Cuentos con dinosaurios felices

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Cuello largo, cuello corto

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n Mamenchisaurus andaba por el valle de los dinosaurios comiendo hojas de los árboles cuando se topó con una pequeña rana que estaba sobre una rama: —Hola, cuello largo, ¿qué estás haciendo en mi árbol? —le dijo la rana. —Nada, estoy comiendo algunas hojas, ¿te molesta? —No, no, yo no como hojas, cazo insectos. Dime una cosa: ¿por qué tienes un cuello tan largo? —¿Qué, tengo el cuello largo? —dijo el Mamenchisaurus, sorprendido. —Es que no te has dado cuenta. Mira el largo de tu cuello en comparación con el mío. —Es verdad, tu cuello es muy corto. ¿Y por qué tienes el cuello tan corto? —No, yo pregunté primero: ¿por qué tienes un cuello tan, pero tan largo? —Y... No sé. Para poder estirarlo así, supongo. —Esa no es una causa, es una consecuencia —dijo la rana.

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—¿Será para poder comer las hojas más altas de los árboles? —Podrías trepar como hago yo y no tener un cuello tan largo. —Es verdad. Y tú, ¿por qué tienes el cuello tan corto? —Porque es normal tener el cuello de esta medida. —Normal, ¿dices? Yo he visto muchos dinosaurios con el cuello tan largo como el mío. —Y yo he visto a muchos con el cuello aún más corto que el mío. —Mira aquel dinosaurio, tiene placas sobre el lomo. Y aquel otro, tiene una gola enorme y montones de cuernos. O el de allá: con esa cresta sobre la cabeza. Y el que está en aquel árbol, tiene alas y puede volar. O ese otro: es puro caparazón. ¿Cuál de todos esos es normal? —preguntó el Mamenchisaurus. —Creo que me cansé de este árbol. Come todas las hojas que quieras, que yo me voy a buscar otro —dijo la rana y desapareció.

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Diente de leche

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n Allosaurus joven andaba de paseo cuando encontró un delicioso hueso para roer. Era un hueso muy grande y muy duro, porque cuando le dio el primer mordisco escuchó un CRACK dentro de su boca. En un primer momento no se dio cuenta de qué había pasado, pero sintió algo sobre su lengua, y cuando la sacó para ver qué era se encontró con un... ¡diente! Cerró la boca y buscó con la lengua el hueco, y pudo meter la puntita que salió del otro lado. Era un gran agujero y justo en el frente de su boca, es decir que todos los demás dinosaurios lo verían. ¡Qué vergüenza!, andar toda la vida con ese hueco en su hermosa dentadura. ¿Qué pensaría Allura, la Allosaurus que le gustaba? ¿Se decepcionaría cuando lo viera? Lo primero que pensó fue en esconderse para siempre en el bosque. Pero la vida sería muy aburrida y solitaria. Después se le ocurrió que podía buscar una piedra que encajara justo en el espacio y que podría sujetarla con barro o algo así. Pero se dio cuenta de que el barro se derretiría con la saliva. No se le ocurría otra solución. Todo ese día se quedó dando vueltas por el bosque. Si escuchaba que alguien se acercaba,

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caminaba en silencio para el otro lado. Cuando ya casi se hacía de noche, escuchó unos pasos cerca de él. Se escondió detrás de un árbol, pero como era tan grande, no fue un muy buen escondite. —¿Allus, eres tú? –dijo una voz conocida. Era la voz de Allura, que se había internado en el bosque para buscarlo. —Sí, soy yo. Pero no te acerques. —¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿Estas herido? ¿Te enfermaste? —No, no, estoy bien. —Vine a buscarte al bosque para contarte algo importante: ¡Se me cayó mi primer diente! Mira qué agujero me ha quedado –dijo Allura risueña—. ¿No es divertido? Puedo asomar la puntita de la lengua por él. Menos mal que en poco tiempo me crecerá uno nuevo. —¿De verdad te volverá a crecer? –preguntó Allus. —Claro que sí, a todos se nos caen los dientes y nos vuelven a crecer, ¿no lo sabías? Entonces Allus, aliviado, decidió salir de su escondite y caminó hacia ella con una gran sonrisa donde destacaba la puntita de su lengua asomando por el gran hueco que había entre sus dientes. —¿Por eso te escondías? —¡Ja, ja, ja, ja, ja! –rieron los dos.

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El descubrimiento de Li

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a pequeña Parasaurolophus estaba muy intrigada: —Mamá, ¿por qué tenemos esta cresta tan loca en la cabeza? La mamá, que estaba muy ocupada buscando raíces tiernas con su pico, le respondió: —Ya te vas a enterar, hijita. —Dale, decime, mamá. —Después te explico, ahora no puedo. ¡Mira quiénes están ahí! ¿Por qué no vas un rato a jugar con ellas? Eran Tini y Luz, sus mejores amigas. —Hola, Li, ¿vienes a explorar el bosque con nosotras? —Sí, pero no podemos alejarnos mucho, mamá no me deja. —No te preocupes, haremos una miniexploración. Las tres amigas se metieron dentro del bosque de coníferas tratando de no hacer un solo ruido. Ellas sabían que por allí merodeaban los depredadores y lo último que querían era encontrarse con uno de ellos. Luz descubrió un árbol caído debajo del cual crecían unos hongos que parecían deliciosos. —Son comestibles —dijo Luz—, papá me enseñó que los podemos comer.

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De pronto, escucharon un ruido, ramas que se quebraban, hojas secas que crujían. —Debe ser un depredador. ¡Corramos! —gritó Tini. Li corrió desesperada esquivando raíces, ramas y piedras. Cuando sintió que se había alejado lo suficiente, se detuvo a respirar y se dio cuenta de que sus amigas no estaban junto a ella. Deseaba gritar para llamarlas, pero sabía que el depredador también la escucharía. Así que se quedó en silencio escondida. Se empezó a hacer de noche. Temblaba de miedo. No solo estaba sola, sino que también estaba perdida. No tenía idea de hacia dónde debía caminar para volver a su casa. De repente escuchó un sonido muy grave y profundo. Enseguida se dio cuenta de que era el llamado de su madre. Sin siquiera pensarlo, sopló con su nariz, pero no hacia afuera sino hacia adentro, y su loca cresta vibró y emitió un sonido profundo, aunque no tan grave como el de su madre. A los pocos minutos escuchó pasos y ramas que se movían: era su mamá que venía a buscarla. —Ahora ya sabes para qué sirve nuestra loca cresta, ¿verdad? —dijo su madre risueña. —¡Sí, es genial! —Y esa es solo una de sus muchas funciones. Ya irás descubriendo las demás.

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Un Triceratops curioso

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l pequeño Triceratops se acercó a su madre y le preguntó: —Mamá, ¿por qué tengo estos tres cuernos horribles en la cara y los otros dinosaurios no? —Es algo de familia. Mírame a mí, o a tu padre, o al tío, ves que todos tenemos cuernos. —¿Y por qué ustedes tienen cuernos? —Es porque somos Triceratops. Todos los Triceratops tenemos estos cuernos. —¿Y por qué yo también los tengo? —Porque tú también eres un Triceratops. —¿Y por qué yo soy un Triceratops? —Porque cuando mamá y papá son triceratops, los hijos también lo son. —¿Y por qué tú y papá son Triceratops? —Porque el abuelo y la abuela también son Triceratops. —¿Cuáles? —¿Cómo cuáles? —¿Tus papás o los papás de papá? —¡Ah! Todos. Los cuatro. —Entonces, mis hijos, ¿también van a tener estos cuernos tan feos? —Sí, mi amor, el día que seas papá y

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tengas un hijo, él también va a tener estos cuernos. Y ya te dije que no son feos. —¿Y si en vez de casarme con una Triceratops me caso con una Iguanodón? —Eso no es posible, las Triceratops solo se casan con Triceratops. —Y si yo quiero casarme con una Iguanodón. —Todavía eres muy chico para entenderlo, pero a las Iguanodones solo le interesan los Iguanodones, y lo mismo pasa con las Triceratops y los Triceratops. —¿Nunca pensaste en casarte con un Diplodocus, mamá? —No hijo. —¿Y con un Pachycephalosaurus? —Jamás. Del único que me enamoré fue de tu padre. —¿Cómo pudiste enamorarte de alguien con unos cuernos tan feos? —Ya te dije que no son feos. Tú también tienes los mismos tres cuernos y mira qué lindo eres. —¿Y por qué tengo estos cuernos horribles en la cara y los demás dinosaurios no? —Hijito, ¿por qué mejor no vas al valle a jugar un rato? ¿Sí?

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El cuento preferido

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l Velociraptor corría por todo el valle anunciando: —¡Vengan, vengan, que el anciano Herrerasaurus está por narrar otro de sus cuentos! Todos los jóvenes dinosaurios corrieron hacia la Colina del sol, que era el lugar favorito del viejo Herrerasaurus para sentarse a mirar el atardecer y, cuando sentía ganas, solo cuando sentía ganas, contar largas y entretenidas historias. Ese día se habían juntado muchos dinosaurios a su alrededor. Todos estaban ansiosos por escucharlo narrar. —Cuéntanos ese en que un pequeño Alvarezsaurus era perseguido por un enorme Carnotaurus y justo cuando estaba por alcanzarlo lo salvó un Tupandáctulus que se lo llevó volando —dijo el Ampelosaurus. —Sí, y que cuando llegaron al nido que tenía en la montaña, resultó que lo había rescatado nada más que para dárselo de comer a sus pichones —agregó el Beipiaosaurus. —Y que la única forma de escapar de allí era volando, así que sin pensarlo mucho se tiró de cabeza al abismo y no se estrelló contra el piso porque justo pasaba un enorme Quetzalcoatlus y cayó sobre él —dijo el Diabloceratops. —Sí, me encanta esa historia —interrumpió el Aucasaurus—, porque cuando el Quetzalcoatlus se da cuenta de que lleva algo en el lomo, se sacude y el pobre Alvarezsaurus cae hacia el mar con la mala suerte de que justo pasaba por ahí un

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gigantesco Mosasaurus que se le dio por abrir su bocaza en el momento en que caía el Alvarezsaurus y se lo tragó. —¡Ja, ja! ¡Qué risa me da esa parte! Cuando se da cuenta de que está adentro de un Mosasaurus y no sabe qué hacer. —Sí, por favor, cuéntanos esa historia. —A mí me gusta el final —dijo el Triceratops—, cuando le rasca la panza por dentro y el enorme Mosasaurus no aguanta las cosquillas y da un brutal estornudo y el pobre Alvarezsaurus sale disparado y cae de nuevo en tierra, muy cerca de su casa. —Esperen, esperen —interrumpió el anciano Herrerasaurus—, ¿para qué les voy a contar esa historia si ustedes acaban de contarla? Todos los dinos se miraron y se empezaron a morir de la risa, y el pequeño Dromaeosaurus levantó su manito y dijo: —Es que nos gusta que tú nos la cuentes. —ja, ja —rio amablemente el Herrerasaurus—, está bien, está bien, se las contaré: Hace mucho tiempo, en una tierra ignota, un pequeño Alvarezsaurus era perseguido por un enorme Carnotaurus y justo que estaba por alcanzarlo…

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El Tyrannosaurus peleador

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na mañana, un Tyrannosaurus rex, grandote y musculoso como todos los de su especie, se levantó con ganas de pelear. Salió a la pradera y buscó algún dino de más o menos su tamaño. “Mejor menos que más”, pensó, y miró a su alrededor hasta que encontró un Triceratops pastando tranquilamente. —¡Ey, Triceratops! –le dijo—, así que quieres pelear. El Triceratops lo miró con cara de no entender nada y por las dudas salió corriendo. —¡Je! –dijo el T-rex—. ¡Soy el más fuerte de este valle! Pero de repente escuchó un gruñido y vio a un gigantesco Giganotosaurio que venía a toda carrera. “¿Y a este qué le pasa?”, pensó. El Giganotosaurus, que era mucho más grande y fuerte que él, se le plantó enfrente y le dijo: —Así que tienes ganas de pelear, ¿por qué no lo haces conmigo? El Tyrannosaurus observó el tamaño de sus colmillos, la magnitud de su mandíbula,

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la fuerza de sus brazos, el largo de sus garras y no lo pensó mucho: salió corriendo de inmediato. —¡Ja—ja! —se rio el Giganotosaurus—, nadie puede contra mí. Pero de pronto se escuchó ruido a ramas que se quebraban, árboles que caían, la tierra empezó a temblar y apareció un supergigante dinosaurio con garras, colmillos, púas, pinches y cosas puntiagudas por todos lados (no me pregunten su nombre, porque es un dinosaurio que todavía no se ha descubierto.) —Con que tienes ganas de pelear; yo también. En menos de un segundo, el Giganotosaurus había huido a toda carrera. —¡Ja! –dijo el súper-tremendo-dinosaurio—. ¡Nadie puede contra mí! ¡Soy el rey de esta tierra! Pero de repente se escuchó una explosión en el cielo y un largo silbido. Miró hacia arriba para ver qué era y vio una bola de fuego gigantesca, con una larga cola brillante que volaba directamente hacia él.

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El gran día

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uando los primeros rayos de sol entraron a la cueva, Hermes abrió los ojos y se acordó de que era el gran día. Así que los volvió a cerrar y se cubrió hasta la nariz con una de sus alas. Al ratito se acercó su madre y le dijo: —Hermito, hora de levantarse. Hoy es el gran día. Él ni se movió, se hizo el dormido y apretó fuerte los ojos. —Vamos Hermes, no me hagas enojar. Tu padre ya te está esperando afuera. Hermito no tuvo más remedio que levantarse. —¿Y si lo dejamos para mañana, mamá? Hoy está medio feo. Mamá hizo como que no lo escuchó. Hermes, sin nada de ganas, caminó despacio, arrastrando las alas, hasta la puerta de la cueva. El sol brillaba en el horizonte y todo el valle de los dinosaurios estaba despertando. Papá Pterodáctilo esperaba al borde del acantilado, desde donde se dominaba todo el valle. —Anoche no dormí bien, papá, creo que mejor lo dejamos para mañana. —¡Hermes! El pequeño Pterodáctilo sabía que cuando papá decía ¡Hermes! estaba todo dicho, así que, resignado, se acercó al borde del precipicio y extendió sus alas e hizo algunos aleteos.

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—Ya sabes, solo debes abrir las alas y posicionarlas en la forma correcta para poder volar. —Es que la última vez que lo practicamos saltando desde una piedra bajita, terminé con el pico clavado en la tierra. —¡Vamos, es ahora o nunca! —le gritó el padre a la par que le dio un empujón. El pequeño Hermes se encontró, de pronto, en el aire, cayendo como una bolsa de papas. Abajo, los árboles que cubrían el valle, se veían muy chiquitos. —¡Abre las alas, hijo! —gritó el papá preocupado. Entonces Hermes abrió bien grande las alas y de a poco, se fue estabilizando y empezó a volar. —¡Bien hecho, Hijo, así se hace! —gritó su padre emocionado. Hermes se dio vuelta para saludarlo y se olvidó por un momento de estirar las alas y perdió el control por un segundo. —¡Cuidado, Hijito! —gritó la madre, que había salido a ver cómo le había ido. Hermes dio un gran giro, y pasó rasando sobre sus cabezas. ¡Qué feliz se sentía! Miró hacia abajo y vio a otros Pterodáctilos amigos que también estaban haciendo su vuelo de bautismo. No lo dudó, se lanzó en picada hacia ellos y, todos juntos, se alejaron dando volteretas y riendo de alegría.

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Corre, Alina, corre

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lina era una Velociraptor a la que le gustaba mucho correr. Con sus amigos solían organizar carreras que no siempre terminaban bien. Muy a menudo, alguno tropezaba con una piedra y caía desparramado por el piso y se ganaba unos cuantos moretones. La mamá de Alina siempre le decía que jugaran a otra cosa, que un día alguien iba a salir realmente lastimado. Pero Alina le decía que no, que no pasaba nada y no le hacía el menor caso. Una tarde, durante una de esas competencias, un Velociraptor le dio un empujón a Alina en una curva y Alina rodó por el piso y se hizo varios raspones. A la noche, cuando mamá lo descubrió le dijo: —¡Se acabaron las carreras. Hoy fueron unos simples raspones, pero mañana te puede pasar algo peor! Alina le dijo que no volvería a correr. Pero al otro día, como si nada hubiera pasado, ya estaba compitiendo de nuevo a toda velocidad. Hasta que una tarde, Alina tropezó con una piedra y salió disparada hacia el acantilado. Cayó unos cuantos metros por la barranca y, cuando dejó de rodar, sintió un terrible dolor en la rodilla y vio que tenía un corte del que brotaba mucha sangre.

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Despacito llegó a su casa, pero no se animó a entrar a contarle a su madre. Se acurrucó entre unos arbustos y se quedó ahí, muy asustada. Cuando se hizo de noche, no aguantó más y prefirió enfrentar el reto a seguir sufriendo sola. —Alina, querida, ¿qué te pasó? — dijo su madre. Alina estaba pálida porque había perdido mucha sangre. La madre le limpió la herida con su lengua y detuvo la hemorragia. Después le dio unos huevos para comer y le dijo que se acostara junto a ella para descansar y recuperarse. Al día siguiente, Alina despertó de muy buen humor. —Gracias, mamá por no haberte enojado. Tenías razón cuando me dijiste que mis carreras iban a terminar mal. Me equivoqué al no haberte hecho caso. —La que se equivocó fui yo: si es algo que te gusta tanto, en lugar de prohibírtelo tendría que haber buscado la manera de que no sea tan peligroso. Se me ocurre que podríamos quitar todas las piedras del camino, para que nadie tropiece y poner ciertas reglas, como no empujarse y esas cosas. ¿Qué opinas? —¡Genial, mamá! Ya mismo le cuento a mis amigos.

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Engañador engañado

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n Troodon corría a toda velocidad por el valle de los dinosaurios perseguido por un enorme Tyrannosaurus. Era muy difícil para un Troodon escapar de tan peligroso depredador. El Troodon tenía a favor su velocidad y agilidad, pero por sobre todo, su inteligencia. El Troodon fue uno de los dinosaurios más inteligentes. Pero el Tyrannosaurus contaba con su potencia, su tamaño, sus garras enormes, sus interminables filas de dientes y su brutalidad. No parecía posible que el Troodon lograse escapar de esta. Ya acorralado, tomo una decisión arriesgada: salió de su escondite y se paró frente a frente ante su perseguidor. Sabía que solo su inteligencia podría salvarlo, así que pensó lo más rápido que pudo y dijo: —Está bien, ganaste. No voy a seguir escapando. Puedes comerme tranquilo. Pero te advierto: soy venenoso. El Tyrannosaurus se rascó la cabeza y dijo: —Eso no es verdad, ya me he comido cientos de Troodones y ninguno me ha hecho mal. “Este no es tan tonto como creía”, se dijo el Troodon. Tendré que pensar algo más inteligente.

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—Tal vez tú seas inmune a nuestro veneno, pero tienes que saber que nuestro sabor es asqueroso. —No estoy de acuerdo, todos los Troodones que he comido me resultaron muy apetitosos. “Tampoco se lo tragó”, volvió a pensar el Troodon. “Piensa, cerebrito, piensa”. —Bueno, en realidad no quería que me comieras porque soy solo un bocadito para ti, podrías cazar dinosaurios mucho más grandes. ¡Como ese que ahora está justo detrás de ti! —Me parece que eres un mentiroso —dijo el T-rex. —Bueno, no me creas, pero ya se está por ir. ¡Mira el tamaño de ese animal! El Tyrannosaurus, al fin, se dio vuelta para mirar. El Troodon, sin perder un segundo, salió corriendo hacia el bosque y logró huir. Cuando el Tyrannosaurus giró hacia donde había estado el Troodon, se empezó a reír mientras pensaba: “¡Ja, ja! El muy tonto debe estar pensando que me engañó con eso de la enorme presa que estaba a mis espaldas, cuando en realidad lo dejé ir por las dudas de que realmente fuese venenoso. ¡Ja, ja! Cómo me creyó cuando le dije que había comido cientos de Troodones.”

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Un paseo inoportuno

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a pareja de Gigantoraptores se turnaba para empollar su único huevo. Mientras uno cuidaba de él, el otro salía a buscar alimento. Al que le tocaba empollar, se sentaba en el nido y envolvía al huevo con las plumas de sus brazos para que se mantuviera calentito. Un día, papá Gigantoraptor volvió al nido con la panza vacía porque un Albertosaurus lo había corrido con intención de comérselo y no había tenido tiempo de encontrar algún vegetal fresco o algo de carne. —Y bueno, lo harás en tu próximo turno —dijo su pareja que corrió a alimentarse. Al cabo de algunos minutos, la panza de papá Gigantoraptor empezó a hacer ruidos y no podía dejar de imaginar unos ricos helechos bien tiernos o algún resto de carne que seguro encontraría por ahí cerca. No aguantó más y tomó la decisión. Acomodó al huevo entre unos pastos secos y salió a dar un corto paseo en busca de comida. Se prometió no demorarse mucho. Ni bien encontrara algunas hojas

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tiernas, volvería. Después de caminar un rato, halló, por fin, un gran helecho bien carnoso que arrancó con su pico y se lo comió en un periquete. Volvió corriendo al nido y, al llegar, ¡oh sorpresa!: el huevo estaba hecho pedazos y ni rastros del pichón recién nacido. Qué angustia gigante la del Gigantoraptor. Durante los pocos minutos que estuvo fuera, algún depredador había encontrado el nido y se había comido a su pichón. ¡¿Qué iba a decirle a su pareja?! Había sido un irresponsable. Lo primero en que pensó fue en unir los pedacitos de cáscara de huevo con resina de pino y hacer como que nunca se había movido del lugar. Pero tarde o temprano se sabría la verdad y no estaría bueno. Luego pensó en escapar; pero su pareja creería que él se habría robado a su pichón y eso tampoco estaría bueno. La única opción era decir la verdad y aguantarse. Cuando llegó la Gigantoraptor, él se paró frente al nido y se preparó para confesar. Pero de repente vio la cara de felicidad de su pareja, que caminaba decidido hacia él abriendo los brazos. —¡Ha nacido nuestro pichón! ¡Qué alegría! Se ve que lo has cuidado bien. —Y pasó junto a él con los brazos abiertos y abrazó al pichón que estaba parado sobre una piedra a espaldas de papá.

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La Cruz del Sur

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os Styracosaurus observaban el cielo nocturno en lo alto de una colina. El más pequeño le preguntó a su hermano: —¿Qué son todos esos puntitos luminosos en el cielo? —Estrellas. Son estrellas. ¿Nunca oíste hablar de ellas? —Nunca me había fijado. ¡Son miles! —Mucho más que miles. ¡Son millones! ¡Son incontables! —¿Y qué son? —preguntó el hermano menor. —Y… Y… Son estrellas. Puntitos luminosos en el cielo. —Parecen estar muy lejos. —Muchísimo. Están muy, muy, pero muy lejos. —¿Y qué serán? —La verdad que no lo sé. Ningún dinosaurio lo sabe. —¿Y por qué parece que se apagan y se encienden rapidito? —A eso se le llama titilar. Las estrellas titilan. —¿Te fijaste que nuestras golas, y la de todos los Styracosaurus, parecen estrellas? —¡Es verdad! Tantos cuernos y espinas parecen las puntas de una estrella. —Tal vez alguien, muy muy lejos, nos esté viendo y se preguntará qué somos y por qué titilamos —dijo el hermano menor. —Tal vez titilamos porque nos estamos moviendo todo el tiempo. —Claro. Y en este valle hay

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muchos Styracosaurus, miles, millones, tantos como estrellas. —¿Y las estrellas fugaces? —Serán Styracosaurus como Víctor, que un día se fue y se perdió en el bosque. —Mira esas tres estrellas juntas. —¡Llámalo a Joby! —Joby, ven aquí. —Párate tú aquí, tu aquí al lado y yo junto a ti. —¡Ja, ja! Ahora el observador lejano debe estar viendo tres estrellas en línea. —Me pueden decir qué les pasa —dijo Joby extrañado. —¡Es que somos estrellas! —Por favor, Joby, corre bien rápido hacia allá y escóndete entre los árboles del bosque. —¡Ja, ja! ¡Ahí va nuestra estrella fugaz! —Ustedes serán estrellas, yo soy un Styracosaurus —dijo Joby a toda carrera. —Mira, ya está por salir el sol. —¡Adiós observador lejano! —¡Mañana formaremos la Cruz del Sur!

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Aguas peligrosas

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a se escondía el sol de la tarde y un Oviraptor desesperado corría por el desierto buscando a su pequeño hijo que no aparecía. —¡Pini! ¿Dónde estás? ¿Dónde te has metido? De repente, detrás de unas rocas, escuchó ruido a agua, como si alguien estuviese chapoteando en un estanque. Hizo un rodeo y descubrió a su hijo metido hasta el cuello en un gran charco de agua revuelta. —¡Mira, papá, descubrí un montón de piletas para bañarse! —¡Esas no son piletas, son huellas de Diplodocus que se inundaron con la lluvia de anoche! Estás en medio del camino que ellos utilizan cuando salen a alimentarse, en cualquier momento puede venir la manada y sin siquiera darse cuenta, te aplastarían como a un mosquito. —Tranqui, pa, no pasa nada, desde el mediodía que estoy acá bañándome retranquilo. ¡Ven, métete conmigo, está recalentita! ¡Vamos! Y de repente, el agua se empezó a agitar y se formaron olitas en la superficie que saltaban de aquí para allá. —No es nada, papá, debe ser otro terremoto. —Nada de terremotos, son los Diplodocus que vienen andando por el camino. En un segundo estarán aquí. ¡Corramos!

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Pero no hubo tiempo, los Diplodocus se les vinieron encima y sus grandes patas hundían el terreno alrededor de ellos y pasaban zumbando sobre sus cabezas. —¡Vamos, hijo! ¡Trata de esquivarlos y huyamos! Los dos corrían como locos, en zigzag, esquivando las enormes pisadas. Al fin los Diplodocus se alejaron y papá Oviraptor y su hijo quedaron exhaustos, tirados boca arriba respirando con la lengua afuera. —¡Qué cerca estuvo eso, hijo! Nos salvamos por milagro. Me imagino que habrás aprendido la lección. —Sí, papá, el horario de pileta es desde el mediodía hasta la tardecita. Más temprano o más tarde, se convierten en camino de Diplodocus. No lo olvidemos. Y ahora, vamos, que te juego una carrera.

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La dieta de Gallimimus

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l Gallimimus salió a hacer su ronda por el bosque en busca de comida. A lo lejos vio un árbol caído y sabía que debajo del tronco podría encontrar algo. Metió la mano y sintió una cosa escurridiza y mojadita. La agarró con fuerza y la sacó para ver qué era. Se trataba de un gusano, gordo y verde, que lo miraba con los ojos muy abiertos. —No temas, no te voy a comer todavía —le dijo, y siguió buscando. De repente, vio pasar a un insecto enorme, con patas largas y antenas por todos lados. Se hizo el distraído, y cuando el otro menos lo esperaba, lo atrapó con su boca pero no se lo tragó. Lo examinó de cerca y le dijo: —Pero ¿qué clase de bicho eres? Nunca vi algo tan feo. El insecto lo miró con desagrado y le sacó la lengua. —Tienes suerte, porque no te voy a comer todavía —le dijo y siguió buscando. En lo profundo del bosque vio una planta con hojas que parecían muy apetitosas. Juntó algunas y continuó con la búsqueda. Cerca de la laguna vio algo que le llamó la atención.

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Se acercó con cuidado y descubrió un huevo. Pequeño, pero huevo al fin. Cansado de andar, volvió a su madriguera y puso frente a él al gusano, al insecto, a las hojas y al huevo. Los miró un instante y luego dijo: —¿A quién me comeré primero? El gusanito lo miraba con unos ojos tan tiernos, que le dio lástima. Y el insecto refregaba sus manitos una contra otra y movía las antenas con tanta gracia que con solo pensar en comérselo ya se sentía un malvado. Las hojas estaban quietitas, no tenían ojos, pero las hojas a él no le gustaban mucho, le resultaban aburridas. La mejor opción, sin duda, era el huevo. Sí, se comería el huevo. Pero, de repente, el huevo se movió en el lugar, después se quebró y una patita asomó por la rajadura. En cuestión de segundos, un diminuto cocodrilito se asomaba curioso. “Ay, no”, pensó el Gallimimus. “Es tan tierno que jamás podría comérmelo”. Ese día, el Gallimimus solo comió hojas verdes y se quedó con algo de hambre, pero igual se sintió feliz porque ganó tres nuevos amigos.

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El Ankylosaurus protestón

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ra un día de mucho calor al final del Cretácico. Un Ankylosaurus volvía caminando a su casa por el sendero que bordeaba la montaña. Era el camino que hacían todos los Ankylosaurus para poder ir a tomar agua a un estanque. Pero ese día era tanto el calor que el Ankylosaurus daba un paso y protestaba, daba otro paso y volvía a protestar: ¡Pero qué calor que hace! ¡No se puede respirar! ¡Y yo con esta armadura! ¿Por qué no tendré una piel lisita como la de los Diplodocus o con plumas como la de los Velociraptors? ¡No! ¡Me tenía que tocar este cuero llenos de costras y osteodermos! —No te quejes –le dijo un Beipiaosaurus que por allí pasaba—. Mírame a mí, ando desnudito, con esta piel lisita y me la paso huyendo de los depredadores porque ante el menor mordisco estoy perdido, morderme a mí es tan fácil como morder una fruta. —Pero al menos no te mueres de calor como yo. ¡No aguanto más esta armadura! Si pudiera me la sacaría ya mismo. De repente se escuchó un ruido en lo alto de la montaña. Los dos dinosaurios

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miraron hacia arriba y vieron que un montón de piedras rodaban hacia abajo, ya no había tiempo de escapar. Entonces el Anquilosaurio abrazó al Beipiaosaurus y se acurrucó para soportar la avalancha. Las piedras rebotaron sobre su armadura una y otra vez y cayeron al barranco. Unos segundos después, todo quedó en silencio. Una nube de polvo cubría la ladera de la montaña. Cuando se disipó el polvillo algo se movió, era el Ankylosaurus que estaba completamente cubierto de polvo y pequeñas rocas. Se sacudió con energía, abrió los brazos y dejó salir al Beipiaosaurus que temblaba del susto. —¿Te das cuenta lo que hiciste? –le dijo el Beipiaosaurus —¿Qué? ¿Qué hice? —¡Me salvaste vida! ¡Y todo gracias a tu armadura! —Es verdad, mi armadura nos salvó. —¿Piensas volver a quejarte? —Después de todo, un poco de color no hace mal a nadie, ¿verdad? —¡Ja, ja! –rio el Beipiaosaurus y le contagió el buen humor al Ankylosaurus.

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Los visitantes

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n pequeño platillo volador aterriza en el desierto a mediados del período cretácico. Descienden dos alliens. Uno de ellos, con un aparatito, escanea todo alrededor. —Parece un planeta con vida —le dice al otro. —¿Cómo lo sabes? ¿Te lo dijo el scanner? —No, es porque allá veo que viene alguien corriendo. Un cachorro de Carcharodontosaurus, atraído por las luces de la nave extraterrestre, corre hacia ellos. —Hola amiguito. ¿Cómo te llamas? —dice uno de los E.T. El Carcharodontosaurus lo mira curioso pero no dice nada. —Prueba con otro idioma —dice el otro extraterrestre. —Puaj chi ling =) nox té!!! —Tampoco responde. —¡Jxx # Lmt @ Rct *- Lae. —Nada. —Démosle algún regalo para ver cómo reacciona. Uno de los alliens saca un sofisticado aparato tecnológico del bolsillo y se lo ofrece. El Carcharodontosaurus lo mira, lo olfatea y se lo traga de un bocado. —Este espécimen parece bastante básico —dice uno de ellos. —Divirtámonos un rato con él —propone el otro.

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Unos de los E.T. levanta una piedra del piso, se la muestra al dino y la lanza bien lejos. El dino corre, la recoje y la trae entre sus dientes. Cuando el allien se la quiere sacar de la boca, se la traga de un bocado. —Ja, ja, cómo nos vamos a divertir en este planeta. Prueba con el rayo urticante. El otro allien saca una pistola, apunta al Carcharodontosaurus y le dispara. El pobre dino empieza a correr y a chillar enloquecido y los alliens se matan de la risa. Al rato: —Ahí viene de nuevo —dice uno de los Extraterrestres—. Prepara el rayo explosivo, será divertido ver cómo explotan estas criaturas. —Espera, parece que no viene solo. —¡Ay, no! Era un espécimen bebé y viene con el padre que es… ¡enorme! —¡Rápido, huyamos de aquí! La nave empieza a levantar vuelo pero el gigantesco Carcharodontosaurus adulto la agarra con sus garras, la observa de cerca, la olfatea y se la traga de un bocado.

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Todo puede cambiar

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achy era un Pachycefalosaurus que todo lo arreglaba a los golpes. Si alguien le decía algo que a él no le gustaba, agachaba la cabeza, tomaba carrera y le asestaba un cabezazo. O si algo no salía como él lo había planeado, agachaba la cabeza, tomaba carrera y daba un cabezazo contra un árbol. Su mamá siempre le decía: —Así no, Pachy, las cosas se resuelven de otra manera. Tienes que aprender a escuchar a los demás y aceptar su forma de ver las cosas, y si algo te sale mal, no tienes que ser tan irascible. Pero Pachy no aprendía. Si alguien le hacía una broma o no estaba de acuerdo con lo que él pensaba, ¡zas!, le daba un cabezazo. Hasta que un día, llegó al valle una nueva familia de Pachycefalosaurus que tenía una hija de más o menos la misma edad que Pachy, que se llamaba Stefy. Desde el primer día se hicieron amigos y lo curioso fue que Stefy, también desde el primer día, se mostró en desacuerdo con todas las opiniones de Pachy y se la pasaba haciéndole chistes y riéndose de él; y Pachy no reaccionaba, como siempre lo hacía, y aceptaba sus opiniones y hasta se reía de sus chistes. ¿Sería que Pachy estaba enamorado de Stefy?

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La bestia y la bella

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l temible Megalosaurio cruzó el bosque como todos los días, destruyendo todo a su paso. Partía ramas, volteaba árboles y espantaba a todos los dinosaurios que andaban por ahí. Nadie quería encontrarse cara a cara con él porque era tremendamente fiero y muy malo. Por eso, su vida era solitaria y siempre estaba de mal humor. Para colmo, esa mañana, se había levantado peor que nunca porque un mosquito jurásico lo había molestado toda la noche y no lo había dejado dormir. En lo más profundo del bosque, se sentó sobre un tronco a descansar de su propia maldad, cuando apareció algo que empezó a revolotear a su alrededor. Pensó que era el mosquito y se preparó para aplastarlo. Pero eso que volaba a los saltitos y que parecía sensible a la mínima corriente de aire, flotó unos segundos frente a su cara y al final se posó en su nariz. El Megalosaurio la observó con los ojos vizcos y quedó maravillado por la belleza de sus alas multicolores y por su fragilidad. Acercó una de sus garras y le acarició las antenas. La mariposa saltó sobresaltada, pero como vio que el grandote no tenía malas intenciones se volvió a posar sobre su nariz. Desde ese día, todas las mañanas, el Megalosaurio se sienta en el árbol y espera a que la mariposa lo venga a visitar.

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El Stegosarus que tenía vergüenza

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l pequeño Stegosaurus dijo a su mamá: —Mañana no quiero ir a la escuela. —¿Por qué, hijito? —Porque los demás dinosaurios se burlan de las placas que tengo en la espalda, dicen que parece que llevara un tejado sobre el lomo. —No les hagas caso. Solo tienen ganas de molestar. —Y bien que lo logran. Para colmo, cuando me enojo, las placas se me ponen coloradas. —Es natural —dice la madre—, tus placas sirven para muchas cosas. Una de ellas es refrescar tu cuerpo. Cuando la sangre circula por tus placas, que tienen mucho contacto con el aire, la sangre se enfría y baja tu temperatura. Pero también cuando te enojas circula más sangre y por eso las placas se vuelven rojas, y esa es otra de sus funciones, asustar a tus enemigos.

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—Pero ellos no se asustan, al contrario, se ríen. —Porque ya te conocen y saben que eres más bueno que un helecho, pero cuando crezcas y se te acerque algún depredador que no te conozca, tus placas te van a salvar la vida. —Lo que más vergüenza me da es que las Stegosaurus del curso y sus amigas también se burlan de mí. —No te preocupes, tus placas tienen también otra función, llamar la atención de las Stegosaurus. Ya vas a ver que dentro de unos años todas ellas se van a sentir muy atraídas por tus placas. —¿Entonces no es tan malo tener estas placas en la espalda? —Para nada, hijito, los Stegosaurus estamos muy orgullosos de ellas. Y ahora, vamos, que hay que ir a la escuela. Nota: el nombre Stegosaurus significa “Lagarto con tejado”.

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Música para Dinosaurios

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esde lejos, empezaron a llegar unos sonidos extraños. Mamá Corithosaurus dejó de hacer lo que la tenía ocupada y le dijo a su marido: —Ahí está tu hijo, otra vez, haciendo cosas raras. Seguro que está en la lomada, como siempre. —Ya mismo voy a hablar con él —dijo papá Corithosaurus. A paso rápido cruzó el bosquecito, llegó al descampado y empezó a subir la loma desde donde venía el sonido. —Hijo, otra vez haciendo esos ruidos raros. Ya te dije que nuestra cresta sirve para amplificar los sonidos que usamos para comunicarnos con los de nuestra especie cuando estamos en peligro, y también para atraer a las hembras. —No son ruidos raros, papá, es música. A todos les gusta. —¿Música? ¿Qué es eso? —Son sonidos que combinados producen una melodía que es agradable al oído. Escucha un poco. Y el joven Corithosaurus hizo que el aire de sus pulmones pasara a diferentes velocidades por su cresta y saliese con variadas tonalidades.

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—¡Basta! ¡Basta ya! Eso es una aberración. Un buen Corithosaurus hace salir el aire con fuerza y logra sonidos que se escuchan a kilómetros de distancia. Aprende cómo se hace. Y el padre infló sus pulmones hasta ponerse colorado y después sopló con todas sus fuerzas y logró un sonido áspero, estridente y profundo que ponía los pelos de punta. —Pero, papá, eso no tiene armonía alguna. Trata de entender mi arte. Escucha. Y el joven dinosaurio sopló y sopló durante largos minutos una melodía hermosa que atrajo a todos los dinosaurios del valle. Cuando terminó de sonar la última nota, se escuchó un largo aplauso y gritos que le pedían que siguiera. El padre miró a sus espaldas y no entendía nada. Sin decir palabra volvió caminando despacio a donde estaba su esposa. —No lo vas a poder creer —le dijo—. Todos los dinosaurios del valle ovacionaron a nuestro hijo cuando ejecutó esos extraños sonidos que él llama música. No se oía tan mal, después de todo.

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La competencia de cuellos largos Anual de Cuellos Largos E raen lael Competencia valle de los Diplodocus.

Papá Diplodocus se había preparado todo el año para este certamen. De noche, dormía colgado cabeza abajo como los murciélagos, para estirar su cuello. Durante el día, comía las hojas de los árboles más altos para estirarse lo más posible. Los fines de semana pedía ayuda a su familia: unos lo agarraban de la cabeza y otros de la cola y tironeaban en ambos sentidos para estirarlo. No era fácil entrenar para esta competencia, había que ser muy perseverante y hacerlo todos los días con mucho sacrificio. Este año, había corrido la voz que de tierras lejanas iba a venir un Diplodocus formidable, con un cuello larguísimo que superaba los quince metros. Papá Diplodocus estaba muy preocupado, porque si era verdad lo que se decía por ahí, iba a ser muy difícil que pudiera ganarle. Las últimas semanas, después de enterarse de la noticia, había entrenado más fuerte que nunca y más de una vez había estado a punto de lesionarse. Al fin llegó el día de la competencia. Desde temprano empezaron a llegar los participantes de tierras lejanas.

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Nada del otro mundo, cuellos de cinco a siete metros de largo. Papá Diplodocus podría contra ellos. Pero de repente se escuchó un murmullo entre los asistentes, se empezó a decir que a lo lejos venía el Diplodocus del cuello formidable. Papá tragó saliva (se imaginan lo que tardó esa saliva en llegar a su estómago). Los dinosaurios se empezaron a apartar para dar paso al nuevo competidor. Papá estiró su cuello lo más posible para impresionar, pero el dinosaurio formidable caminó hacia él y se detuvo a su lado. Papá lo miró de arriba abajo y no lo podía creer, su cuello no era tan largo como se había dicho, le ganaría fácilmente. Tanto preocuparse, tanto entrenar, ¿para qué?, era un cuello normal de no más de siete metros. Entonces comprendió lo que había pasado: la noticia del nuevo competidor había corrido de valle en valle y, como siempre sucede, cada uno la fue exagerando un poquito; por eso cuando llegó a sus oídos, el cuello había crecido tanto.

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Sofi y las mentiras los Dilophosaurus tenían una doble cresta sobre la Todos nariz, pero Sofi era un caso especial: cada vez que mentía,

su doble cresta se ponía colorada. Era como tener un cartel con letras luminosas en la cabeza que dijera ¡MENTIRA! ¡MENTIRA! cada vez que Sofi faltaba mínimamente a la verdad. —Mamá, ¿por qué a mí me pasa esto? Los demás Dilophosaurus se la pasan mintiendo y su doble cresta como si nada, sigue del mismo color que siempre. —¿Mienten mucho tus amigos? —No sabés: Alfonso contaba el otro día que se había peleado, él solo, contra dos T-rex y que les había ganado. Y Mica se vanagloriaba de que ella podía correr a cien kilómetros por hora. Y Suny, siempre dice que puede nadar bajo el agua sin respirar durante cincuenta minutos. Y Chacho dice que nadie lo ayuda a hacer las tareas cuando todos sabemos que sí. ¡Y a ninguno se le pone la cresta roja como a mí! —Yo conozco a alguien a quien también se le pone la cresta colorada cuando miente. —¿En serio? ¿A quién?

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—A mí, a tu mamá. —Mentira, nunca vi que se te pusiera la cresta roja. —Porque no me conociste de chiquita. Me pasaba lo mismo que a vos. Pero, a medida que fui creciendo, me di cuenta de que no hacía falta mentir. Piensa en tus amigos, ¿por qué mienten? —Y… para hacer ver que ellos son mejores de lo que realmente son. —¿Y eso es necesario? No es mejor ser uno mismo. Ser auténtico. En cuanto me di cuenta de esto que te estoy diciendo, dejé de mentir y ya nunca más tuve que avergonzarme por mi cresta. —Es verdad, mamá. Tiene más sentido avergonzarse por mentir que por que la cresta se te ponga roja, ¿verdad? —Vas a ver que muy pronto nunca más se te va a poner la cresta colorada.

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La cuarta lección

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n gigantesco Apatosaurus caminaba por el valle cuando una Allosaurus salió a su encuentro desde atrás de unos árboles. —Hola, amigo Apatosaurus, quisiera pedirte un favor. El Apatosaurus se inquietó, porque sabía que los Allosaurus eran temibles cazadores. Miró a su alrededor para ver si no era una emboscada. —No te preocupes, amigo Apatosaurus, solo estoy yo y mi pequeño hijo y no tengo intención de cazarte. —No veo a tu hijo, me estás mintiendo. —Justamente ese es el problema, no ves a mi hijo porque está allá arriba, en lo alto de ese árbol. Subió sin que yo me diera cuenta y ahora no puede bajar. ¿Podrías ayudarnos, por favor? El Apatosaurus miró hacia arriba y vio al pequeño aferrado a una rama muerto de miedo. —Está bien, te ayudaré, pero prométeme que después de que lo haga no me vas a comer. —Prometido —dijo la Allosaurus. El Apatosaurus estiró su cuello, se puso en dos patas y llegó a la


rama en donde estaba el travieso Allosaurus bebé. Usando su cuello como un tobogán, el pequeño pudo bajar sin problemas. —Hijo, hoy acabas de aprender tres lecciones —dijo la madre Allosaurus—. Primero, que los de nuestra especie no somos buenos trepando árboles. —¿Y la segunda lección, mamá? —Que los Apatosaurus son muy confiados y es muy fácil engañarlos. El Apatosaurus abrió grande los ojos. —¿Y la tercera? —La tercera lección es cómo se caza a un Apatosaurus. El Apatosaurus pensó lo más rápido que pudo y dijo: —Yo diría que ha aprendido una cuarta lección. —Ah, ¿sí? ¿Y qué lección es esa? —Acabas de enseñarle que eres una madre mentirosa, que no tienes palabra. La Allosaurus quedó muda por unos segundos y de repente dijo mirando a su hijo: —¡Ja, ja! Sólo estaba bromeando. Dale las gracias al amigo Apatosaurus por haberte salvado, hijito. Y vamos, que se nos hace tarde.

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Un Maiasaura inquieto

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n día, rompió el cascarón y nació. Enseguida demostró ser el bebé de Maiasaura más inquieto de toda la comunidad. Las madres Maiasaura hacían sus nidos muy cerca unos de otros para protegerse de los depredadores. Cada vez que mamá Maiasaura salía a buscar comida, le decía a su bebé que durante el tiempo que ella se ausentara él tenía que quedarse en el nido y no moverse de ahí. El primer día le hizo caso. Se moría de ganas de ir a visitar los otros nidos pero se aguantó y no se movió. Ya el segundo día no pudo quedarse quieto y gateó hasta el nido que estaba al lado. Cuando regresó su madre, casi se muere del susto, pero, por suerte, enseguida lo encontró jugando con su vecino. Esa noche lo dejó sin comer por no haberle hecho caso. Pensó que al otro día todo iría bien, pero de nuevo el pequeñín se alejó de su nido muy interesado en lo que pasaba en los nidos más lejanos. Esta vez, mamá, tuvo que darle de comer, para que no se muriera

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de hambre, pero no le contó el cuento de las buenas noches. Era imposible lograr que el pequeño Miasaura se quedase donde debía. Ni bien se iba mamá, partía rumbo a los otros nidos a hacer sociales. Hasta que un día, se aventuró más allá de los nidos y caminó por el bosque disfrutando de todo lo nuevo que veía. Pero, de repente, escuchó un ruido y vio a un enorme y feo dinosaurio que lo miraba con ojos de hambre. No hacía falta ser muy inteligente para saber que ese era uno de los depredadores de los cuales siempre lo prevenía su madre. Así que sin pensarlo dos veces empezó a correr. Pero no era el único que corría, el depredador también lo hacía a sus espaldas. Por suerte no se había alejado demasiado y le dio el tiempo para llegar a la protección de su comunidad antes de que lo alcanzara. Ya en su nido, con la lengua afuera y el corazón que se le quería salir del pecho, se acurrucó, bien bien acurrucado, se tapó con unas hojas y se quedó quietito el resto de la tarde, como nunca lo había hecho. Cuando mamá regresó, no lo podía creer. —Qué bien que nos portamos —le dijo—. Hoy debes haber aprendido algo importante, ¿verdad?

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La sorpresa de Dracorex

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n enorme y brutal Dracorex se acercó a un pequeño Gallimimus que tenía algo entre sus manos. —¿Qué tienes ahí? —le dijo—. ¿Acaso es comida? —¡No, no! No es para comer. Es algo totalmente diferente, algo nuevo en este mundo —respondió el pequeño, que intentaba proteger eso tan valioso que ocultaba. —¿Y si no es para comer para qué sirve? —volvió a preguntar el gigantón. —Y... Sirve para mirar, para sentir. —¡Si no es alimento, no sirve para nada! —dijo del Dracorex enojado. —Bueno, sí, también es alimento… —¡Entonces dámelo que me lo como ya mismo! —gritó el gigante al que ya le caía baba de la boca. —Es alimento para el alma, no para el estómago.

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—¿Y eso qué es? —dijo el bruto, mirándose la panza. —No es algo que esté en el cuerpo, el alma es… El Dracorex que ya había perdido la paciencia, lo interrumpió y le dijo: —A ver, déjame ver esa cosa. —Está bien, te dejaré verla, pero tienes que ser muy cuidadoso. No puedes lastimarla con tus garras, ni aprisionarla entre tus dedos, tampoco puedes respirar muy fuerte sobre ella, y mucho menos darle un mordisco. Tienes que observar su belleza, cerrar los ojos y ver qué sientes. El Gallimimus abrió sus manos y dejó ver una hermosa flor, de esas primeras que aparecieron sobre la Tierra en aquellos tiempos. El Dracorex acercó su enorme carota y quedó sorprendido por los colores, por el tenue perfume, por su hermosura. Aguantando la respiración, para no molestarla con su aliento, cerró los ojos y se estremeció.

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Hacer amigos

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unca había habido una sequía tan grande como la de los últimos años. Los pastos habían muerto y la llanura se había convertido en un gran desierto. Los ríos estaban secos; los árboles, chamuscados por el calor. Casi no quedaba alimento y mucho menos fuentes de agua. Un joven Struthiomimus había descubierto un arbusto que milagrosamente todavía tenía algunas hojas verdes y se las estaba comiendo como si fuesen un manjar. De repente escuchó algo. Se dio vuelta y vio a otro Struthiomimus que lo estaba mirando. Lo primero que pensó fue que quería robarle su alimento. Así que lo miró con fiereza e hizo esos ruidos extraños que hacían los de su especie para intimidar. Pero el otro, agachó la cabeza y mostró señales de sumisión. Más tranquilo siguió comiendo. El otro se mantuvo a distancia sin quitarle los ojos de encima. Entonces pensó que tal vez podría ofrecerle algunas hojas y hacerse amigo. Los dos parecían tener la misma edad. El otro aceptó y comió muy agradecido. —Gracias —le dijo—. No sabes cuánto te lo agradezco. Hace semanas que no como.

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—No es mucho, pero no es mala idea compartirlo. —Cómo te llamas —le preguntó. —Mi nombre es Walter. —El mío Tulio. —Oye, no las comamos todas, guardemos algunas para mañana. —Buena idea —dijo Tulio. Cuando decidieron dejar de comer, Walter, su nuevo amigo, le propuso que lo siguiera. Corrieron por el desierto, llegaron a unas montañas y se internaron por un cañadón. —Tengo algo que mostrarte —dijo Walter—, seguro te va a interesar. Con su trompa movió unas piedras y le dijo a Tulio que mirase. Había un gran agujero en la tierra. Tulio desconfió, pensó que tal vez era un truco para empujarlo al pozo y de esa manera quedarse con el arbusto de las hojas verdes todo para él. —No tengas miedo —le dijo Walter—, si quieres no te acerques, solo olfatea. Tulio estiró su cuello, abrió bien su nariz y sintió ese olorcito a tierra húmeda que le decía que ese pozo estaba lleno de agua. —¡Agua! ¡Tienes un pozo de agua! —gritó Tulio emocionado. —Así es, amigo, y vamos a compartirlo.

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Mejores amigos

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sa noche, cuando el pequeño Iguanodón llegó a casa, su padre lo estaba esperando. —Hijo, hoy vi que estabas jugando con un joven Utahraptor. —Sí, papá, es mi mejor amigo. —Bueno, desde mañana dejará de serlo. Te prohíbo que vuelvas a verlo —dijo el padre con mucha seriedad. —Pero, papá, ¿por qué? ¿Por qué no puedo jugar con él? —Porque el Utahraptor es por naturaleza un depredador, y cualquier día de estos, a tu joven amigo se le despertará el instinto cazador y será mejor que tú no estés cerca. Al día siguiente, el iguanodón fue a despedirse de su amigo: —Ya no podemos vernos más —le dijo—, mi papá me lo ha prohibido porque dice que algún día intentarás comerme. —¡¿Qué?! ¡Yo jamás haría eso! Somos mejores amigos. —Ya lo sé, pero no puedo desobedecer a mi papá. —Hagamos un pacto —dijo el joven Utahraptor, si alguna vez nos volvemos a encontrar, jamás nos haremos daño. —Trato hecho. Pasó el tiempo, el Iguanodón ya se había convertido en un adulto y pasaba sus días pastando y cuidándose de los depredadores.

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Una tarde, mientras comía hojas fue emboscado por un Utahraptor. Acorralado se preparó para el combate. Los Utahraptor, a pesar de ser más pequeños que los Iguanodones tenían todo a favor para ganarles en una pelea cuerpo a cuerpo. De repente, el Iguanodón reconoció a su amigo. —¿Acaso no me recuerdas? —le dijo. —Claro que te recuerdo, pero eso ya no importa. Ahora soy un cazador y nunca dejo escapar a una presa —respondió el Utahraptor. —¿Y nuestro pacto? —Ya no cuenta, éramos niños cuando lo hicimos. —Para mí sí cuenta. No voy a defenderme. Juré no hacerte daño. El Utahraptor avanzó hacia él. El Iguanodón no se movía. —¡Vamos, defiéndete! ¡No puedo cazar a una presa que no lucha por su vida! El iguanodón seguía quieto, mirando el suelo. —Será mejor que cierres los ojos —dijo el Utahraptor. Pasaron unos segundos y no pasó nada. Cuando el Iguanodón levantó la cabeza y abrió los ojos, el Utahraptor ya no estaba.

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Una buena acción n enorme Shonisaurus se acercó mucho a la orilla y una ola traicionera lo empujó hacia la arena y ya no pudo volver al mar. Quedó allí, varado, a pleno rayo del sol. Sabía que tenía las horas contadas, el sol le resecaría la piel, le subiría la temperatura y allí encontraría su muerte. Aunque, había otra posibilidad: que algún carnívoro lo encontrase antes y se lo comiera. Ninguna de las dos opciones le parecían simpáticas, pero debía ser realista: su destino estaba marcado y no había escapatoria. De repente escuchó unos pasos en la arena. Se dio vuelta, para ver quién era el que se lo iba a comer, pero descubrió a una simpática tortuga que lo miraba desconfiado. —No me vas a comer, ¿verdad? —No te preocupes, soy herbívora —respondió la tortuga. —¿Crees que podrás ayudarme a salir de acá? —Mmm… Yo sola, lo dudo. Eres muy pesado. Pero espera un minuto, o varios, mejor dicho. La tortuga caminó hacia el bosque y desapareció. El Shonisaurus no supo qué pensar. Tal vez había ido a avisar a los carnívoros de que había encontrado una presa fácil. Tal vez, nunca más volvería. Las dos opciones eran horribles, y no se le ocurría otra posibilidad.

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Pero de repente escuchó un gran alboroto y era la tortuga que había regresado con un montón de amigos. Ninguno parecía peligroso, no tenían esas caras llenas de dientes y colmillos como suelen tener los carnívoros. —No te preocupes, entre todos te devolveremos al mar. Un gran Plateosaurio apoyó su cabeza contra el Shonisaurus y empezó a empujar. Todos los demás hicieron lo mismo, grandes, medianos y pequeños hacían fuerza por igual. —Tenemos que apurarnos —gritó el Plateosaurio—, si algún depredador nos descubre se dará una panzada con todos nosotros. Finalmente, lograron empujarlo hasta donde había suficiente agua y el Shonisaurus pudo empezar a nadar. —¡Gracias, amigos! Fueron muy nobles y valientes. Arriesgaron su propia vida por salvarme. Nunca los olvidaré. El Shonisaurus se alejó unos metros y dio un gran salto fuera del agua como saludo de agradecimiento. Desde la orilla lo vieron alejarse y todos sintieron una rara sensación. Una especie de felicidad, pero no de esas felicidades que dan ganas de saltar o gritar. Una felicidad apagadita y hermosa que los llenaba de paz.

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Un largo dolor de garganta sa mañana Benicio, el Brachiosaurus, se despertó con un terrible dolor de garganta. —No es nada, Benicio —le dijo su mamá—, es solo un dolorcito que pronto va a pasar. Pero cada vez que Benicio tragaba, un ardor insoportable corría a todo lo largo de su larguííííííííííííííííííííísima garganta. A media mañana, Benicio estaba en un grito y su mamá decidió llamar al médico. Pronto llegó Curita, el médico del valle, que le pidió a Benicio que abriera bien grande la boca y que sacara la lengua. Curita casi se metió dentro de su boca para ver qué estaba pasando en el interior de ese cuello tan tan largo. —No hay duda —dijo el doctor—, es un dolor de garganta. —¿Y qué le podemos dar para que se sienta mejor? —preguntó la madre. —Dadas las características de su patología y lo tan extenso de su anatomía, yo recetaría unas infusiones de hojas de cícadas silvestres y una buena bufanda que le abrigue bien el cuello.

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Sin perder tiempo, papá Brachiosaurus salió corriendo a buscar hojas de cícadas y mamá se puso a tejer la bufanda. Dado el largo del cuello de su hijo, tuvo que pedir prestado, a todas sus vecinas, lanas sobrantes del color que fuera, porque la que tenía no le alcanzaba ni para hacerle un moño. Mamá se puso a tejer a toda velocidad y papá le preparó el té que había recetado el doctor. Luego de la primera taza de té, el dolor no había disminuido ni un poquito. Mamá ya iba por el tercer color y las agujas volaban en sus manos. Al medio día, mamá, agotada de tanto tejer, le probó la bufanda que había tejido hasta ese momento, pero no alcanzaba ni para cubrirle la mitad del cuello, así que siguió dale que dale con las agujas. A media tarde, cansadísima, volvió a probársela y aún faltaba bastante. A media noche, mamá se caía del sueño, pero dio la última puntada y la terminó. —Ahora sí, Benicio, costó pero acá está. Déjame probártela. —Sabes qué, mamá, creo que ya no me duele más la garganta.

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Virma y Kyrno por las noches

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irma, se despertó sobresaltada porque su hermano, le había dado un mazazo con su cola mientras dormían. —¡Mamá, mamá! Kyrno me pegó con el mazo de su cola, es un bruto. —¿Qué pasó, Kyrno? —preguntó su mamá. —Perdón, no fue a propósito. Es que tuve una pesadilla y me asusté. —No es la primera noche que tienes pesadillas, ¿verdad? —Sí, mamá, no puedo dormir bien, es que… —¡Tiene miedo, tiene miedo! —interrumpió, su hermana, burlona. —Virma, no seas mala —la reprendió su madre—. Es muy común tener pesadillas a la hora de dormir. Ya va a pasar, Kyrno, no te preocupes. —Es que la oscuridad me da miedo, mamá. —Nada de lo que nos rodea es diferente cuando se va la luz. Piensa en eso. Es como si cerraras los ojos, todo sigue igual a nuestro alrededor, solo que no lo vemos. Además, aquí, en nuestra guarida, estamos bien protegidos. No hay nada de que temer. —Y si entra un depredador, no podré verlo para defenderme. —No te preocupes que no va a entrar nadie, pero

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suponiendo que entrara, estaría tan a oscuras como tú y no podría atacarte. —Mamá, ¿puedo dormir con vos? —Bueno, Kyrno, ven aquí a dormir a mi lado, ¡pero solo por esta vez! —¿Me contarías un cuento, mamá?, uno cortito. —Está bien, hijo: Había una vez un Eoplocephalus que no podía dormir… —¿Ese soy yo? Y a los tres segundos, Kyrno ya estaba profundamente dormido. De repente, de nuevo, Virma se despertó sobresaltada: —¡Mamá, mamá! —¿Qué pasa esta vez, hija? Kyrno no pudo haberte golpeado porque está aquí, durmiendo conmigo. —No, esta vez fui yo la que tuvo una pesadilla. —No es nada, vuelve a dormirte. —¿Puedo dormir con vos? Solo por esta noche, mamá. —Está bien, Virma, ven aquí y acuéstate de este lado, no vaya a ser cosa que Kyrno te vuelva a golpear con su cola. —¿Me contarías un cuento? Uno bien cortito.

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Un Protoceratops independiente

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amá Protoceratops llamó a sus hijos para que la acompañaran a buscar comida. —¡Vamos, chicos, que les voy a enseñar cuáles son las hierbas buenas y cuáles no hay que comer! Todos corrieron tras ella menos el mayor, que dijo que él iba a ir solo y que no necesitaba que le enseñaran nada. —Como quieras —dijo la madre, y partió con todos los demás. El joven Protoceratops se internó en el monte y empezó a escarbar la tierra con su duro pico en busca de raíces tiernas, también probó algunas hojas y varios frutos. Lo que más le gustó, fueron unas bayas muy coloridas que crecían en un árbol bajo y frondoso. Comió hasta que no dio más y luego se recostó en la sombra a dormir un rato. Lo despertó un terrible dolor de panza. Como pudo, volvió a su guarida y al llegar vio que su madre y sus hermanos ya estaban allí, muy felices, jugando como siempre.

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—Ey, Felipe, ¿qué te pasa que tienes esa cara? —le preguntó su madre. —Nada, me duele un poco la panza. —¿Solo un poco? Estás más pálido que una serpiente. ¿No habrás comido unas bayas coloridas que crecen en el monte? —Solo probé unas pocas, pero no me gustaron —mintió Felipe. —Mmm… Me parece que alguien está mintiendo. Si hubieras venido con nosotros, hubieras aprendido que esas bayas que se ven tan bonitas y que son muy dulces son venenosas para los Protoceratops. No te preocupes, solo te dolerá la panza toda la noche y mañana estarás bien. Al día siguiente, la madre volvió a llamar a sus hijos para hacer una nueva exploración, pero Felipe dijo que iría solo, que no necesitaba que nadie le enseñara nada. La madre le dijo que hiciera lo que quisiera, y no tuvo dudas de que su hijo mayor sufriría unos cuantos dolores de panza y que se daría varios golpes, pero que a la larga sabría tanto como ella, y tal vez mucho más.

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¡Vuela, Dani, vuela!

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any, el Deinonichus, decidió treparse al gran árbol porque le habían dicho que en el ápice crecía el fruto más rico del mundo. Usando sus garras curvas, pudo trepar sin problema. Trepó, trepó y trepó. Cuanto más arriba estaba, más alto era el riesgo de caer, porque las ramas se iban afinando y se volvían más quebradizas. Desde abajo los amigos lo alentaban: —¡Tú puedes! ¡Ya casi llegas! ¡No te rindas! Al fin, se aferró bien de la última rama, estiró el brazo y… nada. No había ningún fruto maravilloso. “Lástima”, se dijo, y cuando miró hacia abajo para empezar a bajar, vio que estaba tan alto que se paralizó. Desde abajo le gritaban: —¡No te lo comas tú solo, nosotros también queremos probarlo! Entonces les gritó: —¡No hay fruto, solo era un leyenda! —¡Baja, entonces, que se viene una tormenta! —¡No puedo! —¡¿Por qué no puedes?! —¡Tengo miedo!. —¡Vamos! Si no tuviste miedo al subir, ¿por qué vas a tener miedo ahora? —¡No sé, pero no puedo! —¡Le avisaremos a tu padre!

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—¡No eso me da más miedo, él me prohibió subir a este árbol! —¡Mira hacia el horizonte, Dani, se viene una tormenta de rayos! ¡Tienes que bajar ya mismo! —¿Por qué no vuelas? Tus brazos son como alas con todas esas plumas y lo mismo tu cola —dijo uno de ellos. —¿Alguna vez has visto volar a un Deinonichus? —le preguntó Dani. —No, pero siempre hay una primera vez. —Es eso o le avisamos a tus padres. —¡Está bien, lo intentaré! —Solo cierra los ojos, abre los brazos y extiende la cola, tienes que poder planear como los Pterodáctilos. Dani cerró sus ojos, pero la sola idea de tirarse desde allí arriba lo paralizaba aún más. Amagó varias veces, pero no se decidía, hasta que de repente la rama sobre la que estaba se quebró y cayó al vacío. Por suerte se acordó de abrir los brazos y extender la cola. —¡Miren, ahí va! —gritó uno de los amigos. Dany planeó, de manera no muy elegante, y cayó entre unos pastos. —¡Lo lograste, Dani, volaste! —¡¿Por qué no lo haces de nuevo?! ¡Estuvo buenísimo! —¡Ni loco! Nunca más me treparé a un árbol.

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Aldo, el gran Spinosaurus

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ldo, el Spinosaurus, se quejaba con su amiga de que estaba cansado de ser el más grande de toda la comarca. —Siempre se burlan de mí diciéndome que soy más grande que una Araucaria y más inútil que una montaña. —Eso no es verdad —respondió Lena—; eres grande, no podemos negarlo, pero no menos inútil que los que te burlan. —Ah, bueno, eso me deja más tranquilo. De repente, se escucha una enorme explosión y tiembla todo el valle. —¿Qué fue eso? —dice Lena, refugiándose detrás de Aldo. —¡Mira! ¡Es el volcán! ¡Está lanzando humo y lava! Unos minutos más tarde, todos los dinosaurios del valle se habían reunido porque acababan de darse cuenta de que la lava que bajaba del volcán iba a arrasar la comarca en la que vivían. —La única manera de evitarlo sería poniendo una enorme piedra entre aquellas dos montañas para que la lava no pueda ingresar al valle —dijo el Triceratops. —Pero debería ser una piedra enorme, ¿quién sería capaz de levantar algo así y colocarlo en el lugar? —preguntó el Stegosaurus. —Él podría hacerlo —dijo Lena, señalando a Aldo. —¡Es verdad, Aldo es lo suficientemente grande como para mover una piedra de ese tamaño!

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—¡Aldo! ¡Aldo! ¡Aldo! —gritaron todos para animarlo. —OK, yo lo haré —dijo Aldo, y partió hacia las montañas. Eligió la piedra más grande que encontró, la puso sobre sus hombros y empezó a caminar con gran esfuerzo. La lava estaba cerca y no podía perder un segundo. Llegó al lugar, ya casi sin fuerzas, elevo la piedra sobre su cabeza y la dejó caer entre los dos picos. Un segundo después, la lava chocó contra la piedra y se empezó a acumular, hasta que encontró un cañadón por el que fluyó bien lejos del valle. —¡Aldo! ¡Aldo! ¡Aldo! —gritaron todos a su regreso, y trataron de levantarlo en andas, pero fue imposible porque era demasiado grande.

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ÍNDICE Cuello largo, cuello corto Diente de leche El descubrimiento de Li Un Triceratops curioso El cuento preferido El Tyrannosaurus peleador El gran día Corre, Alina, corre Engañador engañado Un paseo inoportuno La Cruz del sur Aguas peligrosas La dieta de Gallimimus El Ankylosaurus protestón Los visitantes Todo puede cambiar La bestia y la bella El Stegosaurus que tenía vergüenza Música para dinosaurios La competencia de cuellos largos Sofi y las mentiras La cuarta lección Un Maiasaura inquieto La sorpresa de Dracorex Hacer amigos Mejores amigos Una buena acción Un largo dolor de garganta Virma y Kyrno por las noches Un Protoreratops independiente ¡Vuela, Dani, vuela! Aldo, el gran Spinosaurus

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