II Certamen de Microrrelatos LA AZUCARERA

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2014



La Biblioteca para Jóvenes Cubit, junto con la Asociación de Vecinos Tío Jorge-Arrabal y la Junta Municipal de Distrito del Rabal, en colaboración con la Asociación de Periodistas de Aragón, el IES Azucarera y Zaragoza Activa convocaron en abril de 2014 la segunda edición del Certamen de Microrrelatos “LA AZUCARERA”. Esta publicación recoge los trabajos ganadores y finalistas de las dos categorías participantes: juvenil (participantes con edades comprendidas entre los 12 y 17 años) y categoría absoluta (participantes de 18 años en adelante).



GANADOR

Categoría absoluta TÍTULO: Te gustaría el mar AUTOR: José Ignacio Domingo Regidor 846 años)


Ahora Rocco, ahora, escucha… ¿Lo oyes? Escucha bien, es el mar. ¿No lo oyes? Cuando dejan de pasar los coches y todo se queda en silencio, se escucha. ¿No me crees? Tienes que estar más atento, dejar de olisquear por ahí, de perseguir palomas. Y no molestes a la gente, Rocco, que ya estás muy grandón. Te lo tengo dicho. Y, si llaman a la pasma, nos tendremos que largar. Ya sé, ya sé que no tendrían por qué mirarnos así, que tampoco vamos tan sucios, pero, déjalos, lo mejor es pasar de ellos. Este es un buen sitio, Rocco, esta noche la pasaremos aquí. Voy montando el campamento. Por cierto, nos hacen falta más cartones. Piensa que vamos a estar de puta madre al lado de esta chimenea de Azucarera, Rocco. Es como un faro, pero sin luz. ¿Te he contado alguna vez que yo curré en un faro? Era mucho más alto que esta chimenea. Tenía una escalera por dentro que se retorcía en sus tripas. ¡Aquello sí que era vida! No tenías que aguantar a nadie. A mí solo me gustaba mirar el mar, ¿sabes, Rocco? Por las noches, alumbrado por la luz del faro, me quedaba allí arriba sentado, con los pies encima de la barandilla, lo escuchaba mientras leía. Te habla, cada noche te habla de forma diferente. A ti te gustaría el mar, Rocco, te gustaría. Nunca se acaba, no te aburre ni te decepciona. Aunque a veces también se cabrea. La tomaba con el espigón y las olas parecían querer venir por mí, trepando por el faro. Para que luego te quejes cuando me mosqueo, Rocco. Pero nunca llegaban, bueno, eso parecía. El viejo al que sustituí ya me lo avisó antes de marcharse: “Este oficio ya no es el que era, chico. Las olas se han cansado de nosotros”. Qué razón tenía el jodido. A los pocos meses instalaron una baliza automática y a joderse, a la puta calle. Hay que tener cuidado, ¿sabes, Rocco? A veces las olas te alcanzan sin saberlo. ¿Qué miras, Rocco? Ah, la boca de la chimenea. Tiene que haber buenas vistas desde ahí arriba, ¿eh?

¿Qué si se ve el mar desde allí? No, Rocco, no. Se escucha pero no se ve. Esta chimenea es muy alta, más de lo que parece, pero no tanto como para verlo. El mar está demasiado lejos. Desde allí arriba lo único que verías es a todos esos muertos de hambre que salen en la tele con sus cochazos dándoselas de sabihondos. Se ocultan tras sus trajes y sus vestidos de París, perfumados para disimular todo ese olor a podrido. Pero tú y yo sabemos que son ellos, ¿verdad? Bueno, tú los hueles a la legua, ¡bandido!, con ese hocico de zorro que tienes, ¡que no te hace falta ni verlos!, ¡que lo sé yo! ¿Sabes, Rocco? Cuando estás allí arriba piensas que nunca caerás, pero, créeme, no importa lo alto que subas, al final, tarde o temprano, todos acaban aquí abajo, con una cruz clavada delante de sus cabezas. Aquí abajo siempre hace más frío, Rocco. Voy a poner más cartones por aquí. Yo me tumbaré en este lado, ¿y tú? Vete pensando. Es tarde. A estas horas apenas pasa gente y los que pasan, ya ves. Alguno con suerte nos echará alguna moneda, se creerán que hacen algo. Sí, Rocco, sí, ya sé que solo quieren ayudar, pero siempre me parece que lo hacen para poder irse a dormir más tranquilos. Aunque no creas que les tengo ninguna envidia. Tú sí que eres un colega, Rocco, pero, ellos, pobres, yo creo que no tienen amigos. Van andando como con prisa, arrugados por ese viento que parece que se los lleva. Ya te he dicho muchas veces que tendrías que haber aprendido a hacer alguna acrobacia, como hace Silver, pero a ti no te ha dado la gana. Le caerías más simpático a la gente y sacaríamos alguna propinilla extra para esos huesos que te pirran tanto. Bueno, ¿dónde te vas a tumbar? No dejas de dar vueltas y de olisquear pero no dices nada, decídete. Aquí acurrucado estarás bien, ¿aquí? Pues decidido. Ponemos tu manta. ¡No me cambies de opinión, que luego tengo que moverlo todo!


Aquí apenas nos dará el viento esta noche, estaremos bien, ¿eh, Rocco? Tenemos suerte. La chimenea es grande y nos protege, pero aún así, a ratos se le oye silbar. ¡Quieto, Rocco! ¡Quieto! ¡Joder! ¡¿Pero has visto la que has liado?! Ya has tirado otra vez los cartones, ahora hay que volver a ponerlos. ¡No es tan fácil, Rocco! ¿No ves que están mojados? Con el día que ha hecho hoy no se han secado y no se sostienen solo con los adoquines. Si te estuvieras más quieto… Perdona, Rocco, perdona. No te mosquees conmigo, no quería gritarte. Mira, lo montamos juntos otra vez. Ven aquí, campeón, ven aquí, toma, toma. Sí, ya lo sé, hombre, ya lo sé. Que a ti te gustan más los cajeros, que siempre has sido muy señoritingo. Sí, tienes razón, nadie te la quita: cuando hace frío no queda otro remedio, pero ya sabes que a mí me gusta respirar el aire. Además, te he dicho que desde aquí se oye el mar, te lo digo yo. Ya lo verás, esta noche lo escucharemos juntos cuando todo esté calmado. Este es un buen sitio. Además, hay biblioteca. Hacía tiempo que no leía nada, con lo que me ha costado convencer a la bibliotecaria de que no me llevaría el libro. Para qué cojones iba yo a querer llevarme un libro, más cosas para acarrear, como si no lleváramos suficiente peso. ¿Que cómo está el libro? Pues bien, como casi todos. Siempre se aprende algo en los libros y ya sabes que a mí siempre me ha gustado leer. Antes solo leía poesía, ¿sabes, Rocco? Pero desde lo del faro… Este es de un tipo que empieza a tener problemas y, en lugar de echarle dos cojones, intenta ocultarlo todo hasta que no puede más y se queda sin familia, sin dinero y sin amigos. Pasa todos los días, Rocco, ya te lo he dicho, a veces las olas te alcanzan sin saberlo. Mira, ¿lo ves? Ya está todo en su sitio, ya nos podemos tumbar. Ven aquí, Rocco, campeón, ven aquí. Túmbate a mi lado. Así, tranquilo, tranquilo, hoy no vendrá nadie, no, no. No vendrá

nadie, los de los palos no saben que estamos aquí, hoy no vendrán, Rocco, no, hoy no vendrán. Tranquilo, tranquilo. ¿Lo oyes ahora, Rocco? Escucha bien, es el mar. Te dije que lo escucharíamos. ¡Te lo dije! Ahora duerme, Rocco, duérmete campeón, duérmete. Duérmete. Te gustaría el mar, Rocco. A ti, te gustaría el mar.



FINALISTA

Categoría absoluta TÍTULO: Recuerdos de azúcar AUTORA: Irene Velasco Marta (19 años)


Como cada mañana, Vicente se despierta sin prisas, deleitándose en cada uno de los momentos que componen su rutina, y, tras tomar un frugal desayuno, sale de casa. El anciano de ojos claros y sonrisa imborrable recorre las calles por las que transcurrieron su primeros años, tan lejanos unos y tan cambiadas las otras. Sus pasos lentos deben apoyarse en un bastón de madera, pero bajo el tímido sol de las mañanas de abril se siente rejuvenecido y, en apenas unos minutos, llega al lugar esperado, al edificio en el que pasa casi todas sus mañanas. Vicente se detiene frente a aquel edificio ecléctico y elegante, antiguo y moderno a la vez, en el que un gran cubo de cristal de aspecto futurista se mezcla con una torre de ladrillo y mampostería con ciertos elementos neomudéjares, herencia de la población que habitaba la ciudad de Saraqosta hace ya un milenio. De allí sus ojos pasan a la gran chimenea que se yergue soberbia ante el edificio, una chimenea que le transporta a su infancia, cuando ansiaba durante toda la semana la llegada del sábado por la tarde para acudir, junto a su madre, a esperar la salida de su padre de la fábrica en la que trabajaba extrayendo la dulce ambrosía de las remolachas traídas de los huertos cercanos a la ciudad. Siempre se empeñaba en acompañar a su madre hasta la puerta de la fábrica para así poder contemplar de cerca ese edificio que le imponía y atraía al mismo tiempo y el día en que lo cerraron lloró mucho, no porque su padre se hubiese quedado sin empleo sino porque ya no volvería a ver salir el humo claro de aquella altísima chimenea de ladrillo. Por aquel entonces no tendría más de cinco años y no se hubiese imaginado nunca que su fábrica hubiese terminado transformada, tras numerosas décadas de olvido, en algo radicalmente distinto. Una biblioteca.

Siempre puntual a su cita, Vicente entró en el edificio y en el luminoso y agradable rellano previo a la entrada de la biblioteca, siempre lleno de jóvenes hablando o trabajando con sus ordenadores y tomando café de máquina, se encontró con Esperanza. Ella era una mujer un par de décadas más joven que él, aunque también con la vejez a cuestas, en cuyo corazón residía un insaciable deseo de saber que se mantenía intacto desde que, con sus buenos sesenta años, había aprendido a leer. Hasta entonces, en su pequeña aldea de labradores no creía haberlo necesitado, pero desde que enviudó y sus hijas le propusieron mudarse con ellas a la ciudad la llama prendió en su interior. Al principio solo quiso comprender lo que decían todos aquellos carteles que poblaban las calles de Zaragoza, pero poco a poco fue extendiendo su deseo a novelas, libros de cuentos, poesías, obras de teatro… Los dos ancianos recorrían juntos, y en muchas ocasiones tomados de la mano, todos los pisos de aquella biblioteca, intentando abarcar con sus ojos todo el conocimiento que esta escondía. En primer lugar recorrían el piso de abajo, repleto de discos y películas de todos los gustos, épocas y estilos para después ascender a los pisos superiores, en los que se agolpaban novelas, cómics, libros de idiomas, de ecología, de viajes... Las escaleras no les impedían disfrutar de todo ello: del tacto del papel entre sus dedos, de la incógnita escondida tras cada libro cerrado, de los jóvenes estudiantes que, tan distintos y al mismo tiempo tan parecidos a lo que habían sido ellos, les devolvían a otro tiempo y, sobre todo, del apoyo mutuo que se brindaban el uno al otro con sus manos suaves y repletas de los surcos y pliegues del tiempo. Hacia el mediodía, cuando el sol llegaba a su punto más alto y el hambre comenzaba a manifestarse en


sus estómagos, ambos decidían que era ya la hora de regresar a sus casas. Juntos salían del Cubit, una biblioteca definida como juvenil pero entre cuyas estanterías ellos se sentían tan cómodos y confiados como peces en el agua, una biblioteca distinta a todas las demás de la ciudad emplazada en un lugar muy especial para Vicente. Este se detenía, una vez franqueada la entrada, en los bancos situados frente a la puerta, y Esperanza le seguía. Si creían que les sobraba tiempo antes de que sus familias los requiriesen para comer se sentaban en el banco, y allí pasaban algunos minutos hablando de nada y de todo: del tiempo, de sus hijos, de sus nietos, del libro que habían estado hojeando ese día, de lo bonitos que eran los árboles en primavera y lo poco que quedaba para el verano... Algunos días, antes de separarse, Vicente solía exclamar: “¡Qué guapa estás hoy, Esperanza, cada día estás más guapa!”, lo que hacía enrojecer a esta que, dejando que se iluminase su rostro lleno de huellas de toda una vida, le susurraba al oído un “Y tú también, Vicente, y tú también...”. Después ambos se fundían en un cálido abrazo y poco tiempo después cada uno se marchaba por su lado, ella con su lento andar y el con su cojera y su bastón. De camino a casa Vicente sonreía mostrando todos sus dientes, que a pesar de la edad conservaba intactos, y dejaba que una alegría cálida y gozosa inundase se corazón. Al igual que la vista del edificio azucarero le devolvía a su primera infancia, el amor de Esperanza le proporcionaba una segunda juventud, una felicidad que él no creía poder alcanzar nunca más desde que su mujer había fallecido. En cierta forma, piensa, ambas son muy parecidas, aunque su mujer no sentía un amor tan grande hacia la lectura como el que sentía Esperanza, o él mismo. Todavía sonriente Vicente continúa an-

dando, y antes de llegar a doblar la esquina vuelve la vista atrás para contemplar, caminando en dirección contraria a él, a su compañera de mañanas y lecturas y, un poco más cerca, a la chimenea de la Azucarera. No se cansa de contemplarla, sencilla y a la vez elegante y majestuosa, que se eleva hacia el cielo como un faro en la monotonía de la ciudad, alumbrando de alegría sus días y guiándole en el rápido discurrir del tiempo. Mañana regresará al mismo sitio para inundar su cuerpo de felicidad, recuerdos, lecturas y amor, para reencontrarse con Esperanza y un sentimiento tan fuerte como el que había sentido en su juventud y, sobre todo, para darse cuenta de que las alegrías pueden llegarle a uno en cualquier momento y que la vida, a cualquier edad, está para disfrutar de ella. Al llegar a su casa ya esta deseando que llegue el día siguiente para regresar junto a la chimenea, torre de sus sentimientos y de sus recuerdos, de la vida que se fue y de la que todavía no ha llegado.



GANADOR

Categoría juvenil TÍTULO: Huellas del pasado AUTOR: Camila Pavlyshyna (16 años)


Todavía recuerdo el día en el que me fui en busca de fortuna, lejos de casa. Era un día lluvioso de otoño y el cielo era del color del hierro, hendido por cien mil espadas. Al cruzar el umbral, la sencilla belleza del paisaje que había estado contemplando desde el momento en que nací, me impresionó de forma inesperada. Las distantes colinas de jade emergían de la tierra, mientras unos truenos rasgaban el silencio. Es curioso cómo funciona la memoria humana. Sé que ese paisaje me acompañará hasta el fin de mis días. Mi equipaje era escaso. Consistía principalmente en algo de comida y el poco dinero que había ahorrado para el billete de tren. Mi padre me puso una de sus grandes manos curtidas por años de trabajo y me dijo: “Jamás te des por vencido”. Con aquella frase y un torrente de lágrimas de mi madre, me marché. El camino que hice a pie no fue nada emocionante, más bien una completa tortura. La lluvia no dejaba de arreciar a medida que el lugar donde crecí y me crié se transformaba en un diminuto punto que se fundía con el horizonte. Cuando todos los colores del mundo se estaban transformando en grises y negros tuve la suerte de encontrarme con alguien que se ofreció a llevarme en su carro hasta la ciudad más cercana porque le pillaba de camino. Me resulta imposible acordarme de su nombre, lo que sí recuerdo es el intenso traqueteo de las ruedas, que siguió impregnado en mi mente días después. La estación de tren era una inmensa mole de gente que se mecía como las olas del mar. La única diferencia era que ese mar era pardo y gris, además de ruidoso. Nunca había visto a tanta gente junta. Me las arreglé para comprar un billete de ida a Zaragoza. Aunque ya era noche cerrada, el movimiento del gentío continuaba in-

cansable. Me senté en un banco cercano y saqué una hogaza de pan de mi bolsa de viaje. La partí en dos e inspiré su aroma. Olía a hogar. Con el estómago un poco más lleno, me recosté sobre el banco y me dejé arrastrar por las garras del sueño. Me desperté al alba, sobresaltado por el rugido de la locomotora. El gigantesco gusano metálico había sumergido toda la estación en etéreo humo. Confuso y soñoliento, avancé hacia donde parecía que se encontraba la puerta de entrada de uno de los vagones. Mientras avanzaba, me iba chocando con decenas de personas. El manto de vapor me resultaba agobiante. En ese instante, justo antes de embarcarme a algo nuevo, enigmático e impredecible, me sentí infinitamente diminuto. Aunque había dejado la lluvia atrás hace tiempo, mis botas seguían húmedas. Chapoteé hasta mi modesto vagón. No era gran cosa, pero me sentía afortunado por el simple hecho de poder viajar de esa forma. El resto del viaje lo pasé pegado a la ventanilla, conteniendo la respiración. La tierra se movía a una velocidad inusitada bajo mis pies. Los paisajes se sucedían, uno tras otro, mientras el sol iba devolviendo los colores al mundo. El trayecto llegó a su fin un poco antes del atardecer. Me sentí apenado ante la idea de abandonar aquel vagón. Ese sentimiento se desvaneció la primera vez que vi la ciudad. Estas cosas son difíciles de explicar con simples palabras. Estaba… colapsado. Sí, eso es. Estaba colapsado por la cantidad experiencias que había vivido en tan poco tiempo. Parecía que hacía años que había dejado mi casa. También estaba colapsado por el cansancio. La última vez que había dormido todavía estaba en la estación. Avancé atolondrado y me dejé arrastrar por el mar gris y pardo que era la capital. Me las arreglé para acabar trabajando en


una fábrica azucarera. La jornada era de unas trece horas diarias. Tenía que insuflar vida al mismísimo corazón de la industria. Dicho de otro modo, me pasaba el día con una pala en las manos y la piel ennegrecida por el carbón. Había que alimentar a una bestia que nunca tenía suficiente. En el exterior su aspecto la hacía merecedora de tal nombre. Dos chimeneas se alzaban, orgullosas por encima de la ciudad, como faros que indicaran el camino. A su vez, hacían de guardianas de una gigantesca edificación, donde tantos otros como yo pasaban la mayoría de su tiempo. Más jóvenes, deseosos de una vida en la gran ciudad fueron llegando a La Azucarera. Fue entonces cuando conocí a Dion. Con él, los días se me hacían más llevaderos. Compartíamos nuestra comida y así, ambos dejamos de pasar hambre. A pesar de la monotonía de aquella época, recuerdo un día en especial. Dion y yo habíamos terminado nuestro turno. Puede que hubiera anochecido, pero no teníamos forma de calcular el tiempo desde la sofocante y lóbrega cámara, que era nuestro puesto de trabajo. Dion llevaba días hablando sobre algo que había descubierto en la planta superior de la industria y no dejaba de insistir en que fuera con él. Terminé cediendo, a lo que él se entusiasmó más aún, si cabe. Le encantaban los misterios. Me llevó por escaleras serpenteantes cuya existencia desconocía. Terminamos por adentrarnos por un pasillo de suelos crujientes de madera, oscuro como pozo sin fondo. Los pasos de mi amigo eran mi única guía. Unos jirones de luz se derramaban por los huecos de una puerta cerrada, al final de la galería. Mi corazón empezó a latir con fuerza. Hasta hoy día sigo sin entender por qué. Dion susurró algo ininteligible y abrió la puerta con brusquedad.

El torrente de luz me azotó de forma inesperada, me dejó cegado y aturdido. Pude oír a mi compañero alejándose despacio, esperando a que fuera con él, y yo di mis primeros pasos hacia lo desconocido. Iris cerró su libro de golpe. Se trataba de un hermoso diario forrado en cuero negro, desgastado y agrietado. Recorrió con las yemas de los dedos ahí donde se podía leer “Mis Memorias”. Lo heredó hace tiempo y solo entonces se había aventurado a abrirlo y a desentrañar algo nuevo sobre sus antepasados. Al parecer, nunca llegó a terminarse. Pasó una página y luego otra, así hasta el final. A excepción de las primeras, todas estaban en blanco. ¿Qué pasó después? Sabía que nunca obtendría respuestas y eso la entristeció. Su mirada descansó en la fábrica que tenía enfrente. Trató de contemplarla con los ojos de su bisabuelo, trató de imaginar el etéreo humo deslizándose por las chimeneas. Cientos de trabajadores amontonados, el desorden, el ruido. El sol estaba empezando a ocultarse tras el horizonte, transformando poco a poco el zafiro del cielo en rubí intenso. Las sombras, con sus largos dedos, alcanzaban todo cuanto había a su paso. Iris permaneció en su banco, deseando continuar con su viaje al pasado un ratito más.



FINALISTA

Categoría juvenil TÍTULO: El azúcar en el fondo del café AUTOR: Paula Duerto Porquet (15 años)


La lluvia golpeaba furiosa los adoquines de las callejuelas de Zaragoza, un fenómeno poco frecuente en la ciudad. Marlene paseaba con las manos en los bolsillos y la barbilla escondida en la bufanda, para preservar el calor en aquel hostil día de invierno. Caminaba ligeramente encorvada hacia delante, desafiando al viento. De sus orejas colgaban unos viejos auriculares procedentes de algún viaje en tren de los tantos que acarreaban sus enclenques hombros. “Tangled up in blue” sonaba en sus oídos al máximo volumen. Los pasos de la joven parecían no tener ningún rumbo concreto. La transportaban de un extremo a otro de la calle a un ritmo relajado, sin meta definida. La nostalgia dibujaba cada rasgo de su rostro, desde la leve arruga de su entrecejo hasta la rígida línea en la que se habían convertido sus labios. Marlene echaba de menos su hogar. Pero no era un sentimiento nuevo en absoluto. Llevaba conviviendo con él más de siete años, desde el mismo momento en que apoyó un pie fuera de su casa con la certeza de que no volvería a verla. Entonces era tan solo una niña asustada con un futuro desconocido ante ella. Intentó alejar esos pensamientos de su mente, y encontrar algo que mantuviera su atención ocupada en otra cosa. La muchacha cruzó el río y enfiló la calle “Caminos del Norte.” Con el tiempo que hacía, la ciudad estaba desierta. Aceleró el ritmo hasta llegar a un pequeño comercio alternativo ubicado en una bocacalle que parecía esconderse de la gente. Marlene estaba segura de que apenas un puñado de personas conocía su existencia. Entró silenciosamente en el pequeño local, activando un timbre que avisaba de la presencia de nuevos clientes. La dependienta apenas levantó la cabeza del archivo en el que estaba trabajando, y la recién llegada se limitó a saludarla con

una ligera inclinación de cabeza. La tienda estaba ambientada con motivos étnicos, colores cálidos y variados, objetos exóticos y artesanales, y, en conjunto, resultaba acogedora. La muchacha suspiró profundamente una vez dentro, dejó que el caldeado ambiente de la estancia recorriera su interior y la reconfortara. Solía refugiarse allí en días como aquel, cuando el mundo se estrechaba, le oprimía el pecho y le cortaba la respiración. Entraba a la tienda, probaba todos los discos que encontraba hasta que la presión se reducía y esperaba a que la tormenta que la bombardeaba amainara. Después salía de la tienda, sin una palabra y sin mirar siquiera a la encargada, con las manos vacías, para reencontrarse con el avasallador aroma de la calle. Tras repetir aquel ritual que solía serenarla al menos un poco, se halló de nuevo en la calle, sin rumbo que seguir. Entonces se dejó llevar por la inercia que nos arrastra a veces a los lugares más inoportunos, y vagando por los alrededores terminó frente a la chimenea de la antigua fábrica de la Azucarera. Aquel gigante de ladrillo parecía desafiar al cielo enfurecido y la visión de la construcción le hizo evocar inevitablemente recuerdos enterrados. El tacto de un chico empujando suavemente su espalda contra aquella enorme aguja de piedra, bajo una torrencial tormenta de verano, y las líneas perfectas de sus labios, que recorrió una vez más de memoria. Sin ser realmente consciente de lo que hacía, se acercó a aquella chimenea, que había sido testigo de tantas historias creadas, trenzadas y desenlazadas en aquel mismo lugar, y se dejó caer, mientras rompía a llorar, desalentada. Fotogramas inconexos de momentos vividos en aquella ciudad y en otras, la asaltaban repentinamente. El agridulce sabor de tiempos algo mejores, deliberadamente


arrinconados en su memoria, emponzoñó su saliva. Permaneció allí sentada durante horas, con la cabeza enterrada bajo las manos, mientras el persistente viento silbaba en sus oídos. Al cabo de un buen rato, una silueta desconocida surgió de la sombra. Llevaba ya varios minutos observándola. Se deslizó hacia ella y se sentó a su lado. Marlene trataba de contener los sollozos, y no se dio cuenta de la presencia extraña hasta que esta rodeó con un brazo el cuello de la desconsolada joven. Entonces levantó la mirada y sus ojos se cruzaron con los de una desconocida, que inexplicablemente le tendía un pañuelo y le acariciaba el pelo a un ritmo tranquilizador. Se secó las pocas lágrimas que le quedaban, y tomó la mano de su benefactora cuando esta la invitó a levantarse. Sin mediar palabra, la misteriosa chica cogió de la mano a la joven y la llevó hasta una agradable cafetería. Cuando se hubieron sentado y el camarero trajo su pedido, una mirada de la otra invitó a Marlene a comenzar a hablar. Y en el momento en el que abrió la boca, las palabras comenzaran a salir de ella a borbotones, como una cascada incontrolable de agua que siempre ha esperado ser liberada. Las frases tejían una historia que hasta ese momento no había sido nunca relatada, y se elevaban hacia el techo del local, mezclándose con el humo espirado por los otros clientes. Justo al comienzo del relato, cuando la primera letra todavía no había sido pronunciada, los ojos de Marlene se cruzaron con los de su interlocutora durante unos breves instantes. Aquella centésima de segundo le sirvió para descubrir un brillo chispeante al fondo de esas pupilas amigas que la observaban, y supo que ese era comienzo de algo completamente nuevo. Por primera vez, después de tantos años, se sintió en casa.



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