VIII "La esfera" (01) Una breve franja de playa separa los acantilados del mar. A pocos metros la plataforma desciende abruptamente hacia el abismo formando un nuevo acantilado submarino que ha ganado más víctimas que las guerras de Fe. Los infortunados que encuentran el destino contra las rocas flotan como boyas improvisadas para delirio de los escolares, que guiados por padres y maestros comprenden que el espectáculo de la muerte enseña más que una fábula. La misma naturaleza propicia el festín dejando que peces y bacterias aprovechen los cadáveres aún cuando viajan hacia la llanura última, levantando al llegar el polvo ancestral (la palabra “polvo” estaba permitida hasta que los trabajadores del puerto decidieron entretenerse contando las hazañas sexuales del enemigo: “Me contó mi señora que una amiga se puso de novio con un turco y que antes de darle el primer beso ya le estaba echando un polvo”). Adherido al acantilado un arrecife de coral se bambolea eternamente, respirando burbujas y emitiendo una luz blanca azulada que hipnotiza a las criaturas del aire, la tierra y el mar. El espectáculo de apareamiento de los calamares gigantes es un misterio que solamente ocurre allí. Las bestias agitan sus tentáculos como epilépticos en torno al arrecife, descomunales gelatinas fluorescentes que se propagan al anochecer emulando el caprichoso ciclo de los imperios humanos. Cuando alguno agoniza en la orilla algo raro, ya que la muerte los conduce casi siempre al abismo que los vio nacer , es imposible dejar de pensar que su alma no descansará en paz hasta que encuentre la forma de volver a hundirse. Esta asimetría conmueve desde los ricos mercaderes hasta la humilde casta de los mendigos del puerto. Los calamares gigantes son la única especie protegida que ni los árabes se animan a violar (el término “violar” no está prohibido a menos que se asocie al sexo oriental).
El Turco Alejandro relata en su diario la primera visión del ritual con sincera admiración. El ejército árabe lo usaba como espía para contornear la psicología del Reino. Trabajó meses en el puerto haciéndose pasar por hijo de un comerciante de ultramar. Aunque disimuló, su promiscuidad no pasó inadvertida y casi lo descubren cuando enamoró al Barón Della Prima Testa que empezó a enviarle cartitas de amor con sus esclavos. Agotado, Alejandro contemplaba el mar sentado en una de las caprichosas penínsulas rocosas que se adentran como trampolines sobre las primeras honduras. Percibió la danza de los tubos transparentes del arrecife y creyó distinguir la estela inconfundible de un calamar. Formado desde niño en mitologías de arena, era incapaz de aceptar las revelaciones marinas. Pero las estelas luminosas se multiplicaban y las columnas de su doctrina no fueron capaces de sostener la negación. Extasiado, llevaría el recuerdo hasta su partida. Asistió al ritual cada noche y volviendo al desierto prometió conquistar el Reino solo con la esperanza de ver aquello una vez más.
Bacon (volvemos a él, es inevitable escapar al influjo genial de sus visiones) diseñó una esfera cuyo hermetismo asombraría al mismo Dios si alguna vez hubiera estado presente en el Reino. Alejandro tomó contacto con el maestro en su labor de espía. Vivo como era, notó la pasión de Bacon por lo científico y le entregó fórmulas secretas de su imperio que desatarían años más tarde una de las aventuras más alucinadas y horrorosas llevadas a cabo por el hombre: una esfera de metal que acercaba a dos tripulantes a la negrura desconocida del fondo marino.
Descendía sin riesgo quince kilómetros (Bacon inventó un sistema que medía con exactitud la profundidad del océano). Causó sensación. Algunos espías árabes asistieron a la presentación oficial, sabiendo de la jugada de Alejandro. Era de un gris perlado, en forma de ojo humano. El gran vidrio frontal y un novedoso sistema de luminiscencia permitían observar el mundo tenebroso que los antiguos temían pero que el Rey desafió apoyando la empresa hasta en sus mínimos detalles (otro magnánimo gesto con el que trataba de simular poder y temple, como si los dos años de geisha en la tierra de los árabes pudieran evaporarse de su recuerdo y –lo que más le dolía, de la perversa memoria popular). La mañana del lanzamiento hubo miles de curiosos sin contar al ejército y la nobleza. Era una competencia declarada con la Capital arábiga, cuna de sabiduría y buen gusto envidiada por el Rey. Se jactaban de tener la Biblioteca más completa y los foros de debate filosófico más prestigiosos del mundo; cultivaban manierismos sociales elegantes largamente practicados que parecían innatos. Eran conocedores de vinos, en contraposición a la bajeza etílica del Reino que consumía destilados ordinarios hasta en las ceremonias religiosas. Científicamente estaban a la vanguardia de inventos y descubrimientos. Solo Bacon añadía una pizca de dignidad a la tremenda ignorancia del Reino, de manera que la esfera más que un logro científico era cuestión de honor.
CONTINUARÁ... .