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Tupi or not tupi. Martin Lienhard

PESTE, GUERRA Y ANTROPOFAGIA

Tupi or not tupi

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Un catálogo monstruoso de las pestes que han azotado a la humanidad: de la viruela a la peste negra, de la “enfermedad de la danza” a la voraz expoliación de las tierras americanas con la espada, la religión y los virus. Un recorrido erudito e implacable que observa que las plagas suelen estar acompañadas de guerras, hambrunas y una dinámica de deshumanización y exterminio que marca a fuego a las sociedades. Las epidemias de importación facilitaron la conquista de América y produjeron el gran colapso demográfico de la población autóctona y su consecuente incorporación al mundo “civilizado”.

Por Martin Lienhard

La peste –dice el artículo principal de la gran Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers de Diderot y D’Alembert (1765) sobre los efectos de esa enfermedad– “destruye el intercambio entre los ciudadanos, la comunicación entre los parientes; rompe los lazos más fuertes del parentesco y de la sociedad; en medio de tantas calamidades, los hombres están continuamente dispuestos a caer en la desesperación”1. En otro artículo sobre la “peste de Oriente” (siglo VI), el autor (o compilador) –Louis de Jaucourt, un protestante borgoñón de origen aristocrático– ofrece, citando al historiador bizantino Procopio, un ejemplo concreto de cómo, con la peste, decaen o desaparecen el comercio de subsistencia, las actividades económicas en general, las relaciones de clase establecidas y el respeto por los muertos:

Al comienzo, [los muertos] fueron enterrados con todo cuidado, pero al mismo tiempo todo acabó en una gran confusión: los domésticos ya no tenían amos, y las personas ricas ya no tenían domésticos para servirles. En esa ciudad afligida [Constantinopla, año de 542], no se veían sino casas vacías, tiendas y boutiques que ya no se abrían; el propio comercio por la subsistencia quedó aniquilado.2

Pero como la pandemia actual, la peste, si destruye la vida social y económica, suscita –dice Jaucourt, colaborador del proyecto de la Encyclopédie, con una punta de ironía– una infinidad de discursos:

No escasean los libros sobre la peste, su número es tan considerable que la colección de autores que le dedicaron tratados formaría una pequeña biblioteca. La sola peste de Marsella [1720] produjo más de doscientos volúmenes que ya cayeron en el olvido3; en una palabra, entre todas las obras sobre esta horrible enfermedad hay apenas una docena que merecen ser estudiadas.

Lo que precede es un falso comienzo. No lo borro porque la información que contiene sigue – a mi modo de ver– bastante actual. Ahora sí viene el comienzo verdadero.

Antropofagia

Jean de Léry, borgoñón famoso por el relato de su convivencia de varios meses con los antropófagos tupinambás de la hoy celebérrima bahía de Guanabara (Río de Janeiro), muere en 1613 por la peste que ha invadido L’Isle, un pueblo –no una isla– ubicado en el actual cantón de Vaud, en la Suiza de habla francesa. Léry, quien residía en esa región desde 1589, era –no sabemos desde cuándo exactamente– pastor de L’Isle. Alexandre Yersin, el médico que identificará el bacilo de la peste (yersinia pestis), nacerá doscientos cincuenta años después de su muerte a pocos kilómetros de ahí, en la vinícola Aubonne. En su juventud, Léry, de oficio zapatero, se convirtió al protestantismo, se instaló en Ginebra y se hizo amigo de Calvino. Enviado en 1556 por el gran reformador a Brasil en compañía de otros protestantes para apoyar la misión francesa en la Isla de Coligny (hoy Ilha de Villegaignon, Río de Janeiro), Léry rompe tras algunos meses y otras tantas disputas teológicas con el jefe de esa misión, Villega(i)gnon, y se refugia, con algunos de sus compañeros, entre los antropófagos tupinambás de la bahía. Sabia decisión: los tupinambás tratan muy bien a los ginebrinos refugiados, mientras que Villegagnon asesina a los que prefirieron quedarse con él. Según el relato de Léry, el foco de la disputa entre los ginebrinos y los secuaces de Villegagnon, falsos protestantes, era que los últimos, en la eucaristía, cometían un acto de antropofagia digno de los más salvajes entre los salvajes, los Ouëtacas: “sin saber cómo eso se hacía, [los católicos] no solo querían comer la carne de Jesucristo de manera más grosera que espiritual, sino, lo que es peor, al modo de los salvajes ouëtacas: querían masticarla y tragarla totalmente cruda”4 .

En 1578, veinte años después de su regreso a Europa, Léry publica en Ginebra su Histoire d’un voyage faict en la terre du Brésil, autrement dite Amérique, un extraordinario relato de su viaje y, en particular, de su mayormente feliz convivencia con los tupinambás. Entre 1562 y esa fecha, Léry trabaja de pastor en varias localidades de su región natal, Borgoña. A lo largo de esos años, en toda esa parte del mundo, la peste, itinerante como él mismo, no deja de hacer estragos. A esto se agrega, en Francia, una peste no enviada por Dios, sino hecha por los hombres: la guerra entre católicos y protestantes y, más que nada, la persecución de los últimos por los primeros. A partir de la noche de Saint-Barthélémy (24 de agosto) de 1572, se multiplican las masacres de protestantes por parte de los católicos realistas.

Léry esquiva o sortea durante décadas la peste divina, pero no puede con la humana. Ante la persecución católica, se refugia en Sancerre, ciudad vinícola que en

François Dubois (1529-1584): Le massacre de la Saint-Barthélémy. Lausanne, Musée des Beaux-Arts.

1573, durante largos meses, sufriría un terrible sitio por parte de las tropas reales. En 1574, menos de un año después de esta experiencia traumática de cuarentena sui generis, el ex zapatero publica, al parecer en Ginebra, su Histoire mémorable de la ville de Sancerre. En el capítulo X de este libro que es un casi diario, Léry narra cómo, al acabarse las reservas alimenticias de la ciudad, sus habitantes aprenden a comer, sucesivamente, ratas, topos y ratones, perros, gatos, burros, caballos, y luego –al estilo de Chaplin en Gold Rush– cueros de todo tipo y hasta pergaminos. Como si fuera el autor de un libro de cocina para situaciones de hambruna, Léry presenta las diferentes maneras de preparar los raros manjares que se fueron adoptando durante el confinamiento. Pero más allá de esa gastronomía peculiar, Léry refiere algo más grave: un caso de antropofagia:

Porque el 21 de julio se descubrió y confirmó que un viticultor de nombre Simon Potard, su mujer Eugène y una mujer vieja que vivía con ellos, de nombre Philippes de La Feuille o L’Émerie, habían comido la cabeza, el cerebro, el hígado y las entrañas de una hija suya de unos tres años, muerta de hambre y de inanición; un suceso que no dejó de asombrar y espantar a todos aquellos que se enteraron de él. La verdad es que habiéndome yo acercado al lugar de su domicilio y viendo el hueso craneano de esta pobre niña, mondado y roído y las orejas comidas, viendo también la lengua hervida, espesa de un dedo, que se aprestaron a comer cuando fueron sorprendidos; contemplando los dos muslos, piernas y pies en un perol con vinagre, especias y sal, ya listos para cocer y poner al fuego, y los dos hombros, brazos y manos juntos con el pecho partido y abierto, todo ya preparado para comerlo, quedé tan espantado y desesperado que todas mis entrañas se conmovieron. 5

La Encyclopédie de Diderot y D’Alembert afirma, en su segundo artículo dedicado a la peste, “que [esta] a veces camina sola, pero que lo más común es que tenga como compañeras dos otras plagas no menos temibles, la guerra y la hambruna”. Lo que estos males tienen en común no es solo su alta letalidad, sino también (o en particular) la dinámica irresistible de deshumanización que provocan en las sociedades humanas. La descripción detallada del triste banquete antropofágico de Sancerre por Léry es la representación extremadamente plástica, insostenible, de la deshumanización provocada por la peste de la intolerancia, la guerra y la hambruna. Escrita en pleno renacimiento, esta escena está en las antípodas de las imágenes que solemos asociar con esa época: belleza, transparencia, equilibrio, racionalidad, luminosidad. Al final de esa escena de antropofagia, Léry comenta lo que sigue:

Porque aunque haya permanecido diez meses entre los salvajes americanos de la tierra de Brasil, viéndolos a menudo comer carne humana (ya que comen los prisioneros que hacen en la guerra), nunca sentí el terror que me tocó vivir al ver ese penoso espectáculo, el cual –creo– todavía no había sido visto en ninguna ciudad francesa sitiada.6

En su exuberante relato sobre el viaje a Brasil, publicado cuatro años más tarde, Léry retoma este argumento admitiendo que ahora “ya no repugna tanto la crueldad de los salvajes antropófagos, es decir devoradores de hombres, ya que los hay, y más detestables y peores entre nosotros ya que aquellos, como vimos, solo atacan a las naciones que les son enemigas, mientras que estos se sumergen en la sangre de sus parientes, vecinos y compatriotas”7. Se refiere aquí, una vez más, a

la peste de la intolerancia religiosa y, más concretamente, a los días o las semanas de masacres de protestantes que empezaron en la noche de Saint-Barthélémy8. Habla de cadáveres a los cuales se les extraía la grasa para venderla al mejor postor, de otros cuyos hígados, corazones y otras partes del cuerpo fueron comidos por sus furibundos asesinos, de un protestante de la ciudad de Auxerre cuyo corazón fue cortado en pedazos, vendido, asado y comido rabiosamente por sus verdugos. Los tupinambás de Léry son ciertamente antropófagos, pero su antropofagia no es, como la de los franceses de la Saint-Barthélémy, “furibunda” y “rabiosa”, sino –empezando con las guerras que permiten la captura de los adversarios, continuando con la sofisticada preparación de los prisioneros para su sacrificio y terminando con el banquete final– una práctica perfectamente ritualizada. El ritual de la guerra tupí, para el pacifista Léry, es un espectáculo simplemente maravilloso:

Porque además de la diversión que ofrecía verlos saltar, silbar y moverse de modo tan diestro y diligente, era maravillosamente hermoso ver volar, en el aire entre los rayos de sol que las hacían brillar, no solo tantas flechas con sus grandes penachos de plumas rojas, azules, verdes, encarnadas y de otros colores, sino también mirar tantas prendas de vestir, gorros, brazaletes y otros accesorios también hechos de esas plumas naturales e ingenuas de que se vestían los salvajes.9

Una argumentación claramente inspirada en la de Jean de Léry será desarrollada pocos años después por el filósofo bordelés Michel de Montaigne en su ensayo Des cannibales:

Pienso que hay más barbarie en comer a un hombre vivo que en comerlo muerto, en desgarrar a un hombre vivo por tormentos y aplicarle fuego a un cuerpo todavía lleno de sensibilidad, en hacerlo asar minuciosamente, en hacerlo morder y lastimar por perros y puercos, como lo hemos no sólo leído sino visto hace no mucho, y no entre enemigos antiguos, sino entre vecinos y conciudadanos y, lo que es peor, bajo pretexto de religión y piedad; todo esto me parece peor que asar y comer a un hombre que ya murió.10

Como Léry, Montaigne no niega el salvajismo de los tupinambás, pero lo distingue de la barbarie sádica de los “civilizados”, enfatizando en particular el horror de la práctica de la tortura. Para el filósofo, la sociedad de los tupinambás –algunos de cuyos representantes el filósofo pretende haber conocido en 1562 en Rouen, ciudad donde en 1550 se habían desarrollado unos célebres festejos brasileños– es, independientemente de la antropofagia, una sociedad “perfecta”, caracterizada ante todo por su naturaleza ácrata e igualitaria, pre-anarquista si se quiere. Con estas afirmaciones, Montaigne se coloca en las antípodas de la visión y la política de los poderes ibéricos, cuyas posiciones oficiales se inspiran en la tradición aristotélica reelaborada por jesuitas como Joseph de Acosta. Los “brasileños”, en esa óptica, son “bárbaros” de tercera categoría, parecidos a las fieras:

Tales son primeramente los que los nuestros llaman Caribes, siempre sedientos de sangre, crueles con los extraños, que devoran carne humana, andan desnudos o cubren apenas sus vergüenzas. De este género de bárbaros trató Aristóteles, cuando dijo que podían ser cazados como bestias y domados por la fuerza. Y en el Nuevo Mundo hay de ellos infinitas manadas: así son los Chunchos, los Chiriguanás, los Mojos, los Yscaycingas, que hemos conocido por vivir próximos a nuestras fronteras; así también la mayor parte de los del Brasil y la casi totalidad de las parcialidades de la Florida.11

Peste

El casi idilio tupinambá no resistió a la colonización europea de la costa atlántica de Brasil. Por un lado, la intrusión de los europeos (portugueses y franceses) multiplicó al infinito las guerras y con ellas, si interpretamos correctamente al jesuita canario José de Anchieta, los actos de antropofagia12. Por otro lado, en esta región del mundo, la “peste”, en particular la de “bexigas” o “varíola” (viruela), se difundió desde 1555 a partir de su introducción por los europeos. El monumental estudio sobre esta enfermedad y su erradicación publicado por la OMS/WHO atribuye su aparición en Brasil (1555), siguiendo a Hopkin, al “establecimiento de un asentamiento hugonoto francés”13. Alguno(s) de quienes participaron en la breve aventura de la France antartique habría(n) sido, entonces, portadores de la viruela. ¿Cómo fue percibida, en su contexto histórico, social y cultural, la intrusión de esta enfermedad? ¿Cuáles fueron su impacto y sus efectos a mediano plazo? El relato de un jesuita portugués sobre la peste en Bahía nos dará, además de un cuadro detallado de la inci-

piente sociedad colonial en Brasil, muchos elementos para acercarnos a una respuesta a estas y otras preguntas. Este relato se encuentra en una carta que el padre Leonardo do Val(l)e, autor del primer vocabulario de la “lengua brasílica”, envió el 12 de mayo de 1563 desde Bahía al padre Gonçalo Vaz, Provincial de la Companhia de Jesus de Portugal14 . En las tres aldeas que la peste “tenía ocupadas”, Nossa Senhora da Assumpção, S. Miguel e Santa Cruz de [I] Taparica, la mortandad, dice el eclesiástico, era tal que:

había casas que tenían 120 enfermos y a algunos ya les faltaban los padres, a otros los hijos y parientes y, lo que es peor, las madres, las hermanas y las mujeres, que son quienes hacen todo, salvo derribar los árboles de la selva, que es cosa de hombres, mientras que ellas siembran, mondan, cosechan, preparan la farinha [de mandioca] y cocinan, de modo que cuando ellas faltan, no hay quien cuide a los enfermos ni quien vaya a la fuente por una calabaza de agua […]. Además del hedor que la enfermedad podía causar en enfermos tan desamparados, había muchas mujeres embarazadas que cuando eran afectadas por el mal, se tornaban tan débiles que abortaban al niño sin que saliera la placenta, lo cual producía un hedor insufrible hasta que murieran […]. Finalmente la cosa llegó a tanto que ya no había quien cavara tumbas y algunos se enterraban en los basurales y alrededor de las casas y [quedaban] tan mal enterrados que los puercos los volvían a sacar […]. Me parece que en cada una de esas aldeas habrá muerto la tercera parte de la gente, porque solo en Nossa Senhora da Assumpção habrá dos meses que oí decir que habían muerto 1080 almas, y con todo eso decían los indios que no era nada en comparación de la mortandad que se extendía sertón adentro; en esto Nuestro Señor todavía nos hizo el favor de que acabasen de creer que no fue por la conversación de los cristianos ni por causa de la doctrina, sino por su ceguera y pésimos ritos que les vino el castigo, como algunos de la [isla de] Taparica confesaron […]

La “ceguera” a que se refiere el jesuita fue un muy extenso movimiento mesiánico claramente anticolonial que ellos mismos, los jesuitas, bautizaron de santidade15, y que consistía, en sus palabras, en que venía “un hechicero desconocido, que, con nombre de Santo y como Profeta venido del Cielo, les trae noticia de cosas que han de acontecer, y todo redunda en carnalidades e vicios diabólicos, todo lo cual comunmente pagan con hambrunas y mortandades con que Dios Nuestro Señor los castiga […]”. Ese pecado, continua el autor, “fue castigado con una peste tan extraña que por ventura nunca en estas partes hubo otra semejante”. Para Valle, el origen de la peste o “doença” (enfermedad) es, pues, la poca inclinación mostrada por los nativos para hacerse cristianos y, particularmente, el hecho de que ellos sigan con su “ceguera”, con sus “pésimos ritos”, en fin, con una cosmología y ritualidad ancestral enriquecida con elementos (cristianos) de importación. Con la peste, su “azote”, Dios castiga a quienes lo abandonan. Y lo seguirá haciendo: no escaparán ni “los que mataron al obispo”16 ni el “Principal” que se llevó a más de 300 cristianos, casi todos ellos “inocentes” (menores de edad), para escapar a los blancos y hacerles la guerra.

Valle no oculta, sin embargo, que la peste, según algunos, tiene otra causa: el contagio que llegó a la zona en cuestión en la nave de un sacerdote portugués, Francisco Viegas. En realidad, el jesuita no ignora que la peste es una epidemia cuyos itinerarios dependen no de Dios, sino del movimiento de las personas (contagiadas). Lo demuestra sin querer, mostrando la arbitrariedad del “azote de Dios” que no solo castiga a los autóctonos disidentes o rebeldes, sino también, y ferozmente, a los inocentes esclavos (indios o negros). La peste “golpeó tan bravíamente las dotaciones de esclavos que no solo los [esclavos] mal habidos sino también los que se habían obtenido legalmente, los muy apreciados “ladinos” y los de Guinea [África] se les morían en dos, tres días, sin que lo remediaran sangrías ni medicinas. Hubo casas donde morían 90 y 100 piezas [peças: los esclavos son mercancía] y otras donde no quedó quien pudiera ir por agua a la fuente”. ¿Cómo explicar esa tragedia en términos de “castigo divino”? Morían los esclavos y morían sus hijos inocentes: “Todos quedamos muy espantados al ver la muchedumbre de esclavos que allí había, enfermos, de quienes las tres partes eran paganos, algunos adultos y otros inocentes, a los cuales era lástima ver estar sobre el pecho de las madres, muriendo sin tener ya en ellas nada que chupar ni remedio alguno para curarse”.

Una posible causa de la peste que Valle admite es el hambre, aunque puntualiza inmediatamente que si los nativos brasileños trabajaran un tercio de lo que trabajan los campesinos portugueses, abundaría la comida. Pero a renglón seguido, Valle se corrige: ¿por qué escasea la comida? Por la persecución y el acoso que los nativos sufrieron por parte de los cristianos,

Víctimas de la peste negra con los característicos bubones en una ilustración de la biblia de Toggenburg.

quienes les quitaron los ánimos (la motivación) para seguir cultivando sus tierras y “vivir quietos”. Antes de la intrusión de los extranjeros, los indios –pues– vivían quietos. Había orden, y no ese tremendo desorden de ahora (de aquel entonces). La peste, y esto lo sabían los nativos al identificar su origen en la “conversación” y la “doctrina” de los cristianos, había venido con los extranjeros, era como una emanación suya. Se contraponen, pues, dos explicaciones básicas del origen o de la causa de la peste, la dogmática de los jesuitas y la pragmática de los autóctonos, elaborada a partir de lo que pudieron observar.

El texto del cual hemos citado varios fragmentos es un cuadro vívido y animado de la incipiente sociedad colonial en el contexto de la peste de viruela. Una sociedad donde coexisten las plantaciones (con su mano de obra esclava nativa o africana) con las reducciones indígenas dirigidas por los jesuitas; en los márgenes de esa sociedad se mueven, por un lado, los profetas nativos de un mundo libre de intrusos y paradisíaco, y por otro, grupos de nativos fugitivos que inician, lejos de los blancos –pero no sin hostilizarlos–, una nueva vida. El relato de Leonardo do Valle documenta el tremendo impacto de la epidemia de viruela en esa sociedad. Muere aproximadamente un tercio de la población indígena y esclava y la sociedad local ya no está en condiciones de cuidar a los enfermos, de alimentarlos, de enterrar decentemente a los muertos. La peste se ceba preferentemente en los más desvalidos, los esclavos (indios o negros), pero también en los indios “protegidos” por los jesuitas. La situación se torna particularmente grave -o incluso insostenible- cuando mueren las mujeres. Ellas, literalmente, lo hacen todo, a no ser derribar los árboles de la selva17. Cuando no hay mujeres, ¿quién les va a llevar una calabaza de agua a los enfermos? Quienes sí alivian los sufrimientos de los enfermos son - según un Valle algo hagiográfico- los sacerdotes católicos, aunque para estos, como podemos constatar leyendo cualquiera de sus informes, lo más importante o decisivo no es salvar vidas, sino almas. Vemos aquí que Leonardo do Valle no describe la epidemia de peste (viruela) en sí, sino en su contexto, un contexto complejo, colonial, donde algunos dan las órdenes y los demás las ejecutan, donde se enfrentan concepciones sociales y religiosas muy disímiles y donde unos (los indios y los esclavos negros) mueren mientras que otros (los sacerdotes católicos y los dueños de esclavos) se salvan. Como las catástrofes naturales, las

Códice Florentino, la epidemia de cocoliztli (Libro XII, cap. XXIX) epidemias, aunque su origen sea “natural”, tienen efectos diferenciados en los diferentes estratos sociales.

Gracias al informe de un oidor portugués, Baltasar da Silva Lisboa, sabemos que la expansión letal de la viruela no fue siempre el simple efecto de un contagio “natural”, involuntario. En 1799, este oidor denuncia lo que el historiador bahiano Luiz Mott califica –con razón– de “guerra biológica”18 contra la población nativa: El sargento mayor Inácio de Azevedo Peixoto socavó para siempre la confianza de los indios, porque hace 20 años, llenando varias calabazas con trapos que envolvían, embrollados, crostas de personas picadas de viruela, y por una horrible e imperdonable maldad, llevó el espanto y la muerte y los estragos a los desgraciados gentiles, introduciendo en sus infelices habitaciones la viruela (peste das bexigas), que tanto daño les causó que jamás se atrevieron a mostrarse a proximidad de Ilheus o de Almada, invocando aquellos infelices pueblos, aunque en vano, la ayuda de la humanidad para que les mitigara sus males y su opresión.19 ¿Los “gentiles” pidiendo auxilio a la “humanidad”? La última frase de esta horrenda anécdota revela el sueño de una humanidad solidaria con los enfermos y los oprimidos. ¿Quién sueña ese sueño, los indios o el oidor? Baltasar da Silva Lisboa, Ouvidor e Conservador das Matas da Comarca dos Ilhéus, no fue un funcionario cualquiera, sino, además de ilustrado, un hombre que se atrevió, entre otras cosas, a denunciar un contrabando de farinha (de mandioca) en el cual estuvo implicada una persona muy cercana al virrey Conde de Resende. Lisboa fue también un temprano defensor de la regulación del corte de madera –¿qué juicio le merecería, hoy, el Brasil de Bolsonaro?– y autor de unos anales de Río de Janeiro en siete tomos.

La viruela es la “peste” que no solo en Brasil sino en toda América y el Caribe fue una de las causas –quizás la principal– de la rápida disminución (o del colapso demográfico) de la población originaria. En el cap. XXIX del libro XII del Códice Florentino de fray Bernardino de Sahagún se narran –en náhuatl y en español– los estragos que en México provocó esa enfermedad [uei cocoliztli: ‘gran enfermedad’] introducida

por las huestes de Hernán Cortés: Esta pestilencia mató gentes sin número, muchas murieron porque no había quien pudiese hacer comida; los que escaparon de esta pestilencia quedaron con las caras ahoyadas, y algunos los ojos quebrados; duró la fuerza de esta pestilencia sesenta días, y después que fue aflojando en México, fue hacia Chalco.20

Todo esto sucede justo antes del ataque español final a la capital mexica; es bastante obvio que esa epidemia, al debilitar a los aztecas, les facilitó a los españoles y sus aliados indígenas la conquista de Tenochtitlan y Tlatelolco. El historiador nahua Chimalpáhin Cuauhtlehuanitzin21 también menciona escuetamente, ubicándola en el año 2 Técpatl (Dos Pedernal,1520), esa epidemia de viruela (huey çahuatl: ‘gran roña’). El texto de Sahagún, basado en los testimonios de los informantes nahuas, no presenta conjeturas acerca del origen de esa epidemia; solo indirectamente, al mencionar el momento y la circunstancia de su eclosión, permite que el lector u oyente del relato sospeche que la aparición de la “pestilencia” tiene algo que ver con la intrusión de los españoles. La historia de Nueva España está llena de epidemias de “pestes” bien documentadas, aunque no en cuanto a la naturaleza exacta de cada “pestilencia”. Así, en los Anales en náhuatl del barrio San Juan del Río de la ciudad de Puebla se lee, para el año 1634:

En este año se desbarató el puente de Atoyaque a los diez días del mes de mayo. En este tiempo se quebró también la campana de la Catedral a los veintún días del mes de junio que era el día del Corpus: su ahuitzote22 fue la enfermedad grande por el mes de abril murió mucha gente, se enterraban cada día ochenta interpolados con niños. Cerró un poco el día de San Francisco en el que se enterraban en dos y de tres en tres, siendo capillero Fray Diego del Castillo. Este Pa-

dre salía después a sustentar o alimentar a los enfermos en sus casas. Se puso hospital en casa del difunto Pedro Xuares […].23

Sería muy fácil, pero inútil en el contexto de este ensayo, multiplicar, para todas las áreas de la América portuguesa y española, las referencias a epidemias de “peste” que diezmaron, entre los siglos XVI y XVII, la población originaria del espacio mencionado. En Mesoamérica y los Andes centrales, esa población demoró más de dos siglos en recuperarse en términos demográficos. En las tierras bajas de América del Sur, la recuperación demográfica nunca se dio. Demasiado fuerte fue, por un lado, el impacto letal de la invasión europea del siglo XVI; por otro, desde entonces hasta el día de hoy, las expulsiones, el envenenamiento, los asesinatos y las masacres de los nativos están al orden del día y quedan impunes: parece que Native lives don’t matter. Unos dos siglos demoró, en las áreas centrales, la asimilación –en términos epidemiológicos– de la población indígena americana al mundo occidental. Las epidemias de importación no fueron solo, en efecto, una circunstancia que facilitó la conquista ibérica en lo que hoy es América Latina y la causa más importante para el colapso demográfico de la población autóctona, sino un factor decisivo para la incorporación –rara vez solicitada por ellos mismos– de los pueblos originarios americanos al mundo “civilizado”.

Epidemia de la danza

El fenómeno que los jesuitas en Brasil designan con el término de santidade muestra la forma, según las cartas y crónicas de la época, de una “romería” encabezada por un personaje semidivino, un payé o caraíba. La impresionante película Deus e o diabo na terra do sol de Glauber Rocha (1964) tal vez pueda ayudarnos a imaginar algo de la realidad que puede haber sido la de los movimientos de santidade. Una romería con “cantos y danzas nuevas” que provoca, como sugiere el jesuita José de Anchieta, danzas extáticas multitudinarias y prolongadas:

[…] en ciertos tiempos, algunos de sus hechiceros, que llaman Pagés, inventan unos bailes y cantares nuevos, de que estos indios son muy amigos, y entran con ellos por toda la tierra, y ocupan a los indios en beber y bailar todo el día y noche, sin preocuparse de producir mantenimientos, y con esto se ha destruido mucha de esta gente.24 La descripción que Manoel da Nóbrega, el primer jesuita de Brasil, ofrece de las danzas de santidade indica que estamos ante lo que los antropólogos califican de ritual de posesión:

Cuando acaba de hablar el hechicero, comienzan a temblar, principalmente las mujeres, con grandes temblores en su cuerpo, que parecen demoníacos (como sin duda lo son), acostándose en la tierra y echando espuma por las bocas, y en eso los persuade el hechicero de que ahí les entra la santidade; y a quien no lo hace lo miran de reojo.25

Por cierto parecido con los ataques de epilepsia, los rituales de posesión se han considerado, a veces, como expresión de estados patológicos. Como se desprende de las descripciones de Anchieta y Nóbrega, la santidade es vista por los misioneros-cronistas como un fenómeno nuevo, desbordante, heterogéneo, diferente de la ritualidad tradicional. Ellos tenían la impresión de que los pagés o caraíbas parodiaban, en sus discursos y su práctica, el dogma y el ritual católico. Por lo que sugieren las relaciones jesuíticas, la santidade podría compararse –a siglos de distancia pero en un análogo contexto colonial– con la parodia del ritual colonial que muestra Les maîtres fous (1955) el famoso documental de Jean Rouch sobre los inmigrantes de Níger en Accra (Ghana). Sin que podamos desarrollar esta cuestión aquí, hay motivos serios para pensar que el movimiento de santidade fue un fenómeno incipientemente anticolonial (incipientemente porque la propia Colonia todavía era, en la época de la santidade, incipiente).

En el Perú apareció, en los años 1560, un movimiento llamado taki onqoy, término quechua que significa

“enfermedad del baile y la danza”. Taki, que hoy solo designa el canto, se refería en el siglo XVI, y probablemente también en los tiempos prehispánicos, a una “técnica” ritual que era a la vez danza y canto. A pocas décadas de la ocupación española y paralelamente a la resistencia de los incas de Vilcabamba, el taki onqoy parecía resucitar a las deidades andinas tradicionales, las/ los huacas (waka). Pero enfatizando –probablemente sin querer– que ese movimiento no era simplemente la continuación, en secreto, de la religión campesina tradicional, sino una forma nueva y radical de la misma, el clérigo Luis de Olvera declara en el Cusco en 1577:

las dichas guacas ya no se encorporaban en piedras ni en árboles ni en fuentes como en tiempo del Inga, sino que se metían en los cuerpos de los indios y los hacían hablar. Y de allí tomaron a temblar diciendo que tenían las guacas en el cuerpo, y a muchos de ellos los tomaban, y pintaban los rostros con color colorada y los ponían en unos cercados, y allí iban los indios a los adorar por tal guaca e ídolo que decía que se le había metido en el cuerpo, y les sacrificaban carneros, ropa, plata, maíz y otras muchas cosas; los cuales predicaban grandes abominaciones contra Dios Nuestro Señor y contra nuestra religión Cristiana […].26

Según todos los testimonios existentes, los sacerdotes-bailarines del taki onqoy rechazaban la religión importada (el cristianismo) y exigían el boicot (como diríamos ahora) de todo lo español. La novedad más llamativa del ritual del taki onqoy es el fenómeno del trance y la posesión que Olvera, a su manera, está evocando. En vez de manifestarse (o incorporarse) en ciertos elementos del paisaje (piedras, manantiales, árboles), las huacas, ahora, metiéndose en los cuerpos de sus sacerdotes-danzantes y hablando a través de sus voces, se hacen portátiles, facilitando así la difusión de su “mensaje”. Las semejanzas entre el fenómeno brasileño de la santidade y el taki onqoy andino parecen evidentes, pero, curiosamente o no, existen también semejanzas entre estos dos movimientos sudamericanos, por un lado, y por otro, un fenómeno sorprendente que se dio en Europa a lo largo de toda la Edad Media y hasta el siglo XVIII: la “enfermedad” o “epidemia” de la danza. Este y otros términos que solían designar el fenómeno en cuestión insinúan, igual que el nombre del taki onqoy en Perú, la existencia de una enfermedad o patología. En Europa, las más comentadas de las epidemias de la danza fueron las de San Vito. Para Teophrastus von Hohenheim o Paracelsus, el famoso médico renacentista suizo, lo que él llamaba chorea (pronunciar jorea), una danza compulsiva, era una enfermedad. Una enfermedad que podía tomar la forma de una locura colectiva, como había sucedido, por ejemplo, en 1518 en Estrasburgo, lugar que Paracelso visitó unos años más tarde. En Opus paramirum, Paracelso escribe:

Al principio la Fe fue depositada en un Magor o espíritu pagano, pero luego el fervor popular recayó en San Vito, del cual se hizo un falso Dios, llamando a la enfermedad con su nombre [danza de San Vito]. Luego, poco a poco, esta creencia se difundió y con ella la enfermedad, en la que caían todos aquellos que gustaban de bailar, con lo que el baile y la enfermedad se perpetuaron. Ved con esto con qué facilidad, cuando alguien aventura una noción preconcebida cualquiera, puede crearse una verdad, cuya reiterada afirmación va aumentando el poder de su creencia y de su eficacia, lo que acaba por reafirmarla definitivamente. Así se producen gran número de enfermedades y no sólo estos bailes […]. La misma base sustenta a todas las sectas de este estilo de verdadero encantamiento, no a causa de las hechicerías de otros hombres, sino por su misma voluntad de reforzar su Fe hasta abrasarse en ella, sin preocuparse de la lógica, del razonamiento ni de la verdad.27

En un escrito temprano en alemán sobre enfermedades psíquicas, Paracelso distinguía entre chorea lasciva (danza protagonizada por el deseo sexual), la chorea imaginativa (danza basada en la imaginación) y la chorea natural (danza inspirada por la ecología local y los astros). En ese texto, el médico declaró que “no queremos mudar el nombre [de la danza] simplemente por la popularidad de los santos, de hecho [una danza como la de San Vito] no es sino una chorea lasciva [danza lasciva, obscena]”.28

Volviendo a la “enfermedad de la danza y el canto” que se desarrolló desde los años 1560 en varias áreas del Perú colonial (apenas conquistado), nos encontramos con una investigación seria, conducida por Luis Alberto Santa María, según la cual el taki onqoy sería el efecto o el resultado de una “intoxicación por exposición al mercurio”29. La hipótesis no explícita –que me acompañó en estas páginas– era que la “enfermedad de la danza”, hablando de sus causas posibles o probables, se produce a manera de una terapia colectiva en medio de o después de sucesos traumáticos como la guerra o la peste. En Huamanga (capital del departamento de Ayacucho,

Perú), por ejemplo, al terminar la “guerra sucia” que provocó el enfrentamiento entre el grupo (supuestamente) comunista Sendero Luminoso y las fuerzas represivas del estado peruano (ejército y policía), los habitantes de la ciudad, muchos de los cuales habían perdido familiares en el conflicto, pasaron semanas enteras danzando compulsivamente30. El taki onqoy, “enfermedad de la danza y el canto” surgida tres décadas después del comienzo de la conquista, cuajaba bien con mi hipótesis implícita, porque: ¿puede haber un trauma más grande que tener que vivir la destrucción de todo aquello que significa nuestro “mundo”? Los sacerdotes-danzantes del taki onqoy predicaban el rechazo del invasor y de los objetos materiales o inmateriales que aquel había introducido y, al mismo tiempo, el retorno a la religión y cosmología centrada en las huacas, entidades míticas anteriores a la mitología inca. En su notable estudio sobre la intoxicación por mercurio de la población del área en que nació la “locura” de los taki onqoy, Luis Alberto Santa María demuestra, a partir de su conocimiento de las intoxicaciones que provoca el mercurio y las enfermedades o comportamientos patológicos que se describen o muestran en las crónicas de Cristóbal de Molina y Guaman Poma de Ayala, que el taki onqoy es el efecto de la inhalación de vapores de mercurio, metal que la minería necesita para diversas operaciones31. ¿Significa esto que han caducado los estudios que reconstruyen el taki onqoy como un movimiento andino de resistencia o anticolonial? No lo creo. Si la tesis de Santa María es correcta, cosa que todavía habrá que confirmar, solo explica el (posible) fundamento fisiológico de la “enfermedad” de la danza y el canto, pero no por qué los “enfermos” optaron por difundir el discurso que efectivamente difundieron: un discurso político altamente coherente, perfectamente adecuado a la situación y –por eso mismo– impactante. Habría que estudiar más a fondo, pues, las relaciones que puede haber entre una enfermedad fisiológica (la intoxicación por el mercurio) y un movimiento (en un sentido amplio) “político”.

Para terminar

Todo lo que precede sugiere que la peste no es una sola, que presenta muchas variedades, epidemiológicas y metafóricas, que no viene nunca sola, que no se la puede entender fuera de su contexto específico y que cambia según quien la mire o quien la padezca. Jean de Léry murió de peste a los setenta y siete años,

La viruela es La Peste qie no solo en Brasil sino en toda America y el Caribe fue una de las causas de la rápida disminución de la población originaria.

edad venerable para la época. Hubiera podido morir mucho antes, como cualquiera, aunque él, a diferencia de otros, no hizo nada particular para protegerse de la muerte. Fue a Brasil para cumplir una misión (colonial) arriesgada, se rozó en Río de Janeiro –que todavía estaba muy lejos de ser nuestro Río de Janeiro– con Villegagnon, un hombre peligroso que asesinó a tres de sus compañeros, convivió (feliz) con los antropófagos tupinambá, estuvo a un paso de la muerte por inanición –por falta de alimentos– en el larguísimo viaje de regreso a Europa (cinco meses), se salvó de las masacres antiprotestantes de la Saint-Barthélémy, pasó muchos meses de hambruna terrible en la ciudad de Sancerre, asediada por los católicos realistas, hasta, por fin, poder dedicarse, en una región con epidemias intermitentes de peste, al oficio que había elegido desde joven: difundir los principios y valores de un cristianismo reformado. Si hubiera muerto antes de publicar su Histoire d’un voyage faict en la terre du Brésil, autrement dite Amérique, Jean de Léry y su inconfundible y exuberante manera de narrar no existiría para nosotros, no tendríamos la visión tan plástica de los tupíes que nos ofrece su documento ni nos hubiéramos enterado de que la guerra religiosa de Francia tuvo en Brasil un escenario descentralizado. Además, Montaigne no hubiera podido escribir Des cannibales (uno de sus ensayos más famosos), Rousseau o Diderot quizás no hubieran construido sus respectivas y disímiles utopías “primitivistas”, y Lévi-Strauss –para quien Léry fue el padre de la etnología– hubiera nacido huérfano.

En el siglo XVI, en Europa y en las Américas, por motivos en parte compartidos, en parte no, la muerte estaba omnipresente. Un cuadro famoso, El triunfo de la muerte (1562) de Bruegel el Viejo, siguiendo en ello el modelo de las “danzas macabras” tardomedievales, enfatiza que ante la muerte todos los seres humanos –in-

dependientemente de su condición social– son iguales. Las relaciones que provienen de las Américas y, en particular, las que narran la conquista de Brasil, no confirman del todo ese lugar común de la época. Mueren mucho más fácilmente los colonizados que los colonizadores, los “otros” que los “mismos”. Los colonizados mueren porque no están inmunizados contra las enfermedades traídas por los invasores, pero también mueren en guerras asimétricas, en masacres y –especialmente cuando se trata de poblaciones indígenas asentadas en zonas de alto interés económico– en campañas de genocidio. Michel de Montaigne, de una manera u otra, aunque siempre negando su fascinación por la muerte, no dejó de reflexionar sobre ello. El ensayo intitulado «La physionomie», el penúltimo de su obra magna, permite darse cuenta de la diferencia que existe entre cómo él, Montaigne, miembro del sector dominante de su época y lugar, encara la muerte y cómo la encaran los campesinos que puede ver por su ventana: “¿A cuántos veo a cada rato que no le dan importancia a la pobreza, a cuántos que desean la muerte o que la pasan sin aspavientos y sin aflicción? Ese que escarba en mi jardín enterró esta mañana a su padre o a su hijo […]. Las enfermedades son muy graves cuando interrumpen su trabajo ordinario: solo se acuestan para morir”32. En el mismo ensayo, el filósofo narra todavía los sinsabores, el ostracismo que le tocó a su familia por suponerse contagiada de peste, pero más allá de las epidemias de peste, evoca los horrores mayores de su siglo, en particular la guerra “monstruosa”, “ruinosa”, “venenosa”, que es la que se desarrolló entre católicos y protestantes en Francia; una guerra –dice– que en vez de acabar con la sedición, la multiplicó. Pese a todo ello, Montaigne se declara feliz de haber vivido y seguir viviendo en esos tiempos convulsos: «Sçachons gré au sort, de nous avoir faict vivre en un siecle non mol, languissant, ny oisif» (“Seamos gratos al destino por habernos hecho vivir en un siglo ni blandengue ni lánguido ni ocioso”). El siglo XVI no fue, en efecto, nada blandengue ni mucho menos ocioso, sino, al contrario, el momento en que Europa dio –en medio de tremendas y a menudo sangrientas convulsiones– un salto hacia la modernidad, imprimiendo a los intercambios mundiales un ritmo y una intensidad desconocidos hasta entonces. Es el comienzo de la globalización (moderna). La que sería la mayor peste del siglo, la expansión europea, además de la propia y feroz violencia conquistadora, provocó en todas partes –Américas, Asia, África– situaciones de guerra en el nombre del monoteísmo cristiano, hizo que se intensificaran en muchos lugares los conflictos locales ya existentes y contribuyó a la dispersión de gérmenes infecciosos –de diversa procedencia– a lo largo y ancho del mundo.

*Martín Lienhard

nació en Basilea, en 1946. Es profesor emérito de Literatura y Cine hispanoamericanos, brasileños y luso-africanos de la Universidad de Zúrich. Entre sus libros destacan La voz y su huella (1990-2012, premio Casa de las Américas 1989), Testimonios, cartas y manifiestos indígenas (1992), O mar e o mato (1998-2005) y Disidentes, rebeldes, insurgentes. Rebeldía indígena y negra en América Latina. Ensayos de historia testimonial (2008). En preparación: El intelectual y sus otros. Lienhard es también realizador o co-realizador de varios documentales, entre ellos Todos me llaman martoma (México 2014) y DanceConnection (Perú 2020, en colaboración con Charo Tito Mamani).

1 Diderot, Denis - Jean le Rond d’Alembert. Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers, par une Société de Gens de lettres. Paris, 1751-1572, The ARTFL project. [consulta en línea: https://encyclopedie.uchicago.edu/]. 2 Tanto en este caso como en el anterior y en lo sucesivo, salvo expresa mención del traductor, la traducción es mía. 3 La misma peste de Marsella produjo todavía, doscientos años después, el gran ensayo Le théâtre et son double (1938) del autor marsellés Antonin Artaud. 4 Léry, Jean de. Histoire d’un voyage faict en la terre du Bresil, autrement dite Amérique (1580). Edición de Frank Lestringant, con la intervención de Claude Lévi-Strauss, Paris, Le Livre de Poche, 1994, pp. 176-177. 5 Citado por: Conconi, Bruna, “Tradurre in italiano l’Histoire memorable de la ville de Sancerre dell’Ugonotto Jean de Léry (1574)”, Cahiers d’études italiennes. Université de Grenoble, 7/2013, pp. 105141. 6 “Car combien que j’aye demeuré dix mois entre les Sauvages Ameriquains en la terre du Bresil, leur ayant veu souvent manger de la chair humaine, (d’autant qu’ils mangent les prisonniers qu’ils prennent en guerre) si n’en ay-je jamais eu telle terreur que j’eus frayeur de voir ce piteux spectacle, lequel n’avoit encores (comme je croy) jamais esté veu en ville assiegée en nostre France”, ibid. 7 Léry, ob. cit., p. 377. 8 Exactamente un mes más tarde, el 24 de setiembre de 1572, fue salvajemente descuartizado por los españoles, en el Cusco, el Inca Tupac Amaru. 9 Léry, ob. cit., p. 351. 10 Montaigne, Michel de. Essais. Edición de Pierre Michel, Paris, Gallimard et Librairie Générale Française, 1965, vol 1, p. 267. 11 Acosta, José de. De procuranda indorum salute o Predicación del Evangelio en las Indias (1577). Edición de Francisco Mateos, Madrid, Atlas, 1954, p. 393. 12 Está claro que, en sus cartas, Anchieta no afirma directamente que la intrusión europea haya causado la multiplicación de los actos de antropofagia en la región, pero su narración sugiere que las guerras que se producen desde que los europeos han penetrado en la región estallan precisamente por la presencia de los intrusos, y como cada guerra, según su relato, provoca actos de antropofagia, los europeos, por lo menos indirectamente, deben ser considerados responsables de tales actos. Ver: Anchieta, José de. Cartas: informações, fragmentos históricos e sermões. São Paulo, EDUSP/Itatiaia, 1988. 13 Cfr. Fenner, Frank et al. Smallpox and its eradication. Geneva, World Health Organization, 1988, p. 237. [Consulta en línea: https://apps.who.int/iris/handle/10665/39485]. 14 Caral, Alfredo do Vale - Peixoto, Afrânio. Cartas Avulsas 15501568. Rio de Janeiro, Off. Industrial graphica, 1931, pp. 382-387. 15 “Santidade” es el nombre que reciben en Brasil los movimientos mesiánicos anticoloniales que se inspiran en la tradición tupí-guaraní pero no sin incorporar numerosos ingredientes católicos. Sus líderes (caraíbas en Brasil) reivindican una ascendencia divina y profetizan el fin de la penetración extranjera. 16 Aquí, Valle se refiere sin duda al obispo Pero Sardinha, quien –nomen est omen– fue comido por los caetés el 16 de julio de 1556. El jesuita espera que la peste –arma de Dios– acabe con quienes lo mataron. 17 Con la penetración europea, especialmente la francesa, comienza un jugoso comercio de pau Brasil (paubrasilia echinata), madera de la cual se extrae un colorante rojo muy apreciado en Europa. 18 Mott, Luiz. Bahia: Inquisição e sociedade. Salvador, EDUFBA, 2010, p. 267. 19 Ver: Lisboa, Baltasar da Silva. lnformação sobre a Comarca de llhéus a sua origem a sua agricultura, comércio, população e preciosas matas. Arquivo Histórico Ultramarino (Lisboa), 1799, Documento n° 19209, p. 110 (reproduzido no Inventário dos Documentos relativos ao Brasil existentes no A.H.U., v. 4). 20 Ver: Sahagún, fray Bernardino de. El manuscrito 218-20 de la Colección Palatina de la Biblioteca Medicea Laurenziana («Códice Florentino», 1575-1579), ed. facsimilar, México, Gobierno de la República, 1979, 3 t., p. 745. 21 Chimalpáhin, Domingo (1998), Las ocho relaciones y el memorial de Colhuacan [náhuatl / español], paleografía y traducción de Rafael Tena, México, CONACULTA, 1998, pp. 152-153. 22 Ahuitzotl era, en la mitología nahua prehispánica, un pequeño animal acuático algo semejante a un perro, pero con espinas. Este animal, el “espinoso del agua”, atraía a los hombres llorando como un bebé para luego ahogarlos. Diciendo que la peste fue su ahuitzote, el traductor de los Anales de San Juan del Río la compara, por su maldad, con el perro acuático. 23 Anales del Barrio de San Juan del Río. Crónica indígena de la ciudad de Puebla, siglo XVII. Transcripción y traducción en el siglo XVIII por Don Joaquín Alexo Meabe. Puebla, BUAP, 2000., 24 Cfr. Anchieta, ob. cit., p. 331. 25 Nóbrega, padre Manuel da. Cartas do Brasil: 1549-1560. São Paulo, Editora da USP, 1988, Cartas jesuíticas, I, pp. 99-100. 26 Cfr. Millones, Luis (ed.). El retorno de las huacas. Lima, IEP/ SSP, 1990, pp. 176-177. 27 Paracelsus, Obra completa. Edición y traducción del latín por Estanislao Lluesma Uranga. Buenos Aires, Editorial Schapire, 1945, pp. 253-254. 28 “So wollen wir den namen nicht verkeren von wegen der bekanntnus den heiligen nach, sonder es ist billich zu nennen chorea lasciva”. Ver: Paracelsus (Hohenheim, Theophrast von), «In der arznei den krankheiten, die der vernunft berauben» en: Medizinische, naturwissenschaftliche und Philosophische Schriften. Ed. Karl Sudhoff. Band, München und Berlin, R. Oldenbourg, 1930, pp. 339-405. 29 Santa María, Luis Alberto. “Taki Onqoy: epidemia de intoxicación por exposición al mercurio en Huamanga del siglo XVI” en: Rev Peru Med Exp Salud Pública, 2017, 34(2), pp. 337-42. 30 Testimonio oral de un profesor de la Universidad de Huamanga (1999). 31 Paracelso, “especialista” de la epidemia de la danza, murió por intoxicación de mercurio… 32 Montaigne, ob. cit. III, cap. 12.

*Imagen de apertura: El triunfo de la muerte (1562), de Pieter Brueghel el Viejo. Madrid, Museo del Prado.

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