TIC-TAC

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Tic, tac. Tic, tac.

Ana Mª Pérez-Cejuela


No sé por qué no puedo levantarme. Por qué no puedo moverme. Quizá es que no me atrevo. Se me han acabado las fuerzas de seguir luchando. No puedo más. No puedo. Crick. ¿Qué es eso? Ah, vale, he sido yo. Qué susto. No sé si estoy preparada para que llegue. Sé que, pase lo que pase, he sido yo. Yo he tenido la culpa. Pero ya no puedo seguir. Esta vez no es solo por mí. Que conste que por eso lo hago. Por eso y porque, si no, la próxima vez que pase lo de ayer no sé si podré volver a planteármelo. Voy a por las cosas, sí, es lo mejor. Es que ay, Dios mío, fíjate, qué cara. Parezco otra. Es horrible. Ya no es el dolor, que creo que llevo tanto aguantado que el dolor que debería sentir ni lo siento. Pero es que los insultos... Los gritos, las amenazas, los golpes. Las risas. Prefiero no recordarlo. Ellas tienen razón. Tengo que plantar cara. Pero es que él es muy fuerte. Lo mejor es irse y abandonar. Escapar. Sí, es lo más cobarde, pero prefiero ser una cobarde a un nombre más en esa lista negra e infinita de otras que han pasado por lo mismo que yo, y que han acabado mucho peor. Pobrecitas ellas. Pobre yo. Si nos juntásemos todas, igual conseguiríamos cambiar algo. Pero, ¿qué? No sé, pero seguro que hay algo. Por lo menos todas juntas en un mismo sitio seríamos fuertes y tendríamos algo por lo que luchar. Aunque solo fuera por mantenernos vivas las unas a las otras. Vamos, mejor dejo de divagar tanto y me cojo las cosas y me voy con ellas al refugio que me han prometido. Para mí y para mi bebé. Que por eso me voy, para protegerlo a él, que se merece una vida mejor en la que los días se resuman en sonrisas y juegos inocentes y no en gritos y patadas. Así que, cuanto antes, mejor. Lucía ya tenía todo planeado. Iba a coger sus cosas y a marcharse. Iba a dejar sus llaves en casa y todo lo que hiciera falta para que su marido creyese que todo iba bien. Total, iba a estar tan borracho que no se daría cuenta hasta el día siguiente, por lo menos. Nada más salir de la casa estaría Irene esperándola, la que se había puesto en contacto con ella a través de la asociación. Juntas, irían hasta las montañas, donde había una casa en la que vivían todas aquellas que necesitasen ayuda y hogar y que no tuviesen a nadie más que a sus maridos. Y así le pasaba a ella, Lucía había hablado varias veces con su madre del tema. Ella era la única familia que tenía, igual que la única persona con quien hablar, ya que él había quitado a todas sus amigas de su lado. El problema era que su madre, de pensamiento antiguo y costumbres arcaicas, le había dicho siempre que las mujeres tienen que aguantar esas cosas. Si no, no serían buenas esposas, de las que ya quedan poquitas en el mundo. Además, qué iba a hacer ella. Sólo era una mujer y ni siquiera había terminado sus estudios para casarse con él. Es más, rara vez leía algo que no fuese el prospecto de los medicamentos o las recetas de cocina que tanto le gustaba probar y que tan fantoche la hacían. Pero ella estuvo 10 minutos repasando el plan. Estuvo otros 10 minutos preparando la casa y luego 10 minutos más recogiendo de nuevo sus cosas. Eran ya las 10:10 de la noche. Sí, ya lo tengo todo. Me cuesta despegarme de esta casa, lo sé, pero tengo que irme ya. Lucía abre la puerta de la habitación. Lucía sale y va andando por el pasillo abarrotada de las bolsas que lleva colgando por todas partes. Se encarga de ir apagando todas las luces.


Entonces, y solo entonces, es cuando se da cuenta de que algo va mal. Vuelve sobre sus pasos. No ha apagado la luz del salón, ni la del recibidor, ni la de la cocina, ni la de la salita que hay al lado de la puerta de salida. No las ha apagado, porque no ha hecho falta. Lucía intenta recordar el momento en el que las había apagado. Puede que mientras ponía las llaves en el cenicero de la entrada, la cena en el horno, las mantas en los sofás, las flores en el jarrón o la alfombra en la bolsa del tinte, hubiera ido apagando las luces hasta llegar a su cuarto, donde aún faltaban unos últimos retoques. Puede que fuera la prisa y la euforia de pensar que, por fin, se libraría de aquel sinvergüenza. Pero lo cierto es que no recordaba que en ningún momento las hubiera apagado. Crick. Crick. Crick. Lucía palideció al momento. Todo pasó muy rápido. Su corazón estuvo al menos un minuto absolutamente parado, temiendo que tan solo el ruido de un latido advirtiera a su depredador sobre su posición. Entonces, casi sin darse cuenta echó a correr en busca de la puerta. Intentó abrirla, lo intentó muchas veces, buscó las llaves en el cenicero. No estaban. Las lágrimas descendían por sus mejillas. No sabe si era por la impotencia o por el miedo, o por una mezcla de ambos. Él estaba disfrutando de cada instante. No había otra cosa que le gustase más que sentir el pavor de su esposa al saber lo que iba a pasar. Ella, mientras, se debatía en un duelo con la oscuridad, intentando pasar inadvertida junto a tantos muebles como tenían en la salita. Crick. Crick. Crick. Sus pasos se oían cada vez más cerca. Tic, tac. Tic, tac. Por unos instantes en la casa no se oían más que las manecillas del reloj de la salita, plantándole cara a aquel violento silencio, y la respiración de dos personas. Una calmada y serena. La otra entrecortada y temblorosa. Una risa y un golpe en la pared. Eso es lo que pasó. Luego encendió la luz. Sus ojos marcaban la locura que le invadía. Rápidamente se lanzó sobre ella. Empezó tirándole del pelo. La insultaba, la gritaba, la amenazaba. Empezó a darle patadas, pero pronto se dio cuenta de que como no la agarraba, la muy zorra intentaba escaparse. Entonces se sentó sobre ella, dejándola totalmente tumbada. La cara humedecida cubría el rastro de las heridas del día anterior, pero dejaba paso a unas nuevas. Él la pegaba con cualquier objeto que tuviera al alcance de la mano. La golpeaba como a un saco de pienso. Las patadas en la tripa empezaron después. Para entonces Lucía solo sentía una oleada de calor por su cara y brazos. No podía moverse. Se sentía vejada, totalmente ridiculizada, quería morir. Creyó oír una explosión. Si no lo fue, era algo parecido. Tic, tac. Tic, tac. Luego, solo negro. *** -¡No! ¡NOOO! ¡Socorro! Se despertó en un charco de sudor y lágrimas. Estaban en verano, pero temblaba como si estuviera en ropa interior en un lugar con temperaturas bajo cero. Habían pasado ya cinco años desde aquello. Aún no sabe qué milagro ocurrió ni recuerda con certeza lo que pasó en los días siguientes. -¿Qué pasa mami?-se escuchó una vocecita al otro lado de la habitación.- ¿Has vuelto a tener el sueño malo? No tengas miedo mami, yo estoy aquí. - Sí cariño, ha sido eso otra vez. Pero ya estoy bien, mi amor. Solo es que hacía mucho que no me pasaba. Sigue durmiendo cielo, mamá está bien. Ahora sí lo está.


Así era. Aquella noche Lucía, en un arrebato de valor, había cogido el jarrón de cerámica que tenía junto a la cabeza. Sin pensarlo dos veces lo estampó en la cabeza de su marido. Él no se esperaba el golpe, pues estaba muy ocupado deleitándose con cada guantazo. Pero el impacto le dejó inconsciente. En el momento en que Lucía se dio cuenta de que lo había derrotado, buscó en sus bolsillos la llave. Salió como pudo de la habitación y de la casa. Una vez abajo se encontró con don Eulalio que volvía de pasear al perro. Ella aún no era consciente de su aspecto, pues estaba envuelta en sangre y sudor frío y totalmente desfigurada por los golpes. Don Eulalio la llevó a su casa, en la portería, donde la cubrió con mantas mientras llamaba a una ambulancia y a la policía. No hizo falta que ella le contase qué había pasado, oía los gritos desde su casa cada día. Ya en el hospital los médicos consiguieron curarle todas las heridas menos una que aún la persigue, los recuerdos. Le anunciaron que el bebé no había sufrido daños, sería una niña sana. Según le contó Irene, durmió durante días. Cuando despertó no recordaba nada, sólo una pesadilla lejana. Ahora Lucía sabe lo que es vivir de verdad, lo que es la libertad y la dignidad. Algo por lo que se lucha día a día, para que las mujeres en la posición de Lucía puedan vivir como lo que son. Personas.


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