La Ruta de los Conquistadores. Vida nueva en Extremadura donde nacían los dioses por Waldo de Mier

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Estas crónicas de viajes, que aparecieron publicadas en el periódico E l A l c á z a r , de Ma­ drid, y enclavadas en la colec­ ción de reportajes que llevaron por título genérico E S P A Ñ A CAMBIA DE PIEL, fueron re­ com pensadas con el premio «Rodríguez Santamaría» 1953 de la A sociación de la Prensa de Madrid.


LA RUTA DE LOS CONQUISTADORES VIDA NUEVA EN LA EXTREMADURA DONDE NACIAN LOS D IO SES


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DE

MI E R

LA RUTA DE LOS

CONQUISTADORES VIDA NUEVA EN L A E X T R E M A D U R A DONDE N A C I A N LOS DIOSES

E D IC IO N E S CULTU RA H ISPAN IC A

MADRI D 1954


ES PR O PIED A D Madrid, 1954 Printed in Spain

T a lle re s

G rรก fic o s

de

EDICION ES CASTILLA, S.

A .-A lc a lรก .

126.- M

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A la juventud hispanoam ericana



Dedico este libro a la juventud hispanoamericana. Para ellos fué pensado y escrito. Para que, al leerlo, se sintieran, por un motivo más, orgullosos de su ascendencia española; de saber que los solares patrios de aquellos fabulosos hombres de la Con­ quista no han quedado convertidos en simples símbolos y en viejas reliquias arquitectónicas, sino que en ellos late el vigoroso pulso de una nueva vida. La Ruta de los Conquistadores, dentro de m uy pocos años— ya lo va siendo ahora—, y en virtud del colosal es­ fuerzo creativo de la España de hoy, quedará convertida en un inmenso camino entre tierras de vergel. Hasta la última y más remota de las aldeas que vieron nacer a los hombres de la Conquista y del Descubrimiento habrá de llegar el impulso de la nueva vida que florece actualmen­ te en España. No todo en esta Ruta de los Conquistadores ha que­ dado relegado al recuerdo de la Historia: ni la más apar­ tada aldea de la recia y parda tierra extremeña ha que­ dado atrás en el vigoroso impulso que, sobre su propia existencia, ha dado la España de nuestros días. En tom o a las reliquias hispánicas más adorables por la juventud de nuestro tiempo— la juventud de España y


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la de sus países hermanos—, puede hallarse cualquier tes­ timonio de que el Genio de España no murió con los hom­ bres que nacieron en Medellín, Castuera, Trujillo, Barcarrota, Jerez de los Caballeros Templarios o Badajoz. A lo largo de las páginas de este relato, escrito con la gran honradez y objetividad informativa características de los periodistas españoles de hoy, y sin disimular, eso sí, el entusiasmo que a un ex combatiente de Franco le pro­ duce ver el resultado de su Victoria, puede hallarse el tono, el ambiente y el estilo de la vida de los actuales con­ terráneos de aquellos hombres-dioses que se enfrentaron con la tarea más gigante que registra la Historia: el des­ cubrimiento y la conquista del Nuevo Mundo. En mis recorridos por la Ruta de los Conquistadores he pensado muchas veces en los jóvenes hispanoamerica­ nos. E n aquellos jóvenes que, en su deseo de encontrarse a sí mismos, han venido a España a buscar su propia ver­ dad y la han encontrado. A esta Juventud, a la Juventud que mira a la Madre Patria con orgullo y con noble alegría, le brindo este libro, donde quedan descritos los lugares natales de los españo­ les que, con su heroísmo, su sangre y su fe, hicieron el milagro de la Conquista, y donde quedan descritos tam­ bién los nuevos milagros que hoy se operan en España, en una nueva conquista de la España misma. Son milagros que asombran a propios y a extraños. Milagros que han permanecido ocultos ante los ojos del mundo, porque deseaban eclipsarlos y anublarlos, velar­ los los eternos enemigos de España, los mismos enemigos que, tras las glorias de Cortés, Pizarro, Valdivia. Orellana, Hernando de Soto o Vasco Núñez de Balboa, urdieron la burda y nefasta Leyenda Negra, como tras las glorias de los capitanes de Franco han deseado tejer la nueva Leyenda Negra del Siglo XX, en la que la razón del m un­ do va creyendo cada, vez menos.


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Para el orgullo de los jóvenes hispanoamericanos. Para la satisfacción de los que se satisfacen sintiéndose hijos de España, les brindo este libro, sencillo y claro, sin preten­ sión literaria alguna, y en el que qu&da patente que en la Extremadura de los Conquistadores siguen naciendo diariamente hombres de Conquista para la gloria y la honra de su Patria. WALDO DE M IER


INTRODUCCION LA EXTREMADURA DE LOS CONQUISTADORES NO ES LA MISMA QUE DESCRIBEN LOS LIBROS DE VIAJES


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(La Ruta de los Conquistadores! Sí. Uno de los periplos más interesantes, más emocio­ nales, más sugestivos y también menos conocidos por el mundo turístico español. Acabo de realizar un largo y detenido viaje a través de las tierras extremeñas donde nacieron la mayoría de los portentosos hombres que conquistaron el Nuevo Mundo. No sé que los grandes viajeros escritores y periodistas españoles contemporáneos nuestros, si han sentido la ten­ tación de hacer este viaje lo hayan realizado: un Eugenio Noel—corredor y viajero por las más diversas tierras es­ pañolas, reflejadas sus impresiones en sus estupendos li­ bros España nervio a nervio, Nervios de la Raza, et­ cétera— ; un Pío Baroja, errante en compañía de Ortega y Gasset, de Azorín, y de su hermano Ricardo por tierras manc-hegas y castellanas; un Ciro Bayo—su Lazarillo es­ pañol, magnífico relato de un viaje a pie por media E s­ paña— ; un Federico García Sanchiz, etc., etc. No sé que ninguno de éstos haya tenido ocasión de recorrer uno por uno los pueblos natales de las grandes figuras de la Conquista. ¿Cómo están, cómo son ahora los pueblos que vieron 2


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nacer a los fabulosos españoles que conquistaron, explo­ raron, colonizaron y recorrieron los vastísimos territo­ rios del Nuevo Mundo? ¿Cómo viven hoy en día los conterráneos de Hernán Cortés en Medellín; los de Pizarro y Orellana en Trujillo; los de Vasco Núñez de Balboa en Jerez de los Ca­ balleros; los de Hernando de Soto en Barcarrota; los de Pedro de Alvarado en Badajoz, y los de Pedro de Val­ divia en Castuera? ¿Reconocerían hoy en día los conquistadores a los pueblos donde transcurrió su niñez? El contorno urbanístico de sus calles, el carácter de sus pobladores, el paisaje que circundaba sus villas y al­ deas natales, ¿podrían ser acaso fácilmente reconocibles a los ojos de aquellos que contemplaron las más sorpren­ dentes regiones del Nuevo Mundo? Sí. Una Ruta soberbia, llena de emociones para un viajero que incluso sólo posea una ligera nocion cultu­ ral sobre la vida y las hazañas de los Conquistadores. Un viaje admirable, lleno de sorpresas, cargado de monumentalidades históricas, reflejo de glorias y hazañas antiguas. Un viaje lleno de contrastes y descubrimientos, tam ­ bién. Porque el primero que empieza por descubrir la tie­ rra de los descubridores y de los conquistadores es el via­ jero español, poseído, por regla general, de una falsa idea de la Extremadura de nuestros días.


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PIZA RRO , CORTES, VALDIVIA O ALVARADO NECESITARIAN

CICERONE

PARA

ANDAR

POR SU S T IER R A S.

Sobre todo la gente del Norte, orgullosos de poseer las más bellas y cosmopolitas ciudades, abiertas al mar y respaldadas por una geografía romántica, llena de montes y de verdes prados, suele afirmar, demasiado a la ligera, cuando alguien se refiere a las tierras del Sur o de Extrem adura: «Aquello es otra España.» Hay que venir a ver estos pueblos extremeños para convencerse de que ni sus gentes, ni sus calles, ni sus costumbres son «de otra España». ¡Los pueblos de los conquistadores! ¡Qué idea más falsa y arcaica tenemos de ellos, de sus vidas, de sus moradores! No ya Hernán Cortés, Pizarro, Valdivia, Alvarado. Hernando de Soto o Vasco Núñez de Balboa necesitarían cicerone para guiarse por sus propios pueblos, sino que los mismos nativos que hayan estado ausentes de ellos una docena de años tampoco podrían reconocerlo 5. ¿Podrían reconocer Pizarro y Orellana a su Trujillo mondo hoy día del monte bajo que enmarañaba antaño sus berrocales? ¿Y su pueblo? ¿Con dos cines, comer­ cios con escaparates de luz fluorescente, gentes atarea­ das, bien vestidas a la moderna? ¿Y Hernán Cortés en Medellín? ¿Creería que aque­ lla plaza, en que destruida durante nuestra guerra y re­ construida hoy, donde se levanta su estatua, es la mis­ ma que vieran sus ojos? ¿Reconocería la panorámica de la Vega Baja del Guadiana desde el castillo, convertida en un vergel en virtud de los regadíos, donde se alzarán dentro de no muy tarde fábricas e industrias? ¿Qué di­


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ría del cine de su pueblo, y de sus paisanos, pegados a la radio escuchando los resultados de los partidos de fútbol, hablando de Seguer, Kubala, Pahiño; preocupa­ dos, en fin, con los mismos problemas del hombre-masa de las grandes capitales españolas? ¿Otra España la de los pueblos de los conquistado­ res extremeños, con teléfono en sus casas, radios, auto­ buses, cines y luz fluorescente? ¿Entonces qué me dicen de un Castuera, que para sus nueve mil habitantes tiene veintidós taxis, todos ello, en continuo servicio, y posee siete fonditas, bastante bien apañadas para recibir a toda clase de viajeros? Radios a centenares por cada pueblo de los Conquis­ tadores. Cines en todos ellos; incluso uno, como el de Barcarrota, al aire libre para el verano, en el patio de armas del castillo. ¿Los interiores de las casas extremeñas? Aparte de la radio, elemento infalible en los hogares españoles de hoy, algunas casas he visto en los pueblos extremeños con graciosos muebles modernos: el colo­ nial, tan socorrido por lo económico, pero de airosas lí­ neas. Y butacas de orejas. (Y no olvidemos que la butaca de orejas era un mueble desconocido en las casas de la clase media española hasta después de nuestra Cruza­ da.) E incluso alfombritas de Alpujarra y a'guna que otra lámpara de cristal.

NI PE L L IZ A S , NI T R A JE S NEGRO S Y CHA­ L E S : TABACO AMERICANO PO R DOQUIER Y VIDA MODERNA.

* ¿Reconocería Vasco Núñez de Balboa a sus paisanos fumando «Lucky» y «Chesterfie1^» en los bares de su pueblo, tomando café exprés?


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Durante mi recorrido por la Ruta de los Conquista­ dores he podido comprar sin dificultad alguna toda cla­ se de marcas de tabaco rubio, hasta el «Pall Malí», tan apreciado y poco visto por el Norte de España. Y ello, amigos, es señal de que en estos pueblos se fuma de lo bueno y lo caro; se sabe gastar el dinero. ¿Las pellizas, las gorras de visera, los trajes de luto? ¿Las mozas con chal? ¿Pero de qué España hablan al­ gunos? ¡Eso ya no se ve ni en los pueblos de la mal lla­ mada «Siberia Extremeña»! En Castuera vi pastores—los tan cacareados pasto­ res de la cabaña merina con los que Margarita Nelken quiso hacer demagogia—vestidos con americanas cru­ zadas, zapatos de 150 pesetas y gastándose bonita y ale­ gremente los cuartos en las barracas de la Feria. ¡Al diablo la leyenda del pastor que no sale de su chozo y no se quita jamás los borceguíes de goma para no des­ pilfarrar sus ahorros! ¿Pero saben ustedes cuánto viene a ganar un pastor de ovejas merinas? ¡Pues unas doce o trece mil pesetas al año! ¿Acaso los extremeños son lo indolentes y perezo sos que vió Mariano José de Larra en Badajoz y Migue) de Unamuno en Trujillo? ¡Qué absurda leyenda negra desbaratada por la rea­ lidad de nuestros días! ¿Saben acaso de dónde procedía el arroz que han comido nada menos que los japoneses estos últimos me­ ses? ¡ ¡Pues de Don Benito! ! Sí; unos arrozales brota­ dos de la nada, en virtud del esfuerzo, el trabajo, la au­ dacia agrícola y la iniciativa de los extremeños. (Tam­ bién les contaré aparte esta historia del oro arrocero ex­ tremeño. así como la del volframio, que ha transformado pueblos enteros.)


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LA CONQUISTA DE LA SOMBRA EN LA T IE ­ RRA DE LOS CONQUISTADORES.

( ¡ La fisonomía de las villas natales de los Conquista­ dores ! Puedo afirmar que son modelo de urbanismo, de lim­ pieza. No hay pueblo sin su Guardia Municipal unifor­ mada, por pequeño que sea. De una punta a otra de Ex­ tremadura, todas las villas y ciudades pequeñas han sen­ tido en estos últimos años el espíritu de la transform a­ ción. Insisto: no ya Alvarado, Pizarro, Hernán Cortés o Valdivia necesitarían cicerone para guiarse por sus propios pueblos, sino los ausentes de estos pueblos des­ de nuestra Guerra para acá tampoco sabrían recono­ cerlos. Desde Navalmoral de la Mata, que ha levantado un parque coquetón y frondosito frente a la estación del fe­ rrocarril en lo que antes era un páramo lleno de polvo o de fango y en donde hoy da gusto esperar el tren, aspi­ rando el aroma de sus rosales, a la sombra de los plátanos, sentado en limpios y cómodos bancos, junto a una fuen­ te que mana agua fresca para el sediento; desde Naval­ moral da la Mata hasta Oliva de la Frontera, todos los pueblos han rivalizado en transformarse. lia carrera del arbolado, de la fronda, del parque, pa­ rece haber sido el lema de las aldeas y villas extreme­ ñas en estos últimos años. La conquista de la sombra en la tierra de los conquistadores. De aquel páramo que atravesaran a balazo y muerte limpia los legionarios de la Cuarta Bandera para tomar las murallas de Badajoz en agosto de 1936, ha surgido


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un hermoso parque rodeado, además, de nuevas edifica­ ciones. Y en Don Benito se ha levantado una espléndida ave­ nida de la Estación a la calle de Groizard, enteramente nueva. Una avenida con amplias y frondosas cenefas ver­ des a los costados de la calzada. Cenefas verdes, tupi­ das, que si fuesen colocadas al costado de la cenefa verde de la madrileñísima calle de Alcalá provocaría ruidoso^ carcajadas a la de Don Benito. Y esta avenida se ha he­ cho sobre la nada sobre el páramo, sobre el polvo que antes había que tragar o el lodo que pisar desde la es­ tación hasta las primeras casas de la ciudad casi natal de Donoso Cortés. ¡Peto si es que hasta el aire, hasta el clima se ha transformado o va a ser transformado rapidísimamente en Extrem adura! Viajar de Montijo—el Montijo del Condado del fa­ moso Tío Perico de la asonada de Aranjuez—a Gua­ diana del Caudillo, es percibir, tocar, vivir lo que es aho­ ra en pequeño—2.000 hectáreas—y será luego en gran­ de—100.000 hectáreas—la inmensísima y futura huerta extremeña que va a competir en grandeza con la de Mur­ cia y Valencia. ¡Arboles, árboles, árboles! A millares, a centenares de miles por estos campos, antaño de secano. Aquel aire «solano» que achicharraba hasta hace pocos meses a los montijeños, será detenido por la fraga, el bosque frutal de esta nueva Extrem adura en cuanto los árboles, ya plantados y que este año darán sus primeros frutos, es­ ponjen, crezcan y maduren un poco. ¡Una verdadera Tierra de Promisión! Y ésta es la Tierra de los Conquistadores por la que yo he viajado durante unas semanas, sintiéndome ante su contemplación tan orgulloso de España como los mismos trujillenses, medellinenses, castuereños, pacenses


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y barcarroteños que proclaman con su altivez y su arro­ gancia ser conterráneos los más formidables seTes que conociera jamás la Humanidad. Y en esta tierra, en esta Ruta de los Conquistadores, he palpado los indicios de la normalidad española. En los autobuses, en los trenes, en las fonditas de pueblo, me he rozado con los viajantes de comercio que luchan entre sí, angustiadamente, para arrebatarse los pedidos, en un mercado saturadísimo de productos de todas clases. ¡Qué difícil les resulta a los viajantes de comercio encajar hoy día sus pedidos en los mismos comercios surtidísimos que antaño imploraban de las fáfricas el envío de algunos productos que poder vender!

HUERTANOS VALENCIANOS, MURCIANOS Y GRANADINOS, A LA COMPRA DE TERREN O S EN LA T IER R A DE LOS CONQUISTADORES.

He visto los campos rebosantes de trigo, de cereales que pregonan un cosechón fenomenal; he visto centena­ res de tractores trabajando los campos, campos de secano convertidos en huertas ubérrimas por obra y gracia de los ragadíos estata’.es o de los pozos privados que elevan el agua y riegan estas tierras antiguamente sedientas. En Badajoz, en Don Benito y Montijo me he encon­ trado con huertanos de Valencia, Murcia y Granada que deseaban comprar o arrendar terrenos, sabedores del va­ lor de esta tierra, inmejorable en cuanto recibe agua fér­ til y rica, como casi ninguna de España. Y así he percibido la sensación de que nos va a sobrar de todo—lo proclaman los viajantes de comercio que ofre­ cen a manos llenas—y que la abundancia de productos agrícolas, como la de manufacturados, va a ser colosal.


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Y todo esto en esta Extrem adura maltratada por la le­ yenda, por los escritores y viajeros de los siglos xvm y xix. ¡Un viaje por la Ruta de los Conquistadores! ¡ Qué viaje más aleccionador, más simbólico de lo que era España hace dieciséis años y es ahora y lo será den­ tro de un futuro inmediato, cercano, tocable y vivible por nosotros! No, No es ésta la Extrem adura que vieran Ponz, La­ rra, Unamuno, Madariaga, Pereyra y el inglés Richard Ford. Es ctra, feliz, risueña, abocada a una formidable prosperidad insospechada, fabulosa. Es la que ha trabaja­ do desde nuestra Guerra para acá v ha levantado parques sobre desiertos; casas sobre los yermos; huertas sobre los secanos; fábricas e industrias sobre los eriales. Y así, sus moradores, los descendientes de los Conquis­ tadores, viven otra vida que no conocieron sus propios padres y abuelos. Disfrutan de las ventajas de la vida mo­ derna sin los sinsabores y las angustias de la existencia en las grandes capitales. Saben fum ar tabaco inglés y am ericano; disfrutar con las películas de Hollywood; oír por radio a Machín y a Frank Sinatra; apasionarse por el fútbol—30.000 pesetas de recaudación se hacen en al­ gunos partidos en Villanueva de la Serena— ; vestir a la moda sus mujeres, con medias de nylon e impermeables de plexiglás; calzar bien sus maridos— ¡no hay región donde se vean más limpios y brillantes los zapatos que en Extremadura, porque se sufre verdadera persecución por los limpiabotas y hay que dejarse lustrar el calzado hasta dos veces al día!— ; comer buenos menús. (Me di­ jeron cuando supieron que iba a viajar por a h í: «Te vas a hartar de comer huevos fritos con chorizo y jamón como único menú.» Y, la verdad, no me faltó jamás la merluza fresca, ni la fruta del tiempo, ni el postre de cocina, ni el café, ni cuantas exquisiteces culinarias hubiera querido pedir en el má-3 remoto de los pueblos extremeños.'


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Y ésta es la Tierra dte los Conquistadores. Esta es la que voy a describirles a ustedes en una serie de capítulos con el más sencillo de los lenguajes, tratan ­ do de huir del ditirambo, del adjetivo inútil y de la papanatez. ¡Un viaje inolvidable...!


CAPITULO

PRIMERO

OLIVA DE LA FRONTERA, EL SU PU ESTO PUEBLO NATAL DE CRISTOBAL COLON



Toda la Extrem adura de los Conquistadores está llena de sorpresas. La primera me asaltó en Badajoz, apenas llegado a la capital, cuando, al exponer el motivo de mi viaje, alguien me indicó: —En Oliva de la Frontera vive un investigador, don Adrián Sánchez Serrano, que sostiene la teoría de que Cristóbal Colón «vivió, nació y murió» en aquel pueblo. La historia de sus investigaciones y de sus teorías es lar­ ga y causó mucho ruido tiempos atrás. Parece ser que no basa su tesis en una pura y absoluta demostración docu­ mental, rigurosamente aceptable, sino en deducciones más bien literarias y pictóricas. Pero no deja de tener interés. ¡El tan ansiado Colón español, quizá tan extremeño puro como los Conquistadores que le siguieron tras su portentoso descubrimiento del Nuevo Mundo! Estupendo arranque para una serie de capítulos de un libro sobre la Tierra de los Conquistadores.


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EN BUSCA DEL COLON EXTREM EÑO EN OLIVA DE LA FRO NTERA .

Los investigadores son excesivamente rigurosos, in­ cluso para con sus propios descubrimientos y teorías. Por eso, en Badajoz, los eruditos de la ciudad hablan con una sonrisa de indulgencia para con el investigador del Colón extremeño. Ni remotamente quieren admitir la po­ sibilidad del aserto del investigador de Oliva de la Fron­ tera sobre su Colón. El historiador don Manuel Ballesteros Gaibrois, en su breve biografía de Colón publicada en el tomo IV de la Colección «Breviarios de la Vida Española» de la Edi­ tora Nacional 1943, hacía una alusión indiferente, si no despectiva, a esta hispanidad colombina brotada y sos­ tenida en Oliva, a este «Colón extremeño, nacido en cir­ cunstancias extrañas al calor de las luchas civiles que precedieron a la unidad de España». Don Esteban Rodríguez Amaya, a quien acababan de nombrar el mismo día que yo llegué a Badajoz cro­ nista oficial de aquella ciudad, también acogió con son­ risa benévola mi proyecto de ir a Oliva para conocer al investigador del Colón extremeño. Pero como nadie es profeta en su tierra, debía ser yo quien recogiera con mayor atención la tesis sobre el Prim er Almirante español. En último término, si lo del Cristóbal Colón extre­ meño pudiera no resultar rigurosamente aceptable desde el punto de vista histórico, sí, al menos, tenía un gracio­ so valor periodístico. Y tomé un billete de autobús, a sabiendas de que me desviaba de mi primitivo itinerario en la Ruta de los Conquistadores.


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LA EXTREMADURA DE LOS CONQUISTADO­ R E S NO ES LA QUE D ESCRIBEN LOS L I­ BROS DE V IA JE S.

Ir de Badajoz a Oliva de la Frontera no es ningún pa­ seo breve en autobús. —En el mapa todo está cerca en la provincia de Bada­ joz—me decía unos cuantos días más tarde, en Mérida don Juan B. Beltrá, ingeniero director de las Obras del Cíjara—. ¡Pero échese usted la carretera a la cara...! —agregaba. Y es verdad. En el mapa todo esta relativamente cerca en la pro vincia de Badajoz. ¡Una provincia tan grande como Bél­ gica entera! Sólo el término municipal de Badajoz es tan extenso como Guipúzcoa. Así, ir de la capital pacense al supuesto pueblo natal del descubridor de América, suponía, comparativamen­ te, como ir de Amberes a Mons, más o menos—Bélgica entera de Norte a Sur—, con la diferencia, claro está, de que en Bélgica de aquel punto al otro hubiese tarda­ do hora y pico en ferrocarril. Y, en cambio, de Badajoz a Oliva de la Frontera en el autobús tardé... cuatro ho­ ras y media. Pero la lentitud del viaje sirvió para saborear a gus­ to mi primer encuentro diurno con el paisaje extremeño. ¡Cuán diferente el paisaje real de esta parte de Ex­ tremadura con la idea que han intentado reflejar los li­ bros clásicos de viajes por España. Antonio Ponz, en su famoso Viaje de España, trató con aspereza a esta re­ gión. De Larra, no digamos, aunque el célebre y malo­ grado Fígaro, era difícil de contentar en cualquier cosa de la España de su tiempo. De los extranjeros, el


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renombrado viajero inglés de finales del siglo pasado, Richard Ford, en su extenso y meticuloso libro sobre Es­ paña—un Baedeker más personal e impresivo—descri­ bió Extremadura como un desierto (The spaniards have almost converted this Arabia Félix into a desert) (Los españoles han convertido esta Arabia Feliz en casi un desierto). Salvador de Madariaga, en su biografía de Her­ nán Cortés, cita también a otro «gran prosista» inglés que trata despiadadamente al paisaje de Extremadura. Cuando Carlos Pereyra fué a Medellín vió aquella región bajo la impresión de un aspecto decadente. Sólo Gabriel y Galán y Unamuno la cantaron en su justa verdad, poé­ tica y realistamente. A mi vez debo confesar que, bajo la impresión de estas descripciones citadas, me sorprendió ver una Ex­ tremadura totalmente diferente a como me la había ima­ ginado a través de los libros. Y, salvo en la llamada «Siberia extremeña»—Cabeza de Buey, al Norte, hacia el pantano de Cíjara—no he visto tales desiertos, ni ningu­ na zona me ha parecido decadente. En toda su exten­ sión la tierra aparece cultivada, y donde no brotaba el trigo verde, surgían inacabables los viñedos o los encinos, alcornoques y olivos. Y todo remansadamente, suave­ mente, «en montañas que semejan olas». Veinticinco kilómetros separan a Badajoz de Valverde de Leganés, el prim er pueblo que se encuentra uno camino de Oliva—lo que da idea de las distancias entre villa y villa en esta provincia—y en todo el trayecto no dejan de verse árboles y más árboles: alcornoques—el oro forestal para los extremeños— , encinas y olivos a cuyos pies brota el trigo o la avena. De Valverde a Taliga—otros 25 kms. más o menos— el paisaje cambia: se hace más suave y desaparece el cultivo para dar paso a los pastizales. En cambio, de Taliga a Zahinos y Oliva ya todo es un puro desfilar en­


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tre grandes encinas y alcornoques. Se ven fincas y dehe­ sas cercadas por muros de piedra encalada, lo que indi­ ca que el latifundio no es corriente en estos lugares. Se ha ido haciendo de noche. De cuando en cuando los faros del autobús iluminan la rápida escapada de una pie­ za de caza menor. ¡Qué sobresaltos para los tartarines de estas tie rra s! A las diez y media entramos en Oliva de la Frontera. Aun de noche, el supuesto pueblo natal de Colón im­ presiona por su belleza. Las calles son un modelo de as­ faltado y adoquinado. De este pueblo—y luego iré com­ probando en la mayoría de los pueblos extremeños—ha desaparecido la estampa típica de los guijarros que se clavaban despiadadamente en los pies; aceras anchas, bien enlosadas, calles limpias, pulquérrimas. que bri­ llan Mancas a la luz de la luna. De día volví a corroborar la belleza de Oliva. Ciertamente, Colón podría sentirse orgulloso de ha­ ber nacido aquí.

EL CORCHO, EL VOLFRAMIO Y EL CONTRA­ BANDO DE CAFE HAN HECHO M ILLONA­ RIOS A LOS «PA ISA N O S » DE COLON.

c. . •« De los once o doce mil habitantes que más o menos tiene Oliva, pocos han escapado a la influencia de los tres grandes negocios que han hecho millonarios o ri­ cos a los emprendedores del pueblo: el volframio, el cor­ cho y el contrabando del café. Los «paisanos» de Colón han hecho verdaderas fortu­ nas en estos diez años atrás. 0 sacaban el dinero desnu­ dando a los alcornoques, o arañando la tierra en la busca del codiciadlo volframio (de cuya fiebre minera en la pro­ vincia hablaré en un capítulo final) o llenaron sus cars


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teras de buenos billetes metiendo de matute cargamen­ tos enteros de café por la raya de la frontera portuguesa. Pero eso sí. No hay quien distinga a un «millonario» de Oliva de cualquier otro individuo del pueblo que no posea un solo céntimo. Si acaso, el Registrador de la Pro­ piedad puede comprender, a través de ciertas recientes inscripciones de nuevas fincas, el éxito de la Tierra que escondió el volframio, el resultado de las ausencias noc­ turnas burlando el encuentro con la Guardia Civil—que con sus mausers y la venta libre del café han acabado con la carrera del contrabando—, o el rendimiento que dieron en buenas épocas de demanda las cortezas cor­ cheras de los alcornoques. ¡Pero correr el dinero...! Los naturales de Oliva se acusan entre sí de no dar aire a sus buenas ganancias. Mas lo cierto es que el pue­ blo es una tacita de plata y, en aceras, adoquinado, al­ cantarillado y encalados, se han ido reflejando los bene­ ficios de los tres chorros de oro que han inundado du­ rante unos cuantos años a la villa natal del descubridor de América. Del descubridor de América; porque todo el pueblo está convencido, como don Adrián Sánchez Serrano, de que Colón nació, vivió y murió allí. La fe en la teoría de don Adrián está plasmada en los letreros de los prin­ cipales establecimientos de Oliva de la F ro n tera : «Bar Colón», «Hotel Colón», «Droguería Colón». Colón por todas partes. j Yo mismo, contagiado por esta credulidad, antes de ir a cenar, pese a lo tardío de la hora, llamé inmediata­ mente de apearme del autobús al portón de la casa donde vive el investigador colombino y le anuncié mi visita para el día siguiente a primera hora. Por mí hubiera pasado la noche en blanco escuchan­ do la tesis de don Adrián sobre el Colón extremeño


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No una noche, sino varias, con días enteros podría haberme quedado oyendo las fenomenales teorías del in­ vestigador oliveño. ¡ Porque en cuanto al Colón de Oliva de la Frontera hay tela cortada para muchísimo rato!


CAPITULO

II

EL MISTERIO DE LAS SIGLAS DE COLON



Me hubiese gustado haber visto la biblioteca y los documentos colombinos del investigador oliveño. Pero la casa de don Adrián Sánchez Serrano estaba toda re­ vuelta cuando le fui a visitar por la mañana temprano, al día siguiente de mi llegada al supuesto pueblo natal de Cristóbal Colón. Los pintores tenían inundadas todas las dependencias y no habría habido forma de encontrar en orden ni un solo libro, ni un solo papel. El mismo don Adrián se desayunaba—naranjas sin mondar—en el patio de la casa. Y allí empezó nuestra conversación. El sustentador de la teoría del Colón extremeño, sa­ cerdote coadjutor de la parroquia de Oliva de la Fron­ tera, es alto, grueso, de unos sesenta años de edad. Como todos los hombres que están obsesionados con una idea y a ella entregan sus estudios con alma y vida años en­ teros, habla y habla sin cesar sobre su tema predilecto y resulta difícil seguirle, hacerle detener, volver sobré el punto de partida, aclarar conceptos y expresiones. Los ojos de don Adrián son vivos, penetrantes, llenos de in­ teligencia y de luz. ¡Cuánto se han clavado sobre las metopas de su parroquia, en las famosas pinturas de la cúpula del Santuario votivo de la Virgen de la Gracia, en ]a torre miliaria románica de Oliva, en el discutidísi-


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mo cipo de Colón, cuya inscripción interpreta maravillo­ samente a su vez y de la que disienten Ballesteros y Navascúes; en todo cuanto gráfica o documentalmente se refiera a la vida y misterio del descubridor...! LAS P E SA S DE UN R E L O J DAN ORIGEN A UNA VOCACION INVESTIGADORA.

La historia de las investigaciones de don Adrián Sán­ chez Serrano es tan interesante como las investigacio­ nes mismas. El mismo me las va refiriendo m ientras termina de desayunarse. —Yo nací aquí, en Oliva, como creo que nació Cristó­ bal Colón. Siendo muy niño, en cierta ocasión fui a lle­ var un recado al juez, que era tío mío. Tal vez por peti­ ción mía, o porque mi tío tuvo necesidad de ir y yo le acompañé, me llevó a visitar la cárcel del pueblo. Al pa­ sar por debajo del rastrillo que daba entrada a la cárcel, vi por un ventanal las pesas del reloj de la torre del Ayuntamiento. Le pregunté entonces a mi tío, el juez, qué eran aquellas pesas, y después que me lo explico añadió: «Esas pesas que allí cuelgan sirven para aplas­ tar a los niños malos.» Yo, naturalmente, me sobrecogí; y mi tío, sin duda percatado de la impresión que aquella frase suya me había hecho, quiso paliarla agregando algo que aun me impresionó mucho más: «Uno que era de Oliva y que fué al prim er viaje del descubrimiento vino preso a España, pero como no era malo no lo pusieron debajo para matarlo.» Quizá con esa fábula de las pesas y de aquel «que era de Oliva y que fué al primer viaje del descubrimiento» nació en el espíritu de don Adrián la idea de ahondar en la vida misteriosa de Cristóbal Colón.


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A partir de entonces empezó a fijarse en todo cuan­ to se relacionara con la existencia del Descubridor. Es­ tudió la carrera sacerdotal y a lo largo de ella y de años y años de estudios fué cosechando multitud de nuevas teorías en torno al nacimiento extremeño del Descubridor. En Oliva de la Frontera oyó muchas consejas y le­ yendas recogidas por tradición oral que hablaban del gran personaje oliveño que descubrió a América. Más tar­ de, en la cripta del Santuario votivo de la Gracia que se alza en las afueras de Oliva, sobre una dominante loma, halló unas pinturas significativas. Pero ya hablaremos más extensamente sobre tales pinturas, tal vez clave que descifre el misterio de la natalidad de Colón. En la Iglesia de Santa Catalina de Jerez de los Caba­ lleros existen también unas pinturas relacionadas con la vida de Colón, su muerte, traslado y enterramiento en la cripta de la Virgen de la Gracia de Oliva de la Frontera. DE CAPELLAN DEL COLEGIO DE M ONJAS DONDE SE EDUCABA DOÑA CARMEN POLO AL RUIDOSO CONCURSO COLOMBINO DE «A B C ».

Hacia el año 1922-23, estando de capellán en el Co­ legio de Monjas de la calle de Uría, en Oviedo, donde a la sazón acudía doña Carmen Polo, entonces en noviaz­ go con el comandante Franco, nuestro actual y provi­ dencial Caudillo, don Adrián Sánchez Serrano pensó or­ ganizar un concurso literario y unos juegos florales que tuvieran por tema a Colón. El concurso y los juegos florales que se desarrollaron en Mérida, adonde fué destinado don Adrián como coad­ jutor de la iglesia Santa María la Mayor, concurrieron poetas de España y Portugal, y tuvieron un éxito enorme.


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Fué tan grande la repercusión que aquellos juegos florales obtuvieron en toda España, que A B C decidió entonces, al año siguiente—1924-25—publicar una sec­ ción periodística en su diario sobre temas y noticias de Hispanoamérica. La sección de A B C también, a su vez, tuvo un gran éxito periodístico. Con ese motivo, don Torcuato Luca de Tena, su director, resolvió organizar un gran concur­ so internacional sobre el tema «Colón Español» esta­ bleciendo un premio de 50.000 pesetas. ¡Una verdadera fortuna en aquellos tiempos! Según cuenta don Adrián Sánchez Serrano, los áni­ mos estaban dispuestos a premiar aquel trabajo que de­ mostrara de un modo exclusivo que Colón era gallego. Ni que decir tiene que a Galicia aquel concurso del A B C le entusiasmaba en gran manera y—también afirmación de don A drián—en Pontevedra tenían ya preparado un homenaje y la dedicatoria de una calle de la ciudad a don Torcuato Luca de Tena, propulsor y me­ cenas de la investigación pro Colón gallego. Pero las cosas no salieron a gusto de los gallegos, de don Torcuato Luca de Tena-—de A B C , mejor dicho—y mucho menos a las de don Adrián Sánchez Serrano. Por entonces, el partidario del Colón extremeño es­ taba en Roma de capellán de la Real Iglesia Española de Santiago y Santa María de Montserrat, iglesia con­ curridísima por la colonia española de Roma y en donde reposan, hasta su traslado definitivo a El Escorial, los restos de don Alfonso XIII. Don Adrián, sabedor del concurso, escribió rápidamente su trabajo aseverando, con documentos y pruebas que poseía a la sazón, que Colón era natural de Oliva de la Frontera. Como veía que el plazo de presentación de su trabajo se le echaba encima, consiguió una demora extraoficial para el cié­


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rre del plazo, convenciendo a personas relacionadas con el concurso d)e que «poseía pruebas irrefutables sobre la nacionalidad española de Colón».

CON TRA RREFUTACION ES DE LOS IN V E S T I­ GADORES :

SE

DECLARA

D E SIE R T O

EL

CONCURSO.

Prorrogaron, en efecto, el plazo algunos días, única y exclusivamente para que don Adrián pudiera presen­ tar a tiempo su trabajo. Y, el investigador extremeño realizó un viaje desde Roma a Madrid exclusivamente para entregarlo personalmente en la Redacción del ABC. Tenía el tiempo contadísimo. Desde Zaragoza avisó telegráficamente que llegaría casi a la hora justa de ex­ pirarse el plazo. Y, como el Phileas Fogg de La vuel­ ta al mundo en ochenta días, de Julio Verne, don Adrián entró en la redacción del A B C a las doce en punto de la noche del día en que finalizaba la prórroga. Cuando el Jurado leyó el trabajo del sacerdote oliveño se quedó helado. «Los chafé a todos», dice don Adrián recordándolo. Lo cierto es que su teoría del Colón extremeño cundió fuera del Jurado, y el Ministerio de Estado del Gobierno del general Primo de Rivera organizó varias conferen­ cias a don Adrián sobre su Colón de Oliva de la Frontera, conferencias que pronunció en la Unión Ibero-America­ na de la calle de Recoletos. Aquellas conferencias causaron sensación, y el acadé­ mico Beltrán y Róspide, partidario del Colón español, al oírle exclamó: «Este es el camino para encontrar a Colón.» Ante aquellas conferencias, A B C decidió ampliar


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el plazo del concurso a fin de d ar lugar y cabida—como me contó don Adrián—a un trabajo—ya impreso, o im­ preso en aquellos mismos días—de don Prudencio Otero Sánchez, de Pontevedra, en el que se pretendía el galle­ guismo de Colón, a cuyo trabajo don Adrián Sánchez Se­ rrano contrarrefutó con nuevas pruebas y documentos que ratificaban la teoría del Colón extremeño. Al fin, hacia 1928, el Jurado declaró desierto el con­ curso y ni siquiera fué mencionado el trabajo sobre el Co­ lón de Extremadura. Pasaron los años. Doce o catorce, llenos de vicisitudes para el investigador de Oliva de la Frontera, todos ellos como consecuencia de sus teorías y tesis sobre el Colón extremeño, al cabo de los cuales se vió destituido, en 1942, como capellán de la iglesia de Montserrat. Mientras duraba el tira y afloja en torno al famoso pleito colombino, don Adrián siguió acopiando datos y más datos y observaciones y más observaciones sobre su refutadísima teoría.

AQUI ESTABA EL CASTILLO DE LOS F IGUEROAS, A CUYA FAMILIA PERTEN ECIA LA MADRE DE COLON.

Cuando el investigador terminó el relato sobre la his­ toria de sus primeros trabajos, nos echamos a la calle, camino del Santuario de la Virgen de Gracia, en donde mi acompañante sostiene que está enterrado Cristóbal Colón—parte de estos restos fueron llevados en miste­ riosa expedición a la isla española de Santo Domingo y de cuya expedición hablaremos en el siguiente repor­ taje—y en cuyos alrededores se escondió la madre de Colón cuando fué a dar a luz al futuro Descubridor de América.


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Igualmente, en el camarín de la Virgen de Gracia, se hallan las famosas pinturas sobre la vida de Colón, que tan inteligente e imaginativamente ha interpretado don Adrián. De la plaza del Ayuntamiento—blanca, reluciente, limpísima—pasamos a la calle de Pedro Vera. Allí, en esa calle de Pedro Vera—estupendamente urbanizada, como todas las de Oliva—y precisamente en la casa que hoy ocupa el Hogar Rural del Frente de Juventudes, se hallaban hasta hace años, en 1886, las úl­ timas ruinas del Castillo de los Figueroas. Estas ruinas las mandó derruir el entonces alcalde de Oliva, don Ma­ rino Fuentes Bacarro, para iniciar las reformas urbanas de la villa. Ese castillo de los Figueroas—cuyas dependencias y patio de armas debían ocupar las calles adyacentes a la actual calle de Pedro Vera—pertenecía a la familia de la madre de Cristóbal Colón. La madre de Cristóbal Colón—y naturalmente, todo cuanto sigue, es teoría de don Adrián—era una dama be­ llísima que matrimonió con un descendiente del Almi­ rante de Castilla, llamado don Juan Sánchez Tovar y Henríquez, de quien tuvo un hijo: el Descubridor. ¡Qué relato más novelesco el de la vida de esta dama Figueroa desposada con don Juan Sánchez Tovar y Hen­ ríquez ! ¡ Qué imaginación la de este investigador oliveño para ligar unas relaciones con otras, unos datos con otros y tejer esta historia que puede desbaratar no sólo teo­ rías seculares, tritu rar obras y obras de investigación en­ teras, sino anular incluso titubeos de nobleza y de des­ cendencia ! ¡Porque el verdadero apellido de los descendientes de Cristóbal Colón no serán los Colón, sino los Sánchez Tovar y Henríquez!


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¡S. S. A., las misteriosas siglas de la firma de Christopherens Colon! Pero ¿por qué ocultó entonces Colón el origen de su cuna y su verdadero apellido? ¿Por qué adoptar el nom­ bre de su segundo padre—el segundo esposo de la dama Figueroa—y no el suyo verdadero de Sánchez Tovar y Henríquez? ¡La extraña y novelesca historia de la madre de Colón! Ahí está uno de los ramales que conducen al desentrañamiento del misterio de Colón. No hay más reme­ dio que dedicarle capítulo aparte.


CAPITULO

III

LAS SIGNIFICATIVAS PINTURAS EN EL SANTUARIO DE LA VIRGEN DE LA GRACIA DE OLIVA



Ya dije en mi capítulo anterior que no pude ver, como hubiera sido mi deseo, la biblioteca y el archivo documen­ tal del investigador colombino oliveño, porque éste tenía toda la casa revuelta por los pintores de brocha gorda que la estaban empulcreciendo. (Como observó Mariano José de L arra en su viaje por E xtrem adura: «La costumbre que, en todos los pue­ blos se conserva, de blanquear casi diariamente las fa­ chadas de las casas, les da un aspecto de novedad y de limpieza singulares: no hay edificio que parezca viejo; en una palabra, en Extremadura, la casa es un ser ani­ mado que se lava la cara todos los días.» La de don Adrián, cuando yo llegué, además del lavado diario ex­ terior de cal, se remozaba por dentro.) De no haber sido por ese baño de pintura que arrin ­ conó de mala manera los libros y los papeles del inves­ tigador, éste me hubiera enseñado, porque no tenía in­ tención de ocultarme prueba alguna, documentos, citas y acotaciones con los que avala su teoría sobre el origen extremeño de Colón, y, por tanto, el de su madre, la desventurada y bella dama de Oliva de la Frontera, per seguida en amores por el rey eunucoide Enrique IV de Castilla.


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¿Pero tiene realmente el investigador oliveño las pruebas documentales necesarias para el aserto que hace? Ya digo; si no las vi no fué porque no quisiera él en­ señármelas, sino porque materialmente no pudo en el breve tiempo que pasé en Oliva. Y, a fin de cuentas, co­ mo dije también, no me llevaban allí móviles investiga­ dores rigurosos, sino periodísticos. Así, pues, cuanto se refiere a lo que va narrado y lo que queda por narrar está recogido de palabra. La bona fide es el propio re­ lato de don Adrián Sánchez Serrano.

LA REINA MORA Y «LA JA R ILL A » EN LA VIDA DE COLON.

Como iba diciéndome el investigador oliveño, la dama Figueroa era de una belleza extraordinaria. Su belleza fué causa de sus numerosos sufrimientos y, tal vez, dió origen al misterio de la cuna de Colón. Enrique IV de Castilla—el monarca analizado biológicamente por el doctor Marañón—se prendó de esta dama y la requirió de amores. Perseguida por el soberano, la bella oliveña tuvo que refugiarse en el campo y no muy lejos del pri­ mitivo lugar del actual Santuario de la Gracia—entonces Virgen de Loreto—dió a luz al niño que habría de des­ cubrir el Nuevo Mundo. Con su hijo en brazos, la madre de Colón tuvo que andar errante por los campos de Oliva, huyendo de la persecución de los agentes de Enrique IV. (Don Adrián interpreta un capítulo de Los trabajos de Persiles y Si­ gismundo, de Cervantes, como reflejo novelesco de esta persecución histórica: en efecto, en el cap. II del libro tercero de dicha novela, Cervantes narra cómo en tierras de Badajoz, Periandro y Auristela topan primero con un


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hombre a caballo que les entrega una criatura y luego encuentran a una dama perseguida y fugitiva que les re­ lata una historia de amor, reconociendo como suyo al niñito—de días—que acaban de recoger del otro caballe­ ro fugitivo.) También para el investigador hay otros apoyos literarios a esta teoría de la persecución de En­ rique IV a la madre de Colón: el romance de La Reina Mora y la novela La Jarilla, de Carolina Coronado, la famosa autora extremeña. Todavía un tercer apoyo a esta curiosa teo ría: en la torre de la iglesia de Soterraño, de Barcarrota, en la parte exterior, existía un mosaico de azulejos que re­ presentaba a una mujer montada en un burro y con un niño en brazos. La leyenda de este azulejo rezaba: «Fugita para uigito». Y, según don Adrián, «uigito» quiere decir, en expresión cariñosa: «hijito», por lo que el azule­ jo intenta representar la huida de la madre de Colón por estas tierras con su «hijito». (Cuando días después yo pasé por Barcarrota busqué ese mosaico, poco observado por los vecinos de la iglesia, pero sólo quedaban de él algunos azulejos fragmentarios.)

CRISTOBAL

COLON

ERA

HERMANASTRO

DE LA «B E L T R A N E JA ».

Ibamos ascendiendo ya hacia el santuario de la Vir­ gen de la Gracia por una calle anclia, blanca y hermosa­ mente cuidada. Don Adrián Sánchez Serrano seguía des­ arrollando su teoría. —La madre de Colón al fin fué víctima de Enrique IV, quien ya antes había organizado unas justas en las que murió don Juan Sánchez Tovar y Henríquez. Fruto de esta violencia fué una niña. Esta niña nació, o debió de nacer, durante el encierro que la madre de Colón sufrió


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en un castillo que era feudo del marqués de Villena y del cual era alcaide don Beltrán de la Cueva, el cual hizo pasar por suya a la hija que Enrique IV tuvo con la esposa o viuda de Sánchez Tovar. ¡Luego la «Beltraneja», según don Adrián, era nada menos que la herm anastra de Colón! Sí. De ahí puede explicarse parte del misterio del ori­ gen de Colón, quien no quiso jamás revelar su verdadera cuna, tal vez para no atraer sobre sí la persecución que sufriera su madre y los que más tarde fueron partidarios de los derechos de la «Beltraneja» al trono de Castilla. Pero Colón quería a esta hermana suya, a la que ve­ nía a visitar con bastante frecuencia. Y sentía devoción por la virgen de Loreto de Oliva de la Frontera, adonde acudió a cumplir el voto que formularon cuando—echán­ dolo a suertes en un bonete—en su viaje de regreso del descubrimiento, los sorprendió una feroz tormenta. Así, mientras cumplía su voto, La Niña estuvo anclada en Lisboa aguardando su retorno. * * * Hemos entrado en el Santuario de la Virgen de Gra­ cia, alzado sobre una loma que domina todo el paisaje vasto y ondulante de la Sierra Morena, llamada en estos contornos, un poco exageradamente, «la Suiza extreme­ ña». Desde este lugar, en las noches claras se divisa la luz del faro de Lisboa. El paisaje es ciertamente bello, de una alegre combinación de colores; la tierra rojiza que oculta el codiciado volframio, salpicada de encinas, olivos y alcornoques en las onduladas colinas. La vista abarca decenas y decenas de kilómetros de suaves ce­ rros en los que verdea el alto trigo que poco a poco em­ pieza a dorarse por los rayos de este tardío sol prima­ veral.


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El Santuario dedicado a la virgen de Gracia—la de Loreto—está edificado sobre lo que antaño fué un con­ vento de dominicos. De ahí parte otra dualidad inter­ pretativa; los dominicos a sus conventos los denomina­ ban «islas». Y este convento, situado en la de Santo Do­ mingo tomaba por designación «Isla española de Santo Domingo». ¡La isla donde está enterrado Colón!

UNAS PIN TU R A S QUE PUEDEN, DAR LA CLAVE DEL M ISTE R IO DE COLON.

En la cúpula del camarín de la Virgen se hallan unas pinturas extrañas que don Adrián ha interpretado a lo largo de pacientes observaciones en años y años. Su explicación detallada requeriría un libro—el libro que va a publicarse próximamente—, de modo que tra ­ taré de sintetizarlo lo mejor posible. Los paneles que decoran el camarín de la Virgen de Gracia son todos de estilo renacimiento, estucados a fi­ nales del siglo x v i i i . Un pintor portugués de esa época pintó al ocre en los paneles las extrañas figuras que el investigador ha estudiado e interpretado de modo inge­ niosísimo. Estas pinturas son copia de las originales que debían de hallarse en la primitiva cámara sepulcral que encerró los restos del Descubridor. Las primitivas pintu­ ras debieron de ser hechas con arreglo a indicaciones de don Fernando Colón, hijo del Almirante, y todas ellas encierran un curioso simbolismo que sólo la imaginación, la cultura teológica y los conocimientos colombinos de don Adrián han podido descifrar. Vamos con ellas. En la parte baja de todo el camarín, hay pintadas unas redomas de forma bautismal y otras que están ador­ nadas con la flor del beleño. ¿Qué pueden significar


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estas redomas? ¡ Pues que aquí—según costumbre en pin­ turas de lugares semejantes—se va a narrar la vida y la muerte de algún personaje! ¿Por qué la vida y la muer­ te? Las redomas de forma baptismal, bien claro indican el bautismo, la vida. Las adornadas con la flor del bele­ ño—la flor de la muerte—el fallecimiento de ese perso­ naje. En los paneles superiores inmediatos a los de las re­ domas se reproducen unos intercolumnios adornados unos con ramos de flor de beleño y sobre ellos otros adornados con plumas de pavo real, símbolo de la soberbia—el peca­ do original—y guirnaldas de rosas, símbolo de la gracia santificante que se recibe con el bautismo. En e] punto medio de cada uno de los cuatro arcos que forman la cúpula del camarín hay labrados unos corde­ ros—el primero echado, el segundo erguido, el tercero más robusto y el cuarto ya en edad decadente— : luego se quiere reflejar con ellos los cuatro períodos de la vida de alguien. ¿Quién? ¡Siempre el personaje misterioso a quien se refieren las pinturas que existen bajo cada arco! Estas pinturas que siguen no pueden sino referirse a alguien que no sea nada menos que el propio Cristóbal Colón, según trató de demostrarme el investigador co­ lombino extremeño. Posiblemente habrá un centenar de pinturas. Don Adrián Sánchez Serrano fué explicándomelas una por una. Imposible detallarlas todas en estos capítulos: ya he dicho que podrían abarcar un libro entero. Pero las hay muy significativas: azagayas indias, ar­ cos, flechas. ¡Extraños pájaros exóticos que indican que ese personaje viajó por mundos extraños! En uno de los arcos figuran pinturas sobre las ciencias que dominaba el personaje a quien se glosa: la geografía, la ciencia


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astronómica, la navegación, la música. Don Fernando Co­ lón contaba en la biografía de su padre que éste era muy aficionado a tañer el laúd.

CRISTOBAL COLON SE HIZO SACERDOTE Y DIJO MISA EN OLIVA.

E n otro arco pueden verse pinturas sobre los lugares nativos del personaje. Una de estas pinturas representa la primitiva columna en cuyo pie se hallaba el cipo de piedra con los nombres de Colón y al que nos referire­ mos al final. (Examinando esta pintura, don Adrián dió en buscar los restos de esa columna. Halló el famoso cipo que fué trasladado en un tiempo al Museo Arqueo­ lógico de Badajoz de donde lo «raptó» materialmente el investigador, con ayuda de varios entusiastas oliveños, co­ locándolo en el lugar que hoy ocupa en las afueras del Santuario.) En un arco tercero se plasman pinturas que dan lu­ gar a la interpretación del sacerdocio de Colón, puesto que en ellas se refleja cómo el personaje glosado sim­ bólicamente recibió todos los sacramentos. (Una de las pinturas representa a un hombre ofreciendo un vaso: el vaso de la gracia.) No es nueva la teoría de que Colón se ordenó sacerdote. Para el investigador oliveño, Colón dijo misa en la torre miliaria de Oliva de la Frontera y en el mismo Santuario de la Virgen de la Gracia. En el cuarto arco, las pinturas reflejan cómo y de qué manera los Reyes Católicos obtuvieron dinero para la expedición de Colón. Todas las pinturas son puros símbolos, que sólo la imaginación y la paciente y continua observación de don Adrián Sánchez Serrano han podido interpretar de modo


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que absolutamente todas coinciden con las característi­ cas de la vida colombina. Hay dos pinturas muy reveladoras, por ejem plo: una de ellas representa un globo terráqueo cubierto por un manto de armiño, encima del cual no está colocada coro­ na real alguna. ¿Qué significa esto? ¡Que ese personaje fué soberano de un mundo nuevo en el cual no llegó a reinar! ¿Y quién otro pudo ser en esas circunstancias sino el «Almirante vauxorrey», don Cristóbal Colón? La otra pintura—entre las que se refieren a las artes y ciencias que dominaba el personaje—es aún más ex­ traordinaria, como extraordinaria la interpretación que le da el investigador oliveño.

¡L O S M ISM OS GRADOS Y DISTANCIA QUE COLON U T IL IZ O EN SU S CARTAS PARA HA­ LLAR LAS INDIAS OCCID EN TA LES!

Como que con esta pintura don Adrián Sánchez Se­ rrano remata y cierra su teoría de que nadie sino Colón es el personaje al que se refieren los ocres del Camarín de la Virgen de Gracia. Esta pintura, como queda dicho, figura entre las que reflejan las ciencias y artes que dominó el personaje glo­ sado. Representan una escuadra, un compás, una regla de medir y una carta marina. Fijándose intensamente en esta pintura, el investigador oliveño decidió un día—un martes santo—encaramarse a una escalera y estudiarla de cerca. Su estupor fué enorme cuando observó que la regla de medir estaba dividida en los grados equivalentes a los que Co'ón utilizaba para hacer sus mediciones sobre las cartas de Toscanelli. Descendió de la escalera, fué presuroso a su casa, repasó las copias de las cartas de


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Colón y comprobó que, en efecto, aquellas divisiones de los grados coincidían con la distancia que daba en el via­ je colombino al supuesto Catay... Pero no terminan aquí las pruebas de don Adrián so­ bre el Colón extremeño. Afuera, en el primitivo y origi­ nal pórtico del Santuario dte Loreto, hay algo también sensacional, revelador. Y no menos sensacional y revelador es la historia del hallazgo de los supuestos restos de Colón bajo lo que fué la cámara sepulcral del primitivo Santuario, como igualmente sensacional y reveladora es la historia de cierta goleta con un cargamento misterioso con rumbo a Santo Domingo. Pero eso habré de dejarlo para el capítulo siguiente.


CAPITULO

IV

EL FAM OSO Y DISCUTIDO CIPO EXTREMEÑO DE COLON



Lo confieso: me impresionaron enormemente aque­ llas explicaciones de don Adrián Sánchez Serrano inter­ pretando las pinturas murales en los paneles y cúpula del Santuario de Nuestra Señora de la Gracia, de Oliva de la Frontera. ¡ Porque todas, una por una, no podían sino referirse a la vida, descubrimientos, tribulaciones, vocación y final estado eclesiástico de Cristóbal Colón! ¿Coincidencia de unas pinturas con la fantástica ima­ ginación de este original investigador de Oliva de la Frontera? Puede que sea mera coincidencia, pero ésta es bien extraordinaria. Y ya digo: no puedo reseñar una por una todas las pinturas que don Adrián se encargará de describir y ana­ lizar en su libro.

QUEVEDO TAMBIEN S E F IJ O EN EL SE ­ PU LCRO OLIVEÑO DE CRISTOBA L COLON.

Ahora estamos en lo teral del Santuario de la carácter norteño agrisan un poco exageradamente

que corresponde al pórtico la­ Gracia. Gruesos nubarrones de la luz del paisaje de esta zona llamada «la Suiza extremeña».


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Un viento fresco, húmedo, peina las copas de los árbo­ les en este mar ondulado de colinas verdes que se ex­ tienden en kilómetros y kilómetros a nuestro alrededor. El pórtico de esta parte del Santuario es el mismo del primitivo que hubo en Oliva y al que, según don Adrián, acudió Cristóbal Colón cuando cumplió su voto, del que ya hemos hablado en el capítulo anterior. El pórtico es una mezcla de románico y neoclásico, algo in­ definido. Pero lo importante no está en su arquitectura, sino en su contenido. Sobre este pórtico existe un escudo con las armas de los Figueroas—no olviden: según don Adrián, la fami­ lia a la que pertenecía la madre de Cristóbal Colón—y el mote de los Mendozas, con la inscripción en la que figura el nombre del mayordomo del Descubridor, según documentos publicados en el libro de la Condesa de Siruela. En la cara interior de esta piedra, sobre la que está tallado el escudo de los Figueroas, se hallan grabados los símbolos que corresponden al nombre y sobrenom­ bre que usaba Colón: C h r i s t o p h e r e n s C o l o n d e O l i v a . A su vez, en la parte interna, resguardando este escudo, existe un trozo de un madero de haya de un ta­ maño aproximado de metro y medio y que perteneció a los restos de la carabela Santa María, ennegrecida y medio carbonizada. Este madero se halló siempre pendiente sobre el pri­ mitivo sepulcro de Colón en el Santuario de Oliva. Quevedo, cuando estuvo en Oliva, de paso de Villanueva del Fresno para Jerez de los Caballeros, cuando tenía veinti­ ocho años de edad, cantó en un soneto el trozo de ma­ dero de la famosa carabela.


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DOS CAPITA NES DEL E JE R C IT O ESPAÑOL T ESTIG O S DE LA EXHUMACION DE LOS R E ST O S COLOMBINOS.

Obsesionado con la idea del Colón extremeño, el in­ vestigador de Oliva buscó los restos del Descubridor, que no podían estar, según su intuición y sus investigacio­ nes, alejados del Santuario. Y así, un día, en 1928, dió con un esqueleto entre los restos de la cripta del primitivo Santuario de Loreto. ¿Serían aquéllos los huesos de Colón? ¡Cosa extraña! El esqueleto estaba incompleto: le faltaban los dos brazos. ¿Qué podría haber sido de ellos? ¿Quién pudo haberse llevado esa parte del esqueleto? ¿Con qué fin? Pronto descubrió el investigador las causas de aque­ lla desaparición. En seguida la explicaremos, porque, como en todo lo que se relaciona con Colón y las in­ vestigaciones en torno a su vida, es un puro misterio, un extraordinario enigma y nada está claro y fehaciente. A presencia de unos muchachos, entonces estudian­ tes, y hoy en día Capitanes del Ejército español, don Adrián exhumó los supuestos restos de Colón, los lim­ pió, los llevó a su casa, preparó una caja sencilla de cinc y más tarde volvió a depositarlos al pie de un crucero que se erige hoy en día ante el pórtico del primitivo San­ tuario de Loreto y actual Santuario de la Gracia. Ni inscripciones, ni lápidas, ni ceremonias. Bastó una sencilla cruz de ladrillo en el mismo suelo. Ahí están ahora los «restos» de Cristóbal Colón, en es­ pera de que la teoría del investigador oliveño se aclare, se confirme, se ratifique, tras esa explosión de la bom­ ba de hidrógeno que significaría, entre los historiadores,


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la tal teoría, si no es posible refutarla, y, entonces, este esqueleto parcial será trasladado con todos los honores al definitivo lugar que le corresponda. UN TATARABUELO DEL, CAUDILLO EN LA FRAGATA «Z A FIR O » QUE CONDUJO A SAN­ TO DOMINGO UN COFRE M ISTERIO SO .

¡El esqueleto parcial de Cristóbal Colón...! ¿Sí? ¿Qué han sido de los brazos de ese esqueleto hallado en el Santuario de la Gracia de Oliva de la Fron­ tera? ¿Adonde han ido a parar? Aguarden, que ahora sigue una extraordinaria y no­ velesca historia, quizá íntimamente relacionada con la des­ aparición de estos restos dichosos. A primeros del siglo xix, en 1832, del puerto de Cádiz partió una fragata denominada Zafiro. Iba en esta fra­ gata el nuevo nombrado Capitán General de Cuba, gene­ ral Ricafort y Palacín, aragonés de Huesca y casado con una dama de Oliva de la Frontera. Con el general Ricafort viajaban además sus ayudan­ tes de campo, entre los cuales figuraba un pariente de su esposa, el Teniente coronel de Caballería, don F ran ­ cisco Franco Sánchez, natural de Oliva y tatarabuelo del Caudillo de España, don Francisco Franco Bahamonde. Igualmente viajaban en la fragata Zafiro, entre otros, y como capellán de la expedición, don José de Santa Te­ resa Farero y González de Escobar. La Zafiro hizo escala en la isla de Santo Domingo y en ella depositaron un cofre misterioso que habían em­ barcado en el puerto de Cádiz los viajeros de la fragata. ¿Qué podía contener este cofre sino parte de los restos de Colón, los restos que faltan al esqueleto hallado por el investigador oliveño? Y ¿por qué llevarlos a Santo Domingo?


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La respuesta puede ser: que el General Ricafort era íntimo de varios generales y políticos de la isla en donde hoy se erige el monumental faro a Cristóbal Colón y en donde se guardan parte de los supuestos restos del Des­ cubridor y que le pidieron que les llevase algunos huesos del Almirante para enterrarlos allí, en tierra americana. Si se quiere comprobar un extremo con otro nada más fácil: examinar los restos que se conservan en el monumental faro de Colón de Santo Domingo y contras­ tarlos con los que se hallan en la sencillísima tumba del antepórtico del Santuario de la Gracia en Oliva de la Frontera. Y si lo que existe en Santo Domingo son los brazos que faltan al esqueleto que yace en Oliva es que no cabe duda de que unos y otros son los restos de Colón y de que los de la isla americana de Santo Domingo son parte de los de esta «isla de Santo Domingo», como se deno­ minaba el antiguo convento dominicano de Oliva de la Frontera. Un análisis químico podría certificar además la auten­ ticidad del esqueleto completo. Y así, la folletinesca historia del viaje de la Zafiro vendría a corroborar la fantástica teoría del investigador oliveño, si es que, además, puede confirmarse definitiva­ mente que los restos depositados en Santo Domingo son, en efecto, los de Colón, ya que existen teorías contra­ rias a ello. ALLI, DONDE HOZAN E SO S CERDOS, VINO AL MUNDO EL DESCUBRIDOR DE AMERICA.

Don Adrián Sánchez Serrano fué contándome la his­ toria de la Zafiro m ientras nos dirigíamos al ábside del Santuario. Quería que viera una casucha, en ruinas, al pie de un declive del terreno cerca del ábside.


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— ¿Ve usted? Allí, donde hozan esos cerdos, nació Colón. Su madre lo alumbró ahí, fugitiva siempre de la persecución de Enrique IV de Castilla. Un Tejada, autor de un libro sobre Colón, decía que el Descubridor de América, como Jesucristo, nació y mu­ rió en el mismo lugar. Es posible que Tejada, personaje dominicano, pudiera hacer esta afirmación al tener noti­ cia de la famosa fragata Zafiro y de su cofre misterioso. ¿Y la muerte de Colón? Cuando ya regresábamos al pueblo, descendiendo la ancha avenida, que va desde el Santuario de la Gracia a las primeras casas de Oliva, don Adrián hizo un comen­ tario extraordinario: —Yo no me atrevo a decirlo, pero Colón murió ahí—y señaló un cruce de calles—a arcabuzazos. ¡Grave afirmación, es cierto, pero no me resisto a la tentación de transcribirla! *

#

*

Empieza a llover cuando llegamos frente al lugar don­ de se halla el discutidísimo cipo colombino. Escogieron este lugar al costado de la cruz de los Caí­ dos—severo y rico monumento de piedra, alzado en la avenidla amplia que va a dar al Santuario—, para colocar allí la estela famosa. E ntre las gruesas gotas de lluvia, don Adrián Sán­ chez Serrano empieza a leerme la inscripción del cipo. Este es una piedra de mármol de la Alconera que da­ tará de 1513 y de un estilo que puede corresponder al paso del gótico al renacimiento. A Navascúes y otros historiadores españoles les pa­ rece errónea—e incluso falseada—la interpretación que el investigador oliveño da a la inscripción, pero ésta fué aprobada por un Laudo de Silvagni, Profesor del Ponti­


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ficio Instituto de Arqueología Cristiana de Roma. De es­ tas inscripciones en abreviatura de la estela—que debió de servir de pedestal a una columna de piedra, la misma que figura pintada en uno de los paneles descritos del Camarín de la Virgen de Gracia—y de otros documentos sobre la Historia de Colón deduce don Adrián que el tex­ to completo sea el siguiente: CRISTOBA L, ALM IRANTE DE HENRIQ UEZ SANCHEZ TOVAR ALDEA VAL OLIVA NOMBRADO GENERAL GOBERNADOR PR IM ER NAUTA ALMIRANTE MAYOR GOBERNADOR NEL OCEANO GENE­ RAL GOBERNADOR DE INDIAS Y T IER R A S NO D ESCU BIERTA S Y VAUXORREY. NACIO E MORIO AQUI A DIEZ DE JU L IO E AÑO M IL E CUATROCIENTOZ CUARENTA Y UN ANNOS

* * * Y EN ESTA TORRE M ILITAR DIJO MISA EL DESCUBRIDOR.

Del lugar del cipo volvemos, bajo la fina lluvia, hasta el pueblo de Oliva, que, con el agua, está aún más limpio, bello y reluciente que antes. Entramos en la iglesia parroquial que tiene por fa­ chada la de la iglesia del Hospital Espíritu Santo de Roma. A su costado se yergue una torre antiquísima, de origen y traza románicos. —Sí, es una torre miliar que marcaba los límites de las distancias para los relevos de los caballos en tiem­ pos romanos. Y ahí, en su interior, dijo misa Cristóbal


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Colón, una vez ordenado sacerdote—me explicó don Adrián—. En los relieves que rodean las cornisas de la iglesia, y en sus metopas, a estilo dominicano, hay más figuras simbólicas sobre la vida de Colón y de su ma­ dre—me aclara don Adrián, cuando termina. Y en la cúpula de esta misma iglesia se ven pintados los bustos del Colón Almirante y sacerdote con toda su familia. Estas pinturas reproducen los personajes que figuran en el retablo primitivo dle la iglesia de la Concepción de la Vega, iglesia mandada levantar por Cristóbal Colón y cuyo retablo se encuentra hoy en día en la catedral de Badajoz, llevado allí con otras reliquias de Oliva cuando las guerras con Portugal. Y ahí, prácticamente, terminó mi visita a Oliva de la Frontera. ¡Un pueblo ciertamente hermoso, digno de haber vis­ to nacer, vivir y morir al Descubridor del Nuevo Mundo! ¿Ciertas estas estupendas teorías sobre el Colón ex­ tremeño? Al menos, se non é vero, é bene trovato.


CAPITULO

V

JEREZ DE LOS CABALLEROS, CUNA (?). DE VASCO NUÑEZ DE BALBOA



Salí de Oliva de la Frontera con verdadero sentimien­ to de no poder quedarme allí más tiempo. ¡ Hermoso en verdad el supuesto pueblo natal de Cris­ tóbal Colón! No menos hermoso es el viaje de Oliva de la Fron­ tera a Jerez de los Caballeros, la villa que vió nacer al gran descubridor del Pacífico y conquistador del Pana­ má, Vasco Núñez de Balboa. Los veinte kilómetros que separan Oliva de Jerez de los Caballeros se salvan por una carretera de regular es­ tado, pero que atraviesa una de las zonas más bellas de toda Extrem adura en esta época del año, tan propicia a los colores y las tonalidades en cualquier paraje de España. La carretera desfila entre un apretado bosque de en­ cinas y alcornoques, entre los que crecen, ya muy madu­ ros, el trigo y la avena. Los bordes de la cuneta de la carretera—que serpentea en suaves curvas y ondulantes pendientes—están materialmente cuajados de toda clase de multicolores flores silvestres: aninosos, argamulas de intenso color violeta, pimpájaros blancos y amarillos, ja­ rales que apuntan ya su flor blanca, espliego, tomillo, charnelas de un verde oscuro con florecitas encarnadas. La delicia para un enamorado de las flores silvestres.


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A poco de salir de Oliva de la Frontera se entra ya en el término municipal de Jerez de los Caballeros, uno de los más grandes de la provincia de Badajoz, con eus se­ tenta y cuatro mil hectáreas, más de veinte mil de las cuales las comprenden los encinares y alcornocales, lo que da idea de la inmensa riqueza corchera del termino, así como del ganado que se alimenta de las encinas.

DE JE R E Z DE LOS CABALLEROS TEM PLA­ RIO S A JE R E Z DE LOS ADMINISTRADORES.

Jerez de los Caballeros impresiona en cuanto uno se lo echa a la vista. Como la inmensa mayoría—como casi todos, ésa es la verdad—, ciudades o pueblos grandes de Extremadura, Jerez está cargado de historia y de monu­ mentos. De Jerez se supone que abarcaba el antiguo emplaza­ miento de la Cerriana que citó Plinio. Según viejas tra ­ diciones, la ciudad fué fundada por los fenicios, y en sus alrededores se han hallado muchas inscripciones roma­ nas y visigóticas. Precisamente en la iglesia de Santa María, de estructura arquitectónica del siglo xiii, se han encontrado en una columna inscripciones visigóticas, lo que hace suponer que ésta fué una de las primeras igle­ sias cristianas en tiempos de los arríanos. Los jerezanos eruditos hablan con orgullo de esta prioridad cristiana de su parroquia. El nombre de Jerez quizá parta del Xerica de los ára­ bes, que fueron los constructores de la fortaleza que aun se conserva, aunque los edificios pegados a sus murallas como lapas al casco viejo de un barco impidan distin­ guirla con claridad, salvo en la parte que da a1 hermoso parque de Santa Lucía.


La ruta de los conquistadores

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Después que la conquistó Alfonso IX de León en 1229, a principios del siglo xiii, tras feroces combates habidos en sus alrededores, su población fué aumentada por F er­ nando el Santo con agricultores y gentes de Galicia. Este rey le dió el nombre de Jerez de Badajoz, pero al ser ce­ dida a los Caballeros Templarios—cuya sangre corrió a raudales en la degollina del castillo—tomó la denomina­ ción de Jerez de los Caballeros Templarios. Al extinguirse la Orden, la ciudad volvió a la Corona. Y, a su vez, en 1375, por donación de Enrique II, Jerez de los Caballeros pasó a depender del Maestrazgo de San­ tiago. El emperador Carlos V le concedió el título de ciudad, y su derecho a voto en las Cortes lo otorgó Felipe III. Según el censo de 1940, Jerez de los Caballeros tie­ ne 12.738 habitantes de derecho y 12.486 de hecho. Hoy en día la población no ha variado tampoco sensiblemen­ te con relación a ese censo, aunque más bien se acer­ quen a los 13.000 sus habitantes de hecho. Cuando Antonio Ponz visitó la ciudad en su famoso viaje por España, a mediados del siglo xvm, Jerez tenía unos dos mil vecinos. Cien años después, en mil ochocien­ tos sesenta y tantos, cuando pasó por ahí otro viajero fa­ moso, el inglés Richard Ford, la población había aumen­ tado a seis mil doscientos habitantes, número que según los «muy buenos documentos» que citó a Ponz don F ran ­ cisco Cevallos y Zúñiga, de la Orden de Santiago y Juez eclesiástico, llegó a tener tiempos atrás la ciudad. Se ve, pues, que Jerez de los Caballeros Templarios ha sufrido varias fluctuaciones en su población a lo largo de estos últimos tres siglos de su historia. Hoy viene a tener los mismos habitantes, o menos, que poseía en 1936. Pero lo que debe de ser consuetudinario en Jerez es el carácter absentista de sus grandes señores. Ponz lo ob­


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Mier

servó ya en su viaje: «Su término, fecundísimo y de die­ ciséis leguas en redondo, dentro del cual se reputa que hay más de doscientas dehesas, casi todas de señores es­ tablecidos en otras partes...» Los grandes propietarios de hoy en la villa natal de Vasco Núñez de Balboa tampoco hacen mucho caso de sus propiedades urbanas y rústicas, hasta el punto de que los mismos jerezanos, haciendo alusión a este absentis­ mo de los señores, denominan despectivamente a su ciu­ dad «Jerez de los Administradores».

UNOS Y U N TERO S HABITAN EN LA CASA DEL DESCUBRIDOR DEL PA CIFICO.

En cambio, los jerezanos se sienten muy orgullosos de las torres de sus iglesias, a las que Ponz, por el con­ trario, encontró ridiculas, y por las que hubiera dado con gusto un puente cualquiera sobre el río Ardilla, que co­ rre a los pies de la ciudad. De la plaza mayor de Jerez arranca una calle que da a la de Oliva. En esta calle de Oliva, larga y empinada, compuesta de casas bajas en las que moran gentes modestas, está emplazada la supuesta casa natal de Vasco Núñez de Balboa. Supuesta casa natal, porque no hay documento algu­ no que pueda probarlo, sino una simple tradición oral. La casa es la que hoy tiene el número 10 de esta calle de Oliva. Su fachada es sencilla, encalada de blanco, como todas las extremeñas, por el lavado diario que entusias­ mó a Larra. Sobre el dintel del portón, de dos hojas de madera, se halla una extraña inscripción. No tiene en


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absoluto nada que ver ni con Vasco Núñez de Balboa ni con posibles descendientes suyos. La transcribo como dato curioso y nada m ás: JHS JPH Año MDCCX La inscripción está rematada por una extraña coro­ na, ni condal ni ducal. Más bien parece un adorno cual­ quiera. Describo así, con sencillez y sin énfasis, la casa «natal» de Vasco Núñez de Balboa, porque, como digo, no hay nada probatorio ni fidedigno de que el descubridor del Pacífico haya nacido aquí. La verdad es que la casa, in­ cluso por dentro, que describiré a continuación, tiene más bien aspecto moderno; a lo sumo fué construida hace ciento cincuenta años. De ahí que la emoción del peregrino hispánico ante esta casa sea más bien mínima. ¡Es tan improbable que, en efecto, Vasco Núñez de Balboa hubiera nacido en ella! Incluso hay dudas sobre su nacimiento en Jerez de los Caballeros. Los jerezanos protestarán contra ello; pero don Esteban Rodríguez Amaya, cronista oficial de Bada­ joz, gran erudito en materia de historia extremeña, aven­ tura la posibilidad de que Vasco Núñez fuera de Badajoz. Pero ésta es materia muy discutible, que no entra en mi ánimo recoger en este libro. El interior de esta posible casa natal de Vasco Núñez de Balboa es muy similar al de las casas extremeñas. Se da acceso a ella por un amplio zaguán, que hoy tiene sus paredes adornadas por pobretonas litografías. Desde él se pasa a la amplia cocina de campana, reluciente, brillante como los chorros del oro. A ambas manos del zaguán se levantan los altos dobla­ dos, donde quedan las habitaciones, pequeñas, de techo


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abovedado, construcción clásica en las casas de Extre­ madura, con cuyas bóvedas se defienden del frío en in­ vierno y atenúan el calor en verano. Por último, a mano derecha de la cocina existe la puer­ ta que da a un patio pequeño, de suelo empedrado, en el que florece una parra. Tal es la casa donde pudo haber nacido una de las más grandes figuras de la Conquista de América, el hom­ bre que muchos han considerado superior a Cortés y a Pizarro. Pero respecto a estas apreciaciones, si no críticamen­ te históricas, sí personales, entre los paisanos de unos y otros conquistadores, ya escribiré un poco más adelante, porque definen muy bien el carácter y la psicología del español, que, como decía Pío Baroja, se mueve por el gran motor del amor propio. Los que habitan la casa del hombre que descubrió el Pacífico—el Mar del Sur—son gentes hum ildes: la fami­ lia de un yuntero. Para los hijos de Ped'ro Adámez García, el yuntero inquilino de la casa «natal» de Vasco Núñez de Balboa, es artículo de fe que el conquistador vió aquí la luz pri­ mera. ¡Arrebátenle ustedes la fe a estos hijos de un recio campesino extremeño...! Si alguien está convencido en Jerez de los Caballeros de que Vasco Núñez de Balboa nació en esa casa precisamente son ellos, los Adámez. ¡Y cómo no creerlo, si ven desfilar ante su zaguán turistas, escritores, peregrinos de la hispanidad, perio­ distas extranjeros y toda clase de personalidades!


L a ruta de los conquistadores

LOS

BIOGRAFOS

DE

VASCO

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N U ÑEZ

NO

HAN VISITADO A JE R E Z .

Los únicos que no estuvieron allí, quizá, fueron los biógrafos del gran conquistador. Ni Octavio Méndez Pereira, ni Carlos Pereyra, ni Ricardo Majó Framis—cuya biografía de Vasco Núñez me parece un retórico «refri­ to» de la del panameño Méndez Pereira—, dan la sensa­ ción de haber estado, ni por simple curiosidad, en Jerez de los Caballeros. (Sólo Jaime Eyzaguirre, biógrafo chi­ leno de Valdivia, estuvo allí hace años acompañado por un descendiente del conquistador de Chile.) Frente a la casa número 10 de la calle de Oliva se situó hace meses la reproducción de la imagen de la Vir­ gen de Guadalupe—la extremeña—, que por iniciativa de la Sociedad Amigos de Guadalupe se costeó para re­ galársela al pueblo mejicano y entronizarla en el Santua­ rio de Tepeyac. Esta imagen recorrió casi todos los pue­ blos de los Conquistadores, recogiendo tierra de sus té r­ minos para montar la imagen de la Virgen sobre suelo español en Tepeyac. Pero no sé por qué razones—no lo sabe nadie en la Ruta de los Conquistadores—la imagen no fué a Méjico y permanece aún en Madrid.

E L ENIGMA DEL MONUMENTO AL D ESCU ­ BRIDOR DEL PA CIFICO SIG U E SIN SO LU ­ CION ARSE.

Peor aún es lo del monumento al descubridor del Pacífico. Villanueva de la Serena—donde no nació Pedro de Valdivia, sino en Castuera—tiene una bonita estatua del


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Mi e t

conquistador de Chile. Barcarrota, el pueblo próximo a Jerez de los Caballeros en el camino de Badajoz, también tiene su estatua a Hernando de Soto, el conquistador de la Florida y de la cuenca del Mississippí. Nada digamos de los monumentos y estatuas a H ernán Cortés en Medellín y a Francisco Pizarro en Trujillo (donde cierta­ mente se echa de menos otra estatua a Francisco de Orellana, el hombre del Amazonas). Entonces, ¿cómo es posible que Jerez de los Caballe­ ros Templarios, en cuya ciudad tienen palacios varias familias de la nobleza española, no posea un monumen­ to a su gran figura nativa, al portentoso Vasco Núñez de Balboa, aquel hombre indomable que, de no haber sido por las intrigas cortesanas de Nicuesa y la envidia de Pedirarias, hubiera conquistado para sí la fama que ga­ naron Pizarro, Almagro y Valdivia? Tan importante es la historia del monumento que pudo haber sido y no fué de Vasco Núñez de Balboa en su ciudad natal, que de ello me ocuparé en el capítulo siguiente.


CAPITULO

VI

P O R QUÉ JEREZ DE LOS CABALLEROS TEMPLARIOS N O TIENE UN MONUM ENTO AL DESCUBRIDOR DEL PACIFICO



La verdad es que Jerez de los Caballeros estuvo a punto de tener un magnífico monumento a Vasco Núñez de Balboa. Un monumento digno de tan gran figura de la Conquista. Pero ahí está: estuvo sólo a punto de tenerlo. Sólo llegó a poseer una maqueta—que hoy queda in­ completa, desarticulada, arrinconada en una sala del Ayuntamiento jerezano—, y realizada de acuerdo con el proyecto del arquitecto Feduchi y del escultor extreme­ ño Pérez Comendador. ¿Quieren saber por qué el monumento a Vasco Nú­ ñez se quedó en agua de borrajas?

UNA MAQUETUCHA FU E EL PRIM ITIV O Y UNICO

MONUMENTO

QUE

TUVO

VASCO

N U ÑEZ EN SU CIUDAD NATAL.

Sí. Hubo; hubo en tiempos anteriores a nuestra Gue­ rra de Liberación alguien que debió de preocuparse por la figura de Vasco Núñez de Balboa. ¿Quién? No lo sé, ni lo sabían tampoco los jerezanos que me 8


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de

M ier

hablaron de este asunto. El caso es que alguien que sen­ tía preocupación por rendir homenaje al más grande hijo die Jerez de los Caballeros Templarios debió de proyec­ ta r la erección de una estatua al Conquistador y encargó un proyecto a algún escultor, que modeló una maqueta. Esta maqueta debió de sufrir con el tiempo la misma suerte que la que existe en la actualidad: esto es, que quedó arrumbada en algún rincón de alguna casa—si no del Ayuntamiento, porque eso no se sabe—y allí durmió el sueño de los justos durante una larga temporada. Pero otro «alguien», que también sentía preocupación por ren­ dir homenaje a Vasco Núñez, cogió la maqueta y, como a falta de pan buenas eran tortas, la plantó sobre un pe­ destal en un lugar de la ciudad jerezana, en la plaza de Núñez de Balboa, Y así estaba, pasando por monumento al Conquistador. Menos daba una piedra. Hasta que llegó nuestra Cruzada, se ganó por quie­ nes la ganaron—y gracias a ello España tiene hoy orgu­ llo de Conquistadores—y regresaron a Jerez de los Ca­ balleros un Alférez provisional y un Caballero Mutilado. Al Alférez provisional, don Juan Bautista Rodríguez Arias, una vez licenciado del Ejército y guardada su es­ trella dorada de seis puntas sobre «estampillado» negro en el arca de los recuerdos sagrados, en donde está a la vista por si pudiera volver a hacer falta—que Dios y los norteamericanos no lo quieran—, le nombraron Alcalde de la ciudad. Y éste, a su vez, nombró al Caballero Muti­ lado—aun apoyándose sobre sus muletas de madera, he­ redadas de algún otro herido del Hospital—, don Manuel Colomer Gordilla, su secretario particular. El prim er acto del antiguo Alférez provisional fué quitar de su ridículo pedestal la no menos ridicula ma­ queta que hace las veces de birrioso «monumento» a Vas­


La ru ta de los conquistadores

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co Núñez de Balboa. E inmediatamente después empezó el proceso de conseguir la erección de un auténtico mo­ numento al Conquistador y Descubridor.

LO S

PA IS E S H ISPA N IC O S PRO M ETIERON

CO N TRIBU IR A LA

CONSTRUCCION DEL

MONUMENTO A N U ÑEZ DE BALBOA.

Nuestro ex Alférez provisional iba rogando y con el mazo dando. Pedía para su monumento y atendía a las necesidades urbanísticas de Jerez de los Caballeros. Pero su idea obsesiva era que el monumento al Des­ cubridor fuese un hecho lo antes posible. Empezó sus gestiones a través del entonces existen­ te Consejo de la Hispanidad, que acogió entusiásticamen­ te la idea. Tanto fué así que el Consejo envió a Jerez de los Caballeros al arquitecto don Luis María Feduchi y al escultor extremeño Pérez Comendador a fin de que es­ tudiaran las características urbanas de la ciudad para instalar el monumento en el mejor y más apropiado lugar. Feduchi, que se enamoró rápidamente de la idea y de la ciudad, vivió en ella casi durante un mes, estudiando el emplazamiento para su obra. Realizó su proyecto al mismo tiempo que Pérez Comendador bosquejaba la es­ tatua. Para emplazar el monumento se pensó derruir al­ gunas casas de la actual plaza de Vasco Núñez, constru­ yendo unas nuevas adecuadas al estilo arquitectónico de la obra en conjunto. Con el proyecto de Feduchi y de Pérez Comendador se construyó una gran maqueta, esa misma que hoy se va deshaciendo en una solitaria sala del Ayuntamiento. A su vez, con esta maqueta se realizó una exposición del proyecto en el Consejo de Hispanidad. El Canciller, señor Halcón, y don Eloy Gullón, Marqués de Selva Ale­


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Mier

gre, entonces Decano de la Universidad de Filosofía y Letras y miembro del Consejo, dieron toda clase de faci­ lidades para esta exposición, que tuvo un gran éxito y que fué visitadísima por numerosas personalidades es­ pañolas e hispanoamericanas. No paraba ahí la cosa. Desde su despacho de la Al­ caldía, Rodríguez Arias escribió, casi personalmente, a la mayoría de los Ayuntamientos de España, los cuales, también en su casi mayoría, tomaron el acuerdo de con­ tribuir al monumento, e incluso los hubo que giraron di­ nero para ello. La Diputación de Badajoz, cuyo Presidente era en­ tonces don Juan Muriilo de Valdivia—descendiente le­ jano del Conquistador de Chile—, ofreció una gran ayuda. Y ni que decir tiene que una vez que llegó a oídas de los países hispánicos noticia del proyecto de monumen­ to, éstos acogieron con entusiasmo la idea. El Gobierno de Panamá ofreció, por medio de su Ministro en España, costear en bronce la estatua del Conquistador. Se proyectaron para la inauguración del monumento grandes fiestas, justas literarias hispanoamericanas, etcé­ tera, etc.; fiestas que tendrían una gran significación y repercusión espiritual en el mundo hispánico. P ero ... Nuestro Alférez provisional cesó en su mando de la Alcaldía, se complicaron mucho para España las cuestio­ nes de política internacional, y el gran monumento a Vasco Núñez de Balboa quedó en simple maqueta. Y ahí está: un día alguien se lleva un arbolito de yeso; otro desaparece una casita de la proyectada plaza nueva. Y así, hasta que finalmente un gracioso arramble con la estatuilla que representa a Vasco Núñez de Bal­ boa introduciéndose en el Mar Pacífico, el Gran Mar del Sur que llevó a Pizarro hasta Perú... Y pronto no quedará ni la maqueta siquiera.


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¿Por qué no ha podido proseguirse la campaña en favor del monumento a Vasco Núñez de Balboa? ¿Cómo es que, por quien corresponda, no se ha re­ sucitado, aireado, jaleado y efectuado la vuelta a reor­ ganizar la idea del monumento? Los de Jerez se han aburrido de escribir y no recibir contestación. Y lo que pudo haber sido el mejor monu­ mento en la Ruta de los Conquistadores a la gran figura de Núñez de Balboa ha quedado reducido a los trozos inarticulados de yeso de una simple maqueta.

UN JE R E Z BIEN D IFER E N T E AL DE LOS TIEM PO S DE VASCO N U ÑEZ DE BALBOA.

Eso s í; lo del monumento abandonado no quita para que los jerezanos sientan una gran devoción por la fi­ gura de Vasco Núñez de Balboa. Para ellos, su paisano y descubridor del Pacífico es superior a Hernán Cortés, a Pizarro, a Valdivia y a cuan­ tos grandes conquistadores salieron de Extremadura. Mas éste es un síntoma, como dije en mi capítulo ante­ rior, del amor propio español. Lo nuestro es superior a lo de los demás. Porque en Medellín se ríen de Pizarro y de Balboa, y en Trujillo me decían que Hernán Cor­ tés fué quien fué, pero que sus Gomara, Solís y Bernal Díaz del Castillo engrandecieron su figura a base de pre­ tender achicar la de Pizarro llamándole porquerizo y analfabeto, cuando, en realidad, Pizarro no guardó puer­ cos jamás. Y así por el estilo ; en Castuera hablan de Valdivia como de un dios. ¡Feliz rivalidad, arrinconada en la actualidad entre las bibliotecas de los eruditos en la Ruta de los Conquis-


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tactores y sustituida hoy en día por la rivalidad futbo­ lística, cuya fiebre, de la que ya hablaré, no se han apar­ tado ni librado tampoco estos rincones de la Tierra de los Conquistadores! El Jerez de nuestros días—y aun el del siglo xvm— sería irreconocible a los ojos de Vasco Núñez de Balboa. Las torres giraldinas de sus iglesias de San Bartolomé y San Miguel—esas que tanto repudió el espíritu críti­ co de Antonio Ponz—se construyeron hacia 1756-59. ¿Las hubiera desdeñado el Conquistador? Los jerezanos de hoy las miran con orgullo. Jerez es una ciudad con mucho sabor extremeño. ¡ Pero que no se les diga a los jerezanos que tienen in­ fluencia andaluza! Odian una casa de estilo andaluz—con fachada de cortijo sevillano—que se alza al final de una de sus calles más típicas, la de San Agustín, que da al Parque de Santa Lucía, y en cuya calle se yerguen los palacios de la Duquesa de Santoña y enfrente de éste el del Duque de T’serclae. Hay muchas calles bonitas en Jerez, todas ellas bien cuidadas y enlosadas: la de la Ladera del Correo es una de sus más características, desde cuyo alto se domina el barrio de Santa Catalina, que tiene por fondo la torre giraldina de la iglesia de la cual toma el nombre el ba­ rrio. «El barrio bajo» jerezano, no por otra cosa llamado así, sino por su situación, en un hoyo. Y todas estas calles con balcones y rejas saturadas de flores: las flores que tanto cautivaron a Richard' Ford, el viajero inglés de finales del siglo pasado. Me invitaron a subir a la terraza del palacio de los Salazar para ver la perspectiva de Jerez. «El Palacio» : con este nombre, pese a haber numerosos palacios, es coconocido en Jerez el de los Salazar. ¡Y vaya si hay palacios en la ciudad de Núñez de Balboa!


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Aparte los ya reseñados existen, que yo pudiera ver, los de don Juan Pecihe Núñez Cabeza de Vaca, soberbio, señorial; el del Conde de la Puebla del Maestre; el del Conde de la Corte; el del Duque de Montellano, y algu­ no que otro más, casi todos ellos vacíos, deshabitados. En el de Salazar existen hoy las oficinas de la H er­ mandad Sindical Agraria; al menos sirve para una obra muy importante en la vida de Jerez. Desde la terraza del «Palacio» puede perfilarse bien lo que fué el Jerez de los tiempos Templarios y el del propio Vasco Núñez de Balboa: entre tejado y tejado de las casas se distingue con bastante claridad el con­ torno de las murallas que construyeron los Caballeros Templarios. En el interior de esta parte de la ciudad amurallada está la calle de Oliva, donde, como quedó dicho, se levanta la supuesta casa natal del Conquistador. Al Nordeste destaca la silueta de la famosa Torre Sangrienta, por entre cuyas almenas corrió a borbotones la sangre de los Templarios. Dentro del recinto de la an­ tiquísima ciudadela han levantado un modernísimo edi­ ficio para grupo escolar. El asesinato ai'quitectónico está bien perpetrado, pero crímenes como éstos son frecuen­ tes en nuestras fortalezas antiguas y castillos; al día si­ guiente, en Barcarrota vi una plaza de toros y un cine en el patio de armas del castillo; y en Medellín el ce­ menterio tiene también su sede en el patio de armas del castillo. Pero los de Jerez no saben esto y les indigna—y con justicia—m ostrar esos pegotes arquitectónicos. De las murallas para abajo está el Jerez nuevo, el que ya no reconocerían los ojos de Vasco Núñez de Balboa.


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LOS

de

NUEVOS

M ier

CONQUISTADORES

ESTAN

EN GUADIANA DEL CAUDILLO.

Prácticamente no quedan apenas descendientes de Vasco Núñez de Balboa. En Madrid reside la Condesa de Balboa, única que puede reputarse descendiente del Con­ quistador. Otro Balboa que se tiene por descendiente de Vasco Núñez es don Narciso Campillo Balboa, director del pe­ riódico Hoy, de Badajoz. Así, puede considerarse poco menos que extinguido el apellido Núñez de Balboa, originario del Conquistador. Los nuevos conquistadores de Jerez de los Caballeros son quizá las familias de los treinta yunteros que fueron trasladados a Guadiana del Caudillo en las fértilísimas y regadas tierras del Canal del Montijo, cercanas a la capi­ tal pacense. Ellos conquistan ahora nuevas cosechas para España en una tierra que ha hecho feraz el agua del Gua­ diana, llevada a los surcos montijeños por obra y gracia de una gran obra de ingeniería, de la que también ha­ blaré. Pero los jerezanos pasan por una temporada de extra­ ño decaimiento. Influye en ello ese sube y baja de su po­ blación. Ya les dije cómo en tiempos de Ponz tenían me­ nos habitantes que años antes a los de la visita del erudi­ to viajero español, población que aumentó y que volvió a disminuir a principios de este siglo. En la actualidad, si no menos, difícilmente mantiene la misma población que en 1936, cuando en su inmensa mayoría todas las vi­ llas extremeñas y españolas han aumentado su censo. ¿Y eso por qué? Hubo una época en que Jerez de los Caballeros era próspera y feliz. De sus cercanas minas de carbón se ex­


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traía excelente mineral; el corcho de sus árboles daba trabajo a una estable industria manual. Pero la produc­ ción minera fué disminuyendo y, con la mecanización, la industria transformadora del corcho emigró a otras po­ blaciones, llevándose una fuente de riqueza y de trabajo que ya nunca volvió a levantarse en Jerez. Los jerezanos se tachan de abúlicos y no lo son. ¿En­ tonces qué significan sus buenos comercios, sus indus­ trias artesanas, sus calles cuidadas, su misma lucha por el monumento a Vasco Núñez de Balboa que no la desba­ rató su buena voluntad sino sucesos ajenos y complica­ dos extraños a ella? A mi modo de ver—el del viajero que pasa un par de días en su ciudad y lo escruta todo con atención—Jerez no es ningún pueblo decadente como ellos mismos se consi­ deran. He visto construir casas nuevas en la plaza M ayor; los comercios están bien surtidos, su ferrocarril atendido. Pidan ustedes en sus cafés—donde se da café de verdad— cualquier clase de tabaco inglés y americano y se lo ser­ virán. ¿No significa esto potencia económica para mante­ ner caprichos caros de ciudad grande? Viven sus taxis, viven sus hoteles, su estupenda libre­ ría, buen índice cultural; están bien comunicados por el ferrocarril y sus líneas de autobuses que la cruzan cuatro veces por día. ¿Es abulia esto acaso? ¿Cómo pueden ser abúlicos los descendientes de Vasco Niíñez de Balboa, el hombre de mayor tesón y voluntad en la historia de la Conquista?


CAPITULO

VI I

BARCARROTA, LA VILLA NATIVA DE HERNANDO DE SO TO , DOM INADOR DEL M ISSISSIPPI Y DE LA FLORIDA



Se aprende mucho en los autobuses mañaneros de Ex­ tremadura. Todo lo que sea alejarse de las rutas del turismo inter­ nacional invadidas ya siempre y constantemente por la riada de extranjeros que visitan, ávidos de curiosidad y sin salir de su asombro, la realidad de esta España que se va transformando de día en día, es poder vivir con algo más de intimidad la existencia española. 1 es que resulta difícil evadirse ahora de la corrien­ te turística extranjera que anega nuestras carreteras, nuestros hoteles y nuestros trenes. Salvo en este trayec­ to de regreso de Jerez de los Caballeros Templarios a Badajoz, pasando por Barcarrota, no he podido zafarme, en todo mi periplo extremeño, del seguimiento turístico extranjero. En el Hotel de Badajoz, en el parador de Tu­ rismo de Mérida, en Talavera de la Reina, camino del Pantano del Cíjara, el único huésped español he sido siempre yo, al menos en aquellos días en que coincidía el alud de peregrinos extranjeros hacia el Congreso Eucarístico de Barcelona. Ingleses, franceses, norteameri­ canos, portugueses, italianos; todos los caminos de Es­ paña son hoy una pura Babel. Por eso da gusto subir a los autobuses mañaneros ex­


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tremeños—verdadera organización perfecta y poderosa que une entre sí a todos los pueblos desconectados del ferrocarril—y reconocernos todos españoles. Además, en ellos se aprenden los síntomas de la nor­ malidad en la vida de España. Y la tónica de esta normalidad en los recorridos por los pueblos y las pequeñas ciudades españolas la dan los viajantes de comercio. ¡Qué profesión más difícil debe de ser hoy en día la de viajante de comercio ! No es el luchar contra el itinerario de los trenes, las combinaciones de autobuses, la carencia de habitaciones en todos los hoteles y fonduchos, la falta de comunicacio­ nes en algunos casos. Es luchar contra la abundancia de toda clase de pro­ ductos que crea una auténtica y reñidísima competencia entre los fabricantes. Oyendo hablar a los viajantes de comercio se da uno cuenta de que se ha terminado en España el imperio despótico del fabricante que, auxiliado por su intermedia­ rio, el comerciante, tiranizaba al infeliz consumidor. Ahora son ellos, los fabricantes, quienes por media­ ción de sus viajantes corren en pos del comerciante que los recibe fríos y seguros, para a su vez emprender éstos la carrera tras el consumidor. La sensación de abundancia de productos agrícolas la da el campo, la dan los campesinos, un tanto asusta­ dos egoístamente de la catarata de cereales que va a salir este año de sus cosechas abaratando—contra lo que todo productor quisiera—los precios. Ya contaré, cuando hable de la historia famosa de los arroces de Don Benito, cómo los extremeños valencianos improvisados no sue­ ñan ya tanto con el arroz como hace años, cuando lo ven­ dían a precios de capricho.


La ruta de los conquistadores

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«Vamos a nadar en aceite y nos vamos a anegar en trigo.» Esta es la frase que se oye por doquier.

INQ UIETUD ES COM ERCIALES EN TODA LA RUTA DE LOS CONQUISTADORES.

Los viajantes tienen otro cantar: entre ellos se cuen­ tan sus cuitas y hablan de los pedidos que han podido arrancar, en fuerza de astucia, de labia o de simpatía personal. Y es, amigos, que abunda de todo y que la realidad de esta abundancia se impone. De pueblo a pueblo, de pequeña ciudad a pequeña ciudad y de villa a villa, en los autobuses de línea, en los terceras inevitables de los «carretas», como por aquí lla­ man a los trenes mercancías, el ir y venir de los viajan­ tes de comercio es una carrera de angustias. «¡No hacen un pedido!» «¡No vendemos un metro!» El comerciante no quiere comprar porque no ven d e: ha corrido la voz de la baja de los productos textiles, voz de baja que repercute en los mercados laneros de La Serena. Y así por el estilo. Ahora son ellos los que co­ rren detrás de nosotros los consumidores. Mi viaje en autobús de Jerez de los Caballeros Tem­ plarios a Barcarrota—25 ó 30 kilómetros—fué la audi­ ción de lamentos y quejas de los viajantes de comercio, predilectos viajeros en estos medios de transporte, en los que, eso sí, todos, ¡al fin!, éramos españoles y no nos veíamos molestados por extravagantes turistas de cual­ quier parte del globo tratando de analizarnos con el mi­ croscopio de sus miradas y la retina de sus Kodaks. Me dirán que todo esto no tiene nada que ver con la Ruta die los Conquistadores. Pero sí tiene que ver, por­


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que estas impresiones, estas inquietudes, estas sensacio­ nes vienen y van a lo largo de todos los caminos que re­ corrieran los grandes hombres de la Conquista cuando su infancia o cuando sus retornos rápidos a España. Ellos fueron y vinieron por aquí, por entre estos encinares, por estos campos trigueros y por estas viñas por las que hoy circulan, vienen y van los hombres nuevos que, con su inquietud comercial, pregonan la gran abundancia de España, reflejo de una ansiadísima normalidad llegada en buena hora. En Jerez de los Caballeros, en Barcarrota, en Medellín, en Villanueva de la Serena, en Don Benito, en Castuera, en Trujillo, me crucé siempre con estos viajantes de comercio. Refunfuñaban, protestaban, se iban aira­ dos por la dureza de la «plaza»; en Castuera encontré habitación tras larga peregrinación por las fondas, por­ que un viajante cerró malhumorado sus maletas y sus muestrarios y se fué. « ¡Ni una cochina pieza de tela he podido encajar!» Otros le habían ganado los pedidos por la mano. Y así, si no pude ensimismarme en reflexionar sobre la aventura de Fernando de Soto bajando por entre estos encinares camino de Sevilla o de Sanlúcar de Barrameda para enbarcarse con la expedición de Pedrerías junto con otros hombres que habían de ser famosos: Luque, Coronado, Benalcázar, Almagro, fué porque me distrajo la aleccionadora charla de estos inquietos viajantes de comercio. NO

QUEDA

UN

NEGRO

POSADERO

EN

BARCARROTA.

La carretera queda al pie de la villa de Barcarrota. Pero no hay que andar mucho desde la parada del au­ tobús al centro de la población


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Antes de iniciar mi mañanera peregrinación por la villa natal del dominador de La Florida y del Mississippí, eché un vistazo a la posada, venta o fondita que existe frente a la parada del autobús que va de Sevilla hasta Badajoz. Y no vi que la alarma que sintiera Antonio Ponz, cuando estuvo por aquí hace doscientos años, se hubiera cristalizado. Porque ni el posadero, ni ninguno de cuan­ tos le rodeaban eran negros retintos. Y es que cuando el erudito español visitó a Barcarro­ ta—sin saber por entonces que de ahí fuese nativo H er­ nando de Soto—halló que muchos de sus vecinos eran negros o mulatos de los que se pasan de Portugal, y, es­ tablecidos en esta frontera, se casan y propagan en ella y más adentro de Extrem adura; de suerte que, con el tiempo, algunos pueblos parecerán de Guinea, y de Gui­ nea poco menos me pareció el mesón de Barcarrota a vista del mesonero y su familia. Si se me hubiera ocurrido preguntar en Barcarrota si quedaban aún negros descendientes de aquellos que viera Ponz, de seguro que me hubieran mirado con asom­ bro y extrañeza. Por el contrario, la posadita de la carretera estaba muy bien apañada: con su radio—la voz de Matías Prats y de Alcaraz me ha perseguido por toda la Ruta de los Conquistadores—sus fotos de artistas de cine, un poco rancio, eso s í : Clara Bow, Richard Barihmles, Alice Terry. Ramón Novarro, etc., y limpia como la hubiera de­ seado en su estancia el famoso viajero español.


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¿ E S LA DE UN GENERAL PO RTU G U ES LA ESTATUA DE HERNANDO DE SO TO ?

Por la calle de Badajoz arriba—tan bien cuidada, limpia y urbanizada como cuantas vi en todos los pue­ blos de Extrem adura—se llega a la plaza de España, donde se levanta la estatua que erigió Barcarrota a Her­ nando de Soto. La plaza—pequeña, llena de encanto—la forman los edificios de la Casa Consistorial a la espalda del monu­ mento, el inevitable «Casino de los Señores» en cuyos salones entran ahora los nuevos ricos de la guerra para acá, los que sí añoran las épocas de escasez y de cares­ tía; unas casitas de dos plantas y los edificios que han crecido al pie de la Torre del Homenaje del Castillo que existía en tiempos de Hernando de Soto. La estatua del Conquistador se alza dentro de un pe­ queño cercado de altas verjas sencillas, rematadas en su parte superior en el lado frontal por cuatro farolas de hierro forjado. A la entrada de la plaza, dando frente al monumento, dos fuentes de ancho' caño de hierro ma­ nan abundantísima agua que recogen en sus redondas y rojas cántaras las mozas del pueblo. En medio de esta enverjada placita se yergue la es­ tatua de piedra de Hernando de Soto, el hombre que do­ minó a los Apalaches, Vitachicos y Alibamos, los indios unlversalizados por la literatura aventurera de los Copper, Aymard y Marryat y las grandes producciones cine­ matográficas de Hollywood, y que llevó el nombre de Es­ paña por la fértilísima región de La Florida y el Mississippí. El monumento es sencillo; la estatua de Hernando de


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Soto lo representa en pie, su casquete posado sobre un alto poyete de piedra. La leyenda del pedestal dice así: «Al valiente y magnífico guerrero Hernando de Soto. Conquistador del Perú, Gobernador de Cuba, Adelanta­ do Capitán General y Gobernador de La Florida. La villa de Barcarrota, su patria, le dedica esta memoria en 1866.» Rodea el monumento un alegre jardincillo en el que crecen unos rosales y dos árboles de las Indias. En Jerez de los Caballeros—donde quieren atribuirse la patria de Hernando de Soto—me dijeron que esta es­ tatua es la de un general portugués que compraron de saldo los ediles barcarroteños. Decírselo a los de Barca­ rrota es hacerles montar en cólera. Y, en fin de cuentas, ¿qué? Creo que para la estatua al Gran Capitán en Córdoba sirvió de modelo el busto de Lagartijo. La memoria de Gonzalo de Córdoba no se ofen­ de por eso. Ciertamente la estatua es de origen portugués. Al menos así lo revela el nombre esculpido al pie de la mis­ ma: N. A. R. Do Almada. 20-22-26. Fortunato José Da Silva. Lisboa. En la parte posterior del pedestal de la estatua hay grabados unos nombres: Vitachuko. Apalache. Mauvila. Chicaza. Alibamo. Capah. Anilco.

Diego García. Arias Tinoco. Diego de Soto. Alonso Romo. Diego Arias. Ruiz de Soto. Soño Añez.


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Son los nombres de las tribus vencidas y conquista­ das por Hernando de Soto y la de los barcarroteños que le acompañaron en sus jom adas de gloria por la Flori­ da y el Mississippí. Pero quizá el mejor monumento a Hernando de Soto no esté precisamente aquí mismo, en Barcarrota, sino ei que rueda por todo el mundo, pregonando la gloria del conquistador extremeño. Y este monumento rodante tiene origen norteameri­ cano, yanqui puro. ¿Quieren saber cómo y por qué? ¿Quieren saber, además, si en efecto, no hay duda de que Hernando de Soto sea natural de Barcarrota? Porque si los de Jerez de los Caballeros Templarios disputan su paternidad, también los de Badajoz, que no se contentan con Pedro de Alvarado—aparte de otras fi­ guras históricas como Manuel Godoy—, también quieren arrebatarle a Barcarrota la patria del Conquistador de La Florida. Y, también, claro está, les contaré mi visita a la su­ puesta casa natal del vencedor de los Apalaches.


CAPITULO

VI I I

¿PERO ES NATIVO DE BARCARROTA H ERNANDO DE SOTO?



Conocí al padre George William Brennan, sacerdote católico de Detroit, EE. UU., mientras me desayunaba una mañana en el hotel de Badajoz. El P. Brennan se dirigía con unos cuantos sacerdotes norteamericanos como él, de diferentes ciudades de los Estados Unidos, al Congreso Eucarístico de Barcelona. De servirle un poco de intérprete pasé a charlar buenos ratos con él en su brevísima estancia en la capital pa­ cense. Los sacerdotes norteamericanos no salían de su asom­ bro cuando veían—a velocidad de relámpago—cosas de España, a la que acababan de entrar procedentes de Fátima y desembarcado en Lisboa del Independence, el mismo transatlántico que trajo a España a Mr. Stanton Griffis. A su vez los clergymen norteamericanos asombra­ ban a los camareros del hotel por la naturalidad con que pagaban sus extraordinarios. Pero no cesaban de pedir. Cuando desayunaron el primer día—el que les cono­ cí—y tras insinuar delicadamente si podrían añadirles a su huevo frito con jamón y su tacita de té algo del desayu­ no español, se sintieron incapaces de comerse las galle­ tas, la mermelada, la mantequilla, los churros, las tortas


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de aceite, las migas extremeñas—migas fritas con jamón y chorizo—el café con leche y el panecillo que les sir­ vieron. Y cuando a la hora de comer pidieron dos botellas de coñac, que les parecieron baratas a trescientas pesetas cada una, y me preguntaron si no habría dificultad para bailar otras en su ruta hacia Barcelona, se asombraron al citarles yo las ocho o nueve marcas más sonadas de nuestros mejores jeriñacs. Su exclamación fué «Wonderful!» «Oh, such a nice thing!», y apenas si bebieron algo de la segunda botella en vista de que no tendrían que llevársela por el camino como una feliz y casual ad­ quisición. Sobre todo les entusiasmaba tener noticias políticas de nuestra patria en versión directa de un español que pudiera hablar su idioma. Uno de los padres me preguntó, casi tímidamente, si era cierto que allí hubieran asesinado «al cura de Ba­ dajoz» («It’s true the reds killed the Priest of Badajoz?»). Se quedaron helados cuando les dije la cifra de los mi­ llares de sacerdotes asesinados, quemados vivos y cruci­ ficados en España. Y les pareció monstruosa la suma de los trece prelados martirizados. Con el P. Brennan hablé de mi viaje por la Ruta de los Conquistadores. Y cuando le conté que había estado en Barcarrota. la cuna de Hernando de Soto, ante cuyo monumento pasé un buen rato, me afirmó que, también en Detroit, De Soto tenía una pequeña estatua. Pero no bastaba ese homenaje norteamericano hacia la figura del conquistador extremeño. Según el P. Brennan, los automóviles «De Soto» lle­ van este nombre en homenaje al conquistador barcarroteño. Insistí cerca de él en saber si era una simple casua­ lidad, y el P. Brennan—sus motivos tendrá para estar seguro de ello, puesto que vive en Detroit, la ciudad don­


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de se fabrican' los mejores automóviles norteamerica­ nos—me lo afirmó en serio. De ahí que Norteamérica, que no deja de sentir ad­ miración hacia los grandes hombres que rozan su His­ toria, al dar el nombre de «De Soto» a estos automóviles, rinda el más popular y circulante de los homenajes a la figura del conquistador de La Florida. Y así, el nombre de De Soto rueda por las cinco partes del mundo.

RETIRADA GLORIOSA EN LA ESQUINA DE LA CASA DEL CONQUISTADOR.

Poco antes de ir a visitar la supuesta casa natal de Hernando de Soto, di un paseo por Barcarrota. La leyenda dice que la Virgen se apareció a un pastor que cosía su albarca rota, para anunciarle que, en aquel lugar, se alzaría un pueblo que habría de llamarse Albarcarrota, luego derivado Barcarrota. Quizá la Virgen de la aparición en la leyenda fuese la de Soterraño, veneradísima en la región y cuya igle­ sia visité para admirar su soberbio retablo barroco. (No hay pueblo extremeño que no posea iglesias de gran ri­ queza artística: toda la que dejaron intacta la desamor­ tización de Mendizábal, la invasión francesa y los rojos.) Esta iglesia de Soterraño es la que, en su torre y en la parte exterior de la misma, tiene el famoso mosaico de la «Fugita para vigito» de que me habló don Adrián Sánchez Serrano, el investigador colombino de Oliva de la Frontera. Ya dije que, en efecto, observé los pocos azulejos que quedan, haciendo totalmente invisible la figura famosa que don Adrián interpreta como represen­ tación de la huida de la madre de Colón con la Beltraneja en brazos. Barcarrota tiene calles con nombres muy bonitos:


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calle de Viento, Cruces, Luna, Sol, Olivo, Aguadulce, Buenavista, Almendro, Palma y otras por el estilo. Algunas de suelo guijarroso, entre los que crece la hierba, me re­ cordaron mucho a Santillana del Mar, por su sabor cam­ pesino, con sus casas de piedra ornadas con escudos he­ ráldicos. Una calle famosa es la del Capitán Venegas Lanzarote, famoso oficial que se defendió en ese lugar replegándose con sus soldados hacia el castillo, cuando Barcarrota fué invadida por los portugueses en una de tantas guerras fronterizas. Esquina a esta calle del Capitán Venegas Lanzarote está la casa natal de Hernando de Soto. Su fachada—el numero uno de la calle que tiene por nombre el mismo del conquistador—es humildísima, de una sola planta, toda ella encalada, sin más luces al ex­ terior que una ventana con barandilla de hierro abalconcillada. El actual propietario de la casa natal de Hernando de Soto es Benigno Sosa Señero, guarda de una finca pro­ piedad del común de Barcarrota. Sosa Señero habita la casa de De Soto con sus cinco hijas. El interior de la casa es casi idéntico a la de Vasco Núñez de Balboa en Jerez de los Caballeros Templarios, por lo que ahorro su descripción.

EL ERRO R GEOGRAFICO DE «F R A M IS », LA F E DE LOS BARCARROTEÑOS Y LA DISCU­ TIDA PATRIA CHICA

DE HERNANDO

DE

SOTO.

Tampoco hay mucha seguridad—salvo la buena vo­ luntad y la fe de los barcarroteños—en que ésta sea la casa natal de Hernando de Soto.


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Repito para ésta lo mismo que me pareció la tam ­ bién supuesta casa natal de Vasco Núñez de Balboa en Jerez de los Caballeros: no da impresión alguna de que sea ni siquiera bicentenaria. Asimismo, no se halla muy claro que Hernando de Soto fuese nativo de Barcarrota. Está muy discutida la natalidad de Hernando de So­ to. En efecto, se la ha supuesto, durante mucho tiempo, natural de Barcarrota, como dice Ricardo Majó, «Framis», en su biografía del conquistador de La Florida. Pero de eso a afirmar, como lo hace el autor de Con­ quistadores y Navegantes españoles del siglo XVI, que fuese de Villanueva de la Serena «en fin de cuentas, al­ gunas leguas de distancia», es demostrar un absoluto desconocimiento de la geografía extremeña. ¡No hay le­ guas de distancia que digamos entre Barcarrota y Villanueva de la Serena! ¡A fe que «Framis» no andaría a pie los doscientos kilómetros que, aproximadamente, separan una de otra v illa...! Se sabe que la madre de Hernando de Soto era na­ tural de Badajoz y que su padre era o vivía en Jerez de los Caballeros Así. según el libro de don Antonio del Solar y del Marqués de Ciadoncha, Hernando de Soto es nativo, o de Badajoz o de Jerez de los Caballeros. Don Esteban Rodríguez Amaya, actual Cronista Ofi­ cial de Badajoz, cree que el Descubridor de La Florida fuese de Badajoz, puesto que en la información que se abrió en 1535 ó 1536-37 para su ingreso en la Orden de Santiago, quince testigos informaron que Hernando de Soto era natural de Badajoz. Sólo un testigo afirmó que era de Jerez de los Caballeros (o Jerez de Badajoz). In ­ cluso el propio Hernando de Soto aseguró en dicha tes­ tificación ser natural de Badajoz.


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(Don Esteban Rodríguez Amaya ha publicado un folletito en Venezuela en el que sostiene la posibilidad de que Vasco Núñez de Balboa sea también, natural de Ba­ dajoz, con lo que la antigua Pax Augusta va al copo de los grandes conquistadores.) Los de Jerez de los Caballeros, aparte de la prueba de ese testimonio en el expediente de concesión de la Encomienda de Santiago al Conquistador, dicen que éste, en su testamento, dejó una manda para la Virgen que se venera en la iglesia de Santa María de Jerez, pero claro, esto no significa nada definitivo.

PE L IC U L A S DE HOLLYW OOD EN EL PATIO DE ARMAS DEL CASTILLO DE BARCARROTA.

Por sí o por no, los de Barcarrota tienen por suyo y muy suyo a Hernando de Soto. Y a su estatua ya no hay quien la mueva, que no le faltarán Roldanes por si alguien quiere estar con ellos a prueba en la disputa de la paternidad del Conquistador. Desde la supuesta casa natal de Hernando de Soto fui a ver el castillo de Barcarrota. De sus ocho torres almenadas sólo queda la del Ho­ menaje: las otras siete las derribaron para construir en la plaza de armas una plaza de toros, cuyo ruedo sirve también como patio de butacas para el cine veraniego al aire libre. Porque los descendientes del Conquistador se apasionan por los conquistadores de la pantalla: los Clark Gable, Spencer Tracy, Henry Fonda, Fred Mac Murray, etc., etc., que triunfan todas las noches de ve­ rano en la plaza de armas del castillo que contempló los juegos infantiles de Hernando de Soto. Subir a lo alto de esta torre es contemplar una vas­ ta y hermosa panorámica extremeña: las suaves coli­


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ñas encinareras que enmarcan la villa del vencedor de los Apalaches. Barcarrota, al contrario que Jerez de los Caballeros, y al igual que casi todas las villas extremeñas, ha au ­ mentado su población desde la guerra de Liberación para acá. No se ha edificado gran cosa, ésa es la verdad, pero la transformación de la villa se ve en el interior de sus casas. De los rusticísimos muebles de antaño—las sillas de anea, la mesa camilla, las paredes desnudas y la sen­ cillísima cama de hierro—se ha pasado a los cuartos de estar, con butacas de orejas, cortinas de cretona coquetonas, lámparas de cristal y alguna que otra buena al­ fombra de nudos. Y lo de la butaca de orejas y sus muebles-adorno ad­ yacente no es potestativo sólo de los grandes señores, sino del barcarroteño medio que dispone de algún suel­ do decentito o alguna finquita que le dé para mejorar y prosperar. Y es que la radio, el cine, las revistas y los viajes han hecho cambiar la fisonomía de todos los hogares es­ pañoles, hasta en estos históricos rincones de la Ruta de los Conquistadores. Aquí, como en todas las villas extremeñas por las que viajé, ha desaparecido casi la pelliza de paño de Béjar forrada con piel de oveja sin curtir para dar paso a la gabardina de reflejos. ¿La gorra de visera, la blusa, o el traje negro que uniformaba a los campesinos españoles? ¡ Eso ya no existe! Si se ve por las aldeas españolas algún campesino con el atuendo clásico regional, pensad que está haciendo folklore o que es un viejo que no sabe zafarse de sus prendas típicas. ¿Las mozas aquellas que llenaban tem praneras el


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agua de sus cántaras en la Plaza de Barcarrota? Devo­ ran las novelas Pueyo, saben quién es Rita Hayworth, y los domingos su ideal es ponerse medias de cristal y, cuando llueve, sacar a relucir su impermeable transpa­ rente de plexiglás. Ni el paisaje, ni el contorno, ni la vida y costum­ bres de los pueblos son ya ahora lo que fueron antes de nuestra Cruzada. Metiéndose en el corazón geográfico extremeño—tan poco conocido y divulgado por los escritores viajeros— se recibe la sensación de que estos pueblos se han libe­ rado del luto riguroso sartorial, del polvo, de la sed—Bar­ carrota ha sabido sacar agua a torrentes para sus fuentes numerosas—, de la tenebrosidad: corre la alegría como el agua. La radio, el cine, los autobuses, traen y llevan una nueva vida más alegre, más dinámica, más despejada y moderna. Imposible que ningún conquistador reconozca sus pueblos natales. Imposible que Hernando de Soto pueda reconocer el patio de armas de su castillo cuando, repleto de pai­ sanos suyos, se está proyectando sobre la pantalla situa­ da casi junto a la Torre del Homenaje una película de James Stewart... Imposible que Hernando de Soto crea que este Bar­ carrota, de calles urbanizadas, aceras cuidadas, carteles que anuncian a Gloria Romero, comercio con luz fluores­ cente, pizarras con el resultado de los partidos de las Tres Divisiones de fútbol sea el mismo que él abandonó camino de las naves de Pedrarias.


CAPITULO

IX

EL TRANSFIGURADO BADAJOZ DE PEDRO DE ALVARADO



Si se llega a Badajoz por tren, desde dos o tres kiló­ metros antes de rendir viaje se divisan claramente dos sobresalientes siluetas, a derecha e izquierda de la ciudad. La de la derecha, erguida en lo alto de la loma sobre la que está asentada la ciudad, pertenece a la famosa Torre de Espantaperros. La de la izquierda, más que silueta, es ya una mole de silueta: es la del Hospital, en construcción, del Seguro de Enfermedad, de catorce plantas: un verdadero rascacielos en el riñón de E xtre­ madura. La Torre de Espantaperros se denominaba así por­ que en ella existía una campana con la que se llamaba a los «perros», ¡los trabajadores de la Edad Media! El Hospital del Seguro de Enfermedad, con sus ca­ torce pisos, en los que tendrán cabida cuatrocientas ca­ mas, y cuyo edificio vendrá a costar unos cincuenta mi­ llones de pesetas, es un verdadero palacio de la salud para los trabajadores de la España de hoy. Si se arriba a Badajoz, como yo lo hice cuando re­ gresé de Barcarrota, por la carretera general de Sevilla, se entra por la Puerta de la Trinidad, abierta en la mu­ ralla que circunda la antigua Pax Augusta. Este verano hará ya dieciséis años que para poder entrar en Badajoz, por lo que entonces era una simple


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brecha abierta en sus altas murallas, dejaron sus vidas en lo que, también entonces, era un páramo, ciento vein­ titantos legionarios de la Dieciséis Compañía de la Cuar­ ta Bandera de la Legión. De aquel páramo que tuvieron que atravesar a pe­ cho descubierto los heroicos legionarios del Capitán Ar­ tigas—que primero quedó ciego y murió meses después— salvando las tablejas del riacho Rivilla ha surgido aho­ ra un espléndido parque—el Parque de la 4.a Bandera—, lleno de arbolado, alrededor del cual han brotado edifi­ caciones, comercios, puestos de gasolina y un gracioso puente de piedra: vida, color, alegría, fronda y sombra sobre lo que aquel agosto de 1936 fué escenario de una terrible carrera hacia la muerte. Lo describo así, con la mayor sencillez, cuando mi corazón late acelerado, recordando la gesta legionaria de la Cuarta Bandera, a la que yo también pertenecí. Tales son las dos perspectivas que se divisan entran­ do en Badajoz por caminos de España. Y en la diferencia que va del símbolo de la Torre de Espantaperros al rascacielos del Hospital del Seguro de Enfermedad, como del páramo que cruzaron los legio­ narios del Capitán Artigas al parque, la fronda, el puen­ te y las edificaciones que se alzan hoy en ese mismo lu­ gar, pueden sacarse las conclusiones de la transforma­ ción de1 Badajoz antiguo al de nuestros días; del Bada­ joz de no hace muchos años a este de 1952.

BADAJOZ HA ROTO T R E S VECES SU CIN­ TURON DE M URALLAS.

La capital pacense ha luchado en el curso de los si­ glos contra sus propias murallas. En principio, hacia el siglo xvm, rompió los muros del


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recinto que ocupaba la ciudadela, dentro de la población amurallada. En esa ciudadela vivía precisamente la fa­ milia Alvarado, cuyo descendiente fué el portentoso Pe­ dro de Alvarado, el rubio teul, asombro de los aztecas, el fornido capitán de Hernán Cortés, promotor de la Noche Triste, conquistador de Guatemala, e incursor en tierras del Perú; el dorado y hermoso «Tonatiuh». (Pedro de Alvarado es quien me ha traído a Badajoz, siguiendo sus huellas en la Ruta de los Conquistadores.) Tras aquella primitiva expansión del xvm, Badajoz, en tiempos del General Primo de Rivera, volvió a romper su cerco para ensancharse por Poniente. Ensanche que ha proseguido incrementado-—y del que escribiré más adelante—desde la terminación de nuestra Cruzada para acá, ensanche cada vez más rápido, dilatado, puesto que Badajoz está llamado a ser, cuando se termine el «Plan Badajoz», tan conocido de todos los españoles, una gran capital. La tercera rotura de las murallas pacenses está, como he descrito al principio, hacia lo que fué páramo de muer­ te para los Legionarios de la Cuarta Bandera. Es fabuloso el crecimiento de Badajoz: de cuando lo visitó mi tan recitado Antonio Ponz, quizá en la época en que rompía su prim er cinturón, que tenía tres mil veci­ nos, a la visita de Larra ya contaba con dieciocho mil o diecinueve mil habitantes. Richard Ford, al que también tantas veces he citado y me veré obligado a citar, que se alojó en la misma posada «Cuatro Naciones» que albergó a Fígaro y que la abandonó malhumorado— : «menos naciones y mejor servicio puede uno decir al salir de ella»—, la encontró ya con veintidós mil y pico poblado­ res, en 1867. A principios de este siglo sus moradores ha­ bían aumentado a treinta y tantos mil, y en la actualidad rebasa ya los sesenta y tantos mil. Pero aún ha de crecer más, porque no mucho después


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de los catorce años de plazo que se han concedido para llevar a cabo el formidable «Plan Badajoz», la antigua Pax Augusta, con Mérida, tan unida a su historia y que será la Valencia extremeña de esta futura inmensísima huer­ ta de las vegas alta y baja del Guadiana, se verá conver­ tida en el centro fabuloso de la más rica región agrícola de España. (Adelantaré datos para otros capítulos dicien­ do que el problema actual de Badajoz es el de falta de bra­ zos: en plazo próximo de unos años la provincia de Ba­ dajoz, al socaire de los regadíos del Cíjara, necesitará unos dos millones de hombres para poner en marcha sus tierras superfecundadas con las aguas del Guadiana, sus fábricas, sus industrias nuevas.)

ARABES,

CASTELLA NOS,

PO R TU G U E SE S,

FR A N C E SE S E IN G L E S E S EN LUCHA CON­ TRA LOS MUROS DE LA CIUDAD.

Todas las ciudades amuralladas tienen una larga his­ toria de cercos sangrientos. Pero pocas como Badajoz, plaza estratégica codiciada por árabes, castellanos, portu­ gueses, franceses e ingleses en el transcurso de los siglos. El prim er sitio lo sufrió en el siglo xm, cuando cayó por segunda vez en poder de los árabes, hasta que Alfon­ so IX de León la reconquistó en 1227. Tras las luchas fratricidas a que se entregaron los pacenses, divididos en partidarios del rey don Sancho y de Alfonso X, Badajoz volvió a ser sitiada por Alfonso VI de Portugal. Su tercer cerco ocurrió en 1385; el cuarto en 1396, que fué tomada por sorpresa. Nuevamente fué sitiada en 1646 por los portugueses, al mismo tiempo que Olivenza, que cayó en su poder. Vasconcelos la sitió por quinta vez con diecisiete mil hombres y un tren de batir compuesto de veinte cañones y dos morteros, pero tras infructuosas y


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larguísimas luchas tuvo que retirarse por el camino de Elvás. El sexto cerco ocurrió cuando la guerra de Sucesión: en 1705, por los portugueses, que tuvieron que retirar­ se ante la resistencia que les opuso el mariscal de Tesse. El tratado de paz y amistad firmados en Badajoz en 1801 por el que los portugueses desistían de sus pretensiones sobre la plaza, origen de tantos cercos, dió fin a esta se­ rie de sitios. Pero aún quedaban varios sitios más a la ciudad. Ellos fueron cuando la Guerra de la Independencia. Así, el sép­ timo de su historia lo sufrió Badajoz frente a las tropas del mariscal Soult, que cercó la plaza con sus dieciocho mil hombres y su tren de batir formado por cincuenta y cuatro piezas. Durante aquel sitio, el Mariscal de Cam­ po don Rafael Menacho repitió la hazaña de Palafox en Zaragoza y de Alvarez de Castro en Gerona, pero una bala de cañón le arrebató la vida: los defensores perdie­ ron la moral y capitularon en marzo de 1809. El octavo sitio corrió a cargo de las tropas inglesas que acudieron a España para expulsar a las de Napoleón, pero Wellington, que dirigía en persona los asaltos, no pudo con Soult y abandonó el cerco, para repetirlo tres años después con éxito. El décimo asalto a sus murallas lo efectuaron el 14 de agosto de 1936 los legionarios de la Cuarta Bandera de la Legión. De entonces acá la sangre de aquellos bravos hombres del Tercio ha hecho fructificar el parque que se extien­ de, frondoso, ante las murallas de la parte este de Bada­ joz, por donde se alzará una futura ciudad.


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DEL BADAJOZ DE PEDRO DE ALVARADO NO QUEDAN SINO ESCA SO S V ESTIG IO S.

Andar por el Badajoz de los tiempos de Alvarado es perderse en un dédalo de típicas y arcaicas calles. ¡Qué poco debe de quedar de las verdaderas casas de la vieja ciudadela en donde se asentaba la casa solarie­ ga de los Alvarados! Solariega en cierto modo, porque sabido es que los Alvarados, como los Valdivias, los Vasco Núñez de Bal­ boa y tantos otros grandes conquistadores procedían de Cantabria—trasmerachos—, donde, a «fin de cuentas, es­ taba asentado su solar. Pero me refiero al solar de los Alvarados extremeños. Según don Esteban Rodríguez Amaya, cronista oficial de Badajoz, Pedro de Alvarado debió de nacer en la Al­ cazaba del Badajoz antiguo, el hoy llamado Castillo, en la Ciudadela vieja, puesto que en aquella parte vivían familias ilustres y hubo casas de Alvarados en aquella época y posterior a la misma. A Pedro de Alvarado se le tomó durante algún tiem­ po como natural de Lobón, cercano pueblo de Badajoz, de donde arranca hoy el canal que ha de llevar aguas del Guadiana a la orilla izquierda del río. La confusión fué similar a la de su contemporáneo Pedro de Valdivia en Villanueva de la Serena. Como el conquistador de Chile en este lugar, Pedro de Alvarado tenía también un pariente carnal en Lobón, llamado Pe­ dro de Alvarado y Comendador de la Orden de Santiago. De esta dualidad de nombres y apellidos salió la con­ fusión entre algunos investigadores que tomaban al de Lobón por el Alvarado de Badajoz. Tentado por la buena suerte que tuvo su tío. Diego de


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Alvarado y Mesía, en los negocios de Santo Domingo, en la Española, Pedro de Alvarado con sus cuatro her­ manos, Gome, Jorge, Hernando y Gonzalo, partió para la gran aventura de las Indias, de donde brotó su gran figura primero al lado de Grijalva, luego con Cortés y fi­ nalmente, por cuenta propia en Guatemala. Como muchos Alféreces provisionales que, a seguido de su propuesta de ascenso a Tenientes, sin esperar a que saliera la orden en el Diario Oficial se estampaban la segunda estrella en el pecho, Pedro de Alvarado se plantó también la Cruz de Santiago sobre su capa de hombre de acción. No sé bien si Alvarado murió antes de recibir ofi­ cialmente la encomienda de Santiago, como sí sé en cam­ bio de muchos Alféreces provisionales que murieron en el frente con sus dos estrellas sin haberse confirmado bu­ rocráticamente su ascenso.a Tenientes. Alvarado y nues­ tros Alféreces murieron con las botas puestas. De ahí que, al recordar la historia de la Cruz de Santiago del Conquis­ tador la compare con las estrellas de los Alféreces pro­ visionales que bien pudieron hablar de tú al más famoso Capitán de Hernán Cortés. Viene también a cuento lo de la Cruz de Santiago, por­ que por el expediente de concesión de la encomienda ha podido saberse que Pedro de Alvarado era de Badajoz, al haberlo declarado así algunos testigos. ¿Y su casa natal? No existe, como igualmente quedan pocos vestigios del Badajoz de los tiempos del Conquistador. En cambio, recorrer lo que sí pudieron haber sido alrededores dtel barrio ilustre pacense, en los años de Al­ varado, es un paseo maravilloso, tendido a la historia, a piedras antiguas y a hermosas perspectivas geográ­ ficas. Para guiarme bien y a solas por esta histórica parte antigua de Badajoz, seguí un itinerario que me trazó el


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Jefe del Turismo de la capital, quien aun habiendo he­ redado meses atrás cerca de un millón de pesetas gusta­ ba de continuar dando clases de idiomas en sus ratos li­ bres, y pasar horas enteras en su oscura oficinita de la calle de Moreno Nieto.


CAPITULO

X

EL BADAJOZ QUE N O RECONOCERIAN NI ALVARADO NI LOS LEGIONARIOS ESPA ÑO LES DE 1936



Algo mejor que el hotel «Cuatro Naciones», que tan malhumorado dejó a Larra por su mal servicio, era el hotel en que yo me hospedé. Pero quitando a éste sor­ prende que Badajoz no posea sino fonduchos del estilo del famoso que cobijó a Fígaro. Mas la falta de hoteles es un mal general que padece hoy toda España. Las inagotables riadas turísticas por un lado, el mejor nivel de vida por otro que se goza hoy en nuestra patria y que permite mayor afición a los viajes y el fenómeno de crecimiento de las poblaciones emigratorias, hacen que viajar sea una angustia pen­ sando en la llegada. No era exageración, además, aquel artículo de Calvo Sotelo en el que narraba las desdichas de un viajero español en busca de alojamiento en Madrid. De haber sido extranjero, como decía Calvo Sotelo, todo hubieran sido facilidades; pero hoy en día al cliente es­ pañol se le mira con menosprecio. En Extrem adura el fenómeno es idéntico al de Ma­ drid. En cuantos pueblos visité fué una fortuna encon­ trar hospedaje. Turistas, viajantes, caravanas de segui­ dores futbolistas, trabajadores que aprovechaban las ven­ tajas de Educación y Descanso para trasladarse de un punto a otro de España, todos me ganaban por la mano.


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Indudablemente hoy se viaja en España el doble o et triple de lo que pudiera viajarse con anterioridad a nues­ tra Guerra de Liberación. Y eso que de nuestro paisaje y nuestras redes ferroviarias han desaparecido los «tre­ nes estraperlistas», como llamaban a los convoyes utili­ zados, única y exclusivamente casi, por los que cruzaban las provincias a la sombra de la especulación. A Badajoz, como a tantas otras ciudades españolas le harían falta más hoteles. No es cosa que me importe a mí, sino a los pacenses. Lo digo como reflejo de un via­ jero que toma el taxi de la estación al hotel en verdadero sprint hacia la meta de las habitaciones libres. Y esto se observa en todas las ciudades de España, síntoma, a fin de cuentas, de que los españoles empiezan a saber viajar. UN PALACIO EN EL QUE LOS H U E S P E D E S NO SON PE R S O N A JE S .

Para entrar en la parte antigua de Badajoz, en la del castillo que sombreara antaño la casa paterna de los Alvarados, di un rodeo por la parte baja de la ciudad, ro­ deo, al parecer, turístico. Quería ver la casa de Godoy. En principio me refería a la natal, la que vió nacer al Príncipe de la Paz—título que escandalizaba al bueno de Richard Ford— «mark the blasphemy of such a creature taking such a ñame!», pero no me interpretaron bien y me hicieron encaminar hacia su palacio. La casa natal se halla en la calle de Santa Lucía, hoy del General Yagüe. En esa misma casa nació el escritor pacense Vicente Barrantes—que tiene también una calle en Badajoz—autor del libro Aparato bibliográfico para la Historia de Extremadura. (Los ba­ dajocenses se sienten en el fondo más orgullosos de su Vicente Barrantes que del Príncipe de la Paz. No es cosa


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mía tratar de equilibrar o analizar los valores de ambos hombres.) Para ir al Palacio de Godoy hay que llegar casi al fondo de las murallas que dan al norte de la ciudad. Aquellas calles fueron también escenario de luchas cuan­ do nuestra Cruzada. Por la parte posterior del Palacio del Príncipe de la Paz penetraron vanguardias de Regu­ lares que auxiliaron a los Legionarios de la Cuarta Ban­ dera en la conquista de la capital. De ahí que la calle —empinada, estrecha—que da a la de Miguel Pérez Blas­ co reciba el nombre de calle de los Regulares Marro­ quíes. El Palacio de Godoy sólo conserva de su estado pri­ mitivo la fachada principal. El escudo que lo decoraba fué arrancado por los republicanos cuando, a raíz del 14 de abril, les entró la furia por derribar todas las coro­ nas que veían a su paso. Las modificaciones interiores que ha sufrido el pala­ cio se deben a que éste, en la actualidad, alberga hués­ pedes que no son personajes, precisamente, sino presos comunes. La vieja residencia del favorito de Carlos IV está convertida hoy en día en prisión. Si acaso el zaguán—resguardado por las carcelarias verjas—puede recordar algo lo que pudiera ser el patio de caballos del palacio. La calle de Miguel Pérez Blasco, en la que se encuen­ tra la antigua residencia de Godoy—que apenas llegó a habitarla unas cuantas veces—, debe su nombre al Alcai­ de de la cárcel del mismo nombre que el 18 de julio im­ pidió bravamente, con algunas escopetas, que las hordas rojas se apoderasen del recinto donde querían asesinar a los detenidos, entonces, en su mayoría, falangistas y requetés. El médico de la cárcel suele gastar bromas a sus ami­ gos, poco conocedores de la toponimia de Badajoz, dicién-


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doles que les invita a pasgr una temporada gratis en el mejor palacio de la ciudad. Luego se ríe de ellos cuando éstos averiguan en qué consiste la tal residencia. Y es que nadie en .la antigua Pax Augusta conoce a la cárcel por otro nombre que por el de Palacio de Godoy. En la capital pacense quedan muchos apellidos Go­ doy, entre ellos la esposa del actual alcalde de la ciudad. Pero los descendientes directos del Príncipe de la Paz residen en Castuera. Son la viuda de don Juan Godoy con sus hijos. A don Juan Godoy le asesinaron los rojos, quizá sólo por apedillarse Godoy. De sus estancias en su palacio de Badajoz casi nada se sabe. Hans Roger Madol, su más apasionado y detallis­ ta biógrafo, no cuenta nada sobre este particular. El pa­ lacio, según este biógrafo, fué confiscado por decreto real de Fernando VII, así como todos los bienes del apuesto ex guardia de Corps. No sé a quién puedia corresponder hoy en día el tí­ tulo de Duque de Alcudia que recibió Manuel Godoy en abril de 1792. Lo cierto es que su figura está un tanto borrosa en el recuerdo de los badajocenses, que tienen estatuas en su ciudad a Zurbarán, Menacho, el «Divino Morales» y Moreno Nieto. Si tiene algún busto el Príncipe de la Paz, o monumento, tal vez se me pasó. Por eso no quiero aven­ tu rar que no posea alguno en su ciudad natal el fantás­ tico Manuel Godoy. ELVAS A LA VISTA DESDE EL CASTILLO QUE DIO SOMBRA A LA CASA NATAL DE PEDRO DE ALVARADO.

Por la derecha del ex palacio del Príncipe de la Paz se sale a la carretera de circunvalación y los glacis del recinto amurallado de Badajoz.


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Poco antes de llegar a la entrada de la Alcazaba, de la que tanto se enorgullecen los pacenses, volviendo la vis­ ta hacia el Norte, se divisa, a lo lejos, recostado sobre una suave loma que da al Mediodía, la gran blancura de Elvas, la ciudad portuguesa al otro lado del Guadiana. Es curioso: si desde Fuenterrabía se contempla San Juan de Luz, este último sitio, así como el paisaje de la zona francesa, da verdadera impresión de extranjero. Pero contemplar Elvas desde Badajoz no produce sensación alguna de extranjería. Elvas es tan blanco y Portugal es tan hermano a España que ni sus ciudades fronterizas ni sus paisajes en la divisoria nos parecen extraños, sino afines y fraternos a nosotros. Alvarado debió de contemplar muchas veces Elvas desde la ventana de su casa natal, así como esta vega del Guadiana, cruzado aquí, posteriormente, por el Puente Herreriano que tanto admiró Ponz. También Alvarado recorrió muchas veces, antes de partir para Indias con sus hermanos, estas mismas ca­ llejas que yo ahora atravieso: las almenadas torres y mu­ rallas, la soberbia puerta de piedra que da entrada al castillo, la de la Traición y la Torre del Apéndiz, vulgar­ mente conocida por Torre de Espantaperros y cuyo sig­ nificado ya expliqué en el capítulo anterior. Antaño, esta parte de Badajoz constituyó el barrio aristocrático o noble. Por el contrario, hoy lo habitan gentes humildes y modestas. Dentro del recinto antiguo de la Alcazaba está emplazado el Mercado de Badajoz, lo que le da mucha vida y bullicio. Pero sorprende, pese a lo humilde de las casas, lo limpias que están las calles. Mucho más limpias de lo que estuvieron, sin duda, en tiempos del dorado «Tonatiuh», el formidable Pedro de Alvarado.


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EL MILICIANO DEFENSOR DE LAS MURA­ LLA S QUE LLEGO A SU BOFICIA L DE LA LEG ION.

Toda esta parte del Badajoz primitivo está cuajada de historia de sitios y de cercos. Muchas de sus piedras tienen aún las huellas de los lombardazos de cualquie­ ra de sus nueve sitios que enumeré en principio. Los Alvarados de la Conquista nacieron entre guerra y gue­ rra y cerco y cerco de Badajoz. El último sitio de Badajoz fué vivido por todos los que hoy habitan la ciudad: en agosto de 1936. De la explanada de las murallas—desde la que se domina toda la llanada al este de la ciudad—por una cuestecita va a pararse a la puerta de la Trinidad, la brecha famosa por la que penetraron, a sangre y a muerte, los legionarios de la Cuarta Bandera. Una placa de mármol conmemora la gesta legionaria, gesta forjada en el pie de las murallas por donde se alzara la casa natal del Conquistador de Guatemala y del mejor Capitán de Hernán Cortés. La placa que perpetúa el heroísmo legionario dice a s í: «Honor y gloria a los héroes de la 16.11 Compañía de la Cuarta Bandera del Tercio que con su desposorio con la muerte en este lugar hicieron posible el renacer de Badajoz a la luz de la fe y del amor a la Patria en el memorable 14 de agosto de 1936.» Ya dije que del antiguo páramo que se cubrió de cadá­ veres legionarios ha surgido ahora un espléndido parque alrededor d!el cual se alzan nuevos edificios, comercios, es­ taciones de gasolina, etc. Y que, de las tablas que antes


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salvaban el río Rivilla se ha pasado ahora a un gracioso puente de piedra. Los conquistadores de Badajoz de 1936 no reconocerían tampoco, como Alvarado, esta parte de la ciudad, testigo de sus hazañas. Este parque se construyó por iniciativa del Caudillo con ocasión de su visita a la capital, que sugirió la idea al entonces alcalde, don Antonio Masa Campos, que la ejecutó con el apoyo de la primera autoridad provincial. Anexo al parque se extiende La Pinada, frondoso bosquecillo de pinos, también brotados pocos años ha. Cuando visitaba aquellos lugares—tan irreconocibles hoy en día, como digo, para los legionarios de la Cuarta Bandera—me contaron la historia de uno de los milicia­ nos rojos que defendían la muralla. Hecho prisionero, so­ licitó unirse a los mismos legionarios. Como en realidad se defendió valientemente, resistiendo la fiera acometida de los del Tercio, le permitieron cambiar el mono por la camisa verdosa de La Legión. Y aquel ex miliciano luchó en adelante como un bravo. Fué varias veces herido en la campaña y alcanzó el grado de suboficial por méritos de guerra. Hoy, licenciado de La Legión, vive en Bada­ joz de nuevo, al frente de un modesto puesto de churros. ¡Estupendo caso legionario! ¡Clásica historia de los hombres de La Legión! Y nada importa su vida anterior.

DE LA CALLE DEL TERCIO A LA DE ALBAR RAN , LA CALLE ROSADA DEL VOLFRAMIO.

Puerta Trinidad, por la calle del Tercio arriba—la que utilizaron los legionarios para entrar en la capital— se llega a la Plaza de Cervantes, en cuyo centro se yer­ gue la estatua a Zurbarán. En Badajoz acontece lo mismo que en M adrid: sus 9


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estatuas no corresponden a los lugares que debieran to­ mar sus nombres. Así, esta de Zurbarán, en la plaza de Cervantes; la de Moreno Nieto, en la plaza del Obispo Minayo—funda­ dor del Hospicio que se alza en aquel lugar—y en la de San Juan—el ombligo urbano de Badajoz, su Puerta del Sol—existe el monumento al «Divino Morales». Por la calle que sigue de la plaza de Cervantes hasta la Catedral pacense románico-gótica, del siglo x i i i se pasa por la de Albarrán, que queda a la izquierda. Esta calle la conocen poco los badajocenses. De ella hablaré en el capítulo final. Pero tiene su historia : una historia moderna, periodística, llena de picaresca, emo­ ción e intriga. Es nad& menos que la calle del Volframio, en cuyas aceras han hecho cola muchos extremeños que al situar­ se allí no poseían un céntimo y que, tras su salida de úna casita de dos plantas, situada en el número diez, ini­ ciaron su carrera rapidísima hacia la fortuna. Bastaba para ello llevar bien definido un punto de partida y un perímetro no inferior a veinte hectáreas en una instancia dirigida al Ministro de Industria y Co­ mercio. Esto es: una dtenuncia minera en toda regla. Tras este simple papel, ¡cuántas emociones, cuántas angustias, cuántas sensaciones en la carrera hacia la for­ tuna del volframio...! Y éste es el Badajoz cercano y pegado al Badajoz de los tiempos de Pedro de Alvarado. Del otro Badajoz, del gran Badajoz de hoy, del que se ensancha, crece, se mul­ tiplica, se abre feliz y optimista a la gran perspectiva de su futuro no muy lejano, al calor del Gran Plan de Trans­ formación de su provincia; del Badajoz activo, lleno de vida, animado, que ve, que toca casi con sus dedos días de inmensa prosperidad; del Badajoz nuevo que ha roto sus murallas para alzarse modemísimamente en los lia-

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nos de Santa Marina, Pardaleras y Picuriña, con sus cua­ renta y cinco mil habitantes fuera de sus m uros; de ese Badajoz nuevo, transformado d!e nuestra guerra a estos días escribiré en otra ocasión. Ahora déjenme coger el tren, camino de Mérida, para desde allí dirigirme a Medellín, Villanueva de la Serena, Castuera, Trujillo. ¡Casi nada! Los pueblos natales de Hernán Cortés, Podro de Valdivia y Francisco Pizarro.


CAPITULO

XI

MERIDA, FUTURA VALENCIA DEL LEVANTE

EXTREMEÑO



Para mis viajes a Medellín, Don Benito, Villanueva de la Serena, Castuera, Montijo, Guadiana del Caudillo y Trujillo, establecí mi especie de «Cuartel General» en el Parador de Turismo de Mérida. El último y más reciente elogio de los Paradores de Turismo lo ha hecho un viajero norteamericano, míster Ludwig Belmelmans, que ha publicado en Holiday una larga serie de piropos a nuestra patria, entre ellos uno bien expresivo a estos Paradores de Turismo. Más que Paradores son verdaderos refugios en el pai­ saje y la geografía española. Yo apenas conozco cuatro: el de Xauen, sobre una panorámica incomparable, el de Santillana del Mar, el de Oropesa y este de Mérida. Y siempre que he permanecido en ellos he sentido no ser millonario y quedarme no digo a parar, sino a vivir una larga temporada. El de Mérida está instalado en un antiguo convento de Franciscanos, procedente de la desamortización, en la recoleta y sombreada placita de Santiago, a un cen­ tenar de metros de donde se levanta el famoso Arco de Trajano. Todo en él recuerda, aún bastante bien, su antiguo aire conventual: su claustro, compuesto con viejas co­


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lumnas románicas recogidas primitivamente de algunas ruinas—de tantísimas como abundan en Mérida—y que ostentan curiosas inscripciones arábigas talladas en su media a ltu ra ; sus corredores, largos y anchos; sus anti­ guas celdas, amplias, que dan a un pequeño patio lleno de flores, cuyo perfume penetrante favorece el sueño del viajero, junto con el alegre canto de una fuentecilla y su frondoso y amplio jardín, tienen, como digo, un persistente aire conventual. Nada digamos del lujo de sus instalaciones, ni de la amabilidad de sus empleados, auténtica isla u oasis en la altivez incomprensible que adoptan hoy en día para los huéspedes españoles los hoteleros de cualquier ciu­ dad de nuestra patria. Eso y su servilismo aceptando el dólar como moneda sagrada que todo lo puede, hieren el espíritu del huésped español, que ya sufre bastante con aceptar el trato inferior que le rinden los directores, em­ pleados o simples camareros. ¡Y pensar que aún así míster Belmelmans dijo que nuestros camareros no están ávidos de propinas como los franceses! ¡Cómo serán los de aquel país, cielo santo!

MERIDA, LA VALENCIA DEL MAÑANA Y SU ZONA «TABU» DE HOY.

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E ntre la Dirección General de Turismo y el Ayun­ tamiento de Mérida hay entablado un pequeño pugilato a cuenta de la concesión del antiguo convento francis­ cano. Y es que, cuando en tiempos de] General Primo de Rivera se establecieron los primeros Paradores de Tu­ rismo, se solicitó del Ayuntamiento de Mérida la conce­ sión por treinta años del antiguo convento, que enton­ ces era cárcel municipal, para su conversión en Para­


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dor. Ahora la concesión está próxima a revertir al Ayun­ tamiento, que no se halla muy conforme, en principio, con las condiciones en que se pretende prorrogar la concesión. Pero esto es un pequeño pleito de tira y aflo­ ja que no tiene nada que ver con mi información. Mé­ rida, naturalmente, no perderá su Parador, uno de los más amables, acogedores, lujosos y encantadores de España. No voy a descubrirles a ustedes el Mérida romano, porque sería, además de pedante, trabajo arduo y largo. Pero sí, en términos periodísticos, les diré que los ves­ tigios romanos son un dogal que asfixia al Mérida de! futuro. Los asfixia, pero no los ahoga, porque hay una exce­ lente solución. El Mérida del futuro, que está llamado a ser la Valencia de Extremadura, se alzará al otro lado del río. (No es nada difícil aventurar que en veinte o treinta años Mérida tendrá más de medio millón de habi­ tantes, sobre los veintiocho mil que hoy posee, en vir­ tud y gracia de los regadíos del Guadiana.) Su expansión natural la detienen las ruinas roma­ nas. A poco que se escarbe la tierra por Poniente, apa­ recen vestigios romanos. De ahí que la Dirección Gene­ ral de Bellas Artes haya declarado «tabú» aquella zona para la construcción, pues en cuanto se preparan los cimientos de una nueva casa se encuentran los restos ■de una romana que tiene para la Historia mucho más valor que las tres o cuatro plantas de cemento armado que sobre ellas pudieran levantarse. En realidad, Mérida está encerrada en un triángulo de lados «tabús». Por un lado, el romano, por otro su ferrocarril—verdadero nudo de comunicaciones extreme­ ñas—y por el tercero el río. Y como la ciudad forzosa­ mente tiene que ensancharse, para dar paso a la «Valen­ cia extremeña» del futuro, la solución está en saltar al


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otro lado del Guadiana y construir sobre aquella orilla la nueva ciudad. Y así se está haciendo. ¡Ríanse ustedes del Mérida actual! El futuro, asenta­ do en la orilla izquierda del Guadiana, será fabuloso. Un ejército de topógrafos, planimetristas, ingenieros, arqui­ tectos, delineantes, trabaja ya sobre el Mérida del maña­ na, pero de un mañana urgente, rápido, necesario. Se están ultimando los planos y trabajos de topogra­ fía y planimetría que serán remitidos a la Jefatura Na­ cional de Urbanismo de la Dirección General de Arqui­ tectura, con los que, a su vez, trazará los planos de la nueva y futura ciudad, verdadero modelo de belleza y gracia urbanística y arquitectónica.

MERIDA, SUBDIVISION DE CHICAGO.

En cuanto al Mérida actual, si ustedes quieren darse una idea de lo que puede ser Chicago no tienen sino que darse una vuelta por su matadero, modelo en su género en España. Multipliquen por ciento, o si quieren por mil, y tendrán lo que pueda ser el matadero de Chicago. En Cabeza de Buey se crían los mejores merinos de España; eso lo reconocen todos los ganaderos del país. En Villanueva de la Serena se realizan las transacciones laneras. Allí afluyen los avispados compradores de lana en cuyas operaciones puede estar la ulterior resolución del pobre empleadito español, decidiéndose a hacerse un traje o no a la vista del coste de un modesto terno, coste que depende de lo que estos compradores paguen por el kilo de la lana merina. Pero en Mérida es donde se re­ mata la larga y complicada vida de la ganadería merina extremeña. Y no sólo la de la ganadería merina, sino la porcina


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y la vacuna. Millares y millares de cabezas se sacrifican diariamente en el matadero emeritense. Y ya digo : mul­ tipliquen por ciento y tendrán lo que pueda ser el m ata­ dero de Chicago, tan cacareado en el mundo.

DON BENITO, UNA SO R PR E SA EN LA BAJA EXTREMADURA.

Antes de ir a Medellín quise v is ita r, la ciudad de Don Benito. Por dos motivos: porque deseaba conocer la casi ciudad natal de Donoso Cortés y porque en ella residía el doctor don Celestino Vega, «hernan-cortesista» acérrimo, conocedor al dedillo de Medellín, que ha­ bría de acompañarme a la villa del fabuloso Conquista­ dor de Méjico. Hice el viaje en un «carreta» mañanero, un domingo, lleno el cielo de gruesos nubarrones oscuros. ¡Prim a­ vera de aguas para el campo extremeño! El tren va bordeando unas veces y cruzando otras el ancho Guadiana, cuyas aguas ya no serán improduc­ tivas para estas tierras de España. Al llegar a las pro­ ximidades de La Zarza de Alange atraviesa el río sobre un inmenso puente de hierro. No hay un palmo de tie­ rra sin cultivar y las lomas son un oleaje verde del tri­ go agitado por el viento. Las viñas—las de las afamadas uvas de Gaureña— empiezan a extenderse en el paisaje extremeño, desde Villagonzalo hasta más allá de Don Benito, con peque­ ñas intermitencias. ¡Tierra fértil que reduplicará sus pro­ ductos cuando las acequias del Guadiana lleven el agua a capricho y voluntad por entre sus surcos fructíferos! La llegada a Don Benito es una sorpresa para el via­


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jero que sólo tuviera de esta ciudad las versiones lite­ rarias del historiador Carlos Pereyra y la del autor de Genio de España, Ernesto Giménez Caballero.

LA HARLEY S T R E E T DE DON BENITO.

La primera sorpresa es la de la Avenida del Genera­ lísimo Franco, que se extiende desde casi la misma es­ tación hasta el centro de la población, en el arranque de la calle de Groizard. Esta Avenida del Generalísimo es una muestra de la transformación que, desde la guerra de Liberación, han sufrido todos los pueblos extremeños. En lo que anta­ ño era un páramo, lleno de polvo o de lodo, ha surgido ahora una espléndida calzada, sombreada a sus costa­ dos por anchas cenefas de arbolado, hierba y flores que alegran las aceras, perfectamente enlosetadas donde se levantan bonitas y típicas edificaciones de dos pisos. Las casas de esta avenida están casi en su totalidad habitadas por médicos y cirujanos de Don Benito. De modo que la avenida viene a ser lo que la Harley Street de Londres, cuyos moradores son, casi en su mayoría, médicos y cirujanos también. ¡Qué diferencia del Don Benito descrito por Gimé­ nez Caballero en El Vidente a este que yo visité! Cierto que el autor de Genio de España lo recorrió horas después de su liberación, pero aún así, aquellos guijarros que se le clavaban mordientes en las plantas de los pies, aquellas calles enlodadas,* aquellos letreros en la iglesia de Santiago «Se prohíbe hacer aguas ma­ yores y menores bajo la multa de 4 reales» han desapa­ recido para siempre. Las calles de Don Benito nada tienen que envidiar a las de cualquier buena ciudad privinciana. Nada di­


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gamos de la «Harley Street» dombenitense, ni de la Groizard—con la que se quiso honrar la memoria de aquel diputado liberal de principios del sigo xx, amigo de Do­ noso Cortés y a quien los dombeniteños deben obras pú­ blicas importantes—sino de cualquiera de las que for­ man su casco urbano. No digo que alguna peque de des­ cuido, pero esto sucede también en el propio Madrid. ¿Cómo van a existir letreros prohibitivos como los que vieron Giménez Caballero y Antonio Tovar, si la cultu­ ra de la ciudad es totalmente distinta a la que imperaba durante los años de la República, que fué la que plan­ tó aquel letrero de los cuatro reales como multa por hacer aquello y lo otro en pleno casco urbano?

NADA HA CAMBIADO EN «LA CASA DEL S A B IO » .

En cambio, nada o casi nada ha cambiado en la «Casa del Sabio» de cuando la visitaron Tovar y Giménez Ca­ ballero. El descendiente directo de don Juan Donoso Cortés estaba en misa de doce en la Parroquia de Santiago cuan­ do fui a preguntar por él en su casa. Una parroquia que antaño poseía un retablo barroco bastante valioso y que los rojos lo destruyeron sólo por el placer de acabar con las cosas de las iglesias. En la actualidad se pretende re­ construirlo por suscripción popular, suscripción que se abrió el mismo domingo que yo oí misa en aquella pa­ rroquia, donde aún se conserva la costumbre de situar­ se los hombres del lado de la epístola y las mujeres del evangelio, separación que term ina en cuanto se sale a la calle, donde los dombeniteños viven a la moderna. Como digo, el descendiente directo de Donoso Cortés estaba en misa de doce. Le anuncié mi visita para la


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tarde, porque deseaba acercarme a Medellín en un taxi, viaje que me salió frustrado por razones que no vienen al caso. Don Manuel Donoso Cortés García de Paredes vive solo en la casona casi natal de su antepasado «el sabio». Casi natal, porque como es sabido, «el Vidente» nació en la finca que, en Valdegamas, del Valle de la Serena, po­ seían sus padres. De no haber sido por la batalla de Medellín cuando la guerra de la Independencia, que hizo huir a los Donoso Cortés de Don Benito, el profeta hu­ biera nacido en este lugar. La descripción que Giménez Caballero hizo en El Vidente de la casa solar de los Donoso Cortés coincide exactamente con la que vi. No han sido reparados los da­ ños de la bomba de cincuenta kilos—cuando eran muchos kilos para la aviación de 1938—que cayó sobre la casa; los muebles, los cuadros, los cortinajes románticos, todo estaba igual. Hasta la misma criada «morenita, extremeñita, marisabidilla» que guió a los dos literatos conti­ nuaba allí, aunque menos pizpireta por los años transcu­ rridos. Don Manuel Donoso Cortés me enseñó la famosa ar­ queta de caoba en cuya tapa tiene incrustada en oro y acero la corona del Marquesado de Valdegama y que con­ teniendo los papeles del «Sabio» se llevaron los rojos. Ar­ queta que pudo ser recuperada, junto con algunos recuer­ dos del vidente: sus bandas de uniforme, algunas car­ tas curiosísimas; apenas nada, ésa es la verdad. Si Schramm, el biógrafo alemán dte Donoso Cortés, retrasa su viaje unos años no hubiera podido escribir su libro sobre el gran tribuno español, porque los documentos que consultó, guardados en esta arqueta, fueron quema­ dos por los rojos en la plaza pública de Don Benito. Poco a poco don Manuel Donoso Cortés ha podido ir récuperando los libros de su antepasado. Así, en el des-


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pachito instalado en el piso de arriba—único piso que no tiene los techos abovedados porque el abuelo de don Ma­ nuel <los mandó suprim ir considerándolos sepulcrales— pueden verse en estanterías de caoba y cedro los pocos li­ bros rescatados: la Biblioteca de Autores españoles, las Oeuvres, de Bossuet; los Auteurs Latins, edición pa­ risiense de 1840; el Voyage en Orient, de Lamartine, también edición parisiense de 1835, un Don Quijote de la Imprenta Real de Madrid, de 1819, con grabados en madera; once tomos de las obras de Quervedo, impresos por don Antonio de Sancha, en 1749; etc., etc. Esta planta no pudo habitarla «El Vidente» porque fué construida en 1873 durante la Primera República. Pero en ella se guardan estos viejos recuerdos del «Sabio», así como de sus hermanos. Así está el baúl, de horrible for­ ma de ataúd y facha típicamente romántica, de made­ ra de cédro. claveteada, que utilizó Francisco Donoso Cortés, hermano menor del «Sabio», y que fué Ministro de la Corona y Presidente del Tribuanl de Cuentas del Reino. VEINTICINCO M E S RECIBIA

PE SE T A S

PARA

DONOSO CO RTES

TODO

EL

EN MA­

DRID.

Toda la casa de los Donoso Cortés respira romanti­ cismo en sus muebles, cuadros, puertas y artesonado. Las- únicas notas de modernismo las dan una radio y una máquina de escribir instaladas en un despachito que da a un patinillo de losetas y que hace las veces de cuarto de estar. Allí fué donde me enseñaron una carta curiosí­ sima de un don Antonio Beltrán, amigo del padre de Juan Donoso Cortés, en la que le da cuenta de que éste apunta ya como una futura lumbrera. Beltrán era una es­


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pecie de tutor para Donoso Cortés cuando éste estudiaba Derecho en Madrid, en 1828. Este Beltrán fué un verdadero vidente del vidente. Hablando de los raptos de soberbia de «Juanito» decía que «a la vuelta de estos lunares le halló lleno de virtudes y conocimientos que dan esperanza de que será un hom­ bre que dará honor a nuestra nación y a su casa». Veinticinco pesetas bastaban para los gastos del fu­ turo Embajador de España en Prusia y gran Tribuno de nuestras Cortes. «Le he entregado los 100 reales corres­ pondientes al mes de septiembre, aunque no de una vez, para que le duren más y aunque se lo he dicho así está resignado y sin decir más: «Lo que usted guste, señor maestro.» Es dócil y tiene buen corazón.» Cuando salí de la casa del sabio, en donde habían trans­ currido unas horas que bien pudieran haber sido—por -su ambiente, amabilidad de su morador y su climax-— las de un año cualquiera del romanticismo, me encontré a Don Benito como en fiesta, lleno de júbilo y de alegría, tan en contraste con la adusta seriedad de los extre­ meños. Era que el equipo local de fútbol había ganado al de Almendralejo, en campo de éste, por el resultado de 4-1. Y que el Barcelona, íntimo amigo de los dombenitenses, había eliminado al Madrid en el campeonato de España, Copa del Generalísimo. Las demás noticias del resto del mundo les tenían sin cuidado a los paisanos de don Juan Donoso Cortés; en fin de cuentas, como a los habitantes de cualquier capital, ciudad o pueblo de España en un domingo cual­ quiera.


CAPITULO

XII

MEDELLIN, ENCLAVE ESTRATEGICO EN LAS GUERRAS DE INDEPENDENCIA ESPA ÑO LA S

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Los nubarrones, que no me abandonaron casi en to­ do má viaje por Extrem adura, tenían ya feo cariz la tarde que escogimos el doctor don Celestino Vega y yo para ir a Medellín. Con el doctor Vega y conmigo vino el escritor Enrique Alfonso, autor del libro Y llegó la vida y feliz guionista de cine, prim er premio de guiones cinematográficos 1952, autor también del guión Fuerte Báler, que tanto ruido armó en su tiempo cuando tuvo que ser refundido con el de otros autores y que formó el de Los últimos de Filipinas. Recorro, una vez más, la calle de Groizard y luego la espléndida Avenida del Generalísimo, la Harley Street londinense de Don Benito, para salir al campo dombenitense. Camino de Medellín, a derecha e izquierda de la ca­ rretera, se extienden los famosos arrozales de Don Be­ nito, arrozales de los que les hablaré a ustedes en un último capítulo de este libro. Arroz cultivado en la tie­ rra extremeña, quizá la más fértil de toda España, en esta parte; y este arroz es el que hemos comido los es­ pañoles durante los años de racionamiento, juzgándolo de Valencia, saboreándolo bajo la creencia de que pro­ cedía de los mejores arrozales levantinos, cuando en


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realidad estaba sembrado, recogido y cosechado a muy pocos kilómetros de la patria chica de Hernán Cortés. De fondo a estos arrozales—cuyo producto ha llega­ do incluso hasta saciar el hambre postbélica de los japo­ neses—sirve, a poco de salir de Don Benito, la silueta de la loma medillense sobre la que se alza el castillo del Duque de Lerma y que tanto contemplaron los ojos del Conquistador de Méjico. Tras los arrozales se pasa a las viñas de Medellín —que dista apenas una media docena de kilómetros de Don Benito—, las famosas viñas, una de las cuales for­ maba parte de la escasa hacienda que tenía que adminis­ trar, con sabiduría y buen tino, doña Catalina Pizarro Altamirano, madre del más grande «Teul» que asom­ brara con sus conquistas y su poderío a los aterroriza­ dos súbditos de Moteczuma, el «Quetzalcoatl» de las pro­ fecías aztecas. ¡Y estós campos sí que producen emoción, porque no sólo por ellos discurrió la infancia del portentoso H er­ nán Cortés, sino que en ellos corrió a torrentes la gene­ rosa sangre española durante la Guerra de Independen­ cia, primero, y años más tarde en esa otra guerra de in­ dependencia que duró desde el 18 de julio de 1936 al 1 de abril de 1939...!

M EDELLIN, PLAZA ESTRATEG ICA EN TO­ DAS LAS GUERRAS.

Porque Medellín viene a ser la mayor plaza estraté­ gica enclavada en la Extrem adura baja y, principalmen­ te, claro está, en la región de la Serena. Su castillo era la llave de la defensa de la Serena en los tiempos de la romana Medellín, cuando fué fundada por los romanos denominándola Cecilia Metelina en ho-


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ñor del Emperador Quinto Cecilio Mételo. Del Metelina pasó al Medellín que cobrara fama bajo el nombre de Hernán Cortés al paso de éste por la Historia. Ya sabían los franceses su valor estratégico cuando ocuparon el castillo en 1808. Desde allí preparaban su salto sobre la región de la Serena, a la que arrasaron sin misericordia después. ¡Cruenta batalla aquella de la vega de Medellín-Don Benito! La voy recordando mientras vamos camino de Mede­ llín en el coche del doctor Vega, enamorado ferviente de la figura de Cortés, como ya dije en el capítulo ante­ rior, guía inestimable para andar por la villa del Con­ quistador. Era una tarde como ésta, así de carácter tormentoso, cuando las fuerzas españolas al mando de Eguía a la derecha, Trías en el centro y Cuesta a la izquierda, se disponían a atacar a los franceses que mandaba el ma­ riscal Víctor. ¡Por qué poco tuvieron los españoles el triunfo en su mano! La primera arremetida de los voluntarios de Eguía abrió profunda brecha en las líneas de los fran­ ceses, pero la vacilación de éste, que no supo aprovechar aquella filtración, sirvió para que Víctor, arrollando a los españoles con su furiosa caballería de dragones, destro­ zara por completo las alas españolas. La degollina fué feroz; los dragones se cebaban en su carga contra los españoles; nadie escapó a sus cuchi­ lladas; ni heridos, ni los propios muertos, que eran pi­ soteados con bestial sadismo en la arremetida furiosa de los dragones. Diez mil españoles, entre muertos y heridos, queda­ ron tumbados en estos campos que contemplaban mis ojos desde la ventanilla del auto. Pero tampoco fué fácil


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la victoria francesa, que dejó mezclados con los nuestras más de cuatro mil muertos. Sólo una gran tormenta—como la que se presagia mientras nosotros seguimos nuestro camino, lentamente, para adm irar el paisaje con calma—libró a los españo­ les de un desastre mayor. De no haber sido por aquellos providenciales rayos, todo el ejército español de Extre­ madura hubiera caído en poder de los franceses. PO R T R ESC IEN TA S PE SE T A S SE VENDIO COMO PIEDRA EL MOLINO «MATARRATA» QUE

HABIA

PERTEN ECID O

A

HERNAN

CO RTES.

Llueve, aunque menudamente, a lo norteño, cuando vamos aproximándonos a las orillas del río Ortiga, en donde estuvo levantado hasta hace pocos años el viejo molino «Matarrata», que había pertenecido a Hernán Cortés. Déjenme que les cuente con un poco al detalle la historia de este molino, porque es ejemplar. Ejemplar, en cuanto se refiere al desprecio con que son tratadas en España algunas viejas glorias monumentales que debie­ ran ser respetadas. (Más adelante, cuando les narre mi visita a Villanueva de la Serena, les contaré algo pareci­ do a lo que voy a contar ahora.) Parte de la menguada hacienda que doña Catalina Pizarro Altamlirano, esposa de don Martín Cortés de Monroy—mejor dicho, Martín Cortés de Monroy, a se­ cas, sin el don, como recalca Madariaga fijándose en Go­ mara—, parte de la menguada hacienda, digo, que tenía que administrar la madre de Hernán Cortés, era un mo­ lino situado en la orilla del río Ortiga, tributario del Guadiana. A su regreso de Méjico, siendo ya Marqués del Valle


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de Oaxaca, Hernán Cortés hizo donación de un molino que le había correspondido en herencia a Juan Altamirano, su deudo. Este molino, bien especificado, delimi­ tado y descrito en la donación, era el de «Matarrata». (Esta donación aparece citada en la Historia y San­ tos de Medellín, escrita por Solano de Figueroa y publi­ cada en 1650, uno de cuyos rarísimos ejemplares posee en Don Benito el doctor Vega.) El molino de «Matarrata» fué pasando sucesivamen­ te de mano en mano hasta llegar a ser propiedad de al­ guien, hace pocos años. ¿Sabía este alguien—cuyo nombre no viene al caso— que el molino había pertenecido a H ernán Cortés? Quizá lo supo y no le importó. El caso es que, nece­ sitando dinero, lo vendió en ¡ ¡trescientas pesetas!!, co­ mo piedra, a cierto contratista de obras de la carretera de Medellín. Al contratista, ¿qué podría importarle a quién hu­ biera pertenecido el molino? Quizá oyó decir que había sido propiedad del Conquistador de Méjico, pero vayan ustedes a saber si él sabía a su vez quién era Hernán Cortés. Y así, las piedras del viejo molino que venía molien­ do trigo desde los tiempos anteriores a los de la exce­ lente administradora doña Catalina Pizarro Altamirano, y que Hernán Cortés cedió a su deudo Juan Altamirano. quizá en pago de una vieja deuda, quizá como mero re­ galo, pasaron a formar parte del firme de la carretera por la cual ruedan los autos hoy en día. Coincidió, poco más o menos, la venta de este molino cortesiano con las fiestas organizadas en homenaje a la memoria de H ernán Cortés en el IV Centenario de su muerte, en diciembre de 1947. Cierto avispado reportero que cotí oció la historia del molino la aventó a la publici­ dad en una revista semanal madrileña, con gran disgus­


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to de la Comisión organizadora del homenaje, que veía así, sobre sus brillantes actos conmemorativos, una fea nube de desagradable presencia. Porque en el ánimo de los cortesistas debió de nacer este pensamiento: «¡Me­ nos festejos y más cuidado con las reliquias cortesianas!» Mas ya digo, en esto del cuidado y protección a las reliquias de los Conquistadores, andamos bastante flo­ jos en España; esperen a que les cuente lo que ha pa­ sado con una casa que perteneció a Pedro de Valdivia, sobrino del conquistador de Chile, también héroe con él de la trágica jornada de Tucapel, donde perecieron ambos. UNA FRA SE DE VALDIVIA CONTRA OTRA DEL CREDO DE LA LEGION.

Me empeñé en ver la pocas piedras que quedaban del histórico y cortesiano molino de «Matarrata». Llovía sua­ vemente cuando el coche del doctor Vega se detuvo ante la ubérrima huerta que se extiende a orillas del Ortiga, donde estuvo asentado el famoso molino. —Nos vamos a mojar—pronosticó el doctor Vega, —No importa. A poca cosa le llaman ustedes lluvia —fanfarroneé yo, alardeando de norteño. Nos apeamos y echamos a andar, hacia la orilla del río. No habíamos caminado una veintena de metros, acercándonos a unas higueras que crecen cercanas del molino, cuando empezó a diluviar. Al mismo tiempo relampagueron varias chispas que cayeron no muy lejos de donde nosotros nos hallábamos, tronando ruidosa­ mente. La tormenta tan presagiada descargaba, al fin, en el preciso momento en que el doctor Vega, por devo­ ción absoluta a los recuerdos de Cortés, y yo, por curio­ sidad periodística y no menos amor al Conquistador de Méjico, estábamos en pleno campo, entre los viñedos que


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cultiváronse también en tiempos cortesianos, en el mis­ mo lugar donde cayeron muertos a sablazos los soldados de Eguía. Y el caso era que allí, en esas mismas higueras, ha­ bían caído ya en otras ocasiones varios rayos. Uno de ellos mató a una medellidense el año anterior; otro des­ trozó a una yegua. Por ahí debíamos cruzar, desafiando a los elementos. Así no tuvo nada de particular que el doctor Vega, conocedor de la historia de los rayos, como los mismos que acabaron con los sablazos y mandobles de los Dra­ gones del Mariscal Víctor en una tarde como ésta, tuviese un momento de vacilación. Iba delante de mí y le vi de­ tenerse, dispuesto a regresar al auto. En cierto modo nos jugábamos la piel, si Santa Bárbara no decidía prote­ gemos de las chispas eléctricas celestiales. Ante la va­ cilación del doctor Vega, ya, que tenía la culpa de aquélla mojadura que estábamos cogiendo, espeté, casi más para mí que para él, la frase con que nos alentábamos en La Legión: —No se muere más que una sola vez y morir no es tan horrible como parece, doctor. Y él, más com,penetrado con las frases de los Conquis­ tadores, me devolvió: —Dígalo con frase de Valdivia: «La muerte menos temida da más vida.» Llovía a mares cuanoo llegamos al río Ortiga. El doc­ tor Vega me señaló unas piedras semi sumergidas en el agua, por entre las que crecían unas cañas. —Ahí lo tiene usted. Eso es cuanto queda del moli­ no «matarrata», que perteneció a H ernán Cortés. Contemplarlo unos segundos nos valió una verdadera mojadura. E ntre más rayos y truenos regresamos al au­ to, donde Enrique Alfonso nos aguardaba, filósofo y son­ riente, aunque otra se le paseaba por dentro, también


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pensando en los rayos que caían cercanos al automóvil. Sí. Sólo unas piedras que ya casi no dicen nada. Eso es cuanto queda de la hacienda que perteneció a doña Catalina Pizarro Altamirano y que pasó a Her­ nán Cortés, cediéndosela éste a su vez a su deudo Juan Altamirano. La última reliquia fehaciente del Medellín de Hernán Cortés no es ya nada más que unas piedras semi su­ mergidas en las aguas del Ortiga, piedras que se las llevará algún día una riada. Piedras que formaron con las otras, hoy firme desmenuzado de una carretera pro­ vincial, parte de la menguada hacienda cortesiana, de la que salían las pobres y escasas rentas con las que, sin embargo, los padres de Hernán Cortés le costearon una nodriza primero y unos estudios en Salamanca después, donde al fantásico «Teul» le entró el hormiguillo de irse a las Indias en las naves de Ovando. Sólo unas piedras, irreconocibles e invisibles desde el camino de Medellín, en lo que antaño era el molino de M atarrata y que hoy pudiera ser hito histórico en la Ruta de los Conquistadores... Calados hasta los huesos, reemprendimos el camino hacia Medellín, bajo la feroz torm enta que iba aumen­ tando por momentos a medida que nos acercábamos a la villa natal de Hernán Cortés.


CAPITULO

XIII

EL PUEBLO NATAL DE HERNAN CORTES N O HA SIDO A BA N D O N A D O A SU SUERTE



Con un verdadero diluvio nos recibió la villa natal de Hernán Cortés. Así, dentro del auto del doctor Vega, tuve que con­ templar la estatua del Conquistador de Méjico, erguida en el centro de la placita que ahora reconstruye Regio­ nes Devastadas con un gusto exquisito, muy a tono con la recia personalidad de Medellín. Primero fueron los franceses quienes en la batalla fa­ mosa de marzo de 1809 arrasaron Medellín. De los cua­ trocientos cincuenta y ocho edificios que entonces tenía la villa cortesiana la dejaron con sólo ciento setenta ha­ bitables. La ruina en el campo fué aún mayor y la ri­ queza ganadera con que se beneficiaba el vecindario medellinense quedó casi reducida a la nada. Tanta fué la miseria que se cebó sobre Medellín que incluso se cerró su Escuela de Gramática. No había carne, trigo, ceba­ da, ni avena, ni vino. El Hospital de Caridad, el Asilo de Huérfanas, la Carnicería, el Cabildo eclesiástico y las Casas Consistoriales habían sido arrasados por las bruta­ les fuerzas armadas del Mariscal Víctor. Tan grande fué la miseria que incluso se suprimió la vara de Alcalde Mayor de Medellín con la que se honraba la Villa. Durante años y años enteros estuvo Medellín sin po­


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der restaurarse, por no haber animales de trabajo, ni aún vecinos en el contorno: Reina, Villar y Mengabril —unas de las más florecientes ciudades de Extrem adu­ ra antes de ser arrasadas por el Mariscal Víctor—eran casi un puro desierto: entre ellas y Medellín no llega­ ban a ochenta vecinos. El cantar fué otro en 1936. Medellín quedó en la linde misma de las dos zonas que separaban a España: la nacional y la sovietizada, la martirizada. El río Guadiana por medio dividía las posiciones. Y Medellín, antes de la batalla de Don Benito, fué también clave para poder entrar en esta ciudad. Se salvó el castillo de la destrucción, porque era poco menos que innecesario derribarlo a cañonazos. Pero la Plaza Mayor y una buena parte de los edificios de Medellín quedaron reducidos a escombros por los cañonazos de la pelea. Mas en 1939 no ocurrió lo que ciento treinta años atrás: Medellín no quedó abandonado a su sino. Regre­ saron a sus casas los vecinos que habían sido evacuados. E, inmediatamente, comenzó la reconstrucción de la vi­ lla, que ya está prácticamente terminada. Se recuperó el cipo que marcaba el lugar donde ha­ bía existido la casa natal de Hernán Cortés y volvió a colocarse en la Plaza Mayor—hoy reconstruida en su to­ talidad, como he dicho antes, con un exquisito gusto, apropiado al estilo y la personalidad medellinense—seña­ lando así el sitio donde se alzó el solar del Conquistador de Méjico.


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POR CUATRO M IL PE S E T A S AL DUQUE DE LERM A, EL CA STILLO DE M EDELLIN PASO A

SER

CEM ENTERIO

DE

LA

VILLA

DE

CO R T E S.

La estatua de Hernán Cortés, si sufrió daños durante la Guerra de Liberación, fué rápidamente restaurada, por­ que hoy en día no tiene señal alguna de haber sido víc­ tima de las granadas, morterazos o bombas de aviación. La eligie broncínea de Hernán Cortés resistió incólume los efectos de la guerra moderna, como en carne y hueso el Conquistador aguantó los embites de Tlaxcala, la No­ che Triste, Otumba y los difíciles encuentros de las Hibueras y de la misma conquista de Argel. La lluvia míe impidió—lo confieso sinceramente— que me aproximase a la estatua y la examinase más de cerca. Tuve que contentarm e con admirarla desde el in­ terior del auto del doctor Vega, aunque les aseguro que este monumento y el de Pizarro en Trujillo son los que llegan más al alma del peregrino por la Ruta de los Conquistadores, quizá por la misma fuerza portentosa que emana de las figuras de estos dos hombres fabu­ losos. De veras: ¡emociona verse frente a las estatuas de Cortés y Pizarro en sus pueblos respectivos! Fondo incomparable a la perspectiva de la estatua de Hernán Cortés es el castillo que se yergue en lo alto de la loma que domina a Medellín y la Extrem adura baja en una inmensa extensión. El castillo feudal de Medellín está cargado de histo­ ria y de recuerdos humanos. Ya dije que lo construyeron los romanos, bajo la ad­ vocación dp Quinto Cecilio Metelo. Por el Castillo des­


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filaron después reyes y personajes muy entroncados con las vicisitudes de la historia de España: por sus rastri­ llos pasaron don Fernando el Santo, don Pedro el Cruel, don Juan Alfonso de Alburquerque, don Sancho de Castilla. El castillo sufrió muchas destrucciones, pero por su importancia y valor estratégico era reedificado siempre. Los muros que se alzan en la actualidad datan del si­ glo xv, de modo que son los mismos que dieran sombra a H ernán Cortés en sus excursiones a sus almenas. Por allí desfilaron doña Beatriz Pacheco, hija del Marqués de Villena y esposa de don Rodrigo Portocarrero, primer Conde de Medellín. Cuentan que doña Bea­ triz encerró durante cinco anos en el torreón del norte a su hijo. En el mismo castillo, aquella aguerrida dama so­ portó un sitio de cinco meses. El famoso rey don Sebastián—tan novelescamente co­ nocido—y Felipe III fueron huéspedes del castillo. En cuanto a los huéspedes actuales de este mismo castillo... Porque no menos curiosa es la historia contemporánea del castillo feudal de los Portocarreros. Si el patio de armas del Castillo de Barcarrota sirve en la actualidad a los paisanos de Hernando de Soto como plaza de toros y cine veraniego, el de Medellín alberga los restos mortales de los conterráneos de Hernán Cortés. Y así. el cementerio medellinense tiene su sede en el interior del castillo por el que tanto correteara Cortés en su infancia, quizá soñándose ya vencedor de guerras y batallas. En este patio reposan los hijos del Medellín contemporáneo, no lejos de donde el Mariscal Víctor es­ tableciera su habitación y cuartel general cuando la fran­ cesada y de la estancia donde pernoctara—lleno de mie­ do y de sobrecogimiento—el fugitivo don Sebastián, o


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del torreón donde doña Beatriz encerrara durante cinco años a su hijo. ¿Cómo se le ocurrió al Ayuntamiento de Medellín utilizar el patio de armas de su castillo como cementerio? Cosas de los alcaldes liberales. Hasta 1919 el castillo había pertenecido al Duque de Lerma, quien no sabiendo qué hacer con aquellas glo­ riosas e históricas ruinas prefirió venderlo a buen pre­ cio—el buen precio del dinero de la posguerra europea— tras un pequeño regateo con el Concejo. Y llegados a un buen acuerdo Ayuntamiento y Duque, el primero entregó al segundo cuatro hermosos billetes de a mil pesetas a cambio del castillo, que pasaba a ser, a partir de entonces, propiedad del común y morada final de todos los medellinenses. De modo que si el Duque de Lerma buen castillo ven­ dió, mejor sepultura dió.

VACIO Y SILEN CIO ANTE LA PILA BAUTIS­ MAL

DE

HERNAN

CO RTES.

Dejo de llover casi en el mismo momento en que, con el coche, llegamos ante el atrio de la iglesia de San Mar­ tín. La tormenta había remitido y, en pocos minutos, lo que era negra y plomiza perspectiva fué abriéndose a la luz y al calor de unos vespertinos rayos solares. Con el párroco de Medellín penetramos en la prim iti­ va parroquia de San Martín el doctor Vega, Enrique Al­ fonso, cargado con su leica de fabricación japonesa y mon­ tada en Norteamérica, donde la compró al regresar de su viaje a Venezuela, donde fué a escribir un guión cinema­ tográfico sobre Bolívar, y yo. La antigua parroquia de San Martín, de estilo romá­ nico, no tiene culto en la actualidad. Sus paredes están 11


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M ié r

desnudas; su retablo, barroco, obra nada menos que de Churriguera, fué destrozado por los rojos. Apenas que­ dan en pie algunas imágenes en sus altares. En el baptisterio—silencioso, vacío—ha vuelto a su si­ tio la pila bautismal sobre la que cayeron las aguas que redimieron a Hernán Cortés del pecado original. Por lo que cuentan, la pila anduvo rodando por ahí, en un rin­ cón de trebejos, como la vió Carlos Pereyra, biógrafo de Cortés, hasta que alguien, preocupado de devolver las co­ sas a su sitio, tornó a colocarla donde nunca debió ser movida. . El bautisterio es pequeño, de apenas dos metros de ancho por otros tantos de largo. Por una ventanita de tra­ za ojival penetra la luz, la luz que iluminó la escena del bautismo del Conquistador de Méjico. En el muro frontal una lápida, en forma de escudo, conmemora el acontecimiento con esta inscripción: HERNANDO CORTES PIZA RRO FU E REGENERADO POR LAS AGUAS DEL BAUTISMO EN EST A SAGRADA F U E N T E EN EL DIA 15-NOVIEMBRE-1435

Como siempre, como con todas las cosas de los Con­ quistadores, no se sabe de fijo que Hernán Cortés fuera bautizado en esta pila bautismal. San Martín no era la parroquia de los Cortés Pizarro, pero bien pudieron haber bautizado allí a Hernán Cortés como un favor especial. No hay un ruido, el más leve ruido, en toda la iglesia de San Martín. Nada turba la contemplación de la su­ puesta pila bautismal del prim er Marqués del Valle de Oaxaca. Pero también produce tristeza el abandono en que está todo, entregado a la acción del tiempo, que, con los años, acabará por derruir este vestigio histórico para la Hispanidad1, si nadie pone remedio a ello.


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M EDELLIN,

UN

PU EBLO

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QUE

SABE

A

PU EBLO.

La iglesia de San Martín está muy cerca de los muros del castillo feudal de Medellín. Apenas un centenar y medio de metros separan su atrio de la torre de mataca­ nes del castillo. Por el caminejo que une la antigua parroquia con la torre se domina la perspectiva de Medellín, extendido a los pies de la loma. Y en este caminejo crecen unas chum­ beras, llenas de simbolismo y de recuerdos cortesianos. ¿Existirían ya las chumberas—los nopales aztecas— antes del viaje de Cortés a Méjico? En ese caso, ¡ cuánto debieron de recordarlo al Conquistador en su ruta de Veracruz a Méjico! ¿O fué Cortés, o alguno de los medellinenses que con él estuvieron en la Conquista, quienes tra ­ jeron las semillas de estos exóticos y sugerentes nopales? No se cansa uno de contemplar a Medellín, extendido a los pies de esta loma. Medellín es un pueblo que sabe a pueblo: cabe en la palma de la mano visto desde el alto de la loma del cas­ tillo. Y es que el pueblo natal de Hernán Cortés no se ha modificado gran cosa desde los tiempos del Conquistador para acá. En la actualidad apenas si cuenta con dos mil vecinos, todos ellos industriosos y laboriosos, como cuan­ do paseara entre sus calles el futuro vencedor de Mocteczuma. Arrasado, pillado por dos guerras cruentas. Mede­ llín ha sobrevivido a ellas, pero no ha podido escapar a las consecuencias de los dos desastres que la han sacudi­ do en menos de siglo y medio. Pero de eso a considerarlo decadente, como dijo Car­


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los Pereyra, va un abismo. Ni tampoco es el erial que creyera Salvador de Madlariaga, por cuya causa Hernán Cortés se dió al paso de las Indias, huyendo de sus yermos. ¡Yermos los alrededores de Medellín! ¡Cielos, qué ab­ surdo más grande! En muchos aspectos podría reconocer Hernán Cortés a su pueblo. Ciertamente, no ha cambiado gran cosa en algunas cosas. ¡Pero decadente Medellín! ¿Reconocería, en cambio, Hernán Cortés a su Medellín modernizado de ahora? ¿El Medellín que yo vi en las postrimerías de esta primavera de 1952? ¡Cómo iba a reconocerlo, si sorprende la vitalidad de los medellinenses! Se pueden contar muchas cosas de los paisanos de Hernán Cortés; tantas que debo prolongarme un poco más sobre su pueblo natal, porque no dejan de ser inte­ resantes histórica y periodísticamente consideradas.


CAPITULO

XIV

AIRES M O D ER N O S ENTRE LOS P A ISA N O S DEL C O N Q U IST A D O R DE MEJICO



Nada de erial, ni nada de yermo, ni nada de deca­ dente. Medellín siempre fué un pueblo rico y bien cultiva­ do. Estas mismas viñas que se contemplan desde su cas­ tillo existieron siempre. Ya en tiempos de los romanos se abrían pozos y se construyó un canal de riego. Y en escrituras halladas de 1400 y aún de 1300, se leen cesiones o ventas de terrenos a muchos Ben Ali, Ben Minaya, etc., judíos y moriscos mo­ radores residentes del Medellín cristianizado, escrituras en las que figuraban cesiones de viñas y huertos, lo que da idea del bien cultivado terreno de Medellín. Por eso, si Hernán Cortés se encaramase hoy al cas­ tillo de los Portocarreros de sus tiempos, bien pudiera ser que reconociese el contorno geográfico de su pueblo na­ tal que sigue sabiendo a pueblo. Quizá no lo reconozca dentro de unos años, cuando los riesgos del Guadiana hayan convertido en vergel toda esta inmensa zona industrializándola, además, le­ vantándose fábricas en las cercanías del molino de Ma­ tarratas, apretándose los árboles frutales a lo largo de las acequias y canales de hormigón armado que van a cruzar y extracruzar sus campos.


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Tampoco reconocería, claro está, a sus paisanos de hoy, yendo al cine de su mismo pueblo, escuchando la radio—Medellín para sus dos mil habitantes tiene cin­ cuenta radios—apasionándose por los partidos de fút­ bol, rellenando quinielas, fumando «Lucky», divirtiéndo­ se a la moderna, hablando por teléfono cerca de donde estuvo asentada la casa natal del Conquistador. Ni reconocería la nueva Plaza Mayor, ni los edificios construidos por Regiones Devastadas en sustitución de los que la guerra arrasó. Pero eso sí, a pesar de lo reconstruido, de lo anti­ guamente existente, Medellín tiene un sabor totalmente distinto a muchos pueblos extremeños. Desde arriba, desde lo alto del castillo, se aprecia admirablemente el contorno abierto de su Plaza Mayor, en cuyo centro se eleva la magnífica estatua de Hernán Cortés, que pare­ ce congregar, dar vida y carácter a este pueblo de don­ de, con él, partieron tantos hombres audaces para la Con­ quista de América. Medellín, como digo, tiene un sabor especial. Tal vez sea el influjo del nombre de Cortés lo que le da esta re­ cia personalidad dentro de su diminuta periferia urba­ na. No sé, pero subyuga contemplarlo.

E L CASTILLO DE M EDELLIN, COGOLLO DE LA EXTREMADURA BAJA.

Ni Enrique Alfonso ni el párroco de Medellín quisie­ ron subir hasta el castillo. Prefirieron quedarse en la fal­ da, contemplando la cautivadora panorámica del Mede­ llín extendido a sus pies. Sólo el doctor Vega y yo nos encaramamos hasta lo más alto del castillo. Primero pasamos bajo la torre de Matacanes y luego


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entramos en el Patio de Armas, convertido, como dije* en cementerio del pueblo. Bordeando sepulturas, el doctor Vega y yo llegamos hasta la escalera que conduce a las almenas y la torre< ¡Qué soberbia panorámica la que se divisa desde el castillo de Medellín! Si uno quiere darse una idea de lo que puede ser la zona de regadíos del Guadiana, no tiene sino que enca­ ramarse a la torre de este castillo y abarcar con la vista toda la vasta región que desde ella se domina. Al Sur del castillo, a lo lejos, se extienden las Sierras Hermosa, Sierra de la Manchita y Sierra de la Merchana, donde Hernán Cortés tenía—como los tienen hoy sus con­ terráneos—sus colmenares famosos pertenecientes a la hacienda de doña Catalina Pizarro. Esta Sierra Hermosa es ya una estribación de la Sierra Morena. Por el Oeste, al otro lado del Guadiana, que corre turlio y negro, se alza la Sierra de Yerbes, tras la que se ex­ tienden los llanos de Mérida. ¡Qué cerca estaban nuestras tropas del castillo de Medellín! Ahora se ven perfectamente lo que fueron en nuestra guerra las posiciones nacionales, a unos mil qui­ nientos metros, en el cerro Remondo, río por medio. Con este cerro, el del Pirulito y la Sierra de Enfrente, de ape­ nas unos doscientos metros de altura, es lo único con que tropieza la vista en una extensión inmensa de sesenta kilómetros de llanos que van a parar hasta la Sierra de Montánchez, detrás de la cual está Trujillo, cuna de F ran ­ cisco Pizarro. No menos maravillosa es la perspectiva frente al Me­ dellín que yace a nuestros pies: la vega por donde hemos venido y en la que se riñó la famosa batalla de 1809. Al fondo, la blancura de Don Benito y más al lejano Este la Sierra de Magacela, con su castillo, detrás del cual aún se divisa en los días claros Castuera. la patria de Pedro


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de Valdivia, conquistador de Chile, a unos cincuenta ki­ lómetros de donde nos hallamos. Toda esta enorme panorámica será transformada por los regadíos del Cíjara. ¡Qué inmensísima riqueza bro­ tará de estas tierras, ya de por sí fecundas y bien culti­ vadas ! Este es el paisaje que contemplaron los ojos de H er­ nán Cortés antes de irse a la Conquista y quizá en su bre­ ve retorno a Medellín, si es que volvió a su pueblo natal en alguna ocasión. Este es el paisaje que va a ser transformado total y ra­ dicalmente y que ya no reconocerían los ojos del pri­ mer Marqués del Valle. El doctor Vega rompe el silencio en que estábamos los dos gozando la contemplación de la bellísima panorámica para decirme: —Está usted subido en el cogollo de la Extremadura baja. M EDELLIN

DA

RANGO

ARISTOCRATICO

E N T R E LOS HISPANOAM ERICANOS.

Es hora de volver a- Medellín. Hacemos el descenso lentamente, porque la lluvia ha cepillado y barnizado las hierbas y las piedras del cami­ no y- se resbala con gran facilidad. Las calles de Medellín aparecen vacías de gente. Casi nadie transita por ellas. Y es que todos están entrega­ dos a su trabajo. ¡Como que el problema del pueblo de Cortés es el de la falta de brazos para trabajar sus campos, los campos en los que se han abierto centenares de pozos para re­ gar estas tierras ya superfecundas de por sí, evitando con estos regadíos privados la perspectiva de la expro­ piación por el Instituto Nacional de Colonización, que


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ha provocado la superactividad de los campesinos ex­ tremeños ! Y tanta es la falta de brazos, que los que segaban los trigales medellinenses a la caída de la tarde cuando yo estuve allí cobraban sesenta y cinco pesetas de jornal, más la comida. ¡Y gracias que pudieron dar con ellos! El jornal estacionario del campesino en esta región es el de veintitrés a veinticinco pesetas, más las cargas so­ ciales por cuenta absoluta del patrón. De esta ausencia de hombres en sus calles nace la sensación de que Medellín es un pueblo dormido, pero nada más lejos de la realidad. Todo sigue igual, aparentemente, como en tiempos de Cortés. Llegar al pie de la colina del castillo es entrar en el Medellín cortesiano que empezó a edificarse precisa­ mente al borde de esa colina cuando «al morir el feuda­ lismo, el caserío se alejó de la fortaleza y formó su ca­ lle principal trazando un arco de círculo al pie de la co­ lina, para llegar hasta la cabeza del puente y captar los beneficios del tráfico; estableciendo allí sus posadas, sus herrerías, y sus molinos», como describe Pereyra en su popular biografía del Conquistador de Méjico. Sus posadas, herrerías y molinos que siguen aún allí, en pie. comunicadas con la estación del ferrocarril, dis­ tante a unos cuatro kilómetros, por medio de una gra­ ciosa tartana. (Medellín es el único pueblo que se ha resistido a las «güagüas», como por aquí llaman a las camionetas del transporte.) Pero este pueblo pequeñíto, cuna de hombres tan grandes como H ernán Cortés, está solicitadísimo como ejecutoria de nobleza y de aristocracia por los hispano­ americanos que descienden de medellinenses. Con mucha frecuencia el párroco de Medellín recibe cartas de todas partes de América—incluso de los Esta­


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de

M i er

dos Unidos—solicitándole copias de partidas bautisma­ les antiguas. Y es que descender de medellinenses da rango aris­ tocrático entre los hispanoamericanos y los mismos es­ tadounidenses, que se sienten orgullosos al exhibir, co­ mo limpia ejecutoria de nobleza y de aristocracia, la partida bautismal de algún antecesor suyo que hubiera nacido en Medellín. Apellidarse Martín, Monroy, Pizarro, Cortés, Altamirano o Medellín, tiene en toda América un formidable valor nobiliario. Pero el apellido Cortés, descendiente directo del que llevó .el Conquistador, sólo se conserva, un poco lejana­ mente, a través del marquesado del Valle. No se sabe de descendientes suyos que puedan quedar en Medeilín, ni tampoco de algunos otros descendientes de los medellinenses que le acompañaron en la Conquista o que embarcaron en otras expediciones. Aun así, los medellinenses, como todos los extreme­ ños nativos de pueblos o villas que vieran nacer a la": grandes figuras de la conquista de América, se sienten como descendientes directos de aquellos hombres fabu­ losos y su orgullo se lee en el brillo de sus ojos y en su misma manera de andar y de pisar.

NO SE R IA D IFIC IL EXHUMAR LOS R E ST O S DE LOS PA DRES DE HERNAN CO RTES.

Si los restos del Conquistador pasaron por aquellas fa­ mosas vicisitudes que todos conocen, los de sus padres. Martín Cortés Monroy y doña Catalina Pizarro Altam¡rano, también han sufrido las suyas, aunque no resul­ taría difícil exhumarlos y colocarlos en algún lugar más solemne y adecuado del en que actualmente se hallan.


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¿Pero dónde están los restos de los padres del Con­ quistador? A un par de centenares de metros—quizá algunos más, pero eso no importa—de las afueras de Medellín, vol­ viendo a Don Benito, a la izquierda, se alzaba antigua­ mente un convento de franciscanos. Cuando la famosa desamortización de Mendizábal, este covento de San Francisco fué vendido en pública subasta, y un fran­ cés, apellidado M. Falcon, lo compró. Desmontó suis piedras una por una y con ellas levantó un lavadero de lanas en Don Benito. De nada le valió al francés monsieur Falcon su industria, ni su buen negocio adquirien­ do tan barata la piedra para su lavadero, porque en poco tiempo se arruinó. Pues bien. Bajo la cripta de la iglesia de este corv vento franciscano, estaban los restos de los padres de Hernán Cortés. Si se tuviera interés en exhumar estos restos y dar­ les el honor que a ellos corresponde, no se tendría sino que excavar un poco en el lugar que hoy ocupan unas higueras, lugar perfectamente identificable, tropezar con las piedras de la cripta y exhumar los huesos de Martín Cortés Monroy y de doña Catalina Pizarro Altamirano. Ciertamente, los padres del Conquistador de Méjico —el capitán Martín Cortés y la abnegada y sabia admi­ nistradora doña Catalina Pizarro Altamirano—merecen un enterramiento más destacado y digno que no el igno­ rado que hoy poseen en la Ruta de los Conquistadores. Poco a poco el pueblo de Medellín va quedando más a nuestras espaldas. Unos minutos después ya no se distinguen—ni siquiera en la llana lejanía—las higueras que ocultan el lugar donde reposan los padres del Con­ quistador de Méjico. Tan sólo es perceptible ya la silue­ ta del castillo que preside la vida y la historia del Me­ dellín de Hfernán Cortés.


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de

Mier

En la estación del ferrocarril de Don Benito me des­ pido del doctor Vega y del escritor Enrique Alfonso. En­ tre los dos estoy seguro de que acabarán escribiendo un soberbio guión cinematográfico sobre la vida y las con­ quistas de Hernán Cortés. Yo ahora emprendo el camino de Castuera, lugar na­ tivo de otro gran conquistador: Pedro de Valdivia, el héroe de la Araucana. Pero antes quiero pasar por Villanueva de la Serena, la villa que en un tiempo reputó ser la patria nativa del Conquistador de Chile y que llegó a erigirle una estatua. A erigirle una estatua al Conquistador que no nació allí, pero que llegó también a derribar la morada de otro Pedro de Valdivia, capitán y sobrino carnal suyo en la empresa chilena y héroe igualmente de la jornada de Tucapel.


CAPITULO

XV

VILLANUEVA DE LA SERENA. EL PUEBLO QUE DISPUTO LA NATALIDAD DE PED R O DE VALDIVIA



Conformes en que los Conquistadores que nacieron en Extrem adura necesiten cicerone para andar hoy por sus pueblos y tierras natales. extremeños haya hecho cambiar casi por completo, no sólo la faz geográfica, sino la faz urbana de su provinConformes en que el espíritu emprendedor de los cía. Pero ya no tiene tanta gracia que esta transforma­ ción, este amor por los adelantos y el progreso, se reali­ cen a costa de derribar las reliquias arquitectónicas que debieran ser sagradas en la Ruta de los Conquista­ dores. Porque por muy valioso y útil que sea hoy día un edificio moderno de hormigón armado, destinado a ofi­ cinas de alguna empresa industrial o mercantil, mucho más valiosas eran las piedras, los muros y los artesonados que sirvieron antano como morada a los hombres famosos de la Conquista de América. Y derribar una casona con escudo señorial, perteneciente a un capitán de la Conquista, para elevar en su solar un moderno y standardizado edificio de hormigón es ir demasiado le­ jos en lo del progreso y en lo de la transformación. Y esto es lo que ha ocurrido en Villanueva de la Serena con la vieja morada de Pedro de Valdivia, so­ brino carnal y capitán del Conquistador de Chile. 12


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Wa l do

UNA

de

CIUDAD

Mier

CARGADA DE

HISTO RIA .

Villanueva de la Serena es uno de los pueblos más cargados de historia y de escudos nobiliarios en la Extrem adura baja. Constituye el centro de La Serena —tierra de conquistadores—que abarca los pueblos de Castuera, Campanario, Malpartida de la Serena, Zala­ mea de la Serena (de donde era nativa la esposa del Conquistador de Chile, doña Marina de Gaete, y pueblo inmortalizado por Calderón de la Barca con su drama famoso sobre la historia del Alcalde de la villa), Magacela, Quintana, Esparragosa y Benquerencia, en cuyo castillo, que se conserva actualmente en regular estado, se alojaba Felipe II en sus viajes a Badajoz, i Por muchos motivos Villanueva de la Serena puede estar orgullosa de sí misma, de su origen antiquísimo y de sus hijos ilustres que la poblaron. Villanueva de la Serena vino a ser fundada por una nieta del Emperador Teodosio el grande, llamada Sere­ na, que casó con Estilicón, de quien tuvo tres hijos; dos de ellos, María y Termancia, fueron esposas respectiva­ mente de Teodosio «el Menor» y de Honorio. «En prin­ cipio la villa se llamó Porticulus, después Vesci o Vescelia, fundándose después el lugar que llevó el nom­ bre de su fundadora Serena, nombre que posiblemente conservó durante la dominación romana y goda, hasta la invasión árabe y fin de la monarquía visigoda y las grandes conquistas cristianas», según relata don Juan Antonio Muñoz Gallardo, párroco de Villanueva de la Serena e historiador local. La villa, que durante mucho tiempo pasó por ser natal de Pedro de Valdivia, ejerció una gran influencia en las guerras castellanas del siglo xiv. Sería largo y


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prolijo enumerar aquí los hechos más salientes en los que intervino Villanueva de la Serena, pero por su sig­ nificación recojo este párrafo de la Historia de Villanueva de la Serena! del P. Muñoz Gallardo, tan liga­ do luego a la Villanueva de la Serena que yo visité y de la que hablaré más adelante. «De Villanueva de la Serena—dice el libro citadosalió la voz que había de contribuir eficazmente a la pa­ cificación de Castilla. En efecto: el día 17 de marzo del año 1313 se reunieron en Villanueva los Comenda­ dores y Maestres de las Ordenes Militares de Santiago, Calatrava y Alcántara en la casa de «La Cilla» o «Tercia» que por sí y en representación de otros que no podían asistir, acordaron y partieron unirse todos como un solo hombre, para defender los derechos de Alfonso XI, con­ tra los ambiciosos que querían usurparlos.» ¡Atención a esto de la casa «La Cilla» o «Tercia», por­ que ya digo, tiene relación con algo periodístico que yo recogí! S E HA DERRIBADO LA CASA DE PEDRO DE VALDIVIA PARA CO N STRU IR UN EDI­ FICIO DE HORMIGON ARMADO.

En la Plaza Mayor de esta Villanueva de la Serena existía un hermoso edificio de piedra haciendo frente a lo que hoy es el Casino—el casino imprescindible de los pueblos extremeños—. Dicho edificio fué morada de don Pedro Gutiérrez de Valdivia, sobrino carnal del Conquistador de Chile. Este Valdivia partió con su tío para la conquista dp América. Antes de la trágica jornada de Tucapel, en la que perecieron los dos capitanes, Pedro, el sobrino, recibió del Conquistador de Chile un obsequio de vein­ ticinco mil maravedises, pagados en Sevilla el 18 de


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noviembre de 1533 por la Banca «Iñiguez y Negron». Al casarse con doña María Gutiérrez Donoso, de ViUanueva de la Serena, Pedro Gutiérrez de Valdivia, con parte del dinero que había recibido de su tío el Conquis­ tador, edificó una casa en la Plaza Mayor. Sobre la fachada de la casa se colocó el escudo de los Valdivias: un escudo partido en dos cuarteles; el pri­ mer cuartel de los Valdivias, en fondo de oro dos sierpes enlazadas con sus cuellos vueltos y de la una a la otra una viga tragante en jefe y tres estrellas de gules; el segundo cuartel, de los Guzmanes, dos calderas jaquela­ das, puestas en pal, de cuyas asas salen siete sierpecillas de su color en fondo de plata, con bordadura de plata y con el mote famoso de los V aldivias: «La muerte menos temida da más vida.» El sobrino carnal del conquistador vivió en esta ca­ sa hasta poco antes de regresar a Chile, en donde mu­ rió, como es sabido, en la jornada de Tucapel, junto c o t í su tío el Conquistador. La casa existió en Villanueva de la Serena hasta hace pocos meses, y era propiedad de don Antonio Pé­ rez Cortés, que la había adquirido de doña Agustina Ro­ mero y Gil de Zúñiga. En el interior de la casa de Pedro Gutiérrez de Val­ divia hubo pintados unos frescos sobre motivos de los hechos de la Conquista de Chile—frescos, buenos o ma’os, pero evocativos—que fueron blanqueados en una de tantas reformas que hubo de sufrir el inmueble. Hará unos setenta años se hizo otra obra en la casa y en ella se encontró una olla albedriada que contenía varias onzas de oro con el cuño de Felipe II. Maltratada por las reformas, la casa de Valdivia sub­ sistía, sin embargo, en pie. Pero llegó un malhadado día en que cierta empresa hidroeléctrica necesitó levantar un edificio en lo más céntrico de Villanueva de la Se­


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rena y, bien porque no lo sabía, bien porque no se an­ daba con romanticismos, sino a los kilowatios y a lo positivo, adquirió el inmueble de Pérez Cortés y, a gol­ pe de piqueta, acabó con lo que el capitán de la Conquis­ ta mandó levantar con el producto de aquellos marave­ dises que le regalara su tío el Conquistador de Chile. ¿Cómo se dejó perpetrar este crimen? ¿Es que no hubo nadie que se opusiera al derribo de la casa del Conquistador? Sí; se opuso el historiador de Villanueva, don José Antonio Muñoz Gallardo. Lo advirtió al Ayuntamiento, indicándole que le correspondía al Municipio comprar el edificio y respetarlo como monumento histórico lo­ cal. Pero ya era tarde. Y hoy los villanovenses tienen que m ostrar un standardizado edificio dle hormigón a r­ mado como lugar donde antaño se levantara una caso­ na llena de sabor, de historia y de recuerdos emotivos.

PEDRO DE VALDIVIA NO ERA DE VILLANUEVA DE LA SE R E N A ,

SIN O

DE CAS-

TUERA.

Eso sí; a cambio de esta indiferencia por la casona de Pedro Gutiérrez de Valdivia, capitán y sobrino del Conquistador de Chile, los de Villanueva de la Serena exhiben en esa misma plaza una estatua en bronce al Conquistador, aun sabiendo que éste no era nativo de Villanueva, sino de Castuera. Pero sólo hasta hace poco tiempo no han tenido que ceder a la evidencia de que Pedro de Valdivia nació en Castuera, y no en Villanueva. ¿Cómo pudo aclararse esta duda? Precisamente la confusión vino de parte de este otro Pedro de Valdivia, sobrino carnal del Conquistador, el


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Mier

de la casa famosa. Este bien pudo haber nacido aquí, pero no el tío. (Pedro de Valdivia, sobrino, era hijo de Diego de Valdivia, hermano del Conquistador.) Muchos historiadores—que no cito aquí para no pro­ longar demasiado la relación—tomaron al Conquista­ dor de Chile como natural de Villanueva de la Serena. Por esta razón—que incluso sustentó el propio J. An­ tonio Muñoz Gallardo, historiador de la ciudad—se le eri­ gió una estatua. Mas los hechos vinieron a comprobar que fué Castuera la villa que vió nacer a Pedro de Val­ divia. El primero en demostrar que Castuera era la patria del Conquistador fué el académico chileno don Luis de Roa y Ursúa, quien citó un pleito de ejecutoria existen­ te en la Real Cancillería de Granada, en el que compa­ recieron varios testigos de Villanueva, Campanario y Castuera, que afirm aron: «cómo el día 17 de abril de 1497 fué bautizado por Juan Gallego, cura, un niño al que se le puso por nombre Pedro. Fué padrino su abue­ lo Pedro de Valdivia». Esta cita está en consonancia con lo que dice en su manuscrito original el capitán Alonso Góngora Marmolejo, cronista del Conquistador y en el que se lee: «Era Valdivia, cuando murió, de edad de cincuenta y seis años, natural de un lugar de Extremadura, pequeño, llamado Castuera.» Lo mismo confirma también otro cronista de Ponte­ vedra llamado Mariño de Lobera, que viene a decir más o menos lo mismo que el capitán Góngora. Otra prueba que se exhibe es la de Gregorio Calde­ rón, escribano público de la ciudad de Villanueva, que dice que se acuerda vió en Villanueva a don Pedro de Valdivia y que era público «era natural de Castuera», el cual «se fué a Indias y, al cabo de algunos años, se dijo públicamente que era conquistador de Chile».


La ruta de los conquistadores

i 8.'i

PERO LA ESTATUA A VALDIVIA

NO

ESTA

DE MAS EN VILLANUEVA DE LA SERENA.

Nobleza obliga. Y los villanovenses aceptaron de bue­ na ley que pertenecía a Castuera la honra de haber visto nacer al Conquistador de la Arauca. La estatua se erigió porque siendo alcalde de Villanueva, durante la dictadura, dion Antonio Miguel Rome­ ro, tomando al Valdivia sobrino por el tío y apoyándose en la general creencia en aquellos tiempos de que el Conquistador había nacido en Villanueva, aportó los medios necesarios para levantar un monumento al ven­ cedor de los araucanos. El monumento es sencillo: sobre un pedestal de pie­ dra se levanta, en bronce, la figura del Conquistador, que blande en su mano izquierda una bandera, en tanto que, con la derecha, empuña su gloriosa espada. Y, pese a la verdad histórica, el monumento no está desplazado ni fuera de su lugar. Si no nació en Villanue­ va de la Serena el Conquistador de Chile bien pudo haber sido de aquí: en fin de cuentas—digámoslo con frase de Majó. «Framis»—«extremeño siempre».

LA CASA DE «LA TERCIA »

¿VA A SER

DERRUMBADA TAM BIEN?

Si no está de más la estatua a Pedro de Valdivia mucho menos lo está la casa de «La Tercia», de la que hablé en principio. ¡Esta sí que pertenece en verdad a la historia de Villanueva de la Serena! Y, sin embargo, como la de


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Pedro de Valdivia, sobrino, la casa corre riesgo de des­ aparecer. Don Antonio Alvarez Cienfuegos, notario de Villanueva, ha comprado «La Cilla» o «Tercia» donde se reunían las Ordenes Militares. ¿Para qué puede que­ rer su nuevo propietario esa casa casi en ruina comple­ ta, sino para derribarla y edificar de nuevo sobre su solar? Me dijeron que el señor Alvarez Cienfuegos paga en la actualidad setecientas cincuenta pesetas de renta por el piso que habita. Es posible que haya pensado en «La Tercia» como una buena inversión de dinero, a fin de reedificar sobre ella, una vez derruida. Lo contra­ rio sería atribuirle una generosa protección a un monu­ mento histórico. Yo quise visitar la casa de «La Tercia» para obser­ var su estado y me dirigí hacia donde se levanta, quizá ya por poco tiempo. «La Tercia» está enclavada en el número 7 de la an­ tigua calle de Juderías, hoy Francisco Pizarro; una ca­ lle abandonada, sucia y retirada del Villanueva actual. La fachada es lisa, sin encalar, con tres ventanales en la parte superior y dos ventanillos en su lado izquier­ do. No posee techumbre, ni más paredes que las maes­ tras. Pero de ella se conserva la típica escalera medieva. en rampa, sin escalones. ¿Qué suerte puede depararle a este viejo y antiguo edificio que ha resistido el paso de seis siglos, sino la piqueta demoledora? ¿Sabe acaso el notario don Antonio Alvarez Cienfuegos qué significa su nueva propiedad? El historiador local, don J. A. Muños Gallardo me dijo que pensaba advertírselo. Si desaparece «La Tercia», bien puede afir­ marse que se pierde el más antiguo edificio de la anti­ gua Porticulus. Al parecer, pocos vecinos de Villanueva conocen, ni


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siquiera de nombre, a «La Tercia». Y es que la preocu­ pación fundamental de la ciudad reside en los corderos merinos. Estábamos en las primeras operaciones de com­ pra de la lana y no se hablaba de otra cosa en Villanueva. De aquí se supuso natural a Hernando de Soto. El error está en que varios vecinos llamados De Soto par­ tieron con él para La Florida. Todo Villanueva está lleno de apellidos de conquistadores menores: los Pa­ redes, Gallegos, Macuelas, Acevedo, Adame, Escobar, etcétera, etc. Y el heroísmo de estos conquistadores menores, que conquistaron títulos de hidalguía, lo pregonan la multi­ tud de escudos nobiliarios que adornan las casas villanovenses, escudos que no producen emoción alguna a sus vecinos, quienes los encalan y enyesan con extraña indiferencia. ¡Una ciudad que puede vanagloriarse de contar en­ tre sus hijos ilustres a gentes que van desde la piadosí­ sima doña Catalina de Miranda Sánchez, citada por el P. Nieremberg en su biografía sobre San Francisco de Borja, al desenvuelto escritor Felipe Trigo, pasando por el pintor José Mera y el laureado coronel de Caballería don Antonio Miguel-Romero, famoso caballero de su época a quien Alejandro Dumas dedicó largas páginas en su libro de viaje por España! ¡Una ciudad en la que a la vuelta de cada esquina puede uno encontrarse con un escudo nobiliario o con el descendiente de algún conquistador!


CAPITULO

XVI

CASTUERA Y LA PLAZA DE SAN JUAN, D O N D E VIVIO EL CON Q U ISTA DO R DE CHILE



Llegué a Castuera en plena feria de mayo. Los avis­ pados viajantes de comercio que iban conmigo en el tren me ganaron por la mano y ocuparon todos la «guagua» que hace el servicio de la estación al pueblo. Pero en Cas­ tuera es fácil resolver el problema del transporte, por­ que para sus nueve mil habitantes la villa natal de Pe­ dro de Valdivia tiene nada menos que veintidós taxis y a ninguno le falta trabajo en ninguna época del año, señal de que corre el dinero y de que los castueranos no regatean los desplazamientos por carretera, pese a lo caro que sale tomar un taxi en cualquier punto de España. Así, pues, en uno de los taxis que aguardan en la es­ tación me acerqué a Castuera. Encontrar hotel en aque­ llos momentos fué letra de otra canción, porque, pese a los siete hoteles que viven de la industria, todos esta­ ban repletos hasta los topes con motivo de las ferias, y las pocas habitaciones que había libres también me las ganaron por la mano los viajantes de comercio, que se las saben todas en esto de meterse donde mejor co­ bijo hay por menos dinero. Pero gracias a que precisamente uno de los viajantes se marchaba aburrido por no poder vender sus telas,


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como consecuencia de la astuta espera de los comercian­ tes que no compran esperando la baja, pude encontrar hospedaje en un «hotel» decorosito y nada caro. Relato lo del taxi y lo del hotel como índice de nivel de vida en cualquiera de estas villas extremeñas de la Ruta de los Conquistadores. Es notable cómo los extremeños se dan a todas las mayores comodidades posibles. No hay villa, pueblo y, naturalmente, ciudad, que estando algo alejada de la estación no posea un buen servicio de camionetas que las enlacen con el ferrocarril. No es mucha la distan­ cia que media, por regla general, entre la población j la estación del ferrocarril: escasamente kilómetro o ki­ lómetro y medio, salvo en Medellín, que ya la cifra es algo más que un paseo: cuatro kilómetros. Y. para esta corta distancia, cinco minutos de regular andar, se han establecido estos servicios motorizados. De modo que ningún extremeño camina más de la cuenta y nadie re­ gatea pagar los seis reales o las dos pesetas que cuesta el servicio. Ni los más pobres van a pie a la estación; todos se han hecho a la camioneta y nadie quiere andar y molestarse ni en invierno y mucho menos en verano bajo el sol. Así, quien tildó, o haya podido tachar de roñosos y agarrados a los extremeños, se equivoca. Mucho más se mide una peseta en el norte de España que aquí, en Ex­ tremadura, donde, para salvar un kilómetro de distan­ cia, todo el mundo sube al autobús. CASTUERA,

LA CAPITAL MORAL DE LA

SERENA.

Ya dije que Villanueva de la Serena viene a ser la capital del Valle de la Serena. Esta capitalidad puede atribuirse a que en la antigua residencia de las Ordenes


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Militares vienen a congregarse los principales ganade­ ros de la cabaña merina—la principal fuente de rique­ za de esta región, donde se dan los mejores merinos de toda España y aun del mundo entero—para realizar sus transacciones en el típico «rodeo». En el casino de Villanueva de la Serena—edificio grande, ancho, instala­ do en la Plaza Mayor, frente a la estatua de Pedro de Valdivia—se realizan las operaciones de remate y allí s© habla de cientos de miles de pesetas y aun de millo­ nes con una facilidad pasmosa. Pero Castuera bien puede ser la capital moral de la ¡Serena, porque no en vano viene a constituir el ombli­ go geográfico de esta importantísima región extremeña, cuna de los grandes hombres de la Conquista de Amé­ rica. Algunos historiadores creen que el nombre actual de Castuera procede de Castruera, de cuyo nombre se ha perdido una «r» y que significa lugar de castros y cas­ tillos. Estos castros o castillos formaban el cinturón de Los Siete Castillos de la Serena, en cuyo epicentro radi­ ca Castuera. Estos siete castillos creo que deben de ser . el de Mengabril, Benquerencia, Medellín, Magacela, Za­ lamea, Alange y Almorchón. Ya en tiempos de Richard Ford—1868-69—Castuera tenía seis mil habitantes, como este viajero inglés lo con­ signa en su famoso libro Spain. Y, para él, era la «chief town of La Serena», esto es, la principal ciudad de la Serena. Como se ve, Castuera se ha debido de ir dejando arrebatar esta supremacía del Valle de la Se­ rena por Villanueva, que casi la duplica en habitantes hoy en día. Eso sí, los castueranos le disputan, como digo, la ca­ pitalidad moral de la Serena a los villanovenses. Yo me atrevería a decir que Castuera está mejor cuidada que Villanueva de la Serena, o al menos esa impresión me


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dió. Y, ni que decir tiene, que los castueranos viven tan bien, o mejor, que los villanovenses. No les falta su ca­ sino—no tan empacoso como el de Villanueva—ni sus dos cines para la mitad de población que la antigua Porticulus, ni sus cuantiosos taxis para desplazarse a cual­ quier punto de la región.

A FALTA DE ESTATUA AL CONQUISTADOR, MUCHOS ESCUDOS EN LAS FACHADAS.

Además, ahora pueden presumir sobre los villanoven­ ses de ser los auténticos paisanos de Pedro de Valdivia el Conquistador de Chile y de tener en sus casas tantos escudos nobiliarios como pueda haberlos en la propia Villanueva. No poseen una estatua al Conquistador, ésta es la verdad, pero esto es cosa que puede arreglarse con un poco de voluntad entre los castueranos en cuanto se lo propongan y emprendan una campaña parecida a la que en Jerez de los Caballeros se realizó para erigir un gran monumento a Vasco Núñez de Balboa. En cuanto a lo de los escudos nobiliarios, no es nin­ guna afirmación gratuita la mía. Calle del Generalísimo Franco arriba, hacia lo que antaño constituyó el arran­ que de la Castuera de los tiempos de Pedro de Valdivia, no hay dos o tres casas seguidas que no ostenten en sus fachadas los preciados escudos nobiliarios, escudos como en muchísimos lugares de Extremadura, indiferente­ mente encalados y blanqueados. Al final de la calle del Generalísimo Franco, la arte­ ria principal de Castuera, se alza el palacio de la con­ desa de Ayala, que hace esquina a la Plaza Mayor de la Villa, frente a la soberbia iglesia de Santa María Magda­ lena. Y este Palacio, que fué devastado por los rojos cuan-


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do la Guerra de Liberación, sigue poco menos en el mis­ mo estado ruinoso y triste que lo dejaron los destrozo­ nes hombres de Moscú. Su fachada es la menos atendi­ da y conservada de todas las de Castuera; su portón de hierro está sin pintar y los cristales de las ventanas y del portón se hallan rotos o partidos por la mitad. Antes de la Cruzada, la condesa iba con frecuencia a Castuera, pero hoy en día sus viajes son menos con­ tinuos y así el Palacio—que no es por cierto ninguna joya arquitectónica—tiene ese aire de abandono y de tristeza que tanto contrasta con las casas bien cuidadas del resto de la villa. Frente a la iglesia de Santa María Magdalena, perte­ neciente al subpriorato de Magacela y que se construyó en el siglo xv o xvi por la Orden de Alcántara—cuya cruz, en piedra, se ostenta en el frontis—se organizó hace unos años un homenaje de Chile a Pedro de Val­ divia, colocándose una placa en la fachada de la iglesia, con memorando el acto.

PEDRO DE ALVARADO TUVO UNA NOVIA EN CASTUERA QUE SE LA D ISPU TO UN «CH A PETO N »

DE LA CONQUISTA.

Bien poca cosa es esta placa para conmemorar la glo­ ria de Pedro de Valdivia. ¡Cuán en falta se echa el mo­ numento al Conquistador de Chile! Un buen lugar para erigirlo sería la misma plaza de San Juan, frente a la supuesta casa natal del Conquis­ tador. ¡Una placita llena de sabor y de tradición! El Castuera de los tiempos de Alvarado estaba divi­ dido en dos zonas: El Cerrillo, o «Los Molinos»—quizá la antigua Lastigi o Artigis, puesto que en este lugar se han encontrado vestigios románicos—que era la parte 13


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alta del pueblo y otra zona aislada, del arrabal, que seguía el camino real de Madrid a Sevilla. Estas dos zonas se unieron por la Corredera y forma­ ron así el casco urbano del Castuera de Pedro de Val­ divia. La zona aristocrática, donde vivían los hidalgos y los nobles castueranos residía en «El Cerrillo», que es donde está enclavada la supuesta casa natal del Con­ quistador de Chile. Pocas plazas, tan pequeñas y diminutas como la de San Juan en Ca'stuera, tienen el sabor que ésta posee. Hoy queda alejada un poco del centro de la población, pero por lo mismo tiene un aire más recoleto que si en ei!a se congregase la vida urbana del Castuera actual. Yendo hacia la Placita de San Juan desde el centro de Castuera, existe una casa, la última de la antigua Corredera, a mano derecha, hoy m altratada por las re­ formas a que se la ha sometido, suprimiendo incluso de ella un escudo nobiliario que la exornaba. Esta casa guarda una pintoresca tradición. Dicen los castueranos que en esta casa—Corredera esquina a la Placita de San Juan—vivía una hermosa doncella que fué novia de Pedro de Alvarado, el rubio «Tonatiuth» de la Conquista de Méjico y de Guatemala. ¿Cuándo conoció Alvarado a esta hermosa castuerana de la Corredera? ¿La vió alguna vez, a su retom o a España, antes de contraer matrimonio con doña F ran­ cisca de la Cueva, dama de Ubeda, sobrina del Duque de Alburquerque? No se sabe nada: todo es pura leyen­ da y tradición. I o cierto es—lo cierto según la tradición—que Pedro de Alvarado envió a su novia de Castuera un rico pre­ sente desde Méjico o Guatemala. Y, el encargado de en­ tregar el presente, era un «chapetón» de la Conquista que regresaba a España por heridas y por cansancio del trópico en que le había metido su capitán.


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El «chapetón» hizo algo más que entregar el regalo del dorado «Tonatiuh»: enamorarse y enamorar a la dama de Castuera. ¡Terrible pecado! ¿Qué sucedió? Pedro de Alvarado, enterado de la traición del «chapetón» y die su novia debió de fraguar una terrible venganza, de la que no podrían escapar ni su infiel novia ni el osado «chapetón». No está muy claro si el mismo «Tonatiuh» ejecutó su venganza con su cólera terrible. ¡La cólera que pro­ vocó el sitio de Méjico y la Noche Triste famosa! Pero la novia y el «chapetón» aparecieron envueltos en san­ gre en la casa de la Corredera. Por la «casa del crimen» la conocen los castueranos. Y aún tiemblan o se estremecen al evocar, a través de la leyenda y de la tradición, la cólera y la venganza del apuesto y fornido capitán de Hernán Cortés, el trem en­ do Pedro de Alvarado, conquistador de Guatemala. Frente a esta casa, en la Placita de San Juan, aun se conserva un edificio sumamente antiguo: el Pósito de Cereales existente en tiempos de Pedro dé Valdivia. Otra de las edificaciones notables que forman esta placita es la Erm ita de San Juan, de la cual toma nom­ bre el ágora castuerana. La ermita fué totalmente des­ truida por los vándalos de 1936, que incendiaron un Cris­ to valiosísimo, obra de Martínez Montañés, idéntico a otro que se venera en Zalamea y que pudo escapar, aun­ que no sin sufrir daños, de la furia iconoclasta roja.

¿E S

ESTA LA AUTENTICA CASA NATAL

DE VALDIVIA?

Ante la ermita, el Pósito antiguo y la «casa del crimpn» está situada la supuesta casa natal de] Conquista­ do* de Chile.


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Volvemos a lo de siempre: no hay prueba fidedigna de que Pedro de Valdivia naciera en esta casa, sino la tradicional a través de relatos. Ciertamente la casa ostenta el escudo de los Valdi­ vias, el mismo que describí en mi capítulo anterior re­ firiéndome al que desapareció de la casa del Pedro de Valdivia, sobrino carnal del Conquistador. ¿Pero es realmente ésta la casa donde nació el ven­ cedor de los araucanos? Todo Castuera, como Campanario, está lleno de ape­ llidos Valdivia. Campanario fué supuesto en alguna oca­ sión cuna del Conquistador, en razón de ser nativa de allí su madre, doña Isabel Gutiérrez de Valdivia, o al menos bautizada allí como lo afirma Juan Luis Espejo en su Nobiliario de la antigua Capitanía General de Chile. Pero los numerosos Valdivias que residen hoy en día en Campanario son más bien descendientes de los her­ manos del Conquistador, Diego y Alvaro, o de sobrinos suyos, hijos de sus hermanos. En cuanto al solar de los Valdivias—como el de Al­ varado v otros tantos conquistadores extremeños—es montañés, santanderino, de la Merindad de Trasmiera. Aunque no sea esta de la Placita de San Juan, ¿có­ mo está en la actualidad la casa natal del Conquistador de Chile? ¿Quiénes la habitan? He de emplazar para el capítulo que sigue estos de­ talles, y también les contaré un curioso relato sobre la descendiente directa del Conquistador.


CAPITULO

XVII

«CHISTUS» V A SC O S EN EL BARRIO DE PEDRO DE VALDIVIA



Jaime Eyzaguirre, el biógrafo chileno de Pedro de Valdivia—cuyo libro Ventura de Pedro de Valdivia se halla al alcance de todos los bolsillos—en una edición muy popular, fantaseó un poco en torno al Castuera del Conquistador. Al menos un castuerano muy devoto de la historia de Valdivia me afirmó que ni el mesón de Diego Caba­ llero, ni el solar de los Calderón, estaban aledaños a la casa natal de Pedro de Valdivia en la plaza de San Juan, como dice Eyzaguirre en su biografía del Conquistador. Pero, de no ser exactamente así, el escritor chileno recoge, sin embargo, con maravilloso acierto en su ci­ tado libro, el sabor de esta plaza sanjuanera en donde se asienta la casa natal—la supuesta casa natal—del Conquistador. Hay que salvar una pequeña pendiente para llegar hasta la fachada de la casa de los Valdivias, alzada en la falda misma del Cerrillo donde antaño se encontraban los molinos de viento que molían el trigo castuerano en tiempos del Conquistador. Unos anchos y largos peldaños de piedra suavizan esta pendiente. E ntre los pequeños guijarros que la for­ man crece la hierba abonada por el paso de los rebaños merinos camino de las majadas.


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La fachada de la casa es sencilla, con portada de pie­ dra y puerta de media hoja, de madera. A la izquierda de la portada se abre una ventana de reja sencilla que sustituye a otra más antigua, ricamente labrada, que desapareció. Y, en la parte alta de la fachada, entre dos ventanas de rejas, campea el soberbio escudo de los Val­ divias con la leyenda fam osa: «La m uerte menos temida da más vida.» EL VALLE DE IBIO MONTAÑES DA ORIGEN AL APELLIDO DE VALDIVIA.

De dónde arranca el origen del mote heráldico de los Valdivias no lo sé, ni creo que se sepa. Más conocida es, en cambio, la historia del origen del apellido Valdivia, y voy a permitirme repetirlo para completar la visión pe­ riodística de esta Ruta de los Conquistadores. Un caballero de la reconquista en e l siglo x i i fué el único sobreviviente de una lucha que sostuvieron é l y sus siete hermanos con una enorme sierpe. El caballero montañés consiguió dar muerte a la sierpe introducién­ dole en sus fauces una viga. El rey, como recompensa, concedió al bravo luchador un título con el sobrenombre de Valle de Ibia, donde tuvo lugar la lucha con la sierpe. Y de Valle de Ibia quedó contraído el apellido Valdivia, que figuró en ade­ lante en todos los hechos de la Reconquista de España y cuya mayor fama habría de cobrar con las hazañas de Pedro de Valdivia, de Castuera, este ante cuya posible casa natal me encuentro ahora. Más o menos, la casa de los Valdivias es igual a la de todas las casonas extremeñas: un zaguán ancho, lu ­ minoso, con suelo de losetas que da a una saleta o segun­ do zaguán, que, a su vez, por un arco de medio punto, da también a otra saleta. A la derecha del arco del se­


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gundo zaguán, tras un pequeño y ancho corredor, se pasa al patio corral en el que crecen unos macizos de jazmines, aureolas, pilistras y geranios y a las que da demasiada sombra una frondosa higuera. Del prim er zaguán se pasa a las habitaciones de la casa, amplias, limpias, amuebladas con sencillez y aus­ teridad, encaladas sus paredes, desnudas de todo adorno. En la planta superior hay otras habitaciones; una de ellas la muestran como la supuesta donde nació el Conquistador. Las restantes dependencias se dedican a granero. Ninguna placa indica, conmemorativamente, que allí naciera Pedro de Valdivia. El homenaje oficial que Chi­ le rindió al Conquistador se limitó, como dije en el ca­ pítulo anterior, a grabar una lápida en la fachada de la iglesia de Santa María Magdalena. Un Manuel Cáceres, agricultor, propietario y ganade­ ro, habita con su familia la casa del Conquistador, pero no pude verle porque se hallaba ausente, en el campo, entregado a sus quehaceres agrícolas.

RUIDOS

DE

ARTESANIA

Y

« C H IS T U S »

VASCOS EN TORNO A LA CASA DE PEDRO DE VALDIVIA.

Al salir de la casa del Conquistador mis ojos trope­ zaron con la misma panorámica que tanto contempla­ ran los de Pedro de Valdivia y su mujer, doña Marina de Gaete, que habitó en esta morada hasta que vinieron a buscarla un día venturoso Jerónimo de Alderete y Die­ go Nieto de Gaete, por encargo de Valdivia, para llevár­ sela consigo a Chile. Desde el portal del que fué hogar de los Valdivias se dominan las cumbres—no muy altas—de los cerros don­


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de terminan y convergen la Sierra de Pozatas y la Sie­ rra de los Pinos. Casi llegan sus faldas hasta la salida de Castuera, que se extiende entre estos cerros y el de los Molinos, en cuya falda, como he dicho, se asienta la casa del Conquistador. A estas horas del día en que salgo de visitar lo que fué casa solariega extremeña de los Valdivias, todo el ba­ rrio del Conquistador está lleno de ruidos artesanos. De la calleja de Las Troneras, que va a dar a los an­ tiguos molinos del Cerrillo, parten ruidos de un m ar­ tillo dando sobre un yunque, así como rechina la escofi­ na de un carpintero lamiendo ásperamente un madero. En un patio esquilan de su preciosa lana merina a unas ovejas y, por un momento, al cruzar ante él, nos llena­ mos del penetrante olor ovejuno, que tan característica­ mente envuelve a todos los pueblos de la Serena. Pero el contraste con este sabor extremeño de sus casas y con el mismo olor a oveja y a lana merina lo dan las notas agudas de un «chistu» vasco emitidas por una radio vecina a la casa del Conquistador. ¡Qué sorpresa y contraste el de la música de este «chistu» vasco en el corazón de la tierra extremeña! Sólo la radio podía traer hasta estos lugares y este paisaje, tan diferente y distinto al de la lejana Vasconia. las notas agudas y penetrantes del «chistu» vizcaitarra.

POR TREINTA DUROS LA DESCENDIENTE DIRECTA DE VALDIVIA VENDIO A UN TRA­ PERO

LA

EJECUTORIA

DEL

CONQUIS­

TADOR.

Quizá sea el de Valdivia el único apellido de un Con­ quistador que se conserva bastante definidamente. Ya dije que en Campanario abundan muchos Valdi­


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vias, pero también aclaré que éstos más bien pertene­ cían a los sobrinos del Conquistador de Chile. Y en Vi­ llanueva de la Serena también es fácil encontrar apelli­ dos Valdivia entre los vecinos de la antigua Porticulus. Pero es en Castuera donde puede uno hablar con un descendiente directo de Pedro de Valdivia, Y este descendiente directo del Conquistador de Chi­ le es, probado a todas luces, una humilde m ujer llama­ da Ventura Murillo de Valdivia y Fernández. Ventura Murillo de Valdivia tendrá ya unos sesenta y pico años de edad. Viste como las viejas de los pue­ blos: con pañuelo negro a la cabeza, vestido del mismo color y sandalias negras tam bién: el negro riguroso que ha ido desterrándose en todos los pueblos de Extrem a­ dura y de España para dar paso a los colores vivos y alegres, a los tonos de moda, de los que no quieren ale­ jarse demasiado las muchachas de las aldeas españolas, por apartadas y distantes que estén de la misma capital de su provincia. La descendiente directa del Conquistador se gana la vida vendiendo fruta y hortalizas en el mercado. Pero su orgullo, consciente de su entronque con la gran figu­ ra de Pedro de Valdivia, la impidió siempre dedicarse al mercado negro y puede decirse que ésta ha sido la única vendedora española que no manchó jamás sus manos con la venta clandestina de productos en las ya lejanas épocas de la escasez, ¡Por algo era una Val­ divia ! En cambio su tía Carmen. «La Moca», fué harina de otro costal. A Carmen «La Moca», también descendiente directa del Conquistador, le interesaba el dinero por encima de todos los títulos de nobleza. Tanto, que no tuvo reparo en vender por ciento cincuenta pesetas los pergaminos de la ejecutoria de nobleza y hechos heroicos de su


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antepasado el Conquistador, pergaminos que iban trans­ mitiéndose los Valdivias de generación en generación. Hablarle a Ventura de los treinta duros por los que vendió su tía la ejecutoria de Pedro de Valdivia es men­ tarla los diablos. Ella valora algo más su apellido, y gra­ cias a los documentos que conservaba en su casa—la escritura original de los hechos realizados por Pedro de Valdivia—don Vicente Mona, investigador de Castuera, pudo confirmar la teoría de que el Conquistador había nacido en la villa castuerana. Las dos Valdivias—la de los treinta duros y esta con quien yo hablé—estuvieron a punto de ir a Chile en las fiestas centenarias de la fundación de La Concepción. La Condesa de Ayala patrocinaba el viaje de las dos des­ cendientes del Conquistador, pero sobrevino la guerra de Liberación, se complicaron las cosas, murió «La Moca» y el viaje no se pudo realizar. Es gracioso cómo interpretaban estas descendientes directas de Valdivia la idea del Chile conquistado por su antepasado. Cuando me contaba lo del viaje fallido a La Concepción, Ventura Murillo de Valdivia me repe­ tía una frase muy gráfica de su tía «La Moca» : —-«Nada, Ventura, tú vienes conmigo a Chile y va­ mos por lo nuestro.» «Lo suyo», para ellas, por lo visto, era todo el Chileconquistado por Pedro de Valdivia, desde La Concepción a Tuca peí. ¡Convénzanlas ustedes de que lo realizado por el Con­ quistador no las pertenece en legítimo derecho y he­ rencia ! En cambio, quien sí hizo un viaje a Chile a cuenta del apellido Valdivia fué el ex Presidente de la Diputa­ ción de Badajoz, don Juan Murillo de Valdivia. La idea del viaje partió precisamente cuando el his­ toriador Jaime Eyzaguirre recorría la Ruta de los Con-

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quistadores en busca de datos e información para su bio­ grafía de Pedro de Valdivia. Como Presidente de la Diputación badajocense, don Juan Murillo de Valdivia, que se considera descendiente del Conquistador de Chile, y para lo cual se ha procura­ do un árbol genealógico muy bien confeccionado, prestó toda clase de ayuda y colaboración al historiador chile­ no, a quien acompañó en su viaje por la Ruta de los Conquistadores. De ese viaje nació una buena amistad entre el his­ toriador y el Presidente de la Diputación. Y cuando se celebraron en 1950 las fiestas centenarias de la funda­ ción de La Concepción, la corporación provincial bada­ jocense propuso enviar a la ciudad chilena fundada por el castuerano un busto de Valdivia, obra del gran escul­ tor extremeño Pérez Comendador, idéntico al que figu­ ra en la sala de bustos de los Conquistadores en la Dipu­ tación pacense. El gobierno de Chile aceptó la idea e invitó a Muri­ llo de Valdivia a las fiestas. Este se trasladó a Santiago, donde permaneció un mes, al cabo del cual regresó con una bandera que el pueblo chileno regalaba a Castuera, bandera que se encuentra hoy día en la villa natal del Conquistador, dentro del mismo embalaje en que la re­ mitió, desde Badajoz, don Juan Murillo de Valdivia. En la actualidad este descendiente del Conquistador, que ya no preside la Diputación badajocense, desempe­ ña un alto cargo en los Montepíos Laborales de Bada­ joz ; es un hombre sencillo, que lleva con orgullo y hon­ ra su apellido, ligado al die una de las más grandes figu­ ras de la Historia Universal. ¿Quiénes son en la actualidad los verdaderos descen­ dientes del Conquistador? Como Pedro de Valdivia no tuvo hijos con doña Ma­ rina de Gaete, la línea sucesoria de su apellido se si­


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gue a través de los hermanos y sobrinos carnales del Conquistador, lo que multiplica las ramas de los Valdi­ vias entre personas que van desde la más humilde con­ dición—como Ventura Murillo de Valdivia—a profesiona­ les médicos, abogados, artesanos y labradores, extendi­ dos por Castuera, Villanueva de la Serena y Campana­ rio, donde abundan los Valdivias por las razones que an­ tes dije: ser naturales de allí varios sobrinos camales del Conquistador,

LLUVIA DE AVISPADOS COMPRADORES DE LANA SOBRE EL PUEBLO DEL CONQUIS­ TADOR.

Castuera estaba en plenas fiestas de mayo cuando yo la visité. Las verdaderas fiestas feriales se celebran en septiembre, cuando se verifica el típico «rodeo» del ga­ nado. A propósito del «rodeo» y de otras palabras típica­ mente extremeñas, he pensado muchas veces si el acen­ to tónico de los hispanoamericanos, principalmente de los del Sur, no puede tener un origen en el acento de los extremeños, que en algunas zonas recuerda mucho al hispanoamericano. ¿No será que el alud de conquis­ tadores extremeños, con su suave seseo prosódico, llevó a América el acento con que hoy hablan nuestros her­ manos del otro lado del Océano? Cuando oí en Montijo llamar «guagua» a la camione­ ta que conduce de la estación al pueblo—kilómetro y medio: ya saben que aquí se aceptan todas las como­ didades posibles—pensé si no era brom a; broma im­ portada por las chicas de la Sección Femenina de Ba­ dajoz, que hicieron un viaje con Tos Coros y Danzas por toda Hispanoamérica. 1


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Pero aquí, en Castuera, me encuentro con la pala­ bra «rodeo» y con otras frases y palabras suaves, sin­ gularmente las de expresión cariñosa, tan idénticas a las que se oyen a los cubanos, panameños, peruanos y chilenos. ¿Será de origen extremeño la prosodia hispa­ noamericana? En fin, volviendo al Castuera en fiestas, la villa del Conquistador tenía demasiado aire ferial. Demasiada gente, demasiados altavoces y demasiado ruido. Pero mucha alegría y muchas ganas de gastarse los cuartos. Empezaba también la época de la compra de lana merina. Los de Villanueva de la Serena disputan a los castueranos ser el centro de contratación de las lanas de toda la Serena. Los de Castuera afirman que es aquí donde llueven los avispados compradores, aunque éstos se trasladan a todos los centros m erinos: Cabeza de Buey, Herrera del Duque, Campanario, Mérida. etc. ¡Y vaya si son avispados estos compradores! Como aquellos compradores de naranjas que cuenta Blasco Ibáñez en una de sus novelas que de un vistazo calcu­ lan cuántas cajas de naranjas pueden salir de un in­ menso naranjal, los compradores de lana calculan tam ­ bién de una mirada los kilos de lana que salen de un rebaño de ovejas merinas. Y en verdad que no suelen equivocarse. Mezclados con los compradores de lana andaban los pastores en la Feria. ¡Pero reconózcanlos ustedes! Hablando de ellos, de su vida, de sus costumbres, al­ guien me dió con el codo y me mostró a unos mucha­ chos que, vestidos con americana cruzada marrón, ca­ misa de rayas y calzados con no malos zapatos, tira­ ban al blanco. — ¿Quiénes se figura que son ésos? ¡Pastores de don Angel Gironza!


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Claro que no todos gastan esos lujos y aún quedan pastores que no invierten dinero en otra cosa que no sea en mejorar su ganado y su casa. ¡Pero el pastor español de costumbres medievales, de que habló el Con­ de de Keyserling, búsquenlo con lente en el corazón de la llamada «Siberia extremeña® y puede que den con él!


CAPITULO

XVIII

TRUJILLO. CUNA DE H OM BRES PO R T E N T O SO S..,

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Voy dando fin a mi viaje por la Ruta de los Con­ quistadores. En Trujillo termina mi periplo por Extrem adura y es aquí donde me preparo para contemplar una de las más interesantes y hermosas ciudades extremeñas. Llegué a Trujillo en sentido inverso a como lo hi­ cieron Antonio Ponz, Richard Ford y el mismo don Mi­ guel de Unamuno, que entraron en ella por los cam­ pos de Plasencia, en tanto que yo procedía de Cáceres. Salvo que también llovía en Trujillo como cuando llegó Unamuno a la ciudad natal de Francisco Pizarro, ¡qué distinto vi todo a como lo contempló el ilustre autor de Vida de don Quijote y Sancho! Un par de kilómetros antes de llegar a Trujillo ya se divisa la ciudad erguida sobre su loma roquera. A partir de allí entramos en la famosa periferia de los berrocales, que son cantados por los mismos conterrá­ neos de Francisco Pizarro. Si fueres a Trujillo, por donde entrares hallarás una legua de berrocales.


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El autobús—el soberbio auto-pullman que une Cáceres con Madrid, vía Trujillo—va subiendo lentamente por la sinuosa carretera y poco a poco, entre las revuel­ tas del Magasca, se perfilan bien las almenas de las mu­ rallas trujillanas y las torres de sus múltiples iglesias. A la hora exacta prevista en el itinerario—que todo aquí funciona con precisión matemática y ya nada se deja a la improvisación ni a lo inesperado—el auto-pull­ man me deja al pie del Trujillo «moderno», a un par de centenares de metros de la Plaza de San Francisco.

T R U JIL L O NO ENCALA S U S FACHADAS NI S U S ESCUDOS DE PIEDRA.

Resuelta la papeleta de alojamiento en el más decoro­ so hotel—la dichosa papeleta que le quita a un viajero el sueño en su ruta por cualquier parte de España, satu­ rada de turistas, seguidores de equipos de fútbol, cara­ vanas de obreros afiliados a Educación y Descanso y toda clase de gentes que se dan a la geografía—quise encaminarme ante todo a la famosa Plaza Mayor de Trujillo. ¡ Qué calles más llenas de sabor y de tradición las de la patria chica de Francisco Pizarro! Dentro de su arcaísmo, de su contorno sinuoso, de su graciosa estrechez, no dejan de hallarse bien cuida­ das y limpias. En toda Extremadura, sólo en Montijo —que aguarda junto con la ordenación hidráulica de Guadiana del Caudillo y de Valdelacalzada la construc­ ción de su alcantarillado—he visto calles sucias, descui­ dadas y sin barrer. Trujillo, que es una ciudad construida en piedra de arriba abajo, gracias a Dios no encala sus fachadas ni sus escudos. Y así toda ella tiene este sabor antiguo, se­


La ruta de los conquistadores

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ñorial y empacoso realmente envidiable por su recio ca­ rácter hidalgo y noble. Todas las calles de Trujillo conservan sus nombres típicos y unidos a su motivación y significado: Cruces, Zurradores, Azoguejo, Arquillo, Tintoreros, Herreros, A r­ co de Sillería, etc.— : Cruces, porque en ella abundan las cruces; Azoguejo, porque antaño debió de existir alguna fábrica de espejos; Arquillo, debido a un gracioso arco que hay en ella; Herreros, por sus herrerías; Tintore­ ros, por sus tintorerías, centenarias, antiquísimas; Arco de Sillería, por su arco de sillería; Zurradores, por los pequeños establecimientos que zurraban la lana merina, y así por el estilo. Para ir a la Plaza Mayor desde el hotel en la calle de la Merced—que toma su nombre por el convento de monjas mercedarias que allí existe—me metí por la calle Nueva—llena de balcones con flores—y que va a parar a la Placita del Azoguejo; en ella una escalinata de pie­ dra asciende a dos calles frontales a esta placita: la de Tienda y la de Zurradores. Ambas van a desembocar a la Plaza Mayor. UN NEOYORQUINO REGALO A T R U JIL L O LA ESTATUA DE FRA NCISCO PIZARRO .

¡Qué plaza, la Plaza Mayor de Trujillo...! Tal vez una de las más señoriales, más arquetípicas, más hermosas de las villas de España. ¿Es el nombre de Francisco Pizarro el que impresio­ na por sí solo en el espíritu de quien contemple esta plaza, tan ligada al recuerdo y la vida del Conquista­ dor? No sé; pero pocos lugares producen tanta emoción como este de la Plaza Mayor de Trujillo. Entrando en ella por la calle de Tienda lo primero que salta a la vista es la gran estatua del Conquistado^


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del Perú, que tiene por fondo los pórticos de la plaza y la monumental Parroquia de San Martín. Me aproximo a la estatua ecuestre del Conquistador, dando un rodeo por la fuente circular, de piedra, que decora el centro de la plaza. Divulgada a través de fotografías y películas, es har­ to conocida la estatua ecuestre de Francisco Pizarro. El Conquistador a caballo mantiene en la diestra su ti­ zona mientras que con su mano izquierda empuña las bridas de su corcel. La estatua se levanta sobre un pedestal de piedra de unos dos metros de a ltu ra : en uno de sus costados está esculpido el escudo sencillo de los Pizarros. Un pino sinople con fruto de oro en campo de plata con dos osos empinantes que pisan unos pizarros. En el otro costado del pedestal se halla el escudo a mantel con que Car­ los V acrecentó las armas de Francisco Pizarro. En la parte frontal del mismo pedestal una inscrip­ ción reza sencillamente: «Francisco Pizarro, Conquista­ dor del Perú.» En la posterior se lee: «Carlos Rumsy, de Nueva York, Estados Unidos, labró esta estatua. La señora Rum­ sy la donó a la ciudad de Trujillo en 1927.» Sí. Fué nada menos que un neoyorquino puro quien donó a Trujillo la estatua del Conquistador. Este Carlos Rumsy, norteamericano hasta la medu­ la, cayó un día en la afición de leer libros sobre la con­ quista de América. Al conocer la historia y la vida de Francisco Pizarro se entusiasmó con la figura y la re ­ cia personalidad del Conquistador del Perú. Y llevado de su entusiasmo, decidió labrar una estatua de Pizarro para donársela a la ciudad natal del Conquistador. Modeló en barro la gigantesca estatua—un norte­ americano no podía concebir de otra manera las co­ sas— ; fantaseó con la figura del Conquistador, que, en


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realidad, según el rigorismo histórico, nunca llevó en la Conquista ese yelmo con plumas que Rumsy y al­ gunos pintores le han colocado, y mandó fundir en bronce, en París, su modelado. No pudo venir personalmente a Trujillo para hacer entrega de la estatua, y su esposa Mary le representó en aquel acto. Rumsy no se contentó con donar a Trujillo la esta­ tua de Pizarro. sino que mandó fundir otra, también en bronce, con el mismo molde, para regalársela a Lima. Así, los peruanos que visitan a Trujillo en viaje de devoción hacia el fundador de Lima, se encuentran con que en la ciudad extremeña se yergue la misma esta­ tua que se levanta en el corazón de Perú a su Conquis­ tador. Es admirable lo bien emplazada que se halla la es­ tatua de Pizarro en esta maravillosa Plaza Mayor. Fué el arquitecto Muguruza quien determinó el emplaza­ miento, tras largo y detenido estudio y la introducción de unas pequeñas transformaciones en la misma plaza, respetándose la fuente circular, de diecinueve caños, y de la que tan orgullosos se sienten los trujillanos.

DESOLADOR A SPECTO

EN

EL

IN T E R IO R

DEL PALACIO DE PIZA RRO .

A la izquierda de la Plaza Mayor, esquina a las ca­ lles de Carnicería y del Mercado, se alza el enorme p a­ lacio del Marqués de la Conquista, el palacio que por encargo de Francisco Pizarro construyó su hermano Gonzalo. ¡Qué enorme contraste el de la soberbia fachada plateresca, con el desolador aspecto que ofrece el pala­ cio en su interior!


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¡Cuánto afán puso el Conquistador del Perú, y cuán­ tas ilusiones en la construcción de este 'palacio! Aparece muy clara y definida la historia del sober­ bio edificio. Y aquélla arranca de los dos testamentos que hizo Pizarro, el primero en 1537 y el segundo dos años después. E ntre estos testamentos ocurrió la muerte de Alma­ gro a manos de Hernando Pizarro, el hermano mayor del Conquistador, muerte que jamás perdonaron los almagristas hasta vengarla en la misma figura del Conquis­ tador. En estos testamentos, entre otras cláusulas—la terce­ ra—, Francisco Pizarro ordenaba a su hermano que com­ prase las casas que «están linderas a la casa de nuestro padre» y la de otros vecinos que detalla con singular memoria y precisión y que son las de la «facera de la plaza en la colación del Señor San Martín», esto es, la parroquia de Trujillo. Antes de regresar a Trujillo en 1570, Gonzalo Piza­ rro sufrió veintiún largos años de prisión en el Castillo de la Mota, como consecuencia de los pleitos almagristas. Pero, una vez en libertad, su prim er cuidado fué edificar el palacio encargado por su hermano y que de­ bió de term inarse hacia 1581 ó 1582. Sorprende la estrechez del patio del palacio, pero ello es debido a la falta de espacio de que pudo disponer el arquitecto al proyectarlo y construirlo. Pero mucho más sorprenden, como he dicho, el aban­ dono y la desolación en que hoy se encuentra el palacio del Marqués de la Conquista. Hasta finales del siglo pasado lo han venido habitan­ do los sucesores y descendientes de los Pizarros. Su úl­ timo morador fué don Jacinto Pizarro Orellana y Díaz, quien precisamente temeroso—en vano—de que los mu­ ros del palacio se cuartearan, mandó colocar unos tiran­


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tes, adornos estrambóticos que chocan con la recia seve­ ridad de los vetustos muros. El palacio sigue siendo, sin embargo, propiedad de un descendiente directo del Conquistador, el actual Con­ de de Antillón, pero que no lo habita. Prácticamente está totalmente inhabitado el históri­ co recinto de los Pizarros. Prácticamente, aun cuando al­ gunas de sus estancias, en el piso superior—las que dan a la plaza—, hayan sido habilitadas para las oficinas de la Sección Femenina de la Falange trujillana. Y en un par de habitaciones de la fachada que da a la calle de Carnicería habita una viuda con dos hijos. Ellos son los únicos que hoy duermen bajo el techo de los Pizarros, en tanto que el resto de las estancias del palacio presenta el más desolador de los aspectos: va­ cío, descascarilladas sus paredes y techos, casi levantado el tillado de sus suelos. Ni un mueble, ni una cortina, ni una alfom bra: nada que dé sensación de que por allí desfiló la vida de los descendientes del hermano del Conquistador del P e rú : sólo vacío, tristeza y silencio, el silencio que únicamente turba por las mañanas el tecleo de la máquina de escri­ bir de las chicas de la Sección Femenina.

NINGUN CIOS»

TRUJILLANO, SIQUIERA,

NI

SIENTEN

LOS

«F E N I­

LA

TENTA­

CION DE AMERICA.

En este silencio y en esta desolación y abandono que reinan en el palacio de los Pizarros puede decirse que term ina la inquietud y ía ambición de los trujillanos por la América de hoy. Ningún paisano de Pizarro—y de Orellana, porque de Trujillo era también el fabuloso hombre del Amazonas.


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de quien después hablaré—siente ya tentación de irse a la nueva conquista de América. Salvo en Barcarrota, donde se da aún una pequeña corriente emigratoria hacia América, casi en ningún pue­ blo, villa o ciudad de Extrem adura se siente interés por marchar al otro lado del m ar y probar fortuna en las tierras que conquistaran los hombres extremeños del xvi. Y en Trujillo ni siquiera los «fenicios», algo desaco­ modados en la ciudad de Francisco Pizarro y Francisco de Orellana, desean en absoluto cruzar el charco y ver si la suerte les favorece en cualquier país hispanoame­ ricano. ¿Los «fenicios»? S í; de ese modo llaman los trujillanos, que son or­ gullosos, altivos, justamente pagados de su ascendencia histórica, a ciertos inmigrantes que acudieron a su ciu­ dad huyendo de los tiempos auténticamente decadentes y malos para España: los de la República. Los «feni­ cios» se acomodaron en Truiillo poco después de 1931, huyendo de otras regiones ásperas e incómodas para la vida. Levantaron unas casas en el mismo Trujillo «casas de mal gusto, ridiculas», según los paisanos de Pizarro, y allí se han quedado. Algunos de sus hijos se han ca­ sado con trujillanas, por lo que los lazos se han estre­ chado al formarse una nueva generación que ya no re­ conoce estas separaciones espirituales, pero para los de Trujillo siempre serán «fenicios»—una especie de invaso­ res acomodados—, estos neotrujillanos, quienes a su vez, como digo, tampoco sienten tentación alguna por «hacer la América». No obstante, el culto a Orellana y Pizarro está vivo, latente, perenne, en el corazón de todos los de Trujillo, que muestran con orgullo sus monumentos, sus vesti­ gios históricos, sus piedras, y que darían cualquier cosa por poder enseñar algún día, cuando esté plena y docu­


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m entalm ente dem ostrado, la verdadera casa natal de Francisco Pizarro. Ahí está; porque Trujillo no quiere adornarse con plumas ajenas y, sintiendo un extraordinario rigorismo histórico, no muestra «casas natales» sin tener absolu­ ta conciencia de ello. ¿Pero podrá encontrarse algún día el lugar donde se alzó la casa natal de Francisco Pizarro? Tal vez no se ande lejos de saberlo; depende de que se aclare la historia de Juan Casco, una historia llena de particularidades, de interés humano y que prefiero narrársela a ustedes en capítulo aparte, con el detalle que merece, porque por ahí puede irse al camino del des­ cubrimiento de la casa natal del Conquistador de Perú.


CAPITULO

XIX

LA HISTORIA DE JUAN CASCO Y SU RELACION CON LA CASA NATAL DE FRANCISCO PIZARRO



¿Quién era este Juan Casco de Trujillo? ¿Qué relación tenía con Francisco Pizarro? ¿Por qué, a través de la historia de su vida, puede darse con el hallazgo de la casa natal del Conquistador del Perú? El relato que sigue a continuación me lo hizo, en aquella mañana lluviosa en que yo llegué a Trujillo, el Archivero Municipal de la ciudad1, don Juan Tena, fuen­ te humana inagotable de documentos en torno a las fi­ guras históricas que vieron la luz primera en esta her­ mosa ciudad extremeña. Fui a buscar a don Juan Tena al Ayuntamiento de Trujillo, edificio de piedra que data de 1586. (Todo Trujillo es piedra pura. Por la abundancia de sus fa­ chadas solemnes, cargadas de escudos heráldicos, y por la riqueza y antigüedad de sus iglesias, bien puedie con­ siderarse a la ciudad natal de Pizarro como un Santillana del Mar en grande y como un Toledo en pequeño.) Bien pude haberme ahorrado la vuelta que di, alre­ dedor del Trujillo de Pizarro para ir al Ayuntamiento en busca de don Juan Tena. (La patria del Conquista­ dor está dividida en dos zonas: la «Villa» y la «Ciudad». La «Villa» la constituye el Trujillo anterior a Pizarro,


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en tanto que la «ciudad» lo forma el Trujillo de los tiempos del Conquistador y los posteriores a él. Aún habrá pronto un tercer Trujillo moderno: el que se está levantando a la entrada de la carretera de Cáceres a Madrid.) Pude haberme ahorrado este rodeo, digo, porque no me di cuenta de que desde mi hotel a la Plaza del Ayunta­ miento no mediaba sino la Plaza del Correo y la igle­ sia de San Francisco, frente a la cual se levanta el edi­ ficio de1 Concejo municipal. Pero ello me valió poner­ me en contacto con el Trujillo pintoresco. Y, mientras reposaba del largo rodeo, sentado ante don Juan Tena, de espaldas al enorme archivo muni­ cipal de Trujillo—depósito valiosísimo de documentos en cuanto se refiere a la historia de Pizarro, Orellana, García de Paredes, Vargas Núñez, Saz-Orozco, Francis­ co de las Casas, etc.—, fui escuchando la historia de Juan Casco y su relación con la casa natal del Conquis­ tador del Perú.

LA CASA NATAL DE PIZARRO NO E S LA QUE EL TURISM O REPROD UCE Y SEÑALA EN S U S FO LLETO S.

Sí. ¿Quién era Juan Casco? ¡Pues el hombre en cuya casa nació nada menas que Francisco Pizarro! Y se sabe que Pizarro nació en casa de Casco, por­ que así lo declaró éste en el expediente que se abrió en 1530 para conceder el hábito de Santiago al Pri­ mer marqués de la Conquista. Bien claro lo afirmó Casco cuando, al preguntarle si conocía a Francisco Pi­ zarro, contestó: «¡Vaya si le conoceré; como que nació en mí casa!»


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De modo que aquélla era la primera pista para dar con la casa natal del Conquistador, porque la que el tu ­ rismo y el vulgo enseñan como tal, no es, ni mucho me­ nos, la que viera nacer a Pizarro; tampoco fué el solar de su familia. El error parte de varias particularidades. Esta casa que, como insisto, el turismo muestra como la natal de Pizarro (al menos así figura en sus folletos), era la casa de un Francisco Pizarro de Hinojosa, pariente co­ lateral del Conquistador, que partió con don Juan de Austria a la guerra de las Alpujarras con las cincuen­ ta lanzas que Felipe II pidió a Trujillo. Este Pizarro de Hinojosa murió en esa guerra. En su testamento des­ cribió su casa, localizándola, deslindándola perfectamen­ te. Al ser hallado este testamento en el Archivo munici­ pal de Trujillo, se vió que era error el haber tomado la suya como la casa natal de su pariente Francisco Pi­ zarro. Otra particularidad que inducía a error es que esta casa de don Francisco Pizarro de Hinojosa ostentaba—y sigue ostentándolo—en su fachada el original escudo de los Pizarras: el pino sinople con los dos osos empinan­ tes pisando unos pizarras. (Rosa Arciniega, periodista y escritora, autora de una biografía de Pizarro, publi­ cada en Santiago de Chile, se retrató muy ufana ante esta casa, tomándola como la solariega del Conquista­ dor, foto que aparece como una de las ilustraciones de su libro.) Así, pues, si estaba demostrado que la que se venía tomando como casa natal de Francisco de Pizarro no era tal, y si posteriormente al hallar el expediente de concesión del hábito de Santiago al Conquistador se dio con aquella term inante declaración de Juan Casco: «¡Vaya si le conoceré yo, por cuanto que nació en mi casa», lo que debía hacerse era dar con el paradero 15


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Mier

de la casa de Juan Casco. ¡Y aquélla sí que sería, por lo tanto, la casa natal de Francisco Pizarro! La perseverante labor investigadora de don Juan Te­ na acabó por dar un día, en el archivo municipal trujillano, con un documento muy significativo. Se trataba de una cédula de Carlos V por la que el Em perador mandaba al Concejo de Trujillo que cediese un solar, cuyos límites describe la cédula, a fin de que en este solar se construyera una casa. ¿Pero para quién sería esta casa que el Emperador tenía tanto empeño en que se levantara? Bien claros estaban, sin embargo, los límites del so­ lar que describía la cédula imperial. Y así fácilmente fueron reconocibles por el investigador don Juan Te­ na : estos límites correspondían al antiguo ejido de Tru­ jillo. Ejido en donde hoy se encuentra la finca de don Santiago Martínez Núñez, propietario adinerado de Tru­ jillo, que posee una casona solariega en dicha finca. ¡Y a esta casona se la conoce por «Casona de Casco»! A la finca de Martínez Núñez se encaminó, pues, don Juan Tena. Examinó la llamada «Casona de Casco» y en uno de los muros halló una lápida que decía: «Esta ca­ pilla y este crucifijo hizo doña Inés Pizarro, hija de Gon­ zalo, en 1562.» Aún quedaban otros dos descubrimientos sorprenden­ tes: incrustados en el muro del actual pajar de la ca­ sona se hallaban dos escudos: uno, el de la familia de los Pizarras, y otro, el de la familia de los Hinojosas. Pero siguieron más descubrimientos reveladores: abandonados en un prado cercano a la casona, don Juan Tena halló otros dos escudos, ya de las alianzas de las dos familias: la Pizarro con la Hinojosa, por lo que se deducía que ambas habían afincado en aquel lugar.


La ruta de los conquistadores

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¿ S E HA DADO, ENTONCES, CON EL PARA­ DERO DE LA CASA DONDE NACIO EL CON­ QUISTADOR DEL PERU?

¿Pero quién era esa doña Inés Pizarro, cuya capilla y crucifijo hizo edificar en aquel lugar? Doña Inés Pizarro era hija de don Gonzalo Pizarro, hermano del Conquistador, y que matrimonió con un capitán, también de la Conquista del Perú, de familia muy noble: don Francisco de Hinojosa. ¿Qué significado tenía allí, en ese ejido, la casa de doña Inés Pizarro? Aquí es donde se inicia la tesis del investigador don Juan Tena y que viene a parar en lo de la casa natal de Francisco de Pizarro. La cosa fué así: pocos años antes de morirse, Car­ los V, arrepentido de la gran severidad con que había obrado para con los hermanos del conquistador del Pe­ rú, y temeroso de que pudiera encenderse una nueva guerra civil en aquel reino entre pizarristas y almagristas, ordenó regresar a España a doña Inés Pizarro, la hija de don Gonzalo Pizarro, y esposa del capitán H i­ nojosa. Carlos V temía que doña Inés pudiera servir de pretexto para una nueva contienda civil, y a fin de evi­ tar que esta dama hiciera de manzana de la discordia ordenó, como queda dicho, su regreso a España. Pero ¿dónde situar a doña Inés Pizarro? Nada me­ jor que en Trujillo. ¿Y de quién fiarse en Trujillo para que velara por la sobrina del Conquistador? Sin duda, los agentes del Emperador se pusieron en contacto con el vecino de Trujillo Juan Casco, íntimo de los Pizarros y a quien éstos habían favorecido con el


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oro de la Conquista. Juan Casco, que había sido moli­ nero, vivía ya muy anciano y enriquecido cuando qui­ zá Carlos V le mandó llamar y le confió su propósito de hacer venir a España a doña Inés Pizarro. La lógica ha­ ce suponer que Juan Casco señalara los linderos de su casa como lugar adecuado para que se levantase allí la casa donde debiera habitar doña Inés. Carlos V debió de acceder a la petición de Juan Cas­ co y fué entonces cuando dictó su Real Cédula orde­ nando al Concejo de Trujillo que cediese los terrenos en donde había de alzarse una casa. En efecto, la casa se alzó allí, en ese ejido, delimi­ tado por la Real Cédula de Carlos V, como lo prueban además la lápida y los escudos encontrados en dicho lugar. ¿Pero y la casa de Juan Casco? Si el íntimo de los Pizarros, el molinero en cuya casa nació el Conquistador del Perú, hizo escoger aquel ejido como lugar apropiado para edificar en ella la casa de un Pizarro, fué sin duda porque él no debía de vivir muy lejos de dicho lugar. ¿Es la casa de Juan Casco la hoy conocida por «Ca­ sona de Casco?» ¡ ¡Entonces aquélla es la casa en donde nació F ran ­ cisco Pizarro, Conquistador de P e rú !! Pero mirados los hechos con rigorismo histórico, na­ da de esta curiosísima tesis de don Juan Tena puede aceptarse como definitiva y probatoria. Don Juan Tena no oculta a nadie la historia de sus investigaciones y descubrimientos. Cuando en 1940 don Raúl Porras, que posteriormente fué Embajador de Perú en España, estuvo en Trujillo, don Juan Tena le expli­ có su tesis sobre la casa de Casco-Pizarro. Mas el his­ toriador y ex embajador peruano aseguraba—y asegura— que él poseía otras pruebas convincentes sobre el ver­


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dadero lugar donde se encuentra la casa natal del Con­ quistador. ¿Qué pruebas son ésas? Don Raúl Porras no las quiso enseñar ni dejar en­ trever. Con su muy lógico celo investigador, no desea que alguien pueda apoderarse del secreto que él posee. Y así quizá un día sepamos por quien tan dignísimamente representó a Perú en España dónde está encla­ vada la casa natal de Francisco Pizarro. Mientras tanto ¡ojo a los cicerones de pega y a los folletos de Turismo! La casa «natal» de Pizarro—o la casa de los Pizarros como tal rezan los folletos del tu rismo—no es tal casa natal ni tal casa solariega de los Pizarros, sino la casa—sí, de valioso recuerdo histórico— de un valiente capitán de los Tercios españoles llamado Francisco Pizarro de Hinojosa, que murió con las bo­ tas puestas en la guerra de las Alpujarras y cuyo cuer­ po reposa en el Convento de las Religiosas Jerónimas, situado frente por frente a la que fué en vida morada del bravo capitán. A FALTA NATAL

DE SEGURIDAD

DE PIZARRO,

EN

LA

TRUJILLO

CASA M UES­

TRA AQUELLA EN LA QUE NACIO ORELLANA.

Pero a falta de seguridad en poder mostrar la casa natal de Pizarro, Trujillo enseña con orgullo aquella en que nació Francisco de Orellana, el hombre del Ama­ zonas. ¡Casi nadie, Francisco de Orellana! ¡El capitán de Gonzalo Pizarro, el hombre que si­ guiendo el camino de la canela recorrió con sus m en­ guadas huestes, sus bravos «chapetones», el fantástico curso del Amazonas!


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de

M ie r

Sobre su casa natal no hay duda. Todo el mundo pue­ de verla en lo alto de la empinada y antiquísima calle Santa María, camino de la «villa» trujillana, hacia la iglesia de Santa María la Mayor, en una de cuyas naves —la del lado de la epístola— reposan los restos de otro trujillano fabuloso, nada menos que Diego García de Paredes, y en cuyo baptisterio recibió las aguas bautis­ males Francisco Pizarro. ¡No hay rincón de Trujillo que no esté ligado al re­ cuerdo de una gran figura de la Historia de España! Así no es de extrañar que no exista la menor lápida en la fachada—lisa, de piedra, formada con un arco oji­ val, blanqueados sus bordes de cal—de la casa donde nació Francisco de Orellana, el dominador del Amazo­ nas. Y es porque todo Trujillo está cargado de historia y no da demasiada importancia a contar entre sus hijos a un Conquistador más, aunque éste sea de la misma ta ­ lla y temple de un Orellana. Mucho más empaque—que para esto se hizo, claro está, con el oro sudado en el Amazonas y en Perú—tie­ ne el palacio de los descendientes de Francisco de Orellana. En su enorme fachada ostenta el soberbio escudo de los Orellana-Pizarro. El palacio lo habitan dos descendientes del descu­ bridor del Amazonas: doña Lucía Orellana Pizarro Nú­ ñez, descendiente también del Conquistador del Perú, y su hermana, la señora viuda del Marqués de Borja, general de Aviación. Otro descendiente de Francisco de Orellana, el Viz­ conde de Amaya, vive en Barcelona, donde desempeña un modesto empleo burocrático. Una prima de estas damas es doña María de Orellana Pizarro y Ulloa, que es quien posee en la actualidad el título de Marquesa de la Conquista, título heredado por los descendientes de Francisco Pizarro.


La ruta de los conquistadores

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Salvo los descendientes de Francisco de Orellana, casi ninguno de los grandes nobles oriundos de Truji­ llo habita en esta ciudad, tan llena de palacios histó­ ricos. Pero en Trujillo parece existir, más que un absen­ tismo, un indiferentismo por los grandes palacios y las moradas históricas de la ciudad. Al menos hasta antes de nuestra Guerra de Liberación era fácil conseguir, por poco dinero, la propiedad de uno de estos recintos que los herederos de las grandes figuras históricas vendían con alegre desprendimiento. Dejaré para el próximo capítulo el relato de la suer­ te que corrió la casa de los Mendozas, familia de famo­ sos trujillanos capitanes de los Tercios de Flandes.

YA NO SE JUEGA AL «CAÑ E» COMO CUAN­ DO ESTUVO DON MIGUEL DE UNAMUNO.

Entre palacio y palacio, el Trujillo «moderno»—el de los tiempos de Pizarro a hoy en día—se distingue de la «villa» antigua por el bullicio que reina en sus ca­ lles. Para los trujillanos todavía es poca esta animación de ahora y echan la culpa de este decrecimiento de la importancia de su ciudad nada menos que a las bue­ nas comunicaciones creadas por la Dictadura y el Mo­ vimiento en la provincia de Cáceres, porque así los h a­ bitantes de los pueblos vecinos no tienen que acudir a Trujillo como antes para adquirir los útiles de la vida campesina que van desde los alimentos a las herram ien­ tas de trabajo, pasando por las telas, calzado y otros productos de la industria propia de Trujillo. Quizá sea exagerada esta afirmación hecha por los trujillanos, porque yo vi estupendos comercios en la ciudad de Pizarro—iluminados con la dominadora luz


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fluorescente—y un par de joyerías y platerías. Y, ami­ gos, esto de vender relojes de oro, cucharas de plata y joyas no es índice alguno de decadencia en el comercio de una ciudad. ¡Cuán distinta me pareció Trujillo de como la des­ cribió don Miguel de Unamuno en Por tierra.<? de Por­ tugal y de España! Para Unamuno, en aquel viaje suyo, casi toda la ac­ tividad de los trujilianos se centraba en jugar al «cañé» junto a las murallas y bajo unas ruinosas arcadas. De seguro que, si todo hubiera sido «cañé» para los trujillanos de nuestra guerra para acá, no hubieran levan­ tado en su ciudad el silo soberbio que se admira en sus afueras, ni el medio centenar de casas que empiezan a delimitar el nuevo Trujillo; ni sus nuevas fábricas; ni los dos cines que llenan sus localidades con cualquier película de interés; ni la calle de la Merced tendría la actividad automovilística que refleja el ir y venir de las líneas de autobuses de toda la comarca que se comu­ nican con la ciudad natal de Pizarro, ni existiría su Ins­ tituto Laboral Agropecuario, inaugurado en 1950. ¡Ya lo creo que ha cambiado «esta hermosa tierra extremeña», como deseaba Unamuno! Como que ni Pi­ zarro ni Orellana ni García de Paredes, ni los capita­ nes Mendoza, reconocerían los berrocales trujillenses, limpios del monte bajo, lleno de escajos, que hacían improductiva en sus tiempos la famosa legua en re­ dondo de los berrocales del cantar, hoy dedicados a pas­ to por donde vienen y van las sesenta mil ovejas me­ rinas y los quince mil cerdos lampiños, característicos de Trujillo, que forman el censo ganadero del municipio. ¡Ya lo creo que Trujillo se ha sacudido «el paludis­ mo espiritual», esa ciega y loca pasión del juego y se ha elevado a otro nivel de vida como deseara Unamuno!


CAPITULO

XX

MI A D IO S A LA TIERRA DE LOS C ONQUISTADO RES



¡El indiferentismo por los grandes palacios históri­ cos en el Trujillo de Francisco Pizarro! ¿Qué otra cosa puede significar lo que pasó con el palacio del Duque de San Carlos, uno de los más sober­ bios que se levantan en Trujillo en la Plaza Mayor, frente a la iglesia de San Martín? Resulta un poco extraño que uno de los herederos de este histórico palacio no supiera ni siquiera que era suyo. Y así, cuando en una casual ocasión visitó a Tru­ jillo, en la época en que Alfonso X III recorría las Hurdes con el Obispo de Coria, actual Cardenal Segura, este heredero tuvo que preguntar a un guardia municipal quién era cierto trujillano que habitaba «una casita» que él había heredado de su madre. El trujillano era un caballero abogado sin pleitos que, por generosa concesión de la propietaria del pala­ cio de San Carlos, habitaba el recinto. Cuando el here­ dero del palacio preguntó por él—cuya historia sabía por larga tinta—creyéndose que debería de tratarse de algún pobre diablo, se sorprendió al ver que el guardia municipal le indicaba a un caballero que, modestamente vestido, tenía, sin embargo, aire señorial, el aire señorial que tienen todos los trujillanos por los que es difícil no d is­ curra sangre de alguno de los hombres de la Conquista.


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de

M ier

Pero mucho mayor fué el asombro del heredero cuan­ do el caballero trujillano le indicó a su vez el palacio de San Carlos como la «casita» que le había correspondido en herencia. ¡El solar de la familia del heredero! PO R

1936

DOCE MIL EL

DUROS

PALACIO

SE

VENDIA

SOLARIEGO

DE

EN LOS

VARGAS-CARVAJAL.

En honor a la verdad hay que decir que, una vez salido de su asombro, el heredero del palacio del Duque de San Carlos mandó restaurar un poco el solar de los Vargas-Carvajal. En la villa trujillana, aledaña precisamente a la casa que muestran como solar de los Pizarros y que ya dije pertenecía a don Francisco Pizarro de Hinojosa, . se levantaba la casa natal y solariega de los Mendozas, fa­ milia de bravos capitanes trujillanos de los Tercios de Flandes, famosos por su valor, su arrojo y sus hazañas en las guerras de los Países Bajos. Pues bien: bastaron cuarenta duros para desfigurar la fachada, deshacer sus interiores y dejar convertida la casa die los Mendozas, ae recio sabor antañón, en una auténtica birria de gusto obreril, porque fué una familia de obreros los que por tan módico precio pudieron ha­ cerse propietarios de la casa de estos capitanes del Duque de Alba. SIL E N C IO ,

SO LA RES

Y

i.U IN A S

EN

LO

QUE F U E EL BARRIO ARISTOCRATICO Y ANTIGUO DE T R U JIL L O .

Es preferible el silencio, los solares y las ruinas que existen hoy en día en lo que constituyó antiguamente la «villa», el barrio aristocrático del Trujillo anterior a los tiempos de Pizarro.


L a ruta de los conquistadores

237

Salvp la antigua iglesia de Santa María la Mayor, que, aunque desnuda de imáerenes y sin culto, tiene aún vida precisamente porque en ella están enterrados los más ilustres /hijos de Trujillo—desde Diego García de Paredes a doña Juana de Hinojosa, cuñada de Francis­ co Pizarro, pasando por Calderones, Orellanas, Vargas, Gaetes, Altamiranos, etc.—, casi toda la «villa» cercana al castillo está envuelta en silencio. Callejas que antaño recorrerían los Templarios, Al­ fonso el Onceno, Juan II, Enrique IV, don Alvaro de Luna, el Marqués de Villena, camino del castillo, al­ bergue de reyes y maestres de Ordenes Militares, son h o y en día solares cubiertos de hierba, separados entre sí apenas por una hilera de piedras. Y esto es preferible a que en estos solares se con­ sienta edificar casas de horrible gusto moderno o de pobretona arquitectura obreril. No sé si esta zona es una zona decretada «tabú» por el Municipio trujillano o por la Dirección General de Bellas Artes, como la famosa zona «tabú» del Mérida romano. Pero está bien este silen­ cio, estos campos de soledad, como el de los «mustios co­ llados de la Itálica famosa». Preferibles a chafarrinones como el grupo escolar, modernísimo, levantado en la Alcazaba de Jerez de los Caballeros. Independiente de la riqueza arquitectónica de Santa María la Mayor—encaramada en lo alto de la loma sobre la que se asentaba la «villa» del Turgalium romano y el Torgiela árabe, de donde derivó la denominación del Trujillo cristiano—esta monumental iglesia conserva en su baptisterio la pila bautismal donde Francisco Piza­ rro recibió las aguas purificadoras del pecado original. Ninguna lápida ni inscripción recuerdan el hecho. Tan sólo, colgados de sendos clavos, permanecen allí unas coronas de laurel que, en 1941, colocaron como ofrenda el Perú y los descendientes del Conquistador.


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Waldo

de

Mier

Se entra en la «villa» por una empinada cuesta—la de las Palomas o la de Santa María—suavizada por an­ chos escalones de piedra, cubiertos de hierba. A medida que se llega a la cumbre, donde está la iglesia de Santa María la Mayor, se distinguen con claridad las m ura­ llas almenadas que cerraban la «villa» a la que se ascien­ de por un arco de ojiva, una de las siete puertas que la franqueaban. Las casuchas que rodean a la iglesia en la plaza de las Palomas están habitadas en su mayoría por obreros o por gitanos. Como ocurre en casi todos los pueblos históricos de Extremadura, el antiguo barrio aristocrá­ tico se halla hoy poblado por las gentes más humildes y miserables. POR ESE CAMINO SE FUE PIZARRO A SE ­ VILLA

EN

BUSCA

DE

LAS

NAVES

DE

OJEDA.

Don Juan Tena me esperaba en el Castillo donde es­ tán haciéndose unas restauraciones para entronizar allí la Virgen de la Victoria, muy venerada en Trujillo, patrona de la ciudad. Me encaramé a una de las torres almenadas para contemplar desde allí la panorámica de los alrededores de Trujillo. Por el Norte, con fondo de los gruesos nu­ barrones que van dejando limpio el cielo extremeño, se extienden las estribaciones de los montes de Toledo. Se oían largos balidos y todo el campo estaba lleno del campaneo de los esquilones de los rebaños merinos que regresaban a sus rediles. Trujillo, a los pies del Castillo, muestra el hueco de su Plaza Mayor. El penacho de plumas de la estatua de Pizarro asoma por entre el tejado de una casa. Desde aquí se ven las sinuosas calles que van a parar a la


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plaza donde se asientan palacios antiguos, el de Ñuño de Echa ve, donde se alojó Carlos V cuando fué a casar­ se con doña Isabel de Portugal y el de Francisco de las Casas, trujillano de nacimiento, soldado fiel de Hernán Cortés que se casó con una hija natural de éste, los SazOrozco. ¡ Palacios hoy deshabitados en su m ayoría! Cuando bajé de mi excursión por las almenadas to­ rres, don Juan Tena me señaló hacia el sur de Trujillo, indicándome un caminejo. — ¿Ve ese camino? ¡Por ahí se marchó Pizarro a la conquista del Perú! Y, no sé por qué, me corrió un escalofrío de emoción. ¡Era tan fácil imaginarse a Francisco Pizarro a pie por ese mismo caminejo, hacia Sevilla, en busca de las naves— ¿de Ojeda?—que partirían para las «Indias» re­ cién descubiertas por Cristóbal Colón...! El camino corre por entre los famosos berrocales que rodean a Trujillo—y que desde la altura del castillo se dominan perfectamente—■. A medio kilómetro de Truji­ llo, yendo a la ciudad, a la derecha de este camino, se levanta la ermita de Santa Ana, y frente a ella el Pósito de Cereales fundado por el Obispo de Plasencia don Francisco Lasso de la Vega a principios del siglo xvin. E ntre la Erm ita y el Pósito estaba el Humilladero, obra del arquitecto don Francisco Becerra, autor de la catedral de Méjico y de Lima. En este humilladero se postraban los conquistadores cuando iban y venían de sus conquistas. ¿Reconocería hoy Pizarro este mismo camino por el que él partió para la conquista del Perú? Difícil le se­ ría reconocerlo, limpios sus alrededores del monte bajo, que los hacían improductivos. ¡Y cuanto menos podría reconocer poco más allá del Pósito, construido posterior a sus tiempos, el soberbio Silo de cereales levantado por


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el Instituto Nacional del Trigo, verdadero rascacielos para almacenar los cereales cosechados en la Extrem a­ dura alta! De regreso a Trujillo, a la caída de la tarde, rodean­ do los silenciosos solares de esta parte de la «villa», vol­ ví a contemplar los macizos de la Sierra de Montánchez por la parte contraria a como la vi desde el castillo de Medellín. Antes de volver a pasar por frente a la iglesia de Santa María la Mayor, don Juan Tena me indicó hacia el oeste de Trujillo una pequeña alameda donde se alza un caserío en las orillas del Magasca. ¿Sabe qué caserío es ése? ¡Pues la casa de Casco! Allí estaban los molinos del tiempo de Pizarro, y no lejos de ahí debió de existir la casa donde nació el Con­ quistador! Va oscureciendo poco a poco a medida que bajamos a Trujillo, pasando por la famosa Puerta de Santiago, que se abre entre dos torres del siglo x m : una, la die la derecha, perteneciente a la iglesia de Santiago, el Tem­ plo de las Ordenes Militares en que se conserva la ima­ gen bizantina que veneraron los Templarios en La Co­ ronada y la de la izquierda, que pertenece a la Casa Fuerte del linaje de Luis de Chaves, el viejo. Cuando llegamos frente al palacio de Francisco de las Casas, el trujillano capitán de Cortés, famoso por su comportamiento en la «Noche Triste» de la retirada de Méjico, sentimos tentación de visitar la mansión que construyeran los nietos de Hernán Cortés, los hijos que este Las Casas tuvo con una hija del Conquistador. Sólo vimos la sala grande de la casa, que para no mostrarla desnuda—amplísima, con enormes miradores que dan a la Plaza Mayor—su actual propietario, que reside naturalmente en Madrid, la ha decorado con unos muebles que intentan recordar algo el estilo renacentis­


L a ruta de los conquistadores

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ta, al menos, entonados con el carácter de la mansión. En el zaguán me despedí de don Juan Tena, que re­ gresaba a su casa. Y solo, volví a emprender mi última peregrinación, ya nocturna, por el Trujillo de Pizarro, Orellana y Diego García de Paredes. Todavía me quedé un largo rato admirando la Pla­ za Mayor, por detrás de la estatua de Pizarro, teniendo a mi izquierda la iglesia de San Martín, el palacio del Duque de San Carlos, el Arco de Sillería en cuyo flanco se levanta la que fué señorial mansión de los VargasSotomayor, de chocante traza florentina. Lanzo una úl­ tima mirada de despedida al desierto y abandonado pa­ lacio del Marqués de la Conquista, bañado por los re­ flejos de la luz fluorescente de un escaparate.

LA RIADA TURISTICA ANGLOAMERICANA INVADE A TRUJILLO.

¡Qué difícil resulta despedirse de esta plaza de Tru­ jillo! Mis postreros momentos trujíllanos, antes de reti­ rarme al hotel para dormir temprano, puesto que debo madrugar para coger el autobús a Madrid, los paso en un café de la Plaza Mayor. No sé si, en realidad, me he metido en el Casino. En todo caso, a estas horas se ve poca gente por las calles y en el café. Y es que los trujillanos están en sus cines, entusiasmados con alguna película de Hollywood, te r­ minada su jornada de trabajo. Sólo unas cuantas parejas de novios, amándose a la moderna, constituyen conmigo la clientela del café. La radio emite las notas lánguidas del Never again canta­ do por Frank Sinatra. Afuera aún no se han apagado las luces de los escaparates, exhibiendo su mercancía. m


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de

M ier

Todo tiene, en fin, el aire de una pequeña ciudad pro­ vinciana a última hora de la tarde; de una ciudad con­ tagiada por las mismas costumbres modernas que ri­ gen la vida de una gran capital: el cine, el breve paseo, el aperitivo y a casa, a cenar. Camino del hotel, calle de Tienda, plaza del Azoguejo abajo, por la calle Nueva, queda a mano derecha la ca­ lle de Guía. Me detengo a contemplar la imagen de Nuestra Señora de la Guía, colocada en un pequeño ni­ cho en la parte exterior del ábside de la iglesia de San Francisco. Esta imagen románica de la Virgen de la Guía—ima­ gen horriblemente dada de color por una mano desgra­ ciadamente dedicada al arte—era veneradísima por Pi­ zarro. En el arzón de su silla llevaba una reproducción de la imagen, y esta reproducción la regaló a doña Ju a ­ na la Loca cuando recogió de ésta en Tordesillas las Ca­ pitulaciones para la conquista del Perú. A su vez doña Juana la Loca donó la imagen al pueblo de Tordesillas, que quería, en aquellos días en que yo estuve en Trujillo, coronarla, colocarle el fajín de Capitán General y hacer­ la su patrona. Pero les falta dar con un documento que pruebe, fehacientemente, que en efecto Pizarro donó esa imagen a doña Juana la Loca. Al llegar al hotel me encuentro con una pequeña ca­ ravana de turistas ingleses y americanos. Trujillo tam­ poco escapa a la ávida curiosidad de la invasión turís­ tica. Las únicas palabras que se oyeron en español aque­ lla noche en el hotel de la ciudad de Pizarro fueron las que yo crucé con el camarero. Así me expliqué que en el vestíbulo del hotel hu­ biera, sobre una mesita, tantas revistas cursilonas in­ glesas: Good Taste¡ Ladies Journal, Wornan and Home y otras por el estilo. En un principio creí que eran revis­


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tas abandonadas por las clientes inglesas, pero me dije­ ron que el hotel estaba suscrito directamente a estos magazines editados para solteronas británicas. M ientras que ni en la casa natal de Francisco de Orellana, ni ante la pila bautismal de Francisco Piza­ rro, ni en tantos otros lugares históricos de Trujillo existe una lápida conmemorativa, en el hotel se pusie­ ron en cambio muy contentos porque en dos ocasiones merendó allí don Alfonso X III. Y para conmemorarlo, han colocado una lápida de metal que recuerda, en lar­ ga inscripción, el hecho. Así los turistas ingleses y ame­ ricanos que cenaron a mi alrededor aquella noche, lo primero que supieron de Trujillo fué que en ese mismo comedor sorbió un chocolate el último soberano espa­ ñol, en tanto que si siguen a cualquier cicerone im­ provisado o se dejan fiar de su Baedeker no sabrán cuál fué la casa natal de Orellana, tomarán la de Piza­ rro de Hinojosa por la del Conquistador del Perú y pa­ sarán de largo, sin saberlo, por otros tantos edificios históricos de Trujillo.

ADIOS A LA EXTREMADURA DE LOS CON­ QUISTADORES.

Con la misma precisión matemática de todos los días llegó a la hora fijada el autobús-pullman de la línea Cáceres-Madrid que hace parada en Trujillo. A poco de acomodarme emprendió la marcha otra vez. ¡Adiós a la Extrem adura de los Conquistadores! i Adiós a la tierra de Pizarro, de H ernán Cortés, de Núñez de Balboa, de Hernando de Soto, de Pedro de Alva­ rado, de Pedro de Valdivia y de Francisco de Orellana! ¡ Adiós a la tierra extremeña de tantos y tantos hom ­ bres que fueron a la conquista, arrastrados por la fama


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de sus paisanos, hombres anónimos, «chapetones» valien­ tes, fieles y leales soldados de las grandes figuras de la Conquista! ¡Un viaje inolvidable por esta Extrem adura m altra­ tada y difamada por los escritores viajeros que la con­ templaron con ojos de antipatía, de mal humor, de mio­ pía histórica o recelo! ¡Un viaje inolvidable por esta tierra de Conquistado­ res, llamada a convertirse dentro de unos años en el pa­ raíso de España!

F IN


I NDI CE



Páginas

Dedicatoria a la juventud hispanoam ericana........ In troducción ................................................................ Cap . I.—Oliva de la Frontera, el supuesto pueblo natal de Cristóbal Colón ... — II.—El misterio de las siglas de Colón. III.—Las significativas pinturas en el San­ tuario de la Virgen de Gracia de Oliva .................................................... IV.—El.famoso y discutido tipo extreme­ ño de Colón ....................................... V.—Jerez de los Caballeros, cuna (?) de Vasco Núñez de B a lb o a ................... VI.—Por qué Jerez de los Caballeros Templarios no tiene un monumento al descubridor del P acífico .............. VII.—Barcarrota, la villa nativa de Her­ nando de Soto, dominador del Missisippí y de La Florida ..................... V III.— ¿Pero es nativo de Barcarrota Her­ nando de Soto? ..................................

9 15 27 37

47 59 69

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91 101


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Indice P áginas

Cap .

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IX.— El transfigurado Badajoz de Pedro de Alvarado ....................................... X.—El Badajoz que no reconocerían ni Alvarado ni los legionarios españo­ les de 1936........................................... XI.—Mérida, futura Valencia del Levante e x tre m eñ o ........................................... XII.—Medellín, enclave estratégico en las guerras de Independencia españolas. X III.—El pueblo natal de Hernán Cortés no ha sido abandonado a su suerte ... XIV.—Aires modernos entre los paisanos del Conquistador de M éjico............. XV.—Villanueva de la Serena, el pueblo que disputó la natalidad de Pedro de V ald iv ia............................................... XVI.—Castuera y la plaza de San Juan donde vivió el conquistador de Chile X V II.— Chistus vascos en el barrio de Pedro de V a ld iv ia......................................... XVIII.—Trujillo, cuna de hombres portento­ sos ........................................................ XIX.—La historia de Juan Casco y su rela­ ción con la casa natal de Francisco P iz a rro ................................................ XX.—Mi adiiós a la tierra de los Conquista­ dores ....................................................

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OTRAS OBRAS D E L AUTOR

Héroes, aventureros y espías en la segunda guerra mundial, Editorial E. P. E. S. A. Madrid. Los atlas desparejados, novela. Editorial Calleja. Madrid. El escaparate de Goula, cuentos. Editorial Cantabria. Santander. Los aventureros fantásticos del siglo XX, biografías de los grandes hombres de acción. (En prensa.) España cambia de piel. (En prensa.)



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D E M C M L I V , VÍSPERA DE LA ADORACIÓN

DE

LOS

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