l Certamen microrrelatos La azucarera
l Certamen microrrelatos
LA AZUCARERA Mayo 2013
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RELATO GANADOR autt铆tuloor::
M贸nica Gim茅nez L贸pez (Nika Zen) Las vueltas de la vida
“Nicolás Labarta”, susurro mientras anoto mi nombre y profesión en una etiqueta y la pego en mi camiseta. Es la primera vez que vengo a un evento de networking. Traigo mi currículum, las tarjetas de visita recién hechas y un dossier para enseñar mi porfolio de diseños web. Estuve estudiando en la Escuela de Artes de Cuenca, trabajé varios años como diseñador en agencias de publicidad de Madrid, y ahora he vuelto a casa de mis padres. Tengo 30 años, un currículum envidiable pero estoy sin trabajo y sin un duro. Mis padres me dicen que no me preocupe, que son los tiempos que nos han tocado vivir, pero llega un momento en el que llegas a dudar de ti mismo y de tus capacidades. Quién sabe, quizá no estoy destinado a trabajar como diseñador web a pesar de que es algo que me apasiona. Nunca había ido a eventos de este tipo pero entre que estoy en desempleo y que encontré una libreta perdida, aquí estoy.
Un día me encontré con una chica menuda y pelirroja que empujaba con fuerza la máquina de refrescos mientras discutía por teléfono. - “¡Me dijiste que tendrías la página web hace un mes! Si te ibas a retrasar, ¿por qué no eres capaz de avisarme? Sabes que es un negocio web y me estoy reuniendo con posibles clientes. Necesito tenerla en marcha cuanto antes”- decía con su voz algo rota. Ya la había visto algún día antes por los pasillos. Siempre hablaba enfadada por teléfono y le llamaban la atención para que bajase la voz. - “¿Necesitas ayuda?”, le pregunté con calma dando un par de toques sobre su hombro, mientras ella continuaba pidiendo explicaciones a su interlocutor y empujaba la máquina de refrescos.
Hace unas semanas, tras haber desempaquetado todas mis cosas, le pregunté a mi madre dónde podría leer el correo electrónico. Me dijo que justo al lado de casa habían rehabilitado una antigua azucarera donde podría acceder a Internet, a una biblioteca juvenil, tener asesoramiento para empleo y empresas, acudir a talleres formativos, etc.
Se giró aliviada y clavó sus ojos verdes mostrándome una amplia sonrisa. Gesticulando me hizo entender que la botella de Coca-Cola se había quedado atascada y si podría ayudarla. Solo tuve que inclinar un poco la máquina para que cayese con facilidad. Le di su refresco y me lo agradeció con algunos gestos mientras desaparecía por un pasillo embarcada en su discusión. No pude evitar seguirla con la mirada y sonreír. Era divertido poder salvar a una pequeña ejecutiva en apuros.
Así que, desde entonces, vengo todos los días a consultar el correo electrónico y las páginas web de empleo. A media mañana, suelo echar un vistazo a los libros de la biblioteca y tomo un refresco para desconectar un poco.
En fin, tenía que volver a mis quehaceres y continuar mirando las ofertas de Infojobs. Pero al darme la vuelta, vi un pequeño cuaderno negro apoyado en el suelo. ¡Debía ser de esa chica pelirroja!
Me asomé rápidamente por el pasillo por el que hacía un instante la había visto desaparecer, pero ya no había ni rastro de ella. Eché un vistazo rápido al interior de cuaderno. Parecía contener cosas importantes... ¿Cómo podría encontrarla? Pregunté en recepción sin éxito, así que decidí que yo sería el responsable de guardarlo y devolvérselo. Últimamente solía usar el ordenador allí y ya habíamos coincidido varios días. En cuanto la escuchase sería capaz de identificar su voz. Durante los días siguientes fui convirtiendo mi rutina de consultar Internet en buscarla por los pasillos, pero tras una semana sin ver su cabellera pelirroja por ningún sitio, decidí buscar en su cuaderno algún teléfono o e-mail de contacto. Solo averigüé que se llamaba Marina y que estaba desarrollando un nuevo negocio (era normal que necesitase la página web con tanta urgencia pues era el centro de toda su estrategia…). En el cuaderno anotaba ideas, desarrollaba su proyecto, incluía títulos de libros a leer (no pude evitar buscar alguno en la biblioteca), frases motivadoras… Al final encontré que había escrito que asistiría a un próximo evento de empresas y desempleados. Y aquí estoy. En búsqueda de la dueña del cuaderno y, de paso, de un posible empleo. Hasta me he afeitado la barba para la ocasión. Los demandantes de empleo tenemos que colocar en nuestras camisetas una pegatina de color rojo; en cambio, aquellos que vienen buscando trabajadores llevan la etiqueta verde. Esos suelen estar rodeados de gente y es complicado hablar con ellos. No han hecho falta ni cinco minutos para darme cuenta de que el networking se me da muy mal.
He leído en Internet consejos para este tipo de eventos pero no soy capaz de hablar con gente que no conozco. De repente, oigo una voz femenina tras de mí: - “Oye, creo que esa libreta que llevas ahí no es tuya. ¿Sabes que llevo días buscándola?”.- sonríe levemente mientras aparta algunos rizos pelirrojos de su cara. No puedo creerlo, después de una semana al fin la he encontrado… y ahora no sé qué decirle. Me pregunto si la pequeña fugitiva volverá a desaparecer si consigue lo que ha venido a buscar. - “He estado intentando localizarte. La olvidaste hace unos días junto a la máquina de refrescos”- respondo nervioso sin saber dónde mirar. - “Es cierto, no me acordaba de ti. Fuiste quien me ayudó con la máquina. ¡Muchas gracias!”- comenta con sinceridad mientras da una palmadita suave en mi espalda. - “Toma, es toda tuya”- le acerco el cuaderno lentamente, evitando querer desprenderme de ella-. “La verdad es que le eché un vistazo rápido y tu idea me parece muy buena. Creo que tiene futuro si eres capaz de desarrollarla bien”. - “Me alegro de que te guste. Llevo un par de semanas desesperantes. Estoy a punto de lanzar mi propia empresa y mi diseñador web me ha dejado tirada-. Veo como sus ojos verdes miran fijamente mi etiqueta.- Un momento, ¿eres diseñador web? ¿No estarás buscando trabajo? Sonrío al tiempo que le muestro mi porfolio sin poder evitar pensar las vueltas que da la vida.
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RELATO finalista auttĂtuloor::
Jorge Mur Artal (Homero86) Una forma de recordarte
A las ocho de la tarde soplaba una ligera brisa y la lluvia impregnaba cada esquina de la ciudad. El sonido de las gotas impactando contra el asfalto se irradiaba en la atmósfera como el eco de un grito de auxilio en una caverna de proporciones interestelares. La calle Alfonso I estaba abarrotada. Las aceras se habían convertido en auténticos enjambres de paraguas. Junto a la entrada de los grandes almacenes El Águila se adivinaba un reducido grupo de mujeres jóvenes. Todas lucían largas faldas grises y zapatos negros a juego. Sus esbeltas figuras quedaban perfectamente alineadas como si formaran parte de algún tipo de desfile militar. Sus miradas denotaban cierto hastío. Quizás tristeza. En todo caso, se hundían de forma parsimoniosa en el horizonte urbano, donde una tierna bruma cubría con elegancia gran parte de los tejados.
Su padre era un hombre muy poco corriente para la época. Un tipo extremadamente ordenado y amante de la literatura que exhibía un peculiar amor por las especias. Era un buen cocinero. Había trabajado en su país de origen en unos cuantos restaurantes de renombre. Sin embargo, una calurosa tarde de verano conoció a su futura esposa, María. Aquel encuentro fortuito cambió radicalmente la vida de ambos. Abandonaron Bélgica y pasaron una temporada en Barcelona. Más tarde, en 1890, se asentaron definitivamente en Zaragoza. Poco después llegó su único hijo, Santiago.
Muy cerca de allí, en el Paseo de la Independencia, un hombre de treinta y seis años caminaba absorto por los porches occidentales en dirección al café Ambos Mundos. Vestía de forma sobria y portaba en sus manos una pequeña carta que parecía poseer algo sólido en su interior. Una hora antes había abandonado su puesto de trabajo en la Azucarera del Arrabal. Aquel viernes, el primero del mes de noviembre de 1927, su rostro denotaba un tímido atisbo de felicidad. Se llamaba Santiago. De padre belga y madre costarricense, pronto sintió una inexplicable atracción por los grandes edificios industriales. Su mente era de fácil vuelo, capaz de desafiar al cansancio propio de las oscuras madrugadas para inventar seres fantasmagóricos cuyo lugar de residencia era siempre el mismo: las altas chimeneas de ladrillo que asomaban impasibles en las afueras de los núcleos urbanos.
Su padre le transmitió la pasión por la cocina. Mientras que su madre, una mujer sumamente espiritual, le descubrió el extraño placer que se experimenta al contemplar con serenidad la naturaleza más inmediata. Santiago siempre quiso sentirse útil. Jamás trató de escabullirse cuando había que colaborar en casa, sino todo contrario. Quizás por ello no se lo pensó ni un instante cuando, recién cumplidos los dieciocho, se le presentó la oportunidad de entrar a formar parte de la plantilla de la azucarera. Le atraía la idea de pasar gran parte del día en las entrañas de aquel edificio. Pero la muerte de sus padres, en un intervalo de apenas dos años, fue un golpe durísimo que trastocó su percepción de la existencia humana. En 1920 decidió vender su casa para adquirir un amplio apartamento de nueva construcción en una calle próxima a la plaza de San Miguel.
La familia tenía en propiedad una pequeña casa en una calle poco transitada del barrio del Arrabal. Santiago destilaba una especial obsesión por el río Ebro. Le gustaba recorrer sus orillas, cruzar el puente de piedra y contemplar el ir y venir de tranvías y carruajes.
Quería empezar de cero. Tenía veintiocho años y ningún tipo de experiencia con el sexo opuesto. Era un tipo demasiado tímido al que le apasionaba su trabajo, leer novelas de terror y dar largos paseos por la periferia de la ciudad. Con todo, una noche de junio de 1921, uno de sus compañeros de trabajo le invitó a una fiesta en el café Ambos Mundos. De primeras, Santiago no mostró mucho entusiasmo. Lo cierto es que nunca había estado en una reunión semejante y temía no estar a la altura de las circunstancias. Aún así, decidió armarse de valor, acudir a la cita y probar suerte. A las ocho y media el local presentaba un aspecto inmejorable, con música en directo y abundantes aperitivos entre los que destacaba un extenso surtido de fritos variados. Como bebida sobresalía un exquisito vino francés envejecido en barrica de roble. Santiago no conocía a casi nadie. Iba de un lado a otro saludando a desconocidos y tratando de evitar a un par de tipos pasados de rosca. Aquello le creaba cierta ansiedad. Transcurridas un par de horas decidió abandonar el establecimiento. Pero en su camino hacia la salida se topó con una chica de su misma edad. Una preciosidad de ojos claros, media melena morena y piel extremadamente sedosa. El flechazo fue inmediato. Cuando ella le preguntó por el motivo de su huída, él no supo que responder. Se quedó en blanco. La chica le insistió para que no abandonara la fiesta. Santiago aceptó. Bailaron, tomaron varias copas de vino y acabaron pasando la noche en la habitación de una humilde pensión cercana. Su nombre era Sophie. Francesa. De París. Con ocho años soñaba con ser actriz.
Pero acabó formando parte de un importante circo internacional. Era trapecista. Amaba aquella vida ambulante. Aunque en ocasiones le entraban una ganas terribles de llorar. Le resultaba muy difícil asumir que no pertenecía a ninguna parte. El circo llevaba instalado en Zaragoza algo más de una semana. Se marcharían en cinco días. Su amor era imposible. El mundo de Santiago estaba en Zaragoza, en la azucarera; mientras que la existencia de Sophie no podía desligarse de aquella eterna marcha alrededor del viejo continente. Así pues, su romance se limitó a tres noches y al recuerdo de todos y cada uno de aquellos instantes. Aunque en su último encuentro, Santiago le entregó a Sophie una nota con su dirección postal: quería que le escribiera siempre que pudiera. Y ella no rehuyó aquel deseo. Le envió cartas desde París, Londres, Praga, Viena, Roma, Zurich… Pero además, siempre incluía un detalle. Una pequeña bolsita que albergaba unos pocos gramos del azúcar que acompañaba a los cafés que tomaba en los locales más selectos de Europa. Aquella tarde lluviosa de 1927 terminó con la silueta de Santiago perfilada en un rincón del café Ambos Mundos. Sobre su mesa había una taza medio vacía y la carta de Sophie. Dos folios que resumían una larga estancia en Italia y noticias poco alentadoras. La visita del circo a Zaragoza, prevista para el mes de enero, se retrasaba como pronto a finales de junio. Santiago no movía ni un músculo. Su mano derecha estaba ligeramente cerrada. En su interior guardaba un nuevo saquito cosido a mano. Esta vez con azúcar del Café Biffi de Milán.
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otros relatos
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Pedro José Alcón Nieves (Vlad ) El refugio
Son las 7h y 18m, se conecta la radio, el locutor comenta la temperatura en Zaragoza y comenta las últimas noticias, la crisis continúa pero lo más importante es que el Real Zaragoza de fútbol ha ganado su partido, ¡qué tristeza de país! Ya ha pasado casi un año y, sin embargo, la hora no la he cambiado. Tampoco la sintonía. Me reincorporo en la cama, sigo durmiendo en el mismo lado. Su lado queda sin deshacerse. Un primer momento de desorientación. ¿Dónde estoy? ¡Ah! ¡Estoy en mi casa! Antaño acogedora, su morada, su “descanso del guerrero”, ahora paredes y muebles. Y, a veces, paredes que te comprimen y agobian. Me acerco las gafas y levanto la vista. Todos los huesos crujen. Miro hacia arriba y miro el cuadro (parece que fuera la primera vez que lo veo y ni siquiera recuerdo cuántos años lleva conmigo) es una mujer de perfil mirando a la derecha. A su izquierda una grieta en la verde pared que parece que cada vez es más profunda. “Ahora entiendo por qué la mujer mira al otro lado”, comento con una semi-sonrisa, como si hubiera alguien que me escuchara. Alargo el brazo para agarrar la muleta, que se ha convertido en mi mejor compañía desde que salí del hospital. - Bueno, y ahora a levantarme- vuelvo a decir. El dolor recorre todo mi cuerpo pero consigo incorporarme. Escucho las noticias.
“Las perspectivas son alentadoras” dice uno de los contertulios, lo que provoca una exaltación en otro, embarcándose ambos en otro agrio debate matutino. La apago. Me doy cuenta de que no me he enterado de la temperatura. Estamos en mayo. No puede hacer mucho frío. Una ducha, un café, un donut, un zumo y una, dos, tres…, cuatro pastillas. ¡No sé para qué! Ninguna me quita el dolor. Me he puesto una camiseta de Superman. Ya he cumplido los cincuenta y debería ponerme otra ropa, pero… ¿a quién quiero engañar? Es la que me gusta y es la que me pongo. Me miro al espejo. Aparto la mirada. Una lágrima resbala por mi mejilla. No me gusta lo que veo. No me gusta en qué me he convertido. Decido salir. “Iré a mi refugio” es el pensamiento que pasa por mi cabeza. Miro por la ventana… Llueve. Vuelvo al armario desalentado. Me pongo una cazadora con capucha. Cojo las llaves y un bastón. Lo prefiero a la muleta. Me miro otra vez en el espejo y me acuerdo del Doctor House. Al salir de casa la lluvia golpea mi capucha. Pronto se calará. Me pongo en el centro del paseo. Me encanta la primavera y el olor cuando llueve me remite a otros tiempos más felices. Múltiples margaritas silvestres crecen entre la hierba. Niños con mochilas a la espalda y paraguas en la mano me adelantan a toda prisa. Miro mi reloj. Las nueve y cuarto. Llegan tarde. Sigo avanzando, cuando llego al principio del paseo. En la puerta de mi centro de fisio veo a Eva. Está fumándose un cigarro, el pelo recogido con una coleta. Me ve, me sonríe y, antes de que diga nada, le comento: - ¡Ay! El vicio, el vicio-.
Ella da una última calada y me replica con una sonrisa. - Es el único que tengo. ¿Te espero esta tarde? - Sí. Soy parco en palabras. En otro tiempo no era así, pero eso es en otro tiempo. Me acerco a la esquina de mi calle con Avenida Cataluña. Me planto en el semáforo y lloro. Me caen las lágrimas y recuerdo. El semáforo en verde. El coche a mi derecha. El golpe. Y no recuerdo más. Lloro y pienso, como decía en esa película “todos esos momentos se perderán como lágrimas en la lluvia”. La lluvia resbala por mis mejillas. Sigo andando. Al fondo, al fin, las veo. Las dos torres, las dos chimeneas. Pero para mí no son chimeneas. Son dos dedos señalando al cielo con el símbolo de la victoria. Deja de llover y acelero el paso todo lo que me permite el dolor. Ya distingo el ladrillo de las chimeneas. Grandes charcos de agua se acumulan a su alrededor. A mi izquierda, la gran cristalera. Es increíble cómo transformaron la antigua fábrica azucarera en un gran centro social para el barrio y, sobre todo, en una gran biblioteca. Entro por la gran puerta de cristal. Al fondo, la gran pantalla que hoy tiene una imagen fija; delante, el gran cúmulo de mesas con todos los ordenadores ocupados. La variedad humana es increíble: jóvenes y no tan jóvenes, hombres, mujeres, caucásicos, de color…, solo con este grupo ya se podría hacer un gran estudio sociológico. Yo me dirijo hacia la derecha, la amplitud y la gran altura de la techumbre de la entrada se desvanece en un entorno más comprimido, pero más acogedor.
Paso por los arcos de la alarma y entro ya en la biblioteca. A mi izquierda, el panel de anuncios plagado de papeles de toda índole. A mi derecha veo a Ana sentada detrás del mostrador. Es una de las fijas y con la que más confianza comparto. Levanto un poco el bastón y la saludo con una sonrisa. Ella repite el gesto y me dice algo. Algo que no entiendo. La música no está alta, pero su voz es demasiado suave. Yo hago un gesto asintiendo, como contestando a lo que me decía. A mi izquierda el ascensor. Le doy al primer piso. Hoy me apetece un clásico. Pienso que he sido un poco ruin con Ana por hacer eso, pero no me apetece hablar. Solo quiero refugiarme. Y solo aquí lo consigo. Pienso que luego me pararé un rato para hablar. Ella siempre es muy amable conmigo y, cuando me suelto a contar tonterías, me escucha como si lo que dijera fuera interesante. Me siento más ruin por lo que he hecho. Salgo del ascensor. La pierna me está matando. A mi derecha veo las estanterías. En una de ellas un chico de unos treinta años está leyendo una revista. Levanta la vista y me saluda. Me lo encuentro a menudo, pero nunca me dice nada. Algún día yo lo haré. Pero no hoy. Dejo el libro encima de la mesa. Coloco el lomo en equilibrio y dejo que se abra por la página que el destino elija y leo un párrafo. “Bienvenido a mi morada. Entre libremente por su propia voluntad y deje parte de la felicidad que trae.” He vuelto a elegir Drácula de Bram Stoker. Y, ¿quién soy yo para contradecir a un clásico? Así que ofrezco mi mejor sonrisa al libro y, dispuesto a dejar mi felicidad, me introduzco en su morada.
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Nuria Ruiz García (Ginewere ) El gran día de Jorge
El pequeño Jorge estaba asomado a la puerta de la cocina, contemplando cómo su madre le preparaba el desayuno. Le gustaba mirarla durante aquel ritual matutino, porque ella, inconsciente de que su hijo estaba presenciando la preparación de los alimentos, siempre tarareaba una canción mientras lo hacía, dando pequeños pasos de baile por la estancia como si de un vals se tratara. Patricia había decidido ser madre soltera, cansada de intentar hacer funcionar una relación que no tenía futuro, y tener un hijo era algo que siempre había deseado. Su instinto maternal estaba presente en su vida desde pequeña, ya que había ejercido de madre de su hermano menor gran parte de su vida. Desde que tomó esa decisión se había visto arropada por toda su familia y amistades. Trabajaba en la biblioteca para jóvenes Cubit, situada en la antigua Azucarera del Rabal, en Zaragoza, ciudad en la que había crecido y por la que tanto cariño sentía. A su hijo le puso Jorge por el veintitrés de abril, el “Día de Aragón”. Aquel nombre siempre le había gustado. Un ruido repentino la sacó de sus pensamientos y volvió al presente. Se giró y vio al pequeño en la puerta mirándole con aquellos ojos tan azules y con la sonrisita que siempre se dibujaba en su boca cuando estaba en su presencia.
- Mami, ¿qué vamos a hacer hoy?
- Hoy tengo una sorpresa para ti. Primero desayunaremos y después iremos a dar un paseo. ¿Te apetece? - Claro. Pero, ¿me dejarás jugar en el parque? - Si te portas bien, iremos a jugar allí un rato antes de venir a comer. - Vale mami. Patricia y Jorge desayunaron tranquilamente en la cocina. Y, después, mientras él veía en la televisión unos dibujos animados de una esponja que se llamaba Bob, que vivía bajo el mar y tenía como amigo a una estrella de mar llamada Patricio, ella se vestía en el dormitorio y volvía a rememorar momentos pasados. Hacía seis años que le había pedido el favor a su gran amigo de la infancia, Pedro, postrado en una silla de ruedas desde que tuvo un accidente de tráfico a los veintidós años, cuando un conductor ebrio decidió invadir el carril contrario provocando el siniestro que terminó con la vida del primo de su amigo y dejó paralítico a Pedro. Al principio él se había mostrado sorprendido por la petición. Dijo no entenderla. Pero después de que Patricia le explicase los motivos de su decisión, como buen amigo que era, terminó cediendo y la ayudó. Llegaron al lugar de trabajo de Patricia, la biblioteca juvenil, sobre las once de la mañana. Ella estaba muy nerviosa, pues iba a ser un momento muy emotivo para su hijo, pero en cuanto vio a lo lejos a Pedro, se relajó y sonrió mientras se acercaba a él con Jorge cogido de su mano.
- ¡Buenos días! Hoy, después de varios días lloviendo sin parar, ha salido el sol y hace un día maravilloso para dar un paseo. - ¡Buenos días Pedro! Tienes toda la razón. Podemos sentarnos en aquella mesa para charlar un rato y después saldremos a dar una vuelta y así Jorge podrá jugar un rato en el parque. Se sentaron y entonces Patricia sacó un libro de su bolso. Era una edición especial de “El Principito”. - ¿Recuerdas cuándo me lo regalaste? Era mi cuento favorito de la infancia y aquel día cumplía dieciocho años. Entonces me trajiste el paquete y cuándo lo abrí me dijiste que tomara siempre ejemplo de lo que significa esta historia. - Sí que lo recuerdo. Sabía que te gustarían. Tanto el regalo como el mensaje que con ello quise darte. - Jorge, quiero presentarte a mi amigo Pedro. Él ha sido, y es, una persona muy especial en mi vida. Gracias a su generosidad tú estás aquí. - No te entiendo mami. - Lo que quiero decirte es que mi amigo donó algo muy importante para mí, para que yo pudiera llevarte en mi interior y darte la vida. - Entonces, ¿Pedro es mi papá? - Sí, él es tu papá y ahora está preparado para conocerte. No sabían cuál sería la reacción del pequeño al oír aquello. Supusieron que no lo entendería, que haría muchas preguntas. Pero Jorge les sorprendió a ambos, pues lo que hizo a continuación les dejó sin palabras.
Se acercó a su padre muy despacio y le dio un gran abrazo. Pedro lo levantó y lo sentó sobre sus piernas. - Hijo mío, ¿tienes alguna pregunta que hacernos a tu madre o a mí? - No. Soy muy feliz y hoy es un día genial. Mi mamá me ha enseñado que, aunque las personas sean diferentes por su color de piel, tengan algún problema en su cuerpo o hablen o piensen de manera distinta, en el fondo, son iguales que nosotros y tenemos que tener respeto por ellos y quererlos. Yo ya me había acostumbrado a tener solo una mamá, y además es muy divertido porque ella hace de mami y de papi: juega a los coches conmigo, me lee por las noches los cuentos que me trae de la biblioteca, me ayuda a hacer los deberes, me abraza cuando estoy triste y me hace cosquillas para que me ría. Y ahora también voy a poder hacer esas cosas contigo y yo también te leeré cuentos a ti, te acompañaré a pasear y te abrazaré cuando estés triste, como hago con ella. Cuando el pequeño levantó la mirada, sus padres estaban sonriéndose y les caían lágrimas de felicidad por haber traído a este mundo a un niño tan maravilloso como él.
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María Pilar Faro Cajal (Lumturo) Redención
Como todas las tardes de sábado, Fermín se reunía con sus tres nietos en el parque a la sombra de las chimeneas junto al instituto para contarles sus “batallitas”. En ellas, él siempre era el héroe. Arriesgaba su vida para salvar a algún herido, tomar la peligrosa colina o correr hacia su batallón bajo una lluvia de balas. Los niños abrían los ojos con atención aplaudiendo las difíciles victorias conseguidas por su abuelo. Seguidamente se llevaba a los tres niños a pasear y a comprarles helados. Cuando Fermín se quedaba solo, un profundo malestar invadía su espíritu. La realidad le hería como un cuchillo. El recuerdo del camarada herido, que abandonó mientras el ejército enemigo se acercaba, le perseguiría desde entonces. Trataba de creerse las narraciones que relataba. A veces, una lágrima se deslizaba por su rostro. Una de esas tardes de sábado, tras el relato de sus hazañas, estaban los cuatro dando cuenta de unos helados, sentados en un banco próximo al instituto. Solo Fermín lo vio. Un niño en patines con un walkman por la calzada y el conductor de un deportivo distraído buscando unos papeles en la guantera fueron los actores de la tragedia. El abuelo no lo pensó un segundo. Salió corriendo en su dirección salvando la vida del patinador.
En el hospital, curando la fractura de su pierna, Fermín era el hombre más feliz sobre la Tierra. Lo había conseguido. Todos los que vivían cerca de “La Azucarera”, y en particular sus nietos, lo tenían como un héroe. A los pocos días, Fermín recobraba sus historias bélicas, pero ahora eran los niños, testigos de la aventura del parque, los que contaban la gesta de su abuelo.
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María Pilar Faro Cajal (Lumturo) Tres estudiantes
Éramos tres amigos que habíamos crecido a la sombra de las chimeneas de “La Azucarera”. Quizá esa familiar silueta, y lo que habían supuesto en la ciudad de Zaragoza, hizo que decantara mi futuro hacia la Química Orgánica. Nos reuníamos asiduamente para estudiar y resolver dudas. Posteriormente salíamos a tomar algo. Roberto era divertido y siempre estaba dispuesto a gastarle una broma al que tenía más cerca. Intentaba disimular sus sentimientos hacia Carmen…, pero sin conseguirlo. Carmen era sencillamente perfecta: simpática, inteligente y con un cuerpo escultural. Yo, el que completaba la terna, siempre he sido un tímido. A mitad de la carrera me sinceré con ella. Sigo sorprendido de que Carmen y yo vivamos juntos desde hace tres años, sorprendido de que me eligiera a mí… Hace unos meses fui invitado a un congreso de Química en Estonia al que acudí. Tras cuatro días de conferencias, la tarde previa a mi regreso, decidí callejear por Tallin. No me lo podía creer. Me topé con Roberto frente al Ayuntamiento de la ciudad. No sabía nada de él desde hacía varios años, pero vi que seguía siendo el mismo alegre y despreocupado Roberto que conocí en el instituto. Por un instante, se puso serio y me dijo: “Es muy importante lo que tengo que contarte sobre Carmen.
Ahora no puedo quedarme, pero nos veremos mañana a la misma hora en aquel bar”. A pesar de que tenía que coger el avión al día siguiente, decidí quedarme intrigado por sus palabras, pospuse el vuelo y acudí a la cita… a la que Roberto no se presentó. “Broma pesada la de Roberto” pensé. Bastante molesto volví a mi hotel. Al llegar, el recepcionista me entregó un papel. En la habitación lo leí: “Carmen te ha querido solo a ti. Ha rechazado todas mis proposiciones. Siempre te ha sido fiel”. Al día siguiente supe que un avión había desaparecido sobrevolando los Alpes, precisamente el que yo habría tomado si no me hubiera encontrado con mi amigo. La broma me había salvado la vida. Llegué a casa y le narre a Carmen todo lo que me aconteció en el congreso. Me contestó enfadada: “Es una historia del todo cruel por tu parte. Roberto murió en su piso de Madrid mientras estabas en Estonia”. Contrariado, quise sacarla de su error mostrándole el papel escrito que me entregaron en el hotel. Al desplegarlo, descubrí con asombro que el papel estaba… en blanco.
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Pedro José Alcón Nieves (Morfeo ) Érase una vez un sueño… ¿O no?
Siglo XXI. El aburrimiento televisivo les había llevado a tomar la decisión de irse a la cama para leer un poco antes de dormirse. Al día siguiente no había que madrugar y la lectura siempre era un buen acompañante y estimulante de buenos sueños. Él, lo último de Stephen King. Ella, algo del español Javier Sierra. Él prefería el papel, tocarlo, olerlo. La lectura para él era un cúmulo de sensaciones que acababa con una buena historia entre las manos; ella, sin embargo, prefería lo liviano del formato digital. Al acomodarse cada uno en su sitio se sonrieron continuando cada uno su historia. Al sacar él su marcapáginas y dejarlo en su mesilla, ella se le quedó mirando con sus gafas apoyadas en el puente de su pequeña nariz, y con una sonrisa le dijo “Pero, ¡mira qué eres antiguo!”, algo que le repetía a menudo por no querer dejar su papel tan querido. Al fin el sueño se agarra a él con presión, incluso con ansia, y después de haber estado a punto de dormirse con gafas y todo, un par de veces decide dejarlo todo y disponerse a dormir. Se coloca de espaldas a su mujer, ya que la luz espectral de la tablet lo desconcertaba. Coloca su mano debajo de su mejilla, y cierra los ojos dejándose llevar en manos de Morfeo.
Un ligero escalofrío recorrió su cuerpo cuando despertó. Notaba el calor del sol en su cara, algo tremendamente difícil desde que construyeron ese edificio delante de la salida del sol. Al abrir los ojos se incorporó como un resorte. Su mirada se dirigió alrededor de sí. ¡Era imposible! Su cama se encontraba en medio en lo que parecía ser una huerta. Su mesilla, qué digo, su casa no estaba, ni tampoco las de los alrededores. Se volvió para hablar con su mujer, pero tampoco estaba. Alguien le había querido gastar una broma pesada, pero que muy pesada. En cualquier momento esperaba ver cámaras de televisión y público riéndose de su estupefacción. Pero no ocurría nada de eso. No sabía dónde podía encontrarse. Se incorpora en la cama y, al levantarse y andar un paso, la cama tampoco estaba. El terror le atenazó empezando en su estómago y recorriendo todo su cuerpo. No llevaba las gafas y, sin embargo, veía con nitidez. ¿Dónde estaba? Era la pregunta que más repetía su mente. Decidió dar un vistazo a todo el alrededor, andando con cuidado de no pisar lo plantado. El estar soñando no era óbice para destrozar el trabajo de otros, ni siquiera en sueños. Al fondo veía unas grandes nubes de polvo y una especie de carretera. Cuando se dio la vuelta, la sorpresa fue todavía mayor: al fondo veía la Basílica del Pilar, y si creía que las sorpresas habían acabado, se dio cuenta de que no era así cuando se apercibió que al Pilar le faltaba una de sus características torres. Su mente intentaba racionalizar todo cuando, de repente, una piedra pasó rozándole la oreja.
Su instinto le dijo que se agachara cuando otra le pasó por encima, y al fondo vio a un hombre de edad avanzada, el cual vestía con ropas que no veía desde su infancia en aquel pequeño pueblo de la Alcarria. Lo que más llamaba la atención era la boina bien encasquetada y aquella forma de cigarro que le colgaba de la comisura de los labios, sin caer, a pesar de que no dejaba de lanzar piedras acompañadas de juramentos e improperios. Se echó a correr ya con menos miramientos hacia lo plantado y más hacia su integridad física. Se dirigió corriendo hacia el camino que veía al fondo y hacia unas chimeneas que incesantemente expulsaban un humo de color negruzco sin miramiento alguno. No sabía dónde se encontraba, pero el ecologismo no era lo fuerte de este lugar. Se sentía como en una mala película de ciencia ficción. Se restregó los ojos cuando se dio cuenta de algo en lo que no se había percatado. Sus manos eran unas manos encallecidas, de un color oscuro, quemadas de haber estado mucho tiempo al sol, y su ropa, como un mono de color azul, chaquetilla y pantalón desgastados y cubiertos de manchas de diferente índole: aceite, carbón. No sabía cómo pero sabía que las manchas eran de eso. ¡Aunque no sabía cómo!
Gente dentro del camión le empezó a hacer señas para que subiera en marcha. Pero, ¿en qué mundo estaba? ¿Y la seguridad? Pero, ¿qué somos? ¿Rusos haciendo surf en los trenes? ¡Jajaja! No lo pensó y se subió con más gente que vestían como él. En sus sonrisas podía ver su escasa higiene dental, pero, sin embargo, se veía sinceridad y honestidad en las mismas. El camión se introdujo en una especie de gran granero y sus compañeros de viaje se dispusieron a bajar, y se acercaron a lo que parecía ser el jefe de todos ellos, el cual empezó a distribuirlos. Cada uno se dirigió hacia ubicaciones diversas y los más cercanos a mí me empujaron para empezar a cargar sacos llenos, en los cuales se podía leer “Azucarera de Zaragoza 1953”. El terror volvió a hacer presa de él y salió corriendo del solar. Empezó a correr alrededor de la fábrica. Era cierto el ladrillo mudéjar, las chimeneas echando humo, pero… ¿cómo? Llegó a la entrada y vio el cartel que ponía “Azucarera”. No sabía qué hacer. El ruido del trasiego de camiones que llegaban no le dejaban pensar. Se dirigió a la chimenea y la tocó, apartando de inmediato la mano. No solo echaba humo. Estaba caliente. Se sentó y dejó que el sol bañara sus pensamientos. Se acurrucó con las piernas encogidas cuando la somnolencia le acogió y el sueño volvió a vencerle.
Siguió avanzando hacia las chimeneas. No le eran desconocidas. A su alrededor mucha más gente se dirigía hacia el mismo sitio. Su mente no podía racionalizar lo que ocurría, pero ya no sentía miedo. Un sonido ensordecedor le despertó de esta nueva ensoñación y un camión marca Pegaso pasó a su lado, no a gran velocidad, echando una gran humareda negra, mezclada con el polvo del camino.
Alguien le dio unos toquecitos en el hombro. “¿Se encuentra Usted bien?”. Se incorporó como si llevara un resorte. Una mujer de edad avanzada, acompañada de una niña, volvió a hacerle la misma pregunta. Se la quedó mirando. No sabía qué decir. La mirada fija de la mujer. La niña empezó a hacer pucheros. La anciana la tranquilizó, y ante el silencio de él, se alejó a buen paso.
Miró a su alrededor y se encontró con un paisaje más tranquilizador. Seguía en la chimenea, pero ya no echaba humo. Enfrente de él la gran cristalera de lo que es ahora la antigua azucarera. Se echó a correr y un coche está a punto de atropellarlo. Da una gran pitada y saca la mano esgrimiendo un dedo no muy educadamente. Él sigue corriendo, riéndose a carcajadas entra en la biblioteca Cubit y sube las escaleras como una exhalación. La bibliotecaria se le queda mirando, lo reconoce y sonríe para si sin decir nada. Sube al segundo piso, a su sala preferida, y empieza a remover los cómics. Quiere encontrarse con su refugio, con lo que realmente nunca le falla. No busca nada concreto. Solo mira, lo saca, ojea y lo vuelve a dejar en su sitio. Cuando, de repente, algo le llama la atención. Es un cómic de amplio formato. Lo conocía, pero por alguna razón lo había olvidado. Lee el título. Little Nemo, de Winsor McCay. En su portada un niño en pijama con su cama volando. Va a los asientos del centro y empieza a leer. Por alguna extraña razón cierra un momento los ojos y cuando los abre vuelve a encontrarse en su cama, su mujer al lado, la luz del día filtrándose por las ranuras de la persiana. Se incorpora en la cama y al verlo así su mujer le pregunta si se encuentra bien. No le contesta. Su mirada se dirige a la mesilla y ve que está el cómic de Little Nemo encima del libro que estaba leyendo. ¿Cómo era posible?, se pregunta. Se mujer le vuelve a preguntar. “Pedro, ¿está bien?”. Y él se vuelve, le da un beso y le contesta: “No sé. Creo que he tenido un sueño… ¿O no?”.
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José Ignacio Domingo Regidor (ROJAS) Humo en la azucarera
Mi abuelo me contó que recordaba desde chico la azucarera. Él y su padre veían cada mañana desde la huerta la gran humareda blanca de su chimenea, como un gran faro solitario que les alumbrara con su nube de humo de camino a casa. Hoy a mí me cuesta localizar su perfil en la distancia, acosada por los edificios. Como mi abuelo, yo también puedo ver el humo que sigue produciendo. No es fácil. Proviene de miles de pequeñas bocas y dicen que puede ser dañino, cargado como está de partículas indetectables de inconformismo y solidaridad. A mí no me parece tan peligroso. Se concentra, nos rodea y su grito se escucha poderoso, como si la chimenea ahora fuera un gran altavoz. Es un humo que no se disipará fácilmente. Quizás solo pueda hacerlo el fuerte cierzo de un nuevo invierno.
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Jesús Viñuales (Jévimoon ) Criminalidad tecnológica
Desde que finalicé mis estudios universitarios en la UNED, hace ahora seis años, he tenido un gran empeño en aprender a manejar el ordenador. Desde entonces he recibido asesoramiento y apoyo de material informático familiar, que me ha servido de gran utilidad para introducirme en este campo y conocer sus peculiaridades y sus ingentes posibilidades, por un lado; por otro, he contado con las salas informáticas de varios Centros de la Tercera Edad, en los que he podido hacer un uso amplio de los conocimientos teóricos y prácticos que iba adquiriendo en mi casa, merced a los manuales y al viejo ordenador de que disponía en la misma. Tras realizar un breve cursillo avanzado en la sala informática del Centro próximo a mi vivienda, tomé la decisión de asistir únicamente a esta sala en la que, además de aprender aspectos novedosos y útiles que facilitaban las tareas informáticas, contacté con personas que ponían a mi disposición abundante información de todo tipo a través de los innumerables correos electrónicos que me enviaban y que me envían en la actualidad, formando con ellas un grupo de intercambio informativo que abarca un espectro temático extensísimo: paisajes, música, consejos prácticos, anécdotas humorísticas, temas culinarios, temas psicológicos y filosóficos, grandes obras arquitectónicas a escala nacional y
mundial, temas políticos, vida animal acuática y terrestre, y un sinfín de aspectos de interés de la vida diaria. Los ordenadores de la sala informática del Centro de Mayores a los que acabo de aludir, con el paso del tiempo, y con motivo del uso continuado que de los mismos se hacía, se averiaban frecuentemente, llegando incluso a resultar imposible utilizarlos, con fuerte pérdida de minutos y de horas sin poder trabajar con ellos. Fue por tal motivo por el que, poco a poco, comencé a frecuentar la biblioteca ubicada junto a las chimeneas pertenecientes a la antigua azucarera, próxima a la plaza Mozart, y conocida con el nombre de “Cubit”, a pesar de que se encuentra algo más alejada de mi vivienda, y de cuya existencia yo ya tenía conocimiento por mediación de una empleada de Ibercaja. Yo me quedé gratísimamente sorprendido por el espacioso despliegue de medios con el que cuenta la Biblioteca Cubit, con un sinfín de actos programados en ella mes a mes, en los cuales tienen cabida no solamente motivos culturales de exquisita actualidad sino también motivos tecnológicos modernos, con orientaciones que persiguen la formación humana, tanto desde el punto de vista creativo como laboral y empresarial. A todo ello hay que añadir la extensa cantidad de volúmenes, revistas y vídeos que pueblan las estanterías de la biblioteca, con temáticas variadas, además del enorme conjunto informático que posee, dotado con varias salas, lo que la hace ser muy atractiva para toda aquella persona que no disponga de un ordenador en su vivienda o, aun teniéndolo, no está conectada a Internet, como ocurre en mi caso.
Yo no he querido conectarme a Internet en mi domicilio, principalmente por estar viviendo tecnológicamente sitiado, por estar viviendo en manos de un grupo o clan de carácter mafioso capaz de detectar a distancia tanto la pronunciación labial como la pronunciación mental; grupo este con inclinaciones sádicas, capaz de hacer sufrir a distancia, capaz de detectar, con precisión milimétrica, la distancia física y la postura física de la persona, tanto a distancia métrica como a distancia kilométrica y largamente kilométrica. Este grupo de gente sin escrúpulos sabe en todo momento lo que hago yo con mis dedos, con mis manos; sabe lo que tecleo, lo que escribo, lo que leo, lo que pienso, lo que hablo, lo que oigo; sabe mis intenciones, cómo me siento, mi estado de ánimo, mi postura corpórea, mi ubicación física; tiene controlada toda mi instalación eléctrica y manipula a distancia tanto mis electrodomésticos (ordenador incluido) como la grifería de mi vivienda. Esta gente tiene un conocimiento omnisciente de mi persona. Esta gente sin freno es capaz de electrificar el agua de mi vivienda, reprogramar mi frigorífico a voluntad, entorpece dramáticamente el sueño y hace sentir miedo hasta de pensar. Todo este control realizado sobre mi persona, durante las veinticuatro horas del día (día y noche), debe de ser hecho desde algún centro operativo por esta mafia, pues no puede ser sino una mafia criminal, de una gran crueldad, altamente especializada tecnológicamente y altamente especializada en actuar a distancia, la que durante muchos años me está haciendo la vida imposible y hace que yo viva desencajado,
atemorizado, en un estado de permanente intranquilidad y desasosiego, en un estado de permanente inestabilidad psicológica, tecnológicamente sitiado, como digo, y controlado, vaya a donde vaya, y esté donde esté. Ni la Salud medical ni la Salud mental zaragozanas, por lo menos de la Margen izquierda, ni la Salud judicial, incluida la Salud audiencial, ni la Salud abogacial, también zaragozanas, han querido enterarse de esta situación criminal, ampliamente por mí expuesta y también denunciada. Nadie ha querido atender ninguna de las abundantes y válidas referencias que he aportado en todo este asunto para poder tirar de la madeja criminal. Cuando entro en mi casa, yo entro en una sala de torturas, tanto física como psicológica, especialmente diseñada para mi persona, y en la que me veo constantemente acosado acústicamente por toda la vivienda (electrodomésticos, ordenador, mobiliario, grifería incluidos). Este acoso acústico criminal constante sobre mi persona lleva implícito los siguientes mensajes: de burla, de castigo, de control, de intimidación y de provocación. En la actualidad, he renovado mi equipo informático, pero prefiero realizar mis tareas informáticas dependientes de Internet en las salas disponibles de carácter social, como la Biblioteca Cubit, por temor a sufrir posibles daños informáticos causados por el entorno mafiosístico referido. Vivo solo. Soy soltero y no formado familia propia. Consecuentemente, no tengo a nadie en mi casa que pueda testificar alguna de las continuas vejaciones a las que estoy sometido por este conjunto de indeseables.
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Antonia Álvarez Rebollo (Cabeza pensante) Hace tiempo yo soñé
Hace tiempo yo soñé y te esperé. Miré a mi alrededor. Tu imagen era desoladora. Sentía pena de verte así, tan abandonada a tu suerte, llena de matojos y mugre que el tiempo se encargó de arrasar. Tan solo queda la vieja fábrica ya como un recuerdo de nuestros mayores y esas chimeneas, algo diferentes… Pero surgió el milagro. Alguien poderoso tuvo una gran idea, la de reformarte, reconstruirte, reincorporarte a la vida, y nacer de nuevo. Eso sí, dejando tu chasis. Esas chimeneas al viento, tan altivas, tan bellas, que atraen como si de un imán se tratase, que dicen, que hablan que tú no has muerto. Ya estamos en primavera, hay luz. Todo verdea y el sol invita a pasear mientras voy hacia ti. En el camino oigo niños corretear con su particular bullicio, padres ilusionados, personas mayores ansiosas por saber qué fue de ti. Mis pasos se aceleran cada vez más y tú estás ahí, esperándome, como todos los días, tan generosa, y dejándome zambullirme y bucear en tus libros y en tu música. Todo bien cuidado y en orden descansa en tus estanterías, y yo me nutro de ti y absorbo como una esponja todo cuanto me enseñas y cuentas: historias románticas, tiempos pasados que no viví, y tú me prestas parte de ti. Me olvido de mis problemas, siento paz, y me adentro cada vez más en tu alma.
Me dejo llevar. Soy feliz. Siento mi respiración tranquila y desconecto del caos actual que nos toca vivir… Por todo eso te escribo estas palabras de agradecimiento, siempre con una puerta abierta al mundo. Eres una realidad. Al fin puedo contemplar y sentir tu imagen tan exquisita. Tu fachada de hormigón blanco, tus cristales opacos, sin faltar el colorido del mobiliario. Hace tiempo yo desperté. Te has ganado un sitio en mí. ¡Qué gusto da verte, tan aseada, nada abstracta, tan agradable, y yo no puedo prescindir de ti, <<vieja fábrica>>!
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Adrián Andrés Ruiz (Isuela) La última carta
Siempre nos llamó mucho la atención que las chimeneas de la antigua azucarera fuesen tan diferentes: una de base cuadrada, la otra de base redonda; una más alta, la otra más baja... Quizá por esta razón, ese espacio se convirtió en un entorno tan mágico para nosotros, para ti y para mí, ¿verdad? Se parecían tantísimo a nosotros, muy distintas entre sí, pero que forman una unidad en sí mismas. Jamás nos explicaremos, ni sabrá hacerlo nadie, por qué nuestro amor ha sido tan intenso. Y es que el amor es una de esas cosas en la vida imposibles de explicar con palabras. Pensaba yo que a lo largo de la vida había estado varias veces enamorado, y, sin embargo, cuando te conocí, descubrí que era un completo aprendiz. A mis años me emocioné, lloré, reí como un adolescente. Día tras día te acompañaba a casa, y mientras nos despedíamos en el portal, comenzaba ya a añorar tus dulces y cálidos besos, tus profundos y oscuros ojos, tus suaves y delicadas manos. También esas caricias con sabor a néctar y ambrosía que me dabas, manjares de dioses para un don nadie como yo. Mil veces intenté ganármelas, aun sabiendo que nunca llegaría a merecerlas.
Pero poco te importaba eso, generosa amada, y sin medida me las ofreciste, día sí, día también, junto al campo base de nuestro particular nidito de amor, al pie de esas chimeneas. Por eso, por todas las tardes y las noches que allí pasamos, donde poco nos importaba el frío o el calor que estuviéramos pasando, lloviera o estuviera despejado, donde las horas se pasaban como si fueran segundos, casi sin darnos cuenta de cómo el tiempo se nos escurría entre los dedos, es por lo que el lugar se hizo tan especial. ¿Recuerdas la primera vez? Nos acercamos allí dejando atrás a toda la gente que merodeaba por la avenida, pasando entre las máquinas que trabajaban en la zona, tan silenciosos como una pareja de colegiales que fueran a cometer una fechoría. Tú risueña y preocupada, yo nervioso y emocionado. Mil veces ojeábamos alrededor, para librarnos de curiosas miradas, como si fuéramos a cometer el peor de los delitos. Y conforme fuimos llegando allí, alzamos la vista hacia las chimeneas, que tantas veces nos flanquearon, calladas, elevándose hacia el cielo, abandonadas como vestigios de algo que fue, pero que ya no es ni será nunca. Imposible figurarnos semejante presagio para nuestro amor. Hoy, después de tanto luchar, de tomar cientos de medicaciones, decenas de tratamientos y varias segundas opiniones, te vas. Pero a pesar de todo lo ocurrido, no me siento derrotado. Simplemente la vida es así, y cuando piensas que eres feliz, y que podrías estar eternamente imbuido en el bienestar que te rodea, algo de repente falla y se lleva lo mejor que te ha pasado nunca.
A veces lo hace instantáneamente, otras lo va haciendo poco a poco, como si fuera extrayéndolo gota a gota. Pero no me preocupa demasiado. Ya termino esta carta, querida, y voy sin más dilación en tu búsqueda. Sé que has hecho todo lo posible por seguir a mi lado, por no dejar este mundo. Sé que has luchado todo lo que has podido. Por eso me toca a mí dar el paso. Este mundo ya no es mi hogar, porque tú no estás en él, así que me voy contigo. Pronto me tendrás entre tus brazos, y ya no nos preocuparemos más de nada, salvo tú y yo. Porque a pesar de amarte todos los días y cada vez más, esta vida no ha sido tiempo suficiente para demostrarte todo mi amor.
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Carmen Vela Clemente (Amaral) Cuando los sueños se hacen realidad
Como cada día a la misma hora desde hace 20 años Julio estiró su mano cuando el despertador sonó con el mismo aburrido y monótono tono de todas las mañanas. Eran las 4:15 horas. El cansancio de tantos días de trabajo se iba haciendo cada vez más patente. Eran demasiados años trabajando duramente, pero a pesar de ello Julio se sentía feliz, tenía una familia a la que adoraba y cuando estaba a punto de rendirse a la vida, le venía a la cabeza la misma imagen de su padre, castigado por los tiempos que le tocó vivir. “¡Eso sí que era trabajar duramente!”, pensaba él, “Todo el día a la intemperie en el campo, bajo los caprichos de la meteorología, que castigaba cuando los tiempos eran más difíciles”. Eran los años de la Guerra Civil española, y el hambre y la suciedad se habían hecho dueños de ese pequeño pueblo de la Ribera del Ebro, cuando una mañana fría de invierno Julio se despertó por los gritos y lágrimas de su madre que suplicaba que no se llevaran a su marido. Ese fue el último día en que Julio vio con vida a su padre. Tenía 19 años. Siendo tan joven, apenas un niño, tuvo que sacar adelante a su madre y a sus tres hermanas de cinco, siete, y doce años. Cuando le entregaron el cuerpo de su padre después de haber sido fusilado en las tapias del cementerio, Julio se juró a si mismo que saldría adelante y que aquello marcaría su carácter hasta su muerte.
Julio heredó de su padre un pequeño reloj que le acompañaría durante toda su vida y una gran afición, la lectura. Cada vez que caía en sus manos un libro, Julio se transportaba, al igual que sus protagonistas, a los lugares más insólitos y se convertía en el héroe de sus relatos. A las 4:45 después de haber desayunado lo de cada mañana, su tazón de leche con sopetas de pan, una comida humilde como era él y su familia, pero que le transportaba a su niñez, cuando su padre le cortaba las rebanadas del pan revenido de días anteriores y le decía “Come hijo. El que come escapa”. Después de ello, Julio cumplía con el mismo ritual: despedirse con un cálido y amoroso beso a su mujer en la frente, mientras esta dormía, ajena a los pensamientos que embargaban la cabeza de su marido. A pesar de los años le seguía pareciendo la mujer más maravillosa y guapa que jamás había conocido, y que le había dado el mejor regalo, su hijo Diego. No pudieron tener más hijos a pesar de que hubiera sido el deseo de los dos, pero los caprichos del destino habían hecho que María quedara estéril después de sufrir unas graves fiebres que casi logran llevársela al otro mundo. Todos los días, cuando partía a la fábrica donde trabajaba Julio, la Azucarera del Arrabal, su barrio desde que llegó a Zaragoza, con muchas ilusiones y apenas cincuenta pesetas en los bolsillos para labrarse un futuro en la fábrica de la capital, le embargaba el mismo pensamiento: “Trabajaré duramente para poder darle un gran futuro a mi hijo”.
Su inteligencia y sus grandes dotes para la lectura y la escritura no podían quedar en el aire, y es por eso que Julio se esforzaba todavía más por darle un futuro mejor que el que él y el de su padre habían tenido. Su hijo estudiaría una carrera, aunque tuviera que dejarse la piel y el alma en la fábrica del Arrabal. Los años trascurrían sin demasiadas sorpresas. Julio era feliz junto a su amada esposa, y su hijo, ya adolescente, era su orgullo. Tenía grandes esperanzas en él. Había tenido mucha suerte con el muchacho. Era educado, trabajador y absolutamente respetuoso con sus progenitores. Julio no podía pedirle más. Cada tarde, sobre las cinco, Diego partía de su casa dirección a la fábrica donde trabajaba su padre. Cuando llegaba, se sentaba a los pies de la casa del director que, como era costumbre en la época, vivía junto con su familia en un edificio aledaño a la azucarera. Allí siempre con un libro bajo el brazo se sentaba a esperar a que su padre saliese de trabajar a las seis de la tarde. Mientras lo esperaba leyendo imaginaba que algún día él mismo escribiría libros que otros leerían. Un día de mayo, Julio recibió la llamada de su encargado. El director de la fábrica quería hablar con él. Julio, nervioso, se dirigió hacia su casa. Una inmensa inquietud de embargaba. “¿Qué podría querer de él el director, un hombre mayor, con aspecto militar, que le imponía un increíble respeto?”. Cuando llegó a su casa, este le dijo: - Julio, llevo viendo durante muchos meses que un muchacho viene todos los días a buscarle al trabajo, pero antes se sienta en los muros de mi casa y pasa largos ratos leyendo.
Me sorprende esta actitud y, a la vez, siento una enorme envidia cuando ambos se van juntos a casa. Yo, por desgracia, no he tenido hijos y veo en ese muchacho al hijo que podría yo tener, y que el destino no puso en mi camino.
Tantas ilusiones y esperanzas puestas en el futuro de su hijo, y que gracias al mecenas del director su hijo pudo tener, primero sus libros y posteriormente con los años una carrera. ¡Su sueño se haría realidad!
- Señor, lamento si eso le molesta. No volverá a producirse. Nada más lejos que eso le ofenda- contestó un Julio asustado y a la vez sorprendido, pues las palabras del director no estaban cargadas de reproche, sino de cierta melancolía e incluso tristeza.
Diego estudió Filosofía y Letras. Llegó a ser profesor en la Universidad de Zaragoza y comenzó a escribir algún que otro libro. Julio fue envejeciendo junto a su amada esposa y al fin le llegó la jubilación tan esperada, y con el orgullo de su hijo.
- Nada de eso -le contestó el director-. Le he mandado llamar precisamente porque aquí en casa dispongo de una gran biblioteca, que, por desgracia, no es usada por nadie. Yo tan apenas leo desde hace años. Mi vista ya casi no me permite hacerlo y, por ello, a partir de hoy, me gustaría que su hijo entrara en ella y que aprovechara los tesoros que ocultan estos viejos libros ahora llenos de polvo.
Un día Diego fue a buscar a su padre. Le quería dar una sorpresa. La vieja Azucarera se había convertido en una biblioteca. El viejo edificio donde había vivido el director era ahora un espacio para la cultura, donde él precisamente había pasado largas tardes leyendo y cultivando tanto su espíritu como su mente. Julio no podía creerse lo que estaba viendo, aquel viejo lugar, abandonado a su destino durante más de 45 años había sido reconvertido en una biblioteca para jóvenes. Las lágrimas recorrieron su viejo rostro lleno de arrugas y dirigiendo su mirada a su hijo le dijo “A veces los sueños de hacen realidad”.
Julio no podía creer lo que le estaba diciendo el director. Esa oportunidad no podía quedar sin aprovecharse, y contento de ello le trasladó la noticia a su hijo de inmediato, el cual no cabía de gozo al conocerla, ya que los pocos libros que tenía estaba más que harto de releerlos una y otra vez. Así fue pasando el tiempo. Julio trabajando y Diego cada tarde tras salir del colegio se trasladaba a casa del director a empaparse de libros. Todo lo que caía en sus manos era un regalo que le había reservado el destino. Llegó el momento en el que la vieja fábrica cerró sus puertas. Era el año 1960. Siempre recordaría el último día de trabajo en aquella azucarera a la que llegó con apenas veinte años.
Julio murió a los pocos días y entre sus manos tenía una fotografía de la antigua fábrica y un folleto de la biblioteca Cubit.
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Marta Martínez García (Aurin) Valor
El reto de lograrlo hizo que un profundo suspiro elevase mi pulso. Había estado allí en innumerables ocasiones y, quizá por mi ausencia de niñez, no lo deseé tanto como ahora. Pero estaba en ese punto en el que la valentía se torna irreverente, casi descarada, y atusándome el pelo, dirigí mi marcha hacia las acorazadas puertas de cristal de la moderna Azucarera. Por un segundo, un escalofrío me encogió el pecho al pensar qué ocurriría si no estaba. ¿Tendría coraje suficiente la próxima vez? Sacudí los brazos como si de esa forma ayudase a disipar aquella idea, y seguí mis pasos hasta la biblioteca. Ese día había algo especial en aquel lugar; las luces de los paneles brillaban de una forma más nítida, en el hilo musical sonaba Space Odity de Bowie, haciendo que mi “nube” personal tomara una forma casi tangible. Me pareció incluso escuchar musitar muy levemente desde alguno de los estantes, como si aquellos libros fueran seres parlantes que me animaban en mi camino. Y casi sin darme cuenta, allí estaba, en aquel rincón de siempre, rodeándose de otros títulos que a mi vista se desvanecían. Mientras lo observaba, me inundaron decenas de recuerdos, como si de una máquina del tiempo se tratara y por un momento volviese a ser aquella niña que por primera vez sostuvo aquel libro entre sus manos.
Lo había conseguido y había vuelto a mi niñez simplemente con notar su tacto, solo con la diferencia de que ahora ya no era una niña y que la protagonista de mi historia era yo.
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