La vida es bella

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DE ETICA Y VALORES COLOMBIANOS SELECCION DE ESCRITOS DE ALFONSO LLANO ESCOBAR S.J. y WILLIAM OSPINA Selecci贸n personal de Eduardo G贸mez Abello


Contenido ¡La vida es bella! ............................................................................................................................ 3 Disfrute de pasatiempos ............................................................................................................... 4 Ser honesto es buen 'negocio' ...................................................................................................... 5 Crisis de valores ............................................................................................................................. 6 Dilema existencial ......................................................................................................................... 8 El grano de arena de un pensador ............................................................................................ 9 Oración por la paz ......................................................................................................................... 9 Este texto fue escrito con motivo de la marcha por la paz y la reconciliación que se realizó el miércoles en todo el país................................................................................................... 9 Memoria y futuro ........................................................................................................................ 14 Educación .................................................................................................................................... 17 Los artistas son esa clase de gente de la que siempre decimos que nació aprendida. ...... 17 El arte de la salud ........................................................................................................................ 19 ES UN ERROR PENSAR QUE LA MEDIcina puede encargarse de resolver todos los problemas de la salud. ........................................................................................................ 19 Nuestra edad de ciencia ficción (I) .............................................................................................. 21 HACE 66 AÑOS, DOS BOMBAS ATÓMIcas destruyeron las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, decidieron el final de la Segunda Guerra Mundial, forzaron al Japón a la rendición ante las potencias aliadas y dieron comienzo a una nueva edad del mundo..... 21 Nuestra edad de ciencia ficción (II) ............................................................................................. 23 EL RENACIMIENTO, LA ILUSTRACIÓN, el progresista y catastrófico siglo XX, nos acostumbraron a pensar que todas las cosas nuevas nos hacen mejores. ........................ 23 Lo que asusta al filósofo .............................................................................................................. 25 EN RESPUESTA A MI RECIENTE COlumna "Nuestra edad de ciencia ficción", mi amigo el filósofo Juan Manuel Jaramillo ha escrito un texto alarmado que denuncia mis ataques sacrílegos a la sociedad tecnológica.................................................................................... 25 El viejo mal de Colombia ............................................................................................................. 27 ¿CÓMO HACERLES ENTENDER A LOS gobernantes de nuestro país que las guerras contra el crimen, “la mano dura y el corazón grande” ante el delito seguirán siendo inútiles mientras no emprendamos un esfuerzo concertado, inteligente y generoso, no tanto por perseguir y castigar, sino por impedir que los jóvenes se vuelvan delincuentes? ............. 27 La violencia y sus causas ............................................................................................................. 29 COLOMBIA NO ES SÓLO UN PAÍS DONde periódicamente surgen nuevas oleadas de enemigos públicos que atentan contra la sociedad entera y la someten a cíclicos desangres: es sobre todo una sociedad que no está reconciliada consigo misma. ............ 29 El país del café ............................................................................................................................. 32


(Leído en la celebración de los 80 añosdel Comité Departamental de Cafeteros del Tolima) ............................................................................................................................................. 32 La hora llegada ............................................................................................................................ 34 MUCHOS SE NIEGAN A ENTENDER LA enormidad de lo que está pasando en Colombia. . 34 El poder del individuo ................................................................................................................. 36 “QUÉ OBRA MAESTRA ES EL HOMBRE. Cuán noble por su razón, cuán infinito en facultades. En su forma y movimientos cuán expresivo y maravilloso. En sus acciones, qué parecido a un ángel, en su inteligencia, qué semejante a un Dios. ¡La maravilla del mundo, el arquetipo de los seres!”. ................................................................................................. 36


¡La vida es bella! La actitud frente a la vida es decisiva para vivir bien. Hay gente que carga desde la infancia con una actitud negativa que avanza por el mundo, como los grafiteros, pintando de negro todas las paredes de la vida. Todo les cae mal: su familia, los amigos, el clima, todo. Viven de un humor negro y tienen el mal gusto de contagiarlo a los demás. ¡Qué lástima! Le ven el lado negativo a todo. Se levantan de mal humor y llegan al trabajo con cara de mal sueño: ni saludan a los colegas, ni les interesa el vecino para nada, fuera de dañarle la vida. Seamos sinceros: a uno le toca trabajar con lo que recibió y de uno depende hacer la vida bella o de color negro y sabor a estiércol. Uno fabrica su vida, uno le da color, la actitud es decisiva. Quien cultiva una actitud positiva encuentra trabajo y lo conserva, le rinde el sueldo para todo, vive de cara alegre y todo le sale bien. No así al pesimista: a este todo le sale mal, porque tiene el mal gusto de echarle hiel a todo. La forma de amanecer es definitiva para el resto del día: influye en todo. Si se siente mal, ponga orden en su interior antes de salir al mercado de la vida, no salga a repartir mal genio y a vender mal humor. Le aconsejo: sea creyente o no -todos en el fondo somos creyentes-, comience el día con una breve oración al Señor de la Vida. Dígale buenos días, Amo. Pídale un corazón abierto y positivo, y encomiéndele todo: pídale que le enseñe a sonreír, aun ante enemigos y adversidades, y verá cómo, a la larga, la oración funciona. Algo parecido debe hacer al final del día: antes de entregarse al sueño, reconozca las faltas que haya cometido, pídale perdón, dele gracias por todo y cobíjese con su amor: verá cómo duerme de bien. A Mahatma Gandhi le preguntaron cuáles son los factores que destruyen al ser humano. Y respondió, dando unas pautas muy sabias que me hizo llegar un buen amigo: "La política sin principios, el placer sin compromiso, la riqueza sin trabajo, la sabiduría sin carácter, los negocios sin moral, la ciencia sin humanidad, la oración sin caridad. La vida me ha enseñado que la gente es amable: que las personas están tristes, si estoy triste; que todos me quieren si yo los quiero; que todos son malos, si yo los odio; que hay caras sonrientes, si les sonrío; y amargas, si estoy amargado. Que el mundo está feliz, si yo soy feliz; que la gente es de mal genio, si yo lo soy; que las personas son agradecidas, si yo soy agradecido. La vida es como un espejo: si sonrío, el espejo me devuelve la sonrisa. La actitud que tome frente a la vida es la misma que la vida toma frente a mí. El que quiera ser amado, que ame". ¡Genial! Y para completar el cuadro, le repito lo que dijo Peter Tarlow, experto en atraer turistas, a propósito de nuestros noticieros: "Hay que hacer cosas positivas para reemplazar la percepción negativa. Hoy veía un noticiero de la TV colombiana y era una cosa negativa tras otra. Tuve miedo de salir a la calle. Yo sé que eso vende, pero también destruye".


Tiene toda la razón nuestro ilustre visitante: los noticieros espantan a los turistas y destruyen el psiquismo de los niños. Buen padre de familia es el que prohíbe a sus hijos ver "morticieros", como los llamé en una columna, de hace unos cuantos meses, que tuvo unánime acogida. Resumiendo: si quiere vivir de capa caída y con el ánimo por el suelo, acostúmbrese a ver noticieros. Para estar bien informado basta con una buena revista y un buen periódico. Para vivir contento, fomente la actitud positiva y vuelva a leer las pautas de Gandhi: ¡la vida es bella! Alfonso Llano Escobar, S. J.

Disfrute de pasatiempos "Diversión y entretenimiento en que se pasa el rato", así define el Drae el pasatiempo. No hay que tomar la vida demasiado en serio. La excesiva seriedad y el activismo son dos enfermedades de la vida moderna. ¡Qué tristeza! Hay gente que no sabe reír ni gastar unos minutos en descansar y disfrutar el rato, la amistad, la vida. No hay cosa más humana que adornar el día con un par de pasatiempos: distensionan el ánimo y lo reconcilian a uno con uno mismo, con los demás y con la vida. Jesús fue tan humano que, de cuando en cuando, invitaba a los apóstoles, sus colaboradores en la bella labor de salvar a los hombres de la esclavitud del trabajo y del dolor, los invitaba a descansar un poco: "Venid y descansad un poco". ¡Qué humano! Si el padre de familia o el jefe de la empresa no invitan a descansar, lo debieran hacer los hijos y los empleados. Salir a pasear un fin de semana, tomarse un descanso la pareja de esposos un par de días, ellos solos, para echarle agüita al amor. Mejoraría la relación conyugal y les ayudaría a profundizar el amor. El mal genio y muchos otros males del espíritu se curan con los pasatiempos. Todos necesitamos buscar pasatiempos para entretener la vida y hacerla más humana y agradable. Aquí tienen su lugar propio los hobbies: hacer un crucigrama o un sudoku, tomarse un tintico -pasatiempo tan colombiano- o un capuchino, echar un par de chistes, ponerle un poco de sal a la vida, descansar. Echarse un motoso, jugar bridge, ajedrez o parqués. Por mi parte, confieso que cultivo religiosamente varios pasatiempos. Voy a cine todos los fines de semana. Cine Colombia, valga la cuña, se encargó de hacer unas salas de cine confortables y agradables, con películas bien seleccionadas, venta variada de dulces, baños aseados; y todo a precios al alcance de cualquier bolsillo. Felicitaciones. Otro pasatiempo que me encanta es salir de cuando en cuando a tomar unas onces con un amigo o amiga a las cinco de la tarde. Abundan los sitios en los que puede tomarse uno un buen chocolate con un pandeyuca y queso amarillo. Pasatiempo poco común pero sencillo, humano y propio de la tercera edad.


Los sudokus y crucigramas forman parte de mis pasatiempos favoritos diarios: fuera de ayudarle a uno a pasar el tiempo, alejan el temible alzhéimer, cultivan la memoria y aumentan la cultura casera, fuera de que nos ayudan a entender a los celadores, peritos en gastar horas y horas en hacer todos los crucigramas de la prensa diaria, sobre todo de la dominical. Pasatiempos los hay por montones. Todo es asunto de imaginación y de buena voluntad. Le sugiero dos que le ayudarán a sobresalir del montón: la lectura de buenos autores y la música clásica. Son pasatiempos de calidad. La lectura es la mejor manera de pasar un rato agradable, descansado, cultivador del espíritu. Y la música, sobre todo si se trata de uno de los mayores genios de la música, Juan Sebastián Bach, lo reconciliará con Dios y con lo más profundo de su espíritu. Allí se encontrará cara a cara con lo sublime. Finalmente, queda un pasatiempo muy humano que alegra las reuniones sociales y le pone sal a la vida: los chistes. Se necesita buen humor para gustarlos y mucha gracia para saberlos contar. Les cuento el último que oí y lo pueden escuchar hasta las monjas: Pregunto: ¿en qué se parece un diplomático a una señorita? En que el diplomático cuando dice "sí" es porque tal vez sí, cuando dice "tal vez sí" es porque "tal vez no" y cuando dice "no" deja de ser diplomático, por lo imprudente. A la señorita le pasa lo contrario: cuando dice "no" es porque "tal vez no", cuando dice "tal vez no" es porque "tal vez sí" y cuando dice "sí", deja de ser señorita, por lo que sabemos. Alfonso Llano Escobar, S. J.

Ser honesto es buen 'negocio' Lo contrario también vale: ser deshonesto las paga tarde o temprano. Empecemos por este para terminar con el honesto y honrado. Dice el salmo 94: "¿Hasta cuándo triunfarán los malvados? Cacarean diciendo insolencias; se pavonean todos los malhechores. Aplastan a tu pueblo, Yahvé, y humillan a tu heredad. Matan al pobre y al indefenso y dicen para sus adentros: "Yahvé no lo ve, no lo advierte el Dios del Pueblo. Pero el Señor les advierte: ¡Comprended, tontos e insensatos, ¿cuándo pensaréis sensatamente? ¿El que implantó el oído no va a oír? El que formó los ojos, ¿no va a ver? Dios conoce los pensamientos de los hombres, sabe que son solo paja." salmo 94,3-11. ¿Dónde se encuentran hoy día los poderosos narcotraficantes de ayer? ¿Dónde yace Pablo Escobar? ¿Dónde, Carlos Lehder? ¿Dónde, los hermanos Rodríguez Orejuela? ¿Dónde están los jefes guerrilleros? ¿Dónde, 'Tirofijo'? ¿Dónde, 'Raúl Reyes'? ¿Dón- de, el 'Mono Jojoy'? ¿Dónde, 'Alfonso Cano' y docenas más de jefes que cayeron en su ley y hoy apenas los recuerdan los suyos y nadie más? De veras, que los malvados dejaron una huella de horror, de crimen y maldad. No fueron paradigma ni ejemplo que imitar. Nadie quiere ser como ellos. Su nombre o su alias se


revuelve en la tumba; fueron más poderosos que el Titanic. Y hoy día yacen sus restos hundidos en lo profundo del océano, para no resucitar jamás. Pasaron sembrando el mal. A su paso cundió el horror, corrió la sangre y arrasó la destrucción. Recibieron su merecido. Su memoria se borró para siempre. No dejaron huella ni estela. Los llenó el vacío, los engañó la matonería, los acompañó la mentira, el robo, el crimen. Murieron para siempre. No descansan en paz. En cambio, ¡cuántos hombres y mujeres honrados hemos conocido a través de nuestra ya larga vida! Hombres y mujeres de bien, sin ambiciones, sin envidias ni crímenes, durmiendo en medio de los suyos, sin enemigos a la espalda, sin enredos que quitan el sueño y la paz. Hombres de bien. Hombres buenos, hombres que aprendieron a servir, a decir la verdad, a respetar lo ajeno. Hombres a carta cabal. Conocemos a tantos carpinteros, que siguen las huellas de san José: fabrican los muebles de las casas, y educan a sus hijos en la fe y en el amor al trabajo. Viven de lo módico. La ambición no arrebata su ánimo ni la envidia corroe su interior. Viven para Dios y para el prójimo, y esto les basta. ¡Cuántas jóvenes, cabezas de hogar, trabajan en Crepes y Waffles, y regresan a sus casas con una sonrisa en el rostro, que alegra el corazón de sus hijitos, sedientos de amor. Conocemos a tantos taxistas que viven de su trabajo y regresan a su hogar al caer la tarde, a gozar de paz, arrunchados con su esposa o con su hija adolescente. Abundan los profesionales honestos que aportan sus mejores dotes a la empresa, sin pensar en exigir comisión ni en gastar los pocos excedentes mensuales en restaurantes costosos ni en viajes a Cartagena, Villa de Leyva o Melgar. Conozco políticos honestos que aprendieron de sus padres a servir al país, sin untarse con un peso del fisco ni llevarse al bolsillo una pensión desmedida que juzgan no merecer. ¡Qué bueno es ser honesto! ¡Qué gratificante ser correcto! ¡Qué buenos resultados da la vida sensata y ajustada al deber! Lo aprecian los amigos, goza de fama en la empresa, disfruta de un excelente hogar, duerme tranquilo, en su espíritu reina la paz. No le tiene miedo a nada ni a nadie. A nadie ha hecho daño. Solo ha dado servicio y amistad. Cree en Dios, respeta al prójimo, sirve al país. Y Dios, que no se deja vencer en generosidad, bendice al que obra bien, lo llena de paz y prosperidad, y le reserva una mansión en la eternidad. ALFONSO LLANO ESCOBAR, S. J.

Crisis de valores Navidad es tiempo de reflexión, de alimentar el espíritu. Hablemos de valores. Valor es lo que vale, lo que cuenta, lo que importa, según el contexto a que se refiera: si es económico, hablamos del valor de la moneda, de aquí la bolsa de valores. Si del comercial, valor es el costo de una prenda de vestir. Si del valor humano, valor es la calidad humana de una acción, la calidad moral de una persona: sincera, honrada, servicial.


Aquí asumimos la palabra valor en este último sentido. Valor es lo que hace valiosa a una persona: Pedro es sincero; Victoria es buena esposa, educadora de sus hijos. O a una institución: nuestro ejército es leal, la Iglesia ora, alaba a Dios, sirve a los fieles, y así por el estilo. Valor moral es algo muy sutil, nada tangible, pero que cuenta, cuenta, y más que todo lo tangible. Así, si usted va a contratar a una persona para que trabaje en su hogar o en su empresa, no se fija solo en las habilidades, sino, ante todo, en sus valores morales: que sea honrado, que no mienta, que sea leal, puntual, alegre, servicial: todos estos son valores que designan la calidad humana de un profesional o empleado. No basta que sea inteligente, hábil y muy capaz, cualidades que, de faltar los valores, pierden importancia. "Está bien que sea inteligente y hábil, pero si roba y miente ¡no me sirve!". Se dice que hay crisis de valores: fatal, ya que aquí crisis es expresión benigna para designar una verdadera ausencia de valores. Estamos rodeados, cada vez más, de personas peligrosas para usted, para su empresa y para sus hijos: robos, acoso sexual, vocabulario soez, estilo de vida ramplón y bajo, y otras bellezas más. El presidente de la Asociación de Rectores de Universidades de Europa, en su momento, les dijo sabiamente: "Si la universidad renuncia a su labor de formar profesionales honestos y honrados, corre el peligro de formar profesionales inteligentes y capaces pero bárbaros e irresponsables, que es el estilo más temible de personas que hoy existe en la sociedad". Crisis aquí, cuando significa ausencia de valores morales, es sinónimo de baja calidad humana, en el hogar, en colegios y universidades, en la oficina y, en consecuencia, en la sociedad. El ambiente moral se enrarece, y tal ausencia de valores, si se refiere al hogar, significa egoísmo, falta de presencia de los padres, falta de educación de los hijos, falta de modales en todos, de aquí envidias, riñas, predominio de los aparatos electrónicos sobre las relaciones humanas en la mesa y en la sala. Si se trata de hombres públicos, la ausencia de valores suele significar la lacra más común que afecta a la sociedad, la corrupción, el mal más grave que aqueja a nuestra clase política. Para 'consuelo' nuestro, recientemente un visitante, notable economista, decía: "No se preocupen: corrupción se da en todos los países". Vaya consuelo. Porque va mucho de robo a robo. Y si tal peculado es generalizado y de gran monto, -como el del 'carrusel de la contratación'- las obras públicas de ese país tienen que ir en descenso. No sé qué les pasa a nuestros políticos y hombres públicos: creen que sustraer dineros del fisco no es un robo, mientras no se descubra. Lo es y muy grave, porque esos dineros son de los contribuyentes, y los peculados frenan el progreso de una nación. La aspiración a ocupar cargos públicos, como lo muestran hasta la saciedad las elecciones para cargos públicos, no nace del deseo de servir al país, sino al bolsillo propio. Tristemente, el motivo más frecuente de que nuestros políticos vayan a la cárcel es la corrupción, el desvío de dineros del Estado a cuentas personales en el Exterior.


Señores políticos: sean valiosos, sean honestos: si no les mueve el bien del país, piensen en su propia fama y en la de sus hogares.

Dilema existencial Empiece el año reflexionando sobre su futuro. A todo ser humano se le abre un doble camino: vivir solo para sí, lo cual equivale a hacerse egoísta, o bien, vivir orientado a los demás, que no es otra cosa que hacerse verdaderamente humano. Detallemos un poco cada miembro del dilema. Vivir sólo para sí, centrarse solo en sí mismo, en su propia persona y en su futuro, de tal modo que lo subordina todo y a todos a su propio crecimiento y felicidad; ordenar todas las cualidades, todas las preocupaciones y empeños a la propia realización, a costa de lo que sea, utilizando todos los medios a su alcance y todas las personas que lo rodean. Sus metas a corto plazo son: medrar en todo, buscar éxitos pequeños pero acumulados; vencer al otro, sacarle ventaja a todo, disfrutar de todo, conseguir mucho dinero fácil e irlo acaparando para la realización de futuros planes, cultivar discretamente un físico y un 'look' que impacten. Las metas a largo alcance son: adquirir todos los aparatos que la tecnología pone a su disposición, acaparar mucho dinero, gozar bienestar y comodidad. Si sus posibilidades son políticas, porque las circunstancias así lo indican, enfoca todas sus dotes y turbinas a escalar y comprar cargos públicos y a beneficiarse de ellos al máximo. Cuando no resulta con ánimos de dictador porque, entonces, olvidándose de un pasado remoto y reciente de la historia, sus ambiciones son desmedidas. Solo pone sus ojos en la grandeza propia, como Gadafi o Hussein, o de su país, como Napoleón y Hitler, y la vida acaba como todos sabemos, menos el dictador: en un vil suicidio o en un asesinato que deja a la vista de todos su monstruoso cadáver. Vengamos al segundo miembro: vivir para lo demás, al servicio de la comunidad, en forma sencilla, desinteresada y eficaz; en forma privada o pública, como en fundaciones, empresas, obras comunitarias, etc. Es el camino para la realización verdaderamente humana. Claramente lo expresó Einstein al comienzo mismo de su bella obra: 'Mi visión del mundo', cuando dijo: "Ante la vida cotidiana no es necesario reflexionar mucho: estamos aquí para los demás". O bien, esta otra joya: "El verdadero valor de un hombre se determina según una sola norma: en qué grado y con qué objetivo se ha liberado de su Yo". Se opta en forma sutil y lenta, de ordinario en la adolescencia, por influjo del padre o por la elección de algún modelo que escoge para su imitación: un filósofo, un librepensador, cuando no un cantante, un deportista, o un mito de la farándula, como Michael Jackson, un beatle, o un visitante de turno, del grupo Niche o Les Luthiers.


Aquí, el influjo de los padres de familia es definitivo: la vida personal del padre, su oficio o profesión suelen influir en sus horas de deliberación. El oficio o profesión del padre influye en el hijo mayor gracias a una buena amistad, o gracias a los modelos de imitación que el padre le propone o que el mismo muchacho escoge por su cuenta. Un padre de familia, a quien poco o nada le atraía el que su hijo llegara el día de mañana a ser un piloto de jet, le ahogó los sueños en esta frase brusca y discriminadora: "Mijo, los pilotos de hoy van a ser los taxistas de mañana". Qué bueno sería darle a un hijo, como regalo de cumpleaños, la vida de un gran hombre, por ejemplo un Gandhi, un Mandela, un Ignacio de Loyola. Y si es mujer: la enfermera Kübler Ross, la madre Teresa de Calcuta, o la notable Michelle Bachelet. Resumiendo: va mucho de vivir para sí mismo a vivir para los demás, como va mucho de ser egoísta a servidor de los demás. Jesús lo expresó tajantemente, diciendo: "Quien vive para sí se perderá, y quien vive para los demás, se ganará". Jn 12,25 Publicación eltiempo.com El grano de arena de un pensador

Oración por la paz Este texto fue escrito con motivo de la marcha por la paz y la reconciliación que se realizó el miércoles en todo el país. Por: William Ospina, Especial para El Espectador

Hace 65 años se alza desde esta tribuna un clamor por la paz de Colombia. 65 años es el tiempo de una vida humana. Eso quiere decir que toda la vida hemos esperado la paz. Y la paz no ha llegado, y no conocemos su rostro. Es un pueblo muy paciente un pueblo que espera 65, 70, 100 años por la paz. Cien años de soledad. Un pueblo que trabaja, que confía en Dios, que sueña con un futuro digno y feliz, porque, a pesar de lo que digan los sondeos frívolos, no vive un presente digno y no vive un presente feliz. Aquí no nos dan realidades, aquí se especializaron en darnos cifras. El pueblo tiene hambre pero las cifras dicen que hay abundancia. El pueblo padece más violencia pero las cifras dicen que todo mejora. El pueblo es desdichado pero las cifras dicen que es feliz.


Ahora comprendemos que un pueblo no puede sentarse a esperar a que llegue la paz, que es necesario sembrar paz para que la paz florezca, que la paz es mucho más que una palabra. El verdadero nombre de la paz es la dignidad de los ciudadanos, la confianza entre los ciudadanos, el afecto entre los ciudadanos. Y donde hay tanta desigualdad, y tanta discriminación, y tanto desprecio por el pueblo, no puede haber paz. Allí donde no hay empleo, difícilmente puede haber paz. Allí donde no hay educación verdadera, respetuosa y generosa, qué difícil que haya paz. Allí donde la salud es un negocio, ¿cómo puede haber paz? Donde se talan sin conciencia los bosques, no puede haber paz, porque los árboles, que todo lo dan y casi nada piden, que nos dan el agua y el aire, son los seres más pacíficos que existen. Donde los indígenas son acallados, donde son borradas sus culturas, donde es negada su memoria y su grandeza, ¿cómo puede haber paz? Donde los nietos de los esclavos todavía llevan cadenas invisibles, todavía no son vistos como parte sagrada de la nación, ¿a qué podemos llamar paz? La paz parece una palabra pero en realidad es un mundo. Un mundo de respeto, de generosidad, de oportunidades para todos. Y hay que saber que lo que rompe primero la paz es el egoísmo. El egoísmo que se apodera de la tierra de todos para beneficio de unos cuantos, que se apodera de la ley de todos para hacer la riqueza de unos cuantos, que se apodera del futuro de todos para hacer la felicidad de unos cuantos. De ahí nacen las rebeliones violentas, y de ahí nacen los delitos y los crímenes. Hemos ido aprendiendo a saber qué es la paz… haciendo la suma de lo que nos falta. La paz es agua potable en todos los pueblos y agua pura en todos los manantiales. No hay paz con los ríos envenenados, con los bosques talados y con los niños enfermos por el agua que beben. La paz es trabajo digno para tantos brazos que quieren trabajar y a los que sólo se les ofrecen los salarios de sangre de la violencia y del crimen. La paz son pueblos bellos y ciudades armoniosas, que se parezcan a esta naturaleza. Porque las montañas, los ríos, las llanuras, las selvas y los mares de Colombia son la maravilla del mundo, y no hemos aprendido a habitarlas con respeto, a aprovecharlas con prudencia, a compartirlas con generosidad.


Porque la idea de generosidad que tienen muchos grandes dueños de la tierra tiene un solo nombre: alambre de púas. Esa idea medieval de tener mucha tierra, mientras las muchedumbres se hacinan en barriadas de miseria. Pero es que la paz verdadera exige no sólo un pueblo respetado y grande y digno sino una dirigencia verdadera. Y no es una gran dirigencia la que se esfuerza veinte años por que le aprueben un Tratado de Libre Comercio, y cuando le aprueban el Tratado la sorprenden con un país sin carreteras y sin puertos, con una agricultura empobrecida, con una industria en crisis, confiando sólo en vender la tierra desnuda con sus metales y sus minerales para que la exploten a su antojo las grandes multinacionales. Ahí no sólo falta generosidad sino inteligencia, ahí faltan grandeza y orgullo. En cualquier país del mundo un tratado de libre comercio se negocia poniendo como primera prioridad qué necesitan y qué consumen los propios nacionales. ¿Por qué tiene que ser la prioridad poner oro en las mesas de otros antes que poner alimentos en nuestras propias mesas? Hoy el mundo se ha lanzado a un obsceno carnaval del consumo. Pero esos países que divinizan el consumo, como los Estados Unidos y Europa, por lo menos han tenido la prudencia de garantizarles primero a sus pueblos agua limpia, vivienda digna, educación seria y gratuita, salud para todos, trabajo y salarios decentes, una economía que se esfuerza por ofrecer empleo de calidad, que no llama trabajo como aquí al rebusque desesperado, ni a la mendicidad, ni al tráfico violento de todas las cosas. Si por lo menos cumpliéramos con brindar a los ciudadanos las prioridades básicas de una vida digna, no sería tan absurdo que nos predicaran ese evangelio loco del consumo, pero aún así tenemos que pensar con responsabilidad en el planeta, para el que ese consumo indiscriminado es una amenaza. Tenemos climas frágiles porque tenemos ecosistemas ricos y preciosos, que producen agua y oxígeno para el mundo entero. Colombia es un país de tierras bellísimas y de climas benévolos, esto no es Europa ni los Estados Unidos, donde el clima exige millones de cosas, aquí podemos vivir una vida sencilla en un paisaje maravilloso, aquí no habría que refugiarse en ciudades malsanas y estridentes, el país es de verdad La Casa Grande. ¿Qué nos impide esa felicidad? La desigualdad y la violencia. La codicia que pasa por encima de todo.


La naturaleza no es una mera bodega de recursos sino un templo de la vida. Pero una lectura equivocada del país y una manera mezquina de administrarlo han convertido este templo de la vida en una casa de la muerte. Hace 65 años Gaitán clamaba aquí por la paz. Sus enemigos no sólo lo mataron sino que llevaron al país a una guerra, a una violencia que acabó con 300.000 personas. El país entero entró en una orgía de sangre. Y perdimos el sentido de humanidad, y casi nos acostumbramos al horror, y dejamos de estremecernos con la muerte. El tabú de matar se perdió, Colombia se volvió tolerante con el crimen, y en el último medio siglo es posible que por falta de paz y de solidaridad haya muerto en Colombia otro medio millón de personas. Y cada día que tardan en firmar un acuerdo el gobierno y las guerrillas, más muertos de todos los bandos, más víctimas, se suman a esa lista. Porque no es sólo el conflicto en los campos: bajo la sombra de ese conflicto prosperan las guerras de supervivencia en las ciudades, la violencia de las mafias, el delito, el crimen, la violencia intrafamiliar, el desamparo, la ignorancia. Pero es que lo único que detiene a la mano homicida es sentir que lo que le hace a su víctima se lo está haciendo a sí mismo. Lo único que detiene esa mano es la compasión, y para que haya compasión hay que sentir al otro como a un hermano, como a un milagro de la vida, efímero, precioso, irrepetible. Si no sentimos eso no sentimos nada. Sin ese respeto profundo por los otros nadie siente verdadero amor por sí mismo. Pero para que haya ese afecto profundo por los conciudadanos hay que haber sido educados en la generosidad, bajo unas instituciones generosas, hay que haber sido querido. Al que no es valorado en su infancia, respetado, apreciado, ¿cómo pedirle que quiera, que respete, que valore a los otros? Por eso es tan ciega una sociedad que no da nada y en cambio pide todo. Que da adversidad, obstáculos, discriminación, pero pide a los ciudadanos que se comporten como si hubieran sido educados por Sócrates o por Francisco de Asís. El Estado se volvió irresponsable, los ciudadanos le perdieron el respeto al Estado, y el Estado les perdió el respeto a los ciudadanos. En ningún país se exigen tantos trámites para cualquier cosa. Y el que está en desventaja es el que no tiene recursos para sobornar, para abreviar los trámites, para correr con éxito de oficina en oficina. Con mucha frecuencia el estado no facilita la vida sino que es un estorbo para las cosas más elementales.


Las cárceles están llenas de seres que no recibieron nada, que fueron educados en la dureza y en la precariedad, y a los que la sociedad les exige lo que nunca les dio. Porque aquí sólo les exigimos respeto a los que nunca fueron respetados. Es necesario gritar que nuestro pueblo no es un pueblo malo sino un pueblo maltratado. Y todavía a ese pueblo maltratado y admirable vamos a pedirle, aunque no tenemos derecho a hacerlo, vamos a pedirle que nos dé un ejemplo de su espíritu superior; vamos a pedirle que, a cambio de un acuerdo esperanzador entre los guerreros, sea capaz de perdonar. No hay ceremonia más difícil y más necesaria que la ceremonia del perdón. Pero es el pueblo el que tiene que perdonar: no la dirigencia mezquina ni la guerrilla que tomó las armas contra ella. Y sin embargo todos tendremos que participar, humilde y fraternalmente, en la ceremonia del perdón, si con ello abrimos las puertas a un país distinto, más generoso, que deponga las armas fratricidas, que abandone los odios y que construya un futuro digno para todos, pero sobre todo un futuro de dignidad para los que siempre fueron postergados. Desde hace 65 años pedimos la paz, suplicamos la paz, esperamos la paz. Hoy ya no podemos pedirla ni suplicarla ni esperarla. Si se logra un acuerdo entre el gobierno y las guerrillas, tenemos que construir la paz entre todos, la paz con una ley justa, la paz con una democracia sin trampas, la paz con un afecto real en los corazones, la paz con verdadera generosidad. Y la única condición para que esa paz se construya es que no maten la protesta, que no aniquilen la rebeldía pacífica, que dejen florecer las ideas, que permitan a este país grande y paciente ser dueño de sí mismo y de su futuro. Esa paz que construiremos será un bálsamo sobre esos miles de muertos que se fueron del mundo sin amor, a veces sin dolientes, a veces sin un nombre siquiera sobre su tumba. Entonces sabremos que la paz no es sólo una palabra, que la paz es convivencia respetuosa, prosperidad general, justicia verdadera, campos cultivados, empresas provechosas, bosques y selvas protegidos, ríos que tenemos que limpiar y manantiales a los que tenemos que devolver su pureza. Y que otra vez haya venados en la Sabana y bagres sanos en el río, que salvemos la mayor variedad de aves del mundo, que vuelen las mariposas de Mauricio Babilonia, y que los caballos de Aurelio Arturo vuelvan a estremecer la tierra con su casco de bronce, y que haya hombres y mujeres pescando de noche en la piragua de Guillermo


Cubillos, y que el viajero que encontremos por los campos a la luz de la luna no nos produzca terror sino alegría. Que haya cantos indios por las sabanas de Colombia, y arrullos negros en los litorales, y que las armas se fundan o se oxiden, y que haya carreteras y puertos, y barcos y trenes que nos lleven a México y a Buenos Aires, y que nuestros jóvenes tengan amigos en todo el continente, y que sólo una industria se haga innecesaria y necesite ayuda para cambiar su producción: la industria de las chapas y los cerrojos y los candados y las rejas de seguridad, porque habremos logrado que cada quien tenga lo necesario y pueda confiar en los otros. Porque la paz se funda en la confianza y en la sencillez, y en cambio la discordia necesita mil rejas y mil trampas y mil códigos. Aquí, por todas partes, están los brazos que van a construir ese país nuevo, los pies que van a recorrerlo, los cerebros que van a pensarlo, y los labios del pueblo que lo van a cantar sin descanso. Que hasta los que hoy son enemigos de la paz se alegren cuando vean su rostro. Que llegue la hora de la paz, y que todos sepamos merecerla. Por: William Ospina, Especial para El Espectador

Memoria y futuro Por: William Ospina

¿ES POSIBLE LA RECONSTRUCCIÓN DE un país a través de los oficios, las artes y las técnicas? Toda enseñanza es un diálogo de la memoria con la creatividad: transmite saberes de la tradición y se abre a la aventura de crear nuevas formas y procedimientos. Es importante pensar en un aprendizaje que vaya más allá del adiestramiento y de la formación de operarios: que transmita técnicas y destrezas pero a la vez nos permita alcanzar una conciencia nueva de nosotros y de nuestro mundo, como individuos y como ciudadanos, que se convierta sin violencia en una reconstrucción de la comunidad. Uno de los principales problemas de nuestro país es la falta de un saber vinculado a la tierra y a la memoria. Basta ver la antigua red de canales de los zenúes para recordar la admirable ingeniería hidráulica que abandonamos por prejuicios; un sistema que


resolvía problemas de irrigación de suelos, nutrición de las terrazas de cultivo, manejo del régimen de las inundaciones y provisión de productos agrícolas para la sociedad. Si algo valdría la pena emprender hoy, ante la admiración del mundo, sería la reinvención de ese sistema de riego y de cultivo, quinientas mil hectáreas de sabiduría en el manejo de los recursos en la mayor provincia del agua, donde se juntan los dos grandes caudales que corren hacia el norte, a donde fluye el agua que destilan nuestros climas, alterada y enrarecida hoy por nuestra manera de vivir. Como en un organismo, basta hacer un examen de las aguas que confluyen allí para saber de qué estamos enfermos: qué efectos obran sobre la vida de los ríos y la salud de los habitantes los desechos de millones de hogares, comercios y fábricas, que se vierten al agua desde el Cauca, cruzando el Valle y Antioquia, y desde el Huila, cruzando el Tolima, Caldas, Boyacá, Antioquia, Santander y Bolívar. Ya va siendo hora de aprender a curar a la tierra con el mismo cuidado y diligencia con que curamos nuestros cuerpos. El país está lleno de sitios de la memoria que requieren ser restaurados y reinterpretados. Pienso, por ejemplo, en la Casa de los Ingleses de Ambalema, que guarda memorias de toda una época de nuestro país. Cualquier funcionario entusiasta podría pensar hoy en convertirla en un centro comercial o en unhotel, pero estaría olvidando que ciertos lugares son cifras complejas de lo que fuimos y de lo que podemos ser. Hubo una época en que la economía colombiana giraba alrededor del tabaco de las llanuras del Magdalena; las casas de prensado y de distribución del tabaco son también el recuerdo de ese país que se comunicaba con el mundo a través del río, en tiempos en que las selvas de la orilla estaban vivas, en que la fauna silvestre saltaba y cantaba en sus ramas, en que el agua era algo más que energía hidráulica y detritus. Como la de los individuos, la memoria de un país está hecha de asociaciones y enlaces: no consiste tanto en recuerdos particulares cuanto en la articulaciónde todos ellos. Para que el país esté vivo realmente necesita que la energía circule por todos sus centros de significación. Y en esa región luminosa, junto al camposanto de Armero, la memoria tiene que aprender por fin, como en todo el país, a ser un diálogo entre el río y los hielos de la montaña, un diálogo de tecnologías entre la tierra fría y la tierra caliente, un pensamiento sobre las relaciones entre economía y cultura, entre el pasado y el presente, entre naturaleza y sociedad. Reconstruir por todo el país cada casa de la memoria sería reconstruir en nosotros mismos la conciencia perdida, mediante un apasionante diálogo de saberes, artes y


oficios. Albañilería, mampostería, carpintería, cantería, artesonado y jardinería, son finalmente tan vitales como hidrografía, orografía, historia de los cultivos y las navegaciones, estudios y procesos ambientales, artes aplicadas, música, literatura, fotografía y cine. Esas casas y espacios que durante su proceso de reconstrucción pueden ser talleres de trabajo y estudio, para miles de jóvenes, una vez restaurados podrían convertirse a su vez en centros dinamizadores de las regiones, escuelas taller, museos, centros de acogida para estudiantes e investigadores, poderosas atracciones turísticas. Así se aliarían mediante un enlace físico y virtual la Casa de la Expedición Botánica de Mariquita o el Museo del Río de Honda, a su vez reconstruidos y redefinidos como puntos sensibles de la nación, con los muchos centros de la memoria a lo largo del río, desde San Agustín y Neiva, pasando por Barrancabermeja, Mompox, Magangué y El Banco, hasta el hermoso y vivo Museo del Caribe de Barranquilla, y aún más allá, hasta los últimos lugares donde se recibe, para mal y ojalá para bien, el influjo del río Magdalena: las costas de Jamaica. Esa reconstrucción mediante la integración de saberes, no sólo permitiría formar excelentes técnicos y profesionales, sino sabios conocedores del territorio y de la memoria compartida, comprometidos con la historia de un país y con sus sueños. La memoria así recuperada, hecha de información y conocimiento, de compromiso con la tierra y diálogo con el entorno, sí podrá convertirse realmente en un lazo de solidaridad entre las comunidades, y espacio para la acción y el disfrute, para la investigación y la imaginación. Es lo mismo que habría que hacer con la gastronomía, hasta formar una excelente red de restaurantes populares en Colombia; con la hotelería, los muebles, la artesanía: redes de memoria y futuro que rescaten millones de manos y de talentos, no para un mero proyecto productivo, sino para el proyecto de reconstrucción de una nación solidaria y orgullosa de su riqueza. •

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Educación Por: William Ospina Los artistas son esa clase de gente de la que siempre decimos que nació aprendida.

Sentimos que Mozart sabía música desde siempre, que Rimbaud era un maestro de la lengua desde el origen, que Rembrandt y Miguel Ángel debían saber dibujar antes de saber hablar, pero ello no significa que no tuvieran que aprender. Cuanto más dotado un ser humano para un lenguaje y para un arte, más arduo le será dominar ese talento hasta convertirlo en algo verdaderamente fecundo. No olvidamos la ardua disciplina a que fue sometido Mozart desde niño; las desmesuradas dosis de lectura a que se sometió Rimbaud desde su infancia y a lo largo de su adolescencia, desde la gran literatura en francés hasta los clásicos latinos; el duro trabajo que debió ser el estudio de Miguel Ángel o de Rembrandt en el taller de sus maestros. Pero si conocemos los talentos que vienen escritos en un cuerpo, sabremos también a qué disciplinas estará dispuesto a someterse, porque hay una correspondencia milagrosa entre las habilidades y la dedicación: nadie se aplica de manera abnegada y obstinada sino a aquello que lo estremece profundamente. Y esto puede decirse de todas las disciplinas, porque, en realidad, no importa cuál sea la disciplina escogida, si corresponde a una vocación, la persona terminará haciendo de ella un verdadero arte. Todo profesional comprometido y apasionado es un artista; y arte no significa aquí sólo la búsqueda de armonía y de ritmo, de belleza y refinamiento, sino de sentido profundo, de fuerza creadora, de revelación y de fecundidad. Para nosotros, por ejemplo, la caligrafía es una habilidad olvidada, pero en China es una de las bellas artes y por momentos se confunde con la danza. Sabemos que el pintor no es la pintura, el escultor no es la escultura, el músico no es la música, pero el bailarín es la danza; la más antigua de las artes porque en ella la obra se confunde con el cuerpo que la ejecuta. Y si en China la escritura se confunde con la danza es porque el que escribe y lo que se escribe han llegado a una suerte de extática identificación: el cuerpo es la escritura. Algo que algunos visionarios intuyeron posible, como Franz Kafka cuando dijo que la caligrafía es el sismógrafo del alma.


Hoy la mecanización de la vida tiende a sujetarlo todo a la rapidez y a la eficiencia, pero tarde o temprano comprenderemos que para vivir plenamente no basta ser productivos o eficientes; algún día tendremos que volver a escribir con todo el cuerpo. Cada vez se esfuerzan más porque la educación nos convierta en ejecutores insensibles de tareas con las que no estamos comprometidos. Se dice que en cierto país había obreros trabajando en una fábrica de aspiradoras y nunca se dieron cuenta de que en realidad estaban fabricando piezas para armas de guerra. Para la macroeconomía insensible y perversa ese es el ideal: el trabajador que no interviene en el diseño ni en la concepción ni en la valoración de lo que produce. Pero para una noción respetable de humanidad, algo por lo que valga la pena vivir y morir, cada quien necesita la inteligencia de lo que hace, el trabajo no debe dar sólo rendimiento sino un sentido a la vida, una justificación moral al esfuerzo, un sentido de dignidad y de belleza. Y si estas cosas les parecen tonterías al gran capital y sus áulicos, es porque son tremendamente revolucionarias; ponen en cuestión no sólo los procesos sino los resultados, no sólo los medios sino los fines. Nos recuerdan que la democracia no está sólo para producir el bien de todos, supuesto fin de los totalitarismos, sino el bien de cada uno, y para ello debe ser importante lo que cada quien piensa de lo que hace. El viejo ideal de hacer de cada oficio un arte puede parecer un desvarío romántico a los prosélitos de la eficacia y de la dictadura del cerebro central. Pero hace poco ese ideal ha sido ratificado desde donde menos se esperaba: del corazón de la sociedad industrial, en la voz del fundador de la segunda gran corporación de EE.UU., Steve Jobs, a quien el mundo despidió agradecido hace unas semanas. En su discurso a los graduados de la Universidad de Stanford en 2005, Jobs recomendó preferir la intuición al esquema, la vocación a los conocimientos impuestos, la curiosidad sin propósitos a la disciplina inflexible, la incertidumbre del que experimenta a la certeza del éxito, la pasión de buscar a la satisfacción de haber encontrado. Parecen las palabras de un hippie, y en cierto modo lo son, de modo que los encorbatados ejecutivos de las multinacionales y de sus satélites académicos no acertarán a explicar cómo fue que un hombre con esa mentalidad, más poética que pragmática y tan científica como estética, se convirtió en un empresario tan exitoso, un innovador tan genial, y un hombre tan digno de respeto y de memoria. Hasta confesó que fue su ocioso e improductivo amor por la caligrafía lo que hizo que en el diseño de los computadores personales hubiera incorporado tipos de letras tan delicados y artísticos, poniendo al alcance de la humanidad recursos estéticos tan


notables como los que ofrece la informática contemporánea. ¡Dónde viene a saltar la liebre de la poesía, que parecía desterrada del jardín de las cosas prácticas! En el arte de la afectividad, en el necesario viaje a pie que debería ser nuestro aprendizaje del mundo, en esas otras artes que deben ser la digestión y la salud, el cuerpo es la medida de nuestra sabiduría. Aprendamos la pasión, el ritmo, la levedad, el sentido de la belleza, aprendamos el sentido de la gratitud y de la convivencia, y estaremos preparados para las grandes empresas del porvenir. •

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El arte de la salud Por: William Ospina ES UN ERROR PENSAR QUE LA MEDIcina puede encargarse de resolver todos los problemas de la salud.

La enfermedad suele tener una causa física, pero siempre revela un desajuste entre el cuerpo y el espíritu, entre la materia y el alma, entre el mundo y el lenguaje. Por eso son tan importantes los afectos, las palabras, los libros, como instrumentos poderosos en el proceso de reencuentro con la plenitud de la vida y del cuerpo. Algún columnista hablaba en estos días de la situación que se describe en La montaña mágica de Thomas Mann, donde hombres que convalecen, apartados del mundo, en un sanatorio de las montañas, discurren sobre todos los temas imaginables como si estuvieran resanando las grietas de la historia, las fisuras del pensamiento, los males de la imaginación. La literatura es también un bálsamo cicatrizante, una pócima curativa, un gran remedio, mal que les pese a quienes temen que convertir estas cosas sublimes en instrumentos terapéuticos sea rebajarlas o degradarlas. Así como la capacidad de cicatrizar es uno de los grandes misterios de la vida, aliviarse no es cosa trivial, recuperar la vitalidad, la alianza armoniosa del cuerpo y el espíritu es uno de los hechos milagrosos de la condición humana; y combinar las sustancias químicas con las espirituales, las terapias físicas con las artes del lenguaje, la medicina con el pensamiento, son altos recursos de sabiduría. Siempre he pensado que los hospitales deberían ser también grandes bibliotecas, espacios de la música y del arte, escenarios de la creación y la conversación; pienso que no se han utilizado suficientemente en la historia los recursos del lenguaje, la belleza y la armonía para devolverle al cuerpo equilibrio, voluntad y entusiasmo.


Nunca como cuando he estado enfermo he necesitado tanto de la conversación inteligente, de la lectura filosófica y de la imaginación activa. Nunca he sentido tan necesario el contacto con la naturaleza, con bosques vivos y aguas puras, con el aire fresco y el espectáculo de la vida silvestre. Es verdad que una de las posibilidades de la enfermedad es la muerte: ésta siempre será más dulce en un medio afectuoso, bello, sereno, cargado de la seriedad de las cosas grandes, de esas que nada asume con mayor plenitud que la poesía y las artes. Pero la principal de las posibilidades de la enfermedad es la reconciliación con los misterios de la condición humana, un reconcentrarse en las más antiguas preguntas y los más elevados propósitos, y nada es tan saludable como no confundirse con la enfermedad: tomar partido por todo lo que sigue siendo sano, por la razón que piensa bien, por la imaginación que inventa bien, por el lenguaje que razona con lucidez, comunica con pasión, se ordena con belleza y discurre con sinceridad y con alegría. La enfermedad es una oportunidad de reencontrarse con el cuerpo, con los elementos, con los milagros del movimiento, la sensibilidad, la intuición y la fantasía. “Ni siquiera podemos saber qué tan ricos o pobres somos —decía Chesterton— porque todo es regalo”. Pero qué bien le sientan a un convaleciente la lectura del Zarathustra de Nietzsche o de las Hojas de hierba de Walt Whitman, del Hiperión de Hölderlin, del Banquete de Platón o de Los alimentos terrestres de André Gide, de los Idus de marzo de Thornton Wilder o de La Tempestad de Shakespeare, de las Mil y una noches o de La monja Alférez de Thomas de Quincey, del César y Cleopatra de Bernard Shaw o de las Sátiras de Marcial, de la Oda a un ruiseñor de John Keats o del Tema de las mutaciones del mar de John Peale Bishop, textos saludables, altaneros, llenos de vida y de lucidez, siempre deliciosos y a veces impúdicos, que hicieron inmortales a sus autores y que le contagian un poco de desafiante inmortalidad a todo el que los lee. Es verdad que existen, para casos extremos, el milagro químico y el milagro quirúrgico, pero esos milagros no pueden ser suficientes. Cada quien debe saber con qué música se alivia. Cada quien sabe, o debería dedicarse a descubrirlo, para qué enfermedades son bálsamos el Jardín de las delicias del Bosco, las Meninas de Velásquez, los grabados de Durero o la Niña guiando al minotauro ciego de Pablo Picasso.


Nuestra edad de ciencia ficción (I) Por: William Ospina HACE 66 AÑOS, DOS BOMBAS ATÓMIcas destruyeron las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, decidieron el final de la Segunda Guerra Mundial, forzaron al Japón a la rendición ante las potencias aliadas y dieron comienzo a una nueva edad del mundo.

Alemania había sido triturada por el doble martillo de los rusos atacando por el oriente y los aliados avanzando por el occidente. El triunfo en el frente europeo y en el asiático de Estados Unidos, que había entrado tardíamente en la guerra, significó también el comienzo de la guerra fría, que dividió el mundo durante cuarenta años en dos bloques de poder que se vigilaban uno al otro con desconfianza y con ira, en una tensa paz de pesadilla, sostenida sobre la amenaza cósmica de los arsenales nucleares. Ahora sabemos que esas potencias enemigas no eran tan distintas: tanto los democráticos Estados Unidos como los burocráticos estados soviéticos profesaban el industrialismo, el armamentismo, el militarismo, y terminaron reconciliándose hace 20 años en las fiestas del mercado, en la desintegración de los proyectos solidarios y en la entronización del individualismo consumista como máximo ideal de la especie. Hace 66 años vivimos en el mundo de la ciencia ficción. Las novelas del 007 dieron paso a los thrillers de espías y de traficantes de armas atómicas; la generación de los años 60 pasó del culto de las drogas místicas y la consigna del amor libre a la fascinación con la saga de los viajes al espacio exterior: íbamos rumbo a la Luna y a Marte; la revolución del transporte incorporó una velocidad de vértigo a la vida cotidiana; la revolución de las comunicaciones convirtió al mundo en el aleph de Jorge Luis Borges; internet y las redes sociales abrieron ante nosotros un océano de memoria y un jardín de encuentros virtuales, pero convirtieron a la vez a los organismos humanos en una subespecie sometida a la fascinación de los mecanismos; la globalización de la información y del mercado trajo como complemento necesario la proliferación de las mafias globales, el mercado planetario de las armas, el clima de alarma permanente de la sociedad superinformada, la enfermedad generalizada del estrés y la alternancia bipolar de sustancias estimulantes y sedantes, el triunfo estridente de la tecnología como principal escenario de la acción humana, la tecnificación de la vida y el triunfo de la profecía de Marx de que todas las cosas se convertirían finalmente en mercancías, el sexo y la salud, el arte y el espectáculo, el deporte y el tiempo libre, la paz y la guerra, la información y la educación, el agua y el aire.


Es asombroso el modo como han triunfado los paradigmas de la llamada civilización occidental. Fue asombroso ver anteayer al emperador Akihito hablando por primera vez por televisión a su pueblo, vestido con un traje occidental, con saco y corbata. Es asombroso ver el país que hace 66 años padeció por primera y única vez el apocalipsis atómico sobre sus ciudades, convertido ahora en productor de energía atómica, y víctima otra vez de los vientos radiactivos. Es asombroso haber tenido el privilegio y el horror de ver hace siete días en directo el modo como una ola monstruosa que venía de los abismos del agua iba barriendo y arrasando los litorales japoneses y convirtiendo en escombros las ciudades, estrellando los barcos contra los puentes, arrancando las casas como trozos de papel, moliendo en su trituradora automóviles, bosques, barrios, piedras, metales, máquinas y seres humanos. Los diluvios y los tsunamis existieron siempre, lo que no existió siempre es una humanidad que puede estar presenciando al mismo tiempo la devastación de los tsunamis, los incendios de los reactores nucleares, los crímenes de las mafias mexicanas, la corrupción de los políticos colombianos, las manifestaciones de los demócratas egipcios, las elecciones en la devastada isla de Haití, las manifestaciones de los trabajadores de Winsconsin, los bombardeos de Gadafi sobre las ciudades rebeldes. Lo nuevo no es la información, es el testigo. Lo nuevo no es la catástrofe planetaria y la confusión cósmica, sino el hecho de que la humanidad la presencie asombrada e inerme, y convierta las marejadas de la historia en parte fundamental de su propia existencia, sin tener a la vez mucha posibilidad de influir sobre ella. Esta semana los periodistas amigos de la adrenalina se han animado a hablar de apocalipsis. Se diría que lo que nos parece a veces el fin del mundo no es más que la cotidianidad del mundo convertida, gracias a la tecnología, en una suerte de sofisticado espectáculo. Pero es verdad que ya estamos en la aldea de Bradbury, en el país de Frederick Pohl, en el planeta de Philip K. Dick. Ahora el viento trae un polen de cosas desconocidas, la naturaleza parece hablar una lengua distinta cada día, la historia entra a ráfagas por la ventana.


Nuestra edad de ciencia ficción (II) Por: William Ospina EL RENACIMIENTO, LA ILUSTRACIÓN, el progresista y catastrófico siglo XX, nos acostumbraron a pensar que todas las cosas nuevas nos hacen mejores.

Toda novedad comportaba un progreso, la humanidad no había cesado de progresar desde el momento en que decidimos bajar de esos árboles, desde cuando pulimos esas piedras para hacer hachas, desde cuando descubrimos la rueda. Y si en el campo de las ideas no todo invento era provechoso, pues también había ideas de intolerancia y de odio, en el campo de los inventos prácticos todo se hacía para mejor: ¿no habían inventado los chinos las sombrillas y las sillas plegables, no había descubierto alguna abuela sabia la manera correcta de partir el pastel, no había inventado alguien, inspirado por la divinidad, el cepillo de dientes, la tijera, el lápiz, el telar, el papel? Pero también estaban los inventos nefastos: esos puñales curvos que sofistican la estocada, esas espadas, esos venenos, esos instrumentos de tortura a los que aplicó su ingenio la Santa Inquisición, esas cruces, esas horcas, esas guillotinas. Alguien habrá hecho ya un inventario de cosas benéficas y atroces, para saber si nuestra creatividad pertenece al reino de lo angélico o de lo diabólico. Pero la verdad es que siempre estuvieron ligadas bondad y malignidad, siempre lucharon entre sí. Depende de la cultura, del orden social, el que una sociedad se oriente hacia la convivencia o hacia la violencia. La conducta humana estuvo moderada por siglos de ceremonias y tradiciones, por medio de las cuales las sociedades aprenden a convivir en su interior y a relacionarse con el mundo. El progresismo fue haciendo que perdiéramos el respeto de la tradición y nos convenció de que toda novedad comportaba un progreso. Todo iba bien con el progreso. Pero, de repente, los ilustres inventos de la sociedad industrial se convirtieron, en 1914, en garfios del infierno. Los aviones, el sueño sublime de Leonardo da Vinci, fueron utilizados para arrojar bombas. El telégrafo, la radio, los productos de la industria, todo fue herramienta de aniquilación. Y con la Segunda Guerra Mundial el fenómeno alcanzó su apoteosis. Hasta el trabajo de grandes pacifistas fue utilizado para inventar bombas atómicas. Cuando terminó la guerra la industria había triunfado, pero un extraño pesimismo se había apoderado de nuestra especie. Allí sobrevino ese movimiento intelectual que se llamó el existencialismo: un sentimiento de soledad, la conciencia del absurdo, la


sospecha de que la vida no tenía sentido. Ese sentimiento no ha desaparecido, pero ahora está enmascarado en el culto de las cosas, el consumo, las adicciones, el ansia frenética de ruido y de velocidad, la sed desesperada de riqueza, la religión del espectáculo y de la publicidad, el culto enfermizo de la salud, del vigor y de la juventud, y la visita a los únicos templos vivos que van quedando, que son los centros comerciales. Pero harto sabemos que tres cuartas partes de la humanidad no pueden participar de esas comparsas de la belleza frívola, de esas mitologías de Vanity Fair. Algo va de la dieta al hambre, de las marcas costosas a los mercados piratas, de la civilización que convierte todo en basura a la humanidad que vive de reciclarla. Extender el modelo de consumo irreflexivo no es posible ni deseable. El día en que los mil trescientos millones de chinos tengan automóvil particular, y en que los mil doscientos millones de indios produzcan basura verdadera, basura industrial no biodegradable, ese día Vishnú le cederá para siempre su trono a Shiva. Se ha abierto paso en el mundo la idea de que tenemos muchos derechos y casi no tenemos deberes. Llevamos siglos luchando por la libertad, pero no hemos articulado el discurso de nuestra responsabilidad. Llevamos siglos en la búsqueda del confort y se nos hace agua la boca hablando de la sociedad del bienestar, pero son pocos los que, como Estanislao Zuleta, han formulado sabiamente un elogio de la dificultad. Sin embargo, nada atenta tanto contra la salud como una prédica del confort y la facilidad; nada es más peligroso para la supervivencia humana que la excesiva adulación del egoísmo y el olvido de los principios de solidaridad y generosidad. Sociedades como la colombiana, desamparadas por un Estado irresponsable y condenadas a rivalidad permanente, al individualismo agresivo, son buen ejemplo de los niveles de violencia que produce la falta de un sueño generoso de respeto en el que puedan converger millones de seres humanos. Porque sólo sabemos convivir cuando una mitología compartida, unas tradiciones y unos rituales nos revelan al dios que está escondido en los otros, el exquisito misterio que es cada ser humano, y ello requiere altos niveles de educación verdadera, es decir, no aquella que venden los liceos y las universidades, sino aquella que está en las costumbres, en el lenguaje, en las fiestas y las ceremonias que nos hacen sentir parte de un mismo orden cultural. El mundo asiste hoy a un acelerado cambio de memorias por noticias, de costumbres


por modas, de saberes largamente probados por novedades. Pero estas guerras tecnológicas, este calentamiento global, estos tsunamis que derivan en crisis nucleares, nos recuerdan que la historia es impredecible, y así como a veces lo nuevo se yergue como el fascinante camino al futuro, también a veces los accidentes pueden revelarnos que conviene un poco de prudencia, un poco de sensatez y un residuo de reverencia, a la hora de paladear esas flores del vértigo. Al fin y al cabo la ciencia ficción no surgió para celebrar las maravillas de la técnica sino para advertirnos, de un modo elocuente y fantástico, acerca de sus abundantes peligros.

Lo que asusta al filósofo Por: William Ospina EN RESPUESTA A MI RECIENTE COlumna "Nuestra edad de ciencia ficción", mi amigo el filósofo Juan Manuel Jaramillo ha escrito un texto alarmado que denuncia mis ataques sacrílegos a la sociedad tecnológica.

Juan Manuel nos recuerda que vivimos en la edad de la técnica y que ello es ineluctable. Pero no es eso lo que a mí me preocupa. Más me abruma la pasividad con que se vive ese fenómeno. Todos sabemos que ni siquiera asombro logran ya en los jóvenes esos modelos nuevos de teléfonos celulares cada vez más sofisticados, cada vez más táctiles, cada vez más efímeros. Ellos sólo quieren tenerlos ya y cambiarlos pronto. Vivimos una época que convierte los mayores prodigios en realidades anodinas. Cosas que a los sabios de otro tiempo paralizarían de asombro, las recibimos entre la indiferencia y el tedio, y la industria las utiliza apenas como señuelo para hacernos consumir más. Yo igual me dedicaría a cantar las alabanzas de tanto esplendor si no pudiera ver de antemano en el horizonte de la época el basurero en que convertirá al mundo la exquisita sociedad industrial. En rigor, antes de los materiales sintéticos y radiactivos nunca habíamos producido basura de verdad: todo entraba de nuevo en los ciclos de la naturaleza. Detritus humanos, residuos vegetales, papeles y cartones, escombros, nada de eso era verdaderamente oneroso para el mundo. Ahora es distinto y más vale que los filósofos y hasta los profesores de filosofía empiecen a preocuparse. Según mi crítico yo olvido que vivimos en un sistema complejo e ingenuamente echo la culpa a los artefactos del modo de vivir de la época. Por supuesto que no son los discos compactos los que hacen que cada vez nos reunamos menos a conversar y a cantar;


por supuesto que no son los televisores los que nos encierran a cada uno en una celda de egoísmo; por supuesto que no son los teléfonos celulares los que van haciendo que sólo lo distante valga la pena, y que sólo los ausentes sean dignos de atención, ya que sólo son sonidos y señales luminosas, en tanto que los que están presentes son cada vez más estorbosos: no nos dejan concentrarnos en la pantalla. Al filósofo lo alarma que yo alce mi voz contra la admirable era tecnológica. Y yo quiero decirle que la verdad es que no soy tan peligroso. Ni siquiera detesto la era tecnológica, sólo expreso mi inquietud y mi llamado a la cautela ante sus pretendidas excelencias, y digo que valdría la pena ser prudentes frente a sus seducciones y vigilantes frente a sus maravillas. Pero quiero además que el profesor advierta la desigualdad de condiciones en que yo, de acuerdo con su interpretación, me bato contra la era tecnológica. Ésta tiene a su favor no sólo todo el capital, todos los medios, todo el saber de las universidades, todo el arsenal de las industrias, todo el respaldo de los ejércitos y toda la veneración de la humanidad, sino también los elogios gratuitos de algunos filósofos como él, que candorosamente piensan que la tecnología necesita defensores contra unos escasísimos críticos que ni siquiera negamos su poder y su importancia, sino que apenas intentamos recomendar un poco de cautela ante su fuerza invasora y avasalladora. Esa fuerza magnánima nos lleva en sus aviones al otro extremo del mundo (si tenemos dinero para pagarlo), pero también arroja bombas sobre ciudades con escuelas y hospitales; esa fuerza nos embriaga con sus espectáculos, pero también nos envenena con sus pesticidas; nos halaga con su publicidad opulenta y tentadora, pero sabe encadenarnos a sus casinos y a su consumo desaforado, a la vez que nos asfixia en su smog; lleva a nuestros hogares productos estupendos (si tenemos con qué comprarlos), pero hace avanzar eficientemente los basureros planetarios, llenos de empaques innecesarios, de la peste de las bolsas plásticas, de esas cosas que hoy son la moda y mañana la escoria; ilumina en la noche hogares y fuentes, comercios y parques con la energía de sus centrales atómicas, pero también destila sus aguas radioactivas hacia la sima sin testigos de la fosa oceánica. Juan Manuel piensa que yo estoy arrojando un “anatema al Renacimiento, a la Ilustración, o al progresista y catastrófico siglo XX”. Según su imagen me voy “lanza en ristre contra el desarrollo tecnológico”, y de ese modo me muestra como un Quijote todavía más loco que don Quijote. Éste se batía en su delirio contra molinos de viento, que son gigantes concretos de aspas peligrosas, pero atacar a lanzazos una entidad tan


abstracta como “el desarrollo tecnológico”, más que una necedad es un imposible. En realidad, Juan Manuel, lo único que hago es opinar, criticar, utilizar el privilegio de la reflexión que nos dejaron el Renacimiento y la Ilustración, para decir que no toda novedad es un progreso y que no todo artefacto ingenioso nos beneficia. “La duda, decía alguien, es una de las formas de la inteligencia”. Qué raro que todo un filósofo piense que su capacidad reflexiva debe usarse mejor en refutar a los que dudan, que en meditar sobre las complejidades de la época. Qué raro que no considere su deber examinar los peligros que comporta tanto saber unido a tanto poder, tantos conocimientos aliados con tanta sed de lucro, tanto esplendor abrazado con tanto egoísmo.

El viejo mal de Colombia Por: William Ospina ¿CÓMO HACERLES ENTENDER A LOS gobernantes de nuestro país que las guerras contra el crimen, “la mano dura y el corazón grande” ante el delito seguirán siendo inútiles mientras no emprendamos un esfuerzo concertado, inteligente y generoso, no tanto por perseguir y castigar, sino por impedir que los jóvenes se vuelvan delincuentes?

La principal causa de delincuencia hoy en Colombia es la falta de un orden incluyente en el cual los jóvenes sientan que son tenidos en cuenta por la sociedad, que se les ofrece educación, salud, respeto, el horizonte de unempleo digno, estímulos para su talento y oportunidades para realizar sus sueños. Todos esos guerrilleros, paramilitares y delincuentes comunes que se desmovilizan y resurgen como hongos después de cada redada no son meras expresiones del mal, son la evidencia de un orden social donde a los jóvenes no se les ofrece otro destino que las armas. Por la educación, por la salud, por la posibilidad de desarrollar sus talentos, tienen que pagar hasta el último peso, pero por la violencia todos les pagan: la guerrilla, las bandas criminales y hasta el propio Estado. Despreciar los recursos que ofrece la civilización para prevenir y controlar el delito es la más antigua tradición de la sociedad colombiana. Aquí la educación debería ser gratuita, como en todos los países decentes. La identificación temprana de vocaciones y talentos debería ser una práctica corriente, la orientación de los jóvenes hacia la ciencia, la tecnología, los oficios, las profesiones, la productividad y las artes debería ser la primera prioridad del orden social. Pero basta comparar el presupuesto del Ministerio de Defensa con el presupuesto del Ministerio de Cultura: para nuestros


gobiernos, el poder de las armas es doscientas veces más importante que el poder de las ideas, de las costumbres y de la convivencia. Si uno hace un rectángulo y lo divide en doscientos cuadros, dejando todos en blanco y llenando de color solamente uno, tendrá ante los ojos la desconcertante relación que existe en Colombia entre el presupuesto de la guerra y el presupuesto de la cultura. De prevenir el delito no habla nadie; de castigarlo, hablan todos. Se les hace agua la boca diciendo “cero tolerancia con el delito”, y uno creería que están hablando de empleo, de educación, de prevención, de dignidad de las comunidades: no, están hablando de cárceles y a lo mejor de tormentos. Les parece más efectivo reprimir, perseguir, hacer redadas, encarcelar, dar de baja, porque todo eso puede hacerse en seguida, en tanto que la prevención, la recuperación y la reeducación requieren esfuerzo, generosidad y una conciencia profunda de la dignidad de los seres humanos. Y como cada gobierno sólo dura cuatro años (y el siguiente período nunca está seguro), nadie se siente con el ánimo de emprender una profunda rectificación del modelo de convivencia, que tardará unos pocos años en dar sus frutos, y le apuestan todo a la ilusión del exterminio. Pero como ocurre con el narcotráfico: por cada jefe que cae, veinte se disputan en seguida su puesto, sus rutas, su ámbito de influencia; cada vez que uno de ellos es extraditado, ascienden las nuevas promociones; a rey muerto, rey puesto, y el negocio no deja de ser próspero porque se eliminen del escenario talentos tan fácilmente reemplazables como los de un jefe de mafias. Nos gobierna una idea de la humanidad basada en el resentimiento, en la lógica insana del furor y el castigo. Y lo que más debería hacernos pensar es que ese mal no es nuevo. Cuando yo tenía cinco años, hace medio siglo, nos decían que Colombia sería un paraíso en cuanto se diera de baja a Desquite y a Sangrenegra, los bandoleros que asolaban los campos. Yo mismo fui testigo del vuelo de los helicópteros que llegaban al norte del Tolima a pacificar la región. Hace veinticinco años me estremecía ver en fotografías de la prensa cómo sacaban cerca de Bogotá pendiendo de helicópteros los cadáveres de los guerrilleros dados de baja, o cómo hacían la exposición de sus cuerpos como de piezas de cacería. Hace veinte años sabíamos que bastaba eliminar a Rodríguez Gacha y a Pablo Escobar para que Colombia descansara por fin. Hoy nos dicen que la guerra en los campos está terminando, pero que todos los días nacen nuevas bandas de delincuentes en las ciudades. Ahora se llaman “Los chicos malos”, “Los falsos”, “Los aguacates”, “Los Simpson”, “Los triana”, “Los chachos”. 145 bandas en Medellín, 44 en Cali, muchísimas en las otras ciudades, y panfletos amenazantes en 20 departamentos. No es irracional el temor de que, con esta manera absurda de enfrentar el delito sólo por la represión, con estas desmovilizaciones que


no parecen estar acompañadas de serios procesos de recuperación de los combatientes, y sin un esfuerzo serio por cambiar la situación de los jóvenes en las barriadas, lo único que estemos haciendo es traer a las ciudades la violencia del campo. Llegan nuevas oleadas de delincuentes, y empieza a hablarse otra vez de “limpieza social”, del terror en los barrios, “toques de queda” dictados por criminales anónimos. Y ¿no era de esperar que fuera así, cuando el Estado no tiene otro lenguaje para los excluidos que el de la violencia y de la guerra? Es urgente que se forme en Colombia una alternativa de civilización que rechace por igual todas las violencias, que no haga de la violencia la única respuesta a las bárbaras consecuencias de la injusticia. Los paños de agua tibia de una legalidad sin justicia no hacen más que demorar el caos que crece, y que puede acabar por arrastrarnos a todos.

La violencia y sus causas Por: William Ospina COLOMBIA NO ES SÓLO UN PAÍS DONde periódicamente surgen nuevas oleadas de enemigos públicos que atentan contra la sociedad entera y la someten a cíclicos desangres: es sobre todo una sociedad que no está reconciliada consigo misma.

Ello se advierte fácilmente en la insolidaridad, en la tensión excesiva entre las distintas capas sociales, en la odiosa estratificación que nos caracteriza y en la incapacidad de muchos colombianos de reconocerse en sus compatriotas. Y ello se podría atribuir a muchas causas. Ya a comienzos del siglo XIX, en su viaje por estas tierras, el barón Alejandro de Humboldt advirtió que la Colonia dejaba a estas naciones tan estratificadas por la raza, la cultura, las costumbres, la propiedad y las diferencias sociales, que sería muy difícil que sus gentes aprendieran a verse como conciudadanos. La Independencia no modificó en lo sustancial esas estratificaciones, y todavía a finales del siglo XIX, por ejemplo, el principal proyecto de los gobiernos era sujetar a las comunidades indígenas al abrazo disolvente de las misiones religiosas. La liberación de los esclavos, a mediados del siglo XIX, fue un gesto valioso y valeroso de los radicales liberales, pero nunca supuso un esfuerzo por lograr que accedieran a la igualdad efectiva ante la ley, a la igualdad de oportunidades. Como decía Estanislao Zuleta, sin un esfuerzo por ofrecerles un lugar en la sociedad, en la economía y en el orden simbólico, sin un esfuerzo por reconocer y valorar sus aportes culturales, el acto de dejar libres a los esclavos consistía apenas en dejarlos libres de comida y de techo.


Alguien nos explicará alguna vez cómo se fue dando el lento y gradual repliegue de los esclavos liberados hacia los litorales olvidados por el Estado centralista; alguien nos explicará cómo la pérdida del canal de Panamá hizo que Colombia perdiera mucho de su influencia en el Caribe; alguien nos recordará cómo, a pesar de los esfuerzos y las advertencias de Jorge Isaacs, quien estudiaba con pasión las costumbres y las lenguas indígenas del bajo Magdalena, y a pesar de los esfuerzos y las advertencias de José Eustacio Rivera, quien pensaba que el país debía tomar en cuenta a los vastos territorios de la Amazonia y la Orinoquia, el país fue víctima durante un siglo de una persistente ceguera ante su propia complejidad, y de una terca inconsciencia con respecto a su composición y a su lugar en el mapa de Latinoamérica y del mundo. El encierro en las fronteras, bajo la densa niebla del latifundio y del clericalismo hizo al país negado para los cambios, atrasado e intolerante. Hay que repetir que hasta hace relativamente poco tiempo si alguien quería casarse por lo civil sólo tenía que cruzar la frontera en cualquier dirección, hacia Panamá, Ecuador o Venezuela, para encontrar países con legislaciones más avanzadas. Pero además aquel clericalismo al que ya denunciaba y combatía Vargas Vila a comienzos de siglo, produjo una curiosa enfermedad: en el país más mezclado, más mestizo del continente, la Iglesia nunca vio con buenos ojos el matrimonio entre razas distintas, y ni siquiera entre clases sociales distintas; obligó a muchas personas a vivir en unión libre y satanizó de tal manera a los hijos de esas uniones, que la condición de hijo natural fue durante muchísimo tiempo uno de los peores estigmas de la sociedad. ¿Cómo puede no volverse violenta una sociedad donde el amor es pecado, donde la unión entre los que se aman es vista como un crimen y donde el ser hijo del amor es considerado un escarnio y un serio obstáculo para la promoción social? Los males culturales que arrastra nuestra nación son aún más graves y perniciosos que sus males económicos y políticos: agravaron por siglos con resentimiento las desigualdades económicas y las intolerancias políticas. Todos sabemos que en Colombia hay muchos niveles sociales y que una élite orgullosa, insensible y mezquina no sólo miró siempre por encima del hombro al resto de la sociedad, sino que procuró educar a las otras clases sociales en una idéntica discriminación hacia todos los que no consideran sus iguales. Alguien dijo que eso nos ha llevado al extremo demencial de que todo el mundo quiere ser de mejor familia que el papá y la mamá. También ese poder excesivo de la Iglesia, y su alianza indebida con el poder político, fue responsable de uno de los males más graves en una sociedad supuestamente democrática: la prohibición de la lectura libre que imperó aquí durante muchísimo


tiempo. Yo suelo pensar que las nuestras son las primeras generaciones de colombianos que pueden leer libremente: nuestros padres todavía tenían que leer a Vargas Vila escondidos bajo las sábanas; Voltaire, el padre de la prosa moderna, era considerado un masón peligroso por los curas de hace medio siglo, y la costumbre de leer era asociada a la inutilidad cuando no a la locura por una sociedad que prefería mil veces tener tontos a tener quijotes. Esa misma Iglesia que de tantas maneras entorpeció nuestro ingreso en la modernidad, y que puso su celo en apartarnos de los libros y prohibirnos el pensamiento, no hizo en cambio esfuerzos profundos por sembrar en la sociedad una ética del respeto a la propiedad ajena ni a la vida ajena. Con la misma irresponsabilidad con que condenaba el amor y satanizaba a los hijos de las uniones libres, callaba ante los robos de tierras y permitió o toleró que muchos de sus prelados predicaran abiertamente el exterminio en los tiempos negros de la violencia. La costumbre de condenar con severidad ciertos crímenes, acompañada por la costumbre de absolver con facilidad ciertos otros, creó un relativismo moral que fue fatal en el proceso de formación de nuestra ética pública. Aquí muchas gentes a la hora de reaccionar ante el crimen se permiten siempre preguntarse quién lo comete y con qué propósito: porque si el propósito los beneficia, el crimen les resulta tolerable. Por momentos para defender a la democracia se pensó que se podía negar la democracia, e incluso para atacar el crimen se pensó que se podía recurrir al crimen. Más que un problema legal hay allí un problema moral, y por ello son tan dudosas las cruzadas contra el mal en una sociedad que niega las causas de los males, que se obstina en no ver la explicación de los crímenes ajenos pero que está siempre lista a ignorar o disimular los crímenes si se comenten en nombre de las más altas causas. Sin dejar de castigar a los delincuentes, es deber de las sociedades civilizadas encontrar las causas de las conductas criminales, y corregirlas si son causas sociales. Porque si no, correremos el riesgo de asumir para siempre que la única solución a los males de la sociedad es la guerra, y nos eternizaremos en ella, y nunca encontraremos el camino de una verdadera reconciliación. •

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El país del café Por: William Ospina (Leído en la celebración de los 80 añosdel Comité Departamental de Cafeteros del Tolima)

HACE POCO, LEYENDO UN LIBRO QUE explicaba la génesis de algunas obras de arte, encontré la afirmación de que el desayuno, esa costumbre que tendemos a pensar arraigada en la historia de la humanidad desde hace milenios, fue inventado en Europa en el siglo XVII o XVIII. Más bien habría que decir que los europeos fueron los últimos en inventarlo, aunque sin duda lo perfeccionaron. Basta pensar que las tres bebidas que asociamos con el desayuno: el té, el chocolate y el café, llegaron a Europa de tres continentes distintos. Desde la más remota antigüedad la gente de todas las regiones del mundo debió comenzar el día consumiendo algún alimento, después de esa larga pausa de quietud y fantasía que es el dormir, pero el desayuno, tal como hoy lo concebimos, necesitó, para existir, muchos descubrimientos de muchos pueblos distintos, y entre ellos las largas y a menudo violentas peregrinaciones de los europeos por regiones muy remotas. Y si esas sustancias terminaron volviéndose casi europeas, de modo que solemos identificar al té más con Inglaterra que con la India, al chocolate más con Suiza que con México, y al café más con Italia o con Francia que con Etiopía, ello se debe a los extraños caprichos de eso que llamamos la globalización, que no es un fenómeno reciente, sino una de las más antiguas tendencias de la humanidad. El viaje de Alejandro Magno por el Asia ya era globalización. El desembarco de los moros en España y su establecimiento allí durante siete siglos era globalización. Las sangrientas cruzadas de los europeos en el Oriente Medio eran globalización. Y la conquista y la colonización de América no fueron sólo un vasto y cruento fenómeno de globalización, sino uno de los hechos fundadores de la modernidad, por el cual nuestras naciones se convirtieron en símbolos de la tendencia creciente de la humanidad a las fusiones y los mestizajes. Parte de un proceso de globalización fue el viaje de Marco Polo a Oriente, que tanto influyó en la fascinación de Europa por las cosas distantes: por la seda, por las especias, por el té. Y la llegada a Europa del chocolate, que originalmente fue visto como una peligrosa droga adictiva. Y la exploración de África, que permitió que unos monjes, en Abisinia, intrigados por el insomnio de unas cabras, concibieran la posibilidad de hacer una infusión con los granos del árbol del café. De todas las bebidas que ha inventado la humanidad, es muy probable que el café sea la que tiene que cumplir más pasos para llegar a su producto final. Basta pensar que el grado de acidez de la bebida depende de la técnica de recolección del grano, porque si


se hace manualmente es posible recoger sólo los granos maduros, en tanto que si se hace por algún sistema mecánico irán mezclados granos en distintas etapas de maduración. Basta pensar que esos granos así cosechados tienen que ser lavados, despulpados, seleccionados, fermentados, secados, trillados, tostados y molidos antes de que se pueda llegar a la infusión que despierta a las gentes en todo el mundo. ¿Y quién podía pensar que el insomnio de aquellas cabras en los cuernos de África terminaría siendo la causa eficaz de la economía de nuestro país durante casi dos siglos? Cuando los primeros curiosos cultivadores trajeron las semillas del café a nuestra tierra, posiblemente de Guadalupe o de Martinica, no podían imaginar que estaban encontrando la base de la economía de todo un país y la clave de la subsistencia de muchas generaciones en estas montañas equinocciales. Con esto, entre otras cosas, quiero decir que Colombia es inconcebible sin esos vastos y complejos procesos de globalización. Buena parte de las cosas que más poderosamente nos constituyen como país llegaron de otra parte. La lengua española, la religión católica, los blancos y los negros, el sistema democrático, la ganadería, el café. Tal vez todos los países del mundo se han hecho mediante aportes llegados de todas partes, pero uno tiende a pensar que la China está llena de cosas que son originarias de allí y que lo mismo puede decirse del Japón, de la India, de muchos países africanos, de algunos países europeos. Nosotros sólo podemos vernos como un mosaico de elementos heterogéneos, como un país donde a menudo las cosas más arraigadas, más apropiadas y más significativas llegaron de otra parte. Y eso es fuente de muchos beneficios, pero también a menudo de muchas dificultades. Hace un poco más de dos siglos ni siquiera la palabra Colombia existía: fue un invento inspirado de un venezolano, Francisco de Miranda, que quería hacerle homenaje a Cristóbal Colón, y corregir lo que le parecía una injusticia, que el continente que había sido descubierto por Colón llevara por azar no el nombre de su descubridor sino el de un navegante y un cartógrafo casi casual, Américo Vespucio. Pero además Colombia nunca fue una nación antes de la llegada de los europeos. Tierras como México y como el Perú ya habían sido unificadas por los imperios azteca e inca, pero en nuestro suelo más de 120 naciones indígenas ocupaban un territorio de una extraordinaria diversidad. Y lo primero que hicieron los europeos no fueron naciones sino gobernaciones, independientes unas de otras. Se diría que aquí la naturaleza misma era un obstáculo para la construcción de una nación, así como Bolívar advirtió que en todo el continente la naturaleza era en cierto modo un obstáculo para que se abriera camino su sueño, cada vez más necesario, de la unión continental.


Aquellas sustancias exóticas que los europeos venían buscando terminaron siendo parte de nuestra realidad. Yo he disfrutado escribiendo sobre un hecho memorable del siglo XVI que fue la insensata búsqueda de El país de la canela. Aquellos expedicionarios creían no sólo que era posible encontrar en la América ecuatorial bosques silvestres de una sola especie, sino que creyeron que más allá de los montes nevados de Quito había un interminable país de caneleros. Igual, si en esos tiempos del Renacimiento ya se hubiera difundido por Europa el gusto por el café, por el quawa negro como la noche que bebían en infusiones en África y en Estambul, bien pudieron llegar a buscar en nuestras cordilleras el País del Café. No podían saber que ese país de cafetos interminables no estaba en la fantasía, sino en el futuro.

La hora llegada Por: William Ospina MUCHOS SE NIEGAN A ENTENDER LA enormidad de lo que está pasando en Colombia.

Muchos se niegan a advertir que aquí, en los últimos cuarenta años, ha ocurrido una revolución. Una clase social ha ascendido al poder. El viejo país bipartidista ha sido desbordado, y todo lo bueno y lo malo del poder que gobernó a Colombia durante dos siglos será arrastrado por este viento, que tuvo la oportunidad de ser el gran reinventor del país, pero que será posiblemente recordado como un viento de demoliciones. El poder que nos gobierna no es un ser bueno o malo, sino una fuerza histórica que se ha medido con los viejos poderes, aprovechando sus talentos, sus inventos, sus defectos, para la tarea asombrosa de demoler un orden de siglos. No le alcanzó su ambición para ser capaz de construir un país nuevo, más justo, más equilibrado, más digno, aunque tuvo todo en sus manos para hacerlo. Increíblemente, un hombre habrá sido capaz de gobernar a Colombia durante más de una década. Y nadie puede dudar de que la ha gobernado. Con inteligencia, con memoria, con laboriosidad, con desvelo, con arrogancia, con cinismo, con audacia. A su lado todos los gobernantes anteriores de Colombia prácticamente desaparecen. Y es una lástima que eso no signifique que Uribe Vélez salvó al país. Pero es natural que sea así. A los países no los salvan unos cuantos hombres, por hábiles que sean; los países tienen que salvarse a sí mismos y Colombia es todavía una democracia de ventrílocuos, donde lo que dicen las mayorías no parece salir de sus corazones: casi se ve el movimiento de los labios que dictan las verdades.


Todo el mundo sabe qué poder es éste. Todo el mundo en Colombia lo sabía hace ya ocho años. Pero muchos que lo ayudaron a triunfar fingen ahora estar sorprendidos con sus políticas, con sus audacias, con sus maniobras. Después de haberle entregado todo quieren dar marcha atrás, volver al regazo tibio del viejo país del bipartidismo. Pero el bipartidismo dos veces secular ha muerto en Colombia y los actuales dueños del poder son gentes distintas. El viejo establecimiento forma ahora parte de su servidumbre y me temo que no sobrevivirá como casta al experimento. Colombia empieza a caminar por lo desconocido. Si no fuera por lo terribles que se anuncian los hechos, uno podría sentir la satisfacción de que una era tan oscura haya sido clausurada. Aquella democracia de fachada, con sus prohombres, sus oradores, su aristocrática prensa libre, su formal división de los poderes públicos y sus ostentosas garantías constitucionales siempre exhibidas ante el mundo y siempre negadas a los propios ciudadanos por un eterno decreto de turbación del orden público, con su elocuencia y su elegancia, y por debajo de todo su incesante río de sangre, va a ser sustituida, ya lo está siendo, por un régimen mucho menos hipócrita, aunque no por ello más generoso; por un régimen de una franqueza escalofriante. Temo que será terrible para Colombia, pero su única y no desdeñable virtud es que será mucho más breve. Los poderes y los intereses que se han tomado el poder en Colombia, no sólo con el aplauso de la vieja élite y con la aclamación de los medios, sino con el clamoroso beneplácito de buena parte de la sociedad, no dejarán posiblemente en pie ninguna de las pocas virtudes de la vieja democracia colombiana. Hay en la historia poderes que vienen por todo; pero, como corresponde a su carácter, terminarán disputándose, unos con otros, los restos del festín de la vieja república. Y tal vez entonces, por fin, el pueblo siempre excluido, siempre postergado, siempre acallado, ese que supo siempre de qué se trataba, y que no votó nunca, ni se entusiasmó con un carnaval del que sólo le tocaban los huesos, ese pueblo laborioso y escéptico, intuitivo y paciente, sabrá alzar su muchedumbre de voces y construir, por fin, un país respetable.


El poder del individuo Por: William Ospina “QUÉ OBRA MAESTRA ES EL HOMBRE. Cuán noble por su razón, cuán infinito en facultades. En su forma y movimientos cuán expresivo y maravilloso. En sus acciones, qué parecido a un ángel, en su inteligencia, qué semejante a un Dios. ¡La maravilla del mundo, el arquetipo de los seres!”.

Desde el Renacimiento, cuando Hamlet nos dejó esa asombrada y superlativa definición del ser humano, cada vez más oímos hablar de la importancia del individuo, de todo lo que cada uno puede lograr como síntesis de las habilidades y las experiencias de toda la especie. Así se alimentó la ilusión de que cada ser humano fuera Leonardo da Vinci: la plenitud de la belleza, la armonía, la fuerza creadora, la destreza, el pensamiento y la invención. También en el Renacimiento apareció la figura de Don Quijote, el soñador capaz de sacar de una polvareda en la llanura todo un ejército con sus generales y sus estandartes, de una posada polvorienta un palacio, de una moza desgreñada y tosca una criatura inmortal. Pero la edad del individuo, antes que potenciar nuestras facultades, prefirió adular nuestros apetitos, y entronizó el derecho al confort y al consumo como fin último de la existencia. Es importante señalar que lo más contrario a una sociedad de creación es una sociedad de consumo. Leonardo era un extraordinario creador, y para ello se requieren estímulos y talentos pero también criterios y valores, alguien capaz no sólo de exigir sino de exigirse. Desafortunadamente la Declaración de los Derechos del Hombre, poniendo todo el énfasis sobre nuestros derechos, olvidó recordarnos que también tenemos deberes, que una sociedad se construye también con responsabilidades. Pensado por Descartes, devuelto por Rousseau al estado de inocencia, convertido gracias a Voltaire en el enciclopédico crítico de la cultura, exaltado por Danton y sus revolucionarios en soñador de un nuevo orden social, y por Robespierre en verdugo de la tradición, ese individuo histórico se exaltó, a comienzos del siglo XIX, en el arquitecto de las nuevas sociedades, a través de hombres como Napoleón y como Simón Bolívar. Por un instante, todo parecía posible para el individuo, convertido en el alfarero del tiempo, en el faro del porvenir. Pero algo faltó para que el sueño fuera completo. Tal vez una mayor claridad en el hecho de que, si el individuo puede llegar a encarnar la plenitud del orden, del


pensamiento, de la audacia y de la creatividad, en la misma medida puede llegar a ser la plenitud del horror, del mal, de la furia destructiva y de la locura criminal. Shakespeare no lo ignoraba, y sus héroes fácilmente derivan hacia el horror y hacia el crimen. Hamlet mismo, que acaba de pronunciar en el escenario tan hermosas palabras, termina desencadenando en su venganza una lastimosa mortandad. Y al generoso Don Quijote, aquellos a quienes viene a ayudar no siempre le agradecen por esa ayuda momentánea, pues saben que después los dejará otra vez solos a merced de la arbitrariedad y de la violencia. Cervantes no admiraba tanto a su personaje como para ignorar que los redentores no siempre nos redimen, que después del paso de los salvadores el mundo a menudo queda peor. Los individuos extraordinarios suelen ser fruto de circunstancias extraordinarias, pero en nada deberíamos esforzarnos tanto como en la construcción de un orden social en el que a la gran mayoría le corresponda siquiera un mínimo de justicia. Porque si bien el orden aristocrático permite a veces el florecimiento del genio leonardesco, los órdenes excluyentes suelen ser semilleros de la violencia y de la crueldad. Hoy, peligros mayores amenazan al mundo. El desarrollo acelerado de la técnica, así como pone al alcance de todos cada vez más conocimientos y recursos de la civilización, al mismo ritmo pone en todas las manos un poder de destrucción desenfrenado. Paul Virilio llegó a escribir, mucho antes de los atentados de septiembre del 2001, estas palabras: “Desde hace poco, en efecto, la miniaturización de las cargas y los progresos químicos en el terreno de la deflagración de explosivos favorecen una ecuación hasta ahora inimaginable: un hombre = una guerra total”. Desafortunadamente los poderes destructivos trabajan mucho más intensamente que los creadores. El arte de matar es asignatura obligatoria en los horarios de mayor audiencia. La velocidad, la fuerza y el triunfo súbito son los valores que cautivan al mundo. Parece tarde para que alguien nos eduque en las virtudes de la contemplación, de la introspección, de las lentas maduraciones. Con razón Hamlet terminó su frase sobre el ser humano con esta exclamación desencantada: “¡Y sin embargo, qué es para mí esta quintaesencia del polvo!”. Es el peligro de los énfasis. Mejor que unos cuantos seres excepcionales sería tener muchos seres felices. Tal vez no necesitamos superhombres, en el sentido de Nietzsche o de las historietas, sino generosos seres humanos, y para ello el énfasis no puede estar en las facultades de cada uno sino en la capacidad de convivir con los demás.


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