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Cosas de Don Bosco LA CAMISA
Nota
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1846. Enero. Don Bosco relata el porvenir de su obra a varios compañeros sacerdotes: colegios, casas de acogida, talleres para aprendices, iglesias... Cuando les desvela que le ayudarán sacerdotes que irán “en mangas de camisa”, le toman por loco. Planean llevarlo al manicomio (MBe 309-313).
La camisa
En mangas de camisa
Fui una sencilla camisa de algodón. Tuve el honor de vestir durante años a Don Bosco. Observé los proyectos de vida y dignidad que creaba para los muchachos pobres.
Desde mi nacimiento viví en pobreza. Lucía una discreta hilera de botones de agujero y otra de ojales. Como único adorno, un pequeño bolsillo en parte delantera. Nunca añoré los puños almidonados. Tan sólo sirven para que hombres de alta alcurnia hagan fútil ostentación de gemelos lujosos.
Me acostumbré a la rutina de Mamá Margarita remendando los desgastados codos de mis mangas. Una noche descosió mi cuello de tela gastada por el roce. Giró el tejido. Volvió a coserlo. Me sentí nueva. Tantas penurias me hicieron longeva. Cada zurcido prolongaba mi vida.
Llevé una existencia discreta bajo la sotana de mi dueño. Mis mangas blancas tan sólo veían la luz cuando Don Bosco compartía juegos con sus chicos. Sotana arremangada. Carreras veloces. Sudor a raudales. Alegría.
La monotonía de mis días se alteró una tarde en la que escuché enigmáticas palabras. Era el mes de enero. Don Bosco conversaba con algunos sacerdotes amigos. Yo intentaba imaginar cómo sería la vida de otras tantas camisas hermanas que debían hallarse agazapadas bajo aquellas sotanas clericales.
Andaba en estas cavilaciones cuando la voz de mi dueño se tornó enérgica. Mi tela de algodón percibió cómo aumentaba el calor de su piel. Presté atención. Proclamó con voz solemne: “Para trabajar en tantos proyectos con los chicos pobres me ayudarán cientos de sacerdotes”. Silencio incómodo.
Un compañero le preguntó con sonrisa irónica: “Y, ¿qué hábito llevarán sus nuevos frailes?”. Don Bosco respondió con aplomo: “No llevarán hábito. Irán en ‘mangas de camisa’”.
La urdimbre de mis hilos de algodón se llenó de orgullo. Nunca había imaginado tal dignidad… Pero las chanzas de los curas truncaron mi emoción.
Aquellos sacerdotes se despidieron minutos después. Honda preocupación en sus rostros. Sus voces se tronaron cuchicheos. Mientras cruzaban el umbral de la puerta, les oí decir: “Pobre Don Bosco. ¡Está trastornado! Deberemos llevarlo al manicomio… aunque allí tengan que ponerle una ‘camisa de fuerza’”. ¿Una ‘camisa de fuerza’? Yo nunca había oído hablar de ese tipo de camisas. Sin embargo, aquel nombre quedó grabado en mi mente.
Transcurrieron los años. Me llegó la vejez. Dije adiós a este mundo con dos preguntas deslizándose por entre los hilos de mi tejido: ¿Por qué querían sustituirme por una extraña ‘camisa de fuerza’? ¿Los sacerdotes de Don Bosco irían algún día en ‘mangas de camisa’?
Quizás la respuesta estaba en el futuro; un futuro que yo, una camisa vieja y remendada, nunca llegaría a contemplar.
José J. Gómez Palacios, sdb