una mujer de unos cincuenta años, de mediana estatura y algo gruesa y de pelo y ojos muy negros. --¡Buenos días! --contestó la carnicera, que añadió: --Me alegro de verlas a las dos. Y ya las recién llegadas se aprestaban a elegir las carnes que habrían de llevarse cuando hizo irrupción en la tienda una tercera, Antonia, que se dirigió a la carnicera con cierto aire de prepotencia: --Tengo prisa, Benita --y añadió, dirigiéndose a la criada: --Ana: entra y no te quedes ahí, en la puerta, como una boba…

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La criada entró en la carnicería con ademanes de sumisión mientras la señora se volvió hacia la carnicera, que en ese momento le advertía: --La señora Catalina y Josefa están primero. --Tú sabrás quién es tu mejor clienta --advirtió la recién llegada añadiendo-: Si no me atiendes enseguida, me iré a la tienda de tu hermana. Josefa mantuvo sin temor la mirada de aquella mujer que se creía con derecho a atropellar a todo el mundo y estaba a punto de responder a sus palabras pero la recién llegada se adelantó, dirigiéndose de nuevo a la carnicera: --Tú verás: yo te compro carne casi todos los días y otras vienen a tu tienda de higos a brevas… Josefa intervino en ese momento de manera conciliadora y acudiendo en ayuda de la atribulada carnicera que no sabía a qué carta quedarse: --No te preocupes, Benita: atiende primero a la señora Antonia mientras nosotras decidimos qué nos llevaremos. La aludida ni siquiera se dignó agradecer el gesto de Josefa, a quien el despotismo de la Donoso sacaba de quicio aunque ello no la inquietaba en lo más mínimo. La carnicera, a regañadientes, atendió a la señora Antonia mientras pensaba que la ponía nerviosa pero no podía hacerle el feo de no despacharla después de que las otras dos le hubieran cedido el turno. No podía negarse que su marido era unos de los mayores comerciantes de Don Benito y ella, la carnicera, le debía algunos favores que le había prestado en tiempos de poca bonanza fiándole el pago de las ropas necesarias en casa para ella y sus hijas y, cierto era, Antonia era una de las mejores clientes de su carnicería. --¿Algo más, doña Antonia? –inquirió Benita. --No, nada más --respondió la señorona que añadió, dirigiéndose a la atribulada criadita que no había llegado a intervenir: --Vámonos, Ana, que aquí se respiran malos aires. ¡Ay, pobretonas que aspiran a mezclarse con las familias de más categoría…! Benita, la carnicera, estuvo a punto de responder a sus palabras pero no llegó a tiempo pues ya la señora y su fámula salieron de la carnicería mientras nuevas clientas accedían a la misma a tiempo de escuchar las últimas palabras. --¿Qué ha querido decir con eso de las pobretonas que se quieren mezclar con los ricos? –inquirió una de las recién llegada. --Yo te lo explico --respondió Josefa--: es que el nieto de la Donoso anda detrás de mi hija y no parece que a ―la señora‖ --señaló con afectación—le haga mucha ni poca gracia la idea… --Perdona, Josefa, --contestó la que antes preguntara--: no era mi intención la de meterme en cosas que no me incumben. --No te preocupes, no tiene importancia --respondió Josefa. --Venga, que las atiendo…--intervino la carnicera para aliviar la situación. Y cuando ya todo parecía volver a su cauce hizo irrupción en su tienda el que menos se hubiera podido esperar aunque no era ninguna casualidad que aquel individuo apareciera en aquel momento: su obsesión por Inés María le hacía estar siempre 39


pendiente tanto de ella como de los pasos de su madre, que era una de las primeras clientas llegadas a la carnicería y a quien García de Paredes, que no otro era el intruso, se dirigió: --Buenos días, señora Catalina… La voz de aquella criatura le sonaba a la interpelada como el graznar de un cuervo e hizo caso omiso de la misma con un gesto despectivo, gesto que no pasó desapercibido para el hombre, que añadió a su saludo: --Ya cambiará de actitud… Cuando emparentemos cambiará de parecer y será más amable. --Ni que Dios me perdone --objetó Catalina—Nunca seremos parientes. --Vámonos, Josefa --añadió dirigiéndose a su acompañante y, cogiéndola del brazo, se dirigieron ambas a la calle. Ya en la calle se dirigió a su vecina: --Hay días en que me vienen ganas de coger a los muchachos y arrebujarlos -dijo, refiriéndose a Inés María y a Juan Pablo, el hijo de Josefa. --¿Crees que yo no pienso lo mismo? --contestó ésta mirando a Catalina que, en aquel momento, parecía transportada a otro mundo. --¿Me has oído? --inquirió Josefa. --Perdona --reaccionó de inmediato Catalina--, pero es que ese tío desgraciado me pone de los nervios. ¿Qué decías?... --A mí también me saca de quicio --admitió Josefa, que añadió: --Decía que yo también pienso como tú en relación a los chicos pero ¿cómo los vamos a arrebujar si no tenemos nada preparado? Ni ajuar, ni casa, ni nada… --Sí, tienes razón --admitió Catalina--: ni ajuar ni nada de nada… ¡Pobre hija! ¿Y por qué ese sujeto ha tenido que ir a fijarse precisamente en ella con todas las muchachas que hay en el pueblo? Atardecía y ya el frío de la noche iba apoderándose poco a poco de las calles del pueblo, por lo que apetecía ir buscando el calor del hogar. La Luna ocupaba su lugar y cumplía con su misión que era la devolver a la Tierra la luz que quita al Sol, pidiendo permiso para acompañar a los que pasaban la noche en sus casas y a los que andaban por las calles de bar en bar, que nunca faltaban. Catalina y Josefa ya tenían las carnes preparadas para que Juan, que era el encargado de elaborar los menús para la cena, no tuviera problemas. La lumbre ardía con leña de encina, como era preciso y costumbre, que producía llamas con tan sólo un tenue humillo que para nada molestaba a la hora de manipular lo que se cocinaba en la chimenea cuya perfecta ventilación permitía la buena cocción de los alimentos. --Josefa: trae la sartén, que la chimenea está preparada --advirtió Juan. La cena, como se acordara, se estaba preparando en casa de Catalina por las dos familias y ésta indicó a sus vecinos: --Mañana no faltará quien nos ponga ―verdes‖… --Que critiquen lo que les dé la gana --le respondió Josefa. --Llaman a la puerta --indicó Juan--: seguro que es Juan Pablo… --¡Eh, jovencita…! --Inés María se detuvo en seco ante la advertencia de la madre--: iré yo a abrir. 40


Juan Pablo entró en la casa y llegó hasta la cocina acompañado de Catalina. Ya en ella sintió cómo su corazón latía con fuerza en presencia de aquella preciosa imagen que le transportaba a un estado de indecible sentimiento de felicidad. Sentía que ya no podría vivir si ella le dejara y que la amaba con todas las fuerzas de su ser. Inés María, por su parte, se sentía deseada por Juan Pablo y, como una mujer que era ya, era lógico que esa atracción la hiciera inmensamente feliz: ella también se sentía atraída por él y eso la hacía soñar despierta. La voz de Catalina la sacó de esos ensueños: --Juan Pablo, ven --decía la madre de Inés María en esos momentos--: tú te sentarás aquí, al lado de tu madre y tú, hija, te sentarás al otro lado. Juan, que observaba la escena mientras cocinaba, pensó que tantos reparos y formalidades no tenían sentido alguno para él pues lo único que conseguían era someter a los jóvenes a la tortura de no poder disfrutar de su amor. --Si ellos se quieren --empezó diciendo--, ¿a qué vienen tantas ceremonias? Ellos serán los más capaces de organizar sus vidas… Josefa se levantó presta para llevar a la mesa los cubiertos y los vasos y contestó a la observación de su marido dirigiéndose a los chicos: --Está bien: podéis sentaros juntos y arrimaros un poco. Pero sólo arrimarse, ¿eh?: que no os pierdo de vista --terminó advirtiendo. Catalina se acercó a ver cómo Juan cocinaba por si necesitaba alguna ayuda. --Este vinillo --observó Catalina acercando un vaso a las manos de Juan—es de casa de Pilar Corrales y dice la gente que es bueno. Prueba a ver qué te parece… --Pues vamos a ver qué tal es --dijo Juan cogiendo el vaso que le tendía Catalina y tomando, seguidamente, un trago. Lo paladeó un momento y admitió, dirigiéndose a su vecina: --Pues sí, señora: es bastante bueno. --Yo quiero --dijo Inés María --Y nosotras también --dijeron al unísono las dos hijas de Josefa --Ni hablar, el vino no es para las señoritas --dijo la madre—Para vosotras sólo un poquito de agua. --Sí, no se nos vaya a subir a la cabeza --observó su hija Petra con retintín. Juan soltó una carcajada al oír la exclamación de su hija y dijo, a su vez: --El vino, hija, no se sube a la cabeza si se bebe con moderación… --Eso: tú dale vino a las niñas para que se emborrachen --se quejó la madre. --Nadie se va a emborrachar, mujer --le hizo ver el marido. Ya cada uno con su vaso en la mano Juan Pedro admitió: --Es bueno como usted dice, padre. Jacinto, el flamante novio de Josefa, lo refrendó empinando el codo para acabar con el contenido de su vaso y todos los comensales terminaron halagando el vino de los Corrales. Las dos familias reunidas con ocasión de la cena de Nochebuena se pusieron a dar buena cuenta de los manjares especiales de la fiesta. Juan Pablo se había sentido liberado del suplicio de tener cerca a Inés María sin poder tocarla y, en un momento de la noche, tomó sus manos. Ella le envolvió en una

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mirada de sus hermosos ojos que rebosaban de amor y el muchacho sintió de pronto toda la grandeza de aquel instante y de aquella noche que ya nunca podría olvidar. La cena de Nochebuena transcurría en casa de Catalina en un ambiente de plena armonía entre las dos familias reunidas por los lazos de la vecindad de toda la vida y por la recién iniciada relación entre sus respectivos hijos. El vinillo de la Corrales empezaba a causar su efecto y la alegría inundaba la casa entre los comentarios de los presentes acerca de las celebraciones de la Navidad. Entre plato y plato Juan se lamentaba, con amargura, de que aquel año no podía haber encerrado su pitarra como tenía por costumbre. --Este año, padre, la uva no valía para nada. No era lo suficientemente buena para encerrarla. Además, lo he dicho varias veces, nosotros no necesitamos pitarra… Juan miró a su hijo y, aunque no estuviera de acuerdo con su exposición, pensó que entendía sus razones: el médico le había advertido de que no abusara del vino y del tabaco pues su salud podría resentirse. --Está bien, hijo --repuso--: por un par de vasos de vino no creo que pase nada... --Pero el médico se lo ha dicho, padre. No le viene bien a su salud. --Está bien --medió Josefa--. No discutáis más y vamos a disfrutar de esta carne y de estos momentos que no sabemos si se podrán repetir. --Por cierto --intervino Catalina--: la carne la hemos comprado esta mañana en la Plaza de Abastos, en la carnicería de Benita, y aparecieron por allí dos personajes que espero no nos hayan echado mal de ojo… --¡Vamos, Catalina! --opuso Josefa-- Eso ni pensarlo: ni el recuerdo de esos dos mentecatos me va a estropear a mí esta noche. --Lo siento, Jacinto, pero tu abuela es terrible… --insistió Catalina dirigiéndose novio de Pepita, la hija de Josefa. --Lo sé, lo sé…--repuso el muchacho—Y me da pena, porque es mi abuela. --Y el otro siempre aparece en el momento más inoportuno --comentó Josefa. --Ya podéis suponer quién es el otro…--sugirió Catalina. --¡Paredes! --exclamó Inés María--: Él siempre está donde nadie lo quiere… Juan Pablo, al oír el nombre del odiado personaje, sintió cómo se le crispaba todo su ser mientras se clavaba las uñas en las palmas de las manos para evitar que de su boca salieran los comentarios que daban vueltas en su cabeza. --Buenísima la carne --medió Catalina tratando de encauzar la conversación hacia temas más apacibles--. ¡Felicidades al cocinero! --Exacto --aprobó Josefa--: no nos vamos a amargar la cena con la conversación sobre personajes que no merecen la pena. Y, después de un breve silencio entre los presentes, añadió: --¡Venga! ¡Que es noche de alegría y de cantar y de dejar afuera las penas! --¡Juan: echa otro vaso! --instó Catalina apoyando a su amiga. La cena acabó bien entrada la noche y ya en la calle se escuchaba el bullicio de la gente que deambulaba de un sitio a otro en las acostumbradas visitas entre parientes y amigos. La noche se había presentado fría y ya la Luna había hecho gran parte de su recorrido pero nadie se resistía a la fuerza de las tradiciones. Josefa se levantó y se dispuso a retirar los restos de la mesa. 42


--No --le instó Catalina--: deja todo eso, Josefa, que mañana, en un momento, entre Inés María y yo nos encargaremos de dejarlo todo en su sitio. Y, así, todos se desplazaron a la sala de estar en donde continuarían con la fiesta de la noche entre las típicas canciones y el bienestar de todos los asistentes hasta que llegó el momento de retirarse y la familia vecina se dispuso a volver a su domicilio. Juan Pablo e Inés María se separaron de mala gana y sus miradas se cruzaron enviándose mensajes y promesas de amor. Aquella noche, con la afinidad entre sus dos familias, había servido para afianzar y apuntalar definitivamente sus relaciones y eso era algo que jamás podrían olvidar. Mientras sus padres y sus hermanas se dirigían a casa él se quedó unos breves momentos en la puerta de Inés María reteniendo sus manos al tiempo que volvía a repetirle el juramento de su eterno amor hasta que oyeron, desde el fondo de la casa, la voz de Catalina que, requiriendo a la chica, puso orden y mesura en sus ímpetus amorosos. Después de una noche clara de luna llena el día amaneció envuelto en una espesa niebla con el sol oculto como un vulgar delincuente. Las chicas se afanaban ayudando a su madre en las tareas de la casa. --Mañanita de niebla, tarde de paseo --repitió Petra el viejo refrán. --Será buena tarde para ir de paseo a la Plaza…--refrendó su hermana Josefa. --De eso nada --objetó la madre--: esta tarde, si despeja la niebla, nos iremos todos de paseo pero no a la Plaza, que estará imposible de gente, sino al campo. --¿Al campo, madre? --se quejó Petra, la menor de las hijas. --Al campo, sí, que allí es en donde se despejan bien las ideas --concluyó la madre dando por terminada la conversación. Juan Pablo venía, en ese mismo momento, de las cuadras en donde acababa de atender a los animales y escuchó el comentario de la madre: --¿Al campo vamos a ir hoy, madre? ¡Pero si me paso allí la vida! --¡Sí! --admitió la madre--: pero hoy lo verás de diferente manera. Hoy es día de familia y, en vez de irte a la taberna con tus amigotes, te vendrás con nosotras y lo verás todo de diferente color a como lo ves en los días de trabajo. --Nos pasaremos por casa de Catalina y de Inés María --añadió—y nos iremos todos juntos. --¡Vaya! --comentó Petra-- ¡Qué cambio de cara! De una cara de puro asco, de pronto se te ha vuelto radiante con tan sólo oír un nombre… Juan Pablo, como niño cogido en falta, sintió el calor del súbito rubor en su cara y sonrió ante el comentario de su hermana admitiendo, para sí, que la idea de su madre no carecía de atractivos ante la posibilidad de una tarde en el campo acompañado de Inés María. Y dicho y hecho: prepararon lo más necesario y se dirigieron a casa de sus vecinas para invitarlas a su proyectado paseo. --No, lo siento pero no puedo acompañaros --objetó Catalina--: tengo varios encargos de costura para entregar antes de Año Nuevo y ya voy retrasada. --Pero Inés María sí podrá venir ¿no? --inquirió Pepita, la mayor de las hijas de Juan y Josefa. 43


--Sí, claro: ella puede ir con vosotros. Siento no poder acompañaros. Inés María estuvo enseguida dispuesta y salieron del pueblo en dirección a los sitios habituales de paseo por las cercanías del río Ortigas y la Ermita de Las Cruces, a donde solía ir bastante gente en los fines de semana. El sol ya andaba un tanto bajo pero aún sus tibios rayos podían calentar el frío ambiente de la tarde navideña. --¡Qué maravillosa y hermosa es la vida…! --decía Inés María mientras daba vueltas y vueltas. Como si de una bella mariposa se tratara sus revoloteos tenían a Juan Pablo obnubilado. La madre, en un gesto picaresco, pasó la mano por la boca del hijo: --Se te cae la baba, hijo. –y soltó una alegre carcajada. Sí, Juan Pablo estaba tan por encima de las nubes que se sintió un poco ridículo ante las bromas y los comentarios de su madre. --¡Qué hermosa es la vida! –Inés María volvía a hacer un canto a la vida. --Sí, hija: es lo más grande que tenemos los seres humanos --corroboró la señora Josefa--. Y añadió: --Lástima que se nos vaya tan rápidamente. Por ello tenemos que aprovechar cada minuto que nos concede. Josefa no dejaba de mirar a Inés María, tan llena de vida y de juventud y tan hermosa. Su hijo la dejó con la palabra en la boca al coger las manos de la joven: --Sí, es muy hermosa la vida… Pero si ella me faltara no lo podría resistir. No puedo ni pensar en lo que haría si ella me dejara. La voz de su madre, alta y destemplada, le sobresaltó sacándole, de inmediato, de sus elucubraciones: --Estamos disfrutando de una tarde espléndida y nos la vas a amargar con tanto pesimismo. Nadie te va a dejar. --No sé lo que me pasa a veces –repuso el hijo-: perdonadme y disfrutemos del paseo. --Sí –adujo Inés María--: no pensemos en nada malo. Las inocentes palabras de Inés María pusieron fin a la conversación y todos en grupo siguieron por el camino de ―Las Cruces‖ envueltos en el olor de los campos y de la tierra mojada mientras el Sol se despedía tras el horizonte al tiempo que unas leves nubes indicaban próximas lluvias. --Creo que debemos volver --indicó la señora Josefa--: el Sol se está poniendo y pronto volverán la niebla y el frío… Se aproximaba la primavera con su explosión de vida y atrás quedaba el invierno injustamente acusado de malvado pues él no tenía la culpa de desempeñar el peor oficio, el más odiado por todos por atacar a los más débiles y a los más indefensos. La culpa era de un mundo que no sabía poner a cada uno en el lugar en que mejor pudiera buscar y encontrar medios para su defensa. Aquel invierno había sido, en todo, semejante a otros anteriores, más agresivo para unos que para otros. Juan Antonio Nogales e Isabel Quintero constituían un matrimonio con tres hijos, dos de ellos varones -Juan Antonio y Pedro- y una chica, Isabel. Eran una de las 44


familias más pobres del pueblo pues el padre se dedicaba, en el invierno, a lo que caía y principalmente a la distribución de leña por los domicilios de los más pudientes y del picón que trabajosamente elaboraba ayudándose de una vieja burrita a la que, poco alimentada, no podía cargar demasiado. Vivían en una casita pequeña, de apenas treinta y cinco metros cuadrados, con el tejado de teja vana y en la que los escasos muebles apenas se bastaban para sus diarias necesidades. Los niños estaban escasamente alimentados y eran, por lo tanto, fáciles candidatos a sufrir toda clase de enfermedades. El más pequeño a duras penas acababa de superar una bronquitis. --Parece que Pedrito va pasando del mal rato… --Sí, eso parece --respondió Juan Antonio a las observaciones de su esposa y, al tiempo, la observaba pensando: ―Pobre esposa mía: es aún joven y ya parece una vieja mal alimentada y mal vestida‖ Juan Antonio se volvió a mirar a sus tres hijos y sintió cómo la rabia le invadía al contemplarlos vestidos casi con harapos. Esa rabia se acentuó al recordar las palabras de un señorito que, días antes, pasaba por la puerta en el momento en que sus hijos salían a tomar el sol: ―¡Qué duras son estas gentes, cómo lo aguantan todo en esta vida!‖ Don Fulgencio Barroso era el autor de los comentarios que indignaban a Juan Antonio. Era dueño de muchas fanegas de tierra y de varias casas, una de ellas enorme y equipada con todos los lujos del momento, incluso con calefacción con la que hacer frente a los rigores del invierno. --¿En qué piensas? --inquirió Isabel al ver a su marido tan ensimismado. --¿En qué pienso? --respondió Juan Antonio--: en la burla de un señorito que el otro día pasó por delante de nuestra casa y se fijó en los niños. --¿De qué burla hablas? --quiso saber la esposa. --Al ver a los niños se asombró, jocosamente, de que fueran tan duros y de que aguantaran tan bien el frío. --¡Qué sinvergüenza! ¿Le conoces? --Sí --aseguró su marido—Es D. Fulgencio Barroso. --¿Ese que tiene una casa tan grande que te puedes perder en ella? --¡Vaya! ¿Y cómo sabes tú eso? --Me lo ha dicho Lola, que trabaja allí de criada --aclaró Isabel. Juan Antonio miró a su mujer y volvió a pensar que debía hacer algo que les permitiera cambiar de vida y mejorar. Se sentía como prisionero en una situación que él no había elegido. Entró en la casita y cogió una botella mediada de vino, regalo de su amigo Aurelio que acababa de pinchar su pitarra. Bebió un breve trago y buscó algo con que acompañarlo pero no había más que unas humildes aceitunas. ―Estoy acabado‖, pensó. Así se veía, como un hombre acabado. Acababa de cumplir los cuarenta años y ya tenía el aspecto de un hombre de sesenta, con las manos encallecidas y llenas de grietas y arañazos provocados por los roces de la leña. Mientras tanto Fulgencio Barroso se dirigía a su casa, en la calle Velázquez, y no dejaba de pensar en las malas noticias que acababan de llegarle de la finca y por las que le informaban de que el invierno se había llevado por delante decenas de ovejas. 45


Con aquellos negros pensamientos llegó y llamó a la puerta apareciendo, de inmediato, Lola, la criada, para abrirle: --Buenos días, señorito --saludó Lola mientras le cedía el paso. --Buenos días --contestó con algo que más que un saludo pareció un refunfuño. Lola, que llevaba desde jovencita sirviendo a aquella familia, le miró de reojo y comprendió que no venía de muy buen humor. --¿Está la señora? --Sí, señor: la señora está en el salón pequeño. Fulgencio, a través de un pasillo interior, se dirigió al salón en el que estaba su esposa, rodeada de todos los lujos habituales en aquella casa. Adelaida era una atractiva mujer que rondaba la cincuentena aunque aparentaba bastante menos debido a lo holgado de su vida. Era de mediana estatura, pelo castaño y ojos de parecido color y su manera de vestir realzaba su figura como correspondía a su acomodado tren de vida. --Llegas tarde…--comentó al ver entrar a su marido. --Sí --repuso éste--; me entretuve con Pedro Pintado que ha venido de la finca con malas noticias acerca del ganado. --¿Qué pasa ahora? --inquirió la esposa. --El invierno ha acabado con una pocas de ovejas… --Nunca se puede estar tranquilo sin saber en qué manos dejamos aquello que nos pertenece --comentó la esposa al tiempo que se incorporaba para ordenar a la criada que les sirviera la comida. Juan Pablo detuvo la mula en la que acababa de llegar a la pequeña finca que tenían en las proximidades del río Ortigas. Bajó de la bestia y extendió la vista por los sembrados que tenía a su alrededor. Observó su verdor y pensó que, si las lluvias eran las apropiadas, la cosecha podría ser más que regular. A su izquierda había un grupo de trabajadores que en aquel momento estaban escardando. La tarde estaba tranquila y, por unos instantes, pudo percibir toda la grandeza de la Naturaleza y pensó que sólo el hombre de campo es capaz de descifrar los misterios de la tierra, sólo el campesino está habilitado para sufrir y disfrutar la tierra. Un tirón de cabestro de la mula le hizo volver a la realidad. ―Vaya, se ha hecho tarde‖, pensó. Montó en la mula y se aprestó a volver al pueblo. ―Voy a llegar tarde y no podré ver a Inés María‖ iba refunfuñando para sí. ―De eso nada --se animó a sí mismo en sus pensamientos--: la veré aunque llegue de noche‖ Al llegar su madre le reprendió cariñosamente: --¿Dónde ha estado hasta tan tarde, hijo? --He estado a dar una vuelta por la sementera a ver si todo va bien… --¿Y ahora a dónde vas? --insistió la madre al ver que se disponía a salir. --A ver a Inés María, madre. --¿Tan tarde? --Sí, tan tarde, madre. No te preocupes, que vuelvo enseguida.

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Diego Gómez comentaba la afluencia de trabajadores a la Reunión convocada en la Casa del Pueblo: --Mucha gente ha venido esta noche… --Sí -aceptó Juan, el padre de Juan Pablo--, pero no acabamos de ser lo bastante fuertes para forzar a los patronos a que acepten nuestras propuestas. --Este año el invierno se ha vuelto a llevar cientos de reses y todo por la avaricia de tener grano y ganado… --Sí, tienes razón, Diego admitió Juan--: la avaricia es la culpable de que se lleve el invierno tantos animales. ¿De qué sirve tanto posío? --Tampoco nosotros acabamos de tener las cosas claras…--observó Juan Pablo--: hay quien dice que cuanto más se lleve el invierno menos tendrán los poderosos pero hay cientos de animales que se comen los pájaros mientras muchas personas pasan hambre. --La pobreza, Juan Pablo, --añadió Diego al comentario del muchacho—a quien más castiga es a los más pobres. --Sí: pero cuanto menos tengan ellos, mejor se soportará –sentenció otro de los presentes, Agustín Perales. --También para nosotros será malo --opuso Juan Pablo--. La riqueza es buena si está bien repartida, de otro modo no tiene ninguna gracia. Y no porque ellos tengan menos vamos nosotros a tener más. --Si la riqueza disminuye es por la mala administración --objetó Agustín. --Está bien, Juan Pablo --animó Diego--: dejémonos de discutir entre nosotros y vamos a comenzar la Reunión. Diego Gómez se dirigió hacia la mesa que presidía el salón y, ya tras ella, pidió a los demás miembros de la dirección del Sindicato que ocuparan su lugar en la misma. --Bien, compañeros: vamos a comenzar la sesión --anunció. La Reunión transcurrió con toda normalidad. Se hizo una referencia a todo lo relacionado con los problemas del campo y, aunque aún faltaba tiempo para la siega, hubo un intenso debate en cuanto al establecimiento de jornales para la misma. Al final se puso de manifiesto la firma voluntad y deseos de cambiar las cosas. El tren de la vida ha recorrido el trayecto del invierno y ha llegado a la estación de la primavera, abril termina y comienza mayo. Atrás han quedado muchas cosas, unas buenas y otras malas. En este invierno ha fallecido Nicasio Bermúdez, vecino de Juan, a los noventa años. Nicasio era un hombre justo. Una de las hijas de Jacinto Hidalgo ha dado a luz un niño, un varón. Son pequeños ecos de la vida cotidiana. --¿Y cómo van las relaciones de tu hijo con Inés María? --preguntó Petra Corrales, la vecina. --Cada vez más serias y más estrechas --informó Josefa--: se ven casi a diario. Él cuenta los días y los meses que le quedan para que la niña cumpla la mayoría de edad y puedan casarse. --Insulta al tiempo --añadió--, como si éste le oyera, por pasar tan lentamente. 47


Mientras tanto, en el campo, la sementera va cambiando su vaporosa piel verde que se transmuta en un color dorado que ya anuncia los tiempos de cosecha. Se marchita la juventud dando paso a la madurez, una vida se va y otra llegará y siempre surge la pregunta de si esto es la única meta y siempre será el mismo el precio a pagar. Aquel día, sin saber por qué, Juan Pablo no se hallaba de buen humor. El recuerdo del día desafortunado del pasado Domingo de Pascua no lo abandonaba. Todo prometía un día un día de jolgorio pero los hechos anduvieron rayando en la tragedia. El día salió despejado y el viento solano se movía perezosamente. El Sol empezaba a preparar sus enormes fogatas de cara al verano que se aproximaba y en el que tenía que cumplir la misión de hacer sudar a los vivos. El lugar elegido para pasar el acostumbrado día de campo de esa fiesta fue, como era habitual, las inmediaciones del río Ortigas a donde llegaron a media mañana. --Éste parece un buen sitio --observó Juan Pablo--: aquí, al socuello de estas junqueras, estaremos resguardados del viento. --Sí --admitió su amigo Jacinto, novio de su hermana Pepita--: este es un lugar perfecto… El grito de Pepita, a poca distancia, alertó a los dos amigos: --Voy a ver qué le pasa a tu hermana… Jacinto estuvo a punto de soltar la carcajada al ver la situación de su novia, que daba saltitos dudando entre arrojarse al agua o alejarse de ella: --No es nada, mujer --quiso tranquilizarla el muchacho--: es sólo una culebra de agua, que son inofensivas. Jacinto le tendió la mano para ayudarla a saltar el pequeño charco que la separaba de él. Nada, en apariencia, presagiaba la aparición del pequeño reptil pero fue como el preludio de los tristes acontecimientos que llegaron después. Trataron de olvidar el incidente y se aprestaron a preparar todo lo necesario para pasar un buen día de campo. Cada uno de ellos se dispuso a cumplir su tarea --unos preparando el lugar, otros disponiendo la comida y las bebidas—y todo comenzó a pasar con la normalidad de la celebración. --Esto se va a llenar de gente…--comentó Juan. --Como siempre --confirmó Josefa--: el día está perfecto para pasarlo en el campo y poca gente habrá quedado en el pueblo. --Eh, cuidado por dónde pasáis…--advirtió Catalina, la madre de Inés María. --Madre; ¿por qué no pones la comida más para aquel lado y no tan cerca de la vereda? --observó la joven. --No está en la vereda…Y por aquel lado hay hormigas. --¿Hormigas en éste tiempo? ¡Qué raro! --objetó Juan. --Está bien --dijo Juan Pablo--: a ver si encontramos un sitio en el que podamos disponerlo todo para comer a gusto.

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VI

Juan Pablo se distrajo por un momento pero enseguida recobró el hilo del recuerdo de aquel día de Jira pasado en las orillas del río Ortiga. Recordaba que aquel día se habían levantado temprano y, una vez preparado el carro y enganchadas a él las mulas, se habían acercado a por Inés María y su madre que las acompañarían en la celebración y se dirigieron hacia las inmediaciones del río. Hay un dicho popular que asegura que hay animales que son portadores de malos augurios y la aparición de la culebra había hecho exclamar a Petra que traía mala suerte pero la madre insistió en que se encontraba a gusto en aquel sitio y no iban a andar cambiándose por un hecho tan banal. No obstante no habían hecho más que acomodarse cuando se produjo la presencia desagradable de García de Paredes y esto estuvo a punto de darle la razón a Petra ya que el maleficio, una vez más, se cumplía. García de Paredes iba acompañado del sempiterno Castejón y de varios de los herederos de los más importantes caciques del pueblo y, en particular, uno de ellos que era un bravucón pues era muy dado a hacer ostentación de su poder mostrando, con demasiada frecuencia, el arma que casi siempre llevaba consigo. García de Paredes, al ver a Inés María, se detuvo y lo mismo hicieron todos los demás encarándose con Juan Pablo y sus familiares lanzándoles indirectas ofensivas. Al mismo tiempo Inés María se aferró al brazo de Juan Pablo tratando de detenerlo: --No les hagas ni caso. Déjalos --repetía--, déjalos que se vayan. Pero no se iban y enseguida empezaron los insultos. Pero lo que mayor malestar produjo en el ánimo del muchacho fueron las palabras de Paredes: --Pues el otro día la vi hablando con uno en la calle… Las voces de unos y de otros subieron de tono y todo se iba saliendo de control. El de la pistola la había extraído de su bolsillo y empezaron los gritos. La gente que se hallaba próxima se habían dado cuenta de lo que podía pasar y unos se alejaban del lugar mientras otros eran embargados por la curiosidad. Inés María ahora había cogido a Juan Pablo por la cintura: --No, Juan Pablo, no lo hagas --gritaba tratando de quitarle la idea de liarse a golpes con los que enturbiaban sus momentos de fiesta, pero la aparición del Guarda de la finca en que se habían instalado fue el pretexto perfecto para que la pelea que se aproximaba se detuviera pues la situación estaba llegando al límite y todo podía suceder. Por un momento la situación se hizo tan tensa que la vida de cada uno de los allí presentes no valía nada: habían chocado dos mundos y en cualquier momento se podría producir la tragedia. Cualquier cosa podría suceder, era un encuentro entre deseos e intereses contrapuestos y encontrados y todo empujaba a unos contra otros entrando en un juego diabólico en el que nadie era dueño de sus actos y el destino de cada uno parecía incierto. Fue en ese momento cuando sonó la voz templada del Guarda, Pablo Quintero, que abre una puerta por la que entra un poco de orden y que increpa a los contendientes: 49


--¡No voy a consentir ninguna pelea dentro de esta finca! ¡Tú –dijo dirigiéndose al pistolero--: guárdate inmediatamente esa pistola y vosotros, los del otro grupo, ya os podéis ir desprendiendo de cuanto tengáis en las manos! Juan obedeció y se dirigió al Guarda tendiéndole la mano: --Gracia, Pablo, por tu intervención y por poner orden en esta situación. --Tú también tienes que poner orden entre los que te acompañan y, sobre todo, en la actitud de tu muchacho. --Anda, Juan Pablo, --dice Juan apaciguando a su hijo—:retírate con Inés María y toma un poco de vino con unos pinchos de tortilla y chorizo mientras yo hablo con el señor Pablo. Ya los alborotadores se habían retirado pero Juan Pablo rumiaba para sí: ―Algún día habrá un enfrentamiento, no de unos cuantos sino de miles…‖ Estaba seguro de que aquello acabaría por explotar. Juan Pablo trató de olvidar aquel desafortunado día que tan malos recuerdos le traían. Los celos habían hecho mella en su ánimo y no hacía más que darle vueltas a las palabras de Paredes. ―La han visto con otro…‖ Aquellas palabras martilleaban en su mente sin poderlo evitar. ―No, no debo dudar de ella. No puedo caer en la trampa tendida por García de Paredes con la idea de desprestigiar y hacer daño a Inés María‖ ―Ella es un ser sencillo y noble, sin dobleces y este sujeto sólo pretende dañar su imagen por lo que no voy a ser yo quien le sirva de pretexto para conseguirlo‖ ―¿Cómo he podido caer en la más mínima duda acerca de su fidelidad? Si se entera, me odiará y con toda la razón‖ Juan Pablo, tras estos pensamientos, consiguió volver a la realidad tratando por todos los medios de olvidar aquel día que empezó con buenos propósitos y acabó tan mal por culpa de unos desalmados indeseables. Volvió a pensar en los problemas cotidianos que en estos momentos son los de las faenas habituales del campo que surgían cada verano pues, en Don Benito, era ésta la época de cuyos trabajos dependía gran parte de la economía anual de los braceros y la época en que se recoge gran parte de la riqueza que la tierra nos brinda a todos aunque su mal reparto hace que unos se enriquezcan cada vez más mientras la mayoría son a cada día más pobres. La resistencia por parte de los poderosos a avenirse a un reparto más justo era tan grande que pocas posibilidades tenían los débiles para mejorar en sus condiciones de vida. No les quedaba otro camino que la lucha para conseguirlo. ―No vamos jamás a consentir ni huelgas ni levantamientos por ninguna subida de sueldos‖, estas eran las palabras del cacique Claudio Pajares que sonaban a amenaza contra todo aquel que tratara de exigir sus derechos. Los demás caciques asistentes a la reunión aplaudían sus palabras. --Si estáis de acuerdo --prosiguió Pajares—habréis de convenir conmigo en que, desde este momento, hay que emprender acciones que nos lleven a no perder el control de la situación. Primero instar a los Agentes del Orden a que no permitan reuniones ilegales por parte de los asalariados. Éstas eran las palabras de Pajares que implicaban que ellos, los propietarios, sí podían amenazar a los trabajadores para que no hicieran nada en pro de sus derechos y 50


para ello usarían todo tipo de fuerza y de chantajes, todo sería válido para que siguieran, los jornaleros, subyugados bajo su poder pero no sólo amenazaban a los hombres sino que también instaban a las mujeres a que influyeran sobre sus maridos, con alusiones directas a las futuras mermas en sus pobres ingresos, para que aceptaran que lo mejor para todos era la situación de siempre. Paredes, como siempre, pasaba gran parte de su tiempo en el burdel de Anita y se entretenía en amargar la vida a la pobre mujer: --Me habías prometido que tendrías hoy dos nuevas para mí y sólo tienes una… --Verá usted, Don Carlos --explicaba la dueña--: a la otra, según me ha dicho una de sus paisanas, se la ha llevado su padre con él a trabajar en el campo. Paredes, al oír la explicación de la mujer, montó en cólera y levantó la mano pero, en un gesto que alguien podría interpretar de buena voluntad y que no fue tal, la bajó y dio, a continuación, un puntapié a la pobre que a punto estuvo de dar con ella en tierra ante la sorpresa de la brutal agresión Estas eran sus andanzas habituales y lo referido son las acciones que Paredes solía tener por costumbre en su trato diario. A principios del siglo XX el movimiento obrero estaba en auge en Extremadura aunque fuera en menor grado que en otras partes del país. Córdoba era una de las más activas de las provincias de Andalucía y su proximidad a la limítrofe Badajoz y, en concreto, a Don Benito como uno de los pueblos más grandes de su ámbito, ocasionó el efecto contagio y ese auge se materializó en el desarrollo más que fulminante de las organizaciones de trabajadores que eran cada vez más activas. --El juego sucio de los caciques sigue en el punto de siempre --Santiago hizo un gesto de desprecio--: No tienen límites y lo único que les interesa es acumular riquezas para ellos sin importarles las necesidades de los demás. --Para lograr sus propósitos --prosiguió—no reparan en medios, sean éstos lícitos o no. --Tenemos que aprovechar estos momentos --intervino Juan Pablo—, que a todos nos parecen favorables, para dar una gran batalla y conseguir mejoras salariales y, al mismo tiempo, forzar para que haya más tierras laborables para los yunteros que lo necesiten. --Bien dicho, Juan Pablo, --le animó Santiago, el líder de los jornaleros—Así es: parece que el proletariado empieza a dar señales de que va a emprender iniciativas para mejorar su situación. En Don Benito y Comarca el grado de pobreza era muy elevado. Su economía se basaba sobre todo en la agricultura, una agricultura de latifundios dominados por los caciques. --Las condiciones para mejorar son difíciles de conseguir, muy difíciles— concluía Santiago su intervención—pero tenemos que seguir peleando. Santiago y su Organización son, en Don Benito y su Comarca, los que mayor y más continuada actividad desarrollan en cuanto a la formación y la defensa de los menos pudientes y de los asalariados. 51


.La siega significa para los braceros del campo, a lo largo del año, uno de los recursos más importantes para conseguir medios económicos que atenúen su precario estatus. --Algunos de los nuestros dicen, y con razón, --exponía Juan Pablo en la Asamblea Mensual— que al llegar los días de la siega nos metemos siempre en las mismas discusiones para, luego, no conseguir nada. --Voy a decir una cosa --añadía—que parecerá una simpleza pero que, para mí, no lo es tanto: aunque no consigamos lo que pretendemos, debemos seguir luchando. En primer lugar porque es nuestra obligación de clase y, por otra, porque así evitaremos que caigan en la tentación no ya de subirnos los sueldos, cosa imposible en ellos, sino de que nos los bajen; si nos ven movernos no se atreverán a bajarlos. --No tentemos al diablo --adujo su compañero Pedro--: lo que sí debemos hacer es no caer en sus provocaciones. Ya sé que esto nos lo repetimos a diario pero es que esa es una de sus armas más recurrentes con objeto de que tengamos enfrentamientos con la Guardia Civil y, con ello, tener un pretexto para la detención y las sanciones. Juan Pablo, al abandonar la Casa del Pueblo se dirigió a su domicilio. Caminaba tan rápido que no se percató de que Inés María acababa de salir de casa de Catalina, la vecina, y se había situado a sus espaldas: --Vaya, vaya: ¡qué prisa lleva el señor, que ni siquiera me ha visto! ¿O acaso ya no te importo? Juan Pablo se volvió rápidamente al oír la voz de la chica y la miró fijamente a los ojos tratando de transmitirle todo el amor que por ella sentía. Cogió las manos que ella acababa de tenderle: --Tú sabes --dijo él—que eres para mí lo más importante… Soltando una de sus manos y tirando de la otra añadió: --Voy a mi casa. ¿Vienes conmigo? --Sí, vamos –accedió la chica—, que quiero saludar a tu madre. Juan Pablo empujó la semientornada puerta de la casa y anunció: --¡Madre: estamos aquí! --¿Quién anda ahí? --inquirió la madre que, al verlos, añadió: --¡Vaya! ¡Qué bien acompañado vienes! --y se dirigió a Inés María: --Ven, hija --y abrió sus brazos estrechándola entre ellos besándola con la ternura de una madre. --Esperad un momento, que tengo que separar el puchero de la lumbre -- Josefa, diciendo esto, se alejó en dirección a la cocina quedando solos a los dos jóvenes. Juan Pablo, al verse a solas con Inés María, no lo pensó dos veces y aprovechó los breves momentos en que su madre estaría ausente para tomar a Inés María entre sus brazos y besarla con dulzura en los labios que, como fresas tiernas y jugosas, se le ofrecieron ardientemente y sin duda alguna. Inés María se rindió ante el maravilloso placer que le producía el contacto de los labios del hombre al que amaba con todas sus fuerzas. --¿Se fue Juan Pablo? --Sí --respondió Antonio a la pregunta de Santiago--: dijo que iba un momento a su casa a ver a su madre. --¿A su madre? -se reía Santiago--: ése ha ido directamente a ver a Inés María… 52


--En fin --añadió--: vamos un ratito a la taberna de Periquín a tomarnos alguna botella de vino. Que falta nos hace, para olvidarnos, por un rato, de tanto jaleo. Y los tres compañeros --Santiago, Pedro y Antonio—llegaron a la taberna, en la que se sentaron a una mesa y pidieron una botella. Estaban en el primer vaso cuando apreció otro de sus correligionarios: --¿Me puedo sentar…? --¡Claro, Francisco! Siéntate y pide un vaso --concedió Francisco. Se trataba de Francisco Prieto, manigero de la casa de los Hidalgo, que se sentó a la mesa y, sin más dilación, se dirigió a sus amigos: --No me gusta ser chivato de unos ni de otros pero a ti y a los demás --miró tras estas palabras a Santiago—os aprecio y vengo a deciros que os andéis con cuidado con los pasos que déis en el tema de la siega, pues se dice que algunos estáis señalados y podréis ir a la cárcel y no a ésta de Don Benito sino a la de Badajoz, que es lo peor. --Tendremos cuidado hasta que las cosas se calmen --le tranquilizó Santiago. Santiago, Juan Pablo y Pedro, días después, al salir del pueblo, advirtieron el aumento en la frecuencia con que las parejas de la Guardia Civil patrullaban por las fincas y los caminos. --Han traído más números de la Guardia Civil --observó Santiago--: habremos de andar con cuidado… --Vamos a ver a aquellos compañeros --pidió Juan Pablo señalando a algunos que trabajaban cerca del camino. Apenas habían entrado en la finca cuando una voz desabrida los detuvo: --¡Eh, vosotros! ¿A dónde vais? --era el dueño de la finca, que salía de entre el trigo como una fiera--: Vosotros no vais a ninguna parte El terrateniente, sin ni siquiera dejar que se explicaran comenzó a insultarlos y Juan Pablo, que no estaba dispuesto a consentir ni un insulto más, se encaró con el cacique sin darse cuenta de que, en aquel preciso momento, acababan de llegar dos parejas de la Guardia Civil. Uno de sus componentes se acercó al joven intentando agredirle con la culata de su fusil pero Juan Pablo paró el golpe empujando al Guardia hacia atrás y éste, al tropezar, cayó al suelo. --¡Detenedlos! --ordenó el Teniente desde la altura de su caballo. Todo sucedió tan rápido que a ninguno de los tres les dio tiempo a reaccionar para defenderse del atropello de que estaban siendo víctimas y fueron detenidos y conducidos al pueblo en donde, sin más explicaciones, fueron internados en la cárcel. --Esto ha sido una encerrona --comentó Juan Pablo. --Esperemos que los demás, cuando se enteren --aventuró Pedro--, sepan tomar las medidas pertinentes para que esto se aclare. --Sí, lo tenían bien preparado --observó Santiago. --Y, ahora, ¿qué vamos a hacer? --dijo Pedro. --¿Hacer? ¿Nosotros, aquí encerrados? --objetó Santiago bruscamente. --Perdona --se disculpó inmediatamente--: son los nervios, que me traicionan… La noticia de las detenciones corrió por todo el pueblo como la pólvora. --¡Josefa, Josefa…! --¡Ya voy, ya voy!... ¿A qué vienen tantas voces? En ese momento, ya en la puerta de la casa, Josefa vio llegar a su vecina Petra Corrales, corriendo y nerviosa, a quien ya no le cabía el aliento en el cuerpo, para dar a su vecina Josefa la noticia: --¡Tu hijo! --jadeaba--: ¡Han detenido a tu hijo y a dos más! --¿Estás segura de lo que dices? --no quería asustarse Josefa. 53


--Sí: Agustina los ha visto cuando los llevaban detenidos --aseguró la vecina. --¿A dónde los llevaban? --¡A la cárcel, directamente a la cárcel! --sollozaba Petra. --¡Lo sabía! ¡Sabía que algún día le iba a pasar algo a este hijo mío! --clamó la pobre Josefa. La angustia empezó a apoderarse de ella y las lágrimas ya corrían incontenibles por sus mejillas mientras sentía que todo su cuerpo era un manojo de nervios. --Lo siento, Josefa…--Petra miró a su amiga y vio cómo ésta, blanca como la pared, se agarraba a la puerta pues las piernas se negaban a sostenerla en pie: --¡Pobre, pobre hijo mío…! --sollozaba. --¡Madre! ¿Qué pasa, madre? --era Josefa, la hija mayor, que había acudido al oír las voces en la calle de su madre y la vecina Petra y vio cómo su madre, a punto de caer, se aferraba al dintel de la puerta. Con su ayuda de su hermana Petra, que también había acudido de inmediato al oír el jaleo, sentaron a su madre en una silla: --¿Qué te pasa, madre? --Nada, tranquilas…--la madre trataba de que no cundiera la alarma y acabaran por enterarse su vecina Catalina e Inés María, su hija. Agustina acababa de llegar: --¿Estás segura? --quiso aún saber Josefa buscando un atisbo de esperanza. --Sí, sí…los he visto con mis propios ojos. --¿Querrás, entonces, acompañarme a ver a mi hijo? --Claro que sí, vamos…--se ofreció Agustina. Emprendieron, sin más dilaciones, el camino al Depósito Municipal y pudieron comprobar al ir acercándose a su destino que ya era mucha la gente que sabía que había tres trabajadores detenidos al querer informar a los demás de que había que exigir más sueldo por las labores de la siega. Las mujeres que a su paso se daban cuenta de la identidad de Josefa como madre de uno de los detenidos fueron sumándose al cortejo por lo que, al llegar a la cárcel, ya se había formado un grupo numeroso de mujeres y también de hombres que, a esas horas, volvían del trabajo. Toda la calle comenzó a llenarse de gente que intentaba agolparse a la puerta de la cárcel, guardada por la Guardia Civil. Las Autoridades, ante el temor de lo que pudiera suceder, como los hechos demostrarían más tarde, procedieron saltándose todas las normas y las diligencias judiciales y decidieron el pase inmediato de los tres detenidos a la cárcel de Badajoz, a escondidas de los ojos del pueblo para evitar alguna previsible algarada en el momento del traslado. --Sin esos tres, que son los cabecillas, aquí en el pueblo, todo se calmará --llegó a comentar algún terrateniente. --¡Señoras: les digo que los detenidos han sido llevados a Badajoz! --Yo sólo quiero ver a mi hijo. El Cabo de los Municipales, que tenía cierta confianza con la familia de Josefa, se dirigió a ésta en tono conciliador: --Señora Josefa, usted me conoce bien y puede estar segura de que le decimos la verdad: a su hijo y a los demás detenidos los encerramos aquí y, enseguida, llegaron los de la Guardia Civil y se los llevaron a Badajoz. --Si quiere --añadió—le enseñó la celda y lo podrá comprobar usted misma. --Está bien --admitió Josefa--: confío en ti… Juan llegó a tiempo de escuchar las últimas palabras del Cabo comprendiendo el alcance de lo que quería decir. 54


--¡Juan! --Josefa se abrazó a su marido-- ¡Nuestro hijo en la cárcel! Josefa no pudo contener las palabras y, en aquel momento, alguien habló a su lado: --Señora, cálmese. Soy Julián, amigo de Santiago y de su hijo y le aseguro que todo terminará por arreglarse. --En Badajoz --explicó—nuestro Grupo puede acudir a un Abogado que se hará cargo del estado de los detenidos y serán puestos enseguida en libertad ya que no hay, de momento, cargo alguno contra ellos. No estarán en la cárcel más allá de dos o tres días, como mucho. --Aquí lo que ocurre, señora, --prosiguió con sus explicaciones—es que a punto ha estado de producirse un levantamiento y ellos eran los principales protagonistas, por lo que los quitan de en medio por unos días para evitarse problemas. La gente empieza a segar y todo arreglado, según los caciques… --Se aproximan las elecciones --observó un acompañante de Julián—y nadie se va a arriesgar a meterse en líos manteniendo detenido a un dirigente obrero y más si se trata de alguien tan influyente como Santiago Gómez. Josefa acabó por tranquilizarse al escuchar las palabras de Julián pero ya había tomado una determinación y de nada serviría intentar que desistiera de sus intenciones: --Mañana nos vamos a Badajoz a ver a mi hijo... --dijo a su marido. --Claro que sí --le contestó éste sin saber cómo disuadirla. --Si me lo permiten, me gustaría ir con ustedes --alguien habló a su lado. Juan se volvió en la dirección de la voz que había escuchado y miró con aire de perplejidad a su propietario pero enseguida reaccionó: --¡Claro que sí! --y añadió-: Perdona pero en un principio no te había reconocido Tú eres Narciso Nogales ¿verdad? --Así es, señor Juan. Soy amigo de Juan Pablo y hemos trabajado juntos en muchas ocasiones. Muchos trabajadores, sobre todo los del campo, al enterarse de la detención de los tres dirigentes habían dejado el trabajo y se concentraban en la puerta de la cárcel en espera de acontecimientos y la Guardia Civil se mantenía expectante antes algo que ya habían previsto. Días después Josefa se preparaba para vivir una jornada especial pues al día siguiente estaba señalada la salida de la cárcel de su hijo Juan Pablo en unión de sus dos amigos. --¡Mañana estarán aquí, por fin! –dijo a su esposo con alegría. --¡Pobre hijo mío! --proseguía --: acostumbrado a su cama limpia y a las comidas de casa que tanto le gustan y que haya tenido que sufrir un camastro lleno de piojos y a saber qué tipo de comistrajos en esa cárcel. --¡Mujer: no le ha faltado la comida que le hemos llevado con frecuencia! --Sí, pero a él le gustan más las comidas que le hago a mi cocina… --¿Y cuando nos vamos por temporadas a ―Las Rozas‖? Tampoco entonces come de las comidas de casa…--siguió objetando Juan. --Tú, con tal de llevarme la contraria, no dejarás de perorar --se quejó Josefa que comenzó a llorar en silencio. --¡Vamos, vamos, mujer! --trató de consolarla Juan mientras la abrazaba con cariño--: no llores, que mañana le tendremos aquí. A continuación, demostrando el amor que sentía por su esposa, Juan sacó el pañuelo y le secó las lágrimas que corrían por sus finas mejillas.

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La puerta de la calle se había abierto y por ella apareció Inés María. Se había detenido sin atreverse a entrar al observar la tierna escena con la que se había encontrado y fue Josefa quien la animó al darse cuenta de su presencia: --Pasa, hija, pasa... En el bello rostro de Inés María se notaba la huella que habían ido dejando los días de ausencia del hombre que amaba. --Hija, no te preocupes más --la animaba Juan--: mañana estará ya con nosotros. --Siglos se nos van a hacer las horas --respondió Inés María dejando asomar una breve sonrisa a sus labios. Josefa se levantó temprano: era el día en que su hijo iba a volver, por fin, a casa y aquella noche había tardado en conciliar el sueño. Tuvo pesadillas y hubo un momento en que algo la sobresaltó en mitad de la noche: se oían como susurros, gritos entrecortados, como si la gente caminara con miedo. Todo esto pensó entre sueños. Más tarde creyó oír unos golpes en la puerta de la calle que la hicieron sobresaltarse sin saber el porqué de todo aquello que la sobresaltaba. Al despertar y recordarlo supo que nada de todo lo entrevisto en sueños tenía que ver con la situación de su hijo porque era una angustia interna que venía sobresaltándola desde hacía ya varios días. Pero esta vez era cierto aunque hubiera pensado que aún estaba en una de sus últimamente frecuentes pesadillas y los golpes acabaron por despertarla: --Juan: están llamando a la puerta… --Ya voy, ya voy --respondió Juan, aún somnoliento--. A ver quién es a estas horas. Juan abrió la puerta de la calle y se encontró de bruces con su vecina Agustina que se echó en sus brazos sollozando y balbuciendo su discurso entrecortado. Cuando pudo, por fin, enterarse de lo que Agustina trataba de decirle Juan, pálido y titubeante, se dirigió al dormitorio conyugal para enfrentarse a la mirada inquisitiva de su esposa: --Han asesinado a Catalina y a Inés María… Josefa, que ya se había incorporado del lecho, miró a su marido, estupefacta, y volvió a caer sobre la cama, ésta vez desvanecida, como herida por un súbito rayo. Juan, ayudado por sus hijas, que acudieron de inmediato desde su dormitorio al oír el ajetreo en la casa, y por Agustina, trató de reanimar a Josefa y ésta, por fin, volvió en sí y recuperó el hilo de la situación: --No, Juan: dime que no es cierto lo que dice Agustina, dime que no…--gritó, otra vez fuera de sí. --Sólo sé lo que ella acaba de decime --decía su esposo--: Voy a salir, a ver qué es lo que ha pasado. Fue ese el momento en que Juan Pablo, ayudado por sus compañeros de prisión, entró en la casa todavía aturdido por lo que acababa de saber en la calle de boca de los primeros que habían llegado al domicilio de las vecinas, Catalina e Inés María. Los compañeros trataban de reanimarle pero él sentía cómo todo daba vueltas a su alrededor y, de pronto, el mundo quedaba entre tinieblas y desaparecía todo lo que un momento antes era real, ya no entendía nada de lo que sucedía a su alrededor y sentía cómo todo se salía de lo normal. En su fuero interno se negaba a admitir los hechos que acaban de referirle y cuando por fin recuperó la verticalidad sintió que ya no era el mismo y que sus pensamientos y su espíritu pertenecían a otro espacio en el que todo era silencio y en donde sólo estaban los dos, Inés María y él. Todo lo demás no eran otra cosa que murmullos a su alrededor y conversaciones que para él no tenían sentido alguno. Sintió que sólo en ese estado podría sobrevivir en aquel mundo nuevo de locura.

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VII

Santiago y Antonio se quedaron perplejos al ver el semblante de Juan Pablo que, poco a poco, iba reponiéndose de la primera emoción sufrida al escuchar de boca de su padre el relato de lo recién sucedido. Los dos amigos pensaron al unísono que la cara de su amigo nada tenía que ver con la que ellos conocían tan bien pues la expresión alegre y llena de vida del joven había dado paso a un semblante rígido y frío que denotaba el dolor que sentía en esos momentos. --Ha sido Paredes, padre, y yo mismo acabaré con él --exclamaba Juan Pablo. Santiago miraba atónito a su compañero y sentía que la rabia le abrasaba las entrañas al apreciar la transformación sufrida por el joven. ―Maldito malvado --pensó--: ha sido él, en efecto, y pagará con su vida este horrendo crimen‖ --Juro --dijo en aquel momento Santiago-- que aquí resplandecerá la verdad y se impondrá la razón porque nosotros, el pueblo, haremos justicia --te lo prometo, Juan Pablo-- si la justicia no se impusiera por sí misma. En las horas siguientes, en casa de los González, todo era angustia y desorientación. Juan, el padre, trataba de sobreponerse para recobrar algo de sosiego, cosa que parecía imposible en aquellos trágicos momentos. ―El golpe ha sido muy duro para ser asimilado de pronto –pensaba Juan--: no éramos familia pero sí vecinos de toda la vida y, además, dadas las relaciones entre nuestros hijos, ésto nos afecta como si de nosotros mismos se tratara‖ --Habremos de tomar la iniciativa para tramitar todo lo relacionado con los entierros --dijo Juan dirigiéndose a su esposa. Josefa y sus hijas rompieron en terribles gritos y llantos al oír el comentario de Juan y comprender el alcance de su exposición. Santiago y Antonio, entre tanto, atendían a Juan Pablo que no cejaba en la idea de acercarse a la casa de las asesinadas y otra de sus preocupaciones era la de recabar noticias acerca de cómo iban las primeras averiguaciones de la Autoridad sobre los hechos y la identidad de su autor o autores. El primer detenido fue el médico oculista, don Carlos Suárez, que tenía en la casa una habitación alquilada, en la cual pasaba sus consultas desplazándose desde el vecino pueblo de Villanueva de la Serena. --Dicen --había comentado una vecina-- que encontraron su maletín junto al cuerpo de Catalina, mismamente en el pasillo... --Ese hombre es inocente --afirmó Juan Pablo--: es muy bondadoso y carecía de motivos para hacer algo así. Todo era muy confuso, nadie había visto ni oído nada pero los primeros indicios apuntaban que no había sido uno solo sino varios los autores de los hechos, según las primeras señales observadas en el domicilio de las víctimas. --Es verano y la gente suele dejar las ventanas de las casas abiertas --observó al respecto Santiago--; si alguien vio u oyó algo y no quiere denunciarlo es porque el autor o autores son gente poderosa: esa es la conclusión a la que yo llego. 57


--En efecto --asentía Antonio--: alguien calla aunque haya visto cualquier cosa. Nuestra primera misión será conseguir que la gente pierda el miedo. --¿Y cómo la vamos a conseguir? --expresó Juan con desaliento más que como una interrogante que pudiera tener respuesta. --Saliendo todos a la calle en señal de desafío --le expresó Santiago con rabia--, que vean que no les tenemos miedo y que no son invencibles. --¿Estás de acuerdo con Juan Pablo en que uno de los asesinos puede ser García de Paredes? --inquirió Juan. --Siempre me ha caído mal ese individuo. Pero me hago una pregunta: si ha sido él ¿por qué no huyó tras los hechos? --respondió Juan. --Porque cuando tomó la decisión de hacerlo --señaló Antonio—fue confiado en la certeza de que, en caso de ser descubierto, su poder y el de su familia lo pondrían a salvo de la acción de la Justicia. --Es decir, que tal poder le da licencia para hacer lo que le dé la gana…--volvió a intervenir Juan. --Sí, puede que esa sea la explicación --aceptó finalmente Antonio. --No le podremos acusar sin pruebas --observó Santiago—y hasta ahora no hay ninguna --¡Yo haré justicia, yo le ajustaré la cuentas! Josefa se interpuso en el camino de su hijo, que se dirigía a la puerta de la calle: --Juan Pablo, por favor… --No consentiré que vayas a ninguna parte --también Santiago se apresuró a detener al joven que se hallaba fuera de sí--: tú me conoces, Juan Pablo, y te prometo que haya sido él o hayan sido otros, conseguiremos que se haga justicia. Serán juzgados y condenados y si es así conseguiremos que sean ajusticiados aquí mismo, en Don Benito, a la vista de todo el pueblo. --Este horrendo crimen --prosiguió el compañero—es un crimen contra todo el pueblo y por ello te pido que confíes en mí y en este pueblo que también es el tuyo. --Hijo--dijo Juan en ese momento--, confía en nosotros como siempre has hecho. --¿Cómo van las investigaciones? --quiso saber Pedro, el otro amigo de Juan Pablo, que acababa de llegar al domicilio de éste, en donde se hallaban todos reunidos. --Aún no se puede entrar en la casa --señaló Juan--. Está allí el Juez y la Guardia Civil y la Policía Municipal no permiten que se acerque nadie. Finalizaron las actuaciones pertinentes que habrían de llevar a cabo los Agentes de la Autoridad y los representantes de la Justicia y, por fin, los familiares y vecinos pudieron hacerse cargo de los cuerpos de las fallecidas. Llega la noche y la casa está en penumbras, surcado el ambiente por sollozos entrecortados. En la puerta y en la calle se ha agolpado mucha gente que quiere asistir al triste velatorio. Apenas nadie duerme esa noche, hay luto en el pueblo que se ha sentido directamente herido por ese crimen. Los dos ataúdes se hallan colocados en el pasillo, uno tras el otro y Juan Pablo -en pie, inmóvil—apoya sus manos sobre el de Inés María mientras unas palabras, que apenas se acierta a descifrar, salen de sus labios de manera espontánea: 58


--Mi vida será enterrada con este féretro…Sólo Josefa, que estaba junto a él, pudo escuchar con nitidez estas palabras que para ella eran como si el puñal de los asesinos se le clavara en las entrañas. Llevaba ya horas sin que las lágrimas dejaran de brotar de sus ojos sintiendo como algo suyo a la criatura que yacía en el interior de aquel féretro. La sobrecogía el solo pensamiento de no haberla podido proteger de los asesinos y sentía que aquella desgracia pesaría para siempre en su conciencia como una losa horrible. Juan Pablo había pasado la noche sin moverse de la casa, junto a los féretros. Se le había hecho muy larga hasta que tuvo conciencia de que estaba despuntado el día. El cortejo de luto iba a ser acompañado por todo el pueblo. Juan Pablo y sus compañeros portaban a hombros el féretro de Inés María y otros familiares y amigos de las dos mujeres lo hacían con el de Catalina, la madre. Todos los portadores del ataúd de la chica van de negro y apoyan sus manos en la madera como si quisieran infundir su calor a aquel cuerpo ya tan frío. Suena una campanada a la que sigue un largo silencio hasta imponerse el sonido de la campanada siguiente. Cada vez es más larga y tupida la fila que acompaña al entierro. De sus casas salen despaciosamente ancianos que se descubren y se arrodillan al paso de los cuerpos y todas las viviendas del trayecto exhiben crespones negros en sus ventanas y balcones. La larga calle que conduce al cementerio está atestada de un gentío que incluso se desborda por las travesías aledañas. Llega, por fin, el fúnebre cortejo al cementerio y los dos cuerpos son depositados en el espacio elegido para su eterno descanso. Más tarde, acabadas ya las honras fúnebres y disperso el público asistente a las mismas, Juan Pablo se halla a solas de rodillas ante la tumba de Inés María: --Te juro que no descansaré hasta que sean castigados los asesinos… -musita de manera mecánica una y otra vez. El día siguiente al del entierro amanece con las calles sumidas en un profundo silencio, es el día más triste en la historia de este pueblo. --Todo el mundo está desolado --observa Santiago--. Este horrendo crimen de las dos inocentes mujeres no sólo ha sido algo horroroso en su comisión sino que, de alguna forma, ha sido un crimen contra todo el pueblo y yo, como hijo de éste, me siento como si todos fuéramos, al mismo tiempo, un poco culpables por no haber podido evitar este hecho horrible y si uno de los asesinos es Paredes esto no sería más que un desafío en toda regla al pueblo de Don Benito. --Es un desafío del caciquismo --intervino en este momento Antonio en la Asamblea que, de forma espontánea, se había organizado en la Casa del Pueblo--. No se pueden repetir desmanes como éste, por lo cual seremos nosotros, el pueblo, quienes pongamos en manos de la Justicia a los culpables para que sean juzgados. --Tiene que haber pruebas, testigos… --apuntó otro de los asistentes. --Nosotros los encontraremos --aseguró Antonio--: estamos en época de siega y todos los hombres están ocupados en ella. Pero las mujeres y los niños no lo están y pueden llegar a todas partes para conseguir toda clase de informaciones.

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--Hay que registrar la casa de García de Paredes --sugirió otro--: allí tiene que haber pruebas, armas… El criado tiene que saber algo. --Ha llegado el momento de poner fin a los desmanes del caciquismo --intervino de nuevo Santiago—Este horrible crimen no puede quedar impune. A partir de ahora va a ser más dura la lucha, ha de ser una lucha sin tregua contra la oligarquía de los terratenientes. Ellos acabaron con la República pero no con los republicanos…-- estas últimas palabras de Santiago suponían un claro desafío al caciquismo. Pasan los días y no aparecen pruebas ni testigos. Santiago y un nutrido grupo de compañeros se personan en el Juzgado, en donde se encuentra el Juez Especial que ha sido nombrado para el seguimiento e instrucción del caso. --Vamos a ver qué Juez nos han mandado --ha comentado Santiago previamenteDe él puede depender enormemente la manera en que se vayan a estudiar los hechos y la rapidez con que el expediente sea resuelto. Esperadme aquí --añadió-: entraré yo solo a preguntar. --Dejémosle --admitió Juan Pablo--: él es entendido en leyes y puede apreciar con más claridad lo que el Juez le diga. Santiago se presentó ante el Juez en representación, le dijo, de los familiares de las víctimas para interesarse por los entresijos del Procedimiento y a la salida se dirigió a sus compañeros, que le esperaban, para exponerle la impresión que el Instructor le había causado: --Como persona no me ha decepcionado --les comunicó—De momento lo veo algo despistado y me ha dicho que se extraña de que el pueblo de Don Benito acuse, sin una prueba, a un personaje tan importante de haber cometido el crimen. --Hemos de tener en cuenta --volvió a observar Santiago—que de él depende, en gran medida, que se cumpla el justo deseo del pueblo y que se haga justicia… --Creo que han concentrado a gran número de Guardia Civiles para reforzar a los del pueblo --hizo saber a sus compañeros--: a partir de ahora tendremos que andar con sumo cuidado para no caer en provocaciones pues en cualquier momento se puede producir una tragedia de incalculables consecuencias. --Sí --interviene Antonio confirmando las palabras de Santiago--, pero, aunque parezca una contradicción y haya cada vez más Guardia Civil, nuestra presencia deberá ser más y más numerosa. La única forma de demostrar nuestra fuerza es procurando que las calles estén siempre llenas de gente. Que se manifiesten de forma pacífica, por supuesto, pero es un método directo para que la gente pierda el miedo y que, si alguien sabe algo, se convenza de que no va a estar solo. Al día siguiente Santiago fue de nuevo recibido por el Juez Instructor de la causa. Tras los saludos preliminares expuso el Juez: --El Capitán de la Guardia Civil me ha comunicado que, en los próximos días, se reforzará la presencia de Números en las calles en prevención de que se produzca algún motín. --En Don Benito --respondió Santiago al Instructor-- no habrá ninguna alteración del orden público aunque la gente ya se está impacientando porque pasan las horas y los días sin que se de con los asesinos y sin que haya siquiera pista alguna sobre sospechosos. 60


--Nosotros sí tenemos un sospechoso... –concluyó. En ese momento el Juez miró atentamente a Santiago: --Nosotros también tenemos un sospechoso: el Médico de Villanueva que tiene alquilada una habitación, que usa para su profesión, en el domicilio en que han ocurrido los hechos. --Ese hombre es inocente --repuso Santiago y por sus gestos dedujo que al Juez no le agradaba su exposición. --Para nosotros --concretó seguidamente—el sospechoso principal es García de Paredes, quien, posiblemente, haya actuado con uno o más cómplices. En este punto el Juez dio por terminada la comparecencia de Santiago asegurando que le tendría al tanto de la marcha de las investigaciones y actuaciones judiciales. Santiago se reunió de nuevo con sus amigos y les refirió las circunstancias y el contenido de su comparecencia ante el Sr. Juez. --Ese hombre se está riendo de todos nosotros --Juan Pablo se contenía a duras penas--: lo mejor es que nosotros mismos apliquemos la justicia que se merece... --Eso sí que podría ocasionar represalias en las que, a no dudar, caerían bastantes inocentes --al decir esto Santiago apretó con su mano el brazo del joven mirándole, al tiempo, fijamente--: se hará justicia, no te quede la menor duda. Si ha sido Paredes acabará pagándolo. El ánimo de la gente de la Comarca era de recelo pues desconfiaban de que los medios judiciales acabaran cayendo en manos de los poderosos y no se cumpliera del modo que los hechos exigían. El miedo inicial iba dando paso al odio al canalla o a los canallas que habían cometido tan horrendo crimen y el odio puede derivar fácilmente en deseos de revancha, de venganza e igualmente, si se sabe encauzar, puede desembocar en la práctica de una buena acción de la justicia. Pero si la Justicia es burlada los pueblos pueden llegar a perder su confianza en ella y acabará por pretender sustituirla en el cumplimiento de sus funciones. Todo esto lo estaba reflexionando Santiago que acabó dirigiéndose a sus amigos: --Hay quien dice que debemos acudir a la rebelión y a la venganza --dijo--: Yo creo que, en estos momentos, no estamos para tomar esas determinaciones ni para montar aquí un ―fuenteovejuna‖... Juan Pablo no estaba tan seguro como Santiago de que nada ocurriera, ya había comprobado que la gente estaba perdiendo la paciencia y que acabaría por intentar tomarse la justicia por su mano al ver que los encargados del caso cada día encontraban más y más obstáculos en sus actuaciones. ―¿Porqué –pensaba—no se detiene ya a García de Paredes si todo el mundo está convencido de que él es uno de los asesinos?‖ La gente de la calle Padre Cortés trataba de recomponer sus maltrechas vidas y, entre ellas, Josefa no dejaba de llorar la muerte de Inés María a quien consideraba casi como una hija. Aquella hermosa niña llena de vida ya no estaba: unos malvados habían acabado con el perfume de aquella flor, pensaba. Josefa no podía hacerse a la idea de 61


que ya no volvería a escuchar su alegre risa. ―No sólo la he perdido a ella para siempre –proseguía con sus reflexiones—sino que no puedo imaginar qué será ahora de mi hijo. ¿Tendrá fuerzas para continuar y salir adelante sin ella?‖ Santiago volvió a personarse en el Juzgado, en donde encontró al Juez revisando unos documentos: --¿Da Su Señoría su permiso?...—inquirió en la puerta del despacho. --Pase, pase... –accedió el Juez plegando rápidamente el expediente que tenía entre sus manos--: ya había terminado. ¿Qué se le ofrece? --Verá, Señoría: nosotros pensamos que debería hacerse un nuevo registro en el domicilio de García de Paredes y, así mismo, creemos que este nuevo registro deberá ser llevado a cabo por otro Agente con más experiencia y que debe ampliarse al cuarto del criado y al pajar... El Juez mandó llamar con urgencia al Comandante de Puesto de la Guardia Civil y, en presencia de Santiago, le expuso las sugerencias de éste: --Estoy de acuerdo con él y también con que el nuevo registro lo efectúe un oficial más experto en estas tareas. --Está bien --acabó accediendo el señor Juez--: ordenaré un nuevo registro. Se llevaron a cabo las diligencias pertinentes y se realizó un segundo registro en el domicilio de D. Carlos García de Paredes con un resultado sorprendente: Santiago tenía razón y aparecieron objetos que podrían considerarse nuevas pruebas de la comisión del crimen, entre ellas ropas que, aun habiendo sido lavadas, contenían vestigios de manchas de sangre. En base a estas pruebas el Juez ordena la detención de Paredes como presunto autor del crimen. Éste se declaró culpable de haber asesinado a Inés María y a su madre y la sola noticia de esta detención y de la inculpación del detenido suscita la alegría general de los habitantes del pueblo y de la Comarca. ―Ya tenemos a uno --se pensaba con alegría por casi todo el mundo-: ahora, a por el resto‖ La noticia llega a conocimiento de Josefa y una exclamación sale de sus labios: --¡Por fin los asesinos serán castigados! En su rostro habían ido apareciendo las huellas dejadas, día a día, por aquella terrible tragedia. Sus ojos, alegres y de mirada siempre limpia en la que se reflejaba la nobleza de su corazón, se estaban apagando, sin luz y enrojecidos, y en ellos empezaban a aparecer destellos de odio: --Si ella era un ángel... ¿Quién podría odiarla tanto? ¡Dios mío! --Josefa estaba al borde de dudar hasta de sus creencias-: Yo no pido venganza sino justicia. Lo que a ella le ha sucedido es una atrocidad y si a sus asesinos no se les da su merecido, no sería justo... Los sollozos ahogaban las palabras de la pobre mujer pero proseguía Josefa y la escuchaban en silencio sus vecinas que asistían al espectáculo de su desconsuelo: --¡Ese frágil cuerpo deshecho entre las manos de ese malvado...! Si la Justicia le absuelve, yo -con mis propias manos- le castigaré.

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--¡Todas lo castigaremos! --afirmó una de las vecinas, coreada por el resto—Ese monstruo no saldrá vivo de este pueblo: si los hombres no tuvieran lo que se supone deben tener, nosotras lo tendremos... A tenor de los últimos acontecimientos Santiago y sus afines se habían reunido en la puerta del Juzgado comentando la necesidad de seguir con sus averiguaciones, que nada tenían que ver con las actuaciones oficiales de los representantes de la Justicia, en busca del cómplice o cómplices del único detenido hasta el momento. Y en ese preciso instante un grupo de vecinas se acercó hasta los hombres: --Santiago --decía quien parecía comandarlas-: te traemos a un testigo que dice haber visto todo lo sucedido aquella noche. Una de las mujeres traía cogido del brazo a un joven que no podía disimular sus temblores: --Di a estos señores qué es lo que viste, Tomás --le instó. Santiago y los demás escucharon con toda atención y con gran asombro todo cuanto el chico tenía que decirles y, acabado el relato, el mismo Santiago le interrogó: --¿Cuál es tu nombre completo? --Me llamo Tomás Alonso Camacho. --¿Eres mayor de edad? --quiso saber Santiago, --No, señor. --Y todo eso que nos has contado, ¿por qué no lo has dicho antes? --Tenía miedo, y aún lo tengo, de que alguien tomara represalias... --Ahora nada debes temer, nosotros te defenderemos --aseguró Santiago--: Lo que debes hacer ahora es presentarte ante el Juez, acompañado por tu padre y por alguno de nosotros, y repetir ante él todo lo que acabas de decirnos. --¡Eres un valiente! --le animó Santiago--: el cerco se va estrechando en torno a los miserables que han cometido este horrible crimen con dos mujeres indefensas y ahora, con ayuda de tu declaración, todo quedará al descubierto. Tomás, ante el Juez, expuso todo lo que vió aquella noche fatídica, la intervención del sereno y la irrupción repentina de los otros dos que serían, al cabo, los autores materiales de los crímenes una vez que tuvieron acceso, por la ayuda del sereno, al domicilio de las mujeres asesinadas. Identificó, sin ningún género de dudas, al sereno pero no a los asesinos –a los que sólo pudo ver fugazmente de espaldas, y, así mismo, refirió cómo, después de presenciar los hechos relatados, salió huyendo ante el temor de que lo identificaran y pudieran tomar alguna medida contra él. El Juez admitió su declaración y la creyó suficiente para la detención del sereno y que este identificara, sin lugar a dudas, a los otros dos intervinientes, uno de los cuales ya se había declarado culpable. Y así fue cómo el sereno, de nombre Pedro Cidoncha Ramírez, fue llevado a presencia judicial no tardando en señalar la identidad de Carlos García de Paredes como autor de los crímenes en compañía de otro individuo que resultó ser y llamarse Ramón Martin de Castejón y que solía andar por el pueblo habitualmente secundando al otro en sus andanzas y tropelías, como era público y notorio. 63


Con la presencia de Tomás Alonso Camacho se llevó a cabo la pertinente rueda de reconocimiento y el testigo identificó, sin ninguna duda, a los tres intervinientes en los hechos detallando la actitud de cada uno en ellos: refirió cómo Paredes y Castejón se enzarzaban en una ligera discusión -cuyos términos no pudieron llegar a sus oídos- con el sereno y que, seguidamente, éste se dirigió al domicilio de Catalina consiguiendo que ésta abriera la puerta del mismo, momento que los otros dos aprovecharon para entrar en su interior y él salió corriendo ante el temor de que advirtieran su presencia. García de Paredes y Castejón prestaron nueva declaración en la que se declararon autores de los dos crímenes y relataron toda la secuencia de los hechos: cómo accedieron al domicilio de Catalina y se abalanzaron sobre ésta acuchillándola repetidas veces y pasando después al dormitorio de Inés María, en el que ésta pretendió esconderse, y la mataron ante las negativas de la joven a sus requerimientos sexuales. Tras estas declaraciones los tres individuos fueron recluidos en la cárcel local e inmediatamente puesto en libertad el médico D. Carlos Suárez, que había sido el primer sospechoso detenido al iniciarse la Causa. --¿Y ahora qué? --pregunta Juan Pablo. Santiago se le queda mirando con insistencia y le responde: --Ahora es cuando empieza la gran batalla del pueblo --indica--. Una batalla que será dura. Puede que para conseguir que se haga justicia no sólo nos tengamos que enfrentar al caciquismo local sino que éste usará todo su poder para volver al Estado en nuestra contra y puede que salgamos derrotados. Días antes se llevaba a cabo una reunión en la Casa del Pueblo y el único punto a tratar era plantear cómo el pueblo se organizaría a fin de instar a que la Justicia actuara de la manera más eficiente posible y lo primero que había que conseguir, se acordó en aquella, era un abogado para la familia de Inés María y otro que pudiera ejercer la representación de la acción popular que el pueblo presentaría ante el Juzgado. Y para ello se formaron diferentes comisiones, una que se encargarían de recaudar fondos para empezar a plantear todas estas acciones, otra para mantener el orden público entre la gente y que no hubiera algaradas ni levantamientos que supusieran la intervención de la Guardia Civil, otra --en fin- que ejerciera la vigilancia necesaria para que los detenidos no fueran sacados del pueblo a escondidas. Se acordó, así mismo, pedir a las Autoridades que la Causa fuera instruida, enjuiciada y ejecutada en Don Benito y no en la Audiencia Provincial de Badajoz y todo ello con el fin último de soslayar la influencia de los caciques en las acciones judiciales. Todas estas comisiones fueron rápidamente creadas y se pusieron en funcionamiento de inmediato. Juan Pablo, en sus siguientes contactos con sus amigos, proseguía exponiendo sus dudas: --Hoy una cosa ha llamado mi atención y pienso que toda pregunta debe tener su respuesta: ¿cómo es posible que haya caciques que aporten cantidades de dinero a la caja de los grupos de acción que el pueblo ha creado? --Eso no son más que dentelladas de lobos disputándose la presa --explicaba a los presentes Santiago--: hay quien da dinero con la intención de que nuestra causa

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triunfe, con lo cual la familia de García de Paredes caería en desgracia no sólo en nuestra Comarca sino también en la Corte. --O sea, que habrá luchas por el poder en la Comarca... --quiso saber otro de los que conversaban. --Así es --respondió Santiago, que añadió--: la lucha entre ellos nos beneficia a nosotros, a nuestra lucha por recibir la justicia que esperamos y estamos pidiendo. Aclarados todos estos puntos esta segunda reunión se dio por terminada y cada uno tomó buena nota de cuáles serían sus actuaciones en los días venideros. Es ya septiembre y todo seguía su curso natural sin más sobresaltos después de los sufridos desde el día de los crímenes y en los primeros tiempos de la instrucción de la Causa, con la detención de los sospechosos y el nombramiento del Juez Especial que el pueblo había conseguido en las altas instancias judiciales. Las tareas de la siega y de las eras iban terminando paulatinamente y, por ello, a cada día había más gente disponible para la vigilancia. --¡Van a sacar a los presos! --se dijo. La noticia corrió como la pólvora por todo el pueblo y los grupos se pusieron en acción rápidamente provocando la concentración de una gran masa de gente que, de momento, se concentró en los aledaños del Juzgado y de la cárcel en la creencia de que iban a ser trasladados. Al salir del Juzgado escoltados por la Guardia Civil los vecinos, armados con toda clase de palos, estacas y horcas de las usadas en la era para aventar la mies, trataron de impedir su paso por lo que la Fuerza Pública se empleó a fondo intentando apartarlos a culatazos de sus fusiles. El Juez, viendo el cariz que tomaban los acontecimientos, ordenó su regreso al edificio del Juzgado e instó a sus subordinados a que llamaran a su presencia de inmediato a Santiago. Éste se personó en el Juzgado y trasladó al Juez la inquietud de la población que creía que los detenidos iban a ser sacados del pueblo y llevados a la cárcel de la capital de la provincia. --¡Pero, hombre de Dios --exclamó el Juez--, si sólo vamos a hacer la diligencia de reconstrucción de los hechos! --Siendo así, Señoría, yo se lo trasladaré a todos y le prometo que no volverán a producirse disturbios --aseguró Santiago. Restaurado el orden pudieron, por fin, ser trasladados los presos al lugar de los hechos y, con la presencia del testigo, se llevaron a cabo las diligencias oportunas para la reconstrucción de los hechos pero una cosa quedó clara aquel día en el conocimiento de las Autoridades: el pueblo estaba alerta y no permitiría ni que se le hurtara el saber de primera mano los entresijos de la instrucción de la Causa ni que los presos fueran, de incógnito, llevados a otro lugar que no fuera la propia cárcel de Don Benito. El Juez volvió a requerir la presencia de Santiago y éste concurrió de inmediato para oír lo que Su Señoría había de decirle: --A ver, Santiago: explíqueme a qué viene lo de esta mañana...—quiso saber. --Señoría: quiero, en primer lugar, pedirle disculpas por nuestro comportamiento y, por otro lado, en nombre de todos quisiera hacerle saber lo siguiente: los autores de 65


estos hechos son unos desalmados que han llevado a cabo el crimen más horrible que se pueda cometer valiéndose del poder que da el dinero. Han pisoteado la dignidad de todo un pueblo y de una Comarca y, mientras uno de nosotros quede en pie, no saldrán vivos de este pueblo. Puede Su Señoría llamar a más fuerzas de la Guardia Civil o al Ejército para que arrasen el pueblo, pero no consentiremos que la Justicia sea burlada y no se cumpla. --¡Alto ahí, Santiago: del cumplimiento de la Justicia yo soy el encargado y no voy a consentir que ni usted ni nadie me venga con indicaciones ni, mucho menos, con amenazas! --exclamó el Juez --¡Comandante! --exclamó seguidamente con furia--: ¡Sáqueme a este hombre de aquí inmediatamente! Pero la presión del pueblo de Don Benito, apoyado en los grupos de acción que Santiago y sus amigos y compañeros habían creado, acabó -de forma sorprendente- por triunfar en sus pretensiones: los altos estamentos del Gobierno y de la Justicia, quizás en el temor de un levantamiento popular de imprevisibles consecuencias, accedieron a sus peticiones y acordaron que se constituyera en el pueblo la correspondiente Sección de la Audiencia Provincial que habría de llevar a cabo las sesiones del Juicio oral. Y comienza el Juicio. Santiago y los suyos asisten a las sesiones desde el primer día y van comprobando cómo, poco a poco, sus ilusiones se ven defraudadas: aquellos hombres de leyes, de quienes se creía y se esperaba que hubieran venido cargados de buenas intenciones para llegar al total esclarecimiento de los hechos y a la recta y exacta aplicación del concepto de justicia, parecían, en cambio, tener como objetivo cambiar el sentido de las cosas y liberar a García de Paredes y sus secuaces. Este sentir llegó, por boca del propio Santiago, a conocimiento del Abogado que llevaba la acusación particular en nombre de la familia de las víctimas, que había sido contratado gracias a la aportación de fondos hecha por el pueblo: --Has de tener en cuenta, Santiago, que -según la Ley- toda persona acusada de la comisión de un delito tiene derecho a su defensa y es lo que los Abogados harán... --Sí, por supuesto que tienen derecho -observó Santiago sin querer dejarse convencer--. Un derecho que los asesinos negaron a sus víctimas y que nadie les está negando ahora a ellos. Y, sin embargo, este pueblo no ha dado un solo paso para que este derecho sea violado. --Pero, siguiendo tus objeciones –indicó el Abogado—el siguiente paso puede que os condujera al ―ojo por ojo...‖ y eso sería venganza, no justicia. --¿Acaso los acusados han demostrado el más mínimo remordimiento o arrepentimiento? --insistió Santiago—No: lo único que hacen es tratar de burlar la acción de la Justicia con toda clase de triquiñuelas que ni al más incauto de los hombres pueden engañar. --Concrétame eso --pidió el Abogado--: tal vez tus opiniones me sirvan para, con ellas, encauzar mejor mi defensa. --Lo haré con gusto --aceptó el reto Santiago--: Primero García de Paredes se declara culpable ¿Es esto un síntoma de remordimiento de conciencia? No: lo hace en la

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certeza de que, declarándose culpable, será enviado a la Cárcel Provincial de la que, dado el inmenso poder de su familia, al poco tiempo saldría en libertad. --Prosigue... –le pide el Abogado con interés. --Pero como su burda estrategia falla --añade Santiago—, la cambia por otra en la que proclama su inocencia. Cualquier observador puede darse cuenta de su doble juego: el declararse culpable en un hecho tan grave significa ponerse la soga al cuello pero al declararse inocente persigue sembrar la duda... Las sesiones del Juicio van transcurriendo en una Sala abarrotada del gentío que sigue con expectación todo el desarrollo de las mismas. Entre el público Santiago toma continuas notas de cuanto acontece y se habla ante el Tribunal para luego comentarlo con los suyos y, mientras tanto, en la calle Juan Pablo y sus amigos coordinan sus pasos para que la gente del pueblo mantenga la calma y no ocasione alborotos que puedan dar la oportunidad de intervenir a la Fuerza Pública y se encargan, así mismo, de mantener informados de lo que sucede a todos los que aguardan en la calle ante la imposibilidad de acceder a la Sala del Juzgado. Aún están en los preliminares y Juan Pablo, impaciente, pregunta a Santiago por los entresijos del Procedimiento. --Tranquilo, Juan Pablo. Todo esto va a ir muy despacio y el calvario para este pueblo no ha hecho más que comenzar --le dice Santiago--. Hoy ha habido alguna que otra discusión entre los Abogados de Paredes para decidir si requerían la asistencia de algún psiquiatra que certificara su locura pero implicaría su autoinculpación y no se han atrevido a tanto. --Os parecerá una crueldad lo que voy a decir... --se dirige Juan Pablo a sus amigos--, pero esta es la idea que tengo sobre todo esto: el grado de maldad que los asesinos han demostrado en este crimen lleva implícito todas las agravantes que pudieran aplicarse, su sadismo ha rebasado todos los límites y todas las aberraciones que un ser humano pueda cometer. De ninguna manera podemos permitir que esto quede impune... --Paredes ha sido el brazo ejecutor --prosigue—pero estoy seguro de que cuando lleva a cabo los terribles hechos lo hace en el convencimiento de que su poder y el de su familia lo pondrán a salvo, en caso de ser descubierto, de toda acción de la Justicia. ¿Hubiera cometido tales atrocidades si no se hubiera sentido tan respaldado por ese poder? --Yo estoy de acuerdo con lo que dice Juan Pablo --interviene Santiago--. Es más: pienso que son igualmente culpables la propia familia de Paredes y la sociedad en que vivimos que lo ampara con su podredumbre. Habrá quien me llame demagogo y me acuse de especular con la desgracia de esas inocentes mujeres pero pienso que, en el mismo momento de declararse culpable, debería haber sido ejecutado. --Eso hubiera sido un linchamiento...—objetó uno de sus compañeros. --Llámalo como quieras --aceptó Santiago—pero os advierto de la que se avecina: ahora se entablara una dura batalla pues los defensores de Paredes tratarán de alargar el Juicio todo lo que puedan con la idea de llevar al pueblo al agotamiento y, con ello, enfriar los ánimos y hacernos perder interés en el seguimiento de las sesiones. 67


Y así sucede. El Juicio va desarrollándose con extremada lentitud que ocasiona, por su incertidumbre, una cruel tortura a los habitantes del pueblo que se ven inmersos en una lucha desigual, David contra Goliat: un humilde pueblo, una humilde comarca, se enfrentan al caciquismo y al propio Estado. En la calle Padre Cortés la vida prosigue tristemente. Juan y Josefa no levantan cabeza y su vecina Agustina lo comenta entre su grupo de vecinas y amigas: --Es cierto: Josefa se pasa el día llorando... Pero quien más me preocupa es su hijo, Juan Pablo, que no sabe cómo enfilar su vida. A veces va al trabajo y a veces, no... Gracias a que su amigo Antonio se ha hecho novio de su otra hermana, Petra, y entre él y Jacinto ayudan a Juan en sus faenas y las hijas también ayudan en lo que pueden. --Sí, todo es diferente --asegura otra de las vecinas--: esos canallas merecerían la horca aun sin juicio ni más mediaciones... Fueron, en efecto, días agotadores para todos ya que los llamados ―grupos de acción‖ no bajaron ni un momento la guardia en su afán por que todo transcurriera con arreglo a las normas judiciales y en el deseo del pueblo de que ésta, la justicia, se aplicara de manera precisa para impedir que el poder del dinero, que no cejaba en su lucha, pusiera a salvo a los enjuiciados. --Por fin: el Juicio ha terminado --comunicó Santiago a sus amigos al término de aquella sesión, próximo ya el mediodía. --¿Y ahora...? --quiso saber uno de sus compañeros. --Ahora se reunirá el Jurado y ya todo queda en sus manos --indicó Santiago, que añadió--: este es, para nosotros, el momento más importante. Ahora debemos estar más atentos que nunca para que nada nos coja por sorpresa pues, si son absueltos, puede pasar de todo en este pueblo. --Este es el momento en que la verdad y la razón deben triunfar --prosiguió--, el momento por el que todo el pueblo de Don Benito ha luchado desde la noche misma de los horrendos crímenes para que la acción de la Justicia resplandezca... Corrió por el pueblo la noticia de que el Jurado había terminado las pertinentes deliberaciones y que se convocaba al Tribunal para el día siguiente. Todo el pueblo se hallaba expectante ante las puertas del Juzgado y Santiago se había apresurado a entrar en la Sala de sesiones para asistir a la última audiencia. El silencio en la Sala pesaba como plomo cuando se oye, por fin, la voz del Presidente del Tribunal que insta al portavoz del Jurado para que proceda a la lectura del veredicto y, al escucharlo, Santiago no puede sino pensar que algo grande ha sucedido en Don Benito y con este sentimiento sale a la calle, en la que le esperan sus compañeros que escrutan anhelantes su rostro tratando de adivinar en sus gestos lo que les tiene que decir --Culpables --dice Santiago con contenida emoción. Pero es Antonio el que no puede reprimirse y grita: --¡Hemos ganado!

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Días más tarde el Tribunal publica las sentencias emitidas tras el veredicto del Jurado y reunidos todos los amigos, sopesan el alcance de los momentos que están viviendo. Los dos implicados, Carlos García de Paredes y Ramón Martín Castejón, han sido condenados a dos penas de muerte y seis años de prisión para cada uno y el sereno, Pedro Cidoncha, a dos penas de veinte años de prisión por los dos homicidios y a seis años de prisión por violación en grado de tentativa. Santiago habla a sus amigos. --Todavía nos queda otra pesadilla. Los poderosos revolverán cielo y tierra en su lucha por conseguir el indulto... --No lo permitiremos --aseguró Juan Pablo--: nosotros velaremos por que las condenas se ejecuten. --Me siento orgulloso de ser hijo de este pueblo --intervino Antonio, lleno de emoción--: un pueblo noble, justo y valiente, tres valores que lo ponen en lo más alto del escalafón de la especie humana... Después todo fue sucediendo conforme a los vaticinios de Santiago. Como era de esperar, hubo un largo intervalo de tiempo debido a la interposición del pertinente recurso de apelación y, una vez resuelta esta instancia, el Tribunal Supremo acabó por confirmar las sentencias emitidas por la Audiencia Provincial. A continuación, también como augurara Santiago, se desató una feroz campaña por parte de la familia de García de Paredes destinada a solicitar el indulto de los dos condenados. Recurrieron a todas las estratagemas, desde la publicidad hasta el soborno e incluso la directa extorsión, para conseguir que desde todos los medios y de todas partes –prensa, Autoridades, Ayuntamientos, todo tipo de Asociaciones, ciudadanos de a pie...- llegaran las peticiones de indulto hasta las más altas instancias. Pero ante este movimiento se produjo otro de signo contrario y fue todo el pueblo extremeño el que se solidarizó con el de Don Benito y hasta allí acudieron para llevar a cabo la más enorme manifestación popular que hasta entonces se había visto. El Rey, en quien recaía la potestad de la última palabra, sopesó las circunstancias y acabó por desestimar las peticiones llegadas, con lo que ya no cabía sino dar cumplimiento a la ejecución de la Sentencia. Y otra vez el pueblo volvió a ejercer su fuerza y su voluntad para que fuera también, como el Juicio, llevada a cabo en el mismo pueblo. Una vez firme y notificada a los condenados, la ejecución se efectuó en la mañana del día cinco de abril del año mil novecientos cinco, transcurridos casi tres eternos años desde el día en que se cometieron los terribles crímenes. Las ejecuciones, por imperativo legal, se consumaron en el interior del edificio carcelario mediante garrote vil pero de nuevo el pueblo dudaba y solicitó comprobar su consumación. Las Autoridades, ya alertadas por el clima de continua crispación que se advertía entre la ciudadanía, acabaron por acceder una vez más a sus pretensiones y todo el pueblo pudo desfilar ante el espectáculo horrendo de los dos cadáveres expuestos en el patio de la cárcel.

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Todo había terminado. La pesadilla había llegado a su fin y la voluntad popular había terminado por imponerse y conseguir que la acción de la Justicia brillara en unos términos a los que la clase caciquil no estaba acostumbrada sino era para ceñirse a sus deseos y sus propios beneficios y que, sin duda y a no tardar, buscaría la forma de hallar el camino para la presentida venganza. Santiago, Juan Pablo y sus amigos vieron llegado el momento de disolver aquellos denominados ―grupos de acción‖ que, durante los últimos tiempos, tanto habían trabajado para devolver la dignidad y la esperanza de todo un pueblo. La Justicia había triunfado y ya nada volvería a ser como antes: el tiempo acabaría por aventar las cenizas del drama.

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