ranún» FLORES DE MI TIERRA HISTORIA, COSTUMBRES Y LEYENDAS
de
A H I G A í, |*Of
S e g u n d o
G a rcía
y
G a rcía
(Arcipreste de Lagunilla)
Publicaciones del Departamento de Seminarios de la Jefatura Provincial del Movimiento C A C E R ES, 1955
A (fuiéxi da p^álaqa Hallábame destinado en Cáceres, a finales de 1935. R e cibí una caria de mi buen amigo don Octavio Hernández, abogado y secretario del Sindicato Agrícola de Torrejoncilio. Me encargaba hiciera en su nombre una visita a don To más Martin, je fe de Estadística en la provincia. No sabia yo que éste fuera el señor de quien, en los ratos de asueto, tan to nos ocupábamos, p or ser tan entusiasta de las cosas de nuestra tierra extremeña. Pensábamos recoger para él cuan to pudiéramos, así de las costumbres antiguas como de ¡as canciones populares en que expresaban sus sentires, ora a l e . gres , ora tristes, ya jocosos o bien serios , para dejarlos plas mados en una obra que, juntamente con el Cancionero Extre meño, pudiera mostrar a las generaciones futuras cómo p en saban, cómo sentían, cómo obraban sus mayores; lo mismo en sus costumbres que en esa otra expresión que sube del corazón a los labios y se esparce desgranada en la poesía popular, que tal vez no sabrá en muchas ocasiones sujetarse a reglas literarias o métricas, p ero que sabe, sin embargo, expresar los más íntimos sentimientos del alma. Al decirle que y o era de Ahigal, fué como descorrer el velo y pasar del protocolo de la visita formularia a la visi ta de la amistad. Tiró del cajón de la mesa y me mostró va rias fotografías tomadas en un reciente viaje que hizo p or allí; tuvo la amabilidad de ofrecerm e una de la Cruz de Pie dra o <Cruz de la Nava/- que, entrando p or la parte de Guijo de Granadilla, se encuentra a unos quinientos metros antes de llegar a Ahigal. Cruz artística, mandada construir p o r
Francisco Esteban a su costa, como reza en la inscripción medio borrada p or los años y que data del año '1539, escul pida en granito representando, p or una parte, la Santísima Virgen con Jesús muerto en los brazos y, p o r la otra, ia ima gen de Jesucristo crucificado que, examinado detenidamente, p arece como si hubiera sido el que sirvió de modelo a Pelázquez para pintar su fam oso cuadro. Tal es la semejanza. Tan entusiasta era de estas cosas—y a mí me vió en la misma forma—que, hablando de ello, el tiempo transcurrió agradablemente, rogándome al despedirme no dejara de escribir alguna cosa sobre cuanto habíamos hablado. Me hacía el ruego especial de que, al menos, escribiera unos ar tículos. De aquí brotó en mí la idea de recopilar cuanto pudie ra sobre el folklore de mi pueblo, de una forma un p o co or denada. Para ello, nada mejor que seguir un círculo que en cerrara, si no todas, al menos las más principales tradicio nes, costumbres, narraciones, etc., con su p o co también de historia. Y de ahí también, para darle un p o co de variedad, el introducir en ella los personajes visitantes del pueblo, que no tienen otra realidad que la que mí imaginación ha queri do darles. Después de una breve visita al pueblo para completar algunos datos, en junio de 1936, quedó terminado el borra dor en 1.° de julio del mismo año. Pero ya no resultaba una serie de artículos que, al ser publicados separadamente, hubieran perdido la unidad que tenían, sino que resultaba casi una obra. Acaso movidos más p or la amistad que p o r el valor intrínseco de la obrita, así don Tomás Martín como el literato don José Ibarrola, a quienes agradó mucho, me animaron a su publicación. Se comenzaron a hacer p or el referido don Tomás las gestiones oportunas. En esto llegó el 18 de julio, el glorioso Movimiento Nacional. Un encargo, p o r tanto, del buen amigo Octavio; una franca acogida p or parte de don Tomás; el apoyo del señor Ibarrola; y mi entusiasmo p or la patria chica; he aquí la génesis de estas cuartillas, que no tienen pretensiones litera rias, sino el dar a conocer las típicas costumbres que aún se
conservan de aquellas patriarcales, que desgraciadamente \yan desapareciendo, relegándose a los museos de la anti güedad y siendo sustituidas por otras menos propias y de mayor perjuicio en muchos órdenes de la vida. Vaya, p u es , envuelto entre las flores que de mi pueblo ofrezco, el aroma ael recuerdo a los tres amigos, ya desaparecidos, que fueron ¡aductores animosos de estas cuartillas. Vaya también el perfume de estas flores de mi tierra al lepartam ento de Seminarios de la Jefatura Provincial del Movimiento, en Cáceres, bajo cuyos auspicios se publica esta mi obra, a los 20 años de ser escrita. Y vaya también un saludo afectuoso, agradecido, sin cero, a mi viejo y entrañable amigo don Domingo Sánchez Lua, je fe de Publicaciones de la Jefatura Provincial del Movimiento, alma de la -(Biblioteca Extremeña >, donde, p or la gestión de este mi entrañable y viejo amigo, podrán expmdir su aroma estas jlorecillas cortadas en el vergel de Ai igal. Vaya, en fin, la más entrañable ofrenda de este libré al pueblo de Ahigal y a su Ayuntamiento, que con tanto júbilo y t enerosidad han acogido esta narración de su historia, de su costumbres, de.sus tradiciones, de sus leyendas. Muchas gracias a todos. Y a t í , discreto lector, te ruego qm sepas disculpar el pergeño desmedrado con que y o en trelacé este manojo de jlorecillas. EL
AUTOR
A n t e la e r m i t a
U n é m u l o de «tío J u a n Ve» D ispuesta a cantar una saeta
Dolorosa Casa
Mi l i ci a j uveni l c o n b a n d e r a y m ú s i c a
U n g r u p o de b o d a , c o m i e n d o el j a m ó n en una de las p l a z u e l a s
E r m i t a del S a n i o C r i st o
L os q u i nt o s
E n la C r u z de la N a v a
de
Concejo
S u b i d a al C a l v a r i o
FLORES DE MI TIERRA
S u p e r v i v i e n t e s de l a s c a m p a ñ a s de A f r i c a , en la fi esta m a n d a d a o r g a ni z a r p o r el G e n e r a l P r i m o de R i v e r a , a su t e r m i n a c i ó n , y p r e s i di dos p o r las A u t o r i d a d e s
a ffi n
I 8 e tg a «1 a
t;n todo su apogeo se hallaba la fiesta pueblerina. A los so nes del tamboril, hábilmente manejado por el tío Vicente, ani madas parejas bailaban la típica jota coreadas por el elemento joven que, formando círculos alrededor de los bailadores, co mentaban las incidencias del baile; la habilidad o torpeza de sus movimientos; las chanzas y dichos burlescos con que agasajaban al galán que se quedaba plantado, merced a una hábil maniobra de su pareja, en la media vuelta. Cuando más entusiasmado^ se hallaban, los fuertes bocha zos de un automóvil dejáronse sentir. Este entró raudo en la pla za, dispuesto a atravesarla. Mizo que los curiosos se separaran y se replegaran las parejas hacia las gradas del Ayuntamiento, para dejar paso franco a aquel importuno visitante, que turbando la tranquilidad pública, venía a quitar unos momentos a aquel rato de expansión esperado durante toda la semana. Porque es de advertir que sólo se bailaba los domingos en la plaza, como una inedia hora después de salir del Rosario, al que las mozas, casi en su totalidad, asistían muy endomingadas, y después que les «quintos» del año habían cruzado el pueblo en todas sus direcciones acompañados del tamboril, cantando can ciones de última novedad y parándose a echar la clásica media azumbre de vino, servido en jarro de colorado barro, en todos los establecimientos de bebidas que a su paso habían encon trado. Contra lo que esperaban, el autómovil, como fascinado por el hermoso espectáculo que la plaza ofrecía en aquella tarde de mayo, se detuvo. Sus ocupantes echaron pie a tierra, con lo que el círculo volvió a cerrarse y las parejas reanudaron su interrum pida danza. Encantador sobremanera era el espectáculo que la plaza ofrecía para aquel que por primera vez lo contemplaba.
— 12 — Aún las garras de la rastrera política no habían hecho presa en los tranquilos habitantes de aquel pueblecito. Todos mezcla dos tomaban parte en las comunes recreaciones, sin pensar en otra cosa que en sacar cada cual el mejor partido de ellas. En el espacio comprendido entre la Casa de Ayuntamiento y un caserón grande y viejo que enfrente se levantaba y que servía para los comicios populares, llamado por esta razón Casa de Concejo, destinado también a salón de actos, celebración de bodas y otras grandes reuniones, estaba la ^ente joven, a la que el tío Vicente hacía saltar y moverse sobre las lanchas con que un curioso Alcalde había privilegiado aquella parte de la plaza con el buen fin de que no se levantara mucho polvo. Cuando, terminada cada pieza musical, las jóvenes se reti raban a descansar un poco sentándose en los poyos de cantería que corren a lo largo de las fachadas del Ayuntamiento, ellos quedaban en medio, formando corrillos, charlando y discutiendo las incidencias del baile; charlas y discusiones que' muy pronto cortaba el tamboril cambiando de disco; ya que de nuestro artis ta no podía decirse lo de aquel otro que cuando le decían «¡Tam borilero, toca otro son!», contestaba imperturbable: ¡Allá va el mismo!». De la gente madura, los hombres, unos jugaban a la rayuela en grupos de cuatro o seis. Los curiosos se agrupaban y rodea ban la raya, azuzaban a los jugadores y actuaban de jueces de campo cuando se suscitaba la cuestión de cuál pieza estaba más cerca de la raya; y cuando esto no podía determinarse a simple vista, buscaban una pajita con la que, actuando cual si fuera me dida de precisión, dirimían las cuestiones con toda imparcialidad. Otros, sentados bajo los portales alrededor de la mesa, a las puertas de la taberna-, jugaban a la brisca el cuartillo de vino con gaseosa. Las mujeres, sentadas en los poyos que había a la otra par te o bien bajo los soportales, manejaban la tijera comentando los atavíos de las jóvenes y cortándoles algún que otro traje, por no estar del todo ociosas. De la chiquillería, unos se agrupaban alrededor de la mesa de los caramelos y con el cartón, en que estaban cosidas tres cartas, en la mano, esperaban impacientes el momento en que el director cortara la baraja que tenía, para ver si salía alguna de las cartas que ellos tenían y se llevaban el cuarterón de los dul ces cuadradillos, que con cara sonriente entregaba cuidadosa mente envueltos el buen tío Casimiro, y con los que darse aires de agraciados y convidar a sus amistades. Otros, más positivos, se iban a la rueda de cigarrillos de tía Micaela, donde siempre tocaba por una perra chica, si no una figurilla de las que ador naban la rueda, al menos un largo y retorcido cigarrillo con el
que tenían para chupar toda la tarde. Los que sentían los efeC" tos del calor tormentoso de aquella tarde, se agrupaban pidien do un barquillo del «rico helao» al tío Joaquín, que aquella tarde había hecho su primera aparición en la plaza con su nevera, in augurando oficialmente el calor. Los más inquietos jugaban al toro, en constante zigzagueo por entre los mayores, ganándose algún que otro sopapo al acometer a las personas pacíficas en tregadas a sus juegos o curiosidad, semejando las bandadas de aviones o vencejos que en las tardes, al caer el sol, revolotea ban alrededor de la torre del lugar. Eu la plaza se elevaba una enorme algarabía, producida por mil voces distintas, semejante a esa armonía discordante que se escucha en las noches serenas de mayo en las florestas al lado del río, donde se mezclan en un solo y armonioso coro todos los cantores nocturnos, y que hacía las delicias de grandes y peque ños, pues no había pequeño que a la plaza no acudiese ni viejo que en casa se quedara. Pero como nada hay durable en este picaro mundo, tampoco el hermoso cuadro que la plaza presentaba había de durar mu cho. Muy pronto, el fuerte viento desatado por Eolo comenzaba a formar torbellinos que se deshacían en nubes de polvo, y los tormentosos nubarrones dejaban caer gruesas gotas de agua, ha ciendo un rápido despeje, obligando a los domingueros a refu giarse en los portales. Los danzarines, no resignándose a dejar interrumpido lo que, según ellos, era indispensable para que no resultara domingo de Cuaresma, buscaron presurosos al Alguacil, al que pidieron la llave de la Casa de Concejo, y entrando en ella atropelladamen te para mojarse lo menos posible, continuaron en ella su diver sión hasta una hora más tarde, en que los silbidos de los mozos, señal establecida desde muy antiguo, anunciaban era llegada la hora de dejar el baile y restituirse cada cual a su casa, excepto los jóvenes que, desde ese momento, quedaban hechos dueños de la plaza y calles para recorrerlas una y otra vez, cantando típicas canciones, ya a solos, ya a coros, haciendo demasiado frecuentes paradas para remojar sus gargantas secas de tanto cantar. Nuestros viajeros, acompañados por unos cuantos chiquillos que la curiosidad había reunido en su derredor y parecía no es taban dispuestos a abandonarlos hasta ver qué hacían, dónde iban o quiénes eran, se encaminaron a la única fonda del pueblo, satistechos del espectáculo que habían presenciado y dispuestos, pluma en ristre, a no dejarse escapar nada de cuanto digno mención allí ocurriese.
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II
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Desaparecieron las nubes. Cerró, espléndida, la noche, re frescada por la pasajera lluvia. Los corrillos que a la salida de la Casa de Concejo habíanse ido formando, comenzaron a desfilar cada cual por sus calles favoritas, siendo los primeros en aban donar la plaza el grupo de los quintos acompañados del tamboril. Como en más de una ocasión hemos de encontrarnos con este grupo, árbitro de la situación en todas cuantas fiestas y di versiones en el pueblo se organizaran, nos permitirá el lector que demos algunas noticias sobre el funcionamiento de esta se cular institución, que aunque, según mis noticias, nada conserve escrito ni de sus fundadores, orígenes, fiestas que solemnizar, ceremonias que ha de observar, sanciones para los morosos, de las que según refieren las crónicas nunca hubo necesidad de echar mano, ni de otros usos y costumbres establecidas no se sabe por quién, cómo, ni cuándo; es lo cierto que todos lo cum plían, no diremos que al pie de la letra, pero sí con la más rigu rosa escrupulosidad, siendo necesaria una causa grave para eximirse de la asistencia a cualquiera de los actos. Se denomina con el nombre de «quintos» a los que durante <1 año cumplen los veinte de su edad, época en que son alista dos, tallados y sorteados para su incorporación a filas. Comien za para ellos el año oficial de quintos el día tres de mayo, festi vidad de la Santa Cruz. La noche antes, tienen gran cena, jun tos los entrantes y los salientes, en la Casa de Concejo, lugar siempre de reunión. Pasan la noche comiendo, cantando y ron dando juntos, hasta que ya de madrugada reciben de manos de los salientes la investidura de su autoridad bullanguera, es decir, el tamboril, flauta y cachiporra, pasando éstos ya a la reserva y, en la estimación común, como personas formales, mientras aque llos, amos del pueblo desde ese momento, comienzan a recorrer el círculo que inevitablemente ha de llevarles a parar en otro año
al día de la Cruz en que, con palabras llenas de sentimiento, en treguen a sus sucesores las insignias de su poderío, deseándoles que a su vez puedan, sin faltar ninguno, entregarlas a los que después de ellos han de venir. Tan dueños quedan hechos de la situación, que no hay en el pueblo función que ellos no organicen, baile a que no den prin cipio, riña en que no tomen parte, ni autoridad que con ellos se meta. Son inviolables e inatacables. Todos juntos forman un bloque que ¡ay de aquel que intente romper, injuriando de pala bra u obra alguno de sus miembros!, porque, haciendo común la ofensa, todos se consideran obligados, por el honor de la colec tividad, a procurar una satisfacción, ya que en las crónicas de la institución, que el vulgo conserva en la memoria, no hay nin guna que haga mención de que la menor ofensa hecha a uno de sus componentes qaedó sin la merecida respuesta. Ya ellos, desde los primeros momentos de su actuación, lanzan al aire en sus coplas, en las que pudiéramos ver, como suele decirse, su programa de gobierno, sus propósitos de paz para todos, pero también de «justicia conmutativa» para aque llos que no sepan o no quieran reconocer sus privilegios. Allá va una de muestra: Yo soy un quinto de hogaño y no tne meto con nadie. Al que se meta conmigo las tripas le echo a la calle.
Entre sus funciones principales, estaban las de organizar los bailes domingueros, preparar y correr las capeas, celebrar la corrida de gallos del día de San Blas y algunas otras que en el decurso de la narración se irán haciendo notar. Para la primera de sus obligaciones solían ejecutar invaria blemente, lo siguiente: Los domingos y días festivos, en la tar de y a hora variable a tono con la estación del año, a la salida del Rosario, los quintos, en trajes festivos, acudían a casa del tamborilero designado entre los de la localidad, que eran varios y buenos, y ordinariamente por riguroso turno, para que ningu no se molestara ni se considerara preferido. Acompañados del tamboril, recorrían el pueblo en todas direcciones, avisando que la danza iba a empezar. Llegados a la plaza, uno de los quintos había de ser el primero en empezar y librárase alguno de co menzar el primero, sin pertenecer a la partida, porque entonces paraba la música y daban principio a las discusiones; y menos mal si la cosa quedaba en palabras Ellos habían de ser también los que comenzaran los silbidos de la dispersión. Hubo un tiempo en que casi tudos los días había camorra
— 16 — por estas cuestiones, hasta que ya la Autoridad, tomando cartas en el asunto y reuniéndolos a todos en el Ayuntamiento, el Al calde les exhortó paternalmente; fueron sus palabras, «que no jueran tan bobos*. Desde entonces, todas las cuestiones queda ban dirimidas amistosamente.
III
Las
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Cuando después de cenar volvemos a la fonda-café, halla mos a los recién llegados ya rodeados de los asiduos concurren tes a aquella peña de amigos, que allí solían juntarse a pasar un rato los domingos después de cenar. Entre ellos, se hallaban el Médico y Boticario, solterones, de carácter franco y jovial, a los que se unía el Secretario, que en la alegría y buen humor no se quedaba atrás, sin que tampoco faltara el zapatero Salustiano, que en socarrón y dicharachero daba ciento y raya a los de su oficio, siendo capaz de burlarse hasta de su sombra cuando no había otra cosa de qué burlarse, aunque siempre desde luego con la sana intención de pasar un rato alegres y entretenidos, sin faltar a nadie. Discurrían en animada conversación, salpicada de cuando en cuando por los sabrosos chistes del zapatero, mientras que por la calle los nocturnos rondadores desfilaban cada cual con sus canciones, rivalizando en animado concierto con los que les pre cedían y seguían. Ya eran los cuplés de última moda, traídos de la ciudad o aprendidos de algún gramófono. Ya eran malagueñas y soleares, en los que los afamados cantantes lucían sus gargantas causan do la envidia de los que tal no sabían o no podían hacer. Ora algún despechado pretendiente, que habiendo recibido alguna cucurbitácea de las de marca mayor, lanzaba a su ex-dama la siguiente copla; Para pasear tu calle no necesito cuchillo, porque al novio que tú tienes me lo meto en el bolsillo.
Un animado grupo que se acompañaba con acordeón y gui tarra, hizo su entrada en la calle, haciendo a los interlocutores
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interrumpir su entretenida charla y escuchar lo que cantaban. Era una antigua canción que decían «La Ricardíta»:
taba el repertorio. Era ésta la de viejo abolengo en el lugar, que había ido pasando de generación en generación, y conocida con el resonante nombre de El Lirón.
Las uvas de la tu parra están diciendo: ¡comedme! Y los pampanitos dicen: ¡Que viene el guarda, que viene!
A la que, como estribillo, repetían: A la Ricardita la van a llevar. Si la llevan, que la lleven, a mí lo mismo me da, porque yo no he sido ningún criminal.
Aún los últimos acordes de la canción se oían a lo lejos;, cuando un extraño tun-tun comenzó a percibirse. Eran los quin tos que iban ya de retirada a dejar el tamborilero en su casa y antes habían de dar la última vuelta. A medida que los instantes iban pasando, se percibían con mayor claridad las melodías ar moniosas no enturbiadas por ninguna nota discordante, a pesar de ser numeroso el grupo. Si quieres que yo te quiera, ha de ser con condición, que lo tuyo ha de ser mío y lo mío tuyo no.
Y como estribillo: A la moralita se matan los hombres con gracia y salero y arrojo también. A poner banderillas de fuego, mi amante es torero, yo me voy con él.
Habían estado, sin duda, tratando de la organización de las próximas capeas y recordaban canciones algo toreras. Paráronse a hacer el último descanso de la jornada en la ta berna de la esquina y, al salir, no sabiendo ya de qué canción echar mano, acudieron a la que reservaban para tu.ando se ago
Ya no tiene mi abuela más que un colmillo, donde cuelga mi abuelo los campanillos. Ya no tiene mi abuelo más que una muela, donde cuelga mi abuela las castañuelas. Ha salido el lirón con su pantalón. Su tía Susana, su abuela, su hermana en busca el lirón. A mí me gusta el lirón, el lirón, el lirón.
Llegados a la puerta de la fonda, pararon en seco y una voz, sobresaliendo entre las demás, cantó: A tu puerta hemos llegado cuatrocientos en cuadrilla. Si quieres que nos sentemos, saca cuatrocientas sillas.
Y sin esperar que les sacaran los cuatrocientos asientos, cosa que hubiera sido harto difícil, siguieron calle arriba hasta perderse en la lejanía con su tun-tun, turuntún, quedando el pueblo envuelto en el más profundo silencio. «Era la noche y hora en que los astros están en la mitad de su carreracuando comprendiendo los contertulios que ya era más que pasada la hora en que solían dejar aquellas domin gueras tertulias, única excepción hecha aquella noche por acom pañar a los forasteros, despidiéronse de ellos nuestros conveci nos con las mayores protestas de amistad y el ofrecimiento de acompañarles siempre que las atenciones de sus respectivas profesiones se lo permitieran (1). (1) Eran estos viajeros a que nos venimos refiriendo don Avelino Rocaíría, Ingeniero de Montes, y su ayudante don Sebastián Montaña, que venían a hacer algunos estudios topográficos de la región y fijaron su residencia en el pueblo,
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IV Topografía Hállase enclavado el pueblo de Ahigal en el centro de la llanura que se extiende entre las sierras de Villar de Plasencia y Béjar, por el nordeste; las de Casar de Palomero, por el norte; la llamada Sierra de Dios Padre, por el noroeste; y Plasencia, por el sur, de la que dista unas cuatro leguas aproximadamente. Lugar de unos dos mil quinientos habitantes, al que rinden ho menaje los pueblecitos de alrededor, que en los domingos acuden a visitarle con motivo del gran mercado de toda clase de gana dos que en él se celebra. Son éstos: Guijo de Granadilla, a dos kilómetros; Santibáñez el Bajo, a tres; Cerezo y Palomero, a cinco; y algo más retirados, Bronco, Aceituna, Valdeobispo y Santa Cruz de Paniagua. De «pueblo-jardín» han calificado algunos viajeros a referi do pueblo, debido a los abundantes y bien cuidados olivares que lo circundan en extensión de varios kilómetros por algunos lados y que constituyen su principal riqueza. Feraces tierras de cereales denominadas «vagos», corrupción sin duda del «pagus» latino, y llamadas también «vinas» por haber sido todo olio un abundante viñedo de lo que ya nada queda, lo circundan por to das partes. Terminada el área ocupada por los olivaies, se ex tienden las <hojas de labor», divididas en cuatro partes llamadas «cuartos» y que por turno riguroso van laboreándose cada año. No sabemos si porque no admiten una labor más intensa o por que no se le haya aplicado el cultivo intensivo. Son éstas las de ¿Vega Herrero», por la parte del Cerezo; «Carazos y Canchorras», por la de Santibáñez; «Fuente de la Oliva», a la parte del Guijo; y «Rincón», por la parte sur. » . Bañan su término, de norte a sur, las aguas de un abundan te arroyo llamado «El Palomero», debido a su lugar de origen, a una distancia de un kilómetro por la parte más cercana, que va poco después a unirse al Alagón. Todas sus márgenes están
ocupadas por pequeñas huertas que, a la par que de recreo, proporcionan buenas meriendas en las tardes de verano por las abundantes higueras y vides de que están pobladas. El río Alagón corre a unos cinco kilómetros del pueblo, se parando la «hoja» del Rincón del monte del pueblo, al que pres ta un valioso concurso por servir en estío de abrevadero al abundante ganado, y va más tarde, unido con el Jerte, a engro sar el caudal del Tajo. Constituye el monte a que nos hemos referido, otra de las principales fuentes de riqueza, ya que se dedica, en los años libres de labor, a la ganadería. Se halla bastante parcelado, siendo, por consiguiente, su camino uno de los más frecuenta dos. Un majestuoso puente de sillería labrada une las dos orillas del río, causando la admiración de cuantos por primera vez lo contemplan, pues no deja de parecerles extraño que tm pueblecito al parecer sin importancia, tenga tal joya. Pero tal cosa no es de extrañar, teniendo en cuenta que es, podemos decir, el viaducto por donde llegan al pueblo muchas riquezas y medio de comunicación con la ciudad más próxima. Medirá unos ciento cincuenta metros de largo por dieciocho de alto, poco más o menos, en su punto medio. Nueve arcos de medio punto dan paso a las aguas, que casi siempre se conten tan con pasar por algunos menos, como cohibidas por la majes tuosidad que el puente les ofrece. Hace varios lustros, el puente 110 existía, por lo que el paso obligado al monte se hacía bastante difícil y peligroso, especial mente en tiempos de lluvias. Hasta que un buen día de fiesta, a la salida de la misa mayor, la campana grande de la torre de la iglesia se dejó oir tocando pausadamente a «Concejo». Muy pronto la Casa de Concejo se vió repleta de hombres casados, que eran los únicos que tenían voz y voto en aquellas asam bleas, como cabezas de familia. ¿Para qué era aquella urgente convocatoria?, era la pregun ta que corría de unos a otros, sin que pudiera ser contestada por ninguno, esperándose con ansiedad la llegada del Ayunta miento en pleno, que en la Casa Consistorial estaba re uniéndose. A la llegada del Alcalde, Secretario y Concejales, se hizo el silencio más completo. Tomaron asiento en el poyo de prefe rencia, y el Alcalde, con voz emocionada, comenzó a explicar el motivo de la convocatoria. Poco más o menos, estas fueron sus palabras: «Ya sabéis la gran riqueza que para el pueblo supone el monte. Sabéis también, que todos los años ocurre alguna des gracia en personas o ganados. Sabéis el gran trabajo que su pone el acarreo y demás faenas de recolección, el año que se
— 22 — hace labor, y los muchos trastornos que nos ocasiona el no tener un puente, para que con toda tranquilidad y sin tener que mirar al río podamos atender nuestros ganados y explotar esa riqueza. Por todas estas consideraciones, los que formamos el Ayuntamiento, mirando al bien del pueblo, hemos pensado llamaros a todos para saber vuestra opinión sobre el particular. ¿Queréis que se haga el puente? Los pocos cuartos que hay en las arcas municipales no son suficientes para la magnitud de la obra, de modo que habrá que hacerla por prestación personal y ayuda de todos cuando el dinero se termine. He dicho». Y se sentós satisfecho de su discurso. Una ^alva de aplau sos acogió las palabras del Alcalde. — ¡Eso es lo que nos hace falta! ¡Muy bien pensado! ¡Lle varemos las piedras, aunque sea a cuestas! Estas y otras muchas exclamaciones salieron de la multitud. No faltó, sin embargo, algún «Tachuela» que se opusiera al proyecto. Sólo una voz desentonó en este coro aprobatorio y, como recuerdo de que en aquel plebiscito sólo uno era el dis cordante, al que la pronunció, se le denominó desde entonces con el nombre de «Sin Puente», transmitido a sus descendientes. Con el sacrificio del pueblo, durante tres años, se levantó airo so aquel puente, admiración de cuantos lo contemplan. La ermita de Santa Marina y la Cruz de la Salve, por la en trada norte; la de los Santos Mártires, al poniente; y la del San to Cristo de los Remedios, por la otra parte; la Cruz de la N a va, más lejos; y la pequeña de madera, llamada «de palo», más, arriba de la Nava, y que separa el término municipal del colin dante Guijo de Granadilla, dan al visitante la impresión de acer carse a un pueblo de tradiciones profundamente religiosas.
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H isto r ia Sobre los orígenes del pueblo, fundación, primeros pobla dores, etc., poco es lo que se conserva. Pero lo suficiente para que con pie bastante seguro, podamos caminar por el difícil te rreno de las conjeturas. Existen en los alrededores del pueblo tres núcleos de po blación, cuyos restos, casuales descubrimientos, han puesto al descubierto. Uno de ellos, a cinco kilómetros y en el sitio denominado las «Canchorras», cerca de la desembocadura del «Palomero». Otro, a unos tres kilómetros, al sitio llamado «La Fuente de la Oliva» y «Las Oliveras del Tesoro». Y el tercero, a kilómetro y medio, al sitio conocido con el nombre de «El PozoCinojah, junto al mismo arroyuelo. Del primero de estos núcleos, apenas si se conservan vesti gios. La tradición asegura, y los documentos refieren, que allí existió una ermita dedicada a Santa Marina, a la que tenían gran devoción, organizando una soleme romería el día 18 de julio. Destruida esta ermita, no sabemos cuándo, fué edificada una nueva en la parte alta del pueblo. ¿Cuándo se edificó la una y se destruyó la otra? ¿La imagen que estaba en aquella ermita le jana es la que está hoy en la ermita existente, o la que está en la iglesia vestida de pastora que parece más propio fuera la que estaba en la ermita lejana? Cosas son estas acerca de las cuales no hemos entrado en averiguaciones. Algunos viejos nos aseguraban que en una piedra que está colocada sobre la puerta de una casa por debajo de la plaza se lee la siguiente inscripción: Ave María—Año de 1789—Purísima Todo el mundo en general
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a voces, Reina escogida,
dice que sois concebida Sin pecado original. Estaba colocada sobre la puerta de la ermita, cosa que, con sultado el orden cronológico, resulta rio ser cierta, ya que en le cha de 20 de noviembre de 1735, existían la ermita en el pueblo y el altar en la iglesia parroquial. En carta-orden, fechada en Lagunilla en 20 de octubre de referido año 1735 y adjunto un decreto episcopal, ordenó el se ñor Obispo a los párrocos diesen relación de «diferentes pre venciones tocante a la iglesia parroquial, sus nombres y funda ciones, sus patronos y capellanías e inventario de todos.los bienes y.alhajas, estado y calidad, etc. etc.» A esta orden con testó el señor cura párroco don Nicolás Mzn. con la siguiente que copiamos al pie de la letra, actualizada la ortografía: Iglesia Parroquial. «En la iglesia parroquial de este lugar, es su vocación Nuestra Señora de la Asunción. Ella se compone de cinco altares con el principal. Dos, fuera de la capilla mayor, del lado del evangelio. Y de éstos, el siguiente del mayor es de Nuestra Señora del Rosario; y el que sigue a éste, el de Santa Marina. En la correspondencia de estos dos, en el frente, están los dos siguientes. De éstos, el que acompaña a el mayor, es del San to Cristo; y el que le sigue, de las Benditas Animas». Al hablar después de las ermitas, dice: «Tiene esta iglesia tres ermitas fuera del lugar. Una, del San to Cristo de los Remedios, que está agregado a la Cofradía de la Santa Vera Cruz y altar mencionado en la iglesia, del Santo Cristo del Perdón. Otra, de Santa Marina, con el referido altar en la igle sia, que asiste hoy Gabriel Paniagua, su mayordomo. La última es de los Santos Mártires San Fabián y San Sebastián, etc.»
Queda, pues, demostrado con lo dicho, que la existencia de la ermita de Santa Marina en las «Canchorras» es anterior al 1735. También tenemos noticias de que en una de las peñas que en aquel lugar existían había una antigua inscripción, que nos hubiera dado alguna luz; pero que no pudimos llegar a ver, porque un desaprensivo cantero destruyóla con cartuchos de dinamita para sacar piedra. Del segundo de los núcleos, sólo se conserva la memoria de que allí, junto con los restos de antiguas edificaciones, se ha
— 25 — bía encontrado algún tesoro junto a unas viejas oliveras, que la tradición llama «del tesoro». El tercero, sin embargo, nos da margen para fundar con más probabilidades nuestras aseveraciones sobre la antigüedad a que se remonta. Con alguna frecuencia venían los poseedores de los terre nos colindantes al centro a que nos referimos, descubriendo se pulturas, trozos de baldosas que, examinadas en su forma y constitución y aún en sus marcas de fabricación, dejaban ver claramente su procedencia romana, junto con otros restos ar queológicos, al hacer hoyos para plantar olivos o al abrir cante ras o aún algunas veces al labrar simplemente la tierra con el arado o la azada. Hace unos años, inesperado descubrimiento puso de mani fiesto dos lápidas sepulcrales y otros restos antiguos que vinie ron a disipar toda duda sobre el origen romano, al menos, de este núcleo de población. He aquí el texto y forma de las lápi das, ambas fragmentarias: S P ATR1 E T M A 'I' R 1B E S V E FAC1END V M C U R L E V 1S L O V I I O DVAL1F D V A L 1V S P A T E R A
V.
En la primera de ellas, consta sin duda la piedad filial de un hijo que «cuidó de hacer aquella sepultura a su padre y ma dre». En la segunda, viceversa, es el recuerdo que dedica «el amantísimo padre Dualio a su hijo Lovio Dualio>. El primer ren glón que en ella aparece, es sin duda la última palabra del «Sit tibi térra levis» con que los romanos acostumbraban encabezar las lápidas sepulcrales. «Séate la tierra leve», es decir, poco pesada. Más tarde, habitaron en este mismo lugar los árabes, que dejaron sus huellas en el pozo que se abre en el hoyo que sirve de confluencia a las vertientes de estos cerros, llamado «pozo Cinojal». La inscripción árabe, o mejor dicho, morisca, que hay en la cantería en que apoya el arco que parcialmente cubre el pozo,
— 26 — nos da la idea de que si no fueron ellos los que lo hicieron, que es lo más probable, dada la forma del arco evidentemente ro mana, acaso lo reedificaran o, al menos, les sirvió y lo dejaron como punto de referencia. De la inscripción medio borrada y cubierta por el moho, sólo pueden apreciarse algunos signos de derecha a izquierda. Examinada detenidamente la escritura a la luz de la más severa crítica, resulta ser una lápida topográfica en la que los signos señalan un lugar bien determinado, donde se halla es condida una cosa que los signos no dicen lo que es. El examen de la lápida nos da los datos siguientes. Los signos son moriscos. Señalan la fecha—852— , del año de la Hégira o Era Musulmana. El objeto o lo que fuera, se escondió en el pozo. Pero por si se perdía la memoria del pozo, están localizados todos los lugares adyacentes. Los signos indican que sobre el lugar del escondite había, como hay en la actualidad, un arco de piedra, a los pocos pasos del cual, corre un arroyuelo que, después de pasar por entre unos huertos, entra en otro arroyo mayor que está cerca. La boca del pozo mira un poco hacia la izquierda; y el camino que hasta él llega, baja formando un pe queño zigzag hasta cruzar el arroyuelo. Muy cerca del pozo, a la izquierda del observador mirando al pozo, se abren algunos hoyos, y a la derecha, junto al pozo, una piedra de cantería se ñala el límite del lugar del escondrijo. Los signos indican que sobre el lugar, o sea, sobre el mismo pozo, empieza un montecilio plantado de olivos, que continúa por la derecha dando un poco de vuelta, y dejando entre el montecillo y el arroyo peque ño una cañada, que baja al arroyo grande. Otros signos, indican otros puntos topográficos de esa parte. Faltan los signos de la parte izquierda de la lápida, que no me atreví a tomar por el peligro que suponía de caer de cabeza al pozo, pero que dado el carácter de los copiados nos hacen suponer que sean los datos topográficos del terreno de esa parte. Los caracteres en que la lápida se halla escrita, ciertamente moriscos. El año de la inscripción, 852 de la Hégira o Era Mu sulmana, correspondiente al año 1405 de nuestra Era, nos hace, suponer que ya fuera que por entonces en las luchas de Enrique IV, que a la sazón reinaba en Castilla y León, contra los ára bes, les obligaran a salir del poblado; ya que fueran a unirse a los moros de Granada, contra cuyo reino se hicieron entonces algunas campañas; la inscripción hace suponer que marcharon por el año de la fecha, dejando enterrado en sitio seguro su te soro, indicando con toda suerte de detalles el lugar donde lo de
— 27 — jaban para recuperarlo a su vuelta, que no sabemos si llegó a realizarse. Los restos arqueológicos encontrados; los signos de escri tura hallados en las piedras diseminadas por los alrededores, muchas de las cuales sirven de paredes en aquellos huertos; trozos de columnas y lápidas, prueban con exceso nuestra afir mación sobre la antigüedad de estos lugares. ¿Aquellos tres núcleos de población, o los restos de ellos, se unieron y formaron el pueblo actual? ¿Los actuales poblado res nada tienen que ver con los antiguos?. Hagamos algunas conjeturas. Por la colocación de estos poblados, los tres en las vertien tes de las aguas, junto a vegas de abundantes pastos, dos junto al Palomero y el otro cerca de Alagón. así como por las tradi ciones religiosas que se conservan, podemos deducir que los ro manos que en estos sitios vivieron se dedicaron a la ganadería. Acaso fuera una de las estaciones de aprovisionamiento para las legiones romanas en su paso de la Bética a la región montañosa de León por la calzada romana que pasa a unos kilómetros de estos lugares. Al habitarlos más tarde los árabes, que se mezclaron con los anteriores y dedicados especialmente a la agricultura, hu bieron de buscar más arriba las tierras de labor; y de aquí que, fundidos los moradores de los tres poblados, no de otra forma que los antiguos etruscos, latinos y sabinos fundaron al unirse la ciudad de Roma, así también éstos fundaran el pueblo actual, acerca del cual no hemos entrado en más averiguaciones. Nada sabemos de cómo se llamaron aquellos antiguos po blados. La tradición oral nos dice que el actual pueblo se llamó antiguamente «La Higueral», debido a las muchas higueras que en sus alrededores crecían. Ya del siglo XV encontramos docu mentos que nos hablan del pueblo y aparece con el nombre de «La Higal». Y en el siglo XVII, hallamos que, suprimida la L y unida la A, resulta el nombre que en la actualidad ostenta: «Ahigal» Si su origen se remonta aún antes de la dominación roma na, no podemos asegurarlo con certeza. Con el fin de que la interpretación que damos a la lápida que arriba queda descrita, no pueda parecer arbitraria por com pleto y a juicio del escritor, diremos brevemente cómo, del modo más impensado, pudo llegarse a su pleno conocimiento. Por el mes de junio de 1936, estando en Cáceres, hube de hacer un viaje al pueblo con el fin de descansar unos días y aprovecharlos para completar los datos que necesitaba para es cribir la obrita que me había propuesto sobre el pueblo. Y como es natural, no podía faltar mi visita al Pozo Cinojal, donde sabía
— 28 — existía aquella piedra con signos que no habíamos podido desci frar alguna de las veces que lo habíamos intentado; y ver tam bién una de las lápidas sepulcrales, la primera, que aún estaba en uno de aquellos huertos. La segunda lápida estaba en un co rral de Mateo Paniagua bajo un montón de leña, que hubo que tirar para sacarla y poder transcribirla. Como Dios me dió a entender y con riesgo de caer de ca beza al pozo, pude copiar los signos que en la piedra están, pen sando estudiarlos por despacio y ver si podía sacar algo en limpio. Al mes siguiente, julio de 193G, estalló el Glorioso Alzamien to Nacional. Como visitaba casi a diario los hospitales desangre en Cáceres establecidos, uno de los días, al visitar la sala de moros en el Hospital establecido en las Normales, vi a uno que estaba escribiendo y, al ver sus garabatos, me acordé de mi lápida. Quedamos en que al día siguiente le llevaría mi escrito para que lo viera; pero cuando fui al día siguiente ya lo habían evacuado .1 otro hospital. Al preguntar por el morito, uno que estaba al lado y que el día antes había escuchado nuestra con versación, me dijo lo habían evacuado y me preguntó si llevaba el escrito. Este moro era de Ifni y parecía bastante civilizado. Le entregué el papel y, enseguida de repasarlo con la vista, me dijo: — Estos son signos moriscos y no se trata de inscripción sino de una lápida topográfica. Y fué explicándome todos los signos tal cual los dejo arriba explicados. Pero todo ello sin que yo le dijera absolutamente nada, hecho principal en que estriba la autenticidad de la expli cación y significado de la inscripción. Vivamente emocionado, me preguntó si estaba muy lejos y se podía ir fácilmente al lugar donde estaba la piedra, a lo que le contesté que, aunque estaba un poco lejos, sin embargo, con un coche se podía ir y volver, fácilmente, en el mismo día y que daba tiempo suficiente para examinar aquello con detenimiento. Quedamos en que si le daban el alta pronto haríamos el viaje, pero lo evacuaron de allí y no volví a saber más de él. Ahí tienes, lector, cómo tuve la interpretación de la escritu ra más pronto y con menos trabajo y más segura de cuanto po día pensar cuando, haciendo equilibrios sobre el agua del pozo, me entretenía en copiarla.
VI Los
E
ii
<* a u t o »
Sentados junto al Pozo Cinojal se hallaban una tarde los turistas, a los que denominaremos con el nombre de amigos, departiendo amigablemente con el Boticario, Médico y Secre tario; a los que vinieron pronto a unirse los estudiantes, ya en vacaciones, que cansados de andar por aquellos huertos, sal tando paredes y revolviendo piedras, restos arqueológicos, de los que sólo pudieron encontrar algún trozo de cantería con caracteres raros medio borrados que no pudieron descifrar, bajaron a beber al Pozo. La curiosidad les hizo intentar descifrar la inscripción que, sobre la cantería en que estriba el arco, se halla, y que, cu bierta por el moho, apenas era visible. Buscó Faustino, uno de los estudiantes, un puñado de hierbas con que limpiar la piedra y montóse a horcajadas sobre ella, 110 consiguiendo ctra Cosa que ensuciar el agua con la basura caída, operación que hubo de interrumpir porque unas mujeres del pueblo aparecieron en lo alto del camino con sus cántaros, que venían a buscar,agua. Bajóse enseguida; removió el agua y la cristalina superficie quedó tan limpia como antes estaba. Vamos a preguntar a estas mujeres la historia del pozo, dijo a los demás uno de los estudiantes, que sobre ello había oído alguna cosa curiosa. Y cuando las mujeres, llenados sus cántaros, se disponían a emprender el regreso, dirigiéndose a la de mayor edad, le dijo: — ¡Oiga, tía Sinforiana!, usted que es muy leída y conoce todas las historias del pueblo, ¿podría contamos algo sobre la historia de este pozo y del «Encanto» que hay en él? Estos señores forasteros tendrían sumo gusto en saberla. Y la mujer, halagada un poco en su vanidad, bajando el cántaro que acababa de colocar sobre su cabeza y dejándolo
— 30 — sobre el poyo de cantería, comenzó su narración en los siguien tes términos: — Esti pozu es mu antiguo. Lo jicierun los morus que vi vían ahí arriba. Una mañana de San Juan, jad ya algunus añus, vinu pol la mañana, antis de salil el sol, una moza de nuestru pueblu a buscal agua. Y al sacal el cántaru, vió que estaba arrollau al cuellu del cántaru un jilu de oru. Se pusu tan contenta. Sacó el cántaru que dejó encima desta piedra y empezó a jacel un oviliu. Perú cuanti más enrrollaba, más salía; jasta que jizu tan grandi el oviliu que ya no lo podía abarcalu con la manu. Entonéis, cortó el jilu pa jacel otru. En cuantis jizu estu, sintió en el pozu un ruiu mu grandi. Se revolvió el agua y salió un mozu echandu lumbri pol los ojus yjgritandu: «¡Ya me perdistis! ¿Porqué no sacastis todu el liilu sin romperlu? ¡Estaba esperandu con ansiedad esti día y to me lo has echan a perdel. Perú ahora lo vas a pagar! >Y se tiró a cogel a la moza. Perú ésta sa lió corriendu pa escapa!. Y dispués que pasó esi arruyu, oyó otra vez al mozu que gritaba: «¡Te escapastis porque no puedu pasal el arroyu!». Y llenu de rabia, se volvió a metel al pozu. Y ahí está pa in sécula seculorum. Porque no hay moza que s‘atreva a venil a buscal agua antis de salil el sol y muchu menus la mañana de San Juan, que es el día del desencantu. Perú tieni que sel antis de satil el sol, porqui dispués no sali. Tanto gustó el cuento del encanto y tales palabras de es trañeza fueron pronunciadas por los oyentes, que la buena mu jer se sintió animada para continuar en el uso de la palabra an te aquel boquiabierto auditorio y enlazar con este otro cuento también de encantos: —¿No sabin ustés na del encantu que hay cerca de las oli\ eras del Tesoru? Hay allí cerca uil guertu que llaman de la Tienda y verán ustés porqué. Ja d ya muchus añus venía un mo linera del molinu del riu una mañana mu tempranu, el día de San Juan, que es el día de los en can tus. Y al pasal por aquel sitiu, vio, junlu a la pareg del guertu, que había una tienda de ba retajas. Extrañau del casu, se arrimo a la pareg y vió a un seño! que tenía una barba mu grandi blanca y que estaba serttau de trás del mostraol. Cuandu el señol se dio cuenta de que llegaba aquel hombri, se levantó mu atentu a preguntali qué quería de su tienda y qué era lo que más le gustaba. El molineru, dispués de examinal to lo que había, le contestó: «Aquella cuerda tan bo nita que está allí». Se conoci que le jadría falta pa algún costal. El hombri de la barba se pusu furiosu y cogió la cuerda y se tiró al molineru, mientras le gritaba: «¡So ladrón! jPa ajolcalti con ella! >. Y lo agarró de la chambra. Perú como era ya algu vieja, se rompió; y el molineru salió corriendu hasta Ilegal al arroyii, que
— 31 — está allí al pie. Entonéis, el señol de 1a barca le gritó: «!Ya le escapastis, que no puedu pasal del arroyu! ¡Si hubieras dichu que lo que más te gustaba de la tienda era la mi barba, me hu bieras desencatau y te habría jechu to lo ricu quehabieras queríu! Por esu naidi pasa por allí la mañana de San Juan antis de que esté ya el sol bien salíu. Y como no advirtiera la buena mujer signo alguno de can sancio en los que la escuchaban, sino más bien la curiosidad y el interés retratado en su semblante, se animó a continuar con sus encantos. —Pos hay otru encantu que dicin que está en un prau, que está pa «Mingolobitu», en la calleja que baja pal «Molinu So ■ su», unu de los últimus a la manu izquierda. Perú aquel está metíu en un pozu que está tapan en mediu del prau. Esti sali la ma ñana de San Juan na más y es un buen mozu, pero que está encantau en forma de tora negra y sali esa mañana a pacel la hier ba. Y dicin que pa desencantalu tiene que il una moza una ma ñana de San Juan, antis de salil el so!, con un pañuelu de sea y cuandu el tora venga furiosu a arremetel con ella, se esté mu tranquila y sin mieu y le limpi la baba; y entoncis se quea des encatau. Pera hasta ahora ninguna moza se ha atrevíu a jacel la prueba... Y ustés perdonin, que ya se va jaciendu tardi y hay un cachillu entoavía hasta el pueblu. Y cogiendo su cántaro, se dispuso a marcharse. El audito rio, que había escuchado con interés su relato, le dio las gracias y, poco después, emprendía el regreso, abandonando aquel lu gar, no porque les diera miedo de que saliera el encanto, sino porque el crepúsculo vespertino iba ya extendiendo sus sombras. De regreso al pueblo, nuestros amigos comentaban las na rraciones oídas, haciendo notar cómo la imaginación popular había rodeado de misterios aquellos poblados de otros tiempos, Y no sin razón, añadimos nosotros, y con algún fundamento, al conocer después la interpretación de la lápida del pozo, a que antes se hizo referencia. Porque no es de extrañar que si en aquel lugar u otros adyacentes, se escondió algo por los que. marchaban sin poder llevárselo, rodearan de misterios esos lu gares, con el fin de que nadie se atreviera a buscarlo.
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V II F i e s t a «le Na n A n t o n i o El Capazo Veloces pasaban los días para nuestros turistas, entreteni dos, los días festivos que sus ocupaciones les dejaban libres, en recorrer los alrededores del pueblo, siempre acompañados por los que solían llamar «la pandilla dominante». Ya eran las sesio nes en la Cruz de Palo, donde acudían también los del vecino pueblo de Guijo, formando concurridas tertulias. Ya era a la Cruz de Santa Marina, desde cuya explanada se divisaba un hermoso panorama, formado por las ondulaciones de los peque ños altozanos, que cual manada de corderillos van saltando has ta llegar al Palomero. La mancha oscura formada por la dehesa del pueblo poblada de seculares alcornoques. Los olivares y en cinas por otra parte y al fondo, en el horizonte, la Sierra. Ya eran las visitadas las huertas del Palomero, especial mente las de la «Vega Larga», donde uno de la cuadrilla poseía una en la que se entretenían en aplicar sus conocimientos hor ticultores. Y llegó la fiesta de San Antonio, primera que en el pueblo iban a pasar. No habían terminado de cenar, la víspera en la noche, cuando ya comenzaron a escucharse los estampidos de los cohetes, preludios de fiesta, y, a poco rato, los sones del tamboril invitando a la gente para el «Capazo». — ¡Ea, ya tocan al capazo!—advirtió la fondista, como diciéndoles que remataran la cena. —Y, ¿qué es eso del Capazo?—inquirieron los comensales. Pero no tuvo tiempo de contárselo, porque en aquel momento entraban en la tonda los estudiantes y, haciéndoles acelerar el final de la cena, se los llevaron al lugar del espectáculo. En la Plazuela, hallábase ya reunida gran cantidad de gen io. En medio de ella se levantaba una elevada horca, clavada
en el suelo, sobre la que tenían colocado un capacete de lagar ardiendo y al lado un montón de ellos, con los que iban sustitu yendo a los que se consumían. Los mozalbetes rodeaban la hor ca armados de garrotes y sin dejar de dar garrotazos sobre-el capazo para avivar su llama. Un poco más retirado estaba el tamborilero y la gente joven bailando— Este es el clásico capazo que se hace en las vísperas de las fiestas principales a la puerta de los mayordomos, menos el del Cristo, que se hace en la plazuela de la ermita, a la que acude todo el pueblo—explicó uno de los estudiantes. Poco más de dos horas duró aquello. Los mozalbetes, agotado el montón de capacetes, entraron a registro en las cuadras vecinas, sacando cuantos serones viejos podían encon trar para alimentar el fuego por algún tiempo más, ya que la velada había de durar mientras en la horca hubiera algún apa rejo ardiendo. Era como el fuego sagrado que sostenía la velada. No fue ésta la única sorpresa de la noche. No pudieron conciliar el sueño. De cuando en cuando, un ruido estridente de carretas y gran alboroto de gente que lo acompañaba, los tuvie ron en continuo desvelo. ¿Qué sería aquéllo? Sólo a la mañana siguiente pudieron saberlo. Eran los quintos que durante toda la noche no hacían otra cosa que sacar de los corrales y trasla dar a la plaza, en medio de gran algazara, cuantos carros de labor podían encontrar, para con ellos cerrar las calles de la plaza y celebrar en ella la capea.
Iglesia Apenas el madrugador Febo había comenzado a des embozarse de entre las sábanas de su lecho, dorando con sus incipientes rayos al despejado horizonte, prometedor de un espléndido día, cuando ya el tamborilero, colgado su tamboril del brazo izquierdo y en la misma mano la rústica gaita, gol peando el tirante parche, recorría las calles del pueblo tocando alegre y típica diana que llamaban «folia». Una hora más tarde, los cuatro mozos escogidos por el ma yordomo para llevar en la procesión la imagen del Santo, reco rrían también el pueblo, cesta al brazo, recogiendo las limosnas de los fíeles. Y, una vez hubieron terminado, las campanas, con sus alegres volteos, anunciaban al pueblo iba a dar comienzo la función religiosa, Cuando nuestros amigos fueron a la iglesia, hallaron ya en el pórtico que corre a lo largo de la fachada a los habituales contertulios y demás hombres del pueblo, fumando y charlando tranquilamente mientras daban el último toque anun ciando que la procesión estaba para ponerse en marcha. Un re
— 34 — doble de campanas y la aparición, en la puerta, de la manga pa rroquial y pendón les hizo descubrirse y arrojar los cigarros, incorporándose a la procesión. Abría marcha el tamborilero y, tras él, el pendón y la manga parroquial y chiquillería en desor denado pelotón. Seguían los hombres; a continuación, la ima gen del Santo, seguida del clero; y cerrando la procesión, mo zas y mujeres, también en pelotón. Sin alterar el orden de colo cación, la religiosa manifestación recorrió las calles designadas, regresando a la iglesia y dando comienzo la Santa Misa. Notas sobre la iglesia— Consta la iglesia parroquial de una sola nave bastante amplia, de un estilo románico, en la que claramente se distinguen dos partes. El ábside, de alta y airosa bóveda de cantería formando arcos y rosetones, tiene, todas las trazas de haber sido construido a fines del siglo XV o principios del XVI. La parte que está fuera del ábside, a tejavana, soste nido el tejado por tres arcos majestuosos, también de cantería, parece de construcción más antigua. Documentos del año 1492 nos hablan de la iglesia parro quial ya existente y, poco más o menos, en la misma forma que en la actualidad se halla. Posteriormente, del año 1650 al 1680, fué construido el retablo del altar mayor por el escultor Juan García, al que le fueron entregados, a cuenta de su escritura, distintas cantidades hasta su total liquidación por un importe de hasta veintitantos mil reales. Es sencillo, sin grandes ador nos. Pocos años más tarde, fué dorado, siendo beneficiado el señor comisario Francisco López Ibáñez y mayordomo Fabián Martín; y se acabó a 8 de septiembre de 1706, como rezan las inscripciones que en las bases de las columnas se hallan. Hallándose con algunos fondos la iglesia, pidieron, referi do año, licencia para dorar el retablo. Se publicó la obra y la remató José Muñoz de Resta, maestro dorador, en nueve mil reales. Pero sobrevinieron otros gastos y, no teniendo bastante dinero para rematar las pilastras que faltaban, hubieron de pe dir prestados cien ducados, equivalentes a mil cien reales, a don Francisco del Castillo y Tostado, vecino de la villa de Gra nada (Granadilla), a un interés del 30 por 1.000, hipotecando para ello algunas fincas de la iglesia. Otorgada esta escritura ante el escribano de Ahigal Fran cisco de Mesa, fué satisfecho su importe a doña Catalina Gon zález Barruelo, su heredera, en 8 de abril de 1737, que lo reci bió de mano de Juan Esteban, vecino y cirujano titular, y Fran cisco Domínguez Azeytuna, voz del dicho lugar de Ahigal. Perdone el lector esta disgresión histórica y continuemos con nuestra fiesta.
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Los Exámenes Acabada que fué la misa, gran parte de la gente siguió a los niños de la Escuela que, como todos los domingos y festivi dades, en perfecta formación y presididos por la bandera nacio nal, acudían a la Iglesia desde la Escuela, y viceversa. Era costumbre celebrar aquel día los exámenes públicos de los niños. Bien lo sabían los que de las Hurdes acudían aquel día a vender cerezas, que no tenían que vocear mucho para vender su mercancía, porque sabían que. el Ayuntamiento com praba todas cuantas llegaran para con ellas convidar a todos los chicos. El Tribunal formábalo el Ayuntamiento en pierio; Autorida des Civiles y Militares y Eclesiásticas, que ocupaban el estra do. En los primeros bancos, los examinandos; y en los de más atrás y apiñados en los pasillos laterales, los familiares y curio sos, resultando un acto sobremanera interesante. Sobre la mesa de la Presidencia estaban los trabajos de escritura, que cuidado samente habían ido formando los alumnos y donde mostraban su pericia en toda clase de letra, según el grado a que pertenecían, y que desfilaban de mano en mano entre los señores del Tri bunal. Formando corro delante de la escalerilla de subida al estra do, iban pasando las distintas secciones que, luego de contestar cuantas preguntas hiciesen los examinadores, se retiraban para dejar lugar a la siguiente. Examinadores había que se compla cían en zarandear bien a los chicos, para probar sus saberes, siendo las materias objeto de mayor curiosidad por parte del Tribunal, la lectura, matemática, geografía e historia, sin que faltara la preguntita de catecismo. Terminada la prueba, en lo que se tardaba bastante, el se ñor Maestro, que durante todo el tiempo apenas podía tomar parte, emocionado al ver como todos sus discípulos, cada cual en su escalá, respondía a sus afanes, dio por terminado el acto. Y comenzó el desfile. Los niños iban pasando ante la pre sidencia, recibiendo de manos del señor Maestro, cada uno su cuaderno de escritura y un librito de Cuentos, de Saturnino Ca lleja. El señor Alcalde daba una perra gorda o chica, según la categería, tomándolas de los dos sombreros que, puestos sobre la mesa a manera de bandejas, las contenían. Y por último, el Aguacil, colocado junto a las banastas de las cerezas, iba lle nando la gorra a cada uno de los chicos, que salían tan conten tos con los trofeos de su victoria. Porque es de advertir que en aquellos exámenes no se repartían calabazas.
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El señor Maestro Por ser el señor Maestro digno de especial mención, le de dicaremos párrafo aparte. Era en la época a que nos referimos, maestro único de ni ños en la localidad don Teodoro Asensio Rodríguez, natural de Torre de Don Miguel, de la provincia de Cáceres, nacido el año 1866 e hijo de Domingo y Eloisa. A los veintidós años, ya tenia en propiedad la Escuela de Ahigal, que regentó hasta su muer te, ocurrida en 17de agosto de 1931, unos cuarenta y tantos años. De su amor a la enseñanza, por la que profesaba verdade ra vocación; de su mucho celo en hacer que ninguno de los chi cos faltasen a la Escuela; del paternal cariño con que procuraba unir estrechamente la ilustración de la mente con la educación moral, religiosa y social; del aprovechamiento de los alumnos bajo tan diligente y sabio maestro; de su admirable constancia y asiduidad en la asistencia, de la que nunca se dispensó, a pesar de que, sobre todo en sus últimos años, le costaba bastan te trabajo llegar a ella, muy altamente pueden hablar las gene raciones que por su mano pasaron. Sin miramientos particulares, fué su afán y norma de su conducta el hacer que todos salieran de su Escuela, llegada la edad de abandonarla, preparados para defenderse en sus nego cios o dispuestos a comenzar una carrera. Viéndose rodeado, como corona de sus afanes, de sacerdotes, médicos, abogados, maestros, secretarios y otras carreras y profesiones que de su escuela volaron por todas partes, llevando grabadas en su men te y corazón las lecciones y recuerdos del buen maestro que supo forjarlos en su niñez. De su natural bonachón e incapaz de negar a nadie lo que le pidieran, nos da idea la mucha confianza con que todo el mundo acudía a él. Ya para sacarle algún dinero; ya los huertos para meter los ganados; ya su hermoso potro para hacer algún viaje, etc., etc. De entre las muchas anécdotas que podríamos referir a este propósito, notaremos únicamente l;i siguiente. Estaba una tarde trillando en uno de los prados de La Nava y ya tenia la parva bastante molida. Llegaron los estudiantes, todos ex-di: upulos suyos, y armándose de rastrillos, bieldos, palas y otros aperos, se la juntaron en un santiamén. Se levantó un poco de aire y se empeñaron en limpiarla; y como esto ya era a la puesta del sol, no le convenía, porque hubiera tenido que quedarse allí o dejar una persona de confianza. No pudo sin embargo oponerse y aunque medio protestando (¡Caramba, caramba! ¡Estos mucha chos!... palabras más bien de cariño que de protesta) dejó a los
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estudiantes continuar la faena proyectada. Cuando empezaba a anochecer, estaba el trigo casi limpio. Como aquello ya no po día ni llevarse a casa ni dejarlo solo, quedáronse allí a dormir algunos mientras el bueno de don Teodoro se marchaba, refun fuñando un poco de las ganas que tenían de trabajar aquellos improvisados cosecheros; y al poco, les enviaba la cena. Era su mayor alegría verse rodeado de sus discípulos, los estudiantes que muchas veces le acompañaban a paseo. En sus últimos años, como apenas podía andar, salía montado en su borriquillo, pacífico a carta cabal. Le sujetaban la cabalgadura arrimada a la pared; le ayudaban a montar y caminaba luego en medio de ellos como un patriarca. Los últimos años de su vida se pidió para él la Medalla del Trabajo con el fin de premiar su laboriosidad, hacerle un home naje antes de su jubilación y que se retirase a descansar ya. El cambio de régimen impidió pudiera llevarse a efecto el merecido homenaje proyectado y su muerte, ocurrida meses des pués, hizo que ya éste hubiera de ser postumo. En 23 de diciembre de 1934, reunidos gran número de los alumnos dispersos, con los del pueblo y puede decirse que el pueblo entero, fué celebrado el homenaje; y, como recuerdo, quedó colocada una lápida de mármol en la fachada de una casa que poseía junto a la plaza y que lleva la inscripción siguiente: A D. TEO D O RO A SEN SIO RO D RIQ U EZ, BEN EM ER IT O M A ESTRO N ACIO N AL, Q U E E JER C IO EN E S T E P U E B L O 43 AÑO S. PA R T IC IPO D EL CARIÑO D E TO D O S Y M ER EC IO G R A C IA S D E R EA L O RDEN PO R SU A SID U A Y FEC U N D A LA BO R ESC O LA R .
SUS ALUM NOS. Ahigal-Agosto-1931.
La capea No estaría completa la fiesta si le faltase el emocionante es pectáculo de la capea, falta que hubiera ocasionado el sonrojo y vergüenza de los quintos. Aún no serían las tres de la tarde, y ya las calles que afluían a la plaza se veían animadas por grupos de los más ade lantados que acudían a coger buen sitio para la capea. Poco más tarde el «ancho circo* estaba lleno de «multitud clainoro-
— 38 — sa», que impaciente esperaba aparecieran en el balcón del Ayuntamiento las autoridades, para dar comienzo a la popular diversión. Las calles, tapadas con carretas de labor, que estaban aba rrotadas de público; los más valientes, armados de picas o lar gas aguijadas, estaban en la plaza que hacía de ruedo; otros, dispuestos para la lidia, ostentaban vistosos trapos, en los que se envolvían paseando la plaza con aires de diestros en el difí cil arte de mantener la tranquilidad ante los cornúpetos anima les; los más cobardes, se situaban en los balcones o en lo alto de las carretas para confirmar con su actuación aquello de que «desde la barrera se torea el toro»; ios muchachos, acurrucados entre las ruedas, esperando el momento en que echaran a la plaza algún chotejo para jalearse un rato. El griterío era ensor decedor y la algarabía desconcertante. Ocupado el balcón de la presidencia por las autoriJades y allegados, y dada la señal por el Presidente, abrióse la Casa Concejo y arrogante jinete, montando brioso alazán blanco, saltó a la plaza. Era el encargado de pedir la llave del Corral de Con cejo, que al otro lado de la plaza servía de toril. Después de dar por el ruedo las tres vueltas de rigor, seguido de la cuadri lla con sus trapos al hombro a manera de capotes y a los acor des del tamboril que interpretaba a su modo una marcha torera, hizo arrodillar al caballo ante el balcón y con el sombrero reco gía la llave que desde él le arrojaban. Se llegó hasta el Corral de Concejo, la entregó a los que lo custodiaban y, picando es puelas, voló a buscar la salida. Una tras otra fueron echadas a la plaza las reses que, aun que acostumbradas al yugo y mansas ordinariamente, al verse entre tanta gente, tanto griterío, acorraladas y picadas por to das partes, daban sin embargo su función. Y sus largas carreras buscando una salida para verse libres de los que las acosaban, eran nterpretadas por aficionados como señales de su fiereza. No nos detendremos en más detalles, ya que por ser entre tenimiento conocido en todos los pueblos con más o menos va riantes, número, maestría o valor de los aficionados, era allí po co más o menos que en los demás sitios.
VIH El
Zaju m eri» Por aquí pasó San Juan. Yo no lo vi...
Tal era la cantinela que la víspera de San Juan en la noche se oía por todas las calles del pueblo, poco después de anoche cer, hora en que se encendían las hogueras. Hacíanse éstas con el romero que, colocado al pie del M o numento el día de Jueves Santo, servía como de lecho a la Cruz parroquial allí reclinada hasta después de su adoración el Vier nes. Repartíase después de los Divinos Oficios entre los asis tentes, que lo conservaban hasta esa noche, víspera de San Juan, y después de anochecer sacábanlo a la puerta, le prendían fuego procurando fuera consumiéndose poco a poco sin levan tar llama y sí humo abundante. Primero, los dueños y familiares de la casa; luego, los vecinos, y los chiquillos que iban reco rriendo el pueblo, saltaban sobre las pequeñas hogueras. Esto era la que llamaban «El Zajumerio». Y al pasar sobre el humo, era de rigor emplear esta fórmula: Por aquí pasó San Juan. Yo no lo vi. Sarna en ti.
Salú en mí. Y tras éste iban echando diferentes pareados, según la chis pa versificadora de cada cual, cada vez que saltaban, deseando salud y prosperidad para los dueños de la hoguera, dejando los males para los seres inanimados. Sarna en un cesto Salú en cá el tío Modesto.
— 40 — Sarna en un morral Salú en cá el tío Pascual Sarna en un zurrón. Salú en cá el tío León. Sarna en una tina Salú en cá tía Juaquina.
No andaban esmerándose mucho en que la rima y el metro fueran más o menos perfectos. Sentados en la amplia cocina de tío Basilio, labrador fuerte del lugar, esperaban la hora de que pusieran la mesa para cenar los criados y los segadores en animada conversación con los dueños, después de haberse «zajumado» convenientemente. ¡Felices tiempos aquellos en que amos y criados, después de haber permanecido durante el día en el campo, en sus faenas agrícolas, regresaban juntos cantando la hermosa oración del trabajo, señal de la íntima compenetración entre unos y otros, como hermanos e hijos del mismo Padre, Dios! Hasta allí aún no había llegado la funesta lucha de clases que envenena los corazones y tanto daño causa así en el orden moral como en el económico. Llegados a casa, juntos se sentaban a la mesa; jun tos intervenían en aquellas animadas tertulias; juntos rezaban el Santo Rosario antes de retirarse a descansar. Todos se consi deraban como miembros de la misma familia, unidos por los es trechos vínculos del amor a la tierra. Cuadros magistralmente cantados por el poeta Gabriel y Galán. Comentaban los misterios de la noche de San Juan y las propiedades que tenían algunas plantas para curar enfermeda des y dolencias, siempre que ellas se aplicaran en la madrugada de San Juan antes de salir el sol, hora en que perdían tales pro piedades. De las propiedades pasaron a los episodios sucedidos a algunos crédulos. Uno de los circunstantes narró lo ocurrido a Fabián, que el pobre hombre padecía de continuo dolor de muelas, y ya había agotado cuantos remedios le sugirieron las comadres con aires de curanderas, y muchos potingues de la botica. Algún guasón le dijo que masticando torvisca verde, sin cortar ni arrancar del suelo, sino en la misma planta, la mañana de San Juan, antes de salir el sol, le desaparecería para siempre tal dolor. Pacientemente esperó la llegada de tal día y después del «zajumerio» marchó a acostarse a un huerto junto al «Charco Menchol», estoes, un remanso del Palomero, donde recordaba haber visto alguna de aquellas plantas. Excusado es decir que aquella noche, como tantas otras, la pasó en vela, acuciado no
— 41 — tanto por el dolor como por el temor de que se pasara la hora de la virtud. Apenas alboreaba el día, levantóse nuestro hombre y con avidez comenzó a dar mordiscos furiosos a la torvisca, como si tuviera hambre atrasada. Los efectos no se hicieron esperar. Su estado nervioso, producido por el agundo dolor y el insomnio; el estar en ayunas; el desagradable sabor de la torvisca, obran do como revulsivo y algo del jugo que sin querer tragara, le causaron los mismos efectos que a Sancho le causó el famoso «Bálsamo de Fierabrás», preparado por Don Quijote para curar las palizas, y también como a él se le pasó el dolor Como aquella noche no tenían prisa en acostarse, ya que, por ser fiesta al día siguiente, no pensaban ir al trabajo, prolon garon la sobremesa por largo tiempo, refiriendo algunos otros curiosos episodios. Era costumbre al día siguiente hacer el lavatorio, que for maba parte integrante del rito de la fiesta de San Juan. La vís pera por la noche, el zajumerio; y el día de la fiesta por la ma ñana, a lavarse a la laguna. Era esta una gran charca que ha bía en el Ejido. Antes de salir el sol, acudían a ella grandes y chicos a lavarse la cara y manos para inmunizarse de las enfer medades de los ojos, así como el zajumerio de la noche anterior servía para inmunizarse de la sarna y demás enfermedades con tagiosas. Los que no podían asistir a la laguna, enviaban a reco ger agua para lavarse en casa. Esta charca ha sido cegada hace unos años y en su centro ha quedado un amplio y hermoso pozo.
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IX
Las
Tertulia*
Era lugar de reunión la casa del zapatero amigo, del que dimos cuenta al principio de la narración, que con su amena charla, sus sabrosos chistes y dichos, sus conocimientos en ciencias ocultas y mágicas aprendidas en un libro que heredó de su padre, que éste había heredado del suyo, y así sucesiva mente hasta no se sabe qué generación, hacía que se pasasen las horas tan entretenidos que, cuando se daban cuenta ya era hora de salir un rato fuera, porque el zapatero dejando el tirapié anunciaba que ya por aquel día se había trabajado bas tante y era razón de enderezar un poco su encorvado cuerpo. Entonces se dirigían por el camino que llaman Calleja de Gra nada o por la carretera que, pasando por delante de la ermita del Santo Cristo, lleva al vecino pueblo de Guijo de Granadilla, atravesando las eras de la Nava y subiendo hasta la Cruz de Palo, señal de división de los términos municipales y lugar de cita donde acudían también los del pueblo vecino. Acaso creerá el lector que exageramos al decir que tan buenos ratos pasaban en casa del zapatero; pero él juzgará por sí mismo si tiene la paciencia de seguir leyendo. Podemos decir que en cuanto a la salsa de guasón y divertido, >a traía de he rencia. La conseja popular refiere de su padre y abuelo Eugenio varias anécdotas, que con sólo narrarlas nos evitarán mayores aclaraciones. Con la ciencia que les daba su heredado libro, gozaba de autoridad entre los que aún en el lugar creían en co sas de hechicería y le tenían por «medio brujo», no siendo otra cosa el buen señor que un artista en confección de calzado, más ilustrado que el común de la gente y que en su libro titulado «Magia Blanca» había aprendido algunos secretos de la natura leza, que explotaba a veces con buen resultado. Ocurrió que una noche de quintos le arrancaron un poyo de cantería que tenía a la puerta de casa y que, según costumbre,
servía para sentarse en las noches de verano a la puerta para tomar el fresco y charlar un rato con los vecinos, y lo pusieron en mitad de la calle. Al levantarse nuestro hombre por la maña na y ver la faena que le habían hecho, se fué a buscar a los autores de aquel desafuero, que no podían ser olios que los quintos. Hallólos, y con palabras solemnes les conminó a resti tuir el poyo a su sitio antes de una hora o de lo contrario aque lla tarde, cuando estuvieran bailando en la plaza, los quedaría a todos desnudos. No les dijo más y se retiró a su casa. Y comen taron los quintos: «¡Este tío es capaz de hacer lo que dice! ¡Va mos a colocarlo enseguida y así nos libraremos de dar esta tar de un espectáculo y que la gente se divierta a costa nuestra!» Y fueron y colocaron el poyo en su lugar. De su carácter guasón nos dan idea las siguientes, escogi das al azar. Iba un su compadre a la feria de Galisteo y le avisó el día antes por si quería algún encargo, a lo que contestó que sí, uno muy interesante, y le rogó encarecidamente que no se fuera sin verle antes. Madrugó bastante el feriante y fué a casa del compadre cuando éste ya no se hallaba en casa. Entre idas y venidas pasó algún tiempo hasta que, cansados los compañe ros de feria, le amenazaron con dejarle solo y, por fin, se dis puso a marchar sin poder encontrar a su compadre. Este, que se había apostado a la salida del pueblo, cuando ya lo vió ale jarse, comenzó a llamarle a grandes voces hasta que se hizo oir del feriante, que se detuvo para esperarle, diciéndole se die se prisa porque ya los compañeros y ganados iban alejándose. Pero como lo que quería era precisamente darle e! bromazo, ca minaba muy poquito a poco. Llegó por fin y ante las exclama ciones de «¡Acaba hombre! ¡Dónde te has metido!» y otras por el estilo, oyó el encargo que su compadre le hacía. Alargándole una perra gorda le encargo «que le trajera de la feria una carretina de dos perras con bueyes y todo». Ni que decir tiene que el compadre dió media vuelta a su caballería, picando espuelas y renegando del compadre, de la carretiria y sus bueyes. Fué un día a cavar a la viña y encontró una madrigera de conejillos recién nacidos. Llevóse uno a casa y lo encerró en un cajón. Al día siguiente, que era domingo, a la salida de Misa, se juntó con otro su compadre con el que llevaba bastante amis tad y le contó que la tarde anterior había cazado un conejo y que aquella noche les esperaba a él y a su mujer para «echarlo a andar». Claro está que aquella invitación a la «andadura» del cone jo, no en sus palabras, sino en su significación, según el sentir común, quería decir que, aderezado convenientemente, serviría de cena extraordinaria. Al menos, así lo entendió el compadre. Llegó la noche y, a la hora competente, los compadres llega
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ron en busca del conejo. Sentados en la cocina, pudieron obser var que no había a la lumbre guisote alguno, pero creyeron que lo tendrían puesto a enfriar. V allí se hablaba del mar y los pe ces, del aire y los pájaros, de la tierra y sus habitantes, del pue blo y sus descendientes; pero para nada se hablaba del conejo, ni de preparar la mesa. Y las horas pasaban, y el hambre azu zaba. Hasta que cansados los compadres de bostezar y hacer cruces y venciendo la natural timidez del invitado, se atrevieron a insinuar: — ¡Bueno, compadre! ¡Y... ese conejo?.. — ¡Es verdad, compadre, que con la conversación se me había pasado! — ¡Oye, fulana!,— dijo dirigiéndose a su mujer.— ¡Trae el co nejo que lo echemos a andar! Y salió su mujer, volviendo, al poco, cargada con un cajón pequeño, del que sacó el minúsculo conejillo, con los ojos aun sin abrir, y poniéndolo en la lancha de la lumbre y dándole con el dedo en el rabillo, le hizo dar varios saltitos ante los com padres estupefactos que interiormente renegaban de haber to mado en su sentido figurado la andadura del conejo, tan a la le tra interpretada por su compadre. Hicieron dar dos o tres vueltas al conejillo por la lancha de la lumbre, recluyéndole de nuevo en su cajón; hecho lo cual, los compadres se levantaban amoscados y murmurando entre dientes: «Bueno, hombre... nosotros creíamos..., bueno... hasta mañana si Dios quiere», bajaban las escaleras y abandona ban el salón del festín. De nuestro buen amigo no referimos sino es que en más de una ocasión hizo meter el pie en el baño de mojar la suela a al gún incauto mancebillo que, por primera vez, iba a tomarse la medida del calzado, con el fin, le decía, de que al mojarse se estirara bien el pie y el calzado no le quedara estrecho. O tam bién, en alguna otra ocasión, mandar algún chico a buscar los moldes de hacer zajones a casa de otro compinche. Este, que ya estaba de acuerdo, metía en un saco unas cuantas piedras gordas o el rollo de machacar la suela y se lo cargaba a las es paldas, encargándole mucho no pusiera el saco en el suelo, por que era el molde muy delicado y podía romperse. Y otras ino centadas por el estilo. De entre sus «artes mágicas», entresacaremos la que le ca racterizaba y era la facilidad que tenía para romper uria cuerda, de cualquier grosor que fuese, con sólo soplar sobre ella. Junta mente con el Libro, había heredado también unas tablillas pe queñas a las que atravesaba un fuerte cordel, con un nudo en cada extremo para que de las tablillas no se saliera. Eran las tablillas iguales y pequeñas, que ajustaban perfectamente una
con la otra. Tomábalas con los dedos índice y pulgar de una mano y con la mano libre, alternando, tiraba de la cuerda ha ciéndola correr de nudo a nudo Allí no había engaño. La cuer da estaba entera. Dos de los circunstantes avisados de antemano, habían de contestar con toda seriedad, cuando les preguntase su nombre, el uno que se llamaba «Zampatortas» y el otro «Apura-cuartillos». Estos eran los preliminares. Entornaba un poco la ventana, dejando la habitación en yna semi-penumbra misteriosa. Regazábase las mangas de la camisa, para que no hubiera lugar a dudas sobre la limpieza de su actua ción. Enarcaba las cejas. Se le erizaba el cabello. Despedía de sus ojos extraños fulgores y, tomando todo él un aspecto fatiga do que le daba todas las apariencias de médium especializado en sesiones espiritistas, comenzaba sus invocaciones en la siguíen te forma:
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¡Sean ustedes bién venidos, compañeros, a aprender de mis artes hechiceras!. Ahora veréis algo en agregancia, mucho en apariencia, poco en sustancia. Sabréis, amigos mios, que vengo yo ahora de la grande ciudad de Chirigora, donde los capiteles son de modo que no levantan del suelo más de un codo. Donde los boticarios son peludos y en vez de anteojo usan embudos. Me tocaron a la piedra escalameses y me untaron con aceite de caineses. Tal aceite tiene una virtud tan rara que muda mi figura en otra cara. Y para que veáis que no soy rana, convertiré las sierras en tierra llana. A peces y galápagos los he de hacer que vuelen y a las ave-< he de hacer que no vuelen como suelen. Mudare la Trarisílvania. Pondré a España en Alemania. A Alemania, en Turquía. A Francia y Portugal, en Berbería. He de tomar un caimán con alfileres y poner barbas de a cuarta a las mujeres. Y si lo tomáis a risa, quedo a todas las mujeres del baile sin camisa,
— 46 — Y si me enfado, de estocadas le lleno a este menguado. ¿Cómo se llama usted, compañero de mi alma? —Yo me llamo Zampatortas. — ¡¡Ese nombre. 110 me agrada!!. Desde hoy se lia de llamar como requiere su gracia Don Alinquín Alinquiniano, que es el nombre de este camarada ¿Y usted, cómo se llama, compañero de mi alma? —Me llamo Apura-cuartillos —¡¡Ese nombre tampoco me agrada!! Desde hoy se ha de llamar que asi requiere su gracia, Don Aliquín Alinquiniano que es el nombre de este camarada. Y yo, por no quedarme sin nombre, me llamo Refincancaya, Cancayo, Restajólica, Alibuz, nombre de todos los diablos. Encanto soy del infierno donde yo aprendí con maña las ciencias de adivinar y jugar con estas tablas. Siendo mis artes tales y tan buenos, que aquél que más me mira, me ve menos. ¡Prontamente, chiquita!. ¡Arroja imán!. Chivirrivirrí, chivirrivirrrá. Suerte hecha, señores. Y soplando sobre las tablillas, las se paraba, apareciendo el cordel partido, cortado por medio. Du rante toda la invocación no dejaba parar el cordel tirando de una a otra parte, cambiando de mano a cada movimiento. Volvía a unir las tablillas, soplaba sobre ellas y el cordel aparecía entero haciendo su anterior recorrido. Las circunstancias; la entonación de la voz con que pronun ciaba lo que dejamos escrito; la cortadura y pegadura del cordel con sólo soplar, cosa que repetía cuantas veces se le pidiera, y todo lo demás, daban a la sesión un aspecto fantástico que asus taba a los chicos y hacía poner de punta los pelos a los mayores. ¿Había trampa? ¡Indudablemente!. ¿Como lo hacía? Era el secreto.
X I j &s B ® d a s Llegó el mes de septiembre y con él el jaleo de las bodas que, según costumbre inmemorial, solían celebrarse todas en re ferido mes. Era tal la solemnidad que estos festejos revestían; tanta la escrupulosidad que se ponía en observar hasta sus menores de talles, en lo que podíamos llamar sus ritos y ceremonias, que desde la más remota antigüedad estaban en la mente de todos y con la mayor puntualidad venían repitiéndose que, ¡ay de aquel que intentara romper la más mínima de las tradiciones y costumbres!; porque el vulgo le motejaba enseguida y la musa popular le castigaba con cantares alusivos a tamaña osadía. Era tan complicado el mecanismo de invitaciones, convites o banquetes prenupciales, preparativos próximos y remotos, que las familias de los novios tenían que hacer, cuidándose mucho de estar en todos los pormenores, para que 110 pudiera formu larse la menor queja; tantas eran las idas y venidas, que fati gaban grandemente, dejando rendidos a cuantos intervenían en ía preparación. Como nuestros visitantes, ya conocidos en el pueblo, se viesen precisados a aceptar la invitación que les hizo uno de los vecinos, que casaba una hija y a toda costa quería ser honrado con la presencia de los forasteros, allá los en_ontramos mezcla dos con la gente de la boda desde la víspera. Terminada la cena, retiráronse a su posada y, no habían pasado muchas horas desde que al descanso se entregaran, cuando el sonido del tamboril y murmullo de gente que se acer caba, les hicieron despertar. Iban a cantar la alborada de que tanto les hablaran. Hecho el preludio por el tamboril, se destacó una sola voz, que con gran afinación comenzó el canto:
— 48 — ¡Oh, qué calle tan oscura, llena de temor y miedo! Quiero entrar y no me dejan, quiero salir y no puedo. Una segunda voz, también sola, repetía: —Quiero entrar y no me dejan. Y el coro en pleno, con acompañamiento a toda orquesta del tamboril, coreaba: —Quiero salir y no puedo. Y por este estilo, fueron cantando las siguientes estrofas: Ya traemos la licencia de tu lindo enamorado, para venirte a cantar, hermoso clavel dorado. Cógete la mantillina y métete en esa sala y ponte a considerar lo que vas a hacer mañana. Mañana, a misa mayor, te despides de tus padres y te vas a otros dominios, manojito de corales. Esta es la primera rosa que se corta en el rosal. Esta es la primera hija que su padre va a casar. Las tejas de tu tejado ya comienzan a temblar, al ver que a tus padres dejas y tú te vas a casar. Estas puertas son de pino y el cerrojo de nogal, ábrenos las puertas, novia, si nos quieres convidar. Era la alborada que cantaban a la novia que frente a la fon da vivía. El silencio de la noche; las armonías con dejos sentimenta les de la música; la letra tan apropiada a la meditación del acto
49 — a celebrar; la semirreligiosa formalidad con que tal alborada se celebraba por el elemento masculino de la boda, único que en ella podía tomar parte; el cuadro de alegría que en esta nota sentimental estaba enmarcada; todo contribuía a dar la sensa ción de hallarse ante una gran solemnidad. Abriéronse las puertas de la casa y en ella penetraron los matutinos cantores para restaurar sus fuerzas con los enmiela dos buñuelos y remojar sus gargantas con buenos tragos de aguardiente para mejor hacerlos pasar. Poco después, volvían a salir para continuar el recorrido, cantando también a los padri nos su alborada y, luego, reintegrarse a la Casa Concejo, cuartel general de todas las andanzas, para meterse entre pecho y es palda las asaduras de las reses sacrificadas que, unidas a otras cosillas, el cocinero les tenía bien aderezadas y constituían su temprano yantar, bien merecido, Como creemos será curiosidad del agrado del lector ente rarse de las costumbres que en las bodas se verificaban, nos detendremos a examinarlas, tomando la cosa desde el principio, o sea, desde la primera declaración amorosa hasta el acto a que asistimos.
Noviazgos ¿Cuál era el modo ordinario de hacerse novios una pareja sin previa declaración? Del modo más curioso. Cuando a un in dividuo le gustaba una joven, ya por sus condiciones persona les, ya por conveniencias de clase, ya por indicación de la fa milia, que en estas ocasiones tomaba parte activa, ya por cual quier otra circunstancia, el domingo en la tarde la llamaba a bai lar dos, tres o más veces. Si la moza no rehusaba, señal era de que no le era indiferente. Comentaban las comadres, que desde sus observatorios no dejaban pasar lo que en la plaza ocurría; cuchicheaban mozos y mozas, etc. — ¡Oye tú, ésta, dicen que somos novios!—decía el mozo a la moza en la primera ocasión que podía. —Bueno, si lo dicen está bien—respondía ella— . Y noviería arreglada. Luego, comenzaban las visitas, vergonzantes primero y co mo de precario, por la puerta; más tarde, ya con la tácita apro bación de los padres, entraba en casa y se le permitía tomar parte en las tertulias familiares; pero tales visitas sólo se permi tían dos o tres veces por semana y en días señalados por la cos tumbre. Pasaba el tiempo del noviazgo, más o menos largo, se gún la prisa ¿|ue tuvieran, y cuando ya faltaba poco para el tiem
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— 50 — po fijado, acudían los padres del novio a pedir la moza y fijar fecha de la boda, pagando la visita algún inocente corderillo o cabrito. Al acercarse la fecha fijada, comenzaba el movimiento. Rogamos al lector tenga un poco de paciencia y con su claro entendimiento nos ayude a caminar por el intrincado laberinto. Porque aquí sí que se queda en mantillas aquel trabalenguas que de pequeños nos hacían repetir a gran velocidad. «E! que poca capa parda compra, poca capa parda paga. Yo que poca capa parda compré, poca capa parda pagué» o aquel otro de «El cielo está enladrillado...» Así, también podemos decir aquí que el entendedor de la serie de invitaciones, convites, etcétera, buen entendedor de bodas será.
Preliminar©* El día antes de la primera amonestación, en la noche, reunidos los padres de los novios o quien hiciera sus veces y el padrino, y envueltos en sus amplias capas de fuerte paño, salían por el pueblo a invitar a los parientes, compadres, ami gos, etc., de una y otra parte; llegados a las casas, pronuncia ban las frases de ritual que poco más o menos eran éstas: «Ve nimos a deciros que mañana se amonestan los muchachos y a ver cuántos van a ir a la boda». Los visitados, que ya de ante mano tenían pensado quiénes de la familia habían de asistir, señalaban por categorías, por ejemplo: un matrimonio, un mozo, una moza. Terminado el recorrido, se hacía la conveniente cla sificación por estados y sexos. Como en los convites de antes de la boda no se admitía mezcla de sexos, los mozos invitados de ambos contrayentes lo tenían en casa del novio y las mozas en casa de la novia. Al día siguiente, es decir, el primer día de amonestaciones, en la tarde, salía el novio, y lo mismo hacía la novia por su par te, a recoger a los invitados, conduciéndolos a sus respectivas casas, donde unas mesas bien provistas los esperaban. Eran los platos acostumbrados en tales refrigerios conforme a la siguien te minuta: carne de primal o macho, frita; escabeche de peces; entremeses de aceitunas; ensalada de pimientos asados, que lla maban «cerongollo»; variados postres de fruta del tiempo; san días y melones; y fruta de sartén: buñuelos, floretas, huesillos, etcétera. Acabado este frugal «tentempié», el novio daba a cada uno de los invitados un puro y, echando humo, los llevaba al café, mientras llegaba la hora del baile; y las mozas, después de la
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misma operación manducatoria, salían a dar una vueltecilla has ta que la dominguera función estuviera en marcha. Por la noche, acudían a banquetear los casados. Pero éstos, ya como personas formales, cada cual a la casa por la que iban invitados. Este refrigerio, poco más o menos, se repetía, con los mis mos platos, para las mozas, la antevíspera, del día fijado para la boda. Y llegaba el primero de los tres días de la boda.
La víspera Desde temprano acudían a la Casa de Concejo, lugar don de se celebraban todas las que hubiera, unos, acarreando car gas de leña para las buenas lumbres que había que, preparar; otros, bancos y banquetas y mesas; las mozas, acompañando a la novia, llevando los cacharros, platos, o mejor dicho, barreñas albedriadas de barro colorado, jicaras, ollas, etc., que recogían por las casas más conocidas; otros, descuartizando las reses que habían de ser consumidas. En fin, que aquello parecía un hor miguero. A eso de las tres de la tarde, era la primera comida de la boda. A toque de tamboril se congregaban los invitados, que to maban por asalto los poyos, bancos y mesas colocados en de rredor. Guardando siempre la debida separación, se colocaban los mozos a una parte; las mozas, en el centro; y en derredor, junto a las paredes, los matrimonios. Las hogueras ocupaban la parte libre. Pasadas algunas horas después de comer, el novio, por una parte, y la novia, por otra, reunían de nuevo a la gente joven para darles otro convite, como el día de las amonestaciones, que ya se dejó descrito. Después de esto, se reunían en la pla za y ya quedaba aquello convertido en fiesta permanente. Desde ese momento, y durante los dos días restantes, no se pensaba ni se hacía otra cosa que comer, cantar y danzar por el pueblo. En la noche se cenaba bastante tarde, retirándose a descansar todo el mundo, excepto los mozos que se quedaban en la Casa Concejo, entretenidos en jugar a los naipes para no dormirse, mientras llegaba la hora de salir a cantar la Alborada. Tenía éstá lugar hacia las tres de la mañana, hora en que, recogidos los bártulos y en silencio, marchaban a casa del no vio, parándose a la puerta y comenzando el canto. ¡Oh que calle tan oscura, llena de temor y miedo:
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quiero entrar y no me dejan; quiero salir y no puedo.
La madrina se las coje y al novio se las regala.
Quédese con Dios mi padre y perdone los enfados; que en lo que estoy en el mundo, algunos le tengo dados.
¡Que bién parece la sierra cargadita de tomillo; mejor parecen los novios al lado de los padrinos.
Después de cantar algunas otras estrofas, durante las cuales las puertas permanecían cerradas, le cantaban el «Séxamo, ábrete»:
La despedida os damos de los dos amantes finos, pa que duerman y descansen esto» señores padrinos.
Estas puertas son de pino y el cerrojo de nogal, ábrenos las puertas, novio, si nos quieres convidar.
Con lo que las puertas se abrían, entraban los cantores, re mojaban las gargantas y se marchaban con la música a otra parte. En casa de la novia hacían segunda parada con los cantares que ya hemos visto le dedicaban y, de allí, a casa de los padri nos para terminar el recorrido mañanero: Ya traemos la licencia de los dos amantes finos, para venir a cantar a los señores padrinos. El padrino es un piñón. La madrina es una almendra. El novio, cadena de oro, que a la novia lleva presa. El padrino lleva flores en la copa del sombrero. La madrina lleva rosas en el vuelo del manteo. Estas puertas son de pino, de hierro las cerraduras; y los amos que están dentro, son como el sol y la luna. El padrino es un manzano cargadito de manzanas.
Hecho este matutino recorrido m usical, se replegaban a la C asa Concejo, donde, después de abundante desayuno, ya se recostaban en los bancos, ya regresaban a sus casas a descan sar un rato hasta la hora de la misa, en que se celebraban siem pre todas las bodas, aunque fueran varias.
Día de la boda Daban las ocho en el reloj de la torre de la plaza, sonaban las campanas en la de la iglesia y el tamborilero, tomando su ar tefacto y dejando oír clásica marcha, iba a recoger a los padri nos a su casa. De allí pasaban por la del novio, donde ya se ha llaban reunidos todos sus allegados e invitados, que se unían a la comitiva; haciendo lo mismo en casa de la novia. Un niño, llevando «la lonja», esto es, un largo asador, en que entre dos panecillos llevaban clavado un más que regular trozo de carne, adornado todo ello con cintas y flores, y que dejaban cómo ofrenda al sacerdote, abría la marcha al frente del acompaña miento. A los acordes de la marcha nupcial, llegaban a la puerta de la iglesia. Los más acomodados llevaban acompañamiento de guitarras y acordeones, además del tamboril. Estacionados a la puerta de la iglesia, esperaban a que el sacerdote, revestido, saliera y, terminada la ceremonia, entra ban en la iglesia los que eran de boda. De los demás, que sólo habían ido a acompañar, especialmente mujeres, se volvían a sus casas. El novio, padres, padrino, tíos carnales y demás pa rientes, se colocaban en los bancos de preferencia, que para el Ayuntamiento estaban colocados en el presbiterio. Los varones restantes se distribuían, ya en el coro o en las arcas que para guardar las ropas de las imágenes se hallaban colocadas en de
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rredor. Las mujeres, sentadas en el suelo, sobre unos esterillos felpudos de esparto, teniendo delante los candeleros o hacheros de madera para colocar los cirios encendidos. El puesto de éstas en la iglesia era conservado cuidadosamente por tradición de familia, que en aquel lugar tenían enterrado alguno de sus ante pasados, ya que, como en casi todas partes, las iglesias sirvie ron de enterramiento hasta mediados del pasado siglo. Dió principio la santa misa, cantada por el sacristán con la misma música, especial para esta solemnidad, que de generación en generación conservaba la tradición sacristianesca del lugar. Llegada la hora del ofertorio, bajaba el celebrante las gra das del altar e iba dando a besar la estola, primero a los novios; luego a los padrinos, que llevaban velas encendidas, que deja ban como ofrenda; tras ellos pasaban los demás, depositando su óbolo en la bandeja, que el monago sostenía. A continuación, las madres de los recién casados, con un panecillo envuelto en limpia servilleta y un cirio, se acercaban también, volviendo a su sitio, después que el sacerdote había encomendado sus di funtos. Evidentemente, en estas ofrendas se conservaba la antigua tradición de la iglesia, en que, llegada la hora del ofertorio, los fieles presentaban sus ofrendas del pan, vino y cera para el San to Sacrificio. Terminaba la misa, y el novio, padres y padrino, entraban a la sacristía a invitar al celebrante les acompañaia a la mesa. De la iglesia marchaban a la Casa Concejo, donde ya esta ban preparadas las mesas bien provistas y, después de un rato de tamborileo, acomodábase cada uno en el lugar señalado, se gún su sexo y condición. Las mesas de la derecha, entrando, las ocupaban los mo zos; las que empezaban a la izquierda y corrían todo en redon do, los matrimonios; ocupada la cabecera por la mesa presiden cial, en la que tomaban asiento los tíos carnales con los padres, padrinos y novios. El centro de esta circunferencia lo ocupaban las mesas de las mozas; y la parte derecha, al fondo, las hogueras, junto a las cuales se removía un enjambre de rancheros, cocineros, reparti dores, chiquillos, etc. Constaba este ligero desayuno inicial de los siguientes pla tos: chocolate con buñuelos; una lonja de jamón frito por cabe za; plato de pollo; plato de carne frita; y postres. Todo ello rega do por el ininterrumpido circular de las jarras de vino. Levantados los mantele», hombres, mozos y chiquillos acompañaban al señor cura a su casa, dándoles éste, como des pedida, un cigarro a cada uno, volviéndose a la plaza para, acompañados del elemento femenino, comenzar la vuelta por el
— 55 pueblo y, como suele decirse que «de la panza sale la danza», salián cantando de la plaza, en ordenada ronda, para tornar, al gunas horas más tarde, del mismo modo, ya que, como todos los oficios los tenían hechos, iban parándose a bailar en todos los llanos y plazuelas. Terminada la ronda y llegados a la plaza, preparaban «la paloma», una especie de ponche, formado por la mezcla de agua, azucarillos, aguardiente y huevos. Terminado el cual, se solía retirar la gente un rato a descansar, hasta una hora más tarde, en que de nuevo el tamboril había de reunimos para la comida. El plan, como ve el lector, no estaba del todo mal; y es to, durante tres días.
Canto de la manzana Con buen apetito despacharon los manjares que, si bien no estaban escogidos como los de la mañana, no eran menos sus tanciosos y bien aderezados. Los nuevos esposos, durante la co mida, recorrían las mesas, invitando o animando a todos a que comieran bieri y «sin vergüenza» y repartiendo tabaco a los fu madores, que estos días eran todos. Servidos y consumidor los postres, fruta de sartén y san días, de ordinario, comenzó el canto de «la manzana». Levantá ronse las mozas, abandonando la mesa; armóse una de ellas de un largo asador, clavando en él la manzana más gorda que pu do encontrarse, y enarbolándolo y seguida de las demás, se acercaron a la mesa de los mozos, acompañadas del tamboril. Plantáronse ante el mozo que estaba a la cabecera de la mesa, y, preludiando el canto, comenzó: He andado mucha tierra, toda tierra de tomillo. No he visto más linda cara que la de Julián Mahillo. Que me han dicho allá en Segovia, que Jacinta es la tu novia, Caballero. Que me han dicho allá en Jerez que la va usted mucho a ver, Caballero.
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He corrido mucha tierra, toda tierra de alelías: no he visto más linda cara que la del señor Rocafría.
Que me han dich» los vecinos que tiene llano el camino, Caballero. Que me han dicho las vecinas que rondas por las esquinas, Caballero.
Y como de las averiguaciones practicadas dedujeron que no tenía relaciones con joven alguna, le largaron la siguiente:
El de la corona de oro, ponga el cerco en el cogollo, Caballero.
Que me han dicho allá en Segovia que tiene ganas de novia, Caballero.
El de la corona blanca, ponga el cerco en la manzana. Caballero.
Estas dos últimas estrofas eran la invitación a que el aludi do pinchara algo en la manzana, pues la plata era pinchada en la manzana, mientras la calderilla era echada en la bandeja. ■Como se hacía algo de rogar y tardara en depositar en la bandeja la cantidad acostumbrada, le cantaron los siguientes: Que me han dicho en Berrocoso, que no seas empachoso, Caballero. Echa la mano al bolsillo, Cara e pillo. Echa la mano a la bolsa, Cara e rosa.
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Y si no tienes dinero, te lo empreste el compañero.
Terminado éste, la emprendieron con el siguiente mozo, empezando con el mismo verso de la linda cara, aunque varian do el recorrido que habían hecho, para que pudiera hacer con sonante con su apellido. Llegó el turno a los forasteros, y allí eran los apuros de las cantantes para buscar la tierra que habían recorrido que con certara con Rocafría. Pero no se arredraban por nada de esto y, sin reparar en que los versos salieran más o menos largos, pues no había tiempo de andar con muchos remilgos, se lanzaron con éste:
Y por este estilo fueron largándole las demás coplas de la retahila, hasta hacerle soltar la mosca. Y así con todos los demás. Para Sebastián, la tierra que habían andado era toda de cas tañas, y de ahí venían a sacar en limpio que la cara más linda que habían visto era la de Sebastián Montaña. Terminaron las mozas de cantar «la caña» a los mozos y, mientras éstas lo habían hecho, según dejamos referido, las mujeres, por otra parte, iban recogiendo «la maná» de los casa dos y, terminadas, se reunían las cantaoras en mitad del salón y, pasito a paso, se iban acercando a la mesa de los novios, lle vando las man?anas llenas de monedas de plata y las bandejas de calderilla. A medida que con toda solemnidad iban avanzando, canta ban las siguientes estrofas, siempre con música variada, para cada asunto: De la parra buen sarmiento, del sarmiento buen racimo, ¡qué buena gente han buscado los novios para padrinos! Mira, novia, la tu mesa, mírala de arriba abajo, mira que tienes en ella primos, parientes y hermanos. Mira, novia, la tu mesa, mírala de abajo arriba, mira que tienes en ella una gente muy lucida.
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Y acercándose a la mesa y entregando a la novia las ban dejas y manzanas, terminaban con esta estrofa: Toma, novia, esta manzana, cargadita de oro y plata, toma, novia, este presente, que ha dado la buena gente.
Hecha la entrega del dinero, pudieron observar nuestros amigos, siempre al acecho de cuanto pasara, que cargando al gunos mozos con bancos y agrupándose la gente junto al tam boril, se disponían a salir. Adelantáronse, tiraron algunas pla cas fotográficas y se dispusieron a seguir y ver en qué paraba todo aquello. Con alegres canciones llegaron a la casa donde los nuevos esposos habían de irse a vivir, y poniendo una mesa, y junto a ella los bancos, el tamboril preludió antigua jota, que sólo se to caba en estas ocasiones.
El tálamo Muy pronto, una joven, llevando en sus manos alguna pie za de ropa, la colocó sobre la mesa, sacando a bailar a la no via, que con el novio y los padrinos había tomado asiento en el banco. Tras ésta desfilaron, sucesivamente y llamando a bailar ya a uno u otro de los que sentados estaban, todas las jóvenes que asistían y que en una bandeja iban depositando su óbolo o algún regalo. No faltaba algún gracioso que, enarbolando algu na ristra de ajos, algún biberón o cosa por el estilo, y con ello en alto, sacara a bailar a los novios, pues había de ser bailado todo lo que se les entregara. Las mujeres casadas venían tam bién haciendo equilibrios con las cuartillas de trigo a la cabeza. Llegaban, las vaciaban y se sentaban sobre ellas, esperando a que aquello terminara. Esto era lo que llamaban «el tálamo». Terminado éste, volvían a dar otra vuelta por el pueblo. Un par de mozos iban delante, llevando al hombro sus costales para recoger las ofrendas de los conocidos no asistentes, o que ha bían sido favorecidos con algún plato de buñuelos. Otro enarbolaba la bota llena de morapio, elemento indispensable, que circulaba de mano en mano, especialmente en los llanos donde había que parar a dar unas vueltas, y haciendo beber a cuantos a su paso se encontraban. Y hecho este recorrido, volvíase a la plaza.
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Llegados a ella y tomados por asalto los poyos que en la fachada del Ayuntamiento y Casa Concejo había por la gente pacífica, mientras la gente joven continuaba sus danzas, sacaban a relucir las banastas de altramuces o chochos dulces que no habían de faltar en ninguna; y dando fin a ésto, se dispersaba la gente que tenía que «jatear» sus ganados, que sin protestar su frían el abandono a que los tenían entregados aquellos días. Lector amigo, que has tenido paciencia para llegar leyendo hasta aquí Ya habrás visto que el mecanismo era complicado y que tenía razón al afirmar que era difícil de entender, como de pronunciar el trabalenguas. Aún no hemos terminado porque, como ves, nos hallamos en el anochecer del segundo día.
EL Águilo Como un par de horas más tarde, de nuevo el tamboril con gregaba en la plaza a la gente. Era la hora de llevar a los no vios a su casa y cantar el Aguilo. Aunque mas bién era como cosa de las mozas, así como la «alborada» de los mozos, sin embargo, menos escrupulosas que ellos, admitían a todos, gran des y pequeños, en su campo. Reunidos todos, llevando en su centro a los novios, comenzaban a moverse en dirección a la casa, entonando los siguientes cantares. Águilo que vas volando y en el pico llevas hilo, ya te vas de nuestro bando a vivir con tu marido. Cuando del altar bajastes con tu lindo enamorado, blanca flor me parecistes cortada en el mes de mayo. E l novio le dio a la novia un anillo de oro fino y ella le dió su palabra, que vale mas que el anillo.
Con éstos y otros muchos cantares, iban caminando hacia la casa y, llegados a ella, entraban los novios, cerrando la puer ta tras sí, mientras los cantantes continuaban a la puerta cantan
— 60 — do los motivos de su presencia en aquel sitio; hacían sus encar gos, todo ello con los siguientes: No venimos por comer, ni tampoco por beber, que venimos por el novio, que es un ramito e aurel. No venimos por el oro, ni tampoco por la plata, que venimos por la novia, que es un ramito de albahaca.
Y cuando se cansaban de cantar o se acababa el repertorio: Abrenos las puertas, novia, las puertas de tu palacio, que vienen las tus amigas a darte el último abrazo. Abrenos las puertas, novia, las puertas de tu jardín, que vienen las tus amigas a despedirse de ti. Estas puertas son de pino y el cerrojo de nogal, abridnos las puertas, novios, si nos queréis convidar.
Cuando cantaban este último, las puertas se abrían y, al aparecer el novio en el umbral, le cantaban: Lo que te pedimos, novio, por la parte que nos toca, que entregues todas las llaves a la tu querida esposa. .
Enseguida sacaban grandes baños con ensalada de tomate, sin agua, que llamaban «piste» y, consumido éste, cantaban la siguiente despedida: La despedida sos damos, la que Cristo dió en Belén,
— 61 — quien aquí nos ha juntado nos junte en el Cielo. Amén.
Algunos, más pesados, se quedaban algún rato dándole la lata a los novios, pero lo que podríamos llamar parte oficial, ter minaba aquel día con el Aguilo.
Día de tornaboda Muy de mañana, acudían los madrugadores a tomar el aguardiente y los buñuelos y, reuniéndose allí, se preparaban para continuarla fiesta. El tamboril, instrumento que en las tri bus primitivas servía para congregar los guerreros, cuando al gún peligro amenazaba o cuando había que tomar algún acuer do relativo al arte de la guerra, servía aquí también para gue rrear contra el trabajo esos días; contra el aburrimiento y contra la tristeza; y, a fe que eran buenos guerreros, ya que siempre conseguían sus objetivos, saliendo vencedores y sin bajas en sus filas. Una vez reunidos, marchaban alegres y con seguridad de triunfo a tomar por asalto la bodega del padre del novio. Con quistaban un jamón, ya previsto de antemano, que el abandera do cargaba a sus espaldas y del que cada uno iba cortando a discreción lonjas que, con envidiable apetito, embaulaban rega das con las lágrimas a chorros de la bota. Terminado aquel bo tín, pasaban a casa del padre de la novia, donde repetían la fae na con los mismos buenos resultados; y, por último, se perso naban en casa de los padrinos, a terminar la campaña de la ma ñana. Este último trofeo les duraba un poco más, porque, rendi dos de tanto asalto, y no teniendo en perspectiva ninguna otra fortaleza que desmantelar, con él a cuestas, recorrían el pueblo con la boca siempre abierta, ya para comer, ya para cantar, ya para beber. Estos entremeses eran sólo para hacer boca, mientras lle gaba la hora de la comida—¿primera?— de aquel día, en que desde que se levantaban no hacían otra cosa. Era ésta a las on ce poco más o menos y, terminada, volvían con su zambra dan zante y cantante, hasta que, al anochecer, las mesas de la Casa Concejo volvían a presenciar los buenos apetitos de aquellos incansables visitantes. Aun, después de esto, no quedaban con formes y, como si les costara trabajo separarse y terminar los festejos, continuaban dando vueltas con el tamboril, hasta una hora avanzada. ¿Verdad, lector, que era un plan como par? abo
narSe? Por otra parte, la cuota que solía abonarse no resultaba muy elevada, teniendo en cuenta cuanto hemos dicho. Solía ser (hará unos veinte años) la siguiente: Los padrinos, cinco duros, una fanega de trigo, una libra de chocolate y un roscón. Los tíos carnales, dos duros y media fanega de trigo. Los matrimonios más lejanos, treinta reales y una cuarti lla de trigo. Los mozos, cuatro o cinco duros; y las mozas, uno. Como casi todas las bodas habían de celebrarse en el mes de septiembre, ocurría que, a veces, coincidían dos y hasta tres en los mismos días, y entonces era la gorda. Cada una tenía su tam boril, sus comidas y sus bailes separados, aunque, para comer y demás, lo hicieran todos en la Casa Concejo. Así es que ya pue de el lector elevar al cuadrado o al cubo todo cuanto hemos di cho y verá si puede hacerse una idea de la que se armaba en el pueblo aquellos días.
X I
La
feria
Su fiesta Poco hemos de decir de esta feria que desde muy antiguo venia celebrándose en el pueblo y que, poco más o menos, ve nía a ser como todas las de su género. El gran número de gana dos de todas clases que ocupaba un rodeo bastante extenso; las típicas barracas en el ferial; los puestos de zajones y calzados con que acudían hasta de Torrejoncillo; y los paños del mismo pueblo, colocados a lo largo de la calle que sube a la plaza des de el ferial; los de turrones y caramelos en el Cantón; las tien das de cachivaches; los puestos de calderos, trévedes y cam panillos de Montehermoso, con su acompañamiento de tenazas, candiles y demás utensilios domésticos; los montones de puche ros del Arroyo y cántaros de Montehermoso; objetos y juguetes de hojalata; el señor Alejo con su rico helado en el patio del Ayuntamiento; los del tiro al blanco junto al corral de Concejo con sus botes, ruedas de tabaco y todos los demás elementos, secuela obligada de toda feria, sin que tampoco faltaran los clá sicos ítiosvivos» con sus caballitos, delicias de los chiquillos. Celébrase la feria el día veinticinco y veintiséis de septiem- . bre. A ella estaba unida la fiesta del Santo Cristo, sin duda por que la religiosidad de los antepasados no podía entender que pudiera haber fiesta ni diversión alguna que antes no fuera santificada por la religión y dejaban para ese día la celebración de la Exaltación de la Santa Cruz. No contentos con esta fiesta, en que, con las atenciones de la feria y forasteros que de todos los alrededores acudían, no podían dedicarlos exclusivamente a honrar al Santo Cristo, le dedicaban otra, ya solos los del pueblo, el día cuatro de octu bre, prueba de la mucha devoción que le profesaban. El día veinticuatro, vísperas de feria, salía al toque del An gelus el tamborilero por el pueblo a dar la «folia» que, acompa
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ñada por los cohetes disparados en abundancia y el repique de campanas, eran los preludios de la fiesta. Después de cenar tempranito, pasaba por casa de los mayordomos y, juntos con los que se iban sumando, se encaminaban a la ermita del Santo Cristo, situada en las afueras. Después.del rezo del santo Rosa rio se encendía el «capazo» y comenzaba «la velá», que sólo en las principales fiestas, como vimos en la de San Antonio, se celebraba.
comisión nombrada por los mozos del pueblo para ir a pedir el piso a los forasteros!!. ¿Qué había ocurrido?. Lo explicaremos en breves palabras. Con motivo de la boda a la que habían asistido, como vi mos en el anterior capítulo, habían trabado alguna amistad con alguna joven, de donde dedujeron y comentaron que acaso te nían intención de decirles algo en serio. En tales casos, se reu nían los mozos, deliberaban la cantidad y luego nombraban una comisión que se presentara al pretendiente y pidiera el «piso». El importe de éste era atendida la calidad del individuo, su po sición económica y condiciones de la moza. Pedían cierta canti dad, que invertían en comprar varios cántaros de vino que, va ciado en grandes baños de barro, colocados en mitad de la pla za en una tarde de fiesta, servían de fuente pública para todo el que quería acercarse a beber. Un par de mozos eran los encar gados de dar a todos lo que querían y no era extraño ver al fi nal alguno que otro chiquillo rodando por los suelos. Las jóve nes protestaron de la parcialidad en la distribución y hubo que apartar alguna cantidad para invertirla en caramelos, cacahuetes o alguna otra cosa por el estilo. Alguna vez, hasta se atrevió la comisión a pedir un toro, que Ies fué concedido. Pero en esta ocasión, no tuvieron tiempo de tratar de can tidad alguna porque, apenas expusieron a los comensales el ob jeto de su visita, una sonora carcajada resonó en la sala, de jándoles corridos. Habían tomado las señas cambiadas. No había nada de lo figurado. Habían hecho caso de rumores de comadres, que tra tándose de forasteros que no sabían las costumbres, no tenían aplicación. Estas y otras muchas razones fueron la contestación que los comisionados recibieron de los presuntos pagadores de «pisos». ¿Cree el lector que se pasaron de listos? No era así. Aunque la costumbre era que el mozo forastero que se ca sara con una moza del pueblo había de pagar el piso, sin embar go, esto solía hacerse ya en vísperas de amonestaciones. Pero como habían ocurrido algunos casos de quedarse como solían decir «con las chapas en las uñas» por haberse deshecho la noviería, querían de antemano y a los primeros rumores asegurar la presa. Después... ¡que se lo sacaran del cuerpo! No había lu gar a devolución. Ante la chacota que les hicieron y pidiendo perdón por la coladura, se retiraron los comisionados a dar cuenta a sus man dantes del adverso resultado de la embajada, tomándose enton ces por unanimidad el acuerdo de espiar todos los movimientos de los forasteros y en caso de que se les hubiera querido enga ñar o liberarse de la costumbre, hacerle pagar «el piso» mucho más caro.
El Cristo de «tío Juan ve> Primitivamente eran dos los días de fiesta: veintiséis y veintisiete. Pero como esos días todo lo ocupaba la feria, hubo un gracioso llamado «tío Juan ve» que se propuso hacer otro día más para la gente del pueblo y en verdad que lo consiguió. Salía el segundo día en la noche, por el pueblo, tocando un gran cuerno y con todos los permisos correspondientes hacía saber a todos los vecinos que, siendo al día siguiente su cumpleaños, quería hacer gran fiesta y, para ello, invitaba a todos a feste jarlo. A los forasteros que quisieran quedarse, los invitaba a comer cada uno de su alforja; y a los del pueblo, cada uno en su casa. Los primeros años, salía casi solo acompañado del tamborilero y eran pocos los adeptos que le seguían; pero nues tro hombre no se desanimaba por ello y, con su paciencia y re pitiendo todos los años la misma canción, consiguió que su cum pleaños fuera grandemente festejado y quedara como una de las mayores fiestas populares, conocida por el »día del Cristo de «tío Juan ve».
El piso Reunidos se hallaban en animada tertulia los amigos en ca sa del zapatero la noche de ese día a que nos referimos, del año de nuestra narración, despachando a su gusto un hermoso «pi ro», vulgo gallo, cuando fuertes golpes sonaron en el llamador de la puerta. ¿Sería algún tardío comensal? Lo que menos po dían sospechar los que alegres se hallaban en torno a la mesa, era el objeto de aquella inesperada visita. Abierta la puerta y solicitado el correspondiente permiso, penetró en la sala un grupo de mozos capitaneados por el mozo más viejo del lugar. A su vista, suspendieron los comensales su alimenticia tarea, ofrecieron un vaso a los recién llegados y pre guntaron el objeto de aquella visita. ¡Era nada menos que Ja
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XII
E l C risto «le O etu b re Libres ya de los compromisos que durante las ferias les ataban, dedicaban el día 4 de octubre a honrar por entero al Santo Cristo de los Remedios, fiesta a la que posteriormen te añadieron un día más. Diferenciábase del primer día, o sea de la feria, en que todos los actos de culto se celebraban en la ermita que a la entrada del pueblo se encuentra. La velada, con su Rosario, su capazo y tamboril y hasta algunas veces una rueda de fuegos artificiales, como en la noche anterior. A la hora competente, en la mañana, se celebraba la misa cantada a toda orquesta por un buen grupo de viejos y nuevos cantores, que si bien es verdad que algunas veces dejaban es capar alguna nota discordante, debido a la carencia de algún diente, es no menos cierto que el entusiasmo con que lo hacían, la buena voluntad, el fervor con que cantaban hasta hacer de rramar lágrimas de emoción en aquel solemnísimo «Incarnatus» tan maravillosamente interpretado, hacía que todas las demás faltas, si alguna rara había, pasara inadvertida. Cantaban a la perfección la hermosa «Misa Muzárabe», tan generalizada en la región, sin la corruptela de otros lugares y que se reservaba para las grandes solemnidades. En la tarde, después del santo Rosario, se tenía la proce sión, que saliendo de la ermita por la puerta lateral recorría todo el llano. Delante de la imagen iba el abanderado que «iba echando la bandera». Llamaban «echar la bandera» al hábil manejo de una bandera hecha de trozos de raso de ¡os más vivos colores, artísticamente combinados, con la que los aficio nados seguían el ritmo que Ies marcaba el tamboril. Puesta la rodilla derecha en tierra y manejándola con una sola mano, había de hacer varias maniobras hacia una y otra parte y todo en redondo, sin que la bandera tocara el suelo ni quedará liada al asta. El que esto hacía era un héroe y eran raros los que ba-
cían esta proeza. De entre los pocos que tal triunfo lograban, destacaba el tío Senén que, al terminar su turno, la entregaba triunfante, como diciendo: «¡Así se hace!». A porfía iban renovándose en este ejercicio de habilidad y por ello, a pesar de ser pequeño el recorrido, se tardaba bastan te tiempo. Colocada la Imagen en el portalillo que sirve de atrio, tenía lugar lo que llamaban «el Ofertorio». Sacaban una mesa a la plazuela y en un banco tomaban asiento el sacerdote y mayor domos y algún que otro familiar. Sobre la mesa iban los fieles colocando las ofrendas de la mejor fruta, uvas, sandías, melo nes, algún plato de buñuelos o floretas, sin que a veces faltara algún buen ejemplar de calabazas. Al lado de la mesa o en el mismo portal, una manta en el suelo y un montón de costales que iban llenándose con lás cuar tillas y medios celemines de trigo que los devotos .aportaban. Mientras tanto, la gente joven bailaba, solamente jotas, en el llano, haciendo tragar polvo en abundancia a los que a la mesa estaban sentados. En torno de la plazuela, eran colocadas las mesas de las confituras, las ruedas de cigarrillos, donde siem pre tocaba, los de las cartas de la suerte y el helado. Aquella tarde era también allí la fiesta profana. Salían los chiquillos por las calles a subastar las ofrendas y, terminada ésta, el mayordomo se llevaba los invitados a su casa donde les tenía preparado un refresco, mientras que en el llano continuaba la danza hasta el anochecer.
Ermita del Santo Cristo Aunque sea separarnos un poco de la narración, como su ponemos del agrado del lector conocer algo sobre la ermita, va a permitirnos esta digresión histórica que, aunque no completa en gracia de la brevedad, sea lo suficiente para tener algunos datos. Fundóse en el pueblo la Cofradía de la Vera Cruz el año 1542. Ni en su fundación ni constituciones se habla nada de la ermita ni de la Imagen que en ella se venera, prueba de que en tonces no existía. Es tan hermoso el documento de la fundación; respira tal virtualidad y nos da úna tan perfecta idea de la acen drada piedad de los mayores y antepasados, que no resistimos a la tentación de transcribir alguna cosa de él. Dice el encabe zamiento: «En el lugar de la Higal, jurisdicción de la villa de Granada, en seis días del mes de marzo, año de mil y quinientos y cuarenta y
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dos anos. A honra de Dios Nuestro Señor y de su Bendita Madre, se constituyó la cofradía de la Cruz de Cristo Redentor Nuestro, en la iglesia parroquial de Nuestra Señora y se ordenaron los estatutos presentes por el mayordomo y cofrades della, en la forma siguiente: Per signum Crucis de inimicis nostris libera nos Domine Deus noster. In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amen Jesús. Queriéndonos gloriar en el árbol de la Cruz de Cristo Re dentor Nuestro, por el Cual somos hechos salvos y libres; conside rando cómo el manso y humilde Cordero, hijo de Dios verdadero, Señor Nuestro, quiso ser crucificado en aqueste bendito árbol y de rramar su precisa sangre por nosotros y por todo el humanal linaje; nos, el mayordomo y cofrades desta dicha Cofradía, vulgarmente llamada de la Vera Cruz, aunque indignos, teniendo deseo, en me moria de la pasión de Cristo Redentor Nuestro y en remisión de nuestras culpas, de derramar nuestra humana sangre por tan buen Señor, desde agora y para siempre, con entera fe, verdadera espe ranza y entrañable amor, nos arrimamos a este bendito árbol de la Cruz y con ella nos abrazamos y, juntos a ella, queremos morir y la tomamos por escudo y defendimiento todos los días de nuestra vida y a la hora de la muerte contra las tentaciones del demonio y peligros del mundo. Para lo cual ordenamos y establecemos desde agora para siempre jamás, para nosotros y para los que después de nosotros vinieren, aquesta Cofradía y hermandad, para gloria de Dios Nuestro Señor y bien de nuestras ánimas y honra de nuestras personas. Amén.» «Sea Nuestro Señor principio, medio y fin de nuestras obras. Sea bendita y loada la gloriosa siempre Virgen María Señora Nues tra, abogada de los pecadores, agora y para siempre jamás. Amén*.
Siguen luego los capítulos de los Estatutos, siendo el pri mero el siguiente: *De! lugar y dia desta devoción: Primera mente, ordenamos que el lugar desta devoción sea siempre la iglesia de Nuestra Señora, parroquial deste dicho lugar, y día de la Invención de la Cruz, que en tres de mayo, desta manera». Explica cómo se ha de hacer la fiesta. En el capítulo de lo que los cofrades han de hacer el Jueves Santo, dice cómo se han de reunir en la Casa Hospital para, desde allí, precedidos por el Crucifijo, (sin duda el que está en la iglesia y sale en los entierros) hagan la procesión «por el si tio que designe el cabildo anterior». Mas para nada se habla de la ermita del Santo Cristo. Tenemos, por consiguiente, un argumento negativo para asegurar que en esa fecha aún no existía la ermita, ya que de
— B9 — existir, hublérase agregado a la Cofradía, que allí hubiera hecho su fiesta principal como ocurre desde hace varios siglos. Sin embargo, pocos años después, después del 1570, hicie ron una pequeña capilla y compraron la Imagen, sin que poda mos precisar fecha y lugar donde se adquirió. La pequeña capi lla primitiva ocupaba lo que hoy es la capilla mayor, poco más o menos. En dos de mayo de 1626, el doctor don Francisco González, provisor y vicario general del obispado por don Pedro Carvajal, obispo de Coria, aprobaba la solicitud siguiente: «Hernando bm. licenciado, clérigo beneficiado de la parroquia del Ahigal, lugar deste obispado, y Juan Bueno, mayordomo de la Cofjadía de la Santa Vera Cruz, y los diputados della, besamos a vuestra merced las manos y le suplicamos nos dé su licencia para que se pueda decir misa en el humilladero deste dicho lugar, aten ta la decencia que tiene y la mucha devoción que la gente tiene con un Cristo que allí está; que en hacerlo ansí hará vuestra mer ced servicio a Nuestro Señor, y a nosotros muchísima merced. Dios, etc.».
En contestación a esta solicitud concedió el referido señor obispo que se pueda celebrar misa en el humilladero de dicho lugar el día de la fiesta de la Santa Cruz de Mayo de cada un año, estando el dicho humilladero decente y conveniente para celebrar en él misa. Debemos poner la construcción de la pequeña ermita de los años 1570 al 1580, en que quedó terminada. Al tomar las cuen tas al mayordomo Lorenzo Pérez por su libro de gastos, en 24 de julio de 1580, los señores Bernabé Fernández, clérigo tenien te de cura en el dicho lugar, y Juan Cabezalid y Andrés Núñez, Francisco Domínguez y Juan Pérez y Alonso Ximón y Francisco González, mayordomo entonces, y Francisco Esteban (que fué el que hizo a su costa la Cruz de la Nava, como reza la inscrip ción), entre otros gastos, están los siguientes: «Vióse el libro de gastos que había gastado en servicio de la Cofradía en gastos lícitos, con tres mil quinientos y dos maravedi ses que había pagado a Alvaro de Vega, para en parte de pago de la obra de la ermita, de su cargo mil y trescientos y quince ma ravedises».
Sin embargo, posteriormente de los años 1720 al 1740, se hizo la ampliación de la ermita en la forma en que hoy se halla y, más tarde aún, el portal que sirve de atrio. Para realizar estas obras, como no disponían de capital pa
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ra ello, tomaron el acuerdo de'hacer una senara a favor del San to Cristo, es decir, los cofrades, por prestación voluntaria, dedi caban algunos días, probablemente días festivos, después de. oír la santa misa y, previamente dispensados para ello, para que no les fuera tan gravoso, a labrar y demás faenas agrícolas de siembra y siega de trigo en ciertos terrenos ya de la Cofradía o cedidos para ese fin, y con el producto de la cosecha hicieron las debidas obras. El 21 de mayo de 1756, giró su primera visita pastoral el señor obispo don Juán-José García Alvaro y el retablo ya esta ba terminado. Entre otras cosas, daba gracias al pueblo por la «senara» que habían hecho los vecinos en favor del Cristo. Y ordenaba, además, se dorase el retablo, autorizando se sacaran fondos de San Antonio y San Ramón, si la Cofradía,no tenía bastante para hacer este dorado, que según el presupuesto del señor párroco don Pedro Mirón Bueno ascendía a 400 ducados, equivalentes a 4.400 reales, osean, 149. 600 maravedises. Como la cantidad era bastante respetable, quedó sin dorar el retablo. Cuando volvió en su visita de 19 de mayo de 1760, repitió el mandato. Pero se conoce que andaban mal de cuartos y continuó sin dorar. En su tercera visita, en 26 de noviembre de 1772, vió que ya tenían caudal suficiente, por lo que dispuso diesen comienzo las obras del dorado, que fueron ejecutadas por el maestro dora dor Manuel Ximénez, nalural del lugar de Villa Franca, del obis pado de Avila; y, reconocidas y halladas a satisfacción por el perito llamado para ello Francisco Clemente, maestro dorador, vecino de Perales del Puerto, en 6 de mayo de 1774. Este calculó se habían gastado en dorar el retablo del Cristo, con los adya centes de San Antonio y San Ramón unos «diez y nueve mil y nueve e siete mil panes de oro». La obra terminó en 1774, sien do mayordomo Gabriel Montero y párroco don Pedro Mirón. A referida Cofradía de la Santa Vera Cruz fueron aplicadas las indulgencias concedidas por el papa Paulo III a petición del cardenal Francisco, del título de Santa Cruz de Jerusalén, por el que habían sido publicadas en 7 de enero de 1536. No nos atrevernos a dar más datos sobre la ermita, por no cansar al lector.
X fi I I
üMá-a d e i M f n n t o s
Las primeras nevadas del otoño cubrieron de blanco sudario las crestas de las vecinas sierras. El viento helado, soplando con fuerza sobre el desamparado llano, obligó a buscar junto al hu mor de la lumbre o alrededor del brasero el calor que brusca mente retiró la naturaleza, cansada sin duda de tan prolongado verano. Cesaron los paseos vespertinos a la Cruz de Palo; cesa ron también los de Santa Marina; cesaron las bajadas a la huer tas de la Vega Larga. Había que reducirse a salir un poco por la carretera del C e menterio, bajando algunas veces hasta el puente sobre el Palo mero donde, sentados tras las paredes de una antigua venta de rruida, charlaban mientras fumaban el cigarrillo del descanso. Un poco más apacible de los que le precedieron se prensentó el día de Todos los Santos. Terminadas las Vísperas, Oficio de Difuntos y Rosario, mientras las campanas con sus lúgubres tañidos recordaban a los vivos era aquél el día consagrado a orar de un modo especial por los que fueron antes que ellos, cu ya doliente voz parecía reflejarse en el doblar de las campanas, en los negros crespones que cubrían el túmulo, en el aire miste rioso de las personas piadosas, hombres y mujeres, que entra ban y salían de la iglesia, aprovechando ese día de misericordia en favor de las almas de aquellos fieles que murieron en gracia de Dios, después de una sincera reconciliación, pero que debían pagar el reato de sus culpas, es decir, en favor de las almas del Purgatorio, nuestros amigos, como fieles y buenos hijos, fueron al Cementerio a rogar por los que allí yacían esperando la resu rrección de la carne. Consoladora esperanza, en la cual nos apoyamos para ca minar por el sendero lleno de abrojos de esta vida, es la doctri na que la Iglesia nos ofrece sobre la vida futura, que sacia los deseos de nuestro entendimiento y calma las ansias de nuestro
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corazón, el cual aún en medio de los goces de aquí abajo, aún en medio de la felicidad pasajera que a veces experimenta, aún en medio de las mayores alegrías, halla siempre la espina del dolor que cruelmente le hiere. Ciertamente que al morir todos bajamos al sepulcro y una estrecha habitación es nuestra morada; una capa de tierra serán las galas y atavíos, adornos y riquezas, que los hombres, por muy ricos y poderosos que sean y por mpcho que nos quieran, podrán darnos. Pero, ¿acaba ahí todo? Tal vez, mezclados en la misma fosa, yacen los restos del hombre virtuoso y bueno que supo vencer sus pasiones y los del vicioso que gastó su vida encenagado en el vicio; los del hom bre honrado que pasó su vida haciendo el bien y los de aquél que sólo pensó en aprovecharse de los demás sin reparar en me dios, fueran lícitos o ilícitos; los del hombre todo caridad y amor para con el pobre, el desvalido y el menesteroso, y los de aquel otro, egoísta, que sólo pensó en atesorar riquezas, que' acaso no había de disfrutar, amasadas con lágrimas ajenas. Juntos es tán los cuerpos, pero ¿y las almas? t Será igual el fin de todos? ¡No!, clama la conciencia y la razón, que no pueden comprender que sea igual el fin del hombre virtuoso y del vicioso; del hon rado y del criminal. Por el contrario ¡cuán bién entiende y sien te aquellas palabras de la Sagrada Escritura que señala a cada uno su fin!. Acaso yacen uno junto al otro aquellos seres que en vida fueron enemigos irreconciliables, que por viles intereses mate riales rompieron la armonía que los unía, ya de familia, ya de amistad que prometía ser eterna, tal vez por una ambición, aca so por un puñado de tierra, pudiéndoseles aplicar aquellos ver sos de un poeta: Levántanse las naciones: Unos a otros arman guerras y así se matan los hombres por un puñado de tierra Por un puñado de tierra y luego después de muertos les sobra tierra, si logran un rincón del cementerio.
¡Cuantas enseñanzas se desprenden de una visita reflexiva al cementerio, siempre, pero especialmente el Día de Difuntos! Deseoso de conocer la transformación operada en el sepulcro, he visto abrir muchas cajas donde estaban encerrados los restos de algunos que hacía años habían muerto. Esperaba encontrar
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allí algún indicio de su personalidad; alguna diferencia que me Hiciera conocer la categoría del que allí yacía; buscaba algo, no sé qué, que me revelara el misterio del sepucho. ¡Todo en vano! En todos hallé lo mismo. Un montón de trapos que se rompían con la facilidad del papel mojado al tocarlos y de entre los cua les el sepulturero, con mano indiferente, iba sacando los huesos que sin dificultad alguna se desarticulaban. Un pañuelo liado a una negra calavera. Las falanges de los dedos que se desparra maban entre los pedazos de trapo descolorido. La disolución. ¡El polvo! Largo rato permanecieron en el cemeterio los dos amigos, acompañados de algún otro, entregados a profundas reflexiones, hasta que frescas risas, que a sarcasmo sonaban eri la proximi dad de aquel lugar de descanso, les hicieron volver a la realidad y, después de musitar sus últimas plegarias sobre aquellas tum bas para ellos desconocidas, salieron para darse un paseo. A sus ojos apareció el contraste mayor que en aquella tarde podían esperar, dado su estado de ánimo. De entre los olivares de los alrededores se elevaban columnas de humo. Risas y alga zara se oían por doquier. ¿Qué era aquello? ¿Acaso una burla? Muy pronto pudieron darse cuenta de lo que se trataba. Era que niños y jóvenes, mozas y muchachas, se dedicaban a asar «la cal votada». Aquel día, en vez del baile, salía la gente joven después del Rosario llevando sus cestas de castañas y frutas. Después de una breve visita al cementerio, se dispersaban por los oliva res buscando un lugar resguardado. Recogían ramas secas de olivo y en una gran hoguera asaban las castañas, que habían de defender a veces porque los mozos merodeaban y hasta se atrevían a sacarlas del fuego. Sin rumbo fijo a donde dirigirse, subieron hasta el cemen terio viejo. Atravesaron «el toconal de Los Mahillos». Subieron a Santa Marina aún perseguidos por la algazara de los olivares mezclada con el lúgubre tañido de las campanas. Y cual meros autómatas, sin decirse palabra, continuaron caminando. Hubie ran caminado no sabemos hasta cuando, si, al darse cuenta, no notaran que estaban entrando en el puente que da paso a la de hesa y oyeran las voces que daba el vaquero reuniendo su ganado. Sentados en el pretil del puente se hallaban, fumando su cigarrillo, el único que las reflexiones de la tarde les había per mitido, cuando vieron acercarse al vaquero que, sombrero en mano y después de saludarles con el «Dios guarde a ustés», les pedía tuvieran la bondad de darle lumbre para encender su ci garro. Habíase dejado olvidada, no sabía donde, la larga me cha con su canutillo de caña, liada al deslabón y pernala que
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usaba para tales menesteres y llevaba varias horas sin poder echar humo. Y como suele acontecer a los de este oficio, que, obligados al mutismo por no encontrar muchas veces con quién pasar al gún tiempo de charla, aprovechan las pocas oportunidades que se presentan, así nuestro vaquero sentóse /junto a los que des cansando estaban para echar unas parrafadas con ellos. Después de distintos giros de la conversación, vino a recaer sobre lo so litario del lugar; sobre su religioso silencio, no turbado por nin gún otro ruido que el manso correr del arroyo, deslizándose bajo el puente, y el que más abajo producía al despeñarse en la pequeña cascada de la pesquera o presa del molino o lagar <de Traza». Influenciado tal vez el vaquero por la solemnidad del paisaje en aquella hora propicia a la meditación, por el miste rioso silencio del lugar o por el deseo de explanar ante aquellos desconocidos los recuerdos o tradiciones de familia, aprove chando un intervalo en el diálogo, habló de esta manera: —¿Ven ustedes aquella peña de allí abajo? Pués bien, junto aquella peña hay escondido un tesoro y una imagen de la Virgen. Ante la curiosa sorpresa de los oyentes el vaquero continuó: —Bajo este puente acuden a sestear los ganados durante las horas de calor del verano. Uno de mis antepasados, siendo pe queño, venía a este sitio a sestear con sus vacas. Tan bueno y sencillo era que la Santísima Virgen con el Niño se le aparecía y hablaba con él. El Niño, dejando ios brazos de su madre, en treteníase en jugar con el pequeño vaquero muchas veces. Cuando contaba esto a otros compañeros de oficio, se reían de él llamándole tonto y visionario. Algunos, sin embargo, comen zaron a sospechar de que pudiera haber alguna realidad en lo que el niño decía, al notar con cuánta exactitud se sucedían las cosas que él anunciaba, propias de su ocupación. Por ejemplo, cuánta y de qué color iba a ser la cría de su vaca; si uno, si dos, si blanco, si negro o colorado; dónde habían de buscar el ganado perdido y otras cosas por el estilo. Manifestóle, según dijo, también la Virgen que en aquel lugar quería ser honrada con un santuario y, para levantarlo, había allí junto a la peña un tesoro lo suficientemente grande; pero sólo lo encontraría aquél que al buscarlo llevara como mira especial, no la ambi ción del tesoro, sino el deseo de hallar la imagen y levantar el santuario. Prueba de que ya sus prediciones eran creídas, fué que apenas aquella nueva se corrió por el pueblo, hubo una fa milia ambiciosa que deseosa de apoderarse del tesoro y apro vechando las sombras de la noche para no ser descubiertos, provistos de azadones y palas y picos, vinieron a este lugar, trabajando toda la noche sin ningún resultado. Volvió la Santí
sima Virgen a aparecerse al vaquerito al día siguiente, comuni cándole lo que había acurrido durante la noche y la familia que había sido, diciéndole además que a nadie más volvería apare cerse en aquel lugar hasta que hubieran muerto todos los des cendientes de aquella familia, de los cuales sólo quedaba ya una mujer anciana llamada «tía María la santera» que vivía en la Granja. No sabemos, si habrán de pasar muchos años hasta que el prodigio vuelva a relizarse. Corí la entretenida y curiosa charla del vaquero, apenas se dieron cuenta de que el sol se había ocultado tras las sierras, hasta que el crepúsculo vespertino comenzó a perder su luz y las sombras de la noche comenzaban a invadir el lugar. Como la distancia hasta el pueblo era larga, despidiéndose y agrade ciendo al vaquero la hermosa narración que acababa de contar les, apretaron el paso, a pesar de lo cual, cuando llegaron al pueblo, la noche estaba bien cerrada. Desiertas estaban yíf las calles, sin rondadores que esa no che las cruzasen cantando. Sólo de cuando en cuando, al cruzar ante alguna puerta entornada, por las rendijas salían, juntamente con la luz, alegres voces juveniles, sin duda de algunas amigas que tranquilamente asaban su calvotada, si acaso no habían po dido hacerlo en la tarde pacíficamente. Todo lo demás parecía dormido. Sólo en lo alto de la torre las campanas continuaban sus tristes lamentos. Al pasar junto á ella, vieron salir un grupo de hombres de edad madura que, se gún costumbre, acudían todos los años a doblar un rato por sus difuntos, acompañados los dobles con las plegarias. Cuando llegaron a su posada, nadie hablaba. Sentados to dos alrededor de la camilla, rezaban el Rosario por los Difuntos. Lo que arriba queda dicho que el vaquero contó a los foras teros sobre la aparición de la Virgen, es una tradición antigua que, a través de las generaciones de abuelos a nietos, ha ido transmitiéndose y que recogí de labios de los más ancianos del lugar. Como en el prólogo queda dicho, estos apuntes termina ron de escribirse en julio de 1936 y, por consiguiente, el capítu lo que precede estaba ya escrito cuando ocurrieron los sucesos que ligeramente he de referir, relacionados con la tradición. Me hallaba sentado a la puerta de la tahona, departiendo amigablemente con el dueño, una tarde del mes de junio de 1942, cuando vi venir apresuradamente y con señales de venir emocionadas a un grupo de jóvenes que, apenas sin mas tiempo que el de saludar, me preguntaron: —¿No sabe usted lo que pasa en su pueblo? Han venido unos cabreros y vienen contando muchas cosas que allí pasan, de que se aparece la V'rgen a una niña, cerca del puente de la dehesa donde, ellos están con las cabras.
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Inmediatamente vino a mi mente el recuerdo de ja antigua tradición e invité a las jóvenes que pasaran por casa, donde les leí lo que sobre el particular tenía escrito. Terminada la lectura, me afirmaron que eso era lo que se decía. Los rumores se hicieron cada vez más insistentes. Hasta se contaban casos extraordinarios que pusieron en conmoción al vecindario. Constantemente acudían a mí en demanda de noti cias que confirmaran o rechazaran tales aseveraciones, cosa que yo no podía hacer por carecer de noticias concretas. No podía afirmarlo, por carecer de elementos suficientes de juicio; ni po día negarlo, porque el Señor manifiesta su gloria cuando quiere, como quiere y con los instrumentos que mejor le parece por pe queños e insignificantes que a los ojos de los hombres aparez can. Y, además, porque al coincidir los hechos que se narraban con la antigua tradición, si la niña no la conocía ya, al menos era un motivo suficiente para ponerse en guardia y esperar los acontecimientos. La niña, acompañada de otras muchas niñas y aún personas mayores, acudía todas las tardes a la peña a rezar el Rosario y apenas cruzaban el Arroyo del Cardador, decía la niña que veía una carretera de flores de las cuales ella iba recogiendo y entre gando a unos y otros. Nadie, sino sólo ella, las veía. Al entre garlas, les decía que las verían y tendrían en las manos el día que la Santísima Virgen se apareciera a toda la gente. Otros muchos casos extraordinarios se contaban. Pero lo que más vino a aumentar la expectación general, y en mí la du da y la esperanza, fueron las últimas manifestaciones que, según me dijeron, había hecho la niña. Uno de los días de la segunda quincena de junio, la niña manifestó que le había dicho la Vir gen que se aparecería en el lugar señalado, cerca del puente, el día 7 del próximo julio; que todos los enfermos serían curados; que la verían todos y, ese día, se verían las flores que abundan temente había distribuido. Pero que antes de ese día, habría de morir «tía María la Santera que estaba en la Granja». Ante tan categóricas afirmaciones y el nerviosismo de los feligreses que se disponían en gran número a emprender el via je, hube de manifestar públicamente, desde el púlpito, que tuvie ran un poco de paciencia y si de las gestiones que iba a realizar resultaba algo cierto, sonaría la campana y yo el primero, a pie y tras mí todo el que quisiera, emprenderíamos el viaje. Escribí al Párroco para preguntarle si estaba realmente pro bado alguno de los hechos que se contaban, entre otros, el que una de las tardes y a presencia de mucha gente había sido cor tado un galapero que se hallaba en el camino y que al día si guiente había aparecido tan frondoso como estaba antes de cor tarlo, y que otra de las tardes sorprendió a las niñas cuando iban
— 77 — a rezar el Rosario una tormenta y todas se mojaron menos la niña que, según decían, afirmaba que ella no se había mojado porque la Santísima Virgen la había cubierto con el manto, por que en este caso teníamos ya un signo externo de verdadera Revelación, y si a este venía a unirse el cumplimiento de lo predicho sobre la muerte de la «Santera» teníamos ya los dos: el milagro y la profecía. El señor Párroco me contestó que realmente ninguno de los hechos estaba probado pero que, sin embargo, alguna cosa rara se notaba en la niña, ya en sus contestaciones a veces impropias de su edad, ya también sobre todo en la distribución de las flo res, dando a cada uno aquella flor que más simbólicamente po día representarle y en negarla a los que consideraba indignos. Al mismo tiempo, escribí también al señor Párroco de Aba día y Encargado de La Granja, para que me dijera si existía la referida mujer y si antes del día 7 ocurría su muerte, no dejara de comunicármelo inmediatamente aún con un propio. Este me contestó antes del citado día manifestándome que ciertamente existía en la Granja la mujer por quién preguntaba y que, por cierto, la pobre no dejaba de llorar ya que toda la gente le decía que tenía que morirse antes de aquel día. Tal revuelo levantaron las últimas manifestaciones de la ni ña, que hasta de las regiones más apartadas se preparaban gru pos de peregrinos para acudir el día señalado, y hasta de Mála ga hubo algunos que llegaron las vísperas. Por aquí pasaron al gunos que allá se dirigían y hasta de este pueblo no faltó alguna persona que sin esperar mi aviso se pusieron en camino. Las autoridades civiles y eclesiásticas, ante la amplitud del movimiento, tomaron cartas en el asunto y, pocos días antes del señalado, el señor Gobernador Civil envió con su coche a reco ger la niña y llevarla a Cáceres, no en plan de detenida o presa, como falsamente se dijo por algunos, sino en plan de observa ción. La hizo examinar y observar por los médicos especialistas, por si había algo anormal en sus facultades, lo que dió resulta do negativo, El señor Obispo nombro un teólogo para que exa minará sus manifestaciones y las notas que parece se habían ido tomando por algunos del pueblo, cuyas pruebas no parecieron lo suficientemente convincentes para dar por ciertos y probados los hechos. Y, así, quedó la cosa en suspenso, en espera de nue vas aportaciones, permaneciendo la niña con su madre en Cá ceres durante algún tiempo, siendo costeados por el señor Go bernador los gastos que su estancia ocasionara y haciendo a la niña algunos obsequios. Circunstancialmente, hube de ir a Cáceres por aquellos días, mediados de julio, y allí me encontré a la niña que casi todos los días iba por mi casa a ver a mi madre que se hallaba
— 78 — enferma y pasar el rato con mi familia. Quise interrogarla sobre las distintas cosas que se habían dicho. Ya fuese porque para ella, al fin, era un desconocido o porque su madre le hubiera prohibido en absoluto el contestar ni hablar del asunto, lo cier to es que mirándome con su angelical sonrisa y haciéndose la distraída, se encerraba en el más completo mutismo. Sólo al preguntarle si le quedaban muchas flores me contestó vivamen te que le quedaban ocho. Y haciendo como el que escoge, me entregaba una de ellas, muy hermosa por cierto y apropiada, diciéndorae cuáles eran las siete restantes que le quedaban. Posteriormente, no ha vuelto a hablarse del asunto, al me nos que haya llegado hasta mí, sino solamente el que algunas personas continuaban yendo a rezar el Santo Rosario en las tardes al lugar que llamaremos «de lás apariciones».
X IV Iva» ¡fla ta n z a i Cual cansado viajero que recorre largo desierto espera con ansiedad el suspirado oásis que venga a romper la monotonía y tristeza del paisaje, darle el descanso que apetece y proporcio narle agua y alimentos para poder llegar al término de su viaje, no de otra forma nuestros huéspedes esperaban algo que vinie ra a romper la monotonía de su vida casera, ya que tanto arre ciaron los fríos que apenas si Íes permitían hacer otra cosa que dedicarse a no abandonar uno u otro brasero, ya en casa del Zapatero, ya en torno a la radio del Médico, ya entre los matra ces y almireces del Boticario. Con mucha razón los poetas han comparado al invierno con la muerte y, en realidad, nuestra vida no es otra cosa que un círculo que necesariamente hemos de recorrer empujados por una mano providente que ntfs guía indefectiblemente a nuestro fin. Pasamos por la Primavera de la vida, infancia y pubertad, edad de las flores, de los ensueños, de las ilusiones y esperan zas. Viene luego el Verano de nuestra existencia, maduración de frutos, realización de planes trazados, el choque de la reali dad con los ensueños. Y pasada esa época, comienza el Otoño de los desengaños, de la experiencia que con el rodar de los años tanto enseña, recogida de frutos de la semilla y árboles plantados en la juventud. Y tras ese período, no queda otro que el Invierno de nuestros días: la muerte. Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir; allí van los señoríos derechos a se acabar y consumir.
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¿Puede darse más exacta comparación de lo que es nuestra vida? Como el río, se desliza, unas veces, plácida y tranquila formando remansos de paz y bonanza. Discurre, otras veces, por el camino del deber, contenida por la presa de la razón, convirtiéndose en fuerza, energía, luz y calor. Turbada por las pasiones que la empujan, precipítase, otras veces, formando acaso ruidosos torrentes desbordados. Y después de mucho co rrer, precipitarse, fecundar la tierra o arrasar lo que a su paso encuentra, viene por fin a parar a «la mar que es el morir», don de todo lo de acá abajo termina. Estas y otras muchas consideraciones se hacían mientras, sentados al amor del brasero, veían discurrir bs tardes tristonas del invierno y sentían los rugidos del fuerte viento azotando con furia los cristales de la ventana. Una tarde, en que por entrete ner el aburrimiento se habían puesto a echar unas manos de tre sillo, advirtieron que desde el corral contiguo comenzaron a su bir hasta ellos alegres conversaciones, chillidos de chiquillos, constante deambular de acá para allá, ruidos de trebejos, cace rolas y calderos. Se les explicó que se estaban haciendo los pre parativos para la matanza que al día siguiente iba a tener lugar. Desde muy temprano, era un entrar y salir constante en la amplia cocina, en la cual ardía un fuego confortable rodeado de grandes pucheros conteniendo agua hirviendo los unos, abun dante comida los otros. Un caldero, donde se preparaban las clásicas migas colgado de las llares, en medio. Algunas cabezas de ajo, tostándose junto al fuego, sobre la lancha de la lumbre. La botella del aguardiente en el vasar contiguo, al alcance de to do el que llegaba. Solía reunirse para esto toda la familia y, si ésta era numerosa, escusado es decir que aquello se convertía en una boda. Reunidos cuantos habían de tomar parte en la fiesta, descol gábase el caldero; se colocaba en el suelo y, todos en pie ro deándole, iban sacando de él con el gran cucharón de hierro lla mado la cuchara jerreña>. Con ésta echaban las migas en el hueco de la mano, volviéndola a dejar en el caldero. Ordinaria mente, no se usaban para las migas más platos, cucharas ni man teles. Los ajos asados y los higos pasos servían de postre en es te almuerzo, en que la botella del aguardiente no dejaba de cir cular de mano en mano. Esto era solamente un tentepié para re parar fuerzas mientras se mataban y descuartizaban los animales. Terminado el contenido del caldero y demás adminículos, se procedió a la captura de los animales en medio de la algazara de la Chiquillería, que desde muy temprano se había hecho presen te. Recostados los animales sobre las toscas mesas de encina, uno de los presentes empuñó el cuchillo de ancha hoja y, sucesi vamente, fueron cometiéndose hasta tres «guarricidios». Una vez
— 81 — chamuscados y descuartizados, se sentaron los fautores a la me sa, mientras el Veterinario reconocía las carnes y dictaminaba si estaban útiles para el consumo. A partir de ese momento, se ponía en movimiento toda la colmena «matancera». Los hombres, manejando hábilmente los cuchillos, picaban la carne en pequeños pedazos, haciendo de cuando en cuando sus paradas para echar una ronda de la jarra del vino, para ayudar a pasar algún trocillo que se había saltado a la lumbre y no había que desperdiciarlo. Las mujeres, unas preparaban los adobos para las morcillas que habían de hacerse en la tarde, mientras otras marchaban al Arroyo Palomero a la var las tripas. La chiquillería, después de recibir su correspon diente ración de rabo, cargando con sogas, marchaba a los oli vares más cercanos o al álamo de la iglesia, buscando un buen árbol a propósito para colgarlas y pasarse la mañana colum piándose. Hacían las mujeres, en la tarde, los embutidos de calabaza y gorduras. Llegada la noche, dando de mano a las faenas del día, «se armaba la gorda». Los chiquillos y hasta los adultos, mozuelos y mozuelas, asaltaban la cocina, que quedaba despojada de cuanto instru mento pudiera hacer ruido. Tapaderas de lata, almireces, sarte nes y demás chirimbolos, pasaban a las alevosas manos de los matanceros y con tan primitivos instrumentos musicales forma ban charangas, que en enorme algarabía recorría las calles del pueblo. Ni había perro al que no persiguieran, ni gato que espe rara la llegada de los bulliciosos. Piedras arrojadas a las casas; asfixiantes zahumerios de todo lo mal oliente que pudieran ha llar, que dejaban colocado entre los cántaros de la cantarera, et cétera, etc. Tales y otras muchas «perrerías» eran la estela que aquella desordenada ronda iba dejando atrás. A mayor abunda miento, en sus faenas juntábanse a veces con los festejantes de otras matanzas que, armados de los mismos instrumentos y dis puestos a hacer las mismas travesuras, hacían que las gentes pacíficas tomaran sus precauciones, para evitar desagradables sorpresas. Cuando, cansados de sus correrías, de sus cantos, saltos y carreras, regresaban a casa, sentados en torno a la mesa, espe rando la hora de la cena, se entretenían en jugar al «cuco» o a «las pinzorras¡>, si no había algún buen narrador que les hiciera pasar el rato, entretenidos con cuentos, narraciones, chistes o coplas, aunque fueran las divertidas historias «del. que metió la cabeza», de «Bertoldo, Bertoldino, su hijo, y Cacaseno, su nie to», de «los doce pares de Francia», «Lisardo, el estudiante» o algún que otro cuento de las «Mil y una Noches». Retirábanse bastante tarde, para volver al día siguiente con
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buenos ánimos a darle la batida a las migas, los ajos, los higos y el aguardiente, pues dos eran los días señalados para la pre paración de las matanzas. Como el segundo día era poco lo que los hombres tenían que hacer, se entretenían en jugar a la gallina ciega. En un hoyo enterraban un gallo vivo, dejándole fuera sólo la cabeza, para que no se asfixiara. Desde alguna distancia, con los ojos venda dos y una estaca en la mano, después de darles unas vueltas para desorientarlos, iban probando su habilidad en no despistar se, a pesar de las vueltas; y no dejaba de ser divertido, a veces, cómo después de contar los pasos, cosa que se les permitía an tes de ser vendados, daban buenos estacazos en el suelo y tan tos pasos en dirección contraria. Era raro el que acertaba con la cabeza del gallo, en cuyo caso el juego terminaba, si no había otro que le sustituyera. Otras veces, mientras colgaban de las cañas los embutidos que las mujeres iban preparando, acechaban la entrada en casa de algún distraído, que pasara del umbral sin pronunciar la frase de ritual. Esta era la de «echad un trago» y «asad un cacho». Si era pronunciada a tiempo, le alargaban la jarra del vino, que sobre una de las mesas estaba siempre dispuesta, pero si no la pro nunciaba, le cogían en volandas los que más cerca estuvieran y levantándole hasta el techo le hacían dar en él con la cabeza y así lo sostenían, hasta que pronunciara la consigna. Por la noche, se repetía la zambra de la anterior. Las vuel tas por el pueblo con la charanga, las piedras y zahumerios; los juegos del cuco y los cuentos de Calamos. Sin embargo, esa noche a que nos referimos, otros instru mentos vinieron a unirse a los predichos; otros cantares eran los de las rondas; otro orden las presidía. Desde el anochecer, gru pos de mozos con panderetas, zambombas y castañuelas, can tando alegres villancicos, recorrían las calles, destacándose en tre todos los grupos, por su acompañamiento de tamboril, los «quintos». Era la noche de Navidad. Solía, a veces, representarse por los aficionados déla loca lidad alguna obra teatral, mitad comedia, mitad auto sacramen tal, sobre el nacimiento del Salvador. Terminado éste, marchaba la gente a la iglesia para la «Misa del Gallo». También en la iglesia tenían esa noche preferencia los «quin tos». Colocábanse en los bancos que en la capilla mayor esta ban reservados para las autoridades y era de rigor que fueran los primeros a adorar al Niño al terminar la misa. También eran de rigor los vivas al Niño Dios, a su Madre y a su Abuela, que tío Antonio el zapatero había de dar apenas el celebrante ento nara el «Gloria in Excelsis Deo».
Poco después de la salida de la iglesia, y cuando ya las gentes, retiradas a casa, se disponían a entregarse al reposo, dejóse uir la campana mayor de la torre, tocando a rebato. El rápido «don-don de la campana y la voz de ¡fuego!, alarmó por completo al vecindario. Rojizas llamas iluminaron el firmamento, que tétrico aparecía en aquella hora solemne de la noche. A la voz y preguntas de ¿dónde?, aunque, innecesarias, se sucedían las carreras mezcladas con las voces y ruidos de cubos, cánta ros, calderos y cuantos enseres habían de servir para transpor tar agua con que apagar el incendio. Los más arriesgados, ar mados de hachas, trepaban por escaleras de mano y cortaban las maderas para localizar el fuego e impedir se transmitiera a los edificios contiguos. Era ya de bastante consideración y 110 podía localizarse de otro modo. Por las distintas escaleras ado sadas al edificio un cordón de cubos y cántaros, como los canjilones de una noria, subían y bajaban, llenos y vacíos. Desde los vecinos pozos un hormiguero humano se movía, transpor tando el ansiado líquido. Los esfuerzos de los caritativos vecinos, que se unían como un solo hombre en semejantes casos, hoy por tí, mañana por mí, viéronse coronados por el éxito. El incendio, de fantásticas pro porciones, que amenazaba correrse a los demás edificios, cedió ante el impulso arrollador de aquellas improvisadas bombas, hábilmente dirigidas desde los puntos más estratégicos.
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Poi* § a n B la s ... Por San Blas, cigüeñas verás. Y si no las vieres, buen año de nieves.
Por fortuna, ese año, desde unos cuantos días antes de San Blas, ya las cigüeñas habían tomado posesión de sus anti guas moradas, puestas al abrigo de los vientos, tras las veletas de la torre o los pichacos del tejado de la iglesia, y cobijadas bajo la bóveda del firmamento. Con esto y con decir que días antes, vísperas de la Candelaria, había llovido abundantemente, dicho queda que el invierno iba «fora». Prescindiendo de la parte religiosa, reducida a la mínima expresión y a una hora muy temprana, en el calendario de los quintos ése era uno de sus días más grandes: ¡corrían los gallos! Aunque hablando con propiedad, ¡os que corrían eran los quintos, que los gallos bien quietos se estaban en la soga, con tal que los dejaran en paz, y muchos más tranquilos si los dejaran en el corral. Como sucede casi siempre en las públicas diversiones, que de una u otra forma ha de haber alguna víctima, a costa de la cual los demás pasan el rato, tampoco aquí podía faltar. Pero no se trataba de lucha de gladiadores en que uno de los dos habia de quedar vencido y rematado por su contrario, ya que no había igualdad de armas; ni de ningún otro ejercicio más o menos bru tal. Se trataba de unos inocentes gallos suspendidos cabeza aba jo de una soga, atada por un extremo a la copa de un olivo y del otro empuñada hábilmente por un miembro de la sociedad pro tectora de gallos, que se esforzaba, con sus oportunos tirones, en proteger sus cabezas de las espadas que velocés pasaban bajo ellas.
Aquí no podía decirse que aquellas víctimas tenían suspen didas sobre sus cabezas la espada de Damocles, sino que era la misma víctima la que estaba suspendida sobre las espadas de muchos Damocles que, montados a caballo, pasaban bajo ellas. Constituía este entretenimiento un alarde de agilidad y destreza en el manejo del caballo y de la espada. La noche antes la pasaban de reunión y corrobla en la Casa Concejo, preparando sus planes. Buscaban caballo los que no lo tenían. De los clavos de las bodegas se descolgaban las espadas enmohecidas, que no hubieran hecho mal papel en un museo de armas antiguas; a fuerza de lija, se ponían resplandecientes. Unas, anchas y cortas, estilo romano; otras, largas y delgadas, que quizás en algún tiempo sirvieron para ejercicios de esgrima ; alfanges morunos; espadas largas y curvadas de caballería. En fin, allí había de toda clase. Con la espada al cinto, paseaban el pueblo con aires de guerreros, sin que nadie se atreviera a de cirles nada. Tanto ponderaron y tal erp la animación de la gente, que ya mucho antes que la comitiva se organizara, se hallaban nuestros amigos en la plaza, que era el punto de reunión, mezclados en tre la multitud. Por las distintas bocacalles iban apareciendo los jinetes, ga llardos en sus caballos ricamente enjaezados, dándose aires de maestros de equitación en el manejo del caballo, empuñando las bridas con la izquierda y levantando en alto la resplandeciente espada. Una salva de aplausos recibía a cada uno de los jinetes que iban llegando. Aquello se animaba por momentos. Llegados los que faltaban, la comitiva se puso en movi miento. Al frente marchaban los quintos, erguidos sobre sus ca ballos, majestuosos, cantando animosos como guerreros al com bate, mientras los caballos medio marcaban el paso al compás de la música. Daba escolta a los lados la chiquillería y seguíalos la gente mayor en informe pelotón. En este orden de formación, cruzaron el pueblo y llegaron a la Calleja de Granada; tiraron la soga al olivo designado; la ata ron; la sujetaron a la otra parte; colocaron en ella, cabeza abajo, al primer gallo de la serie; enfilóse la multitud a los lados del camino; piafaron los caballos, ya impacientes, en la plazoleta, antes de entraren la Calleja y comenzaron las corridas. Sus cuatrocientos metros tendría la carrera. Sucesivamente, en ordenada fila y guardando siempre la debida separación, des filaban los caballos en veloz carrera y los jinetes espada en alto, cortando los vientos, que era lo que la mayor parte de las veces cortaban; descargaban terribles mandobles a diestro y siniestro, al pasar bajo el inocente animal. El oportuno tirón de la cuerda hacía al gallo dar unas piruetas y lo liberaba de ser alcanzado
— 86 — por sus fieros enemigos. Pero ¡ay de la víctima cuando alguno de aquellos mandobles le alcanzaba!. Eran pocos los que acer taban, pero el golpe era mortal de necesidad. Muerto un gallo, muy contra su voluntad, otro pasaba a reemplazarle, con el que seguía la misma zambra y así hasta seis u ocho. En medio de la tragedia de los gallos, no faltaba, sin embargo, la nota cómica. Solamente los quintos eran los que podían correr los gallos y muy bien se hubiera guardado nadie más de meterse. Pero como la excepción confirma la regla, ha bía un quinto perpetuo que todos los años había de correrlos sin pedir permiso a nadie y sin que ninguno de los interesados se opusiera. Era este nuestro buen «tío Juan Ve» que con un cuchillo ma tancero, a falta de otro arma, atado a un largo palo y montando el peor burro que pudiera encontrar, se colocaba caballero en su jumento junto al olivo donde estaba atado el cabo de la cuer da. Como su cabalgadura no podía correr ni mucho ni poco, esperaba los breves instantes que los corredores tardaban en dar la vuelta y aprovechando el descuido del socio protector, atento más bien a tomar precauciones de los que venían, se despachaba a su gusto. El peligro y los apuros de tío Juan eran cuando, entusiasmado con su cuchillo matamoros, no se daba cuenta y los corredores se le venían encima. Por una parte, el griterío de la gente que veía el grave peligro que corría de ser atropellado; por otra, el tío Juan dándole palos al burro para apartarle de la zona de peligro; por otra, los de las espadas en alto que se le venían encima y, más de una vez, estuvo a punto de ocurrir una catástrofe al tropezar y caer juntos en un montón, caballo, jinete, tío Juan y el burro. Pero nuestro hombre no es carmentaba. Al año siguiente, volvía con las mismas armas y pertrechos. Poco más de un par de horas duró aquella diversión; y en el mismo orden y con aires de triunfadores, llegaron a la plaza los héroes de la jornada, dispersándose cada cual por su lado a lle var sus respectivas cabalgaduras, volviendo al poco rato con la espada colgada al cinturón y largas cañas en la mano. Eran éstas para ir colgando en ellas los chorizos que padrinos, pa rientes, conocidos, les tenían reservados de la matanza y que por el pueblo iban recogiendo. Cuando volvían con las cañas llenas, las depositaban en manos del cocinero, que ya Ies esperaba con la caldera prepa rada para freirlos. Mientras esto sucedía, nuestros amigos, invitados por el médico de Santibáñez a pasar con él aquel día, que era la fies ta principal, caminaban comentando las incidencias de aquellas originales corridas.
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E l R egreso El refrán de que siempre es triste el regreso de las fiestas, fallaba en esta ocasión. Alegres, después de pasar un día entre tenidos en el vecino pueblo, volvían al lugar escogido para re sidencia, encontrándose en el camino alegres grupos que vol vían de la misma fiesta. Prueba de ello eran los cánticos y alga zara que me traían armado uno de los grupos, al que alcanza ron nuestros amigos. La musa popular inventaba cantares que, pegaran o no, le aplicaban a la primer canción que se les ocu rría. Por esta vez, le tocaba a la canción de la «tarara», muy vieja en el lugar. Ocurría que uno de los presentes había ido a la fiesta acompañado de su perrita, que sin duda era cazadora y se había dedicado a correr tras las gallinas y hasta había lle gado a cazar alguna. Los demás lo habían visto y a uno de ellos se le ocurrió la siguiente copla: Tiene tío Leoncio una perra fina que va a Santibáñez a matar gallinas.
En medio de las risas que tal salida produjo, y sin que el in teresado se diera por ofendido, corearon todos el estribillo de la tonada: La tarara sí. La tarara no. La tarara madre me la bailo yo
Otro improvisado versificador quiso, sin duda, ir preparando el camino para sacar algo más positivo de sus versos y salió con la siguiente:
— 88 — Tiene tío Segundo un vino muy bueno que en llegando a casa se lo probaremos
Aprobó el aludido y todos corearon La tarara sí. La tara no.
Por este estilo y sacándole a relucir lo que cada uno tenía de particular, atravesaron «Los Corazos» y llegaron al Palo mero. Como el astro de la noche se hallaba en su plenilunio y por acortar algo más el camino, engolosinados sin duda por el ge neroso vino de tío Segundo, al que suponían con razón había de acompañarle alguna «telaraña» de las que en la bodega estaban colgadas, en vez de cruzar el Palomero por el puente de made ra (en la época a que nos referimos aún no estaba terminada la carretera ni su puente de piedra) y subir por el Cementerio nue vo, se separaron por la Vega Larga en que, si bien no había puente, había sin embargo, junto a la pesquera, unas pasaderas amplias por las que sin ningún peligro podía atravesarse y, mu cho menos, dada la claridad de la noche. No faltó, sin embargo, alguno que, ya fuera por la poca se guridad de su cabeza o porque no sabía el refrán de que «lan chas con estrellas no te fíes de ellas>, es lo cierto que metió sus extremidades inferiores, vulgo «patas», en el agua, con el con siguiente jolgorio de los más seguros. Pasado el Palomero, se adentraron en la calleja que sube a juntarse con la que también sube del «Molino Soso», sitio don de comienza el terreno llamado «Mingolobito», poblado de es pesos olivares. — ¿Sería por aquí el episodio de tío?—preguntó uno de los del grupo. — ¡No! fué allí un poco más arriba—respondió otro. —¿Qué era ello?—preguntaron a su vez los demás. —Un caso que por aquí ocurrió hace años a tío... (y nombró a una persona de todos conocida y que había muerto poco tiem po antes). — ¡Que lo cuente! ¡Que lo cuente!—repitieron todos. Aunque con algún miedo, por complacer a los que con insis tencia lo pedían, comenzó su narración nuestro hombre del si guiente modo: — Hará de esto que voy a referir sus sesenta años. Acaso lo hayáis oido contar todos, excepto estos señores forasteros. Se
hizo aquel año la Hoja de los Corazos y, para evitar doble aca rreo de las mieses, se trillaban en los vallejos junto al camino. Allí se hallaban trillando los dos hermanos... F y M... y una tarde, ya la caída del sol, se vino encima una tormenta que ame nazaba gran aguacero. Los dos hermanos, ayudados por algún otro, cogiendo los liendros, palas y demás aperos, comenzaron a juntar la parva que tenían tendida para evitar se les mojara y entorpeciera la trilla. A pesar de la prisa que se dieron, como después tuvieron que ayudar a otros que se hallaban en los mis mos menesteres, cuando terminaron era ya bien cerrada la no che. Plomizos nubarrones cerraban por completo el horizonte. Los relámpagos se cruzaban sin interrupción, seguidos de ho rrísonos truenos que ponían pavor en el ánimo más sereno. T o do el conjunto hacía que la noche se presentara con un aspecto imponente. El hermano menor, echándose al hombro una manta y to mando un palo del carricoche, dijo al mayor: — ¡Me voy a ver la novia! —¿Pero estás loco? ¿Según está la noche vas a ponerte a ir al pueblo? — ¡Déjate de tonterías y vamos a cenar algo, que ya es tarde! No valieron razones ni consejos del prudente hermano, con testándole por toda respuesta: — ¡Iré esta noche a ver la novia, aunque el diablo se me pon ga por delante! Y sin atender más reflexiones, emprendió el camino. Ayudado por el ininterrumpido zigzagueo de las descargas eléctricas que iluminaban el estrecho sendero y atormentados sus oídos por las horribles detonaciones, avanzaba por la calle ja que acabamos de dejar, con el ánimo cada vez más encogido ante el terrible espectáculo que la naturaleza ofrecía. Todo era tétrico en su derredor y, si de un salto hubiera podido, se hu biera colocado entre el montón de paja al lado de su hermano. ¡Pero ya era tarde! Llevaba andado más de la mitad del camino y aguijoneaba su amor propio.el temor de que, si alguien se enterara de su co bardía, le haría perder la fama de valiente de que justamente gozaba entre sus paisanos y hasta su misma novia acaso llega ra a burlarse de él. Cada vez más receloso, continuaba avan zando. En su mente confusa bailaban en danza macabra mil fi guras diversas, que aparecían y desaparecían al fulgor de los relámpagos, a las que venía a unirse la invocación o el reto, en mala hora hecho «de que iría a ver la novia aunque el diablo se le pusiera por delante». Un descomunal relámpago iluminó por completo este lugar
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y, ante sus espantados ojos, se apareció una visión que le dejó helado. A pocos pasos de él, se erguía... ¡su misma novia, a quien él iba a ver, arrogante, hermosa, ataviada con sus mejo res galas; aquella amplia saya amarilla, de finísimo paño; aquel bordado delantal; aquel lujoso pañuelo de manila, que causaba la envidia de sus compañeras; aquellos afiligranados pendientes y collar de oro, que adornaban sus orejas y cuello. Con lo me jor, en fin, que acostumbraba ponerse en las mayores fiestas. Aquella visión tan ricamente ataviada, el lugar, la hora, las cir cunstancias tremendas de la tormenta, acabaron de turbarle por completo, Quiso gritar y no pudo. Quiso huir y se vió detenido por aquella aparición que le interceptaba el paso, al mismo tiem po que con voz cavernosa, en todo diferente a la persona ama da, le decía: —De aquí no pasarás. Entablóse reñida lucha entre el que quería pasar y la que no le dejaba. Largo rato, como un autómata, estuvo luchando hasta que, al resplandor de uno de los relámpagos, pudo observar la transformación operada en la que con él luchaba. Su rostro ha bía perdido la semejanza con la fisonomía de aquella cara bien conocida. Sus facciones habíanse trocado en una mueca horri ble. De entre sus labios abiertos asomaban terribles dientes amenazadores. Muy pronto conoció la calidad del enemigo que ante sí tenía y del fondo de su corazón subió a sus labios una plegaria. — ¡Ave María Purísima!— pronunciaron sus labios y la visión desapareció y él cayó al suelo exhausto y sin sentido. Cuando algún tiempo después volvió en sí, apenas si tuvo fuerzas para llegar a casa. Alarmados sus padres al verle llegar a aquella hora y de aquella manera, le preguntaron, intentaron por todos los medios sacarle qué era lo que había pasado, pero todo fué en vano. Por toda repuesta mandó le prepararan la cama. Avisaron al Médico quien, después de minucioso registro, declaró que no encontraba otra cosa que alguna relajación de miembros, como si hubiera sostenido dura lucha y una fuerte, excitación nerviosa. Pasado algún tiempo, él mismo me lo con tó. ¿Fué una realidad lo que le ocurrió aquella funesta noche? ¿Fué una ilusión formada por todas aquellas ideas que bailaban en su mente? El afirmaba que había sido una realidad. Los mé dicos que le visitaron no pudieron apreciar daño ni lesión algu na sino lo antes dicho y, sin embargo, durante varios meses estuvo luchando entre la vida y la muerte. Entretenidos con la interesante narración, se les había pasa do la segunda parte del camino y, cuando se dieron cuenta, pa saban junto a las tapias del Cementerio viejo. Si no hubieran ido tan abstraídos, se hubieran dado cuenta del episodio que
— O í ante sus ojos se desarrollaba, que ciertamente les hubiera hecho reir. Caminaba hacia el pueblo, a regular distancia de ellos, un hombre montado en su burro. Al pasar junto al cementerio ten dió hacia él una mirada recelosa. En aquel mismo momento apa reció sobre la tapia un bulto informe. Una sombra indefinible se proyectó en la calleja,espantando el burro, que emprendió preci pitada carrera, haciendo que con su brusca arremetida se le marchara el sombrero al que cabalgaba, quien ni siquiera se pre ocupó de volver atrás la cabeza, sorprendido por la sombra al igual de su asno. Saltó el de dentro, que no era otro ánima en pena que un individuo desaprensivo que allí había entrado a coger un saco de hierba y, al ver un grupo de personas que se acercaba, cargó precipitadamente con su saco y se escabulló por la calleja del toconal de tío Lobo, no sin antes coger el som brero del fugitivo. Quitándose sus sombreros rezaron un Padrenuestro por los difuntos allí enterrados y siguieron hasta la plaza donde vivía, frente al Corral Concejo, tío Segundo, cuyo vino fueron a pro bar aunque ya no con aquella alegría con que la idea había sido aceptada.
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X V I I Mías de A n tr u e j o s Poco más de las ocho de la mañana del Domingo de Carna val serían, cuando los sonidos de una campanilla se dejaron oír en la calle. Nuestros amigos, que acababan de levantarse, cre yeron se trataba de algún Viático y se echaron a la calle para acompañar al Santísimo, según la buena costumbre que tenían; pero al poner los pies en el umbral, vieron que no era lo que pensaban. Algunos hombres, embozados en sus recias capas de paño de Torrejoncillo, y con una cesta bajo el brazo, iban de puerta en puerta como pidiendo limosna, mientras en medio de la calle, también envuelto en su capa, avanzaba el que hacía sonar la campanilla. —¿Qué es esto?—preguntaron. — Son los Hermanos de las Animas— , les fué contestado por una vecina que, asomada a la puerta, esperaba llegaran hasta su casa. Mientras desayunaban, procuraron informarse de aquel he cho singular de que, en medio de los más o menos ordenados desórdenes del Carnaval, se hallaran intercalados los recuerdos " a las Animas. Situados más tarde en las gradas del Ayuntamien to, comenzaron a ver pasar los grupos de carnavaleros, con sus invenciones y canciones sacadas, al parecer, de un hormiguero. Ya era algún grupo de gitanos, con sus burros y guías corres pondientes, acompañados de artificiales gitanas, con sus can ciones y dispuestas a leerle la buenaventura a todo el que se pusiera por delante. Ya era Mercedes, envuelto en su blanca sá bana y con la cara enharinada, empuñando larga caña de la que pendía una cuerda con un higo paso atado al extremo, al que hacía saltar llevándose tras sí a toda la chiquillería que le rodea ba, como los gorriones, con la boca abierta. Ya era el bueno de tío «Juan Ve» que con su gran trabuco de boca de campana dis
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paraba sin cesar arcabuzazos de caramelos y confites. Ya algu na murga de trompetas de cartón con que los aficionados a la música, a falta de otros intrumentos, organizaban sus bandas. En fin, que la atención de los chiquillos y aún de los mayores, no dejaba de ser solicitada por unos y otros grupos. Un hombre con unos zajones al hombro se acercó al grupo que en las gradas estaba estacionado y, tirando del lápiz que llevaba colocado en la oreja, a guisa de colilla que merecía ser encendida de nuevo, preguntaba los nombres, que iba apuntan do en un pliego, de papel doblado por mitad a lo largo, sirvién dose de la rodilla cual mesa de escritorio y pedía después la correspondiente perrilla a los que habían dado el nombre. Mas lejos, se veía a otros con unas botas y un pañuelo al hombro, lápiz y papel, haciendo el mismo oficio, y que también pasaron por los del grupo. Era para la rifa que los Hermanos de las Animas organizaban esos días. Aquella rifa era original. Ante la pregunta de uno de los fo rasteros de por qué anotaban el nombre en vez de dar papele tas, como de ordinario suele hacerse en las rifas, les fué expli cado cómo lo hacían. Todos aquellos nombres así escritos se cortaban en tiras y para ello iba así doblado el pliego. Se me tían al bombo, cántaro o bolsa. Y en otras tiras iguales a aque llas, los nombres de las cosas que se rifaban, desde luego sepa radamente cada premio. Se mezclaban y revolvían cuidadosa mente todas estas papeletas y comenzaban a sacarse papeletas. Cuando a continuación de un nombre salía otro, el primero era echado al cesto y, así, conservándose siempre el último hasta que tras él salía la papeleta que decía rifa' o lo que fuera lo que se rifaba. Esta rifa solía hacerse el martes en la noche, en casa del Hermano Mayor. Y la de cortar las papeletas y meter las al cántaro o bolsa solían hacerla en la tarde, reunidos los Hermanos alrededor de una mesa en uno de los soportales de la plaza. No era por falta de misterio el que esta operación se reali zara en la plaza, a vista de todo el mundo, para que nadie pudiera dudar de la entrada en el bombo de todos los nombres. Mien tras tanto, la gente se divertía en la plaza. La música del tam boril, acompañada de la dulzaina que algunos manejaban con habilidad, hacía aquellos días más típico el baile, con sus anti guas canciones de jotas con que también algún cantor improvi sado solía acompañar los instrumentos. Vaya alguna de muestra: Si supiera que cantando daba gusto a una morena, toda la noche cantara aunque de día durmiera.
— 94 — haciendo jalearse a los danzantes con el siguiente estribillo: Yo no sé que tiene esta ratonera que se van las ratas que se van las ratas de cualquier manera.
El Martes de Carnaval, se celebraban solemnes funerales en sufragio de las Animas. Después del funeral, se reunían los Hermanos en fraternal ágape para fomentar la unión y ordenar lo concerniente a la mejor marcha de la Hermandad. También se hacía en casa del Hermano Mayor. Dada la íntima amistad que con uno de los Hermanos lleva ban nuestros amigos y con permiso del Mayor, fueron también invitados a la fraternal reunión. Ya de sobremesa, rogaron al Hermano Mayor les explicara algo de aquella Hermandad y mo tivos de celebrar precisamente en aquellos días tales sufragios. El aludido se levantó sin decir palabra, volviendo enseguida y trayendo en la mano un canutillo de hojalata, diciendo mientras sacaba de él un enrollado y amarillo pergamino. —Aunque la devoción a las Animas es antiquísima, sin em bargo, nuestra Hermandad, tal cual está constituida, es un poco más reciente. Y alargando el amarillento pergamino a uno de ellos dijo: — Este documento, que es el acta de constitución, hablará mejor de lo que yo pudiera hacerlo, Hecho el silencio, se leyó el documento que decía»: AN IM AS: Como en la antigüedad y de tiempo inmemorial ha habido costumbre de practicar acciones de regocijo y diversio nes en los días de antruejos o carnes-tolendas, muy contrarios a lo que nuestra Madre la Iglesia nos enseña y demuestra, como vemos que. se viste de luto, quince días antes, adornados sus al tares y vestiduras sagradas de color violado, señal de tristeza, anunciando el santo tiempo de Cuaresma y que se acerca la Sema na Santa, en la que se hace recuerdo y memoria del alto misterio de la pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo por medio de las sagradas ceremonias y oficios divinos practicados por sus ministros y sacerdotes; principal misterio de Nuestra Religión Católica Cristiana; en atención a que referidos regocijos de car nestolendas en sus principios no carecían de la honestidad, can didez y sencillez que hoy en el día carecen; reflexionando estas cosas unos devotos de las Ánimas Benditas del Purgatorio, con-
— 95 — sideraban los acerbos tormentos que padecían estas almas san tas, tan afligidas en el Purgatorio, que les parecía a estos devo tos que en su imaginación oían unas voces del Purgatorio que con tiernos suspiros y tormentos se quejaban de las almas santas di ciendo: ¡Ay de nosotras que estamos en esta penosa cárcel del Purgatorio por la divina mano, para que, quedando purificadas de nuestras culpas, vayamos a gozar de la deseada patria de la gloria!. Con el consuelo de esta esperanza, también se quejaban los padres de los hijos, los hijos de los padres, los maridos de sus mujeres, las mujeres de sus maridos, y unos y otros claman a los crueles herederos que con el ingrato puñal del olvido nos están atormentando. También se quejan de los testamentarios y albaceas que, con el descuido de cumplir las mandas y legados de sus testamentos, las están atormentando cruelmente. Movi dos, pues, estos devotos de las quejas que en su imaginación les parecía oir, para aliviar las Almas del Purgatorio de sus aíicciociones y contener los abusos y desórdenes y profanidades que en semejantes días de carnes-tolendas se practican, en cuanto sea de parte de mencionados devotos, se convinieron, movidos de espíritu de Religión, en practicar lo siguiente: Que el martes de carnes-tolendas, se mande hacer un oficio doble de difuntos cantado, con su misa cantada y diáconos; y se predique un sermón de Animas; y, al fin, la procesión que se acostumbra de Animas. Que en los tres días, domingo, lunes y martes de antruejo, todos los sacerdotes que se hallasen en este pueblo de Ahigal, celebren misa por las Animas Benditas; y que asistan a los ofi cios dándoles la limosna acostumbrada; y que en la misa de los oficios se lleve la ofrenda que se acostumbra. Y para este efecto y pagar los derechos de todos los sufra gios mencionados, nos obligamos a salir el domingo de antruejo a pedir limosna por el pueblo; y si no se juntase lo bastante pa ra los sufragios referidos, nos obligamos a suplir lo que falte de nuestros bienes; y si sobra alguna cosa, después de pagado lo dicho, se distribuirá en misas por las Animas del Purgatorio. Ordenamos que en esta Hermandad haya de haber un herma no que haga cabeza y éste sea el más antiguo de entrada. Ordenamos que en muriendo alguno de nuestros hermanos, vayan los demás a encomendarlo a Dios a la casa donde se halle difunto y velarle por la noche en caso necesario; y, además de
— 96 — esto, será de obligación de nuestros hermanos llevarlo a la Igle sia y darle sepultura. Ordenamos que por el hermano que muera, cada uno de nos otros ha de poner en poder de nuestro hermano mayor la limos na de una misa, en el preciso término de ocho días, o recibo de sacerdote conocido, bajo la multa de un real aplicado a las Ani mas, el que, en caso de omisión, pueda exigirlo nuestro herma no mayor por medio del fiscal de esta hermandad, que ha de ser el más nuevo o moderno entrado en esta hermandad. Ordenamos que el hermano que entre en esta hermandad ha ya de pagar de entrada la limosna de una misa, la que se aplica ra por las Animas en general; y, así esta misa como las que se digan por el hermano difunto, se manden celebrar por el herma no mayor a la brevedad, sobre que se carga la conciencia. Los hermanos de Animas existentes en el día 14 de febrero de ¡806, fecha del documento, son los siguientes: Donjuán Do mínguez, Cura Párroco; don Antonio Gómez, presbítero; Ga briel iVlonforte; Bernardo Jiménez; Antonio Roncero; Julián Gar cía; Manuel Gómez; Leonardo García; Juan Panadero; Basilio de Cáceres; Santiago de la Calle; Nazario Paniagua; Antonio Plata; Luis de Cáceres y Pedro Gómez».
Terminada la lectura del documento, continuó el hermano mayor: — Estos fueron los fundadores y, desde entonces, no se ad mite la entrada de ningún otro, siendo como una herencia sa grada, que va transmitiéndose de padres a hijos, siempre al hijo mayor y, en caso de no haber varones, al pariente más cercano, herencia que consideramos como la mejor de todas, ya que en virtud de este legado nos consideramos más estrechamente uni dos a las Animas del Purgatorio. En tal estima es tenida tan pre ciada herencia—terminó diciendo— que hasta ahora, a pesar de los años transcurridos y a pesar de las vicisitudes de los tiem pos, no ha habido uno sólo que se haya negado a aceptarla.
X V 1 11 F ie s t a s de C u a r e s m a Llegada la Cuaresma, cambiaban de aspecto las diversiones y se iniensificaba la vida de piedad, pudiendo muy bien decir que se identificaban con la intención de la Iglesia, al poner este santo tiempo de preparación para la celebración de los grandes misterios de nuestra Redención, con la oración, la penitencia y la mortificación, aún en aquellas recreaciones que, aunque líci tas, eran no obstante no muy conformes con la santidad y con diciones del tiempo que comenzaba. Suprimíase el baile desde el martes de Carnaval en la tarde hasta el Domingo de Resurrección en la mañana temprano. La plaza quedaba desierta por completo durante todo ese tiempo. Cesaban las rondas de los mozos los domingos en las noches. No volvía a oirse el tamboril. Todo el pueblo semejaba, durante ese tiempo, lugar donde se celebrara retiro espiritual. En el in terior del templo, con sus Rosarios y predicaciones cuaresma les; en el exterior, con el Rosario de penitencia, que todos los viernes en la noche se rezaba públicamente por las calles y al que asistía gran número de personas, así hombres y mozos y chiquillos, como mujeres, mozas y chiquillas, todo dentro del mayor orden y religioso silencio. Buscaban el reino de Dios y su justicia y el Señor, en cumplimiento de su divina palabra, les daba lo demás. Y no había conflictos de ninguna clase, porque la caridad y el amor de Cristo los tenía tan íntimamente unidos, que con razón era clasificado entre los pueblos más religiosos y unidos del contorno. Los pasatiempos de Cuaresma, en que solían pasar las tar des de las fiestas, consistían en los siguientes: Los domingos en la tarde, después del Santo Rosario, en vez de reunirse la gente en la plaza, bajaban al sitio llamado «Lejío», corrupción de Ejido, plazuela grande a la entrada del pueblo, rodeada de casillones para el ganado, con una gran charca eñ medio (hoy en
— O Sclia ya cegada), que servía de abrevadero y donde se celebran los mercados. Distribuíase la gente por edades, y cada cual se dedicaba a diversiones y entretenimientos propios de su edad y sexo. Las mujeres, ya formales, sentadas en el santo suelo, forma ban grandes corros y jugaban «a las treinta y una», juego de naipes, en el que ganaba aquella que hiciera dichos puntos o más se aproximara. Como en cada juego no se sacaba más que una perra chica del montón de en medio, se pasaban la tarde bastante entretenidas y sin notables pérdidas ni ganancias. Las jóvenes, armadas de sogas, unas saltaban a la comba, otras, formando corro, cogidas de la mano unas a otras, canta ban y saltaban con movimientos rítmicos las antiguas canciones de corro aprendidas en la niñez: «Al Alimón», «El Marinerito», «Allí arriba en aquel alto», «Marnbrú se fué a la guerra», etcé tera; recorriendo todo el repertorio. Las más agresivas, jugaban a «los corchonazos»; sentada una sobre una piedra, teniendo en la mano el extremo de una soga, había de aguantar paciente mente los sopapos que quisieran darle las restantes jugadoras, burlando la vigilancia que sobre ella ejercía la «cuidadora», que tenía la cuerda por el otro extremo. Los jóvenes se dedicaban más bien a juegos de agilidad y destreza, ya al «calvo», ya a la «morra» o ya en el lanzamiento a distancia de una regular barra de hierro. En fin, que si animada estaba la plaza en los días tesivos del año, no estaba menos el Ejido durante el tiempo de Cuaresma. Poco antes de la puesta del sol comenzaba la desbandada, marchando cada cual a sus ocupaciones de «jatear» los ganados o preparar las cenas después de haberse «esparigido» un rato. Y poco después de anochecer, quedaban las calles en el más ri guroso silencio. Los viernes en la noche, después de cenar, reuníanse los de votos del Santo Rosario, que, como queda dicho, eran en gran número, en el portal de la iglesia. Un joven presidía llevando el estandarte de la Cofradía, a cuyos lados iban otros llevando los faroles en altos varales. Alguna devota de las más antigua, lle vaba la dirección. Arrodillados a la puerta de la iglesia, daban principio con el ofrecimiento y primer Misterio. Cantado el Pa dre nuestro, levantábanse todos y se organizaba la procesión, que recorría todo el pueblo. Al terminar cada decena, que se procuraba coincidiera en alguna plazuela ya señalada por la cos tumbre, se arrodillaban todos y entonaban el Gloria. La devo ción y fervor con que cantaban, era grade; la hermosura de la música y letra, muy piadosa. No la he hallado en ningún cancio nero. Arrodillados todos, entonaban el primer coro y le respon día el segundo:
— 99 — 1 Gloria al Padre Eterno Gloria al Hijo Soberano.
2 Por los siglos de los siglos, Gloria al Espíritu Santo.
1 Por todo el mundo resuenen los ecos de la doctrina.
2 En honra del mismo Dios
y de su Madre, María. 1 Viva el Nombre de Jesús viva su fe y su doctrina.
2 Viva por eternidades la devoción a María.
1 María Madre de gacia Madre de misericordia.
2 Libradnos del enemigo hasta la última hora.
Entonábase el Misterio siguiente. Se cantaba el Padre nues tro y seguía la procesión hasta el portal de la iglesia, donde se rezaba la Letanía y concluía el Rosario, retirándose ordenada mente cada cual a su casa. Cuán firmemente grabaron los hijos de Santo Domingo esta hermosa devoción del santo Rosario en el cristiano pueblo de Ahigal, bien a las claras nos lo demuestra el hecho de que, a pesar de los siglos y las vicisitudes de los tiempos y circunstan cias, se haya continuado hasta nuestros días con tanto fervor esta piadosa práctica del rezo del santo Rosario por los calles. A título de curiosidad, pondremos el documento de constitu ción de la Cofradía del Rosario que, para mejor gustar su anti güedad y sabor, transcribimos sin cambiar punto ni coma ni ortografía. Dice así:
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En el lugar de La higal Juricición de la Villa de granada A cin co días del mes de Hebrero de mil y quinientos y ochenta y cinco años. Ante mi el presente notario A Postólico y testigos. E l Muy Rd° padre Fray P ° de astedillo de la orden de los predicadores, Morador en el convento de Sant, Vicente de Plasencia, Presentó dos licencias la una del Rdm° general de la orden sobredicha y y la otra cel L i° Pedro López Sierra Provisor de este obispado de coria Para que pudiese poner y pusiese la Santa Cofradía del Rosario El qual Por virtud de las dichas licencias Predicó dos Sermones Uno A la mañana A la missa mayor En el cual decla ró El origen y antigüedad de la Cofradía de nuestra Señora del Rosario y otro en la tarde En el cual declaró los misterios del Ro sario como la manda la Bulla y A cabado El sermón El dicho Pa dre Preguntando En común Al Pueblo; siquería Recebir esta sancta cofradía Res Pondió En nombre: del Pueblo: Sebastián Nuñez Cura y Joan Perez Alcalde del decho Lugar que la Pe dían y Recibían Porcosa tan buena y sancta: y el dicho Padre Atenta Sudevoción sela con cedió y otorgo Por la Autoridad que tenía del Rdm° general y del Señor Provisor y así mesmo Seña ló laiglesia A do la fundava Laiglesia Parroquial deldicho lugar que se llama El asumpción de nuestra señora y Enella El altar questa A mano yzquierda Entrando Por la puerta Principal y la ymagen Pequeña de nuestra señora para las procesiones y para que allí se ganen los perdones E yndulgencias y se digan las misSas de cada mes y anniuersarios Y la Salue y también Señalo por capellán de la dicha Confradía Al dicho Sebastián núñez Clérigo. Para que pueda Recebir Confrades y bendezir los rosarios y Predicar y explicar los misterios: Enel contenidos quando la iglesia los celebrare y el S°Frai Pedro deastudillo lo Firmo: E yo el dicho Notario doy fee que todo lo susodicho Pa só Antemí y Vi hazer su Firma Siendo presentes Por testigos Joan déla Puerta y Franc0 steban Viejo y Franc°Paniagua y bartolome demesa Voz del dicho lugar y lo firmaron.»
Referida Cofradía ha continuado hasta hace pocos años cum pliendo el Reglamento que se halla escrito a continuación de lo que arriba queda reseñado. Hasta hace pocos años, se rezaba el Rosario y se cantaba la Salve en el altar de Nuestra Señora en jos domingos y días festivos. Cuando eran las fiestas de la San tísima Virgen, se rezaba ante las andas donde estaba colocada la imagen para la procesión y esos días, al referir el misterio que
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se había de meditar, se cantaban por el sacristán las siguientes estrofas, coreadas por el pueblo. ¡Oh celestial aurora, oh dulce Madre mía, santísima María!. Escucha desde ahora; la voz de gran señora te damos con fervor. De mártires la Reina eres y confesores. De virginales flores la guirnalda te llevas. Digan las almas bellas encendidas de amor. (Repetido)
Contestaba el pueblo: Todos te mantenemos un entrañable amor. Reina eres y sagrario, Dicha por excelencia, Por eso tu Rosario con toda preminencia de todo el santuario rezamos con fervor
Contestaba el pueblo: Todos te mantenemos un entrañable amor.
Así se cantaban hasta cinco estrofas. Como resto de tan santa Cofradía, sólo quedaba ya en nues tros días el rezo del Rosario cantado por las calles los viernes de Cuaresma, como arriba queda descrito, y el Rosario de la Aurora cantado en la misma forma en la madrugada del Domin go de Resurrección, de que más tarde se hablará en el siguien te capítulo.
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S e m a n a S a n ta Vamos a cerrar con las fiestas de Semana Santa el círculo casi completo que tan agradablemente recorrieron nuestros bue nos amigos, a quienes poco faltó para que los declararan hijos adoptivos o huéspedes de honor de aquel pueblo franco, hospi talario, honrado y trabajador, en el que, sin distinción, todos se esfuerzan por agasajar al forastero que hasta él llega y mucho más si, como ocurría en este caso, ya se trataba de los que por tanto tiempo con ellos habían convivido. Aunque la Semana Santa no revistiera carácter especial dis tinto de las rúbricas señaladas por la Iglesia en tales festivida des, sin embargo, por existir algunas costumbres y por el valor folklórico de sus canciones, no dejaremos de dedicarle este últi mo capítulo. Acudía todo el pueblo a la iglesia el Domingo de Ramos pa ra recibir el ramo bendecido que había de colocarse en las ven tanas o balcones donde estaba todo el año, hasta ser de nuevo reemplazado. La grandeza de los misterios que esos días de Se mana Santa se conmemoran en la Iglesia, de la pasión y mueite de Nuestro Redentor, en que parece se palpa la sublimidad del amor de Dios para con el hombre; en que la naturaleza entera parece recordar aún aquel magnánimo sacrificio, cuya sola con sideración encoge el ánimo y hace al alma piadosa trasladarse al escenario donde tan sublime escena tuvo lugar, bien sabían sentirlo los moradores de este piadoso pueblo. Un enorme cementerio parecía el pueblo, no sólo mientras en la parroquia se celebran los sagrados Oficios, sino aún en lo restante del día, en el Jueves y Viernes Santos, en que todo lo absorbía casi por completo la parte religiosa. No sólo enmude cían las campanas de la torre, sino hasta la del reloj, estando la gente pendiente de los repiques de matraca con que los chiqui llos iban por el pueblo avisando la hora de los cultos.
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Cantadas Tinieblas el Jueves Santo, se hacía la procesión con el hermoso Nazareno y la Virgen de los Dolores, haciendo el recorrido cada una por sus calles hasta que, después del en* cuentro en la calle de la Amargura, seguían ya juntas ambas procesiones; y, pasando por la ermita del Santo Cristo, seguía por el Calvario hasta Santa Marina, cuya cruz de cantería, fren te a las nuevas escuelas, era la última del Calvario. Las restan tes cruces del Calvario, todas de cantería, fueron hechas por el maestro de cantería Mateo Andrés, el año 1669. Como la Cruz de Santa Marina, llamada Cruz de la Salve, dió origen a una ins pirada poesía de don Basilio Qalindo, en la que nos cuenta su historia, aunque el paréntesis resulte un poco largo, no hemos de dejar de consignarla en este lugar, para perpetuo recuerdo, respetándola tal cual la hemos encontrado aunque en ella se noten algunas estrofas que acaso no salieron de manos del autor sino que haya sido debido a las transcripciones que en el decur so del tiempo haya podido sufrir. Dice así:
La Cruz de la Salve i Al pie de una vieja encina, detrás de Santa Marina, había una Cruz de madera que en su tronco se reclina: ¡La Cruz de la Salve era! El tiempo todo lo acaba con su mano destructora y a la encina protectora do la Cruz se reclinaba le llegó también la hora. De la encina con la muerte la Cruz se quedó desierta y expuesta a la misma suerte: le faltó el apoyo fuerte y también la Cruz fué muerta. Pasó un día y otro día, un año y otro pasó y allí sólo se veía la peana que sostenía a la Cruz que pereció.
— 104 — Y cuando más se notaba que la Santa Cruz faltaba era cuando en procesión el pueblo con devoción la vuelta al Calvario daba. Un vecino que tenía a la Cruz gran devoción, pensó que mejor sería hacerla de cantería por ser de más duración. Y el permiso concedido del Párroco y el Alcalde, algunos que lo han sabido, devotos, le han ofrecido traer canterías de valde. Y el maestro de la obra que nada tiene de sobra, porque vive del jornal, le promete hacer la obra en un plazo prudencial. (1) Plazo que sea suficiente para que pueda la gente reunir, o por suscripción, por rifas u otra función de la Cruz el contingente. Y de mayo al sexto día, de mil novecientos nueve, vió el pueblo con alegría nueva Cruz de.cantería, tan blanca como la nieve. ¡Salve Cruz! Ya el Jueves Santo oirás del Párroco el canto; pasar verás a Jesús, que lleva a cuestas la Cruz; su Madre, con negro manto.
(1) El ejecutor de la obra fué el maestro cantero Jacinto Cáceres y es de sospechar con fundamento que el piadoso vecino autor del proyecto, fuera el autor de la poesía.
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Y al pueblo que en devoción asiste a esta procesión, que la Iglesia conmemora la obra reparadora, de la Santa Redención.
II Antes de morir Jesús era tenida la Cruz por instrumento injurioso y después fué el más glorioso signo que dió al mundo luz. Luz que brotó del costado de Jesús muerto en la Cruz, que abrió con lanza un soldado; luz que dió vista y salud al que la herida ha causado. Luz que en la Iglesia naciente dió a los primeros cristianos fortaleza suficiente para decir al tirano: ¡Nuestra sangre es la simiente! Así como el leñador, que va la selva talando, los troncos que va dejando ve a millares con rigor nuevos pimpollos brotando. Así en la persecución que recrucede el tirano, en la misma proporción por cada mártir cristiano se convierte en un millón. Si la fuerza repeler con la fuerza es menester, no dude-s en la victoria, que en honra de Dios y gloria la Cruz tiene que vencer.
— 106 — Constantino Emperador Vió en el Cielo un resplandor en forma de Cruz brillante y una voz dijo: ¡Adelante!. Hoc Signo Vinces: ¡Valor!. Y el hijo de Santa Elena venció a la raza Agarena; y el pendón de media luna de aquella legión moruna quedó rodando en la arena. (1) Y desde aquel fausto día brilla la Cruz Redentora en la Bandera española, que en Lepanto y en Pavía quedó también vencedora. Hoy luchan nuestros hermanos con los moros africanos enemigos de la Cruz: por su victoria y salud nosotros aquí rogamos. Que la Kábila rifeña que salta de peña en peña del Gurugú en la ladera, se acoja a nuestra bandera, si la del Sultán desdeña. Que la bandera española; que hoy victoriosa tremola en el Gurugú y Zeluán, llegue pronto a Tetuán de Odonnel noble aureola. Y que esto principio sea de que la raza Europea lleve a la raza africana de la Religión Cristiana nueva luz para que vea. (1) Esta última estrofa, ya que no tengamos motivos suficientes para con siderarla intercalada, podemos considerarla como descuido del autor, ya que no se ajusta a la realidad histórica.
— 107 — De la española Nación será un glorioso blasón dar a la raza africana lo que en tiempo de Colón le diera a la americana. III La Iglesia en la Exaltación de la Cruz y en la Invención de insignia tan sacrosanta de la Misa que se canta dice así la Introducción: Conviene con devoción gloriarnos de corazón de Jesucristo en la Cruz: en ella está la salud, la vida y resurrección. Del anatema, lanzado al hombre por el pecado del Paraíso Terrenal, en la parte principal quedó también liberado. Porque Cristo se humilló por nosotros, y sufrió muerte afrentosa de Cruz, el renombre de Jesús su Padre le confirió. Al oír de Jesús el Nombre Todo viviente se humilla y le doblan la rodilla el ángel del Cielo, el hombre y hasta la infernal cuadrilla. Y , así, el Nombre de Jesús por tener tan gran virtud digno es de veneración: por idéntica razón lo es también la Santa Cruz,
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Cuando el niño aprende a hablar, le hará su padre rezar la obligación del cristiano y enseñarlo por su mano a signar y santiguar. Llevarle a escuela a aprender, a escribir bien y leer para ser buen ciudadano, buen patricio y buen cristiano a amar a Dios y temer. Y esta alegre juventud, rebosante de salud, que pronto el pueblo ha de ser, nada tendrá que temer si es devota de la Cruz. Al honrado labrador, jornalero y artesano, si a la Cruz tiene amor les dará con su sudor el tantos con larga mano. El que tiene y le da al pobre que está con necesidad parte de lo que le sobre, la Cruz hará que se cobre un ciento por unidad. Junto a la Cruz va a rezar la madre del militar que, cumpliendo con la Ley, por Dios, la Patria y el Rey, va su sangre a derramar. Y la afligida viuda que por la frente le suda el pan que comen sus hijos, en la Cruz los ojos fijos del Cielo espera la ayuda.
— 109 — El anciano que llegando va a su ocaso a paso fuerte a la Cruz está rogando que le haga suave y blando el duro trance de muerte. El reo a muerte sentenciado confia ser indultado al hacer la adoración de la Cruz, con devoción, el que es Jefe del Estado. Si salen a pasear los ministros del Señor, el párroco y coadjutor a la Cruz van a parar. Se sientan a descansar en sus gradas, y a Jesús le piden por la salud espiritual y temporal de este pueblo, y al final,, dicen a la Santa Cruz: ¡Señor Dios, nuestro Creador, por mediación de Jesús, Vuestro Hijo, que dió en la Cruz la vida por nuestro amor, os pedimos con fervor perdón de uuestros pecados y esperando confiados cantar la Santa Victoria de la Cruz pronto en la Gloria con los Bienaventurados. Un ruego os hago formal al hacer punto final de la historia de la Cruz. ¡Que déis un viva a Jesús y otro al pueblo del Ahigal!
Debió ser escrita esta poesía por el año 1909. Hemos queri do traerla a este lugar a pesar de desviarnos un poco de nuestras fiestas, por ser bastante desconocida de la mayor parte de la gente y para que no se pierda su memoria.
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Sigamos con el día de Jueves Santo: El Jueves Santo en la noche, hubo una antigua costumbre, acaso desde la fundación de la Cofradía de la Vera Cruz, de ce lebrar una procesión de penitencia. Vestidos los Cofrades con sus túnicas y cuerdas y disciplinándose, recorrían el pueblo ter minando la procesión en la Casa Concejo. Allí se tenía la pláti ca y acaso también la colación. Tal costumbre fué prohibida el año 1692 por el señor obispo don Juan de Porras y Atienza. Este hecho de la procesión nos demuestra la antigüedad de la Casa Concejo, anterior a este año 1692. En la visita realiza da en 11 de Marzo de 1692 dejaba, entre otros mandatos, el si guiente: Por cuanto somos informados que la noche del Jueves Santo se lleva a la Casa de Concejo el Santo Cristo en proce sión y que allí le ponen y predican la plática de penitentes con tra la reverencia que se le debe tener, procurando se destierre este abuso y no se falte al Santo Monumento, ordenamos que de aquí en adelante la plática de penitentes se haga en la igle sia y, acabada, salga la procesión por las estaciones acostum bradas sin parar en dicha Casa de Concejo y lo cumplan el cu ra y demás de la cofradía de la Vera Cruz, pena de excomunión Latae Sententiae y 20 ducados.» El Viernes Santo en la tarde, la procesión con el sepulcro ha cía el mismo recorrido, pero, al llegar a la ermita del Santo Cristo, paraban en ella para descansar; y en recuerdo de que en otro tiempo tenía allí lugar la función de Descendimiento, pa ra lo que fué adquirida la hermosísima y devota imagen del Cris to del Sepulcro y la Virgen de la Soledad. Sería allá por el mes de Mayo de 1753 cuando, deseando los habitantes del pueblo celebrar como se acostumbraba en otros pueblos la función del Descendimiento, pidieron al señor obispo, entonces don Juan-José García Alvaro, les concediese autorización para «convenir y fabricar las imágenes de el Santísimo Cristo y Nuestra Señora de la Soledad y demás necesarios para tan santa función, de la can-tidad de cerca de doscientos ducados que han importado las limosnas que los piadosos vecinos tienen destinados para tan santo fin y establecimiento de referida función, la que deseaban se agregase e incorporase a la Cofradía de la Sancta Vera Cruz». Concedida la licencia, pedida con fecha de 25 de mayo de 1753, fueron adquiridas estas dos imágenes y, hasta no hace muchos años, se celebraba el Descendimiento. Llegada la procesión a la ermita, se sacaba de la artística urna el Santo Cristo que lleva ban en la procesión. La colocaban en la alta cruz que en la er mita se conserva aún y ésta en lá peana que aún puede verse a la entrada del portal. Se cantaba el Miserere y, después de bre ve plática, explicando lo que aquello simbolizaba, lo bajaban de la cruz y, colocado de nuevo en la urna, seguía la procesión por
el Calvario como el día anterior, regresando al anochecer a la iglesia donde se cantaban las Tinieblas. Aproximadamente hacia las dos de la madrugada del Domin go de Resurrección, un grupo de piadosas mujeres, semejando las del Evangelio, recorrían las calles envueltas en sus sayas fuertes de lana, avisando al vencindario para el Rosario de la Aurora y subida al Calvario, con los siguientes cantares: Al Rosario de la Aurora tocan
y dices que llueve y no quieres ir; a jugar a los naipes te sientas: ¡Cuatro mil demonios te siguen a tí! E l Rosario de por la mañana es una cadena de mucho valor que por ella se sube a los cielos a ver a María que es madre de Dios. Cristianos venid, devotos llegad a rezar el Rosario a María porque será mucha nuestra utilidad o no se pierda lo que tanto vale por la perecita de no madrugar. Un devoto por ir al Rosario por una ventana se quiso arrojar y le dijo la Virgen María: detente, devoto, por la puerta sal. E l demonio sentado en su silla se quema y se abrasa porque oye decir que ha nacido el Hijo de Dios, Hijo de María, nieto de Joaquín. Cristianos venid devotos llegad a rezar el Rosario a Maria si el Reino del Cielo quereiS alcanzar,
— 112 — De los Cielos bajó una paloma y a Santo Domingo se vino a posar y advirtió que en el pico traía las cincuenta rosas del santo rosal. Es María depósito firme, Arca misteriosa del gran Salomón, donde todas las almas piadosas Vienen fervorosas a hacer oración. Cristianos, venid etc.
De esta guisa, cantando en todos los llanos, daban la vuel ta al pueblo, volviendo a la iglesia y rezando el Santo Rosario, como hemos visto se hacía en los viernes de Cuaresma. Terminado el Santo Rosario en el portal, comenzaba la subi da al Calvario, rezando el Via-Crucis, acompañando las Esta ciones con la antigua y devota canción: Lágrimas de compasión de puro dolor lloremos, para que todos logremos los frutos de la Pasión.
Al amanecer o poco menos, terminaba el Via-Crucis, arriba, en la Cruz de Santa Marina. Entonces, los mozos preparaban grandes hogueras, mientras el tamborilero corría a buscar el tamboril que no había vuelto a sonar desde el Martes de Carna val. Sería poco más o menos la hora de la Resurrección del Se ñor y la alegría contagiaba a los circunstantes. Vuelto el tambo rilero con su artefacto, se agrupaba la gente en su alrededor, dejando las hogueras, y se disponían para su regreso al pueblo. Como tamboril y gente eran sinónimos de canciones, marcha ban calle abajo a paso acelerado con una antigua tonadilla bas tante movida, que sólo acostumbraba cantarse en tal circuns tancia: E S T R IB IL L O
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..,
Cante lindo jiguero, canario, ruiseñor; cante la bella alondra mil cánticos de amor.
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ESTROFAS En el jardín franciscano nació tan hermosa flor, que a los pensibles del Cielo el Señor la trasladó. Como la música era de marcha ligera, muy pronto se pre sentaban en la plaza y, sin más preámbulos, se ponían a danzar en señal de alegría, mientras la gente madura se reunía en las casas vecinas conocidas a tomar algún refrigerio mientras llega ba la hora de la Misa, a la que tocaban al salir el sol. Tampoco faltaban en la Procesión del Encuentro las clásicas canciones. Reunida la gente en el portal de la iglesia, era saca da la Imagen de Nuestra Señora del Rosario cubierta de negro manto, a la que saludaban las cantoras con esta canción: Buenos días tengáis, Madre, Madre de la Soledad ¿Vais a ver a vuestro Hijo? ¡ha resucitado ya! xMozos, coged la bandera, el estandarte y la cruz. Las mujeres, con Mana; y los hombres, con Jesús. Y dividiéndose los dos grupos, caminaban las mujeres en tor no a la imagen de la Virgen, precedida de pendón negro, mien tras hombres, mozos y chiquillos, iban con el Resucitado, pre cedido de su pendón blanco, por distintas calles. Cantaban las mujeres: ¡Oh que triste va María, María de gracia llena, Porque no encuentra a su Hijo por caminos ni veredas! Y al dar vista de lejos a la procesión que de la otra parte venía, cantaban: Ved, allí viene Jesús; y ved, aquí va su Madre. Hágase la gente un corro, que llegan a saludarse.
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S^ C EfiEsg,
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Y haciendo lo que cantaban, proseguían: Va haciendo la reverencia hasta tres veces seguidas. La tristeza que ella lleva, se convierte en alegría.
Y haciendo una transición en la música, pasando de triste a alegre, continuaban: Quitadle el manto a María; quitadle ese velo negro y ponedle el de alegría que ya cantan en el Cielo. Quitadle el manto a María, quitadle el manto pesado, porque es mucha la alegría de Cristo resucitado.
Quitábanle el manto negro. Dejándole el blanco que debajo llevaba. Chocábanse los pendones, huyendo el negro por dis tinto camino a la iglesia. Encendíase el zahumerio. Cantábase el «Regina Coeli laetare». Y ya todos juntos, regresaban a la iglesia para la Santa Misa. Se entraba de lleno en la Pascua. Dia de felicitaciones y en horabuenas. Ese día, solía reunirse el Ayuntamiento para cele brar la Pascua y comer el «cabrito pascual», a cuya reunión in vitaban al señor Cura, la que dió origen a que algún chusco se sacara «de su cabeza» aquellos pareados que con frecuencia nos repetía: Aleluya, dijo el cura por comer de la asadura. El sacristán dijo amén, por probar algo también. Y el monaguillo dijo pillo, por probar de ella un cachillo.
EPILOGO
He llegado, lector amable, cualquiera que seas, que has tenN do paciencia para llegar leyendo hasta aquí, al fin que me pro puse cuando pensé escribir estas mal pergeñadas cuartillas, que no era otro que darte a conocer las costumbres, tradicio nes, narraciones, algo de historia, algo de la vida, en fin, de aquel pueblecito tranquilo que con majestad se asienta en el lla no, cual matrona venerable, circundado de cerca por hermoso plantel de olivos, símbolo de paz y caridad, y de lejos por las recias y añosas encinas, señal de fortaleza y entereza de carác ter, cuyos elementos en tan equilibradas proporciones sus habi tantes supieron apropiarse. Si he conseguido o no el fin pro puesto tu lo juzgarás, si con atención has leído lo que precede. De propósito, para no cansarte más, he omitido el hablar de la Romería que en la ermita de Santa Marina se celebraba el lu nes siguiente al de la Pascua de Resurrección, reminiscencia de aquella otra que en la ermita lejana antigua se celebraba. De propósito, entre otras muchas cosas, omito también el re ferir la cariñosa despedida que los amigos y conocidos tributa ron a los dos huéspedes, a quienes costó gran trabajo y..pena abandonar aquel pueblecito, que tan franca hospitalidad Ies ha bía brindado, abriéndoles de par en par las puertas de su casa y del corazón de sus habitantes. Ni haré referencia tampoco de la «rondalla» que para despedirlos organizaron los estudiantes, cantando regionales canciones, al fin de sus vacaciones de S e mana Santa. Ni nos entretendremos con ellos cuando, a su paso para la próxima estación ferroviaria de, entonces, Oliva y Villar, se de tuvieron a examinar las ruinas de la antigua ciudad romana, lla mada Cáparra, con su majestuoso arco, de cuádruple entrada, que impertérrito desafía elementos y edades, dejándoles cami nar velozmente con la cartera llena de notas y el corazón de re cuerdos.
— 116 — «Ondi jueron los tiempus aquellus», hemos pensado algunas veces con el poeta de la tierra, al recordar algunas délas tradi ciones; aquellos tiempos de fe profunda, de piedad sólida, de tranquilidad y amor; aquellos tiempos, en que la vida religiosa informaba todos los actos de aquel cuerpo social, que bajo la unidad del alma agrupaba todos los miembros en un mismo pen sar, un mismo querer, un mismo obrar. ¿Habremos también de lamentarnos con el poeta de que Ajuyó tuitu aquellu pa sienipri y ya no mos quea más remediu que dilnus jaciendu a esta vía nueva?
¿No habrá un grupo de hombres de buena voluntad que, re moviendo las cenizas aún calientes de aquella gran hoguera, deje al descubierto las encendidas brasas, donde prenda de nuevo el fuego sagrado que caliente los miembros en peligro de aterirse con el grosero materialismo e individualismo egoísta y suicida? Por demasiado pagado me daría si con este trabajo lograra contribuir a levantar el espíritu de los Ahigalenses y hacerles se mirasen en los buenos ejemplos de sus mayores y en las santas tradiciones que les legaron. Si lograra contribuir a que con el corazón y la vista puestos en lo alto, pudieran caminar serenos, tranquilos, sin rivalidades que matan, sin odios que envenenan. Si en sus labios y en sus obras llevaran como guión de su vida aquel hermoso párrafo con que cierra el encabezamiento de los Estatutos de la Cofradía de la Vera Cruz, con que damos este trabajo por terminado: cSeá Nuestro Señor principio, medio y fin de nuestras obras. Sea bendita y loada la gloriosa siempre Virgen María, señora nuestra, abogada de los pecadores, agora y para siempre jamás. Amén».
APENDICE
Datos cronológicos sobre la Ermita del Santo Cristo En 6 de marzo de 1542, fué fundada la Cofradía de la Santa Vera Cruz, a la que se le aplicaron las indulgencias del papa Paulo 111, en 5 de febrero de 1544. En los años 1579 al 1590, se construyó la primera ermita, pequeña, por Alvaro de Vega y canteros, siendo su importe de 212.246 maravedises. En septiembre de 1617, se compró la imagen del Santo Cristo. En mayo de 1626, se concedió autorización para celebrar en la ermita, el día tres de mayo, fiesta de la Cofradía. En 1669, fueron hechas las cruces del Calvario por el maes tro cantero Mateo Andrés. De los años 1703 al 1719, duró la obra de la nueva ermita actual. En mayo de 1753, se compró la imagen del Santo Cristo del Sepulcro y la imagen de la Virgen de la Soledad; y se estable ció la función del Descendimiento. En 1756, se hace el retablo del Santo Cristo, importando 2.400 reales el maestro, 426 la madera y 143 los portes de ella. En 1775, se acordó dorar el retablo.
Datos cronológicos sobre la Parroquia En 1646, se hizo el retablo del Rosario y se compró la ima gen del Resucitado. En 1650, fué dorado el referido retablo por Marcos de Pare des, vecino de Plasencia, en 100 ducados, pero parece que quedó algo alcanzado y se le dieron 20 ducados más. Ese mismo año, se mandó hacer la cásillá o taller para guardar las andas y cosas de madera. En 1653, se mandó hacer la custodia. Fué hecha en Piasen-
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cia, en cinco días, y se pagaron al platero 2,012 reales por 90 onzas de plata, más 57.782 maravedises por el dorado y hechura, En 1653 y 54, se hace la obra de la torre. En 1654, fué donada la Casa Rectoral por María Jiménez y el corral. Fué reedificada en 1784, dejándola en la forma que ahora está, siendo párroco don Sebastián Pineros e importó 17.954 reales. En 1655, se habla del Hospital que existía hacía mucho tiempo. En mayo de 1660, misionan el pueblo los Padres Jesuítas de Salamanca Pedro Muñoz y Esteban Romero. Ese mismo año, el Duque de Alba, Marqués de Coria, nombra] párroco por tener ese privilegio estando la Sede Vacante. En 30 de mayo de 1663, fray Francisco de Gamboa, Obispo de Coria y ya electo obispo de Zaragoza, ordena que antes de empezar los sermones se rece el «Bendito y Alabado sea... et cétera», y si algún predicador comenzara sin haberlo recitado antes, se continúe la misa sin dejarle proseguir el sermón. En 1680, se hace el retablo del altar mayor. En 1692, el ilustrisímo señor Porras prohíbe se tenga en la Casa Concejo el sermón de penitentes el Jueves Santo. Ese mis mo año, se hacen obras en la ermita de los Santos Mártires. En 1706, se ordena al Justicia arregle el tejado del Hospital, que habían destejado para una función de toros, y así lo dejaron. En 1715, se prohíben los gastos de crianza de los niños ex pósitos a la puerta de la iglesia. Estos son algunos de los datos que a la ligera hemos podido recoger.
I N D I C E Páginits
1.—A guisa de prólogo................................... Cap. I.—La Llegada ........... ...... > II.—Los Quintos , ............................................ > III.—Las Rondas.............................i ............... » IV.—Topografía ..................... . . » V .—Historia » VI.— Los Encantos .................. » VII.— Fiesta de San Antonio............ .... | El capazo.—Iglesia.—Exámenes. Maestro.—Capea. » VIII — El Zajumerio » IX .—Las Tertulias ......... — > X. Las Bodas . ................................ ........... » XI. —La F e ria ..................... . » X II.— Cristo de Octubre.............. . » X III.—Día de Difuntos ........... ... » XIV .—Las Matanzas » XV. —Por San B la s » X V I.—El Regreso » XVII. —Días de Antruejos................... » X V III.—Fiesta de Cuaresma................. » X IX .—Semana Santa Epílogo.......................................................................... Apéndice. Datos sobre la Parroquia y Ermita
5 ]1 14 17 20 23 29 32 39 42 47 63 66 71 79 84 >7 92 97 102 115
b ib lio teca Extremeña El corazón no ama lo que el entendimiento ignora. Si quieres plasmar en tu espíritu hondos afectos hacia esta tierra de conquis tadores, santos y poetas, conócela profundamente. La «Biblioteca Extremeña » recogerá documentos manuscritos, obras impresas cu y o s ejemplares escaseen, colecciones de trabajos diseminados por revistas y periódicos, extractos de lo referente a Extremadura en obras generales y voluminosas..., todo lo que pueda servir de base a un conocimiento de la región, presentado en ortografía actual, para que sirva a los eruditos, a los estudiosos y al común de los lectores . • j i * r .* ,j .. j v . .
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PUBLICADOS
1.—Bibliografía de Extremadura, por Domingo Sánchez Loro. Cdí ceres, 1955. Tomo I. Precio: 65 pesetcs Contiene 5.000 fichas bibliográficas de lo existente sobre la región, impreso, manuscrito o publicado en revistas y periódicos. Es una obra ingeníe y monumental, que por la amplitud de sus facetas y el carác-, fer exhaustivo con qus el autor las trata, hará posible que sea estu diada y conocida la ejecutoria de Extremadura en el correr de los siglos y las posibilidades que encierra para el futuro engrandecimien to de la Patria. Este primer volumen de la «Biblioteca Extremeña» contiene una amplia introducción sobre los fines da la misma. Cada cinco volúmenes de esta «Bibliografía Extremeña», se publicará un apéndice con los índices de autores, de materias, topográfico y cronológico.
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por primera vez en castellano, con las notas que puso a la obra el regidor de Mérida Bernabé Moreno de Vargas, en el siglo XVII, según un rarísimo ejemplar existente en la Biblioteca Provincial de Cáceres. El texto va precedido de un estudio preliminar sobre el autor y la obra, y una semblanba sobre la sede metropolitana emeriíense; como apéndice, ¡leva documentos de interés para Mérida, entre los que destaca la traducción castellana de las actas del martirio de San G er mán, San Servando y Santa Eulalia, que decoran la historia de Emé rita Augusta. La traducción, estudio preliminar, apéndices y notas, se deben a Domingo Sánchez Loro.
carácter general que existen sobre Extremadura. El autor no se limita a Plasencia y su obispado; abarea temas históricos y personajes que actuaron en toda la región y aun fuera de ella, especialmente los ca balleros de la Orden de Alcántara; dedica varios capítulos a la gesta de los extremeños en el nuevo mundo. Por la seriedad con que está escrita, por la personalidad del autor y su galano estilo, por la discre ta y sabia exposición d4e los sucesos, merece esta obra ser conocida; por atribuirse a fray Alonso la paternidad del «Quijote», que vió la luz bajo el seudónimo del licenciado Alonso Fernández de Avellane da, adquiere dimensión universal el autor y su obra. El prólogo de es ta edición contiene una biografía del celebrado fray Alonso, escrita por Domingo Sánchez Loro. Un mapa del obispado de Plasencia, has ta ahora inédito, hecho en 1797 por Tomás López, ilustra el texto.
3.—Amenidades, florestas y recreos de la provincia de la Vera Alta y Baja, en la Extremadura, por Gabriel Azedo de la Berrueza y Porras. Cáceres, 1951. Precio: 12 pesetas.
6 .—Historia de Cáceres y su patrona, por Simón Benito Boxoyo. Cá
Es una joya literaria esta obra, que compite en las antologías con los más celebrados estilistas de la lengua castellana. Sus descripcio nes de la Vera son de lo mejor que existe en el idioma de Cervan tes. Aparte de esto, contiena varias y curiosas noticias de la región, que hacen muy sabrosa la lectura. Trata de la retirada que muchos santos pontífices, prelados y diáconos de Andalucía y otras partes, hi cieron a las sierras de la Vera, huyendo de la persecución de los mo ros; de cómo los griegos vinieron a Espgña y asentaron en la región de Plasencia; de algunos hijos de esta tierra, preclaros en armas, letras y virtud, que sirvieron mucho a los reyes de España y a Dios Nuestro Señor; de Viriato; de la Serrana de la Vera; de romances; de historia; de tradiciones; de leyendas; de paisajes y de otras mil curiosidades. Fue escrita en el siglo XVII. La precede en esta edición un prólogo, sobre el autor y la obra, de Domingo Sánchez Loro.
Las noticias históricas que contiene esta volumen'se hallaban hasta ahora inéditas. Al publicarlas, se presta a Cáceres un gran servicio, pues carecía de una historia general. La historia de Nuestra Señora de la Montaña ocupa la segunda parte del volumen. Avalora esta edición un estudio preliminar sobre el autor y la obra, con anotacio nes y comentarios al texto de Boxoyo, de Miguel Muñoz de San Pedro. Va dedicada al Caudillo esta impresión de la Historia de Cáceres, en cuyo recinto evocador y pleno de añeja historia, en el palacio de los Golfines de Arriba, fué proclamado Jefe del Estado Español y Gene ralísimo de los Ejércitos. La transcripción del texto primitivo ci la orto grafía actual, ordenación e impresión de las dos obras que integran este volumen, han sido hechas por Domingo Sánchez Loro.
4.—Posibilidades industriales de la Alta Extremadura.—(Segundo
7.—Descripción y noticias del Casar de Cáceres, por Gregorio Sán
ciclo de conferencias organizado por el Departamento de Semi narios de la Jefatura Provincial del Movimiento, de Cáceres). Cáceres, 1951. Precio: 30 pesetas. Las más prestigiosas figuras, por sus conocimientos y por las altas jerarquías que ostentan en los organismos del Estado, exponen en es te volumen los problemas da mayor transcendencia y urgente solu ción en la Alta Extremadura, sobre los más variados temas industria les y económicos: regadíos, turismo, transportes, culti vos diversos, aho rro, repoblación, industrias varias, etc., todo elio del más subido inte rés para la economía extremeña. Su lectura abre nuevos e insospecha dos horizontes a los técnicos, empresarios y a todo el que sienta algu na inquietud sobre tales problemas y desee conocer su verdadero planteamiento y posibles soluciones. Prestigia a este volumen un pró logo del que fué jefe provincial del Movimiento y gobernador civil en Cáceres, don Antonio Rueda y Sánchez Malo.
5.—Historia y anales de la ciudad y obispado de Plasencia, por fray Alonso Fernández. Cáceres, 1952. Precio.- 80 pesetas. Fué escrita esta obra a principios del siglo XVII, de cuya edición ya quedaban rarísimos ejemplares. Es de las obras más importantes de
ceres, 1952. Precio: 30 pesetas.
chez de Dios. Cáceres, 1952. Precio: 25 pesetas. Integra este volumen todo cuanto constituye la médula histórica de la villa del Casar: el dato geográfico, las condiciones sanitarias del lugar, la anécdota histórica, las piedras ilustres, el nivel agrícola, el censo de hijos preclaros, la referencia industrial, la flora y la fauna, etc. El original, conservado en el monasterio ds Guadalupe, se da a la imprenta por primera vez. La descripción y noticias del Casar van seguidas de las biografías de tres hijos ilustres: Vida prodigiosa del venerable y extático varón fray Juan de San Diego, por fray Fran cisco de Soto y Marne; Vida del santo padre y mártir de Cristo frai/
Agustín del Casar, extremeño de nación e hijo del real convento de Valladolid, por fray Francisco de Vega y Toraya; Noticias de fray Diego de Vivas, natural de el Casar de Cáceres y provincial de la de San Miguel de nuestro padre San Francisco , por fray José de Santa Cruz. También es dechado esto historia del Casar, del trasiego de hombres, instituciones e ideas, entre los humildes lugares de Extre madura con el nuevo mundo. La pluma de Domingo Sánchez Loro ha ce prólogo y pregón de este volumen y allega notas y comentarios sobre el texto. En este prólogo de Domingo Sánchez Loro se estudia, a la luz de la filosofía y de la teología, la naturaleza humana, pera
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situar a los hombres ente la vida y ante la historia, en el crisol de los hondos problemas de ayer y de hoy, meollo y sustancia de nuestro Movimiento. Vicente Barrantes aporta noticias del manuscrito. Felipe León Guerra hace la presentación.
ducción sobre la obra y el autor. Este volumen va dedicado a con memorar el veinticinco aniversario de la coronación canónica de Nuestra Señora de Guadalupe, Reina de las Españas, bajo cuyos aus picios realizó nuestra Patria los hechos más culminantes de su historia.
8.—Relación del nuevo descubrimiento del famoso rio grande, que por el nombre del capitán que lo descubrió , se llamó el rio de Orellana, por fray Gaspar de Carvajal, capellán de tan famosa empresa. Cáceres, 1953. Precio: 60 pesetas.
10.—Realidades y esperanzas de la Alta Extremadura. (Cuarto ci
Se hace la impresión de este volumen en memoria de Francisco de Orellana, descubridor del Amazonas, en el cuarto centenario de su muerte, y en homenaje de su biógrafo eximio e ¡lustre chileno don Jo sé Tcribio Medina, en el primer centenario de su nacimiento. Francís' co de Orellana, capitán de la hazaña, y fray Gaspar de Carvajal, ca pellán y cronista de la misma, eran trujillanos. Sirve de proemio a este volumen un estudio, hecho por Domingo Sánchez Loro, sobre la pro fundidad histórica de la gesta trujillana, con una semblanza del viejo Trujillo, noticias del linaje de Orellana y apuntes biográficos sobre Toribio Medina. Sigue una espléndida introducción escrita por este chile no, pasmo de erudición, que es lo mejor que hasta ahora se ha pro ducido sobre ei héroe, sobre su cronista y sobre la hazaña del río Amazonas. Este volumen viene a llenar una honda laguna en el mun do erudito, pues era muy difícil poder consultar los rarísimos ejempla res de esta obra. A continuación se inserta la crónica del padre Car vajal, de extraordinaria importancia histórica. En la parte documental se incluyen valiosos alegatos en pro del buen nombre de Orellana, en cuya reputación se había cebado el sectarismo y saña de la leyenda negra antiespañola.
Desfila por este volumen la flor y nata de Extremadura, evocando glorias de ayer, bellezas de hoy, esperanzas del mañana. Un equipo de mentes privilegiadas, plenas de sabiduría y en vórtice de prestigio nacional, convierten este libro en cátedra de prestigioso y amplio ma gisterio sobre las más hondas y variadas facetas de la Alta Extrema dura: Bútler descubre el tesoro forestal de las Hurdes legendarias y escondidas,- González Valcárcel narra el encanto de la celda resur gida del monarca que llevó en sus hombros el peso del mundo y ce rró sus ojos en las delicias de Yuste; Carbonero Bravo nos ilustra so bre la inmensa riqueza del ganado trashumante en nuestra región, orgullo y sustento de la Patria; Floriano Cumbreño ofrece el mosáico de castillos y piedras togadas que vuelan heráldicamente; Pérez Comennador deleita nuestra fantasía con sus ‘impresiones de artista por las huellas de la civilización; García-Pablos nos conduce con la linter na urbanística por los barrios añosos de Cáceres, Trujillo y Plasencia; Hernández Pacheco nos pasma con su ciencia sobre los secretos cós micos escondidos en lo gleba milenaria; Hermoso despierta en las almas sutiles florilegios de galanura pictórica,- Roso de Luna nos so brecoge con sus aventuras solitarias por continentes misteriosos, lu péñola del señor Rueda y Sánchez-Malo sirve de pórtico a este volu men, haciendo gala con su habitual donaire de espíritu cultivado y selecto como artífice del buen decir. El conjunto del volumen es una semblanza honda, sugerente, fecunda—esto es, despertadora de ¡ni dativas —¡ es una semblanza transcendente de la Alta Extremadura.
9.—Libro de la invención de esta Santa Imagen de Guadalupe; y de la erección y fundación de este Monasterio; y de algunas cosas particulares y vidas de algunos religiosos de él, por el padre fray Diego de Ecija, vicario de esta santa casa. Cáceres, 1953. Precio: 65 pesetas. Se publica en este volumen el manuscrito de la primera historia que se escribió sobre el real monasterio de Guadalupe, a principios del siglo XVI. La obra consta de cuatro libros: el primero, trata del origen e invención de la Santa Imagen de Nuestra Señora de Guada lupe; el segundo, de la erección y fundación de su iglesia y monaste rio; el tercero, narra la fundación de la Orden de jerónimos en Espa ña por fray Fernando Yóñez de Figueroa, natural de Cáceres, y de su llegada con otros religiosos a Guadalupe; el cuarto, contiene la vida de algunos siervos de Dios que brillaron en Guadalupe por sus letras y virtud. La importancia del manuscrito por su antigüedad, por ser el autor testigo de vista de la mayoría de los sucesos que cuenta, por ser la fuente principal de donde sacaron sus noticias los demás histo riadores de Guadalupe— muchas veces sin decirlo—y por la vigorosa personalidad de fray Diego de Ecija, le hacen ocupar un puesto des tacado en la historia extremeña. La prestigiosa pluma del doctor fray Arcángel Barrado Manzano aValcra el texto con una erudita intro
clo de conferencias organizado por el Departamento de Semina rios de la Jefatura Provincial del Movimiento, de Cáceres). C á ceres, 1953. Precio: 43 pesetas.
11 —Diccionario histórico-geográfico de Extremadura, por Pascual Madoz. Cuatro volúmenes. Cáceres, 1953-55. Precio: 300 pesetas. Abarca este diccionario, con método riguroso en sus artículos, da los y noticias sobre el nombre de cada pueblo, sus dependencias y distancias, situación y clima, interior de la población y sus afueras, término, calidad del terreno, caminos, correos y diligencias, produc ciones, industria, comercio, población, riqueza, tributos e historia. Este noticioso conjunto, prestigiado por la seriedad y pulcritud con que su autor lo compuso, ha sido durante un siglo lo más perfecto que en su género tenía España; y, para nosotros, aún es hoy el libro general que mejor nos habla de Extremadura. Su valor es permanente. Va dedicado a los Cabildos de Hermandad, en la Alta y Baja Extrema dura. Sale a luz esta edición tal y como su autor dejó compuesto el diccionario. El Departamento de Seminarios de la Jefatura Provincial del Movimiento, de Cáceres, prepara un apéndice, actualizando las estadísticas y datos históricos de este diccionario. Para ofrecer mayor
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claridad tipográfica, mejor acomodo y utilidad en su lectura, se han deshecho abreviaturas, actualizado su ortografía y puesto acápites discrecionales en cada artículo, añadiendo un amplio índice general en cada tomo. La razón de más peso que determinó el no actualizar en un todo el contenido de esta obra, fué el propósito que abriga la «Biblioteca Extremeña» de publicar sucesivamente otros volúmenes sobre el mismo tema: el manuscrito del P. Coria titulado «Descripción de Extremadura»; las «Releciones topográficas» que mandó hacer Fe lipe II, aún inéditas, conservadas en el Escorial; relaciones de visitas a los castillos de Extremadura por las Ordenes Militares, que se guardan manuscritas; crónicas de viajes, etc. Así conoceremos lo que ha sido nuestra tierra, lo que es y lo que puede ser. Un estudio preli minar sobre la obra y el autor, debido a la pluma de Domingo Sán chez Loro, que ha preparado la edición, abre las páginas de este diccionario.
14'— Trasuntos extremeños, por Domingo Sánchez Loro. Cáceres,
12.—¡Sangre de Mártires!: vida y martirio de un extremeño en la ciudad de los concilios (don Fausto Cantero Roncero), por don Diego Marcelo Merino. Cáceres, 1954. Precio: 43 pesetas. Viene este libro a mostrarnos un moderno hito de ejemplaridad: la vida, el martirio de un extremeño; vida fervorosa, transceden.te, huma na, fecunda; martirio cristiano, gozoso, sin odio, sin rencor hacia los verdugos. En este libro aparecen hechos carne, hueso, espíritu, las raí ces profundas, los módulos permanentes de la forma de ser hispana; en sus hechos culminantes, se otean los matices de la reciedumbre ex tremeña. La fe, el patriotismo de don Fausto Cantero, hondos, abnega dos hasta la muerte, son exponente de la argamasa con que se fra guaron los ideales que sustentan al Monvirnienío. La pluma de don Diego Marcelo Mermo, donosa, aguda, llena da armonía, va desflci rancio ante el lector la roso fragante de una vida, el calvario doloro so de un martirio. Domingo Sánchez Loro presenta al autor y evoca con hondura, con arte, bellamente, la gesta que dió vida a los idea les que exhala este libro; ideales sustentadores de nuestro Movimiento.
13.—Flores de mi tierra: historia, costumbres y leyendas de Ahigal, por don Segundo García y García, arcipreste de Lagunilla. Cáce res, 1955. Precio,- 30 pesetas. La cosas pequeñas del cotidiano vivir son el exponente más fiel del alma de un pueblo,- en la llaneza y simplicidad de los usos, costum bres y afanes diarios, se encierran los matices de Ip forma de ser ca racterística de una región, de una comarca, de una aldea. Se necesi ta aguda intuición, exquisita sensibilidad, espíritu observador, sutil, delicado, para ahondar en la ruda corteza de los pueblos extremeños y percibir la savia de su alma recatada y profunda, llena de poesía, de exaltación, de rectitud, de espiritualidad y ensueño. Este libro del arcipreste de Lagunilla, con sabroso donaire y armonioso equilibrio jn la narración, nos muestra el carácter recio y dulce, laborioso y alegre, rústico en apariencia y sensible en el corazón, de un pueblo le la Alta Extremadura: Ahigal; sus costumbres, sus leyendas, sus troliciones, su historia, sus esperanzas. Varias ilustraciones decoran y imenizan las páginas del libro.
1955. Precio.- 60 pesetas. Encierra este libro un conjunto de matices del alma extremeña. En sus páginas se aprecia el propósito de rehuir los ditirambos, alharacas y fruslerías. Se busca, íntimamente, pudorosamente, con amor, los ma tices característicos de los hombres y las cosas: las razones telúricas, últimas, recónditas, que mueven a los hombres; la belleza, la intimi dad, el meollo, la sustancia de las cosas, que circuyen a los hombres; la misteriosa compenetración de las almas y el paisaje, de la tierra y de la vida. Desfilan semblanzas de sabios y poetas, de guerreros y mártires; de la ejecutoria de ayer, de los trabajos e inquietudes de hoy, de las esperanzas del mañana. La pasión-serena pasión—, el fervor, la sencillez del estilo, son vértice que trueca en unidad trans cendente, histórica, sentimental, la temática variada de sus capítulos. El autor, amorosamente, sencillamente, como otro San Francisco, nos regala con trasuntos de antaño, nos describe los empinamientos de hogaño. La lectura de este libro engendra en el alma una visión plá cida, intensa y recatada de Extremadura.
15.—Coria (Reconquista de la Alta Extremadura) , por Gervasio Ve lo y Nieto. Cáceres, 1956. Precio: 75 pesetas. La pluma galana, amorosa, erudita, asentada, de Gervasio Velo y Nieto, traza en este libro la semblanza de una época histórica desco llante en la Alta Extremadura: su reconquista por las armas cristianas del poderío ogareno. Lugar decisivo en esta reconquista fué la ciudad de Coria. En este volumen se perfilan los hechos de la guerra y las in quietudes de la paz; las hazañas legendarias y las curiosas menud.m cías del cotidiano vivir; las letras y las artes; la historia y la leyenda. Con su lectura, poco a poco, gozosamente, se nos va entrando en <~l alma la forma de sentir, de pensar, de comportarse; la forma de s^r que tenían nuestros progenitores. Vemos cómo proyectan su pujanza en la historia de la Patria; cómo es natural que aquellos hombres gi gantes, los hijos de aquellos hombres, agotaran en el nuevo mundo la capacidad de asombro. La época estudiada en este volumen, con su rudeza, con sus heroísmos, con sus pasiones y santidades, preludia esa ejecutoria extremeña que no tiene igual en el mundo. El estilo es llano; la narración, insinuante. Los fundamentos históricos se basan en maciza erudición. Lleva este volumen, como apéndice, el «Fuero de Coria», de tan luminosa y decisiva importancia en la integración so cial, política y económica de Extremadura y de la Patria. Bellas ilus traciones engalanan el texto. EN
PRENSA
16.—El convento placentino de San Ildefonso , por Domingo Sánchez Loro. El resorte decisivo que mueve a los hombres y a los pueblos, es el espíritu; las obras, las inquietudes del espíritu. Este volumen, que en cierra la historia y la vida de un convento placentino, sirve de alda-
— 12$ — bonazo a las almas de nuestro mudo materializado; es tábano súgerente y normativo pera los hombres de fineza espiritual, de afanes transcendentes. La visión que nos da el autor de este convento pla centino, al seguir las hebras de su historio, trasluce, insensiblemente, las creencias normativas de nuestro pueblo; muestra la raigambre de nuestros místicos, de nuestros ascetas que—en frase de Santa Teresa — parecían «hechos de raíces de árboles». La historia de este conven to explica, en anchura y profundidad, la inmensa, la inexplicable—a los ojos frívolos—ejecutoria extremeña. Con su lectura, apreciamos la reciedumbre de nuestro espíritu, del espíritu de nuestros hombres, de nuestras instituciones, de nuestro pueblo. Los matices de unas almas enclaustradas influyen más en la historia del mundo que todos los adelantos de la materia, cuando la materia no sirve al espíritu. El es tilo del libro es discreto, bello, de factura clásica. La erudición—aun que el libro no tiene apariencia erudita—es en un todo de primera mano. •
17.—Memorial Je la calidad y servicios de la casa de don Alvaro Francisco de Ulloa Golfín y Chaves, caballero del orden de Al cántara, señor del mayorazgo de Castillejo, en la villa de Cáce res, atribuido a José Pellicer de Tovar. El hombre es el sistema. Los hechos de los [hombres forman la his toria. Para conocer la historia, necesitamos conocer los hombres, el pensar, el sentir, el obrar de los hombres que han hecho la historia. La historia, conocida de esta manera, es maestra de la vida. Cáceres tie ne su historia; historia ejemplar, colorida, fecunda. Este volumen nos muestra a los hombrss que han hecho la historia de Cáceres: su ge nealogía, sus entronques, sus hazañas, sus empiriamientos y decaden cias, sus venturas y desventuras. Abraza este libro apellidos cacereños; los entronques de estos apellidos nos muestran la proyección de Cáceres sobre Extremadura y sobre la patria de aquende y allende el Océano. Al seguir la ejecutoria de estos apellidos, nos adentramos en la historia del mundo; vemos la influencia de nuestros hombres en la universul historia. Además, este libro es el único, puntual y serio, que trata las cosas de Cáceres; es la base de todos los demás. En fin, es el mejor libro que existe sobre Cáceres. Se escribió en 1675. Su reim presión era de urgente necesidad. Domingo Sánchez Loro ha transcri to el texto a la ortografía actual, le ha comentado y le ha puesto un prólogo sobre la obra y el autor.
18.—Don Diego de Jerez ( Consejero de los Reyes Católicos, servi dor de los duques de Plasencia, deán y protonatario de su igle sia catedral), por Domingo Sánchez Loro. Tiene Extremadura muchas figuras de universales dimensiones; aún permanecen ignoradas otras muchas de primera magnitud. Hombres de ejecutoria descollante en cualquier otra región, apenas alcanzan que en Extremadura se repare en ellos. Una de estas gigantes figuras olvidadas es don Diego de Jerez. Contiene este volumen la biografía de don Diego de Jerez. Don Diego presenta en su vida dos grandes
— 129 — motivos de meditación, de ejemplaridad. Se manda hacer las exe quias antes de morir y que su cuerpo agonizante sea puesto en el suelo sobre ceniza o polvo, o a lo más sobre unas pajas. Estas exe quias de don Diego fueron antecedente de los funerales que en vida se mandó hacer Carlos V en Yuste. Como servidor de los Zúñigas, don Diego intervino en grandes rebeliones y levantamientos durante el reinado de Enrique IV. Como ayo del maestre don Juan de Zúñiga, proyectó su influencia, su discreción y sabiduría sobre la orden de Alcántara y sobre la vida y aficiones artísticas y literarias del maes tre. Contribuyó de manera decisiva en la pacificación de Extremaduro a favor ae los Reyes Católicos. Como deán de Plasencia, hizo grandes cosas; entre otras, comenzó a construir su hermosa catedral. La pluma de Domingo Sánchez Loro, con materiales inéditos, con abundosa erudición, con estilo que puede servir de ejemplar y decha do, va trazando en este volumen la vida y la obra de don Diego de Jerez: sus grandes hechos, su parecer brillante, s j s miserias humanas. Junto con la biografía de don Diego, nos muestra el autor una discre ta semblanza de aquella época histórica en la alta Extremadura.
19.—Noticias particulares de lo que va sucediendo en Plasencia (1738-1800), por Francisco y Pedro María Ramos de Collazos. Se trata de un curioso manuscrito sobre Plasencia. Es una miscelá nea de sucesos: historia, religión, costumbres, economía, anécdotas, hechos de importancia, menudencias; nada escapa a la curiosidad de los autores. Francisco Ramos de Collazos y su hijo Pedro María sólo narran lo que han visto con sus ojos u oysron a personas de crédito. Pacientemente, día a día, van escribiendo las páginas coloridas de su diario. Estas páginas emanan pura vida; la vida del pueblo pía centino en el siglo XVIII. Con la lectura da este volumen, nos psreatanios de que, menudeando en el estudio de los matices íntimos, sensi bles, de las cosas vulgares, cotidianas, se aprehende mejor el alma de un pueblo, el recóndito impulso de ¿u vivir, la intrínsc a razón de su obrar. La sencillez, la propiedad, la naturalidad — no vu^andad— del estilo, es puro encanto. La transcripción del manuscrito, ordena ción del texto, actualización de su ortografía, notas, prólogo y co mentarios sobre el libro y los autores, han sido hechos por Domingo Sánchez Loro. Es esta la primera de las misceláneas placentinas que, Dios mediante, se publicarán en la «Biblioteca Extremeña»; todas ma nuscritas, aún inéditas. Ninguna otra población de Extremadura es más rica que Plasencia en misceláneas, prueba fehaciente de la fecundidad de su historia, de la ejemplaridad de su vida.
20.—Emérita Augusta (Historia y monumentos de Mérida), por Do mingo Sánchez Loro. Este libro, en apariencia, no es erudito. Empero, es obra del enten dimiento, del estudio, de una sutil, aunque disimulada, erudición. Tam bién es un libro emotivo, fruto del corazón. El autor, con sosiega de erudito, con impaciencia de enamorado, en ingenioso casamiento de
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— 130 — serenidad y fervores, nos muestra las galas, los siglos de ventura, los años de apocamiento, en Emérita Augusta. La historia de esta colonia romana ocupa la primera parte del volumen; sus monumentos ocupan la parte segunda. En todo el libro esplenden dos proyecciones emeritenses.- una es la vida íntima, esplendorosa, llena de pujanza, que tu vo la ciudad; otra es su influencia decisiva en la integración del mun do hispano-romano, en la cristianización de los módulos que mere cían salvarse cuando se arruinó el Imperio, en la unificación religiosa de España, a través de sus arzobispos, en la buena cuenta que dieron sus hijos en los tiempos de la Reconquista, en la hazañosa participa ción que tuvo en las gestas del nuevo mundo. Itera y reitera el autor la importancia He Mérida, que es índice, vértice, punto geométrico, hi to culminador de la ejecutoria hispana; porque Emérita Augusta se llamaba también «la otra Roma»; en todo el mundo, ninguna colonia ganaba en prestancia a Emérita Augusta, si no es la ciudad de Rómu lo. Fruto de esta prestancia son los monumentos que el autor nos des cribe por menudo. En cuanto a ia parte literaria, sigue este volumen la placidez, la facundia, la llaneza en el estilo peculiar de Domingo Sánchez Loro.
PROXIMOS VOLUM ENES
Las Hurdes: Lo que han sido, lo que son, lo que pueden ser, por varios autores.
Historia de Zorita y su Patrona, por Domingo Sánchez Loro, Historia de Nuestra Señora de Guadalupe y fundación de su santa casa, por fray Gabriel de Talaverci. Acotaciones de un lector sobre Extremadura, por Domingo Sánchez Loro.
Bibliografía geográfica de Extremadura, por Jo ié V. Corraliza. Mujeres extremeñas, por Domingo Sánchez Loro. Partidos triunfantes de la Beturia turdula, con todas las poblacio nes libres comprendidas bajo el cerco de quince leguas de la villa de Hornachos, por fray Juan Matheo Reyes Ortíz de Tovar. El empinamiento humano (Visiones de un caminante por la Alta Extremadura), por Domingo Sánchez Loro. Los Jerónimos en Extremadura: Cáceres, Guadalupe y Yusie, por fray José de Sigüenza.
Efemérides extremeñas (Una lectura para cada día), por Domingo Sánchez Loro.
Historia de Plasencia, por José María Barrios y Rufo. La Música en Guadalupe (Los órganos y los organisias, la capilla y sus maestros, la orquesta y los ministriles, los compositores y la enseñanza de la música) , por Domingo Sánchez Loro. La Serrana de la Vera y otras narraciones de Extremadura, por Vicente Barrantes.
Genealogía de indianos extremeños, por Domingo Sánchez Loro. Viajes por Extremadura, de varios autores. Crónica de la orden de Alcántara, por Alonso Torres y Tapia, Prelados placentinos: notas para sus biografías y para la historia documental de la santa iglesia catedral y ciudad de Plasencia, por José Benavides Checa.
Sancta JIDaría de Guadalupe, Ifeíspaníarum TRegína, ora pro nobís.
P recios 3 o pes