Rodrigo Moya. El telescopio interior

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CONSEJO NACIONAL PARA LA CULTURA Y LAS ARTES

Rafael Tovar y de Teresa PRESIDENTE

CENTRO DE LA IMAGEN

Itala Schmelz DIRECCIÓN

Abel Muñoz C O O R D I N A C I Ó N DE P U B L I C AC I O N ES

Patricia Gola y Alejandra Pérez Zamudio C O M P I L A C I Ó N Y EDI C I Ó N

Krystal Mejía Méndez DISEÑO

Pablo Zepeda Martínez C U I D A D O D E P R O DU C C I Ó N

D.R. ©2014, Conaculta / Centro de la Imagen D.R. ©2014, Rodrigo Moya por sus fotos y sus textos ISBN 978-607-516-563-9

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, sin la debida autorización de los titulares de los derechos. CENTRO DE LA IMAGEN

Plaza de la Ciudadela 2, Centro Histórico, 06040, México, D.F. http://centrodelaimagen.conaculta.gob.mx Impreso y hecho en México Todas las fotografías son autoría de Rodrigo Moya, salvo cuando se indique lo contrario. En algunos casos nos hemos tomado la libertad de modificar los títulos originales de los textos para los fines que convienen a la presente edición. Este libro es un reconocimiento al destacado trabajo de Rodrigo Moya, en el marco de los festejos que el Festival Internacional Cervantino realiza con motivo de sus 80 años. Portada: Antonio Rodríguez. Rodrigo Moya en la redacción de la revista Punto, ciudad de México, 1958.


RODRIGO MOYA

EL TELESCOPIO INTERIOR



RODRIGO MOYA

EL TELESCOPIO INTERIOR compilaci贸n y edici贸n: patricia gola y alejandra p茅rez zamudio



ÍNDICE 11

Presentación MOYA POR MOYA

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Una clasificación al estilo Linneo CERO EN CONDUCTA

23 26 27 29

Un deslumbramiento Dos cámaras en la mente El golpe de la avispa La cámara sola MI ARCHIVO ES UN LABERINTO

37 41

La resurrección de las imágenes La vida propia de un universo íntimo VASOS COMUNICANTES

49 55

Manuel Álvarez Bravo: savia y raíz Nacho López: una amistad en 35mm 1958

75

El callejón sin salida de los sesenta


UN DOCUMENTALISMO POLITIZADO SIN REMEDIO 93 101

El Che: los quince minutos más largos Venezuela: buscando al Che CON LOS OJOS BIEN ABIERTOS

109 111

El reportaje El ixtle es hambre LA CIUDAD MENOS VISTOSA

121 127 133

La ciudad que viví La ciudad que Novo no vio Esta ciudad de México... UNA TRIPLE IRREALIDAD

143 147

El delicado cimbreo de una bonita actriz «Macario». La historia de un plagio, seguida de Rubén Gámez. La película que no fue UNA AVENTURA DE GRAN CALADO

155

Un buzo en aguas profundas UNOS PEQUEÑOS SÍMBOLOS LLAMADOS LETRAS

163 169

Literatura y fotografía (?) La parker 51 CODA

177

La historia de un ojo morado


MOYA POR LOS OTROS 185

187

190

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214

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Rodrigo Moya Emmanuel Carballo Retrato desenfocado de Rodrigo Moya Guillermo Angulo Moya en el oleaje de las fotografías Alfonso Morales La circunstancia de las imágenes Juan Manuel Aurrecoechea La nube estéril La segunda Guatemala: La guerrilla al desnudo La fotografía como constatación Adolfo Sánchez Rebolledo Un retiro prematuro Alberto del Castillo Troncoso REFERENCIAS



PRESENTACIÓN

Cuando hace algunos meses visitamos a Rodrigo Moya en su casa de Cuernavaca, estábamos algo intranquilas del curso que podían tomar las cosas. Ya en un correo electrónico le habíamos anunciado nuestro deseo de hacer un libro sobre su trabajo. Rodrigo nos había contestado en el mejor estilo que él sabe, que nada más alejado de él que los homenajes. Rectificamos. No nos costó mucho trabajo. A nosotras tampoco nos gustan los homenajes. Preferimos la realidad tangible de las imágenes y las palabras. Llegar a su casa, fue entrar en contacto con una parte importante de su historia. Nos hicieron pasar y esperamos algunos minutos a que Rodrigo se nos uniera. Mientras tanto tuvimos tiempo de apreciar sus gabinetes llenos de caracoles y conchas reunidos en el curso de una vida. Nos detuvimos en algunas piezas verdaderamente sorprendentes y nos dejamos llevar por estas formas insólitas de la naturaleza. Cajones y cajones, estantes y anaqueles con especímenes ordenados, que Rodrigo había ido juntando en sus viajes sucesivos, en la época –que había durado la friolera de veintidós años– en que había hecho una revista sobre el mar y la pesca. La conversación fluyó entusiasta y amena, y al poco tiempo de contarle lo que pensábamos hacer, Rodrigo cedió y se dejó encantar por el libro que imaginábamos. Llevábamos una idea bastante acabada de lo que queríamos hacer, que es, básicamente, el libro que el lector tiene ante sus ojos. Una parte, «Moya por Moya», encarnaría fundamentalmente su voz. Abriría este apartado su encuentro fulgurante de la fotografía, esa tabla de salvación a la que se aferró durante quince años. Otro, «Moya por los otros», incluiría de manera parcial algunos textos valiosos que se hubieran escrito sobre Moya y su obra. | 11 |


Cada uno de estos apartados ahondaría en aspectos esenciales de ese Moya hacedor de imágenes y, no menos importante, de escritos. Queríamos ofrecer una imagen más total de ese fotógrafo que ha dado, en su vida y en su obra, tanto espacio a la aventura, mostrándonos invariablemente sus obsesiones y desvelos. Susan Flaherty, su mujer, fue una pieza fundamental en el camino. Admiramos sus plantas y orquídeas primero, sus terrenales alimentos después, pero sobre todo su manera, delicada y comprometida, de facilitarnos el acceso a las imágenes de un vasto archivo, esa mina o laberinto que con su canto de sirena ha seducido a más de uno. Agradecemos a los que han hecho posible este libro dedicado a un autor que retrató México con gran sensibilidad y también otras zonas conflictivas del vasto continente americano, y que lo hizo siempre tomando una postura, o en otras palabras, desde un lugar poco tranquilizador, desde una zona de riesgo.

Patricia Gola y Alejandra Pérez Zamudio




MOYA POR

MOYA



UNA CLASIFICACIÓN AL ESTILO LINNEO

FAMILIA:

fotógrafo

GÉNERO:

documentalista

ESPECIE:

realista

SUB ESPECIE: VARIEDAD:

comprometida

militante

[Especie en vías de extinción. Sobreviven penosamente algunos ejemplares dispersos por varias latitudes]

Clasificación tomada del «encrome» inédito de Rodrigo Moya, «Apuntes sobre la foto documental». Cuernavaca, junio de 2006.



ENCROME: 1. neologismo inventado por el fotógrafo Rodrigo Moya.

2. refiere a un género híbrido de textos autobiográficos que combina el ensayo, la crónica y la memoria.



CERO EN CONDUCTA

❝  Así pues, nunca fui original, ni artista,

ni estuve en vanguardia fotográfica alguna, ni me interesó más oficio que el de atrapar algún instante significativo de la realidad. ❞


Jojutla, Morelos, 1964 (imagen del trĂ­ptico Canoa).


UN DESLUMBRAMIENTO

A mis veinte años viví un deslumbramiento: la fotografía. Ejercí el oficio de 1956 a 1968, pero lo hice con pasión casi febril. Les cuento: estudiaba Ingeniería cumpliendo una consigna paterna y tratando de imaginarme perforando pozos petroleros. Pero fue un fracaso, dejé la carrera y me puse a buscar trabajo. Fui a dar a Televicentro donde me recibí en 1954 con un título de dirección-producción, pero la atmósfera me parecía abominable. Un día llegó mi amigo Guillermo Angulo y me pidió que le explicara cómo funcionaba una cámara de televisión. Sí, le dije, pero tú me enseñas cómo es la fotografía fija, cómo se revela un rollo. Cumplí mi parte y al día siguiente me llevó a Impacto. Me mostró el rollo, apagó la luz, y a medio proceso vino el verdadero deslumbramiento: cuando metió el negativo en la ampliadora y proyectó. Yo estaba como un hombre descubriendo el mundo, como un aborigen que ve la máquina prodigiosa. Cuando vi salir la foto del revelador le dije: «Maestro, yo quiero ser fotógrafo».

Fragmento del texto «Rodrigo Moya: una asignatura pendiente» de Adriana Malvido, en Cuartoscuro, núm. 54, mayo-junio de 2002. El título se incluyó atendiendo a los fines de la presente edición. | 23 |


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MOYA POR MOYA

«epiléptica y enloquecida , Gloria Ríos baila al ritmo del furioso rock’n roll». Éste es el pie que acompañó a la foto de la revista Impacto (núm. 356, 21 de noviembre de 1956) con la que Rodrigo Moya se afirmó en su vocación de fotógrafo. Un año antes, a mediados de 1955, él había obtenido una plaza como fotó‑ grafo de prensa en esa publicación, de la que dijo: «Un poco corrupta, como todas, al servicio del Estado, pero se distinguía porque destacaba mucho la fotografía». Captada con su Rollei, la imagen nos devuelve a una sensual y sonriente Gloria Ríos, en un espectáculo que tuvo lugar en el mítico Teatro Iris y del que aún se conservan doce fotografías que no fueron publicadas en este reportaje. Contraviniendo la carga erótica de la portada, según refiere Alberto del Castillo, el reportero Carlos Barrios escribió en aquella ocasión: «Todo esto, el rock’n roll, el mascar chicle incansablemente, el beber aguas pintadas y vestir estrafalaria indumentaria, es signo de la época confusa que vivimos y resultado de la falta de ejemplos que posee la juventud actualmente».

Información tomada del libro Rodrigo Moya. Una mirada documental de Alberto del Castillo Troncoso, y del artículo «Rodrigo Moya. La máquina del tiempo» de Guadalupe Alonso, en la Revista de la Universidad, núm. 120, febrero de 2014.


Portada de la revista Impacto, núm. 356, 21 noviembre de 1956. Archivo Hemeroteca Nacional de México. Reprografía: César Flores


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MOYA POR MOYA

DOS CÁMARAS EN LA MENTE

Desde que me inicié en el periodismo entendí que los temas que atraían mi sensibilidad no tendrían cabida en los periódicos para los cuales trabajaba. Por un lado estaban las órdenes de trabajo y, por el otro, un mundo contradictorio que iba descubriendo en mi ambular de reportero […]. Creo que poco después de iniciado acepté que tenía dos cámaras en la mente: una para cumplir la información de mi patrón en turno, y otra para captar lo que empezaba a entender con la claridad y profundidad que instruye la realidad y una conciencia alerta y rebelde.

Fragmento del «encrome» inédito «Las imágenes prohibidas» escrito en Cuernavaca, Morelos, en el mes de abril de 2000. Los títulos de ambos fragmentos, así como el epígrafe, se incluyeron atendiendo a los fines de la presente edición.


CERO EN CONDUCTA

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EL GOLPE DE LA AVISPA

Vuelo como una mariposa, pico como una avispa. Muhamed Alí

En la fotografía envolvente uno se mueve o merodea alrededor del sujeto, se observan sus movimientos, sus gestos, su actitud, se disparan algunas fotos equivalentes a jabs, se le lleva al terreno propicio por medio de la danza de la cámara a su alrededor, y cuando abre la guardia, cuando se ve el gesto representativo y la luz y las cosas toman su lugar, entonces viene el golpe de la avispa: la foto afortunada.

Fragmento citado en Rodrigo Moya. Una mirada documental de Alberto del Castillo Troncoso (México, iie-unam, Ediciones El Milagro, Ediciones La Jornada, 2011), p. 16.



LA CÁMARA SOLA

La realidad siempre nos traiciona; lo mejor es no darle tiempo y traicionarla antes a ella. Javier Cercas, Soldados de Salamina.

No puedo decir con certeza si la fotografía es un arte en el sentido profundo de la palabra; tampoco si es un arte menor, una artesanía, un oficio, una prodigiosa invención lúdica, o todo eso junto. Reconozco que este dilema es obsoleto, porque desde hace tiempo la fotografía ocupa un lugar en las artes plásticas, y un buen fotógrafo es llamado artista, y sus imágenes obras artísticas, a veces con valor en el mercado del arte. Es un hecho que la mayoría de los fotógrafos se consideran creadores, aunque también ha habido –y hay– buenos fotógrafos que sólo llevan, sin más, el apelativo de su actividad. Por mi parte, como fotógrafo no me consideré ni me considero artista, ni vi como arte el producto de mi oficio, ni pensé que una foto mía pudiera ser algo más que un documento social o periodístico. No se me ocurrió colgar mis fotos en locales que no fueran sindicatos, asociaciones progresistas o universidades; y en el mejor de los casos, verlas en revistas, carteles o panfletos de oposición. Nunca nadie me compró una foto para adornar su casa, y a pesar de la fascinación que muchas de ellas ejercen sobre mí, nunca colgué una sola en alguno de los numerosos muros que a lo largo de la vida me han cobijado. El que mis fotos se expongan en una galería de arte después de más de treinta años de permanecer guardadas en negativo, no cambia mi idea sobre la función de la foto, tal como yo la concebí desde 1955, hasta poco después del aciago 1968 mexicano. Mientras cargué cámaras desde el desayuno hasta el anochecer, fui un fotógrafo eufórico, dedicado en ese tiempo emocionante y pleno a documentar la realidad, ajeno a cualquier «artisticidad» de mi trabajo o mi persona. | 29 |


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MOYA POR MOYA

Como muchos fotógrafos, me inicié en el oficio de casualidad, en una de esas coyunturas de la vida en que una cámara, un maestro y una oportunidad, son la tabla salvadora después de quién sabe cuántos fracasos. Así, de suerte, cubrí la necesidad inaplazable de ganarme la vida, y «hacer algo» antes de caer en el abismo. El oficio se aprendía, como en los gremios, al lado de un maestro en un estudio, en un taller, o en una publicación. El aprendiz solía pagar la enseñanza con tareas aleccionadoras, que iban desde cargar equipos y mantener limpio el cuarto oscuro, hasta preparar químicos, secar copias, guardar negativos, y andar de mandadero en la compra de material o la llevadera de fotos; y más adelante, revelar, sacar contactos, aprestar las cámaras, y en el trabajo de campo tener filtros, lentes y película a la mano, como una enfermera tiene los bisturís en una charola al alcance del cirujano. Por fortuna, esto me sucedió en una revista, con un maestro verdadero que se deleitaba en la transmisión teórica y práctica de sus conocimientos. En un estudio no lo hubiera soportado, pues yo tenía veinte años y afición por el montañismo, facultades de frontonista, pasión por el mar, y una indefinible sed de acción y aventuras. La fotografía cambió esa ansiedad adolescente por una vocación inimaginable, que ocuparía mi energía por quince años: la pasión por reconocer la realidad de mi país, con cámara fotográfica al hombro. Guillermo Angulo, el maestro colombiano que pasó como centella por la fotografía para luego flotar hacia el cine, la diplomacia, la cibernética, el periodismo radiofónico, y ahora, a sus casi ochenta años, hacia la botánica de las orquídeas que domina y enseña a quien lo desee, me dio algo más que los principios de un oficio: me enseñó a mirar la vida y sus tensiones, y a meterme de cabeza entre seres y situaciones reales, para intentar rescatarlas del tiempo y el movimiento perpetuos, es decir, del olvido. Era la imagen y lo que había detrás; la imagen y lo que en ella podíamos retener, lo que podía decir una superficie de papel de 20 x 25 centímetros, cubierto de halogenuros de plata, donde cabían gente, casas, campos, calles, rostros, instantes y vidas salvadas del nunca. Era el universo alucinante, irreal de tan real, de la imagen fotográfica. Un año intenso de aprendizaje con Angulo, y de rebote la guía eventual de su maestro Antonio Rodríguez, el legendario comunista lusitano


CERO EN CONDUCTA

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que con toda su sabiduría enseñaba como deletrear la imagen, cuando en la prensa mexicana se pedían fotos como charadas políticas, muertos fehacientes, estrellitas del cine, provincianas encueradas. Luego, el encuentro con Nacho López, hasta siempre amigo, con Rubén Gámez, Antonio Reynoso y Corkidi. Descubrir «la otra realidad», inventar «una nueva realidad», «crear mi propia realidad», «ir más allá de la realidad», buscar «la realidad interior», todas esas vueltas como de palomillas extraviadas alrededor de un foco, son tremendas frases que aún no circulaban cuando yo nacía como documentalista. Mi primera meta fue explorar la realidad, la vulgar y cotidiana realidad de todos los días. En mi trabajo no excluí el encuentro con la belleza, la alegría o la ironía, con el esplendor de las formas o el prodigio en sí mismo de la danza imprevista de luces y sombras. Pero mi blanco no eran la belleza o una foto estética, sino la realidad de los marginados, su trabajo y sus rudas formas de vida. Quería retener ese universo de cosas, y luchar por transformarlo al mover conciencias con fotografías conmovedoras o brutales, cotidianas pero emocionantes. Mi divisa ingenua fue «captar la realidad», y enseñar a otros lo que yo veía y sentía. Vagamente buscaba darles vida y voz, desde la imagen, a todos los mexicanos que trabajan y sufren como tribus vencidas. Pretendía denunciar las inclemencias de un mundo injusto, deshumanizado e implacable que había que derribar. ¡Qué inocencia de una juventud libertaria! Pronto comprendí que el mundo de la imagen estaba controlado desde todos los frentes –ya desde entonces, y de nada serviría mi empeño por mostrar lo que todos saben, pero nadie quiere ver. En la práctica de mi documentalismo, politizado sin remedio, fui rebotando del periodismo de base, a ideas extremistas sobre la dignidad profesional; de la militancia a la pobreza iracunda; de infames trabajos comerciales, a la aventura de la fotografía arqueológica o submarina; y de allí a una revista, y a otra, y luego de freelance siempre atareado pero desempleado, inflamado por la Revolución cubana, comprometido como fotógrafo y como comunista, libre de elegir mis temas y mis imágenes, aunque no se vendieran, sino se difundieran. Fui mi propio jefe, endeudado conmigo mismo y con mi familia; mi propia empresa en quiebra sempiterna, el fotógrafo gratuito de todos los conflictos. Cine, libros, cantinas, camaradas,


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MOYA POR MOYA

marchas, desastres, marxismo a granel, viajes peligrosos, muerte. En medio de este laberinto, la realidad frente a mi cámara, yo frente a la realidad, y no sé quién tuvo la razón, ni quién engañó a quién, porque al final fue la realidad quien me capturó y descubrió al yo mismo, que cambió su vida en pocos años. Como una revelación, cuando murió el Che Guevara entendí que mi fotografía estaba fuera de tiempo y lugar, y paulatinamente la abandoné. Me enfilé hacia otros quehaceres, y de la fotografía que tanto quise me quedó la soledad de la cámara sola, y un archivo que es el testimonio de mí mismo, a la sombra de los demás.

«Encrome» publicado en Rodrigo Moya. Fuera de moda. Obra fotográfica 1955-1968. México, inah, 2003.


«Salí de esa publicación [Impacto] en pleito con un tal Mario Sojo, gerente, a quien demandé en los tribunales del trabajo. Cuando gané el litigio me cubrió la indemnización con dinero, y con una hermosa amplificadora Leitz Focomat IIc, nuevecita, que he conservado como una escultura en algún rincón de mi casa». Rodrigo Moya en su laboratorio de la calle Bahía de Todos los Santos. Ciudad de México, 1963 (foto dirigida).



MI ARCHIVO ES UN LABERINTO

❝  Soy lo que fotografié y lo que vi,

esa es la suma de Rodrigo Moya. Explorar esa mina tridimensional, ese laberinto con pozos y pasadizos, fue buscarme a mí mismo. ❞


Vallejo, ciudad de MĂŠxico, 1967.


LA RESURRECCIÓN DE LAS IMÁGENES

Hace más de treinta años guardé la cámara –es un decir, porque la seguí usando, pero sólo como aparato ilustrador o lúdico–, y con ella guardé también mi culto a unos cuantos fotógrafos, a ciertos libros, a un conjunto de paradigmas, dogmas y fórmulas en la materia; guardé la costumbre de ver la vida a través de un lente con cierto diafragma y cierto encuadre, como si fuera mi telescopio interior para penetrar la realidad. Olvidé los hábitos de perderme en barriadas, de caminar entre muchedumbres de pueblos y ciudades como si mirara una película, de hablar con obreros y campesinos remotos mientras los fotografiaba con tranquilidad familiar. De golpe dejé también la costumbre de encaramarme en edificios desconocidos, de detenerme asombrado en cualquier punto del día, o descender súbitamente del auto con la cámara desen‑ fundada y los ojos y el cerebro enervados como los de un tigre. Olvidé para siempre las batallas hasta el amanecer –inclinado entre la amplificadora y las soluciones– para recuperar en los grises infinitos del papel de plata aquello que había visto suceder días o semanas antes. Enterré el trato con los avaros directores de periódicos y revistas, con los redactores mercantiles armados con su camarita vieja para ganarle pesos y espacios al fotógrafo, y me alejé de algunos colegas tan presuntuosos como mediocres. Ya sin roces profesionales, mis fobias contra los agentes judiciales y todas aquellas grises ánimas burocráticas y priístas que coordinaban –y pagaban– el trabajo de periodistas y fotógrafos en las «campañas» y cualquier acto oficial, desaparecieron de mis insomnios. Igual desaparecieron mi beligerancia contra la foto «artística» y el rechazo a los concursos y sus premios y los sueldos miserables remediados con dádivas infames a los lúmpenes del periodismo. Guardé las mamiyas, mi vieja Rollei, las nikones y la amplificadora Leitz Focomat que aún conservo,

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MOYA POR MOYA

no sé si como una escultura, o como un fetiche. Fui regalando a un sombrío ayudante la parafernalia de charolas, botes, carretes, relojes, lámparas y secadoras. Desde finales de los sesenta había comprendido, sin vuelta atrás, que la fascinación por las imágenes brotando de la realidad como manantial inagotable, me condenaría a la pobreza, y que mis brumosas metas ya no eran posibles. Por ello, emprendí a ciegas otros caminos y arrumbé sin remordimiento los miles de sobres con negativos sobrevivientes, decenas de cajas repletas de impresiones fallidas, proyectos que ya nunca concluiría. Para olvidar el desencanto de mi oficio quise olvidar el oficio mismo, pero no supe entonces que mi fotografía sólo hibernaba, y precisamente en el tiempo de invierno, primero contra mi voluntad, y luego con toda ella, volvería a sacudirse desde el alma para negarse a morir conmigo, y reclamar la resurrección de sus imágenes. Cuernavaca, abril de 1999.

«Encrome» publicado en Cuartoscuro, núm. 54, mayo-junio de 2002.


CERO EN CONDUCTA

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[Rodrigo Moya] guardó mil sobres de negativos sin imaginar que, treinta años después, aquellas imágenes resucitarían junto con él. Ahora abre el archivo y es

como abrir una caja de Pandora, empiezas a revivir tu vida, los años maravillosos, tus pasiones políticas, tus pasiones sociales, tus aventuras… Una de las cosas que nos gusta a los fotógrafos es la dosis tremenda de aventura que tiene la fotografía, para los que nos jugamos el pellejo, para los que nos gusta caminar y buscar, para quienes vivimos pensando en documentar la realidad e intentar que tu foto reproduzca la emoción que tú sentiste al tomarla. Ese México que yo vi está aquí, en ese o en aquel acontecimiento que pasó frente a mi cámara [...].

Fragmento tomado de «Rodrigo Moya: una asignatura pendiente» de Adriana Malvido en Cuartoscuro, núm. 54, mayo-junio de 2002.


Estaci贸n Buenavista, ciudad de M茅xico, 1964.


LA VIDA PROPIA DE UN UNIVERSO ÍNTIMO

1. Al dejar Sucesos, y con lo aprendido a lo largo de los años, fundé a principios

de 1968 mi propia pequeña editorial, y me sumergí en otras actividades que me proporcionaron nuevas y apasionantes experiencias y conocimientos, además de beneficios económicos impensables como fotógrafo. La cámara dejó de ser parte de mi vestuario, y sólo la conservé como un aparato compañero en muchas de mis nuevas actividades. Años después, quienes recordaban mi nombre lo hacían más por referencias hemerográficas o la persistencia de algunas imágenes, que por conocer mi trayectoria. 2. En las tres décadas y media alejado de la fotografía periodística, mi desin-

formación y mi desinterés en el oficio fueron absolutos. Nunca visité exposiciones fotográficas, ni volví a comprar revistas o libros sobre la materia. Fuera de algunos nombres reiterados en las secciones culturales o de sociales con frecuencia de cantantes pop, no distinguía quién era quién, ajeno a las profecías sobre el final de la fotografía documental propaladas sin tregua por el promotor industrial Pedro Meyer. Por los años noventa, descubrí en el periódico El Financiero la columna sobre crítica fotográfica de José Antonio Rodríguez. A veces no entendía del todo sus artículos semanales, y otras me perdía en el frondoso bosque de citas y nombres por mí desconocidos. Aunque sus filias o fobias me eran ajenas o a veces antagónicas, sus artículos me ponían a meditar y a recordar con añoranza mi paso por el oficio de fotógrafo documental. A lo largo de varios años, «Clicks a la distancia», fue mi único y conflictivo vínculo intelectual con el quehacer fotográfico, y ahora sé que fue uno de los motores que me llevarían, una década después, a explorar mi trabajo con una mirada más profunda y actualizada.

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MOYA POR MOYA

3. Una tarde de 1995, durante

una caminata explorando la vitrina de una librería en busca de algún título interesante, me topé con un ejemplar de la revista-libro Luna Córnea, editada por el Centro de la Imagen, que ni siquiera conocía físicamente. Era tamaño media carta, de color verde, y estaba ilustrada con una fotografía que me emocionó no por conocida, ni por haberla visto nunca antes. Era la foto de un hombre trepando ágilmente en la abandonada y oxidada estructura metálica de la «rueda de la fortuna» de alguna feria popular. La imagen me asombró, no por su intrínseco dinamismo y belleza, sino porque en mi memoria surgió una imagen casi idéntica captada por mí años atrás en alguna de mis caminatas por las periferias del D.F. Compré la revista-libro, y me enteré de que la fotografía era de un tal Agustín Jiménez, tomada en 1931. Leí Luna Córnea de la primera a la última página, fascinado por descubrir tantas cosas atrayentes e ignoradas sobre la propia fotografía que yo había ejercido años atrás. Motivado por el descubrimiento, me asomé, después de mucho tiempo de no tocarlo, al laberinto de mi archivo para localizar la fotografía similar a la del tal Agustín Jiménez, tomada exactamente treinta años antes de que yo tomara esa especie de réplica de su extravagante cuan bella fotografía. Encontré el sobre con la secuencia completa de siete tomas en negativos de Rolleiflex, datadas en 1961. Ahora sé, gracias al estudio de Carlos Córdova sobre Agustín Jiménez, que aquella foto de un hombre trepado como araña en la rueda, había sido tomada por ese fotógrafo en 1931, cuando él tenía treinta años. Y como en un espejo del tiempo, yo me topé con el fantasma de aquel hombre haciendo en 1961 las mismas piruetas que había hecho otro ser en 1931 ante la cámara de Jiménez. Desde ese incidente


MI ARCHIVO ES UN LABERINTO

me intrigan las similitudes casi mágicas entre ciertas imágenes captadas por fotógrafos diversos en tiempos y espacios lejanos. 4. Con mi nueva inquietud, o mi vieja inquietud recobrada, com-

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Tacuba, ciudad de México, 1961.

prendí que, pasadas dos generaciones fotográficas, mis imágenes y lo que pudieran significar permanecían en el anonimato. De no haber sido por ésas y otras confrontaciones que me revaloraban a mis propios ojos, lo que hice en mis casi tres lustros como fotógrafo se hubiera perdido en la nada. Olvidados esos vagos encuentros con la imagen, en junio de 1999 decidí explorar ese conjunto heterogéneo de negativos y positivos lejos aún de poder llamarse «archivo». Lo hice en búsqueda de huellas personales del todo ajenas al periodismo y mi trabajo de documentalista. No fue al principio un trabajo sistemático, sino más bien improvisado, desordenado, sentimental. Pero conforme avanzaba en la primera tarea de desechar vía cesto de la basura montones de negativos de 6 x 6 y 35 mm que consideré irrelevantes, ese universo íntimo y particular de imágenes empezó a tomar vida propia, y me fue devorando, poseyendo, o, mejor dicho, enajenando. Desde esas pequeñas superficies cuadradas y flexibles que son los negativos clásicos, con la luz del mundo


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MOYA POR MOYA

convertida en una gama infinita de blancos y negros transparentes, y los seres y las cosas de la vida reducidos a una fantasmal escala en miniatura, descubrí mi propia máquina del tiempo. Junto a esos diabólicos siameses que son el olvido y el recuerdo, empecé a viajar hacia un pasado de emoción e idealismo en que miré la vida a través de una cámara. Recuperar la memoria desde mis propias imágenes, me ha impulsado más que la búsqueda de distinciones en el ámbito de la fotografía en México. 5. Como toda recaída en una adicción, la que he tenido con la fotografía

rebasó toda resistencia. Algunos negativos o impresiones generaron redes de recuerdos y asociaciones. Luego, esas figuritas se convirtieron en enjambres de pequeños fantasmas de plata que espolearon el desboque de la memoria. Al igual que cuando fui fotógrafo, abandoné la tiranía del yo, y volví a palpitar con los otros, con la gente, con las cosas y los hechos de la vida que había captado más allá de mí mismo. En esta nueva búsqueda reduje la intención de rastrear solamente mis huellas personales, y regresé a lo que me había atrapado cuarenta años antes: la realidad visible, ajena y transitoria del mundo circundante. Como el tiempo fotográfico nos enturbia de distintas maneras, y yo estaba encegueciendo de tanto ver negativos e impresiones desbalagados, con‑ cluí que necesitaba de otros para que me ayudaran a entender mi propio trabajo. Esta necesidad de otras miradas para comprender, fue una aventura que duró casi dos años y me dejó varias enseñanzas. Aprendí a ver mejor los sentidos ocultos desde el mismo instante de las tomas, hasta las imágenes observadas por otros ojos mucho tiempo después; aprendí que la fotografía encierra en sí misma la relatividad inherente al tiempo y al espacio, y las contradicciones de la sociedad y el mundo en que vivimos. Ahora sé que lo que capté ya no se puede observar desde su mismo tiempo y lugar, ni siquiera por los mismos ojos del fotógrafo que las vio pasar para convertirlas en una imagen fija, quizá duradera, irrelevante casi siempre. «Encrome» inédito, titulado originalmente «Sobre vagos encuentros», escrito en el mes de julio de 2000.


MI ARCHIVO ES UN LABERINTO

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Recibo un impacto tremendo, empiezo a ver el pasado y me revive, pienso en imágenes, sueño con imágenes, aprendo a valorar mi trabajo y la fotografía se convierte en un detonante que vuelve a encender los motores de mi memoria. Se regresa la película de mi vida. Revivo cada momento. Vuelvo a enamorarme de la fotografía. Era una asignatura pendiente. Estuve al borde de la muerte y finalmente regresé para encontrarme con ella. Me sacudió el alma.

Fragmento tomado del texto «Rodrigo Moya: una asignatura pendiente» de Adriana Malvido en Cuartoscuro, núm. 54, mayo-junio de 2002.



VASOS COMUNICANTES

❝  La llamada fotografía directa de los norteamericanos

fue una cantera de ejemplos e inspiración, lo mismo que las grandes revistas con reportajes gráficos. Entre los mexicanos, además de Nacho López, [me inspiró] Antonio Reynoso y en cierta forma Manuel Álvarez Bravo, a pesar de que cierto estatismo en ambos era muy contrario al dinamismo y espontaneidad que yo trataba de imprimirle a mis imágenes. ❞


Rodrigo Moya. De la serie Redes, Playa Chachalacas, Veracruz, 1964.


MANUEL ÁLVAREZ BRAVO: SAVIA Y RAÍZ

Desde mediados del siglo pasado, todo fotógrafo mexicano creativo entrecruza sus imágenes, quiéralo o no, con las de Manuel Álvarez Bravo. No era necesario ser su asistente o aprendiz, de falda o pantalones, para llevar la impronta de su percepción al disparar la cámara. Inconsciente o voluntariamente, inclusive en rebeldía contra la tiranía avasalladora del poder de sus imágenes, quienes decidimos llevar a cuestas ese maravilloso y casi siempre ingrato oficio de fotógrafo, tropezamos, aun a contra voluntad, con su visión del mundo. Es decir, aun en busca de un estilo propio, atacando temas distintos a los abordados por él; con diferencias culturales, políticas y generacionales, quienes hacíamos click queriendo atrapar alguna faceta de la vida, nos encontrábamos con que esa foto que podría parecer buena, ya había sido tomada antes, y mejor, por su lente. Y no es que todo joven fotógrafo de esa época que presidió Álvarez Bravo fuera un imitador sin imaginación, empeñado en captar las cosas secretas de la realidad con la aparente facilidad con que él las captaba. Lo que sucede es que a través de esa influencia –que yo en lo particular quise eludir en la juventud, sin lograrlo– nos llegaban influencias y lecciones más allá de las propias imágenes de don Manuel. Su raíz poderosa, originada desde lejos, sostuvo por siete décadas el árbol de la fotografía mexicana; pero esa raíz, a su vez, se nutrió de las mejores savias fotográficas de los últimos cien años. Las formas y luces deslumbrantes en las figuraciones de Álvarez Bravo procedían de Edward Weston, Stieglitz, Ansel Adams, Cartier-Bresson, Paul Strand, Tina Modotti y los cineastas Serguei Eisenstein, Figueroa y Buñuel; y aún más allá, del francés Atget, el neoyorquino Steichen y otros fundadores del lenguaje fotográfico moderno, que lo influyeron a él como él nos influyó a nosotros. Al fin y al cabo, las influencias en el arte o en los oficios artesanales | 49 |


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son la manera más directa, profunda y eficaz del aprendizaje para adquirir un estilo propio. Esto significa que quienes admirábamos y aprehendíamos las imágenes de Álvarez Bravo, de alguna manera abrevábamos de paso en ese torrente nutricio que contiene la esencia de la gran fotografía. Lo que no es transmisible de su obra, porque fue su genial originalidad, es el sentido poético, la reflexión aguda y mesurada que le era habitual, su mirada hecha de curiosidad y cultura, la búsqueda inocente, y al mismo tiempo perturbadora, del alma de las cosas que lograba con impresiones en blanco y negro donde cabían todos los grises del mundo, todas las texturas del blanco más blanco, los detalles misteriosos del negro más profundo. Sin el antecedente de una dudosa escuela mexicana de fotografía, sin siquiera haber sido discípulos o colaboradores de Álvarez Bravo, admitiéndolo o no, tres o más generaciones de fotógrafos mexicanos llevamos en los ojos algo de sus múltiples miradas. Ahora que don Manuel se ha ido como un gran actor que cumple cien representaciones, y en medio de aplausos desaparece de pronto en la oscuridad del cuarto oscuro, su figura apacible permanecerá en nuestro corazón como una piedra angular en el laberíntico edificio de la fotografía mexicana. Cuando miremos sus imágenes, en ellas encontraremos siempre algo de nosotros mismos y de este país que tanto amó. Y también muchas cosas que nos cercan y nos agobian, pero no dejan de asombrarnos.

«Encrome» inédito escrit0 en Cuernavaca, Morelos, en el año 2002.


Rodrigo Moya. Lago de Pátzcuaro, Michoacán, 1970 (imagen del tríptico Canoa).


Manuel Álvarez Bravo. Hierbas del lago, 1966. ©Colette Urbajtel/ Archivo Manuel Álvarez Bravo, S.C.


Rodrigo Moya. Lago de Pátzcuaro, Michoacán, 1970 (imagen del tríptico Canoa).


Avenida Reforma, ciudad de MĂŠxico, ca. 1958.


NACHO LÓPEZ: UNA AMISTAD EN 35 MM

El «yo» es el centro de toda memoria, sostenida por vivencias que son como raíces de diverso poder y profundidad. Cualquier remembranza o circunstancia acaecida en el entorno de ese «yo mismo», ya sea como testigo, cómplice, partícipe, víctima o beneficiario, tiene, como todas las formas de la memoria, algo de subjetivo. A pesar de ese bruma que a veces los años más difuminan, pero a veces más precisan, la memoria sigue siendo, a pesar de su propensión a convertirse en mito o literatura, nuestro más firme puente hacia la realidad y la experiencia personal pasada. Por ello, al evocar a Nacho López desde los recuerdos, más que desde el análisis, es inevitable el uso de la primera persona y el riesgo consecuente de hablar de uno mismo, al hablar del otro. CUADRO I. DEL APRENDIZAJE Y LA HISTORIA

Así pues, escribo sobre Nacho López desde la memoria, imprecisa y fragmentada, como los recuerdos que enciende la fotografía. No podría abordarlo desde un análisis de su obra o sus múltiples discursos en el universo de la imagen fotográfica, camino que historiadores y ensayistas han recorrido, y aún recorren y recorrerán, con variables grados de intensidad. Tampoco puedo rememorarlo desde la apología del discípulo porque nunca fui su alumno apuntando un hipotético dictado, o siguiendo paso a paso sus métodos fotográficos. No son necesarios tales rituales ni convertirse en réplica de un modelo para intuir, al paso del tiempo, la presencia del precursor y su impronta en el desarrollo del trabajo propio. Esta impronta modélica, al principio consciente y por lo tanto copia elemental e irrepetible, suele convertirse en una sustancia más fina filtrada desde los niveles del inconsciente. La influencia y el aprendizaje surgen en el lento proceso de comprender y compartir actitudes ajenas o exteriores, y de ver el trabajo propio entreverado con el de otros | 55 |


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a partir de puntos de vista personales que pueden, o no, coincidir con los del precursor, pero siempre ligados a un mínimo de cánones e identificaciones. CUADRO 2. RETRATO DEL PERSONAJE EN SILUETA A CONTRALUZ

Nacho López fue un fotógrafo realista, humanista, comprometido, aunque esto último sea revulsivo para un sector de la crítica y deba de tomarse con una pizca de sal, pues el concepto «compromiso» tiene tantos matices que puede aplicarse a fotógrafos inconmovibles ante la realidad del mundo y el fluir de la vida, pero en cierta forma también comprometidos con la fotografía como arte o expresión personal. La elección de Nacho López fue la realidad exterior, la vida que pasa más allá de los muros propios: la vida de los otros; esa otredad, hoy tan inquietante para corrientes de pensamiento y análisis que la oponen a las fuerzas extremas del individualismo narcisista, tan presente en la neofotografía contemporánea. Al ocuparse del otro, Nacho no podía evitar el paisaje social, y capturarlo sin afeites. Su trabajo resuma ternura y solidaridad, que es la más intensa y elaborada forma humana de la compasión, pero también malestar al ver las clases sociales en colisión. Sus «acciones provocadas» o dirigidas, a las que llamó «ensayos», a la manera de Eugene Smith, siguen la misma ruta a pesar de su carácter de puesta en escena. Personajes reales en sus actividades reales, moviéndose en su mundo real y por lo tanto proyectando hacia su cámara el realismo –aun dirigido– de la vida que él buscaba. CUADRO 3. ANTIGUAS VOCES EN «OFF»

Tal vez desde la infancia y la juventud temprana compartí con Nacho ciertas raíces nutricias que en los rumbos de la fotografía nos inclinaron hacia el mismo oriente. Según escribe John Mraz, Nacho estaba orgulloso de su educación en escuelas cardenistas de los años cuarenta del siglo pasado, donde se respiraba un hálito socialista que fue mellándose con los sucesivos gobiernos, de manera que cuando nuestro fotógrafo maduraba su estilo y su visión del mundo, aquellos ecos empezaban a esfumarse. Por mi parte, en plena Segunda Guerra pasé la primaria entre escuelas públicas en la colonia Guerrero y el Colegio Madrid, rodeado de niños refugiados y maestros de evidente militan-


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cia republicana, si no es que de pieles anarquistas o comunistas bajo la bata blanca del magisterio español. Nacho pasó de la adolescencia a la juventud con una intensa pasión por el cine que lo llevaría finalmente a la fotografía, mientras que yo aprendía las primeras disciplinas del trabajo, inculcadas con baqueta por mi padre, en los estudios cinematográficos donde él fue escenógrafo en los años cuarenta y cincuenta. CUADRO 4. «STOCK SHOTS»

A Nacho lo atrapó primero la ilusión del cine mexicano, y después la contundencia humanista del neorrealismo italiano, que él pensaba emular un día con las Arriflex, y yo seguí cuadro a cuadro en la foto fija. Fue el mejor fotógrafo de danza que ha habido en México, pasos que años después yo intentaría en vano continuar. Nacho se casó con Alicia Urreta y tuvieron una hija, Pilar, que sería destacada bailarina y coreógrafa. En segundas nupcias se casó con una bailarina de danza moderna, Lucerito Binnqüist, mientras yo también fotografiaba bailarinas y me enamoraba de ellas, las tomaba en payasito, en ensayos o función y les regalaba fotografías, también en vano. Nacho y Lucerito procrearon a Citlalli; ambas viven en Xalapa, donde hace treinta años Nacho se refugió para consolidarse como teórico y maestro de la fotografía. Rocío, la hermana de Nacho, fue una notable bailarina en el mejor momento de la corriente de la danza moderna en México, lo mismo que pocos años después lo fue mi hermana Colombia. CUADRO 5. PANORAMAS BAJO EL SPUTNIK

En la misma gran ciudad, en el mismo ámbito social y cultural y con muchos amigos comunes, vivimos la Segunda Guerra y el estupor de Hiroshima y Nagasaki; la interminable guerra fría, el triunfalismo nacionalista mexicano y su paulatino desplome; el auge y caída del Realismo Socialista como arte significativo, la gran pintura mexicana y los jóvenes de «la ruptura» zarandeándola; el asombro por el Sputnik y los satélites artificiales orbitando la Tierra; la percepción utópica de un cambio inminente que –nadie lo imaginaba– escondía el implacable avance de la derecha mundial; el desarrollismo y la pobreza en cruda


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competencia hacia polos extremos que al fin conformarían el panorama de la inequidad social como el rostro más visible de la sociedad mexicana. Paisajes biográficos similares nos condujeron, con una década de diferen‑ cia, a empuñar la cámara fotográfica con intenciones parecidas, pues yo aprendía a caminar y a ver, mientras Nacho López poseía ya una mirada que despejaba nuevos horizontes. CUADRO 6. INTERIORES: FOTOLITOS Y TALLERES

Desde antes aún de conocerlo físicamente, cuando a los veinte años cargaba las cámaras de Guillermo Angulo, mi maestro inicial, admiraba el trabajo de Nacho. En los talleres de Publicaciones Llergo s.a., en la colonia San Rafael, Agustín «Guty» Cajiga era el técnico en fotograbado y un certero analista de la calidad de la fotografía impresa, y de la fotografía misma. En el democrático desorden de aquellos talleres donde se imprimía la revista Impacto, todos tenían acceso a todo; así que podía verse a un fotógrafo o un redactor merodeando por entre las anchas mesas de luz del área de formato, o hurgando absorto en la sección de fotolito mientras los positivos en película se secaban antes de tomar su lugar en las planas y entrar al grabado en los rodillos de cobre. Guty gustaba de comparar los resultados de las máquinas de rotograbado bajo su dirección, con los obtenidos en otras publicaciones afines. Él y Angulo hablaban, como poetas, de las fotografías como poemas; y el nombre de Nacho López saltaba de aquí para allá al hablarse sobre el periodismo fotográfico de la época; absorto aprendiz, yo los escuchaba como a dos sacerdotes que hablaban del «más allá», y empezaba a comprender la intrincada trama posible en la superficie de una fotografía. Guty Cajiga especulaba sobre las fallas de impresión en las revistas Mañana o Siempre! cuando intentaban, sin éxito, reproducir el dramático claroscuro de las fotografías de Nacho. Sólo «los cueros» le quedan bien a Siempre!, y eso por las chamacas, no por las fotos acribilladas por la aguada impresión sepia que tanto le gusta a Pagés, decía Cajiga, cargando contra la competencia. Él y Guillermo Angulo concluían que en las revistas Hoy, Mañana y Siempre!, no se captaban las profundidades de las bajas ni altas luces, ni las amplias gamas que «ellos» conocían en los originales


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de Nacho. Años antes, ese invaluable conocimiento de los procesos que van desde la entrega de una buena copia en el periódico, hasta su impresión en las páginas impresas, lo había adquirido Nacho con Esteban Cajiga, jefe técnico en los talleres de la revista Mañana, y hermano mayor de Agustín. CUADROS 7 A 15. SECUENCIA CON MOTOR Y A TODO DIAFRAGMA

Antonio Rodríguez, el crítico de arte portugués que desde los años cuarenta empezó a dimensionar la fotografía de prensa mexicana con otros ojos, solía visitar el cuarto oscuro de Impacto, donde se procesaba el material gráfico de la publicación. Entraban y salían los fotógrafos encabezados por los hermanos Torres, quienes tenían copadas las plazas de la revista a base de un uso impecable del flash de pilas con foquitos medium peak no 25, ya en vías de extinción por la aparición de los estrobos electrónicos. Antonio comentaba la fotografía periodística de la época, y, como Guty, particularmente los innovadores reportajes de López. Un día Antonio apareció con una caja de papel Kodabromide de la que extrajo un tambache de fotos. Pertenecían a reportajes o «ensayos» de Nacho, entre los que distinguí el ya clásico «Día de Muertos» en Janitzio. Pero las imágenes que más me impresionaron fueron las tomadas en una delegación de policía, aparentemente con sólo la luz natural. Sin ser propiamente reportero gráfico o fotógrafo de prensa, en los años cincuenta del siglo pasado, Nacho estaba liberando a la foto de prensa de la esclavitud del flash o el estrobo, y se aventuraba, influido por la escuela de documentalistas norteamericanos, a usar la luz existente, la famosa available light, que fue posible por el desarrollo de lentes más luminosos y películas más sensibles. La admiración técnica y estética por aquellos rostros en la isla de Janitzio, iluminados por la luz de las velas, o por aquellos personajes acongojados declarando o alegando ante la mesa de un ministerio público, captados bajo la sórdida iluminación de la comisaría sin la crudeza del flash; o las imágenes de la carpa Bombay al atardecer lluvioso, y las coristas en sus mínimos camerinos, o la muerte de Juanita, aún perduran en mi memoria visual. No importa que al volver sobre esas fotos, años después, haya notado el uso de una bien disimulada iluminación artificial, lo que demuestra su pasión por la tramoya y la truculencia


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cinematográfica. Nacho derribaba así muchos de los cánones establecidos en la fotografía documental en México, y creaba una escuela de interpretar los hechos bajo condiciones ambientales difíciles sin la utilización del aplanador destello del flash. CUADRO 16. MAESTROS EN «FLASH BACK»

Fue en un atardecer invernal de 1954 cuando Guillermo Angulo me condujo al despacho de Nacho, en un edificio cercano a la Alameda Central, sobre la Avenida Balderas. Era una ocasión privilegiada para un joven que había asumido la fotografía como una vocación vital y tenía necesidad de ídolos y guías. Nacho era para mí el más destacado porque sus imágenes tocaban mi sensibilidad, imbuida por la idea socialista y por una carga entre rebelde y solidaria, como la que percibía en su trabajo. Nacho me saludó con cordial sencillez que de inmediato comparé con la parquedad y distancia de otro maestro recientemente conocido, Manuel Álvarez Bravo, a quien había visitado acompañando a Antonio Rodríguez. Tuve suerte esa tarde porque allí estaba también Rubén Gámez, recién llegado de alguna escuela de fotografía en los Estados Unidos a la que hacía referencia. Los tres maestros hablaron más de cine que de fija, con profusión de datos sobre directores, películas, cámaras y materiales. Rubén llevaba una serie de imágenes suyas de formatos en extremo verticales u horizontales, con la idea de romper las proporciones usuales en los papeles fotográficos. Por lo que recuerdo, estaba ya de lleno en el cine y la fija era solamente una referencia. Sin embargo, me sorprendió la información y conocimientos sobre cine que Nacho exhibió en aquella ocasión. CUADRO 17. IMÁGENES SOLARIZADAS EN «TRAVELLING» SIN FIN

Como lo recuerdo, el despacho de Nacho estaba dividido en dos amplias áreas, una de ellas, del lado izquierdo, habilitada como un cómodo cuarto oscuro con todos los implementos para el proceso. En la primera estancia había varias imágenes en los espacios libres, pero al entrar al laboratorio recuerdo un muro que fue otra revelación de las muchas que me fueron marcando como futuro fotógrafo. Era una especie de collage aleatorio donde las fotos sin duda se habían


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ido añadiendo una junto a la otra conforme pasaban a la categoría de descartes, repetidas o copias no definitivas. En lugar de tirarlas, supongo, Nacho las iba clavando sucesivamente. Tal vez hubiera alguna disposición para jugar con las densidades de las imágenes más que con el registro de las formas, ya que éstas iban de una panorámica a unas manos, de una bailarina a un barrendero, del rostro atormentado de una mujer tajada por una violenta sombra, a un niño sonriente mirando a quien lo miraba. Pero el espectáculo de formas claras y oscuras era alucinante para cualquiera. En ese muro junto a una mesa larga se amotinaban, sin orden ni concierto aparentes, decenas de rostros, barriadas, calles, edificios, niños, campesinos, paisajes, globos, estatuas, manos, ojos, siluetas, sombras, formas nada más. Tuve la impresión de que en esa pequeña pared estaban retenida la vida y los pasos del fotógrafo a través de ella. Me sentí arrobado, empequeñecido, y al mismo tiempo inquieto y estimulado. Poco después entraron Nacho y los otros fotógrafos y con su voz parsimoniosa de barítono, Nacho explicó algunas de las imágenes. ¿Qué te parece? creo que me preguntó Angulo, y yo no pude contestar. Esa visita a la oficina de Nacho López marcó una amistad que duraría desde esa fecha hasta 1986, año de su muerte. Esa amistad alternó prolongadas ausencias con encuentros frecuentes o fortuitos. CUADRO (FOCO CRÍTICO EN DIAFRAGMA ABIERTO)

En 1956 una fotografía mía ilustró la portada de la revista Impacto, y mi primer impulso fue tomar un taxi a la calle de Obrero Mundial, donde Nacho vivía casado con la compositora Alicia Urreta, para entregarle un ejemplar. Estaba orgulloso del reportaje central a seis páginas acreditado a mi nombre, en cuya téc‑ nica y concepción latía su influencia. La foto, en blanco y negro, enseñaba a Gloria Ríos bailando y cantando con gran ímpetu «al ritmo del furioso rock’n roll», que en aquel noviembre formaba parte de las variedades en el Teatro Iris. El reportaje lo logré utilizando las luces cambiantes y coloridas del espectáculo, tal como Nacho lo hacía cuando fotografiaba las funciones de danza moderna en el Palacio de Bellas Artes. Utilicé la luz ambiental con una Rolleiflex, y en el cuarto oscuro sobrerrevelé y revisé el rollo al final del proceso bajo una opaca luz verde casi invisible. Nacho me había descrito este procedimiento


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con esa paciencia y generosidad que ya denotaba al futuro maestro, gozoso de compartir sus conocimientos. En esos mediados de los años cincuenta, Nacho había llegado a un magnífico nivel en el manejo de los procesos fotográficos, tanto en la toma planificada, como en la impresión de positivos. Investigaba, experimentaba, proponía y estaba al tanto de los adelantos técnicos y conceptuales a través de las revistas especializadas en fotografía. CUADROS 14 A 20. «ZOOM IN» DESDE «LONG SHOT»

Entre 1956 y 1957 Nacho pareció estar harto de la fotografía periodística y levantó las alas hacia su sueño dorado, el cine. Los espacios en las revistas importantes se cerraron, mientras la televisión aún niña avanzaba y desplazaba a la imagen fotográfica. Pero también el cine mexicano iba en picada y Nacho enfrentó dificultades, que serían otra historia que contar. Para desarrollar los proyectos fílmicos que le consumieron varios años, en especial su película Los hombres cultos, alternó con el rearmado de viejos reportajes, la edición de series sobre un mismo tema, su trabajo en el Instituto Nacional Indigenista, diversas encomiendas oficiales, y finalmente la enseñanza. En esos años nos vimos poco, sumergido como estaba yo en el periodismo gráfico, y él en la búsqueda de sus tramas cinematográficas de las que habían sido precursores sus ensayos y reportajes. La historia de esta amistad a tropezones la puedo imaginar como un rollo de 35 mm con distintos cuadros, cada uno el «instante decisivo», o memorable, de encuentros en diversas épocas y circunstancias. Si la primera paradoja de nuestra amistad y el mutuo ejercicio de la fotografía se da entre 1955 y 1956, cuando él la abandona y yo ingreso en ella, la segunda ocurre, como el arco inverso del mismo péndulo, cuando Nacho López renuncia a una carrera de largo aliento en el cine, y regresa con nuevos bríos a la fotografía fija, precisamente en el año en que yo la abandonaba, en 1968. CUADRO 21. ESCENA NOCTURNA CON RELOJ DE PULSERA

Tal vez a principios de los setenta, después de algunas comidas y muchos tragos en los bajos del Hotel Roosevelt, donde Nacho se reunía con sus amigos y al cual había bautizado con el nombre de «El túnel del tiempo», dado que se


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sabía a qué hora se entraba, pero no a cuál se salía, surgió la peregrina idea de juntar algunos archivos fotográficos y dar un servicio de calidad a publicaciones y editoriales. Para formalizar la cuestión se acordó una reunión sin copas, y una noche nos encontramos en su casa de Campana 2, en Mixcoac. Estuvo presente Alfonso Muñoz, Héctor García, Nacho y yo. En algún momento llegó su esposa Lucerito, saludó y nos ofreció tomar lo que quisiéramos del refrigerador. —Hay de todo, se sirven lo que quieran— dijo, y desapareció en su recámara, aterrada con los obstinados monólogos protagonizados por Héctor García. Entre propuestas, a cuál más descabellada, Nacho trataba de centrarnos con su habitual mesura y un sentido común del que los demás carecíamos. Sin haber resuelto los aspectos esenciales que nos reunían, pasamos al último punto: el nombre que llevaría la utópica agencia. Después de una hora de ocurrencias bizantinas y harto de tanta especulación, Nacho propuso dejar ese punto para una próxima reunión, señalando que ya era muy tarde, y preguntando la hora con ganas de que desapareciéramos. Las tres catorce de la mañana, contestó raudo Héctor García. —Tres catorce… muy bien, que ése sea el nombre y nos quitamos de discusiones, tres catorce igual a pi, que es una constante en la circunferencia y además es una letra griega. Y así quedó bautizada por Nacho y el reloj de Héctor una agencia fotográfica que nunca existiría. CUADRO 22 A 25 (LAS PÁGINAS IMPRESAS, LOS MEJORES MAESTROS)

El peso de la obra de Álvarez Bravo se reflejaba poco en la obra de Nacho López. La admiraba, sin duda, y hablaba con entusiasmo de sus poderosas virtudes, pero estaba lejos de la búsqueda poética, un tanto formal y estática de don Manuel. Era beligerante en su ruptura radical con los restos de un pictorialismo a veces vestido de mexicanidad y folclorismo, a veces con el ropaje prestado de las corrientes de la Nueva Objetividad, o de un vanguardismo tardío. Las raíces de Nacho me parece encontrarlas en la fotografía directa y documental norteamericana y alemana de la década anterior y posterior a la Segunda Guerra: el periodismo fotográfico de Life, Paris Match, Look, Du, Vogue y en tantas otras publicaciones internacionales de las décadas centrales del siglo xx, que nos enseñaron no solamente a ver la crudeza o la belleza de la


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realidad, sino a concebir la imagen, ya no para clamorosas exposiciones, sino para ordenarlas en las páginas de una revista o un libro. CUADRO 26-27-28 (DENTRO DESDE AFUERA)

Hasta donde sé, Nacho nunca estuvo en la nómina de ninguna publicación y no cubría información noticiosa. Su reino no era el de perseguir una información determinada o participar en los tumultos de los fotógrafos tras la noticia, ni andaba entre la pintoresca tropa de fotógrafos al vaivén de los acontecimientos políticos, vale decir, de las actividades priístas. Sin embargo, al final de su vida cubrió por contrato actos de propaganda gubernamental con cierta independencia y al margen de los tropeles periodísticos, antecedente que ha sido señalado por detractores ligeros como su sometimiento al mismo sistema que señalaba críticamente en sus imágenes. Su forma de trabajar era pausada si se le compara con la habilidad compulsiva del fotoperiodista, pero esta carencia la suplía con una mirada en profundidad, con meditación en lugar de actualidad, con planeación en lugar de oportunidad. De allí su manera reflexiva de ver las cosas del mundo; de allí su propensión a la puesta en escena, la acción provocada y la actitud posada de muchos de sus personajes. Su pasión postergada por el cine determinó en muchos sentidos su estilo de trabajo. Como paradoja fotográfica, hay que decir que la llamada foto fija es mucho más rápida, impetuosa y móvil, que la cámara de acción del cine, intrínsecamente reflexiva y pausada. Quien maneja bien una cámara y una imagen fija, puede aprender con facilidad a operar y componer en una cámara de cine, pero no al revés. De allí el constante trasiego de fotógrafos de fija al cine mexicano en los años de su apogeo. CUADRO 28 A 30. DE LOS ENCUENTROS FORTUITOS

Con Nacho me encontré varias veces a la salida de alguna última función de la Reseña Internacional de Cine que se realizaba en el Cine Roble. El año pasado en Marienbad, de Alain Resnais, le había fascinado y yo no la había entendido. Acompañado de mi ex esposa, discutimos el film en el restorán Noche y Día, en la calle de Milán o Versalles, donde atracaba toda la fauna de


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jóvenes cinéfilos de temporada después de la última función. A poco se nos unió el cineasta Manuel Michel, incuestionable admirador de la Nueva Ola y todo lo procedente de Francia, como lo atestiguaba la hermosa esposa parisina que lo acompañaba. No tuve ni la alianza de mi mujer, cuya autorizada voz en cuestiones artísticas se unió a la de ambos cineastas. En ese tiempo Nacho pensaba y hablaba sobre cine más que de fotografía fija, archivada en su carpeta de pendientes. A las dos o tres de la mañana nos llevó a nuestra casa en la calle de Lerma, a bordo de su Moskvitch rojo, un auto soviético incómodo como un tractor, pero sólido como uno de aquellos tanques soviéticos T-34 que aplastaron a las Tiger y Phanter hitlerianos desde Kursk hasta Berlín. CUADRO VELADO («TILT DOWN-UP» SOBRE TRINCHERA REPLETA…) (VERSIÓN CORTA)

En 1977, a partir de una serie de conversaciones con Pedro Meyer, Nacho y yo nos reencontramos con más frecuencia. Persuadidos por la capacidad propagandística y organizativa de Meyer, de alguna manera –aún con serias reservas que sería largo comentar en este espacio– nos vimos involucrados en los prolegómenos de la creación del Consejo Mexicano de Fotografía. En esos años yo cumplía una década de mi alejamiento radical de la fotografía de prensa, y mis empeños y satisfacciones estaban en otros mundos. Resultó claro que Meyer, entusiasta aficionado del Club Fotográfico de México, y de personalidad ejecutiva cincelada en una academia militarizada para hijos de familias pudientes en los Estados Unidos, requería el apoyo de fotógrafos profesionales de prestigio para darle consistencia a su idea. Con serias dudas, Nacho aceptó participar «a vistas», como él decía, pero yo me alejé radicalmente del proyecto, antes aun de la organización del Primer Coloquio. Nacho y yo habíamos hecho un análisis minucioso de la significación y la orientación que se le estaba imprimiendo a ese organismo, lo mismo que de la personalidad de Meyer, rodeado ya de un grupo de jóvenes fotógrafos deslumbrados por su poder de convocatoria y dominados ya por su autoritarismo elegante, pero sin nexos con la foto documental o de contenido social que se había proclamado como un señuelo izquierdizante en la primera Convocatoria. El Primer Coloquio


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y otras ferias fotográficas similares me pasaron de noche, pero me sorprendió saber que Nacho había seguido colaborando de alguna manera en ellas, siendo que en conversaciones extensas y bien rociadas de ron coincidíamos en que el Consejo no era más que una espectacular plataforma personal que estaba arrasando con los últimos vestigios de la fotografía directa, humanista y comprometida. Como era de esperar, en algún momento Nacho rompió con el Consejo y personalmente con Pedro Meyer. Tengo la idea de que esos años fueron los de su último intento por tener una tribuna desde donde exponer sus tesis sobre la imagen fotográfica. A partir de esa ruptura Nacho volvió a su vieja condición de lobo solitario y escuchó «el llamado de la selva», que para él fue Xalapa y sus bosques, los vastos cafetales, la soledad pero también los amigos y los discípulos, la especulación, el vino y el humo. Y siempre la búsqueda y la ensoñación. CUADROS DE MÁS

Años después, en encuentros aislados o frecuentes que rebotaron a lo largo de casi otros diez años, el discurso de Nacho había vuelto al origen y era sobre foto fija: su función como instrumento personal, político e ideológico; sus poderes y debilidades, su relación con la sociedad, sus lecturas en distintos tiempos y espacios, los medios y su enajenación, la realidad trastocada por el ojo del fotógrafo, pero siempre fiel a su esencia en la imagen final. Sin lugar para promover reportajes o «ensayos» como los de antaño, sin financiamiento, amarrado por sus empeños fallidos de hacer cine, cansado de tantas bregas y viajes y desencantos, Nacho López, de manera casi natural, se inclinó hacia la especulación intelectual y la enseñanza. Su carácter, que yo sentía como búdico por su sonrisa apenas esbozada, y una mirada al mismo tiempo melancólica y penetrante como la de Buda –como lo revela nítidamente el excelente retrato que le tomó Elsa Medina en 1984–, adquirió con los años el sello del maestro que sabe escuchar, y explica o responde claramente. Hablaba pausadamente con su voz de barítono, sin petulancia, siempre interesado en el quehacer de los otros y con escasas referencias a sí mismo. Afirmo que Nacho continuó desde la enseñanza su obra renovadora


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en la fotografía documental mexicana de mediados del siglo pasado, como lo demuestran decenas de fotógrafos hoy maduros que reconocen su influencia y lo recuerdan con admiración y cariño. Esto no significa que su obra se libre de críticas o incluso de rotundas negaciones. Pero quienes lo juzgan sin siquiera intentar comprender su obra, proclaman sin darse cuenta la desprestigiada idea de la generación espontánea. Y en la fotografía mexicana, como en la evolución de las especies, no hay generación espontánea, sino un continuum con sólidos puntos de arranque y renovación, en el que Ignacio López Bocanegra es la piedra angular de la evolución de la fotografía mexicana en la mitad del siglo pasado. Cuernavaca, septiembre de 2006.

Texto publicado originalmente con el título de «Nacho López en mi memoria» en Luna Córnea núm. 31, Conaculta, Centro de la Imagen, 2007.


Nacho López. «La Venus se fue de juerga por los barrios bajos». Ciudad de México, ca. 1953. ©405689 conaculta-inah-sinafo-fn-México.


Rodrigo Moya. Alameda Central, ciudad de MĂŠxico, ca. 1964.


Nacho López. Del fotoensayo «Cuando una mujer guapa parte plaza por Madero», ciudad de México, 1953. Portada de la revista Luna Córnea, núm. 31, 2007.


Rodrigo Moya. Chemise, ciudad de MĂŠxico, 1955.



1958

❝ En la gran mesa redonda de su departamento

[el de Regino Hernández Llergo] se perdieron varios asuntos espinosos que le llevé, sobre todo en 1958, cuando la lucha de maestros, telegrafistas y periodistas. De hecho no me devolvió secuencias enteras de trabajo y puedo calcular que buena parte de las tomas de aquellos sucesos fueron premeditadamente ocultados o vendidos. ❞



EL CALLEJÓN SIN SALIDA DE LOS SESENTA

1. Los acontecimientos de 1958 a 1961 cerraron por tres décadas la posibilidad

de un periodismo crítico, en que la fotografía quedaría sometida a las directrices estatales más que nunca. Las pocas imágenes subversivas publicadas durante la huelga ferrocarrilera, el movimiento magisterial, las luchas estudiantiles contra el pulpo camionero y una larga cadena de síntomas rebeldes en la amodorrada sociedad mexicana, prendieron los focos rojos en la Secretaría de Gobernación. Los señores de la prensa se entregaron más que nunca, y ejercieron la autocensura, temerosos de alguna pifia que mereciera reconvenciones «desde arriba». Más papistas que el Papa, los directores‑empresarios cuidaban el contenido de artículos y noticias, tanto como el efecto de una imagen de denuncia. El virus de una paranoia contrainformativa cundió en diarios y revistas. Los fotógrafos, contagiados al igual que reporteros y articulistas de ese pavor a causar la más ligera molestia a quienes mantenían el aparato periodístico mediante publicidad y prebendas, pronto aprendieron lo que no se podía fotografiar. 2. El instructivo de la correcta libertad de expresión fue asimilado por los que

empezaron a ser llamados fotorreporteros o reporteros gráficos, aunque en su gran mayoría no eran verdaderos periodistas, sino operarios de aparatos ópticos y substancias químicas, requeridos por los medios para ilustrar los contenidos textuales. Estos fotógrafos cumplían sus órdenes de manera escueta y rápida, siempre con profesionalismo y a veces con gran eficiencia; como los reporteros, tenían sus «fuentes» de información más o menos definidas, y sus tareas eran registrar las actividades en secretarías de estado y otros organismos oficiales, o «cubrir» el espectáculo de las campañas seudo‑democráticas | 75 |


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para los puestos de elección popular, desde diputados hasta gobernadores. Consignaban como noticias la teatralidad del partido oficial, los informes anuales de gobernadores, o los cambios de estafeta en los poderes centrales o estatales. Las giras de trabajo del presidente de la república, o de los propios gobernadores en sus provincias, generaban abundante empleo para fotógrafos y gacetilleros. Este engranaje alimentaba decenas de periódicos y revistas, y cientos de páginas diarias, sin referirnos a la televisión, que empezaba a empujar fuerte en la escena del espectáculo mediático con sus camarógrafos armados de cámaras Bolex Paillard de 16 mm. Nadie imaginaría que, gracias a las figuras icónicas de locutores y conductores, convertidos a la vuelta de pocos años en gurús de la opinión pública, la televisión sería la súper estrella del Gran Guiñol de la Información Nacional, capaz de mediatizar y estupidizar a las masas hasta abismos nunca imaginados. Así, la necesidad del control noticioso por parte del Estado mexicano mantenía una industria pesada para darle vida a un periodismo manipulado desde el editorial y los artículos «de fondo», hasta la imagen fotográfica, con todo y sus pies de foto. 3. ¿Qué le esperaba a los fotógrafos de prensa, cuando redactores y columnis-

tas apenas se atrevían a escribir críticas y denuncias sesgadas o crípticas, en que los blancos eran siempre funcionarios menores, gobernadores en desgracia o conflictos tan obvios y añejos que señalarlos no ponía en entredicho el avance democrático bajo la infalibilidad presidencial? A pesar de su veneración al poder y su escasa politización, los fotógrafos habían conseguido imágenes probatorias de un Estado represor, y algunas de ellas se habían colado en páginas de diarios y revistas, así fuera con tramposos pies de grabado o textos que desvirtuaban su contundencia. Un sector del público lector, es de suponer, podía ver y leer entre líneas y separar la veracidad de una fotografía, de la vaguedad contradictoria del texto adjunto. La foto de un maestro golpeado en el suelo por granaderos era irremediable como documento de denuncia, aunque los jefes de redacción agregaran textos que contradecían la imagen y resaltaban la intransigencia de los maestros, que abandonaban su función educativa por intereses personales. El mensaje estaba dado: el Estado debe


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de ser duro porque los maestros son extremistas; los huelguistas llevan el de‑ sorden y la inseguridad a las calles y abandonan a nuestros hijos, pero el buen gobierno restablece el orden, aunque para ello tenga que apalear y encarcelar a unos cuantos individuos. 4. Desentrañar la falacia entre im������������������������������������������ ágenes y textos �������������������������� contradictorios es un pro-

blema del nivel de conciencia y educación política de cada lector. Creer o no un texto informativo depende del arraigo de prejuicios o convicciones personales, mientras que el mensaje de la imagen puede romper esas defensas de la inteligencia condicionada, y cambiar nuestro enfoque aunque sólo sea por unos segundos de reflexión. La imagen tenía que ser desvirtuada mediante dos fórmulas: neutralizarla y minimizarla con complementos textuales o, más drásticamente, no publicarla. La debilidad o ambigüedad de ciertas fotos sucumbía con la primera fórmula; otras, más fuertes, la superaban. Fueron éstas las imágenes que empezaron a desaparecer de noticias y reportajes. Los famosos «ensayos» fotográficos de Nacho López, que abrían una ruta a la fotografía social durante la primera mitad de los años cincuenta, dejaron de aparecer. Así como los redactores aprendieron a «no decir», que es lo mismo que callar, los fotógrafos aprendieron a no ver, que equivale a no pensar, a no fotografiar más allá de la orden de trabajo diaria. Las directrices editoriales eran cada vez más convencionales, y nula la posibilidad de representar en imágenes otras realidades ajenas al negocio periodístico. Los fotógrafos talentosos, entonces, emigraron de periódicos y revistas. Los documentalistas y los mejores fotorreporteros quedaron en un callejón sin salida, ganándose la vida –y no siempre– mediante contratos con instituciones de gobierno, foto comercial o el prestigio poco remunerativo entre intelectuales y artistas. A veces se abría alguna puerta pasajera, pero la gran prensa, el medio natural para la difusión de la foto realista, fue un desierto de imágenes documentales de calidad. En el periodismo permanecieron los fotógrafo-operarios, los que todo tomaban y nada veían, los que recibían su sobre después de un acto político importante y cobraban en una o varias nóminas de gobierno; los que tenían credenciales de la Dirección Federal de Seguridad y recibían regalos de Navidad; los que no


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se rebelaban cuando una imagen contundente era borrada por la indiferencia. Los mejores fotógrafos emigraron, o simplemente nunca pertenecieron a la nómina de medio periodístico alguno. 5. En las primeras marchas del movimiento magisterial de 1958, las van-

guardias partían del Monumento a la Revolución o el Hemiciclo a Juárez, con grandes carteles y pancartas realizados por el Taller de la Gráfica Popular y otros artistas solidarios. Se cantaban consignas y corridos con letras superpuestas adaptadas a la lucha. Las columnas desfilaban por San Cosme, Avenida Juárez, Rosales y Bucareli; entraban hacia el Zócalo por 16 de Septiembre y Madero y ocupaban áreas donde no pasaban desapercibidas. Los fotógrafos de prensa tomaban la foto de rigor del arranque, y regresaban a sus redacciones a entregarla para la breve noticia de mañana. Esas fotografías no solían publicarse, y si aparecían era con textos capciosos que deformaban el sentido de la imagen. Cada uno de aquellos movimientos tuvo su propia dinámica, y al llegar a un clímax de organización y unidad la represión era inevitable. Los fotógrafos entonces se aplicaban más, pero no para buscar fotos significantes, sino la foto espectacular de tono amarillista. De cualquier manera, sus fotos no aparecían, y sin duda esto contribuyó a que, a la larga, los chicos de la lente perdieran el interés en documentar aquellos hechos sociales con más interés profesional. 6. Yo también aprendí desde aquellos años, a través de la toma de conciencia,

la relatividad y la manipulación de la fotografía en el contexto informativo. Fue triste comprender que los pies de foto podían cambiar el sentido de una imagen, y hacer polvo las ideas al haber enfocado una situación con cierto ángulo y encuadre, con un punto de vista personal sobre el hecho. Cientos de negativos y copias entregados en la redacción o en el mismo escritorio de Regino Hernández Llergo, no eran publicadas; con frecuencia se perdían o eran devueltas en mal estado. También aprendí que mi selección de lo que consideraba certero para informar de los hechos, se menospreciaba en las mesas de formación, a la que los fotógrafos no tenían acceso. La mejor foto podía ser eliminada


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o puesta en un lugar secundario, o mutilada y reducida hasta hacerle perder su sentido; o al revés: fotos de simple cobertura podían ser desplegadas a una página por los temibles emplanadores, como se llamaba a los formadores de planas cuando los diseñadores gráficos aún no se inventaban en México. Los fotógrafos no intervenían en el proceso editorial, en general porque así estaban condicionados, pero además porque no les interesaba. La verdadera emoción del fotógrafo era esperar la aparición de su material, y ver en qué lugar había quedado y qué espacio le habían concedido los supremos del periódico. El fotógrafo tocaba bajo dos compases breves: fotografiar los sucesos solicitados, y entregar copias o negativos lo más pronto posible. Cualquier búsqueda de más era inútil y podía ser hasta mal interpretada. Durante mi trabajo en Impacto, y después en Sucesos, frecuenté las mesas de formación para defender ésta o aquella imagen. Con la complicidad de algunos formadores evité barbaridades de edición con mis fotos, pero también tuve desencantos al ver cómo algunas de ellas eran desechadas. Muchas de esas fotos no regresaron nunca a mis manos, pero otras muchas sí, y son las que conforman el archivo laberíntico de aquellos trabajos que hoy busco descifrar y reconstruir. 7. En los acontecimientos de 1958, tal vez para presionar y sacarle dinero a la

Secretaría de Educación Pública y a la ya desde entonces corrompida directiva del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación –snte–, contra el cual se levantó en huelga el magisterio del país, don Regino Hernández Llergo me publicó algunas imágenes con textos de alguien que, al menos, abría la interrogante sobre la justeza de la lucha magisterial. Fue un «ábrete sésamo» para mi trabajo con los maestros, que ante la campaña adversa de los periódicos desconfiaban lo mismo de los reporteros que de los fotógrafos. Desde la represión contra el movimiento ferrocarrilero y el Partido Comunista, corría la voz de que algunos de los fotógrafos que asistían a asambleas y manifestaciones, estaban al servicio de la secretaría de Gobernación, y sus fotos servían para que la policía política armara sus ficheros de disidentes y agitadores. Así, reporteros de pluma o de cámara eran mal vistos y recibidos, y en ocasiones sacados con violencia de los recintos sindicales, como pude atestiguar.


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Esto ampliaba el vacío de la relación entre la prensa y los movimientos de masas. La prensa no publicaba, y cuando enviaba reporteros éstos eran rechazados o apenas alcanzaban a tomar unas cuantas fotos para cubrir el expediente. Sólo cuando las marchas eran reprimidas y las calles se llenaban de granaderos que gaseaban y apaleaban, los fotógrafos aparecían a montones, pero siempre atrás de, o entre los policías. De todas formas, sus precauciones eran inútiles, pues en general sus imágenes no salían. Y sí era verdad, en cambio, que muchas de aquellas fotos tomadas en mítines, plantones y corretizas, iban a parar a los archivos de Gobernación, y de allí a los expedientes de la Policía Federal de Seguridad, y de allí a la Embajada de los Estados Unidos. Fue la forma elemental de varios fotógrafos para corresponder a las sinecuras de que gozaban. En lugar de meterse entre la gente y usar angulares, empezaron a usarse los espectaculares lentes largos japoneses. Fue la decadencia del angular y la apoteosis del telefoto, que desde lejos permitía estar cerca de los sujetos y sus acciones, y fotografiar a prudente distancia rostro por rostro, en lugar de captar desde adentro el rostro polifacético de las muchedumbres indignadas. 8. Lo poco que publicó Impacto, favorable a los maestros, antes de pasar la

factura para cambiar de bando, bastó para darme entrada al centro del movimiento. Así reforcé mi fogueo como fotógrafo de acción y simpatizante de las causas sociales, iniciado con el movimiento estudiantil de 1958 y las rebeliones de los petroleros. Al igual que mis colegas de otras publicaciones, sabía que mis fotografías no serían publicadas. Pero no me importaba y yo sí cubría, emocionado y alerta, aquellas acciones, con trucos para eludir otras órdenes de trabajo o no acudir al periódico. A cambio de la indiferencia del director, ganaba elogios y estímulos de los colaboradores avanzados de la revista. Mis fotos iban de un lado a otro entre las organizaciones de estudiantes o maestros, que las desplegaban en sus asambleas y las utilizaban en sus panfletos o periodiquillos. Recuerdo en particular una pequeña revista que hacían los maestros, escrita y coordinada del todo por el periodista Alberto Domingo, redactor en la revista Siempre! Él, como unos cuantos periodistas, ayudaba a


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la causa del magisterio, que muy pronto sería aplastada con la detención y encarcelamiento de sus líderes. La revistita, creo recordar, se llamó Arriba, y circulaba ampliamente entre el magisterio disidente, que era la gran mayoría. Entre Domingo y yo logramos darle en sus escasas 24 o 32 páginas, la textura de un órgano informativo de lucha. Mi orgullo era ver las páginas del reportajillo central ocupado por mis fotos, casi en miniatura. El crédito a mi trabajo era la única y gran retribución. 9. Mi salario en Impacto se esfumaba en papel fotográfico, película y subs-

tancias que no siempre podía escamotearle al laboratorio de la revista. Los usuarios de mis fotos las pagaban con elogios y camaradería. Algo similar me había sucedido con las bailarinas de la Academia Mexicana de la Danza de Bellas Artes, a las que fotografiaba sin tregua con hipótesis románticas, pero de las que sólo recibía besitos amistosos en la mejilla. Vivía soltero en un cuarto compartido de la colonia Roma, y los apremios económicos eran crónicos. Flotaba con eventuales trabajos comerciales en formato medio. Mi desencanto del periodismo fue total por la sumisa línea gobiernista de Impacto y la frecuente pérdida o maltrato de mis negativos. En 1958 deserté por primera vez durante un viaje al sureste, dejando en mi maleta por dos semanas el material que debía de haber enviado con los pilotos de Mexicana de Aviación, como se estilaba en aquellos tiempos con los materiales periodísticos urgentes. Tenía veintitrés años y regresé de Palenque con una intelectual italiana que más tarde sería mi esposa. Sin trabajo, sin casa, con pagos vencidos y un futuro incierto a la vista, la Rolleiflex era mi única arma para seguir adelante. Por fortuna, pocos meses después regresé a la revista, acogido por la fe que me tenía don Regino en mis imágenes. Pero su semanario era cada vez peor, y yo un joven cada vez más insumiso y consciente ideológicamente. Perdí la esperanza de desarrollar mi trabajo en el periodismo, y de nueva cuenta lo abandoné en 1960. Salí de esa publicación en pleito con un tal Mario Sojo, gerente, a quien demandé en los tribunales del trabajo. Cuando gané el litigio me cubrió la indemnización con dinero, y con una hermosa amplificadora Leitz Focomat IIc, nuevecita, que he conservado como una escultura en algún rincón de mi casa.


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El callejón sin salida de los sesenta me sorprendió esperando una hija, con una nueva chamba emocionante en el Instituto Nacional de Antropología e Historia, muchas deudas, y un vago papel de militante fotógrafo en el Partido Comunista. Quizás fui en México el último de los fotógrafos comprometidos con su ideología política, antes de la dispersión o virtual desaparición de la foto documental ante la avalancha de la epiléptica urgencia televisiva.

«Encrome» inédito escrito en Cuernavaca, Morelos, octubre de 2000.


Calle Lafragua, ciudad de MĂŠxico, 1958.


Granaderos agreden a un maestro durante el llamado ÂŤVerano del descontentoÂť. Glorieta de El Caballito, ciudad de MĂŠxico, 1958.


Una maestra interpela a un granadero por la golpiza propinada a un maestro. Ciudad de MĂŠxico, agosto de 1958.


En primer plano, el patio interior de Palaci0 Nacional. Al fondo, concentraci贸n de maestros en la Plaza de la Constituci贸n. Ciudad de M茅xico, 1958.


Maestros instalados en el patio del edificio de la Secretaría de Educación Pública. Ciudad de México, 1958.



UN DOCUMENTALISMO POLITIZADO SIN REMEDIO

❝  La ideología es una cosa intrínseca

a la naturaleza humana aunque ahora la tendencia de los medios es desideologizar. Un fotógrafo siempre tiene una carga ideológica, pues la ideología no es más que la suma de nuestras ideas. ❞


Ernesto Che Guevara, La Habana, Cuba, 1964.


en 1964, rodrigo moya tuvo oportunidad de fotografiar en una sesión prolongada al comandante y ministro de la Revolución cubana Ernesto Che Guevara, ya entonces realidad poderosa que de manera inevitable adquiriría las proporciones de leyenda. En las fotos de Rodrigo, el Che se muestra afable, el estadista y el guerrillero y el ideólogo en su hora de interés sonriente, al servicio de sus interlocutores verbales y gráficos. No es el Che de las batallas, las asambleas populares, las recapitulaciones críticas, los encuentros internacionales. Es el Che por así decirlo cotidiano, el combatiente encargado esta vez de la defensa institucional de un país en medio del acoso norteamericano. Las imágenes son excepcionales porque la gran calidad técnica de Moya se concentra en la observación desprejuiciada de la personalidad que contiene y trasciende al personaje. Carlos Monsiváis

Fragmento tomado del álbum Che, México, Era, Imprenta Madero, 1987. El propósito del mismo era reunir fondos para la adquisición de material escolar en apoyo a la Revolución nicaragüense. Diseñado por Rafael López Castro y producido por el propio Moya, el álbum reunía fotografías que veían la luz por primera vez. | 91 |



EL CHE: LOS QUINCE MINUTOS MÁS LARGOS

En los primeros días de agosto de 1964, cuatro periodistas mexicanos fuimos recibidos por el comandante Ernesto Che Guevara en la sala de juntas del Banco de la República, del que entonces él era director. Había solicitado esa entrevista en compañía del reportero Froylán Manjarrez y el caricaturista Eduardo del Río. Nuestra idea, para la cual teníamos patrocinador seguro, era realizar un libro que se llamaría «Cuba por tres», donde se conjugarían los textos ágiles de Froylán, las certeras caricaturas de Rius, y lo que yo pudiera captar con mi cámara. Es decir, un libro en el cual la escritura, la caricatura y la imagen fotográfica periodísticas pudieran dar cuenta, desde un punto de vista documental y al mismo tiempo ligero, del devenir de la revolución cubana en aquellos años en que se consolidaban sus logros, como también las amenazas y los riesgos que se cernían sobre ella. Cuando volvimos a México, nuestro seguro y millonario patrocinador había falle‑ cido repentinamente, y el libro no se hizo. Sin embargo, esa experiencia alimentó a Rius para publicar poco después su divertido Cuba para principiantes, que tuvo un tremendo éxito a mediados de los años sesenta, y empujó a la idea socialista y a la solidaridad con Cuba a miles de jóvenes idealistas. DE 15 MINUTOS A DOS HORAS

Fue una guapa miliciana, armada con una Makarov 9 milímetros y un ceñidísimo pantalón verde olivo, la que una tarde, intempestivamente, nos informó en el Hotel Nacional, a la hora de la siesta, que la entrevista estaba concedida. El comandante Guevara nos recibiría de inmediato, exactamente a las cinco de la tarde, por 15 minutos estrictos. Lo que era un sueño, de pronto era una realidad. Brincamos del sopor del agosto cubano sin aire acondicionado, | 93 |


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a un Cadillac de los años cincuenta, acompañados de Juan Duch, quien como miembro destacado del Partido Comunista Mexicano (pcm ) y colaborador como nosotros en la revista Sucesos, quedó de alguna manera incluido en esa reunión solicitada por el grupo original desde semanas antes. Tuvieron suerte –nos comentó la miliciana que se acomodó en el asiento delantero al lado de Juan–, el comandante canceló su reunión con los delegados del Partido Comunista Chileno, porque Chile acaba de romper relaciones con Cuba, y les concede ese tiempo a ustedes. Pero ya saben, agregó, sólo 15 minutos; les ruego que sean concretos, compañeros, el comandante tiene repleta su agenda y aún le quedan muchas citas con comisiones de África. Ustedes son los únicos periodistas que ha decidido recibir durante estas celebraciones del 26 de julio. DESTINO TRAZADO

Los anunciados 15 minutos se convirtieron en dos horas de charla relajada, en la que pude fotografiar a mis anchas a ese hombre que ya en ese entonces era un personaje legendario. Tres meses después de aquellas fotos logradas con la poca película que llevaba, el Che Guevara desaparecería paulatinamente del panorama político de Cuba e iniciaría el camino que lo conduciría, después de un agitado periplo por cuatro continentes y casi un año de trágicas escaramuzas guerrilleras, a su asesinato en una escuelita rural de la sierra boliviana. Desde finales de 1964 hasta su muerte, el Che se convertiría en el enigma más perseguido por la prensa internacional, en la presa más codiciada por los servicios criminales de Estados Unidos, y en un héroe para los hombres y mujeres rebeldes de todo el mundo. Visto a cuarenta años de distancia, tengo la certeza de que mientras el Che platicaba con nosotros, en su cerebro ya estaba fraguada la determinación de dar por cumplido su papel en la Revolución cubana, y salir a otras regiones a luchar por el socialismo con las armas en la mano. Difícil pensar que en el mismo agosto del año siguiente estaría combatiendo en el Congo al mando de una brigada cubana, y que en poco más de tres años ascendería al Olimpo de los inmortales, al caer en su guerra imposible contra el imperio de


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nuestro tiempo y sus variopintos lacayos latinoamericanos. Él sabía que moriría pronto en tierras inhóspitas, lejos de su amada Cuba, y sin embargo nos contaba anécdotas y respondía nuestras preguntas con la serenidad de un ciudadano cualquiera. LECTOR DE «LOS AGACHADOS»

La cancelación de la reunión entre el Che y los chilenos nos favoreció para entrar en su agenda aquella tarde de agosto; pero también contó el hecho de que entre aquellos tres jóvenes periodistas que habíamos solicitado hablar y fotografiar al Che, estuviera el ya célebre Rius. Resulta que el Che Guevara leía Los Agachados cada semana, y según nos comentaría después, era lo primero que buscaba cuando llegaba la valija diplomática desde México, cargada de periódicos y revistas. El comandante Guevara entró en la sala de juntas con un puro en la mano, con las botas negras relumbrantes y su atuendo de soldado raso planchado y limpio, pero sin insignia alguna. Dijo que en su ministerio se ofrecía solamente lo que en las casas cubanas, agua fresca y un «buchito» de café cuando lo había, y nada más. Aquí vivimos como cualquier cubano, sólo que con un poco más de trabajo, dijo sonriendo, y con un tono cordial que rompió de inmediato cualquier solemnidad, preguntó: «¿quién de ustedes es el tal Rius?» El dibujante se puso rojo como un tomate, movió incontables veces la cabeza de un lado a otro, y al final se señaló el copete. Creo que por lo menos media hora de la charla versó sobre los personajes de Eduardo, en los cuales el Che era un erudito. Y creo también que por eso firma sus créditos en algunas de sus historietas como «el tal Rius». CHARLAS CRUZADAS

La charla en la sala de juntas tuvo dos vertientes, a ratos encontradas. Por un lado, el deseo evidente del Che de conversar con jóvenes periodistas colaboradores en una publicación como Sucesos, que en esos años abordaba los problemas nacionales y empezaba a ocuparse de los movimientos armados en América Latina, dándonos entrada para que, sin necesidad de complicadas


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preguntas, él llevara la voz, contara anécdotas y expresara sus ideas sobre la necesidad de «globalizar» la lucha antiimperialista; pero, por el otro, el querido Juan Duch, periodista y militante del pcm, íntegro a más no poder, pero de corbata y protocolo acorazado, era un entusiasta usuario del lenguaje eclesiástico de las viejas guardias. Inteligente, cultísimo e impecable escritor, intervenía a cada rato con hiperbólicas preguntas que a ojos vistas impacientaban a nuestro interlocutor, quien contestaba cualquier cosa y luego derivaba bruscamente a la conversación que insistía en sostener principalmente con los jóvenes informales. VER MÁS QUE ESCUCHAR

Como fotógrafo, los primeros minutos me sentí agobiado por los problemas técnicos que me planteaban la escasa luz mercurial del interior, la película lenta que llevaba y el fuerte contraluz de una ventana de persianas contra la cual se sentó el Che a la cabecera de la mesa. Con contadas placas en mi cámara y todos apiñados en una mesa larga escuchándolo, preferí esperar a que nos despidiera al terminar los supuestos 15 minutos sentenciados por la miliciana, para tomar unas fotos en el pasillo de grandes ventanales por donde habíamos entrado. Pero esa tarde el Che estaba de vena platicadora, y sentí que la reunión se prolongaría; entonces tuve tiempo de reflexionar mi estrategia fotográfica y trabajar calmadamente con los pocos elementos que poseía. Me senté en la cabecera opuesta a la del Che, e instalé un telefoto corto en mi cámara de formato medio. Apoyando sólidamente el aparato sobre la superficie de la mesa, ausente de la conversación y atento sólo a las expresiones y movimientos del Che a través del visor de la cámara, percibí más cerca que nadie sus gestos y movimientos. Mi cerebro, en estado de alerta como el de una araña tras los imperceptibles movimientos de una presa, captó en sus más íntimos matices los rasgos notables de su rostro, sus posturas como de acecho cuando hablaba, o de concentración cuando con un lapicero trazaba esquemas que reforzaban su narración. Seguí los movimientos repetidos de sus manos al prender el fósforo y darle lumbre una y otra vez al tabaco. Me sorprendí al descubrir esas


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manos que más parecían las de un artista que las de un hombre diestro en el manejo de las armas, y sobre ellas enfoqué varias de mis tomas. Supe que estaba viviendo una oportunidad única, sin la posibilidad de disparar más fotos de las pocas que llevaba, y fui en extremo cuidadoso en la exposición y el foco. Al final de la primera hora disparé la última fotografía, y entonces sí pude escuchar y participar, con el entendimiento abierto, en los vericuetos de una conversación en dos sentidos entre una cuarteta de periodistas mexicanos, y un hombre universal.

«Encrome» publicado originalmente en La Jornada, con el título de «Dos horas con el Che Guevara hace cuarenta años», 8 de octubre de 2004.


Hoja de contactos en la que aparece Ernesto Che Guevara, la cual incluye doce de las diecinueve fotograf铆as que Rodrigo Moya le tom贸 en La Habana, Cuba, en 1964.


CERO EN CONDUCTA

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páginas 100- 104: Sierra Falcón, Venezuela, 1966.


VENEZUELA: BUSCANDO AL CHE

El texto que a continuación presentamos es autoría de Juan Manuel Aurrecoechea. Nos permitimos incluirlo en el apartado «Moya por Moya» porque recupera, en buena medida, el testimonio del fotógrafo durante su estadía en Sierra Falcón, Venezuela. Con la expectativa de encontrar al Che Guevara en la Sierra Falcón de Venezuela, Rodrigo Moya decidió acompañar a Mario Menéndez para realizar un reportaje sobre las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (faln). «Me prometí no volver a salir con él como ‘su’ fotógrafo –recuerda Rodrigo Moya–, pero falté a mi palabra por una de sus triquiñuelas: cuando estaba a punto de renunciar debido a diferencias crecientes y a un malestar crónico desde la noche de San Jorge, me dijo un día, de la manera más amistosa y conspirativa, que teníamos que viajar a Venezuela a encontrarnos con el Che Guevara. Según él y sus misteriosas conexiones, ambos éramos los hombres de confianza para esa misión. Con mis fotografías y mis entrevistas daríamos al mundo la primicia del paradero y la lucha del Che. Me lo creí como un tonto, y volví a viajar como el ilustrador de las magníficas hazañas de Mario Menéndez Rodríguez». A su encuentro con las faln en la Sierra Falcón, y mientras Menéndez se quedaba en un caserío con los comandantes Douglas Bravo y Luben Petkoff –a los que hizo larguísimas entrevistas que luego publicó casi íntegras en varias entregas de Sucesos para Todos–, Moya partió con una columna guerrillera por las montañas de Iracara; documentó con precisión las condiciones de vida de los rebeldes; estuvo a punto de caer en un cerco del ejército y, a paso vietnamita, marchó bajo el vuelo de helicópteros. «Aquello podía durar hasta un año, recuerda el fotógrafo. Sintió que los guerrilleros lo trataban con una frialdad desesperante, apenas le dirigían la palabra; es que Menéndez, | 101 |


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«al no poder seguirme –contó Rodrigo– en las violentas marchas hacia los centros de operación de las guerrillas debido a su deplorable condición física, por lo bajo me señaló ante los jefes guerrilleros como un tipo de poca confianza, militante cerrado de un partido [el Partido Comunista Mexicano] en ese entonces denostado por su ideología pro soviética y anti guerrilla». En el texto de su reportaje Menéndez criticó severamente a los dirigentes del Partido Comunista de Venezuela –que sostenían la vigencia de los caminos pacíficos y legales de la lucha política–, los acusó de «claudicantes», de aceptar «componendas» con su gobierno para participar en contiendas electorales y, finalmente, de estar infiltrados por la cia, ya que se mostraban «incapaces de ponerse con las armas al frente de las masas». Cuando estas acusaciones fueron publicadas provocaron la indignación de los comunistas mexicanos: Arnoldo Martínez Verdugo, Ramón Danzós Palomino y David Alfaro Siqueiros enviaron cartas de protesta y acusaron al periodista yucateco de calumnia.


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Juan Duch, quien ocupaba el puesto de coordinador editorial de Sucesos para Todos renunció a la publicación. Poco después Rodrigo se negó a acompañar a Menéndez en un reportaje sobre la guerrilla colombiana y también renunciaba a seguir colaborando con la revista. «Si el viaje a Guatemala –cuenta el fotógrafo– fue el punto de inflexión de la relación política y profesional con Menéndez después del incidente de los fusilamientos, Venezuela fue la ruptura. Y no por mi lealtad a las líneas pacifistas del Partido Comunista, puesto que mis diferencias –y las de muchos otros cuadros jóvenes con el partido– sobre la validez de la lucha armada, eran abiertas y favorables a ésta». El reportaje de Menéndez y algunas fotografías que Moya tomó en Venezuela se publicaron en cinco entregas de Sucesos para Todos, del número 1750, correspondiente al 10 de diciembre de 1966, al número 1754, del 7 de enero de 1967. Al mes siguiente algunas de las imágenes se reusaron para acompañar la publicación del famoso texto «Revolución dentro de la Revolución»


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de Regis Debray, que la revista dio a conocer por entregas a los lectores de América Latina, a partir del número 1758, del 4 de febrero de ese año. Pero la suerte de las fotografías no quedó ahí. Rodrigo recuerda que Menéndez le contó haber vendido algunas al Washington Post: «Nunca las vi publicadas. Tampoco me pagó nada. Poco después un emisario de las faln me pidió entregar los negativos. Supongo que si realmente se publicaron en el Washington Post, los pies de fotos y los textos habrán desvirtuado el sentido del reportaje. A Menéndez lo que le interesaba era su prestigio, aun poniendo en riesgo a otros. Las fotos para Los guerrilleros, de Jean Lartéguy, me fueron sustraídas o sonsacadas mediante una hábil labor de inteligencia, y sirvieron para apoyar un texto anticomunista que denunciaba la presencia de combatientes cubanos en las guerrillas». Texto tomado de Rodrigo Moya. Foto insurrecta. México, Ediciones El Milagro, 2004.


Rodrigo Moya posa, al centro, con un comando guerrillero. Sierra Falc贸n, Venezuela, 1966 (foto dirigida).



CON LOS OJOS BIEN ABIERTOS

❝  Yo podía influir en el diseño e imponer

mis fotografías, defenderlas e incluso a veces determinar su ubicación cuando hablaba con los formadores. Llevaba precisamente las fotografías que quería que aparecieran. Fue una etapa posterior y muy privilegiada porque generalmente el fotógrafo no tiene acceso a las imágenes que se van a elegir. ❞



EL REPORTAJE

En abril de 1955, a los veintiún años de edad, hice mi primer reportaje en la zona de El Mezquital, al lado del periodista Ricardo Toralla. No supe siquiera si el reportaje se publicó, y en dónde, pero conservo los negativos. Poco después entré a la planta de fotógrafos de la revista Impacto, donde en pocos años hice decenas de reportajes, además de la información cotidiana. Viéndolo seleccionar fotos y diseñar a trazo grueso las páginas, fue como aprendí de Regino Hernández Llergo, director de esa publicación semanal, los principios del reportaje fotográfico. También aprendí a ver con los ojos bien abiertos lo que se publicaba en las revistas norteamericanas y europeas, que privilegiaban su espacio para reportajes fotográficos desplegados en varias páginas. Visto en perspectiva, digo que a la mitad del siglo xx raramente se hacían verdaderos reportajes en México. Se le llamaba «reportaje» a un conjunto afortunado de fotos sobre un mismo tema, tomadas generalmente en un solo día, o sobre una acción que sucedía vertiginosamente. No había un proyecto previo presentado por el fotógrafo, por un reportero o la dirección de la revista. Tampoco había patrocinio para movilizaciones a lugares lejanos, facilidades de trabajo, material suficiente, viáticos, tiempo, salario asegurado. Hubo notables excepciones, pero en general el reportaje carecía de profundidad y se improvisaba sobre la mesa de redacción cuando un buen conjunto de fotos merecía el agregado de un redactor, o en mi caso, con frecuencia, el de mis propios textos. Los mejores reportajes en ese tiempo fueron iniciativas personales de fotógrafos independientes, que escasamente podría recuperar el tiempo y los materiales invertidos. El historiador Alberto del Castillo Troncoso, estudioso de la fotografía de prensa mexicana, y en particular de mi trabajo entre 1955 y 1967, ha localizado | 109 |


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en las hemerotecas más de un centenar de reportajes o con- páginas juntos de fotos hechos por mí. Algunos son verdaderamente siguientes: reportajes, pero otros son series de fotos tomadas en distintos Portada e interiores de tiempos y espacios, a la cuales en algún momento yo mismo «El ixtle es les daba congruencia con un texto propio o ajeno, para indu- hambre», cir su publicación. Sucesos para Aparte de series sencillas que llamaban «reportajes» Todos, núm. sin serlo en realidad, sí logré varios para mí memorables. 1702, 25 de diciembre de Recuerdo mi cobertura, a título personal, del movimiento 1965. estudiantil y el del Movimiento Revolucionario del Magisterio en 1958, que fueron censurados cuando se desató la represión. También aprecio lo que hice sobre los recolectores de ixtle y la candelilla en el norte de México. Pero los más importantes para mí estuvieron ligados a las luchas revolucionarias en Guatemala, Venezuela, Panamá, República Dominicana en plena invasión norteamericana, y Cuba en 1964, ya en la construcción socialista.

Texto tomado de Archivo Fotográfico Rodrigo Moya. Catálogo temático preliminar. México, Conaculta, Fonca, 2009.










LA CIUDAD MENOS VISTOSA

❝  Nunca perseguí el retrato como un género específico,

separado de mi trabajo general de fotorreportero, pero me atraían los personajes dentro de sus realidades, y simplemente los fotografiaba como parte de un todo. ❞


Ciudad de MĂŠxico, ca. 1960.


LA CIUDAD QUE VIVÍ

La ciudad de México no fue para mí un sujeto fotográfico específico, a pesar de que desde los dos años de edad, hasta que la abandoné en 1998, viví siempre en diversos y opuestos puntos de su geografía. En los catorce años en que fui fotógrafo de prensa y documentalista, la capital no me fascinó en espe‑ cial como para ocuparme en particular de ella. La ciudad me era tan connatural como el aire entonces límpido que respiraba, y simplemente la habitaba, la viví en mi tiempo, y fotografié algo de lo que allí sucedía, a veces por encargo, casi siempre por mi cuenta. Pero no se puede ser fotógrafo en una ciudad como México sin sentirla y sin descubrir paulatinamente sus peculiaridades. Yo la miraba desarrollarse lentamente hacia arriba, y extenderse con ímpetu infeccioso a lo largo y ancho de esa meseta que llamamos Valle de México. Miraba al paso de los años, de la vida, cómo las montañas se transformaban en hacinamientos de casas grises, apiñadas, siempre feas; cómo sobre las cuencas secas de los lagos del poniente y a los lados de los tiraderos de basura emergían calles polvorientas en el estío, o intransitables bajo las lluvias. Eso me inquietaba más que los periféricos o los rascacielos vidriados que proliferaban sobre las grandes avenidas o alrededor de las nuevas vías de concreto. La ciudad que me inquietó fue la de la epidermis, la de lodo y polvo con sus inverosímiles viviendas desechables. Más que la modernidad y el progreso impetuosos, lo que entró por mi cámara fueron las vecindades con sus mujeres afanosas alimentando tendederos, rodeadas de las tropas pululantes de sus niños. Las barriadas con chimeneas y hombres taciturnos, las colonias donde habitan los millones que construyen la urbe central, quienes la pavimentan y barren, levantan y cuidan sus jardines, cargan o venden las infinitas mercancías y mueven la maquinaria de la relojería urbana. | 121 |


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MOYA POR MOYA

No quiero decir que no fotografié en sí a la clásica y muy noble ciudad de México. En este archivo están el Zócalo, sus palacios y su catedral magnífica por dentro y por fuera. Están la Alameda Central, Tlatelolco, Chapultepec y su zoológico, la Ciudad Universitaria, las avenidas de más prosapia, lugares de paseo o sitios históricos, monumentos, iglesias y conventos arruinados. Y al lado, o entre ellos, detalles al paso, gente, escenas insignificantes. Abundan trabajadores, vendedores, artesanos, estudiantes, personajes, calles y periféricos que sólo pueden ser capitalinos. Perseguí la incipiente contaminación y me ocupé de «La casa del hombre» como un proyecto inconcluso que resumía mi visión de la ciudad, esencialmente monstruosa, aberrante, injusta, plagada de distintas formas de un caos creciente y al acecho. Todo a pesar de su belleza esparcida a lo largo de un cuerpo que se renueva y crece sin reposo. Están también las rebeliones urbanas que me tocó vivir y la brutalidad con que se reprimían. Está mi trabajo de empleado que cumplía órdenes como reportero gráfico aquí o allá, o de fotógrafo independiente ideando reportajes, mirando algo más que las raquíticas necesidades de periódicos y revistas. Por la ciudad de México pasé fotografiando celebridades, teatros, actrices y actores, políticos prometedores y multitudes enardecidas. No hay, y ahora que enumero caigo en la cuenta, una sola prostituta, un solo burdel, cantinas jocosas, vida noctívaga, tullidos o seres fuera del tiempo, como caídos del cielo o del infierno, tan llamativos siempre para la fotografía. Hay en mi trabajo sobre la ciudad muchos seres simples, mucha pobreza, abismos sociales de pueblo revuelto con personas y cosas célebres. Hay también belleza, domingos, gente feliz o enamorada, algunas búsquedas plásticas. Medio siglo después lamento todo lo que no quise o pude fotografiar, añoro los miles de negativos que fui perdiendo al paso del tiempo, o deseché en las horas de la autocrítica ignorante. Una ciudad es un ente subjetivo en cambio constante, y en su totalidad y esencia cambiante es inaprensible para uno o cien fotógrafos. Cada uno en su tiempo toma el fragmento de la realidad que más le atañe. Cada uno tiene su ciudad, o sus fragmentos de ella. Yo preferí la parte menos vistosa, pero la más constante: la desvalida que no tiene cabida en el arte, aunque a veces sí en la historia.


Tacuba, ciudad de México, ca. 1960.

◂ Texto tomado de Archivo Fotográfico Rodrigo Moya. Catálogo temático preliminar. México, Conaculta, Fonca, 2009.


Vecindad Casa Blanca en Tepito, ciudad de MĂŠxico, ca. 1963.


Ciudad de MĂŠxico, ca. 1962.


«No me quitó la mirada, ni descruzó las piernas o movió el cigarro que sostenía en la mano. Su serenidad me intimidó. Desde el primer momento pensé que tenía que disparar rápido, y también él lo adivinó, y así me le fui acercando mientras desenfundaba, y él permanecía impertérrito, con una leve sonrisa que podría ser irónica o amable pero que ya más de cerca me pareció inmensamente triste». Jerónimo, «Rey de los Pepenadores y amo de la basura fina de la calzada de los Virreyes». Lomas de Chapultepec, ciudad de México, 1965.


LA CIUDAD QUE NOVO NO VIO

El texto que a continuación presentamos es autoría de Alberto del Castillo Troncoso. Nos permitimos incluirlo en el apartado «Moya por Moya» porque consideramos que ayuda a poner en contexto las imágenes de la ciudad de México que el fotógrafo realizó en la década de los sesenta. En el año de 1968 la editorial catalana Destino publicó un libro ilustrado sobre México con un texto de Salvador Novo y más de cuatrocientas fotografías de Moya. Hay un contraste notable entre la crónica apologética del escritor, que pretende mostrar una noble ciudad de México con un pasado hispano brillante y un futuro moderno prometedor, y las imágenes del fotógrafo, que muestran la arquitectura de los siglos virreinales con sus prodigiosos retablos barrocos y los edificios con pretensiones cosmopolitas de mediados del siglo xx, pero también incorpora a los habitantes de la urbe de concreto, los eternos marginados y desposeídos, protagonistas de la obra de Moya, que se apropian de espacios públicos y privados y se resisten a ser considerados como elementos decorativos de un texto de carácter turístico, para integrar en cambio la parte más relevante del país al que se refiere el título del libro. El escritor pretendió censurar las imágenes del fotógrafo unos meses después de colaboración conjunta para la integración del texto y se negó a admitirlas en la entrega final para la publicación en cuestión. Sin embargo, la propia editorial española consideró que las fotografías de Moya narraban una parte fundamental de la ciudad latinoamericana que se quería promover con el texto y decidieron respetar el trabajo del fotógrafo. Gracias a ello, el lector pudo contemplar no sólo las joyas arquitectónicas del pasado virreinal y prehispánico de la nación mexicana, sino escenas concretas protagonizadas por los habitantes de la capital azteca a mediados del siglo xx. | 127 |


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MOYA POR MOYA

El discurso de Novo se concentraba en mostrar los distintos edificios, monumentos y plazas de la «muy noble y leal ciudad de México», trazando una genealogía que tenía sus orígenes en los primeros cronistas españoles, pasaba por la literatura de viajes y los grabados y litografías del xix y desembocaba –naturalmente– en el trabajo del propio escritor: «En lo posible, conduzco al lector a un recorrido de cuanto puede ver en una ciudad tan orgullosa de su noble pasado como empeñada en ejercer la misma grandeza en su presente».1 El autor se extiende en el prólogo destacando la importancia de los grabados y las pinturas de Rugendas y Linati para la representación visual de la ciudad de México en el siglo xix, pero no dice una sola palabra de las cuatrocientas fotografías de Rodrigo Moya que ilustran la mayor parte del texto. Varias razones explican este desencuentro entre el escritor y el fotógrafo. En 1966 Novo tenía sesenta años, había transitado de la disidencia cosmopolita del grupo de los Contemporáneos al mirador institucional del cronista oficial de la ciudad. Por su parte, Moya tenía 32 años y un pensamiento crítico del sistema enmarcado en la órbita antiimperialista característica de la izquierda latinoamericana de aquellos años.2 El reportaje de Moya titulado «Esta ciudad de México…» fue realizado en mancuerna con Manjarrez y para éste dispuso del mismo acervo de imágenes que le sirvieron para ilustrar el libro con Novo. Debido a lo anterior, podemos considerar este trabajo como una visión alterna elaborada por el fotógrafo en la que ofrece a los lectores una visión personal sobre la ciudad.3 En lugar del tono épico y oficioso de Novo, empeñado en destacar la grandeza del pasado y su convivencia con un futuro prometedor, el relato del reportaje

1. Salvador Novo, México, fotografías de Rodrigo Moya, Barcelona, Destino, 1968, p. 9. 2. Este desencuentro entre el cronista y el fotógrafo tiene un precedente importante en la

década anterior, con la agria polémica escenificada por el crítico Antonio Rodríguez y el propio Novo. La diferencia de puntos de vista políticos y estéticos desempeñó un papel fundamental en ambas controversias. 3. «Esta ciudad de México…», texto de Froylán Manjarrez y fotografías de Rodrigo Moya, Sucesos para Todos, núm. 1737, 3 de septiembre de 1966, pp. 25-30.


LA CIUDAD MENOS VISTOSA

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de Sucesos establece otro tipo de parámetros acerca de la manera en que la modernidad se había ido imponiendo a la tradición en la ciudad de México de mediados del siglo pasado, imponiendo estéticas, estilos y modos de vida que no siempre implicaban una mejoría o superioridad sobre las etapas anteriores. Con ellos la crónica adquiere el tono irónico y pesimista característico de la mirada del autor en otros trabajos periodísticos, que lo emparenta con las nuevas analogías urbanas que comenzaban a ser practicadas por una nueva generación de escritores, como Gustavo Sáinz o José Agustín: La ciudad se desborda. Surgen como hongos las poblaciones satélites que viven de su cuerpo y alegan independencia; se acaban los nidos viejos, como La Candelaria de los Patos y amenaza La Merced con volverse «decente». Tepito y la Bondojo miran con asombro los empeños en volverlas respetables, en hacerles perder su carácter bravero y alardoso. Las Lomas quedaron ya out y ahora está de moda tener un palacete viejo en Coyoacán y amueblarlo con basuras ennoblecidas por el esnobismo y la nueva moda. Ya no más novatadas por las calles del centro, ni batallas campales de los universitarios que estudiaban en Santo Domingo, en San Ildefonso o en Tacuba. La Ciudad Universitaria ha encasillado la fogosidad juvenil en su coto apartado del corazón y la vida de la gran ciudad.4

Las ocho fotografías que componen el reportaje cubren diversos aspectos de la ciudad. En algunas destaca el registro del complejo urbanístico, que combina el trazo de la ciudad moderna, característica del Paseo de la Reforma, con la glorieta de Colón como referencia, en una perspectiva que incorpora distintos símbolos urbanos de la capital, como el Monumento a la Revolución y el edificio de Banobras. El pie de foto indica claramente el punto de vista del autor: «El grabado en piedra, la ventana complicada y la callejuela estrecha, pero con estilo, han sido desplazados por las modernas y funcionales Babeles de cemento y vidrio».5

4. Ibid., p. 26. Las fotografías que aparecen publicadas en este trabajo fueron divulgadas

posteriormente en el mencionado libro de Novo. 5. Ibid., p. 27.


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MOYA POR MOYA

En otro de los casos, el punto de vista personal se asoma en la visión del complejo arquitectónico de Tlatelolco, visto por el autor como un «panal de abejas». En esta fotografía, convertida con el tiempo en uno de los íconos de la obra de Moya, puede constatarse el punto de vista urbano narrativo de un fotógrafo preocupado por la composición formal, pero también interesado en destacar ángulos poco convencionales, entre los que sobresale su inclinación a la experimentación visual con las figuras geométricas. La panorámica fue tomada desde el edificio Banobras y el enfoque del autor buscaba un retrato de las formas de vida del hombre moderno, al tiempo que daba cuenta del hacinamiento urbano y presentaba analogías con los panales. El encimamiento de los planos en la imagen es producto de la utilización de una lente larga, en este caso una Mamiya con una lente de 180 mm. Todo ello como parte de la búsqueda de estas geometrías urbanas que formaron una parte significativa del proyecto fotográfico de Moya. De nueva cuenta, el pie nos informa acerca de las ideas del autor y su visión mordaz e irónica sobre el México desigual y contrastante de los sesenta que le tocó retratar: «¿Panal de abejas? Tal vez una aproximación a las ciudades del futuro, donde la propiedad de la tierra será restringida al máximo y los ricos de palacete y coto de caza serán inconcebibles».6 En una plana intermedia la visión del México tradicional está representada por la Plaza de la Santa Veracruz, a mano derecha, en la que puede verse el cotidiano deambular de niños, parejas y ancianos con el espectacular trasfondo de la fachada barroca de la iglesia del mismo nombre. La mirada del fotógrafo se detiene aquí en la presencia de los habitantes de la zona como protagonistas centrales que le dan sentido al uso de iglesias, plazas y edificios. Como parte de estos escenarios tradicionales que se resisten a desaparecer, Moya rinde homenaje a los fotógrafos ambulantes en la fotografía de la página de la izquierda, con un registro de una puesta en escena en la cual un profesional de la lente obtiene la placa del recuerdo de una visita a la Basílica de Guadalupe. El sencillo telón que marca las coordenadas de la escenografía apenas puede

6. Ibid., p. 28.


LA CIUDAD MENOS VISTOSA

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disimular el deterioro de una de las paredes laterales de la iglesia a un costado del Tepeyac. De nueva cuenta, destacan los usuarios de la imagen. En este caso, tres mujeres de rasgos indígenas que miran atentas a la cámara del fotógrafo y son captadas por la mirada indiscreta de la lente de Moya. El telón de fondo de este fotorreportaje está representado por las decenas de fotografías que Moya realizó en esos mismos años con el objetivo de retratar la ciudad de México y sus habitantes.

Este ensayo de Alberto del Castillo fue tomado de Rodrigo Moya. Una mirada documental, y fue editado atendiendo a los fines propios de este libro.


páginas siguientes: Portada e interiores de «Esta ciudad de México...», reportaje publicado en Sucesos para Todos, núm. 1737, 3 de septiembre de 1966. El texto viene firmado por Pinco Palino, seudónimo utilizado por Froylán Manjarrez y el propio Rodrigo Moya. Archivo Hemeroteca Nacional de México. Reprografía: César Flores.










UNA TRIPLE IRREALIDAD

❝ Como cosa curiosa, yo soy el único fotógrafo

que ha preferido la fija al cine. ❞


El cinefotógrafo Gabriel Figueroa y la actriz Julissa durante la filmación de Las dos Elenas. En la función de operador de cámara, Manuel Santaella. Ciudad de México, 1965. Archivo Gabriel Figueroa.


EL DELICADO CIMBREO DE UNA BONITA ACTRIZ

Durante los acuciosos preparativos para la exposición que en marzo de 2008 se presentó en el Palacio de Bellas Artes, con la hermosa y exhaustiva curaduría de Alfonso Morales, éste me envió una notita preguntando por un manojo de fotografías que, según su deducción iconográfica, podrían ser mías por las circunstancias de tiempo, tema y estilo. Eran varias imágenes, pero en particular le interesaba aquella donde aparecía la actriz Julissa, caminando erguida y apresurada por una calle de la Zona Rosa, con la particularidad de que pocos pasos atrás la seguía el cinefotógrafo Gabriel Figueroa, con un photo flood en la mano iluminándole el rostro. Sí –contesté de inmediato–, la foto es mía, pero no conservo negativo o copia alguna, la perdí de vista hace cuarenta y cuatro años, y volver a verla gracias a las pesquisas para la exposición, me ha conmovido. Mirando la foto en la computadora recordé cada segundo de aquella mañana en la Zona Rosa: las órdenes del maestro Figueroa a su operario para la toma con la Arriflex a la mano; el simulacro dirigido varias veces por él, más que por el director, lo que me permitió calcular mi «posición de tiro» sin estorbar el desplazamiento de la actriz. Recordé, como si lo viera ahora, a Figueroa manejando personalmente el fill in para equilibrar el contraluz mañanero; los «peladitos» (arcaísmo en desuso) del fondo que no se quitaban por más señas que yo les hacía. Para la película no importaban porque esa toma era en close up de perfil, con cámara a la mano a medio metro de su rostro, pero para mi perfeccionismo inútil de aquel entonces, me echaban a perder la triple irrealidad que tal vez intentaba captar: la escena del guión, la de la propia filmación, y la de la foto fija conteniendo a ambas. Algo más que un still… Como diríase en el culto lenguaje fotográfico de moda: la representación de una representación dentro de otra representación, de la que, a final de cuentas, no queda como objeto tangible | 143 |


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má������������������������������������������������������������������������ s que la propia fotografía, ubicua y perenne en su pequeño espacio bidimensional, conteniendo su propia realidad más allá de la realidad volátil que le dio vida y forma. Desde mi rígido punto de vista, los peladitos no contaban. Ellos no estaban en el guión y por lo tanto tampoco debían de estar en mi fotografía. Eran parte de la realidad circundante, pero no de la ficción que estaba fotografiando. Pero allí permanecían, impasibles y curiosos, nomás mirando, acechando. Se metían a cuadro por todas partes e ignoraron mis ademanes expurgatorios. Un audaz bolerito hasta se habilitó de extra y se metió a la escena caminando atrás de la actriz y mirando fijamente a mi cámara, irritándome sobremanera y sin hacerme el menor caso. El corte de la toma era cuando Julissa rebasaba la Arri junto a su rostro. Figueroa ignoraba a los curiosos porque sabía que no saldrían. Por eso, la toma luego se complementó con un dolly back en tilt up (arcaísmo en desuso, equivale a contrapicada) con Julissa caminando hacia la cámara con el operador tendido o retorcido sobre una carretilla o aparato bajo y rodante que el staff armaba con habilidad prodigiosa. Podía imaginar los cortes (otro arcaísmo en desuso) y la edición de las tomas en la moviola. Pero los cuidacoches, el bolerito y el organillero afuera de El Perro Andaluz se salieron con la suya y aparecieron en la impresión que Alfonso Morales encuentra y me enseña cuatro décadas después. Muy posiblemente esa copia la hice yo mismo. Creo sentirlo en la ajustada sincronía del movimiento de la escena, en la composición donde también el árbol esmirriado de la derecha tiene su papel, y en la buena definición de los tonos a pesar del tremendo contraluz. Pero al invadir la llamada irrealidad de la foto fija, los peladitos ganaron y se colaron sin remedio en una de esas complicadas irrealidades o «representaciones». Y allí quedaron, viendo desde lejos el andar de Julissa, ya no echándome a perder la pureza de la fotografía pretendida en aquel entonces sino, con los ojos de ahora, enriqueciendo su simpleza de foto en cierta forma «posada» (arcaísmo en desuso) con el peso de lo documental (palabra en desuso por oposición irritada). Propongo que


UNA TRIPLE IRREALIDAD

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esa foto se llame «Peladitos gozando de lejos el delicado cimbreo de una bonita actriz». Para un fotógrafo, o cualquiera que toma fotos, es emocionante encontrar imágenes perdidas que uno captó en esa otra existencia que fue aquella de la juventud. Al ver las imágenes que dentro de su investigación sobre Gabriel Figueroa me envió Alfonso Morales, junto con aquella de la cimbreante actriz, se me ocurrió imaginarlo a él como una mezcla del detective Poirot o míster Holmes, con algo del seco Filiberto García de El complot mongol, recorriendo el barrio chino de la fotografía en busca del asesino, o el culpable, lo mismo que de los actores y las causas del crimen; en este caso la fotografía, sus circunstancias, sus personajes y motivaciones. Su récord de autores fugitivos, atrapados y condenados a cumplir la condena póstuma del reconocimiento es impresionante, lo mismo que los recónditos hallazgos del cuerpo del delito, cada uno de ellos una foto recuperada para nuestro entendimiento de los autores, la época y la fotografía misma.

Fragmento tomado de «De cuando mi cámara se cruzó con la del gran Gabriel Figueroa», publicado en Luna Córnea núm. 32, Conaculta, Centro de la Imagen, 2008.



«MACARIO». LA HISTORIA DE UN PLAGIO, SEGUIDA DE RUBÉN GÁMEZ. LA PELÍCULA QUE NO FUE

es una cosa curiosa. mi padre fue gente de cine, un escenógrafo notable . Entonces yo tenía abiertas las puertas del cine pero no me gustaba, curiosamente. Cuando yo era niño, mi papá me obligaba a trabajar la mitad de las vacaciones en los Estudios Churubusco y sobre todo en los Azteca, en Coyoacán. Entonces yo odiaba los Estudios, la máquina esa, la tremenda Arriflex con sus dollies… A veces me quedaba ahí encerrado; no podía salir en cuatro horas de filmación y tenía que estar de las 8 de la mañana hasta las tres de la tarde. Era una cosa que hoy le agradezco mucho a mi padre porque me decía: «Bueno, vas a tener dos meses y pico de vacaciones. Un mes trabajas, un mes para ti, y el otro mes hacemos un viaje». Entonces yo tenía una aversión porque todos mis amigos iban de campamento, a jugar, y yo estaba en los Estudios haciendo las cosas más simples: barrer el set, recoger clavos, ayudar al carpintero, y otras cosas por el estilo. [A los 19 o 20 años] cuando yo reventé en Ingeniería fue un drama familiar tremendo porque además yo engañaba a mi familia vilmente. Les decía: «Me voy, tengo clase a las 8», y llevaba mi cesta nueva [Moya alude a su práctica del frontón]. Fue muy mala onda. Hasta que no pude sostenerlo por mis calificaciones. Enfrenté a mi padre. Le dolió mucho. Se serenó él, me serené yo. Mi padre me ofreció como alternativa que entrara de ayudante de Alex Phillips, pero no fui su asistente; me le presenté y me quedé allí todo el día pero al siguiente ya no volví. Yo estaba en total rebeldía... Cuando mi papá me ofreció entrar al cine, yo ya estaba en contacto con la foto; prefería la fija. Como cosa curiosa, yo soy el único fotógrafo que ha preferido la fija al cine. Todos quisieron ser fotógrafos de cine, todos, don Manuel, | 147 |


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Héctor, Nacho (su gran frustración fue no entrar al cine), porque el cine era la tierra prometida... Antes de cumplir los 18 años, entré a la Facultad, pero fui muy mal estudiante. Me enfrenté a la realidad con sus fauces abiertas, esperándome. Hice de todo. Caí en muchas cosas: fui agente de laboratorios médicos, vendedor de aparatos domésticos, etcétera. Luego empecé a trabajar en Televicentro. Un señor colombiano me pagó un curso especial que estaban dando en Canal 2 porque en Colombia no había gente preparada y la televisión iba que volaba. El curso duraba seis meses y te recibías de director-productor. Yo estaba buscando trabajar, así que tomé el curso; me aferré a él, hice mis tareas. Todo estaba relacionado con sistemas electrónicos, óptica. Fui feliz en ese curso. Luis de Llano y Roberto Kenny lo estaban organizando. Kenny era como el técnico mayor, el segundo de Televisa. Como faltaban camarógrafos, directores de escena, floor managers, Kenny me dijo: «yo te aseguro un puesto de floor manager», que es una rara forma de empezar a conocer la intimidad de un programa. La tesis que uno presentaba eran dos trabajos: a mitad del curso, un comercial medido (tantos segundos, guía de la imagen, etcétera), y al final, un guión de media hora. Entonces yo estaba loco por el deporte; vivía en el mundo del frontón, el frontenis, y todo lo que fuera competir. Lo dejé pasar, no se me ocurría nada, no sabía tejer historias… Yo era muy joven. [De casualidad] pasé por una librería y vi «Macario» de Bruno Traven. Compré el librito, baratísimo. Y dije: No, pues lo voy a adaptar. Entonces adapté «Macario» y me saqué la calificación más alta. Yo sí tenía una perspectiva, porque el colombiano aquel estaba esperando a que terminara para ver cómo me llevaba a Bogotá. Era un político feo, y estaba metido en la creación de la televisión colombiana por parte de la dictadura de Rojas Pinilla. Un día prendo, casualmente, la televisión en casa de mi mamá (yo ya no vivía ahí pero iba de visita), y estaban pasando «Macario», tal cual mi adaptación, hasta el movimiento de cámara, pero sin crédito ni nada. Esto era en Canal 2. Yo me sentí muy enojado y fui a hablar con Roberto Kenny.


UNA TRIPLE IRREALIDAD

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Me dijo: Bueno, pues, mira, esos guiones pasan a tal departamento y de seguro alguien lo tomó… Ve a ver a fulano de tal. Me dio la tarjetita pero no volví. Es una historia muy rara. No conservo el guión.

con rubén gámez colaboré con un guión o pre-guión, yo le llamaba «guía argumental», sobre el mar y la pesca. Tengo mucha foto fija buena de él. La Secretaría de Pesca contrató a Rubén para hacer unas películas sobre este tema, pero la verdad es que él no sabía de eso. Entonces recurrieron a mí porque yo edité durante veintidós años una revista mensual sobre pesca. Rubén y yo éramos amigos; yo lo admiré tremendamente. Hice un pre-guión de a dónde tenía que ir, cuáles eran las pesquerías principales, cuáles las temporadas de pesca, cómo se desarrollaba un lance de atún… porque él no conocía el tema. Llevaba un staff impresionante: su hijo, su hermano, la directora de producción (que en ese viaje se involucró con su hermano; salió un romance, un matrimonio y una familia), un ayudante y yo. Un avión nos llevaba de aquí para allá. Grande la cosa. Conviví con Rubén un mes en el noroeste, otras dos etapas rápidas en México y luego como tres semanas más en el sureste. La idea era fotografiar toda la pesca mexicana: el Caribe, el golfo de California, su costa occidental. Las imágenes eran bellísimas y la musicalización notable pero él tuvo un conflicto con la Secretaría de Pesca y la película nunca se hizo.

Conversación sostenida por Rodrigo Moya con las editoras de este libro. Cuernavaca, Morelos, 6 de mayo de 2014.


de izquierda a derecha: Alejandro Gámez, Rodrigo Moya, María Eugenia (?), directora de producción, y el realizador Rubén Gámez. Santa Rosalía, Baja California, 1977. La foto fue tomada por el hijo del cineasta, quien viajaba con ellos.


Rodrigo Moya. Toma aĂŠrea de la Salina, Baja California, 1978.



UNA AVENTURA DE GRAN CALADO

❝ Sardineros, camaroneros, atuneros,

palangreros o arrastreros... ❞


Tiburoneros. Holbox, Quintana Roo, 1978.


UN BUZO EN AGUAS PROFUNDAS

En 1967 dejé el semanario Sucesos y emprendí por mi cuenta una serie de reportajes sobre la pesca en México. Me alejé del periodismo, cada vez más cerrado al reportaje gráfico, limitado por la censura y desplazado por la televisión. Tomé fotografías sobre la captura y matanza de tortugas marinas, la pesca de tiburón y la vida de los pescadores ribereños, tanto en las costas del Pacífico como en las del Golfo de México, la Península de Baja California y el Caribe. Seducido por esos temas escribí artículos sobre la pesca y los trabajadores del mar, y elaboré un proyecto para la edición de una revista especializada en cuestiones del mar y la pesca en México, que sería vista con interés en varios sectores. En enero de 1968 nació la revista Técnica pesquera, producida por Ediciones Mundo Marino S.A., también fundada por mí. Esta casa editorial tendría una vida independiente de treinta años, y veintidós la revista, que se publicó mensualmente y alcanzó 257 ediciones reunidas en veintidós volúmenes anuales. Al renunciar al periodismo y asumirme como editor y redactor en cuestiones pesqueras, dejé de considerarme fotógrafo. Mi razonamiento fue que, al no ganarme la vida con la fotografía, resultaba ficticio definirme como fotógrafo, por más que siguiera cargando y utilizando la cámara. Sin embargo, al mismo tiempo, por mi cuenta y sin destinatarios visibles, seguí documentando hechos relacionados con la disidencia política y antiimperialista, lo mismo que facetas de la contradictoria sociedad mexicana, tanto en la ciudad como en el campo y los lugares por donde ambulaba. Por la imposición de mis nuevas tareas me alejé del medio fotográfico, del seguimiento de las actividades relacionadas, de los colegas y de las publicaciones y lecturas sobre el tema. Este error de percepción de negarme como fotógrafo por no ganarme la vida como tal, lo mantuve profundamente arrai| 155 |


Grumete en la proa de camaronero, Mazatlรกn, 1978.


UNA AVENTURA DE GRAN CALADO

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gado por más de tres décadas, de tal manera que mi paso por el fotoperiodismo durante catorce años terminó por desdibujarse, lo que me fue indiferente y sentí natural sin causarme conflicto alguno. A pesar de este alejamiento, la cámara siguió acompañándome como un instrumento imprescindible en mi trabajo editorial, lo mismo que en muchas de mis actividades familiares o personales. En esas tres décadas de lo que ahora comprendo como un falso retiro, seguí tomando fotos, revelando e imprimiendo yo mismo o por medio de empleados, guardando las imágenes y descartando con facilidad todo lo que me parecía simplemente malo o irrelevante. Técnica pesquera y la editorial misma requerían gran variedad de imágenes sobre los temas que abordaban. Todo lo que se trataba en la revista tenía que ser ilustrado. Una consigna editorial sostenida desde el primer número de enero de 1968 hasta el último, en septiembre de 1989, fue que no tendría lugar una página con solo texto, sin siquiera una ilustración. Sabía que la gran mayoría del público al que se dirigía la revista eran gente de mar, pescadores, cooperativistas, técnicos, armadores, funcionarios y comerciantes que no eran seguramente buenos lectores, pero estaban en cambio ávidos de enterarse de cómo era la pesca en otras regiones distintas a las suyas. Y nada mejor para apoyar lo que contábamos y describíamos, que la fotografía documental desplegada con todo su poder de comunicación en contrapunto con los textos. Con libreta o grabadora, desde los primeros viajes al mundo del mar y la pesca mi cámara registró todo aquello que me interesaba. Donde llegaba no se me reconocía como fotógrafo, sino como un periodista ocupado en difundir una actividad apenas existente en la información de los medios nacionales. Al regresar de cualquiera de aquellos viajes, ponía en orden apuntes y grabaciones, lo mismo que el material fotográfico. De tal manera que antes de aparecer el azaroso primer número de la revista, ya existían cientos de los negativos de 6 x 6 cm y 35 mm que a lo largo de los veintidós años de vida de la revista fueron aumentando y servirían una y otra vez para ilustrar artículos, noticias, reportajes y opiniones sobre la pesca en México. Así, número a número, viaje por viaje, visita tras visita, fue creciendo el archivo fotográfico de Ediciones Mundo Marino, que no sólo serviría para


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ilustrar su publicación mensual, sino para varias tareas relacionadas con la pesca, en las que la imagen resultaba novedosa para una gran variedad de público. El contenido de este acervo cubre casi todas las actividades pesqueras desarrolladas en los litorales mexicanos y aguas interiores en aquél entonces, desde las labores de captura hasta los procesos en plantas industriales y las mecánicas de venta. Están presentes todo tipo de lanchas, canoas, embarcaciones menores o de gran calado y autonomía. Se encuentran barcos sardineros, camaroneros, atuneros, palangreros o arrastreros por popa; se ven las maniobras de pesca en alta mar, en aguas litorales, en plantas piscícolas o en aguas estuarinas; se documentan operaciones de pesca tomadas en las costas, o a bordo en travesías de varios días. Vemos los lances playeros de pocos pescadores con redes artesanales, o las operaciones de gran complejidad como las usadas en la pesca del atún. Están presentes también todo tipo de pescadores en plena faena o en sus hogares en pueblos pesqueros remotos. Hay un apartado en el que se ve un retrato de las especies: acercamientos de todos aquellos animales que son objeto de la pesca o recolección, desde un ostión o un abulón, hasta focas o tiburones. Hay aves marinas, islas desiertas, paisajes agrestes o selváticos con entorno marino. Se ven astilleros y la construcción de barcos de madera, vistas aéreas y tomas submarinas. En resumen, este acervo es sin duda el archivo fotográfico sobre la actividad pesquera, más amplio en México, con material en blanco y negro y color. Fuera del uso periodístico que tuvo, y al margen de su contenido documental, no se ha vuelto a utilizar ni a explorar su potencial plástico y artístico. Cuernavaca, febrero de 2010.

Este texto se llamó originalmente «Un archivo dentro de un archivo. El archivo marino de Técnica pesquera» y forma parte de los informes que Rodrigo Moya entregó al Programa de Fomento a Proyectos y Coinversiones Culturales del Fonca.


Espejo de arena. Empalme, Sonora, 1977.



UNOS PEQUEÑOS SÍMBOLOS LLAMADOS LETRAS

❝ Escribir ha sido para mí una necesidad continua

donde se han mezclado el juego y la duda, la realidad y la ficción y, siempre, la angustiosa lucha entre memoria y olvido. ❞



LITERATURA Y FOTOGRAFÍA (?)

Creo que se le atribuye a Confucio la difundida frase –sobre todo entre los fotógrafos– de que «vale más una imagen que mil palabras». Desde luego que el sabio chino no se refería a la fotografía, que tardaría todavía más de dos mil años para inventarse, sino a lo que en su tiempo podrían ser las imágenes más poderosas como transmisoras de emoción, o de una atmósfera, o inclusive del puro dato informativo. Quizás esta frase haya sido acuñada por Confucio debido a que, como Sócrates, fue un hombre de ideas y palabras, pero no un hombre de letras, y que se atenía más a las imágenes que a las palabras escritas. Pero su frase no tenía que ver con la concepción de la imagen fotográfica, pese a lo cual los fotógrafos de nuestro tiempo la han tomado como lema y bandera. Por otra parte, la frase de Confucio podría invertirse y revertir por completo su significado, si dijéramos por ejemplo: una frase poética vale por mil imágenes. ¿Por qué esta dicotomía, esta ambigüedad? Simplemente porque, a mi juicio, literatura y fotografía son dos cosas distintas, y compararlas se presta a infinitas especulaciones en las cuales cualquier afirmación subjetiva puede ser válida precisamente por su indemostrabilidad. Como ejemplo de la relatividad de la frase, sería curioso el siguiente experimento: tomar una foto de gran valor plástico o documental, capaz de emocionar a cualquier observador, y dársela a un poeta o escritor de primera línea, pidiéndole que con las mil palabras de frase confuciana, tratase de «decir» o expresar lo que la imagen nos hubiera transmitido. Aquí caben todas las especulaciones, pero podríamos adelantar tres posibilidades: primero, que el poeta o escritor aceptara el reto, y con las mil palabras de la frase, o tal vez mucho menos, produjera una emoción muy superior | 163 |


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y de mayor trascendencia que la lograda en el mismo tema por la foto, lo que desde luego, invalidaría la frase de Confucio y concedería fuerza de axioma a la misma frase vista en el espejo: «Más vale un puño de palabras que mil imágenes»; segundo, que después de varios intentos, las palabras del poeta no alcanzaran para los observadores y los lectores la fuerza expresiva, ni la belleza, ni la emoción de la foto que se trataba de emular con palabras, ante lo cual habría que reconocer la verdad contenida en la frase de Confucio; y tercera, que el poeta o escritor puesto en el trance de confirmar la frase original, dijera simplemente: señores, es posible la comparación. Lo que escriba será otra cosa, no sé si mejor o peor, pero siempre distinta. Yo manejo palabras, símbolos que es necesario leer, decodificar, entender. Para captar lo que yo escribiría se requiere la vista, pero un ciego podría igualmente comprender si alguien le leyera y mis palabras le llegaran no por el sentido de la vista, sino por el oído. Y aun si fuera sordo, mudo y ciego, con el tacto podría comprender lo que yo he dicho con palabras. El fotógrafo, en cambio, maneja la luz, formas concretas, imágenes que ya procesadas cualquiera puede ver si no está ciego, e interpretar y entender aunque no sepa leer. Yo –diría el escritor– me expreso mediante unos pequeños símbolos llamados letras, inventados por el hombre hace miles de años. Estos símbolos ordenados de cierta manera forman palabras que representan hechos e ideas que reflejan mi pensamiento. El fotógrafo, en cambio, produce su mensaje, o se expresa, utilizando no palabras sino la luz y sus sombras, apresándola mediante un complicado manejo de aparatos físicos y procesos químicos que no tienen más de 130 años de haberse inventado, y que todavía están en plena evolución. Yo –terminaría el escritor– podría generar ideas, emociones, libros completos, desde la oscuridad, si alguien tomara al dictado las palabras que genera mi pensamiento. El experimento anterior tiene, pese a su absurdidad, mucho de real si recordamos que el autor de la Ilíada y la Odisea era un supuesto poeta ciego, que Milton escribió El Paraíso perdido desde la oscuridad de la ceguera, y que Borges no cesó su inmensa obra literaria aun después de que perdió la vista. El fotógrafo podría por su parte esgrimir innumerables argumentos para demostrar la imposibilidad de transmitir con palabras el mensaje, la emoción


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o la belleza contenida en una fotografía. Y al igual que el escritor del ejemplo anterior, tendría razón. El hecho que quiero resaltar es que fotografía y literatura son dos cosas muy distintas, tanto en su proceso creativo, como en los de percepción, interpretación y alcance conceptual. La literatura es creada y percibida en el tiempo. Requiere por parte del lector-receptor el tiempo necesario para leer, que significa descifrar; el texto es interpretado y reinventado por cada lector de manera distinta. La acción en una novela, la imagen en un poema, tendrán tantas realidades interiores como lectores aborden la novela o el poema. El literato requiere tiempo para el proceso creativo. La novela o el poema nos transmiten un tiempo determinado por la imaginación del escritor. Y el lector necesita tiempo para leer, entender e interpretar el mensaje que el autor le transmite por la palabra escrita. El tiempo es la materia prima de la literatura. La foto, en cambio, requiere el espacio del mundo, la realidad de las formas y las cosas para producir un nuevo espacio que es el de la fotografía terminada. El espectador observa e interpreta la foto a la velocidad de la vista, sin necesidad de descifrar signos, por lo menos de una manera consciente. La emoción de cada espectador varía también frente a la obra fotográfica, pero su interpretación es casi instantánea, excepto en la foto abstracta, que no obstante para su creación requiere del espacio real del mundo. La fotografía se crea, se capta y se interpreta en un instante. Ante un paisaje, una acción, una mujer reclinada, el gran acercamiento de un rostro, la cámara requiere del espacio y de la luz, y para transmitir su intención posteriormente, de la superficie precisa, delimitada, de la hoja de papel fotográfico. La materia prima de la fotografía son el espacio y la luz, pero también la acción y el movimiento. Ciertos fotógrafos creen prescindir del movimiento y al fotografiar naturalezas muertas, por ejemplo un bodegón al estilo del xix, o el estatismo de una sombra sobre un muro de piedras, o un portón desvencijado. Pero aun en estos elementos en apariencia inertes, el movimiento está presente, así como está presente el paso del tiempo y de las luces cambiantes. La gran hazaña de la fotografía como invención y como instrumento creativo


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es detener la apariencia del tiempo, pero también retener la acción de las cosas vivas o inertes y captar el instante infinitesimal en que el movimiento nos enseña su esencia. Cuando la fotografía y la literatura se combinan, la primera siempre está subordinada a la segunda. Debemos de partir que desde el poema sumerio de Gilgamesh, y el advenimiento de la fotografía, median varios milenios, y que desde entonces todas las grandes obras maestras de la literatura creadas durante cinco mil años, carecieron por completo de imágenes. La fotografía se une a la literatura como un juego muy reciente. En ocasiones puede ser un escritor imaginativo, asombrado frente al poder de la imagen fotográfica, que utiliza fotos para resaltar sus textos, o que crea textos a partir de fotos que le han sugerido ideas. El caso más notable, quizá, es el de Julio Cortázar en Último round, o La vuelta al día en ochenta mundos, donde literatura y fotografía se hermanan de alguna manera, aunque hay que aclarar que los textos podrían vivir por sí mismos, sin desmerecer un ápice, si en próximas ediciones se eliminaran las fotos, mientras que tal vez éstas fueran rápidamente olvidadas lejos del contexto literario que les agregó Cortázar. El caso contrario es el de fotógrafos que tratan de seguir con imágenes cierto texto literario, o tratan de reproducir con imágenes fotográficas la atmósfera de imágenes poéticas. Desde luego que este trabajo es válido, pero el hecho es que tanto la imagen poética como una obra literaria, pueden pasársela sin las fotografías, de la misma manera que las buenas fotos no requieren apoyarse ni apoyar textos literarios. Ambas tienen vida y valor propios cuando son obras de arte. IMAGEN POÉTICA E IMAGEN FOTOGRÁFICA

Aunque ya señalamos las diferencias fundamentales entre los procesos creativos y la percepción de literatura y fotografía, puede haber una aproximación, o una equivalencia, entre la imagen poética y la imagen fotográfica, y entre la literatura y el cine. La imagen poética tiende a darnos una sensación, una atmósfera, un sentimiento, una inquietud, de la manera más concisa. El esplendor de una imagen poética puede radicar en la capacidad del poeta


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para transmitirnos su sentimiento en la apretada síntesis de unas cuantas palabras, de unas pocas frases. La buena fotografía, por su parte, requiere también de esa capacidad de síntesis para producirnos en su breve espacio un sentimiento que nos identifica con la imagen, con lo que quiso decirnos el fotógrafo. La foto fija es ante todo síntesis, capacidad de entregarnos en una sola imagen un mensaje total, un sentimiento definido, ya sea de amor, erotismo, angustia, indignación, o simplemente un instante de inasible belleza. La poesía, de manera parecida, con pocas palabras nos puede transmitir cualquiera de los sentimientos que caben en el alma humana.

«Encrome» inédito escrito en Coyoacán, ciudad de México, 1989.



LA PARKER 51

a Hernán Lara Zavala

Entraron al amplio salón y ella prendió al fin la primera luz; él se sorprendió por el desorden. Había decenas de discos tirados en la alfombra blanca; sobre la mesa de centro un cenicero con colillas, una cajetilla de cigarros Belmont Imperial, botellas de agua mineral y restos de comida; sobre la cómoda labrada un plato con cacahuates, vasos, más botellas y un juguete de cuerda. El largo cable del teléfono aparecía y desaparecía como una delgada serpiente entre almohadones y objetos regados por el piso. Una botella de Chivas Reagal agotada casi hasta el fondo le dio la primera clave; la segunda fue cuando Estrella le preguntó arrastrando las palabras si quería un trago, y sintió su fuerte aliento alcohólico. Su malestar se sumó al del «pendejo» que seguía resonando en su cabeza. Sabía que en otros países esa palabra no tenía la agresiva significación que en México, y que su propia madre, coterránea de Estrella, la usaba desenfadadamente, a veces hasta con una inflexión cariñosa, como diciéndole tonto o zonzo a alguien estimado. Pero él sintió la palabra en su verdadero significado: tonto superlativo, retrasado, torpe, y la palabra le ardía porque mientras Estrella se servía el último fondo de la botella del Chivas, comprendió que ella tenía razón: nunca recuperaría la pluma de su padre por su estupidez extrema. Estrella tomó un largo sorbo de su vaso, lo puso entre el caos de la mesa de centro, y se le acercó al momento de arrojar su chal al piso, «Quítese ese saco de leñador, no estamos en Alaska», le dijo amorosamente con la voz aguda que ya le había extrañado desde la llamada telefónica. Lo abrazó con * Fragmentos del cuento originalmente titulado «La prima Estrella», que obtuvo un premio en el xxvi Concurso Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés en 1997. Por sugerencia de H. L. Zavala, Moya le cambió el nombre a «La Parker 51». | 169 |


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suavidad y después le bajó el cierre del makinof. «¿Por qué tan serio, no me va dar un beso?», y él sintió de nuevo ese hálito impregnado de alcohol y tabaco que nunca le había sentido. Fue un beso largo, los dos de pie, con la boca abierta de ella frotándose contra sus labios. Por un instante pudo pensar en los besos de su novia, tan distintos del que estaba experimentando. Estrella fue hacia el apagador y cambió la violenta luz del candil central por la iluminación indirecta de las lámparas sobre las dos mesitas a los lados del sofá. «¿No me acompañas con un jaibolito?, vas a ver que te sientes mejor». De un armario con frente de cristal sacó una botella nueva y le pidió que la abriera, mientras iba a la cocina por agua mineral. Sentado en un sillón batallaba contra el sello de la botella, cuando ella apareció con el agua y un vaso, y se paró a su lado con las piernas ligeramente abiertas, y él vio a contraluz, casi a la altura de su rostro, la forma oscura de su sexo transparentándose a través de la seda del camisón. Sintió una dulce emoción en el bajo vientre, y en un instante se borraron su malestar y sus miedos. Con gusto observó como Estrella le preparaba el primer wisqui que iba a tomarse en su vida, y ante su sonrisa empezó a beberlo; le supo muy distinto de las cervezas y las cubas que se tomaba de vez en cuando con sus amigos, de los Tom Collins y los brebajes acaramelados que acostumbraba. «¿Te gusta…?» «No, sabe a diablos». «Pues los diablos hacen bien al cuerpo», dijo ella riendo, y se sentó apretadamente a su lado, subiéndole las piernas sobre sus muslos, y chocó su vaso con el de él, y le dijo salud, y le preguntó si no iba a desvestirse. Se agachó para desatarse los tenis; levantó la cabeza y vio a Estrella despojándose del negligé y recostarse desnuda en el largo sofá, teatralmente medio envuelta en el chal. Antes de dirigirse a ella tomó la mitad de su bebida como si fuera una medicina. «Despacito, cariño» dijo ella, «las cosas de prisa no saben». A pesar del leve mareo del wisqui, no perdió el sentido de la realidad extraña que vivía, tan distinta de sus ilusiones. Era más delgada de lo presentido con ciertas prendas. Ahora comprendía su estilo de vestir con faldas plisadas, camisas anchas, pantalones holgados, suéteres enormes. En la cintura sobresalían los huesos de la cadera, destacando un vientre blanco y liso y el vellón entre los muslos. Bajo la rala guedeja castaño oscuro vio la abultada blancura


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del pubis, y cuando ella extendió una pierna hacia la alfombra, percibió el destello de una línea rosada. Él se desvistió con lentitud y cierto pudor. Había imaginado la situación de otra manera. Esperaba algo más que la pasiva actitud de entrega de ella, tendida impúdicamente ante sus ojos, esperando su desnudez. Hubiera querido más diálogo, la confirmación de las palabras ansiosas de dos horas antes en el teléfono, más caricias, ternura, voces secretas. Pero no, Estrella estaba sonriente y acostada ante su vista, sin decir nada y con la melena a la Lauren Bacall convertida en una pelambrera revuelta. Pálida, sin carmín en los labios ni colorete, sus ojos azules sin rimel, surcados de venitas y con los párpados enrojecidos, se veían pequeños y apagados. Estrella giró hacia la pantalla de la lámpara y la cubrió con su chal, quedando desnuda en la penumbra. Alcanzó su vaso, le dio otro sorbo, lo devolvió a la mesita, y le tendió los brazos cuando él se quitó la última prenda. Otra vez la imagen de su novia se le filtró al cerebro. La joven insípida no lo era tanto. Por lo menos era más cálida cuando se le entregaba. Hablaban, se tocaban sin límites y él se sentía un seductor venciendo las resistencias morales y físicas que ella presentaba. Ahora, en cambio, sin la lucha previa de las palabras y las caricias, se sentía un aprendiz sin saber por dónde empezar. Se hincó en la alfombra al lado de Estrella y buscó su boca y tomó sus pequeños senos de areola rosada, y ella giró hacia él y rodó con suavidad hasta la alfombra. «No te muevas, no hagas ruido», le dijo, y se levantó a retirar las fundas de los discos y los almohadones, uno de los cuales le puso bajo la cabeza. Antes de decir nada, se encontró tendido sobre la alfombra al lado del sillón, desnudo y ansioso. Ella se inclinó y le besó minuciosamente el cuerpo mientras él le mesaba la cabellera revuelta. «Quiero subirme en ti» le dijo, y sintió cómo ella se sentaba a horcajadas sobre su cadera, y él entraba en ella y ella lo cabalgaba suavemente. La fuerza del placer lo avasalló casi de inmediato. «No, no, espera, no te vayas», dijo Estrella con la cabeza y la cabellera abatido hacia él, pero él no pudo contenerse y se estremeció agitando su cabeza de un lado a otro y jalándola por la cintura. Mientras súbitas marejadas cálidas y eléctricas sacudían su cuerpo, invadiendo cada célula de su piel, oyó cómo Estrella gemía y decía sin parar no no no no, espérate, no no no. Se sintió inepto y torpe.


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Dos años de deseos se habían reducido en la realidad a unos segundos de placer, sin las escenas de ternura imaginadas tantas veces. En silencio Estrella se dejó caer sobre su pecho, apoyando la mejilla en su hombro. Lo golpeó de nuevo su fuerte aliento a tabaco y alcohol. Sólo permaneció el rumor de las respiraciones agitadas. Otra vez la imagen de su novia, sus besos, sus juegos largos, el lento placer. Y la pluma de oro, el taxista cínico. El regreso a su casa sin dinero para un taxi. Su padre levantándose y descubriendo su ausencia. El examen a las ocho de la mañana. Estrella se levantó sin decir una palabra, prendió un cigarrillo y se cubrió con el chal que retiró de la lámpara, inundándose la sala de una luz ingrata. «No pude aguantarme, otro día será, pero no aquí», murmuró él. «No te preocupes, ¿quieres un trago?», dijo llenando su vaso otra vez. «No gracias, no me gustó el wisqui». Estrella se dirigió a la planta alta con el vaso en la mano. «Voy a ver al niño, mejor vístete antes de que despierte». Más que pena, sentía irritación y una creciente angustia. Todo había sido distinto a lo imaginado durante tanto tiempo, que el choque entre la realidad y sus ensoñaciones profundizó su indefinido malestar. Terminó de vestirse. Miró sin emoción el desorden circundante, las estridentes naturalezas muertas, los bibelot de porcelana, la alfombra blanca cubierta de despojos, el camisón arrugado contra el extremo del sofá. Fue al baño de visitas, se lavó manos y cara, y mientras se peinaba miró sin orgullo su rostro en el espejo neobarroco de oropel. Sintió deseos de salir cuanto antes. ••• Cuando Estrella bajó cubierta con una bata de lana color durazno, estaba junto al ventanal viendo las siluetas de los autos entre las sombras del jardín. «Es mejor que te vayas, el niño está despierto y a las seis se levanta la muchacha», le dijo acomodándole el cuello del makinof, con afecto que a él le pareció forzado. En silencio y pegada de su brazo lo acompañó hasta la puerta. Sintió sus pasos indecisos y trató de contar mentalmente cuántas veces la había visto servirse de la botella, y cuántas habrían sido antes de su llegada. Pensó en el regreso. Ella sabía que no tenía dinero y nada decía, así que era inútil pedirle


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ayuda. De nuevo recordó la Parker y sintió cólera contra ella. «No salgas, hace mucho frío y estás descalza», dijo él al abrir la puerta, y bajo el dintel se dieron un beso familiar en la mejilla. «Que no sepa nada tu padre, cierra al salir», fue lo último que le dijo en susurros cuando cruzaba el jardín. Al trasponer la verja y sentir el frío de noviembre, metió las manos en las bolsas e inició su larga caminata hacia el amanecer inminente. Sintió el tubo de pastillas, su cartera vacía y las monedas sueltas. Pensó que tardaría casi una hora en llegar a la avenida, donde a las seis de la mañana pasaba el primer camión. Embistió la noche y el frío con paso decidido, como cuando en la montaña atacaba una larga cuesta. Quería llegar a su casa antes de que despertaran, entrar en silencio y aparentar que nada había pasado. Después desayunaría y buscaría a algún amigo con quien pasar la mañana; o tal vez llamaría a su novia, porque necesitaba contarle a alguien que había decidido no presentar el examen de cálculo. Ya llegaría el momento de hablar con su padre y decirle que las derivadas y los logaritmos y la ingeniería le importaban un comino. Recordó con exactitud y congoja la bella letra itálica de la dedicatoria grabada en la pluma. Sacó el tubo de dulces sabor violeta, y empezó a disolver la primera pastilla en la boca.

El cuento completo de Rodrigo Moya fue publicado en De lo que pudo haber sido y no fue. Cuentos neorrománticos (México, Ediciones Mar y Tierra, 1996). Un año después, el libro fue reeditado en Cuba por el Instituto Cubano del Libro y la uneac.



CODA

❝ Siempre que fotografié personajes célebres

fue a petición de ellos o cumpliendo un trabajo. Incluso las dos sesiones fotográficas con Gabriel García Márquez fueron en mi casa, y a petición de él. En las varias ocasiones en que lo visité en la suya –pues en algún tiempo nos frecuentamos–, no llevé cámara. Ya era famoso y se me hacía impertinente y oportunista llegar a una reunión amistosa cargado de cámaras. ❞



LA HISTORIA DE UN OJO MORADO

Tal vez Gabriel García Márquez sea el más popular de los mortales, porque es asombrosa la cantidad de gente que en una reunión o fiesta cualquiera se refiere al escritor como «El Gabo», como si lo conociera de toda la vida o fueran primos hermanos del premio Nobel. Algunos hasta hablan de él como «El Gabito», pero en más de una ocasión he descubierto a ciencia cierta que dicha familiaridad es ficticia, y que quienes lo tratan con tal confianza quizás lo han leído de cabo a rabo, pero nunca han cruzado una palabra con él. Mi madre, Alicia Moreno de Moya, sí que podía referirse a Gabriel García Márquez y a Mercedes Barcha, su esposa, como amigos muy cercanos, y referirse a él como mi Gabito o Gabo de mi alma, y a Mercedes como Meche linda, o mijita linda, y en medio de cualquier diálogo soltar un ¡eh! ¡Ave María!, o unos más contundentes carajos y varios pendejos, que a veces eran de cariño, y a veces simplemente una especie de sustantivo o calificativo de difusas connotaciones. Y es que Alicia era una colombiana de Medellín, una antioqueña de pura cepa, una auténtica paisa, como la definía el propio García Márquez. Él y Mercedes la querían como una de los mejores representantes de la colombianidad en México, por allá a principios de los años sesenta del siglo pasado, cuando lo conocí en aquella casa de mi madre que era una especie de embajada paralela de Colombia en México, cuando la oficial estaba ocupada por los militares de la dictadura en turno. En alguna de aquellas fiestas de intelectuales y artistas de destinos aún inciertos, el tal Gabo no me cayó muy bien que digamos. En plena reunión él se tendió en uno de los largos sofás, la cabeza apoyada en el brazo acodado, y desde esa posición como de marajá aburrido sostenía escuetos diálogos, o emitía juicios contundentes o frases entre ingeniosas y sarcásticas. Estaban | 177 |


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aún lejos Cien años de soledad y el premio Nobel, pero el paisano de mi madre se comportaba ya con una seguridad y cierta arrogancia intelectual que no a todos agradaba. Poco después leí La hojarasca, y luego Relato de un náufrago, y El coronel no tiene quien le escriba, y todo lo que escribiría a lo largo de los siguientes casi cincuenta años, y entendí entonces por qué aquel tipo de bigote y gestos como de fastidio y pocas pero contundentes palabras como de frases célebres, podía recostarse en el sofá en medio de una ruidosa tertulia y decir lo que le viniera en gana. Por aquellas tertulias en la casa materna fue que tuve cercanía amistosa con García Márquez, con Mercedes y sus hijos adolescentes, Rodrigo y Gonzalo. Yo sí tenía el derecho de llamarlo Gabo, pero nunca llegué a llamarlo Gabito, pues de alguna manera lo he visto como un gigante al que no le van los diminutivos. Siendo fotógrafo y amigo, no le pedí alguna vez que posara para mí, y cuantas veces los visité en su casa fue sin la cámara en el hombro. Ahora tal vez me arrepiento. Por eso, fue natural que el 29 de noviembre de 1966, el Gabo apareciera por mi apartamento en los Edificios Condesa para que le tomara algunas fotografías para ilustrar la solapa o la contraportada del libro que había terminado después de dos años de trabajo, y estaba ya en manos de los editores. Llegó acompañado de nuestro mutuo amigo Guillermo Angulo, quien había sido mi maestro, pero en esos años trabajaba como cónsul de Colombia en Estados Unidos. El saco que había escogido Gabo para aquella sesión era despampanante, y estuve tentado de sugerirle mejor una foto en camisa arremangada o prestarle una de mis chamarras, pero usaba la prenda con tal naturalidad que adiviné que la amaba y así las fotos se hicieron a su manera. La foto era para Cien años de soledad, cuya edición se preparaba en Buenos Aires. Pero nadie sabía, quizás ni él mismo, lo que ese título significaría en la historia de la literatura. Casi diez años después, el 14 de febrero de 1976, Gabriel García Márquez volvió a tocar el timbre de mi casa, ya por distintos rumbos, en la colonia Nápoles, para que le tomara otras fotografías. Esa vez lo notable no era el saco de cuadritos, sino el tremendo hematoma en el ojo izquierdo y una herida en la nariz, causada por el puñetazo que dos días antes le había propinado su


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colega y hasta ese momento gran amigo Mario Vargas Llosa. El Gabo quería una constancia de aquella agresión, y yo era el fotógrafo amigo y de confianza para perpetuarla. Claro que pregunté azorado qué había pasado, y claro también que Gabo fue evasivo y atribuyó la agresión a las diferencias que ya eran insalvables en la medida que el autor de La guerra del fin del mundo se sumaba a ritmo acelerado al pensamiento de derecha, mientras que el escritor que diez años después recibiría el premio Nobel, seguía fiel a las causas de la izquierda. Su esposa Mercedes Barcha, quien lo acompañaba en aquella ocasión luciendo enormes lentes ahumados, Gabriel García como si fuera ella quien hubiera sufrido el derechazo, fue Márquez, menos lacónica y comentó con enojo la brutal agresión, y la luego del incidente con describió a grandes rasgos. En una exhibición privada de cine, Mario Vargas García Márquez se encontró poco antes del inicio del filme Llosa. Ciudad con el escritor peruano. Se dirigió a él con los brazos abiertos de México, 14 para el abrazo. ¡Mario...! Fue lo único que alcanzó a decir al de febrero de saludarlo, porque Vargas Llosa lo recibió con un golpe seco 1976. que lo tiró sobre la alfombra con el rostro bañado en sangre. Con una fuerte hemorragia, el ojo cerrado y en estado de shock, Mercedes y amigos del Gabo lo condujeron a su casa en el Pedregal. Se trataba de evitar cualquier escándalo, y el internamiento hospitalario no habría pasado desa‑ percibido. Mercedes me describió el tratamiento de bisteces sobre el ojo, que le había aplicado toda la noche a su vapuleado esposo para absorber la hemorragia. Es que Mario es un celoso estúpido, repitió Mercedes varias veces cuando la sesión fotográfica había devenido charla o chisme.


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Según los comentarios que recuerdo de aquella mañana, mientras ambas parejas vivían en París, los García Márquez habían tratado de mediar los disturbios conyugales entre Vargas Llosa y su esposa Patricia, acogiendo sus confidencias. Como suele suceder, los consejos o comentarios de la pareja colombiana rebotaron hacia Vargas Llosa cuando éste volvió al redil y se reconcilió con su esposa. Y lo que sea que se hubiese dicho o sucedido, el caso es que el peruano se sentía gravemente ofendido, y su furia la resolvió de aquella manera expedita y salvaje. Guarda las fotos y mándame unas copias, me dijo el Gabo antes de irse. Las guardé treinta años, y ahora que él cumple 80, y cuarenta la primera edición de Cien años de soledad, considero correcta la publicación de este comentario sobre el terrífico encuentro entre dos grandes escritores, uno de izquierda, y otro de contundentes derechazos.

«Encrome» publicado originalmente con el título «La terrífica historia de un ojo morado» en La Jornada, 6 de marzo de 2007.




MOYA POR LOS

OTROS


Rodrigo Moya entrevistando a braceros en La Ciudadela. Ciudad de MĂŠxico, 1956 (fotografĂ­a dirigida).


RODRIGO MOYA

por Emmanuel Carballo Rodrigo Moya es uno de los jóvenes fotógrafos mexicanos. Se considera a sí mismo un inquieto periodista gráfico. Su torre de marfil es la calle; su taller, la circunstancia –casi siempre imprevista– que lo pone cara a cara con el infortunio o la alegría. No es una casualidad que sus documentos se refieran a los problemas de los seres que al carecer de presente reclaman su futuro: esos seres que no tienen sexo ni edad sino hambre, han hecho su hogar en la calle. Ante nosotros, y a la intemperie, cumplen sus funciones íntimas y de convivencia. Rodrigo los conoce y, por ello, expresa su miseria sin exagerar ni idealizar la atmósfera en que se mueven. A través del respeto llega a sus carencias; al captarlas, entronca con la protesta. Sus fotos son manifiestos a largo plazo que conquistarán, para sus testigos, la dignidad y la justicia. Por añadidura son obras de arte.

Primer comentario crítico sobre el trabajo de Rodrigo Moya, publicado en La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, año x, núm. 104, México, abril de 1963. | 185 |


Luz robada, Ciudad Nezahualc贸yotl, ca. 1964.


RETRATO DESENFOCADO DE RODRIGO MOYA

por Guillermo Angulo En México la casa de Alicia, la madre de Rodrigo Moya, era desde los años cincuenta una especie de embajada paralela de Colombia, a la que llegaban toda clase de visitantes o refugiados que huían de los excesos de la violencia política en Colombia. Nunca dejó de ser paisa (ni la casa ni la dueña), ni perdió el acento y menos el sabor colombiano de las comidas. Se llenó con ecos de música, versos, pinturas y esculturas de artistas nuestros: Alipio Jaramillo, Julio Abril, Pedro Nel Gómez, Ignacio Gómez Jaramillo, que fueron dejando sus obras como recuerdo. Desde Barba Jacob hasta García Márquez –pasando por Jorge Zalamea y Rodrigo Arenas Betancourt–, muchos estuvieron en esa casa rumiando nostalgias o como decía Gabo, «saboreando el amargo caviar del exilio». La vivienda de los Moya quedaba en la Avenida de los Insurgentes, frente al Parque Hundido, donde estaba aquel divertido aviso que señalaba Lowry en Bajo el volcán: «¿Le gusta este jardín que es suyo? Evite que sus hijos lo destruyan». En esa casa fue creciendo la belleza de sus hermanas, dos preciosas muchachas: Colombia, nacida en Bogotá, y Nora, mera mexicana. De las dos me gustaban las dos y me volví asiduo de casa con la credencial de hablar paisa perfecto y el pretexto de aprender, con el único hombre de la familia apodado «El Flaco», los principios de la televisión, en la que él había aterrizado tras desechar una desganada carrera militar y fracasar en su intento de convertirse en ingeniero. Tal vez como contraprestación a sus enseñanzas un día me preguntó cómo era eso de la fotografía, en la época en que el oficio pertenecía más al misterio que a la técnica: uno se encerraba en un cuarto oscuro –tan oscuro que se llamaba así–, apenas iluminado por tenues luces color ámbar, de baja intensidad, y de pronto empezaban a tomar forma imágenes salidas de la nada. Ese ambiente | 187 |


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MOYA POR LOS OTROS

se le quedó grabado a Moya, tanto que así se lo contó a Alfonso Morales Carrillo, para el libro Rodrigo Moya. Foto insurrecta: El colombiano Guillermo Angulo, reportero gráfico del semanario Impacto, a cambio de ser instruido por Moya sobre el funcionamiento de la transmisión televisiva, se ofreció a revelarle los misterios de la luz impresa. Moya recuerda vívidamente la primera lección que le impartió Angulo, sobre todo el momento en que el fotógrafo hizo surgir de un oscuro acetato a una figura humana. La aparición de su hermana, la bailarina Colombia Moya, fue sencillamente deslumbrante. Al iluminarse de nueva cuenta el cuarto oscuro, Moya supo que había encontrado un oficio y una tabla de salvación.

Yo había decidido encontrarle explicación científica a ese misterio, e iba todas las tardes a estudiar inglés y a leer libros sobre fotografía en el Instituto MéxicoAmericano. Y me aprendía unas fórmulas que podían dar la impresión hasta de que sabía matemáticas: «La luz disminuye en razón inversa al cuadrado de la distancia». Y tal vez oyéndome repetir esas presunciones, Rodrigo pensó que yo le podía enseñar fotografía. Pero mi teoría es que la fotografía no se puede enseñar porque es una manera particular de ver el mundo. Cartier-Bresson agrega que es tan imposible como enseñar a caminar. Se pueden transmitir las técnicas –que en ese entonces eran complejas– de operar la cámara para tomar fotografías, revelar los negativos y copiarlos. Pero no el punto de vista, la manera personal de ver, compartir esa pequeña ventana que tenemos para mirar el mundo, que todos vemos de diferente manera. Los fotógrafos gozan del privilegio de poder congelar en el tiempo esa visión y fijarla para la eternidad. De todos maneras, Moya empezó a ser fotógrafo reemplazándome en la revista donde yo trabajaba, Impacto, dirigida por Regino Hernández Llergo. Y desde entonces su punto de vista era el de un hombre de izquierda, lo que lo llevó a hacer excelente retratos del Che Guevara; asistió a las invasiones de los Estados Unidos de Santo Domingo y Panamá, y realizó en la Sierra Falcón su obra maestra, Guerrilleros en la niebla, publicada como tal en The Guardian de Inglaterra. En ella retrata a la insurgencia venezolana, a la que llegó porque le habían informado falsamente que el Che, desaparecido, formaba parte de ella.


RETRATO DESENFOCADO DE RODRIGO MOYA

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Treinta años después de haberse retirado de la fotografía, empujado por su esposa inglesa, Susan Flaherty, empezó a revisar su bien conservado archivo fotográfico. No lo rescató; los negativos lo rescataron a él, le recordaron que era un gran fotógrafo y sobre su trabajo empezaron a salir libros, ensayos, publicaciones. Se armaron exposiciones y los compradores extranjeros lo incluyeron en sus colecciones. Una de sus fotos que más me gusta (y aquí se muestra una característica de su trabajo: la belleza de la forma y la fortaleza del contenido) es aquella en la que se ve una maraña de cables de la luz y unas personas haciendo conexiones ilegales. Y al publicarla contó cómo el sindicato de electricistas, con el propósito de evitar los numerosos accidentes mortales, instruía a los habitantes de los barrios de invasión para robarse la luz sin perecer en el intento. También está entre mis preferidas la foto de un trabajador solitario en un inmenso sembrado de arroz en Jojutla, estado de Morelos. Lo admirable es que Moya no ha cambiado: cuando la moda es pasarse de izquierdista a derechista, «mudar de chaqueta», como dicen los mexicanos, él sigue siendo lo que en su país se llama un «rojillo», como lo ha sido siempre, fiel a sus creencias, inmutable en sus posiciones. Tal vez por eso suele decir que él y sus fotografías están «fuera de moda». Cuando uno quiere mucho a una persona los árboles no dejan ver el bosque. Sobre todo ya que Rodrigo Moya pasó, desde hace rato, de amigo a hermano, y su esposa –una extraordinaria artista–, es la única inglesa que tenemos en la familia. De tan buen humor que no sólo soporta sin pestañear que yo la llame «Pérfida Albión», sino que acabó firmando así sus cartas. Todo retrato de un amigo sale distorsionado, embellecido, borroso o mal expuesto, a lo que se suma el reblandecimiento propio de la senescencia. Rodrigo se está quedando ciego: Dios, con su magnífica ironía, le dio a la vez las fotos y la noche. Por eso yo he acabado llamándolo «el Borges de la fotografía». Y por puro amor le hice este retrato que salió un poco –o un mucho– desenfocado.

Texto publicado en la revista colombiana El Malpensante, núm. 148, diciembre de 2013.


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por Alfonso Morales Carrillo Tras catorce años de hacer profesión de las imágenes fijas (de 1955 a 1968) y tres décadas y media de haberse alejado del cuarto oscuro, Rodrigo Moya se declaraba orgulloso poseedor de un «rotundo cero en conducta fotográfica».1 Todavía en abril de 2002 el ex fotógrafo presumía de no haber enviado ninguno de sus trabajos a concurso, nunca haber participado en alguna asociación formada por sus colegas y jamás haber ocupado el puesto de fotógrafo en alguna secretaría o agencia de gobierno. No había sido requerido ni se había hecho presente en congresos o reuniones académicas dedicados a la fotografía. Su obra no había ganado premios ni recibido becas o apoyos de ninguna índole. Nombre extraviado en el limbo de las hemerotecas y en el recuerdo de sus contemporáneos, el ex fotoperiodista no había tenido una exposición individual ni vendido alguna de sus reproducciones como pieza artística. Ninguna reseña o artículo, ni siquiera una entrevista, se habían ocupado de sus documentos, sus hallazgos visuales o sus aventuras como testigo profesional. Ex buzo, ex coleccionista de caracoles, ex editor de una revista especializada en asuntos de pesca, si bien laureado escritor de unos Cuentos para leer junto al mar 2 y siempre fiel militante de las causas de la izquierda, Rodrigo Moya era uno más de los desaparecidos de la historiografía fotográfica mexicana.

1. Curriculum vitae que forma parte de «encromes», una serie de ensayos-crónicas-memorias

que Rodrigo Moya escribe desde 1999. La mayoría inéditos, tres de ellos –«La resurrección de las imágenes», «La falta de originalidad» y «El eslabón con Nacho López»– se dieron a conocer en la revista Cuartoscuro, núm.54, mayo-junio de 2002. 2. Cuentos para leer junto al mar, publicado por Tusquets Editores en 1999, había merecido dos años antes el Premio Nacional de Cuento que conceden el Instituto Nacional de Bellas Artes y el gobierno de San Luis Potosí. El relato de Moya, «La Parker 51», ganó, ese mismo año de 1997, el xxvi Concurso Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés, certamen auspiciado por el gobierno de Puebla. La bibliografía literaria de Moya se inició con la edición privada de una colección de «cuentos neorrománticos» titulada De lo que pudo haber sido y no fue


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Las imágenes acumuladas por el reportero y documentalista que había sido Moya no se resignaron, sin embargo, a esa muerte civil. Sobreviviente de los cambios de profesión y domicilio de su propietario, carga a veces incómoda que le siguió hasta su retiro en la ciudad de Cuernavaca, el archivo fotográfico consiguió liberarse de la oscuridad del desván para cumplir con su irresistible vocación de retorno. LA TRIBU PERDIDA

El reencuentro, largamente pospuesto, del ex fotoperiodista con los abismos memoriosos de sus imágenes se dio hacia 1999, luego de que Moya se impusiera a una grave enfermedad y a una compleja intervención quirúrgica. La cercanía de la muerte motivó una confrontación con el pasado personal y familiar, y ese ajuste de cuentas lo condujo a la sección más íntima de sus expedientes fotográficos. Con la restitución iconográfica de amores, amigos e integrantes de su «tribu perdida» se inició un proceso de recuperación que, trabajando a distintos niveles, ha sido a la vez monólogo y coloquio: egomanía, clasificación y desciframiento de un microcosmos documental, reflexión teórica, reclamo vindicatorio, danza y esgrima entre las sombras de un país lejano. Interlocutores y curiosos de distinta procedencia estimularon a Rodrigo Moya a poner en circulación, de nueva cuenta, su trabajo fotoperiodístico: «Gracias al fotógrafo y editor Pedro Valtierra, a la periodista Adriana Malvido, a la historiadora Rosa Casanova, a fotógrafos amigos de Xalapa y a personas estudiosas de la imagen que se interesaron en mi fotografía a finales de 2001, es que vuelvo a sentir el gusto de que otros vean algunas cosas de la vida, tal como yo las vi».3

(Ediciones Mar y Tierra, 1996). La decisión de Moya de asumirse como escritor tiene poco más de una década –desde los días en que participaba en el proyecto «Un libro para Cuba»–, pero su relación con la escritura data de fechas anteriores a sus inicios como fotoperiodista. Hacia 1954, cuando trabajaba en Televicentro, se probó como guionista adaptando el cuento «Macario» de Bruno Traven. Asimismo, desde principios de los años sesenta, con su nombre o bajo un seudónimo, publicó reportajes en los que era a la vez fotógrafo y redactor. 3. Curriculum vitae, en op. cit.


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Entre esos cómplices se contó un fotógrafo de origen alemán también radicado en Cuernavaca, Florián Sachs, en cuyo laboratorio resurgieron a la luz los negativos recién desempolvados. Este trabajo de copiado cumplió con las exigencias planteadas por alguien que, como Rodrigo Moya, había practicado su oficio no sólo como cazador de imágenes sino también como primer editor y meticuloso impresor de sus tomas. Positivadas por primera vez algunas, probadas en nuevos encuadres, todas las fotografías, aun aquéllas reproducidas muchas veces, fueran observadas con nuevos ojos. Estas imágenes recobradas fueron el pivote de un ejercicio de reconocimiento, aún inconcluso y de imprevisibles efectos, entre una mirada que se decidió a buscar o confirmar su perfil autoral y los rastros dispersos de su cámara. FUERA DE MODA

El impecable collar de ceros curriculares de Rodrigo Moya comenzó a ceder con la edición que la revista Cuartoscuro dedicó a su trabajo, en el número correspondiente a mayo-junio de 2002.4 Después siguió «Fuera de moda», la exposición que en su homenaje se presentó, entre junio y julio del mismo año, en la Galería Ramón Alva de la Canal de la Universidad Veracruzana, en la ciudad de Xalapa. Aquella edición y esta muestra –de cuya curaduría fueron responsables Rosa Casanova, Miguel Fematt y Miguel González de la Parra– pusieron a la vista de un público joven una serie de imágenes que, si no eran inéditas, únicamente se podían localizar en las publicaciones que habían sido sus primeros destinatarios. La exhibición, que luego itineraría por otras ciudades de la República, fue acompañada por un modesto pero digno catálogo diseñado por la esposa de Moya, Susan Flaherty.5 El duelo de coquetería entre una niña y un maniquí –imagen tomada en el mercado de Oaxaca, a las 9 de la mañana del 10 de abril de 4. Cuartoscuro, núm. 54, mayo-junio de 2002. La edición incluye, además de una selección

de imágenes de Rodrigo Moya y los encromes antes mencionados, una entrevista con el ex fotógrafo realizada por Adriana Malvido y un artículo de Alberto Híjar. 5. Fuera de moda. Obra fotográfica 1955-1968. Catálogo de la exposición homenaje que se presentó por primera vez en la Galería Ramón Alva de la Canal de la Universidad Veracruzana, del 7 de junio al 7 julio de 2002, en el contexto de xi Junio, mes de la fotografía en Xalapa, Universidad Veracruzana, Conaculta, inah, Fotoapertura, 2002.


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1963, el día que el fotógrafo cumplía veintinueve años de edad– ilustró la portada y contraportada de la publicación en que se daba noticia de las noventa fotografías que conformaron Fuera de moda. En las páginas introductorias Alejandro Castellanos, Rosa Casanova y el propio Rodrigo Moya se encargaron de presentar al homenajeado fotodocumentalista que debutaba como expositor individual. La tensión entre primicia (la novedad de un conjunto de imágenes resurrectas) y tributo (la reivindicación de una obra concluida, aunque no completamente delimitada) ha marcado el retorno fotográfico de Rodrigo Moya. El título «Fuera de moda» ilustra el juego de desplazamientos que supuso el tardío arribo a la galería de un fotoperiodista que había sido, como él mismo recordaba en el catálogo, «ajeno a cualquier ‘artisticidad’ de mi trabajo o mi persona».6 Renuncia a una actualidad de cualquier modo inalcanzable, afirmación de una extemporaneidad que es en el fondo presunción de resistencia, «Fuera de moda» podría no sólo ser el nombre de la primera muestra individual de Rodrigo Moya, sino también la descripción de una de las estrategias que ha utilizado para seguir retratando sin necesidad de tomar fotografías. Presentadas en formatos que favorecen el conocimiento de sus detalles y valores formales, rebautizadas con títulos más literarios, necesariamente desprendidas de su discurso original, las imágenes de «Fuera de moda» tienen el encanto del reestreno, pero también cargas históricas que no pueden modificar. Ni ésas ni las demás fotografías del archivo Moya podrán ser lo que fueron, y en ese sentido siempre estarán fuera de moda. Cambiaron, a pesar de haberse mantenido en la reserva de sus sobres y cajones, porque el tiempo de cualquiera de sus relecturas nunca será el de su realización y propósitos originales. No pueden ser las mismas porque, además, son las piezas incompletas –aproximadamente la mitad del material que Moya llegó a producir como fotógrafo– de un relato mayor: el rompecabezas que al armarse las modifica. Seguirán cambiando según se transformen los criterios de evaluación y selección de un autor que ha querido recuperar no sólo el tiempo perdido de su obra fotográfica, 6. «La soledad de la cámara sola», en «encromes», 30 de abril de 2002. Con el título de

«La cámara sola» aparece en el catálogo de Fuera de moda, op. cit.


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sino también la teoría y la crítica que la fotografía como lenguaje (o semilenguaje, si atendemos a John Berger) ha generado en los años en que estuvo inactivo. Entender las fotografías de Rodrigo Moya, y por lo tanto su proyecto de reactivación y reposicionamiento, nos obliga a situarlas en las coordenadas en que fueron noticia, reportaje, inquietud personal, ejercicio de una curiosidad cotidiana. LOS CLAVOS TORCIDOS DEL SET

Escenógrafo desde los dieciocho años, Luis Moya abandonó a la compañía teatral de los hermanos Soler cuando estaba de paso por Colombia, en una de esas agotadoras giras por barco que recorrían el Caribe y Sudamérica. Intentaba hacer carrera como pintor cuando conoció y se prendó de Alicia Moreno, «una antioqueña de pura cepa»,7 quien acabaría por aceptar sus propuestas matrimoniales. Aunque llegó a decorar dos restaurantes en Bogotá –uno de ellos La Gruta Encantada–, la pintura no ofreció posibilidades de subsistencia al joven mexicano, ya con los compromisos que significaban una esposa y dos hijos pequeños. Decidió entonces que la hora del regreso había llegado. Luis Rodrigo Moya Moreno, el primogénito de Alicia y Luis, nació en Medellín, Colombia, el 10 de abril de 1934, y contaba con dos años de edad cuando su familia se trasladó a vivir a la ciudad de México. En sus recuerdos de infancia su padre aparece ya no como escenógrafo de comedias o zarzuelas sino como constructor de escenarios cinematográficos. Obligado por él a pasar la mitad de sus vacaciones trabajando como «chicharito» en los estudios Azteca y Clasa, conoció desde niño la magia del cine en sus entrañas: las filmaciones, los trucos, los decorados engañosos, las infinitas repeticiones de la misma escena, los insufribles desplantes de Libertad Lamarque. En el set, lugar tan divertido como soporífero, Rodrigo cumplió con una infame encomienda: enderezar clavos usados, recogidos del piso, recibiendo veinte centavos por cada kilo recolectado. Esa tarea, cuya paga acumulada le permitió comprar un balón profesional de futbol, fue el método «arcaico

7. Entrevista con Rodrigo Moya, abril-mayo de 2003.


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y un tanto luterano» que su padre había elegido para educarlo en el aprecio al trabajo y al dinero ganado con el propio esfuerzo.8 A causa del oficio paterno, abocado a la construcción de arquitecturas perecederas, la bonanza y el declive de la industria cinematográfica mexicana se reflejaron en la economía familiar. En los tiempos de jauja, cuando Luis Moya era una de las tubas en la gran orquesta dirigida por Mario Moreno Cantinflas –metáfora que es en realidad la descripción de un fotomontaje–, el hogar de los Moya Moreno se mudó de la calle Pedro Baranda a la Avenida Insurgentes y un auto modelo Nash paseó por la ciudad a los hijos del escenógrafo. El infante Rodrigo Moya, a quien siguieron dos hermanas –Colombia y Nora–, se formó tanto en escuelas públicas como en colegios particulares. Por muchas razones, entre las que se cuentan la lectura en voz alta de El Quijote, el descubrimiento de Emilio Salgari y las tareas que obligaban a composiciones gráfico-literarias, fue definitorio su paso por las aulas del Colegio Madrid. En esta institución, fundada por los refugiados españoles del bando republicano que había acogido el presidente Lázaro Cárdenas, recibió sus primeras lecciones de política internacional: el planeta dividido en istmos, bloques y potencias, escenario de una guerra interminable. Adolescente inquieto, joven sin vocación definida, Moya vivió los rigores disciplinarios de una escuela militarizada, fue por un par de años mal estudiante de ingeniería y demostró sus aptitudes como pelotari. Hacia 1954, cuando trabajaba como floor manager en el estudio Q de Televicentro y aspiraba a ser guionista, la fotografía se atravesó en su camino. El colombiano Guillermo Angulo, reportero gráfico del semanario Impacto, a cambio de ser instruido por Moya sobre el funcionamiento de la transmisión televisiva, se ofreció a revelarle los misterios de la luz impresa. Moya recuerda vívidamente la primera lección que le impartió Angulo, sobre todo el momento en que el fotógrafo hizo surgir de un oscuro acetato a una figura humana. La aparición de su hermana, la bailarina Colombia Moya, 8. A la historia de los clavos torcidos y sus imprevistas enseñanzas Rodrigo Moya dedica un

episodio de la novela, en proceso, tentativamente titulada «Colegio Madrid».


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fue sencillamente deslumbrante. Al iluminarse de nueva cuenta el cuarto oscuro Moya supo que había encontrado un oficio y una tabla de salvación.9 LÁGRIMAS Y RISA DE MÉXICO

El departamento de fotografía de la revista Impacto, ubicado en Manuel María Contreras número 30, fue la escuela en que Rodrigo Moya aprendió a revelar e imprimir, y a manejar sus primeras cámaras. Como asistente informal de Guillermo Angulo no sólo se benefició de sus generosas enseñanzas y de sus modestas compensaciones pecuniarias o en especie, sino también del mundo que se le abrió a través de los amigos y conocidos de este atípico reportero que era entendido en cuestiones de arte y literatura. Uno de ellos, Antonio Rodríguez, el crítico de origen portugués que emprendió la primera valoración cultural del fotoperiodismo mexicano –con sus artículos y entrevistas, y sobre todo con la exposición que acerca de este género organizó en el Palacio de Bellas Artes en 1947–, dictaba su vehemente cátedra al lado de las charolas y la ampliadora Leitz Focomat. En el mismo año de 1954, durante una gira presidencial, Rodrigo Moya tomó su primera foto periodística. Los reporteros gráficos que cubrían ese recorrido por el estado de Puebla, con motivo de la inauguración de una presa, habían abusado en la comida de las bebidas embriagantes y, en esa «atmósfera cordial y permisiva»,10 Guillermo Angulo decidió lanzar al ruedo a su discípulo. Con una Speed Graphic en las manos el hasta entonces cargacámaras retrató al presidente Adolfo Ruiz Cortines mientras saludaba a los pobladores de Patla. En los siguientes dos años Moya trabajó por unos meses para el diario Zócalo, que dirigía Alfredo Kawage Ramia; tuvo tratos con la revista ¡Ya!, de «un sacaplanas llamado Klériga Vera», y siguió colaborando de manera

9. Entrevista con Rodrigo Moya, abril-mayo de 2003. 10. A partir de la lectura de la primera versión de este texto introductorio Rodrigo Moya remitió

al autor, los días 12, 14 y 16 de agosto, una serie de apuntes que serán citados bajo el nombre genérico de «Observaciones».


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eventual con la revista en que se formó como fotógrafo.11 Un reportaje dedicado a las actuaciones que en el Teatro Iris ofrecía Gloria Ríos, la cantante y bailarina de rock’n roll, llevó su nombre a la portada de la revista que dirigía Regino Hernández Llergo. Orgullosos de su aparición en el número 356 de Impacto, con fecha del 21 de noviembre de 1956, el novel reportero obsequió de inmediato un ejemplar a Nacho López, a quien había reconocido desde sus inicios como otro de sus maestros y un modelo a seguir. Recibió a cambio un ejemplo Antonio de The Family of Man, el catálogo de la exitosa exposición que Rodríguez un año antes había organizado Edward Steichen en el Museo trabajando en el laboratorio de Arte Moderno de Nueva York. fotográfico de la Con apenas tres años como fotoperiodista, pero ya con revista Impacto. algún kilometraje recorrido, Moya fue invitado a participar en Ciudad de una exposición colectiva presentada en los salones del Centro México, 1954. Deportivo Israelita. La muestra, que estuvo abierta entre 18 de noviembre y el 14 de diciembre de 1958, llevó por título «Lágrimas y risa de México». Antonio Rodríguez y Malkah Rabell, directora de la galería, unieron sus esfuerzos para convocar bajo el mismo techo a un heterogéneo grupo de

11. «Observaciones», op. cit.


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«maestros de la fotografía mexicana»: cinco autores nacionales y una extranjera trasterrada que representaban las posibilidades creativas y documentales de un medio que todavía batallaba, en nuestro país, por hacerse de un lugar entre las bellas artes. Junto al «aire sutil y depurado» de Manuel Álvarez Bravo, «el realismo tenue y sugestivo» de Héctor García, «el realismo directo y desnudo» de Bernice Kolko, «el dramatismo cargado de poesía» de Nacho López y «el dinamismo cinematográfico» de Antonio Reynoso se expuso «la violencia de ese muy joven, casi niño, reportero gráfico» que era Rodrigo Moya, entonces con veinticuatro años de edad.12 Los retratos de una mujer en chemise y de un soldado orinando fueron dos de las imágenes que mostró en aquella ocasión. Antonio Rodríguez, muy probablemente el autor de la presentación en que aparecieron las anteriores definiciones, así como de una reseña sin firma que sobre la muestra se publicó en Siempre!, vio en la obra de aquellos autores «una parte de las huellas digitales de nuestra presencia en este mundo». Espejo con alma en que se detienen la vida cambiante y el tiempo fugaz, la fotografía le importaba al escritor lusitano por su condición de vestigio: «Huella que nos sirve hoy para encontrarnos a nosotros mismos –con la ficha de nuestras acciones– en el kardex de la sociedad; servirá mañana a los que habrán de sucedernos, para reconstruir los trazos ya olvidados de nuestro rostro».13 A la apertura de la que fue su primera y, por décadas, única exposición en un local cerrado, Rodrigo Moya llegó «tarde, mojado y mal vestido, pues antes había tenido que cumplir una orden de trabajo en el extremo opuesto y lluvioso de aquella ciudad cadenciosa de cuatro millones de habitantes, donde los fotógrafos no solíamos tener auto».14

12. Invitación a la muestra «Lágrimas y risa de México». Más datos sobre el contenido y el

contexto de esta exposición en el artículo homónimo que Deborah Dorotinsky publicó en la revista Luna Córnea, núm. 26, mayo-agosto de 2003, pp. 32-37. 13. «Exponen los fotógrafos. Risas y lágrimas de México», en Siempre!, núm. 286, 17 de diciembre de 1958, pp. 44-47. 14. «La falta de originalidad», en «encromes», enero de 1999.


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SUCESOS PARA TODOS

Luego de la etapa formativa de Impacto, Moya trabajó para otros medios impresos: El Espectador, Ráfaga Confidencial, Política, Continente, Siempre!, Sucesos para Todos y otras publicaciones de corta vida. En la revista que era propiedad de Gustavo Alatriste y desde el título pregonaba su oferta miscelánea –Sucesos para Todos– Moya colaboró durante los últimos tres años y medio en que fue fotoperiodista, de enero de 1964 a agosto de 1967. El semanario tuvo por esos años, en que fue dirigido por Raúl Prieto y luego por Mario Menéndez, una buena acogida y circulación internacional. Ermilo Abreu Gómez, Héctor Anaya, Laura Bolaños, Carlos Loret de Mola, Froylán Manjarrez, Carlos Monsiváis, Víctor Rico Galán y Armando Rodríguez se contaron entre sus escritores y reporteros. Además de Rodrigo Moya, Nacho López, Fernando Mayolo, Sergio Morales y Héctor García formaron el directorio de fotógrafos, que se amplió con la entrega del equipo de reporteros en que estuvieron Jaime Andrés Arroyo y Armando Salgado. Juan Rulfo, no como escritor sino como fotógrafo, participó en algunos números. En Sucesos para Todos, revista que en los años sesenta fue bastión de la izquierda mexicana y latinoamericana, así como foro de sus debates, Rodrigo Moya llevó al extremo los registros de su doble cámara. Comprometido con Alatriste a entregar la imagen a color que llevaría la portada y una historia para sus páginas interiores, ilustró notas de espectáculos y cultura –las flores de Xochimilco, las confidencias del zoológico de Chapultepec, la parodia que hacía Alfonso Arau de The Beatles con su grupo The Tepetatles, Meche Carreño en vestido de red y posando como «rorra bucólica»–, pero también publicó los reportajes y las imágenes que mejor muestran su idea de la fotografía como retrato social.15 Los temas de la explosión demográfica, el control natal y los programas de protección a la infancia que en ese momento estaban en la agenda pública –y llevó a la revista Águeda Ruiz, su pareja de entonces– sirvieron a Rodrigo Moya 15. Sucesos para Todos, respectivamente: núm. 1612, 24 de marzo de 1964; núm. 1656, 29 de

enero de 1965, 2 de abril de 1965.


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para seguir con el reportaje que atravesaría toda su obra y publicaría por entregas, bajo distintos títulos: la vida al límite de los estratos menos favorecidos.16 Los desplumados ángeles de cara sucia, los niños cuya evidente desnutrición, desaliño y desnudez hacían a la marginación todavía más dolorosa, motivaron los documentos más conmovedores de aquella crónica fotográfica en que se prolongaba el destino de Los olvidados de Luis Buñuel y de Los hijos de Sánchez de Oscar Lewis, y se desmentía la ecuménica fraternidad de The Family of Man de Edward Steichen. Si el catálogo de esa influyente muestra terminaba con la imagen esperanzadora de dos niños internándose en un sendero arbolado –fotografía de Eugene Smith, que se acompañaba de la siguiente línea de Saint John Perse: A world to be born under your footsteps–,17 una foto de Moya, también de un par de hermanitos tomados de la mano, pero éstos de regreso a su pocilga, declaraba que el futuro, como el disfrute de cualquier otra mercancía, dependía del poder adquisitivo. Por otra parte, Rodrigo Moya en compañía de Froylán Manjarrez –el amigo con quien compartía, como escritor, el seudónimo de Pinco Palino– realizaron trabajos de campo con el propósito de informar sobre «el drama de los cañeros», «la crisis minera en el valle de la Paz» (San Luis Potosí) y la dura vida de las comunidades norteñas que vivían de la «ingrata tarea de obtener cera de candelilla y tallar ixtle de palma y lechuguilla».18 La historia de las familias que a cambio de mucho trabajo y una exigua paga en vales obtenían la fibra útil para elaborar arpilleras, costales, empaques y cordeles fue publicada, a fines de 1965, bajo el título «El ixtle es hambre». Las imágenes que integran este notable reportaje describen, como ningún otro, el sistema de abordaje o aproximación que Moya utilizaba para acceder a una realidad que conocía mientras las iba retratando. Del paisaje panorámico

16. Entre los artículos con esa temática, firmados por Águeda Ruiz, se encuentran: «El niño»

(núm. 1601, 7 de enero de 1964), «¿Es benéfica la regulación de la natalidad o no lo es?» (núm. 1605, 4 de febrero de 1964) y «Niños mexicanos» (núm. 1609, 3 de marzo de 1964). 17. The Family of Man, Museum of Modern Art, Nueva York, 1955. 18. Sucesos para Todos, respectivamente: núm. 1618, 5 de mayo de 1964; núm. 1700, 11 de diciembre de 1965; núm. 1702, 25 de diciembre de 1965; núm. 1703, 1 de enero de 1966.


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a la naturaleza muerta, del retrato in situ a la pose convenida con el modelo, de la visión lírica –un burro que bebe nubes– al primer plano siqueiriano –unas manos petrificadas por sus callos–, los recursos narrativos y descriptivos utilizados en «El ixtle es hambre» son la prueba de que Rodrigo Moya entendió a la fotografía no sólo como registro sino como elucidación.

Tomado de «Moya en el oleaje de las fotografías», publicado en Rodrigo Moya. Foto insurrecta. México, Ediciones El Milagro, 2004.


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por Juan Manuel Aurrecoechea ¿Qué esperan los campesinos que se agolpan en lo que parece ser la antesala de una oficina pública? ¿A quién y por qué golpean los policías que aparecen en algunas de las fotografías de Rodrigo Moya? ¿Qué persiguen los hombres armados en medio de la floresta? ¿Qué causa justificó un fusilamiento en medio de la noche? ¿Quién asesinó al joven mulato caído en una acera? ¿Se puede mirar de la misma manera la imagen de unas niñas sonrientes sabiendo que se trata de hijas de prostitutas? Es imposible no preguntarse sobre la circunstancia de imágenes como éstas. Lo primero que queremos saber es qué historia hay detrás de ellas; más tarde nos preguntamos con qué propósito fueron tomadas y las razones por las que fueron o no publicadas, pues, aunque su valor estético es evidente, éste no puede desligarse de un hecho cuestionable: provienen del trabajo de un periodista, de un fotógrafo con «doble cámara» –la del obrero de la lente que cumplía los encomiendas de los editores y la del militante, «politizado sin remedio», como afirma el propio Rodrigo en uno de sus «encromes»–, cuya divisa fue «captar la realidad». Sin duda, las imágenes no responden por sí mismas a las interrogantes que sugieren. Para ello hay que devolverlas al momento en que Rodrigo disparó el obturador de su cámara, a la situación histórica que las propició. Con este fin indagamos en la memoria del fotógrafo y revisamos los impresos donde tuvieron vida pública sus imágenes, en particular los ejemplares de Impacto y Sucesos para Todos. Además de la historia que cuenta, cada imagen tiene su propia historia. Algunas se conservaron inéditas hasta ahora; otras sólo conocieron la luz pública en periódicos murales y panfletos de izquierda; muchas, merced a los improvisados usos y costumbres del periodismo mexicano de los años cincuenta y sesenta, se publicaron fuera de contexto para ilustrar artículos de Impacto, Sucesos para Todos y otras revistas memorables –la invasión estadouni-


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dense en Santo Domingo en 1965, las guerrillas guatemalteca y venezolana, el ixtle y la Pasión de Iztapalapa–. Moya también trabajó series como «La casa del hombre» –cuyas piezas aparecieron dispersas en diversos impresos– que, pudiendo haber dado lugar a espléndidos libros, permanecen en el limbo de su archivo a la espera de justicia editorial. Las líneas que siguen tienen el propósito de aproximar las imágenes a las historias y situaciones noticiosas con las que se vinculan. Como advertirá el lector, al poner en sintonía las fotografías de Rodrigo con otras huellas y registros de los hechos que atestiguan, su paradójica belleza documental adquiere nuevos matices.

El presente texto y los siguientes («La nube estéril», «La segunda» y «Guatemala: la guerrilla al desnudo») fueron publicados en Rodrigo Moya. Foto insurrecta. México, Ediciones El Milagro, 2004.


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LA NUBE ESTÉRIL

en abril de 1955, por encargo del Programa Integral del Valle del Mezquital, Rodrigo Moya y el periodista Ricardo Toraya realizaron un recorrido de varios días por la región ñañú. En la época, el Mezquital representaba la antítesis del milagro mexicano: el lugar jamás alcanzado por la bonanza económica que vivió el país en los años cuarenta y cincuenta, el sitio que no conoció «los logros de la Revolución mexicana»; «donde hasta el maguey, que es la planta más generosa de México, es avara con el otomí», como escribió Antonio Rodríguez en su novela La nube estéril, drama del Mezquital, publicada en 1952 por la colección Amigos del Café París. Las imágenes que recogió Moya en aquel periplo constituyen el exacto equivalente fotográfico de las descripciones que urdió Rodríguez en su pieza literaria. Las mujeres que se agolpan ante una toma de agua, retratadas por el fotógrafo, podrían ser las tejedoras de ayates de santhé –el ixtle otomí– que en la novela padecen «una sed inextinguible». El niño descalzo que se afana con el lápiz sobre su pupitre podría muy bien ser Pedro, el personaje que en la historia de Rodríguez pasa la infancia en el Internado Indígena Fray Bartolomé de las Casas de Ixmiquilpan y encuentra, inscrita en uno de sus muros, la frase que dará sentido a su vida: «Cada estudiante del internado debe convertirse en misionero para redimir al pueblo otomí».

Valle del Mezquital, Hidalgo, 1955.


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LA SEGUNDA

como en el caso del méxico urbano, Moya se ocupó de las muchas facetas del México rural. En el reportaje «México, los Ferrocarriles Mexicanos y el Far West» –publicado en el número 1723 de Sucesos para Todos correspondiente al 21 de mayo de 1963– exploró la condición de los pasajeros de segunda clase en la estación ferroviaria de Cuautla, donde hacía parada un tren jalado por una máquina de vapor que daba la apariencia de no haber sido objeto de mantenimiento alguno desde tiempos de Porfirio Díaz. Como muchas otras de sus imágenes, la que tomó Rodrigo en una misérrima cantina de Tetela del Volcán, Morelos, hacia 1960, fue reciclada varias veces. Apareció en los números 1618, 1696 y 1735 de Sucesos para Todos, correspondientes al 5 de mayo de 1964, 12 de noviembre de 1965 y 20 de agosto de 1964, respectivamente, ilustrando los artículos «El drama de los cañeros» de Froylán Manjarrez, «Uno no es ninguno» –carta de Víctor Rico Galán al secretario de la Reforma Agraria, Norberto Aguirre Palancares– y «El caballo blanco de Zapata. Un nuevo latifundismo medra con el hambre del campesino», aparecido sin firma. La infatigable paciencia que mostraban los grupos campesinos en las antesalas de las oficinas agrarias de la ciudad de México motivaron a Rodrigo y al periodista Armando Rodríguez

El pasajero. Morelos, ca. 1964.


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a realizar un reportaje con el tema para Ráfaga Confidencial. Una de aquellas imágenes acompañó al artículo «El algodonero mexicano: esclavo de la Anderson Clayton», firmado por Mario Menéndez, que apareció en el número 1726 de Sucesos para Todos, correspondiente al 11 de junio de 1966. Rodrigo documentó las historias de los campesinos insurrectos, como los de Morelos que tomaron la tierra en los llanos de Michapa y El Guarín en 1960, dirigidos por Rubén Jaramillo. Dos años después, el 23 de mayo de 1962, un comando paramilitar asesinó a Jaramillo, a su esposa embarazada y a sus tres hijos. Una de las aportaciones más interesantes de Rodrigo a la iconografía de los herederos de Zapata es una serie de retratos colectivos en los que apenas asoman las historias cargadas de violencia que contienen los gestos de los retratados, como el de la asamblea de los comuneros de El Capulín. En abril de 1965, para apoyar con un reportaje las demandas y luchas de la Asociación Civil Revolucionaria de Xalatlaco, Froylán Manjarrez y Rodrigo acudieron al poblado situado entre los llanos de La Marquesa y Chalma, en el Estado de México. Los lugareños enfrentaban conflictos con su presidencia municipal y los caciques del pueblo por el manejo del agua, los fondos para la construcción de una escuela y el control de los bosques de su comunidad, que explotaba la papelera San Rafael. El fotógrafo y el reportero llegaron hasta El Capulín, «La ranchería más lastimada del municipio, internada en la sierra [a la que sólo era posible acceder], por un camino difícil, entre barrancos, a cuatro horas a caballo…». Julián Manzanares, el delegado de la ranchería, convocó a una junta de vecinos para recibirlos. «¡Están tan abandonados –escribió Froylán–, tan olvidados, que miran a


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los periodistas como salvadores!» Con el título «El ejemplo doloroso de Xalatlaco», el reportaje se publicó en los números 1669 y 1670, correspondientes al 16 de abril y al 7 de mayo de 1965, respectivamente, de Sucesos para Todos.


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GUATEMALA: LA GUERRILLA AL DESNUDO

en febrero de 1966 rodrigo moya y mario menéndez, el polémico periodista yucateco, entonces director de Sucesos para Todos, realizaron un reportaje sobre la guerrilla guatemalteca. Durante cinco días convivieron con un pequeño grupo de milicianos del Frente Édgar Ibarra de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (far), que operaba en la sierra de Minas y los llanos de Zacapa, al nororiente del país. El propósito político del reportaje era demostrar que las elecciones presidenciales que se celebrarían el 6 de marzo de ese año serían una farsa «en la que nadie cree», escribió Menéndez. «La conclusión a la que puede llegarse es única –agregó–: el pueblo de Guatemala sólo tiene un camino, el de la lucha armada…». En una larga entrevista César Montes, comandante del Frente Édgar Ibarra, explicó a los periodistas su visión política del país y describió la historia de las far. En sus memorias Mi camino: la guerrilla, Montes afirma: «El fotógrafo, Rodrigo Moya, era un muchacho delgado, atlético, de gran capacidad en la técnica fotográfica, pero sobre todo, de posiciones políticas muy firmes. Contrastaba con Menéndez no sólo en lo físico, sino también en otros aspectos». Cuenta Montes que el yucateco presionó a los guerrilleros para que efectuaran alguna acción armada porque quería un reportaje espectacular, y que el grupo finalmente aceptó realizar el «ajusticiamiento revolucionario» de «un odiado comisionado militar». Por su parte, Rodrigo recuerda que se pensaba ejecutar no a uno sino a varios delatores de la aldea de San Jorge, situada a unos cuantos kilómetros de la fortaleza del Zacapa donde se localizaba la mayor concentración del ejército guatemalteco. Durante la discusión Rodrigo se opuso a lo que le parecía

páginas 209 y 211: San Jorge, Guatemala, 1966.


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una barbaridad pero finalmente los guerrilleros cedieron a las presiones de Méndez y decidieron fusilar a tres colaboradores del ejército. En el reportaje que publicó Sucesos para Todos, Menéndez narró la muerte de Indalecio Ventura –uno de los comisionados del ejército buscados por los guerrilleros, que ofreció resistencia a la hora de su captura– y el fusilamiento de Abelardo Castañeda y Enrique Franco. Un desperfecto en el flash no impidió que la cámara de Rodrigo Moya capturara la secuencia de la ejecución, iluminada por los faros de una camioneta. Moya objetó la publicación de aquellas fotografías, pero Menéndez no estuvo dispuesto a renunciar a su golpe periodístico y les dedicó un amplio espacio en una de las entregas de la serie guatemalteca que tituló «¡Fusilen a los asesinos!». En ésta escribió: «Rodrigo Moya tomó para Sucesos las primeras fotografías que en América se han hecho de un ajusticiamiento revolucionario en la primera etapa de una lucha por la liberación nacional de todo un pueblo. El mérito es extraordinario, si se toma en consideración las condiciones en las que fueron tomadas: mínimo de luz, tensión nerviosa y con pleno conocimiento de que al poco tiempo tendríamos al ejército encima de nosotros». Rodrigo recuerda: «Cuando el ejemplar con el reportaje central titulado ‘¡Fusilen a los asesinos!’ salió a circulación y vi mis fotografías desplegadas, sentí furia y horror. Quise reclamar políticamente el amarillismo de los reportajes y sus efectos perniciosos entre un amplio sector de la izquierda radical, pero Menéndez no atendía opiniones contrarias. Sabía que contaba con el apoyo de la cúpula revolucionaria, y que, además, la revista se vendía más mientras más muertos y gente armada aparecieran en sus páginas». La serie publicada en Sucesos para Todos estuvo constituida por ocho entregas tituladas, respectivamente: «Guatemala:


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¿Vietnam de las Américas?», «Guatemala: un pueblo sojuzgado», «Guatemala: única vía la lucha armada», «Guatemala: los fantasmas», «Guatemala: ¡fusilen a los asesinos!», «Guatemala: por qué ingresamos a las guerrillas» y «Guatemala: la guerrilla urbana». Apareció entre el número 1710, del 19 de febrero de 1966, y el 1717, del 9 de abril del mismo año.


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LA FOTOGRAFÍA COMO CONSTATACIÓN por Adolfo Sánchez Rebolledo Desde mi particular perspectiva personal, que no es ni la del historiador ni la del estudioso de la gráfica, la mirada documental de Rodrigo Moya me suscita esa sensación de melancolía que sólo puede evocar una fotografía que inadvertidamente ya teníamos grabada en la memoria. El recuerdo, en este caso, se identifica o coincide con la imagen: es una constatación, más que un descubrimiento. Gracias a los reportajes de Moya, muchos de ellos unidos a textos extraordinarios, como el de Víctor Rico Galán en Ciudad Madera tras la matanza de los guerrilleros, nos llegan las luces lejanas de estrellas que siguen latentes: allí está Othón Salazar ganando la batalla a los charros desde Lecumberri, las ominosas figuras de la secreta golpeando a los maestros, los estudiantes trepados sobre los camiones tomados para impedir el alza de tarifas en el 58, las primeras manifestaciones por Cuba y Vietnam, la galería de personajes que pueblan la ciudad en los albores del llamado «desarrollo estabilizador», anclado en la desigualdad pero envuelto en la unidad nacional y confiado en la expansión de las clases medias que luego en el 68 se cobrarían juntas las afrentas de la modernidad sin democracia. En tanto reportero gráfico, Moya registra y a la vez crea dicha realidad conforme al código personal que lo identifica tras la cámara, pero al hacerlo nos propone realizar un recorrido que no se detiene en la contemplación del objeto, sea éste el teatro, la ciudad y sus monumentos, el paisaje, los trabajos o los personajes que la habitan, sino que aspira a dar cuenta de esa otra historia oculta bajo el presente, la cual avanza por un cauce paralelo, a veces invisible u oscurecido bajo la luminosidad del México oficial de la segunda mitad del siglo xx. Sin arrebatos folclóricos, Moya nos propone descubrir un mundo mexicano cuya sola existencia, más allá de toda pretensión pedagógica o ejemplarizante, es por fuerza subversiva, gracias a su carácter «envolvente», compartida y compartible como lenguaje y significado. Fragmento de «Moya: la luz y la memoria», La Jornada, 1o de noviembre de 2012.


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por Alberto del Castillo Troncoso La decisión del retiro profesional de Moya a los 34 años obedece a distintas razones que se enmarcan dentro de varias vertientes: el desencanto político y existencial ante el asesinato del Che Guevara en Bolivia en el año de 1967, hecho que desencadenó el fin del sueño de toda una generación; el desgaste personal ante la falta de incentivos económicos para desempeñar una labor fotoperiodística crítica en forma independiente; la ausencia de espacios para el desarrollo laboral de un fotógrafo en un contexto político autoritario y corrupto como el que predominaba en México a finales de los años sesenta, y el sensacionalismo predominante en la revista en la que trabajaba, que llegó a uno de sus puntos culminantes con la publicación de las fotografías de los fusilamientos de San Jorge, un hecho lamentable que el fotógrafo siempre objetó.1 Es conocida la anécdota que refiere que cuando Moya publicó su primera portada en la revista Impacto, el 21 de noviembre de 1956, Nacho López le regaló un ejemplar de La familia del hombre de Edward Steichen, una exposición fotográfica que le dio la vuelta al mundo en aquella época y que funcionaba como paradigma para los profesionales de la lente, transmitiendo una visión optimista que borraba las diferencias culturales para exaltar la supuesta esencia universal de la familia occidental en la posguerra. 1. No obstante lo anterior, debe considerarse que Moya había renunciado en dos ocasiones

previas al ejercicio del fotoperiodismo en la vorágine de sus intensos años veinte. La primera fue cuando conoció en el sureste mexicano a Annunziata Rossi, una hermosa italiana que después se convertiría en su primera esposa, y se quedó con ella varias semanas en la casa del poeta Carlos Pellicer, en lugar de regresar a la ciudad de México a entregar un trabajo fotoperiodístico para Hernández Llergo en Impacto. La segunda, que ocurrió después de la rebelión de maestros y ferrocarrileros en el 58, cuando se dio cuenta que la mayor parte de su material no iba a ser publicado por la censura gubernamental y la autocensura de la revista en la que seguía laborando, por lo que aceptó un trabajo alejado de las oficinas de redacción para laborar en la Dirección de Catalogación, Restauración y Conservación del Patrimonio Histórico de la Nación.


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Aquel regalo fraterno fue interpretado por Rodrigo como una bienvenida al club del fotoperiodismo y un espaldarazo simbólico de uno de los representantes más significativos de la historia del fotoperiodismo en México. Sin embargo, en unos cuantos años, Moya fue más allá de las coordenadas sugeridas por el fotógrafo alemán y construyó una visión crítica de la realidad social mexicana y latinoamericana con el estilo propio que hemos descrito en este texto. La obra de Moya recoge una tradición documental que podría remontarse a la Revolución mexicana, cuando los fotógrafos abandonaron la seguridad del estudio y se vieron obligados a enfrentarse a una realidad caótica y vertiginosa que planteaba nuevos retos. Los encuadres y las composiciones arriesgadas y el registro de los nuevos actores sociales en movimiento transformaron la fotografía decimonónica y le impusieron nuevos parámetros y objetivos. El ascenso de la fotografía documental y su cúspide, representada por los trabajos de Eugene Smith, Dorothea Lange y Walker Evans, entre otros personajes que sacudieron con sus imágenes las conciencias norteamericanas en las décadas de los treinta y los cincuenta, así como la irrupción vigorosa y fresca del neorrealismo italiano y su dramática puesta en escena del mundo real con todos sus matices y contradicciones, representaron dos vías de conocimiento y representación del mundo que estuvieron presentes en el universo de Rodrigo Moya en los años vitales en que ejerció el fotoperiodismo. Aunado a lo anterior, conviene subrayar que el trabajo de Moya transcurrió en una coyuntura muy difícil, en la que el predominio y auge de un régimen de partido de Estado controlaba el espacio público y dejaba muy pocos espacios para las voces críticas y disidentes. En estas condiciones, la censura y, sobre todo, la autocensura afectaron de manera muy importante las maneras de retratar la realidad por parte de los profesionales de la lente. Sólo la creación de la «doble cámara» por parte de Moya pudo salvar esta circunstancia, al permitir al autor la posibilidad de imaginar otro tipo de fotografías, cuyo destino final no podía ser la publicación en las revistas ilustradas de la época. El perfil autoritario del México priísta de mediados de siglo y la divulgación masiva de las revistas ilustradas en su última etapa, cuando la televisión todavía no cobraba la fuerza hegemónica que tendría en el último cuarto


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del siglo pasado, constituyen dos factores básicos para valorar el peso de la obra fotográfica del autor. Las revistas ilustradas y su ejercicio semanal permitieron al fotógrafo concebir y producir algunos proyectos ligados a sus intereses personales y políticos, aunque siempre mediados por el punto de vista de los editores y los parámetros generales trazados dentro del perfil de la publicación. La posguerra y la guerra fría constituyen las coordenadas políticas internacionales en las que se desarrolló su trabajo. En este sentido, la cámara del fotógrafo se construyó como una lente militante que participó en todo tipo de combates y que si bien convivió con los dogmas y las limitaciones propias de la izquierda de aquellos años –llegando a situaciones límite, como la terrible experiencia de los fusilamientos guerrilleros en el pueblo de San Jorge– superó también la ortodoxia panfletaria y la denuncia miserabilista en la que quedaron atrapados algunos de sus colegas y compañeros de ruta, con una visión humanista y la calidad y el talento de un enfoque creativo, que lo vincularon con lo mejor de la literatura, la gráfica, el cine, la pintura y el teatro de la época. En efecto, el nexo con escritores, artistas y pensadores que marcaron un quiebre en el ejercicio intelectual y artístico de la época resulta muy relevante para ubicar las coordenadas en las que transitó Moya en aquellos años. En el Archivo Fortográfico Rodrigo Moya pueden encontrarse fotografías de personajes de distinto calibre en el mundo de la cultura, como Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, Antonio Rodríguez, Renato Leduc, Eduardo del Río (Rius), Manuel Felguérez, Rubén Gámez, Eraclio Zepeda, Juan Soriano, Osvaldo Guayasamín, Carlos Pellicer, entre muchos otros. No se trata de retratos aislados, sino de secuencias fotográficas. En algunos casos importantes, se trata de un vínculo personal, que explica la presencia de la cámara en la intimidad del sujeto retratado. El dato no es casual, sino que apunta a una premisa fundamental para comprender la obra de Moya: la cercanía vital con estos personajes forma parte de la visión del mundo del autor. Entre muchos otros casos, elijo un botón de muestra de este vínculo de complicidad: tres acercamientos retratísticos al escritor Juan de la Cabada, cómodamente instalado en un sofá e ignorando en apariencia la presencia


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del fotógrafo. La nota que acompaña las imágenes en el archivo del autor señala de manera significativa: «Noviembre de 1960. Juan de la Cabada en mi casa de Lerma 328-4 contándome alguna mentira».2 Un episodio central de este proceso es el que refiere al teatro, el cual experimentó una gran renovación a mediados del siglo pasado, con la irrupción de proyectos culturales renovadores como Poesía en Voz Alta y el Teatro Trashumante y directores como Juan Ibáñez, Héctor Mendoza, Juan José Gurrola y Héctor Azar, quienes siguieron las pistas trazadas por Rodolfo Usigli, Salvador Novo y Xavier Villaurrutia unos años antes y se regodearon en la búsqueda de un lenguaje propio, muy distante de las convenciones anquilosadas del realismo costumbrista y de un nacionalismo ramplón que definía y limitaba una parte importante de la cultura nacional en aquella época. La cobertura puntual de Moya en torno a decenas de ensayos y estrenos de muchas de las obras de dichos movimientos y de estos y otros autores enriqueció notablemente la visión del mundo del fotógrafo. A su vez, el acercamiento personal y profesional de Moya a gestos, movimientos corporales y cierto tipo de escenografías le permitió obtener composiciones y encuadres muy singulares, que potenciaron las expresiones creativas y lúdicas de todo este movimiento. En esta coyuntura tan particular, la mirada documental del fotógrafo se enriqueció a partir de estas experiencias y las incorporó a su muy particular visión de la realidad. La recreación escénica del ritual de la Pasión en Iztapalapa y la construcción de un ensayo fotográfico sobre la introspección en los sugerentes retratos ferrocarrileros logrados en la estación de Cuautla representan sólo dos indicadores de este proceso. Otros de los trabajos mejor logrados del autor, resultado de un Moya maduro que combinaba las facetas de escritor, fotógrafo y editor, como «La violencia en México» y «Fuego en la catedral», refuerzan estas ideas y dan cuenta de una manera muy precisa de las preferencias políticas y estéticas del fotógrafo.

2. Rodrigo Moya, texto manuscrito en la carpeta de «Retratos», Archivo Fotográfico Rodrigo Moya.


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Uno de los puntos centrales para descifrar la mirada de Moya consiste en considerar su propia voluntad de posicionarse como un outsider respecto a su práctica profesional y política. El dato es significativo, en la medida en que nos ayuda a ubicar la postura del autor respecto a los circuitos comerciales y culturales de la época. La militancia comunista del fotógrafo transcurrió dentro de este tipo de coordenadas, que limitaron el conocimiento de su obra y una valoración de su calidad, aunque propiciaron otro tipo de usos políticos de su fotografía y su recuperación por parte de distintos movimientos sociales. Al respecto, considero que la imagen de Moya como fotógrafo de la guerrilla se ha sobredimensionado y ha desplazado posturas más representativas del autor. Una revisión del conjunto de sus fotorreportajes, artículos y ensayos arroja una serie de referencias muy distintas, que tienen más que ver con la insurrección cívica de todos los días de la cual Moya es uno de los cronistas visuales más destacados de mediados del siglo xx. Aunado a lo anterior, vale la pena subrayar un hecho muy significativo: una ausencia notable, tanto en el archivo del autor como en los distintos fotorreportajes publicados de Moya, tiene que ver con la figura todopoderosa del tlatoani en turno, el imprescindible «señor presidente» del México priísta de mediados del siglo pasado. Ni Miguel Alemán, Adolfo Ruiz Cortines, Adolfo López Mateos o Gustavo Díaz Ordaz aparecen en alguna secuencia del archivo fotográfico del autor. La referencia más importante al primer personaje se produce a través del registro de la estatua que el poder impuso efímeramente en Ciudad Universitaria y que los estudiantes dinamitaron a las pocas semanas en el campus universitario. Moya cubrió ampliamente la acción, en una de las crónicas más completas de uno de los intentos fallidos de los jóvenes por destruir dicho monumento. El retrato del segundo y tercero aparecen solamente en la propaganda oficial y en los edificios gubernamentales del «verano del descontento» del 58, con las huellas de las pedradas que les lanzaron los maestros y los petroleros en aquella difícil coyuntura. Del cuarto no hay rastro. Lo más cercano a su efigie es la imagen de un gorila que los estudiantes arrastran en algunas de las multitudinarias marchas festivas de aquel agosto de 1968 en la ciudad de México.


Jóvenes estudiantes son dispersados con gases lacrimógenos por la policía, tras el intento de dinamitar el monumento de Miguel Alemán en Ciudad Universitaria. Alemán, quien había sido Presidente de México de 1946 a 1952, era candidato a la rectoría de la Universidad Nacional Autónoma de México. La estatua, obra del escultor Ignacio Asúnsolo, tenía una altura de 7.50 metros y había costado 409 mil pesos de la época. Ciudad de México, 10 de agosto de 1960.


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Estas importantes omisiones de acercamiento a los personajes centrales del sistema político mexicano y sus rituales de poder, y en cambio la atención de la lente puesta en los movimientos alternativos de resistencia frente a estas figuras emblemáticas, contrasta de manera dramática con el trabajo de la mayor parte de los fotoperiodistas de la época y define de una manera clara la orientación política del ejercicio profesional del fotógrafo. Moya vivió intensamente los cambios culturales que sacudieron a México a finales de los cincuenta y se profundizaron en los siguientes años. Resulta muy simbólico que su primera portada en el mundo del fotoperiodismo tuviera como protagonista central a la sensual Gloria Ríos, con su danza rocanrolera –«epiléptica y enloquecida»– que tanto asustó al propio reportero de Impacto y a las buenas conciencias de la época. El tono irónico e irreverente constituye una de las constantes en la obra de Moya, que lo rescatan de la solemnidad y lo alejan de los planteamientos y las posturas alineadas con lo «políticamente correcto». Ahí quedan para los lectores algunos gestos, que constituyen indicios para leer entre líneas en el complejo tablero fotoperiodístico que hemos revisado en este trabajo: su voluntad de seleccionar una fotografía de un soldado orinando junto a un letrero de «Demoledores técnicos» en la mitad de un reportaje periodístico sobre una golpiza generalizada contra los maestros en el 58; su merecido premio por parte de la Liga de la Decencia y su ingreso directo al manicomio, al convertirse en «el único de 4568 fotógrafos» capaz de tomar y publicar fotos de la bellísima Fanny Cano vestida y no desnuda, como resultaba la natural expectativa de los lectores de las revistas ilustradas de la época; su solidaridad con el antropólogo norteamericano Oscar Lewis, al utilizarse sus fotos de la vecindad Casa Blanca en Tepito para un reportaje que lamentaba la decisión del honorable Fondo de Cultura Económica de no reeditar Los hijos de Sánchez, reculando de esa manera frente a la presiones de ciertos sectores de la derecha y escudándose para ello en una serie de argumentos técnicos y, finalmente, su listado de recomendaciones y sugerencias –junto con Froylán Manjarrez– a los candidatos a diputados del partido oficial y su enérgica y entrañable defensa –junto con Águeda Ruiz– del libre ejercicio de «los forzu-


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dos» en los espacios públicos y el derecho de las gordas a ostentar su obesidad frente a los cotos restringidos de los clubes deportivos elitistas y la imposición del cumplimiento de ciertos cánones de belleza. Los ejemplos son diversos, el mensaje es el mismo: la reivindicación política y estética de un universo heterogéneo y diverso a posturas únicas y edificantes. Moya ejerció su trabajo en una época dominada por la teoría del «instante decisivo» de Henri Cartier-Bresson, según la cual el fotógrafo se convertía en un cazador furtivo de imágenes, siempre al acecho de que las cosas ocurrieran de una cierta manera y sin interferir en manera alguna con el devenir de las cosas. A medio siglo de distancia, mucha tinta ha corrido respecto a estos temas y otras ideas han entrado al circuito de fotógrafos, críticos e historiadores, replanteando los antiguos principios y poniendo sobre la mesa otros argumentos que matizan el poder retentivo de la cámara y su relación objetiva con las cosas y analizan otras posibilidades que valoran la relación entre imagen y la realidad desde otras premisas y coordenadas. La pretendida pureza documental ha pasado a mejor vida en el inicio del nuevo siglo. Pero, al mismo tiempo, la terca realidad sigue ondeando su bandera frente a las posturas posmodernas que postulan, apresuradamente, el fin de la historia. La investigación que hemos presentado documenta con todo rigor que la fotografía peatonal o ambulante de Moya no deja un ápice para la espontaneidad o la improvisación. Se trata de una mirada periodística con un ojo muy entrenado en la formación de encuadres y composiciones que denotan todo un bagaje cultural que no deja ningún resquicio a la casualidad. Al igual que otros grandes fotógrafos de su época, como Nacho López o Walker Evans, Rodrigo Moya no sólo registró la realidad, sino que la recreó con un estilo y una mirada muy personal, que por la propia densidad de su bagaje y contenido se convirtió en una visión del mundo.

Texto publicado en Rodrigo Moya. Una mirada documental. México, Ediciones El Milagro, iie-unam, Ediciones La Jornada, 2011.



Dos momentos del atentado a la estatua de Miguel AlemĂĄn. Los trazos blancos dan cuenta de los destellos provocados por la mecha encendida de la dinamita. Ciudad de MĂŠxico, 10 de agosto de 1960.



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Entrevista realizada por Pablo Corral Vega para Nuestra Mirada. Revista Iberoamericana de Fotografía, mayo de 2010. Entrevista para Hindustani Times, Nueva Delhi, India, enero de 2011. Entrevista realizada por Paul Hamilos para la sección «My Best Shot», The Guardian, 6 de abril de 2011. Entrevista realizada por Fundación Televisa [Consulta: 10 de junio de 2014, en http:// vimeo.com/74783939]. Entrevista realizada por Patricia Gola y Alejandra Pérez Zamudio, Cuernavaca, Morelos, 6 de mayo de 2014. AUDIOVISUALES Serie «Ojos bien abiertos» (un programa especial de una hora de duración y siete capítulos de 27 minutos), realizada por tv unam con el apoyo del Organismo Promotor de Medios Audiovisuales (opma), 2014. Video: Fotográfica. Colecciones de Fundación Televisa. [Consulta: 28 de mayo de 2014, en http://fotografica.mx/fotografos/rodrigo-moya] Video: «Foto insurrecta. Rodrigo Moya» en Conferencias Parque Explora Medellín [Consulta: 10 de junio de 2014, en https://www.youtube.com/watch?v=rwCbAW0Cwr0] Documental «Conciencia de luz», dirigido por Ana Ma. Pérez Gómez, Canal 22, 2010. ARCHIVOS Archivo Centro de la Imagen Archivo Fotográfico Rodrigo Moya (afrm) afrm en línea: http://archivofotograficorodrigomoya.blogspot.mx/ Archivo Hemeroteca Nacional de México, unam Asociación Manuel Álvarez Bravo, a.c. Fototeca Nacional del Instituto Nacional de Antropología e Historia EXPOSICIONES 1958 Lágrimas y risa de México, junto a Manuel Álvarez Bravo, Nacho López, Héctor García, Bernice Kolko y Antonio Reynoso. Exposición colectiva en el Centro Deportivo Israelita, A.C., ciudad de México.


1959 Primer Salón Latinoamericano de Fotografía, organizado por el grupo La Ventana, ciudad de México. 2002 Fuera de moda en el festival Fotoseptiembre, Xalapa, Veracruz. 2004 Foto insurrecta en el Centro de la Imagen, ciudad de México. 2005 Testigos de la historia. Exposición colectiva en la Wittliff Gallery of Southwestern and Mexican Photography, Texas. 2006 El trenecito, en la Galería López Quiroga, ciudad de México; en el Museo Nacional del Ferrocarril, Puebla y en la Galería Omar Alonso, Jalisco. 2007 La eterna infancia, en el 35 Festival Internacional Cervantino, Guanajuato. 2008 Fotógrafos mexicanos de hoy. Exposición colectiva en el Tucson Museum of Art, Arizona, eu. 2008 Mujeres insurrectas y Jorge Ibargüengoitia. Exposiciones colectivas presentadas en el 36 Festival Internacional Cervantino, Guanajuato. 2009 Cuba mía, en Casa América Catalunya en Barcelona, y en el Palacio de Bellas Artes de La Habana. 2009 La muerte de Goitia, en el 37 Festival Internacional Cervantino, Guanajuato, y en la Fototeca de Zacatecas. 2010 Ojos bien abiertos / Eyes Wide Open (con Luis González Palma y Alice Leora Briggs). Exposición colectiva en la Etherton Gallery, Arizona. 2010 Memoria y representación. La fotografía y el movimiento estudiantil en 1968 en México. Exposición colectiva en el ccu - Tlatelolco, ciudad de México. 2010 Miradas que hacen Revolución. Exposición colectiva en la Galería Héctor García, ciudad de México. 2010 Cuba mía (1964), exposición itinerante presentada en Milán, Argel, Dublín, Nueva Delhi y Viena, bajo los auspicios del Instituto Cervantes y la Casa América de Catalunya. 2012 Portrayal/Betrayal. Exposición colectiva en Santa Barbara Museum of Art, California. 2013 Arquitectura en México 1900-2010. Exposición colectiva en el Palacio de Iturbide, ciudad de México. 2013 Ojos bien abiertos, Throckmorton Fine Art, Nueva York. 2013 Pan American Modernism: Avant-Garde Art in Latin America and the United States. Exposición colectiva en University of Miami Lowe Art Museum, Florida.


2014 Desafío a la estabilidad. Procesos artísticos en México 1952-1967. Exposición colectiva en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo, ciudad de México. 2014 Tiempos Tangibles, y Célebres y Anónimos, en el 42 Festival Internacional Cervantino, Guanajuato. PREMIOS 1996 Medalla Distinción por la Cultura Nacional, Ministerio de Cultura de la República de Cuba. 1997 Premio Nacional de Cuento del Instituto Nacional de Bellas Artes por el libro Cuentos para leer junto al mar (México). 1997 Primer lugar en el xxvi Concurso Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés, por «La Parker 51» (México). 2004 Espejo de Luz en la 6a Bienal de Fotoperiodismo (México). 2007 Reconocimiento del Gobierno de Zacatecas por su aportación al desarrollo de la fotografía mexicana (México). 2007 Medalla al Mérito Fotográfico otorgada por el Sistema Nacional de Fototecas del inah (México). COLECCIONES Acervo Casa América Catalunya (España) | Colección Fundación Televisa (México) Etherton Gallery (eu) | Federal Reserve Bank of Dallas (eu) | femsa (México) Fundación Margolis (eu) | Galería López Quiroga (México) | Los Angeles County Museum of Art Lowe Art (eu) | Museum University of Miami (eu) | Museo de Arte Moderno (México) | Nelson Atkins Museum (eu) | Santa Barbara Museum of Art (eu) The Center for Creative Photography at The University of Arizona (eu) | The Museum of Fine Arts, Houston (eu) | The San Francisco Museum of Modern Art (eu) | Witliff Collection de Texas State University (eu)


RODRIGO MOYA EL TELESCOPIO INTERIOR se terminó de imprimir en agosto de 2014 en Gráfica, Creatividad y Diseño S.A. de C.V. Tiraje: 1000 ejemplares



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