En sus primeros pasos hacia el análisis de los atlas de Gerhard Richter, Luis Felipe Ortega y Alex Dorfsman, María Paz Amaro se pregunta: ¿Cuál es nuestra relación contemporánea con las imágenes? ¿Cuáles son nuestros modos de ver? En el contexto de un tiempo plagado de estímulos visuales, en el cual las imágenes se generan, reproducen y desplazan a una velocidad incontrolable y sin límites aparentes, estas preguntas plantean la necesidad de un pensamiento situado —en el sentido situacionista del término— que funcione a la vez como una perspectiva de análisis y una toma de posición. Un lugar desde el cual quizá no se llegue a conclusiones precisas, pero por lo menos, puedan formularse algunas preguntas correctas. De este modo, el eje analítico para abordar la obra de estos artistas en Tres formas de sostener el mundo, no pasa tanto por un problema de representación —de representación compartida, codificada, como la que se pone en juego en los mapas y las informaciones gráficas de los atlas— sino que involucra más bien a la mirada como dispositivo de producción de sentido, a su construcción y revelación en la sociedad contemporánea, a su singularidad históricamente situada que se manifiesta en determinadas maneras de ver, con las cuales, los atlas de esos tres artistas mantienen relaciones productivas. Rodrigo Alonso
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María Paz Amaro
S EC R ETA R Í A DE C U LTU RA
Maestra y doctora en Arte Contemporáneo por la Universidad Nacional Autónoma de México, María Paz Amaro ha centrado sus trabajos en la noción de la naturaleza en el arte contemporáneo electrónico y de los nuevos medios, el desplazamiento en la obra de Francis Alÿs y las implicaciones de la imagen en la era contemporánea. Ha publicado en las revistas La Tempestad, Nexos, Fahrenheit, Código y Picnic, así como en Campo de relámpagos, espacio coordinado por María Virginia Jaua. Actualmente realiza la investigación posdoctoral «Identidad, arte y cocina: de la construcción estética a la discusión política de la gastronomía como fundamento de la nación» (uam Cuajimalpa). Anatomía de un fantasma es su primera novela publicada por el sello Penguin-Random House México. El presente volumen se hizo acreedor al Premio Nacional de Ensayo sobre Fotografía 2016.
María Paz Amaro | Tres formas de sostener el mundo
TRES FORMAS DE SOSTENER EL MUNDO
23/10/17 18:52
[Artes Visuales]
SECRETARÍA DE CULTURA Secretaria de Cultura: María Cristina García Cepeda Subsecretario de Desarrollo Cultural: Saúl Juárez Vega Subsecretario de Diversidad Cultural y Fomento a la Lectura: Jorge Salvador Gutiérrez Vázquez CENTRO DE LA IMAGEN Directora: Itala Schmelz Herner TRES FORMAS DE SOSTENER EL MUNDO Edición: Alejandra Pérez Zamudio Diseño: Krystal Mejía • Primera Ley Revisión de galeras: Rodrigo Castillo Cuidado de producción: Pablo Zepeda Martínez Primera edición en Colección Ensayos sobre Fotografía 2017 Producción: Secretaría de Cultura Centro de la Imagen D.R. ©2017, María Paz Amaro D.R. ©2017, Rodrigo Alonso D.R. ©2017, de los autores de las imágenes D.R. ©2017, de la presente edición: Secretaría de Cultura Centro de la Imagen Plaza de la Ciudadela 2 Centro Histórico, C.P. 06040, Ciudad de México centrodelaimagen.cultura.gob.mx Las características gráficas y tipográficas de esta edición son propiedad del Centro de la Imagen de la Secretaría de Cultura. Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de la Secretaría de Cultura/Centro de la Imagen ISBN 978-607-745-661-2 El presente volumen se hizo acreedor al Premio Nacional de Ensayo sobre Fotografía 2016 Impreso y hecho en México Portada: Luis Felipe Ortega. Mirando a través de algo que parece uno mismo (detalle), 2001–2014
TRES FORMAS DE SOSTENER EL MUNDO: Los Atlas de Gerhard Richter, Luis Felipe Ortega y Alex Dorfsman
MARÍA PAZ AMARO
TRES FORMAS DE SOSTENER EL MUNDO: Los Atlas de Gerhard Richter, Luis Felipe Ortega y Alex Dorfsman
MARÍA PAZ AMARO
A JosĂŠ MartĂn Castrezana, mi primer alumno, de quien sigo aprendiendo.
Agradecimientos
Este libro no hubiera sido posible sin la complicidad de Alex Dorfsman y Luis Felipe Ortega. A través de nuestras conversaciones, un mundo se abre cada vez que dialogo con ellos, son una suerte de coautores de este humilde acercamiento a sus obras y al mundo del arte. Agradezco también a Gerhard Richter, sin saber si algún día este libro llegue a sus manos. Sus piezas han sido un puntal para muchos artistas y para mí misma, puesto que representan comenzar desde cero cuantas veces sea necesario. Un agradecimiento, como siempre, a Itala Schmelz, al jurado del Premio Nacional de Ensayo sobre Fotografía y a todo el equipo del Centro de la Imagen por su maravillosa colaboración para hacer realidad la publicación de este libro y por honrarme con el premio que me fue otorgado.
Índice
Prólogo de Rodrigo Alonso . ................................ 13
Introducción ........................................................ 23
La reinvención de la imagen pobre ..................... 29
Prolegómenos comunes . .................................... 41
El Atlas: una geografía de imágenes como medida de resistencia . ............................. 67
Llenando un paisaje contemporáneo ................. 89
La representación del vacío ................................ 115
Bibliografía . ....................................................... 123
La paradoja productiva
Esas ambigüedades, redundancias y deficiencias recuerdan las que el doctor Franz Kuhn atribuye a cierta enciclopedia china que se titula Emporio celestial de conocimientos benévolos. En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en: (a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f ) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (1) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas. Jorge Luis Borges, «El idioma analítico de John Wilkins».1
¿Podría existir un atlas personal? Un atlas es una herramienta de naturaleza pedagógica, que reúne información construida científica, social y políticamente, cuyo fin es la comprensión más o menos cabal del mundo que habitamos. Si bien no es incuestionable, sus contenidos hacen gala de una precisión fundada en datos verificables. En él se recogen conocimientos públicos, colectivos y contrastados, avalados por una comunidad de especialistas, que nunca se ofrecen en nombre de un autor. ¿Cómo caracterizar, entonces, la existencia de unas producciones que adoptan la forma de atlas individuales, elaborados de manera caprichosa, incompleta, precaria, subjetiva e irracional? María Paz Amaro aborda el tema como lo que verdaderamente es, una paradoja. Por eso, no intenta dilucidar los fundamentos últimos de este tipo de práctica, ni detectar los elementos que permitirían su categorización. Ni siquiera intenta justificarla, sino que
1 Jorge Luis Borges, «El idioma analítico de John Wilkins», en Otras inquisiciones, Buenos Aires, Sur, 1952.
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se interna en ella con curiosidad, con la intuición de poder encontrar en estos palpitantes reservorios de imágenes, las claves de una sensibilidad y unos modos de lectura que den cuenta de nuestra visualidad contemporánea. En un ensayo publicado en 1952, Jorge Luis Borges describe una supuesta enciclopedia china que clasifica a los animales en categorías que nos resultan insólitas. «En el asombro de esta taxonomía —señala Michel Foucault— lo que se ve de golpe, lo que, por medio del apólogo, se nos muestra como encanto exótico de otro pensamiento, es el límite del nuestro: la imposibilidad de pensar esto».2 Esas categorías inconcebibles, esos instrumentos para organizar la realidad que resultan evidentemente inadecuados —a nuestros ojos occidentales— ponen en entredicho la pertinencia misma de los sistemas categoriales. La enciclopedia china descripta por Borges plantea una perplejidad que nos obliga a reflexionar sobre las bases de nuestro pensamiento: ¿Cómo organizamos el mundo? ¿Cómo articulamos lo que observamos sobre él? ¿Cómo construimos nuestro saber? En sus primeros pasos hacia el análisis de los atlas de Gerhard Richter, Luis Felipe Ortega y Alex Dorfsman, María Paz Amaro adopta una perspectiva similar. Se pregunta: ¿Cuál es nuestra relación contemporánea con las imágenes? ¿Cuáles son nuestros modos de ver? En el contexto de un tiempo plagado de estímulos visuales, en el cual, las imágenes se generan, reproducen y desplazan a una velocidad incontrolable y sin límites aparentes, estas preguntas plantean la necesidad de un pensamiento situado —en el sentido situacionista del término— que funcione a la vez como una perspectiva de análisis y una toma de posición. Un lugar desde el cual quizá no se llegue a conclusiones precisas, pero por lo menos, puedan formularse algunas preguntas correctas. Así, para Amaro, el eje analítico para abordar la obra de estos tres artistas no pasa tanto por un problema de representación —de
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2 Michel Foucault, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, Buenos Aires, Siglo xxi, 1968, p.11.
representación compartida, codificada, como la que se pone en juego en los mapas y las informaciones gráficas de los atlas— sino que involucra más bien a la mirada como dispositivo de producción de sentido, a su construcción y revelación en la sociedad contemporánea, a su singularidad históricamente situada que se manifiesta en determinadas maneras de ver, con las cuales, los atlas de esos tres artistas mantienen relaciones productivas. Pero, ¿qué tienen de particular estos atlas? Desde el nivel descriptivo más básico, diríamos que son conjuntos de imágenes sobre el mundo, ordenados de acuerdo con la sensibilidad de unos artistas, sin pretensión de completitud ni de autoridad científica. Amaro sostiene, además, que «su factura estética parte de un proceso intuitivo hasta que, llegado el momento, la intuición transmuta en una clase de rigor que no pretende ser su opuesto sino su continuum. Como muchos artistas y teóricos, desde Walter Benjamin y Bertolt Brecht, ellos también prefiguran su propio atlas de imágenes en un recorrido que precisa lo íntimo a la vez que lo universal. Finalmente, su repertorio traspasa las nociones del recolector o coleccionista y se acerca más a la etimología del término: atlas, en estos tres casos, es una nueva manera de cargar al mundo, resume un propio mapa personal distinto en cada uno de ellos».3 El mundo se hace presente aquí a través de unas imágenes que son en gran medida fotográficas. Sin embargo, estas imágenes no hablan mucho sobre el mundo (real), sino que, plasman algunas formas de asumirlo y hacerlo propio. A veces, esas formas se traducen en resultados plásticos, como cuando la geometría o los colores de un paisaje son transformados en patrones visuales; otras, transmiten una atmósfera que puede ser tanto estética como sentimental: Amaro dedica una buena parte de su investigación a estudiar las relaciones entre el paisaje, la abstracción y la nostalgia, en las obras de estos artistas. En todo caso, hay algo que se revela en el acopio y la selección de las vistas, en sus formatos de presentación, en las asociaciones
3 En esta publicación, pp. 26-27.
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buscadas y fortuitas. Algo que, nuevamente, no atañe al mundo (real), sino que apunta hacia su configuración significativa, hacia la aproximación intelectual pero también sensible que lo transforma en un objeto elocuente. Así, los atlas de Richter, Ortega y Dorfsman ponen de manifiesto unas formas únicas de organizar la información visual que erigen una suerte de cartografía mental de sus autores, en un movimiento que instituye, de manera simultánea, a las imágenes como mundo y a los artistas como demiurgos. El tema del paisaje permite a María Paz Amaro ubicar el trabajo de estos artistas en la bisagra entre historia y contemporaneidad. Como sabemos, el género del paisaje posee una larga tradición en la producción pictórica, que ha determinado, en gran medida, los modos en los cuales nos relacionamos con la naturaleza; podría afirmarse incluso que, para quienes llevamos una vida urbana, la pintura nos ha provisto del vocabulario para expresar casi todo lo que nos es dado decir sobre ella. La fotografía continúa con esa tradición. Aunque son innegables los aportes de algunos autores —desde Ansel Adams a Hiroshi Sugimoto— lo cierto es que el recorte (que luego será encuadre) que transforma a la naturaleza en el artificio del paisaje no ha sufrido grandes variaciones hasta el día de hoy. Lo que sí se ha modificado son los usos del paisaje. Y es en estos usos donde se despliegan con mayor vehemencia las potencialidades de la voluntad artística. Aquí es donde Amaro encuentra las singularidades, las idiosincrasias, las pulsiones expresivas, los actos de habla, que transforman a cada uno de los atlas estudiados en realidades únicas. Por eso dedica gran parte de su análisis a dilucidar qué pudo haber llevado a cada uno de los artistas a plasmar en topografías visuales las topografías de su pensamiento. Y acierta particularmente al utilizar la conjetura como método. Porque más allá de las declaraciones consultadas o las entrevistas realizadas a los autores —que en algunos casos dan cuenta de la génesis de las colecciones de imágenes—, es en la lectura donde los atlas terminan configurándose como dispositivos discursivos. Los propios artistas avalan este hecho al abandonar sus obras a la libre interpretación, al desestimar las guías de lectura que hubieran coartado
lo que en sus trabajos palpita con tanta intensidad: el misterio que provoca la curiosidad, las ambigüedades que estimulan la reflexión, las estructuras incompletas que autorizan el juego. Entre los procedimientos artísticos puestos en práctica en los atlas, María Paz Amaro presta especial atención al montaje. Como sabemos, en el ámbito del cine, esta técnica induce la lectura en términos narrativos, al tiempo que unifica la heterogeneidad de las imágenes que conforman la sucesión fílmica. Walter Benjamin había previsto otra posible situación histórica: que el choque de los diferentes fragmentos que componen la linealidad de una secuencia cinematográfica produjera un espectador atento, analítico, crítico.4 En este sentido se orientó una buena parte del cine soviético en los tiempos de la revolución, dando luz a obras magníficas, como El hombre de la cámara (1929), de Dziga Vertov. Esta búsqueda tuvo, no obstante, una destacada vitalidad en el terreno de la fotografía a través de la práctica del fotomontaje. A diferencia del collage popularizado en las artes plásticas, que reúne en un todo unificado fragmentos de materiales de distinta proce‑ dencia, éste conserva la radical heterogeneidad de sus componentes con el fin de estimular la lectura analítica y el pensamiento crítico. No es casual que su uso haya florecido en momentos de tensiones políticas, como en los años de ascenso del nazismo. Los atlas de Gerhard Richter, Luis Felipe Ortega y Alex Dorfsman no utilizan específicamente la técnica del fotomontaje, pero en su forma de articular las imágenes que los componen, asumen las propiedades analíticas de ella. En todos los casos, no existe una lógica evidente o una razón subyacente que haga confluir la grilla visual hacia un sentido único. Esto se potencia, como bien señala Amaro, por el frecuente carácter híbrido de las colecciones imaginarias, que involucran los recursos de la fotografía, la pintura, el video, la edición de libros, las instalaciones. Esta multiplicidad de apariciones encuentra un eco en los múltiples arreglos
4 Walter Benjamin, «La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica», en Discursos interrumpidos, Madrid, Taurus, 1971.
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que a veces alcanzan a las mismas imágenes. Y es que una de las características más relevantes de estas obras, la que conmueve con mayor fuerza a su denominación, es su naturaleza siempre cambiante y provisoria. Un atlas tiene por objeto fijar una determinada realidad. Pero, afortunadamente, los artistas abordados en este libro parecen no haber tomado nota de este requerimiento. Esta provisionalidad podría sumarse a otro de los tópicos que aborda María Paz Amaro en esta publicación: la reconsideración de la noción de tiempo que se encuentra en el corazón de la práctica foto‑ gráfica. Esta tarea podría ser titánica si no estuviera siempre acompañada por el trabajo de sus referentes. Amaro no pretende formular una teoría sobre el tiempo fotográfico sin más, sino que busca internarse en las sutilezas que éste adopta en la manipulación artística. Las imágenes tomadas en diferentes momentos, en respuesta a distintas instancias del proceso de creación, puestas en común en una situación otra, actualizadas finalmente en la lectura, alimentan una riqueza temporal que no puede pasarse por alto. De ahí que cada trabajo requiera un análisis específico de esta cualidad. Por otra parte, es ella la más apropiada a la hora de establecer algunas diferencias entre el paisaje pictórico y el fotográfico. La pintura siempre existe en una suerte de estado atemporal que se suele resolver en la exaltación del momento de la contemplación. En cambio, la fotografía tiende a remitir a una temporalidad más ceñida; incluso sin la necesidad de adscribir a la fórmula barthesiana del «esto-ha-sido».5 En el último capítulo de este libro, La representación del vacío, la autora menciona uno de los atlas de Marcel Broodthaers (The Conquest of Space: Atlas for the Use of Artists and the Military, 1975), un pequeño libro del tamaño de un dedo pulgar que incluye un dibujo de cada una de las naciones del mundo, a la manera de un compendio geográfico en miniatura. La evocación no podría ser más acertada. Como el artista belga, Richter, Ortega y Dorfsman se proponen abordar el mundo desde una perspectiva doméstica, cercana y abarcable.
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5 Roland Barthes, La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Barcelona, Paidós, 1989.
¿Qué los moviliza a emprender esa tarea? ¿Qué les ofrece el atlas como formato de producción y de relación con el mundo? Sus atlas, sostiene Amaro, «son aquello que estos tres artistas determinan como deseo que se haga visible».6 En efecto, es quizás el deseo una de las claves insoslayables. El deseo de entrar en un diálogo franco con el mundo, con sus realidades, sus circunstancias y sus posibles visualidades, para finalmente dar forma a otro mundo en el que queramos habitar.
6 En esta publicación, p. 86.
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Porque no hay otra objetividad que una objetividad artĂstica. SĂłlo ella puede representar un estado de cosas de manera conforme a la verdad. Joseph Roth
Introducción
La jerarquía de los sentidos ha sido prácticamente la misma desde el Renacimiento hasta nuestros días. El carácter histórico de la percepción moderna ha sido visual a partir de entonces. La finestra aperta italiana que signaba un universo contenido en las fronteras de un marco no hizo más que trasladarse a la imagen que el ojo ve, proyectada en la pantalla del cine o reflejada en otros aparatos ya sea la cámara fotográfica, la computadora, el teléfono celular. Por la madrugada comienza el ritual: los cinco habitantes de esta casa, de edades que van de los seis a los cuarenta y cinco años, corroboran cómo fue que amaneció el mundo a partir de una pantalla. Cada uno tiene la suya propia, una distinta que se apagará e iluminará en tanto se pueda, en el trabajo, en la escuela, en la casa de nuevo. Hace unas semanas, contemplé la misma escena en el umbral de otra casa: dos adolescentes bajaron de un auto, tocaron el timbre de una que, supongo, era suya, y comenzaron a buscar ansiosamente la conexión al wifi en sus celulares. Aquí la situación tampoco varía mucho: los tres niños, de edades distintas, invariablemente tardan en bajar y responden hasta el tercer o cuarto aviso de la comida servida. Sucederá lo mismo cuando acaben de comer: subirán a sus habitaciones y los encontraré de nuevo en horizontal, sobre sus respectivas camas, mirando hacia el infinito. Lo que ven es lo que una ventana de escasos centímetros les ofrece de extraordinario cada cinco segundos. Durante mis clases, pasa algo similar. Pese a las advertencias de que el mundo no promete acabarse en las siguientes dos o tres horas que durará la sesión, el gesto se vuelve irresistible. Vale la pena un pequeño desafío ante las reglas prescritas, más aún si
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el avión en el que viajaba el Secretario de Gobernación1 caía hacia escasos minutos, a unas cuadras de la universidad años atrás, o si la imagen de uno de los alumnos que pendía del espectacular situado fuera del nuevo edificio universitario, fue arrancada en cuestión de segundos por el viento hace escasas semanas. La pregunta es una, no se refiere a quién lo vio primero sino a quién tuvo la fortuna de sacar el celular a tiempo. Quién subió la foto y en cuál de las redes sociales se puede encontrar, es lo que resuena en los pasillos como al interior de los salones. Dentro de la mencionada jerarquía de los sentidos acuñada por Donald M. Lowe,2 el oído fue el sentido más importante en la cultura oral, sin embargo, sus contenidos eran inseparables del hablante que los transmitía hasta la aparición de la imprenta. La categorización sensorial a lo largo de la historia humana ha tenido al ojo en primer o segundo lugar, acompañando al oído o a la mano que verifica, que comprueba pero también protege, como es el caso del amuleto hamsa en la cultura árabe y hamesh en la judía. El surgimiento de la imprenta desvincula la presencia del sujeto oral, como afirma Lowe, pero traslada el terreno de la percepción a un espacio que pretende funcionar como el ojo, de cuyas primeras consecuencias será la construcción de una nueva esfera real a través de la perspectiva, la cual siguió emulándose en las primeras etapas de la historia de la fotografía y del cine. Hoy en día, los nuevos efectos tecnológicos mediáticos en la era de la digitalización han ampliado esta capacidad ocular. Temporalidad y espacio remiten a otros enunciados. La llamada realidad virtual debería dejar, de una vez por todas, de enunciarse así pues ha reemplazado en nuestras vidas a la que se supone es la realidad «real». La velocidad con que una imagen se captura y nos llega no se cuenta ni siquiera en minutos
1 En sustitución de Francisco Ramírez Acuña, el 16 de enero de 2008, Juan Camilo Mouriño fue nombrado Secretario de Gobernación por el presidente de la República Felipe Calderón Hinojosa. A casi tres años de su nombramiento, el 4 de noviembre de 2008, el avión en el que viajaba se estrelló a unos cuantos metros de avenida Paseo de la Reforma y Periférico en la Ciudad de México.
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2 Véase Donald M. Lowe, Historia de la percepción burguesa, México, fce, 1986.
sino en segundos. El tránsito global se adelgaza, contamos con las imágenes de los horrores de la guerra, de las catástrofes naturales, de los escándalos de políticos y celebridades, instantes después de que son subidas a la red. Como antaño, ya no hay que esperar a la publicación impresa de las noticias al día siguiente, tampoco a los noticieros de la noche. Dice Régis Debray que la importancia de la imagen radica en que ésta funciona como mediación afectiva.3 Sin embargo, mantengo la mirada en esa única línea pues lo que a Debray le atrae es, también, el momento en que la imagen comienza a morir al dejar de tener esa capacidad de conmover. ¿Reaccionaremos de forma distinta ante la imagen de un perro famélico subida a las redes, que frente a los muchos perros que día con día se cruzan en nuestro camino? La realidad ha dejado de tener peso o, mejor dicho, sea cual sea el curso de la exégesis de Debray, vivimos la realidad a partir de la imagen mediatizada. Dentro de un cúmulo de preguntas sobre el estatus actual de la imagen, la siguiente a plantearse es acerca de su lugar en el terreno del arte contemporáneo, el cual, sabemos, ha sufrido también su propia metamorfosis. En el decurso de esta transformación, me toca señalar la obra de tres artistas, disímiles en edad y producción, pero claves en mi interpretación del actual estado de la cuestión. La idea de escribir este libro surge hace ya un margen de tiempo considerable conforme me adentraba en el conocimiento de sus obras. Mi interés en ellas se deslinda de un ejercicio de comparación chato o vacuo. En principio, es importante señalar que dos de las cosas que me obsesionaron respecto a ellos, desde un primer instante, fueron tanto su abordaje de la noción específica de naturaleza como su particular tratamiento de la imagen. Disímiles en su producción, pues uno no es idéntico al segundo, ni el segundo emula al tercero, todos pertenecen a momentos y generaciones distintos de la producción artística contemporánea. El mayor de ellos
3 Régis Debray, Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente. Barcelona, Paidós, 1994, p. 14.
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ha sido claro referente de los dos restantes. Si pudiera enunciarse un común denominador es que los tres han utilizado la fotografía —y, de forma genérica, la noción de imagen— como proceso vital de su creación. Gerhard Richter es más conocido como pintor pero a nadie escapa que su atlas personal de fotos sea un proyecto procesual equiparable, en términos de relevancia, a su producción pictórica. Por su parte, Luis Felipe Ortega se ha desenvuelto en dis‑ tintos géneros, a destacar la escultura y la instalación, acciones tanto espaciales como performáticas, así como pintura, dibujo, video y fotografía. Finalmente, Alex Dorfsman se reconoce más en el medio artístico como fotógrafo aún cuando sus inicios partieron del dibujo y la pintura desde niño, y el video durante su instrucción artística en La Esmeralda, a los que ha retornado en sus proyectos más nuevos. En ellos tres persisten las grandes incógnitas respecto de la apropiación de la imagen en múltiples sentidos, que van desde los problemas de la representación, sus dimensiones semióticas, matéricas y abstractas, hasta la recepción final por un público sumergido, valga la insistencia, en un mundo de imágenes. ¿Cómo resistir la prueba? ¿Qué es lo que ellos han aportado al panorama mundial y nacional a partir no sólo de su sensible visión, sino también de la tra‑ ducción que hace cada uno de ellos de la imagen como reflejo y contenedor de la historia inmediata? Pese a los aires pesimistas que se respiran en la glosa de historiadores y teóricos, e incluso de los mismos artistas, la posición de estos tres creadores tiene que ver con la problematización de este elemento compositivo que, a la vez, redunda en producto final. Es todo eso al mismo tiempo. Los tres se enfrentan, han tratado de ir más allá de lo superficial a demarcar en ciertos momentos de la historia del arte, señalan una condición ontológica distinta de lo real y lo artificial presente en cada imagen. Sus obras, más que dar respuestas, dan lugar a más preguntas y han señalado también el punto de partida de artistas más jóvenes. En mi opinión, han sido la catapulta de un proceso reflexivo al interior de la manera de hacer arte desde que el primero apareció en el panorama artístico. Su factura estética parte de un proceso intuitivo hasta que, llegado el momento, la intuición transmuta en una clase
de rigor que no pretende ser su opuesto sino su continuum. Como muchos artistas y teóricos, desde Walter Benjamin y Bertolt Brecht, ellos también prefiguran su propio atlas de imágenes en un recorrido que precisa lo íntimo a la vez que lo universal. Finalmente, su repertorio traspasa las nociones del recolector o coleccionista y se acerca más a la etimología del término: atlas, en estos tres casos, es una nueva manera de cargar al mundo, resume un propio mapa personal distinto en cada uno de ellos.
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La reinvención de la imagen pobre
La vuelta del revés de las imágenes en la era actual, sabemos, da mucho de qué hablar. Desde mediados de los años setenta, Susan Sontag se mostraba tan maravillada como apesadumbrada frente al fenómeno del consumo visual de imágenes, que hasta hoy parece no tener fin en su saciedad compulsiva. Al tiempo que habla de adicción, también resuenan frases vueltas efigies tan fascinantes respecto de la apropiación universal por medio de la fotografía como: «El anhelo lancinante de belleza, de un término al sondeo bajo la superficie, de una redención y celebración del cuerpo del mundo […]».1 Bien nos dicta la teórica, todos sentimos que podemos apresar el mundo entero al fotografiar; hacerlo significa establecer una relación determinada con el mundo que sabe a conocimiento, pero también a poder. Si la democratización a través de la reproductibilidad de las obras, como Walter Benjamin anhelaba, prometía la permeabilidad de una conciencia revolucionaria a nivel social, Sontag es radical al afirmar que: «Lo que determina la posibilidad de ser afectado moralmente por fotografías es la existencia de una conciencia política relevante».2 Para Sontag, la ideología es la única intermediación válida para el consumo de éstas. Es lo único que puede salvarnos de caer rendidos ante la exposición repetida de imágenes que pierde realidad, se «edulcora» con cada repetición. Si nadie se horrorizó ante las fotos en torno a la devastación de Corea en los años cincuenta, ecocidio y genocidio juntos, Sontag
1 Susan Sontag, Sobre la fotografía. Barcelona, Edhasa, 1996, p. 34. 2 Susan Sontag, op. cit., p. 29.
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señala, categórica, la razón de lo anterior: «El público no vio esas fotografías porque no había espacio ideológico para ellas».3 La anterior conjetura me remite a un texto recientemente visitado, a partir de la invención de la cámara fotográfica, señalar un hecho histórico equivale al número de fotos que lo registran. Éstas cuentan para hacerlo fehaciente, verificable ante nosotros. Siberia nos conmueve gracias a las experiencias, casi todas literarias, de quienes la visitaron o murieron en ella. A diferencia de los campos de concentración nazis, existen pocas referencias fotográficas del gulag decimonónico y del siglo xx. En la ausencia de imágenes físicas, sólo al evocar las mentales que surgen cuando se lee La isla de Sajalín, de Antón Chéjov —«el primer escritor ruso que va a Siberia y vuelve», se leía en una noticia del 26 de enero de 1890 en el periódico Novedades de Moscú—,4 puede uno imaginar las condiciones de supervivencia de habitantes y prisioneros.5 Me pregunto si es aventurado pensar que los horrores de entonces, desde los últimos años de la Rusia imperial hasta la urss de Stalin, pasaron a la historia sin un peso mayor y en comparación con otras masacres, debido a la escasa circulación de fotografías. Tan sólo nos quedamos, como sostengo, con los rumores literarios de la inteligencia que escribió acerca de esta etapa como de esta geografía: Alexander Pushkin, Fiódor Dostoyevski, Boris Pasternak y Alexander Solzhenitsyn, entre otros. Si desde el Renacimiento el ojo pondera sobre el resto de los sentidos, con la invención de
3 Susan Sontag, op. cit., p. 28. 4 Antón Chéjov, La isla de Sajalín. Barcelona, Alba Editorial, julio de 2012, p. 8, libro electrónico.
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5 «Los detenidos, después del trabajo, vuelven a la prisión con la ropa empapada y el calzado sucio, sobre todo en los periodos de mal tiempo. No hay lugar donde secarlos. El preso cuelga parte de su ropa junto a la tarima y las restantes prendas, aún sin secar, las extiende y las utiliza como lecho […] La ropa interior, impregnada de secreciones cutáneas y compuesta de restos de sacos viejos y andrajos podridos, está húmeda y hace tiempo que no se lava; los harapos con que cubre sus pies despiden un asfixiante olor a sudor; y él mismo, que hace mucho tiempo que no se baña, está lleno de piojos, fuma tabaco barato y sufre constantemente de flatulencia. Pan, carne, pescado salado que a menudo se seca en la misma prisión, migajas, huesos, sobras y restos de sopa se mezclan en su escudilla. Aplasta las chinches con los dedos en la misma tarima. Todo eso hace que el aire en la prisión sea fétido, apestoso, acre». Antón Chéjov, op.cit., capítulo V, s/p.
la fotografía también se inaugura una época en la que la imagen pesa más que las palabras. Otro proyecto fotográfico reclama su sitio en la historia en función del destino que sus reproducciones tomaron: las fotografías incautadas por la milicia norteamericana de Dorothea Lange, reunidas en el libro que lleva por título Impounded, a cinco décadas de su registro. Surge, de nuevo, la gran pregunta respecto de la circulación de fotografías tomadas en los campos de exterminio nazi y el sometimiento de civiles japoneses dentro de los campos de concentración secretos, que Estados Unidos mantuvo en California luego de que éstos sufrieran deportaciones y traslados, incluso desde países ajenos al territorio mencionado; algunos de ellos, estados latinoamericanos que pagaban su cuota con el país potencia. Alguien objetará que no hay punto de comparación entre los nazis y los norteamericanos, sin embargo, nos quedamos con la incógnita al saber que Lange tuvo que seguir una normatividad preestablecida, pues no había autorización de fotografiar el alambrado, ni las torres de vigía con reflectores, ni los guardias armados. La razón de su despido fue el coraje que ella demostró al entablar conversaciones con los reclusos.6 Ante la casi nula existencia de imágenes de soldados norteamericanos muertos en el frente de guerra que responde a lo acordado en la Convención de Ginebra, día a día nos topamos con cadáveres de soldados palestinos, sirios y pakistanís, genocidios masivos en África, descabezados a manos de los carteles del narco, cuerpos torturados, estudiantes y periodistas asesinados, feminicidios, migrantes muertos en su paso por la frontera. Dos ataques terroristas dividieron la opinión mundial: el del 13 de noviembre de 2015, acaecido en Beirut seguido, por horas de diferencia, de las víctimas que dejaron las explosiones y ataques de armas automáticas en distintos puntos de París. Lo anterior cobra importancia cuando se trata de entender el complejo entramado de
6 Dinitia Smith, «Photographs of an Episode that Lives in Infamy», en The New York Times, 6 de noviembre de 2006, en http://www.nytimes.com/2006/11/06/arts/design/06lang. html?_r=0 [Última recuperación: 18 de abril de 2016].
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la explotación mediática de las imágenes en Occidente y los hilos ideológico-políticos que las mueven, pero también un imagina‑ rio mítico construido por imágenes de la ciudad cuyo monumento emblemático ha sido replicado un sinnúmero de veces.7 La imagen sigue constituyendo la mediación ideológica para empatizar más con una guerra que con otra, con un migrante de tal o cual país. Cuatro décadas después de la famosa publicación Sobre la fotografía, de Sontag, el filósofo Byung-Chul Han nos conduce a un horizonte similar sólo que magnificado por el aumento demográfico, la tecnología digital y la virtualidad: los Google Glass transforman el ojo humano en una cámara, la nueva masa es el enjambre digital, deseamos más virtualidad y menos materia, la intimidad de la congregación virtual es la única, en apariencia, capaz de producir un «nosotros». Estamos más informados pero somos menos conscientes, hay más catarsis virtual pero los espacios de acción pública de antaño se reducen. Pese a que nos empeñamos en hablar en aras de la otredad, no hay cabida para «lo singular». Han se refiere al medio digital como aquel que consume aquella versión icónica, que hace aparecer las imágenes más vivas, mejores que la realidad, percibida como defectuosa. Se designan nuevos síndromes, enfermedades de la contemporaneidad: El llamado Síndrome de París designa una aguda perturbación psíquica que afecta sobre todo a los turistas de Japón. Los afectados sufren de alucinaciones, desrealización, despersonalización, angustia y síntomas psicosomáticos como mareo, sudor, o sobresalto cardíaco. Lo que dispara todo esto es la fuerte diferencia entre la imagen ideal de París que los japoneses tienen antes del viaje, y la realidad de la ciudad, que se desvía completamente de la imagen ideal. Se puede suponer que la inclinación coactiva, casi histérica de los japoneses a hacer fotos, representa una acción inconsciente de
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7 Bien señala Alex Dorfsman que, después de la imagen de Jesucristo, la más reproducida desde el siglo xix en Occidente, es la torre Eiffel. Serie de entrevistas y conversaciones sostenidas entre Alex Dorfsman y María Paz Amaro, enero–mayo de 2016.
protección y de huida que tiende a desterrar la terrible realidad mediante imágenes […]. El delirio de optimación se apodera también de la producción de imágenes. Huimos hacia las imágenes, a la vista de una realidad que percibimos como imperfecta.8
Hoy, las grandes campañas publicitarias no sólo se ven en los cortes de los programas televisivos. Contamos con un reproductor que replica ad infinitum los anuncios emblemáticos en canales de YouTube, además de los sitios de cada marca en la red. Uno de los anuncios de Nikon celebra la vida al aglutinar los momentos que merecen la pena vivirse en cada país —Francia, Estados Unidos, Corea— bajo el mismo slogan en diferentes idiomas: I am part of the world. I am Nikon.9 En sus distintas versiones, se muestran fragmentos de las supuestas vidas de fotógrafos profesionales y fotógrafos aficionados: el de National Geographic, pero también la madre de un bebé que se ha vuelto famosa por subir las fotos de su hijo dentro de un microuniverso de telas y demás parafernalia que simulan distin‑ tos escenarios: el cielo, un bosque, una piscina. Padres que registran los primeros pasos de sus hijos y los comparan con los pasos lunares de Neil Armstrong, fotos turísticas en las pirámides de Giza, adolescentes en montañas rusas, mascotas disfrazadas, Robbie Williams que registra desde el escenario un concierto abarrotado de celulares que lo miran a él, una pareja dándose el sí eterno en el altar; todo aquello que Nikon nos invita a celebrar en sus distintos modelos de cámaras fotográficas, disponibles en el mercado. Las marcas que alguna vez nos enseñaron cómo hacer foto se ven ahora desplazadas por las campañas publicitarias de los smartphones, las cuales imponen y homogeneizan a la vez un
8 Byung-Chul Han, En el enjambre, 2013, pp.50-53, archivo PDF. [Última recuperación: febrero de 2016]. 9 Campaña publicitaria de Nikon, «At the heart of the image», en: https://www.youtube.com/ watch?v=3Npf9-70J9Q [Última recuperación: 12 de abril de 2016].
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determinado canon fotográfico subvertido en géneros, referentes, colores, filtros, temáticas, espacios, lugares, distancias y encuadres. Vida y muerte. La propuesta publicitaria de Leica, una de las marcas que compiten directamente con Nikon, pareciera mostrar el anverso de la moneda. En una versión en blanco y negro y en idioma alemán, la cámara tiene voz propia pues es testigo de una historia personal. Se trata de la de un corresponsal de guerra, nada más y nada menos que de Robert Capa. Pese a la gran producción y el triste final que pretende demostrar la cruda realidad de lo que podrían ser las guerras subsecuentes que Capa presenció hasta la última en Indochina, donde perdió la vida al pisar una mina, la marca Leica no puede escapar de la romantización de la trama: escenas de alcoba y amantes abandonadas por el fotógrafo se intercalan con los tiempos libres de los soldados. Ellos y el fotógrafo, como uno más, huyendo de los invasores, transcribiendo el día D en fotos o corriendo al frente del convoy francés en su último viaje. La cámara misma confiesa, «Él siempre amó la fotografía. Él la seguía amando cuando el sonido de las Kalashnikovs se volvía insoportable». Capa muere pero su alma resurge en una cámara cuya especialidad son las fotos en blanco y negro: la flamante M-Monochrom. Al final del anuncio se lee: «Cada Leica tiene un alma. Leica M-Monochrom. La reencarnación del blanco y negro».10 La simulación del último anuncio referido me recuerda, por un lado, el texto Holiday from history que Slavoj Žižek escribió a propósito de la pieza Dial H-I-ST-O-R-Y, de Johan Grimonprez, en el que el filósofo deja entrever al aparato literario sustituido por la ficción hollywoodense, a lo real sustituido por lo vacuo (a Chéjov sustituido por fotografías). El Pentágono es asesorado por directores especializados en filmes de catástrofes, con el objeto de hacer llegar el mensaje ideológico acertado no sólo a una audiencia americana sino también a una de orden global. Tal y como Žižek afirma categóricamente: «Ésta es la prueba empírica final de que Hollywood efectivamente funciona
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10 Campaña publicitaria de Leica, «Soul», en https://www.youtube.com/watch?v=Sk9kKgpkRbA [Última recuperación: 12 de abril de 2016].
como el ‘aparato ideológico de estado’».11 Žižek aborda esa banda de Moebius que es hoy en día el dispositivo espectacular, mediático e informativo en el que nos perdemos: videojuegos, noticias, películas; nadie sabe con certeza dónde acaba la realidad y dónde comienza la fantasía. Por otro lado, ambas campañas publicitarias resumen lo que Sontag, Han, Debray y Roland Barthes enuncian en torno al fenómeno de la fotografía en sus libros referidos a ella, su inconfundible olor a muerte. Barthes apunta desde el inicio de su disquisición: «Lo que la fotografía reproduce al infinito únicamente ha tenido lugar una sola vez: la fotografía repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente»,12 y más adelante, al referirse al spectrum de la fotografía, «esta palabra mantiene a través de su raíz una relación con «espectáculo» y le añade ese algo terrible que hay en toda fotografía: el retorno de lo muerto».13 Han cita a Barthes al subrayar la finitud de la foto análoga en contraste con la imagen digital que nunca caduca: «el medio digital se halla en conexión con otra forma de vida en la que están extintos tanto el devenir como el envejecer, tanto el nacimiento como la muerte. Esa forma de vida se caracteriza por un permanente presente y actualidad. La imagen digital no florece o resplandece, porque el florecer lleva inscrito el marchitarse, y el resplandecer lleva inherente la negatividad del ensombrecer».14 Por su parte, Sontag afirmará: «Todas las fotografías son memento mori. Tomar una fotografía es participar de la mortalidad, vulnerabilidad, mutabilidad de otra persona o cosa. Precisamente porque seccionan un momento y lo congelan, todas las fotografías atestiguan el paso despiadado del tiempo».15 John
11 Este ensayo fue escrito para acompañar el lanzamiento al mercado del dvd Dial H-I-S-T-OR-Y, un filme de Johan Grimonprez sobre la historia de los secuestros de aviones. Este filme se proyectó por primera vez en la décima edición de Documenta (1997), mucho tiempo antes del ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001. Traducción propia. 12 Roland Barthes, La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Barcelona, Paidós, 1989, pp. 28-29. 13 Roland Barhtes, op. cit., pp. 35-36. 14 Byung-Chul Han, op. cit., pp. 54-55. 15 Susan Sontag, op. cit., p. 25.
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Berger verá el Cristo de Andrea Mantegna en el cuerpo fotografiado del Che Guevara. Quienes acomodaron su cadáver para la sesión fotográfica que comprueba su muerte, se basaron en La lección de anatomía del doctor Nicolaes Tulp, de Rembrandt.16 La comparación de Berger no es gratuita, pues responde a una referencialidad antaño pictórica, pero ¿qué sucede cuando el curso de la comparación se revierte y la realidad remite ahora al hecho fotográfico? «La memoria entraña un acto de redención. Lo que se recuerda ha sido salvado de la nada. Lo que se olvida ha quedado abandonado».17 Lo anterior es importante en tanto que Debray se interesa en remontar una genealogía de la imagen. En la antigüedad, las imágenes le prestaban servicio a la muerte. Obedeciendo a su etimología, la imagen es sustitución viva de la persona muerta. Así, la imagen viva, atestiguaría el triunfo de la vida conseguido sobre la muerte y merecido por ella. Debray asegura que en la época actual se hacen fotografías y películas en torno a aquello que, se sabe, vive bajo la amenaza de la desaparición. La imagen es la presencia de una ausencia, la impronta de algo que no está más ahí. Ante la descomposición de la muerte, se impone la recomposición de la imagen. Si la vida es el conjunto de fuerzas que se resisten a la muerte, en la historia del hombre se otorga esa concesión, se permuta el tiempo por el espacio. Debray señala algo medular en cuanto al estatus de la imagen en el arte actual se refiere, pues determina algo que, aunque obvio para algunos, es vital en la obra de los tres artistas que motivan este libro: el antecedente pictórico del imago desde tiempos de la cueva de Lascaux y más adelante, en las pinturas murales de las tumbas etruscas y los retratos funerarios romano-egipcios posteriores de El Fayum. Una condición que superó su primer tratamiento tridimensional en esculturas de bulto y relieves permitió en Occidente ser la mejor expresión de la efigie de aquél que ya no vive y, a la vez, del instante que fue, que ya no es más. De la misma etimología se desprende el imaginar o la imaginación que indican la
16 Véase John Berger, Para entender la fotografía. Barcelona, Gustavo Gili, 2015, pp. 15-36.
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17 John Berger, op.cit., p. 75.
acción y el efecto de hacer un retrato mental. La «mediología» del arte a la que aspira Debray —pues para él más que visiones, hay organizaciones del mundo—, se emparenta con la muerte. Lo intemporal, lo eterno, parte de la nostalgia que ella ocasiona.18 El imago trasciende la tridimensionalidad escultórica y fija su devoción en el plano bidimensional pictórico. A partir de ese hecho, el acto de imaginar se sujeta, mayormente, bajo la convención de la pintura, la ilustración o la fotografía. El trastocamiento radical que la imagen ha sufrido desde la antigüedad hasta la era digital ha visto transformado su ethos material, referencial y semiótico. El sueño de Benjamin anteriormente mencionado escindió en otras vertientes. Su consumo masivo ha afectado las maneras en que el arte se apropia de ella, la produce y reproduce. Mientras unos se preocupan por su conservación en el archivo, otros se ocupan de encriptar su espectro en el universo virtual. Allan Sekula menciona la mina de sal situada en Pensilvania que ahora funciona como un repositorio de las «fotografías más importantes del mundo».19 Algunas, imposibles de ser digitalizadas debido a su precario estado de conservación son las procedentes de álbumes familiares de seres anónimos. La categorización de este archivo emprende una escala común en nuestros tiempos en función de los precios de su venta en línea, los cuales tienen que ver con la popularidad y la fama que han conquistado a partir de su historia, con el escándalo de las celebridades al que remiten y con el número de veces que han sido reproducidas. Sesenta y cinco millones de imágenes archivadas, de las cuales 2.1 millones no pueden ser escaneadas. Sekula también menciona el caso de la Fundación Corbis, fundada en 1989 por Bill Gates, en el intento filantrópico por recolectar a partir de su digitalización y resguardo en Internet «todas las imágenes del mundo», pero, a la vez, con el afán por
18 Véase Régis Debray, Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente. Barcelona, Paidós, 1994, pp. 19-39. 19 Véase Allan Sekula, «Between the Net and the Deep Blue Sea (Rethinking the Traffic in Photographs)», en October, núm. 102, Cambridge Massachusetts, The mit Press, otoño de 2002, pp. 3-34.
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tener el control total de su tráfico y distribución al ser dueño de los derechos de reproducción de cada una de ellas. Dentro de esta ambiciosa empresa, las intenciones de Gates varían. Ciertas imágenes tienen el estatus de la unicidad, ser «originales», su circulación confinada. La mayoría de éstas son pinturas famosas, selladas con la marca de agua de Corbis. En una pieza artística mitad performática–mitad fotográfica, registrada en tres imágenes en las que se ve el rostro mismo de Sekula emerger del agua, seguida de la foto de una lancha que simula la pequeña barcaza de la pintura de Winslow Homer que Gates compró en una subasta, y con la que rompió los récords de venta de pintura norteamericana en su momento, el también artista manda una misiva al empresario multimillonario que nos hace pensar respecto a su propósito.20 Sekula nos dirige hacia el meollo del asunto, en un momento histórico en el que la asequibilidad de las imágenes emitidas por la empresa de un supuesto mecenas, como Gates, se confrontan con su propio deseo fetichista: atesorar el original de una obra que sólo puede ser admirada por sus invitados. Otra de las vertientes es la «imagen pobre», enunciada por Hito Steyerl pero que, en su condición de deterioro progresivo, detenta un nuevo valor. La imagen pobre ha sido descargada de la red y vuelta a subir; ha sido compartida, formateada, reeditada, photoshopeada. Testifica, como Steyerl afirma, la dislocación violenta, el desplazamiento de la imagen. Sin embargo, su cualidad frágil ha sido retomada desde Duchamp pasando por el glitch de
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20 La carta, fechada el 30 de noviembre de 1999, dice así: «Estimado Bill Gates, el otro día pasé nadando por tu casa de ensueño pero no me detuve a tocar la puerta. Francamente, tus sensores subacuáticos me preocuparon. Me hubiera gustado admirar el cuadro Lost on the Grand Banks, de Winslow Homer. Es una gran pintura pero, hablando como amigo y ciudadano, pagaste demasiado: treinta millones de dólares. ¡¡¡EL PRECIO MÁS ALTO EN LA HISTORIA DE LA PINTURA ESTADOUNIDENSE!!! ¿Por qué estás tan interesado en la imagen de dos pobres pescadores perdidos, contemplando momentáneamente una pared de niebla desde la cumbre de una ola en mitad de una tormenta? Se mantendrán tan alto como puedan, a menos que el mar se torne aún más feo. Van a morir, ¿sabes?, y no será una muerte hermosa. Y en cuanto a ti, Bill, cuando navegas en la red, ¿estás perdido o encontrado? Y el resto de nosotros —perdidos o encontrados— ¿estamos en la red o dentro de ella?» Texto de Allan Sekula que acompaña el tríptico Dear Bill Gates. Traducción propia.
Nam June Paik, deviniendo su condición analógica en una especie de culto, al no ser posible su circulación en medios prístinos como la televisión, cuyos requisitos esenciales son la imagen sin mácula, la reproducción técnica perfecta, realzada o hiperreal. Estas piezas de videoensayo y filmes experimentales se guardan en acervos de museo y clubes de cine que los proyectan en su resolución original. Su defecto se vuelve fetiche, como el rumor emitido por la aguja que rasga el disco de vinil. La circulación masiva de estos contenidos ha sido recientemente permitida gracias a plataformas públicas como UbuWeb que las organizan de forma cuidadosa, o su anverso en YouTube que sólo las categoriza en función de su búsqueda, o bien, en forma de torrents piratas y en filmaciones hechas con teléfonos móviles clandestinos que desafían las prohibiciones de los museos y las instituciones donde son exhibidas. Su carácter es doblemente ambivalente, pues han sido resucitadas como imágenes pobres de acuerdo a su ordenamiento a partir de un criterio de alta definición o alta calidad: «Las imágenes pobres son pobres porque no se les asigna ningún valor dentro de la sociedad de clase de las imágenes —su estatus es ilícito, su condición de degradadas las exime de dichos estándares. Su falta de resolución testifica su apropiación y desplazamiento».21 A la vez, la economía de las imágenes pobres y su posibilidad inmediata de distribución mundial demarcan una connotación positiva, pues su circulación permite la participación de un grupo de productores más amplio, los cuales se transforman en editores, traductores, críticos y coautores. Es entonces cuando una inversión paradójica sucede de forma simultánea: un circuito alternativo de circulación existe al margen del consumo de la otra clase de imágenes, aquellas identificadas por Sekula. En el caso de las imágenes pobres, su consumo, aunque marginal, reconecta en la opinión de Steyerl, a una audiencia dispersa, construye redes anónimas en el mundo al tiempo que genera nuevos
21 Hito Steyerl, «In Defense of the Poor Image», en e-flux Journal, núm. 10, noviembre de 2009, pp. 1-9, en http://worker01.e-flux.com/pdf/article_94.pdf [Última recuperación: octubre de 2015]. Traducción propia.
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públicos y nuevos debates en su entorno: «Al perder su sustancia visual es que recupera su empuje político, creando así una nueva aura a su alrededor. Esta aura no está basada en la permanencia del ‘original’, mas sí en la transitoriedad de su copia».22 Circulación en enjambre, dispersión digital, temporalidades flexibles y fracturadas. Como Steyerl afirma, la economía actual de las imágenes habla de resistencia y apropiación tanto como de conformismo y explotación. El caso de los tres artistas aquí vertido transcribe la realidad anteriormente expuesta en sus obras. En ellas no sólo son perceptibles los cambios y modalidades en la recepción y el consumo de la imagen pictórica y fotográfica desde la invención de esta última, pues éstos han cuestionado los regímenes de representación incluso a partir de develar su futilidad. Todos se han apropiado, han copiado, intervenido, reeditado y formateado a su manera el sino de la imagen misma.
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22 Ibíd.
Prolegómenos comunes
En 1991, durante una entrevista con el curador Jonas Storsve, Gerhard Richter reitera su interés en dejar que la pintura transite, libre pero ambivalentemente, entre el azar y la propia voluntad. Su proceso se limitaba, como él manifiesta entonces, a «tomar lo que aparece, observarlo y decidir entonces si es aceptable o no».1 Casi tres décadas antes, en 1962, al año siguiente de haber huido de Alemania Democrática para instalarse en Alemania Federal tras ser aceptado en la Academia de Düsseldorf, Richter comienza a usar la fotografía como un punto de partida para sus pinturas. En tanto su primera formación académica en Dresden, como su trayectoria artística inicial respondieron al Realismo Social que permeaba la parte oriental de la Alemania dividida, Richter arribará a un nuevo contexto económico e ideológico. Un año después de iniciar su Atlas fotográfico, inaugurará en 1963 junto a Konrad Lueg, Sigmar Polke y Manfred Kuttner, la exposición Living with Pop. A Demonstration for Capitalist Realism en una tienda de muebles de Düsseldorf. El título de la anterior exposición era rico en connotaciones subversivas. En obvia confrontación con el Realismo Social, la cuestión apuntará hacia los dogmas estéticos de ambos frentes: los del Este, en los que Richter había sido formado, pero también los del Oeste, al tener un efecto satírico cuando estos artistas abordan, por medio de las piezas ahí exhibidas, la cultura comercial como un sustituto para el reciente emblema instituido en el arte occidental:
1 Hans Ulrich Obrist y Elger, Dietmar (eds.), Gerhard Richter: Writings 1961–2007. Nueva York, Distributed Art Publishers, 2009, p. 275. Traducción propia.
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la etiqueta Pop. El curador Robert Storr señala que si el Realismo Social fabricaba héroes instantáneos en la visión de una distante pero radiante utopía, el Realismo capitalista transformaba el resplandor de los medios masivos y los modernos empaques brillantes vueltos sobre sí mismos, con el fin de enfatizar la intrusión de un nuevo materialismo con capacidades ilimitadas. La propia actitud de Richter en 1962 se refleja en sus opiniones de aquel momento: «No vine aquí para alejarme del ‘materialismo’: aquí su predominio es más total y sin sentido. Vine aquí para alejarme del idealismo criminal de los socialistas».2 Aún cuando los guiños de Richter y otros compañeros suyos, como Sigmar Polke, hacia el arte Pop son evidentes, sus referencias hacia el paraíso capitalista de posguerra en los años sesenta se ve nublado por la experiencia de ambas antítesis, las cuales dieron a su obra, como Storr afirma, una cualidad oscura desde su inicio. De acuerdo a Storr, saltar de un lado hacia el otro para contemplar el precipicio opuesto desde la gran comodidad capitalista y correr un cierto riesgo, aunque disminuido; observar desde el promontorio de una posición ideológicamente segura, ir a tientas a la caza de verdades imparciales, resultó inconcebible para el artista en cuestión.3 Benjamin H. D. Buchloh, uno de los teóricos del arte con mayor producción alrededor de la obra de este pintor se preguntó: «¿Cómo puede un momento empírico, subversivo, relativo al proceso, que no representa ni un sistema, ni un plan, mas sí un procedimiento persistente, subyugado a la más inherente e íntima parte del sujeto, ser introducido? El sólo dejar que algo emerja en lugar de ser creado».4 Algunos especialistas atinan a referirse al proceso que la pintura de Richter vive en aquel periodo como el producto de su propia reeducación, una vez instalado en Alemania Federal. A partir de sus propias declaraciones, presentes en cartas, notas,
2 Robert Storr, Gerhard Richter. Forty Years of Painting, catálogo de exposición, Nueva York, The Museum of Modern Art, 2002, p. 34. Traducción propia. 3 Robert Storr, op. cit., p. 17. Traducción propia.
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4 Peter Weiermair, «The Painter as Sisyphus», en Gerhard Richter: Painitings, catálogo de exposición, Bolzano, Museo de Arte Moderno, 1996, s/p. Traducción propia.
testimonios, conversaciones y entrevistas con el pintor, compiladas desde entonces, se especula el surgimiento de una crisis que fue el parteaguas, al tiempo que el origen de un nuevo orden de repre‑ sentación no sólo en sus obras sino también en la producción posterior de otros artistas contemporáneos. Por paradójico que suene, Peter Weiermair argumenta que después de su mudanza a Alemania Federal, Richter comenzó a atacar la pintura para poder continuar pintando. Al no estar interesado en aprehender una cierta realidad, sea ésta externa o subjetiva, la pintura devino una actitud moral para él.5 La crisis en la representación de la realidad en su pintura fue liberada por la fotografía. Un trance que comenzó por pintar las imágenes halladas en los recortes de periódicos y revistas que guardaba, o en aquello que registraba primero por medio de su cámara fotográfica: rostros, sillas, rollos de papel de baño. Por medio de su decisión de usar las fotografías como una base o incluso, como una excusa, Richter triunfó en superar su crisis en la pintura y en producir, como resultado, un trabajo en el que, al confiar en ambas, se dirigió a cuestionar éstas —pintura y fotografía— en todas sus posibilidades y aspectos. De las series grises y las pinturas monocromas que produjo entre las décadas de los sesenta y los setenta, devino una plétora de obras cuyo común denominador reside en el rechazo de una continuidad. Sin respetar un orden cronológico, desde foto-pinturas realistas y fotografías intervenidas, pasando por pinturas en apariencia banales, pinturas íntimas, pinturas abstractas, hasta pinturas-montajes con un interés en lo espacial y lo arquitectónico, y paisajes, estos últimos cuyos exégetas han asociado con su momento formativo en Dresden y con la tradición romántica alemana. No obstante, si se revisan a profundidad las notas que hiciera en tal o cual periodo, encontraríamos en ciertos momentos a un Richter iconoclasta —«Me gusta todo aquello carente de estilo: los diccionarios, las fotografías, la naturaleza, yo y mis pinturas (porque el estilo es violencia,
5 Ibíd.
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y yo no soy violento)»6— o uno que recusa determinadas conexiones hechas por sus analistas, como las relativas a sus paisajes: Mis paisajes no son sólo bellos o nostálgicos, con una sugerencia romántica o clásica de los paraísos perdidos, están por encima de toda «mentira» (aún cuando no siempre encontré una manera para demostrarlo). Por «mentira» me refiero al éxtasis con el que contemplamos la naturaleza que, en todas sus formas, siempre está en contra de nosotros, porque no conoce significado, piedad ni simpatía, porque no conoce nada, es totalmente falta de sentido: la antítesis total de nosotros, absolutamente inhumana. Toda la belleza que vemos en el paisaje —cada efecto de color encantador, la escena tranquila o la atmósfera poderosa, cada gentil línea o profundidad espacial magnífica— es nuestra proyección. Y podemos apagarla de momento y notar que sólo se revela el abominable horror y la fealdad de ello. La naturaleza es tan inhumana que no es ni siquiera criminal. Es todo cuanto debemos básicamente superar y rechazar —pues en todo este horror abrumador, crueldad y miseria, somos todavía capaces de producir el destello de la esperanza con la que nacimos, que también llamamos amor (y que nada tiene que ver con el comportamiento, salvaje y maternal común a los mamíferos). La naturaleza nada tiene de esto, su estupidez es absoluta.7
6 Hans Ulrich Obrist y Elger, Dietmar (eds.), op. cit., p. 32. En otra nota de 1966, Richter apunta: «No persigo intenciones, ni un sistema, ni una dirección. No tengo programa, ni estilo, ni propósito. No tengo consideración por problemas especialistas, por temas de trabajo, por variaciones que apunten a la conquista de una destreza. Huyo de todo compromiso, no sé lo que quiero, soy poco fiable, indiferente, pasivo; me gusta lo indefinido y lo ilimitado, la constante incertidumbre. Otras características conducen al conocimiento, la publicidad, el éxito, y son, en cualquier caso, tan anticuadas como las ideologías, las opiniones, los conceptos y los nombres para las cosas». Hans Ulrich Obrist y Elger, Dietmar (eds.), op. cit., p. 46. Traducción propia.
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7 Gerhard Richter, «Notes, 1986», en Hans-Ulrich Obrist (ed.), The Daily Practice of Painting: Writings 1962–1993, Cambridge, Massachusetts, The mit Press, 1998, citado en Robert Storr, op. cit., p. 158. Traducción propia.
Reconocer la influencia que Richter tuvo y tiene en un conglome‑ rado de artistas contemporáneos no supone descubrir el hilo negro. Sin embargo, pese a mantenerse al margen de ciertas etiquetas jerarquizantes, en Richter encontramos el antes y el después. A pesar de su reticencia a cualquier membrete que califique o generalice su obra, considero que su vasta producción enmarca una actitud revisionista tanto de la historia del arte como de la historia misma: «Sea pintando a Jacqueline Kennedy o a su tío Rudi, bombas o reconstrucción urbana, todo lo que Richter ha pintado está saturado de historia».8 Esta condición no demanda, como Thomas Crow señala, un complejo intelecto o una erudición de parte de la audiencia, o bien, Gerhard Richter. Uncle Rudi (Onkel Rudi), 1965. Óleo la capacidad para discriminar y sobre tela, 87 × 50 cm. © Gerhard Richter 2017 (0255) discernir las verdades abstractas de las narrativas ejemplares que se exhibían siempre de forma jerárquica durante los siglos xviii o xix. En Richter cabe hablar de que tanto los géneros superiores como los menores en la pintura, subsumen las virtudes particulares de sus contrarios en una gran síntesis conceptual.9 Pero, sobre todo
8 Robert Storr, op. cit., p. 43. Traducción propia. 9 Thomas Crow, «Hand-Made Photographs and Homeless Representation», en Benjamin H.D. Buchloch, et. al. (eds.), Gerhard Richter, October Files, núm. 8, Cambridge, Massachusetts, The mit Press, 2009, p. 54. Traducción propia.
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y más allá de las anteriores afirmaciones, Richter opta por una creencia en la experiencia compartida de lo visible. Cuando le preguntaron qué función tenían los tópicos banales de pinturas como la silla (Küchenstuhl, 1965), él respondió llanamente: simpatía. «Es nuestra silla, la que usamos. Es realmente deplorable y banal pero tiene un modo, una manera de ser única».10 Dentro de los llamados espacios alternativos de la red artística de los noventa en México, Luis Felipe Ortega y otros artistas como Eduardo Abaroa, Daniel Guzmán, Sofía Táboas, Pablo VargasLugo, Damián Ortega y Abraham Cruzvillegas, fundaron el espacio independiente Temístocles 44. Ortega también fue uno de los fundadores del mítico fanzine, de nombre mutante Casper, del cual publicó trece números en un año11 y que llevaba como encomienda tanto desacralizar como deshistorizar la práctica del arte nacional de entonces. Ambos proyectos artísticos surgen en un horizonte local en el que la circulación de arte contemporáneo mundial era relativamente escasa, si lo comparamos con el panorama actual. Algunos de los artistas de ambos círculos —Temístocles 44 y Casper— encontraban escasa o nula viabilidad de circulación de sus obras en los circuitos comunes de la galería, el museo y otros espacios culturales. Sus consignas públicas hablaban de propiciar un espacio independiente para el diálogo, la crítica y la información entre artistas bajo un régimen específico: «Ni el espacio ni obras ni eventos que realizamos tienen un fin lucrativo […] Este es un lugar para trabajar in situ, no responde a una expectativa económica porque el mercado para el arte contemporáneo en México es nulo. Y no podemos desilusionarnos del mercado de los ochentas porque nunca alcanzamos a ilusionarnos con él».12 Hoy en día, el desempeño de estos grupos y el surgimiento de dichas publicaciones es considerado un puntal que refrescó la escena artística y abrió nuevas
10 Robert Storr, op. cit., p. 36. 11 Se publicaron trece números de la revista Casper, incluido el número cero, del 1º de mayo de 1998 al 1° de mayo de 1999.
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12 Angélica Abelleyra, «Zona y Temístocles 44, en busca de nuevos espacios de arte», La Jornada, 8 de julio de 1993, Cultura, p. 28.
posibilidades a las generaciones siguientes. Asimismo, ha ejercido un profundo interés en el campo académico y museístico al generar nuevas investigaciones académicas a la vez que exposiciones retrospectivas colectivas e individuales. Los jóvenes artistas conformaban una generación que había crecido paralelamente a un importante desarrollo de los medios masivos de comunicación y, por tanto, el conocimiento global era accesible; de tal suerte que, de manera prácticamente natural, se apropiaron del lenguaje de los medios y asumieron además, como parte común de su vida, a la modernización. Beneficiarios de este nuevo lenguaje y de un imaginario cultural cada vez más amplio, consiguieron establecer un diálogo entre lo local y lo internacional; relación que finalmente generaría un nuevo discurso estético y la diversificación de su producción artística. Ante esta situación, para los artistas emergentes resultó imposible ubicarse dentro de la dinámica construida por las instituciones gubernamentales, simplemente no cabían en sus discursos ni en sus intereses. Esta generación, más que excluida, era ignorada; como cualquier otra minoría.13
Mucho antes de poder visitar una exposición en torno a la obra de Richter, el artista alemán ya ocupaba un lugar importante como referencia estética para Ortega desde fines de los ochenta, debido a la movilidad que implicaban sus procesos en términos físicos y temáticos. Ortega recuerda el catálogo de una exposición que resultó afín al proceso de su propia obra: Toponimias (8): ocho ideas del espacio, producida por la Fundación La Caixa a mediados de los años noventa. La lectura de este catálogo se volvió reiterativa en cierto momento de la práctica del artista mexicano en virtud de que la génesis de su proceso estético coincidía con
13 Vania Macías, «Espacios alternativos de los noventa», en Olivier Debroise y Cuauhtémoc Medina (eds.), La era de la discrepancia. Arte y cultura visual en México, 1968–1997, catálogo de exposición, México, Turner/ unam, 2006, p. 366.
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las reflexiones de Richter relativas al qué y al cómo pintar.14 Tal libro fue adquirido en un viaje a España en 1998, con escala en Nueva York, donde Ortega visitó la galería Marian Goodman y en la que pudo conseguir la primera edición del Atlas de Richter. En esa misma galería se encontraba exhibida la serie de retratos en escala de grises que Richter hizo sobre los grandes artistas y pensadores de la historia reciente. Para Ortega, haberse encontrado con ello fue fundamental, pues era el encuentro de la pintura con su propio archivo, y la consecuente identificación de esa misma cualidad obsesiva implícita en gran parte de su obra. Es a partir de esa clase de series, que Richter devela a los demás sus propios procesos y mecanismos tanto mentales como visuales. El abanico de «modos» de operar richteriano se mostró a Ortega como una forma de producción factible, bajo una cierta constante que también le atañía a él como artista, pues deseaba como Richter, que cualquier imagen escapara de un orden jerárquico que concediera, por razones históricas o plásticas, mayor importancia a un género sobre otro: Me parecen, en ese sentido, igual de valiosas las pinturas figurativas que retoman los géneros (las marinas, los retratos, los paisajes) y luego, el giro hacia la abstracción. Quizá es en la abstracción donde de manera práctica me siento más ligado a él. Mirando y recordando varios documentales, me parece que intuyo un tipo de concentración en la mirada y, desde esa mirada, una conexión con las manos que he visto muy pocas veces. Pienso que ahí se sintetizan sus reflexiones.
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14 ¿Qué debo pintar, cómo debo pintar? El «qué» es lo más difícil, por ser lo esencial. En comparación, el «cómo» es sencillo. Empezar con el «qué» es frívolo, pero legítimo; servirse del «cómo», o sea de las condiciones de la técnica, de los materiales así como de las posibilidades físicas —en relación con la intención—. La intención: no inventar, no tener ninguna idea, ni composición, ni objeto, ni forma —y mantenerlo todo: composición, objeto, forma, imagen. […] En 1962 hallé la primera salida; pintando de fotos me eximía de la responsabilidad de tener que escoger y construir un tema. Me veía obligado a elegir las fotos, pero podía hacerlo evitando tener que adherirme al tema, es decir, mediante motivos poco atractivos e intemporales. José Lebrero Stals (ed.), Toponimias (8): ocho ideas del espacio, catálogo de exposición, Madrid, Fundación La Caixa, 1994, p. 60.
Por eso, cuando «actúa» sobre y con las impresiones fotográficas, me da la sensación de que Richter pasa desde la conciencia de la imagen a la conciencia de la materia; cubre para descubrir y lo que descubre tiene que ver con la síntesis de las ideas que no pueden enunciarse sino a través de ese proceso plástico.15
La Galería Marso exhibió en abril de 2016 el políptico de Luis Felipe Ortega, Mirando a través de algo que parece uno mismo (2001–2014). La serie de fotos registradas durante un viaje a Brasil en el trayecto que va de Tabatinga a Manaos, intervenidas y reordenadas a partir de una narrativa que, paradójicamente, no deja de ser a la vez, una de naturaleza formal, son un claro homenaje, al tiempo que referencia a la obra de Richter. Implícita en la obra queda la revisión histórica de un recorrido que muestra el entramado natural de la Amazonia y Manaos, la ciudad más importante de la región norte de Brasil desde la explotación del caucho a principios del siglo xx, hasta ser hoy el centro medular de ese territorio. Aunado a esto, se suma aquello ya reconocible como insignia en las preocupaciones formales de este artista, la que concierne al abordaje y tratamiento del espacio formal, y que son parte de las constantes especulativas y metódicas en Ortega. El título de su libro más reciente, Before the horizon, editado por Susana Santoyo bajo el sello de Turner, resume en él parte de dichas preocupaciones. En el políptico sucede algo en términos equivalentes a la mención anterior, pues tanto la narrativa íntima como la reflexiva son indisolubles una de la otra. La discriminación parte de elegir aquellas que conformen un diálogo compositivo y discursivo, de entre las más de cien fotos tomadas. Si la intervención comienza por ser individual, la retícula final termina por responder a una lógica de conjunto. La propia intervención prescribe aquellas que, de forma intuitiva, acaban por quedar fuera de la serie. Una de las fotos es manipulada hasta llegar al negro total, creando así distintos contrapesos en cada una de ellas, que
15 Serie de entrevistas y conversaciones sostenidas entre Luis Felipe Ortega y María Paz Amaro, febrero–mayo de 2016.
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Luis Felipe Ortega. Mirando a través de algo que parece uno mismo, 2001–2014. Acrílico sobre impresión cromógena. Políptico de 88 imágenes, 5 × 7 pulgadas cada una. Cortesía del artista
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van desde figuras geométricas en distintos colores hasta el recogimiento o el traslape de un horizonte, a veces natural en la imagen de origen, otras artificial, de manos del propio artista. El horizonte se aprovecha en ciertos casos como un gesto más que conforma el volumen o para incidir en su repetición, en un recurso que se vuelve una especie de espejo. Este ejemplo forma parte de un proceso exploratorio que demanda intervenciones a diferentes escalas, como las expuestas en las obras de video de Ortega que retomo más adelante. Los procesos implícitos de esta obra recuerdan también aquella que él mismo hizo a partir del famoso libro Flowers, de Fischli & Weiss (1999). En la versión de este artista, Doble exposición (expandida), como título, existe tanto en el libro como en el políptico, un programa narrativo de gran interés para Ortega. Las cualidades formales del políptico empatan con una factura richteriana, no así el factor discursivo de la pieza en su conglomerado. En palabras del artista, se trata de un relato en términos de trayecto y de lugar, pero también de la posibilidad de rearmar enunciados que generan una segunda lectura imposible de hacer cuando se observan las imágenes por separado. Las nociones del viaje, el lugar, tiempo y espacio, ciertos elementos y situaciones que, mediante su repetición, obligan al espectador a conformar una historia particular en cada caso, al sostener así la posibilidad del juego dentro del seguimiento lineal o transversal de la pieza. El elemento de repetición dentro de la narrativa ancla una dimensión específica que es común a la obra de Ortega: la relativa a la referencialidad, sea esta literaria, fotográfica, plástica, dramatúrgica o cinematográfica. Es así que se posibilitan muchas lecturas, ya sea autorreferenciales o formales a aquellos que la contemplen. Las pequeñas diferencias, como las relativas al horizonte ya descritas, los cambios de luz casi imperceptibles, una franja de centímetros o de segundos entre una primera y segunda exposición, intercaladas por otras imágenes, obligan a una participación que requiere de cierta densidad entre el espectador y la obra. El factor de la temporalidad acotado al trayecto del viaje es otro que, en esta obra en particular, otorga otro carácter plástico que Ortega califica como «el otro tiempo». No se refiere tanto al montaje sino
Luis Felipe Ortega. Mirando a través de algo que parece uno mismo (detalle), 2001–2014. Cortesía del artista
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a la plasta de color que permite ver o también cancela dicha posibilidad. La intervención hecha con acrílico hace un recorte sobre la imagen, lo cual impone la oportunidad de imaginar, de pensar en otra posibilidad de lo real. Es, asimismo, una preocupación respecto a la temporalidad. En la producción de imágenes fotográficas intervenidas, Ortega comenzó a explorar la posibilidad de enunciar el tiempo a través de un proceso plástico que también pone a la imagen que ha sido en un tiempo presente: «Esa plasta de acrílico u óleo sobre ella actúa como un dispositivo para que se convierta en un ‘siendo’, ahí donde el ‘sucede que’ pueda prolongarse (y lo digo, con mucho cuidado, desde el «sucede que... quizá no suceda», que tan complejo es usar en términos de lo sublime)».16 Por su parte, Alex Dorfsman comenzó su instrucción plástica en la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado «La Esmeralda», en el año de 1996. Sus inicios como pintor y dibujante desde niño se verán trastocados en su juventud tras conocer la producción de la Neue Sachlichkeit (Nueva Objetividad alemana). En particular, el haber hojeado en su momento el libro Die Welt ist schön (El mundo es bello) de Albert Renger-Patzsch, lo hace percatarse de la existencia de una posibilidad alterna a la producción artística, que en aquel periodo de entreguerras se veía permeado tanto por obras como por imágenes cargadas de un contenido ideológico. El libro en cuestión se publica en 1928, década en que Bertolt Brecht se adhiere al grupo de la Neue Sachlichkeit y conforma así nuevas formas dramáticas a partir de la introducción de elementos tecnológicos, como proyecciones en el escenario derivadas de lo aprendido en la compañía de Erwin Piscator. Es también en esa misma década que Brecht y John Heartfield se conocen. Asimismo, durante los años veinte, Heartfield producirá un gran número de sus primeros fotomontajes. Comparado al común de las obras de esa época, la ultraabstracción de Renger-Patzsch viene a ser también una postura política de resistencia en la que, décadas después, se
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16 Ibíd.
cimentarán los enunciados de la escuela de Düsseldorf, pese a ser criticados en un inicio por fotografiar cascos de fábricas y pretender encontrar una supuesta belleza en un mundo carente de sentido a los ojos de otros. A Dorfsman le quedó claro que se podía hacer arte también a partir de este vacío y esta melancolía. Para él, tan válida es una postura como la otra, pues ésta se desplaza rumbo a otra dirección igualmente necesaria en la vida del hombre, constituyendo así una suerte de portavoz visual de la otra cara del mundo. La escuela alemana ha tenido gran influencia en el trabajo de Dorfsman por varias razones. A Renger-Patzsch se le sumarán más adelante los noveles fotógrafos de la escuela de Düsseldorf, entre ellos Thomas Struth y, más adelante, Wolfgang Tillmans. Tal filiación histórica devenida de la ola neoexpresionista alemana cunde en la mirada directa, la verdad desnuda de todo abalorio que describe tanto el trabajo de los fotógrafos arriba señalados y que junto con Richter, Dorfsman conoce en las clases de profesores en La Esmeralda, como Sarah Minter, Mónica Castillo, Alberto Gutiérrez Chong y Roberto de la Torre. En esas sesiones, Richter y Bill Viola se demarcan como «los grandes» entre las obras de los artistas a las que es introducido, los cuales se alejan de la desmesura característica del hiperrealismo de aquel entonces, presente en pintores cuyo trabajo se basa en la toma fotográfica como Richard Estes y Chuck Close, también admirados por Richter desde fines de la década de los sesenta. Para Dorfsman, Richter constituye la contrapropuesta a ese otro bando norteamericano, con excepción de Viola. Representan también la necesidad imperiosa de una calma reflexiva propia del artista alemán, pero también común a una atmósfera nostálgica precisa, una cierta luz, una melancolía perteneciente al arte alemán desde Alberto Durero, pasando por el romanticismo hasta llegar al momento presente.17 Si la mayoría de los fotógrafos que salen de la escuela de Düsseldorf analizan el proceder realista
17 Serie de entrevistas y conversaciones sostenidas entre Alex Dorfsman y María Paz Amaro, enero–mayo de 2016.
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de la mirada, Richter será también su contraparte al comenzar a pintar imágenes fuera de foco. Dorfsman coincide con Luis Felipe Ortega al exponer la escasa información artística que circulaba cuando era estudiante. Sus profesores traían libros de sus residencias, estancias y estudios en el extranjero, principalmente en Estados Unidos y Europa, como The Art Book o The 20th Century Art Book, ambos editados por Phaidon. El artista programa un viaje a Europa para conocer el trabajo expuesto en ciertas galerías y museos que había visto en los libros durante seis meses. En 1998 asiste a Sensation, la exhibición epónima de Charles Saatchi que itineró en la Hamburger Bahnof de Berlín, y la retrospectiva de Bill Viola que itineraba en Ámsterdam. Los artistas del yba (Young British Artists), así como las videoinstalaciones de Viola, sus barridos en las texturas y encuadres fuera de foco, causaron una honda impresión en Dorfsman y se volvieron una especie de nuevo paradigma creativo. De regreso a La Esmeralda comienza un periodo de experimentación en el que el artista, confrontado por sus profesores al comenzar a pintar fuera de foco en clara emulación a Richter y Viola, abandona gradualmente la pintura para incursionar en otras prácticas. En esa época, la pintura devendrá un recurso accesorio. Al ser también asistente del pintor mexicano Yishai Jusidman por aquellas fechas, diversifica sus técnicas al proyectar las imágenes, aprender a enmascarillar madera y pintar sobre ella. De acuerdo a Dorfsman, las referencias a Richter en la obra del propio Jusidman también son claras en la producción de este artista, sobre todo a finales de los años ochenta y principios de los noventa, con ejemplos como la serie Geisha y las esferas paisajísticas que conforman El astrónomo. Por medio de aerógrafo y tinta china, es que Dorfsman logra obtener el efecto deseado: un acabado borroso que recordará el fuera de foco del artista alemán. También realiza dibujos en carbón relativos a la guerra en Yugoslavia que copia de fotografías de la revista Time, las cuales yuxtapone con otros dibujos inspirados en imágenes del holocausto judío, al sentir una profunda empatía cuando encuentra su propio apellido en los expedientes de los asesinados durante su visita a Auschwitz. Es precisamente en esas épocas cuando comienza a gestarse el
deseo por llevar la foto hacia otro lugar. Igualmente, producirá videos a partir de fotografías que congelaba en esferas de látex llenas de agua, hechas para filmar su gradual descongelamiento. En una de sus primeras obras experimentales más performá‑ ticas, Dorfsman instala un lienzo en el que previamente pintó un árbol, dentro de una pecera a la que arrojará aguarrás de manera paulatina, con el objeto de registrar la progresiva disolvencia del óleo. La pieza era una respuesta a los ejercicios que Gutiérrez Chong solicitó a sus discípulos para trabajar la noción de violencia. Resulta sintomático que, desde entonces, Dorfsman encuentre una relación entre la violencia y las cualidades genéricas tanto de la fotografía como de las formas en que se hacía imagen contemporánea a él, al imprimir las particularidades que atañen a dicho proceso, tales como inmediatez, vacío o saturación en el vidrio de la pecera. Viene a cuento lo ya descrito tanto por Sekula como por Steyerl, en el que el supuesto empobrecimiento de la imagen, al volverse de usufructo masivo, acaba por ser una cualidad que los artistas usan, desde tiempos de Richter, para representar los modos de recepción. En el caso de Dorfsman, opino igualmente que se trata de una visión romántico-nostálgica de la pérdida del aura de la que hablara Benjamin. La violencia aquí estará determinada por la escasa fijación de la multitud de imágenes a la que nos enfrentamos día con día, sin importar su calidad, su trascendencia, incluso su relación personal, social o histórica con lo que a cada uno atañe. ¿Cuántas imágenes quedarán verdaderamente fijas en nuestra memoria? ¿Cuáles confundimos en nuestra biografía, sin poder ponderar si se trata de recuerdos reales o construcciones a partir de imágenes que hemos visto en álbumes personales o, incluso, en idealizaciones a partir de estereotipos reflejados en fotos de revistas? El título de su primera exposición, Zoom in Zoom out, en una galería de Polanco a fines de los noventa fue clara alusión del tratamiento de la imagen que buscaba por medio de la lente. Precisamente, esta obsesión delirante por auscultar la realidad por milímetros, o bien, contraponer distancias que pueden antojarse minúsculas o siderales, conformará con el paso del tiempo, un estilo distintivo que hoy describe a muchas de sus fotografías.
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En 2006 surge la oportunidad de mudarse a Alemania donde vivió cuatro años. Es ahí donde compra el Atlas de Richter para sumergirse en el proceso de sus secuencias fotográficas. Habitar esos espacios, visitar el Museo de Pérgamo, «vivir» un Thomas Struth o un Candida Höfer de frente y sin premura, caer en la cuenta de que su día a día acaba por resumirse a eso, aunado a las tareas de rutina y su propia práctica, conformarán gran parte de la esencia que emana de su libro This mountain collapsed and became a bridge (2012); uno que se caracteriza por su naturaleza melancólica y rigurosa en el tratamiento y la disección de las fotografías, ordenadas de acuerdo a texturas y matices de colores que, unidos, proveen atmósferas invernales, frías, solitarias. La presencia de la aparición de la luz gradual promueve una cierta linealidad, del blanco surge poco a poco el amarillo que se escapa en el tímido reflejo sobre un muro, en un pedazo de plástico, en un pétalo, hasta manifestarse con toda su contundencia en fotografías posteriores, texturas y facetas más nítidas, materiales caracterizados por su evidente apariencia: el mármol, la concha de una tortuga, las vetas de la madera, la superficie de un champiñón. Poco a poco, ese amarillo se va apagando, como si cayera la tarde en ellos y diera lugar a la paleta de tonos ocres y tierras hasta dar con un tratamiento de la imagen que recuerda la luz de Rembrandt; una que contiene facultades a veces más pictóricas que fotográficas. La presencia breve del verde dará lugar al azul, al caminante de Caspar David Friedrich desleído y grafiteado en un muro, al juego de sombras en telarañas y monumentos públicos. Similar a los momentos musicales de una sinfonía, el verde ahora se presentará en la expresión que conforma ser una cierta tonalidad propia de un país europeo, jamás vibrátil y tropical, a la espera del fin de un largo otoño en el que una vaca yace recostada sobre el prado. El verde trémulo es seguido por uno más intenso, luego por uno evidentemente habitado por la luz y sus seres más ilustrativos, desde líquenes y musgos hasta distintas clases de hojas, seguidas de una etiqueta en la que las líneas del código de barras y su contorno verde dialogan con imágenes anteriores: estrías, ángulos, estructuras a veces artificiales, otras, naturales. Hacia el final, el azul en su mejor expresión; azul y blanco
Alex Dorfsman. De la serie This mountain collapsed and became a bridge, Alemania, MĂŠxico, 2009. CortesĂa del artista
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en los cielos y las nubes; azul a través del cristal hasta llegar de nuevo al castaño de las hojas ahora en otoño, del naranja apagado en anuncios y tipografías en idioma alemán que se filtran por los contornos de una ventana plagada por hojas de lluvia, y rematar en el dorado de una escultura clásica, en la foto de Helmut Kohl achicharrada por un rayo de luz. Terminar en las tonalidades del atardecer, previas a que el mundo se apague. La frase que Dorfsman profiere acerca del trabajo fotográfico de entonces a su galerista alemana Birgit Ostermeier —Mit Ziel oder ohne Ziel (Con destino o sin destino)— sintetiza un proceso que, como en el caso de Richter y Ortega, comienza por ser intuitivo, carece de un lugar predefinido adonde llegar. Recuerda los inicios de Richter en la Alemania Federal, en la que pinta sin perseguir una agenda en particular: el objetivo es carecer de objetivo alguno. La soledad que se refleja en estas imágenes empatiza con el individuo que se resiste a formar parte de una neurosis colectiva. Es también, un ensayo fotográfico sobre la pérdida. La foto de la vaca recostada es una imagen posterior a que ésta se tambaleara y cayera muerta. Otra de las fotos es el detalle de una playa infestada de medusas muertas que, intercaladas entre otras imágenes, seducen por su belleza y su fragilidad. De alguna manera, la muerte respira en ellas. Hay una empatía en estas: la fractura de las superficies habla también de las propias. Resume para el artista la única vía posible de retornar y comulgar con una colectividad. Es lo que le sucede con las obras de Richter, donde no encuentra frialdad mas sí el misterio de los objetos, de los hombres y mujeres, de la vida. Un aparente sinsentido al que prefiere aspirar, alejado del común de las obras exhibidas en ferias de arte contemporáneo. Una suerte de nueva corriente que esperaría se manifestara dentro del arte actual, basada en una nueva fase de contemplación que tenga que ver con voltear al piso y analizar aquello que encontramos a nuestro paso. El anterior deseo recuerda las palabras de Richter:
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Siempre me he resignado ante el hecho de que nada podemos hacer, que la utopía es insignificante, por no decir criminal. Ésta es la estructura subyacente en las foto-pinturas, las gráficas de color,
las pinturas grises. A través de todo esto he mantenido detrás de mi cabeza la creencia de que la utopía, el sentido, el futuro y la esperanza emergerán, por así decirlo, en la quietud, como algo que sólo sucede, pues la naturaleza (esto es, nosotros) es infinitamente mejor, más inteligente, más rica de lo que podemos imaginar con nuestro corto, limitado y reducido entendimiento.18
En relación con el trabajo de Dorfsman, Laura González recuerda que su fotografía es hija de la crisis de la modernidad al abandonar el afán de definiciones, la búsqueda de certezas y la pulsión de control que podrían asociarla con los proyectos cientificistas del siglo xix y principios del xx. Coincido con su opinión pues, de acuerdo a ella, las imágenes de Dorfsman proponen una aproximación compleja, híbrida y ambigua a la realidad circundante, en la que la esencia de las cosas se confunde: Ver una y otra vez las imágenes de Dorfsman es interesante no porque se revele en ellas el orden científico y racional del mundo (como en el caso de los naturalistas y viajeros ilustrados), sino porque, en cada ocasión, vemos un orden diferente: el del espíritu del momento. Aparentando de entrada una intención científica, el artista nos obliga a toparnos de golpe con la experiencia estética del mundo. En este sentido, asocio la fotografía de Dorfsman con una intención romántica. [...] esta interpretación que hago de Selección Natural como un proyecto romántico parte de una posición que, siguiendo a Isaiah Berlin, toman algunos teóricos como Herbert Read o Kenneth Clark. Según ellos, el romanticismo no es una corriente históricamente determinada, asociada con una época y un lugar concretos; más bien es un estado de conciencia permanente, que se encuentra en cualquier espacio y tiempo.19
18 Hans Ulrich Obrist y Elger, Dietmar (eds.), Gerhard Richter: Writings 1961–2007. Nueva York, Distributed Art Publishers, 2009, p. 130. Traducción propia. 19 Laura González Flores, «De viajes y descubrimientos: la exploración imaginaria de Alex Dorfsman», en Alex Dorfsman, Selección Natural, México, Editorial rm, 2008, s/p.
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El pabellón de Fundación Televisa eligió el políptico adquirido a Dorfsman para exhibirlo a principios de febrero de 2016 en la Feria de Arte Contemporáneo Zona Maco. Si uno hiciera un ejercicio de comparación, se trata de una pieza prácticamente opuesta al políptico de Ortega antes descrito. Aquí, las fotos, además de presentarse sin una intervención pictórica, remiten a un ordenamiento distinto, pese a que la obsesión formal, la ostentación de lo geométrico y el cuidado por la estructura plástica es común denominador en ambos. Si la intervención geométrica y la narrativa del recorrido que ofrece el viaje priman en el políptico de Ortega, en el caso de Dorfsman observaremos que la organización responde a una similar evidenciada en sus libros. Su instalación recuerda un panóptico, la cual, además, exige una estrategia de visión particular fomentada por el mismo recorrido. Vemos aquí un protocolo de colores que discrimina, disocia y relaciona las formas a partir de sus detalles. El viaje aquí es otro, pues no promueve la elucubración de un recorrido a la manera del que se adentra en nuevas geografías, como sí es el caso de Ortega. Aquí, el acertijo a desentrañar es reconocer formas familiares por sus fragmentos, preguntarnos si se trata de un detalle minúsculo o de la ampliación de un ángulo de la Vía Láctea. En ambos polípticos está presente la meticulosidad y la finura al tiempo que la sutileza. En Ortega, una esfera que se ha hecho de manera manual y que alcanza a sumar escasos milímetros de radio o un horizonte apenas evidente. Ciertas preguntas en ambos casos suelen ser similares, de una naturaleza casi axiomática: ¿las formas que vemos son naturaleza o artificio?, ¿son división o continuación?, ¿el origen o el fin?, ¿pertenecen a un caos aparentemente ordenado, delicadamente seleccionado?, ¿recuerdan el trampantojo barroco que demanda nuevas espacialidades, distintas formas de ver y relacionar? El políptico de Dorfsman recuerda aquellas fotos arquitectónicas y estructurales del Atlas de Richter, a las que el pintor les crea un espacio ficticio, completamente virtual mediante el bosquejo de un entramado que simula andamios y bastidores. Recuerda también, las escenas del documental que lleva por título Gerhard Richter Painting, filmado por Corinna Belz en 2011, en las que es
manifiesta la minuciosidad con la que el artista alemán dispone sus piezas en maquetas miniatura para su exhibición. Del Atlas personal de Richter, donde reúne recortes de revistas y periódicos, además de las fotos que ha tomado por años dispuestas en pliegos fácilmente manipulados por la mano, se sucede la escala promedio en la que trabaja: cuadros para los que requiere de una plataforma a fin de alcanzar a detallar las zonas media y superior. Estos cuadros, empequeñecidos en la maqueta miniatura, volverán al tamaño que se les destinó ex profeso en la galería o el museo. Los distintos atlas de Luis Felipe Ortega y Alex Dorfsman, en dos dimensiones de pensamiento distintas, resumen el método que para Richter redundó en una estrategia de supervivencia, como él mismo lo menciona en sus notas. El método viviente que, lejos de procesar las circunstancias, los incidentes, sus atributos, desea existir ante todo, como proceso. Nada más y sólo de esa manera. Por ello, niega un plan, una vista, un paisaje del mundo que crea los bosquejos sociales para luego producir las «grandes imágenes»: «Consecuentemente, aquello que a menudo veo como una deficiencia de mi parte —el hecho de que nunca estuve en la posición de ‘formar una imagen’— no es incapacidad sino un esfuerzo instintivo por llegar a una verdad más moderna: una en la que vivimos (la vida no es aquello que se dice sino lo que se dice de ella, no es la imagen sino el imaginarse)».20 Tal y como Storr menciona, cualquiera que haya sido la contribución del pintor alemán al medio pictórico como letal parodista, adusto sepulturero, doliente que no llora, desacreditador sistemático de clichés, mago que desmitifica ilusiones o tenaz buscador de maneras de hacer visible la añoranza y la incertidumbre revuelta inherente a nuestra hambre de imágenes, Richter ha demostrado de forma paradójica o furtiva, la resiliencia pictórica.21
20 Hans Ulrich Obrist y Elger, Dietmar (eds.), op. cit., p. 124. Traducción propia. 21 Robert Storr, op. cit., p. 18.
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Alex Dorfsman. Taxonomía deconstruida II (detalle), Alaska, Islandia, Japón, México, 2014–2015. Cortesía Colecciones Fotográficas Fundación Televisa
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El Atlas: una geografía de imágenes como medida de resistencia
La primera vez que hojeé el Atlas de Richter me sorprendió sobre todo la particular amalgama que hacían dos de sus señas más notables. El Atlas de Richter es para mí, más que una forma artística, una forma personal de cargar al mundo. De ahí su carácter anacrónico, su carencia de toda jerarquía, una especie de sistematización que responde más a un sentido intuitivo y genuino, pese a que luego, al volverse pintura, será sometido a otra clase de rigor. Tanto la vastedad como la arbitrariedad de los recortes de revistas y periódicos aglomerados que se suman a las fotografías de viajes, de los objetos más anodinos de su casa, de sus seres queridos agregados a los montajes gráficos que Richter hizo alrededor de fragmentos y detalles, los cuales proveen de una cualidad espacial y arquitectónica ya mencionada en páginas atrás, me llevan directamente a ponderar la etimología de esta palabra, pues, ¿en qué momento esta palabra mítica dispone su uso no sólo a la geografía sino también a la arquitectura y la memorabilia? En una de las tantas versiones míticas de la Grecia clásica, Atlas era también hermano de Prometeo. Dos figuras castigadas por su rebeldía: una, a cargar el mundo tras la derrota de los titanes contra los olímpicos; la otra, a sufrir perennemente la ingesta de sus entrañas por águilas a raíz de haber robado el fuego del Olimpo para entregarlo a los hombres. El fuego, como se sabe, es la metáfora de la luz, del conocimiento. Prometeo es una figura equivalente de Adán o quizá de la misma Eva, y aquel que también, como se sabe, es la figura precrística de la cultura judeocristiana por excelencia. La cordillera del Atlas ubicada al noroeste de África supone el titán petrificado ante la mirada de Medusa que era sostenida por Perseo. Los atlantes son las columnas masculinas que
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cargan el techo de los antiguos edificios griegos y Atlante se le llamó a la columna en Tula, Hidalgo, al no encontrar una mejor categorización en la entonces novel historia de la arqueología prehispánica que justificara su calidad artística. Se sabe también que Atlas remite a un supuesto antiguo rey sabio de la actual Mauritania, filósofo, matemático y astrólogo, probable artífice del primer globo celeste. De ahí, probablemente el uso más extendido que llega hasta nosotros como una suerte de traducción de los territorios geográficos de la extensión de la Tierra en forma de mapas. Me interesa hacer énfasis en la noción de traducción, pues un atlas geográfico no es más que la grafía imaginada y reducida a una escala que nosotros, seres pequeños, podemos alcanzar a dilucidar, siendo así asequible a nuestro humano entendimiento. Igualmente, el atlas de imágenes viene a ser otra clase de traducción, ¿qué clase de objetivos programáticos interesa a los teóricos y artistas que han llevado a cabo esta acumulación sui generis? El atlas geográfico viene a ser una especie de compendio, síntesis y esquema a la manera de un diccionario o una enciclopedia. Es, también, una suerte de rompecabezas para comprender al mundo. Otros tipos de atlas se destinan a una empresa grandiosa para lograr comprender otra cierta faceta del orbe, como el Atlas Mnemosyne de Aby Warburg de principios del siglo xx, sin cuya ambición la historia de la iconografía artística hubiera sesgado su camino hacia otras vías de entendimiento. El caos organizado de Warburg por medio de paneles que se antojan infinitos, recuerda en su dispersión lúcida el sentido gráfico pero también el ordenamiento de las constelaciones de Benjamin, que así transgreden la norma lineal de una investigación en la que caben desde intuiciones hasta relaciones etimológicas, topográficas, organizaciones espaciales, imágenes y alineaciones ópticas. A través de su navegación, Warburg recorrió la serie de obras necesarias para llegar al análisis del entonces inmoral Le petit dejeuner sur l’herbe de Édouard Manet. Al rastrear en las conjeturas de otros teóricos, así como de otras obras, concluyó que el origen del escándalo no estaba en la extraña situación de la mujer desnuda que convive con hombres vestidos, presente siglos antes en una obra de Giorgione.
Muy probablemente, lo que escandalizó al público del salón, tal y como lo relató Émile Zola1 allende 1863, fue la falta de un sentido ritual que justificara esa singular situación. De ahí que lo que había bosquejado Manet junto con el otro pintor realista, Gustave Courbet, pasó a ser parte programática de las generaciones subsecuentes de pintores. Con ellos, la pregunta sobre el cómo se pinta más allá del qué se pinta, inauguró la historia moderna de la pintura. Si la negatividad caracteriza gran parte de la producción artística contemporánea —definir aquello por lo que no es—, comenzaré por decir que el conjunto de imágenes de los artistas mexicanos referidos en este libro no abroga para sí dicho término. Hasta ahora, ni ellos como tampoco algún especialista que yo recuerde, han usado tal término para calificar su obra de forma tácita. Sin embargo, hay una serie de elementos que apuntarían a hablar de homologaciones, formas parecidas de reunir, coleccionar, estudiar, intervenir, ordenar el trabajo que sobre la imagen han hecho ambos. En Informe para una Academia (Report to an Academy), Luis Felipe Ortega conjura a un enclave académico imaginario: el Departamento de Humanidades del Seminario de Investigación sobre la Universidad Desconocida —en clara referencia al libro de poesía de Roberto Bolaño— hacia quien va dirigida semejante colección. El compilado, editado por el propio artista en colaboración con la editorial last y la Galería Desiré Saint Phalle, es parte de las piezas que se proponen como espacios de disertación fuera de los procesos «duros» de la academia universitaria. Estos proyectos pertenecen a otros espacios de indagación en un sitio que no es la filosofía, la antropología, el cine
1 Andrea Pinotti evoca el relato de Zola cuando el cuadro fue expuesto en un salón paralelo al oficial y recibido con gritos de espanto. Cuatro años después Zola recordó: «Como de costumbre, silbidos y abucheos anunciaron que un artista nuevo y original acababa de darse a conocer […] Los pintores, sobre todo Édouard Manet, que es un pintor analítico, no tienen esa preocupación por el tema que tanto atormenta a la multitud; para ellos, el tema es un pretexto para pintar, mientras que para la multitud sólo importa el tema […] lo que llamamos composición no existe para él, y la tarea que se impone no es la de representar tal pensamiento o tal hecho histórico. Sabe pintar, y eso es todo». Émile Zola, Édouard Manet (1867), citado en Aby Warburg, El ‘Almuerzo sobre la hierba’ de Manet, Madrid, Casimiro Libros, 2014, pp. 32-33.
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o la música, de acuerdo con las clasificaciones disciplinarias caducas que siguen imperando en el estudio de la academia desde hace siglos: «Si el pensamiento es un híbrido lleno de bifurcaciones, last apuesta por esos senderos».2 Recopilado en 2011, este proyecto reúne la colección de notas del artista más los recortes que sus amigos, al saber de su afición a acumular estos fragmentos de periódico, le regalaban de diarios extranjeros cuando se encontraban de viaje. El orden de las notas es aleatorio y reúne, sobre todo, obituarios de los artistas cuya obra Ortega admira: el de Graham Greene, Antonin Artaud, John Cage, Guy Debord, Paul Bowles, Norman Mailer, Juan José Gurrola, así como notas relativas a los aniversarios o conmemoración de ediciones de W.H. Auden, LouisFerdinand Céline, Susan Sontag, Reinaldo Arenas, Paul de Man, Georges Bataille, Albert Camus, Michel Foucault, Cesare Pavese, Friedrich Nietzsche, Ernesto Sábato, entre otros tantos. Algunos a quienes Ortega ha dedicado piezas o son el referente vital en ellas, como es el caso de Pier Paolo Pasolini, William S. Burroughs o Samuel Beckett. Su orden, como él refiere, de «una lógica descabalada, azarosa, a un juego de articulación natural»,3 recuerda la estrategia fortuita que Richter siguió en su propio plan. En uno de los apartados que explica el proyecto en las primeras páginas, titulado «Tan artificial como una colección», Daniel Montero explica: Esa forma de percibir la realidad, que muchas veces fue conside‑ rada escandalosa e inmoral, «no es más» que una elaboración de lo que ellos consideran eran sus vivencias y su forma de ser en el mundo. Un mundo caótico, pero a la vez vital, al que no obstante, se le podía ordenar en una narración, en una imagen. En ese sentido, lo que se encuentra al interior de estas páginas no es ficción pero tampoco es la realidad en absoluto: tiene que ver con las maneras en que
2 Página de bienvenida al tomo engargolado que reúne la colección Informe para una Academia, de Luis Felipe Ortega (México, last/Desiré Saint Phalle, 2011). Edición limitada a cien ejemplares fotocopiados y de distribución gratuita.
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3 Luis Felipe Ortega, Informe para una Academia. México, last/Desiré Saint Phalle, 2011, p. 7.
se puede interpretar la realidad para tener una mejor comprensión de ella. O, si no una mejor comprensión, otra. Así, es perfectamente claro identificar la tradición a la que pertenecen los autores que se encuentran en esta compilación porque todos generan una reflexión muy precisa a través de la pregunta: ¿cómo puedo yo, como sujeto, afirmar(me) un lugar en el mundo? Es por eso que este libro nace a partir de un marco de pensamiento muy claro: la vida es la filosofía, y las maneras de vivir, sus argumentos […] Ahora bien, ¿por qué recolectar una serie de recortes que tiene que ver con estos autores? Puedo ofrecer dos respuestas temporales que no son excluyentes una de la otra: o el que las reúne se siente completamente identificado con esas lecturas, con esas vidas; o esas lecturas le «enseñan» algo. Cualquiera que sea la opción, volver a publicar (re-publicar) estos textos tiene que ver con una actitud que se identifica con la forma en que la información puede ser percibida y transmitida y en que los textos pueden ser leídos y re-leídos porque no pierden su vigencia […] y aún más que similitudes formales y biográficas: la reunión de estos textos nos muestra, a su vez, que la realidad es algo a lo que hay que atenerse.4
En su texto «Telescoping the Microscopic Object: Benjamin the Collector», Esther Leslie habla de la adquisición de objetos de los que Walter Benjamin era asiduo colector, entre ellos postales, fotografías antiguas y nuevas, en cuya práctica la autora encuentra claramente un acto de conservación de la memoria. El acto de recordar, decía Benjamin, involucra la capacidad asociativa para interpolaciones infinitas de aquello que ha sido. Los objetos o las imágenes de antaño fabrican una topografía de los años que precedieron la destrucción de Europa a raíz de la guerra. Más allá de la esperanza que residía en el pasado, al reconstruir historias o memorias colectivas a través de objetos y de imágenes, Benjamin propone un «inconsciente colectivo». Durante su prolongado exilio escribirá
4 Daniel Montero, «La fe (o sobre la posibilidad de que me creas sin tener que probarte nada)», en Luis Felipe Ortega, op.cit., pp. 10-11.
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sobre el inconsciente óptico suscitado por las nuevas tecnologías de la fotografía y el cine. La nueva indixecalidad de estos medios —el uso de elementos específicos de un tiempo y lugar determinados para generar un significado— refleja y construye un nuevo mundo de temporalidades y espacios despatarrados, un universo de «realidades sintéticas». El nuevo inconsciente óptico moderno reúne tanto una manera exploratoria de ver, como una incursión microscópica que rebana las intrincadas configuraciones de la vida natural y social. Leslie afirma que las imágenes montadas en el filme reflejan el mundo a los observadores como uno ya experimentado pero, de forma simultánea, traen un mundo a la vista que se caracteriza por ser maleable al tiempo que desconocido. El cine como la fotografía acercan los objetos exportados a través del tiempo y del espacio sujetos ahora a un microanálisis. El mundo descansa en ellos para su inspección íntima que se revela en el ejemplo que Leslie brinda: un Benjamin impresionado por las fotografías de plantas hechas por Karl Blossfeldt. Su extremo acercamiento revelará formas inéditas en las plantas que Blossfeldt fotografió: antiguas columnas en los sauces, el báculo de un obispo en un helecho, una tracería gótica en un cardo, figuras similares a los tótems en los brotes de castaños y arces. La naturaleza es ahí revelada como una zona de intensa actividad cultural. La práctica de Benjamin como gran coleccionista refleja, asimismo, una transformación del pasado en otros posibles pasados y es así que es capaz de sugerir futuros alternativos. El coleccionar, escribe Benjamin, es una forma de conmemoración práctica. La reactivación de las fantasmagorías que se alojan en el interior de los objetos, notas e imágenes recuperados a través de la colección despiertan y reactivan una memoria política. Leslie recuerda que Benjamin concibe al coleccionista como la figura del futuro, aquél de cuya posesión y propiedad remiten a lo táctil frente a ciertas oposiciones de lo óptico. En su Breve historia de la fotografía (1929), Benjamin discute la manera en que la miniaturización de los objetos de manos de la fotografía constituye un acto productivo pues, de ese modo, las viejas obras son nuevamente valoradas y así, renovadas. Reconstrucción y renovación forman parte de los nuevos
modos de ver a raíz de la invención de la fotografía. La renovación también es un término que viene a cuento a propósito de la noción de ruina presente en muchos de los textos de Benjamin. No es necesario remozar aquello que no requiere de una nueva pátina o de una nueva vista. Así como el personaje imaginado del flâneur es el anverso del burgués e incluso del chamán, el coleccionista tiene su mimesis pero también su «otro» en el trapero, que es el primer filtro de aquello que, recogido en la basura por él, puede llegar a tener un valor estético último al ser redimido como antigüedad u obra de arte. Leslie nombra en su texto a John Heartfield como el maestro del arte de revaluar los residuos de la vida ordinaria y lograr así re-acentuar las palabras de uso común para provocar la destrucción de los valores dominantes. A la par de los montajes de Sergei Eisenstein o Alexander Rodchenko, Leslie afirma que los fotomontajes de Heartfield propusieron una nueva óptica en torno al compromiso en tiempos turbulentamente modernos, justamente, a tono con lo que Benjamin propuso: una óptica orientada a la acción. Georges Didi-Huberman declara: «Para saber hay que tomar posición, lo cual supone moverse y asumir constantemente la responsabilidad de tal movimiento».5 El artista moderno, un foto-montador en el caso de Heartfield, deviene en el (re)colector que preserva la cordura, la salud mental desvanecida. De él, Benjamin sostiene: «el más pequeño fragmento auténtico de la vida diaria dice más que la pintura, de la misma manera en que las huellas sangrientas de un asesino sobre las páginas de un libro dicen más que el texto mismo».6 Esta suerte de colectores, sostiene Leslie, promueven una actitud profundamente democrática dentro del mundo material a partir de su sensibilidad selectiva, la cual funciona como una crítica ante lo establecido.7
5 Georges Didi-Huberman, Cuando las imágenes toman posición. Madrid, Antonio Machado Libros, 2013, p. 10. 6 Esther Leslie, «Telescoping the Microscopic Object: Benjamin the Collector», en Alex Cole (ed.), The Optic of Walter Benjamin, vol. 3, Col. De-, dis-, ex-, London, Black Dog Publishing, 1999, pp. 58-89. Traducción propia. 7 Ibíd.
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Aún cuando el contenido escrito prepondera sobre la imagen, resulta curioso que en Informe para una Academia, Ortega haya sumado a los obituarios y notas de homenaje, una serie de noticias trágicas y catastróficas. El flujo de los retratos de escritores, pensadores, artistas y cineastas ilustres son interrumpidos de cuando en cuando por imágenes de inundaciones y feminicidios, por fotografías del celador asesino de un geriátrico, de Muamar el Gadafi o de Lawrence Salander, el marchante de arte que vivió de la estafa hasta lograr ser capturado por fraude. Le siguen las ilustraciones de las cajas negras del Airbus francés accidentado en 2009, rescatadas del fondo del mar a casi dos años del accidente fatal, la visita del presidente tunecino al hombre que abriera la fallida primavera árabe con su inmolación, el caso Strauss-Kahn y la masacre escandinava de manos del sociópata noruego a mediados de 2011. En una de estas fotografías se aprecian los cuerpos de cuatro ahorcados suspendidos en el aire. Cortados por el marco de la imagen a la altura del torso medio, son contemplados y fotografiados por los transeúntes en Irán, en el año 2007. La imagen que Ortega eligió para su propio compendio, me remitió ineludiblemente a la serie hecha por Richter sobre los terroristas del grupo Baader-Meinhof presuntamente muertos en la cárcel durante la noche del 18 de octubre de 1977. En ambos casos, se trata de fotografías que, en un momento distinto y vistas por primera vez gracias a los medios masivos, tocaron a ambos artistas.8
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8 En una entrevista con Gregorio Magnani, Richter responde a la pregunta sobre el por qué pintar a los miembros de Baader-Meinhof y si en su serie existe piedad por ellos, a lo que el pintor responde: «No hubo ningún evento especial que me hiciera decidir. He coleccionado algunas fotos y la idea estuvo rondándome la cabeza por mucho tiempo. Fue creciendo hasta que finalmente me dije: ‘Debo pintarlos’. Vengo de Alemania del Este y no soy marxista, por supuesto no simpatizaba entonces con las ideas o la ideología que esta gente representaba. No podía entender, no obstante, estaba impresionado. Como todos, estaba conmovido. Fue un momento excepcional para Alemania […] Hay tristeza, pero espero que uno pueda ver esta pena por las personas que murieron tan jóvenes y fanáticas, por nada. Tengo respeto por ellas, pero también por sus deseos, o por el poder de sus deseos, puesto que trataron de cambiar la estupidez del mundo». Ulrich Obrist, Hans y Elger, Dietmar (eds.), Gerhard Richter, Texts. Writings, Interviews, and Letters 1961–2007. London, Thames & Hudson, 2009, pp. 221-222. Traducción propia.
Luis Felipe Ortega. La Universidad Desconocida. Informe para una Academia. Detalle de la publicación, last/Desirè St Phalle, Ciudad de México, 2011. Cortesía del artista
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Una de las preocupaciones presentes entre tantas otras en la obra de Ortega, es la noción del tiempo. En la actualidad, la fotografía dejó de ser aquello que da cuenta de lo que somos o pretendemos ser en tanto que nos miramos, nos reflejamos en esa imagen. Hoy en día, la validez de la fotografía parece ir en función del símil: «esto se parece a... me puedo parecer a tal o cual, incluso a mí mismo». Es ahí donde para Ortega se abre un espacio que le resulta fundamental y, como consecuencia, se podría decir que trabaja básicamente sobre o en el mismo: «Me produzco en tanto que me convierto en la imagen de mí mismo pero sólo en la medida en que me invento, me construyo, me ficciono, y es ahí donde se produce buena parte de mi subjetividad; algo que, en términos filosóficos, apunta a la posibilidad de subjetividades abiertas y posibles».9 Ortega cita a otro gran fotógrafo del presente, al español Joan Fontcuberta: «Con la fotografía digital —la postfotografía—, las fotos ya no sirven para recordar sino para contar; no son un pasado que se guarda para el futuro, sino para puro presente. Son como palabras en una conversación. Nos mandamos imágenes como nos mandamos mensajes».10 El problema del tiempo de acuerdo a Ortega, es algo intrínseco a la mecánica de la producción de imágenes. Si como sentencia el artista, dicha «impresión» (no hay que olvidar que en términos químicos eso era el ‘hacer’ una imagen) estaba hecha para evocar y para traer un tiempo que ha sido, la tarea de las imágenes contemporáneas es la de hablar en un espacio de presente continuo en tanto que estamos siendo. «Mientras se prolongue ese ‘siendo’, la imagen tiene sentido. Creo que es ahí, y sólo ahí, donde la producción de imágenes, en términos contemporáneos, puede brincar su mera función de comunicación e información; puede dar el salto para escapar al extraño espacio de eso que aún conocemos como arte».11
9 Serie de entrevistas y conversaciones sostenidas entre Luis Felipe Ortega y María Paz Amaro, febrero–mayo de 2016. 10 Javier Rodríguez Marcos, «El objeto afilado de Joan Fontcuberta», entrevista en El País Semanal, 24 de abril de 2016, pp. 72-77.
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11 Serie de entrevistas y conversaciones sostenidas entre Luis Felipe Ortega y María Paz Amaro, febrero–mayo de 2016.
Gerhard Richter. Man Shot Down 1 (Erschossener 1), 1988. Óleo sobre tela, 100 × 140 cm. © Gerhard Richter 2017 (0255)
Como lo explica al inicio de Informe para una Academia, interesa también la idea del tiempo implicada en las notas escogidas de este compendio: «esta compilación está llena de textos que se refieren a acciones que se llevaron a cabo en un tiempo pasado pero que tienen posibilidad de existencia para este presente […] Al reunirlos en un sólo volumen da la impresión de una simultaneidad temporal que no es tal: se sabe que lo que está aquí publicado pertenece a un tiempo de otro tiempo».12 La intención de duplicarlo en fotocopia corresponde al valor fugaz que, como Ortega señala, tiene un artículo de prensa. Es así que se le asigna un nuevo valor que no depende de la duración del soporte sino de la duración de los contenidos. De la misma manera que las imágenes, «todos los textos vuelven como fantasmas: actualizan su
12 Daniel Montero, op. cit. p. 11.
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presencia desde la ausencia en la que fueron originalmente publicados».13 La replicación de los textos como de algunas fotografías periodísticas que son repetidas en el proyecto anterior de Ortega tienen que ver con un acercamiento tardomoderno a las imágenes presente en muchos artistas contemporáneos. Fontcuberta se refiere a Cindy Sherman al separar su producción fotográfica de la de Diane Arbus: «No interesa la experiencia de la realidad sino justamente su sedimento. Son imágenes que aluden a otras imágenes cuyo origen primigenio se pierde en una distancia remota».14 A la lista de artistas que recurren a ello, habría que sumar también a Richter. Independientemente de considerarse como uno de sus mejores trabajos, la serie que conmemora la muerte de los jóvenes de Baader-Meinhof llega a nosotros casi medio siglo después, con toda la potencia de su fuerza fantasmagórica y espectral, doblemente reforzada por ese aspecto desdibujado característico de Richter, el cual no hace más que vigorizar el efecto que nos causa. Nos conmueve, claro está, independientemente de que remita a nuestra época, a nuestra propia realidad. Devienen, como Fontcuberta declara, «apariencia o huella, ficción o indicio, pero justamente gracias a esas cualidades nos convendrán para transmitir los valores más intangibles y frágiles del ser humano».15 El proyecto ampliado de La Universidad Desconocida comenzó años antes, entre 2005 y 2006, cuando Bolaño apenas era conocido por unos cuantos. Ortega daba clases en La Esmeralda, en 2007, y aprovechó la oportunidad para realizar una acción con sus alumnos, con el objeto de dejar entrever sus propios intereses como maestro y artista. A esta acción invitó a participar a artistas como Taniel Morales, para que hiciera una improvisación sonora, a José Luis Sánchez Rull y a la bailarina Tania Solomonoff, para que leyeran junto con Ortega, entre otros, los textos elegidos por el propio artista, en español, inglés y francés. Fragmentos de Cómo es, de
13 Ibíd. 14 Joan Fontcuberta, El beso de Judas. Fotografía y verdad. Barcelona, Gustavo Gili, 2016, p. 32.
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15 Joan Fontcuberta, op.cit., p. 39.
Vista del estudio de Luis Felipe Ortega. Colonia Narvarte Ciudad de México, 2008. Cortesía del artista
Beckett, On the Road, de Kerouac y la nota en que se anunciaba el suicidio de Guy Debord en 1994, proveniente de Le Monde, así como fragmentos de la revista Internationale Situationniste. El registro de la acción espontánea, sin ensayo previo, muestra un salón en el que dos proyecciones corrieron simultáneamente con imágenes y secuencias de los videos del propio Ortega, de La sociedad del espectáculo y Aullidos a favor de Sade, de Guy Debord y del documental acerca de Muhammed Ali, When We were Kings; todas, piezas clave en la formación del artista. Cada tanto alguien leía los textos programados por Ortega y esa voz se encimaba con el sonido de los documentales o videos. Una voz se intercala en este registro: es la de Artaud hablando en español. Ortega también señalaba a Morales cuándo era el momento oportuno para lanzar la improvisación sonora y con qué intensidad. Independientemente de dar a conocer sus referentes artísticos a su círculo de alumnos, Ortega deseaba que, en particular, el
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Vista de la acción Informe para una Academia realizada en la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado «La Esmeralda». Ciudad de México, agosto de 2007. Cortesía del artista
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documental a propósito del libro de Debord se mostrara como lo que él realizaba para su Seminario de Titulación, en el que siempre trabajaba el vínculo entre la teoría y la práctica visual. Dentro de esa orquestación, solicitó al azar a algunos alumnos para que también leyeran los recortes de periódico que los artistas que lo acompañaban les entregaban, con tal de hacer este ruido cada vez más penetrante e infestar así, la presencia de las imágenes en obvia emulación paralela a lo que vivimos día a día respecto del ruido y caos visual en el que nos vemos inmersos, pero del que pocos somos conscientes. Al final de la acción, el silencio se genera de forma gradual mientras la película de Debord no deja de correr y los sonidos de Morales comienzan a diluirse. Gran parte de los rasgos de esta primera acción espontánea se verán reflejados en una pieza que Ortega prepara para exhibirse en la ciudad de Roma en 2018. Igualmente, se exhibirán dentro de la biblioteca del museo italiano fragmentos y recortes coleccionados pertenecientes al proyecto La Universidad Desconocida.
El acercamiento a las imágenes dentro de esta acción in situ, recuerda también aquello que para Dorfsman se ha vuelto una especie de decálogo, relativo a la forma en que consumimos imágenes a partir de la invención de la cámara fotográfica. Se trata del primer programa televisivo de John Berger, Ways of Seeing, producido por la bbc en 1972. Pese al número de décadas que han transcurrido —más de cuarenta años— muchas de las apreciaciones de Berger se muestran en toda su frescura, mientras otras se han complejizado con el arribo de los medios digitales y las redes sociales. En clara relación con los textos de Benjamin en torno a la reproductibilidad de la imagen, el mismo Berger cierra al final del primer programa aconsejándonos, además, el ser escépticos incluso con su propia interpretación. Tal y como lo sabemos, nuestra manera de ver actual tiene menos de espontánea y más de hábito y convención. Berger habla de imágenes pero también de appearances, jugando con la doble acepción que la palabra tiene, tanto el de apariencia y reflejo como el de aparición fugaz, pues ellas son capaces de hacer algo que hacia siglos era imposible: viajar a través del mundo en un marco de espacio temporal sorprendente para lograr llegar a nosotros. Berger retoma el manifiesto de Dziga Vértov lanzado en 1923, en el que anuncia la manera en que el mundo desconocido se explica a nosotros de modo distinto con esta nueva máquina: la cámara fotográfica. Si como ya mencioné, los pintores realistas dirigieron sus preocupaciones hacia el cómo se pinta en lugar del qué se pinta, la cámara también cambiará no sólo aquello que vemos sino cómo lo vemos, llegando a trastocar de forma radical incluso a las pinturas del pasado en un nuevo modo de recepción, pues las vemos en el contexto de nuestra propia vida y familiaridad, rodeadas de nuestros objetos, de nuestra atmósfera. No por ello se hacen más íntimas o la distancia se acorta entre nosotros y éstas. Su gran declaratoria, «Las imágenes vienen a nosotros, nosotros no vamos a ellas. Se acabaron los días de peregrinación», nos hace sensibles incluso de aquellas nuevas peregrinaciones en las que, sobre todo, los públicos más jóvenes regresan frustrados, se sienten traicionados. Me refiero a las que realizan a museos como el Louvre para mirar de frente a la Mona Lisa después de haberla contemplado
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ad nauseam, en distintos formatos, zoom in- zoom out, adivinando la pátina del tiempo en el craquelado del óleo que jamás lograrán apreciar cuando lleguen al museo; imaginándola quizá casi tan grande como una de las serigrafías de Marilyn producidas por Andy Warhol. Es así que todo el significado de las imágenes, sean del pasado o del presente, se ha vuelto susceptible de ser transmitido en distintas y nuevas codificaciones, ya como las noticias de un evento o como parte de una información de cierta clase; piezas que como bytes de información son manipuladas y usadas para persuadirnos. A través de las distintas extensiones del ojo de la cámara, sea la televisión, el cine, la pantalla de la computadora o del teléfono celular, las reproducciones de las imágenes se distorsionan y su modo de producir autenticidad es otro, pues interviene la apropiación que, la mejor de las veces, recupera o transforma esa noción de aura sobre la que habló Benjamin. Sin embargo, y como ya lo señalaban las citas de Steyerl en los primeros capítulos, las más de las veces las pinturas icónicas se prestan a la manipulación fácil, a contribuir a fortalecer el campo de las imágenes pobres, vacías de contenido. Puesto que de origen son silenciosas, la mejor manera de manipularlas es a través del movimiento y del sonido impuesto por quienes las manipulan, a diferencia de su contemplación original donde se presentaban de modo simultáneo, sin una noción de tiempo distinta a desplegar. Esta nueva forma de reproducción las hace ambiguas, rompe con su carácter dialógico original. Incluso, la falsa mistificación que Berger señala, implícita en las supuestas lecturas que pretenden hacerlas más comprensibles a un público no especializado a través de enciclopedias o cédulas de museo, promueven exactamente lo contrario: nos desconectan de ellas, fomentan una distancia abismal entre éstas y nosotros. El texto mismo las oscurece, las hace inaccesibles. Este panorama es el que, en síntesis, muestra en parte los dos proyectos de Ortega. Es, también, aquello que Dorfsman pretende combatir o problematizar en su propia producción artística. Sin embargo, no todo está perdido. Como Esther Leslie, Fontcuberta también incide en el valor de la fotografía al trascender la imagen como estricto soporte de información para devenir obra,
es decir, un objeto dotado de una riqueza de valores genuinos de forma y contenido. A propósito de lo anterior, viene a mi mente otro ejemplo de atlas en clara sintonía con estos ejercicios artísticos últimos de Ortega aquí descritos: el que hiciera Bertolt Brecht en su prolongado exilio y para cuya exégesis Didi-Huberman dedica un libro. Brecht realizará desde el inicio de la década de los cuarenta hasta bien entrados los cincuenta en su paso por Estados Unidos, una colección de recortes de imágenes, mapas e ilustraciones encontrados en los diarios de la época,16 a los que dará una nueva interpretación por medio de epigramas. Aquí, la imagen se acompaña de otros contenidos, como es el caso de Ortega. DidiHuberman afirma que, junto a Benjamin, Brecht tuvo un proyecto de periódico estético y político llamado Krise und Kritik que jamás llegó a consolidarse. Si en su diario de trabajo (Arbeitsjournal), Brecht ya había esbozado y comprobado la tesis hegeliana de la historia oficial frente a las otras interpretaciones de la misma, o bien, las microhistorias que, juntas, cargan la noción de historia escrita con mayúsculas y en letras doradas,17 en su suerte de atlas defiende aquello que Benjamin había sostenido ante la crisis de la novela en la defensa de una escritura del montaje documental, en el que la fotografía se veía investida de una potencia épica. La selección de Ortega apela a un montaje también a partir de la selección y el orden secuencial que no responde a uno de naturaleza cronológica sino más bien a aquel que, en el Atlas de Richter, no discrimina naturalezas ni procedencias pues a las fotografías de paisajes de este último le siguen, indistintamente, recortes pornográficos, imágenes del holocausto o fotos pertenecientes al álbum familiar. En su conjunto, el de Richter responde a atestiguar una estrategia a seguir para la elaboración
16 «Imágenes de todo tipo: reproducciones de obras de arte, fotografías de la guerra aérea, recortes de prensa, rostros de sus prójimos, esquemas científicos, cadáveres de soldados en los campos de batalla, retratos de dirigentes políticos, estadísticas, ciudades en ruinas, escenas bélicas, naturalezas muertas, gráficos económicos, paisajes, obras de arte víctimas del vandalismo de la violencia militar […]». Georges Didi-Huberman, op. cit., 2013, p. 24. 17 «[…] confrontar las historias de un sujeto (historias con minúsculas, después de todo) con la historia del mundo entero (la historia con H mayúscula)». Georges Didi-Huberman, op. cit., p. 19.
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de sus pinturas. Éste de Ortega, mantiene un cierto ritmo que es perturbado por el carácter de determinadas noticias e imágenes que demuestran lo que Benjamin reitera en muchos de sus textos: no hay civilización sin barbarie. Similar a los gigantescos montajes del artista suizo Thomas Hirschhorn, quien cubre salas completas de un museo o galería con fotografías snuff o de ejecuciones y torturas registradas en la cárcel clandestina de Abu Ghraib, junto a otras halladas en bancos de imágenes de criminalística, dispuestas al lado de columnas hechas por los libros más emblemáticos de la producción intelectual de siglos recientes. Sin embargo, me temo que lo anterior ya había sido proferido sin tanta obviedad y bajo otros soportes por Richter mismo. Y antes de Richter, por Brecht y por Heartfield. El montaje del Kriegsfibel (Manual de Guerra), que Brecht acumuló a la par de su suerte de diario personal —el Arbeitsjournal— finalmente publicado en 1955, está fundado, de acuerdo a DidiHuberman, en un arte de la memoria. Para ello, eligió acompañar las imágenes del estilo funerario por excelencia, al basarse en las inscripciones grabadas en el mármol de los sepulcros de los antiguos griegos, las cuales constituían «una verdadera arma poética contra toda política de las armas».18 Didi-Huberman las reconoce como verdaderas máquinas dialécticas al trasladar la imagen tanto literaria como histórica en las que un nuevo concepto poético queda designado: el fotoepigrama. Similar a lo que expone Ortega, otra de las características que Didi-Huberman señala es la de la polaridad: lo construido frente a lo destruido, el arriba y el abajo, el nuevo estatus de la naturaleza muerta funeraria y del documento del sinsentido vertido en la guerra misma que sobrepasa cualquier límite imaginable de la realidad. La forma épica emanada también de su producción dramatúrgica actúa, en palabras del teórico, como principio heurístico y modo de observación histórica. Tal y como en las imágenes que Richter copia para volverlas pinturas, nos es manifiesta que siempre hay otra realidad detrás de la que se describe.
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18 Georges Didi-Huberman, op.cit., p. 42.
Lo que estos artistas ofrecen en conjunto son las condiciones de experimentación necesarias para mostrar el carácter o el ideal de la historia. Didi-Huberman argumenta que la crisis de la representación que se venía gestando desde fines del siglo xix, trae consigo una crítica de la ilusión presentes tanto en el teatro como en el Kriegsfibel de Brecht, para la cual su proyecto artístico se resolverá al hacer de la imagen, visual o teatral, una cuestión de conocimiento más que de ilusión. Aquí, el montaje teatral se equipara al fotográfico, al crear nuevos órdenes de realidad: «Hemos creado una forma de representación que volviera insólito lo que es banal, asombroso aquello a lo que estamos acostumbrados. Lo que en todas partes nos encontramos debía parecer singular, y muchas cosas aparentemente naturales debían reconocerse como productos del artificio».19 En una frase, desmontar el orden establecido. Se trataba, como dice Didi-Huberman, de atacar cualquier tradición que hiciera del arte una imagen eterna del mundo: «El arte es un medio de sentir el devenir del objeto, lo que ya ha devenido no importa al arte»,20 el «siendo» en el «suceder» expresado por Ortega que se extiende en el tiempo sin fronteras. El montaje pues, será un método de conocimiento y un procedimiento formal nacido de la guerra, que toma acta del desorden del mundo, convirtiéndose así para Didi-Huberman, en el método moderno por excelencia. Si el Atlas de Richter responde a una pregunta en clave para entender el proceso y desarrollo de su obra, en el caso de Ortega y Dorfsman expresa en esta personal interpretación, a ser, asimismo, un conjunto de obra basado en imágenes que a su vez producen otras, ya sea para ser intervenidas matérica o semánticamente. Montaje, fotomontaje, fotografía intervenida, fotopintura y la relación entre éstas, una forma dialéctica que opera entre la tradición y la ruptura, el presente y el ayer hacia la elucubración de posibles futuros. Los tres casos de artistas a los que está dedicado este libro mantienen la necesidad de reordenar un mundo
19 Georges Didi-Huberman, op.cit., p. 63. 20 Víktor Shklovski, citado en Georges Didi-Huberman, op. cit., p. 67.
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general a través de una vista particular. En ellos está presente la necesidad y el deseo de mantener, pese a su diversidad, una obra de conjunto. De ahí el título y las implicaciones de este ejercicio, en el intento por disgregar el significado de un atlas personal al tiempo que nomotético, pero también común a todos como una forma de entender un universo propio de imágenes que evoca en cada uno de nosotros aquel que cargamos.21 En estos artistas, el atlas de imágenes constituye la materia gris para empezar a hacer arte. Para fines de investigación, es el trasfondo de su obra dispuesta en distintos soportes, sean estos el fotográfico mismo, el pictórico e incluso la instalación, el video y los híbridos performáticos. En paralelo a los escritos de Richter, o la colección de recortes y obituarios en Ortega, son las apostillas a las obras que ellos generan y, a su vez, dichas obras son la glosa de su pensamiento, la guía de aquello que los conmueve. Tanto en Ortega como en Dorfsman y en Richter, se trata de un paradigma alrededor del cuestionamiento autónomo tanto del medio fotográfico como del pictórico y/o de sus interrelaciones. Un expediente que versa acerca de la naturaleza de los lenguajes mismos, de sus problemas de representación, de las maneras de exhibirlos. Si no acaban por ser la equivalencia literal del Atlas richteriano, al menos éste es uno de sus tantos referentes, pero uno que sí prepondera sobre los otros. Por paradójico o redundante que resulte, son aquello que estos tres artistas determinan como deseo que se haga visible. Storr recuerda que Richter estaba determinado tanto a romper patrones como a crearlos, a poner atención en ciertas equivalencias pictóricas o disyuntivas para recoger las más personales o las más traumáticas en forma de racimos; a obstaculizar una interpretación basada en actitudes convencionales de acuerdo a su significación intrínseca; a revisar y repensar las muchas posibles relaciones
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21 Bien dice Helmut Friedel, editor de las últimas versiones impresas del Atlas de Richter: «Como una obra total de arte, el Atlas es un “organismo” que se desarrolla en constante cambio. En él están reflejados los hechos biográficos, artísticos e históricos». Helmut Friedel (ed.), Gerhard Richter: Atlas. Nueva York, Distributed Art Publishers, 2011, p. 17. Traducción propia.
de una imagen con otra como íconos con derecho propio, como imágenes-tipo o como entradas en su autobiografía intelectual y artística. Al acabar por ser reproducciones manipuladas de otras imágenes o citas de una especie de diccionario de arquetipos culturales, el Atlas richteriano organiza y desorganiza información, es una manera de exponer la mano del artista y de camuflar sus conexiones íntimas con los contenidos exhibidos. El Atlas representa también un uso crítico de la técnica del collage en una escala masiva e inconclusa.22 En el particular caso de Dorfsman, los ordenamientos a partir del color recuerdan una línea organizadora presente en el Atlas de Richter, sobre todo en lo que respecta a las fotos de paisajes y lugares. Como el artista alemán, Dorfsman tiene la imperiosa necesidad de buscar algo específico a relucir en la marejada de imágenes que nos envuelve: es así como, al ocuparse de fotografiar los detalles imperceptibles a simple vista, Dorfsman logra que un microuniverso se vuelva macro. En ambos artistas —Richter y Dorfsman— el acabado borroso funge como una intermediación, la señal de una interpretación propia, un espacio de reflexión entre lo reproducido y el que observa, que recuerda aquello nombrado por Barthes: el punctum que denota la herida, el detalle personal que conmueve, el cual establece una relación directa entre el objeto y la persona. Dorfsman también ve como parte intrínseca de su obra en foto y video, la reflexión sobre el medio pictórico del cual derivaron ambas y en relación con lo ya señalado por Richter pues para éste, las pinturas son fotos de alguna manera. La exhibición del Atlas de Richter como parte de su corpus artístico desde hace ya varias décadas, viene a señalar el pensamiento complejo detrás del proceso de una obra,23 y es así como
22 Robert Storr, Gerhard Richter. Forty Years of Painting, catálogo de exposición, Nueva York, The Museum of Modern Art, 2002, p. 29. 23 De acuerdo a Friedel, Richter ha presentado su Atlas en sus exhibiciones desde 1972. En los años posteriores se han mostrado las imágenes que ha ido incorporando por tramos. Por ejemplo, entre 2003 y 2005 ha sido exhibido como parte de las muestras en la Whitechapel Art Gallery (Londres), el Centro para el Arte Contemporáneo Ujaztive (Varsovia), la Kunstsammlung nrw (Düsseldorf) y la Städtische Galerie (Munich). Helmut Friedel (ed.), Gerhard Richter, Atlas, Nueva York, Distributed Art Publishers, 2011, p. 7.
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Ortega y Dorfsman acompañan a sus exposiciones recientes y futuras, de numerosos ítems de su colección personal a la vez que de cuadernos de bocetos. La noción de atlas responde también a una cierta cohesión en el proceso de edición de los libros de Dorfsman. Los nuevos ejercicios caligráficos que Dorfsman inició a partir de viajes recientes al continente asiático —Japón en 2012 y Taiwán en 2015— como una posible vía de retorno al dibujo por parte del artista, han sido motivo de la edición de su libro Amidakuji, el cual resume un viaje a Japón a partir de un juego de asociación libre en el que todas las fotografías incluidas contienen un elemento caligráfico. Seguramente, estos ejercicios caligráficos conformarán archivos expuestos en futuras exhibiciones del artista y puede que alguno de sus registros actuales mediante foto y video culminen en piezas específicas.
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Llenando un paisaje contemporáneo
Una de las series de fotografías que Dorfsman tomó en Taiwán llamó mi atención por tratarse de la exploración de una realidad tanto urbana como paisajística sui generis. Estas fotos advierten al espectador la forma en que el paisaje ideal se intercala en transportes, viñetas y anuncios de negocios, espectaculares y motivos ornamentales en cortinas y exteriores de las viviendas. Lo que me pareció sugestivo de este grupo de imágenes fue la forma en que Dorfsman expone las convenciones estilísticas populares y, con ello, invita a observar con mayor detenimiento la forma en que nos relacionamos con el entorno, sea a veces más natural que artificial o viceversa. Una de estas fotos observa el cómo observamos en la actualidad. Un teléfono público se resguarda de las contingencias climáticas gracias al material disfrazado en forma de una rana que se tapa la cabeza con un lirio. Metal y policarbonato han sido decorados para que pierdan su reminiscencia original. A ambos lados de la cabina telefónica, dos personas se acercan con sus cámaras fotográficas a las flores del lugar. La situación de los demás personajes, en contraposición con los primeros, me recuerda las miradas sesgadas hacia diferentes puntos del horizonte, dispuesta en La Grand Jatte, de Georges Seurat. Cada uno de los retratados por Dorfsman mira hacia un punto distinto, ninguno se interrelaciona con los otros, sólo con su entorno. El mismo Dorfsman se integra en este conjunto al mirar por la lente y aislarse así, de otros eventos que puedan suceder alrededor. Me recuerda también el análisis que Jonathan Crary hiciera de otro cuadro del mismo artista pintado pocos años después. En Parade de cirque, Crary advierte una nueva modalidad tanto
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de recepción como de percepción originada a partir de las primeras tecnologías vertidas en la óptica y la visualidad, pintura a la que se refiere como aquella que mejor refleja el desencanto moderno.1 Esta nueva modalidad de visión se articula también con lo que Benjamin llamara el «inconsciente óptico», aquel que, en última instancia y de acuerdo a José Luis Brea, «resiste a la regulación interesada del orden de la representación»,2 es decir, aquellas dimensiones que pasarían desapercibidas por aquel ojo consciente educado en la civilización de la representación visual y sus formas, ya referido por Berger en Ways of Seeing. Gracias a las mediaciones de Dorfsman, se hace visible aquello no visible a simple vista, lo «no visto» que se integra a nuestro imaginario inconsciente. Se trata, como sabemos, de una forma de experiencia ilustrativa de la modernidad y sus modos de producción, lo que por Benjamin será distinguido como el tránsito de la Erfahrung en la Erlebnis; de la experiencia a la vivencia, sobre lo que he insistido a lo largo de este libro respecto a los nuevos modos de recepción, los cuales se radicalizan aún más en relación con aquello que el teórico alemán predijo alrededor de la mera recopilación de eventos, cuya singularidad se diluye en la generalidad y en el que pareciera que la cámara pone más atención que nosotros mismos en aquello que, a nuestros ojos, pasa como totalmente desapercibido. Lo advertido por Thomas Crow, al plantear los marcos para el
1 «En su alineamiento con modelos de dominio tecnológico, Parade de cirque anuncia el extrañamiento colectivo de un sueño de totalidad instintiva pese a que el compromiso obsesivo de Seurat a su ‘método’ era una búsqueda extravagante para una armoniosa utopía sensorial que subsistió, no sólo afuera de un mundo suministrado y disonante, sino más allá de la temporalidad y debacle de la historia misma […] Parade de cirque finalmente ocupa una posición psíquica social e imaginaria que no coincide ni con los sueños de la libertad subjetiva ni con los efectos del poder. Se trata de una pluralidad cambiante de momentos, centros, puntos de vista desde los que ambas ilusiones de autonomía estética y dominación son revelados». Jonathan Crary, Suspensions of Perception. Attention, Spectacle, and Modern Culture. Cambridge, Massachusetts, The mit Press, 1999, pp. 151-152. Traducción propia.
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2 José Luis Brea, «El inconsciente óptico y el segundo obturador. La fotografía en la era de su computerización», en http://aleph-arts.org/pens/ics.html [Última recuperación: 10 de mayo de 2016].
Alex Dorfsman. De la serie ArchipiĂŠlago (en proceso), 2015. CortesĂa del artista
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análisis del trabajo artístico de Richter puede servir también para englobar la preocupación de Dorfsman: Después de todo, la fuente de todo ilusionismo fotográfico es el carácter de lo negativo o de la transparencia, los cuales son a menudo pequeños, ausentes, no disponibles para la inspección. Cualquier opaca impresión aumentada ya es de antemano una reproducción; una en la que la información ya está distorsionada y perdida. Habrá ciertos tipos de información en la fuente que pudieran ser mediados y corregidos a través de un lento proceso de inteligencia sintetizadora y sensibilidad acumulada, y el resultado de esta mediación puede ser puesto al servicio de distintos usos encontrados y contemplados en formas que la impresión fotográfica común no puede hacer. Grandes escalas y saturaciones intensas de color, por ejemplo, pueden ser conseguidas por medios no relativos al arreglo publicitario. Esto remueve el otro requerimiento automático de ironía y, uno a uno, expande el rango de posibles temas. Tales técnicas también permiten a la obra para emitir, donde sea apropiada, una invitación menos insistente a la atención del espectador.3
Asimismo, Crow también atina en señalar que Richter mismo, al ser capaz de moverse entre distintos estilos, temáticas y sus múltiples acercamientos a ellas —arte intelectualizado, abstracto al igual que paisajes, retratos y naturalezas muertas—4 replica así la lógica de las exhibiciones del viejo Salón al devolver a aquellos géneros sin techo, su antiguo rol de acompañamiento.5 Como menciono al inicio de este análisis, otro de los comunes denominadores de gran interés para mí en estos tres
3 Thomas Crow, «Hand-Made Photographs and Homeless Representation», en Benjamin H.D. Buchloch, et. al. (eds.), Gerhard Richter, October Files, núm. 8, Cambridge, Massachusetts, The mit Press, 2009, pp. 51-52. Traducción propia. 4 Crow conviene en señalar que la imagen de su hija Betty en el póster de la retrospectiva exhibida en la Tate Gallery, alcanza a tener el potencial de devenir en un ícono tan popular como Christina’s World, de Andrew Wyeth. Véase Thomas Crow, op. cit., p. 54.
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5 Thomas Crow, op. cit, p. 56.
artistas es el planteamiento de las nociones contemporáneas tanto de naturaleza como de paisaje en su obra. A su manera, cada uno de ellos ha emprendido una trayectoria personal y distinta en la representación abstracta: Dorfsman, sobre todo, en su producción fotográfica, mientras que Ortega particularmente en la instalación, el dibujo y el video. No es necesario abundar los distintos momentos en que Richter ha escalado dicha cumbre, la más reciente en alusión a las formas digitales electrónicas con las que cierro este ejercicio más adelante. Lo que sí es importante Gerhard Richter. Betty, 1988. Óleo sobre tela, señalar es que en los tres existe otra 102 × 72 cm. © Gerhard Richter 2017 (0255) correspondencia circular más, y me refiero a que el estudio del medio exterior natural en sus distintas versiones pero, sobre todo, en el tratamiento del paisaje, promovieron en sendos casos a moverse de lo natural a lo abstracto y viceversa, como si uno emprendiera el camino de retorno una y otra vez pero, también, en los frágiles límites en que abstracción y figura, representación orgánica y su opuesto se confunden. Con ello, los tres complejizan nuestros referentes cotidianos, nuestros modos de percepción y de recepción, llaman de vuelta a nuestra atención aquel lazo insoslayable que con el romanticismo decimonónico comenzó a extrañarse. Afirmo esto en un sentido no sólo puramente nostálgico sino también en relación con aquella sensación ambivalente de gradual distanciamiento, al tiempo que de evasión y culpa. Dice Svetlana Boym, que el peligro de la nostalgia radica en que intenta confundir el hogar real con el imaginario. La nostalgia que no ha sido reflexionada crea monstruos. Aún así, el sentimiento mismo, el duelo por el desplazamiento y la irreversibilidad temporal están en el centro de
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la condición moderna. Desde los tiempos modernos se manifiesta un momento nostálgico de pérdida y desplazamiento que lo hacen elucubrar su propia fantasía, y esto puede aplicarse a la relación con la naturaleza también, si bien el progreso no pudo curar sino que exacerbó aún más ese profundo sentimiento nostálgico; una superposición de dos imágenes, como Boym añadiría, «el hogar o el origen y el afuera, el pasado y el presente, el sueño enfrentándose a la realidad de vida rutinaria».6 Gerhard Richter. Neuschwanstein Castle Para Boym, la nostalgia es (Schloß Neuschwanstein), 1963. Óleo sobre tela, 190 × 150 cm. © Gerhard Richter 2017 (0255) una emoción histórica, una añoranza por ese «espacio de experiencia» venido a menos que ya no encaja más en nuestro horizonte de esperanzas. Las manifestaciones nostálgicas son los efectos secundarios de la teleología del progreso, y tanto la nostalgia como el progreso dependen de la concepción moderna del tiempo como algo irreversible e irrepetible. De acuerdo a Boym, el héroe moderno de Benjamin tenía que ser al mismo tiempo un recolector de memorabilia y un soñador de la revolución futura, uno que no mora simplemente en un mundo obsoleto pero que imagina uno mejor en el que las cosas son liberadas del trabajo soporífero de su instrumentalidad.7
6 Svetlana Boym, The Future of Nostalgia. Nueva York, Basic Books, 2001, p. xvi.
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7 Véase Svetlana Boym, The Future of Nostalgia. Nueva York, Basic Books, 2001.
Nihilista o idealista, a lo largo de tantos años, las posiciones de Richter respecto de la pintura han sido cambiantes y contradictorias. Si anteriormente menciono su actitud revisionista frente a la historia, es ineludible en él una especie de filiación con la pintura clásica alemana, sea para abordarla, reinterpretarla, parodiarla o criticarla. Como Hal Foster señala, Richter se mueve desde distintas facetas con el objeto de probar el ideal de la «bella apariencia» perfilada en la tradición romántica del Norte, pero afectada por la mercantilización que la línea neovanguardista enfatiza.8 Uno de estos ejemplos es la pintura Schloß Neuschwanstein (1963) en la que parodia un castillo emblemático de la cultura germana, aquel que hiciera Luis II de Baviera en la segunda mitad del siglo xix, en el intento por perpetuar su propia fantasía romántica. Un castillo anacrónico, cuyo estilo ya no correspondía a tales fechas: una era medieval idealizada, encumbrada como fortaleza en lo alto de un acantilado rodeado de árboles. A la vez, un cliché fotografiado innumerables veces, reproducido hasta el cansancio, identificado como kitsch al grado de ser, de acuerdo a Dorfsman, el que inspirara el famoso castillo de Disney que aparece en las cortinillas de sus producciones.9 A propósito del cuadro, el mismo Richter cuenta: El castillo es de una monstruosidad horrible, pero también tiene su otra parte seductora extraída de los cuentos de hadas, del sueño de lo sublime, la felicidad, el éxtasis. Y he ahí la parte peligrosa, por eso es un caso muy especial de kitsch […] Si tales pinturas invitaban al escrutinio crítico de lo kitsch, primero reconocen su genuina y problemática apariencia, así como la sacudida de la poética fundamental y de las posibilidades filosóficas que tan pobremente encarnan.10
8 Hal Foster, «Semblance according to Gerhard Richter», en Benjamin H.D. Buchloch, et. al. (eds.), Gerhard Richter, October Files, núm. 8, Cambridge, Massachusetts, The mit Press, 2009, p. 115. 9 Entrevista conjunta realizada a Alex Dorfsman y Luis Felipe Ortega por María Paz Amaro, Ciudad de México, 31 de marzo de 2016. 10 Robert Storr, Gerhard Richter. Forty Years of Painting, catálogo de exposición, Nueva York, The Museum of Modern Art, 2002, pp. 37-38. Traducción propia.
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Richter intenta explicar la alusión que el venado (Hirsch) tiene dentro de la cultura alemana, de una particular cualidad simbólica. De joven, deseaba ser guardabosques. Al toparse con uno real en el bosque, ante su emoción, logró fotografiarlo. Años después lo pintó y la pintura resultó ser menos romántica que la fotografía juvenil. En el caso del castillo es evidente que Richter, al contrario de las fotos postales, no intenta exaltar su majestuosidad sino más bien, su cualidad kitsch dentro del imaginario local en un momento, y ahora global. Tanto Hirsch como Schloß Neuschwanstein, cuadros hechos el mismo año, presentan una factura pictórica más inclinada a la ilustración gráfica. El mismo venado aparece difuminado, recortado y reinsertado en un entorno ficticio, carente del color evocativo del bosque verde; las ramas conforman una retícula caótica que emana de la reducción de un paisaje visto a todo color. La cualidad reveladora del conjunto ideal —el venado atisbado en medio del bosque— inserta en fotografías, anuncios publicitarios, producciones hollywoodenses y postales, parece haberse reducido a su mínima expresión. Se trata, como es evidente, del proceso de reducción de cualquier vínculo con lo real y lo fotografiable, característico del artista germano pero también, una constante en algunos de los trabajos de los artistas mexicanos que son objeto de análisis de este libro, y que recuerda aquello que Richter manifestó: «Aun cuando pinto una copia directa, algo nuevo crepita en ella, quiera o no: algo de lo que yo no tengo comprensión ni control, que no puedo asir».11 En las publicaciones de Dorfsman como en los trabajos recientes, existe siempre una aproximación a lo real y/o lo natural como cualidad que define su estilo fotográfico. Esto trae a mi mente una de las tiras cómicas de Mafalda pues mi infancia
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11 Gerhard Richter, «Notes, 1964», en Hans-Ulrich Obrist (ed.), The Daily Practice of Painting: Writings 1962–1993, Cambridge, Massachusetts, The mit Press, 1995, citado en Robert Storr, op. cit., p.22. Traducción propia.
Gerhard Richter. Deer (Hirsch), 1963. Óleo sobre tela, 150 × 200 cm. © Gerhard Richter 2017 (0255)
setentera estuvo plagada de ellas y uno iba cobrando conciencia de los problemas que aquejaban al mundo conforme las releía en distintas edades y éstas cobraban nuevas dimensiones y significados. Recuerdo una en particular, el padre de Mafalda se emociona cuando escucha a lo lejos los elogios que Susanita comunica a su amiga acerca de lo bellas que le parecen las plantas que éste cuida con devoción. Su expresión de orgullo se descompone toda y cambia de una viñeta a otra al escuchar la comparación, pues las plantas son divinas para Susanita en tanto emulan a las de plástico. Como Teresa de Lauretis sugiere, la década de los sesenta trajo consigo un nuevo ideario utópico reflejado sobre todo en las artes visuales, la literatura y la cultura popular. El proceso de desideologización de la ciencia y la tecnología se inició en 1960 en medio de un clima de intenso conocimiento político,
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momento en que la sociedad comenzó a cuestionar el impacto de los complejos científicos, industriales y militares en la vida humana, prácticas que guiaron el interés del público hacia la ecología, los derechos humanos, las diferencias sexuales y raciales, las tecnologías alternativas, las estrategias de supervivencia física y psicológica y el desarrollo de los recursos tanto naturales como humanos. Con todo, los artistas emprenden una nueva cruzada que permita, una vez más, el uso de la tecnología en la subjetivación del mundo real con miras al desarrollo de nuevos horizontes posibles de creación.12 Los avances en el campo tecnológico se han acompañado también de una preocupación que es, a la vez, fascinación tardomoderna ante la naturaleza de ciertos materiales y sus apariencias, de sus representaciones en conjunto. El ojo fotográfico ha recompuesto los colores de la realidad pero también ha reventado el grano de esta última. Los objetos fotografiados igualmente han cambiado. Su biomimetización, por ejemplo, ha logrado fibras sintéticas impermeables gracias a la observación y el análisis de las telarañas. De acuerdo con Janine M. Benyus, la bioimitación también es el producto de una nueva forma de observar y valorar a la naturaleza, no de aquello que podemos extraer sino de lo que podemos aprender de la misma.13 Dicha aseveración puede parecer ingenua pues el hombre ha observado el mundo que le rodea desde la prehistoria; gracias a su eficiencia de observación, su campo ilusorio también se ha reformado. A menudo nos encontramos en la mitad de un camino que se debate entre dos direcciones: la emulación de la naturaleza, independientemente de los fines a perseguir, o el mejoramiento de ésta por vía artificial, es decir, la expansión por sendas opuestas. El título de uno de los libros de Dorfsman equipara esta extraña confrontación en términos fotográficos: It’s almost real, isn’t it? (2006) juega con las
12 Teresa de Lauretis, et. al. (eds.), The Technological Imagination: Theories and Fictions. Milwaukee, Coda Press Inc./The University of Wisconsin, 1980, p. 136.
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13 Véase Janine M. Benyus, Biomimicry. Nueva York, Harper Collins, 1998.
Fotografía perteneciente al libro It’s almost real, isn’t it? de Alex Dorfsman (2006). Cortesía del artista
posibles fronteras entre un mundo natural y los trastoques que la representación fotográfica ha hecho de éste. No se trata única y exclusivamente de objetos sino de experiencias reconocibles, de aquello que hablan los últimos dos cuadros de Richter referidos, entre tantos otros. Estos artistas nos prometen el estado de entresijo frente a los referentes propios de una época, pues si apostamos a vivirla en términos de la idealización de lo icónico, estaremos obligados a replantearnos al menos un par de cuestiones. En It’s almost real, isn’t it?, tanto el artista como aquel que observa su trabajo también apelan a otro tempo, ajeno a la velocidad con la que se vive la cotidianidad neurotizada característica de las grandes urbes. Tal y como se leía en el texto a muro del políptico ya referido, exhibido en la última edición de la Feria de Arte Contemporáneo Zona Maco, es un tempo que enmarca la obsesión tanto del que retrata como del que observa su resultado pues ambos se integran a un juego para el que se requiere de cierta destreza en lograr desentrañar los objetos
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con meticulosidad, oler sus texturas y develar los detalles. Un tempo al que no estamos del todo habituados, pues es así que palpamos los materiales de que están hechos aquellos elementos, a veces reconocibles en un instante; otras, nos rendimos ante el laberinto de posibles opciones, cuál de ellas más fascinante que la anterior. Tarde o temprano, lo natural deviene abstracto en los tres artistas. En el caso de Richter, sus paisajes más tempranos datan de principios de los años sesenta como una manera de «informar» a su serie de pinturas abstractas. En series posteriores y hacia finales de esta década, los paisajes presentarán de forma gradual un juego de sustracción del color. El conjunto de las series de pinturas grises que Richter hiciera a inicios de los setenta, abstractas o naturales, no eran monocromas sino acromáticas: se trataba de la representación del vacío de acuerdo a Weiermair. La negación vuelta en su opuesto dialéctico. Para el historiador del arte, esta serie en particular planteaba inseguridad, ausencia y transitoriedad. Richter deseaba que la pintura fuera «la creación de una analogía de lo indescifrable, lo incomprensible, que debería ser en esta manera, tomar forma y devenir accesible. Esa es la razón por la que las buenas pinturas también son ininteligibles, no consumibles, pues, esenciales […]».14 En los inicios del mileno, Richter dice: «Para mí no hay diferencia entre un paisaje y una pintura abstracta».15 El horizonte como referente compositivo dentro de la pintura de
14 Peter Weiermair, «The Painter as Sisyphus», en Gerhard Richter: Paintings, catálogo de exposición, Museo de Arte Moderno, Bolzano, 1996, s/p. Traducción propia. A tono con lo anterior, hay que recordar también lo suscrito por Gilles Deleuze al hablar de la potencialidad del color gris: «Hay un gris que es el gris del fracaso. Y luego hay otro, un gris distinto. Hay un gris que es el del color que asciende. ¿Habría dos grises? ¿O incluso habría muchos grises? En todo caso, no se trata del mismo gris. El gris de los colores que se mezclan es el gris del fracaso. Y luego hay un gris que sería quizás como el gris de la hoguera, que sería quizás un gris esencialmente luminoso, un gris de donde los colores brotan». Gilles Deleuze, Pintura. El concepto de diagrama, Buenos Aires, Cactus, 2007, pp. 35-36.
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15 Dietmar Elger (ed.), Gerhard Richter: Landscapes. Ostfildern, Hatje Cantz Verlag, 2011, p. 5. Traducción propia.
paisaje adquiere un cariz distinto en este pintor. Uno admira el mar calmo y el equilibrio de fuerzas geométricas, estables, en las marinas de Hiroshi Sugimoto. En cambio, las de Richter son fascinantes y al mismo tiempo perturbadoras. Algo hay en ellas que evidencia la combinación de dos secciones procedentes de originales diferentes: pese a que todo encaja en términos formales, hay algo que intuimos pues cielo y mar no corresponden. Dietmar Elger asegura que, por medio de sus paisajes, Richter reubica una categoría estética que había sido excluida del canon de la crítica contemporánea por décadas: Su pintura no representa ni el territorio virgen ni los paisajes idealizados del mundo […] Estas pinturas son mencionadas con reserva, lo cual reside en cierta impotencia o mutismo que sobreviene a los espectadores frente a los escenarios románticos que parecen llenar las amplias expectativas del público por imágenes reconocibles en el arte y satisfacer su nostalgia por un encuentro atmosférico con la naturaleza.16
Richter ha sido vinculado más de una vez con el romanticismo alemán. El mismo Elger asegura que el problema reside en que estas pinturas siempre se han discutido a la luz de las tradiciones y los límites de lo retórico en lo sublime. Sin embargo, y a diferencia de aquellas con las que se le compara, gran parte de los paisajes de Richter oscilan entre la abstracción y el ilusionismo. Hacia fines de los sesenta, Richter pinta ficciones como paisajes, yendo de lo abstracto a lo natural y viceversa: los dos polos de un mismo punto de partida. El propio Richter considera sus pinturas de paisaje, obtenidas del mismo proceso ya descrito —esto es, la copia de una imagen fotográfica que rehabilita un sistema diferente de reinterpretación, pues dicho proceso mantiene en sí el rompimiento de una cierta naturaleza fáctica para dar lugar a un nuevo orden de
16 Dietmar Elger (ed.), op. cit., p. 20. Traducción propia.
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realidad-ilusión paralelo al mismo—, como modelo estructural y formal para sus composiciones abstractas. De hecho, siempre ha apelado a exhibirlas juntas, como parte indisociable de un mismo escenario, manteniendo así el proceso de la obra abierto tanto como se pueda y, de esa forma, cuestionarse cada etapa intermedia del proceso creativo sólo para destruirla en la siguiente etapa y volver a abrir el proceso una y otra vez, cuantas veces sea necesario. En una entrevista que se le hiciera en 1990, Richter responde: «Me gusta terminar con una pintura que no había planeado. Tiene que emerger como si fuera inevitable. Al no planear el resultado, espero conseguir la misma coherencia y objetividad que una porción de la naturaleza (o el readymade) tienen de forma aleatoria».17 Juntos, pintura abstracta y paisaje, muestran una vista del mundo sin cuya visión conjunta permanecería fragmentario. Un modelo de realidad que deviene por sí mismo en otro mayormente complejo, confuso e incontrolable, como lo refiere él mismo: «Si las pinturas abstractas muestran mi realidad, los paisajes y naturalezas muertas muestran mi anhelo […] Aun cuando estas pinturas están motivadas por el sueño del orden clásico y de un mundo prístino —por nostalgia, en otras palabras—, el anacronismo en ellas toma una cualidad de subversión contemporánea».18 Como Elger concluye, las pinturas de Richter funcionan precisamente porque transfieren el momento fijo de la fotografía en la eternidad de la pintura; trascienden la
17 Dietmar Elger (ed.), op. cit., p. 25. Traducción propia.
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18 Gerhard Richter, «Notes, 1981», en Gerhard Richter: Writings 1961–2007. Nueva York, Distributed Art Publishers, 2009, p. 120. Traducción propia. En 1982 Richter también explica: «Acostumbrados a las imágenes en que reconocemos algo real, con cierta razón rechazamos considerar el simple color (no obstante, múltiple) como la cosa visualizada. En cambio, aceptamos que vemos lo no-visualizable, lo que nunca ha sido visto antes y, por tanto, no es visible. Este no es el mismo juego abstruso mas sí un asunto de necesidad pura: lo desconocido alarma simultáneamente y nos llena de esperanza, por ello aceptamos las imágenes como una posible forma de hacer de lo inexplicable, algo comprensible o más accesible». Documenta 7, catálogo de exposición, Kassel, D+V Paul Dierichs, 1982, p. 121. Traducción propia.
pintura para ser una experiencia de la naturaleza que ocurre en el no-lugar.19 Se trata del repetitivo pero infructífero intento por acercarse a la realidad, pues cada pintura es simplemente otro intento por dosificarla sin siquiera ser capaz de hacerle completa justicia. En Richter, los «productos» dispuestos para un nuevo uso son la clase de imágenes que han evolucionado en el curso de la historia del arte, en este caso, el paisaje y la naturaleza muerta. Precisamente debido a que los paisajes pintados expresan poca información y presentan así, escasas opciones de interpretación, es que sirven como modelos abiertos de nuestra realidad a interpretar. Richter habla de verbalizar un misterio que, en el orden creado por las fotografías de Dorfsman, es compatible equiparar, en tanto un sistema de fuerzas chocan, se confrontan y/o se armonizan. Desde septiembre de 2015, Dorfsman ha recopilado una serie de fotografías que tomó con su teléfono celular. El collage a manera de atlas, cuya imagen se presenta a continuación, tiene la particularidad de que todas las fotos han sido unidas e impresas al tamaño del móvil con la finalidad de apreciar las posibles diferencias entre verlas impresas en papel color mate o a través de la brillante pantalla del dispositivo. Para Dorfsman, éste representa un proyecto en ciernes junto con otra serie de fotos que toma a través de un lente microscópico de juguete, advirtiendo así las distintas posibilidades que el teléfono celular ofrece. Su organización ha sido aleatoria hasta ahora, pues en ésta privilegia un espíritu experimental que devendrá posiblemente en otras posibilidades. Dorfsman también juega con el exceso de imágenes que acumulamos en estos aparatos, en los que «comunicarse» acaba por ser en sí, el fin último mas no el primero. Observar una retícula de pequeñas imágenes que juntas conforman una unidad de amplio formato, posibilita también una experiencia más inmediata que permite el plano de la observación a detalle. Muchas de las imágenes captadas recuerdan no sólo los
19 Dietmar Elger (ed.), op. cit., p. 27.
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Alex Dorfsman. Images on screen appear closer than they are, Estados Unidos, México, 2015–2016. Cortesía del artista
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paisajes de Richter sino, en gran parte, las fotos que el pintor alemán intervino pictóricamente. Un mundo monocromo, afectado por un horizonte invertido, desnaturalizado, se presenta también en varias de las obras de Ortega. En el caso concreto de la pieza de video Solar (2009), Ortega da lugar a cierto efectismo deliberadamente pausado, en el que la consistencia del grano de la imagen se diluye poco a poco en las transiciones de aquello reconocible en el recorrido gradual entre un paisaje natural y uno artificial al interior de una maquiladora textil. Como Richter, Ortega muestra una relación paisaje-geometría indisoluble. La sobreposición de los planos permite que surja una especie de suprapaisaje natural-industrial. El video también se abre al uso de otros recursos que, en el caso de Ortega, han configurado una experiencia íntegra a partir de la sincronía entre los distintos cambios de texturas, sonoras y visuales, en confluencia con un tratamiento peculiar
de la temporalidad. Xiriah (2010) es otra de las piezas de video de Ortega, en las que se extienden una serie de posibilidades del medio. Posproducida a partir de una larga toma casi fija, que el artista hizo en un faro viejo de Guerrero Negro, ha sido sin duda una de las piezas experimentales que más lo han obsesionado por todo lo que ofrece de profundidad, de temperatura, de elementos mínimos: el faro mismo, la pequeña cabaña atrás, una estructura en forma de arco cuyo origen y razón de ser no se explica a simple vista. No obstante, esa clase de preguntas sólo se pueden dar a partir de la observación que requiere planos muy largos. Es para Ortega como una composición pictórica en donde uno pone todos los elementos. Al momento de duplicar la velocidad en el trabajo de posproducción, la imagen casi fija adquiere cierta vibración, una especie de nerviosismo febril. Para Ortega, ello procede de ciertos procesos pictóricos como el romanticismo mismo, los cuales demandaron la atención del espectador para dar paso a la apertura de otras problemáticas en el orden de la representación. Una de ellas, evidentemente tiene que ver con el problema de la visibilidad. El video plantea un recorrido que la pintura no permite. Salvo en el caso de la narrativa intrínseca del políptico, cierto manejo de la temporalidad logra que el continuum de la imagen no se rompa. La escala espacial de estas proyecciones son importantes en la medida en que el espectador entra poco a poco en esa misma suerte de plataforma, comienza así a experimentar el «estar», situación que pocas pinturas o fotografías lo permiten. En el inter, entre un cuadro y otro, se experimenta también cierta condición de la subjetividad. En un mundo cada vez más reticente a favorecer esta clase de experiencias de inmersión, Ortega crea para generar esta plataforma, un enunciado con ciertas características específicas pero siempre abierto. Un plano-secuencia que fue originalmente de cinco minutos de duración, donde el artista tenía su cámara centrada en su propio cuerpo, a la altura del pecho y mirando a través del monitor. Todo el funcionamiento de la cámara se controlaba de manera análoga en el intento por obtener una transición de movimiento tan suave como fuera
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posible, pero que cobró otra dimensión tan sólo a partir de inyectarle una doble temporalidad. El fuera de foco permite divisar un paisaje casi abstracto, y a partir de ahí, todo consistirá en volver a recobrar un foco preciso. La paciencia del espectador irá en función de esa espera: volver a reconocer el paisaje por medio de un zoom a un plano descriptivo de las cosas. El ruido visual y también corporal, por llamarlo de alguna manera al no tener la cámara fija en un trípode, produce un resultado distinto a la hora de posproducirlo. Tiene que ver con la posibilidad de sostener una idea y un enunciado. Si Ortega como artista es capaz de apuntalar aquello en términos de producción de la pieza, el espectador la puede sostener en términos de la lectura a lograr. Es a través de estos ejercicios de observación que uno puede permitir mirarse a sí mismo de otra manera. Ortega insiste tanto en las formas en que la ejecución de la pieza se da para hacernos conscientes de la importancia que tiene un cuerpo que no es ajeno y, por tanto, se suma al uso de una cámara que responde desde cierto tipo de lugares a todo este trabajo intelectual. «Por eso es maravilloso ver pintar a Richter, porque es un viejo de más de ochenta años que pinta con todo el cuerpo. Pinta con todo, con los pulmones, con el abdomen. Por más mental que podamos opinar que sea su trabajo, es ahí cuando se delata un artista que responde sin reservas en términos de corporalidad. En ese sentido, la obra de arte siempre pasa por un cuerpo: Richard Serra, Donald Judd, Gary Hill, Bruce Nauman, Bill Viola, por sólo mencionar algunos. Incluso aquellas piezas que deben considerarse más conceptuales apelan siempre a un cuerpo, tienen que ver con una posición respecto a la corporalidad».20 En Ortega es manifiesta la insistencia en abordar determinados problemas tanto en piezas bidimensionales como en su serie de dibujos y pinturas, en las que trazar y hablar del
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20 Serie de entrevistas y conversaciones sostenidas entre Luis Felipe Ortega y María Paz Amaro, febrero–mayo de 2016.
Alex Dorfsman. Deception Island, Estados Unidos, México, 2016–2017. Cortesía del artista
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horizonte, como ya he dicho, son el indicativo de un nuevo inicio al tiempo que un nuevo cierre. En una de las primeras discusiones que sostuve con el artista, mis preguntas giraban alrededor de la crisis de la representación, en cuyo caso se advierte una preocupación de orden más bien espacial, a veces más arquitectónica o escultórica. Al igual que en otras, como The ShadowLine (2004) surge, a la vez, el intento por evidenciar un paisaje cuyo horizonte opera como línea-división del plano.21 Ortega respondió que cuando comenzó a trabajar con ese eje, apareció un lugar donde él mismo podía sostener una serie de cosas a la vez: el asunto de la contemplación y de su íntima relación con un ejercicio de meditación en aras de abrir un espacio de orden no solamente físico sino también mental. Para Ortega, la representación en general se ha anclado siempre en una disyuntiva histórica que tiene que ver con los problemas de la representación en el medio pictórico. Sumarse a esas problemáticas es como partir históricamente de revisar una serie de aspectos que ya han sido dados, en los que cada artista se suma a ese tipo de reflexiones. No sólo pondera el problema del paisaje sino de la representación misma y de cómo se puede mover lo que se representa hacia distintos mecanismos, sea para problematizarlos o incluso para deslindarse de la convención de la representación. Esta gama de obras en su corpus surge de la necesidad de preguntarse cuál es su vínculo con el paisaje, su posición respecto a éste y la forma de poder poner dicha situación en constante tensión. Ortega se refiere tanto en un sentido físico del «estar» pero también de cómo lo había leído y cómo lo había estudiado. Si con el romanticismo decimonónico se aborda una mística del paisaje, para Ortega esta designación espacial le brinda la posibilidad de poder acceder a otros espacios y a otro tipo de consideraciones, en los términos de una subjetividad
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21 Véase The Shadow-Line, en http://www.luisfelipeortega.com/index.php/projects/videos2/174-the-shadow-liney Solar, en http://www.luisfelipeortega.com/index.php/projects/ videos-2/168-solar [Última recuperación: 18 de mayo de 2015].
Solar. Vista de la exhibición Así es, ahora es ahora. Laboratorio de Arte Alameda, Ciudad de México, 2010 Luis Felipe Ortega. Solar (fotograma), 2009. Ratio de aspecto: 16:9, sonido estéreo, color, ntsc, 00:25:18:00 Cortesía del artista
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que se estaría construyendo ahí, en ese espacio mismo denominado románticamente como tal, como un «paisaje». Otra de las piezas de Ortega que confrontan la naturaleza con su orden de representación es Don Jesús (2007). Tal y como Gary Hill recurre a esa incomodidad perturbadora en Blind Spot (2003),22 Ortega apeló a re-trabajar una pieza filmada en Santa Rosalía, Baja California, durante una jornada de pesca de calamar. La intervención que hiciera de una primera versión narrativa casi al estilo de Hemingway, en El viejo y el mar, se trastornó al recordar que éste solía ser un lugar de minas de explotación de cobre y otros metales cuyo rastro dejó la playa entintada de negro por la rebaba que se extraía pero que ya no podía usarse más. En las imágenes se alcanza a advertir el tamaño gigantesco de los calamares que se van comiendo unos a otros en el momento de la pesca, pero esto dura escasos segundos apenas descriptibles, pues Ortega realizó una edición de cinco a seis minutos por medio de un filtro que comienza a surgir sutilmente desde el primer cuadro hasta volverse una cortinilla que va cerrando
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22 Gary Hill, Blindspot, 2003, en https://vimeo.com/137177506 [Última recuperación: 18 de mayo de 2015].
Luis Felipe Ortega. Don Jesús (fotogramas), 2007. Ratio de aspecto 16:9, sonido 2.0, color, ntsc,00:04:50:15. Cortesía del artista
la imagen de forma paulatina. La única ocasión que ésta ha sido exhibida hasta ahora, en Culiacán, Sinaloa, Ortega observó que la gente recortaba inconscientemente su campo de visión al moverse frente al monitor de acuerdo al corte de la imagen, como si el movimiento corporal del mismo espectador permitiera atisbar un poco más de aquello que se escondía. El trabajo del audio anuló las voces secundarias y, en su lugar, potenció tanto el ruido del motor como el golpe sordo de los calamares cuando entran a la cubierta de la embarcación. Es así que todo empieza a cobrar una dimensión tan particular que le quita el lugar primario a la imagen visual. Especifico esto en tanto se refuerza un nuevo orden de imago como el conglomerado de elementos que favorecen una experiencia más sensorial y espacial, no sólo contemplativa. Tal y como repara Ortega, ante la desaparición cronometrada de la imagen, la tarea a resolver es cómo llenar mentalmente tal vacío. En el repetitivo pero infructífero intento por acercarse a la realidad, Luis Felipe Ortega y Alex Dorfsman se acercan también al modelo de Richter, quien no cree en la imagen absoluta pues sólo pueden haber aproximaciones, experimentos y recomienzos que se suceden una y otra vez hasta dar con el camino. Es como lo que Oskar Bätschmann dice de los paisajes de Richter,
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pero que es común a los otros dos artistas: al oponerse a las tendencias dominantes del día, una grieta se abre para dar origen a una forma de creatividad dispuesta a pagar el precio de la reflexión.23 *** Cuenta Harun Farocki que existe un nuevo misil que lleva por nombre Atlas, el cual tiene la capacidad de corregir su recorrido. Una bala, por el contrario, se dispara una sola vez y no puede ser redirigida posteriormente, de modo análogo a lo que ocurre con la producción mecánica, que sólo puede ejecutar una y otra vez el mismo acto. Las formas de producción y organización se corresponden con sus armas y sus sistemas armamentísticos. En 2004, Buchloh entrevista a Richter para indagar sobre el motivo que lo llevó a tomar como modelos de sus recientes pinturas, una serie de fotografías microscópicas. Richter bautiza a la serie Estructuras y dice de ellas que están pintadas tan mecánicamente como le fue posible. Buchloh afirma que expresan una experiencia amparada por la seriación hermética y el control, algo entre las celdas computacionales y las estructuras de masa. Articulan para el teórico, un profundo escepticismo, por no decir una total desesperanza. Devienen entonces, inmediatamente, en una metáfora política y en una metáfora para la organización social actual. Buchloh insiste: «¿Cuál es el objetivo común?» Richter le responde: «Queremos hacer del mundo un lugar bello».
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23 Oskar Bätschmann, «Landscapes on the Remove», en Dietmar Elger (ed.), Gerhard Richter, Landscapes. Ostfildern, Hatje Cantz Verlag, 2011, pp. 60-61. Traducción propia.
Luis Felipe Ortega. Larga noche en el presente. 43 ensayos en torno a los estudiantes de la Escuela Normal Rural «Raúl Isidro Burgos» de Ayotzinapa, desaparecidos el 26 de septiembre de 2014 (detalle), 2016. Grafito y pastel sobre papel. Políptico de 43 piezas, 40 × 70 cm cada una. Cortesía del artista
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La representación del vacío
El Atlas que Marcel Broodthaers creó en 1975 mide apenas escasos centímetros. Su contenido gráfico en miniatura se exhibió bajo un capelo prístino a mediados de 2016 en la gran retrospectiva que el MoMA de Nueva York le dedicara al artista belga. Una vez más, la historia del arte se contradice. Marcel Duchamp se retira del círculo de producción del arte al verificar que la anarquía dadaísta, lejos de borrar el estatuto del arte, lo reforzó y lo liberó. Como consecuencia de ello, podemos caminar satisfechos por los pasillos de las ferias de arte e identificar cuanta reminiscencia nos recuerde al readymade duchampiano. Algo similar sucedió con la obra de Broodthaers que se suponía pensada para habitar cualquier institución, incluso ficticia, ajena al museo. Sin embargo, el último fin de semana de exhibición conglomeró a un público de fervientes admiradores de su sentido del humor, de su carácter transgresor y de su eficiencia paródica. Broodthaers no se encuentra más entre nosotros para preguntarle qué opina de la mudanza de su colección al aclamado museo neoyorquino, una de las mecas urbanas vigentes del arte moderno y contemporáneo. Probablemente la pregunta carezca de relevancia y, en su lugar, valdría la pena elucubrar la serie de conexiones en torno a la noción del atlas artístico a la que Broodthaers apeló con ese gesto minúsculo, como con muchos otros, mejillones y cascarones de huevo incluidos en la búsqueda de la caracterización de la identidad belga, más allá de René Magritte (por cierto, más famoso que James Ensor y que Broodthaers mismo). Si la noción del atlas en el campo del arte aspira a conjuntar un proyecto colosal, ¿qué era lo que Broodthaers nos quería transmitir al producir uno más pequeño que cualquier dedo pulgar promedio?
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Algo me hace pensar en el agotamiento de la representación. En esa necesidad de vacío que, a veces, los verdaderos artistas requieren para comenzar desde un ideal grado cero. Hay algo de esperanzador en lo que Kazimir Malévich profetizaba en su manifiesto suprematista: había que esperar a que, angustiosamente, el desierto mental y, con él, la ausencia de imágenes reconocibles, abriera el surco para volver a experimentar con las formas que a él se le antojaban eternas. En uno de los últimos videos en proceso, en el que Luis Felipe Ortega actualmente trabaja, de nombre Altamura y próximo a exhibirse en Italia, se aprecian dos horizontes recargados uno encima del otro: la línea de la playa desértica, recortada al fondo por el azul del mar que cambia de contraste para dividirse con el azul propio del cielo. En los siguientes casi veinte minutos de la pieza, Ortega dará un giro lento de trescientos sesenta grados con su cámara. Las referencias a uno de los artistas del Land Art más interesantes son ineludibles, sobre todo porque Walter de Maria fue uno de los pocos que llevó consigo una cámara de video para registrar el alejamiento de su propia figura del lente, cada vez que éste dio tres vueltas panorámicas sobre sí mismo en Two Lines, Three Circles on the Desert (1969). Sin embargo, aquí la sensación del paisaje desolado se enfatiza por medio de otros recursos: el montaje sonoro combina una pieza sonora excelsa, compuesta por Mauricio Orduña, con las voces de Truman Capote, Burroughs, Céline, Pasolini, Beckett y Jean Genet hablando en francés, inglés e italiano.1 El efecto es doblemente cautivante: divisar un paraje solitario, prácticamente virgen, en el que la única huella humana es la voz de la creación artística sobrepuesta en este paisaje de fondo, apelando a los placeres carnales, la lujuria, el embrutecimiento y la perdición. Hacia el séptimo minuto, equiparable al día de la creación, la imagen desaparece y deja en su lugar puro negro y más voces.
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1 Los fragmentos de voz pertenecen, en su mayoría, a registros de entrevistas con dichos autores, además de la única voz femenina, Claire Aveline, interpretando Not I, de Samuel Beckett. Burroughs recita Acción de gracias para una pieza que hizo con el director de cine Gus Van Sant, en la que ironiza los ataques bélicos de Estados Unidos a otros países.
Esta corta transición vuelve gradualmente a la nitidez del paisaje. A veces la cámara se detiene apenas unos segundos para seguir con su recorrido. En el minuto diez, como en los paisajes misteriosos de Richter, distinguimos una pequeña embarcación: el único rastro visual que remite al ser humano. Hay un momento de nerviosismo registrado en la cámara, probablemente del que toma conciencia de esta sorpresiva presencia, sospechando quizá la posible aparición repentina de algún hombre. El ritmo del movimiento, aunque armónico en casi su completitud, a ratos parece desbocarse levemente para regresar de nuevo al paneo lento, pausado y riguroso. Un ave marina nos sorprende en pleno vuelo hacia el minuto doce. Tras ella, la imagen pierde su foco, dando paso a la sobreposición que tiene como resultado un desfase entre ambas capas, como si de pronto toda la maleza marina que brota de la arena encontrara su doblez, una suerte de sombra dibujada. El conjunto se vuelve monocromo y pareciera que con ello, se torna aún más lento. Es sólo hasta ese momento que nos percatamos de que el color de la imagen ha ido difuminándose progresivamente. Transcurre así más de un minuto en el que el paisaje marino recobra sus colores originales en un traslape apenas silueteado. Una mariposa roja que aletea levemente hacia el terreno bajo del video, se hace acompañar de otra voz. En los últimos minutos, la secuencia se repite. Tal parece que es el mismo cuerpo de Ortega el que, como en Solar, controla un movimiento la mayor de las veces uniforme pero tenuemente imperfecto, pues no es el predeterminado por una programación previa. La toma panorámica se cierra un poco después del punto terrestre donde comenzó, lo que promueve un efecto de eterna continuidad ahora marcado por el silencio. Resultó de asombro para Ortega encontrar tantas correspondencias entre la acción que ocupó los salones de La Esmeralda, allende 2007, y la presencia de estas voces, los cuales son, como sabemos, referentes constantes e imprescindibles en el corpus general del artista. La primera vez que vi este video en el estudio de Ortega me pareció haber presenciado la distopía y la creación al unísono: la ambivalente condición humana del hombre, de la naturaleza misma, encontradas en las citas de Richter dispuestas a lo largo
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de este ensayo, que hablan de un mundo tan bello como inestable, siempre cambiante. El punctum traumático descrito por Barthes en La cámara lúcida es aquel que emerge en un detalle particular de la fotografía; algo que nos provoca desasosiego y rememora el unheimlich freudiano. Mediante el fuera de foco richteriano hay algo a demostrar pero también a ocultar. Acerca de la serie dedicada a Baader-Meinhof, Richter declaró en 1989 que sus imágenes fotográficas provocaban horror, mientras que la pintura con el mismo motivo provocaba algo más parecido a la pena que sobrevenía con el duelo: «Muerte y sufrimiento son siempre el tema». Acto seguido, me viene a la cabeza una de las imágenes cinematográficas más lovecraftianas que he visto. Me refiero a la escena presente en el film Under the Skin (2013), del director Jonathan Glazer, en que el cuerpo de un hombre se disuelve en la nada, en la ausencia de todo color y de todo paisaje. Volvemos al inicio de este planteamiento: la imagen como la evocación de la muerte. Sin embargo, ¿qué sucede cuando no se es permitido recordar? En el texto que Didi-Huberman hiciera para describir la obra del cineasta Harun Farocki,2 el primero recuerda al mártir checo Jan Palach cuyas imágenes de inmolación en la plaza de Wenceslao en Praga y, más adelante, en el hospital donde murió, circularon por el mundo a fines de la década de los sesenta. Didi-Huberman rememora la entrevista radial que Palach logró dar con la voz rasgada desde el hospital, en la que afirma que es preferible inmolarse que vivir desposeído del mundo, «recortado de las indispensables imágenes del mundo». En relación con la producción de Farocki y su crítica de la violencia a través de las imágenes del mundo, Didi-Huberman se hace la siguiente pregunta, ¿por qué, de qué manera y cómo es que la producción de imágenes participa de la destrucción de los seres humanos? 3 Fontcuberta, por su parte, recuerda la frase con la que
2 Véase Harun Farocki, Desconfiar de las imágenes. Buenos Aires, Caja Negra Editora, 2013.
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3 Harun Farocki, op.cit., pp. 20-28.
Norberto Bobbio concluye su ensayo De Senectute (1966): «Eres lo que recuerdas».4 Insisto, ¿qué sucede cuando eres aquello que no te dejan recordar? Con el objeto de conmemorar el segundo aniversario de los cuarenta y tres estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, Ortega realizó cuarenta y tres dibujos a lápiz, en un formato de 40 × 70 cm. El trazo del lápiz, de hecho, cubre uno de color pastel con el que se hace un recuadro que luego es vuelto a recubrir con grafito. El acabado final es el de una urna dentro de la urna. Expresan lo sórdido de este silencio, el vacío del hijo perdido en los relatos que los padres siguen haciendo como único resquicio de conservación de la memoria. Interesante fue denotar el esfuerzo que un gran número de artistas gráficos hicieron al evocar los rostros de los cuarenta y tres normalistas y poblar con ellos marchas, actos de protesta, estandartes, redes sociales. El ensayo que Rafael LozanoHemmer hace del mismo caso es la recurrencia a la composición de aquello que Fontcuberta ha llamado postfotografía en artistas como Nancy Burson o Keith Cottingham, quienes montan retratos a partir de algoritmos o ilustraciones que no provienen del retrato auténtico de un ser humano. En Level of Confidence (2015), los datos que una cámara toma de nuestros rostros reflejados en un monitor, son cotejados con las señas físicas de los estudiantes para, en cada caso, comprobar que no se ha encontrado a ninguno de ellos.5 Los dibujos que Ortega hace en grafito para cubrir el recuadro de color contrastan con las imágenes difundidas por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (giei): fotografías que demuestran la evidencia forense, judiciales vistos de espalda a la cámara, imágenes borrosas que no revelan identidades, que no resultan ser pruebas irrefutables, tan sólo hipótesis. La pregunta es sólo una: ante un mundo de imágenes despojadas de sentido,
4 Joan Fontcuberta, El beso de Judas. Fotografía y verdad. Barcelona, Gustavo Gili, 2016, p. 42. 5 Una muestra del proyecto de Lozano-Hemmer puede verse en http://www.lozano-hemmer. com/level_of_confidence.php [Última recuperación: 20 de mayo de 2016].
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¿cómo insistir en la necesidad de ellas para sanar? Ésta es una de las tantas preguntas que tanto Richter como Dorfsman y Ortega dejan abiertas. No es gratuito percatarse de que a la serie de BaaderMeinhof, le siguiera el remanso de las pinturas familiares de Richter, no como manifestación evasiva sino como único reducto más que de fe, de insistencia por aspirar a construir, como Richter menciona de muchas formas, un mundo más justo. Buchloh opina que los dos artistas más importantes de la segunda mitad del siglo xx son Broodthaers y Richter. Ortega acierta en señalar que esto se debe no sólo a su preocupación por lo formal sino por cómo se insertan en una discursividad histórica a partir, paradójicamente, de los problemas de representación que ambos exponen. Es, por tanto, una postura que también apela a tener una dimensión política. Si a este conjunto de obra aquí expuesta se le mira al lado de las instalaciones de Thomas Hirschhorn, el ruido de éstas difícilmente las apaga. Son, en mi opinión, mucho más potentes y resueltas pese a lo prescrito por la actual cultura administrada. Tal y como Dorfsman encarna ese artista, renovado y encontrado en la Neue Sachlichkeit, pero en una dimensión contemporánea; aquel que, en paralelo con la imagen descarnada, aumentada, plana, estereotípica, propone una nueva óptica, a mi modo de ver, todavía posible. Abro los escritos de Richter al azar, como si este grueso volumen fuera una suerte de nuevo oráculo. Encuentro una línea en la que Richter habla de Broodthaers. Leo el párrafo de arriba para demandar su posible lógica. Es Buchloh quien reprende a Richter, pues para él, su generalidad acaba por volverse vaguedad. Richter habla de redención, de la esperanza de poder afectar algo a través de la pintura. Comienzan a entenderse: Buchloh acierta a decir que en su corpus de obra pictórica se mantiene esa dicotomía. Richter es quien lo reprende ahora y habla de la contradicción como un proceso inherente a su proceso artístico. En la nostalgia por cualidades perdidas, por la promesa de un mundo mejor, Richter y Broodthaers se perdieron a sí mismos y se volvieron a encontrar. Probablemente la conquista del espacio a la que debe su nombre el pequeño atlas de Broodthaers tenga un doble o múltiples significados. Se aleja de
la colonialidad europea, de los nacionalismos y las geografĂas, para ser una herramienta de uso que obligue a girar nuestra mirada al suelo que pisamos con tal de reiniciar el ritual y, de esa manera, volvernos a maravillar de aquello que descubrimos con nuestros propios ojos, a escasos milĂmetros de nuestros pies.
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Este libro se terminรณ de imprimir en noviembre de 2017 en los talleres de Dat@color Impresores, S.A. de C.V. Tiraje: 1000 ejemplares