A
morina es una jirafa que siempre anda en las nubes. No, no es que sea medio distraída, lo que pasa es que es la jirafa con el cuello más largo del mundo. Es tan tan largo que sobrepasa la altura de las nubes. Cuando está el cielo despejado no tiene problema porque puede ver para abajo al resto de las jirafas e ir de acá para allá con ellas buscando hojas tiernas. Pero cuando está nublado se le complica porque su cabeza queda por encima de la capa de nubes. Lo bueno es que para ella siempre brilla el sol, pero lo malo es que a veces se siente un poco sola. Los días que más le gustan son esos en que hay nubes sueltas. Porque, cuando se cansa de escuchar las tonterías que hablan sus amigas jirafas, mete la cabeza en una nube algodonosa y se aísla por un rato.
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Amorina es la única jirafa que tiene que agacharse para comer. Todas las demás deben estirar sus cuellos para llegar a las hojas de las ramas altas, que son las más tiernas; en cambio ella tiene a su disposición todas las hojas que quiera solo con agacharse un poquito. Hace unos días, amaneció con tortícolis, un dolor en el cuello que no le permitía girar la cabeza para ningún lado. Ya le ha pasado otras veces y la única manera de que se le pase es con masajes. El problema es que cada vez que esto ocurre, tienen que llamar a una manada de monos completa para que la masajeen. Son los únicos capaces de trepar por un cuello tan alto. Además tienen que ser muchos porque uno solo tardaría demasiado. Por suerte los masajes dieron resultado y Amorina está bien otra vez. Bueno, casi. Ahora tiene un chichón en la cabeza porque el otro día un globo aerostático que volaba por ahí no la vio y chocó contra ella. Por suerte los tripulantes fueron amables y le pusieron una curita que sacaron del botiquín. Ya saben, si alguna vez vuelan en avión y de repente ven por la ventanilla algo amarillo con manchas oscuras y cuernitos, es muy posible que sea Amorina. Traten de esquivarla y mándenle saludos.
FIN
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U
n gran cóndor de la cordillera de los Andes bajó a tierra a descansar. Tenía un chichón en la cabeza, un ojo negro, el pico dolorido, una pata lastimada y la cola sin plumas. Se le acercó un niño y se le puso a conversar. —Hola, señor cóndor. ¿Cuál es su nombre? —Algunos me llaman Manke. —Qué lindo nombre. ¿Y qué hace acá en el llano? ¿No es que ustedes los cóndores siempre andan volando muy alto entre las montañas? —preguntó el niño. —Ese es mi problema —respondió el cóndor—: como no veo muy bien, cada vez que vuelo por ahí, si no me choco con una piedra, me estrello contra un acantilado o me enredo entre las ramas de un árbol. La cuestión es que siempre termino machucado. —Sí, está más golpeado que una pelota de fútbol —dijo el niño.
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—Y eso no es lo peor: lo que más me duele es que los demás cóndores se ríen de mí cada vez que termino en el piso. —¿Por qué no intenta con estos? —¿Qué son? —Anteojos. Se usan para ver mejor. —¿Estás seguro? —En casa tengo otro par. Pruébeselos, tal vez le vayan bien. —¿Y tu mamá no se va enojar? —No. A ella le encanta que yo haga buenas acciones — respondió el niño. —¿Cómo se ponen? —Los apoya aquí en el pico y… ¡Eh! Pero usted no tiene orejas. ¿Cómo podríamos hacer? Ah, ya sé. Se los voy a atar con un cordón de mi zapatilla. Ahí está. Le quedaron perfecto. A ver, mire a lo lejos. ¿Qué dice en aquel cartel? —Avistaje de cóndores. —Buenísimo. Diez sobre diez. Ahora sí podrá volar sin machucarse. —¡Gracias, amigo! ¡Me voy volando porque quiero verles las caras a los que antes se reían de mí!
FIN 7
C
uando Toño se hizo adulto, su padre le dijo: —Ahora que eres grande, tienes que salir a cazar solo. Toño se imaginó solito en el bosque y no le gustó nada. —¿Por qué no puedo ir de cacería con mis amigos? —Los zorros somos animales solitarios porque tenemos que andar por el bosque sin hacer ruido. Es la mejor manera de sorprender a nuestras presas y escondernos de los depredadores —respondió el papá. —Pero si vamos todos juntos, veinte ojos ven más que dos y nadie se va a animar a molestarnos. —Hijo, nuestra fama de astutos e inteligentes nos la hemos ganado siendo como somos. —Está bien, papá, no te preocupes, mañana iré solo. Pero Toño no quedó muy convencido, así que llamó a sus amigos y los invitó a salir a cazar en grupo.
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Al otro día se encontraron en el bosque y, haciendo bromas y riendo, fueron en busca de alguna presa. Después de unas cuantas horas sin cazar nada, los zorros se sentaron a descansar. Rieron mucho con las bromas que hacían y sus gritos retumbaron en los grandes árboles del bosque y llegaron a los oídos de un lobo que decidió ir a ver qué estaba pasando. Se sorprendió al ver a tantos zorros juntos, tan despreocupados y poco sigilosos. —¿Qué están haciendo? —preguntó el lobo. —Estamos cazando —respondió Toño. —Por lo que veo no han cazado mucho. —No todavía. —El que sí va a cazar soy yo. Entonces el lobo emitió un poderoso silbido y en cuestión de segundos aparecieron cinco lobos más. —Nosotros, los lobos, sí sabemos cazar en manada. Los zorros muertos de miedo se miraron entre ellos y salieron corriendo en todas direcciones. Como eran más pequeños y escurridizos pudieron escapar de los lobos casi por milagro. Al día siguiente, Toño se convenció de que lo mejor sería salir a cazar solo, al atardecer, al amparo de las sombras y ser lo más sigiloso y astuto posible.
FIN 9
E
n una aldea china a un niño se le ocurrió una idea genial. No estaba muy seguro de cómo la tomarían los demás pobladores, así que primero se la contó a su abuelo. ¡Abuelo, se me ocurrió que podríamos festejar el día del Panda! ¿Qué te parece? El abuelo hizo silencio por un rato, después lo miró a los ojos, sonrió y le dijo que era una gran idea y que la presentara al consejo vecinal. La idea gustó y mucho. Cada poblador dio su opinión de cómo debía ser el día del panda. Hubo ideas locas, ideas tontas e ideas interesantes. Discutieron, pero finalmente lograron ponerse de acuerdo. Fijaron fecha y acordaron que ese día todos se disfrazarían de pandas y marcharían en procesión tocando música y bailando hasta el
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bosque de bambú para hacer una ceremonia. Cada familia confeccionó sus disfraces, los músicos crearon canciones alusivas y se inventaron bailes y coreografías. Cuando al fin llegó el día, se reunieron en la plaza y marcharon en procesión hacia el bosque. Los pandas son animales muy tímidos que se pasan el día comiendo bambú, pero también son muy curiosos. Escondidos entre las cañas, espiaron para ver qué era todo ese barullo. Vieron una ronda de pandas que parecían pandas pero que no lo eran. Hacían un ruido que, aunque ruidoso, les resultaba divertido. Se preguntaron qué sería eso, pero no se animaron a salir. Uno de los pandas dijo que tal vez era una trampa para cazarlos, pero otros dijeron que no lo parecía. Permanecieron ocultos hasta que, al atardecer, todo terminó. Entonces se acercaron sigilosamente al lugar y descubrieron que les habían dejado canastas con frutas y verduras. Las examinaron bien, probaron un poquito y les encantó. No dejaron ni una.
FIN
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E
n la selva de acá a la vuelta, el león, rey de esa selva, últimamente está más preocupado por su melena que por las ocupaciones que su cargo le exige. Todo se debe a una revista que llegó volando a sus manos, que mostraba las últimas novedades en materia de peluquería. Por sus hojas desfilaban salvajes peinados, cortes feroces y tinturas exóticas. Mientras el león pasaba las páginas no podía evitar tantear con una pata su propia melena. Jamás se había preocupado por ella y ahora descubría que había sido un error. Ni bien dio vuelta la última hoja, salió corriendo hacia el río. Se asomó desde la orilla con intención de mirarse en el agua, pero el río estaba inquieto y revuelto. Así que el león dio dos temibles rugidos y el río se aquietó hasta quedar hecho un espejo. Casi le da un ataque. Su melena lucía desprolija, reseca y sin forma.
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Sin perder tiempo convocó a su consejo de expertos, que eran muy expertos en muchas cosas pero no en peluquería. De todas maneras, ellos siempre opinaban lo que el león quería escuchar. Esta vez les habló de lo descuidada que estaba su melena y de lo que había que hacer al respecto. Entonces le encargó a un mono que le consiguiera una de estas y una de estas. Claro que se lo dijo señalando una foto de la revista en la que había una tijera y una navaja. Sin perder un segundo, el mono corrió al poblado a cumplir el pedido del rey. Unas horas más tarde volvió el mono con una navaja en una mano y una tijera en la otra. —Muy bien, buen trabajo. Ahora tienes que cortarme el pelo como en esta foto —dijo el león. El mono miró la foto, miró la melena, volvió a mirar la foto y la melena otra vez. Se rascó la cabeza y puso manos a la obra. Pasaron ya cuatro días y el mono sigue escondido en la rama más alta del árbol más alto de la selva de acá a la vuelta. Y hace cuatro días que el león no se despega de la base del árbol esperando a que baje el mono.
FIN
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U
n viejo zorrino andaba cazando insectos por el bosque cuando a sus espaldas escuchó un ruido. Al darse vuelta descubrió a un lobo que lo acechaba. Era un lobo muy joven. —Es la primera vez que sales a cazar solo, ¿verdad? —Así es —respondió el lobo. —¿Puedo darte un consejo? —No, porque te voy a comer. —Va a ser mejor que me escuches. Tal vez no conozcas a los de mi especie. Soy un zorrillo. Ves esta línea blanca que corre a lo largo de mi cabeza y espalda, es para alertar a los demás animales de que somos peligrosos. —¡Ja, ja! —rio el lobo—. Eres muy pequeño para ser
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peligroso. ¿Qué daño podrías hacerme? —No digas que no te lo advertí. El lobo se puso a observar al zorrino detenidamente: Tenía dientes fuertes, pero su mandíbula era muy chiquita, apenas si podría pellizcarlo. Sus garras no eran nada despreciables, pero las suyas eran más poderosas. No le pareció que pudiera correr muy rápido y, además, parecía bastante viejo y falto de fuerzas. Concluido su análisis, decidió abalanzarse sobre él. —¡Ah, ah! —dijo el zorrino—. Piénsalo bien, todavía estás a tiempo de volver a tu madriguera sano y salvo. El lobo pensó que solo era una estratagema y sin dudarlo más avanzó hacia él. El zorrino dio un grito espeluznante que detuvo al lobo, y casi al mismo tiempo se paró sobre sus patas delanteras y lo roció de pies a cabeza con un líquido que olía horriblemente mal. —¿Pero qué has hecho? —dijo el lobo—, me has bañado con… con… ¡Pis! y huele… ¡Espantoso! ¡Puaj! ¡Nunca había olido algo tan desagradable! —Te lo dije. No supiste escuchar. Prepárate para vivir unos cuantos días con ese olor. El lobo salió corriendo y se zambulló de cabeza en el arroyo. Cuando salió del agua, el olor persistía, así que se refregó contra todas las piedras grandes del río, pero ni así pudo quitárselo.
FIN
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M
amá pingüino regresa del mar con el buche lleno de alimento para su pichón recién nacido. De un salto sale del agua, aterriza de panza y se desliza por el hielo hasta que de otro salto se pone de pie y sigue caminando graciosamente hacia el centro del islote en donde esperan miles y miles de pingüinos bebés. Mamá pingüino es muy joven, es la primera vez que tiene un pichón y debe alimentarlo. Mientras camina hacia el centro de la isla, ve el tumulto de pichones que muy juntitos se protegen del frío y de los depredadores. Entonces se pregunta: ¿Y ahora cómo voy a hacer para encontrar a mi pichoncito? Resuelta, se mete en medio de los bebés pingüinos, que la miran con desesperación y le piden comida. Pero ella solo alimentará a su pichón, si lo encuentra.
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De repente suena una alarma, los pingüinos que cuidan a los pichones empiezan a graznar muy fuerte para alertar al grupo de que un pájaro scúa revolotea sobre ellos. Mamá pingüino mira hacia arriba y lo ve. Recuerda cuando ella también era pichona y casi es atrapada por uno de estos depredadores. No puede olvidarse de las garras que rozaron sus plumas y casi se la llevan. Entonces fija la vista en el ave y trata de calcular la trayectoria de su ataque. El scúa se lanza en picada y mamá pingüino lo intercepta de un salto y logra darle un buen picotazo que le quita las ganas de comer. El scúa huye y mamá Pingüino puede continuar tranquila con su búsqueda. De repente escucha algo, un graznido que se diferencia de los miles de graznidos que la aturden. Empuja a otros pichones, pisotea a más de uno, y al fin llega a donde quería llegar. Su pichón se lanza hacia ella con el pico totalmente abierto y gritando como un loco. Mamá pingüino mete el pico en su boca y lo alimenta con el pescado que ha tragado en el mar y ahora regurgita.
FIN
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J
uanjo, el cocodrilo del estanque, hace unos días que no prueba bocado. Un antílope que siempre se acerca con mucho cuidado a tomar agua, se dio cuenta y le preguntó: —Ey, Juanjo, ¿qué te pasa que no te veo comer nada, últimamente? —Es que tengo un dolor de muelas terrible. —¡Uh! Mi tío es dentista, ¿por qué no lo vas a ver? —Pero, ¿es un antílope igual que tú? —Claro, ¿qué otra cosa podría ser? —Pero va a pensar que me lo quiero comer. —No si vas con mi recomendación. ¿Prometes que no te lo comerás? —Prometido. Cuando Juanjo entró al consultorio, el antílope dentista estaba escondido detrás del sillón. —No se preocupe —le dijo—, prometí no hacerle daño. —Entonces, tome asiento y abra
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bien grande la boca. Bueno, no tan grande. El dentista revisó sus sesenta dientes y vio que lo único que tenía era una astillita de hueso clavada en la encía. Se la sacó con una pinza y chau problema. Pero cuando llegó el momento de darle el diagnóstico, le dijo: —Esta boca está muy mal. Si no hace un cambio drástico en su alimentación en poco tiempo va a perder todos sus dientes. —E engo e haher, do or? —dijo el cocodrilo sin cerrar la boca. El dentista que ya estaba acostumbrado a esos balbuceos le entendió a la perfección. —Lo que tiene que hacer es dejar de comer a otros animales. Deberá hacerse vegetariano y lavarse bien los dientes. Juanjo creyó todo lo que dijo el dentista y, a partir de ese día, solo comió pasto, hojas y frutas. Los antílopes, contentos. Ahora pueden bañarse sin miedo en el estanque.
FIN
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D
esde que nació, Roco, el armadillo, se enrosca cuando algo no le gusta. Todos los armadillos se enroscan para protegerse, pero Roco es un caso extremo. Si otro armadillo le habla fuerte, Roco se enrosca. Cuando sale de su madriguera, si llueve o hace frío, se enrosca. Si hace calor, también. Si escucha un ruidito, se enrosca por las dudas. Si cruje una rama, se mueven las hojas o sopla el viento, se enrosca. La mamá está cansada de decirle que esa no es manera de enfrentar la vida. Que cuando tenga que irse a vivir solo se va a morir de hambre si sigue con esa actitud. Entonces Roco se enrosca para no seguir escuchando. Un día, Roco se animó y se alejó unos pasos de la madriguera. Llegó al borde de una
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loma y pudo ver que el mundo era mucho más grande de lo que él creía. Pero, de repente, vio pasar una sombra y, por las dudas, se enroscó y quedó convertido en una bolita acorazada. Sin darse cuenta, empezó a rodar y cayó por el barranco. Roco rodó y rodó y se alejó mucho de su casa. Cuando sintió que ya no había más peligro, Roco se desenroscó y descubrió que estaba en un lugar desconocido. Entonces se enroscó otra vez. Pero, después de un rato, se dio cuenta de que nadie vendría a ayudarlo y que tendría que arreglárselas solo. Volvió a desenroscarse y decidió caminar. Si había rodado hacia abajo, se le ocurrió que debía caminar hacia arriba. Despacito, despacito subió la pendiente y encontró su madriguera. Al día siguiente, se animó y se alejó algunos pasos más. Durante el paseo solo se enroscó dos veces, lo que significó un gran logro para Roco.
FIN 21
H
ace tiempo, un león le pidió a un mono que le recortara la melena. El mono le hizo tal desastre que tuvo que refugiarse en lo alto de un árbol. Nunca más pudo bajar porque el león dormía a sus pies esperando para comérselo. Se alimentó de hojas por algún tiempo, pero un día se terminaron. Entonces se vio obligado a pensar en algo para no morir de hambre. Lo único que tenía consigo era la tijera que había usado para recortar la melena del león. Pensó, pensó y se le ocurrió una idea. En el tronco del árbol talló un cartel que decía: PELUQUERÍA PARA PÁJAROS. Muchos pájaros empezaron a llegar. Buhos que querían un corte al estilo halcón, pelícanos que buscaban parecerse a un águila, patos que seguían los dictados de la moda que marcaban las garzas, grullas coronadas que llegaban con su copete hecho
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un desastre. El mono hacía lo que podía con su única tijera y su poca experiencia. A cambio solo pedía que le trajeran alguna fruta o semilla para comer. Su peluquería resultó un éxito y venían aves de todas las regiones de África. Un día el mono tomó coraje y le dijo al león que ya había aprendido el oficio de peluquero y que si quería podría cortarle la melena como un profesional. El león, que ya estaba cansado de esperar, aceptó. El mono bajó del árbol con un poco de miedo, pero el león respetó el trato y pudo trabajar tranquilo. —¡Listo! —dijo el mono—. ¡Te hice un corte espectacular! —Vamos hasta el río —dijo el león. Cuando vio su reflejo en el agua, no pudo creer lo que estaba viendo. —¡Pero, qué es esto! ¿Qué me has hecho en la melena? —Es un copete de grulla coronada. Es la última moda. El pobre león, que parecía tener un plumero en la cabeza, corrió al mono hasta el árbol pero no lo pudo alcanzar. El mono volvió a su peluquería y el león sigue esperando a que baje.
FIN
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U
n día de mucho calor, una cebra fue al estanque a darse un baño. En el mejor momento, mientras hacía la plancha y tiraba chorritos de agua por la boca, tuvo la mala suerte de que apareciera en la orilla una familia de leones, muertos de calor ellos también. La cebra comprendió enseguida que era el momento de retirarse. Cuando llegó a su manada, vio que todos la miraban raro. ¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Nunca vieron a una cebra recién bañada? Lo que pasaba era que por el apuro, la cebra se había olvidado sus rayas colgadas en un árbol.
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¡Qué vergüenza sintió la cebra! Sin sus rayas se sentía desnuda. Por suerte, una amiga, le dijo que la acompañaría a buscarlas. Con mucha precaución, se acercaron a la orilla porque temían que todavía estuviesen los leones. Pero el lugar estaba desierto. —¡Allá están tus rayas! —dijo la amiga y galoparon hacia el árbol. Pero cuando la cebra recogió sus rayas, se dio cuenta de que no eran las suyas. —¿Cómo que no son tus rayas? —No. Yo conozco muy bien mis rayas y no son estas. —Alguna otra cebra se las habrá llevado por equivocación. Y bueno, vas a tener que ponerte estas rayas hasta que aparezcan las tuyas. Se las puso y no se sintió nada cómoda con ellas. Como que le iban grandes, o chicas. A partir de ese día, cada vez que ve a una cebra desconocida, se le acerca para ver si por casualidad tiene sus rayas.
FIN
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T
odas las nutrias jóvenes nadaban en el estanque menos Carlina. Cuando su padre se dio cuenta, se acercó a ella y le dijo: —¿Qué pasa, hija, que no estás en el agua como todas las demás? —Es que el agua no me gusta, papá —respondió Carlina. —Cómo no te va a gustar el agua si somos nutrias. Pasamos gran parte de nuestras vidas nadando y pescando en el río y en las lagunas. —Yo prefiero cazar en tierra y no necesito nadar, no me gusta. El papá levantó los hombros y sin decir nada se fue a pescar. Unos días después, Carlina cruzaba el río por un tronco, patinó y cayó al agua. Por suerte, el papá escuchó el ruido
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y la vio. Carlina chapoteaba desesperada y no podía mantenerse a flote. El papá se tiró al río y la rescató. Ya en la orilla, después de que Carlina se sacudiera para secarse y tomara un poco de aire, el papá le dijo: —Hija, no es que no te guste el agua, sino que no sabes nadar. Me lo hubieras dicho y yo te hubiese enseñado. —Me dio vergüenza, papá. Todas las nutrias nacen sabiendo nadar menos yo. —Todos nacemos con algunas habilidades y otras no. Tú naciste sin saber nadar y eso para una nutria es un problema. Pero no te preocupes porque yo te voy a enseñar. Durante varias semanas, papá nutria le enseñó a Carlina a inflar la panza para mantenerse a flote, a impulsarse con la cola, a aguantar la respiración y sumergirse, y un día Carlina fue capaz de nadar como todas las demás nutrias. —Gracias, papá. Fui una tonta en sentir vergüenza y no habértelo dicho. —Yo fui un tonto al no haber estado atento para darme cuenta de lo que te pasaba.
FIN 27
E
rnesto había nacido hacía poco más de un mes y mamá jabalí decidió que debía darse su primer baño. Los hermanos de Ernesto hicieron caso a mamá jabalí sin protestar y se bañaron como ella dijo. Pero Ernesto no quiso bañarse. Por esta vez, mamá lo perdonó y le dijo que el próximo baño no se lo iba a perder por nada del mundo. Pasó un par de semanas y mamá jabalí decidió que ya era hora de bañarse otra vez. Todos corrieron contentos y se tiraron de cabeza al charco, pero Ernesto se escondió detrás de unos matorrales. Mamá Jabalí miraba cómo sus hijos se divertían y de repente se dio cuenta de que faltaba uno. Los contó un par de veces y vio que el que faltaba era
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Ernesto. Le pidió a otra mamá jabalí que vigilara a sus hijos y salió a buscarlo. —¡Ernesto! ¡Ernesto! ¿Dónde estás? Hora de bañarse. Y Ernesto se hizo bien chiquito y se mantuvo en silencio, casi sin respirar. Entonces la mamá se dio cuenta de que tenía que buscarlo de otra manera, así que puso en funcionamiento su olfato. Levantó la nariz y empezó a oler el aire en todas direcciones y no le costó mucho encontrar el olor inconfundible de Ernesto. Se acercó despacio hasta los matorrales y le dijo: —Ernesto, sal de ahí que ya te descubrí. Si te hubieses bañado la vez anterior me hubiese costado mucho más encontrarte. Pero como no lo hiciste, tu olor es tan fuerte que se huele desde muy lejos. Ernesto, avergonzado, salió de entre las plantas y siguió a su mamá hasta el charco. Con un poco de miedo y algo de asco, se metió en el lodo revuelto en el que jugaban sus hermanos. No tardó mucho en acostumbrarse y a los pocos minutos saltaba y corría totalmente cubierto de barro.
FIN 29
D
esde que el mapache había llegado al bosque, todos los animalitos estaban asombrados por su extraña costumbre: antes de comer, se acercaba a la orilla del río y lavaba bien sus alimentos. El mapache sentía que lo miraban cada vez que lo hacía y sabía que estaban todos escondidos espiándolo, pero no decía nada y se hacía el distraído. El oso decidió llamar a una reunión extraordinaria para hablar acerca del mapache. Todos fueron invitados, a excepción del mapache, claro está. —¿Alguien sabe por qué el mapache hace lo que hace? —preguntó el oso. Se miraron entre ellos y pusieron cara de no saber nada. —Tal vez sea un mapache muy pulcro —dijo el lobo.
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—Una vez escuché que el hermano del primo de un amigo comentó que vio a otro mapache hacer lo mismo —dijo la liebre. —Quizás sea alérgico al polvo —aventuró La tortuga. —O tal vez descubrió que los alimentos remojados son más ricos. —Sí, puede ser que sea esto o lo otro —dijo el oso. —Digo yo —interrumpió el pájaro carpintero—, ¿por qué no le preguntamos directamente al mapache? —¡No! No podemos hacer eso. Quedaríamos como unos ignorantes —dijo el oso. —Es verdad —agregó el lobo—. Tal vez la costumbre de lavar la comida no se deba a ninguna de las razones que dijimos y sea por motivos mucho más importantes que desconocemos. —Lo mejor va a ser que a partir de hoy, todos lavemos nuestros alimentos en el río antes de comer —dijo el oso. —¡Sí! Sí. Va a ser lo mejor —asintieron todos. Desde ese día, cada vez que el mapache va al río a lavar sus alimentos, le causa mucha gracia ver a otros animales haciendo lo mismo.
FIN
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S
eñoras y señores, damos comienzo a la competencia anual de aguantar la respiración bajo el agua. Aquí van llegando los competidores, permítanme presentárselos. Ese que está ahí, medio sumergido es el lobo marino. Más allá, la foca. El de los largos colmillos es la morsa. A ver, hagan lugar por favor, porque aquí llega la ballena. Ese que no para de saltar es el delfín. Recién llegado del río Nilo, les presento al cocodrilo. Esa bocaza es del hipopótamo. Aquel bicho raro que viajó desde Australia nada más que para esta competencia es el ornitorrinco. Aquí entra el manatí, recién llegado de la Florida. ¡Eh! Esperen, ese que está ahí es un colado, un tiburón no puede participar de esta competencia porque es un pez y tiene branquias. Por favor, que se retire inmediatamente. Ahí llega el castor. Atrás, la orca. Y por último, como no podía ser de otra manera, la tortuga. Creo que están todos, ¿verdad? Bueno, ya conocen las reglas, el último en salir de abajo del agua será el ganador. A la cuenta de tres,
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todos a sumergirse. ¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! 5 minutos después: Ya tenemos al primero que abandona, el hipopótamo. Miren qué bocanada de aire acaba de tomar. Ya vamos por los 10 minutos, qué bárbaros. ¡Eh! Ahí sale otro, es el delfín. A ver, ese movimiento de agua tan grande, pertenece a la orca que abandona a los 12 minutos. Ya vamos por los 13, 14, y aquí sale otro a respirar, es un pato, es un castor, no, es el ornitorrinco. Y ahora sí, el castor, con un tiempo de 15 minutos. ¿No sale ningún otro? Ya van 20... Sí, ahí lo tenemos al manatí que abandona. ¿Quiénes faltan? ¡Ey! Ahí salen dos más: la foca y la morsa con un tiempo de 30 minutos. Quedan pocos. Ese desplazamiento de agua solo puede ser de la ballena, aguantó 45 minutos. ¿Quién nos queda? El cocodrilo que ahí sale. Increíble, 60 minutos bajo el agua. El público ya se ha retirado y seguimos esperando a que emerja el último participante. Ya llevamos 7 horas. Esto se está extendiendo demasiado. Pero parece que ahí sale. Sí señores. ¡Es la tortuga! Récord total. Ganadora absoluta. A ver si hace alguna declaración. —¿Qué tiene para decir, señora tortuga? —Que los últimos serán los primeros.
FIN
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La grulla de papel E
n lo alto de un rascacielos de la ciudad de Tokio, Ami pliega un papel hasta darle la forma de una grulla. La grulla es un ave muy grande, de color blanco con patas largas y pico agudo. Pero la grulla de Ami no es de verdad, es un origami muy pequeño. Origami es la técnica japonesa de hacer figuras de animales u objetos doblando sucesivas veces un papel. Ami se acerca a la ventana hablándole a la grulla. Está pidiéndole algunos deseos. Solo puedo revelar el primero: que la grulla vuele; los otros son secretos. Ami le da un beso y la lanza bien lejos a través de la ventana. La grulla de papel es arrastrada por una corriente de aire y se eleva descontrolada dando muchas volteretas. El viento es muy fuerte y la grulla está a punto de desarmarse. Pero, de repente, la grulla se estabiliza, despliega sus alas y empieza a volar. Ami grita de alegría. Ya se ha cumplido su primer deseo. Ahora solo tiene que esperar que se cumplan los demás.
FIN 34
Se regala camello C
¿ onocen a algún camello que no le guste la arena? Yo sí. Es un camello que no nació para ser camello. Detesta la arena. No le gusta pisarla con los pies descalzos. Odia que algún granito se le meta en un ojo. No soporta que al mediodía esté más caliente que una brasa y por la noche más fría que un pollo congelado. Está harto de ver médanos, médanos y nada más que médanos. Jura que en cuanto pueda va a escapar del desierto más rápido que uno de esos jets que pasan volando sobre su cabeza cuando anda en caravana entre las dunas. La verdad es que me dio lástima y me lo llevé a casa. Ahora lo tengo en el patio. Las primeras semanas todo anduvo bien. Pero desde hace unos días está tristón porque extraña el desierto. Llegué a la conclusión de que es un camello inconformista. Ahora no sé qué hacer con él. Por casualidad, ¿alguien quiere un camello?
FIN 35
El cachorro perdido
A
lisha recolectaba hojas de té cerca del bosque cuando escuchó un maullido. Debe ser un gatito, pensó, y decidió ir a buscarlo. Anduvo de aquí para allá entre los árboles y no tardó mucho en encontrar a un hermoso cachorro que maullaba sin parar. Alisha se lo llevó a su cabaña, buscó leche fresca, la vertió en un plato y el gatito se la tomó desesperado. El resto de la tarde la pasaron jugando. Al anochecer llegó el padre a la casa y cuando vio al gato se sobresaltó. —Alisha, ¿qué haces con ese animal? —¿Viste qué lindo gatito, papá? ¿No es adorable? —Eso no es un gatito, hija. ¡Es un cachorro de tigre! ¿De dónde salió? —Lo rescaté del bosque, estaba solo y muerto de hambre. —Si la madre descubre que está aquí, no va a entender que quisiste ayudarlo, pensará que los has robado y estaremos en peligro. Mañana mismo debemos devolverlo.
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A la mañana siguiente, salieron muy temprano hacia el bosque. Caminaron sigilosamente hasta el lugar en que Alisha había encontrado al cachorro de tigre. —Déjalo junto a ese tronco —indicó el padre. —¿No te da pena? —preguntó Alisha. —Una pena sería que ahora apareciera la madre y nos comiera a los dos. No había terminado de hablar cuando se escuchó un ruido entre las ramas. El padre tomó a Alisha de un brazo y la escondió detrás de él y le dijo que no moviera ni un pelo. De repente, apareció una enorme tigresa. Avanzó despacio y los olfateo de arriba abajo. Dio media vuelta, caminó hasta el cachorro, lo tomó del lomo con los dientes y se lo llevó. Alisha y papá no podían parar de temblar. —Creo que aprendiste una lección, hijita —dijo el padre. —Sí. Y creo que vos también —respondió Alisha. —Ah, sí. ¿Qué lección aprendí? —Que una tigresa puede ser agradecida.
FIN
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El misterio de los elefantes
U
n día, unos elefantes empezaron a caminar. A medida que avanzaban por la sabana, otros elefantes se fueron sumando a la fila. La columna se hizo cada vez más larga y empezó a llamar la atención. Científicos y ecologistas de todo el mundo pusieron sus ojos en ellos. Montados en sus vehículos, se aproximaron a la caravana y no podían salir de su asombro. Eran miles de elefantes, grandes, pequeños, jóvenes, viejos, caminando sin ninguna razón aparente a no se sabía dónde. Era una hilera larguísima, tan larga que podía verse desde el espacio como la gran muralla china. Camarógrafos de todo los países empezaron a seguirlos, filmándolos día y noche.
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Algunos expertos decían que iban a morir a un cementerio de elefantes. Otros, que era por culpa de las antenas 5G, que les había alterado el sentido de orientación. Muchos opinaban que era una manera de decirnos que dejáramos de destruir el planeta. Alguien recordó a un anciano científico que había dedicado su vida a estudiar a los elefantes y que estaba retirado en la India. Él, más que ningún otro, podría saber a qué se debía tan extraña migración. Tardaron semanas en encontrarlo. Vivía en las ruinas de un viejo templo. Recibió con mucha amabilidad a los enviados y los invitó a pasar. Preguntó por qué habían venido a verlo. Los hombres le explicaron lo que estaba sucediendo con los elefantes y que querían saber el motivo. El anciano entrecerró los párpados y se quedó meditando durante largos minutos. Cuando ya todos pensaban que se había dormido, de repente, abrió los ojos y dijo: —Ya tengo la respuesta. —¿Qué es lo que les pasa? Díganos, por favor. —Creo que los impulsa unas ganas inmensas de caminar.
FIN
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E
Mejores amigos
l rinoceronte estaba acostumbrado a que su amigo, el pájaro búfago, le quitara del lomo garrapatas, larvas y parásitos. Y no solo eso, si se acercaba algún depredador, el pájaro empezaba a piar como un loco y lo alertaba del peligro. Un día, el rinoceronte se dio cuenta de que era mucho lo que le debía a su amigo pájaro y quiso recompensarlo, pero no sabía cómo. ¿Con un regalo, tal vez? Pero, ¿qué podía regalarle un rinoceronte a un pajarito? Pensó, pensó y no se le ocurrió nada. Por allí andaba un avestruz que, aunque más grande, era pájaro también. Entonces se le ocurrió preguntarle: —Ey, avestruz. ¿Qué podría regalarle al pájaro búfago por los servicios que me brinda? —Y yo qué sé —respondió el avestruz—. ¿Por qué no le preguntas a él?
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Esa tarde, después de que el búfago le hubiera sacado todos los bichitos del lomo, el rinoceronte le dijo: —Ey, amigo, quisiera agradecerte por sacarme todos los días esos molestos bichos de mi espalda. Me gustaría regalarte algo, pero no se me ocurre nada. El pájaro voló hasta un arbolito que había junto a ellos, se paró en una rama y le dijo: —No hace falta, amigo. No creas que yo lo hago solo por ti. Soy bueno, pero no tanto. También lo hago por mí. Esos bichitos que saco de tu espalda son mi alimento. Vivo gracias a ellos. Digamos que tú eres como un supermercado ambulante para mí. El rinoceronte sonrió y dijo: —Igual quisiera agradecerte de alguna manera. —Qué te parece si me llevas a galopar por el campo. Eso sería muy divertido. Me encanta cuando galopas. —Sí, claro, si eso es lo que te gusta. Vamos, sube y agárrate bien. El búfago voló hasta el lomo del riconceronte, clavó sus uñas en su gruesa piel y corrieron por la pradera muertos de la risa.
FIN 41
C
Coca , la tortuga
oca apareció un día en el jardín de Matías. En aquella época, las tortugas solían aparecer sin aviso en los jardines de las casas. Claro que todavía no se llamaba Coca. Ese nombre se lo puso Matías, el día que la encontró. A partir de ese momento, Coca se convirtió en la mejor amiga de Matías. Eran inseparables. Le daba de comer lechuga, manzana y jugaban todo el día. Si tenía que acompañar a su mamá al supermercado, Matías metía a su tortuga en el bolsillo del jean e iban juntos a hacer las compras. Durante toda la niñez de Matías, Coca vivió muchas aventuras. Como la vez que casi se la come un perro, o el día que se escapó y Matías la encontró en la
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esquina, o cuando se cayó en una rejilla y la rescataron blanquita y llena de espuma. El tiempo pasó y Matías se hizo grande y se fue a estudiar a una universidad lejos de su casa. El día que partió, no se acordó de despedirse de ella. Entonces Coca empezó a tratar de huir. Todos los días la mamá de Matías la encontraba chocando una y otra vez contra el portón que daba a la calle. Por más que la llevaba de vuelta al jardín, al rato Coca estaba de nuevo buscando escapar. Por suerte, el tiempo hizo que Coca dejara esa costumbre. Siguió viviendo en el jardín, comiendo pastito y haciendo largas siestas durante el invierno. Un día, en medio de una de esas siestas, Coca sintió que alguien la levantaba y vio un dedito que se metía dentro de su caparazón. Enojada sacó su cabeza y no pudo creer lo que vio:¡Era Matías! Pero no el Matías grande que la había ignorado, sino el chiquito, el que le daba de comer en la boca y la llevaba de paseo dentro del bolsillo del jean. —¿Cómo se llama, papá? ¿Me la puedo llevar a casa? —Sí, Tiago. Si la abuela nos deja.
FIN
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Un oso en patineta
H
ace poco nos mudamos con mi familia a nuestra nueva casa. Está en un barrio muy lindo, con muchos árboles y un bosque. Ya pude ver a mi primer oso. Hay muchos osos por esta zona. Papá nos enseñó que si vemos a alguno rondando por la casa, tenemos que quedarnos adentro y no salir por nada del mundo. Son muy peligrosos si se enojan. Pero el otro día, el que se enojó fui yo. Apareció un oso en nuestro jardín, deambuló un rato por ahí, se acercó al patio y se robó mi patineta. ¡Sí, se robó mi patineta! Suena increíble pero es verdad. Unos días después, cuando íbamos en el auto, vi al oso andando en mi patineta. Cuando lo conté en la escuela, nadie me creyó. Pero era verdad, el oso estaba
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parado en mi patineta y se deslizaba calle abajo con los brazos abiertos. No es raro ver osos en la ciudad. Muchos vienen por los tachos de basura. Saben que adentro hay restos de alimentos, así que los dan vuelta y se comen la basura. Es bastante molesto porque los tachos quedan todos rotos y hay que comprar nuevos. Me contaron que más de una vez a algún oso se le dio por subirse arriba del techo de un auto. Me imagino cómo habrá quedado el auto, para ir directo a la basura, seguramente. Pero la culpa no es de los osos. Nos explicaron en la escuela que hay tantos osos en la ciudad y en el barrio porque todo esto fue construido en una zona que antes era de los osos. Fueron desmontando el bosque y construyeron calles y casas en lo que era su territorio. Todos llegamos a la conclusión de que no está bueno hacer cosas así, porque ahora los osos están confundidos y no saben qué es de ellos y qué no. Como con mi patineta.
FIN
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El ciervo sin cuernos
E
l ciervo estaba cansado de que el león usara sus cuernos como perchero. Cada vez que volvía de la pradera acalorado, se sacaba la melena y la colgaba en su cornamenta. Un día el ciervo no aguantó más y le dijo que si lo hacía otra vez, se desharía de sus cuernos para siempre. Al león no le importó y volvió a hacerlo. Entonces el ciervo esperó a que sus cuernos cayeran y al año siguiente, cuando volvieron a crecerle, le pidió a un leñador que se los serruchara. Cuando el león lo vio, no hizo nada mejor que reírse de él. El ciervo muy triste se alejó hacia el bosque, con la mala suerte de que justo apareció un ciervo nuevo, con una cornamenta enorme, que venía a disputarle el territorio. El ciervo sin sus cuernos no tuvo cómo defenderse y recibió una paliza.
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La noticia corrió rápido y cuando los amigos del león se enteraron, todos se volvieron contra él y le dijeron que por su culpa el ciervo no había podido defenderse. El león se sintió muy mal y propuso buscar al otro ciervo y darle una paliza. Los demás animales le explicaron que no era manera de arreglar las cosas. El león lo entendió y dijo que trajeran al ciervo sin cuernos. Cuando llegó, todo lastimado, el león se sintió todavía peor. Le dijo que estaba arrepentido y le preguntó qué podía hacer por él. El ciervo le contestó que con que se disculpara y no volviera a molestarlo estaría bien. El león le pidió perdón y le dijo que el próximo año dejara crecer su cornamenta, que no lo molestaría nunca más. Y así fue.
FIN
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El trabajo del castor
U
na mañana el pueblo amaneció sin agua. No salía ni gota de la canilla del baño, de la ducha o de la manguera del patio. En todas las casas pasaba lo mismo. Entonces el pueblo entero se reunió en la plaza y acudió el intendente y los ingenieros y los expertos. La gente se quejaba: ¡En este pueblo, cuando no se corta la luz se corta el agua! En procesión, marchamos hasta el tanque comunitario que hay colina arriba. El ingeniero subió por la escalerita y desde ahí nos gritó: ¡Está vacío! Fuimos por el sendero hasta el río desde donde venía el agua. ¡Estaba seco también! Qué duro golpe para todos. Uno de los expertos explicó que era a causa del calentamiento global. Otro, una sequía estacional. El intendente exaltado exclamó: ¿No será que nos están robando el agua los del pueblo de al lado? Caminamos por el cauce del río para investigar cuál era el motivo de semejante catástrofe.
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Tras una hora de marcha nos topamos con un montón de ramas que taponaban el río. Al otro lado, había una enorme laguna que nunca había existido. El ingeniero examinó la barrera de ramas y dijo que debía ser obra de un castor. ¡Pero si no hay castores en esta zona!, dijo uno de los expertos. Ahora parece que sí, dijo otro, señalando a un animalito que estaba sumergido en el agua hasta la nariz. ¡Llamen al cazador!, gritó el intendente. Un momento, un momento, dijo el ingeniero. Podríamos matar dos pájaros de un tiro. ¡Pero si lo que hay que matar es a un castor!, rugió el intendente. No, lo que quiero decir, dijo el ingeniero, es que podríamos aprovechar este dique para hacer una represa hidroeléctrica, de ese modo tendríamos agua y electricidad. ¡Buena idea!, dijo el intendente, y después se dirigió al castor: Señor castor, si se compromete a mantener esta represa en condiciones, no llamo nada al cazador. Trato hecho, dijo el castor, sin tener la menor idea de lo que estaban hablando.
FIN
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Elena y su delfin
S
iempre que voy a visitar a Elena ella me dice que tiene un delfín. Ay, qué lindo, le digo. ¿Puedo verlo? Sí, claro, me dice ella, pero tenemos que ir hasta el mar. Agarradas de la mano caminamos por el bosque hasta la playa. Nos acercamos a la orilla y Elena pasa un ratito mirando el horizonte. De repente me dice: ¡Allá está! Yo miro rapidito y veo solamente agua, olas y espuma. De todos modos, le digo: ¡Qué lindo es! Y Elena me responde: Sí, ¿viste? Después de un rato, volvemos a la casa caminando entre los pinos y nos tomamos un submarino. En la última de mis visitas, Elena me dijo que ahora tenía un delfín y una foca. ¿En serio? Le dije. Sí, me respondió. ¿Quieres verlo? Seguro, me encantaría. Así que tomadas de la mano caminamos entre los pinos hasta el mar. Elena pasó un ratito mirando el horizonte y de repente me dijo: ¡Allá está mi delfín! Yo miré y, como siempre, solo vi agua y espuma.
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No dije nada. Esperé. Y, tras algunos minutos, Elena volvió a señalar y dijo: ¡Y allá está mi foca! Ay, qué linda es, le dije. No sé quién me gusta más, si el delfín o la foca. Los dos son hermosos, me respondió. Volvimos a la casa tomadas de la mano hablando del submarino que nos iba a sacar el frío. Pasó mucho tiempo hasta que pude volver a visitar a Elena. Cuando la vi, no pude creer lo grande que estaba. Me dio no sé qué preguntarle por su delfín y su foca. Pero después pensé que una abuela puede permitirse esas cosas: ¿Cómo andan tu delfín y tu foca? Elena pensó un minuto y me dijo: ¿Cuándo era chiquita y te señalaba el mar, realmente creías que estaban allí? Sí claro, cómo no iba a creer en lo que me decía mi nieta, le contesté. Hiciste bien, me respondió, porque yo realmente los veía. ¿Y por qué no vamos a verlos?, le dije. Tomadas de la mano caminamos entre los pinos con rumbo al mar.
FIN
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La gaviota
y el gusanito
L
a gaviota vio algo que se movía en la arena y se lanzó en picada para atraparlo. Resultó ser un gusanito. —¡Eh, eh, eh! —dijo el gusanito antes de ser devorado. La gaviota lo depositó en la arena y le pregunto qué quería. El gusanito le dijo: —Antes de que me comas quería decirte algo. —¿Qué cosa? —No, nada. Déjalo ahí. —No, di lo que querías decir. —No es necesario. No es importante. —¿Cómo qué no? Ahora estoy intrigada. Dime de qué se trata, por favor. —Ya está, ya pasó. Ahora es tarde. Cómeme y listo. — Encima de que te hago el favor de no comerte (por ahora) no me lo quieres decir.
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—Está bien, ya que insistes tanto te lo diré. Pero antes debes prometer algo. —¿Qué cosa? —Que no me comerás. —Es un truco para que no te coma. Yo sabía. —Está bien. Si quieres, cómeme primero y después te lo digo. —Pero… Eso es imposible. —Como tú digas. Cómeme de una vez y olvídate de eso tan importante que te iba a decir. —Está bien. Lo prometo. Dímelo y no te comeré. —¿Estás segura? —Palabra de honor. —Que soy venenoso. —¿Ibas a dejar que te comiera sin decirme que eras venenoso? Además de venenoso eres un gusano malvado. Que te vaya bien gusano feo. La gaviota voló y el gusanito volvió a enterrarse en la arena.
FIN
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El llanto de la ballena
M
e enteré de una desconocida leyenda que habla de una ballena que vaga por los siete mares llorando. Dice así: Una vez, un enorme bloque de hielo se desprendió de la gran barrera antártica y cayó al mar. El agua y el viento se encargaron de pulir sus aristas y terminó siendo igualito, igualito a una ballena. Arrastrada por una corriente oceánica, la falsa ballena empezó su largo camino hacia el norte. Una ballena macho que andaba por ahí la vio desde lejos y fue amor a primera vista. Enamoradísimo, nadó a su lado durante días. Hizo piruetas muy arriesgadas, le cantó melodías hermosas por las noches, rozó su largo cuerpo una y otra vez para ver si ella lo aceptaba. Pero su respuesta se hizo esperar y el macho empezó a perder las esperanzas.
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Cansado de la frialdad de su amada, simuló estar enojado y desapareció por unos días. Pero no pudo aguantar, no podía sacarse de la cabeza a esa ballena tan blanca, casi translúcida, tan distinta a las demás. Así que volvió y ya no se despegó más de ella. Avanzaron juntos hacia el norte siguiendo la costa africana. El agua empezó a entibiarse y la hermosa ballena blanca se empezó a derretir. Él no podía comprender qué pasaba y, ante sus ojos incrédulos, su amada desapareció. Desde ese día, vaga por los mares llorando. Si, ya sé lo que piensan: que esa ballena macho era un tonto, que cómo no se dio cuenta de que su amada era un pedazo de hielo y no una ballena de carne y hueso. Pero las leyendas son así. No me culpen. Bueno, el que quiere creer que crea, y el que no, que pase al siguiente cuento.
FIN
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El cangrejo malhumorado
C
arlo es un cangrejo con pésimo humor. Se la pasa protestando por todo: si la marea está alta, se queja porque está alta; si está baja, porque esta baja. Si el agua está fría, le molesta, si está caliente, también. El otro día lo revolcó una ola y no saben cómo se enojó. Le salía espuma por la boca. La semana pasada se la agarro con las pobres almejas, que son más buenas que un fideo. Una de ellas había tirado un chorro de agua hacia arriba justo que él pasaba y le molestó. No era para ponerse así. Y ni les cuento de la vez que se enredó en un pedazo de red de pescador, no se imaginan las palabrotas que dijo. Sí, mejor no se las imaginen. Por suerte era invierno y no había bañistas en la playa sino hubiera
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sido un papelón. Solo se tranquilizó cuando pudo cortar los hilos con esas pinzas que tiene. Ahora está enojado y protesta porque nadie quiere jugar con él. Ya todos lo conocen, eso es lo que pasa. El otro día hubo una tormenta y llegaron a la playa un montón de peces desorientados, focas revueltas, caracoles enroscados, estrellas de mar estrelladas, medusas destartaladas, huevos de pescado, ensaladas de algas, botellas de plástico, trajes de baño, sombrillas, ojotas, relojes, pelucas, sombreros, barriletes, toallas, salvavidas y una cangreja. Sí, una cangreja. Todos estamos sorprendidos porque desde ese día Carlo es el cangrejo más buena onda de toda la playa. Ya no le molesta el frío ni el calor, ni los chorros de agua ni las redes de pesca. Se lo ve correr por la playa a los saltitos, siempre de costado como acostumbran los cangrejos, detrás de la cangreja recién llegada. Esperemos que ella lo acepte, si no quién se va a aguantar su malhumor.
FIN
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El buho pregunton
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n el árbol de la esquina de mi casa hay un búho preguntón. Cada vez que paso por ahí, me sigue con la mirada girando completamente la cabeza. Cuando ya parece que no va a decir nada, ahí larga su pregunta. Porque no es un búho común, es un búho muy curioso, con muchas ganas de saber. El otro día me preguntó si me gustaba el kétchup. Claro que me gusta el kétchup, le dije, y no hizo otra cosa que pestañear un par de veces. Otra vez me preguntó si creía en los fantasmas. Qué miedo me dio. Ya era casi de noche y que un búho te pregunte algo así, a quién no le da miedo. Le dije que no creía en fantasmas, pero el resto del camino hasta el almacén y durante todo el regreso me la pasé viendo fantasmas escondidos detrás de los árboles. Una vez me preguntó si sabía la raíz cuadrada de cuatro. Obvio que no, le dije. Qué podía saber
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yo de raíces cuadradas. Lo raro es que cuando uno responde que no, él no te da la respuesta a su pregunta. Solo se queda callado, esperando. Para mí que no la sabe y por eso pregunta. La verdad que es un poco cansador ser interrogado cada vez que uno pasa por la esquina. Un día se me ocurrió anticiparme y hacerle yo una pregunta. En cuanto me empezó a mirar le dije: ¿Por qué haces esas preguntas? El búho me miró, extendió las alas y salió volando. No me voy a olvidar nunca de su silueta oscura alejándose en la noche. Ahora, cada vez que paso por la esquina me fijo si el búho está en su rama. A veces me quedo un rato largo y le pregunto a la gente si vieron a un búho, si existen los fantasmas y esas cosas.
FIN
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Concurso de belleza
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l tucán no tenía dudas de que era el pájaro más lindo y colorido del bosque. Un día, para reafirmar su personalidad, se le ocurrió que podía organizar un concurso de belleza en el que, seguro, sería el ganador. Como jurado convocó al jaguar, al coatí y a la mulita. Los tres aceptaron con gusto. El día del concurso, el jurado se sentó en un tronco caído y las aves debían desfilar frente a ellos volando de un árbol a otro. Como estaba muy ansioso, el tucán fue el primero. Hizo un vuelo rasante sobre las cabezas del jurado, se posó sobre una rama y mostró sus brillantes colores. Como broche de oro, exhibió su majestuoso pico. El jurado quedó muy impresionado. Cuando ya se preparaba para volar de allí, el jaguar le dijo: —¿Y qué más sabes hacer?
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El tucán se sorprendió. No esperaba una pregunta así. —Que qué más sé hacer — dijo desorientado. —Sí. ¿Sabes cantar o bailar o recitar poesía? — preguntó el coatí. —Esteee… No. Bueno. Yo… puedo dar golpecitos con el pico. —No importa —dijo la mulita—. Ya es suficiente. Luego del tucán entró en escena un wirapuru. Exhibió sus plumas y, antes de irse, hizo una demostración de su melodioso canto. Todos quedaron maravillados. A continuación fue el turno del ave del paraíso que, además de mostrar su belleza, realizó su famoso baile que dejó a todos boquiabiertos. Siguieron desfilando infinidad de pájaros. Algunos bellos, otros talentosos, todos hermosos. El tucán estaba muy preocupado. Ya dudaba de que fuese el ganador. El jaguar se puso de pie y dirigiéndose al resto del jurado dijo: —No sé a ustedes, pero a mí me gustaron todos. —También a mí —dijo el coatí. —Concuerdo con ustedes —agregó la mulita. —Entonces por decisión unánime: ¡todos ganan! El tucán no dijo una palabra. Se escabulló entre las hojas y se perdió en la inmensidad del bosque.
FIN
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ChiQuitin, el canguro
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amá canguro acaba de tener un bebé y está esperando que el chiquitín suba por su panza y se acomode en su marsupio, la bolsita que mamá tiene en la panza. Allí el bebé cuenta con todo lo que necesita para crecer sin peligro: leche, abrigo y resguardo. Después de ocho meses en ese confortable lugar estará listo para salir a la vida. Pero la vida en las praderas de Australia no es fácil. Hay dingos que querrán comérselo, calores abrasadores durante el día y noches heladas. ¿Para qué salir si ahí si se está tan bien?
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Ya han pasado ocho meses y mamá canguro está preocupadísima porque chiquitín no sale del marsupio. ¡Vamos, chiquitín! Dice la madre. ¡Debes salir, no es tan malo como parece! Chiquitín a veces tiene ganas de salir, pero en cuanto asoma el hocico el sol le lastima los ojos o se le congelan los bigotes. Parece que Chiquitín nunca saldrá de su refugio. Pero un día, siente cosquillas en los pies y descubre que hay otro huésped en el marsupio. Es muy chiquito, ciego y sordo como él hacía ocho meses. Busca acomodarse haciendo lugar entre sus pies. Le hace muchas cosquillas. Es un hermanito. Mamá canguro ha tenido otra cría. Chiquitín, a quien ya no le cabe el nombre, se da cuenta de que es hora de salir. Saca la cabeza, espera unos minutos antes de abrir los ojos, se da impulso y de un salto cae al piso. Afuera hay otros canguros de su misma edad que corren y se pelean, pero se trata solo de un juego. Chiquitín mira a mamá canguro como buscando aprobación, ella le hace un gesto y Chiquitín se aleja saltando a jugar con sus amigos.
FIN
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El hipopotamo aburrido
E
l hipopótamo se la pasaba metido en el agua todo el día, más aburrido que una ostra. Su único entretenimiento era espantar moscas, hacer burbujitas con la boca y escuchar cantar a los pajaritos que saltaban de rama en rama. Un día, se le ocurrió una idea genial: aprender a silbar. Si esos seres tan chiquitos y llenos de plumas podían hacerlo, por qué no lo iba a poder hacer él. Así que esperó que algún pajarito se le posara en la nariz pensando que se trataba de una piedra y abrió su bocota y se lo tragó. Bueno, no muy profundo, lo mantuvo sobre la lengua un rato, y cuando el pájaro estuvo medio asfixiado abrió la boca y lo depositó en la orilla.
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—Escúchame bien, pajarito —dijo el hipopótamo—. Si me enseñas a silbar como lo haces tú, te perdonaré la vida. —El pajarito, que estaba medio mareado, dijo enseguida que sí. —Bueno, dime cómo se hace. —Debes poner la lengua así, medio enroscadita y entrecerrar el pico. —¡Pero yo no tengo pico! —Ah, es verdad. Bueno haz trompita con tus labios. —¿Así? Al pájaro casi se le escapa la risa, pero sabía que reír en ese momento podía resultar fatal. Así que se contuvo y le dijo que estaba muy bien. —¡Y ahora, sopla! El sonido que salió de la boca del hipopótamo fue cualquier cosa menos un silbido. Todos los pájaros de alrededor salieron volando espantados. Los animalitos de la jungla se escondieron en sus madrigueras y hasta los cocodrilos salieron del agua. —Por ser la primera vez no estuvo tan mal —dijo el pajarito. —¿De verdad? —preguntó el hipopótamo. —Tu sigue practicando que yo iré a buscar un grabador para que te escuches —dijo el pájaro. Como se imaginarán, nunca más volvió.
FIN
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