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Leonardo Favio: del cine a la música
Leonardo Favio Detrás de todos los rostros
Hace 50 años, Fuad Jorge Jury protagonizaba uno de los cambios de piel más rotundos de nuestra cultura: del culto cinéfilo y existencialista a los grandes escenarios de la balada romántica. Una auténtica carrera meteórica.
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POR MARTÍN E. GRAZIANO F O T O S : G E N T I L E Z A O R L A N D O N E T T I
L
la palabra “piba”. si una buena canción es una brújula con su propio campo magnético, el norte de “Fuiste mía un verano” está exactamente allí: “Cada piba que pase / con un libro en la mano / me traerá su nombre / como en aquel verano”. El libro puede tener muchos títulos (Rayuela, Operación Masacre, los veinte poemas de Neruda, etc.), el verano no está fechado y la muchacha no tiene nombre, pero la voz es inconfundible: el baladista que reventó los rankings, el chico de la calle, el galán de Torre Nilsson, el anfitrión que se arrojó contra el escenario de Ezeiza con el sonido de los disparos, el director de cine que cortó los últimos cuadros en la cabina de proyección. La multitud es ilusoria. Detrás de todos los rostros está Leonardo Favio.
“El primer impacto se da cuando veo el cine Crystal Palace de Junín estallado con el estreno de Nazareno Cruz y el lobo –recuerda Manuel Moretti–. Yo tenía nueve o diez años, pero me acuerdo de la cola infinita. ‘Estas son las películas de Leonardo Favio’, me dijo mi madre. Eso fue crucial, porque escucho la melodía de Nazareno y me parece tremenda. Es uno de los artistas que más representa mi argentinidad: el pueblo, la kermés, lo rural, el conflicto amoroso, la devoción, el peronismo, la gente pobre pero también la instrucción. Mucho del universo de Leonardo Favio es más fuerte que el unitarismo porteño. A mí me marcó a full. Yo me encerraba en el living de mi casa, escuchaba a los melódicos y me pegaba unos viajes alucinantes. Ahí estaba muy prendido con las canciones de Favio”.
Su origen musical no es ajeno al devenir del mito. Favio aprendió los rudimentos de la guitarra con algunos trueques por trabajo y, hasta casi sus 30 años, solo se animaba a cantar en asados y reuniones. Sus gustos eran una ensalada heterodoxa que acaso solo permitían los años 60: desde Jacques Brel hasta Los Trovadores de Cuyo, pasando por los Beatles, Facundo Cabral, Carlos Gardel, Chopin y anatemas del “buen gusto” como Leo Dan. Allí, rodeado de amigos o familiares, solía definirse como “un cantor de vuelo bajito”. Sin embargo, Vico Berti, que para 1968 ya estaba encargado de componer la banda sonora de El dependiente, comenzó a meter fichas: “Vos estás para más”. Le programó una serie de ensayos con cuatro músicos y, antes de que Favio pudiera tomar alguna decisión, ya tenía armados un repertorio y una gira.
Favio preparó sus primeras armas como profesional navegando entre dos mundos. Por un lado, en La Botica del Ángel, el sofisticado reducto de San Telmo regenteado por Eduardo Bergara Leumann, donde se daban cita el núcleo del Di Tella, el tango impresionista de Horacio Molina y los pioneros del café concert. Simultáneamente, se fogueó en todos esos clubes del interior profundo que son la escenografía de buena parte de sus películas. “Me acuerdo de que me subí al colectivo con los músicos y nos hundimos en la provincia –contaba Favio–. La verdad es que yo estaba muy nervioso. Para mí era como un debut en el Olympia de París, aunque la realidad era otra. Llegamos a un club de mala muerte, de luz mezquina. Todo era de tierra: la calle, el piso del club, el pelo de la gente, todo. Ahí fue mi debut”.
A través de Berti, consiguieron una audición en CBS con el británico John Lear. El director artístico lo escuchó tocar la guitarra, lo invitó a cantar a capela y finalmente levantó su pulgar todopoderoso. Favio ya tenía su fecha en el calendario del sello: 20 de agosto de 1968. Aquella primera experiencia en el estudio, por cierto, dejó saldos ambivalentes. En alguno de los pasillos se topó con cuatro jóvenes de Belgrano que también estaban grabando su primer simple. Si bien comenzaba con una guitarra zumbona, una de sus dos canciones tenía un potencial dramático que Favio consideró en su sintonía: la evocación de un amigo ausente subrayada por los arreglos de Rodolfo Alchourrón. El cantor tomó nota para el futuro y se encerró a registrar “Quiero la libertad”, una composición de Martín Andrade: el periodista y actor que había puesto la voz para El romance del Aniceto… y por entonces interpretaba a uno de los personajes de El dependiente (más tarde encarnaría al mánager de Gatica e incluso grabaría el off de Perón, sinfonía del sentimiento). El single, que completaba “Me siento libre”, vendió menos de 500 copias: fue un fracaso rotundo para los estándares de CBS. “No lo compró nadie –dijo Favio–. Uno me lo llevé yo, otro se lo quedó Vico Berti y el otro se lo regalé a mi mamá. Pero Vico no se resignó, porque era muy obstinado”.
Los directivos del sello estaban dispuestos a rescindir su contrato, pero un providencial hueco en la agenda propició una segunda oportunidad. Y vaya si Favio la aprovechó. Para el lado B escogió “Mi tristeza es mía y nada más”, una colaboración con Jacko Zeller de corte beat y existencialista. El lado A era aquel misil teledirigido al corazón de una generación: “Fuiste mía un verano”. Una canción escrita a cuatro manos con Berti donde, subido al arreglo de Marito Cosentino y la guitarra de Cacho Tirao, Favio evocaba un amor perdido en la costa atlántica.
El simple era a todo o nada. Y fue todo. La primera semana de octubre salió a la calle, las ventas se dispararon a la estratósfera y Favio, que estaba metido en el rodaje de El dependiente, se puso a escribir con un álbum en el horizonte inmediato. Era la primavera de 1968. “Se sentaba con su guitarra y componía entre las escenas –decía Aníbal Di Salvo, director de fotografía–. Creo que las compuso todas ahí; estaba allá atrás, en el fondo… y fue un éxito increíble”.
El espíritu del repertorio comenzó a girar alrededor de una mujer. La platense Carola Leyton no solo era la destinataria de “Así es Carolita”, sino que incluso colaboraba autoralmente con temas como “Alguna vez una canción (¿Qué tal?)”. “Las canciones de Fuiste mía un verano nacieron en una época mágica –cuenta Nico Favio, uno de los dos hijos de la pareja–: el momento en el que mi mamá y mi papá se conocieron, y esa misma noche se fueron a vivir juntos en un pequeño departamento. Mi abuela Laura y mi tía abuela Elcira Olivera Garcés los ayudaban con la renta; mis abuelos maternos les acercaban viandas con empanadas, pastel de papa y todo lo que necesitaban. En esa atmósfera de noches y madrugadas, de mate y amigos, nacieron estas canciones. Nacieron todos estos sueños. Mi papá se debatía entre un repertorio de tema social y las canciones de amor, pero mi mamá le insistía en que tenía que grabar primero las canciones románticas”.
Carola tenía buen olfato. En diciembre de 1968, el sello puso el disco en la calle y en cuestión de semanas RCA y CBS tuvieron que unir sus fuerzas para prensar la demanda de vinilos. En la portada, un adusto Favio miraba a cámara con encuadre rosado y 31 años recién cumplidos. En la contratapa, un comentario del cantor le agradecía a los Almendra y ponía en contexto aquella canción de Luis Alberto Faintta (sic) y Edelmiro Molinari. “Este tema, como dolorosa premonición, era predilecto de un gran amigo mío: Carlos Raúl. Murió días antes de que yo terminara de grabar este LP”. El mito instalado por décadas señalaba que la versión de Favio le había ganado de mano a los Almendra. No es exactamente así. El simple llevaba casi tres meses en la calle (se editó el 20 de septiembre de 1968) cuando Fuiste mía un verano salió a la venta. En todo caso, el mendocino tenía prioridad en la difusión y un alcance más transversal que aquel ignoto cuarteto de Belgrano.
“Cuando versiona ‘Tema de Pototo’, Favio traza una conexión importante –explica Pablo Dacal, que desde su primer disco con la Orquesta de Salón se ocupó de recuperar su repertorio–. No solo porque la banda no era conocida, sino porque hace un juego lingüístico muy importante: rompe la rima y lo pasa al ‘vos’. Es de los primeros que empiezan a usar el ‘vos’ con decisión, porque aún el primer rock & roll hablaba de ‘tú’. Favio lo porteñiza, quizás por no ser porteño. Por adoptar todo lo porteño con esa voz extranjera que puede tener un provinciano. Así como los usa en el cine, también utiliza elementos del radioteatro en la canción: el ruido de sirenas, su forma interpretativa casi expresionista. Con la despreocupación del
intuitivo, entrega esos temas a los orquestadores mientras liga algo discepoleano con cultura europea, melodrama y cierta sensibilidad del rock que lo conmueve, pero para la cual se siente un poco grande o ajeno. En Favio cantor, entonces, se reúnen una serie de elementos de la época que no se reunían así: por un lado, un galán de cine de corte intelectual-popular, muy ligado estéticamente al existencialismo francés; por otro, un flaco del orfanato mendocino. Un poco callejero y un poco del Bar Moderno”.
El gran hit, de todas maneras, no fue el tema de Almendra. Fue una balada en la menor sobre la que Favio edificó el crescendo dramático que es la piedra de Rosetta de su obra como cantante. “‘Ella ya me olvidó’ es un resumen perfecto de canción popular argentina –dice Manuel Moretti–. Es extraordinaria. La genealogía de Favio no viene de Italia, pero toda su teatralidad me remite a esa italianidad argentina: la épica romántica, profunda, emocional, del amor y de la belleza. Llorada, dificultosa. En Favio se enuncia como un lamento nasal y vocal, que quizás viene de sus antepasados sirios. En realidad, lo que diferencia a Favio de los demás cantantes melódicos es el corazón”.
El subidón devino en un segundo long play titulado con su propio nombre, una película de Eduardo Calcagno basada en aquella primera tanda de canciones (con las actuaciones de Carola, Emilio Disi, una jovencísima Susana Giménez y su actriz fetiche: Nora Cullen) y un halo de histeria alrededor de la flamante estrella pop. El único rival de fuste, en ese aspecto, era Sandro. En el invierno de 1969, mientras Sandro surfeaba la ola de “Rosa, rosa” y Favio copaba las tapas de las revistas del corazón, conformaron el yin y el yang del ídolo nacional y popular. Ambos construían una suerte de personaje, pero los resultados de sus artificios eran diferentes. Sandro venía del rock & roll y, aunque su apuesta estaba más apoyada en el cuerpo, resultaba más distante. Si bien subyacía de modo imperceptible en el candor de sus baladas, Favio estaba atravesado por el ethos político de la época. Claro que no era Serrat ni quería serlo: sus canciones no tenían contraseña, sino que estaban perladas por un anhelo total. Desde allí hacia el peronismo, un solo paso.
Ni lerdo ni perezoso, el sello editó una antología y discos como Hola, che y El talento de Leonardo Favio, que, si bien escondían canciones notables como “Juan El Botellero”, no tenían ningún hit evidente como punta de lanza. Para mayo de 1971, la revista Siete Días pintaba con algunos trazos el escenario de su casa (el mate, la compañía de Carola, los almuerzos frugales, las sesiones de acupuntura) y, entre los bocetos de Juan Moreira y algunos cachets millonarios, se preguntaba por la evaporación de la efervescencia. “Yo no necesito ser un boom –respondía Favio–. Ahora soy una institución. Si no fuera así, los empresarios, que conocen muy bien el negocio, no me cotizarían tan alto”.
Toda esa calma, de algún modo, precedía un huracán.
En efecto: el reingreso en la escena fue apoteósico. En plena primavera camporista, estrenó la épica popular de Juan Moreira y editó un simple de extracción folklórica titulado “Estoy orgulloso de mi General”. La conducción del célebre acto de Ezeiza lo puso, literalmente, en el ojo de la tormenta. “Tengo recuerdos de la filmación de Nazareno y Soñar, soñar –dice Nico Favio–. Me acuerdo de acompañarlo a dos shows de esa época, que entraran los militares a mi casa… Después de eso, ya nos fuimos para Las Catitas, luego a México, después volvimos y de nuevo partimos. Para cuando tenía cinco años, mi papá ya estaba recontraprohibido”.
En ese punto, el hilo de su carrera se pierde en la distancia: entre la censura, el zeitgeist del rock argentino y el exilio cafetero en Pereira (Colombia). Durante su larga temporada en el extranjero, Favio vivió como cantor, grabó más discos y, a medida que su nombre crecía en el imaginario latinoamericano, se disolvía en el mercado juvenil de nuestro país. El hombre seguía adelante, pero –como diría Yupanqui– el alma tiraba para atrás. Se enamoró del vallenato, de grupos como el Binomio de Oro o las cumbias de Senén Palacios, pero apenas consiguió un ejemplar de Pensar en nada no pasó una mañana sin escuchar a León Gieco. A veces parecía más lejos y a veces más cerca, pero el regreso ya era una línea en el horizonte. en la figura de Favio: la resonancia popular de esas figuras pasionales y juveniles que son los protagonistas de sus canciones”.
“Sus canciones resuenan de forma rabiosa en una generación, pero el Favio cantor no existió para las generaciones argentinas posteriores –dice Dacal–. Quizás por eso, en un momento, me tomé la labor de embanderarme: porque es una figura que quedó totalmente demodé, porque era el cantor de las amas de casa. No olvidemos ese término que usan en Colombia para hablar de lo que escuchaban las señoras que limpiaban en las casas: ‘música para planchar’ o ‘música plancha’. Durante su exilio, entonces, es olvidado en esta zona del mundo. Tal vez porque, pasada la primera instancia, aflora el peronismo como un recuerdo doloroso “Ella, ella ya me olvidó”. Después, cuando arribó a una zona misteriosa de la canción, lanzó una serie de dardos letales. “¡Acá está Juan Moreira, mierda! –dijo, levantando la mano como un puñal–. Nazareno, Nazareno. Desecha el material: la plata, el oro, por amor. Es un Cristo. ¿Monito? ¡Monito las pelotas! ¡Señor Gatica!”. Quién iba a sospechar que la Plaza Próspero Molina entregaría una ovación de pie frente a ese mash-up inédito de cine y canciones. “Ah, tío –soltó la Jury y tiró un beso hacia el cielo–. En tu nombre, en todo tu ser”. Desde la pantalla gigante, la mirada de Favio iluminaba la plaza como un faro. ¿Acaso alguien podía olvidarlo?
Ahora la ves, ahora no. El corazón de un pueblo es como la puerta secreta de H.G. Wells: ahí, en ese mismo recodo de la cuadra donde ayer estaba el pasaje, ahora hay una pared ciega. Por un tiempo, sin embargo, Leonardo Favio supo tener la llave en la cintura. Durante su última performance en el Festival de Cosquín, bastó que Luciana Jury dijera un pronombre para que el público cayera rendido a sus pies: