Digitalizado por: Biblioteca Virtual ExtremeĂąa bibliotecavirtualextreiTiena.blogspot.com
SEVERIANO RO SADU VIDAL
CECLAVIN SU VIDA Y SU FOLKLORE (COSTUMBRES, LEYENDAS, CASOS Y SUCESOS)
19 7 3
Fotos «BURGOS» D ep. Lep. IS B N - C C - 28 - 1973 - j- L a Victoria». - Plasencla
A mis queridos todos, esposa e hijos, para que conozcan las costumbres, leyen das, episodios y sucesos de la villa de Ceclavin, donde nací y viví en m i niñez y en m i juventud.
PROLOGO A l ponerme ante las cuartillas para cum plir el encargo — que me honra mucho— de prologar a m i entrañable amigo, compañero y paisano, Severiano Rosado Vidal, su encantador libro «■Costumbres, leyendas, sucesos y episo dios de la villa de Ceclavin», son tantas las vivencias que se agolpan sobre la pluma que ésta se ahoga. Sinceramen te, no soy capaz de poner en orden esas vivencias. Mas he de intentarlo. Vamos, por tanto, a establecer un orden: libro y autor. Del libro diré que lo he leído sin descansar. No po día abandonar su cántenido, aplazar su lectura o repartir sus páginas entre aos o tres sesiones, pues con ellas veía desfilar fiestas, acontecimientos, tradiciones, lugares, can ciones, tipism o... y ¡personas! cuyas vidas fueron compar tidas con la mía. El libro es, pues, nuestro fam iliar, nues tro amigo, nuestro paisano. Pero si de un lado este libro habla de nosotros mismos con un ceclavinerismo pleno de emoción y de entusiasmo, de otro muestra que, como dice su autor, «el folklore ceclavinero es digno de figurar en vanguardia del folklore es pañol». Yo diría que este folklore tiene personalidad por que el pueblo que lo creó es diferente y distinto de los que le rodean. Y no es ésta una afirmación gratuita, ya que, con toda seguridad, se puede decir que Ceclavin, por su origen y por su geografía, es diferente y d istinto de los demás de la A lta Extremadura. Su origen, siguiendo a los 5
investigadores y eruditos, no es romano, como casi toda la comarca donde está enclavado, sino que es eslavo, y por su geografía, ya que nuestro pueblo, situado entre tres rios — Tajo, Alagón y Fresneda— , y alejado de los centros urbanos, incomunicado hasta no hace muchos años, no ha tenido — o lo ha tenido en un mínimo— influencias exte riores, produciéndose así un folklore original, originalísimo. Severiano Rosado Vidal ha tenido el gran acierto de ha cer un libro, que se presenta a la luz pública con un rea lism o impresionante, con un cariño extraordinario, con una vocación ceclavinera sentida muy profundamente: el vivir de un pueblo, pues es en sus tradiciones, leyendas, suce sos, fiestas, etc., como mejor se conoce a una co le ctivi dad. Este hombre, que hace muchos años salió de Ceclavín, de bonísima fam ilia de raigambre de nuestro pueblo, es y fue siempre un ceclavinero de vida ordenada, entu siasta de cuanto vivía y hacía — y vivía y hacía con senti do y responsabilidad— ; por eso fue Maestro, con mayúscu la. Casó con una moza salmantina, en Peñaranda de Bracamonte, Rosario Dávila Mesonero, también maestra excelen te, su fie l compañera y colaboradora, con la que formó un hogar cristiano lleno de paz y de amor en el que florecie ron cuatro hijos, honra de este matrimonio: Severiano, hoy párroco de la de San José, de Cáceres; Mery, licenciada en Ciencias Químicas; Charito, maestra nacional de Coria, y Tomás, a quien el Señor llamó al cielo hace algunos años. Nuestro autor no sólo fue gran maestro, esposo y pa dre ejemplar, sino que supo con gran patriotism o ser un gran alcalde de la ciudad de Coria. Su mano generosa se entregó siempre con afán y deseo de servir a cuanto le encomendaron. Y ahora, en su jubilación, este hombre, que conocí siendo niño como instructor de los Exploradores que creó en nuestra villa el venerable maestro don Clodoaldo Rodríguez, nos ha dado un libro que ha de gustar a cuan 6
tos lo lean, ha de entretener y emocionar a cuantos se pier dan entre sus curiosas páginas, y con el libro viene a dar nos una lección más: la del amor a su pueblo, la de sacar del anónimo las cosas de Ceclavin. Por todo ello, al fe licita r a su autor fe licito a nuestro pueblo y me felicito, pues en nuestras horas de alejamien to del pueblo podemos con este libro v iv ir de nuevo la compañía de amigos queridos, cantar las canciones con que nos arrullaron en la cuna, admirar las fiestas de las que fuimos actores en los mejores años de nuestra vida, oír a ios mozos que entran en la plaza donde se va a cele brar el sorteo, sentarnos a la sombra de los olivos de Melitía y Las Animas, a sistir imaginativamente a las proce siones o la romería del Encinar... ¡y tantas y tantas cosas que vais a leer a continuación en las interesantísim as pá ginas de «Costumbres, leyendas, sucesos y episodios de la villa de Ceclavin», de Severiano Rosado Vidal, ceclavinero cien por cien!
Isaías Lucero Fernández
Cáceres, noviembre de 1972. 1
INTRODUCCION VIDA, COSTUMBRES, LEYENDAS, SUCESOS Y EPISODIOS DE CECLAVIN Se dice que el hombre es hijo de las circunstancias, del ambiente y de las costumbres, y yo, obediente a este im perativo, tuve que vivir lejos de mi pueblo, lejos de la «pa tria chica»; pero esto no disminuyó mi cariño hacia él; mi interés y entusiasmo por las cosas de Ceclavin estuvieron siempre latentes en mi ser. He procurado estar en contacto continuo con mis fam i liares, con mis amigos, con mis paisanos, y en mis viajes periódicos — aunque breves y rápidos— me daban referen cias de la pasividad con que han visto desaparecer costum bres que otras veces eran el nervio y el motor que impulsa ba al pueblo a solazarse con ellas, a vivirlas con optimismo y alegría, a contemplarlas con deleite y entusiasmo. Es verdaderamente doloroso el ver como la pasividad, la abulia, la despreocupación y el abandono han dejado fe necer fiestas y costumbres que otros pueblos pasearían con banderas de triunfo por el solar español. El folklore ceclavinero es digno de figurar en vanguar dia del folklore nacional; porque el folklore de Ceclavin es de diversos matices, es poético y religioso cuando canta el himno a la Patrona y los villancicos de Navidad, es doloro so y sentimental cuando los quintos se van, es costumbris 9
ta en la Cuaresma y Carnaval, es satírico y mordaz en la copla popular, es grosero y soez cuando se daba el alborá y es alegre y bullanguero en las fiestas de la Navidad. Las costumbres, las fiestas, el folklore de los pueblos son como perlas engarzadas en el alma de los mismos, son sus joyas rr.as preciadas; las presentan con orgullo, con satisfacción y alegría. Se afanan y se sacrifican por con servarlas, las tienen en gran estima y no regatean medios para que éstas sean conocidas y apreciadas de propios y extraños. Cada año, al acercarse sus fiestas principales, formulan sus programas, los lanzan a la publicidad y no fal tan tampoco cronistas que ensalcen el tipismo local. Como ejemplo citaré — por no alejarme— a varios pue blos que los considero como buenos vecinos y que de año en año van siendo más conocidas sus fiestas y, por consi guiente, más concurridas. Entre ellos tenemos a Zarza la Mayor, con sus ferias y el día de San Andrés; Acehuche, con sus tétricas y famosas Carantoñas; Pescueza, con San Marcos; Torrejoncillo, con su espectacular Encamisá; Coria, con sus tradicionales fiestas de San Juan, y nuestra capital, con la Candelaria como entrada del Carnaval. Don Valeriano Gutiérrez Macías, en su tratado por la «Geografía cacereña», nos muestra otros muchos, que sue ñan de un año a otro con sus típicas fiestas. Sin embargo, nuestro folklore ceclavinero, a pesar de la diversidad de matices, no lo he visto asomarse a ninguna ventana folklórica. Esto me ha impulsado, me ha lanzado a plasmar en unas páginas las costumbres y leyendas de Ceclavin, siquiera para que queden recuerdos del pasado, para que conozcan los que no vieron tantas y tan sanas costumbres que en tiempos pretéritos nos alimentaron de contento y alegría. Muchas se han ¡do — tal vez— para no volver, otras las encuentro adulteradas y muy pocas conservan su pureza. 10
He procurado no cargar con excesivos nombres las des cripciones; pero considero que no se debe prescindir de los protagonistas para dar más aseveración a los hechos. En ella tiene mucha parte mi querida madre (q.e. p .d .), la cual nos solía contar hechos y sucesos en los crudos días invernales cuando nos sentaba alrededor de la lumbre para alejarnos del frío. Algunos tal vez sean producto de la fantasía, a otros les daba cierta veracidad que, dada su bondad, su candidez y limpieza de corazón, los creía como reales y ciertos. Considero, asimismo, que es una narración sencilla, es cueta y veraz, sin filosofía ni arte literario. He narrado como protagonista, como conocedor de ellas por haber pasado mi niñez, mi adolescencia y mi juventud en medio de aquel Ceclavin querido y amado, de aquel Ceclavin cariñoso, sen cillo, leal y hospitalario. No me resigno a prescindir en estos recuerdos de los nombres de mi primo Juan Olivenza y de los amigos más sinceros y leales de mi juventud ceclavinera: Antonio Bustamante y Julio Arias, ya todos fallecidos. ¡Que Dios los tenga en la Mansión Celestial!
CAPITULO I EL DIA DEL AÑO O AÑO NUEVO Así se decía en mi niñez en Ceclavin. Aquel día no fal taba mi visita a casa de mi abuela Natalia, que vivía en la calle Centena, donde era obsequiado con el clásico coquillo cocido en miel, amén de la perrilla chica o gorda — se gún la categoría del día— , con las cuales, una vez que había contemplado un rato la partida de brisca disputada entre cuatro, seis y a veces ocho jugadores, que se lo pa saban con el mayor entusiasmo, guiñando el ojo, subiendo las cejas, torciendo la boca, y otros gestos para dar las señas de los triunfos que tenían en las manos. Si hubo error, el director reprendía y venía la discusión, que era más o menos subida según los vasos de vino rico y oloroso, que sacaba mi abuela en un jarro de antigua porcelana y cuya capacidad la llamaban un tarro. Era una partida de amigos y vecinos de edad avanzada, que se pasaban la tarde muy entretenidos y con poco gasto, porque el vino valía solamente tres perras chicas el cuarti llo. Para hacer más interesante el juego, se condenaba a pagar a los que más partidas habían perdido; pero sola mente un tarro más, y todos los demás gastos se pagaban a escote. Yo, para ver mejor, me subía sobre los palos traseros de la silla donde estaba sentado mi abuelo Cándido. ¡Echa le un trago al nieto y que nos cante algo de la Borrasca! — decían algunos— . Tras beber un poco del rico y oloroso 13
vino en el vaso común de la partida — que tenían para toda la tarde— , sin hacerme de rogar, por no ser buen cantaor, les solía cantar algo del repertorio borrasqueril; pero lo que menos atendían ellos era a mi canto. Sin embargo, no faltaban los cinco o diez céntimos y hasta quince, que uni dos a los de mi abuela, me consideraba un capitalista. Contento con mi caudal, me dirigía a la plaza cuando ya entraban los rayos del sol amortiguado por la calle Corriente del Agua, encontrándola sembrada de papeles de caramelos, cáscaras de naranjas, de avellanas y cacahuetes, así como el humo que se desprendía de los puestos de churros y calentitos que desde la fiesta de Navidad, hasta pasados los Reyes, se establecían allí. Yo me dirigía a los puestos que debajo de los portales tenían establecidos la tía María-Josefa y la tía Sosa sobre unos extensos canastillos y baños, con dulces, castañas, avellanas, cacahuetes, naranjas, chochos o altramuces saladitos y otras chucherías, que como imán atraían nuestras monedas de cobre. Ellas, muy duchas en el negocio, al vernos llegar alar gaban su brazo con la palma de la mano hacia arriba y nos decían: ¿Qué quieres, hijo? Depositábamos nuestro óbolo — aunque no a Carón, porque no era el río Aqueronte el que teníamos que pasar— , pero sí las monedas desde nues tros bolsillos a las faldriqueras de las astutas y despiertas vendedoras. Por diez céntimos nos daban naranjas, «castañas pilá», chochos y algún caramelo de los de Matías López, que en aquella época valía cada caramelo un céntimo solamente. Con esta mercancía me acercaba a ver los grupos de chiquillos que jugaban a las cartas con barajas sucias y encorvadas junto a las escaleras que tenía la casa de don Santiago Antúnez en la plaza. 14
Acababa la tarde y todavía con algún resto de mis com pras y con algunas monedas ahorradas hacía muy ufano la entrada en mi casa. La gente moza y los jóvenes se iban de paseo, si paseo podía llamarse a un camino estrecho tortuoso, lleno de ba ches con agua y lodo, con pizarras y cantos en abundancia, y por las laderas — que había que pasar para salvar el mal camino— se encontraban las piedras caídas de las paredes de los huertos colindantes, teniendo que hacer buen equi librio para no caer al barrizal. ¡Cuántas veces vi caer a chi quillas con su flamante traje de los días festivos en el loda zal! No faltándole los azotes si su madre era poco com prensiva. Este camino nos llevaba también al Valle de Abajo, don de se encuentra la Resbaladera, una mole de granito duro y azulado; pero perfectamente pulimentado por el uso de tantos años, en la cual gustaban deslizarse, a pesar del mal rato que se le daban a las faldas de las muchachas y a los pantalones de los muchachos. Algunas chicas se ataban las largas faldas que entonces se usaban; pero era rara la que bajaba la pendiente sin enseñar sus blancas ropas interio res y sus sonrosadas pantorrillas. Las más puritanas cuan do había jóvenes no intentaban el descenso. En los años de fuertes fríos se helaba el agua que tenían los charcos del valle y los chiquillos pasaban con buenos trozos de carámbano ensartados en trozos de palos o varas que se encontraban en el valle. No faltaban, asimismo, los puestos de dulces, chochos y castañas pilá, de las que solíamos hacer buen gasto ya que siempre comprábamos por junto entre varios amigos, repartiéndolas después como buenos hermanos; las chicas compraban los chochos saladitos, siendo su recipiente el pañuelo limpio recién estrenado. Entonces no había tanta facilidad de envases y nos arreglábamos con lo que tenía mos a mano. 15
Las casadas y personas mayores les gustaba ver el pa seo y se colocaban en alguna resolana por el barrio de Las Charcas o por las calles colindantes por donde discurría el personal para darle a la de sin hueso cuando pasaban las salerosas ceclavineras adornadas con sus pendientes, ade rezos, zapatos y vestidos nuevos. Eran días que todo Ceclavin estaba de fiesta, cada uno a su manera. Los señores se reunían en su Círculo — que creo que lo llamaban la Amistad— , donde formaban alguna partida de tresillo, mientras otros se reunían al calorcillo del brasero de picón, donde comentaban sobre asuntos loca les o sobre la política. En el Casino de Cordero y en el Círculo de Artesanos también se reunía mucho público formando partidas de tute, subasta y otros juegos que estaban de actualidad. Algu nos años en casa de Cordero hubo juego de ruleta, y por estos días no faltaba el monte o banca. No dejaremos de mencionar las tabernas, en las cuales había mucha diversidad de juegos, tales como el tute, la subasta, las siete y media, las veintiuna, el cañé y la banca. Los mayores hacían su partida de vecindad, donde se disputaban muchas veces la cena, aunque ésta fuera a base de carne de gato. El juego más practicado entre ellos era la brisca. Otro juego también costumbrista era la ronda, muy entretenido por la diversidad de jugadas que se presentan durante su desarrollo. Lo jugaban lo mismo los mayores que los jóvenes y los lances eran muy estudiados por los que llevaban la dirección. Las rondas, los escasos rondines, las caídas, recaídas y contados San Vicentes que se venían sin esperarlos, causaban el júbilo y la alegría de los victo riosos. La mesa limpia, la cogida en escala y el más cartas eran otros tantos incidentes del juego, que había que vigi lar continuamente. 16
Supongo que aún lo seguirán jugando y esto me evita el hacer una descripción detallada del mismo. Al regresar del paseo la gente joven hacía reunión o baile; pero por la noche éste no faltaba, sobre todo en las casas donde hubo borrasca. Estaban muy animados y en ellos solían cristalizar los noviazgos que habían quedado pendientes en los días anteriores por falta de tiempo. Y los más entusiastas borrasqueros hacían sus cenas en algún establecimiento porque no se resignaban a que se fueran las Navidades sin haberse divertido ampliamente.
17
CAPITULO II
EL DIA DE LOS REYES MAGOS Del taco del calendario que colgaba en la pared del cuar to de estar quitando las primeras hojas nos encontramos con la del día 6 de enero, que tenía el número rojo y con la inscripción que decía «La Epifanía del Señor», conocido asimismo como el día de los Reyes Magos, día que seguía agarrado al cordón umbilical de la Borrasca; eran los ú lti mos coletazos de la fiesta, la plaza sigue oliendo a churros y los recalcitrantes borrasqueros preparaban su despedida con alguna cena, añorando los festejos idos. La Virgen era muy visitada por fam ilias que esperaban esta tranquilidad para ver el Nacimiento, ya que el día de los caballos no era muy halagüeño caminar hacia el santua rio con los pequeñitos. Los paseos seguían por el mismo sitio que los anterio res días, los establecimientos reteniendo a los mayores con sus partidas y por la noche los consabidos bailes, últimos de la serie navideña. En aquellos años no había interés en los mayores, ni en tusiasmo en los pequeños y los Reyes Magos caminaban con la carga de la alegría infantil hacia el Oriente. Ni se veían botas o zapatos sobre los balcones o venta nas, ni se oían las exclamaciones jubilosas de los niños al encontrarse con el juguete apetecido. Los únicos juguetes que se veían en poder de los pequeños era el barato y eco19
nómico caballito de cartón o la escopeta del caño de lata supervivientes de la Feria de San Miguel. En los establecimientos era donde hacían su aparición los reyes sobre el tapete verde. Pero éstos eran los de las barajas de Heraclio Fournier. Tal vez entre los matrimonios jóvenes o entre los novios se cruzara algún regalo; pero, desde luego, no eran muy numerosos. Algunas veces oíamos preguntar: ¿Qué te han echado los Reyes? Y casi todas las respuestas eran negati vas. Por otra parte, había que considerar el estado econó mico de los ceclavineros; por consiguiente, los Reyes pa saban con su carga del oro, incienso y mirra hacia el Portal de Belén, sin detenerse en estas latitudes. Terminaban los festejos navideños con gran concurren cia y animación en los paseos, bailes nocturnos, y con la añoranza por parte de la juventud, entristecida al ver cómo se iba apagando el eco de los sonidos del tamboril, la pan dereta, la zambomba y el almirez, que tanta compañía die ron en los alegres días navideños. ¡Que Dios nos deje celebrar muchas Navidades! Este era el saludo cordial y afectuoso que nos hacíamos los ceclavi neros al despedirnos de nuestras siempre amadas fiestas navideñas.
20
CAPITULO III
EL DIA DE SAN ANTON San Antón o san Antonio Abad, típica y añeja fiesta ceclavinera, abandonada en sus costumbres, totalmente dife rente a como la conocí en mi niñez. Entonces se hacía de la forma siguiente: Todo giraba alrededor del Mayordomo, que para serlo solicitaba con bastante antelación del señor Pá rroco la Mayordomía. Una vez concedida, se empezaba a organizar la fiesta, entre la que se destacaba como principal las peticiones. Estas se hacían por los familiares, amistades y vecinos que el Mayordomo invitaba y que con una canastilla o banastillo de mimbre recorrían todas las casas del pueblo solicitando limosna para san Antón. Después del recorrido, si la pos tulación había sido buena, la llevaban a casa del Mayordo mo, éste los obsequiaba con vino y dulces; pero los que habían sacado poco esperaban unos días para poder pre sentar mejor postulación. Era raro el ceclavinero que no tenía ofrecido algo al Santo. ¡Que si no se muere tal o cual animal! ¡Que si tiene buen parto la yegua, la vaca o la cerda, etc.! Le ofrezco a san Antón un pie del cerdo, un pernejón, una barbada con orejas, una ristra de chorizos o dinero — siempre que lo con siderasen como pago de la promesa— . También daban otros regalos. La cuestión era que había años que la recaudación era muy abundante y el día de la fiesta la mesa de la su basta estaba muy concurrida y animada. 21
Desde muy temprano se veían los alrededores de la er mita con mucho personal, empezaban colocando sus pues tos las dulceras, que presentaban aquellos dulces de sartén tan apetitosos como las floretas, los nuégados, las pinas de piñonate, los chochitos de canela y las famosas «tencas», que no procedían de ninguna laguna, sino de la sartén, na dando en el rico aceite de oliva obtenido en los lagares del pueblo. A la Santa Misa acudía mucho público que llenaba la ermita hasta rebosar, y aún quedaba mucho personal fuera. Entre el público había infinidad de pequeños con sus pisto neras preparadas para el tiroteo, con pistones o fulminan tes que entonces se usaban en las escopetas de chimenea. Durante la Misa había quien daba algunas vueltas alre dedor de la ermita montado en alguna caballería que solía padecer de torzón o cólico. Después de celebrada la Misa, se procedía a la subasta de lo recogido en las peticiones o, por lo menos, de lo que presentaba el Mayordomo, porque algunos se aprovechaban y a pesar de los buenos cestos de regalos, no aparecían en la mesa de la subasta. Había, pues, Mayordomos por devo ción y Mayordomos por especulación. Estos abusos dieron origen a que el señor cura Párroco, don Francisco Barroso Valerio, suprimiera el sistema de pe ticiones, pagando el Mayordomo la fiesta religiosa, que para reparaciones de la ermita no faltarían limosnas. También eran noches de reuniones que, con el pretex to de comer las «tencas», se pasaban agradables horas noc turnas. Las reuniones entre los jóvenes eran frecuentes y ani madas — sobre todo, en tiempos de Cuaresma, que no se hacían bailes— ; en ellas se pasaban bien el rato, jugando a las cartas, a las prendas o a la gallina ciega, cuando la habitación tenía espacio para hacer el juego con desenvol22
1
tura. Teníamos buen repertorio para entretener el tiempo. Los novios no solían participar en los juegos por no perder el tiempo en cosas menos importantes — para ellos— que su conversación. Las señoritas también tenían sus reuniones, animadas en tiempo de vacaciones, cuando la población estudiantil estaba en Ceclavin. Muchas veces las reuniones las trans formaban en bailes; pero cuando pasaba este tiempo ya se encontraban más solas y las reuniones transcurrían más aburridas. El gasto de los bailes corría a cargo de las chicas — siempre conocí pagar a las muchachas— . Sin embargo, los jóvenes pagábamos los bailes desde el día de Pascua de Navidad hasta los Reyes, en agradecimiento a la invita ción que nos hacían en la cena de la Borrasca. Y casi siem pre comíamos el día de los caballos, por haber comida en abundancia.
24
CAPITULO IV
LAS RESOLANAS Cuatro sillas en hileras, sobre el respaldo de las mis mas una manta, a su abrigo las vecinas, algún anciano o algún convaleciente, niños que juegan y pronto se pelean, sobre el umbral de la puerta algún gato somnoliento o la gata en actitud expectante rodeada de inquietos y saltari nes gatitos. Además de estas solanas artificiales y acomodadas, ha bía otras que podíamos llamar naturales, formadas por los entrantes y salientes de edificios contiguos a las que de nominábamos rinconadas. Tanto en las unas como en las otras, se improvisaba rá pidamente el taller, unas cosían o remendaban camisas o calzoncillos, otras echaban piezas a las americanas o pan talones, aquellas devanaban madejas de hilo para arreglar medias y calcetines y éstas se entretenían en hacer cal cetas. En medio de este trajinar surgió el rústico y minúsculo mentidero y al tiempo que le daban a las manos no queda ban en reposo la sin hueso. Surge el coloquio para dar paso a la noticia, a los chis mes y los cuentecillos. Conversaciones de todo tipo, pica rescas, burlonas, festivas, socarronas, etc. Otras veces an daba por medio la imaginación, movida por el calor de la fantasía. De aquí saldrían tal vez supersticiones que encar25
narían en el ánimo de alguna voluntad débil y enfermiza. Eran reuniones animadas y al parecer inofensivas; pero allí, en aquel ambiente cálido y agradable, se cocían cuen tos y murmuraciones sin regatearles comprometidas supo siciones. En mi niñez, era uno de los que frecuentaba las resolabas de la calle Corral de Concejo, porque la trasera de mi casa daba a esa calle y casi siempre se formaba una en la puerta de mi tío Juan Olivenza. Entonces no hacía otra cosa más que jugar, sin hacer caso a las conversaciones; aunque algunas las he retenido como «Cuento de Resolana» y otras las he encontrado rebuscando en los recuerdos del pasado. De las múltiples y variadas conversaciones que se ba rajaban en aquel delicioso ambiente, o en aquel rinconcito, he seleccionado solamente dos y que describo lo mejor posible con el solo deseo de hacer llegar a los lectores el sabor costumbrista de aquellos tiempos. Veamos, pues... ¿No sabéis que a Brauliu, el de la Requiá, le salió la otra nochi la Pamparramanta por la PuertaTapá y se tuvu que echal a los piés y no dejó de correl hasta la plazuela de San Diego y dijerun que cogió tantu sustu que se tiró toita la nochi debaju de los portalis del Ajuntamientu. ¡Ya se había oíu decil que anda comu una loca por esas callejas de las traseras! Y dicin que también la vio la Inés por la ventana de la su cocina cuandu fue a jadeli una taza de flo r de malva al su hombri que anda costipau, se ansomó a la ventana y nunca lo hubiera jechu, rica; porque al vel la Pamparramanta le dio una sombra (en Ceclavin, una sombra es un mareo) y tubu que subil el mariu y jadeli una jicara de flo r de na ranja. ¡A lo que dan luga las malas mujeris! Porque esa es una mala mujel ¡Si es la que dicin por el pueblu! 26
Y esta otra no menos interesante... Pos me he enterau que Juan, el de la tía Blasa, ha dejau planté a la novia cuandu decían que iban a casasi. ¡Hay que vel! ¡Dispués de tantus años de novius y con lo que se ha hablau de ellus! (Una de la corrobla contesta.) ¡Pos no se que puean dicir de la muchacha! Lo que tieni que él es un sirvergüenza un retesinvergüenza. Mira, rica, no defiendas a la moza, porque muchas nochis la vierun por las traseras y a esas horas y solus..., no sería namás que pa cogersi las manus. Lo que si te vuelvu a decil es que la genti es mu mal pensá y pa levantali los pies a cualisquiera no tienin reparus. Castizas y jugosas conversaciones que nos llevan de la mano al ambiente de aquellos años.
11
CAPITULO V
EL DIA DE LAS CANDELAS O LA CANDELARIA Día 2 de febrero, Las Candelas, puerta de entrada a los Carnavales o Antruejos — como decían mis abuelos— . En este día se celebraba fiesta religiosa y fiesta profana. La primera consistía en asistir a la Misa mayor de la parro quia, todo el Concejo, con sus empleados y subordinados. Se hacía una procesión alrededor de la iglesia con la Virgen de las Candelas. Salía la Virgen con una vela encen dida y si al entrar en el templo la llavaba aún encendida el año era bueno y abundante; pero si se apagaba la vela, era señal de mal año. Simplista creencia, porque casi todos los años en aquella fecha suele hacer mal tiempo y peor aún al volver la esquina que da a la Puerta Mayor, donde conti nuamente existe corriente de aire, tanto en invierno como en el verano. Pero, a pesar de ello, todos los ojos de los que acompañaban a la procesión estaban pendientes de la vela en aquella vuelta ventolera que era la más peligrosa. Si se apagaba, parecía que también se apagaban en aquel año las ilusiones. Por la noche, bailes animados, con disfraces marrulleros, vestidos raros abundando en las clases pobre o acomodada, los de «Jardinera», que consistía en colocarse sobre una bata blanca hojas de árboles, dominando (entre ellas) las de naranjo y limonero. Entre el personal masculino era fobia vestirse de soldado y más apetecido el traje de caballe ría, por el atuendo de los leguis y las brillantes espuelas, 29
que solían romper algunas veces las bonitas sayas de baye ta que llevaban las chicas que vestían de labradoras. No abundaban en aquel tiempo las serpentinas y los con fetis. Estos se hacían picando papeles de colores y mez clándolos unos con otros. Los famosos bollos azucarados de las Candelas invadían casi todas las casas del pueblo, resultaban bastante econó micos y se componían de harina, aceite frita, esencia de anís, azúcar y un poco de levadura. Una vez terminados se señalaban con los dedos, se espolvoreaban con azúcar por toda la superficie y se llevaban al horno. En aquella época había muchos hornos en el pueblo, en tre los cuales se encontraban el de Arriba, el Centeno, el de las Eljas, el de San Pedro y el de la iglesia. Todos tenían de combustible la jara, madroñeras, retamas y tom illo, muy abundantes en la sierra, que dista unos ocho kilómetros del pueblo. Ya no hay ni hornos, ni se usan aquellos combus tibles ni facilidades para hacer los bollos. Los bollos se solían comer regados o acompañados por la rica aguardiente casera.
30
CAPITULO VI
LOS QUINTOS El primero o segundo domingo del mes de febrero se hacía el sorteo de los quintos, sorteo que movilizaba a todo el pueblo, unos por familiares, otros por vecinos o amis tades con la fam ilia o con el mozo que entraba en quinta. Había que acompañar a los quintos, la víspera por la no che, se formaban grandes grupos de mozos y también de casados jóvenes para dar ánimo y alegría al quinto. Era cos tumbre no dormir, y para hacer más llevadera la serenata, se organizaban comidas en los establecimientos; el quinto, aquella noche estaba exento de los gastos propios de la ronda; pero en compensación, si sacaba buen número, con vidaba a los que le habían acompañado en la serenata. Al llegar la madrugada, la noche ya pesaba y como era la época en que los lagares del pueblo funcionaban, mu chos se refugiaban allí para comer las típicas migas lagararas que sabían hacer y condimentar muy bien los laga reros. El día ha llegado, la emoción y el nerviosismo prende en los quintos, ya no hay paz ni tranquilidad en aquellas al mas juveniles, se canta se recorren las calles una y otra vez, hasta la hora señalada para el sorteo. Van entrando en la plaza para estar presentes en el emo cionante acto de salir el número que le ha de corresponder. Entran grupos y más grupos y todos coinciden en el mis mo cantar.. 33
Este es el Ayuntamiento, el Ayuntamiento es éste, donde venimos a saber nuestra desgraciada suerte. Si el día está bueno se forma la mesa en la plaza y si está malo se pone debajo de los portales. A las nueve de la mañana solía empezar el sorteo, los balcones de los establecimientos que estaban en la plaza se llenaban de personal, la mesa del sorteo, rodeada de fam iliares y público, la gran plaza concurrida y todos, fa miliares, amistades, vecinos, pendientes del sorteo. En aquellos años, el mal número ocasionaba un gran dis gusto en la familia, por la persistente y continua lucha que tenía España con los moros de Marruecos. ¡Todo preparado! ¡Agita la campanilla el señor Alcalde!, pero entran en la plaza algún grupo rezagado de quintos con gran alboroto. !Qué se callen ésos! El nerviosismo y la intranquilidad invade la concurrencia. Subido en una silla, destacado de la multitud, el tío Ma nuel, el pregonero avisa que empieza el sorteo. ¡Sale el pri mer nombre! El tío Manuel, que lleva muchos años de pre gonero y nos conoce a casi todos, nos localiza y por su gesto al cantar el número, sabemos si es bueno o malo. El buen número traía consigo los parabienes, los afectos y la alegría que entre la gente moza se convertía en una for midable cachetina. Por por las calles corrían amigos y co nocidos a dar la noticia en casa de los padres. Terminado el sorteo, o antes si habían terminado de salir los números del grupo, salían nuevamente por las calles, unos tristes y otros contentos; pero la alegría de la juventud no se empañaba con aquella pena pasajera y renacía en se guida que pasaban algunos momentos. 34
Este día era el que solían dar permiso los padres para que sus hijos pudieran fumar delante de ellos, incluso lo llevaban con él a tomar café. También se solían formalizar las relaciones entre los no vios y sus familiares.
35
l
CAPITULO VII
LOS QUINTOS SE VAN ¡Qué diferencia entre la noche que se entra en quinta y la noche que precede a la despedida de los quintos! Aque lla noche, todo era bullicio, algazara, alegría, contento y confianza en la buena suerte. Pero ésta es triste, patética, intranquila y nerviosa; aunque en éIla se cante como que riéndose consolar según nos dice el siguiente cantar: Ya se van los quintos, madre. Ya se van los buenos mozos; y los que quedan en casa son los tuertos y legañosos. Esto aludía también a los que se libraban por inutilidad física. La noche seguía acompañando a los mozos, unos tristes y otros más animosos; pero todos cantaban este cantar; Los quintos cuando se van se dicen unos a otros: m i novia me espera a mi hasta que le salga otro. La madrugada se va acercando, las Pléyades o Cabrillas — llamadas así vulgarmente— salen por el Oriente, el cielo se va aclarando, el sol lo cubre con su color rojizo y las canciones de estos momentos se van adaptando maravillo samente a la despedida y oímos la que sigue: 37
Adiós novia querida, ¡cuándo te volveré a ver! Me llevan a ser soldado al cuartel de Leganés. ¡Hay que darle un abrazo a los padres! ¡Es la despedida más triste, la más dolorosa, la que más acobarda, la que decae el ánimo, la que hace llorar, la que hace sufrir! A ella se debe este cantar: Las madres son las que lloran, que las novias no lo sienten. Les quedan cuatro chavales y con ellos se divierten. ¡El momento de partir ha llegado! Por el barrio de la Soledad, hacia la Ermita del Santo, sube un enorme tropel de gente, muchas personas, tíos, primos, hermanos, amigos y mozas entre las que tal vez se oculte triste y llorosa su novia. Todos quieren estar presentes en este triste momen to de la despedida, ya van camino de las Pilas, los que le van a entregar en la Caja de Reclutamiento de Plasencia. Cuando el arrogante y valiente mozo, llega a la Ermita del Santo y vuelve su mirada hacia el pueblo para decirle adiós, al contemplar el sugestivo panorama que desde allí se divisa, con las casas que parecen abrazarse amorosa mente unas a otras, la torre del reloj y la del campanario de la iglesia, y allá en lontananza sus fértile s tierras rodea das de viñedos y olivares, con la tristeza que embarga su alma y las lágrimas sobre su rostro tiene arranque el quinto para despedirse con el apasionante y conmovedor cantar que sigue: Adiós Ceclavin querido, las espaldas te voy dando. Yo no sé qué quedo dentro que mis ojos van llorando. ¿Qué quedaban? Quedaban sus recuerdos de la niñez, cuando alegremente correteaban entregados a sus juegos 38
infantiles, quedaban otros recuerdos más cercanos de su juventud, tal vez la ilusión de sus recientes amores. Quedaría también el recuerdo de la despedida en unión de su amada por el camino de la Ermita del Encinar, para postrarse ante la Patrona y pedirle protección y constancia en los propósitos ofrecidos mutuamente. Quedaba el recuer do del regazo materno, el cariño de sus padres y el afecto de sus hermanos. Los más allegados siguen aún hasta la cañada, hasta las Pilas, no saben cómo desprenderse, quisieran ir también hasta Torrejoncillo, hasta Riolobos — que era donde se ha cía noche— ... hasta Plasencia. Así eran las despedidas de un pueblo que se ama y se quiere porque es portador de nobles sentimientos. Costumbre de admirar eran los regaios que solían man dar algunos quintos a su novia, correspondiendo al sacrificio que a muchas de ellas le suponía la cantidad de dinero con que solían obsequiar a su novio. Este recibía además dinero y regalo de sus familiares y amistades.
39
CAPITULO VIII
LOS CARNAVALES O ANTRUEJOS Cuando se celebraban estas fiestas en mi niñez, tenían un carácter algo brutal y salvaje, incivil y grotesco, dando lugar en muchas ocasiones a serios disgustos entre los con vecinos. Ya dijimos en el día de las Candelas que aquel era la puerta de entrada a los Carnavales. Sin embargo, yo co nocí que un año coincidieron el domingo de Carnaval con las Candelas. Los jueves de Compadre y de Comadre, ya solía haber algunas escaramuzas y encuentros entre grupos que se hos tilizaban con las bombas y el agua; pero cuando se agudi zaban estos odiosos festejos era el domingo y el martes de Carnaval. Para resistir las embestidas y tener temple para aguan tarlas, se disfrazaban casi todos los hombres con sus mis mos trajes, volviendo las chaquetas del revés, apareciendo éstas con el forro de colores que tenían la escocesa que entonces se usaban. También le daban vuelta a los panta lones de pana que estaban forrados de lienzo moreno, fo rro que sustituía a los calzoncillos porque la gente obrera no disponía de dinero para comprar lo que necesitaba. Ade más se tiznaban la cara con el tizne de la sartén, y en la cabeza un sombrero cualquiera y sobre los hombros un costal repleto de ceniza para la batalla. 41
i
Lo más duro y lo más repulsivo eran las bombas de ce niza y el agua que se arrojaba sobre el individuo o el grupo que la recibía. Los pequeños nos poníamos una chambra o blusa larga de tela azul, y en la cabeza un pañuelo anudado en las cua tro puntas y la cara tiznada con el betún de limpiar el cal zado. Con estos atuendos nos considerábamos invulnera bles para la batalla. El bombeo o bombardeo se hacía de la forma siguiente: En un pañuelo de cuatro puntas se depositaba buena can tidad de ceniza, se recogían las puntas y una de ellas se sujetaba al dedo índice dando una vuelta sobre éste, al tirar la bomba se soltaban las tres que quedaban libres y la ceniza salía despedida yendo a parar sobre el grupo o la persona que se quería atacar. En las batallas del domingo y el martes por la tarde, par ticipaban lo mismo los mayores que los pequeños, se for maban grupos que se acometían con saña, llevando prepa rada buena cantidad de ceniza en costales que cargaban al hombro rellenándolos frecuentemente en los hornos de pancocer que tan estratégicamente estaban situados, según decíamos al cocer los bollos azucarados para el día de las Candelas. En estos grupos iban también algunos individuos pro vistos de jeringas de hoja de lata, las que llenaban en los muchos y abundantes charcos que había en las calles con agua sucia, incluso donde tiraban muchas vecinas el líquido de los orinales. Después de haber recibido la descarga de la bomba, a continuación caía despiadadamente el agua de la jeringa sobre la ceniza, formando un chorreo que parecían las es talactitas de unas grutas en las espaldas de los atacados. Cuando se terminaba la pelea salían todos desconoci dos y los que pacíficamente estaban estacionados en las 42
plazuelas viendo pasar las mascaradas, también eran ata cados, teniendo que huir para evitar las rociadas, tanto de la ceniza como de las jeringas cargadas de agua. Otros números también admirados y muy entretenidos para el público eran los mascarones que simulaban oficios como el de zapatero, que al tirar los cabos siempre se en contraba con algún rostro de los curiosos que se acerca ban al corro; el sillero, que una vez que hacía la pantomi ma de haber arreglado la silla al sentarse en ella se rom pía y caía al suelo con la algazara de las personas que le veían rodando; el sastre, que con una aguja grande albardera pretendía coser alguna prenda de vestir; el encalador, que después de haber blanqueado una tabla que llevaba, ro ciaba a la concurrencia con lo que le sobraba. Todo esto era objeto de chacota, risa, broma y algazara. La vaca ra biosa era indispensable. Había otros más salvajes y groseros que no me atrevo a mencionar. Se respetaba a los niños, ancianos, médicos, niñeras o personas que llevaran niños en los brazos. Yo recuerdo ha ber atravesado estos campos de batalla — que así podemos llamar— en brazos de una criada que teníamos en casa, llamada Marcelina, sin que sufriera ningún atentado ceni ciento ni acuático. Al final de la tarde, todo esto desaparecía para dar paso a los bailes que solían ser muy animados. Por la noche seguían, pero con mejores disfraces. Las chicas de servir, les gustaba vestirse de «señoritas», pres cindiendo del pañuelo que a diario usaban sobre su pecho y espalda, la clase media se vestía de labradora, con las sayas de bayeta plisada, el mantón de manila o de cien co lores, las señoritas se colocaban sus vistosos y magníficos mantones de manila con sus largos flecos, que solían enre 43
darse en los botones de nuestras americanas, agradeciendo estos enredos. La música de los bailes se hacía a base de guitarra o acordeón, que era la orquesta clásica en aquellos años. En el salón del Casino de señores bailaban las señori tas, en el Círculo de Artesanos las artesanas y las mozas de servir en los zaguanes de las casas. Se permitía entre la mocedad el cambio de pareja y se veía muy mal que un novio prohibiera a su novia bailar con otro chico. Al terminar los bailes — por la noche— nos parecía pron to para irnos a la cama y organizábamos serenatas reco rriendo las calles, parando en las puertas de nuestras ami gas cantando y dándole música. Algunos de los cantares eran los que reseño a continuación: Despierta si estás dormida, o arrecostada si estás. Dale un beso a la almohada y di que a mí me lo das. Despierta si estás dormida... A tu puerta estamos cuatro, todos cuatro te queremos; salga tu madre y escoja y los demás nos iremos. A tu puerta estamos cuatro... Los lunes de los Carnavales de aquellos tiempos eran como un arco-iris de paz entre el domingo y el martes. Por la mañana se organizaban las tiradas a los gallos, bien por el camino de Acehuche — un poco después del Pozo-Moriano— o bien detrás de la Ermita del Santo. Se procedía de la forma siguiente: se enterraba el gallo en el suelo — quedándole fuera solamente la cabeza y a una distancia convenida se colocaban los tiradores— que solían ser buenos cazadores— siendo la tirada a precio con venido, según fuera a muerte, o a sangre solamente. Como 44
había buenas escopetas, pronto el gallo era herido o muerto y el empresario no salía bien — aunque en aquella época el gallo solía valer ocho o diez reales solamente— , otras veces tenía mejor fortuna el empresario y se traía el gallo y el dinero. Por la tarde había otra forma. También se enterraba el gallo, quedando solamente fuera la cabeza y a ocho o diez pasos de distancia se colocaba el que iba a participar, se le tapaban los ojos, se le daba un palo, se le daban tres vueltas y si acertaba a darle al gallo era suyo. Esto era llamado el tiro al palo. En este sistema el empresario casi siempre ganaba, porque generalmente después de las tres vueltas y con los ojos tapados quedaba desorientado el t i rador. Pasaron algunos años, se fueron modificando aquellas costumbres brutales y agresivas, empezaron a salir las es tudiantinas, el pueblo se entusiasmaba con la música, las canciones, sus llamativos trajes de percalina de colores y nadie se acordaba de los años anteriores envueltos en fra gor de las batallas cenicientas y acuáticas. El Carnaval se iba dulficando, se organizaban carreras de gallos, carreras de cintas, entretenimientos infantiles y los paseos y las ca lles contemplaban con deleite el paso de las mozas vestidas de labradoras, con sus ricos y dorados aderezos, sus man tones de manila, sus plisadas sayas de bayeta de colores que con garbo y gallardía sabían llevar las guapas y sale rosas ceclavineras. El miércoles de Ceniza era el tapón de estas turbulen tas y alocadas fiestas, que según dicen fueron inventadas por Lucifer. No quiero dejar pasar esta descripción, sin agregar otra cosa muy típica y costumbrista, tal como era la de comer el buche o la vejiga del cerdo con las berzas o coles que se preparaban el día de la matanza exclusivamente para los Carnavales. 45
3
»
CAPITULO IX
LOS JUEGOS En todas las playas del mundo juegan los niños. En Ceclavín no teníamos playa y también jugaban los niños. Pero no todos los niños jugaban. No jugaban los niños de los ricos pudientes que consumían su niñez y su juventud en el colegio o en las aulas de las universidades. Estos no saboreaban la ilusión del juego infantil callejero. La disci plina y los libros les robaban el tiempo. Tampoco jugaban los hijos de los necesitados. Que te nían que ser auxiliares de sus padres y trabajadores del hogar desde su niñez, el hacecillo le leña para la lumbre, el rebusco de berros y morujas sobre los arroyos para ha cer las ensaladas, guardar cerdos, servir de vaquerillo y hacer de trillante en las cosechas con oficios duros y peno sos en medio de aquel agobiante calor estival. Además se le iba el tiempo entre la escasez, el hambre y la miseria. ¡Qué niñez mas atribulada la de algunos niños! Los que no pertenecían a ninguno de los grupos rese ñados, tenían más tiempo para jugar, jugaban sin límites de tiempo, sin agobios, sin prisa recibiendo con plena li bertad el placer de los juegos. El juego infantil es una necesidad fisiológica. Lo pide la misma naturaleza, hay que jugar para desarrollar y forta lecer el cuerpo y para dar expansión al espíritu. En Ceclavín teníamos infinidad de juegos. Eran de fuer za, de agilidad y de destreza; además, nuestros juegos tam-
bién eran de temporada, porque no practicábamos los m is mos en el invierno que en el verano, ni en la primavera como en el otoño. Cada época tenía sus típicos y caracte rísticos juegos — me llevaría muy lejos si tratase de rese ñarlos— pero no dejaré de hacerlo con el de la peona. Este solía tener su mayor actividad en tiempos de la Cuaresma y lo jugaban o practicaban desde los pequeñitos hasta los mozos, incluso algunos casados jóvenes En el Llano, en la Alameda y para la Puerta de Arriba se reunían grupos de mozos que formaban su partida jugando algunas perrillas al corro del cual había que sacarlas con la peona a fuerza de destreza y habilidad. Yo por razón de mi cargo he conocido algunas poblacio nes infantiles y puedo asegurar que en ninguna de ellas existían tantos y tan variados juegos como los que podía disponer la población infantil ceclavinera. Era im portantísi ma y fecunda su acción recreativa. Hoy el cine y los campos de deportes entretienen a la juventud; el primero le roba la libertad y el segundo los enmarca en un juego determinado para tratar de hacer un buen deportista. Los mayores también jugaban; pero además de los jue gos de naipes, tenían que habérselas con el juego de la vida, los negocios, su honra, su fama y la tranquilidad de su hogar. Estos juegos necesitaban una madurez de cri terio extraordinaria, prudencia y cordura para no fracasar ni caer en medio del abismo donde podría ser devorado por el vicio y las pasiones humanas.
48
CAPITULO X
¡AGUA VA! Palabras precursoras de recibir un remojón o una du cha s¡ el paso por delante de la casa que lo anuncia se hacía despacio o no se esperaba hasta oír el ruido de la descarga acuática sobre el enrollado de la calle. Y si el agua que te podía acariciar era limpia, el perjuicio era me nor que si era agua procedente de fregar la loza o mezcla da con los orines. El trajecito nuevo, el sombrerito de paja recién estrena do, el abrigo o la capa, recibían muchas veces las caricias de la imprevisión o el descuido. En varias ocasiones tuvieron que indemnizar por los per juicios que ocasionaban en las indumentarias las aguas su cias tiradas desde las ventanas o desde los zaguanes por el dintel de la puerta, sin asomarse ni previo aviso. Hubo en cierta ocasión un gran revuelo por el pueblo ocasionado por el remojón que sufrió una señorita que llevaba puesto un soberbio mantón de Manila. Los médicos eran las víctimas que con más frecuencia recibían estas desagradables abluciones, motivado a que casi todo el día estaban por las calles haciendo la visita. A propósito de esto me acuerdo aún del soberbio remojón que le proporcionaron las Oliveras a don Julián de Sande al pasar por debajo de sus ventanas y no se me ha olvidado que mi madre lo recogió en casa y lo estuvo limpiando. El bombín que siempre llevaba le evitó una ducha poco 49
agradable; pero era tan buena persona que ni protestó, ni tampoco se enfadó. Esta costumbre era dispensada por ser — hasta cierto punto— necesaria el deshacerse de las aguas sucias arro jándolas a la calle a causa de que en muchas viviendas no tenían cuadras ni corrales donde depositarlas y claro ¡no se la iban a beber! Como casi todas las aguas tiradas llevaban grasas, en los días de nieblas húmedas se formaba un barrillo en las calles que se patinaba sin poderlo evitar, terminando la mayor parte de las veces en graves y dolorosas caidas sobre aquella alfombra resbaladiza. Además tenían otras consecuencias desagradables; no faltaban las riñas y peleas a consecuencia del barrido de los regatos para lim piar el barrizal que se formaba y que despedía mal olor. A esto lo llamaban puchas y las veci nas de arriba las barrían para abajo. A las de abajo no les agradaba el recibir aquella suciedad y pretendían devolvérse la otra vez a las que la habían echado para abajo; unas y otras no cedían y después de estas intransigencias se pe leaban tirándose las puchas a la cara, quedando como más caras en días de Carnaval. Otras veces los pelos se enreda ban entre sus manos, costando ímprobo trabajo el separar las. ¡Total, que el espectáculo no faltaba en las calles!
50
CAPITULO XI
LA CUARESMA En este tiempo el vecindario se recogía, se suprimían las algazaras, los bailes y las bodas. Había que pensar en la Semana Santa, semana de Pasión y de dolor que pasó Jesús por la Redención del Género Humano. Se hacían rogativas y los viernes el Miserere en la iglesia ante el Crucifijo que está sobre el lado derecho según se entra por la puerta del Sol o Mediodía, el cual se encuentra cubierto casi todo el año por una cortina roja y por esta causa es desconocida su magnífica talla. También se hacían promesas para cumplirlas en esta época. Una de ellas y de mayor sabor típico era la de los Devotos, costumbre muy arraigada en Ceclavín y que se ofrecían por causas íntimas familiares, tal como el regreso del hijo que se fue a la guerra, por la salud de algún fa m iliar recuperado de alguna grave enfermedad o por favo res recibidos le la Divina Providencia. Estas promesas eran fuertes, duras y penosas porque había que hacer el ritual al pie de la letra para considerar las pagadas o cumplidas. La más exigente era la no interrupción del recorrido una vez empezada la promesa, que solía ser por varias se manas o toda la Cuaresma y como siempre se atraviesa el mes de marzo durante la Cuaresma había noches que se destacaba el cierzo marzoso con frió intenso o lluvias 51
continuas que formaban sendos charcos en los numerosos baches del recorrido. La luz también faltaba frecuentemente porque se ane gaba la fábrica que la suministraba por las riadas y las calles aparecían obscuras como bocas de lobos. Tampoco faltaban perros ofensivos y ladradores que seguían algún tiempo al grupo, ni el susto momentáneo producido por los ojos brillantes del gato que cruzaba la calle fugazmente, gazmente. La penitenta salía acompañada por algún fam iliar o ve cinas con los elementos indispensables al cumplimiento de la promesa. Tales eran, el farol, la esquila y el rosario. Se empezaba cerca de la iglesia y de calle en calle y de esquina en esquina, desgranando las cuentas del rosario en Avemarias acompañadas por el sonido de la esquila, despertando la curiosidad de los vecinos, que con gran si gilo entreabrían el portón de la casa para ver la comitiva —que en algunas ocasiones era muy numerosa— . En las esquinas obligadas se hacía la publicación que decía así: Devotos fieles cristianos hijos de Jesucristo Recemos un Padrenuestro por las almas del Purgatorio Por el amor de Dios. Todas las acompañantes seguían el rezo, mientras fue ra el murmullo de los mozos no cesaba. Terminadas las oraciones se procedía como sigue: Otro por los que están en pecado mortal Para que su Divina Majestad Los traiga al estado de la gracia. Finalizaba la publicación con una Salve a la Virgen de los Dolores para que nos mande los buenos temporales. La gente joven e inculta solía contestar con palabras sucias y groseras, palabras impropias a las publicaciones 52
de la señora que cristianamente iba cumpliendo su pro mesa. En algunas ocasiones se formaban tum ultos en las es quinas de las calles céntricas con ocasión de juntarse en ellas varias penitentas y jóvenes que esperaban a los gru pos para demostrar su gamberrismo. Por este motivo tuvo que intervenir la autoridad; porque desgraciadamente en to dos los tiempos hubo gamberros. La Cuaresma llevaba aparejada otra costumbre practi cada por casi todo el pueblo o vecindario, era la del blan queo de las viviendas y la limpieza y aseo de los enseres de uso frecuente. Se hacía un verdadero zafarrancho según la frase militar. Era muy frecuente ver por las calles — que servían de co modín de las viviendas que carecían de corrales o patios interiores— los bancos, las mesas, las sillas, las burrillas y tablas de las camas, las espeteras, los cazos, velones, bra seros y calderos de cobre que compraron en pasados tiem pos a los vendedores de Lucena, que anunciaban la mercan cía con el tintineo de dos placas de metal que se rozaban al moverlas formando un sonido armonioso, siendo consi derado como presagio de lluvia o mal tiempo cuando apa recían por el pueblo estos vendedores. Se hacía una limpieza general, no quedaba en la casa traste que no fuera tocado y limpiado. Todo quedaba bri llando como el oro. Y las que no hacían en esta época la limpieza lo hacían en las Navidades. Las hojas del calendario van pasando y nos encontramos con la Semana Santa, precedida por el Domingo de Ramos, día en que se repartían en la Iglesia los ramos de olivo y palmas, una vez que habían sido bendecidos con su espe cial ceremonia por el señor Cura Párroco. 54
Los chicos en poder del ramo que a fuerza de empujo nes habían adquirido, corrían denodadamente con él para colocarlo detrás de la puerta con el propósito de que el diablo no tuviera acceso a la vivienda. A esta misa solían asistir las autoridades y personal auxiliar del Ayuntamiento. Era también el día que se inauguraba el paseo por la Alameda y por el Camino de Alcántara. Del «venduario» tan abundante en los días de Navidad que presentaban las revendedoras, quedaba muy poca mercancía, supervivían aún las castañas pilá, los caramelos y los chochos dulces o altramuces; pero los pequeños nos conformábamos con las flores de los álamos negro del pa seo que por entonces florecían y no nos costaban nada. El Miércoles Santo por la tarde había que subir a la ermita del Humilladero o del Santo a por las imágenes del Nazareno y la Soledad para las procesiones del Jueves y Viernes Santo. Esta procesión daba motivo para reunirse los grupos de chicos que eran rivales, peleándose los del Barrio de la Soledad y San Antón contra los de Abajo o de la plaza. Entre la jurisdicción de unos y otros había un cam po neutral. El caudillo de los de arriba era Juan el Castañero, un chico intrépido y valiente, y a los de abajo los acaudilla ba José Claros Hernández, el «Pau», que cobijado con sus hermanos y los del barrio no le temían al Castañero. Los de arriba se atrevían a bajar hasta la plaza; pero de allí en adelante era peligroso el proseguir. Uno de los años fue tan recia y tan tremenda la pelea suscitada entre los grupos rivales, que la gente huía de aquella batalla cam pal que con palos y piedras se atacaban sin arredrarse nin guno de los grupos combatientes, chichones, caidas, pite ras y hasta brazos rotos se registraron aquella tarde. El público corría y las imágenes del Nazareno y la Solelad 55
quedaron sólo protegidas por los sacerdotes en medio de aquella enorme plaza desamparada. El Jueves acudía mucho público a los Oficios y a ver el Monumento que tanto admirábamos los ceclavineros. Al mediar la misa dejaban de tocar las campanas, siendo sus tituidas por la matraca. ¡Era tanta la fe en aquellos tiempos que los campanillos o esquilones que llevaban los bueyes, eran atascados con trapos para impedir el movimiento del badajo y evitar el sonido de ellos! Por la tarde se organizaba la procesión con el Nazareno y la Dolorosa. Esta procesión tenía un gran recorrido, iba desde la iglesia hasta una Cruz que había detrás del San to, volviendo por las tres del Calvario. Las imágenes pesa ban mucho y se tardaba bastante en el trayecto; pero la procesión no dejaba su itinerario llevada por hombres re sistentes y forzudos. Al regreso del Calvario, entraba pai las calles de las Parras a la ermita de San Antón, saliendo 56
por la del Pizarral. En estas dos calles se formaban grandes zahumerios con jaras, tom illos, romero y plantas olorosas para que el Nazareno recibiera estos vapores; pero Iqs que las pasaban moradas eran los que en aquellos momen tos llevaban las imágenes. Años después los sacerdotes quisieron suprim ir la su bida al Santo, pero los mozos no lo consintieron y siguieron su ruta sin acompañamiento clerical. Otro año cayeron la imagen del Nazareno y se oyeron dos truenos formidables que atemorizó al vecindario; por que no se veían nubes ni indicios de tormenta por parte alguna. Al llegar la procesión a la iglesia empezaban las tinie blas, se cerraban las puertas y allí quedábamos los crios que nos habíamos podido escabullir con piedras y palos escondidos dentro de los pantalones, esperando paciente mente el apagón de las quince velas para armar el ruido con nuestras armas. Por la noche se hacía el recorrido de las ermitas que no sotros decíamos los Santos Pasos. Estas eran las de San Pedro, San Lorenzo, San Antón, San Diego, Santa Ana y la del Santo Cristo. Antiguamente se subía al Calvario y a la Ermita del Nazareno. La procesión del Viernes salía de la Ermita del Cristo en una urna nueva y valiosa en la que yacía el cuerpo de Jesucristo acompañado por la Virgen de la Soledad, hacien do su recorrido por la calle Larga doblando por la plazuela de Arriba bajando por la calle Granadera. A esta procesión acudían las mujeres con traje negro de luto y muchos hom bres con la típica capa. Todas las procesiones se hacían con mucha devoción y recato, así como con gran concurrencia de personal. 57
El Sábado de Gloria se celebraban los Oficios que podía mos llamar infantiles, porque la mayor parte de los asisten tes eran niños con el deseo de subir al campanario a tocar las campanas echándolas a vuelo. Se comía de viernes desde el miércoles al sábado y las comidas que específicamente se hacían aquellos días eran el típico potaje compuesto de garbanzos, alubias, acelgas y bacalao, éste una vez cocido se sacaba para agregarlo a las tortillas de patatas que eran famosas por la extensión que cogían algunas. Por la noche sopas o cocido de casta ñas pilá y después tal vez leche migada o la célebre taibina que resultaba de agregarle a las sardinas fritas una pasta de harina de trigo.
58
CAPITULO XII
LA PROCESION DEL RESUCITADO Teníamos la costumbre de avisarnos los amigos unos a otros para asistir a la procesión que se celebraba el do mingo de Resurrección en las primeras horas de la mañana. Para hacerlo golpeábamos en nuestras puertas y de paso también en las de otros vecinos. Aquella mañana era ma drugadora, el ruido de los golpes, el abrir y cerrar las puer tas del vecindario eran despertadores contumaces. La procesión salía de la iglesia. Primero la imagen de Jesús con la bandera y poco después la Virgen. El prime ro subía por la calle Larga hasta la calleja de don Juan Pérez, entraba por ésta y salía por la calle Granadera ba jando hacia la plaza. A llí escondida entre la multitud esperaba la Virgen, que una vez que llegaba el Señor Resucitado se hacían los si mulacros del encuentro que resultaba muy espectacular. No había tiros ni cohetes como en otras localidades; pero sí una canción que salía unánimemente de todos los que presenciaban el encuentro: Ya resucitó Cristo con su Bandera. Ya resucitó Cristo, el Demonio muera. La procesión se dirigía hacia la iglesia y con ella el público, porque era día elegido para hacer el Cumplimien to Pascual. 61
— Había pocos sacerdotes; pero los muchachos rodeába mos el confesionario donde estaba don Ignacio López Bar co — el Cura Barco— hombre bondadoso, campechano y de bastante edad, tenía la costumbre de ponernos delante de él a tres o cuatro y con aquellas ingenuas y sencillas palabras preguntaba: ¿tú cuántos pecaditos tienes? ¿Y tú...? A las que contestábamos diligentemente y nos daba la abso lución. Oíamos misa, comulgábamos y al pasar por la pla za nos acercábamos al puesto de los calentitos que por diez céntimos nos daban un jeringoso y una copa de aguar diente. Desayunábamos precipitadamente y preparábamos nues tra salida al campo a cazar lagartos, porque era el día que levantábamos la veda. Para el bocadillo del mediodía co gíamos un buen pedazo de pan, una sabrosa patatera y una botellita con vino. Provistos con los asaderos y algún perro que los caza ba, salíamos por las callejas en las cuales cazábamos los primeros a base de hacer buenos portillos en las paredes para capturarlos. En las Moriscas, Valdelabada y Valdemerina había bas tantes; los de las Moriscas eran más grandes, pero tenían mejor defensa entre los canchales, en los otros predios bastaba levantar las pizarras del suelo para encontrarlos y teníamos que tener buen cuidado con los alacranes que también había muchos. Andábamos indistintamente por unos y otros campos, conocíamos palmo a palmo el término municipal, sabíamos donde estaban los manantiales, las casas de campo, los cercados o cortinas con paredes que a cambio de portillos nos daban algún que otro ejemplar. Al mediodía, o mejor dicho ya bastante pasada esta hora, nos acordábamos de la comida buscando el sitio más pintoresco o al abrigo de alguna pared — si el día estaba 62
frió o airoso— , casi siempre cerca de alguna fuente que no necesitaba cloro, o en las laderas de un arroyo con agua fresca, pura y cristalina. Descansábamos, desollábamos los lagartos cazados quedándolos limpios para traerlos a casa y hacer el guisote con ellos — casi siempre lo hacíamos en mi casa— ; por que mi madre le hacía un guiso especial y además no le molestaba hacerlo. Muchas incidencias nos sucedieron en estas correrías; poro no dejo de reseñar la que sigue — por ser bastante in teresante— : Un día el perro que nos acompañaba dio con una cueva en la tierra, empezó a escarbar y a aullar sin des canso; cuando llevaba removido cinco o seis metros, una larga y gruesa culebra se irguió rápidamente haciéndonos huir a todos; el perro quedó paralizado ante ella como si estuviera hipnotizado, ni la culebra, ni el perro se movían ¡qué lástima no haber tenido una cámara fotográfica! Nos rehicimos del susto y volvimos hacia el lugar donde seguían uno y otro animal mirándose fijamente con la convicción de que el primero que se moviera sería el agredido. Con nues tros largos asaderos la abatimos lanzándose entonces el perro sobre ella, que de una dentellada le destrozó la cabe za, nosotros vimos un rato como se retorcía sobre sí misma y poco a poco nos alejamos de aquel lugar. En estos ambientes que podíamos llamar también cos tumbristas vivíamos en nuestra juventud.
63
CAPITULO XIII
EL SERMON DE LAS GRACIAS Hay tres jueves en el año que relucen más que el sol. Jueves Santo, Corpus Christi y el Jueves de la Ascensión. Los ceclavineros podemos también decir que había en el pueblo tres fiestas que nos atraían con pasión: La Borrasca, La Nuetra Feria y el día del Sermón. Fiestas amadas y que ridas, fiestas en las que se daban citas los ceclavineros ausentes, fiestas que nos atraían como el imán al hierro. No había fallos, siempre que sus obligaciones se le permi tieran. La Borrasca parece que se ha dormido en el regazo del tiempo, tal vez el mismo tiempo vuelva a despertarla y co mo el árbol bien arraigado — aunque se tale— sus raices vuelven a resurgir, así creo que pudiera suceder con La Bo rrasca. Ya se oye hablar más de ella y quizás cuando el trasiego de las emigraciones se calme, pudiera ser el mo mento de salir a nueva vida. Sería la segunda época. Al cambiar la fecha de la «Nuestra Feria» parece que cercenaron las ilusiones de los forasteros y no se acomo daron a la nueva, ni olvidaron la de San Miguel. La fiesta del Sermón, sigue aún en vigor; pero no con el carácter típico y costumbrista de los primeros años del siglo actual. Quedaron atrás la fiesta de Semana Santa y el Domingo del Resucitado; el Martes de Pascua bien temprano se oían 65
pasos y movimiento de personal por las calles del pueblo, que se preparaban para ir a la Ermita del Encinar en son de fiecta y romería. Las campanas de la iglesia tocaban al Sermón. Los ro meros partían; romeros a caballo que querían ir a prisa picando al caballo con las espuelas, romeros en borriquillo con mantas nuevas sobre la albarda que generalmente eran ocupadas por dos o tres plazas y por últim o romeros en el coche de San Fernando unas veces a pie, otras andando. Los caminos que pasan — uno por el lado del cemente rio y el otro por la calleja de Nuestra Señora— parecía una riada humana, un hormiguero inquieto que se movía desde el pueblo a la ermita. Un poco más adelante de la laguna donde convergen los caminos, el río humano se desbordaba, era insuficiente para tanta gente; pero sus fáciles laderas eran muy a pro pósito para el movimiento. Todo aquello se vertía sobre la gran esplanada que hay antes de empezar la subida a la ermita, los jinetes se apeaban para atar las caballerías so bre las paredes de los cercados contiguos; relinchaban los caballos, los burros rebuznaban y los perros aullaban, ¡pa recía el rodeo de una gran feria! El personal subía hacia la ermita para coger sitio con el fin de o ir e l sermón, a la misa no entraba casi nadie. El predicador decía el sermón desde el pulpito que hay fuera de la ermita colocándose el público en el espacio que existe entre la ermita y la casa de la ermitana. Presidían las maravillosas imágenes de la Virgen y San José que una vez terminado el sermón daban una vuelta a la ermita. En la casa de la ermitana la mayordoma tenía prepara do su convite para sus familiares y amistades. También solían comer el señor cura y los más allegados. Recuerdo aún cuando de pequeño nos llevaba mi padre en un caballo a la fiesta y también desde la esplanada su 66
bíamos a ver a la Virgen y a San José; pero a decir verdad, entonces yo no entendía nada de aquello, ni de la función religiosa ni del sermón, por lo cual nuestro mayor interés se cifraba en bajar a la esplanada en la que había varios álamos negros con gran desarrollo y a su sombra se po nían los puestos con baños atiborrados de peces en esca beche, el vino que lo había bueno y abundante en las bode gas ceclavineras y algunas gaseosas con los tapones de bola de cristal. Otros puestos con dulces, algunos baños con chochos saladitos, el bombo de los barquillos que te nía gran aceptación y las ruedas de madera de gran diáme tro rodeadas de puntas de París, clavadas en sentido ver tical sobre las que se deslizaba lento y cansado un estilete de asta que al parar señalaba el premio que nos había co rrespondido. Nuestro capital era escaso — aunque saludábamos a to dos los tíos que nos encontrábamos— ; sin embargo era suficiente por la distribución que le dábamos.
67
Los barquilleros nos daban derecho a tirar tres veces por una perrilla; pero como casi todos los números eran unos, salíamos mal — yo prefería coger los cinco o seis barquillos que nos daban sin hacer girar las ruedas. Salíamos más afortunados en una de las ruedas que siempre tocaba. Había caramelos, cigarros dulces, pitillos cíe chocolate y figuritas de dulce, la tirada también valía cinco céntimos. La otra rueda era más grande y casi exclusiva para los hombres, tenía en cada diez huecos una tirita de lata, en la cual se colocaba el premio que solían ser cajetillas de cigarros liados de nueve y siete perras, cajillas de tabaco picado de 18 y 23 céntimos, Iibritos de papel de fumar, algún cigarro puro y cuatro o cinco monedas de plata de una peseta. La tirada casi siempre resultaba fallida ya que sólo ha bía la probabilidad de una a diez. Había quien se obstinaba y se gastaba más dinero que valían cualquiera de aquellos paquetes de tabaco; pero lo que más estimulaba la codicia eran las monedas de plata. De uno en otro puesto, entretenidos en las ruedas y vigilando nuestra caballería se nos pasaba el tiempo y cuando veíamos descender el público nos apresurábamos a comprar con el poco dinero que nos quedaba el pececillo en escabeche porque después se veían rodeados los puestos de personas mayores y era imposible penetrar. Como a mi padre no le atraía el vino, ni los peces, ni las ruedas, éramos casi los primeros que desfilábamos. Unos años después ya veía la fiesta en forma diferente, acudíamos los chicos y chicas andando para hacer mas entretenido el camino. Subíamos a la ermita donde oíamos la Santa Misa, el sermón y asistíamos a la procesión. 68
La Santísima Virgen y San José presidían como siempre desde sus andas aquella m ultitud congregada a su alrede dor en la esplanada antes terriza con salientes de pizarra llena de baches que en los años lluviosos eran grandes charcos. Hoy es una amplia esplanada cubierta de losas de gra nito, merced al desvelo que por todas las cosas de la V ir gen del Encinar ha tenido su camarera doña Adela Claros Galán, señora virtuosa y caritativa a quien Ceclavín le de be gratitud por las atenciones y cuidados desplegados en favor de nuestra querida Patrona. Modernamente el tipism o del camino ha desaparecido por la gran concurrencia de coches, y los puestos ya mas surtidos con bocadillos variados y bebidas de toda clase que al terminar los actos religiosos se lanzan sobre ellos, consumiéndolos rápidamente. Desde luego no faltan los peces en escabeche.
70
CAPITULO XIV
EL DIA DE LA CRUZ Tres de mayo, día de la Santa Cruz. Esta de Ceclavín no era tan rumbosa como la Cruz de Mayo sevillana; pero, sin embargo, era lo suficiente para pasar un día festivo y alegre las pequeñas, la gente joven y también los mayores. En los portales de las casas es donde se hacían las fiestas, allí se formaban los altares y se cubrían las pare des y los techos con colchas, colgaduras, pañuelos de cien colores y de Manila. Sobre las colchas muchos retratos, re tratos de soldados, de familiares, estampas y cuadros con motivos religiosos. Sobre el frontal del zaguán de la casa se hacía el altar donde se ponía un Crucifijo, algún cuadro de la Virgen o de otro Santo. El suelo se cubría de plantas frescas, verdes y olorosas, tales como la juncia, el poleo montano, el romero y el to millo. Sobre este suelo suave y oloroso saltaban y cantaban al son de las panderetas, las canciones propias de la fiesta. Entre ellas unas muy corrientes y comunes que sabían todas las chicas, esta decía así: Cruz bendita, Cruz bendita que nacistes junto al río, donde se van a parar todos los amores míos. Otra canción también muy repetida es la que reseño a continuación: 71
El baile de la Carrasquiña es un baile muy disimulado, en poniendo la rodilla en tierra todo el mundo se queda en su lado. A la vuelta a la vuelta en Madrid, en mi tierra no se usa así, que se usa de espaldas de espaldas. La m i niña menea las sayas, la m i niña menea las sayas, la m i niña menea los brazos, la m i niña menea los brazos, a la vuelta se dan los abrazos. Momentos que aprovechaban para abrazarse con todo cariño aquellas jovencitas. Otras veces terminaba el cantar con estas frases: En m i tierra no se usa eso. ¡Que se usan abrazos y besos! A la Cruz acudían personas mayores para cantar y ale grar a las niñas. Cuando eran mayores al caer la tarde formaban un ani mado baile acompañado con la música de un acordeón. Era quizás la ocasión de hacer el debut entre los chicos y chicas. ¡La Cruz de Mayo tiene también gratos recuerdos ju veniles!
71
CAPITULO XV
EL RAMO Los campos estaban polvorientos, los arroyos de bue nas madres se habían secado, las fuentes y manantiales casi no manaban, los pozos profundos de agua para beber bajaban a pasos agigantados, los sembrados del campo es taban lacios, amarillentos y tristes, los frutales florecían con pesadumbre, las higueras ya habían entregado su pri mera cosecha a una fuerte helada, las parras estaban sin savia y no brotaban. Se padecía una fría y prolongada se quía. Los ojos de los ceclavineros miraban con angustia al cielo, se oteaba mañana y tarde el horizonte intentando descubrir alguna nubeciIla; pero el sol salía limpio y volvía a ocultarse también limpio. La tristeza y la pena invadía el ánimo de todos, las ni ñas uno y otro día cantaban a coro por las calles pidiéndole a Santa Ana bendita, abuela de Cristo, mándanos el agua para los triguitos. Y para más amargar aquél estado de ánimo se cumplió la amenaza de marzo seco y ventoso exigiendo un cordero al ganadero, cordero que éste negó, aludiendo que ya esta ba acabado el mes. Pero el cierzo marzoso no se conformó y le dijo: Con uno que me falta a mi y otro que me preste mi hermano abril, haré morir los corderos en el redil. ¡Así ocurrió! Aquel 31 de marzo y primero de abril hizo un frió glacial inesperado, bajó precipitadamente la temperatura y muchos corderos aparecieron muertos de frió en los re73
di les, por lo cual resultó también fallida las esperanzas del Rabadán. Ante tan pavorosa situación, el pueblo solicitó del se ñor cura párroco, traer en rogativa a su Patrona la Virgen del Encinar. Aquella mañana del mes de abril, amaneció clara y se rena ¡magnífico día para el viaje de la Virgen! El camino de la ermita cuajado de personal, todo Ceclavín — podía decirse— que estaba en él. Tenían fe en su Patrona, confia ban en que sus ojos misericordiosos mirarían al campo y su acción protectora salvaría todo lo que consideraron como perdido. Un poco después de haber salido el sol, observaron so bre el horizonte unas nubecillas que empujadas por una sua ve brisa se iban extendiendo por el firmamento. Cuando el público iba a la ermita ya eran bien perceptibles y cuando la Virgen salía del Santuario, el sol había perdido parte de su luminosidad, estaba empañado, había nubes ya en tono gris, presagio de lluvia. La alegría, el júbilo y la con fianza se apoderó de los ceclavineros. El camino no es que sea largo; pero hay que hacerlo despacio por los malos pasos que tenía y para evitar que pudiera ser caida la imagen de Nuestra Señora. Tal vez se tarden dos horas en pasarlo, tiempo suficien te para que las nubes se formalizaran aquél día y cuando la Virgen hacía su entrada en el pueblo por la calle del Cristo, empezó a llover. ¡Milagro! ¡Milagro! ¡Milagro! gri taban todos, las mujeres lloraban y los hombres frenéti cos de alegría seguían la procesión hasta la iglesia. ¡Agua, Virgen Santísima! ¡Agua para nuestros campos! Era la voz de aquella multitud. El agua caía y caía copiosa, la Virgen consoló a sus hijos prodigiosamente. 74
El novenario de rogativas llenaba la iglesia todas las no ches de fieles y una vez terminado salió la Virgen en pro cesión por todo el pueblo. Era la fiesta del Ramo. Se hacían altares para depositar limosnas con el fin de ayudar al culto de la Patrona, en estos altares se ponía un ramo de árboles florecidos y había quien ponía no sólo un ramo, sino todo un árbol que había traído de sus propie dades. Las calles estaban adornadas con colgaduras, ramos de flores, macetas de claveles y todo lo que pudiera dar real ce a la fiesta en honor de la solícita Virgen que tanto bien había traido en poco tiempo al pueblo. Este año hubo altares hasta en los barrios mas alejados del pueblo, tales como el barrio de Las Cañas y el barrio de la Soledad, tanto querían ver a la Virgen que no escati maron ni trabajo ni dinero para contemplarla cerca de su casa. ¡Nunca ha defraudado la Virgen del Encinar a sus hijos! Siempre que se le ha traido en rogativas los campos se han visto regados con el agua del cielo.
75
CAPITULO XVI
LAS JIRAS Hubo unos años en Ceclavín, que se generalizaron en tre la juventud las jiras o salidas al campo, con el fin de pasar en él todo el día gozando de la primavera bucóli ca e impulsados por la vehemencia de la primavera de los años mozos. En Ceclavín, hay una campiña envidiable, hay por consi guiente sitios admirables para recrear los sentidos mirando a la naturaleza, hay lugares maravillosos, donde las fuentes daban sus aguas frescas, puras y cristalinas, o donde la arboleda podía librarte del ardiente sol matinal. Lugares muy apetecidos eran las casas de campo y la dehesa del Encinar con su alfombra florecida y las sombras que daban las corpudas y añosas encinas. Nuestro grupo o partida elegíamos la casa de campo que tenían los padres de Julio Arias en Las Baratas — hoy pro piedad del prestigioso Maestro Nacional don Isaías Lucero Fernández— . En aquella casa había buenas proporciones pa ra nuestro objetivo. En el zaguán un buen hogar con su chi menea para la salida del humo — cuando se hacía lumbre— , una salita que utilizábamos de comedor y otras habitaciones que para nosotros no tenían aplicación. El campo era encantador, lleno de flores, las viñas aso maban sus futuros pámpanos, los olivos granugientos se mostraban saturados de donde saldría su rapa o flor, los 77
frutales cubiertos con su follaje recogían su fruto recién fecundado y aquí y allá, arbustos amparados entre los can chales como las lentiscas, madroñeras y madreselvas. Tierras llanas y también onduladas, ribazos cuajados de tom illos y monte bajo, arroyuelos con sus cantarínas aguas deslizándose sobre el suelo resbaladizo de su corriente. No muy lejos, caminando en dirección sur o mediodía, se contempla en toda su grandeza el cauce del proceloso Tajo, cuyas aguas pasaban por una tremenda cima salpi cada por imponentes moles de granito. Un poco más arriba el Brazo de la Jara, lugar veraniego de los ceclavineros y se encuentra sumergido por las aguas contenidas en la pueblos colindantes, sobre todo de Zarza la Mayor. Hoy presa del pantano de Alcántara. A nosotros nos agradaba hacer el viaje andando, era más entretenido y más agradable, acompañábamos a las chicas con gran contento. El camino tenía diversas carac terísticas, unas veces discurría por medio de espesas y frondosas zarzamoras que pretendían ahogar los árboles que tenían la osadía de nacer entre ellas y donde el mirlo buscaba su morada, otras veces por angostas y estrechas veredas con los lados cubiertos de flores y plantas con su verde lozanía. Un alto en el camino y llegaba a nosotros el canto del holgazán y taimado cuclillo, que nos divertía contestando a nuestras inocentes preguntas: cuquito del rey, barba de escoba ¿cuántos años tardaré para mi boda? Cucú... Cucú... una y otra vez; pero no nos conformábamos con su contestación; otras veces le preguntábamos: cuquito del rey barba de leche ¿cuántos años me das para mi muerte? Cucú... Cucú... desconsuelo si callaba enseguida y alegría si se prolongaba su canto. Con todas estas ilusiones nos acercábamos a la casa. Ya estaban en ella algunas madres de las chicas y las viandas que habían pasado el camino montadas en caballerías. 78
Tenían preparado un bocadillo que devorábamos en un santiamén y para triturarlo mejor en el estómago, le agre gábamos un vasito de vino sano y puro de cosecha casera. Poco tiempo le concedíamos al descanso, mientras las cocineras preparaban la comida, nosotros nos divertíamos de cualquier forma, jugando al corro, a las prendas, a bajar al Tajo por cerros y lomas unos ratos a pie y otras veces andando. Comida animada, anécdotas y casos sucedidos en la jo r nada, esperanzas de nuevas excursiones y regreso por nue vos caminos, siempre alegres y animosos. ¡Qué días tan alegres y tan placenteros! ¡Cuántos recuerdos quedaron en mi memoria! Aquí viene como anillo al dedo una frase del gran escritor don José Martínez Ruiz — «Azorín»— : «Si he mos pasado en nuestra mocedad unos días venturosos que lo imprevisto y lo pintoresco nos encantaban, será inútil que queramos tornarlos a vivir. Del pasado dichoso, sólo podemos conservar el recuerdo que pasó al pretérito.» Como esta narración no es costumbrista sino como re cuerdo de aquellos felices días de la juventud, quiero men cionar en ella mis amigas y amigos que más asiduamente nos reuníamos. Entre las chicas, estaban Ricarda Montes Rosado, Ne mesia Santos González, Aurelia Herrero Perales, Angeles Carbajo Herrero, Teodora Arias Hernández, Justa del Río, Telesfora Lucero, Juana Bustamante y Beatriz Sánchez. Algunas veces se aumentaba el grupo con Aurelia del Río, Justiniana Cortés, Agustina Lucero y Eugenia Santos. Entre los chicos estaban: Antonio Bustamante, Julio Arias Hernández, Antonio Rosado Delgado, Marcos Montáñez y Leoncio Carbajo. ¡Qué pocos leerán estos recuerdos! Que pidan desde el cielo por los que estamos en la tierra para podernos ver en la Mansión Celestial. 79
CAPITULO XVII
EL DIA DEL CORPUS Había pasado el Jueves de la Ascensión del Señor a los cielos, como un día más de fiesta; se acercaba, por consi guiente, el Jueves de Corpus Christi, día en que Jesús Sa cramentado se pasea por todas las capitales y pueblos es pañoles en las famosas y artísticas Custodias que inspiró el arte para depositar el Rey del Amor. Son famosas las Custodias de Toledo, Sevilla y Granada. En estas capitales son las mejores fiestas del año. En Ceclavín también celebrábamos el día del Corpus con gran solemnidad, aunque no con tanto lujo; pero gene ralmente acompañado por un cielo azul y despejado, ilum i nando el sol plácidamente campos y poblados, la primavera mostrábase en todo su esplendor, los campos llenos de flores en sus múltiples colores y en nuestras calles, mag níficas colgaduras sobre balcones y ventanas, mantones de Manila esplendorosos, pañuelos de diversos colores, col chas y macetas en abundancia, con los geranios y claveles que le daban un magnífico aspecto, el suelo casi cubierto con plantas olorosas como el romero, el tom illo, el poleo montano, la juncia y el junco. Rodeado de toda ésta diversidad de sencillos presentes — que con gran devoción le hacían los ceclavineros— cami naba el Señor bajo el palio, sobre el que caían desgranados los pétalos de rosas y claveles, olor de incienso en los alta res que a su paso formaban. 81
Salía la procesión de la iglesia, haciendo un largo reco rrido pasando por las ermitas de San Pedro, San Lorenzo, San Diego y Santa Ana, en las que se hacían altares para recibir al Señor. También se hacía la procesión el Domingo de la Oc tava; pero por diferente itinerario y bastante más corta. Sin embargo no disminuía el acompañamiento y el Palio era llevado con gran ilusión por los fieles que acompañaban al Señor por las calles ceclavineras. Ni tampoco faltaban el adorno en los balcones, paredes y altares. Por las tardes, mucha animación en los paseos y los jóvenes solían ir a las huertas que rodean al pueblo, donde se hacía el «Mojo», o sea un caldo que preparaban los hor telanos con agua fresca recién sacada del profundo pozo a la que agregaban sal, vinagre, aceite y ajos. Este caldo se tomaba a fuerza de hojas de lechugas blancas y tiernas que hacían de cucharas; pero había que tener habilidad para evitar que el caldo te visitara el trajecito nuevo que a lo mejor habías estrenado aquél día. Esto resultaba muy económico, pues apenas si pasaba el gasto total de un real por cada individuo. En los casinos y tabernas las partidas no faltaban; pero en las casas particulares habían recogido las barajas en atención a las faenas del campo que eran ya múltiples por avecinarse la recolección o cosecha. Los trabajadores empezaban ya de madrugada huyendo del calor.
82
CAPITULO XVIII
LA COSECHA, LA SIEGA Y LA TRILLA La climatología de Ceclavín solía ser buena y agrada ble, excepto los meses del riguroso invierno y los de exce sivo calor de julio y agosto en el verano. Los campos son tierras de buena calidad, en ellos se cultivan cereales, leguminosas y existen algunos prados o cercados destinados a pasto para el ganado. Entre los cereales los más cultivados son el trigo, la cebada, la avena y algo de centeno. Las leguminosas eran habas, garbanzos y algarrobas. Por regla general empezaba la siega de la cebada en el mes de mayo — muchos años el día de la Cruz ya había hacinas sobre el terreno— , después las habas y a continua ción el trigo. Los garbanzos y las algarrobas había que arrancarlos por la mañana temprano para evitar que pudie ran desgranarse y bastantes días después de la siega. Los segadores se contrataban a destajo o a jornal. Los que se contrataban a destajo comían por su cuenta; pero los que trabajaban a jornal había que darles comida buena, sana y abundante para que pudieran resistir aquellas duras y fatigosas faenas. Una vez segado el trigo, que correspondía, unos años a la hoja de Valdemarco y otras a la de Valdegarrido, los 83
segadores quedaban en paro y se preparaban para subir a Castilla, principalmente a la provincia de Avila — más adelante me ocupo de ellos en crónica especial— . Las eras para la trilla y hacer las cosechas se ponían en los valles de Arriba y de Abajo, y como no había maquina ria agrícola las cosechas duraban todo el verano. El día de San Juan se hacían los lotes en los valles pa ra señalar el sitio donde había de colocar la era el agri cultor. Designado aquél, se procedía al acarreo de las mieses y leguminosas que tenían que hacerlo a lomo de caballerías y muchas veces a varios kilómetros de distancia, si la siem bra estaba en el Posial, en Valdelabada, en las Viñas o en las Moriscas. A los malos caminos se unían las dificultades del cargamento por no poder cargar lo que se deseaba, so bre todo cuando las caballerías eran borriquillos. i Se dormía mal y había que madrugar mucho y aún así se tardaban varios días en terminar el acarreo. Podía de cirse que era la operación más trabajosa de la cosecha. Una vez reunido todo hacían el sombrajo y el fatigosa trilla aguantando estío extremeño sentado
en la era — algunos cosecheros pollero— empezaban la cálida y los rigores del sol abrasador del en el trillo.
Había que llevar la comida a la era, sobre todo el al muerzo y la cena; por los caminos de los valles se reu nían buenos grupos de mujeres con los relucientes baños de lata a la cabeza que era donde llevaban la comida y el tabaco que tanto ansiaban algunos fumadores. Una vez que la faena de la trilla se generalizaba, por la noche después de cenar, se hacían buenas tertulias, 84
en las cuales se hablaba de episodios de las guerras car listas y de Cuba, de viajes a Buenos Aires o al Brasil, de la m ili o de casos y sucesos de tiempos pretéritos. En los años de mala cosecha no podían separarse del comentario y del resultado adverso de la siembra. Había quien quedaba regular, otros quedaban mal, otros quedaban a deber los arriendos de las tierras y había también quien no sacaba ni para pagar las igualas del médico, del boti cario, del veterinario y del barbero, ni para sastre ni para zapatero. ¡Todo el año mirando al cielo y sin dejar de trabajar pa ra encontrar fallidas sus esperanzas! ¡Qué desconsuelo y que tristeza se apoderaba de aque llos honrados labradores ante el invierno que se acercaba! ¡Qué amargos eran los tragos de algunos labradores!
85
s
'l*
C APITULO XIX
EL DIA DE SAN JUAN En este día no se hacía fiesta en Ceclavín; había mu chas actividades agrícolas. Por la mañana temprano se sor teaban las eras en los valles de Arriba y de Abajo, para que cada labrador pudiera sacar su cosecha. Sin embargo, existía una costumbre bastante arraigada que tenía lugar la víspera de San Juan o sea el día 23 al mediar la noche. Esta costumbre — más bien una supersti ción— consistía en hacer pasar a los niños herniados por la vara de una mimbrera. Esta práctica se hacía de la for ma siguiente: Se localizaba una mimbrera (en los arroyos de Ceclavín solía haber algunas) por la noche se dirigían al lugar designado con los niños que iban a someter al tratamiento. Siempre acompañaban a los nenes muchas per sonas, abundando los jóvenes y chicas que tomaban aquél acto como una juerga. Pero lo que no podía faltar era un varón que se llamara Juan y una hembra que se llamara María. Se buscaba en la mimbrera una buena vara, ésta se abría por el centro desde arriba hacia abajo sin que se separaran las puntas, por el hueco que se formaba al se parar las dos mitades había que pasar a los niños a las doce de la noche. Juan cogía al niño que lo metía por el hueco de la vara al mismo tierno que decía ¡Roto te entre go este niño! María lo recibía y contestaba ¡Sano lo recibo! 87
Creían que en aquél mismo momento los niños quedaban curados. Los superticiosos que creían en éstas prácticas iban con recato y confianza; pero los que acompañaban al cor tejo, despreocupados, incrédulos y sin fe, lo pasaban muy alegre, sobre todo el elemento joven que con el pretexto de acompañar a los padres de los niños o ver realizar las prácticas solían reunirse buen número. Como la temperatura en aquella época suele ser agra dable, no tenían prisa en volver al pueblo y el camino lo hacían alegre y entretenidos cantando la siguiente tona dilla: ¡A coger el Trébole, el Trébole, el Trébole, la noche de San Juan! ¡A coger el Trébole, el Trébole, el Trébole, los mis amores van! Así terminaban aquellas alegres y entretenidas vela das nocturnas. Pero existían otras creencias en la pequeña juventud, tal como la certeza de que en la mañana de San Juan, al salir el sol, éste lo hacía bailando. Esto daba motivo para que darnos en la era y ver salir el sol haciendo corvetas. Si bien nunca se cumplieron nuestros deseos, en cambio sí veíamos la cestita llena de frescas y sabrosas brevas que por ser el primer fruto lo comíamos con deleite. Algunos años que se helaban nos quedábamos con gran sentimien to sin el baile del sol y sin las brevas.
88
CAPITULO XX LOS BAÑOS Antiguamente en los primeros días del mes de junio parecía ya verano, los jóvenes sentían deseos de aliviar aquella ardorosa temperatura y para ello acudían al baño. Como no había piscina y los ríos estaban lejos, tomaban como tales los pozos. El subsuelo de Ceclavín debe ser abundante en ag¡;d, se encuentran buenos manantiales y para proveer de agua al vecindario se hicieron pozos profundos que daban agua fresca y abundante. Para facilitarles la recogida del agua, se hicieron varios alrededor del pueblo que se designaron con los nombres de pozo de Arriba — éste cerca del barrio de las Cañas— , el pozo Cígano por el barrio de las Charcas, el pozo de la Fuente próximo a la Alameda, el Moriano por el camino de Acehuche y el del Prado por el camino de Alcántara. Estos dos últimos solían ser las piscinas, porque están más aisla dos del vecindario y además porque tenían el agua más tem plada que los otros. Algunos alcaldes prohibieron estos baños; pero los mo zos burlaban la vigilancia poniendo en sitios estratégicos a los pequeños para que avisaran si veían venir a los algua ciles; pero los pequeños abandonaban fácilmente su pues to y íiabía veces que eran sorprendidos los bañistas dentro d 'A pozo. Estos recogían las ropas con el fin de anotar por los alguaciles su nombre y sancionarlos. Algunos al salir, 89
en vez de dirigirse a los alguaciles a solicitar su ropa, co rrían hacia su casa completamente desnudos, creyendo que así burlaban al guarda y evitaban la sanción. ¡Qué estampa más naturalista se deslizaba por aquellas callejuelas! Claro que la inmediata era recibir de su madre la reprimenda que poco dolía si no iba acompañada de alguna que otra caricia poco agradable sobre sus desnudas carnes. La madre por consiguiente, tenía que bajar al Ayunta miento a buscar la ropa que por poco que valiera es de suponer que tendría un valor superior a la peseta o dos pesetas que solían poner de sanción. Para evitar estos inconvenientes los mayores se baña ban por la noche sin darse cuenta del peligro que esto su ponía para la digestión, pues el agua estaba algo fresca en tales horas. Otro peligro con el cual tenían que tener bas tante cuidado eran las piedras y encañado de los pozos con los cuales se golpeaban impensadamente sobre todo en las noches que no alumbraba la luna. Algunas veces veíamos muy diligentemente a los pa dres con sus pequeños y el juego de calabazas con que pretendían enseñarlos a nadar. ¡Muchos nadadores dieron estas piscinas artificiales!, allí se aprendía a nadar y cuando empezaban los baños de los ríos ya iban sabiendo. En cierta ocasión presencié un episodio que por lo sin gular y cómico — que pudo haber terminado en tragedia— me es grato referir: Acudía casi todos los días a ver bañarse a los jóvenes y éste día me fui al pozo del Prado. Tal vez con la misma ¡dea que yo, estaba alli un individuo que era zapatero de oficio, feo y contrahecho, con las piernas torcidas, que al andar se movía de un lado a otro, motivo por el cual se le conocía en el pueblo con el sobrenombre de «Romanones». Era más asiduo que yo porque vivía en la calle de la Fuen 90
te, no lejos de aquél pozo. Esta asiduidad fue observada por don Justino Claver, hombre sagaz, socarrón y bromista — sobre todo en aquélla ocasión— . Este tenía la era frente al pozo, y al ver sobre el brocal del mismo al Romanones, que seguía con gran interés las incidencias entre los ba ñistas, se acercó a él y le preguntó: «¿Romanones, tú no te bañas?» «No sé nadar» — contestó— . «¿Quieres que te ate y estoy a tu cuidado?» El Romanones aceptó de buena gana. Se fue a por la soga a la era y ató con ella al nuevo bañista, y cuando descendía al pozo le dijo: «¡Si te ves en apuro me guiñas un ojo y tiro de la soga!» Confiado con esta ayuda se soltó de las piedras del encañado y quiso empezar a nadar; pero a cada momento se hundía más, y sin dejar de tirar de la soga, que el señor Claver dejaba deslizar sin que viera los guiños de los ojos ni los apuros del Romanones, porque se colocó dando la espalda al pozo. Cuando la soga estaba casi toda en poder del bañista, al sentir el últim o tirón creyó que era el momento oportuno de mirarle a los ojos; pero el Romanones estaba como ciego: ya no abría ni cerraba los ojos, porque había tragado tanta agua que parecía estar aho gado. Lo sacó en seguida, lo puso boca abajo, devolvió el agua, se repuso y fue tanta su ira que la emprendió a pedra das y se llegó hasta la era con ánimo de prenderle fuego a las hacinas. ¡Fue una broma pesadísima, que pudo haberle costado un serio disgusto! En el mes de julio empezaba la segunda etapa, que la hacíamos en el río Alagón. Pero estos baños eran muy fa ti gosos, porque solíamos hacer el camino andando, pisando sobre cantos rodados y con una pendiente muy pronuncia da. Al regreso nos cogía cuesta arriba, haciéndonos sudar copiosamente. Por esto decíamos que los baños del Alagón valían por tres: el primero, a la ¡da, que lo hacíamos con todo el calor; el segundo, en el río, y el tercero, al regreso; pero todo lo pasábamos en aquellos años sin sentirlo. Ade más, el agua del río era estupenda, fresca, azul y cristalina, 91
de buen sabor y abundante, que podíamos bebería en el baño sin escrúpulos de ninguna clase. Los que nadaban bien escogían como sitio preferido la Piedra de la Olla, que era un piélago poco profundo y sus alrededores tenían la arena muy limpia. Los mayores lo hacían un poco mas arriba donde el cauce es más pro fundo y otros se bajaban a la piedra amarilla que allí esta ba el agua más fresca. A los chicos que no sabían nadar se les quitaba el miedo. Tenían también muy buen bañadero por la parte de arriba de la Aceña de la Orden sobre el canal que hacía mover la maquinaria, si bien tenían que aguantar los inconvenientes de las lavadoras de ropas que se ponían en aquél sitio y resultaban regruñonas porque decían que se enturbiaba el agua, cosa que no sucedía por la corriente impetuosa que allí se formaba. Sin embargo, ellos sí tenían que pechar con las aguas enjabonadas de su trabajo.
92
C A P IT U L O
XXI
LOS BAÑOS DEL TAJO La tercera etapa de baños nos llevaba al Tajo. Un lugar agreste, salvaje, áspero y duro, en él se formaba una espe cie de lago ancho y profundo, imponente y temeroso en los callejones, donde ningún nadador pudo llegar al fondo de las aguas a pesar de las tentativas que se hacían para ello. Topográficamente era llamado el Brazo de la Jara y era efectivamente era como un brazo de mar. Yo, que conozco bien el curso del Tajo, casi desde su nacimiento hasta Lis boa, sólo he encontrado dos lugares parecidos a éste: uno por Alconetar y el otro por Aranjuez; pero los dos carecen del atractivo de los imponentes callejones y del ruido agra dable de la Cascajera. A éste paraje viene a desembocar el río Fresneda o Fresnedoso, para los ceclavineros la Rivera. El Tajo le corta el paso a las arenas de la Rivera y con las que él va dejando se forma a su orilla derecha un enorme y amplio arenal. En este arenal el marido de la «Cana» — mujer que siem pre se quejaba— hacía todos los años unos cuantos chozos para albergar al personal que iba a bañarse, estaban tan mal hechos que jocosamente decíamos que daba más sol dentro que fuera y por la noche se veían más estrellas desde el chozo que desde fuera y si llovía eran como hue vos pasados por agua. 93
Pero estos inconvenientes no retraían a los bañistas porque colocaban sábanas, mantas o cortinas y quedaban bastante aceptables. Tampoco se temían las incomodidades — que no eran pocas— , pero en la temporada que solía durar desde San tiago hasta fin de agosto acudían buen número de familias ceclavineras y de Zarza la Mayor. En este típico balneario, se reunían personas de todas las clases sociales, pero se convivía con afecto, sin en vidias y sin rencor, se ayudaban desinteresadamente, no había reparo en pedir lo que de momento se necesitaba y no se tenía a mano; la diligencia en complacer era signo de todas las familias. Había ocasiones que se encontraban en aquel balneario cerca de 30 familias, abundando la juventud que atraídas por las alegres reuniones, la algazara y la jarana eran las más asiduas — recuerdo entre ellas a las hermanas Juliana, Eugenia y Nemesia Santos— que todos los años tenían su chozo o albergue reservado. Se decía de aquellos baños que eran buenos para el dolor de cabeza; pero no faltaba quien decía que eran me jor para tomar buen chocolate con pringas, las perrunillas con aguardiente y los pollos con tomate. Sea lo uno o sea lo otro, el caso es que los baños del Tajo eran atrayentes por sus costumbres, por su alegría y por la camaradería que había entre todos los concurrentes, se hacía una vida como fam iliar y los chicos que íbamos a pasar la noche no necesitábamos llevar comida; bastaba tener algún fam iliar o algún conocido y se tenía asegurada la fonda, teniendo además cena de convidados, o sea cena excelente. Por eso en las puertas de los chozos se veían algunas que otras aves de corral atadas en estaquillas esperando que llegara el turno. 94
Las chicas solían bañarse por la mañana y por la ta r de. Bajaban con sus batas que las cubrían desde el cuello hasta los pies y aun así no les agradaba que nos acercá ramos, porque la bata se le arrimaba demasiado al cuerpo. ¡Qué diferencia de unos tiempos a otros! ¡Hoy quizas le agradaría más que las viéramos en bikini! El lugar elegido para el baño era peligroso, había que tener mucho cuidado. En una ocasión se iba tragando la corriente a ocho o diez chicas que se encontraban ya cerca de la Cascajera y hubo que auxiliarlas rápidamente. ¡Un poco más y habrían caído al famoso remolino del cual só lo salían los que sabían nadar muy bien! Los varones nos bañábamos más arriba, sobre unos po zos profundos que se formaban en los callejones y donde la anchura del Tajo era amplia y extensa. ¡Había que tener valor y serenidad para nadar sobre aquellas aguas! En las horas de más calor, la gente joven huía de los chozos y se refugiaba en la sombra del enorme y volumi noso canchal de la Huronera capaz de cobijar a 15 ó 20 personas sin que les diera el sol en todo el día. Por las tardes se veían bajar las caravanas de bañistas por aquellos repinados y peligrosos caminos que a cada paso que daba la caballería ponía en peligro nuestra vida, ya que al menor descuido el precipicio que estaba a nues tro lado podía engullir al jinete y al caballo, por tal motivo, al llegar a tales vericuetos abandonábamos la montura de la caballería para hacer a pie el camino que faltaba; pero todo esto pasaba pronto y el ánimo volvía sobre nosotros. Tampoco este peligro coartaba para llevar las alforjas repletas de encargos y la cestita con ricos y sabrosos hi gos acompañados de algún que otro racimo de las exquisi tas uvas de mesa llamadas por los ceclavineros uvas de Gen-Portugués. 05
Sin duda el mejor tiempo, el más divertido y el más ansiado por la juventud, era el de la noche. Después de cenar se iban reconcentrando sobre el cálido arenal la gente joven, se empezaba con chistes y cuentos para todos los gustos, se cantaba a coro, unos lo hacían bien, otros lo hacíamos bastante mal. Pronto se oía una voz: ¡Que can te Guadalupe! Esta chica que era muy amable y simpática, agradable y complaciente, con su voz dulce y melodiosa llenaba el amplio «Brazo de la Jara» y aún subían sus ecos por los intrincados callejones, besando las moles de grani to que había a una y otra orilla del caudaloso río. Estoy seguro que si Ulises hubiera surgido de aquel lago, no le habría tapado los ojos ni los oidos a sus nave gantes y él se hubiera recreado oyendo la voz de la simpá tica Guadalupe Mirón Montañés. En estos entretenimientos, tan agradables y distraídos, nos llegaba la noche bien avanzada, las chicas se retira ban a sus ventiladas viviendas y nosotros hacíamos la ca ma sobre el duro y ardiente arenal, donde solíamos poner una saca con paja y sobre ella una manta doblada, sirvien do la mitad para debajo y la otra mitad para taparnos en la madrugada; aunque no pasábamos frió porque nos acos tábamos vestidos. Pero ni los viajes de ¡da y vuelta, ni el baño, ni el mo vido tiempo de la serenata, conseguían rendirnos para dor mir, al intentar hacerlo se echaban sobre nosotros una ola de despertadores incontenibles: el rebuzno de los asnos, el ladrido de los perros y las picaduras le los mosquitos, con lo cual era imposible conciliar el sueño. Ya en la rendidos, los draban y los abandonaban 96
madrugada, todos los despertadores estaban burros no rebuznaban, los perros tampoco la mosquitos presintiendo la venida de la aurora el campo de batalla.
El silencio interrumpido por el murmullo de las aguas del río que se deslizaban suavemente sobre la Cascajera, nos proporcionaba cierta voluptuosidad, con la cual nos trasponíamos algún rato; pero ya estaban sobre el horizonte las siete cabrillas o Pléyades precursoras de la aurora y allá por el saliente aparecían los primeros fulgores del cálido sol lanzando sus rayos sobre nuestro lecho exigiéndonos abandonar la deseada cama. Nuevo baño matinal, las perrunillas y el aguardiente pitarrera, seguido después con el clásico chocolate con prin gas, nos daba el billete de regreso por las empinadas y peligrosas cuestas que solamente la ilusión de la juventud podía hacerlas llevaderas. A lli abajo quedaban las que iban en amable compañía a comprar las sandías a los melonares de la Rivera y las que huyendo del pegajoso calor del chozo se refugiaban en el Canchal de la Huronera, testigo también de enamora das conversaciones. Tiempos y emociones de la juventud que se fueron para siempre al pasado. ¡Todo quedó muy atrás! Aquellas tierras y aquellos recuerdos también se los ha tragado las aguas del fabuloso pantano de Alcántara. Su cumbieron víctimas de la civilización.
97
CAPITULO XXII
EL DIA DE SANTIAGO ¡Por Santiago se pinta el vago! Refrán muy apropiado en Ceclavín. Este día eran tomadas por asalto las viñas cercanas al pueblo, principalmente las que estaban en el camino de Alcántara por ser el paseo de la juventud. Pa recían un predio común todas las viñas del término muni cipal, no había reparos en meterse en viñas ajenas buscan do con atención la uva negra para pintar el vago. En realidad no podía ser otra cosa, porque la uva tinta, que era la más temprana en madurar, no cubría su racimo de negro hasta el mes de agosto. Por otros caminos también se dirigían a las viñas gru pos de jóvenes. Por la Sampedrina, por el Peñón del Guijo, por la fuente Morena, etc. Los guardas se veían impotentes para contener el alud del persona! que se lanzaban sobre las viñas de Ceclavín, el día de Santiago Apóstol patrón de España. Esto era lo más llamativo y en el cual intervenía casi exclusivamente la juventud artesana, porque la masa campesina estaba entretenida y afanosa recogiendo la co secha y he aquí que también se vieran muchas chicas en las eras sobre los trillo s pasando un buen rato, aunque algunas veces el trillante si era algo picarón hiciera por que rodaran por las parvas despedidas del trillo envolvién dose entre las pajas y como no había peligro repetían una y otra vez alegres y contentas y así se pasaban la tarde aunque después el tamo las entretuviera rascándose la picazón que tenían por todo el cuerpo. 99
CAPITULO XX III
LA VIRGEN DE AGOSTO La Asunción de Nuestra Señora a los cielos era un día más festejado que el día de Santiago en Ceclavín. Ya las cosechas iban cediendo y muchos jóvenes de la clase la bradora se incorporaban al festejo. Lo más saliente era el sacrificio general de las colora das y sabrosas sandías. Se compraban en los puestos o en las huertas, siempre procurando fuesen gordas y ma duras con buen comer. Por las noches de aquéllos tiempos se hacían reuniones en las cuales después de haber pasado un rato en amiga ble coloquio se procedía a comer en amor y buena compa ñía, las sandías que por especial encargo se habían com prado. Decían los ancianos de entonces que en los años atrás esta fiesta se celebraba en los alrededores de la ermita del Encinar. Hoy se ha prodigado la costumbre y es raro el niño que no lleva abrazada su sandía para devorarla en el lugar que considere mas oportuno. No sin razón se puede decir que el día 15 de agosto, en Ceclavín, se puede llamar con toda propiedad el día de las «ensandías».
101
C APITULO XXIV
LOS SEGADORES Aunque éste título no afecta a todos los vecinos, lo he traido a estas páginas, por las características tan singula res que representa y por la estampa de estos recios y fuertes trabajadores en la meseta castellana. A mediados del mes de julio — poco más o menos— después le haber apurado por estos pueblos la siega solía ser la salida a Castilla. El segador, con su borriquillo, su perrito, escasa indu mentaria y mucho ánimo se adentraba en la provincia de Avila, por el puerto de Tornavacas, dejando atrás el Barco y Piedrahita, llegando a la misma capital abulense para ha cer plaza. Aquí venían desde los pueblos colindantes para llevarse los segadores que les hacían falta con el fin de recoger sus cosechas. Se repartían por aquella amplia y dilatada planicie sembrada de cereales abundando entre todos el trigo y algunas leguminosas como los garbanzos, al garrobas y lentejas. Yo me encontré en cierta ocasión con varios ceclavineros sentados en la puerta de la bonita Catedral de Avila, «la de los múltiples estilos». Generalmente se colocaban bien, ganaban mejores larios que por nuestra provincia y como hacían su vida gran austeridad, regresaban con bastante dinero. Esto valía para solucionar el paro que se experimentaba en
sa con les Ce103
I
clavín, desde la cosecha hasta la recolección de las acei tunas. Al regreso, su itinerario variaba. Se venían por el puerto de Vallejera, bajaban por Béjar a Baños de Montemayor, con la idea de comprar aquí las cestas y banastillas que con madera de castaño elaboraban tan primorosamente. El fuerte trabajo de la siega y el cansancio del largo camino los rendía extraordinariamente llegando a casa ago tados. De ello nos da idea el caso que voy a referir: Vivía frente a la casa de mis abuelos un matrimonio que tenía varios hijos, uno de ellos — que estaba soltero— vino de la siega el día 14 de agosto. Era joven, fuerte y robusto; comió y dijo a su madre que se iba a acostar la siesta y que no lo llamara hasta el día de la Virgen que era el día siguiente. Pronto se durmió, su madre entraba por si se despertaba darle ropa limpia y comida; pero el joven no despertaba, dormía plácidamente, respiraba sereno y tran quilo. Su madre intentó despertarlo el día de la Virgen, ¡pe ro le daba tanta pena! que no se decidía. Así se pasó la tarde del 14 y todo el día 15. El 16 por la mañana se desper tó, llamó a la madre, le pidió ropa limpia y el traje nuevo por ser el dia de la Virgen. Su madre un tanto apurada por no haberlo llamado el día anterior — le dijo al fin — : ¡Hijo, te has pasado durmiendo todo el día de la Virgen, hoy es día 16. Me daba tanta pena despertarte...! que decidí dejar te descansar a placer. Los solteros y también algunos de los casados, retenían para sus gastos parte de las ganancias que traían de Casti lla. Los solteros con la dea de hacer algún regalo a su no via el día de la feria que estaba cerca y los casados para sus gastos extra; pero ni los primeros ni los segundos con seguían que sus intenciones cristalizaran, ya que la mesa del juego estaba más cerca de ellos que los días de la feria. 104
Pantaleón y Canuto se apercibían pronto del regreso de los segadores y organizaban partidas de juegos de azar o juegos de suerte, tales como las siete y media, las veinti una, el clásico cañé o la banca. Eran el cepo para atrapar el dinero que con tanto sigilo como astucia habían separado de sus ganancias. Los menos avariciosos se contentaban con jugar al tute, a la brisca o a la subasta. El establecimiento mas frecuentado por ellos era una taberna que había frente al pozo de la Fuente, cerca de la Alameda, cuyo dueño lo llamaban Pascual el encalador, pues éste era su oficio. Mi amigo Antonio «Barbín» se enteraba de estos por menores y algunas veces íbamos por aquel tugurio a pre senciar aquellas partidas tristes y penosas con resultado negativo para aquellos fogosos trabajadores que con tantas fatigas y sudores habían ahorrado algún dinero, que poco a poco se iba pasando desde su bolsillo al bolsillo de los banqueros. Yo veía aquellos cuadros con gran tristeza y con mucha pena; veía al joven y arrogante mozo, que había restado alguna cantidad antes de ser entregada a su madre o aquel casado que retenía parte del salario obtenido con tanto sacrificio y mermando también el caudal de su hogar para hundirlo en la mesa del juego. ¡Qué cuadros más desolado res se presentaban algunas veces en aquella mesa! Por su tipism o y por su emoción reseño algunos momen tos en el juego del monte, banca o verlas venir — ya que to dos estos nombres le son aplicables— . Sobre una mesa algo deada de personal, unos otros de pie, en el centro color y a falta de éste un
desvencijada y cochambrosa, ro sentados en sillas altas o bajas, de aquélla un tapete de cualquier trozo de hule.
Frente a frente el croupier o tirador de las cartas y el pagador, aquél con la baraja entre las manos, que después 105
i
de haberlas barajado se disponía a ponerlas en juego. Sa caba por debajo dos cartas que colocaba una a su derecha y otra a su izquierda; por arriba otras dos que pone debajo de las dos anteriores, formando el juego las cuatro cartas, todas diferentes. Con la mayor prosopopeya una voz anun cia: ¡Señores, hagan juego! Empiezan a caer las apuestas... al caballo... al as... al rey... al tres... Esto de salto y carta, estas dos pesetas sólo de salto, eso va a la cruz, aquello al brazo, etc., etc., según las jugadas que se querían hacer. Empieza el croupier a deslizar suavemente las cartas, no se oye el menor ruido, todos están ensimismados, todas las miradas van a las manos del que tira las cartas, nadie se mueve aunque las moscas lo importunen o lo acosen. Cuan do tarda en salir algunas de las cartas que juegan, la gente se impacienta y algún jugador desconfiado en su decisión pide juego, retira la apuesta o la cambia. Si sale la contraria al cambiarla, la cara de memo no hay quien se la quite, ni burlas, chacotas o risas tampoco, ni falta quien le diga: ¡Has dado el salto del sapo, que después de pensarlo cayó en el charco! Han salido las primeras cartas del juego, alegría en unos, tristezas en otros. Siguen nuevas jugadas mientras los triunfadores momentáneos piden algo para beber, fu man y dan tabaco, hacen sus comentarios y esperan para volver a señalar las apuestas. Otros, tristemente van dando fin a su caudal, la suerte les es adversa, sus bolsillos van quedando sin dinero, lo último que le queda lo reserva buscando una oportunidad y aquellas manos callosas, recias y fuertes que no tiemblan cuando coge la mancera del arado, ni cuando empuña la fatigosa hoz, ni cuando cogen los utensilios del trabajo, se ven temblorosas al poner sus últimas monedas — creyendo salir favorecidos y triunfantes— al entrés que con tanta fe ha jugado; pero a pesar de su fe y de la ventaja que aparen temente da esta jugada. ¡Salió su contraria! ¡Todo lo ha 106
perdido. ¡Un sudor copioso y frío le invade todo su cuerpo, tiembla, no sé si de rabia, de desesperación o de vergüenza, su rostro se ha demudado, sus ilusiones se han marchita do, sus ahorros tan bien guardados han desaparecido. Abandona triste y cabizbajo la sala de juego, cargada de humo de cigarros, olor de vino y zumbido de moscas que vuelan sin cesar.
CAPITULO XXV
LOS TOROS En Ceclavín — como en otros muchos pueblos españo les— la fiesta de toros era muy apetecida, se hacía de tar de en tarde y casi siempre en el mes de septiembre, unos días antes de la feria que se celebraba el día de San Miguel. Era la plaza y sigue siendo, extensa, cuadrilonga, irregular con dos salientes, que a manera de narizotas afean su con torno. En ella está la torre del Reloj — que es muy antiguo— es toda de granito — el reloj data desde el tiempo de Feli pe V— . En lo alto de la torre hay una mesa cubierta con una pirámide cuadrangular, dentro de ella la campana que tocaba a Concejo, también es la que toca a fuego y qui zás también tocaría en alguna ocasión para avisar a los ve cinos la proximidad de los portugueses, en los tiempos de guerra cuando luchábamos en contra de ellos. El edificio está dedicado a cárcel, tiene calabozos fuertes y seguros. En tiempos de don Ramón Lucero, que fue alcalde y desempeñó la alcaldía con mucho acierto, se construyó un pequeño paseo en la plaza, se pusieron árboles y se ador nó con rosales y flores; pero después sufrió un abandono y una desidia inexplicable. Parece increíble que con tan buenos alcaldes como ha tenido el pueblo se encuentre como en el siglo XIX. Me he desviado un poco; pero considero que sería ne cesario la descripción de la plaza donde vamos a presen ciar la fiesta torera. 109
Generalmente era lanzada la ¡dea por gente joven se guida por los industriales de casinos y tabernas que habrían de ser los mas beneficiados con la fiesta. Esta idea se veía arropada por el entusiasmo de ver los toros que de tarde en tarde se corrían en la plaza del pueblo. Conseguido el permiso, se empezaba a preparar los ta blados y las empalizadas de las siete calles que tienen en trada a la plaza — algunas bastante anchas— no era difícil que alguno de los tablados se vinieran al suelo por los malos materiales empleados en su construcción o falta de experiencia del constructor. Un año estando presencian do la capea con mi amigo y compañero Julián Pantrigo se vino abajo el que estaba encima de nosotros y salimos ¡le sos de milagro, bajando los que estaban en él en contra de su voluntad. Algunas mujeres quedaron colgadas por las sayas y pedían socorro insistentemente; pero nada gra ve ocurrió. ¡Gritería y sustos! Las empalizadas tampoco eran seguras porque casi siempre se escapaba algún toro por las calles del pueblo cundiendo el pánico entre el ve cindario. Dentro de la plaza se hacían empalizadas que llamaban jaulas, poniendo las ruedas de los carros en algún puntal en las que se acomodaban solamente hombres por ser muy comprometidas. En el pozo se ponían algunos tablones y servía de refugio para los mas decididos y valientes — so lían defenderse con picas— , pero un año uno de los toros al ser citado por los que estaban allí, dio tan fuerte tope tazo que cayó una de las canterías del brocal — afortunada mente para afuera - quedando aquel reductor vulnerable e indefendible. Pero de todos los procedimientos que se valía el público para ver los toros, ninguno era tan típico y original como el usado por el tío Cavila o Cabila. Este era un hombre grueso, pesado, barrigón y de bas tante edad, tenía una taberna en la casa que hace esquina a 110
la Corriente del Agua, saliendo desde la plaza. Su procedi miento consistía en hacer un gran hoyo en medio de la plaza, en este hoyo metía una gran tinaja de las del vino, dentro ponía un taburete que le servía de asiento y para subirse en él, cerca de su mano ponía una tapadera de ma dera con el fin de colocarla sobre la boca de la tinaja si se acercaba el toro. Allí pasaba las dos o tres horas que estaba el toro corriendo por la plaza. La traida del toro solía hacerse de madrugada para evi tar que las reses que lo arropaban se desmanasen por el pueblo. El encierro se hacía pesado porque había que cogerlo a lazo para encerrarlo en la cárcel que era el to ril improvisa do; pero resultaba que en el pueblo no había buenos laceros ni tampoco hombres valientes y decididos para echarse sobre el toro y hacer el encierro a mano — como se hace en muchos pueblos de nuestra provincia— , por consiguiente, cuando el toro era bravo ya teníamos para rato. Una vez que se le echaba la maroma, tiraban de él va rios hombres desde la cárcel hasta meterlo, allí se la qui taban y ellos se quedaban metidos dentro hasta que lo sol taban por la tarde. Después se organizaba la capea, aburrida y cansada a causa de que la mayor parte de las reses eran mansas. El toro en la plaza tenía espacio para correr; pero si era mansurrón se amarrajaba y no había quien lo moviera del sitio que escogía, que solía ser la parte de abajo de la pla za que había buena sombra y estaba además lejos de carros y tablados y no lo hostigaban con las picas. Para acabar con el toro, no había otro remedio que acu dir a la media luna que manejada por personal hábil y va liente le cortaba los tendones de las extremidades quedan do el animal inmóvil. En esta posición le llegaba la puntilla del carnicero. Casi siempre conocí al Bolsillo manejando 111
la media-luna y abriendo la puerta del to ril, viéndose en gran apuro en muchas ocasiones. Alrrededor de estas fiestas surgieron algunas coplas populares que el público recitaba animando los festejos. Desde luego son alusivas a personas que eran muy aficio nadas a estas diversiones. Decían así: En el Barrio de las Charcas, señores, se ha concentrado una corrida de toros para fiesta de verano. El presidente será Juan Palabra bien lo sabe, y la señora Romualda es la que pide las llaves. La Navega mata el toro, Cecilio las banderillas, y luego viene Sagasta dando pases de puntilla. Ahora ha venido Canelo, que quiere ser empresario, y la Navega le dice que no sirve pa ese cargo. Verdaderamente este tipism o olía más a salvajismo que a fiesta agradable y de placer; pero podemos decir con el cronista: ¡Es una fiesta española que viene de prole en prole y ni el Gobierno la abóle ni habrá quien la abóla!
112
CAPITULO XXVI
LA RECOGIDA DE LOS HIGOS El cultivo del viñedo en Ceclavín, se hacía casi siempre asociado con la higuera y el olivo. De aquí que los propie tarios de viñas recolectasen gran cantidad de higos. La es cogida o selección de los buenos se hacía por lo que cono cemos en Ceclavín como la capadura, operación realizada por mujeres que cobraban el salario, que aunque era pe queño, le ayudaba al también pequeño de su marido. Se pasaban todo el día haciendo la selección de buenos y malos. Las buenas picarazas sucumbían al apetito de las capadoras. En los corrales de las casas ricas, se reunían buenos grupos de mujeres, grupos animados y alegres donde la lengua no estaba quieta y dispuesta a decir todos los chis mes y sucesos que ocurrían por el pueblo. Aquellas reunio nes eran como un senado, se batían sin piedad cosas su puestas y lo que caía en las garras de su censura era des garrado sin contemplaciones. De aquí salían muchas ve ces cantares para la borrasca, alusivos a casos ocurridos. Eran muy hábiles para la poesía burlesca. En casi todas las casas del pueblo había higos, porque la posesión de una viña era deseada por todos los vecinos. Era muy agradable levantarse temprano en las mañanas del verano y traer de la viña los higos frescos, maduros y sazonados cubiertos con algún que otro racimito de uvas. 113
Cuando se ahorraba algún dinero, lo primero que se compraba era una viña, aunque fuera como la del cantar: «Mi novia tiene o tenía una parrita en un cerro que mi sue gro la llama viña.» La carencia de buenas vías de comunicación, hacía que la venta de los higos se hiciera mal y con retraso, algunos años por las Navidades aún no se habían vendido los bue nos o escogidos. Los malos siempre tenían buena salida o venta porque se utilizaban para el pienso del ganado y los pueblos colindantes como Cachorrilla, Pescueza y Acehuche que tenían buenas ganaderías daban fin de ellos. Algunos años venían compradores de las provincias de Salamanca y de Zamora, con carros magníficos y muías extraordinarias. Solían llegar por la tarde y paraban en la posada de la señora Petra Pacana, al día siguiente hacían la compra, quedando los carros cargados y listos para la salida que la hacían por la mañana algo temprano. Se con sideraba el paso de los carros por las calles del pueblo como un acontecimiento extraordinario y de ahí que desde las primeras horas de la mañana se vieran las calles por donde tenían que pasar concurridas y animadas, se pobla ban de personal para ver pasar aquellos carros sobrecar gados arrastrados por seis u ocho muías forzudas y airo sas, moviendo sus colleras sembradas de campanillas, que con el rastrilleo de los largos y dolorosos látigos las hacían caminas con gallardía maravillosa sujetándose con los cla vos de sus fuertes herraduras sobre el resbaladizo suelo de las calles arrastrando la pesada carga merced a sus po tentes musculaturas. Me acuerdo todavía que mi madre nos llamaba para que viéramos pasar los carros y como yo otros muchos niños, Gregorio, Teodoro, Mariano, etc., que en ropas me nores sobre el dintel de la puerta aguantábamos el frío de la mañana. 114
Pero no éramos solos los niños los que se entusiasma ban viendo pasar los carros cargados con los sacos de hi gos, había mucho público que los seguía hasta verlos co ronar la cuesta del Calvario por el camino del Valle de Arriba. Era una empinada y rápida cuesta que para subir la carga tenían que reforzar el tiro de los carros con las mejores muías, faenas llamativas y penosas porque los carros sobrecargados tenían que subirlos las recias y po tentes muías animadas con la voz de los carreros y en continuo rastrilleo de los látigos que algunas veces caían sobre sus lomos.
115
CAPITULO XX VII
LA FERIA Con gran contrariedad acogieron los ceclavineros la va riación de la fecha para celebrar la feria de San Miguel, que desde tiempos antiquísimos existía. Una vez en el año 1841, fue trasladada al día de San Juan; pero esto debió durar poco, porque yo siempre oí a mis abuelos ha blar de la feria localizándola el día de San Miguel. Supon go que pueda ocurrir ahora otro tanto por haber sido anti popular y no aportar mayores beneficios al vecindario. Yo que la viví tantos años con la ilusión infantil, he decidido localizarla el día de San Miguel. Era un día muy esperado en Ceclavín, eran fiestas ale gres y bullangueras, reuniones, paseos, bailes, alegría en las familias por la llegada de los ausentes, o de amigos que nos visitaban. Todo nos llevaba a pasar unos días fe lices. La llegada de las casetas era un acontecimeinto extra ordinario para la niñez, desde que oíamos el ruido de los carros y los cascabeles de las muías, que asomaban por la plazuela de arriba y bajaban por la calle Granadera a la plaza, no nos separábamos de ellos. Descargaban y em pezaban rápidamente a formar la caseta, nosotros les ayu dábamos con gran diligencia. Teníamos prisa por contemplar aquel puesto atiborrado de juguetes de diversas clases y navajas que vendían en abundancia. Muchos años conocí a José el de Riolobos, al que acom pañaba una hija muy alegre y experta en el despacho. A 117
mi me conocía por ser cliente asiduo, todos los años le compraba algún caballito de cartón o alguna navajita. Los ahorros de los domingos y días festivos los enterraba en la tienda de José. También había puestos con relojes, bisutería y muchas mesas con dulces y turrones que ponían los de TorrejonciIlo. Casetas con bebidas, refrescos, vino y los clásicos peces en escabeche que después de tenerlos al sol los freían con bastante anticipación. Una de las cosas que mas llamaban la atención, eran los puestos de loza de barro fabricadas en el pueblo. Había cacharros de muchas clases y en abundancia — sobre todo para las niñas— se vendían muchísimos a los forasteros, estaban hechos por buenos artistas, muy diestros en el oficio. El rodeo de las caballerías se hacía en el llano que hay enfrente de la iglesia y el de los cerdos en la plaza. No faltaban los bailes muy animados y concurridos por la juventud de los pueblos colindantes, sobre todo el de Zarza la Mayor. El pueblo sabía acoger con mucho agrado a los forasteros. En los casinos y tabernas se jugaba mucho al monte o banca y hubo algunos años que también se jugó a la ruleta. Estos juegos eran seguidos hasta por las ahorrativas mu jeres que le daban el dinero a su marido, a su novio o a su amigo para que jugara una «pelota», pero casi siempre solía rodar para adentro en la mesa del banquero. Calles animadas por la muchedumbre que en ella circu laba y mucho ruido por el sonido de los pitos que desde los puestos de la feria habían pasado a la boca de los pe queños, que sin contemplaciones los tocaban a placer. Todo esto era la estampa de la feria ceclavinera «La Nuestra Feria». El sermón, la feria y la borrasca formaban la trilogía de las fiestas más deseadas y apetecidas de los ceclavine ros presentes y ausentes. 118
C A P IT U J O X X V III
LA VENDIMIA Esta se cruzaba casi siempre con la feria, unos la hacían antes y otros después, según estuviera el fruto de sazo nado. Aunque el predio del viñedo era bastante extenso, no rendían las parras como en otras regiones. Sin embargo, la uva era exquisita, sobre todo la llamada «Ojén-portugués» que servía para colgarla y saborearla como la mejor uva de mesa. Si no se mojaba en septiembre podía durar jugosa y fresca hasta abril o mayo. Otra clase muy estimada, pero muy escasa, era la lla mada de Azarías que no era más que la conocida por la famosa uva Moscatel. En casi todas las casas había unas pilas grandes lla madas lagaretas donde se pisaban las uvas. Había tam bién vasijas grandes de madera de forma rectangular llama das gamellones. Tanto en unas como en otros se vertían los baños de uvas para ser pisadas, unos quitaban antes los escobajos y otros después de haber sido triturados los racimos. Una vez pisada la uva se llevaba con el mosto a la bo dega donde estaba el tinajero. Durante la fermentación ha bía que moverla y estar a su cuidado, porque no era d ifí c il que se saliera de la tinaja el mosto en ella depositado. 119
El trasiego, o sea separar el vino de la madre, solía ha cerse en noviembre o diciembre, era el día de catar el vino. Como solía hacer bastante frío, algunos se aplicaban a él y le hacían buena operación. La prensa era de madera, movida a brazo por los mozos de la casa. Los cascos se vendían a don Telesforo Nacarino que tenía permiso para hacer el aguardiente y los que podían se reservaban algu nos para hacerla en su casa con los alambiques clandes tinos que tenían ocultos; pero era un fraude muy castiga do y muy vigilado por los carabineros. El vino tenía mas de abundancia que de calidad, aunque había buenas bodegas que sacaban un excelente vino. Sin embargo, en Cáceres había varias tabernas que anuncia ban orgullosamente el vino de Ceclavín. También la Sierra de Gata consumía el vino ceclavinero, viéndose muchos compradores de aquella región con la pareja de mulos y las colambres para transportarlo. No había grandes cosecheros y casi tolos tenían su pitarrita. Don Severo Martínez era quien tenía mejor bodega y el que más sabía de vinos. Los cosecheros medianos tenían que deshaceise de él por temor a que se les volviera vi nagre. Lo mas odioso y con lo que peor transigían los co secheros era con las arbitrajas que había que añadir gra tuitamente a cada arroba de vino. Creo que eran dos o tres cuartillos.
120
CAPITULO X X IX
EL PISO No es costumbre netamente ceclavinera; yo lo pagué en Peñaranda de Bracamonte y vi cobrarlo en otros pueblos, casi con las mismas características que en Ceclavín. No obstante, por ser una costumbre más del pueblo la traigo a esta sección. Desde luego era costumbre poco grata para los forasteros; pero le venía bien alegar a los del pueblo que si él no viniera, su novia quedaría para ser po siblemente esposa de un convecino. Lo más sabroso de esta costumbre era el chalaneo a que se prestaba en algunos casos el pago por el forastero y el cobro por los del pueblo. Capitaneados por un mozo viejo — en la mocedad, aun que no lo fuera en edad— , se presentaban ante el joven aprovechando a ser posible la ocasión de que éste estuviera con la novia a fin de que la dádiva fuera más pródiga y menos discutida. Algunos se resistían; pero al fin cedían por ser costumbre arraigada y antigua y también por el razonamiento de alabanza que sabían hacer muy bien en favor de su prometida. Otros solicitaban aplazamiento por no disponer en aquel momento de dinero. Los mas resis tentes al pago los solían contratar como carga de leña y por fin los mas generosos y rumbones daban siempre más que les pedían. 121
Tampoco faltaban componendas, celebrando est», acon tecimiento entre amigos solteros figurando en este caso como cumplido el compromiso Hubo algunos pisos famosos por las cantidades entre gadas, recuerdo entre ellos el de don Luis Rodríguez Arias Bernáldez, cuando entabló relaciones con doña Leo Antúnez y Rodríguez Ariaas y el de don Ricardo de la Calle de Tejeda del Tiétar que se casó con doña María Nacarino.
122
CAPITULO XXX
LA ALBORA O CAMPANILLA No le caía muy bien a las ceclavineras las segundas nupcias de los viudos y viudas y en son de protesta por estos matrimonios — generalmente descalabazados y sen siblemente odiados— organizaban manifestaciones a las que acudían hombres, mujeres y niños simpatizantes con estos pacíficos y limitados disturbios. Iban provistos de campanillas y cencerros y con gran alboroto se acercaban a la casa de los contrayentes donde se estancaban por es pacio de bastante tiempo, cantando, dando estentóreas vo ces, sonando los campanillos, arrojando agua sobre la puer ta y encendiendo en alguna ocasión la hoguera frente a la casa de los desposados. Algunas veces cantaban aquí de noche y aquí de día, hasta que venga la luz del día. Hubo cencerradas de verdadera locura, como si en ella participaran todos los recluidos de un manicomio. Otras resultaban insultantes y agresivas, entre ellas, recuerdo aún la que le dieron a un tal Jarona que vívía al final de la calle de las Eljas que duró casi una semana, consiguiendo que se ausentara el matrimonio por algún tiempo fuera del pueblo. Como costumbre se pasaba por ella; pero no deiamos de comprender que a veces tenía más de salvajismo que de una simple campanillada teniendo que intervenir las 123
autoridades porque se salía del cauce pacífico en que se debían desarrollar. Casi siempre eran promovidas por alguna vecina re sentida o envidiosa o por mujeres que tenían que hacer poco en su casa, pretextando la campanillada para dar ex pansión a sus ocios.
124
CAPITULO XXXI
EL DIA DE LOS SANTOS Hemos arrancado la hoja del calendario correspondiente al día 31 del mes de octubre, ante nosotros aparece... no viembre 1 — Festividad de todos los Santos— . Es día de triste s recuerdos, olor a cementerio, sepultu ras y panteones, cruces regadas con lágrimas de dolor sincero. El sacerdote va depositando sus responsos por el alma de los muertos que viven en el Purgatorio. Son tardes grises, frías y desamparadas, el otoño cede paso al invierno atmosférico que es más exigente. El camino del cementerio concurrido por familiares y amigos que quieren hacer acto de presencia frente a la tumba de algún ser querido; unos encienden una lamparita, otros depositan un ramo de flores y otros la mejor flor, que es la oración. Mientras esto sucede cerca de los difuntos, allá en la torre del campanario de la iglesia suenan ininterrumpida mente las campanas tocando a muertos, doblan las cam panas recordándonos nuestro destino final. Una buena cena, lumbre que huele a castañas asadas, dulces, vino y otros regalos recogidos en su petición ma tinal, le harán pasajera la noche fria, triste y desolada del día le Todos los Santos a los pequeños monaguillos. 125
La juventud se desviaba del cementerio para ir a la dehesa Boyal a coger bellotas; pero algunas veces sus de seos resultaban fallidos; porque las primeras encinas so lían cogerle el fruto antes de este día para evitar el pi llaje. Sin embargo, esta añagaza no era suficiente, ya que por no volverse sin haber cogido bellotas se internaban en el monte hasta dar con alguna encina que las tuviera dulces. En medio de estas tristezas y de los tristes recuerdos acosados por el sonido de las campanas que llegaban a no sotros sin pausa ni descanso, surgían reuniones de la ju ventud, grupos de amigos que se disponían a pasar unas horas reunidos para seguir la tradicción de «Comer los Santos». El carbotero de castañas asadas o cocidas, las nueces o avellanas — como fruta del tiempo— , asi como dulces del colmado y extenso repertorio de las dulceras de Ceclavín eran los acompañantes en las reuniones. Se pasaba el rato con bastante prudencia. Las campanas no daban permiso para fiestas. Costumbre muy familiarizada era la de salir a pedir «Los Santos», por las calles se encontraban niños y jóvenes que iban de casa en casa solicitando algún donativo. Por la noche lo'hacían los mazos y algunos hombres de familias necesitadas para poder llevar algo a sus hijos. Solíamos recibir higos, membrillos, uvas, castañas o nue ces, según quien daba y quien pedía. Después nos reunía mos para dar buena cuonta de lo recibido. No siempre sa líamos complacidos con el donativo, sobre todo cuando eran higos, ya que casi en todas las casas los teníamos y no nos agradaban. Había casas que ponían cerca de la camilla un cesto con higos y de alli daban a todos los que entraban a pedir.
126
CAPITULO XXXII
LA RECOLECCION DE LAS ACEITUNAS En Ceclavín, la recolección de los frutos solía hacerse prematuramente —ya indiqué algo en la vendimia— y se pa tentiza más aún en la recogida de las aceitunas. Se empeza ba poco más o menos a últimos de noviembre o primeros de diciembre — casi a poco de ponerse negro el fruto— tenien do por consiguiente que apalear sin duelo a los olivos para que dejasen caer el fruto. En el ánimo de los ceclavineros estaba esta irregularidad; pero no tenían serenidad para es perar la maduración total de las aceitunas. Bastaba que al gún cosechero se le ocurriera empezar para que le siguie ran los demás. Esto tenía su explicación. Los campos estaban mal guardados y los que se quedaban atrás se veían asedia dos por el pillaje y el robo. En los cercanos pueblos de Piedras-Albas y Zarza la Mayor empezaban después de Na vidad. La marcha al corte era por la mañana, muchas de ellas con nieblas intensas y frías, nieblas húmedas que parecía que nos calaban hasta los huesos. A estos graves inconve nientes había que sumarle el mal rato que se pasaba por aquellos caminos llenos de barro del cual no se veía libre ni las personas y menos aún las caballerías que retornaban con los costales de aceitunas y se atollaban hasta la barri ga. ¡Qué caminos! Parecían como si todos los alfareros se afanasen en ellos para llevarse material a su taller. Eran años que llovía desconsideradamente y las consecuencias 127
no se hacían esperar. La recogida de este fruto era penosísi ma, si llovía se calaban y aunque tuvieran buena lumbre no conseguían entrar en reacción. La lumbre no podía faltar en el corte, porque el intenso frió y el tener que recoger las aceitunas entre la hierba mojada o con intensa escarcha se le quedaban sus manos como congeladas y había que calentarse. Alrrededor de ella se sentaban para hacer la comida, mejor dicho, para comer la escasa merienda que sacaban de casa para llevarla al corte. En ésta reunión tan heterogénea se batían todos los chismes del pueblo; pero cuando se aproximaba la borrasca ésta lo absorbía todo; ya las conver saciones se dirigían a la planificación de la fiesta. En los grandes olivares se reunían buenas partidas entre vareadores, obreras y algunos pequeños que iban como acompañadores o recaderos. A pesar del frío y de otros muchos inconvenientes, to davía les quedaba ánimo para bromear con los que pasaban por el camino. Cuando las tardes eran con sol despejado cantaban ale gremente la tonadilla que es tan común en estos afanes: Apañando aceitunas se hacen las bodas. El que no va a aceitunas no se enamora, no se... Algunos propietarios al terminar la recolección, tenían la buena costumbre de darle una buena comida, sin regatearle el vino. En aquellos estómagos frios y débiles hacía sus efectos; porque no faltaban dolores de barriga y mareos alcohólicos. A pesar de todo se pasaban el día feliz. Para la obtención del aceite había en Ceclavín cuatro lagares o molinos aceiteros que funcionaban muy rudimen tariamente. 128
CAPITULO XX XIII
LAS MATANZAS En los años de mi niñez y aún de mi juventud, eran co mo pequeñas fiestas fam iliares — sobre todo en las matan zas de los mayores— aunque también había la costumbre de invitar a los amigos, vecinos y amistades, ampliando las invitaciones al novio o la novia de los hijos cuando las re laciones ya estaban formalizadas. Generalmente se solían sacrificar los cerdos muy de ma ñana para tener tiempo de hacer en este primer día las ope raciones mas apremiantes y quedar libre para terminar pron to el segundo día y hacer la limpieza de la casa y de los útiles usados en estos menesteres. Aunque se mataban los cerdos temprano, no faltaban a este acto la grey infantil, los chicos daban vueltas alrededor de ellos procurando aprovechar algún descuido de los que chamuscaban para cortar el rabo y si había tiempo también alguna oreja, aunque no estuvieran muy bien asadas; tanto el uno como las otras no tenían impedimento para las den taduras de los diez o quince años. Se chamuscaban con es cobas y se pelaban con raspaderas o cuchillos, quedando blanco o con la piel algo tostadita. Mientras sangraban al animal, había que mover continuamente la sangre para evitar coagulación. Terminadas las operaciones preliminares, se ponía el cerdo sobre una mesa donde se iban poniendo cada parte colocándolas en las artesas, hasta que se empe zaban las distribuciones, según el destino que se la daban. 129
En este trabajo se auxiliaban con la botella de aguardiente y las perrunillas que había sobre la mesa o camilla. Una vez hecha la clasificación, se empezaba por hacer el adobo de los huesos y el picado de la carne, gorduras, etcétera, mediante la intervención de los expertos en ma nejar los cuchillos ya que en aquella época no se usaban todavía las máquinas picadoras. Esto se veía compensado con los trozos de carne asada que le daban el nombre de «Ranas»; aunque éstas no saltasen de los lagos ni lagunas y si de las lumbres matanceras bien atizadas, teniendo ade más que v iv ir en un elemento hostil a ellas tal como el vino rico y oloroso de la bodega casera. La juventud femenina acompañaba a las mayores a lavar las tripas del cerdo, sirviendo de alegría y algazara entre todas las asistentes. Lo primero que se solía terminar eran las morcillas, que según le adicionaran patatas, calabazas o pan, se denomi naban patateras, calabaceras o paneras. Desde luego cual quiera de ellas resultaban exquisitas. Los chorizos tenían que tomarse del guiso y se hacían el segundo día por la mañana temprano, alrededor de la cálida lumbre que ardía debajo de la chimenea. Ultimamente las vejigas y los buches con los huesos adobados que se comían por los carnavales. Una cosa muy especial de Ceclavín eran los lomos empellicados. Estos se tenían en adobo dos o tres días, des pués se envolvían en las telas de las mantecas apretándolos fuertemente con cuerdas y una vez ya curados son de una exquisitez extraordinaria, al que no le ganan ni los chorizos de Cantimpalos, ni el salchichón de V íc 't, r i el mismo jamón de Montánchez. Las comidas de las matanzas, del producto del cerdo, el cocido, ñadas con huesos servían para la desayuno del primer día se hacía 130
eran casi todas a base las berzas bien acompa comida del mediodía. El con sopas de pan en la
que adicionaban algunos trozos de hígado; pero si había quien partiera el pan, se hacían migas tostaditas y cargadas de ajos. El segundo día el desayuno se preparaba con la sangre del cerdo movida continuamente en un caldero al calor de la lumbre, en el cual solían echar algún que otro pedacito de hígado que al comer las sopas buscábamos con tanto afán. Con este caldo se calaban las sopas de pan que de antemano se habían cortado en rebanadas. Esto lo llamábamos en Ceclavín «El Adobado», después se servían los sesos mezclados con migas de pan y algo de la pajarilla bien aderezados de ajos. Las cenas eran más escogidas; porque a ellas asistían todos los convidados. Si se había sacrificado alguna res la nar o cabría no faltaba la consabida chanfaina y carne del animal; otras veces se compraban aves o caza para hacer la cena. — Esto dependía del personal que estaba convidado y de la categoría de la matanza— . El postre era con uvas, melón o sandías de invierno; pero la segunda noche el jolgo rio no faltaba al presentarse las puchas porque generalmen te servían para untarse unos a otros despiadadamente. Hubo que suprim ir éste postre por lo sucio y desagradable que re sultaba, sustituyéndolo por el clásico carbotero de castañas. En esta pequeña fiesta se le cantaba a los chorizos o mejor dicho a toda la matanza para que no se pusieran moho sos, un pretexto para seguir la fiesta. Si había mucho ele mento joven se organizaba el baile. Para los chicos estos días eran como si fuesen festivo, porque podían faltar a la escuela sin que nadie les riñera ni siquiera el señor maestro. La mayor ilusión era ir al tejaró o tenado, a los huertos o a los caminos a poner los cepos donde capturábamos algún gorrión a fuerza de paciencia y pasar frío. Las chicas se entretenían en los columpios que se pre paraban en alguna habitación de escusa de la casa, las ma131
yorcitas ayudaban bastante a los oficios y se iban dando cuenta del manejo de la casa para cuando ellas establecie ran su hogar.
132
CAPITULO X X XIV
EL MOJO DE PATATAS Aunque no era costumbre que abarcara a todo el vecin dario, era, sin embargo, muy tradicional y arraigada entre la población infantil, que por calles, plazuelas y barrios del pueblo se practicaba en mayor o menor escala. Al llegar los inviernos, era frecuente hacer hogueras a la que acudían los pequeños de aquél contorno con el fin de estar reunidos contando cuentos y librándose del frío in tenso que se sentía en los días invernales de fuertes hela das y nieblas húmedas congelantes. Pero estas hogueras no mitigaban plenamente la ola del frió y tal vez al calor de aquellas lumbres surgiría la ¡dea del «Mojo de Patata», ya que dándole calor al estómago éste lo repartía interiormen te atemperando nuestro cuerpo. Teníamos la gran ventaja de no encontrar inconvenientes en nuestras casas al pretender poner en práctica nuestra idea porque casi todas las madres veían con agrado aquel medio para confraternizar y tratarse amistosamente, amén de quedar bien cenado para irse poco después a la cama. El mayor conflicto que teníamos que resolver era la posesión de la leña para la lumbre, ya que siempre andába mos escasos; pero la valentía, la pericia y el arrojo de al guno de los compañeros resolvía aquella dificultad rápi damente. 133
Había costumbre de poner los haces de leña en la puer ta de la calle por las viviendas de los barrios a causa de no tener espacio en la casa para recogerlos. Estas murallas eran las primeras que se asaltaban; aunque también eran las más peligrosas y comprometidas. Cuando fallaba este asalto el recurso inmediato eran los lagares por la facilidad de entrar por la puerta grande que estaba abierta casi todo el día — sobre todo por las tardes— con el fin de que los cosecheros depositaran las aceitunas en su troje, ocasión propicia para entrar y cargar con lo primero que nos salía al paso tal como haces de ramos de olivo o de sarmiento que era lo que usaban para calentar el agua de las calderas de los lagares. Pero no siempre era fácil apoderarse de la leña, entonces apelábamos al ardid de entretener al laga rero mientras otro hacía el acopio. Los lagares más vulnerables eran el de don Eusebio Arias en la Corriente del Agua y el de los Antúnez en la calle del Alamo. Una vez que teníamos la leña a nuestra disposición ha cíamos la lumbre en medio de la calle, se ponía el puchero de barro con las patatas y los guisos, puchero que en mu chas ocasiones teníamos que retirar precipitadamente por que se echaba encima alguna yunta de bueyes uncidos con el yugo o de caballerías unidas con la ganga. En nuestras casas nos facilitaban gustosamente los ele mentos necesarios para el apetitoso y deseado mojo y entre los que se asociaban a su ejecución aportaban las patatas, el aceite, la sal, los ajos, el laurel y el pimentón, a esto se le agregaba de tarde en tarde alguna morcilla si se habían hecho la matanza resultando la comida más apetitosa que se podía imaginar. Una vez que estaba en condiciones de comerse — a ju i cio de alguna de nuestras madres— lo llevábamos a una de nuestras casas, vaciándolo en una amplia cazuela de barro albedriada, la cual colocábamos en una pequeñita mesa cocí134
ñera acometiéndolo sin piedad con las cucharas y empujan do con el pan desaparecía en un santiamén. Muchas tardes nos obsequiaban con algún colgadero de nuestras exquisitas uvas de Gen-portugués para postre cuan do alguna vecina nos contemplaba tan afanosos dándole se guidos e ininterrumpidos golpes al guiso. En algunas ocasiones se asociaron a estas costumbres estampas de puro casticismo ceclavinero según vamos a ver: Una de las tardes que estábamos dándole al Mojo en casa del tío Gregorio, nos contemplaban algunas vecinas; en esto acertó a pasar la tía Cándida y al verlas, sin reparar en cumplidos, se metió en la casa. Se quedó mirando un mo mento y la exclamación no se hizo esperar: «¡Hay que ver, ricas, lo bien que se las manejan! Parecen los cochinus aga rraos a la teta! Yo quisiera que el mi Paquitu, fuera como estus, porque pa jadelu comel mos cuesta un trabaju que no te pues figural. Está toitu consumiu. ¡No sé que voy a jadel para entrarlu en ganas!» Y de pronto nos dijo: «¿Queréis que os junti también el mi niñu?» Nosotros aceptamos, y le dijim os: «Pero tiene que traer leña para la hoguera.» Al día siguiente cuando afanábamos los preparativos del mojo vemos bajar por la calle Granadera a la tía Cándida con el su Paquitu — niño mimoso y enclenque— que lo traía de una mano y en la otra unas táramas de leña de encina — la leña era buena, pero la cantidad mala— . El niño cogía fuertemente una cuchara de lata de las que vendían los la teros a dos reales la docena y en el bolsillo de la chambrina, traía un trozo de pan. Todo preparado y el puchero en la lumbre y un poco antes de retirarlo la madre de Paquito que no lo había dejado en todo el tiempo quiso probarlo y le pareció que estaba soso, se dirigió a una de las casas que estaban enfrente y pidió una poca de sal, al entregársela le hicieron esta adverten 135
cia : «¡No se lo vayas a quedar salao, porque entonces be ben mucha agua y se mean en la cama!» — palabras tex tuales— . Cuando iba llegando la hora de retirar el puchero todo era impaciencia y nerviosismo en los comensales; pero Paquito que no había participado nunca en aquellas lides permanecía absorto e impasible. La mesa puesta y pronto la cazuela con el mojo sobre ella, a su alrrededor sentados en las sillinas los peques y Paquito en pie con un brazo sobre la frente y el otro co giendo a su madre no se atrevía a meter la cuchara en la cazuela; pero animado por todos se decidió al fin y comió, comió poco y comió a golpes que su madre le propinaba de cuando en cuando, total que al darse cuenta madre e hijo, sólo quedaba la cazuela bien arrebañada y algunas migas de pan. La madre como queriendo justificarse de las propinas que le había dado al chico dijo: «¿No os lo decía, ricas, que este esturrao de criu no tenía habilíá ni pa come?» Aquella tarde tuvieron su comentario nuestras mamás y otras que no lo eran; pero que acudían con frecuencia a vemos tra jinar con el clásico y exquisito «Mojo de Patatas».
136
CAPITULO XXXV
LOS BAILES Hablo de ellos al referirme en algunas páginas a los festejos del día, aunque muy breve y lacónicamente; pero los bailes de Ceclavín merecen un capítulo para ellos por su variedad, su estilo, su donosura y fastuosidad. Dadas las características socio-económicas del pueblo, los podemos dividir en tres clases: primera, los de la clase señorial; segunda, los de la clase media, y tercera, los de la clase menos acomodada. Las señoritas o chicas de familias ricas solían transfor mar sus animadas reuniones en bailes cuando los estudian tes disfrutaban de las vacaciones. Pero los bailes más sen sacionales eran los que celebraban en el salón del Casino de los señores en las fiestas navideñas o en los carnavales. Salón grande y espacioso, con buena ventilación, piso de madera y abundantes asientos alrededor del salón, algunos de ellos ocupados por las mamás de las chicas que preten dían pasar el tiempo entretenidas entre la alegre y animosa juventud. La orquesta solía estar formada por acordeón y guitarra o bandurria y más adelante ya por clarinete y flauta, que habían aprendido a tocar algunos chicos del pueblo. Estos bailes llamaban la atención por su vistosidad y corrección. Además se bailaba con elegancia, porque Cecla137
vín tenía un plantel extraordinario de estudiantes universi tarios que traían en sus bailes el aire señorial y castizo que habían practicado en Madrid y Salamanca. No debo pasar sin mencionar a Eusebio Pérez Gallego, el as del chotis, que con tanto sabor y casticismo aprendió a bailar al son de las orquestas de los castizos bailes de la Bombilla y Chamberí. Ni tampoco la maravillosa actua ción de Enriqueta Temprano y Nicolás de Sande interpretan do la popular y clásica jota extremeña. ¡Qué lástima y que pena que no puedan asomarse a estas cuartillas para recor dar sus pretéritos tiempos! Se bailaba con prudencia y discreción el minué, el rigo dón, el chotis, el pasodoble y el «Vals del Emperador». Estoy seguro que en muy pocos pueblos de la provincia se forma ban bailes de tanta categoría y competencia. A la segunda clase pertenecían las artesanas y clase me dia acomodada, y se organizaban varios bailes por haber diversos grupos de chicas, también tenían buenos salones, tal como el del Círculo de Artesanos o las salas grandes, de las que había muchas en las casas particulares. Su orques ta generalmente era el acordeón acompañado de la guita rra. También se bailaba con mucha prudencia y salvo alguna incidencia solían durar hasta las dos o las tres de la ma drugada. En éstos había dos circunstancias muy singulares, una de ellas consistía en que las madres de las chicas las acompañaban irremisiblemente, ocupando un rincón del sa lón con sus mantones de abrigo sobre sus faldas aguantan do todo el tiempo, unas hablando, otras nerviosas si a su hija no le iban bien las cosas y alguna que otra bostezando o durmiendo. La otra circunstancia era el convite que se le solía hacer a las novias parientas o amigas sacándolas del salón, para llevarlas al guateque, donde podían tomar des de el dulce y blando merengue hasta el típico y famoso ma zapán almendrado ceclavinero. Las bebidas eran también muy variadas. 138
Cuando las mamás empezaban a impacientarse, poco a poco iban desapareciendo las chicas hasta quedar desierta la sala del baile. Pero ninguno le igualaba en tipism o y naturalidad al bai le de las chicas de servir, baile que le llamábamos el baile del candil. En el patio o zaguán de una casa, con techo de madera oscura y ahumada, cuando no a salto de ratas, piso en al gunos casos de pizarra o terrizo, mal pavimentado, hacían sus bailes estas bizarras y castizas ceclavineras. Su orques ta se componía de la sencilla guitarra, alejada del do-re..., que al continuo sonido del run-run de sus cuerdas, lo pasa ban admirablemente. Este run-run era el comodín de todos los bailes, pues a este son se bailaba todas las clases de bailes que ellas se inventaban. Al vals corrido lo llamaban el «valsi», y cuando lo bailaban lo hacían de una manera atroz y descompuesta, corriendo como potros desenfrena dos, llegando al final los más resistentes o los más brutos. También tenían sus guateques, que se colocaba sobre uno de los rincones del patio de la casa, sobre una mesita de madera generalmente alargada colocaban los dulces, en tre los que se podía elegir desde las atasconas perrunillas hasta los coquilos dulces enmielados. Para bebidas también se podía beber coñac, anís, vino blanco o tin to y la aguar diente garraspera que hacía toser al más fuerte. Unos vasos y copas servían para todos, y se lavaban en un barreño que pacíficamente aguantaba las abluciones de estas vasijas. Al terminarse los otros bailes, se reconcentraban en és tos la juventud masculina, y de pronto surgía algún alterca do por la oposición de los mozos a que sus novias o her manas bailasen con los señoritos. Pero nunca se pasaba de las palabras. Para evitar estos inconvenientes se tocaba solamente —o mejor dicho— se bailaban sólo las jotas o los valsis, que 1J9
si habías encontrado pareja al empezar el vals, ponía su brazo en medio, se echaba para atrás y tenías que llevarla haciendo más fuerza y equilibrios que un «Saltibanquis». Como los valsis y las jotas no terminaban, pronto se abandonaba el local y los pegadizos — como ellos decían— salían sin haber conseguido su intento de bailar con las mozas del «baile del candil». Con frecuencia surgía el apagón del «Candil» que inten cionadamente lo hacian los novios para besar a su novia y pegarse a ella como un sello a una carta. Pero esto solía ser muy rápido porque las cerillas de las cajas «Bagón» de que iban provistas las mamás iluminaban rápidamente la estancia. H o y -p o r desgracia - encontramos los candiles apaga dos durante el dia y es muy corriente que no luzcan por la noche. ¡Cómo evolucionan los tiempos!
140
CAPITULO XXXVI
LAS BODAS A principios del siglo XIX todavía existían en algunas regiones los privilegios sobre los hijos mayores y como con secuencia de ello el arreglo matrimonial surgía entre los padres de los contrayentes. Este sistema venía arrastrán dose de año en año, sobre todo en las fam ilias de Títulos Nobiliarios y por sistema entre los ricos y pudientes de los pueblos. Pero andando el tiempo, se empezó a notar cierta emancipación de los hijos, encargándose ellos — si no eran timoratos— de buscar o elegir la que iba a ser su esposa. Sin embargo, existían todavía el resabio de las diferencias económicas y sociales y cuando esto ocurría la oposición férrea de los padres llegaba hasta la exageración de con sentir el depósito de la hija. Surgieron verdaderas tragedias, llevando el matrimonio el germen de la discordia y, por con siguiente, el fracaso matrimonial. Muchas aberraciones co nocí en este aspecto; pero como mi interés es reseñar las costumbres de las bodas en Ceclavín más que comentar las incidencias prematrimoniales, nos vamos a situar en la noche de la petición de mano. Formalizadas las relaciones y consentidas éstas por los familiares, se acuerda el día de la petición de mano o sea pedir la novia. Esta ceremonia tenía lugar en el dom icilio de ella; a éste se dirigen los familiares del novio, padres, hermanos, 141
tíos, primos, etc. Son recibidos por los padres o tutores de la novia y amistades que se citan a este fin. Después de los saludos de rigor, toman asiento unos y otros entablando conversaciones intranscendentes y cuando lo consideran oportuno, el padre del novio o su representante se dirige a los de la novia con una frase sen cilla, vulgar y sabida de antemano, que es de ritual. La frase es la que sigue: ¡Ya sabrán ustedes a lo que venimos! ¡Ustedes dirán! Venimos a pedir la mano de su hija... pa ra mi hijo... La contestación no se deja esperar y como no existen capitulaciones matrimoniales, no hay que tratar de otra cosa mas que de la boda; pero se deja para otra oca sión porque entonces hace acto de presencia la novia — que estuvo ausente— un tanto azorada y nerviosa acompañada de algunas amigas. Se empieza el convite, abundando los dulces caseros, que si uno es exquisito, los otros no le van en zaga, nuégados, floretas, piñas, mantecadas, roscas, perrunillas, buñuelos y los enanos coquillos cocidos con miel, vino neto y oloroso sacado de la bodega casera. En otras peticiones puede que varíen los duces; pero desde luego se puede afirmar que los caseros no faltan sobre las bandejas. Debemos considerar que mandan las categorías económicas. Lo que se suele señalar es el día de la boda, que será después de las tres amonestaciones. Los días de las amo nestaciones se le decía en Ceclavín el día de los «Novios» y se celebraban con la asistencia de amigos y fam iliares sin faltar como es natural la grey infantil. Se hacía el con vite y a continuación el paseo para term inar con el baile. No todos los avisados a los novios iban a la boda; pero desde luego iban muchos más a la boda. Han pasado los días tan ansiados por el futuro matrimo nio, como preocupados e intranquilos por los padres que han de organizar todo lo concerniente al casamiento. 142
En aquellos años, todo se hacía en casa de la novia, festejos, reuniones, comidas. Se buscaban obreras o guisaderas que se encargaban de la elaboración de los dulces, en los últimos días se preparaban las cazuelas de arroz, el arroz con leche y las exquisitas natillas en las que sobre nadaban sobre el apetitoso fondo amarillo el blanco y es ponjoso nevado. Muchos días se llevaban los preparativos de las comi das, sobre todo en las de rumbo porque se solía convidar a mucha gente. Los regalos en especies — que eran casi todos— los recogían los padres y el nuevo matrimonio se quedaba de momento viviendo con los padres de la novia hasta que preparaban su dom icilio; pero si era hija única no se mo vía de casa de los padres. En algunas ocasiones surgieron a última hora criterios diferentes entre los padres que se colocaban en plan de intransigencia dando lugar al descontento, a la riña y al escándalo, escándalo que pasaba al coplero popular, so bre todo si era tiempo de la borrasca o de los carnavales. Pero ya estamos en el día de la boda. Los convidados van a buscar al novio, éste con su capa española y la com pañía se dirigen a casa de la novia. Aquí se forma el corte jo para ir a la iglesia, se celebra la misa y el Santo Sacra mento del matrimonio. Terminado se vuelven todos a casa de la novia, que es esperada por sus padres, ya que éstos no solían ir a la iglesia. Antes de salir para la iglesia hay convite, la copita de aguardiente con los coquillos y las perrunillas son los más asediados. Los novios, como tienen que comulgar, se abstie nen de tomar cosa alguna, incluso agua. Al regreso se organiza el desayuno a base de chocola te con leche o agua, según la categoría económica de los desposados; para tomarlo hay sobre las mesas fuentes o 143
bandejas con buñuelos pesados y voluminosos que se pe gan bien al estómago, después el que lo desea toma otros dulces caseros de los muchos que se sirven en el desayuno. Como éste ha sido tarde y pesado, la comida del medio día se retrasa hasta mediar la tarde, comida abundante que empieza con la rica y clásica chanfaina, seguida del plato de carne para terminar con postres de dulces. Por las no ches las cenas difieren en que empiezan con ensalada de lechuga o de escarola, los demás platos poco mas o menos que los anteriores; pero el postre ya es de natillas o arroz con leche y las cazuelas de arroz se reservan para el se gundo día. Todo bien condimentado por las guisadoras que son avisadas para cocinar exclusivamente. En casi todas las bodas, incluso en las más pobres había torna-boda. El baile era indispensable y para ello se invitaba a un tocador que estaba a la disposición de la juventud. No le faltaban visitas a la cama de los novios y a cual quier descuido la petaca, los granitos de sal, los polvos de harina o los estornudadores, etc., sorpresas que no le falta ban al reciente matrimonio cuando intentaban meterse en la cama. La cama de los pobres era con burrillas de madera y tablas sobre ellas, encima un jergón con paja de centeno y colchón si lo habían podido agenciar, su altura subía del metro y era muy vulnerable a las caídas, siendo segura si los novios no hacían revisión antes de dar el salto para subir. Los jóvenes hacían la ronda para dar música a los no vios, música que no terminaba hasta que los hacían levan tarse de la cama para que los convidasen. Algunos prefe rían esperar antes de acostarse. Todas las incidencias eran muy celebradas jocosamente por todo el personal el día de la torna-boda. 144
Muy diferentes eran las bodas de la clase rica; éstas se solían celebrar por la tarde y en su dom icilio. General mente sólo tenían una cena y si era posible la servían en algún hotel; pero lo que no podía servir el hotel eran las famosas cazuelas de arroz templadas en los hornos ceclavineros y las exquisitas natillas fabricadas por las expertas guisanderas. En las torna-bodas regularmente asistían so lamente los familiares.
145
CAPITULO XXXVII
LOS BAUTIZOS En Ceclavín los bautizos no tenían importancia, gene ralmente se hacían por la mañana acompañando a la madri na los chavales de la vecinlad. Sin embargo, los había lujosos y fanfarrones, con invi taciones amplias a las personas de más intimidad y a los familiares. Estos se hacían generalmente por la tarde con el fin de hacer un pequeño refrigerio o guateque. La mujer que asistía a los partos no tenía el título de comadrona y cuando el caso se presentaba algo difícil avi saba al médico. A pesar de todo hubo bastantes fracasos y frecuentes fiebres puerperales. La partera solía ir varios días a cuidar al nene, lo lavaba, lo aseaba, le ponía los pañales limpios, envolviéndolo des pués en fuertes y abrigadas mantillas de bayeta atadas con una cinta ancha de varios colores llamado «ceñió», apre tándolo tan fuertemente que los niños parecían canutos de caña. Al terminar su trabajo era obsequiada con un buen cho colate con bizcochos o pringas. En cambio, la parturienta sólo podía tomar en los primeros días el consabido caldo de gallina. La cuarentena se llevaba con gran escrupulosidad y con recato en aquellos tiempos. 147
Además de la fatigosa indumentaria que le ponían al niño, tenía que luchar su organismo con la alimentación prematura de las papillas que a base de migas de pan, azú car y agua — cocidas en un pucherito de barro — le propor cionaban aumento le cabeza y barriga, mientras las extre midades seguían lánguidas y sin fuerzas, causa por lo que se retrasaba mucho el empezar a dar algunos pasos. Y no digamos de las purgas de aceite de ricino y del aceite de hígado de bacalao que a fuerza de cogernos las narices entraban en el estómago.
CAPITULO X X XV III
LAS DEFUNCIONES O ENTIERROS Estas, en sus últimos momentos de estancia de los di funtos en sus dom icilios, tenían su tipismo. Primero se ha cía el velatorio que duraba toda la noche acompañando a los fam iliares las amistades y los vecinos — había vecinos como si fueran verdaderas fam ilias— . Mientras el difunto estaba en casa no se hacían comidas, sólo se tomaban cal dos servidos en tazas o tazones. Después de celebrado el entierro, las comidas las llevaban los fam iliares o los vecinos. Otra práctica inherente, era la de anunciar el fallecim ien to por las calles del pueblo que era lo que llamábamos el «Mullir». Lo hacía el pregonero con un esquilón que sabía tañer estupendamente dándole un sonido patético, llevaba una pequeña cruz en una vara y corría un itinera rio ya señalado, si pasaba por el dom icilio del difunto no tocaba. El pregón era el siguiente: «Todos los hermanos de la Santa Cruz acudan al entierro de... que vive en la calle de... por el amor de Dios.» Esta costumbre debía haber quedado como reminescencia de alguna cofradía que existiría antiguamente y los co frades tendrían obligación de asistir a los entierros anun ciándolo por este procedimiento. Los entierros eran de primera, segunda y tercera. Los de primera también los hacían con recomendación de almas. 149
El cadáver solía ir en el ataúd sin tapadera, llevado a mano por los asistentes. Era muy molesto y trabajoso y también incómodo porque las manillas estaban cogidas con cordeles que al andar formaban un inquieto vaivén golpean do las piernas de los que conducían el cadáver. El momento mas tétrico y apasionante era al salir el cadáver de la casa. Entonces se formaba un llanto alboro tador, con gestos desordenados, con palabras de recuerdos, con denuestos de pena y dolor, se mesaban los cabellos, se tiraban al suelo y hasta se golpeaban en la cara. En algunos casos parecían plañideras pagadas a sueldo. Otra costumbre era la de los «posos» o responsos que se le decían al cadáver desde su casa al cementerio; para ello dos o más mujeres se encargaban de llevar las mesas sobre su cabeza atravesando la concurrencia para colocarlas en el lugar señalado de antemano. Había difuntos que lle vaban muchos «posos» — sobre todo si eran jóvenes o de mucha falta— . Entonces los cadáveres se llevaban a la iglesia, después se suprimió esta costumbre, habiéndose restablecido des pués del Concilio Vaticano II. A los entierros se solía asistir con traje nuevo y capa española, eran muy concurridos y al terminar se pasaba por casa del difunto a dar el pésame a los familiares. Los lutos eran muy rigurosos; el primer año las puertas de la casa estaban casi siempre cerradas y no salían nada más que a misa. Las chicas jóvenes salían a pasear por ca minos retirados y poco frecuentados. La costumbre era de guardar cuatro años de luto rigu roso, en los portales de las casas ponían los cuadros al revés o sea mirando para la pared lo que antes miraba afue ra, quitaban las espeteras; los platos de las cantaderas y otras costumbres que atentaban a la higiene o sanidad, tal como no mudarse frecuentemente, no limpiar ni fregar la 150
casa, incluso no encender la lumbre ni comer cosa calien te en los días posteriores al fallecim iento del fam iliar. Va en mis tiempos se empezaban a paliar estas férreas costumbres modificándose algunas de ellas por convenci miento de que nada se adelantaba con seguir practicando las anteriores.
V
151
CAPITULO X X X IX
LA INDUMENTARIA Pocos residuos de trajes antiguos quedaban en Ceclavín a principios de este siglo. No creo que hubiera más de seis en todo el pueblo. La moda francesa mas cómoda iba invadiendo hasta los rincones más apartados de Espa ña. En algunas localidades como nuestro pueblo, los veci nos vestían ya con trajes de género de Béjar y de las fábri cas de Barcelona y Sabadell; estas habían lanzado al mer cado buenos géneros en precio y calidad. Resultaba ade más que los sastres ceclavineros eran artistas excelentes y confeccionaban los trajes con gran perfección. Entre ellos se destacaban don Francisco Rosado, más conocido como Paco el sastre, Juan el Chingue y otros con clientela me nos exigente. También se confeccionaron prendas de abrigo entre la que ocupaba el primer lugar la capa española (que dio mo tivo al Motín de Aranjuez contra Esquilache) de diversas calidades según la categoría del cliente; los gabanes y las pellizas. Esta era la prenda más preferida por la clase me dia, labradora y artesana. La clase obrera no solía gastar prenda de abrigo; aunque era muy raro el que no llevaba su capa al casarse, ya que en aquella época era requisito indispensable para el acto; aunque fuese en el mes de julio o agosto. Pero el traje más típico era el del obrero; que se compo nía de un pantalón de pana forrado con lienzo moreno para V
153
ahorrarse los calzoncillos, camisa también de lienzo moreno o de franela sobre la que se ponían la blusa o chambra de tela azul — en su mayoría— con botones blancos de ná car y para la cabeza usaban gorra de visera y en los pies botas de cuero fuerte. Los señores gastaban hongo o bombín desterrado pron to por el sombrero flexible. Las damas o señoras vestían falda larga, blusa o corpiño de terciopelo o tela de buenas calilades; el pelo lo tenían largo y elegían su peinado para lo cual había muje res llamadas peinadoras que acudían diariamente a peinar a las señoras. La clase media y obrera gastaban también falda larga y pañuelo sobre su cuerpo, cruzado en el pecho y anudado en la parte posterior de su cintura. Las señoras tenían bue nas modistas, entre las que recuerdo a Crescencia Ramajo, Mariana Granado, Heliodora de Sande y Juliana Rivera. Para el calzado, tanto masculino como femenino, había muchos artesanos, pero entre todos se destacaban los her manos Galos, Gregorio, Hilario, Román y Vicente, artistas estupendos y maravillosos en la realización del trabajo. Para el lujo y lucimiento, salían de los talleres de Lucia no del Río, Eusebio Terrón, Argim iro Barco, Teodoro Corba cho y otros, famosas gargantillas, pendientes, aderezos y cadenas de oro, trabajados con pulcritud y destreza extraor dinaria. Prendas todas muy codiciadas por el sexo femenino. Desde luego la artesanía local absorvía todo el trabajo, no había necesidad de recurrir a otros lugares para vestir bien y elegante. Sin embargo, al aumentar la población estudiantil, em pezaron a introducirse aires de renovación arrastrando a las chicas jóvenes que empezaron a emanciparse de la ar tesanía local, comprando trajes hechos a medida en las ca sas comerciales de moda. Por Ceclavin iba con frecuencia un viajante de una casa de Badajoz llamado Serafín que recibía muchos encargos. 154
CAPITULO XL
LA ARTESANIA CECLAVINERA Pocos pueblos españoles podían ufanarse de tener una artesanía tan capaz, tan completa y tan competente como Ceclavin. Esto me ha movido a darle un capítulo en mi trabajo, no con la extensión que se merece; pero si con el propósito de dar a conocer la pléyade de aquellos abnegados artesa nos, que merced a su trabajo y competencia dieron honra y fama a nuestro pueblo. Antiguamente lo más corriente era que los hijos siguie ran el oficio de sus padres, se heredaba la fragua, el taller o las herramientas, como se heredaba la vocación, como se heredaba la hacienda, como se heredaba la habilidad, como se heredaba la competencia, como se heredaba la honradez. En los talleres clavineros se hacía de todo, porque su artesanía era amplía y variada, abarcaba muchas facetas y de aquí que en ellos se confeccionaran útiles domésticos, herramientas de todas clases y magníficos trabajos de or febrería, herrería, carpintería y cerámica. Creo no equivocarme si digo que el primer lugar lo ocu paba la orfebrería. Había talleres de gran importancia como el de don Luciano del Río, que tenía un gran plantel de téc nicos oficiales y aprendices. Entre los primeros se encon traban Miguel del Río, Juan Galán, Alberto Sánchez, Paco V
155
Amarilla, Marciano el Nano, Eusebio y Leoncio Mendoza. Los oficiales llegaron a ser dueños de buenos talleres. A rgim iro Barco tenía a un tal Juan el de la Higinia, a Teodoro Corbacho y a Bernardo Pozas, éste se estableció en Cáceres con relojería y joyería. Había otros talleres que eran como autónomos, tales como el del señor Lucio del Río, el señor Ruperto Pozas, el señor Julián Viera y el tío León y ya más moderno Eusebio Terrón. Era maravilloso ver trabajar a estos artesanos, aquella gruesa dura y compacta barra de oro que pasando por los diferentes agujeros del calibrador se iba transformando en finísimos hilos para las filigramas y las hojas del mismo metal que constituían el material, que después de m ú lti ples y minuciosas manipulaciones desarrolladas con gran paciencia y maestría las veíamos transformadas en las fa mosas y llamativas gargantillas, aros, pendientes, collares, cadenas, anillos y aderezos tan apetecidos como deseados por el sexo femenino. En herrería teníamos buenas fraguas y buenos herreros, entre ellos al señor Saturnino Blasco y sus hijos, al señor Bulique, y a los Moratos, Miguel y sus hijos Antonio y Antolín, al señor Diego que le sustituyó Periquín, al señor Pe dro y al señor Jacinto que le sustituyó su hijo Miguel. En aquellas fraguas se hacían desde el modesto y hu milde candil hasta los herrajes de las puertas más exigen tes, incluso las cerraduras. En las noches de la época de Sementera, se concentra ban en las fraguas buen número de labradores para preparar las rejas del antiguo y común arado romano, y resultaba asombroso el compás que tan certeramente llevaban los que golpeaban con las pesadas mazas y el martilleo que con tanta destreza como habilidad dirigía el maestro, for mando un tintineo acompasado y uniforme, que después de los primeros chispazos que desprendía el hierro hecho as cuas gustaba el contemplarlo. 156
Como artistas del ramo del metal teníamos también a los hojalateros el señor Fermín Galán y el señor Mónico, que hacían muchos objetos de lata, y cuando no tenían cosa que hacer se dedicaban a hacer cucharas que vendían a 30 ó 40 céntimos la docena. Supongo que de aquí saldría el di cho de que el «vagar hace cucharas». En el ramo de la madera o carpintería, conocí al señor Matías González, que, a pesar de su avanzada edad, no de jaba de manipular con los escoplos y formones. Tenía su ta ller por las traseras de la Calle Larga, esto nos daba oportu nidad para asomarnos a la ventana cuando íbamos a la es cuela de don Ricardo Plasencia, que estaba en el Pósito; pero el señor Matías nos despachaba de malos modos y nos vengábamos llamándole Matatías. Debió ser un gran a rtis ta, de él había varios bancos en nuestra iglesia y en las casas sillones de madera con dibujos y filigranas hechos con la gubia que decoraban los zaguanes y servían de des canso al levantarse de la siesta; pero los anticuarios dieron en comprarlos sin reparar en el precio, por cuyo motivo ya se encuentran muy pocos en el pueblo. Otros artesanos carpinteros parientes del anterior eran el señor Juan, que hacía todos los años el monumento de la iglesia; el señor Cipriano y su hijo Telesfero, llamados los Comenencias; Sebastián Montero Paz; Matías Bustamante, y un tal Casiano, que vivía por el pozo de la fuente. Como silleros el tío Pedro y el tío Gregorio Bustamante y su sobrino Gabriel, el «Barulla», que torneaba estupenda mente (de él tengo un juego de ajedrez que me hizo de encargo]. Había otros talleres de este ramo dedicados a carrete ría, se hacían carros y reparaciones de todas clases. Uno de ellos era Santiago Paniagua el «Tatao» y Santiago So ria el otro.
V
157
De estos talleres salían casi el ajuar de los recién ca sados, los sofás, las sillas, mesas, camillas, armarios, baú les, cómodas camas, etc. En la indumentaria señalo como sastres a mi tío Paco y al Chingue; pero había otros más en esta artesanía, mi pa dre Cruz, que dejó pronto el oficio para dedicarse a otros negocios, y con un modesto taller Julián Puli. Otro tanto digo de la zapatería, además de los mencio nados en aquel capítulo tenían taller mi tío Emilio, Claros Simón, Felipe Manflorita y Silvio, además de otros oficia les que salieron de estos talleres con el oficio bien apren dido. La alfarería tenía en Ambrosio Pascual su más genuino representante; pero había otros fam iliares suyos que tra bajaban primorosamente, presentaban sus trabajos en la fe ria y los vendían enseguida, sobre todos los objetos de ju guetería para niñas. En barbería teníamos al señor Santiago Mirón, a los practicantes Raimundo y Angel, a un hijo del tío Cabila y a Jerroura. En albañilería estaban los Javeras, los Quiricos y los Ta pas, Pedro el Portugués y otros. Tejeros que tenían sus hor nos en el valle de abajo donde hacían las tejas y ladrillos para las obras. Los más diestros encaladores eran Gonzalo y Pascual, manejaban muy diligentemente el hisopo y casi siempre tenían ocupación. Carniceros conocí a Isidro y a los Colazos (uno de ellos llamado Martín, era el que nos mataba los cerdos de la ma tanza) . Hubo en Ceclavin telares que hacían paños y bayetas; pero yo sólo conocí funcionando el de mi abuelo Cándido que lo tenía en la calle Centena. En época del esquileo com 158
praba la lana y, para quitarle la suciedad y cardarla, solía emplear cerca de 20 obreras, después de esta manipulación la llevaba al río donde la escaldaba en unas grandes calde ras de cobre — hoy valdrían estos envases un dineral— para quitarle la grasa, luego la cambiaba por hilos en Torrejoncillo, con los cuales hacía los géneros ¡Cuántos ratos me pa saba contemplando el vaiván del telar y el correr de la lan zadera! La competencia no se hizo esperar y tuvo que ce rrarlo porque se presentó en el mercado la mezcla de lana y algodón que se podía vender más barato. Los estanqueros eran don Pedro Perales y don Basilio Bustamante, éste padre de Felipe, Santiago y Honorio, co nocidos por los «estanqueros». En la época a que me estoy refiriendo no había muchos comercios; pero eran buenos los que había, tales como el de don Antolín Navarro, doña María Galán, don Indalecio López, don Juan Pérez, don Onofre Amores y don Agustín Cordero. Sucesores de don don Antolín Navarro fue don Tomás Perales Montes, y de doña María Galán, don Nico lás de Sande Herrero, por entonces se estableció don Do mingo Serrano Amorés. Para distraciones y pasatiempos había varios estable cimientos: el Casino de los Señores que tenía de conserje a Paco del Río; el Circulo de Artesanos, a Domingo Galán; el de Julián Cordero; el de Nicolás Guardado, y el de Ca nuto, que era como mixto de casino y taberna. De éstas ha bía las siguientes: la del tío Cavila, en la plaza; la de la Parra, en la calle Larga; la del Mangüeo, en la calle del Pi zarral, y la de Pascual el encalador, frente al pozo de la Fuente. Sin embargo, se vendía mucho vino en casas particulales, anunciando su venta con un ramo de olivo que colga ban por cima de la puerta de entrada a la casa. Había otros oficios que, aunque no podemos decir que fueran de artesanía, pueden muy bien encajarlos en este
V
159
capítulo, tales como los de molinero, vareadores de col chones, algún pintor de brocha gorda, y los barqueros Mónico y Felipe, tan recios en la maroma de la barca como re sistentes bebiendo vino. Los ejercidos por mujeres eran los de peinadoras, costureras, guisanderas, encaladoras, par teras, etc. Y no quiero que pase el lector este capítulo sin enterar se que teníamos de organista a don Santiago Blanco, padre de don Faustino, beneficiado de la Catedral de Coria, mú sico y compositor, y doña Agapita, Maestra nacional. Le su cedió don Cecilio, el célebre «Murituri». Otros músicos fueron: Luis Manflorita, que tocaba el clarinete y el acordeón; Angelín, que sacó buenos discípu los acordeonistas. Como guitarreros estaban Silvio el Za patero, Manuel Carraña y Brígido el Ciego, tanto Manuel como Brígido nos alegraban las calles, porque muchas no ches las paseaban tocando la guitarra. A pesar de mi propósito de no cargar de nombres el tra bajo, me ha sido imposible el cumplirlo en este capítulo. ¡Eran tantos y tan buenos que no creía prudente el dejar de mencionarlos! Aunque me ha auxiliado — más de lo que creía— mi me moria he tenido, sin embargo, que recurrir a los sobrenom bres de muchos de ellos por no recordar el nombre. Ruego, por consiguiente, a los familiares me sepan perdonar esta decisión.
160
CAPITULO XLI
COSTUMBRES CULINARIAS Ceclavin es un pueblo amable, hospitalario, atento y acogedor, los forasteros que llegan a él encuentran pronto amistades, buen trato y compañerismo como si de antigua amistad se tratase. Pero no solamente obsequia el ceclavinero con su ama bilidad, con su buen comportamiento y con su afecto al fo rastero, sino también con sus típicas y mejores comidas, sus mejores postres, sus famosos dulces y su apetecidas confituras. La cocina ceclavinera tiene buen repertorio y cuando tiene que manifestarse no regatea en medios, poniendo en juego sus mejores y más agradables condumios. Entre todos se destaca como el as de ellos la típica, rica y sabrosa chanfaina, comida que se prepara con las entra ñas o menudos de una red, que bien puede ser la oveja, la cabra, el cordero o el cabritillo. Su proceso es el siguiente: en la lumbre de un hogar so bre unas trébedes, donde se coloca una sartén con la dora da aceite de oliva, y cuando ésta se encuentra a punto se ■depositan los menudos previamente limpios y bien picados rehogándolos en el aceite, después se echa un vaso de vino blanco y oloroso recién sacado de la bodega, se dan unas vueltas y queda confeccionada la chanfaina. Si los me nudos son de reses mayores o viejas es muy posible que 161
haya que adiccionarle un poco de agua para cocerlos y que se ablanden. Como condimento, además del vino, se le sue le echar unas hojas de laurel, no estorbándole tampoco un poquito de picante. Yo he visto comensales que no se cansaban de alabar la esquisitez de aquel plato, ni se hartaban de comerlos con tanta avidez que quedaban ahitos, y toda la comida con que querían obsequiarle después quedaba sin tocarse. Este plato no faltaba en las bodas, en las matanzas y en las fa mosas y antañonas borrascas. El segundo lugar lo ocupa el frite o cochefrito de corde ro o cabrito, que lleva casi el mismo proceso que la chan faina. Otro plato también muy ceclavinero y muy apropiado para obsequiar eran los conejos en escabeche, considerados por algunos como el mejor de todos. La gallina en pepitoria y otros más que salían de la cocina para el buen yantar. Entre la m ultitud de dulces que se' preparaban para el postre sólo me ocuparé de los dos más importantes, la ca zuela de arroz y las natillas. La cazuela de arroz lleva como ingrediente principal harina de arroz, yemas de huevo, la che y azúcar, colocando además sobre la superficie almen dras limpias y mondadas, todo esto en cazuelas de barro se llevan al horno donde se cuecen a calor suave. Las na tillas es el resultado de un batido con huevos, azúcar y le che, que una vez bien mezclados se coloca en una vasija que se pone a la lumbre sin dejarlas de mover, después se depositan sobre unas fuentes apareciendo la superficie de un llamativo color amarillo, en ésta se depositan los neva dos que se hacen con claras de huevos y azúcar muy bati dos, quedándolos como una pasta y que sobre la superfi cie parecen como iceberg, por su forma y color, nadando sobre aquel mar amarillo. 162
De ordinario la costumbre del yantar o comer diferían bastante de unas a otras fam ilias. Mientras en la clase rica y pudiente se hacían los desayunos con el clásico y rico chocolate adicionado con pringas, migas, calentitos o bizco chos y un vaso de leche. En las clases media y pobres se hacían con sopas de diversas marcas; pero la clase artesana empezó a emanciparse de ellas para dar paso al café con leche migado con pan tostado o frito que son las pringas. La comida del medio día era muy variada en la clase rica, ya que no se solía comer cocido, éste lo ponían so lamente para la servidumbre. En cambio la clase media lo consumía a diario; porque, además de ser muy alimenticio, daba tres platos: las sopas, los garbanzos y para term i nar las presas, consistente en morcillas, chorizos, tocino y carne que se compraba muy de mañana en la plaza, que era el mercado de aquellos tiempos. La clase obrera no lo podía completar y además tampoco se reunía la familia, porque el cabeza de fam ilia tenía que salir a trabajar al campo, en donde llevaba una especie de bocadillo a base de pan y alguna sardina o trozo de tocino, otras veces — que eran bastantes— solamente el pan con higos pasos. Por la noche se cenaba en las casas ricas un primer plato de patatas, judías o arroz, seguido de carne fresca y tierna de cordero o cabrito que le habían traído de la ma jada, o bien de caza, que entonces abundaba y su valor era muy escaso, los conejos se solían vender a dos o tres reales, las perdices por doce perras y las liebres por tres reales. La clase media cenaba patatas, judías, arroz o sopas en sus diferentes guisos por variar, siendo muy corriente ha cer el segundo plato con tortilla de patatas o caza, si en la fam ilia tenian algún cazador. La clase pobre repetía generalmente el plato de sopas en invierno para dar calor al estómago y las ensaladas o 163
gazpachos en el verano; pero desgraciadamente había en muchas fam ilias la costumbre de acostarse sin haber po dido cenar. Los postres no faltaban en la mesa de los pudientes, a base de natillas o dulces en el invierno y fruta del tiempo en el verano. En la clase media los postres se reducían a uvas, me lón, sandía, higos o fruta que se recogía en el verano y duraba bastante tiempo. La clase pobre casi todo el año carecía de este plato, en el verano, como había mucha fruta en las viñas, solían gozar de alguna. Como alimento general teníamos el pan, del que se consumía gran cantidad, era la vitamina que tenía a su al cance la gente pobre y necesitada. En los años que fallaba la cosecha de trigo, eran años calamitosos, se padecía mu cha hambre y la anemia hacía presa en los niños de la clase más necesitada. Un año que hubo una fuerte helada, el día 25 de marzo, arrasó toda la cosecha y hubo que sa lir a comprar trigo a Salamanca y Valladolid, de donde se trajeron muchos vagones — según decía mi padre que fue a comprarlos— para que el pueblo pudiera comer pan. Para moler el trigo contaba Ceclavin con varias aceñas en el río Alagón, entre ellas la de la Orden y la Socarrona. En los arroyos había unos molinos rudimentarios para ca sos de emergencias cuando el río anegaba las aceñas por las grandes avenidas invernales. Los labradores iban a moler con sus caballerías a las aceñas; pero la harina que sacaban no estaba muy limpia a causa de que la maquinaria era bastante deficiente, por esta causa había que cernirla o tamizarla, para ello se po nía sobre la artesa unas varillas o listones de madera (és tos los usaban en los carnavales para poner sobre ellos los cuernos y hacer la vaca rabiosa) sobre los que se des164
Iizaban en continuo vaivén, los cedazos o cernideras, tra bajo muy fatigoso, aunque las trabajadoras lo hicieran can tando. También resultaba sucio porque el polvo que se des prendía las ponía blancas desde arriba hasta abajo. Esto era lo más corriente en las casas de los labradores, y de su im portancia nos dará idea el hecho de haber un artesano que lo llamaban «Manuel el Ceadero» dedicado a la confección y arreglo de los cedazos. Una vez tamizada la cantidad de harina que querían ama sar, hacían los preparativos para hacer el pan, que también daba trabajo porque el amasijo lo hacían a mano. Bien tapadito y en sitio abrigado hasta que se ponía a tono o leu do para llevarlo al horno. En algunas ocasiones resultaba un gran conflicto en contrar el horno en condiciones de buena cochura. Ya en casa, después de frío, se metía en una tinaja en la que se conservaba fresco y tierno y parecía que nunca se acababa. De aquí viene el dicho de que «rehúndes más que el pan de tinaja».
I
Había también amasadoras que se dedicaban a vender pan, entre ellas recuerdo a la señora Magdalena la del pan blanco, porque el pan que vendía era efectivamente blanco, limpio y bueno. Otras vendedoras aliviaban mucho la eco nomía de la gente trabajadora dándole el pan fiado. Hoy, cuando recuerdo la forma de llevar la contabilidad, me cau sa maravilla su rudimentario procedimiento; pero que rara vez se equivocaban. Considerando que la construcción de una fábrica de ha rina y pan con elementos más modernos podía ser de uti lidad se decidieron a su realización don Santiago Antúnez y don Bonifacio Navarro, se empezaron las obras y, como se echó encima un fuerte y continuo temporal de lluvias, hubo de caerse una de las paredes y enseguida surgió la copla: 165
La tahona se ha caído por venir les rajamantas, porque no quieren los ricos que trabajen los de Tapa. y esta otra: La tahona se ha caído por venir los forasteros, porque no quieren los ricos que trabajen los del pueblo. Una vez terminada empezó con buenos resultados, se hacía buenajharina y buen pan. De momento parecía haber acaparado toda la industria molinera; pero pronto se can saron los propietarios y dejaron de hacer pan y arrendaron la fábrica a mi tío Pedro y a mi padre que la llevaban en compañía. Para funcionar esta fábrica recibía fuerza eléctrica de la fábrica de luz que estaba en el río Alagón al sitio denomi nado Vado-gallego; pero en las grandes avenidas inverna les se anegaba y no podía dar luz, siendo este un grave in conveniente porque quedaban en paro la fábrica y los em pleados. De aquí salió un gran experto en molinería, Mariano Ro sado, que fue después el técnico que dirigió otras grandes fábricas. Como podrán apreciar los lectores de este capítulo es fácilmente deducir lo trabajoso de aquellos tiempos; aun que todo se podía dar por conforme debido a la paz y tran quilidad que se gozaba.
166
CAPITULO XLII
COSTUMBRES SANITARIAS A principios del siglo, en muchas zonas y pueblos de la provincia, no tenían servicios médicos ni farmacéuticos, por este motivo hizo garras el curanderismo; curanderismo que fue mantenido por la ignorancia y la incultura de sus ha bitantes. En Ceclavin, aparte de ciertas prácticas curanderiles que resultaban la mayor parte de las veces inofensivas, el cu randerismo no tenía campo de acción, debido al buen plan tel de médicos que había y el buen servicio de farmacia. Entre los primeros se encontraban don Severo Pérez, ya bastante anciano, teniendo la cualidad de recetar por el sis tema antiguo de pesas y medidas, tal como las onzas, dracmas, escrúpulos y granos, y para los líquidos, el cuartillo, la panilla, la copa, etc. Don Dámaso Oliveros, también de bastante edad; don Ulpiano Perales, y don Julián de Sande.
«
Los médicos hacían la visita diaria en el dom icilio del enfermo, y bastaba indicarle cualquier alteración en el paciente para volver de nuevo. Las farmacias, estaban regidas por don Mateo Alvarado Sánchez y don Tomás de Sande, poco después por don José Rodríguez-Arias Carbajo y don Antonio Pérez Gallego. Esta ban muy bien surtidas. El pago se hacía por el sistema de Igualas, tanto en los médicos como en las farmacias. Su cuantía era de 20 reales 167
al año, aunque había algunas de más precio en las fam ilias pudientes; pero, desde luego, muy pocas. A pesar de estas facilidades, el público tenía sus prác ticas y sus costumbres, casi inofensivas, que se ejercían sin reparos de clase alguna; tales eran la de tomar en las mañanas de primavera, sendas tazas de cocimiento de san guinaria, los que se consideraban bastantes gruesos o los que creían que le sobraba la sangre, infusiones de flo r de malva o raíz de malvavisco para los catarros, así como la aplicación del molesto y picante papel de tapsia sobre el pecho, el aguardiente de pepino para los dolores de barriga, las ferruginosas aguas de las pilas para la anemia, los pega dos o parches contra los lumbagos, los cigarrillos y hojas de extramonio para los asmáticos, las habas sobre las sie nes cuando tenían dolor de cabeza, y otros más peligrosos, como era el taponar las heridas sangrantes con las telas de las arañas, sucias y llenas de polvo, expuesto a ser inocu lado o infectado con el tétano. Había en Ceclavin varias enfermedades endémicas, ta les como la tuberculosis, el paludismo, las tíficas y paratíficas, las co litis y la fiebre de Malta, que aparecía con frecuencia, porque sólo se consumía leche de cabra. En los inviernos solía haber algunas pulmonías que eran muy temidas porque causaban víctimas, ya que los medi camentos que entonces se le aplicaba a los enfermos no daba el resultado apetecido de los médicos y familiares. Las cantáridas que le recetaban eran dolorosísimas, sufrien do el paciente lo indecible. Las aguas de los pozos se infectaban frecuentemente por la proximidad a los arroyos que arrastraban toda clase de inmundicias. Prohibían su uso; pero el público ignoraba la transcendencia y contraían la enfermedad que tenían sus bacilos — generalmente las co litis— , los pozos más afecta 168
dos eran casi siempre el de las Charcas y el de la Fuente. Estos estaban en cuarentena con mucha frecuencia. Las epidemias que se padecían eran las co litis y la del sarampión, que causaba numerosas víctimas en la pobla ción infantil además de las secuelas o defectos causados por el mal desarrollo de la enfermedad. Hubo en cierta ocasión una grave y fuerte epidemia de viruela negra, importada de Portugal, que cogió al pueblo desprevenido y lo atacó con saña sin respetar edades ni condición. Murieron muchas personas mayores, sobre todo pastores y gente obrera que no estaban vacunados. Enseguida se empezó la vacunación masiva y pudo con tenerse la epidemia. Los que salían de la enfermedad queda ban señalados con cicatrices que la gente le decían «rañados de viruelas».
169
CAPITULO XLIII
LAS CLASES SOCIALES Si recorremos los tiempos de la Historia, observamos como desde que se empezó a organizar la vida de los pue blos, se establecieron diversas clases sociales. Por impe rativo de su constitución pasaron de unas generaciones a otras con nombres que designaban a sus diferentes esta mentos; pero que no difería mucho su composición. Durante la dominación Visigoda, fue cuando se le em pezó a dar más importancia a la clasificación. En esta épo ca se crearon varios títulos otorgados a la Nobleza, la cual gozaba de grandes privilegios. En la Reconquista los Reyes cristianos, quedaron bien delimitados los diferentes grupos: la Nobleza, como brazo fuerte de la Monarquía; el pueblo o estado llano, compues to por hombres libres y los siervos que generalmente eran destinados al cultivo de los campos y otros menesteres, con el fin de quedar libre los cristianos para que pudieran ir a la guerra. La primera gozaba de grandes prerrogativas — según digo antes— cayendo los impuestos sobre la segunda y so bre la tercera el trabajo y la esclavitud — aunque en nues tra Patria no echó hondas raíces el Feudalismo. Los Reyes Católicos se ocuparon de suavizar estas di ferencias y los grupos ya no se encontraban tan distancia do. Al primero seguía perteneciendo la Nobleza, pero con 171
bastante merma en sus privilegios; al segundo los comer ciantes, artesanos y fam ilias que vivían con cierta inde pendencia, y al tercero los obreros y trabajadores campe sinos, pero no como siervos ni esclavos sino como hombres libres. A últimos del siglo XIX y principios del XX, hubo un sentim iento general democrático, que, arropado por la f i lantropía que predicaba el amor a los hombres, se interpre taba por el mejoramiento económico y social. Con estas breves anotaciones se llega de que en todos los tiempos y en todas las ron diferencia sociales; pero que había que rían hacer más llevadera y menos pesada existencia.
a la conclusión épocas, existie convivir si que la carga de la
En Ceclavin, nos encontramos a principios de este si glo con las tres clases bien diferenciadas, y cada Estamen to — como hoy se dice— con las costumbres más bien im puestas — que voluntarias— por las circunstancias econó micas y culturales. Estas clases o grupos se denominaban: clase rica, me dia y pobre. La clase rica y pudiente se desenvolvía en un ambiente marcadamente casero, podían resolver sus cuestiones sin necesidad He salir a la calle, el disponer de dinero y servi dumbre le facilitaba su conveniencia. Además sus vivien das gozaban de las comodidades que entonces se apete cían. Casas grandes, con habitaciones espaciosas, salas y salones reservados a las reuniones o acontecimientos fam i liares, adornados con tapices, muebles lujosos, espejos va liosos y retratos de sus antepasados colgados sobre sus paredes empapeladas con mucho gusto. Amplios corrales y dependencias para el ganado, habi taciones que hacían de silos llamadas trojes en lenguaje ceclavinero. 172
Solían vestir lujosamente y su porte era distinguido, ha cían algunos viajes — sobre todo en el verano— para bus car horizontes amplios y luminosos, las poblaciones coste ras eran las más codiciadas. No temían a los viajes, tan in cómodos y molestos como eran en aquellos tiempos. Los hijos varones estudiaban casi todos carreras Univer sitarias, siendo las más corrientes la de Abogado, Médico o Farmacéutico. Las hijas se pasaban casi toda su juventud en los colegios. Generalmente gozaban de buena servidumbre, aunque ya no era mandataria ni sumisa, había fam ilias que las tra taban muy bien y algunas criadas murieron en sus casas ya en edad avanzada. No faltaba tampoco algún criado de con fianza para tener al tanto de los asuntos a sus amos y acompañar al señorito cuando salía de viaje a coger el tren a la estación. Casi todas estas familias tenían grandes propiedades, en algunas de aquellas había buenas y cómodas casas de campo donde pasaban algunas temporadas. Esta clase solía hacer la vida en sociedad con sus fa milias y amistades, los señores tenían su círculo de recreo o casino donde se reunían a pasar el rato conversando so bre asuntos locales o políticos. No era muy concurrido su centro de recreo. Los jóvenes cuando regresaban del estudio y las chicas del colegio formaban buenas peñas y en algunas ocasiones representaban funciones de teatro con mucho éxito. La clase media, compuesta por comerciantes, artesanos y fam ilias campesinas acomodadas, era la más numerosa, la más comunicativa y la más sociable. Estaba entre la cla se rica y la pobre, con aquélla tenía buenas relaciones y con ésta no tenía reparos acogiéndola con agrado siempre que la ocasión se le presentase. Existía buena compenetra ción entre los elementos constitutivos de la misma, hasta 173
el punto que sólo por el hecho de ser vecinos se conside raban como de familia, tenían confianza mutua para hablar de sus cuestiones incluso las familiares, no se tenían en vidia y las reuniones eran frecuentísimas, se convivía con una sinceridad extraordinaria compartiendo con alegría o disgustos los éxitos o fracasos de sus convecinos. En las noches veraniegas había animadas tertulias en la calle. Este estado de cosas no tiene nada de extraño y yo le saco una lógica explicación, cual es la convivencia que se tenía desde la niñez al entrar a depender en el comercio o en alguno de los muchos talleres de artesanos que ha bía en Ceclavin, convivencia y amistades que perduraban muchos años. Las viviendas eran muy similares, casa con portal donde había una o dos habitaciones húmedas y obscuras general mente llamadas cuartos, pasillo largo y estrecho hasta el corral, al cual daban la bodega, la cocina y el comedor, en éste solía haber alguna habitación destinada a dormitorio. Algunas tenían a la derecha o izquierda habitaciones llama das salas con alcobas que hacían de dormitorio. La casa que tenía planta alta la dedicaban para desahogo o guardar cosas inservibles. En los corrales de estas viviendas era muy común el na ranjo o el limonero y cuando había chicas jóvenes no fal taban las macetas con flores, generalmente los geráneos y claveles. Para recreo tenían las chicas sus reuniones y los varo nes el Casino de Artesanos o el de Cordero. Además acos tumbraban los artesanos a tomar un vasito de vino al salir del taller antes de llegar a su casa y según las horas le llamaban las once o los escureceles. Era la clase más asidua a fiestas, procesiones, baiíes y costumbres populares. 174
Y vamos con la tercera, la clase pobre, la clase humil de, la clase más necesitada, la clase del sacrificio. Cuando escribía sobre las otras sentía honda pena no poder decir de esta lo mismo; pero los obreros de Ceclavin vivían con una estrechez extrema, carecían de lo más necesario y las grandes invernadas que por aquellos tiempos se padecían los obligaban a recluirse en su casa pasando hambre. Esta vivía también más aislada que la anterior, entre ellos no había tampoco mucha cohesión, porque los que tenían aco modo en las casas ricas como sirvientes se consideraban superiores a los simples jornaleros. Por esta causa en el período socialista los dieron en llamar Palancanos. Muchos huyendo del hambre y la miseria y de las en fermedades, que eran los únicos regalos con que conta ban, cogían el oficio de pordiosero, pidiendo de casa en casa y de pueblo en pueblo. ¡Les había tocado una cruz muy pesada! ¡Y qué podemos decir de sus viviendas que no estuvie ra en consonancia con su triste y apenada vida! De reduci das dimensiones, portal que hacía de sala, comedor, cocina y, tal vez, de dormitorio, habitación común para toda la familia, escasa lumbre y poco pan. Muchas familias tenían la costumbre de acostarse sin cenar (según he dicho antes). Algunos tenían un borriquilio con el que traían algunas cargas de leña o de picón; pero la venta era muy dificultosa y el dinero que obtenían no le daba para cubrir ni las ne cesidades más perentorias. En fin, termino lamentando la triste y penosa situación social y económica en que vivían mis estimados paisanos en aquellos tiempos de mi infancia. No me he atrevido a describir algunas estampas de su vida por ser tremendamente patéticas y conmevedoras.
175
I
CAPITULO XLIV
LA POLITICA Por ser una cosa más del pueblo, no quería pasar sin tocarla, aunque sea brevemente, además debo confesar que no puedo dar detalles amplios porque entonces estaba al margen de la misma por mi cualidad de juventud. Desde luego hay que reconocer que en Ceclavin no se practicaba con tanta virulencia como en otras localidades, aunque no faltaron disgustos serios entre fam ilias muy alle gadas a causa del antagonismo político. Yo me acuerdo remotamente que había dos partidos po líticos a los que le decían el partido de Arriba y el partido de Abajo. Supongo que estos apelativos estarían en con sonancia con el mando, o sea, el de Arriba cuando estaba con las riendas del poder y el de Abajo cuando paciente mente esperaba la caída del contrario. Sin embargo, los que jugaban a la política, tenían a ve ces sus añagazas para triunfar. En una ocasión, durante unas elecciones municipales, dieron las cuatro de la tarde en el reloj de la torre de la plaza, cuando solamente eran las dos solares. Se cerraron los Colegios Electorales quedán dose sin poder votar muchos de los contrarios por ignorar tal estratagema. Otra vez — esto lo presencié yo— rompieron la Urna del Colegio Electoral que estaba debajo del Ayuntamiento. Y, 177
aunque surgían algunas disputas y el tira y afloja con al gún elector, nunca hubo derramamiento de sangre. La pugna existía entre los Jefes de los Partidos y algu nos allegados. El pueblo se mantenía al margen y no le apetecía echar leña al fuego. Con las alternativas que se traían los Partidos, desem peñaron varios años la Alcaldía los Jefes políticos, entre ellos don Santiago Antúnez, don Bonifacio Navarro, don José Amores y don Ramón Lucero. La política de los dos primeros era más bien financiera, su mayor orgullo era sanear las Arcas Municipales, cuidan do de que no subiera el Presupuesto Municipal y, por con siguiente, el Reparto de Utilidades, aunque el pueblo si guiera lleno de baches y charcos, los caminos intransita bles y el paro obrero sin atenuarlo. La política de los segundos, era más humana, convivían más con el pueblo, con todas las clases sociales y tenían más interés en dar trabajo a los obreros. Pero hay que reconocer que era una política triste, es tática, no había proyectos de mejoras para el pueblo, no pusieron interés en alcanzar ayuda del tesoro nacional ni del provincial y Ceclavin seguía durmiendo en la cuna de la pasividad.
178
CAPITULO XLV
LA BORRASCA Nerviosamente se van quitando las hojas del calenda rio al señalar el mes de diciembre. A medida que caen sus hojas suben las preocupaciones por la Borrasca. En este mes no hay otra conversación más que lo rela cionado con la fiesta netamente ceclavinera «La Borrasca». Los mozos buscan trabajos extraordinarios con el cual puedan ahorrar para los gastos que se avecinan, trabajan de madrugada o al atardecer, el salario extra será su cau dal para hacer frente a los de la fiesta. ¡Hay que pagar la Borrasca a la novia! ¡Hay que tener para convidarla en aquellos días! ¡Hay que mostrarse espléndidos ante los demás! La Novena de la Purísima era el llamador que sonaba en los corazones de todos los ceclavineros, las partidas o grupos de jóvenes se reunían para tratar definitivamente el plan borrasqueril. Solían surgir en ellas riñas, criterios di ferentes, intransigencias y discusiones que traían como consecuencia la ruptura de negociaciones; aunque después volvieran a reunirse. La noche de la Purísima era también la noche señalada para poner el dinero para la cena de Nochebuena, sobre todo la clase menos adinerada. Había que comprar el ma cho cabrío o el carnero, que, adornado con cintas de múl179
tiples colores y con un sonoro esquilón, lo paseaban por las calles del pueblo con gran algaraza y regocijo de los mozos que al son de las panderetas y tambores cantaban los cantares Navideños. La costumbre de hacer Borrasca abarcaba todas las cla ses sociales, siendo, sin embargo, diferentes en unas y en otras la forma de hacer las aportaciones. Mientras en la clase pobres, los novios y algunos pretendientes paga ban, además de su parte, la de su novia o futura novia; en !a clase media y rica los varones no tenían que preocupar se de estos gastos, pero sí de organizar y pagar los bailes de Navidad, Año Nuevo y Reyes. Todos los domingos entre la Purísima y Navidad había simulacro de Borrasca, se reunían los grupos, se cantaba, se trataba de la comida y se hacían proyectos para la cena de Nochebuena. Pero la verdadera actividad empezaba los tres o cua tro días anteriores. En los locales habilitados, hacían las reuniones yendo y viniendo a todas horas y, a pesar de la proximidad de la fiesta, aún surgían desavenencias y en algunos grupos se llegaba hasta la ruptura total reclamando los disidentes su aportación. En estos regateos había mozos y jóvenes que se veían comprometidos a pagar lo que pudiera corresponder a la moza que él rondaba; pero las disponibilidades económicas no le permitían sus buenos propósitos, alejándose de las reuniones apareciendo otras veces, esquivando el compro miso, etc. Para éstos tenía la moza ceclavinera el siguiente cantar lanzado al viento con gran ironía: Porque viene la borrasca te ausentas mozo, ya no quiero borrasca n i a ti tampoco. 180
O este otro, también con el mismo fin irónico que el anterior: Aunque vino la Nochebuena no vi tu cara, para otras fue buena y para mí mala. Llegó el día de la Nochebuena, desde la mañana hasta !a noche no cesa el público de salir a la calle. Las jóvenes en continuo ajetreo, acarreando manteles, vajillas, cubier tos, mesas, etc. Los mozos llevando cargas de leña a su Borrasca y todos diligentes buscando lo que se necesitara. Todo preparado para la Fiesta, tambores templados, pan deretas, sonajas, campanillas, esquilones, tapaderas, zam bombas, etc. En fin, todo lo que pudiera sonar o hacer ruido. La juventud se encuentra intranquila y nerviosa, las mo zas acompañadas de sus madres se dirigen a la Borrasca. En los primeros momentos la chiquillería es dueña de la calle, van de casa en casa de sus fam iliares, amigos y co nocidos, los convites se suceden unos a otros, las perrunillas, los coquillos, el rico y oloroso vino de la bodega los rinde pronto y abandonan el palenque para dar paso a los mayores. Sin embargo, me acuerdo aún de mi primera Borrasca infantil. Nos reunimos 10 chavales, pero a la hora de la cena sólo nos presentamos seis, los otros cuatro sucumbie ron a los convites y al cansancio. Entonces se hacía la vigilia de Pascua el día de Navidad y hasta pasadas las doce de la noche no se podía comer carne. La comida nos la habían preparado en casa de mi tía María, la mujer del señor Mónico el Latero, que vivía en la plazuela de San Diego — su hijo, llamado Fermín, apo dado la Guitarra, fue una de las bajas— . El menú fue sim ple y copioso, primero la consabida ensalada de lechuga 181
para apagar algo el fuego del vino que tenía el estómago, después un plato de arroz con liebre que le hubimos de comprar al tío Casto Luna por doce perras, y, finalmente, las humildes papillas de harina llamadas vulgarmente pu chas. Con la baja de los comensales y lo hermosa que era la liebre tuvimos para comer dos veces. Pero vamos a pasar a la Borrasca propiamente dicha. Estamos abriendos sus puertas, aparece el portal de la casa desalojado de mesas y sillas, pero junto a las paredes hay bancos y taburetes donde se subían las chicas para defen derse cuando la avalancha humana hacía entrada tum ultuo samente brincando, cantando y bebiendo. Los grupos afines se van formando, y con ellos van sus amigos forasteros que con cara asustadiza y algo rezagados siguen a sus compañeros. Podemos decir que en las Borrascas se formaba una gran amalgama de carne humana. En estos momentos se borraban las clases sociales, todos saltábamos juntos, to dos nos cogíamos alegres y contentos, entonábamos las mis mas canciones y si hubo algún daño no fue intencionado. Ni una palabra más alta que otra, nadie se daba por ofendi do, ni riñas, ni peleas, todo lo perdonaba la gran Fiesta. Los de más edad no se resignaban a quedarse en casa, hacían sus correrías casi en solitario llevando sobre sus hombros la típica capa española que al entrar en la Bo rrasca haciendo movimientos solía desprenderse, y para ello las mozas les cantaban lo que sigue: Entró don Diego en Madrid con la capa arrastrando, diciendo que ha de reinar viva el Rey Don Fernando. Grupos y grupos recorren las calles buscando las Bo rrascas, la entrada se hace rápida para sorprender a las 182
mozas en el suelo, rodearlas, apretarlas y saltar con ellas al son de las panderetas, almireces, sonajas y otros ins trumentos de sonidos ruidosos. Casi siempre al entrar se daba paso a este cantar: Saltar y brincar, andar por el aire, que parece el tío del fraile; y dejarlo solo y dejarlo solo que parece el tío Bartolo. Luego seguían otros también muy apropiados, como éstos: Esta noche nace el niño y mañana lo bautizan, el día de las Candelas lo lleva su madre a misa. Y éste que se cantaba con mucha frecuencia: Esta casa es casa grande, aquí vive un labrador; tiene la m ujer bonita los hijos como una flor. Cuando ya llevaban un rato en la Borrasca se despe dían de esta forma: Vámonos de aquí que corre la mala fortuna nuestra, que se ha caído la torre no se nos caiga la iglesia. Cantares muchos y variados, era inacabable el folklore navideño. Sin embargo, desde algún tiempo se dieron en trada a canciones alusivas a los acontecimientos que hu bieran sucedido en días próximos a la Borrasca. Algunos años estuvieron de actualidad «Los Nabos», «Las Tres Borrachas» y otras tonadillas pegadizas y no muy apropiadas. 183
Han pasado las primeras horas, los pequeños se han re tirado, el dominio es de los jóvenes, que, sin cansancio, si guen en la brecha. De una a otras Borrascas van y vienen, una, dos, tres veces, todas las que sean necesarias para hacer divertido el tiempo. Los que no hacen Borrasca, se van retirando a donde tienen preparada la cena, ya que es muy raro el que se acuesta sin haber participado en alguna comida con otros amigos. Alguna echa de menos al mozo que quiere, no lo ha vis to en toda la noche; pero al fin se presenta bebido, quizá borracho para tener valor de acercarse a la moza de sus ensueños, entonces la guapa moza lo saluda cantando: Hasta que no te emborrachas no vienes en busca mía. ¡Ojala te emborracharas todas las horas del día! La noche va avanzando, se aproxima la hora de la Misa del Gallo, las companas de la Iglesia suenan con alegre repiqueo, de casi todas las gargantas sale el mismo cantar: Ya tocan a maitines ya tocan al botón, a la dongolondera y al dongolondón. A la Misa van las Autoridades, la asistencia es escasa, pero no falta algún que otro gallito que canta su quiquiriquí. Si San Pedro pudo negar cuando el gallo cantó, éstos no pueden negar que Baco los va acompañando. Va palideciendo la animación. En la plaza se ven grupos alrededor de los puestos de churros o calentitos, que desde las primeras horas de la noche ya estaban colocados en su sitio; pero si hacía mal tiempo ponían una tienda o se re cogían debajo de los portales. 184
Después de la Misa del Gallo se empezaban a recon centrar los grupos en sus Borrascas, ya se va preparando la mesa para la cena. Ocurría frecuentemente que había partida de chicas jó venes que aún no compartían con los chicos la cena, pero éstos ya las rondaban más o menos y se hacían pegadizos y pelmosos, para ello cantaban con aire socarrón lo que sigue: Váyanse de m i casa los jaramugos que si viene m i amante no queda uno. No se salían sin su correspondiente indirecta: Ya me voy de tu casa montón de humo por no ver a tu madre... Tampoco es extraña la baja de algún que otro borrasque ro en la comida, el vino lo ha vencido, su juventud, su fo r taleza y su ilusión se las arrebató el dios Baco que no per dona a los que se pasan el lím ite que él le tiene señalado. Tristeza de la novia cuando ya todo va a transcurrir como en familia. La cena era de diversas categorías. La sociedad en aque llos tiempos seguía separada en sus diferentes clases de estamentos. La de la clase pobre era de una forma, la de la clase media de otra y la de la clase adinerada de otra. Las primeras tenían el siguiente menú: primer plato en salada de lechuga o de escarola, venía la chanfaina que se hacía con los menudos de la red sacrificada, carne abun dante aderezada con vino y algo de picante, vino bueno y abundante y el postre a base de arroz con leche o las sim ples y humildes puchas. La clase media hacía el plato de carne con gallos o ga llinas en guisos muy apetitosos y de postre dulces caseros, arroz con leche, natillas o las famosas cazuelas de arroz. La clase adinerada el plato de carne solía ser de pavo o gallina o tal vez caza de perdices o conejos, los postres 185
muy variados y dulces también variados, los vinos además del corriente solían gastar vinos de marca embotellado. Después de la cena, todos cansados, lesos, relajados, se quedaban en familia, los novios aprovechaban este rato para resarcirse del tiempo perdido en las horas anteriores, los demás más tranquilos y sosegados contaban en coro el repertorio, aquí había que echar mano de cantares an tiguos y modernos, entre los antiguos tenemos: Una suegra de azúcar dicen que amarga. ¡Ay de mí que la tengo de carne humana! El clavel en el huerto llueve y se moja, el aire lo sacude hoja por hoja. Lava la niña en el prado, lava y tiende, tiende su ropa en el prado, prado verde. Levanta las alas de tu sombrero, que pareces viudo y eres soltero. Por esta calle me voy por la otra doy la vuelta, la dama que me quisiera téngame la puerta abierta. Gasta la molinera ricos collares de la harina que roba de los costales. 186
Si piensas que me mueven tus intereses, es m i pecho más noble que te parece. Gasta la molinera ricos justillos y el pobre molinero sin calzoncillos. Esquilones de plata, bueyes rumbones, éstas si que son señas de labradores. Arriba el limón, abajo el romero, que yo te rondaré aunque sea con denuedo. Por esta calle a lo largo tengo que sembrar piñones, y los tengo que regar con sangre de corazones. En esta calle vivía, no lo quiero declarar, la que me lavó el pañuelo con el agua de fregar. Dale dale dale dale
tú al pandero al almirez, a la zambomba bomba al almirez.
Esta noche no hay coche porque el cochero ha cogido una mona y la está durmiendo.
Esta noche ha llovido mañana hay barro, cuatro pares de muías llevará m i carro. Más quisiera una noche, quiquiriquí, dorm ir contigo, que tener una troje, quiquiriquí llena de trigo. Aquí de noche aquí de día, hasta que venga la luz del día. El pajarito en la jaula se divierte con alambres, así se divierte el preso con la reja de la cárcel. Ventanas por las calles son peligrosas para el padre que tenga las hijas mozas. Vengo de m oler morena, de los molinos de arriba; duermo con la molinera, no me cobra la maquila, que vengo de m oler morena. Salgan las casditas de los rincones, que ésas son las que alegran los corazones. Tonta tú, tonta tu madre, tonta tu abuela y tu tía, cómo quieres que te quiera si eres de la tontería.
Por este estilo podíamos seguir escribiendo bastantes más, pero como la noche se estiraba, dedicaban también algunos ratos a canciones largas y de entretenimiento. Mu chos años estuvieron de actualidad «Los Nabos» y «Las Tres Borrachas» — según he dicho antes— , pero una que era bastante cantada — sobre todo por las chicas de servir— era «La Molinera», que debió tener su origen en la novela de Alarcón. «El Sombrero de Tres Picos», recuerdo que em pezaba de la manera que sigue: En Jerez de la Frontera hay un molino alquilado que ganaba su sustento un molinero afamado. Era casado con una moza como una rosa. Por ser tan bella el Corregidor Padre se prendó de ella. La visitaba, la cortejaba, hasta que un día le declaró el intento que pretendía. — Yo, Sr. Corregidor, vuestros favores admito, pero siento que m i esposo nos atrape en el garlito. Pues el maldito tiene una llave con la cual abre cuando es su gusto, y si viene y nos c o g e . tendremos susto. Respondió el Corregidor: — Yo puedo hacer que no venga mandándole al molino 189
cosa que a él lo entretenga. Pues como digo será de trigo porción bastante que lo muela esta noche que es importante. Por cierto, vino a este molino un pasajero, que el oficio tenía de molinero. Le dice si está V. ansioso y deseoso por irse, amigo, vaya V. que sin falta yo muelo el trigo. El molinero, oyendo esto, partió como un cohete, y a las doce de la noche abre la puerta y se mete en su retrete. Cuando en la cama encontró a su dama con el Corregidor en un gran sueño, toda la ropa muy recogida sobre una silla sin faltar nada, reloj, capa y sombrero, bastón y espada. Se lo puso el molinero, con contento y alegría, del Corregidor el traje y dejó el que traía. Despertó el Corregidor, por ver la hora procura, echó mano a su reloj y extrañó la vestidura; la molinera toda se altera
y ha respondido: ¡Señor, ése es el traje de m i marido! El Corregidor, temblando, el delito le acobarda, en sa lir de allí pronto, en vestirse poco tarda, con capa parda, chupa y calzones, con m il girones y m il remiendos, las polainas atadas con unos vendos, unas albarcas de p ie l de vaca y una montera despidióle la molinera. Tomó la guía para su casa por ver que pasa, y dio a la puerta, le responde el criado que estaba alerta. — ¡No me conoces que soy tu amo! ¿Cómo no abres la puerta cuando te llamo? Vaya V. abuela con esa muela, con esa trama, que m i amo hace rato que está en la cama con la Corregidora que es linda dama. Canción picaresca y entretenida, pero que se iba per diendo la letra, ya que de año en año se cantaba menos. 191
Todavía hay quien la saba decir o cantar. No todas las Borrascas resistían hasta venir el día. Sólo quedaban las de las mozas de servir, que desde allí se iban a casa del ama; eran las más castizas y las más aguerridas. Cuando los mozos habían caído un poco rendidos y se en contraban sin ganas de jarana, las mozas los azuzaban y los espoleaban con este cantar: En esta casa no hay mozos y si los hay no los veo, parece que están metidos debajo de un gallinero. Con nuevos bríos los jóvenes se incorporaban, pero al fin volvían a quedar aletargados y adormilados haciendo la digestión de la opípara cena. Esta era la ocasión de can tarle una canción sarcástica y mordaz, que es la que sigue: Ya no vales na, ya no vales na, te comí los cuartos de la madrugá. Chumbalé molinero, chúmbale, chumbalé que contigo me iré. Esto tenía relación con los trabajos que hacían los mo zos en las madrugadas para allegar recursos a la fiesta. En algunas preparaban chocolate antes de irse los mo zos a correr los gigantones por las calles del pueblo. Los gigantones, que en nuestra infancia nos parecían hombres descomunales, no eran sino aquellos que después de toda la noche en actividad y con un buen sorbo de vino en su estómago y repuesto con la bota que llevaban al hom bro cantaban sin cesar: Los gigantones, madre, el día de la Cruz, como son tan borrachos, 192
cantan el bebe tú. Tú bebes más que yo, yo uebo más que tú; Jos gigantones, madre, el d¡a de la Cruz. No faltaban pesqueras en los regatos de las calles en los años lluviosos, cuando sobre ellos caía algún gigantón. El día de Navidad solía ser tranquilo, la gente moza ren dida de la noche anterior no tenía ganas de jarana. Sin em bargo, por la tarde, si era buena, se formaba un paseo ani mado por el camino del Valle de Abajo y al regresar ha cían algo de baile o pacífica reunión en animado coloquio comentando las incidencias de la Borrasca. El día 26, segundo de Navidad, era el día de los caba llos. Desde muy temprano se empezaban los preparativos de estas fiestas, los grupos o partidas que habían hecho borrascas se reunían para ir a la Virgen montados en ca ballos, mulos, borriquillos, etc. Al llegar a la ermita daban dos o tres vueltas a su alrededor, se bajaban, entraban a i/isitar a la Patraña, regresando a todo correr al pueblo don de van de casa en casa y son obsequiados con dulces, vino, castañas formando gran algazara. Al salir el dueño o su se ñora con el convite se suele cantar: Castañas, piñones, todo lo comemos, y si hay un tragüito también lo bebemos. O también este otro muy apropiado al día: Echeme usted buen vinito que el agua me hace mal, más quiero soplar mosquitos que oír la rana cantar, que oír la rana cantar dentro de m i cuerpecito. Algunos años empezaron a salir carros que quitaron el tipism o de la fiesta. 193
Corren por las calles y no faltan caídas, sobre todo en las mozas cuando van solas. Ni tampoco quien se queda rezagada al ser retenidas su cabalgadura por la muchedum bre que presencia el desfile, con el consiguiente pavo de la pobre chica que va montada en ella. En casa de los labradores acomodados en la de la clase media y en la de los ricos solía haber buenas yuntas de caballos y caballos de silla. Los hijos de éstos eran los j i netes que por la tarde animaban la fiesta. Después del re greso de la ermita corrían por las calles, a pesar de su pe ligrosidad por el gran número de baches que siempre han tenido las calles ceclavineras y por lo resbaladizas en los días lluviosos o de intensas heladas. También se iba de casa en casa y se entraba en los portales montado en los caballos, teniendo que estar en muchas ocasiones encorbados para no pegar con la cabe za en el techo de alguna casa. En cierta ocasión hubo quien subió montado a caballo hasta la cocina del primer piso, pero al descender, el caballo se negó, teniendo que ba jar entre todos los componentes del grupo con gran peli gro para las personas y también para el animal. ¡Así era la fiesta! Fiesta irreflexiva, fiesta de juventud, fiesta atrevida y fiesta de comer y cantar el: Caballo tordo que tú me enviastes se me ha puesto cojo y no puedo montarle. La noche de la cena solía quedar mucha comida sin to carse, esto daba ocasión para volver a reunirse y consu mirla y pasar más tiempo reunida la juventud, casi siem pre el día elegido era el día de los caballos y el primer día por la tarde, al terminarse las carreras, se empezaba el bai le, interrumpido únicamente durante el tiempo de la cena. El día 27, segundo día de caballos, hubo años que eran tan animados y concurridos como el prim er día. Las tardes 194
decembrinas acababan pronto, los jinetes se retiran a re coger sus caballos para invadir los bailes que en este día sólo llegaban hasta la hora de cenar — con sus leguis, sus espuelas y su atuendo proporcionaban algunos disgustos a las jóvenes al ser lastimados y rotos sus trajes por las punzante espuelas del caballero. Algunos años corrieron también los caballos el día 28. Estas carreras las organizaba Florentino el Gitano con los suyos, corriendo por las calles en una famosa jaca alazana llevando a la grupa a su hija Pastora, gitana guapa, simpá tica y graciosa, que no quiso hacerse paya a pesar de los buenos pretendientes que tuvo. Los mayores no perdían tampoco el tiempo, la partida de los casinos y tabernas muy concurridos y también en las casas particulares jugaban a la famosa brisca, en la cual ponían su mayor ilusión preparando también sus bue nas cenas, prolongando las partidas hasta bien entrada la noche. Algunas de estas cenas las hacían con carne de gato. Desde el día 24 hasta pasado los Reyes se considera ban fiestas Navideñas, no faltaban reuniones de jóvenes y mayores que de una u otra forma proseguían estas fiestas. Había algunos mayores que desde el día 24 que salían de sus casas no volvían hasta el día 28, eran de una resisten cia de acero, con poco comer y menos dormir resistían ale grando con su canto y su guitarra las reuniones. No quiero dejar de mencionar como los mejores de este grupo a Juan Romero y a Diego Morato, hombres fuertes, campechanos y graciosos. Así terminaban estas fiestas típicas y populares, únicas, tal vez, en España, debiendo lamentar que el archivo folkló rico no conserve algún retazo de ellas, siendo, como es, abundante y de diversos matices, ya que hay cantares re ligiosos, picaresco, satíricos, costumbristas y hasta bucó licos. 195
El ¡lustre escritor don Valeriano Gutiérrez Macías en su obra «Por la Geografía Cacereña», en la que describe con singular maestría los cuadros costumbristas de la provin cia, hace eco de la Borrasca y los Caballos de Ceclavin. ¡Todo esto se fue! ¡Ha desaparecido! Pero bien pudiera suceder que despertara algún día y volvieran a las calles de Ceclavin a oir el ruido incontenible de aquellas famosas fiestas. ¿Habrá dejado los pichones a medio criar? Cantábamos en Ceclavin un cantar que lo he traído al final como haciendo alusión de una mera esperanza del retorno deseado de nuestra mayor fiesta: No se va la paloma, no, no se va la que tengo yo, y si acaso se fuera, ella volverá porque deja los pichones a medio criar. ¿Habrá dejado los pichones a medio criar? ¿Volverá la paloma? O se la habrá comido el gavilán. ¿Volverá nuestra Borrasca? Mucho me temo que renazcan aquellas costumbres, por que las civilizaciones suelen causar víctimas. ¡Ahí tenemos nuestros ríos ahogados por el progreso y la civilización! El pantano de Alcántara se los ha engullido.
196
seg;unda
parte
CAPITULO XLVI
LEYENDAS Muchas leendas hay conocidas en torno a la villa de Ceclavín. Algunas de ellas van incluidas en este trabajo, otras las tiene magníficamente expuestas don Julio Rosado Del gado en su obra titulada «Bosquejo Histórico de la Villa de Ceclavin». Sin embargo, no me parece prudente dejar de exponer algunas ideas que pueden llevarnos a conocer sus prime ros orígenes, deducidas de los estudios que unos y otros historiadores tienen hecho de Ceclavin. CECLAVIN Cella-Vini, Ceclavinaria o bodega de vinos — como la llamaron los romanos— debió de e xistir desde tiempos remotos y bien pudiera ser que, dada su situación geográfica, sería lugar escogido por las huestes de Viriato y tal vez lo hubiera sido ya del famoso Aníbal, para su cuartel general, con el fin de adiestrar a sus aguerridos partidarios. Desde luego existió mucho antes que los romanos se apoderasen de España; porque si en su época ya era bode ga de vinos, es de comprender que las viñas ya existían ol establecerse éstos sobre su te rrito rio . Modernas inves 197
tigaciones han deducido que Ceclavin pertenecía a la raza eslava. Su térm ino municipal está abrazado por el río Tajo y los afluentes de éste, que son: el Alagón y el Fresnedoso o Ri bera. Este singular abrazo da lugar a la formación de una extensa y bien delimitada península dentro de la Ibérica. Es raro que el estudio geográfico de España no haga men ción específica de esta península, como se hace mención de regiones, tales como la Rioja, en Logroño; El Valle de la Serena, en Badajoz; los Maragatos, en León; los Monegros, en Aragón, etc. Situada la villa de Ceclavin — elevada a este rango por el Rey Alfonso IX; aunque existen otras versiones de que pudo ser por la Reina Doña Juana — en el suroeste de España, sobre una meseta en forma de cuenca, rodeada de otras varias altiplanicies, que en forma de circunferen cias concéntricas la apretujan los cerros de San Juan, el de la Jara, el del Santo y el de Sampedrina, impiden divi sarla desde lejos. Sin embargo, a poco de salir de Zarza la Mayor, se divisan las torres de la iglesia y del reloj de la plaza y casi todo el pueblo. También desde el castillo de Portezuelo se otea gran extensión de su térm ino mu nicipal, dando origen al siguiente pareado: Si quieres ver tu tierra, ceciavinero, súbete al castillo de Portezuelo. Esta circunstancia geográfica era propicia a quedar in comunicado — sobre todo en el invierno— . Las grandes lluvias hacían paralizar las barcas que daban paso por el Tajo hacia Alcántara y por el Alagón a Zarza la Mayor, sien do la única salida por Cachorrilla, Pescueza y Torrejoncillo. Quizás esta misma circunstancia, le sería favorable para conservar en toda su pureza las costumbres, leyendas, fá bulas, cuentos, brujerías y apariciones que sucedieron en Ceclavin. 198
Me hace también presum ir que durante la dominación árabe en España no llegarían a Ceclavin muchos moros, y los que arribaron debieron hacer una vida en consonancia con sus habitantes. He deducido esta presunción — que no tiene falta de ló gica— porque los ceclavineros empezaron a guerrear con tra los moros que ocupaban el castillo de Racha-Rachel, de Zarza la Mayor, en tiempos del Rey Alfonso IX, que llegó hasta Alcántara, arrebatándosela a los árabes. Y por la par te norte, en el año 1166, Fernando II de León pasó desde Co ria a Portezuelo, conquistando aquel castillo sin haberse acercado a Ceclavin. Desde luego el paso de los guerreros, tanto de un ban do como del otro, debieron seguir, por lo que conocemos, por «El Camino de la Plata», aplicado a la antigua calzada romana que, partiendo desde Mérida, se dividía en Cáceres, bajando uno de los ramales por Brozas, Alcántara, has ta pasar a Portugal por el puente existente entre PiedrasAlbas y Segura do Extremo, para dirigirse al norte de Por tugal. La otra calzada o ramal, salía de Cáceres, atravesaba el Tajo por Alconétar, donde estaba el famoso puente Mantíble, llegando a Baños de Montemayor. Aquí se dividía otra vez: uno de los ramales seguía para Astorga y el otro, buscando el valle del Ebro, a Zaragoza. Pero no es mi interés seguir haciendo historia, sino t n e r a la conclusión de que Ceclavin es un pueblo anti guo. con costumbres y características muy propias.
199
CAPITULO XLVII
ALGO DE HISTORIA Ceclavin, pueblo de hombres intrépidos, aguerridos y valientes, tiene también sus leyendas, siendo triste el pen sar que las hazañas y episodios que realizaron nuestros antepasados no sean conocidas por los sucesores para que puedan servir de estímulo en el obrar y orgullo en el recordar. Esta parte será algo deficiente por dificultades en la recopilación de datos para hacer un trabajo digno de aque llos hombres que, despreciando sus comodidades, su tran quilidad y el amor y cariño a su fam ilia, se lanzaban por los caminos de los cuatro puntos cardinales, en busca de riqueza unos, y otros en busca de la gloria de su Patria. «Según las crónicas antiguas, cuando el Rey Alfonso IX se acercaba a la villa de Alcántara, los de la villa de Ceclavín, sujetos en aquel tiempo a los Reyes de León, eran vecinos y fronterizos de un castillo de moros que se llamaba castillo de Racha Rachel; con éstos tenían conti nuas guerras los de Ceclavin — que entonces se llamaba Celia-Vinaria, por las muchas bodegas de vino que allí siem pre había— por los servicios que les fueron reconocidos a los vecinos de Ceclavin, le concedió un privilegio que en sustancia le dice: a vosotros los míos egipcios de la villa de Celia-Vinaria os hago tales mercedes por lo bien que me habéis servido contra los moros del castillo de RachaRachel. Este castillo suponen algunos que sea el de Peña201
fiel, que es muy antiguo con rastro de edificio y está hoy casi entero, distante unas tres leguas de Ceclavin, y por estar sobre peñas se llamó por los nuestros de Peñafiel» (Gervasio Velo: «Castillo de Extremadura», pág. 424). El valor y la intrepidez de los ceclavineros se manifes taron en m últiples ocasiones. Una de ellas era realizada en las guerras con Portugal, en la cual mantuvieron a su cos ta tres compañías de infantería y una de caballería, forma da por sus vecinos, que hicieron prodigio de su valor en el ejército del Marqués de los Vélez. Al mismo tiempo de fendían su población construyendo su fuerte muralla y ha ciendo continuas correrías en el país enemigo. El año 1615 cayeron prisioneros en el castillo de Salva tierra, de aquel Reino, 23 vecinos notables de Ceclavin, con su Jefe el Alférez Mayor de la villa, don Alonso de Sande y Dávila, todos los cuales fueron sacrificados dis tinguiéndose en el castigo don Alonso, a quien, después de haberle cortado un brazo, volaron los enemigos con una pieza de cañón. De él se cuenta es frase: «Si muero en la llama viviré en la fama». Fue causa de esta crueldad, el no haber querido des cubrir la contraseña de medio guante acordada con el Du que de San Germán (Madoz T. II., pág. 251).
202
CAPITULO XLVIII
LEYENDA DEL ENCINAR En la ciudad de Copacabana (M éxico) vivían dos jóve nes indios: Tupac y Zupangui. Prendado de su noble cora zón y despierta inteligencia, trató José Sánchez de Bus tamante — uno de los indianos ceclavineros— de traerlos a su amistad para ganarlos a Cristo. Zupangui, el menor, se dejó pronto impresionar por los m isterios de nuestra re li gión. No así Tupac, ardiente y altivo, el cual pareció pres tar interés a los atractivos de Candelaria, la hija única de José, que le había dejado ya su difunta esposa; pero ce rrando su espíritu a la influencia de la fe. Terrible fue el golpe que experimentó al escuchar que su hermano abra zaría la Religión del Crucificado. Rugió Tupac, pues se ha bía acostumbrado a mirar a Zupangui — más como a hijo que como a hermano— , y huyó, sin que tuvieran noticias de él en muchos días. Llegó Pascua, Zupangui se bautizó recibiendo el nombre de Miguel. Aquella misma noche una sombra humana fue deslizándose en dirección a la encina de la Cruz donde estaban sepultados los restos de Purificación de Sandoval, la consorte de José. Era Tupac, que pretendía descargar sus iras sobre aquel árbol m isterioso, símbolo de los dogmas cristianos y cifra de los amores de la fam ilia Bustamante. Armado de una pesada hacha se acercó a la tumba, y con furia comenzó a descargar tremendos golpes sobre el 203
tronco. De súbito la clara luz de la luna iluminó un chorro de sangre, y unos pies atravesados por un clavo sobresa lieron distintam ente en el hueco formado por los hacha zos. Ciego de furor Tupac, sin darse cuenta de lo que le acontecía, alzó la mano y rabiosamente descargó su hacha sobre otro punto más elevado; saltó la corteza en ancho espacio y aparecieron llagas y unas rodillas ensangretadas. Al mismo tiempo se vio envuelto Tupac en un fulgor extraordinario y levantando los ojos vio extendido y pen diente de la encina la figura del Crucificado rodeada de di vinos resplandores. Acudió en esto la fam ilia de José al oir los golpes y preguntaron a Tupac lo sucedido, y éste, cayendo de hino jos, exlamó: ¡Creo en Cristo! ¡Quiero ser bautizado! Tupac se bautizó tomando el nombre de Marcos, y Bus tamante le otorgó la mano de Candelaria. Miguel se dedicó a propagar entre los indios o incas la Fe de Cristo y el amor a María, en honor de la cual fabri có imágenes y levantó el Santuario de Nuestra Señora de Copacabana. Pasados los años José sintió la nostalgia de su patria. Sus hijos compadecidos se vinieron con él a España, tra yendo los restos de su esposa y una estatuilla de Copaca bana que Miguel les entregó. Establecidos en Ceclavin, sintió Bustamante deseos de vida más perfecta y hasta pretendió retirarse con los Ere mitas de San Pablo; pero su fam ilia se opuso, y para sa tisfacer sus deseos y anhelos construyeron la ermita del Encinar, en la que vivió hasta su muerte. (Julio Rosado, de su «Bosquejo histórico de la villa de Ceclavin».)
204
CAPITULO XLVIV
EL EMBARGO No me refiero al embargo judicial, ni mucho menos a la magnífica poesía del vate salmantino José María Gabriel y Galán. Este embargo es el producido por indigestión. Era muy frecuente — sobre todo en los niños— padecer indigestiones por ingerir frutas verdes y verdolagas de los campos, o comidas con abundantes grasas. También decían que se embargaban las personas que bebían de bruces en los arroyos cuando el agua estaba fría, estos embargos producían fuertes dolores en el vientre. No se como procederían en otros pueblos para aliviar el dolor de barriga; pero en Ceclavín lo hacían algunas mu jeres que las consideraban como curanderas. Una de ellas, la señora Dolores, casada con el tío San tiago, el molinero, frecuentaba bastante mi casa, porque éramos cinco hermanos y raro era el día que no había que llamar a la señora Dolores. Casi siempre me tocaba a mi ir a llamarla, porque era el mayor y, tal vez, porque sería uno de los cinco que menos la necesitaba. Con las manecitas en los escasos bolsillos del pantalón, con la cara tris te y compungida, asustado por los alaridos del pequeño, me presentaba en su casa. ¡Se ñora Dolores! — le decía— ha dicho mi mamá que vaya enseguida, que le duele a mi hermanito la barriga. 207
Era muy diligente y a veces me seguía, y al llegar a casa lo primero que pedía era la botella de aguardiente y que fuera de pitarra casera. Cogía al chiquillo en su falda, se tiraba un buen trago de aguardiente — del cual tragaba la mitad— y con la otra parte que le quedaba en la boca espurreaba la barriga del paciente, frotándosela en todas direcciones; masages, tragos van y tragos vienen, que si no se aliviaba el dolor de barriga se aliviaba el contenido de la botella. También las personas mayores la solían llamar, y cuando la decían que echara el aguardiente en la mano, ella, muy ladinamente, contestaba que allí no se calentaba y no sur tía efecto. Resultado que la que salía bien caliente era la señora Dolores.
208
CAPITULO L
LOS FANTASMAS O PAMPARRAMANTAS Con estos nombres eran conocidos en Ceclavín una visión o imagen que vivía muy cerca de la imaginación del pueblo ceclavinero. Pocos se veían libres de esta fantasía y en ciertas épocas parece que renacían con más virulen cia, propiamente en la primavera cuando los campos se mostraban alegres y frondosos y la temperatura nocturna se había suavizado. Mi amigo Antonio — el Barbín— era un chico vivaracho, listo y decidido, todo lo sabía, de todo estaba enterado. ¡No era extraño! Porque trabajaba en el oficio de orive en el taller del señor Luciano, donde se reunían cerca de 20 individuos entre oficiales y aprendices. A llí se hablaba de todo, todos los chimes del pueblo se sabían en el taller. Llegó, por consiguiente, el turno de las Pamparramantas, y allí se veían en el Pozo Moriano, en el Barrio de Las Char cas, por la Alameda, por el Postigo, por la Puerta Tapada, etcétera. Otros decían que se le había aparecido a fulano de tal o a mengano, que si lleva una calavera en la cabeza. En fin, la fantasía era dueña de los medrosos, y fueran bu los o no lo fueran, el caso es que entre lo cierto y lo du doso el público seguía preocupado, y tanto los pequeños como los cobardes, una vez que se ponía el sol, ya no ha bía medios de hacerlos salir de casa. Mis amigos Antonio, Julio y yo, nos propusimos en contrar a tales fantasmas o verlas simplemente, aunque 209
fuera desde lejos. Teníamos gran ilusión por conocer estos personajes que intranquilizaban al vecindario. Antonio se armó de una garrota fuerte y pesada, Julio de un bastón con estoque — que entonces se usaba mu cho— y yo confiaba en mis pies si había que correr. Trazamos nuestro plan, y por las noches, después de cenar y tom ar café en el casino, salíamos por los alrede dores del pueblo, incluso a los caminos, a los sitios más propicios para el encuentro. En los primeros días íbamos con cierto recelo; pero una vez que nos convencimos que nada anormal se nos aparecía, rastreabamos más y más todos los alrededores, cada noche con más brío y menos miedo. Pero nunca nos encontramos con fantasmas ni ta les pamparramantas, que el vulgo veía hasta sentarse con ellos a la mesa. La opinión más común no dejaba de tener ciertas sospecras en considerar que sólo se aparecían a personas de terminadas y a horas convenidas, sospechando además posibles encuentros entre gente de mal vivir. Podía ser o no cierto, pero cuando el río suena...
210
CAPITULO Ll
LAS BRUJAS Las herejías producidas por disentim ientos del clero, nacidas para librarse de las persecuciones de que eran ob jeto los primeros cristianos, dieron origen a las supersti ciones, y la fantasía popular creó el personaje. Se decía que eran mujeres que tenían pacto con el de monio, ejercían frecuentemente el curanderismo y hacían curas prodigiosas; por esto, en cierta ocasión, leía yo en una revista que decía «Las brujas tenían razón», aludiendo tal vez que hubieran administrado la penicilina en algunos de los brevajes que ellas componían sin saber que en ellos había aparecido el hongo penicillum notatum de donde ob tuvo la penicilina el doctor Fleming. En Ceclavín siempre había alguna mujer tachada como bruja por la manera de hacer su vida. Su vivienda era obs cura, sucia, destartalada, olía a humedad, y casi siempre sus puertas estaban cerradas — sobre todo de día— y sin rastro de salir por la noche, por lo cual consideraban que tal vida no podía llevarse a no ser de brujería. En mi niñez había dos en estas circunstancias, una la llamaban la tía Quiteria y la otra simplemente la Severa, ambas vivían en mi calle y no lejos la una de la otra. La tía Quiteria, que creía estar poseída del espíritu brujeril, trató de echarse a volar desde lo alto de su escalera y. 211
como no le salió ninguna compañera a sujetarla, del golpe que recibió murió. Quedó, sin embargo, la Severa, que era el coco de los nenes, que a la amenaza de traerla a casa obedecían por el miedo que le tenían. Por estas razones y otras de pura fantasía, las brujas te nían en Ceclavín buena clientela, se creía en ellas y su existencia la consideraban como real y verdadera, se rela taban episodios verdaderamente intrigantes, había quien las había visto meterse debajo de la cama, correr por los pasillos de la casa o tira r las sillas al suelo o descolgar los cuadros de la pared, llevarse la colcha de la cama, arran car los visillos de las ventanas, etc.; cada cual las inven taba según su fantasía, creyendo haberlas visto como ver daderas. Nada de extraño, pues, tiene el episodio que voy a re señar, tenido por cierto y verídico, dada la cualidad de cordura, sensatez, seriedad y formalidad de los protago nistas del mismo. Una noche del mes de abril, noche de luna mortecina, se encontraban dos jóvenes — poco más de las diez de la noche— sentados en el paredón que rodea la iglesia del pueblo, cuya iglesia está consagrada a Santa María del Olmo, está en uno de los extremos. Eran mozos fuertes de ánimo y de cuerpo, aguerridos, valientes, intrépidos y te merarios, conversaban entusiasmados sobre sus moceda des, y he aquí que frente a ellos, de súbito y sin saber cómo, aparece una oveja negra; sus primeras palabras fueron las que siguen: «Ya tenemos carne para una buena cena». Al intentar echarle mano huyó, se separó un poco de ellos; pero la oveja seguía allí, volvieron con su inten to de captura y nueva evasión; cuando creían tenerla aco rralada entre las paredes de la iglesia, se escabulló por entre las piernas de uno de ellos, pero no se alejaba mucho. 212
se le ponía delante al alcance de sus manos, instigándoles a que la siguieran. Ofuscados en su persecución, bajaron tras de ella a la alameda, sitio propicio — según ellos— para haberla cogido; tampoco lo consiguieron, saltó al puente que había sobre el arroyo grande o de Ceclavín y se dirigió al camino de Alcántara. Tercos y confiados en hacerse con ella, llegaron al pozo del Prado, donde cre yeron verla cansada, ya que se paraba con más frecuen cia no cejaban en su empeño y así siguieron hasta la calle ja de la Fuentita. La oveja dio un fuerte valido, en aquel momento oyeron sobre el Teso o Fuerte de San Juan un bonito y continuo sonido de esquilas y campanillas. Reac cionaron mirándose el uno al otro y se dieron cuenta que las brujas venían hacia ellos con ánimo de apresarlos, pues ya estaban cerca. Su valor y su valentía quedaron cortadas, y a todo co rrer, impulsados por el susto y el pánico y sin mirar hacia atrás pasaron la iglesia no parando hasta llegar a la plaza, sitio que consideraron seguro para descansar. Estos dos jóvenes eran don Damián Bustamante y don Adriano Galán ambos vivían en mi niñez y con bastantes años. Estos acontecimientos tuvieron al pueblo con gran pá nico durante bastante tiempo, y los más pusilánimes veían por todas partes ovejas negras, otros oían las campanillas, y el pueblo por las noches cerraba temprano las puertas de las casas.
CAPITULO Lll
EL OLIVO DE LAS ANIMAS Estaba, y tal vez siga estando, en una parcela de terre no dedicado a viñas en el lado izquierdo del camino que nos llevaba a Alcántara a poco de pasar el arroyuelo lla mado de La Zapatera. Había en Ceclavín tres olivos famosos por su desarro llo herbáceo, uno de ellos era éste, que daba aceitunas muy estimadas, por lo cual pertenecía a la clase de olivos co nocidos en Ceclavín por cordobiles. El nombre de Olivo de las Animas viene de un suceso que, más o menos modificado, desde su origen estaba con cebido en el relato que sigue: Un señor de Ceclavín tuvo que ir a Alcántara a resol ver varios asuntos, debió de entretenerse ya que cuando salió de allí escasamente le dio tiempo a coger el últim o paso de la barca. Cuando llegó a la quesera — una caseta redonda como el queso— era ya anochecido, la noche se le iba echando encima, y solo, iba confiado en el buen instinto de su dó cil y airoso caballo. Pero bastante antes de llegar al citado olivo, observó como el caballo se receleba, resoplaba fuerte y con fre cuencia. Esto le hizo sospechar que algo raro ocurría, su ponía que fuese algún lobo o algún otro animal que él no 215
veía. Pero cuando dio vista al olivo, el caballo se paró, no había medio de hacerlo andar, se encabritaba, se volvía re pentinamente hacia atrás y cuando lo hostigaba con las es puelas saltaba y relinchaba. En un momento de tranquili dad del animal, levantó su vista y vio sobre el árbol tres luces fosforentes y mortecinas. Ante aquel espectáculo se sobrecogió, se asustó, le pusieron los pelos de punta, se le saltó el sombrero la cabeza, y guiaao por su caballo dio la vuelta por las ñas viniendo a salir por una vereda que daba al camino La Zapatera.
se de vi de
En su casa lo esperaban muy intranquilos, su tardanza los tenía alarmados, cuando se presentó en casa llevaba mal color de cara, iba temblón y nervioso y aunque le preguntaban con ardiente deseo de saber de lo ocurrido él se negó a contestar. Se acostó preocupado y aquella noche no pudo dormir. AI día siguiente, ya bastante tarde, se dirigió nueva mente al olivo del camino de Alcántara. También desde le jos vio las tres luces sobre el ramo del día anterior. Se volvió precipitadamente al pueblo y su fam ilia al verlo en trar tan demudado, tan distraído y ensimismado consiguie ron arrancarle el motivo de aquella intranquilidad. Se corrió la voz por el pueblo y las visitas al olivo se sucedían ininterrumpidamente, unos sí veían las tres luces, otros no. Pero el m isterio, la duda y el miedo estaba en el ánimo del vecindario. Los más tim oratos veían tres almas del purgatorio en penas a las que había que redimir. El mismo señor que había presenciado realmente la aparición de las luces empezó a pensar en ello queriendo desaparecer de su cerebro aquellas imágenes que tanto le asediaban. 216
Era algo incrédulo en materia religiosa; pero le acon sejaron que se confesara y le dijera al señor cura lo que le pasaba Efectivamente así lo hizo, y después de esta confesión fue un creyente fervoroso y jamás volvió a ver las luces en el olivo, aunque pasaba por él muy frecuentemente. Desde entonces aquel hermoso ejemplar de olivo fron doso y desarrollado fue llamado por todos los ceclavineros el Olivo de las Animas.
217
M
CAPITULO LUI
LAS VISITAS O ILUMINADOS Es de común tradición que esto pudiera ser restos o re siduos de una antigua secta, que debió e xistir muchos años atrás, llamada de los Iluminados. Los que pertenecían a ella solían reunirse por la noche para practicar sus ritos y sus ceremonias. Acudían al lu gar designado con mucho sigilo, más bien tarde y en la noche, procuraban hacerlo cuando el tránsito por las ca lles había terminado. Según opiniones, los actos que practicaban eran pro ductos de superaciones que se atribuían por ser los ele gidos y se imaginaban que tenían grandes privilegios ante la Virgen y los Santos. Se flagelaban, se revolcaban sobre sábanas blancas, encendían lámparas y se extasiaban mirando alguna ima gen de la Virgen o los Santos, y en alguna ocasión parece ser que vieron sangrante el C rucifijo del Divino Redentor. Después se despedían con un abrazo y la palabra de hermano. Había hombres y mujeres, y sus reuniones se hacían de tarde en tarde, y lo que más llamaba la atención es que mostraban públicamente su catolicism o asistiendo asidua mente a misa y novenas y, sin embargo, no abandonaban la práctica superticiosa. Hay que señalar muy particular219
mente que casi todos los hombres pertenecientes a esta secta eran homosexuales o invertidos. Ya en mis tiempos eran muy pocos los que quedaban, no pasarían de cinco o seis, y, aunque intentamos con gran interés el observar las prácticas o los ritos de estos ilu minados, no tuvimos ocasión nunca de verlos, a pesar de haber subido incluso al balcón de la habitación donde creía mos hacían sus prácticas, pero suponíamos que lo hicie ran en habitaciones interiores. Hoy ya no quedarán ninguno seguramente; porque todos los practicantes de ellas ya eran bastante mayores.
220
CAPITULO LIV
NOCHES DE LOBOS El caso que voy a re ferir fue un suceso real y cierto, vivido en una noche de angustias de un mes de enero del año 1880, aproximadamente. El padre de mi madre, o sea, mi abuelo materno, llama do José, era un labrador modesto y tenía para el laboreo de sus tierras una famosa yunta de bueyes. Otro primo her mano suyo, llamado Saturnino, estaba en las mismas con diciones, se ayudaban mutuamente y eran inseparables. En la época invernal, cuando las faenas agrícolas des cansaban, solían hacer viajes a Cañaveral, llevando mer cancías para facturar y traer paquetes que tenían allí los comerciantes mediante los talones correspondientes. Desde Ceclavín a la estación de Cañaveral debe ha ber unas siete leguas, que para recorrerlas necesitaban los bueyes más de un día, teniendo que hacer noche en el ca mino, tanto a la ida como a la vuelta, más la noche que dormían en los paradores de la estación; o lo que es lo mismo, para recorrer las siete leguas con una yunta de bueyes se tardaban tres jomadas. Esto no era extraño, por que además de la tranquilidad de los bueyes estaban los escasos días de enero. Cuando salían de Ceclavín hacían la primera noche ya bien pasado Torrejoncillo, con el fin de llegar pronto al día 221
siguiente y hacer la operación de descargar y cargar para el retorno del viaje. Al siguiente día salían temprano para llegar hasta el Puerto, donde hacían noche. El sitio elegido era bueno porque era una hondonada rodeada de espeso y alto jaral, tenían leña abundante para hacer lumbre toda la noche. Al llegar soltaron los bueyes de los carros, los ataron con las coyundas dándoles de comer, y mientras uno hacía esto el otro acarreaba leña en gran escala, porque la no che era larga y fría y había que tener lumbre encendida. Aquella noche no habían terminado la pastura los bue yes y frente a ellos apareció un lobo, que reposado sobre sus patas traseras, muy tranquilamente miraba con sus ojos centelleantes enseñando sus blancos y agudos colm i llos. Uno de ellos le tiró con una piedra para ahuyentarlo, el lobo se retiró castañeteando sus dientes y se colocó a otro lado no muy lejos. Pero la mayor sorpresa fue cuan do vieron que uno tras otro llegaron hasta ellos cinco o seis más y, aunque avivaban el fuego, los lobos no se movían. Los bueyes se empezaron aintranquilizar, ya no comían, levantaban la cabeza y tiraban de la coyunda. A medida que la noche iba penetrando, más movidos e inquietos estaban, tanto los lobos como los bueyes. Al fin decidieron soltar a los animales, que rápidos como una sae ta se reunieron todos haciendo círculo para defenderse con sus cuernos. Esta aptitud de los bueyes los pusieron aler ta, porque los animales con su instinto comprendieron que podrían ser atacados por los lobos que rodeaban aquel pe queño fuerte. Ellos ya no se entretuvieron en comer, sino en vigilar y hacer más hogueras para ahuyentarlos. ¡Todo inútil! Los lobos esperaban la ocasión propicia para lanzar se sobre ellos. Con las ijadas en la mano y muchas horas sin sentarse, unidos cuerpo a cuerpo el uno con eí otro 222
dando siempre la cara pasaron aquella triste y pavorosa noche. La aurora fue la que vino en su ayuda, y al clarear el dĂa los lobos iban desapareciendo, no sin dejar de mirar hacia ellos hasta que se alejaron. Desde aquella noche fue abandonado definitivam ente aquel lugar, en los viajes sucesivos procuraban salir mĂĄs temprano de CaĂąaveral y avanzar hacia el pueblo.
223
-V
CAPITULO LV
DOS EPISODIOS En las amigables y animadas tertulias que se forma ban por las noches en las eras, cuando ya sólo se ocupa ban de sacar la cosecha, oí estos dos episodios que voy a referir por tratarse de dos ceclavineros y ocurrido en la Isla de Cuba cuando defendían aquellos te rrito rio s para Es paña. Uno es triste y doloroso y el otro alegre y jocoso. El primero tuvo por protagonista a Santiago Sánchez Sánchez, el cual se encontraba en una fosa común donde había de positado buen número de cadáveres después de una bata lla con los enemigos. Uno de los encargados de enterrar los al arrojar sobre ellos una paletada de tierra vio mover se uno de ellos, se acercó al foso y notó que el cadáver es taba aún caliente, se avisó al oficial de guardia, y éste al examinarlo comprobó que efectivamente aquel soldado no estaba muerto. Lo sacaron de la fosa y se lo llevaron al hospital'donde pudo recuperarse; pero había quedado man co del brazo derecho. Lo licenciaron y vino al pueblo donde ejerció varias profesiones hasta que se formó el Escalafón de los supervivientes de Cuba y Filipinas, ingresando en él, donde llegó hasta el grado de Coronel. ¡Cuántos casos como estos habrán sucedido tal vez después de las gran des batallas de la Historia! El otro tuvo por protagonista a mi tío Pedro, que tam bién estuvo en Cuba, llegando hasta la graduación de Sar225
gento. Este caso fué el que sigue, referido con la gracia y la sal que tenía el Sargento. Un día muy de mañana se disponía la guarnición de aquel destacamento para oir la Santa Misa y tomar la Co munión. Cuando llegó el momento de comulgar, los solda dos iban pasando de uno en uno y observó que uno de ellos había pasado ya dos veces y se disponía a pasar la tercera, lo separó de la fila para decirle que sólo se debe tomar una vez la Sagrada Forma y por consiguiente había cometido una grave falta; pero el soldado que era un andaluz viva racho, le contestó: zeñó Zargento usté ce creé que loz hombres se crían como los pardales. Desde las ocho de la noche de ayer que no he vuerto a tomar na, ni na ha entrao en mi cuerpo más que las dos pizquinas de pan que me han dao. Involuntariamente tuvo que dar paso a la risa, sin eva dir la reprimenda y continuar la vigilancia sobre aquel ig norante.
226
CAPITULO LVI
LAS RIADAS Hubo unos años que lo inviernos eran muy lluviosos, se sucedían ininterrum pidamente las borrascas atmosféricas, por toda la Península Ibérica; llovía continuamente durante días y días. Estas persistentes lluvias ocasionaban grandes pérdidas en los campos, el agua arrastraba las tierras de labor y los cerros quedaban desmoronados mostrando a la superficie el canto, la pizarra o el granito. Los arroyos se proclamaban mayores de edad muy frecuentemente inter ceptando el paso de los caminantes con arrogancia, dete niéndolos y haciéndolos retroceder a su destino, porque resultaba comprometido y tem erario el contradecir su man dato. ¡Cuántas veces oí decir, el arroyo tal o cual no da paso! Y, precisamente por donde tenía salida el pueblo, se encontraban varios que había que respetar, tales como el de la Dehesa, el de la Oya y el de la Sopilla. Los ríos eran más temerosos aún, éstos arrastraban ár boles arrancados de cuajo, destruían los edificios que se oponían a su paso, arrastraban ganado y no perdonaba nada su acción devastadora. La subida de las aguas era alarmante, el público de Ce clavín contemplaba inquieto el dogal acuático que el Tajo, el Alagón y el Fresnedoso formaban a su alrededor. Estas crecidas extraordinarias llamaban la atención y gustaba desplazarse hacia ellos para contemplarlas. Los ob 227
servadores veían cubierto el Canchal de la Huronera en el Tajo, la Aceña de la Orden en el Alagón y las cataratas del Risco en el arroyo de Ceclavín caían impetuosas y sonoras. Las labores del campo totalmente paralizadas, los obre ros sin trabajo oyendo el continuo sonido de la caída de los canales de su tejado, sin pan para comer y poca lumbre para calentarse. Esta situación tan angustiosa les obligaba a pedir de puerta en puerta, eran tiempos de hambre, m i seria y sufrim iento. Esta circunstancia fue causa del siguiente episodio: Nochebuena está en las manos, ya las teníamos enci ma y había que proveerse de artículos necesarios para las Navidades. Entre éstos se encontraba el tabaco. Los es tanqueros de Ceclavín hacían la saca en Zarza la Mayor, tenían que atravesar el Alagón en un barca frágil y poco segura. El viaje era arriesgado y peligroso. Los padres de Santiago Bustamante no querían dejarlo ir, pero él, hombre valiente, decidido y hasta temerario, preparó su caballo y salió en dirección a Zarza. El paso de ida ya fue inquieto y azaroso, motivo por el cual Felipe, el barquero, le advir tió que se quedara en la Zarza, porque no lo pasaría en la tarde. El río estaba furioso y los arrastraría sin contemplación. Pero Santiago no se arredró, cargó los cajones del tabaco sobre el caballo y se volvió a Ceclavín. Al llegar al río le dijo Felipe: «Santiago, no echo la barca, el río ha crecido mucho y va como un lobo». Pero Santiago le dijo: «Si tú no echas la barca la echo yo y al otro lado te la dejo». Ante la actitud decidida de Santiago cedió, y con la desconfian za consiguiente y como presagiando lo que iba a suceder, le advirtió que se fuera preparado a lo peor. Al llegar al medio del río fue tanto el impulso de las aguas y tanta la fuerza de avenaje que cedió el cable de acero que servía de maroma. Se desprendió de uno de los lados con tal im 228
petuosidad que no pudieron hacerse con él. La barca que dó a merced de las aguas y desde aquel momento empeza ron los preparativos para tirarse al río en la ocasión más propicia. Santiago cortó con una navaja las sogas de la carga y lanzó los cajones al agua, después quitó al caballo los aparejos, y tanto él como Felipe iban desnudos comple tamente. Se acercaba el momento tétrico y peligroso, la corriente se deslizaba sobre la pesquera de la Aceña de la Orden, la barca se hundiría con poca confianza de salir y llegó el momento de lanzarse al agua. Después de fuerte lucha con las aguas pudieron salir a la orilla, pero el caba llo, aunque también pudo orillarse, quedó aprisionado entre unos canchales y el animal empezó a relinchar como pi diendo auxilio. Santiago, sin miedo, sin tem or y con áni mo resuelto, volvió a tirarse al río logrando sacar al animal. Mas vio venir la barca y nuevamente se tiró para resca tarla. No pudo y fue recogida en el remanso de la Huerta Hidalgo. Completamente desnudo llegó a una choza de pas tores, allí le dieron ropa y encendieron lumbre. Uno del pueblo que iba a ver olivos le dio su capote y lo llevó a Ceclavín.
N#
CAPITULO LVII
LAS APARICIONES En Ceclavín estaban muy arraigadas las creencias de que se aparecían las almas del purgatorio, o sea, las almas en pena. Era muy frecuente o ir que tal fallecido o tal per sona se le aparece o le sale a tai o cual, la imaginación desbordada daba lugar a ver las sombras, incluso la misma figura de la persona que se le aparecía. Esta creencia es taba en los hogares y nadie se veía libre de esta pesadilla, creyendo de buena fe que efectivamente aparecían los muertos. La persona perseguida se mostraba inquieta, nerviosa, acobardada, no tenía valor para estar sola, dormía mal, las pesadillas eran su obsesión. Algunas personas, relajado su sistema nervioso, empezaban a dar señales de demencia o enfermaban, incluso algunas fallecieron. A primeros del siglo actual, se creía de manera cierta en ellas y la persona perseguida, hasta refería conversa ciones tenidas con la aparición; esta inquietud, el miedo y el pánico se apoderaba de los medrosos. Para deshacerse de este acoso, la persona acosada se dirigía a la penitenta y le preguntaba: ¿Si eres alma peni tente del otro mundo dime que quieres? La imaginación oía una voz que contestaba diciéndole que se había muerto 231
*
sin cum plir tal o cual promesa y que una vez cumplida de jaría de penar su alma y no volvería a sal irle. Efectivamente, las que habían sido acosadas por el alma de la penitente, cumplían los votos y desaparecían las apa riciones.
232
CAPITULO LVIII
HISTORIA DE UNA APARICION En una misma calle del pueblo y en casas colindantes, vivían dos matrimonios jóvenes, tenían gran amistad, las esposas estaban casi siempre juntas en una o en la otra casa durante el día, cuando sus maridos salían al trabajo. Pero como el diablo no está conforme como no sea hacien do el mal; aquí entre estos dos matrimonios metió la ciza ña y una de las vecinas empezó a tener celos de la otra y hasta la envidia se apoderó de ella. No paró solamente en su pensamiento; sino que tuvo la osadía de propagar tales infundios inventando hechos que no habían sucedido. La calumniada empezó a notar que le dirigían ciertas indirec tas, que la rehuían la amistad personas que antes aparen taban quererla, que en las reuniones era asediada por mira das mal intencionadas y no faltó quien a su misma persona le dijera la patraña inventada por su vecina. Como conse cuencia de esto vino la ruptura de amistad entre ambas, las alabanzas se tornaron en odios y rencores y la calumniada empezó a enfermar. Su ánimo fue abatido por la pena y al poco tiempo murió. No pasó mucho sin aparecérsele a su vecina la sombra, su figura la seguía a todas partes, la veía en sus sueños, a veces se le ponía delante y no la dejaba andar, hasta le quitaba las cosas de la mano, y cuando llegaba la noche el pavor y el miedo no la dejaba dorm ir ni tranquilizar. 233
Cansada de tan obstinada persecución, se dirigió a la sombra y le- preguntó: ¿Qué debo hacer para que yo pueda tranquilizar y tu alma deje de penar? La contestación del alma en pena fue la siguiente: Como penitencia irás una noche a la iglesia y la Dasarás rezando ante el altar mayor, en el cual encenderás dos velas y nadie te acompañará dentro. La penitencia era bastante dura y fuerte, por lo cual es tuvo unos días indecisa; pero las apariciones no cesaban, la perseguían implacablemente. Al fin se decidió, pudo hacerse con la llave de la iglesia, le dijo a su marido el propósito y los dos se dirigieron a ella; pero él no podía entrar y, por consiguiente, se quedó en la puerta. Al entrar se dirigió al altar mayor, encendió las dos ve las ordenadas y se sentó en el banco más próximo. Las velas encendidas atrayeron pronto a las lechuzas que te nían en la iglesia su morada y a los obscuros y zizagueantes murciélagos. De momento se inquietó; pero repuesta y recobrando el ánimo se arrodilló y empezó a rezar. A las doce de la noche, cuando la campana del reloj daba la hora y el silencio era absoluto, oyó el zumbido del aire que penetraba con lúgubre sonido por una de las ven tanas; empezaron a tabletear las puertas, los bancos se mo vieron, el Gran C rucifijo le pareció que también se inclina ba y en medio de todo esto el ruido siniestro de unas gran des cadenas de hierro que se arrastraban por las graníticas losas del piso de la iglesia. El pánico y el terro r la invadieron, perdió el conocimien to y al volver a recobrarlo quiso huir; pero se encontró con el esqueleto de su vecina que le impedía moverse. Un grito angustioso de horror y de espanto salió de su gar ganta, en aquel mismo momento las esqueléticas manos 234
de la muerta se lanzaron sobre ella, le abrieron la boca y le arrancaron la lengua. ¡Ya no volverás a levantar falsos testim onios! Estas fueron las palabras de aquella amiga a la que había injuriado. Cuando su marido entró en la iglesia por el grito que oyó sólo vio el cadáver de su esposa, y junto a ella su len gua arrancada de cuajo. Tétrico relato y creencia firm e de que esto había suce dido en un lugar no muy lejos del pueblo de Ceclavín. Por mucho tiempo estuvo de actualidad y se comentaba casi a diario y en casi todas las reuniones este sucedido; las per sonas medrosas dormían mal y con la obsesión de la apa rición.
235
CAPITULO LIX
SUCESOS TRAGICOS Y CRIMINALES Cuando de pequeño nos reuníamos los amigos y con tábamos hechos y sucedidos, bien por haberlos oído refe rir en nuestras casas o bien por haberlos recogido en el ambiente popular, me acuerdo aún remotamente y no con mucha precisión del siguiente: Hubo un individuo, que llamaban el Bolsillo, que deser tó de la vida social y se lanzó al campo en busca de aven turas. Era de malos instintos y creo que cometió algunos desmanes en las haciendas y en las personas. En Cecla vín raptó a una niña que la devolvió muerta, siendo en contrada en la Corriente del Agua. Ante tales desmanes uno de los señores que se apo daba el Camorra, hombre valiente, corpulento, forzudo y decidido, se propuso acabar con el tal Bolsillo. Pudo loca lizar la guarida donde se refugiaba y acompañado de uno de sus hijos se dirigió a ella y con gran entereza de ánimo penetró y por fortuna se encontraba dormido el bandido con su trabuco cargado junto a él. Pero con la mayor ra pidez, con toda su valentía y sin miedo, se abalanzó sobre el Bolsillo apretándole entre sus hercúleos brazos y lan zando la frase que le hizo famoso: «Has caído en las ma nos de Camorra». Atado de manos y descargado su trabuco lo trajo al pueblo entregándolo a la justicia. Fue condenado a muer237
te y lo pusieron en la picota, o sea, fue ahorcado en el mismo pueblo. La valentía, el noble sentim iento y el amor a Ceclavín de aquel valiente que, jugándose la vida y la de su hijo, libró al pueblo de un malhechor, merece, por consiguien te un grato recuerdo. El señor a quien me estoy refiriendo se llamaba don Pedro de Sande, padre de don Agustín de Sande, que v i vía en la calle del Pizarral.
238
CAPITULO LX
LA CRUZ DEL SEÑORITO En una pequeña hondonada, rodeada de montículo cu biertos de altos y espesos jarales, monte bajo y arbustos, y sobre uno de los lados del camino de herradura que nos lleva desde Ceclavín a Torrejoncillo en la dehesa conocida con el nombre de «Sabanilla», se encuentra una cruz im presionante, labrada en granito que se conoce por este nombre. Esta fue erigida por la fam ilia del joven don Julián Ro dríguez Arias, de rica y hacendada fam ilia bejarana, para rememorar el asesinato del citado joven y su acompa ñante. El paraje elegido para perpetrar el crimen es impo nente, ni antes ni después encontrarían los crim inales lu gar más adecuado para consumar sus infames propósitos. Escondidos y camuflados entre aquella espesura que entonces bordeaban el camino, esperaban los forajidos el paso de los viajeros, que al oir el ruido de las caballerías se prepararon cual tigre traicionero para lanzarse de im proviso sobre ellos sin que les diera tiempo a reaccionar ni a defenderse de aquella emboscada. Sin embargo, el criado, aunque estaba malherido y san grante, tuvo valor y fuerzas para luchar con los asesinos, hasta sucumbir en la contienda con la cabeza machacada. 239
Los caballos al quedar en libertad se volvieron al pue blo, uno de ellos se paró en la plaza y el otro se dirigió a casa del amo. Cuando vieron al animal concibieron la idea que algo grave había sucedido. Desgraciadamente se confirmaron sus temores, salieron varias personas en su busca encontrándose con un cuadro macabro y espeluz nante, estaban brutalmente y ferozmente agredidos. El crimen fue cometido por unos portugueses que tra bajaban por aquellos te rrito rio s y se supone que pudiera ser un crimen de venganza por resentim ientos fam iliares. No faltaron opiniones de que tal vez pudo ser un crimen pa sional. El criado que acompañaba al señorito era el marido de la Garrovillana, que también murió asesinada — según vere mos más adelante— . Yo he pasado varias veces por aquel lugar, y sea por la cruz, o por lo intrincado del terreno o por la evocación del suceso, causa pánico y encoge el ánimo de los más atre vidos y valientes.
240
CAPITULO LXI
NOCHES DE INSOMNIOS Ceclavín, pueblo grande y misterioso, pueblo de aven turas y de añejas creencias, de vida difícil y trabajosa, de bienestar en algunas fam ilias, de miseria y pobreza en otras. Rodeado por tres barrios y callejuelas desamparadas, propicios a que en ellos y en ellas se dieran cita los fantas mas, las pamparramantas, las brujas y las almas del pur gatorio. Callejuelas con rincones oscuros, temerosos e inquie tantes, que al visitarlas por las noches traían a la imagina ción las imágenes que nos ponían en sus relatos nuestros mayores. Callejas llenas de obstáculos y refugio de perros porfiados y ladradores, de gatos huidizos que se escurrían fugazmente con sus ojos brillantes y luminosos. Callejas silenciosas reservadas a la oscuridad y al abandono abso luto en las horas nocturnas. Las traseras de la calle Centena, las de San Antón, las de la Calle Larga y otras que apretaban el cinturón urbano eran como el caldo donde fermentaban las pasiones, los odios, donde reunidos los mal v iv ir planeaban sus hazañas, donde se daba cita el odio y el oprobio. No era extraño que en aquellos tiempos difíciles los más osados los más valientes, los más decididos se echa ran en brazos de la aventura siguiendo un derrotero fuera 241
de la ley y de la convivencia de sus fam iliares y conve cinos. Ceclavín — como otros pueblos— tuvo una ola de «le yenda negra». Surgieron sujetos propensos a hacer vida licenciosa y a sembrar en el vecindario la intranquilidad, el nerviosismo y el desvelo. Pero entre todos se destacó Teodoro Rodríguez, más conocido por «el Moreras» y por lo interesante de su vida le voy a dar unas líneas en este capítulo. Vivía con su madre — que era viuda— en la calle Cente na, muy cerca de la casa de mis abuelos, cuya casa fre cuentaba mucho su madre. Motivo por el cual conocieron sus andanzas y de ellos — de mis abuelos— tuve referen cias verídicas de la vida licenciosa que practicaba. Desde niño dio muestra de valiente y osado. Cuando salía al campo con otros compañeros, él se encargaba de resolver las dificultades que le salían al paso. Si había que subir a por un nido en lo más alto y peligroso, Teodoro era el voluntario. Si había que saltar paredes o entrar en pro piedades ajenas, Teodoro iba siempre en vanguardia. Ad quirió tal agilidad para gatear por las paredes sin revocar que era raro el nido de gorriones que no caía en sus manos. Un día ante el asombro del público que lo miraba subió por el rincón del campanario de la iglesia apoyando sus pies y manos sobre las canterías como si fueran ventosas. Teodoro iba creciendo, hacia una vida alegre y despreo cupada; no le gustaba trabajar, llegó a la mocedad sano, fuerte y robusto. Era alto y arrogante, valiente y decidido. Ningún mozo le superaba en destreza, a todos los vencía en cualquier campo. En el juego de las cartas era habilidoso y casi siempre salía victorioso. Era, desde luego, un caso singular porque además no se jactaba ni presumía de valen tón y pendenciero. Nunca tuvo que apelar a la violencia, su serenidad y su humanidad era temerosa. 242
¡Qué lástima que este hombre siguiera aquel mal cami no! Camino duro y odioso que le condujo a una muerte trágica. Se casó con una moza llamada Crispulina, con la cual vivió en unión de su madre. No quiso tener antecedentes crim inales, le repugna ba ver sus manos ensangretadas y rechazó de plano co operar al robo y crimen de la Garrovillana cuando le pro pusieron ser uno más en aquel trágico atentado. Con el fin de eludir toda responsabilidad simuló un robo en una casa llevándose al hombro un costal de trigo, procu rando ser visto para que lo metieran en la cárcel. Efectivamente, la noche de autos Teodoro El Moreras es taba en la cárcel, y, a pesar de haber sido interrogado para que aportara sospechas sobre alguno de los crim inales, él jamás delató a ninguno, tal vez porque uno de ellos, apoda do el Tartalla, era su cuñado. Uno de los casos más espectaculares del Moreras fue el robo frustrado en casa del médico y rico hacendado don Severo Pérez. Este señor tenía buena hacienda, era soltero y ganaba bastante como médico ya que llevaba muchos años ejer ciendo la profesión y tenía buena clientela. Sólo tenía una sirvienta llamada Marceliana, y como criado o apoderado al tío Germán, que vivía muy cerca de su casa. Por consi guiente, los gastos eran reducidos y los ahorros se supo nía que eran cuantiosos. Esto despertó la codicia del Moreras y se propuso asal tar la casa de don Severo, aliándose con otros dos bastan te más inexpertos que él; pero trazaron su plan para la en trada a la habitación donde tenía el tesoro. El Moreras ya la tenía localizada y sería fácil llegar has ta ella entrando por el tejado. Así lo hicieron; pero al arran 243
car una de las tablas, se produjo un ruido inevitable des pertando a la criada Marceliana, ésta sospechó que algo raro ocurría en la casa, se levantó y avisó al señor Médico; mientras éste se vestía ella salió a la calle a llamar a Ger mán que era un criado de la casa, el cual acudió rápidamen te y la Marceliana sigilosamente seguía despertando algu nos vecinos. Se reunieron varios hombres armados de hachas y pa los, registraron varias habitaciones y nada anormal encon traron; pero el ruido seguía porque los de arriba no se die ron cuenta del tropel que subía por las escaleras. Al fin abrieron la puerta de la caja fuerte — que era una habita ción— , entraron en ella y nada descubrieron, deduciendo de momento que habría sido el sueño de la criada. El Moreras contemplaba — desde la abertura de una tabla que ya tenía quitada— con gran tranquilidad la es cena entre asustados y nerviosos, oyendo decir que el único que sería capaz de llegar hasta allí sería el Moreras. Efectivamente, el Moreras estaba allí, muy cerca de ellos, y hubiera consumado el robo si no mira uno de los concu rrentes al techo descubriendo en la abertura de la tabla la cara del Moreras. Este, con su habilidad y diligencia, pudo escapar por los tejados, no pudiéndolo hacer sus compañeros que fue ron cogidos rápidamente por la Guardia Civil. Era tanta su valentía y su osadía que una noche en una taberna surgió una apuesta de si era o no capaz de presen tarse a casa de don Severo a pedirle dinero. Ganó la apues ta, porque don Severo le dio los veinte duros que le pidió — cantidad señalada en la apuesta— y además — dijo al t i rar los veinte duros sobre la mesa— me ha convidado a un vaso de vino. En otra ocasión que iba perseguido por la Guardia Ci vil se metió en una casa y se tiró de bruces debajo de un poyo que había en el zaguán, burlando a los guardias. 244
<
Hay un refrán que dice: «La zorra muda el pelo, pero no las mañas». El Moreras seguía adueñándose de lo aje no siempre que tenía ocasión. Esta vez era la sustración de aceitunas en un pequeño olivar propiedad de Francisco Guerra. Avisado el dueño preparó su escopeta con cartu chos de balas de plomo porque sospechaba que tenía que enfrentarse con un hombre tremendamente decidido a todo y al menor fallo él sería la víctima. Llegó al olivar donde estaba el Moreras metiendo acei tunas en un costal, le intim idó a que dejara las aceitunas; pero en vez de acobardare se dirigió al señor Guerra con ánimo de atacarle, entonces disparó su escopeta penetrán dole el tiro por el lado izquierdo del corazón quedando muerto en el acto. La noticia llegó al pueblo, pero, aunque era poco ofen sivo, era, sin embargo, muy tem ido; el público la recibió con indiferencia y no se alegró por esta muerte. Levantaron el cadáver, lo trajeron al pueblo y lo colo caron en el Juzgado Municipal — que estaba debajo del Ayuntamiento— sobre una mesa, con el cuerpo desnudo de cintura arriba, apreciándose muy bien el o rificio de en trada de la bala. Acudió mucho público a verlo desde la reja y decían que había quedado muy natural. Yo, aunque pequeño, no falté, subí a la reja y contemplé aquella mole humana ten dida, inmóvil y sangrante sobre la desnuda mesa del Juz gado; aún perdura en mí aquel recuerdo como si hubiera sucedido ayer. La autopsia fue practicada por el forense con la ayuda de los médicos titulares don Ulpiano Perales y don Ju lián de Sande, asistiendo también tres estudiantes de me dicina que había en el pueblo de vacaciones; éstos eran don Domingo Sandoval Rosado, don Modesto Navarro y don Ignacio Bustamante. 245
1
Mientras estos hechos sucedían en el pueblo, Francis co Guerra huyó a Portugal, donde estuvo algún tiempo hasta que se vio la causa en la Audiencia, se ju stificó que obró en defensa propia y pronto regresó al pueblo vivien do en paz y tranquilidad con su mujer y su hijo bastantes años; era un señor muy formal y honrado. Otro que merodeaba mucho por Ceclavín, principalmen te por Las Moriscas y Los Infiernos, era el Chico Cabre ra, éste no era ceclavinero, pero tenía sus correrías desde Albuquerque hasta Moraleja, tenía fama de malos instintos, atacaba despiadadamente, desvalijando a los que encon traba a su paso; pero no se tenían noticias de que hubiera realizado ningún crimen; era temido y el público andaba por los campos con mucho temor. De éste puedo contar el siguiente sucedido: Un día cla ro y lim pio del mes de abril, estando mi abuela Severiana con mi tía María Lorrei en unos sembrados de cebada que tenían en las Moriscas quitándoles hierbas, se les acercó — sin que ellas se dieran cuenta— un hombre mal cuida do, mal vestido, de aspecto serio y mal encarado, el cual entabló conversación con ellas, no hizo ademán de clase alguna, pero sí le pidió que les dieran algo de comer; ellas, más asustadas que benévolas, le entregaron sus merien das las que recogió, despidiéndose de ellas diciéndoles que habían hablado con el Chico Cabrera. Inquietas, nerviosas y asustadas emprendieron el ca mino hacia casa, donde llegaron cansadas, hambrientas y sin ganas de hablar. Al poco tiempo se oyó decir que la Guardia Civil lo ha bía sorprendido en un molino del rio Salor; pero se tiró por una ventana que daba al río, tratando de escapar nadan do debajo del agua; y al salir para respirar se encontró con una bala en la cabeza, ya que los guardias le seguían muy 246
(
de cerca a causa de que el río en aquel paraje no era pro fundo y le veían desde donde estaban colocados. Otro ratero, descuidero, autor de varios robos, hombre de mal v iv ir era un tal Juan el Gacho, que iba de feria en feria con el propósito de apoderarse de lo ajeno. Una noche, saltando por corrales de la vecindad desde la casa de Pablo del Río, llegó hasta la casa de mi abuela, donde después de forzar algunas puertas se apoderó de dinero, monedas de oro y alhajas que tenía guardadas en una habitación alejada del dorm itorio. Según se supo des pués le acompañó en esta correría un compañero suyo llamado el Sagasta.
247
CAPITULO LXII
EL CRIMEN DE LA GARROVILLANA Se llamaba Agustina y por ser de Garrovillas la llama ban la Garrovillana, era viuda, su marido fue asesinado de fendiendo al joven Julián Rodríguez Arias, el «Señorito», cuando iban de viaje por el camino de Torrejoncillo. Tenía fama de ser rica, la suponían poseedora de mucho dinero y alhajas; vivía en la calle de Santa Ana acompaña da de una nieta de corta edad llamada María y, como sir vienta, una tal Pilar Perulero. La codicia, la ambición y el propósito de hacerse con el caudal de doña Agustina hizo despertar en el novio de Pi lar, llamado Antonio Pascual; a Félix Martínez Hinojal, apo dado el Tartalla, y el Rojo, la ¡dea de asaltar la casa; pero debido a las relaciones existentes entre la Pilar y Antonio, no le fue difícil sobornar amorosamente a la criada. Esta le facilitaría la entrada y de ese modo podía quedar impune el robo. Por otra parte, tampoco temían a la lucha que pudiera entablarse entre una señora ya anciana y ellos. Todo lo con cibieron fácil para adueñarse de las riquezas de doña Agus tina. Serviría de enlace el citado Antonio y concertaron la forma y modo de realizar sus siniestros propósitos. Frente a la casa de doña Agustina había una posada y delante de la puerta unos carros; en estos carros estuvie249
ron escondidos hasta que la circulación de personas había desaparecido de la calle. En la primera ocasión que estimaron apropiada entra ron y, porque tal vez la señora no se habría acostado, fue ron recogidos por la criada en la bodega. Cuando lo creye ron oportuno, empezaron el registro tranquilamente, abrien do cajones de mesas y armarios, registraron baúles y ala cenas apoderándose de todo lo que tenía valor, principal mente alhajas y dinero. Al entrar en la habitación donde dormían la niña y la abuela, descubrieron que estaba despierta y ella les suplicó que la dejaran viva, que se llevaran lo que quisieran; pero el Tartalla dijo: Hombre muerto no habla. Nerviosos e intranquilos, decidieron matarla para evitar ser descubiertos, sin pensar en las consecuencias que aca rrearía su criminal decisión. Consumaron el delito introduciéndole violentamente una toalla en la boca, le pisaron el vientre con fuerza salvaje hasta que dejó de existir. Fue un asesinato cruel, feroz y brutal. Embriagados con la sangre de la víctima, pretendieron hacer otro tanto con la nietecita, que dormía cerca de la cama de la abuelita. Sus crueles instintos no estaban aún satisfechos con lo que habían realizado; pero, tenazmente, se opuso la Pilar y evitó el segundo crimen. En poder del dinero, joyas y alhajas iban abandonando la casa de uno en uno con el fin de evitar sospechas si eran vistos todos juntos, en las primeras horas de la madrugada. ¿Por qué acudieron al asesinato? ¿No tenían libertad de acción en toda la casa? ¿No tenían, hasta cierto punto, li cencia de la señora cuando les dijo que la dejaran viva y se llevaran lo que quisieran? ¿Por qué tanta sangre? 250
Estas preguntas no tienen otra respuesta más que dar satisfacción a sus instintos sanguinarios. La nieta al despertar debió llamar a su abuela y al no tener contestación se dirigió a la cama donde yacía con la cara amoratada y desfigurada; rápidamente llamó a la Pilar y ambas, asustadas y emocionadas, la una con emoción fin gida y la otra con emoción sincera, empezaron a pedir au xilio. Las autoridades se pusieron en movimiento y, mientras el Juez se hacía cargo del cadáver, la Guardia Civil detuvo momentáneamente a la nieta, pero comprendieron que en aquel crimen habían intervenido manos más forzudas que las de la nieta y la criada. Entonces recayeron las sospechas en su nieto, Maruel Sánchez, apodado El Q uitoli; porque éste, cuando le pedía dinero a la abuela y no se lo daba o le daba escasa canti dad, la amenazaba con palabras; tenía la mala cualidad de ser un lenguaraz, un insolente con la abuela. Manuel Q uitoli fue detenido, lo llevaron a la prisión del Partido, que es Alcántara, y allí estuvo varios meses hasta que fueron descubiertos los verdaderos criminales (tardó en descubrirse el crimen ocho o nueve meses). Existen dos versiones sobre este punto. La una se basa en una conversación que tuvo el Tartalla con una mujer que sostenía relaciones y, en ocasión de encontrarse ebrio, hizo ciertas declaraciones referente a la Garrovillana. Aquella persona fue a depositar la versión a un sacerdote para que él lo manifestara a las autoridades. Con esto y con el rumor que circulaba ya por el pueblo, fue la luz que iluminó a las autoridades y los criminales, juntamente con la criada, fue ron detenidos. La otra procede del que fue capitán de la Guardia Civil de Coria, don Marcelino Izquierdo, que intervino en el es clarecimiento de los hechos. Este, al referirm e el suceso, 251
me dijo que se descubrió por la venta de alhajas a un orí fice de Garrovillas. Estuvieron los crim inales en la cárcel de Ceclavín unes días mientras se hacían las declaraciones y se empezó el proceso. El día de su salida para Alcántara el pueblo se congregó en la plaza con el propósito de lanzarse sobre ellos y lin charlos; pero la Guardia Civil, reforzada con varios núme ros, impidió su propósito. Yo tenía seis o siete años, y me acuerdo haber estado en las filas de la muchedumbre cogido de la mano de una criada que teníamos en casa llamada Marcelina. Se forma ron dos murallas humanas a uno y otro lado del camino que tenían que recorrer los criminales en la Plaza, camino que fue respetado involuntariamente porque el público estaba excitadísimo. Tuvieron serenidad los ceclavineros, respe tando las órdenes de la Guardia Civil. No faltaron palabras ofensivas de todos los matices para aquellos malvados, que, con la cabeza inclinada, pasaron medrosamente entre la multitud, que. al menor descuido de la Autoridad, los hubiera linchado sin compasión. El Quitoli ya estaba en libertad y los criminales fueron condenados a pena de muerte; pero se les indultó por la cadena perpetua. El juicio tuvo lugar en la Audiencia Territorial de Cáceres, interviniendo varios abogados, entre ellos don José Ibarrola Muñoz y don Emilio Herrero. El año 1903 se vio la causa.
252
INDICE PRIMERA
PARTE
Página
3 5 9
y 13 19 21 25 29 33 37 41 47 49 51 61 65
*7 1 *7 3 77 81 83 87 89 93
Dedicatoria Prólogo Introducción El día del año o año nuevo El día de los Reyes Magos El día de San Antón Las Resolanas El día de las Candelas Los Quintos Los Quintos se van Los Carnavales o Antruejos Los Juegos ¡Agua va! La Cuaresma La Procesión del Resucitado El Sermón de las Gracias El día de la Cruz El Ramo Las Jiras El dia del Corpus La Cosecha, la Siega y la Trilla El día de San Juan Los Baños Los Baños del Tajo
Página
99 101 103 109 113 117 119 121 123 125 127 129 133 137 141 147 149 153 155 161 167 171 177 179
El día de Santiago La Virgen de Agosto Los Segadores Los Toros La recogida de los higos La Feria La Vendimia El Piso La Albora o Campanilla El día de los Santos La recolección de las aceitunas Las matanzas El Mojo de Patatas Los bailes Las Bodas Los Bautizos Las Defunciones o Entierros La Indumentaria La Artesanía Ceclavinera Costumbres Culinarias Costumbres Sanitarias Las clases sociales La Política La Borrasca
SEGUNDA P á g in a
197 201 203 207 209 211 254
Leyendas Algo de Historia Leyenda del Encinar El Embargo Los Fantasmas Las Brujas
PARTE
P á g in a
215 219 221 225 227 231 233 237 239 241 249
El Olivo de las Animas Las Visitas o Iluminados Noche de lobos Dos Episodios Las Riadas Las Apariciones Historia de una Aparición Sucesos trágicos y criminales La Cruz del señorito Noche de insomnios El Crimen de la Garrovillana
255
Digitalizado por: Biblioteca Virtual ExtremeĂąa bibliotecavirtualexlremena.blogspot.com
FE
DE
Página Linea 34
22
52
ERRATAS
Dice
Debe decir
Por por las calles
Por las calles
9
Fugazmente gazmente
Fugazmente
78
9
cima
Sima
78
13
Pueblos colindantes sobre todo Zarza la Mayor. Hoy
Esta linea debe leerse entre las lineas 11 y 12
110
29
Reductor
Reducto
111
10
Desmanasen
Desmandasen
112
26
Ni habrá quien la abóla
Ni habrá nadie abóla
114
26
Camina
Caminar
122
7
Ariaas
Arias
126
24
Mazos
Mozos Calidades
154
9
Calilades
159
7
Vaivan
Vaivén
184
19
Companas
Campanas
quien
la
202
4
Castillo
Castillos
210
17
Sorprecas
Sospechas
219
10
Superticiones
Supersticiones
219
23
Superticiones
Supersticiones
239
1
Montículo
Montículos
241
20
Reunidos los mal vivir
Reunidos los de mal vivir
245
11
Acobardare
Acobardarse