El barón rampante d'Italo Calvino

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El barón rampante

dijous, 22 de desembre de 2011 a les 12:00 hores

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Italo Calvino


dossier “El barón rampante”

biografia (Santiago de las Vegas, Cuba, 1923-Siena, Italia, 1985) Escritor italiano. Hijo de un ingeniero agrónomo, se trasladó de San Remo, donde transcurrió la mayor parte de su infancia, a Turín, para seguir los mismos estudios que su padre, pero enseguida los abandonó a causa de la guerra, durante la cual luchó como partisano contra el fascismo. En 1944 se afilió al Partido Comunista Italiano. Tres años más tarde publicaba, gracias a la ayuda de Cesare Pavese, su primera novela, Los senderos de los nidos de araña, en la que relataba su experiencia en la resistencia. A la conclusión de la guerra, siguió estudios literarios en la Universidad de Turín, en la que se licenció con una tesis sobre Joseph Conrad, y empezó a trabajar para la editorial Einaudi, con la que colaboraría toda su vida. Tras publicar algunas antologías de relatos, de tipo fabulístico, con las cuales se alejaba de la escritura realista de sus inicios, escribió la trilogía Nuestros antepasados, integrada por El vizconde demediado, El barón rampante y El caballero inexistente, narración fantástica y poética, plagada de elementos maravillosos, en la que planteaba el papel del escritor comprometido políticamente. Por esa época, su relación con el PCI estaba ya muy degradada, hasta que, en 1957, acabó por desvincularse de él por completo. Esta trilogía marcó un importante giro en su evolución literaria, ya que, dejando a un lado sus iniciales inclinaciones neorrealistas, consiguió reinventar magistralmente el conte philosophique del siglo XVII. Con un refinado juego de acontecimientos emblemáticos, que acercan el estilo del libro a la fábula, en El vizconde demediado (1952) se propuso analizar y denunciar la realidad contemporánea, así como la soledad y el miedo implícitos en la condición humana. Esta misma problemática continúa en El barón rampante (1957) y El caballero inexistente (1959), obras en las que puso de manifiesto su conciencia de vivir en un mundo en el que se niega la más sencilla individualidad de las personas, reducidas a una serie de comportamientos preestablecidos. Notable fue también su interés por los problemas de la sociedad industrial contemporánea y la alienación urbana, que quedó plasmado en otra especie de trilogía compuesta por La especulación inmobiliaria (1957), La nube de smog (1958) y La jornada de un interventor electoral (1963). Tras publicar Marcovaldo (1963), libro en el que convergen las dos vertientes de su 2


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narrativa, la realista y la fantástica, su poética se abrió a un nuevo clima cultural, moral y estilístico, determinado por el interés hacia argumentos científicos o matemáticos y hacia la experimentación literaria, pero en el que pervive claramente su característica actitud irónica y deformadora con respecto a la realidad. En Cosmicómicas (1965) y Ti con zero (1967) el dato científico, los modelos inventivos paradójicos, la elaboración de increíbles teoremas o la construcción de situaciones irreales tienen como objetivo verificar un pensamiento científico, pero también huir de las costumbres de la imaginación para poder comunicar la verdad de una manera muy personal y con gran virtuosismo estilístico. Retomó, al menos estructuralmente, su gusto por la fabulación fantástica en El castillo de los destinos cruzados (1969), una meditación mágica sobre el destino del hombre, y en Las ciudades invisibles (1972), descripción de una serie de ciudades imaginarias puesta en boca de Marco Polo. Se advierte en estas obras un deseo de indagar en los mecanismos de la escritura, en sus impedimentos y en los significados que se esconden detrás de las palabras y de las cosas. Estas reflexiones se concretaron en sus últimos libros, Si una noche de invierno un viajero (1979), novela escrita en gran parte en segunda persona cuyos protagonistas son el Lector y la Lectora, y Palomar (1983), obra en buena parte autobiográfica, pero también tienen un papel importante en Punto y aparte (1980) y Colección de arena (1984), conjunto de ensayos y meditaciones sobre literatura y sociedad publicados en distintos periódicos y revistas.

Extret de: http://www.biografiasyvidas.com/biografia/c/calvino_italo.htm

premsa

Italo Calvino, hombre de pocas palabras Ernesto Ferrero, colega y amigo del escritor Italo Calvino, escribió un perfil, que ahora publica la revista El Malpensante, en el que retrata la relación del autor de Ciudades invisibles con las palabras, el silencio, el encierro, la vida familiar, el trabajo de editor, el amor por los libros propios pero también ajenos, el miedo excesivo a las críticas, las obsesiones por la escritura virtuosa que enseñan los clásicos, etcétera. Es un texto más o menos largo pero vale la pena leerlo. Algunos fragmentos: Calvino era brusco, de pocas palabras. Por timidez, por la costumbre del silencio que le venía de los antepasados, quizá por un reflejo defensivo con relación a un padre y una madre autoritarios, a quienes habría sido inútil oponer resistencia. Él mismo lo había escrito: la palabra es una cosa hinchada, blanda, medio asquerosa, mientras que cualquier tipo de comunicación debería perseguir el modelo de la máxima economía y precisión. En la primavera de 1984 Calvino estaba en Sevilla con su mujer,

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Chichita, argentina de nacimiento. En un hotel de la ciudad, Jorge Luis Borges, ciego desde hace tiempos, estaba reunido con un grupo de amigos. Llegaron también los Calvino. Mientras Chichita conversaba amablemente con su paisano, Italo, como siempre, se mantenía apartado, tanto que a ella le pareció oportuno aclarar: “Borges, Italo también vino…”. Apoyado en su bastón, Borges levantó el mentón y dijo tranquilamente: “Lo reconocí por su silencio”. El Calvino que trabajaba en la via Biancamano era, al igual que su maestro Pavese, un gran trabajador. La ética del trabajo bien hecho le venía de sus padres, socialistas a la antigua, severos y humanitarios. Para Calvino el trabajo era el sentido de todas las cosas. El trabajo –decía– es algo que nos pone en comunicación con los demás. Uno termina muriéndose, pero los objetos que ha construido o producido vivirán en el uso que otras personas harán de ellos. El trabajo como cadena de solidaridad humana. Morir no tiene nada de especial siempre y cuando podamos dejar alguna cosa hecha por nosotros y útil para los demás: “Para mí lo que importa es lo que se es, lo que se hace. No me puedo tragar la espontaneidad existencial según la cual todos son criaturas y todos tienen derecho a vivir. El derecho a vivir uno tiene que ganárselo duramente y muchas personas que conozco no tienen ningún derecho a vivir, yo mismo no estoy para nada tan seguro de tener este derecho. Me lo tengo que demostrar una y otra vez, y no siempre lo consigo. Me siento un hombre más en una tierra superpoblada”. Trabajar en la editorial le gustaba. Para él no era un trabajo extra, como para tantos otros. Decía que se sentía satisfecho de participar en un trabajo de equipo que dejaba una huella en el aspecto general de la cultura italiana, un trabajo duradero, que ha sido decisivo para cambiar el panorama italiano. Decía que la mayor parte de su vida la había dedicado a los libros de los otros, no a los suyos. Y de esto no se arrepentía. Se adaptaba con facilidad, casi con docilidad, al trabajo en equipo. Incluso cuando ya se había vuelto famoso, y por lo tanto hubiera podido imponer su autoridad, se cuidaba mucho de levantar la voz. Adoraba a Perec, pero no se rebeló cuando le dijeron que traducir La vie, mode d’emploi era una empresa demasiado costosa, y por lo tanto el libro ya no se haría. Era el maestro indiscutido de ese género tan peculiar que son las notas de solapa. En vista de que ahora me toca a mí redactarlas en la editorial, estudio las suyas para tratar de entender cómo lo hacía. Pero no hay estudio ni aplicación que consiga reproducir la agilidad, la sustanciosa exactitud de las cosas que escribía. Sabía encuadrar el libro que presentaba en la vasta red de la literatura en el mismo momento en que se había construido, creando una cadena de innumerables eslabones en los que tout se tient, todo se liga, o debería al menos conectarse. Daba la información necesaria, contaba lo indispensable sin ir más allá, apenas lo suficiente para picar la curiosidad, ofrecía discretamente claves de lectura. En sus manos los adjetivos nunca tenían ese burdo aire propagandista, ese espeso maquillaje que a menudo tienen las contracubiertas. Cristal puro, decía Natalia [Ginzburg, que trabajó en Einaudi por esos mismos años].

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… Decía: la literatura debe evitar cualquier actitud pedagógica o divulgativa; su peso político es muy modesto, quizá nulo, y si mucho puede tener el efecto de elevar el nivel de conciencia general; con buenos sentimientos no se construye nada; la actitud poética coincide en esto con la actitud científica. … Y decía: “La literatura no es otra cosa que inventarse reglas y después seguirlas. Con el lenguaje pasa lo mismo. La literatura nace de la dificultad de escribir, no de la facilidad… Cava en este punto, trabaja en eso, trata de roer el hueso con paciencia”. Sentía pavor de que lo atacaran, lo destrozaran en una reseña, lo fumigaran. Cada vez que sacaba un libro escrutaba el horizonte con miedo de ver aparecer el escuadrón de salvajes que aullaría en su contra y pediría que le arrancaran el cuero cabelludo. Sentía alivio cuando el ataque no llegaba. Mucho más severo consigo mismo que con los demás, incluso cuando su mirada era retrospectiva. Una y otra vez se convencía de que su vena creativa estaba agotada. Una y otra vez volvía a elaborar proyectos nuevos, como un carpintero que tuviera que construir con la sola fuerza de sus manos todo un pueblo. La paternidad, descubierta a los cuarenta, le daba una gran sensación de plenitud y de “diversión inesperada”. Decía que los progenitores permisivos de hoy en día no le parecían en absoluto mejores que los represivos de antes, y sobre todo que no alcanzaban, como pretendían, la felicidad de los hijos. Una noche, en nuestra casa, se puso a darle de comer con mucha paciencia a la niña, Chiara, que no quería pasar bocado. La distraía haciéndole ruiditos, inventándole historias. En París vivía aislado, como si viviera en el campo. Explicaba que no era capaz de establecer relaciones personales con ningún lugar, se sentía siempre como elevado del piso, en el aire, vivía en las ciudades con un solo pie. Le gustaba confundirse con la multitud solitaria: ¿no soñaba, pues, con la anulación de la personalidad del escritor mediante los procesos combinatorios de la escritura? El escritorio como isla: podía estar ahí o en cualquier otro sitio. Por lo demás las ciudades se estaban transformando en una única megalópolis, en la cual se perdían las diferencias que antes distinguían unas de otras. Pasaba de un aeropuerto a otro para hacer una vida casi idéntica en cualquiera de las ciudades a donde llegaba. Extret:

http://akantilado.wordpress.com/2010/09/22/italo-calvino-hombre-de-pocas-palabras/

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“El barón rampante” Cosimo Piovasco di Rondò, a sus doce años, es el heredero de la baronía de Rondò, un territorio situado en la frondosa Liguria del siglo XVIII. Como actitud rebelde ante el mundo de los mayores, se niega a comer caracoles (en realidad, se niega a compartir mesa y mantel con los mayores) y deja a su familia con tres palmos de narices: su hermana mayor, una auténtica freakie avant-la-lettre; su hermano pequeño, cronista "imparcial" en primera persona de esta historia; su padre, un sinsustancia eclipsado por su señora esposa, una prusiana de modales prusianos; su tío, un abogado e inventor que residió en el Imperio otomano y que siempre viste a la turca... Contra este estado de cosas clama Cosimo encaramándose a un árbol y adoptando la decisión de no bajarse jamás... Lo cual cumple escrupulosamente. Nuestro Tarzán de los Alpes se erige en amo y señor de los bosques de la zona, y queda marcado por un temprano amor platónico (más tarde, carnal, muy carnal), la rubita Viola Ondariva, que le hace reafirmarse en su idea de permanecer por siempre jamás en lo alto de los árboles. Sin embargo, lo realmente memorable de esta parábola es que, a diferencia del Buen Salvaje rousseauniano o del Tarzán de Burroughs, Cosimo permanece completamente integrado en su sociedad, en su comunidad. La población aprende a aceptar las excentricidades del joven barón, que no deja de ser el mismo que organiza un servicio de extinción de incendios, que salva a sus súbditos (bien es verdad que de una manera tan involuntaria como cómica) de un temible bandido, que repele una invasión pirata y, en fin, que introduce en la región los saberes enciclopédicos y la francmasonería. Desde lo alto de los árboles, Cosimo se asea, caza, ama, lee, diserta: es uno más. Esta es la gran aportación de la novela, que crea un arquetipo nuevo en una época en la que ya todos los arquetipos parecían estar creados: la del rebelde activo, que desde su supuesto aislamiento lucha por la mejora de sus semejantes. Un verdadero trasunto de las ideas políticas de Calvino, muy implicado con el PCI durante el período (1956) en que se escribió esta hermosa historia. Hay una preocupación detallista en El barón rampante por explicarlo todo. Cómo Cosme se las ingenia para acomodarse en los árboles, cómo hace para desplazarse, cómo sobrevive, incluso cómo satisface sus necesidades higiénicas, fisiológicas (en el torrente convenientemente llamado Merdazio) y sexuales cuando le llega la edad. Es por esto que sirve tan bien como novela juvenil ya que tiene un eco de las aventuras de supervivencia clásicas. A Cosme se le compara en una ocasión, explícitamente, con Robinson Crusoe. Extret de:

http://www.papelenblanco.com/novela/nuestros-antepasados-de-italo-calvino-el-baronrampante

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