¡Ahora!

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¡AHORA! Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo M. Raymond, O.C.S.O.



¡AHORA!

Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo M. Raymond, O.C.S.O.

Asociación Pro Cultura Occidental, A.C. Guadalajara, Jalisco, México


Primera edición 1962, ediciones Stvdivm, Madrid, España

ueda prohibida la reproducción parcial o total de esta obra por cualesquier medios, ya sea mecánico o digitalizado u otro medio de almacenamiento de información, sin la autorización previa por escrito del editor.

Copyright Derechos Reservados Séptima edición Junio de 2015 Asociación Pro Cultura Occidental, A.C. Avenida Américas #384 C.P. 44600 Tel. (0133) 3630 6142 Guadalajara, Jalisco, México www.editorialapc.com.mx apcbuenlibro@yahoo.com.mx

Impreso en México Printed in Mexico


ÍNDICE Introducción ............................................................... 9 Capítulo I ¿Puedes descifrar el tiempo? ........................................ 15 Capítulo II Sé tú mismo ahora y serás como Dios ............................. 29 Capítulo III Tú estás preocupando al Dios Todopoderoso precisamente ahora ..................................................... 47 Capítulo IV Enfrentándose a una objeción Dios echa ahora una nueva mirada .............................................................. 65 Capítulo V Dios depende de ti... precisamente ahora ...................... 83 Capítulo VI Haz brillar tu luz ahora, mientras estás trabajando ....... 101 Capítulo VII Comprende, precisamente ahora, que tu misión te la ha dado Dios .......................................................... 119 Capítulo VIII ¡Si yo conociera la voluntad de Dios respecto a mí... precisamente ahora! .................................................. 141 Capítulo IX Cada respiración... cada latido del corazón ............... 169 Capítulo X Se puede hacer ahora ............................................... 195 Capítulo XI El ahora final es inacabable y está lleno de alegría ..... 217


Nihil obstat: P. TEÓFILO SANDOVAL, O.C.S.O. San Isidro de Dueñas P. LUIS BERMEJO, O.C.S.O. Santa María de la Oliva Imprimi potest: FR. M. GABRIEL SORTAIS Abad General de la Orden Cisterciense Nihil obstat: DON ANTONIO Gª CUETO Censor Imprimátur: JOSÉ MARÍA, Ob. Aux. y Vic. Gral. Madrid, octubre de 1962


A DIOS PADRE, que al decir FÍAT emprendió la CREACIÓN; a MARÍA, MADRE DE DIOS HIJO, que al decir FÍAT realizó la ENCARNACIÓN; al UNIGÉNITO Hijo de DIOS PADRE, que al decir FÍAT logró la REDENCIÓN, y al DIOS ESPÍRITU SANTO, que, en respuesta a nuestro FÍAT, llevará a cabo nuestra SANTIFICACIÓN, dedico amorosa y reverentemente este esfuerzo para convencer a todos los hombres y a todas las mujeres del poder y la eficacia del FÍAT. Y después de a ELLOS al señor y la señora Emmett J. Culligan y familia



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INTRODUCCIÓN

o hay un ser como el hombre o la mujer corrientes, si por corrientes entendemos lo que mucha gente entiende: vulgares. Pero cada ser humano es algo tan tremendo, que merece un respeto realmente religioso. Cada uno es una creación de Dios; cada uno es un espejo de la Divinidad; cada uno es una facción o un rasgo de la Faz de Cristo; cada uno es un objeto de cuidado y atención constante de la Trinidad. Nada hay, pues, corriente, en el sentido en que muchos de nosotros empleamos esta palabra, en el ser humano. Decirles cuál es la voluntad de Dios respecto a ellos en su vida “corriente”, es algo que sólo puede hacer el mismo Dios, pues sólo Él sabe lo que cada día de esa vida “corriente” supone en el libro divino. Cuando me pides otro libro explicando la necesidad de tratar de conocer y cumplir la voluntad divina cada día de su vida, ¿no me pides llevar leña al monte? Hace dos siglos, el jesuita Juan Pedro de Caussade dio al mundo su tratado Abandono en la Divina Providencia. ¿Quién podría enumerar las obras publicadas desde entonces, con ese tratado como fondo y fundamento? El trapense-cisterciense reverendísimo Dom Vital Lehodey publicó después de la primera guerra mundial El Santo Abandono, lleno de profunda deferencia hacia Rodríguez, Drexelius, de Caussade, monseñor Gay, el padre Desurmont, San Francisco de Sales y San Alfonso de Ligorio. Más tarde, a finales de la segunda guerra mundial, el padre Francisco J. McGarrigle, S.J. en su libro La voluntad de mi Padre, nos expresó todo lo que podemos considerar clásico sobre el asunto. La más enérgica protesta acogió al hombre que me pidió componer este libro cuando me reiteró su petición, acompañada de un firme subrayado bajo la palabra “corriente”. Aseguraba conocer todas las grandes obras sobre la cuestión, pero consideraba indispensable volver a tratar de ella en la hora actual.


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Si alguien puede saber lo que el público desea, es ese hombre, pues está en constante contacto con las gentes. Si alguien puede saber lo que el público necesita, es un sacerdote del Altísimo, pues también él está en contacto continuo con las gentes. Pero... “¿quién conoció el pensamiento del Señor?”, pregunta San Pablo inmediatamente después de exclamar: “¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos!” (Rom. 11 33-34). El tema es espinoso de por sí; sin embargo, hay que abordarlo, pues de su entendimiento y realización depende la felicidad del hombre, no sólo en el tiempo, sino también en la eternidad. De hecho, es vida y es amor; es todo lo bueno, lo verdadero y lo bello. Es el verdadero respirar del ser humano. Es la única cosa verdaderamente importante en la existencia: la voluntad de Dios respecto a uno mismo. Quien me hacía la petición tenía razón. Pero me pregunto si se daba cuenta de las muchas dificultades y peligros con que ha de enfrentarse un autor cuando trata de aclarar las cosas y hacerlas no sólo gratas sino francamente palpables para el promedio de los hombres no familiarizados con las agudas, potentes y absolutamente esenciales distinciones que los filósofos y teólogos han de hacer cuando tratan de ese tema. Ningún sacerdote llevaría a un hijo de Dios al fatalismo. Y ese riesgo le acecha. Ningún sacerdote de Dios llevaría a una creatura de Dios al quietismo o al semiquietismo. Ningún sacerdote de Dios llevaría a un hijo de Dios a cualquier forma de iluminismo o de lamentable y falso misticismo. Pero ¿cómo evitarlo si se enseña al hombre a abandonarse en la Divina Providencia? Ya la palabra “abandono” suena a pasividad y parece inculcar una suerte de rendimiento total de la actividad humana. Aconsejar al hombre “que deje la mano libre a Dios sobre su vida” puede ser fácilmente entendido mal y tomado en el sentido de entregarse a la inacción. Por otra parte, cuando se señala que “nada ocurre salvo la voluntad de Dios”, hay algunas almas vehementes que, en un arrebato de falsa generosidad, desearían adelantarse y aceptar to10


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dos los acontecimientos en la errónea creencia de que “todo lo que es está bien”. Nadie se enfrenta más ingenuamente con Escila y Caribdis que quien trata de decir al hombre corriente lo que la voluntad de Dios es para él y cómo debe hacerla. Sin embargo, esa masa media humana puede y debe ser guiada. Toda la doctrina se contiene en una sola palabra, compuesta por cuatro letras. Es la palabra con la cual Dios nos dio Su Palabra e hizo posible a cada hombre ser una sílaba en el Verbo de Dios. Fue pronunciada en Nazaret por María y puso en movimiento a la siempre inmutable Trinidad cuando la virtud del Altísimo la cubrió con su sombra y el Verbo divino se hizo carne y nació entre los hombres. Esa palabra era Fíat. Palabra que significa mucho más de lo que su traducción dice; que significa mucho más que “cúmplase en mí Su Voluntad”. Significa “por la gracia de Dios Su Voluntad va a ser cumplida por mí”. Mas aunque esta palabra Fíat contenga la doctrina total, esa doctrina no se expresa por una simple palabra. Es una doctrina que sólo puede ser expresada por una vida. Las dos sílabas pueden surgir en nuestros labios en una fracción de segundo, pero lo que significa debe cumplirse hasta que ya no haya segundos en nuestras vidas, sino sólo eternidad. Esta doctrina, vivida, es la única garantía segura del desarrollo individual y de la realización de su auténtica personalidad, pues sólo cuando Dios habita en el hombre se convierte en el ser que Dios quiso que fuera. Y Dios habita en el hombre de la forma que lo desea sólo cuando el hombre vive “en Jesucristo” y actúa siempre como Jesucristo, “haciendo siempre las cosas que complacen al Padre”, o, en otras palabras su santa voluntad. Puesto que no hay otra vida que pueda ser llamada verdaderamente vida para el hombre que la vida en Jesucristo, es evidente que cuanto más profundamente se sumerja el hombre en el Cuerpo Místico, más completamente será él mismo. Pero como la vida de Cristo puede resumirse con una sola palabra –Fíat–, no puede haber otro resumen para la vida de cualquier cristiano. Estar “vivo para Dios en 11


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Cristo Jesús” (Rom. 6, 11) es la única meta para cualquier ser humano en el tiempo y en la eternidad. Por tanto, hemos de clavar nuestras miradas en esta doctrina de la voluntad de Dios, o caminar por la vida sin poder decir que vivimos. Esto equivale a decir que el hombre debe amar y, especialmente, que debe amar a Dios. La vida es amor, y amar es estar dispuestos a dar nuestra vida por el Amado. Lo cual no quiere decir que tengamos que morir, sino que debemos vivir haciendo siempre la voluntad del Amado. Esta es la doctrina del abandono y la doctrina del Cuerpo Místico de Cristo para que el hombre sea considerado “corriente” o “extraordinario”. Siendo todavía anglicano, Ronald Knox dijo una vez: “La más elevada forma de oración es la aquiescencia a la voluntad de Dios”, lo que lleva a pensar en la profunda definición de la plegaria que hacía François Mauriac –“rezar es tomar una dirección”– y su observación de que los hombres no rezamos tanto como somos una oración. Pero la oración de las oraciones es la única que nos enseñó el Hijo de Dios: la que empieza con las palabras “Padre nuestro” y alcanza su cenit con la petición de “hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo”. Ahí se encuentra la vida del hombre delineada por su Hacedor. Y esa es toda la verdad que este libro trata de inculcar cuando insiste en que “ahora” es el tiempo de hacer la voluntad de Dios. Se puede ser profundo sin ser oscuro, lo mismo que se puede ser popular sin ser superficial o sentimental. No se puede escribir de Dios sin ser profundos. Sin embargo, el autor de este libro espera ser capaz de convencer a los hombres del día de lo que necesitan y deben pedir: paz; pues, como decía Dante: “En Su voluntad reside nuestra paz”. Por esto pudo decir San Francisco de Sales: “No te preocupes de lo que pueda suceder mañana. El mismo amoroso Dios que hoy cuida de ti, cuidará de ti mañana y todos los demás días”.

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Pero la única pregunta viva para los hombres vivos es ésta: ¿Nos ocupamos nosotros de nuestro amoroso Padre como es debido y cumplimos Su voluntad?

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CAPÍTULO I ¿PUEDES DESCIFRAR EL TIEMPO?

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e gusta vuestro Cristo –decía Mahatma Gandhi–, pero no me gustáis vosotros, los cristianos. Y razonaba su afirmación: “¡Sois tan distintos de vuestro Cristo!”. Estas palabras de Gandhi fueron tachadas de “injustas”. Pero ¿quién se atrevería a decir que están totalmente desprovistas de fundamento? Muy a menudo, nosotros mismos nos confundimos. Sabemos que Cristo es Dios. Le reconocemos y aclamamos como “el Camino, la Verdad y la Vida”. Y sin embargo, ¿cuántas veces seguimos nuestro camino, llevamos nuestra propia vida y desvirtuamos –cuando no la traicionamos– la verdad? Ahora bien, esto no es sólo una simple y aparente paradoja. Es una contradicción vital y posiblemente fatal. Muchas explicaciones se han dado a esta angustiosa disparidad, algunas de las cuales todavía son válidas. No obstante, hemos de preguntarnos si la explicación más sencilla, segura y satisfactoria no estará en el hecho de que Jesucristo podía descifrar el tiempo y lo hizo, mientras poquísimos cristianos pueden hacerlo y lo hacen. Esto suena a impertinencia, pero es un hecho evidente. En su relato evangélico, San Juan dice que una de


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las primeras afirmaciones hechas por Jesús en Su vida pública fue: “No es aún llegada mi hora” (Jn. 2, 5). Hizo esta declaración en Caná de Galilea. Los otros tres evangelistas nos dicen cómo empezó Cristo la Última Cena, que marcaba el final de esa misma vida pública. Marcos lo dice con las palabras: “Ha llegado la hora” (Mc. 14, 41); Mateo, con éstas: “Mi tiempo está próximo” (Mt. 26, 18). Lucas nos muestra qué seguro estaba Jesús del tiempo y de la hora en estos impresionantes versículos: “Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer, porque os digo que no la comeré más hasta que sea cumplida en el reino de Dios” (Lc. 22, 15-16). ¿Cuántos cristianos son como Cristo? ¿A cuántos hemos oído hablar de “su hora” o de “su tiempo”? ¿Puedes presentarte ante alguien y decirle: “No es llegada aún mi hora” o asegurar con absoluta convicción: “Ha llegado la hora”, dando a entender con ello que los trabajos de tu existencia están a punto de acabar? Hasta que puedas hacerlo, difícilmente mereces el nombre de humano y menos aún el de cristiano. Esta última afirmación puede parecer de Gandhi o los no Gandhis. Pero cuando reflexionamos sobre el hecho de que los seres humanos son creaturas del tiempo, que viven, se mueven y tienen su verdadera existencia en el tiempo, y que todos sus actos, como señaló una vez Frank Sheed, están “condicionados por el tiempo, giran en torno al tiempo y se anegan en el tiempo”, advertimos por qué consideraba la cuestión del tiempo como algo de “verdaderamente apasionante importancia”. Si no sentimos su importancia, su apasionante importancia, daremos una prueba de que ni sabemos lo que es el tiempo ni cómo predecirlo. Por comodidad lo malgastamos con la misma ligereza con que un marinero derrocha su dinero en las tabernas de los puertos en que hace escala su barco; también por comodidad imploramos más tiempo y gritamos como mendigos cuando vemos que no nos alcanza. ¡Dadme tiempo –suplica el ambicioso– y acopiaré riquezas, lograré una posición, adquiriré poder! ¡Dadme tiempo –pide el explorador– y 16


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realizaré un gran descubrimiento! ¡Dadme tiempo –grita el artista– y crearé una obra maestra! ¡Dadme tiempo – dice el maestro– y desarrollaré inteligencias y alumbraré caracteres! ¡Dadme tiempo! –insisten los estudiosos, los científicos, los investigadores–. ¡Dadme tiempo –gime el enfermo– y recobraré la salud! ¡Dadme tiempo –murmura el pecador agonizante– y reharé mi vida!... ¡¡Dadme tiempo!!... ¡Cuántas veces este grito surge desde la eternidad tan angustiosamente o más que desde el tiempo! ¿Qué no habría dado el rico epulón del Evangelio, por un momento más de vida, o aquel opulento cosechero a quien Cristo dijo: “¡Insensato! Esta misma noche te pedirán el alma”? (Lc. 12, 20). ¿Qué no darían muchos de los muertos de los cementerios por un día, una hora, un minuto o un segundo de tiempo? ¡Dadme tiempo! ¿No lo decimos nosotros mismos? Y, sin embargo, ellos y nosotros tenemos todo el tiempo en el mundo. ¡Realmente lo tenemos! Tenemos todo el tiempo en el mundo, pues tenemos este momento presente, aun pasajero y apremiante, que es todo el tiempo que hay o que habrá. Gilbert K. Chesterton nos aconsejó una vez mirar a las cosas familiares hasta que empezaran a parecernos extrañas, prometiendo que si lo hacíamos así “las veríamos por primera vez”. Seguramente, nada hay bajo el sol que nos sea más familiar que eso llamado el tiempo. Pero si lo miramos fijamente un rato, advertiremos de pronto que quizá nada hay en la Creación que conozcamos menos. Es algo tan omnipresente como el aire que respiramos y más invisible que el viento. Lo malgastamos con terrible prodigalidad, aunque tratemos de acumularlo como acumula su oro el avaro. Lo encontramos tan inestimable como el azogue, aunque sabemos que es más sólido que las pirámides o la esfinge; sabemos que es tan firme como las estrellas. Reconocemos que es, a la vez, tan implacable como un tirano y tan gentil como un enamorado. ¿Qué herida hay que el tiempo no cure? ¿Qué corazón no ablandará? A pesar de ello, ¡qué fugacidad tiene esa cosa impalpable, fluida y flotante...! Una vez que se va, se va para siempre. Omar Khayyam escribió: 17


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El pájaro del tiempo tiene un corto camino para revolotear, y el pájaro está en el viento. Y El dedo en movimiento escribe; y después de escribir sigue moviéndose; ni toda tu bondad ni todo tu ingenio le persuadirán a tachar un renglón ni todas tus lágrimas a borrar una palabra. Esto es lo terrible sobre todo: el tiempo es un tirano. Viene rápido. Se va veloz. Cuando se va, ya no vuelve. Es un déspota totalitario en cuanto que lo que toma para él lo fija con la fijeza de Dios, convirtiéndolo en algo eterno en cierto modo. Pero el tiempo es también un tesoro. Cada partícula suya es de un valor infinito; con la más ínfima de ellas el hombre puede comprar a Dios. Una fracción de segundo puede ser suficiente para lograr una eternidad de bienaventuranza. Pocos de nosotros miramos tan atentamente al tiempo. ¡Qué pocos serán los que comprendan que por muy apremiados que podamos estar por el tiempo, siempre habrá bastante para que el hombre realice la única razón de su existencia y alcance la última meta de su vida; pues tenemos el “ahora”: es decir, el momento presente, ¡que es todo el tiempo en el mundo! Pensar otra cosa no sólo es blasfemar de Dios sino demostrar que no somos cristianos ni hemos alcanzado la madurez humana. Cuando Dios hizo una bellota, estaba seguro de que se convertiría en una encina. Cuando Dios nos hizo creaturas del tiempo, nos dotó de carne y sangre, inteligencia y libre albedrío, con lo cual, en resumen, nos proporcionó un carácter definido, haciéndonos personas diferentes con personalidad propia que, en el tiempo y a través del tiempo, alcanzaría una eternidad colmada de gloria. Puesto que Dios es Dios, concedió a la bellota el tiempo necesario para convertirse en encina, y a cada uno de 18


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nosotros, el tiempo necesario para ser lo que realmente somos: Cristo. Y ese tiempo necesario es el momento presente, el que transcurre ahora. Este momento presente, el momento que está transcurriendo, es el que verdaderamente puedes llamar “tu tiempo”, aun cuando no puedes llamarlo “tu hora”. Pues esta cosa siempre fluyente y absolutamente irrevocable es imposible de predecir. Ningún hombre puede prometerse el próximo segundo. ¿Tendrás tiempo para acabar de leer este libro, esta página, esta frase? ¿Te concederá Dios los momentos suficientes para ello? Mirando con fijeza al tiempo, advertiremos de pronto que lo que muchos consideran un sedante es en realidad una bomba; especialmente la afirmación de que “no hay tiempo como el presente”. ¡Desde luego que no lo hay! ¡Como que ese presente es el único tiempo que Dios nos concede! No nos concede años, meses, días u horas: nos concede nada más y nada menos que ese ahora. Ese es “tu tiempo”, parte de “tu hora”. Así que ¡aprovecha tu tiempo! Mira atentamente a ese dicho familiar hasta que empiece a parecerte de lo más extraño. Está cargado de filosofía, teología y profundísima espiritualidad. Estas tres palabras constituyen una directriz que no sólo asegura la salud del alma, sino que puede abrir el camino de la santidad, meta final del hombre. ¿Por qué nuestros numerosos centros sanitarios para enfermedades mentales están superpoblados? Porque la gente no aprovecha su tiempo. ¡Porque no vive en el presente! ¿No están estrechamente ligados al futuro –un tiempo que aún no ha llegado y que puede no llegar– todos los miedos, fobias y angustias? ¿No están conectados con el pasado –un tiempo que se ha ido para no volver, un tiempo que ni siquiera Dios puede cambiar– las depresiones, melancolías y absurdos complejos? Estos trastornos mentales indican con absoluta certeza alguna relación con el hecho de que quienes las padecen no fueron lo bastante objetivos para mantenerse en contacto con la única gran realidad llamada ahora.

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