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En otro orden de cosas. Cintia Córdoba

Sobre los saberes y la lengua universitaria

En otro orden de cosas

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“Catedrales teóricas”, “cárceles bibliográficas”, “laberintos ideológicos”, “alambradas disciplinarias” son algunas de las expresiones utilizadas por Horacio González en su libro Saberes de pasillo (2018) para dibujar la arquitectura de esa prisión que padecen hoy las ciencias humanísticas y sociales y la institución universitaria en su conjunto. ¿Cómo sortear ciertos formatos incómodos, ciertas prácticas anquilosadas, cierta inercia institucional? ¿Qué clase de trabajo es el trabajo intelectual?

Por Cintia Córdoba

Algunos libros, no sabemos bien por qué combinación extraña, nos desatan la lengua. Portan la virtud de desactivar cierta parálisis en la que nos solemos encontrar cuando nos sobra malestar. Saberes de pasillo constituye una especie de manual para universitarixs incómodxs, una compilación de ideas ensayadas, que con agudeza nos señalan una serie de problemas que venimos padeciendo quienes habitamos estas casas de estudio. En cada uno de los textos reunidos en este libro, Horacio González1 anticipó el despliegue de una mancha invisible sobre los modos de hacer universidad. Esa mancha, que por momentos puede asimilarse a la mano invisible de la que hablaba Adam Smith, significó en el mundo universitario el agudizamiento de ciertos procesos de regulación y ritmación de la producción del conocimiento que permitió tanto su instrumentalización como la jerarquización de las vidas que lo producen.

Este estado de la situación se encuentra sin duda hoy más tematizado, más analizado desde distintos campos específicos que fueron aportando datos y configurando categorías para nombrar eso que pasa en las

instituciones universitarias. Alrededor de los últimos diez años asistimos a un proceso de creciente revisión de la función y sentido de la universidad que, entre otras cosas, propone un fuerte cuestionamiento a las formas de evaluación que se impusieron mediante el desarrollo de aquello que podríamos denominar paradigma tecnocientífico. Aquí y allá, al fragor de ciertas trasformaciones políticas que tuvieron lugar en la región, hace no mucho tiempo –aunque hoy parezca una eternidad– se inició el resquebrajamiento de un discurso universitario que convalidó, bajo el argumento de la eficiencia, la neutralización progresiva del espíritu crítico, otrora razón de ser del pensamiento en la universidad. Esta serie de estudios contribuyó a llamar a las cosas por su nombre: “paradigma neoliberal”2, “universidad globalizada”3, “universidad mercantil”4, fueron las formas en que se llevó adelante desde el propio seno de la universidad una crítica a esa tendencia que González denomina en este libro el Canon de la Tasación; una especie de compulsión burocrática, que eleva la planificación, la ejecución y la evaluación –todos criterios extraídos del ciclo de administración económica– al estatus de verdad revelada. Según estos criterios, por ejemplo, la excelencia académica se homologa a la noción de “rendimiento”, al que, por otra parte, solo le caben criterios de sistemas contables. Es desde esta misma óptica que este paradigma no solo privilegia –en cuanto a financiamiento y prestigio– a las disciplinas que ofrecen posibilidades de transferencia tecnológica a una matriz económica dominantemente extractiva, sino que además se presenta hostil a las humanidades en general, puesto que dentro del campo de estas disciplinas “la producción” –entendida aquí, como lo hace Derrida5, bajo el nombre genérico de “obra”– no puede ser completamente medida o significada bajo el mismo patrón.

En este triste escenario, que mantiene cierta hegemonía a pesar de los cuestionamientos, las humanidades y las ciencias sociales quedan proclives al desarrollo de mutaciones producto de un mandato de adecuación. En un texto publicado en 1997 por Julio Castello Dubra y Alejandro Ranovsky, los autores problematizan aquello que denominan “la adecuación de la práctica filosófica al paradigma de la cientificidad”6, y describen la incongruencia entre las exigencias y criterios de cientificidad establecidos para el desarrollo y la producción del saber científico y las características propias de la filosofía. Según estos autores, el pensamiento radical y sin objeto particular de la filosofía se ve obligado a transformarse en un mero análisis pormenorizado de “fuentes primarias y secundarias” para subsistir en ámbitos donde los criterios de verdad hegemónicos son los que instituye la ciencia y una política científica atravesada por intereses mercantiles. Por su parte, las ciencias sociales, como es el caso de la sociología que analiza González en este libro, deben dirimir entre conservar su acervo crítico o plegarse a una lógica técnica mediante un discurso que reduce, por ejemplo, la labor del sociólogo a la de mero “encuestador del mercado de la intención”.

El problema es, en consecuencia, que las llamadas ciencias “blandas” –expresión que como señala González atiende más al análisis de resistencia de una pasta dentífrica que a la trascendencia de los objetos que estas disciplinas pretenden conocer– se plieguen a la lógica que las encorseta. Recordemos que el propio proceso de división disciplinar, para el cual

nos tenemos que remontar hasta fines del siglo XIX, es la primera de las adecuaciones de la actividad académica a la división social del trabajo. A propósito de este proceso de fragmentación disciplinar, Eduardo Rabossi7 sostiene que la investigación experimental produjo avances significativos en el conocimiento de los fenómenos físicos, químicos, biológicos y fisiológicos, y esto alentó la especialización y la creación de un nombre identificatorio común: el científico. Los científicos profesionales fueron los nuevos protagonistas universitarios, en la medida en que su trabajo se ligó profundamente con las exigencias tecnológicas de la Revolución Industrial. A esta división disciplinar le siguió un proceso de especialización progresivo al interior de cada una de ellas con poder de fisionar sus objetos a tal punto de convertirlos en “átomos de estudio”. Es así como la fragmentación de conocimiento, incluso en la búsqueda de comprensiones más acabadas de sus objetos, debió asimismo construir caminos de interdisciplinariedad operativa que convocaron a fusiones coyunturales, pero respondiendo al mismo espíritu técnico.

Eso significó que el dominio imperial de la filosofía que habían imaginado los filósofos idealistas en tiempos de la fundación de la moderna universidad de Berlín (recordemos a Hegel señalando la indistinción entre ciencia y filosofía) se derrumbara al cabo de algunas décadas. La distinción entre ciencias empíricas y filosofía se formuló desde un punto de vista externo que comenzaba a ensayar argumentos de menosprecio hacia las disciplinas que estudiaban objetos que se consideraban demasiado “abstractos”. Hacia fines del siglo XIX a la escisión anterior, como señala Habermas, le sigue un nuevo proceso: la constitución e independencia de las “ciencias del espíritu” de su matriz filosófica8 .

Pero detenemos aquí el breve repaso por la historia de las humanidades, para pensar en los diagnósticos y las miradas reflexivas sobre el estado de la situación universitaria actual. Saberes de pasillo nos ofrece una serie de mojones conceptuales que se presentan partidos: investigación/círculo reproductivo, universidad/ vacío de universidad, evaluación/tasación, cuerpo profesoral/seres espantosos, movimiento estudiantil/ paparruchadas estudiantiles, ciencias sociales y humanidades/cientificismo con fósiles del lenguaje, crítica desde la tradición/catequesis profesionalista. En efecto, pensar la universidad es más que un mero acto de deconstrucción, o un gesto de reinterpretación plausible de saldarse incluso mediante eruditas investigaciones. El problema que subyace, a fin de cuentas –que deberá pensarse también a la luz de la historia de la universidad moderna, de sus vaivenes y conflictos–, es fundamentalmente político y como tal requerirá una respuesta política. El neoliberalismo que es entre otras cosas un gran proyecto lingüístico, como supo decir González en alguna entrevista, busca totalizar el sentido de estas palabras (universidad, investigación, evaluación, etc.) mediante un proceso de asociación unívoca de estas con determinados procedimientos y prácticas concretas a las que, como vemos, también se las puede llamar de otra manera. Cuando leemos este conjunto de textos –ensayos, conferencias, entrevistas, discursos y a la vez libro– no podemos sino advertir los contornos de la sutura del pensamiento que padecen las humanidades y las ciencias sociales de la que el autor se ha vuelto un denunciante serial. “Catedrales teóricas”, “cárceles bibliográficas”, “laberintos ideológicos”, “alambradas disciplinarias” son algunas de las expresiones que se utilizan para dibujar la arquitectura de esa prisión.

Son estas imágenes desperdigadas en una escritura plagada de remembranzas y erudición las que nos incitan a postular una serie de preguntas que no sabremos muy bien cómo responder, pero frente a las cuales nos gustaría pronunciarnos. Inquietxs por las dimensiones del problema que se contornea y movidxs porque el problema concierne nada más ni nada menos que a ese espacio que también queremos defender que es la universidad pública, nos preguntamos: ¿cómo sortear ciertos formatos incómodos, ciertas prácticas anquilosadas, cierta inercia institucional? ¿Qué clase de trabajo es el trabajo intelectual –expresión que contiene una escisión de origen? Desde Marx hasta aquí sabemos que cuando no hay verdadero trabajo, ese que nos liga existencial y definitivamente a eso que hacemos, solo hay inercia y alienación. Y en este sentido parece que será preciso que transcurra, al tiempo que se desarrollan los reclamos de transformación de las estructuras elementales del poder y de su traducción en el control del conocimiento universitario, a modo de insumisión programática, algo de otro orden. No caeremos en la tentación de sostener que esto depende de firmes voluntades, pero señalaremos que estamos hablando de la necesidad de contrarrestar hábitos, prácticas y formas introyectadas que suelen constituirse en verdaderos puntos ciegos. Se trata entonces de construir preguntas de carácter permanente e insistente para identificar qué es lo que puede sostener el proceso vital del pensamiento en una institución que, no hoy, sino hace un largo tiempo, se muestra partidaria de todo lo contrario. ¿Qué es lo que

habilita el recorrido de cierta sabia crítica o, valiéndonos de la hermosa metáfora, qué es lo que puede renovar el aire de los pasillos universitarios que es donde pasan las cosas que pasan? Finalmente, si es urgente sostener estas preguntas, es porque advertimos que esta forma de repliegue de la universidad sobre sí y su cercamiento dentro de un lenguaje controlado constituye una forma de entrega a aquello que el psicoanalista francés Eugène Enriquez llamó “el trabajo de la muerte de las instituciones”9. Una muerte que opera mediante fuertes restricciones del lenguaje y vaciando de sentido las acciones.

Hacer escuela

En este sentido consideramos que es necesario dar un paso más, advirtiendo al mismo tiempo que esta “condición desnutrida del pensamiento”, que sin duda es “resultado” de políticas neoliberales que exacerbaron el colaboracionismo, no podrá ser erradicada con políticas universitarias que parecen dirigirse en la dirección contraria, al menos no solamente. Puede que la médula de ciertas formas de la “reproducción” –célebre idea de Bourdieu– permanezca inconmovible, pero aun así incapaz de clausurar completamente otras experiencias formativas. En las universidades también pasan otras cosas. Se ponen en juego otras formas de vinculación con el conocimiento que se arraigan en la preservación de tradiciones que circulan fantasmáticas, sorteando el tiempo y la compulsión a la repetición, y que se presentan a modo de Escuela. La noción de escuela nos ofrece algunos elementos muy sugerentes para pensar en formas de la transmisión. Por un lado, la escuela, en su sentido etimológico de scholé griega, nos recuerda Jacques Rancière, era un lugar de corte frente a la experiencia productiva del tiempo. La escuela permite concebir un tiempo que perder, habilita la configuración de un “lugar en el que se hace algo por nada, pero ese nada es por algo”10, devolviéndole a la idea misma de formación algo de su sentido desinteresado y largoplacista. No obstante, esta apertura virtual del tiempo que se ancla materialmente en el sostenimiento de la gratuidad de los espacios públicos donde se producen y circulan conocimientos, requiere además del poder de atracción de lxs buenxs maestrxs. Nos permitimos señalar que algunos nombres significan escuelas, formas de pensar e investigar, formas de escribir y vincularse con los textos, formas de atravesar la compartimentación disciplinar para burlar los confinamientos impotentes. Estas escuelas anu-

Además de realizar un análisis crítico sobre los modos en que construimos conocimiento, es menester configurar una orientación pública que genere verdaderos cimbronazos sobre sus bases ortodoxas y neoliberales...

dan su sentido bajo el espectro de un deseo profundo de un porvenir otro. En este sentido, la expresión escuela de pensamiento recoge el impulso de una “voz antigua, que procede, por caminos invisibles y quebrados, a animar las propias voces de justicia del presente”. Es difícil imaginar este anudamiento sin la manifestación tenaz de una condición existencial de los sujetos que se teje al calor de una trágica mancomunión entre vida y pensamiento, vida y concepto.

Una escuela de pensamiento no es pasible de ser homologada completamente a la institución universitaria, ni se manifiesta solamente en sus márgenes; en todo caso se identifica con operaciones intelectuales y por el tenor de sus batallas conceptuales. En su seno nuclea múltiples diferencias, incluso contradicciones, en cuanto a las obras, sus métodos, sus orientaciones y aparatos conceptuales11; pero, aun así, es posible trazar determinado tipo de alianzas entre quienes adhieren a una escuela, mucho menos por la sintonía de sus temas y preocupaciones particulares que por su gesto de resistencia e insumisión a los mandatos de adecuación. El ímpetu de este pensamiento aparece en los espacios universitarios incompleto y tergiversado en los objetivos de un proyecto de investigación o de un seminario de grado o posgrado, en la letra de una tesis o en la publicación de un artículo, pero fulgurante en las grandes obras y ensayos y en la fundación (y ocupación) de espacios con mayor apertura e interlocución social. Este pensamiento habita polimorfo en las universidades, está allí desde tiempos remotos, y pertenece –parafraseando la bella novela de Fogwill– a otro orden de cosas. El gesto gonzaliano hace encallar en su escribir distinto y distintivo esta partición de aguas entre el/la intelectual y el/la especialista. No desconocemos la pluralidad de sentidos que anida en la palabra intelectual, sus dimensiones históricas y su definición sociológica, pero resulta menester en el contexto universitario desplegar otro sentido político. El acto de pensar contiene algo de irreductible e indómito y, por lo tanto, refractario a la estandarización y fosilización del lenguaje. En este sentido, la posibilidad de aparición del pensamiento crítico en la universidad tal vez requiera como condición que quienes la habitan puedan establecer con claridad operativa la distinción entre el murmullo que es silencio, en tanto que adecuación, y la irrupción del pensamiento que se perfila a la indagación del presente revisitando una y otra vez los esfuerzos teóricos del pasado. Esa búsqueda, poco permeable a la lógica de los formularios, tiene pretensiones de “aventura intelectual”. A propósito de esta posibilidad abierta, González escribe:

Por eso la Universidad debe redefinirse no proponiéndose autoajustes que parten de la sospecha fundada en que un macro-ajuste exógeno no se hará esperar, sino restableciendo alianzas sociales y recobrando vetas dormidas del pensamiento más vivaz que acompañó las transformaciones políticas, técnicas o industriales en el pasado mediato o inmediato. Ese pensamiento es una memoria crítica, enlace entre generaciones. No consiste solo en sacar vaquillonas o sillas de odontólogo a la calle, aunque eso podamos verlo con profunda simpatía. Consiste en trazar una nueva alianza con la sociedad de carácter intelectual y crítico, donde lo que hay que mostrar –equivalente a la contundencia de los instrumentos simbólicos de un médico, de un veterinario o de un ingeniero– es la capacidad de tornar lenguaje público una nueva colocación de la Universidad en la trama viva de la sociedad. De más está decir que para que eso ocurra es trascendental una reforma en la conciencia de las ciencias humanas y sociales, sacándolas de su estado de apatía y penuria cultural, producto de su segregación del cuerpo de las tradiciones filosóficas de los últimos siglos.

Acaso este pasaje contenga en sus líneas una imagen de aquello que fue y es posible y deseable en cuanto al entramado necesario entre la universidad y la sociedad, para que ninguna de las dos perezca. Esto es, construir una idea más espinosa del conocimiento, que no lo postule en términos de “empréstito a devolver” dentro de un mundo desigualitario, sino como elemento indispensable para construir una discusión abierta y permanente sobre sus sentidos, usos y alcances. Desde las ciencias sociales y las humanidades el trabajo se inicia ensayando nuevas formas de visibilizar ese bozal que amarra un decir en el propio acto de enseñar e investigar, pero no termina allí. Además de realizar un análisis crítico sobre los modos en que construimos conocimiento, es menester también configurar una orientación pública que genere verdaderos cimbronazos sobre sus bases ortodoxas y neoliberales que se atrincheran la mayoría de las veces sobre principios abiertos y loables como la autonomía universitaria y la libertad de cátedra. Tal vez no exista mayor libertad de pensamiento que aquel que se ejerce a contrapelo del confinamiento en las universidades, y mayor autonomía que la que convierte la producción del conocimiento en promesa de bienestar sin restricciones. Sobre estas cosas vociferaron los Reformistas en 1918. Consideramos que estos textos “deshilachados” pueden ser hilvanados, porque una insinuación programática de tradición reformista los recorre de principio a fin.

Humanismo y terror

Existe en el mundo tal como es una orientación que no promete otra cosa que un desenlace dramático. Nada de lo que en él sucede a escala planetaria nos permite avizorar un bienestar real; el Covid-19, señala Eduardo Rinesi12, no es otra cosa que un “síntoma” global más (junto con el cambio climático, el agotamiento de los suelos, la generación de desechos radioactivos, la deforestación de bosques y selvas, la escasez de agua potable, etc.) de la destrucción sistemática de las condiciones de vida que el capitalismo –que no puede ser sino salvaje– lleva adelante desde el siglo XVIII. En este sentido, las humanidades y las ciencias sociales tendrán como tarea señalar con ahínco la gran paradoja de nuestros tiempos, aquella que de modo congruente con este libro despunta Alain Badiou en Manifiesto por la filosofía. Badiou sostiene que la presencia de la técnica en el mundo es todavía “insignificante” y lo que tenemos contrariamente a lo que creemos es precisamente una “escasez técnica, una técnica aún muy zafia; tal es la verdadera situación: el reinado del capital frena y simplifica la técnica, cuyas virtualidades son infinitas”13 . ¿Cómo es posible entonces sostener la hegemonía de un paradigma tecnocientífico cuando incluso, según este autor, la técnica puede evaluarse como precaria? Precisamente porque aquello que cuestiona o que pone de relieve con esta expresión no es su despliegue o nivel de desarrollo sino la dirección que actualmente adopta su evolución. La técnica sin planificación, sin orientación política, es “ciega”, el aparente progreso no es otra cosa que resultado del destino que imprime la rentabilidad. Es esta desorientación la que nos obliga a repensar el vínculo que hoy se establece entre ciencia y técnica y, en consecuencia, entre las humani-

dades y su sentido en los ámbitos académicos de producción de conocimiento científico. Este proceso, que se desarrolla de manera implacable readecuando todas las formas de la vida diaria, del arte, la enseñanza, de las formas de consumo y transacciones de todo tipo, parece “arrastrar” al poder político, en general, propenso a experimentar una indiscutible admiración y una necesidad de incorporación acrítica de los “avances tecnológicos”.

Esta mirada crítica sobre la conducta adaptativa del poder político no desconoce que todo avance tecnológico y desarrollo científico sin duda contienen al mismo tiempo la promesa del aumento cualitativo y cuantitativo de bienestar de la humanidad, pero para esto requiere ser interrumpida la certeza de su propaganda y objetada la pretensión de desplegarse sin “juicio” alguno. En un artículo de la revista digital La tecla ñ, que se titula “Humanismo y terror”14 –de expresa referencia, pero también de situada reformulación del clásico texto de Merleau Ponty–, González propone una “nueva forma de unidad para combatir estos rostros del terror que producen, mancomunadas, las alianzas financieras, comunicacionales, jurídicas y estado-represivas” a las que denomina humanismo crítico. A propósito del concepto de humanismo, sostiene la necesidad de bucear en sus antecedentes, desarrollando un trabajo que pendula entre la recuperación simbólica y la reapropiación crítica de la tradición reflexiva, en principio nacional, que supo enlistarse de diversas formas (no sin contradicciones) en la convocatoria que abre todo presente para resistir los escenarios devastadores que encierra el determinismo capitalista. En ese mismo horizonte de sentido, la anexión de la palabra crítico supone la vigilancia permanente sobre los intentos de encerrona conceptual que se posaron sobre el significante humanismo; el cual, queremos creer, no ha dicho su última palabra.15

En el prólogo de En otro orden de cosas, Fogwill sostiene: “siempre el resto es silencio, pero esta vez se ha tratado de evitarlo”. La historia, esa que Marx definió como hija del dinamismo y la lucha, hoy resuena y se transmite por instituciones capturadas. Lxs partidarios del realismo han decretado “el fin de las revoluciones”, solo es posible un capitalismo con rostro humano. Frente al círculo de la derrota –ese que Fogwill narra para poder hablar de otra cosa– la mirada pesimista que forja el pensamiento crítico sobre el presente sostiene como horizonte y contracara una posibilidad: que la humanidad recupere discusiones políticas que se salden nuevamente a escalas mayores que la de las penosas coyunturas que nos contienen en tanto que individuos. Necesitamos dejar de pensar anclados en el discurso de la supervivencia y “retomar los hilos abandonados de una historia”.

Más allá de los diagnósticos

González es un claro representante de una tradición crítica que no se conforma con criticar. Es artífice de arquitecturas teóricas que habilitan el tránsito y la respiración de saberes. Su pensamiento ubicuo, producto de una filiación de dimensiones oceánicas con la tradición filosófica, literaria e histórica, le permite sostener una mirada con características de punto Aleph. La carga estética –aisthesis– se nutre de una sensibilidad ligada a su compromiso político que se inscribe en una larga historia na-

cional de querellas públicas y de vinculación incómoda con la institución universitaria. La belleza, en consecuencia, no es un ornamento, un mero barroquismo lingüístico, es constitutiva de las ideas que progresan más zigzagueantes en sus obras, más directas y beligerantes en sus artículos. Si pensar es aquello que no puede darse bajo la forma de la serie, se hace difícil imaginar el pensamiento desligado de procesos de composición o creación como formas de resistencia al intento por limitarlo a la demostración o a la explicación. Se impone el esfuerzo de generar algo de otro orden con capacidad para abjurar del academicismo y permanecer fieles a la verdadera vida intelectual.

Es menester leer, pero también escuchar estos textos, que se escapan todo el tiempo de los exhaustivos intentos de interpretación; ninguno de ellos nos exige desarrollar un estudio pormenorizado, al menos no como actividad última. Estos textos son sonoros, llamados a la resistencia, convocatorias a una militancia universitaria que entiende que, para trascender la universidad, “interrogar las diversas situaciones políticas” es tan importante como sostener una “revolución estilística”. Nos instan a sostener procesos de filiación teórica con una tradición crítica con poder para neutralizar todo intento de promover en la universidad una mera “racionalidad instrumental”. Solo una verdadera afectación política que marche a contrapelo de la configuración de carreras individuales, más afines a la satisfacción de intereses privados que a la resolución de problemas sociales, será conductora de una verdadera orientación del pensamiento crítico. Pero estas posibilidades se abren junto a una forma peculiar de entender qué es un intelectual, esto es, como la aparición de una subjetividad con anclaje colectivo capaz de sostener no solo un gesto de desaprobación teórico analítico sino también una praxis universitaria que se desentiende de los premios y castigos, o de su traducción institucional: los incentivos. Serán vanos los diagnósticos precisos si no emergen, junto con estos, intensos compromisos con aquello que siempre se encuentra más allá de la universidad.

Tan ceñida ha quedado la palabra sociólogo a perfiles investigativos clausurados por el despotismo del método científico, que entendemos que esta no alcanza para describir aquello que Horacio González es. Por lo general, y para hacerle justicia, se lo prefiere definir como un pensador contemporáneo. Lo curioso es que, una parte del planteo de este libro se resume en esa tensión que genera la imposibilidad de catalogar o de circunscribir a González y su obra bajo las palabras sociólogo o sociología. La palabra sociología fue desbordada por su figura. Puede que, otra parte de esta imposibilidad también se ligue a su vocación por sostener un pensamiento nómade, que encuentra placer desalambrando disciplinas y tejiendo con cada uno de sus conceptos la malla necesaria para capturar el discurso del terrorismo económico llamado capitalismo. En este caso, la imposibilidad se sostiene porque González es un intelectual. Suscribimos las palabras de Laxagueborde que se encuentran en el prólogo de este libro, González es hoy para muchxs de nosotrxs la potencia de un nombre con capacidad de hacer escuela.

COLLAGES DE FRANCA VILLARREAL

1 González, H. Saberes de pasillo: universidad y conocimiento libre. Buenos Aires, Paradiso, 2018.

2 De Angelis, J. y Hage, J. “Pensar la universidad. Dossier: Universidad, humanidades y nación” en: El río sin orillas: revista de filosofía cultura y política. N°7, octubre 2013, pp.168- 253.

3 Naishtat, F., García Raggio, A. M. y Villavicencio, S. (Comps.) Filosofías de la Universidad y Conflicto de racionalidades. Buenos Aires, Colihue, 2001.

4 Sousa Santos de, B. La universidad del siglo XXI. Para una reforma democrática y emancipadora de la universidad. Buenos Aires, Miño y Dávila, 2005.

5 Derrida, J. La Universidad sin condición. Trad. Cristina de Peretti y Paco Vidarte. Madrid, Editorial Trotta, 2002.

6 Castello Dubra, J. - Ranovsky, A. “La incorporación de la filosofía al paradigma científico” en: Artefacto, N°2, 1997, pp. 29-33.

7 Rabossi, Eduardo. En el comienzo Dios creó el canon. Biblia berolinensis. Buenos Aires, Gedisa, 2008.

8 Habermas, J. “El manejo de las contingencias y el retorno del historicismo” en: Niznik J. y Sanders J. (comps.) Debate sobre la situación actual de la filosofía. Madrid, Cátedra, 2000.

9 Enriquez, E. “El trabajo de la muerte en las instituciones” en: Kaes, R. (comp.) La institución y las instituciones. Buenos Aires: Paidós, 1989.

10 Rancière, J. “Ecole, production, égalité” en: Renou, Xavier (ed.). L’école de la démocratie. Edilig, Fondation Diderot, Paris, Francia, 1988. 11 Queremos señalar brevemente aquí la descripción que el propio González hace en este sentido remitiendo a su experiencia. Tres elementos son mencionados en el artículo que encabeza el libro y que abonan aquello que queremos proponer bajo la noción de escuela: “un puñado de criaturas empeñosas” –remitiendo a sus propixs discípulxs–, una “práctica del oficio sociológico” desplazado de las entonces “versiones pedagógicas” hegemónicas, cristalizada en la fundación de la revista El ojo mocho; y finalmente, el diálogo interesado que todxs ellxs desarrollaron de diversas maneras con la tradición crítica del pensamiento nacional.

12 Rinesi, E. “Estado, democracia y cosmopolitismo” en: Documentos de coyuntura del Área de Política. Los Polvorines, IDHUNGS, 2020.

13 Badiou, A. Manifiesto por la filosofía. Trad. Victoriano Alcantud Serrano. Buenos Aires, Nueva Visión, 2007.

14 González, H. “Humanismo y terror” en: La tecla ñ. 9/2/2018 [Consulta on-line: https://lateclaenerevista.com/humanismo-y-terror/]

15 Ver: González, H. “Ciudad y conocimiento” en: La tecla ñ. 24/9/2019 [Recuperado de: https://lateclaenerevista.com/ciudad-y-conocimiento-por-horacio-gonzalez/]

*Cintia Córdoba

es profesora de Historia y Filosofía por la Universidad Nacional de General Sarmiento y doctora en Educación por la Universidad Nacional de Entre Ríos. Se desempeña como docente de espacios filosóficos en un profesorado de Nivel Terciario y como investigadora docente de la UNGS; es coordinadora académica de la Especialización en Filosofía Política que dirige Eduardo Rinesi en esa misma universidad.

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