Soy un juglar que va y viene, artista que viene y va. Yo cuento lo que me cuentan y canto lo que me dan.
Acérquense los presentes, vengan todos a escuchar, pues tengo sesenta historias que les quiero regalar.
Empiezo por la primera, como se suele empezar...
¡Sacudan bien sus orejas que ya la voy a contar!
Había una vez tres ovejas. Vivían en el campo, como todas las ovejas.
Un día, llegó una nueva…
–¡Qué pequeñita que eres! –dijo la primera oveja.
–Para esconderme mejor –respondió ella.
–¡Y cuántas patitas que tienes! –dijo la segunda oveja.
–Para pararme mejor.
–¡Qué ojos enormes que tienes! –dijo la tercera oveja.
–Para mirarlas mejor.
–¡Y qué cola más grande tienes! –dijeron las tres, al mismo tiempo.
–¡¡¡Para picarlas mejor!!!
Del susto, las tres ovejas salieron corriendo pampa adentro y quedó solo la abeja… volando, de flor en flor.
Una tarde, tres hermanos fueron a la casa de la abuela.
–¡Vayan a jugar afuera, que está lindo! –sugirió ella cuando llegaron. Pero los hermanos prefirieron ir a la habitación, y encontraron una linterna.
–¡Es mía! –gritó el hermano más grande.
–¡No, mía! –dijo la nena del medio.
–¡No, mía! –lloró el que iba al jardín.
Linterna va, linterna viene, se encendió. La luz al principio era suave; después se hizo más espesa. Al final le crecieron brazos, ojos, un pelo, y una boca que habló así:
–Soy el genio de la linterna. ¿Quién es mi amo?
–¡YO! –gritaron los tres.
–Ajá –murmuró el genio rascándose la cabezota–. A ver… y díganme, amos: ¿qué les gustaría tener? Solo puede ser una cosa para los tres.
–Un mono –se decidió el más grande.
–Un patín –dijo la del medio.
–¿Y el más chiquito qué quiere...? –le preguntó el genio al último hermanito.
–Un gigante.
El genio se enruló el pelo para pensar mejor. Y, como era un genio, encontró la solución:
–Un mono, un patín y un gigante, hacen…
–¡Vayan a jugar afuera, que está lin...! –volvió a decir la abuela.
No hacía falta insistir. Los tres hermanos, subidos al monopatín gigante, ya habían salido volando por la ventana.
La bruja Piruja llegó volando a la tienda “Tengotodo”: necesitaba pimienta para sus hechizos. Estacionó su escoba en la entrada, junto a la sección de limpieza, y entró. Aunque era medio miope, se entretuvo mirando mopas, escobillones, trapos y trapitos… también mangueras, martillos y pollo frito. Hasta que se acordó de la pimienta... ¡Y ya era de noche!
Piruja se coló en la fila, compró su pimienta, tomó rápido la escoba y salió. Pero al montarla… ¡zambimba! ¡La escoba no se movía y ella tenía que hechizar urgente a tres princesas!
–¡Escoba boba! –la sacudió. Pero nada: a las escobas de bruja no les gusta que las sacudan del palo.
Piruja, resignada, caminó con la escoba en la mano cinco kilómetros y, ya a medianoche, se sentó debajo de un pino.
–¿Qué voy a hacer con vos, escobita? –suspiró–. ¿Por qué no me llevas a casa, eh?–. La acarició y le puso un poco de pimienta.
Piruja no supo si fue por las ganas de que funcionara, sus palabras lindas, las caricias o la pimienta, pero la escoba de repente despegó… ¡tan rápido que Piruja casi ni pudo montarla!
Así fue como la bruja llegó a tiempo para hechizar a las tres princesas, pero… ¡Miren! ¿Qué hay en el cielo…? ¡¿Burbujas…?! ¡Y el cielo está más limpito…! ¿Cómo podía ser? ¿Qué escoba se había llevado
Piruja de la tienda “Tengotodo”…? ¿Y dónde estaba la suya?
Había una vez, en San Antonio, una vaquita que al nacer era igual a sus hermanas: tenía piel blanca y manchas negras, tomaba leche y sabía decir “mu”. Sin embargo, un día, esta vaquita dejó de crecer. O peor: empezó a achicarse. El ganado ya empezaba a dedicarle algunos versos:
Ay, vaquita de llavero, tienes todo el campo entero pero entras en un cantero.
“Voy a encontrar a alguien que me quiera como soy”, se dijo, triste, y se echó a andar por el campo. Al rato vio seis liebres, tres cuises y un ratón.
–Hola –les dijo. Y fue un hola tan lindo que ahí nomás se consolidó la amistad.
Desde entonces, la vaquita siempre jugaba con ellos. Al principio tenía el tamaño de las liebres, pero con el correr de los juegos llegó a ser del tamaño de un diente del ratón. Ellos también le cantaron...:
Vaquita que nada ocupa, aunque te lleven a upa no te encuentran ni con lupa.
Al oirlo, la vaquita se puso colorada y se hinchó de rabia. Las manchitas negras le quedaron, pero le salieron alas… y esa debió ser su suerte –su buena suerte-, porque, a partir de entonces, la primera vaquita de San Antonio, que se llamaba Mariquita, se hizo fuerte y pudo empezar a crecer.
Era el cumpleaños de Michu: cumplía dos. Ya sabía maullar, rasguñar el sillón y usar siempre las piedritas. ¡Se merecía un gran cumpleaños!
Maite sentó a los invitados en ronda: el oso Carozo, el bebé Teté, la oveja vieja (había sido de Lila, la prima), el unicornio Alberto, las vampi-gemelas y cuatro peluches más. Después de contarse historias y pasarse un videíto, llegó la merienda. Maite había preparado todo y a cada invitado le sirvió una receta diferente. Para el Oso Carozo, algo simple: miga de pan con dulce de leche y aceitunas. Para el bebé Teté –que todavía no tenía dientes–, yogur con aceite. Para la oveja vieja –que tampoco tenía dientes–, té con pasto y cáscara de banana. Para Alberto, el unicorno, pasta dentífrica hervida. Y a las vampi-gemelas, pescaditos con dulce de naranja.
Michu se quedó dormido en el almohadón, pero los invitados no: iban a servirse la merienda… ayudados por Maite, por supuesto, quien, para ver si era rico, iba probando cada receta. Un poquito de mermelada, de dentífrico, de pasto, de yogur… hasta que apareció el papá, porque de tanto cumple ya eran las ocho:
– –llamó el papá.
Pero Maite ya no tenía hambre…
¿Por qué sería?
Una vez, un príncipe salió a rescatar a una princesa. Gracias a su sombrero mágico apareció en su palacio, pero en vez de una princesa, encontró a una viejita.
–¿Cómo lograste entrar? –le preguntó ella–. ¿No había un dragón en la puerta?
–No sé, no pasé por la puerta… me trajo este sombrero…
–¡Qué extraño es! La moda debe haber cambiado mucho en estos cincuenta años…
–¿Cincuenta años? ¿Entonces usted es la princesa…? Bueno... –la consoló el muchacho–. ¡Pero al fin yo llegué a rescatarla! ¡Ya es libre!
–No… todavía faltan tres pruebas… ¿Estás dispuesto a hacerlas?–. El muchacho asintió y la anciana continuó: –Primera prueba: sacarle un pelo al bisonte. Segunda prueba: traer un huevo del pájaro de fuego para que coma el dragón. La tercera me la olvidé.
–¡No se preocupe! ¡Empiezo por las dos primeras! –dijo el muchacho, decidido
Luego de años de andar, se encontró con el bisonte. Tardó otros tantos en domesticarlo, hasta que pudo acercarse y arrancarle un pelito. Entonces de las fauces del bisonte salió el pájaro de fuego, que puso un huevo dorado.
Mientras el pájaro dormía, el príncipe se lo sacó y lo escondió en su sombrero mágico. Atravesó valles y montañas, ríos y mares… hasta que llegó al palacio, se miró en un espejo y... ¡él también era un viejito!
El viejito se quedó en el castillo esa tarde, una semana y un mes. Así terminó el otoño y florecieron las lluvias, y la princesa viejita se acordó de la tercera prueba.
–La tercera prueba –suspiró –es difícil… porque hay que hacerla de a dos.
Como los viejitos se habían enamorado, decidieron intentarlo: se dieron un beso… y el hechizo se rompió: ¡por fin ella podía salir del palacio! Pero ya no tenía ganas... estaba cansada… y él quería seguir con ella, por eso se quedaron en el castillo jugando al ta-te-tí.
Fueron felices y comieron perdi… digo, sopita de avena y miel, porque ya no tenían dientitos.
Olvidarse el sacapuntas, vaya y pase. No traer el lápiz, todavía. ¡Pero no tener vocales! ¡Y justo Aurelio, que lleva todas a cuestas!
El lunes ese que empezamos con la multiplicación, Aurelio dejó de decir la a. ¿Cómo te llamás? “Urelio”, contestaba. Yo no podía prestársela, como hacía a veces con los útiles, porque mi abuelita dice que la a es algo muy personal, como el cepillo de dientes.
El martes, cuando íbamos por la tabla del dos, Aurelio se comió la o. Digo “se comió” porque no estaba en ningún lado y él juraba que en el camino la tenía. “¡Si pedí un -lf-j-r en el ki-sc-…!” Se quejaba. Él, cuando está nervioso come, así que para mí la o se la tragó con el alfajor.
El miércoles, al principio todavía tenía la e, porque decía “¿eh?” cuando miraba las cuentas. Después trató de leer la tabla del tres, pero la e ya no estaba.
El jueves los compañeros lo empezaron a cargar, así que habló bastante menos. Tan poco habló que, cuando se quiso acordar, tampoco tenía la i.
El viernes ya no podía decir ni u. Y sin vocales, le salían sonidos tan extraños que optó por cerrar la boca y sentarse en un rincón, mientras los demás seguían meta y meta con las cuentas.
La maestra habría pensado mucho el fin de semana, porque el lunes le explicó a Aurelio, con una bolsa de porotos, qué era eso de la multiplicación, hasta que Aurelio por fin dijo “¡¡¡Ahhh!!!”.
Ahora, además de las tablas, Aurelio se la pasa repitiendo “murciélago peliagudo” o “escuálido tu abuelito”. Con euforia, pero mucha educación.
Ese lunes, justo-justo cuando tenía que salir para empezar primer grado, a Bruno le dieron ganas de hacer pis.
–De prisa –dijo la mamá, con la cartera colgando.
Bruno se apuró. Sin embargo, cuando salió del baño le dio sed y pidió un vaso con agua.
–De prisa –dijo el papá, con las llaves en la mano.
Bruno se apuró, pero las zapatillas le apretaban. La mamá le aflojó los cordones mientras él se acomodaba las medias.
–¿Ahora sí vamos? –le sonrió. Pero Bruno se había olvidado de darle un beso a su conejo. Después pateó su pelota, ordenó los autitos por color, le puso comida al gato, contó un chiste y guardó tres caramelos en el bolsillo del delantal.
–¿Ahora sí podemos ir a la escuela? –preguntó el papá. Y al fin salieron.
–¡Uy, miren, se hizo tarde, la escuela ya está cerrada! –gritó Bruno aliviado, cuando llegaron–. ¡Mejor volvamos a casa!
–No, Bruno... –sonrieron los papás–. Este es el jardín, donde ibas antes, tu primaria está allí, al lado...
Bruno miró. Había un montón de chicos, pero la maestra, cuando lo vio, le dio un abrazo y le dijo: ¡Bienvenido, Bruno! ¡Te estábamos esperando!
Este cuento es de un saposo. ¡Mitad sapo, mitad oso! Tenía cabeza de oso y patas de sapo. Este animal vivía en una montaña, en una cabaña, a unos 40 km del pueblo, al que nunca había ido... hasta que el primer día de primavera, ya aburrido de estar siempre solo, decidió ir al pueblo.
Se puso su sombrero de oso y sus sandalias de sapo, comió un bocadito de salmón y salió, croando de felicidad. Sin embargo, al llegar, vio que todos lo miraban raro: es que ellos eran solo perros, solo cocodrilos, etc. Pero el saposo no era solo un sapo… tampoco era solo un oso. Él era… ¡mitad sapo, mitad oso!
Quiso refugiarse en una de las casas, que eran parecidas a su cabaña, pero no llegó: cruzando una calle lo encontró la policía y le preguntó:
–¿Qué hace usted aquí? ¿Qué clase de animal es?–. A lo que el oso respondió:
–Vine a dar un paseo y soy un saposo… ¡Mitad sapo, mitad oso!
–Usted no puede estar aquí: aquí somos solo perros, solo cocodrilos, etc.
Cuatro policías intentaron tomarlo por sus brazos de oso, pero él les dio una patada de sapo y salió saltando. Los policías lo seguían. Pidieron refuerzos. El saposo saltaba y saltaba, cada vez más rápido y más alto, hasta que, con la velocidad y el peso de su propio cuerpo, se cayó.
Despertó en su cabaña el primer día de otoño y, por ahora, de allí no salió.
El fin de semana en que fuimos al campo, mi primo me dijo:
−Yo un día maté una mosca.
−Yo, siete abejas −le respondí, para no ser menos.
−¿En serio? −me preguntó.
−Sí, venían en unas flores carnívoras que le regalamos a la maestra.
Después de comer, fuimos a una excursión “sorpresa”. Cuando llegamos, abrimos una tranquera y apareció un astronauta.
Era como mi juego de la compu, pero real... ¿Adónde nos llevaría?
El camino tenía más flores que la florería de mi barrio. Al final llegamos a unas torres de cajones, como edificios en miniatura. ¿Sabés de qué estaba lleno? ¡De abejas! Había como diez mil.
−Las abejas fabrican miel −explicó el señor−. Y, cuando van de flor en flor, ayudan a las plantas a reproducirse. Si no hubiera abejas, no habría melones, kiwis ni almendras. Ni siquiera chicles de manzana.
Dijo que había una reina, zánganos y obreras, que eran las que trabajaban más. Dijo que la reina vivía tres años y las obreras, tres meses. Que se comunicaban bailando. Dijo muchas cosas que me dejaron pensando.
−Es mentira que maté siete abejas −le confesé a mi primo cuando volvíamos.
−¿Y lo de las flores carnívoras que le regalaron a la maestra es verdad?
−Eso sí. Las plantas un día nos atacaron, desalojamos la escuela y no hubo clases por dos años, más que lo que duró la pandemia.
−¡Guau! −quedó fascinado mi primo.
Yo tosí para no reírme, y mi mamá, siempre atenta, me dio una cucharadita de la miel que le había comprado al astronauta... mejor dicho, apicultor.
Ese día, como todos, la señora Lila compró una calabaza para sopa. Pero no de las de siempre: esta vez había una que, según el cartel, era “ultra rica”, y ella quiso saber si era, de verdad, tan rica como decían. La llevó a su casa y la dejó en la batea, en agua, con dos gotitas de lavandina, como hacía siempre por el Covid. Pero se olvidó de sacarla. A la mañana siguiente, la señora Lila se levantó y... “¡Uy, la calabaza!”. Fue rápido a la cocina. La batea estaba seca y la calabaza, mucho más grande que antes. “¡Pero caramba!”, sonrió Lila, y la puso en una palangana, a ver si seguía creciendo.
Esa noche… “¡Uy, la calabaza!”. Fue rápido a la palangana. Estaba seca y, la calabaza, mucho más grande que antes. “¡Pero caramba!”, sonrió Lila, y esa noche la puso en la bañera, a ver si seguía creciendo.
A la mañana siguiente… “¡Uy, la calabaza!”. Fue rápido a la bañera. La bañera estaba seca y la calabaza, apenas entraba. “¡Pero caramba!”, sonrió Lila, y, a empujones, la llevó al jardín y la metió en la pileta de natación, donde estuvo todo ese día y toda la noche.
A la mañana siguiente, la señora Lila se levantó y... “¡Uy, la calabaza!”. Fue rápido al jardín. La piscina estaba seca y la calabaza la ocupaba por completo… ya rompía las paredes… “¡Haré sopa para todo el vecindario!” pensó Lila, que era fanática de la sopa de calabaza, y salió a invitarlos.
A la nochecita volvió a su casa con todos, dispuesta a cocinarla, pero se encontraron con una gran sorpresa: “¡Uy, la calabaza!”. Esta vez, de tanto estar al sol y ya sin agua, la calabaza se había achicado. Parecía una aceituna. “Yo en casa tengo una papa”, dijo don Francisco. “Y yo, un zapallito”, respondió Gabriela. “¿Sirve un brócoli?” preguntó Juancito, y cada uno fue a buscar la verdura que tenía. Lila puso una olla muy grande al fuego y el vecindario tomó la sopa más ultra rica, variada y colorida que Lila haya probado jamás.
La pata y sus tres patitos se bañan en la laguna.
Los hermanos, amarillos, son soles en miniatura que juegan rondas mojadas y se salpican las plumas.
Les gusta nadar en fila, hacer lluvia de burbujas y jugar a las escondidas entre las hojas maduras.
Parados en una pata los flamencos los saludan: “¡Que se diviertan, amigos, vivan muchas aventuras!”
Cuando la noche se enciende y se apaga la blancura, Mamá Pata, con voz suave, canta una canción de cuna… y los patitos se duermen bajo la luz de la luna.
Había una vez un niño que se llamaba Pinocho… ¿Dije “un niño”? ¡Mentira! Pinocho no era un niño de verdad, sino una marioneta.
Había una vez una marioneta de madera que iba a la escuela… ¿Dije “que iba a la escuela”? ¡Mentira! Pinocho no iba a la escuela, pero sí tenía clases por celular.
Había una vez una marioneta de madera que se llamaba Pinocho y estudiaba mucho por celular… ¿Dije “estudiaba mucho”? ¡Mentira! Pinocho tenía clases por celular, sí, pero él jugaba a los jueguitos, miraba videos y les enviaba mensajes sus amigos.
¿Dije “a sus amigos”? ¡Mentira! Pinocho tenía fans. Administraba un canal con un millón de seguidores donde contaba sus aventuras: la del grillo que le hablaba, del zorro que lo engañaba, del hada que lo salvaba, de los ladrones que atrapaba, de la ballena que lo tragaba, del parque de diversiones, de las orejas de burro y de todo lo demás. Y todas eran mentiras… ¡Mentira!
Un día, Pinocho se dio cuenta de que, de tantas mentiras, tenía la nariz tan larga que ya no le entraba en los videítos que se filmaba, ni en las selfies que se sacaba y, mucho menos, le cabía en el barbijo, que ahora se lo tenía que poner para ir a la escuela. Entonces decidió hacer por primera vez de verdad lo que siempre hacía de mentira, y en la escuela empezó a estudiar y se hizo amigos y amigas. Que eran niños y niñas de verdad, como pronto sería él.
Y a este cuento verdadero, te lo conté todo entero.
Las trece cabritas de Pedro, el pastor, iban saltando el cerco, una tras otra, mientras Pedro las contaba. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez… ¿Y las demás? Miró para un lado y nada. Para el otro… y nada. Le faltaban tres.
Pedro dejó a las otras en el corral y salió a buscarlas bajo la luz de las estrellas. Al rato, cerca del lago, casi pisó a una rana.
–Perdón, señor Rana… –se disculpó Pedro–: ¿Usted vio a mis tres cabritas?
–¿Brillantes? –croó la rana, sonriendo, y se zambulló en el lago. En el lago, el reflejo de las estrellas también parecía reír.
Pedro siguió caminando y se cruzó con una liebre.
–Señora Liebre… –la detuvo–. ¿Usted vio a mis tres cabritas?
–¿Chiquitas? –preguntó la liebre, y se fue brincando por el campo.
Más tarde, se cruzó con un búho.
–Señor Búho… –preguntó Pedro–. ¿Usted vio a mis tres cabritas?
–¿Como lucecitas? –respondió el búho, y salió volando hacia el cielo.
Pedro miró al búho alejarse y las descubrió: allí estaban ellas, divertidas, montadas cada una en una estrella. Una, dos, tres.
Toda la noche estuvo Pedro tratando de convencerlas de que se bajaran… hasta que el sol se anunció en el horizonte.
–¡Once, doce, trece! –terminó de contar Pedro cuando por fin bajaron, y allí mismo, en la cima de la montaña, durmieron juntos los cuatro: las cabritas, acurrucadas, y Pedro apoyando su cabeza en el lomo de las tres, como mullidas almohadas.
Había una vez una abuela, una mamá y una nena. Un día, la mamá y la nena cocinaron unas tortitas y, cuando las sacaron del horno, la mamá le dijo: “Caperucita, llévale algunas a la abuela mientras yo limpio la cocina”.
Caperucita llenó la canasta y salió.
A poco andar por el bosque, un lobo le preguntó adónde iba.
–A la casa de mi abuela.
–¡A que yo llego primero! –desafió el lobo, y se largó a correr.
Caperucita no podía correr mucho, la canasta le pesaba. Pero justo se encontró con un príncipe azul, fanático de las tortitas.
–Si me das una, te acerco –le dijo.
Caperucita se montó y galoparon juntos hasta el arroyo. Ahí se encontró con un cisne encantado, también fanático de las tortitas. “Si me das una, te acerco”, propuso el cisne. Caperucita se subió y cruzó el arroyo. Ahí se encontró con un dragón volador, un gato con botas, una alfombra voladora, una bruja con escoba, Alí Babá y como cuarenta ladrones más, todos fanáticos de las tortitas, que la fueron ayudando a cruzar el bosque con sus poderes. Caperucita llegó volando, pero... ¡no le había quedado ninguna tortita para convidarle a su abuela!
Eso, a la abuela no le importó: estaba tan entretenida escuchando las aventuras de su nieta en el camino, que ni ella ni Caperucita escucharon cuando el lobo tocó el timbre de la puerta... y eso que ese timbre sonaba más fuerte que no sé qué.
Un día, mi tío dijo: “Me voy a dar la vuelta al mundo. ¿Podrán cuidar a Pompón?” Pompón es su conejo, porque él es mago.
Yo siempre jugaba con Pompón. Lo sacaba de la casita y lo hacía correr por el jardín... hasta que pasó el tiempo, volví al cole y me olvidé. Un domingo me tocó el timbre mi vecina.
–¿Este conejo es tuyo? –me preguntó, devolviéndome a Pompón–. Estaba en mi casa, con mi coneja… porque yo también tengo una, se llamaba Manchita, tiene una mancha en la colita…
Pompón no quería venir conmigo, pero lo agarré fuerte y lo metí en su casita de madera. Más tarde, cuando fui a la cocina, lo vi arriba de la mesada. Lo llevé de nuevo al jardín y cerré su casita mejor cerrada.
Apareció en mi cuarto. Lo miré bien, se había achicado. No estaba flaco, sino achicado. Después lo vi abajo de mi cama, sobre un almohadón, en el armario... ¡Magia!
Abrí un cajón, corrí una almohada, saqué el estuche de la guitarra... ¡Magia! Así pasaron los días… llenos de magia y conejo.
Al fin, mi tío volvió de su vuelta al mundo. Yo no me animé a decirle que Pompón se me había achicado y que a veces tenía una mancha en la colita y a veces, no.
Pero mientras almorzábamos en el jardín, apareció. Después apareció otro Pompón, y otro, y otro más, y así fueron apareciendo decenas, docenas y hasta cientos de Pompones. Algunos blancos y otros con una mancha en la cola. Mi tío fue corriendo a buscar su galera de mago, que era bastante grande, y los iba guardando. Cuando estuvieron todos adentro, se la puso, se arrodilló y me dio un beso en el cachete. “¡Buen trabajo!” me dijo, guiñando un ojo. Yo fui corriendo a la casita de madera y lo vi. ¡Pompón! Grande, con cara de enamorado... y Manchita estaba con él.
Dicen que había un elefante que quería ser cantante y fue a visitar al grillo vestido muy elegante con un sombrero amarillo y sus dos pares de guantes.
Le recitó su estribillo con la trompa hacia adelante… ¡Lo que escuchó el pobre grillo! ¡Qué vozarrón sofocante…!
Pero le vino al dedillo que fuera su acompañante. Le ató en cada colmillo unos platillos brillantes, y en la cola, tres anillos con cascabeles gigantes.
Ahora, el dúo musicante da conciertos importantes, y en la semana se va... con la música a otra parte.
Esta noche, Antonia cumple mil años. ¿Sabes cómo lo sé? Porque soy el repartidor de pizza y ella, cada noche, en su cumpleaños, encarga una pizza acá.
Por eso hoy, además de la pizza, le voy a llevar una torta. Con mil velitas encendidas, como sus años.
Así, con la pizza y la torta, voy a cruzar la plaza, y de atrás de los arbustos me saltará una liebre y me pedirá una velita, porque va a hacer frío, y yo le diré que sí. Después va a venir un hornero y yo le daré una para su nido. Un detective me pedirá una velita para encender su pipa. El perro del detective va a querer jugar y yo le voy a arrojar una velita para que atrape. Seguiré caminando y pasaré por la calesita. El auto, el elefante y el cisne estarán tratando de sacar la sortija a oscuras, y los voy a iluminar. Les daré una velita a cada uno. Y también al trencito, al león, al avioncito y a todos los demás, incluidos los grillos y tres mosquitos, para que no se pongan celosos. Cuando llegue, y Antonia me abra la puerta, va a estar con la boca abierta y yo no voy a saber si será por la pizza fría, la torta con agujeritos o porque atrás de mí estarán la liebre, el hornero, el detective, su perro, el auto, el elefante, el cisne, el trencito, el león, el avioncito y todos los demás, incluidos los grillos y tres mosquitos, cada uno con una velita en la mano, cantándole el “Feliz Cumpleaños” más caluroso y brillante que Antonia haya soñado jamás.
Nos inscribimos en el Gran Concurso “Tirale el palito al perro”, porque Roco sabe correr muchísimo y mi tía Fedra tiene una fuerza bárbara. Ganaría quien lo tirara más lejos.
Por fin llegó el día del concurso. Había perros lisos, manchados, lanudos y de orejotas, cada uno con su dueño. Los organizadores entregaron los palitos. A nosotros nos tocó el número cinco: a Roco se lo colgaron en el collar y a mi tía Fedra le dieron un prendedor lindísimo. Preparados, listos… ¡ya!
Mi tía tomó impulso y tiró el palito lejos… ¡muy lejos! ¡Tan lejos que lo perdimos de vista! Roco salió a buscarlo a toda velocidad.
De a poco, los perros fueron volviendo. Volvieron los lisos, los manchados, los lanudos y los de orejotas... pero a Roco no se lo veía por ningún lado. Los organizadores salieron a buscarlo en moto, y el público, en patines o bicicleta. A las doce llamaron a los bomberos, pero tampoco: nadie encontró a Roco ni al palito número cinco. El premio lo ganó un perro que se llamaba Babitas. Los organizadores, al tiempito, se olvidaron de Roco, pero nosotros no: íbamos a buscarlo a la plaza todas las tardes. “¡Roco! ¡Roco!”, lo llamábamos. Así pasó un año, casi.
Hasta que, una semana antes de mi cumpleaños, mientras jugaba a la pelota en la plaza con mis amigos, sentí que algo caía cerca de mí. No lo podía creer: ¡era el palito! Todavía tenía el número cinco pegadito en la punta. ¡Y a lo lejos venía Roco! Cuando llegó, lo agarró con la boca y se lo dio a mi tía Fedra, que justo llegaba para buscarme.
–¡¡¡Roco!!! –lo abrazamos–. ¡Tardaste un montón! ¿Diste la vuelta al mundo?
–Oui –dijo Roco, moviendo la colita. Dijo que sí en francés, inglés y en otros cuarenta idiomas... ¡Todos los idiomas del mundo!
Una es la luna, uno es el sol y uno este abrazo que yo te doy.
Dos son los ojos que todo miran: cuando es de noche se cierran y se abren cuando es de día.
Tres son las velitas que hay en el pastel y tres son los deseos... que soplaré.
Del otro lado del mundo, en tiempos que ya han pasado, cuentan que hubo una princesa con padre recién casado. La madrastra de la chica, tan bella como insolente, en vez de amar, detestaba que fuera feliz la gente. Odiaba que se sonrieran, que hicieran una cabriola, que bailaran en la plaza o tararearan a solas.”Esos aires me despeinan”, decía siempre la coqueta, cosiendo trenzas con moño y ajustando su peineta.
El monarca, dominado, aceptó sus peticiones de prohibir dentro del reino risas, bromas y canciones. Así fue como el silencio se proclamó nuevo rey hasta que alguien, en palacio, no quiso acatar la ley. Y en una mágica noche con luna de sobremesa, inclinada en la ventana probó un canto, la princesa. La madrastra la escuchó y rugió con mal aliento: “¡Qué mocosa descarada, necesita un escarmiento!”
La madrastra, que era bruja, elaboró una poción y, mezclada en una sopa, se la dio con intención.“Cantarás desde mañana una canción sin final y todo aquel que te escuche se hará estatua de metal”. Cuando el monarca lo supo, montó a pelo su corcel y hasta la última torre llevó a la niña, con él. En la torre la encerró para que nadie la oyera y contrató de custodio a un dragón con orejeras.
Día y noche, la princesa cantaba su soledad. Sus historias eran tristes y su tristeza, verdad. Pero una tarde, el custodio ansió conocer su canto: se destapó las orejas y fue presa del encanto. La princesa aprovechó que era zona liberada y fue corriendo al palacio a vengarse de la mala. La sorprendió por la espalda y entonó una partitura que la dejó convertida en reina de la escultura.
La princesa por fin canta cuando le crecen las ganas, el dragón puede escucharla sin orejeras ni nada… y el rey no tiene que oir los lamentos de la reina porque ahora, que es una estatua, ningún viento la despeina.
Martín jugaba en la plaza con su globo de conejo, pero se soltó el piolín y el globo empezó a subir hasta perderse bien lejos.
Volando cruzó las calles del centro de la ciudad, con sus balcones cuadrados, filosos y amontonados planta baja, quinto A.
Y si la gente del campo le convidaba un saludo, el globo se hacía más gordo, porque suspiraba hondo aire puro, puro, puro.
Cuando descubrió la playa recostado en una nube, saltó y se puso a jugar con esas olas de sal que siempre bajan y suben.
Una vez que cruzó el mar (por arriba y por adentro) el sol lo empapó de brillo y él se puso amarillo: había llegado al desierto.
Después de tanto calor, llegó a la selva, por fin, donde las sombras son largas y los animales viven en un salvaje jardín.
Dio toda la vuelta al mundo en su redondo paseo, cuando otra vez vio las casas en el barrio de la plaza y flotó hasta el arenero.
Martín vio que su conejo iba directo hacia él, lo abrazó y le dijo: “En la otra vuelta... ¿me llevas a mí también?”
Hace tiempo, panza arriba, descansaba una botella en esa raya plateada donde cielo y mar se encuentran. La botellita flotaba (¿qué otra cosa podía hacer?) cuando la vio un pez aguja que iba tejiendo al crochet. Tenía adentro un papelucho ya tostado por el sol y el pez aguja, curioso, de la nada lo leyó. Muchos peces preguntaron qué tenía escrito el mensaje.
–Es un secreto –les dijo, y siguió tejiendo un traje.
“¡El pez aguja se burla!” pensó el pez globo, ofendido–. Yo también quiero leerlo, después vengo y se los digo. Se infló como una pelota y subió a la superficie. Cuando terminó de leer, su cuerpo cayó redondo y largó una carcajada que lo empujó para el fondo. –¿Pero qué dice el mensaje? –preguntaron los amigos. –Es un secreto –sonrió, y huyó como había venido.
–Si es un secreto tan grande lo queremos develar. Vamos todos a leerlo, ¡Que se sepa la verdad! Y allí fueron en patota a descubrir el misterio. –Es un secreto –decían cuando volvían de leerlo.
Los marineros relatan que aún se ve la botella con una mitad mojada, con la otra parte seca. Y dicen que si un cardumen nada todo para el mismo lado, es porque va a conocer ese mensaje encerrado. Los peces no mienten nunca, lo que dicen es verdad: ”Es un secreto” está escrito en la botella del mar.
Si en medio de la selva ves un coco que te mira muy atento con un ojo no rueda ni rebota y te abre la bocota… ¡Mejor salí corriendo como loco!
Cuentan que acá cerca, en Valderrama, las cebras al dormir usan pijama y presten atención, porque una, en camisón, soñó que era una cebra que volaba.
Me lo contó mi tía el otro día: me asegura que pasó. Se trata del ómnibus de la línea 42. El ómnibus que digo, todos los días hacía el mismo recorrido. Salía de su casa y tomaba la avenida. Después doblaba en la esquina, para ir por la calle. En la escuela, subían los chicos. En las fábricas, los grandes. Y en la veterinaria, nadie, porque los perros tienen prohibido subir al transporte público. Al rato, otra calle ancha, una angosta y ya está. Se terminó el recorrido. Ahí se metía en un galpón, que era su segunda casa, justo enfrente de la plaza.
Todas las mañanas, desayunaba un plato de arandelas con cablecitos rayados, como el resto de sus hermanos. Pero él, además, llevaba vianda. Era una valija con lijas, clavos y alambre, para cuando tuviera hambre. Y hambre tenía enseguida, en cuanto doblaba la esquina. “Estaba en edad de crecimiento”, me contó mi tía, que de eso, saber, sabía. Con tanta comida, crecía y crecía… ¡tanto, que apenas podía doblar la esquina! Hasta que un día, fue más ancho que la calle y usó también la vereda. Solamente los chicos de la escuela se subieron ese día, saltando, desde las ventanas del aula.
Al rato, el ómnibus volvía. Vio la plaza, (todavía era de día) y allí mismo estacionó. Ocupó el arenero entero, pero a nadie le importó, porque él era el mejor juego. Los chicos de la escuela jugaron a la rayuela en su pasillo rechoncho y, los que llegaron después, al fútbol, la escondida, la mancha o pica-pared.
Allí se quedó a vivir. En él, los chicos y las chicas jugaban y le daban de comer… o de beber nafta, si tenía sed.
Esta historia es verdadera, te juro, aunque no lo creas. Mi tía fue uno de esos chicos. Y frenamos, ya está dicho, porque el cuento se acabó.
Cuando lo vi subir al ómnibus, se me fueron los ojos. A uno, logré atajarlo y me lo puse de nuevo, pero el otro rodó por el pasillo y se detuvo junto a su zapatilla verde.
Debía apurarme, porque si lo pisaba iba a tener la sangre en el ojo, y no quería mancharle la zapatilla. “Permiso, vine a buscar mi ojo”, iba a decirle, pero no pude: su belleza me dejó sin palabras.
Me limité entonces a levantarlo en silencio. Lo guardé en mi bolsillo (ya estaba sucio para ponérmelo) y me quedé a su lado de pie.
Unas cuadras junto a él bastaron para darme cuenta de que tenía mariposas adentro de la panza y encima no se quedaban quietas para nada. Sentía náuseas, pero unas náuseas lindas, me parece, no como cuando como tres kilos de chocolate.
En la parada siguiente me miró y me sonrió, y ahí yo me quedé con la boca abierta y las mariposas de mi panza salieron todas en nube. “¡Socorro!”, gritaron algunos pasajeros. “¡Atrápenlas!”, dijeron otros, y en el ómnibus de la línea 42 se armó un colorido revuelo.
Mientras la gente corría de acá para allá tratando de atrapar o huir de las mariposas, nosotros nos sentamos en dos asientos juntos que se habían desocupado. Él me miró de nuevo (por suerte me veía de perfil), y abrió la boca para decirme algo. Yo fui toda oídos, por supuesto… sin embargo nunca supe lo que me dijo, porque estaba muerta de amor.
Era Nochebuena y yo estaba charlando con mis primos en el patio. Les conté que se me había caído un diente y del papelito que me dejó el Ratón
Pérez. Decía así:
Gracias, Anita: yo me quedo con el diente y vos, con la ventanita.
Pérez
–¿El ratón Pérez deja cartas? –me preguntaron, porque a ellos se ve que no.
Después jugamos a las escondidas y a buscar gusanos en la tierra de las macetas. Cuando entramos de nuevo al comedor, mi papá se levantó y dijo:
“Voy a llevarle el pan dulce a don Matías”.
Todos los años, justo antes de que venga Papá Noel, mi papá le lleva pan dulce a don Matías. Es muy bueno mi papá como la Nochebuena.
Cuando dieron las doce campanadas de la iglesia, tocaron el timbre. No era mi papá, porque él tiene llaves.
–¡Jojojojo! –entró riendo Papá Noel–. ¡Feliz Navidad!–. Y repartió los regalos.
Yo no dejaba de mirarlo; había algo en él que me resultaba familiar. Mi regalo tenía un papel rojo y una etiqueta que decía:
A Anita, tan bonita: te regalo unos patines para que patines.
Me quedé mirando la letra... hasta que me di cuenta. Busqué a mi papá por todos lados hasta que por fin lo vi. Volvía de llevarle el pan dulce a don Matías. Es muy bueno mi papá como el pan dulce.
–¡Papi, papi! –le dije cuando lo vi–. ¡Ya sé quién es Papá Noel!
Mi papá se puso pálido, se sentó en la primera silla que encontró y me preguntó:
–¿Quién es Papá Noel, Anita?
–¡Es obvio, papi! ¡¡¡El Ratón Pérez!!!
Junto moneditas, pic pic pic
En mi carterita, pic pic pic.
Con una monedita, compro un cascabel.
Con otra, el sonido que vive en él.
Con una monedita, compro una manzana.
Con otra, la canasta para llevarla.
Con una monedita, compro la luna.
Con otra, una escalera que suba y suba.
Con una monedita, compro una carta.
Con otra, una cajita llena de palabras.
Con la que me queda, un monopatín para irme muy lejos, a un lugar feliz.
Etelvina vive en el campo y yo vivo en la ciudad. Era su cumpleaños. Lo festejaba en el campo. Antes de llegar había carteles dorados: “ESTÁS A 5 MINUTOS DEL CUMPLE”, “ESTÁS A 3 MINUTOS DEL CUMPLE”, “ESTÁS POR LLEGAR AL CUMPLE”. “LLEGASTE AL CUMPLE”.
En el parque habían armado puestitos con globos, una piñata, un tiro al blanco, un castillo inflable, un toro mecánico, un ping-pong, dos metegoles, una cama saltarina, un tren eléctrico para los bebés y una mesa larga, tan larga que si te parabas en una punta, la jarra de agua de la otra punta no la veías ni con lupa.
Mi hermanita y yo quisimos darle nuestro regalo, que era un juego de magia. Ella lo iba a meter en una bolsa negra, tan gigantesca como su cumple, ya casi llena, pero tuvo que ir a sacarse una foto con las tías y no llegamos a dárselo.
Comimos dos papas fritas y empezó la búsqueda del tesoro. A las cinco llegó el Hombre Araña. A las seis, Rapunzel y a las siete, un cañón con ruedas de tractor que nos tiraba de bomba a la pileta, que era climatizada. Finalmente, a las ocho llegó la torta, cantamos el “feliz cumple” y los invitados se fueron. Entonces ella quiso mirar los regalos, esos que estaban en la bolsa negra y gigantesca. Pobre Etelvina. La bolsa era de consorcio, y la habían tirado.
–¡¡¡Allá va el camiooooón!!! –gritaron las tías.
Rapunzel, los diez mozos y nosotros, con mi bisabuela a caballito, perseguimos al camión, pero no llegamos a alcanzarlo… “No se puede tener todo en esta vida”, suspiró mi mamá. Pero Etelvina decía otra cosa: “¡¡¡Quiero mis regaloooooos!!!”
Todavía tengo el juego de magia para darle… ¿Servirá para hacer aparecer la bolsa?
El lunes plantaste un mimo, la caricia que te di cuando el domingo a la noche me tuve que despedir.
Lo metiste tierra adentro en un pozo del jardín; lo regaste con palabras que inventaste para mí.
Ahora que duermo lejos Y el viento se puso gris ese árbol de las caricias te hará sentir que volví.
Todo comenzó después de una fuerte tormenta con mucho viento. La semillita cayó cansada y se abrazó con toda sus fuerzas a la tierra. Así durmió por mucho tiempo… mientras crecía… hasta que un día sintió un suave calor en su cara y se despertó.
Su cuerpo era un grueso tallo verde con muchas hojas. Su cara, llena de semillas, se mostraba al sol y la rodeaban miles de pétalos de un color amarillo anaranjado. Durante su sueño se había transformado en un joven y robusto girasol.
De día seguía al sol para recibir su calor y fortalecer sus semillas. Y de noche inclinaba su cabeza y dormía. Un atardecer, mientras se estaba durmiendo, sintió un dulce perfume y vio que a su lado se abría una blanca flor: era una dama de noche.
El girasol y la dama se miraron y al instante se enamoraron. ¿Pero cómo iban a hacer para verse, si cuando uno despertaba, el otro se dormía? Podían verse tan solo un momento cada día, pero eso no les alcanzaba para disfrutar de su amor. Ambos estaban muy tristes. Una noche, una luciérnaga vio llorando a la dama de noche, se acercó y, al enterarse de lo que pasaba, quiso ayudarla. Junto a sus amigas luciérnagas pensaron la solución, pero necesitaban la ayuda de los colibríes, quienes aceptaron sin dudarlo.
Así fue que cuando el girasol se despertó, encontró a su amada debajo de una manta azul hecha de colibríes, que la ocultaban de la luz para que pudiera seguir despierta.
Y al llegar la noche, miles de bichitos de luz iluminaban al girasol para que pudiera seguir despierto, junto a su enamorada.
Gracias a ellos fueron muy felices por siempre. La gente pasaba y veía muchos colibríes y bichitos de luz pero nunca entendieron lo que pasaba.
La casa tiene tejado.
El tejado tiene un gato.
El gato, una pulguita que lo pica-pica-pica.
La casa tiene jardín. El jardín tiene un cachorro.
El cachorro, una pulguita que lo pica-pica-pica.
La casa tiene una cuna.
La cuna tiene un bebé. El bebé perdió el chupete que ahora lo tiene... ¿quién?
¡La pulga, que con chupete, no puede picar tan bien!
¿Hay algo más chiquito que una pulga? Sí, una pulguita. ¿Y hay algo más grande que una pulguita? Sí, una pulgota, también. Te digo por qué lo digo.
Ayer, la casa estaba en silencio. Solo se escuchaba el “tic tic tic” de la lluvia sobre las chapas del galpón donde yo estudiaba cinco por uno, cinco y tres por dos, seis. Era una tarde ideal para leer y estudiar. En el galpón solo estábamos Nené y yo. Nené es mi gata, que a veces se me sube a los hombros y estudia las tablas conmigo mientras ronronea como un motor. Toma leche, se lame y va a jugar al jardín, cuando no llueve. Porque no le gusta mojarse el pelo y menos que menos, la manchita con forma de corazón que tiene en la panza. Nené corre, mira, duerme, salta. Eso sí: nunca se rasca, porque está “despulguizada”. La última vez fue el viernes: le sacamos todas… o eso creíamos.
Porque de repente, ayer, entre las gotas de lluvia, escuché un llantito. Venía de su cola. De la cola de Nené.
¿Hay algo más chiquito que una pulguita? Sí, una pulgota.
La gota era una lágrima de la pulguita que se había quedado sola en la cola de Nené.
Nené y yo casi lloramos también, pero los gatos no lloran y yo me las enjugué. Hicimos un trato: la pulguita podía quedarse a vivir con Nené, siempre y cuando la picara solo cuando tuviera hambre.
Pronto va a venir Pulgoso, el perro del vecino, y la pulguita encontrará allí una gran familia y su nuevo hogar.