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Revista EDUCACIÓN ESTÉTICA Núm. 3: La tragedia & lo trágico Departamento de Literatura ISSN 1909–2504
Rector: Moisés Wassermann Lerner Vicerrector sede Bogotá: Fernando Montenegro Lizarralde Decana de la Facultad de Ciencias Humanas: Luz Teresa Gómez de Mantilla Directora de Bienestar Universitario: Marta Devia de Jiménez Jefe Unidad de Gestión de Proyectos: Elizabeth Moreno Directora de Bienestar Universitario Facultad: Juanita Barreto Gama Directora del Departamento de Literatura: Carmen Elisa Acosta
EDITOR: Pablo Castellanos C. COMITÉ DE REDACCIÓN: Ana Cecilia Calle, Bibiana Castro, Fernando Urueta G., Luis Manuel Zúñiga R., Manuel Alejandro Ladino R. COLABORADORES: Pedro Aullón de Haro (Universidad de Alicante, España), César David Martínez R., Víctor Viviescas (Departamento de Literatura, U.N.), Olga Lucía Cardozo H., Jineth Ardila. DIAGRAMACIÓN: Pablo Castellanos C. DISEÑO DE CARÁTULA: César David Martínez R. (sabdab@gmail.com) y Alejandra Rincón (damodarastaka@gmail.com). PORTADA: Tragedy, 1897. Dibujo de Gustav Klimt, pintor simbolista austríaco. Gustav Klimt. New York: Thames and Hudson London, 1968. Pág. 19. CONTRAPORTADA: Actor romano antes de taparse el rostro con la máscara propia de la tragedia, fresco de estilo pompeyano. (Museo arqueológico nacional, Nápoles.) Martín de Riquer. Historia de la literatura universal, Vol. I. Barcelona: Planeta, 1997. Pág. 260. Impresión Cargraphics S. A. Año 2007 Correspondencia: Revista EDUCACIÓN ESTÉTICA, Departamento de Literatura, Edificio Manuel Ancízar, oficina 3055. Teléfono: 3165229. E-mail: educacionestetica@gmail.com EDUCACIÓN ESTÉTICA es una revista de estudiantes y egresados de la carrera Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia. Está permitida la reproducción total o parcial del contenido de la revista siempre y cuando se cite la fuente. Distribución gratuita
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NOTA EDITORIAL Agradecemos a los ensayistas por aceptar nuestra invitación a hacer parte de este monográfico. Igualmente, a la Dirección de Bienestar de la Facultad de Ciencias Humanas y al Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia por su apoyo.
El editor
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CONTENIDO Ensayos 13
La tragedia griega actuar o no actuar: ésa es la pregunta Jineth Ardila
43
La tragedia latina: educación y patetismo Juan Francisco Mesa
75
La figura del vengador en la tragedia isabelina Amalia Iriarte
97
Apuntamientos sobre el clasicismo y la tragedia francesa del siglo XVII Iván Padilla Chasing
133
Sobre el concepto estético de lo trágico Pedro Aullón de Haro
151
La tragedia en Richard Wagner Enrique Llobet
195
Kierkegaard: la posible tragicomedia José Luis Villacañas Berlanga
219
Kafka y la suspensión de la posibilidad trágica Luis Sebastián Villacañas de Castro
253
Tres entradas en lo trágico contemporáneo y un poco más… [de Kierkegaard, Schopenhauer y Nietzsche a una tragedia de los imposibles] Jean-Frédéric Chevallier
Autores 313
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Ensayos
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LA TRAGEDIA GRIEGA ACTUAR O NO ACTUAR: ÉSA ES LA PREGUNTA* Jineth Ardila En todas las acciones hay riesgo y nadie sabe en qué va a concluir un asunto recién comenzado. Así que uno que pretende obrar bien no ha previsto que se lanza a un duro y enorme desastre. (Solón de Atenas)
Estos cuatro versos contienen quizá la lección fundamental del
pensamiento trágico griego, escritos para un tiempo en el cual nada quedaba del optimismo de la épica heroica y en su lugar los poetas advertían que el hombre ya no podía confiar en que los resultados de su actuación en el mundo condujeran al bienestar deseado; el problema de su destino se concentra, entonces, en la dicotomía entre obrar o no, actuar y arriesgar o no hacerlo y renunciar a la aventura y el heroísmo, y someterse sin más a la voluntad del Hado. El pensamiento de Solón, heredero de una tradición mucho más antigua expresada en el mito, resuena en buena parte de la poesía lírica que se escribió entre los siglos VII y V antes de Cristo. La poesía –y con ella la figura del poeta– se había cargado de gravedad y trascendencia. Los tiempos que corrían –y los que se avecinaban– exigían ambiciosos proyectos y enormes responsabilidades, y nada sería más ajeno al espíritu del nuevo arte que se erguiría en el siglo V antes de Cristo que la serena porfía que gobierna las aventuras de Ulises y las decisiones de Aquiles. Los héroes ya no despertarían admiración o el deseo de ver superadas las limitaciones del hombre en la desmesura de su valor, su fuerza o su ingenio, sino pesar, compasión y terror. El poeta los sitúa “en la encrucijada de una elección que los compromete por entero; los muestra interrogándose, a las puertas de una
Esta es una versión reducida y corregida del capítulo sobre la tragedia publicado en el libro de divulgación Literatura para todos, Bogotá, Intermedio, 2003. Uno de sus apartados aparece también en el volumen dedicado a Las troyanas de Eurípides en la Colección Señal que cabalgamos de la Universidad Nacional de Colombia. *
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decisión” (Vernant y Vidal-Naquet 39), conocedores de que cualquier cosa que hagan “tentará” al destino: el hombre de la tragedia clásica griega dejó de ser un modelo ideal y se convirtió en un ejemplo equívoco. Si la nueva poesía reflexiona acerca de la actuación de héroes problemáticos, puede ser definida como la representación de una acción que problematiza la acción, ya que los protagonistas de esta nueva poesía son los mismos que figuran en la épica, pero, en lugar de presentarlos en medio de sus hazañas guerreras o en medio de las aventuras que les dieron fama, los observa en el momento en que están a punto de cometer un error que trastornará su vida y dará cumplimiento a su aciago destino. El sentido trágico de la vida, que invade nuestra cultura y que producirá a Shakespeare y a Racine –George Steiner (1991) hace notar que aunque todos los hombres tengan conciencia de la tragedia en la vida, ninguna otra cultura tiene una forma teatral en la cual se represente la angustia privada en un escenario público–, proviene, para Nietzsche (1973), de la sensibilidad que tenía el hombre griego para el sufrimiento, y que se expresa en el mito del rey Midas: el rey le pide al sabio Sileno, sátiro que acompañaba a Dioniso, que le diga qué es lo mejor para el hombre. Después de insistirle mucho el sabio responde que lo mejor para el hombre es no haber nacido nunca, y lo segundo, morir pronto. El hombre griego sólo puede vivir después de conocer esta sentencia, poniendo entre él y aquella terrible verdad, la jovialidad de los dioses Olímpicos: enfrentado al poder destructor de la naturaleza, a la conciencia de su finitud y a la imposibilidad de evadir un destino funesto, dio origen a un mundo opuesto al suyo, que de alguna manera organizaba el caos del universo, le daba sentido a su propia existencia y estaba poblado de seres felizmente inmortales. Pero el griego no olvidó por completo la lección de Sileno y de ahí que dos instintos opuestos hayan encontrado expresión en la tragedia griega: su aspiración al orden, la mesura y la jovialidad –el espíritu apolíneo– y su inclinación al caos, la desmesura y el sufrimiento –el espíritu dionisiaco. Conócete a ti mismo... pero no demasiado, la lección aprendida en el mito del dios Apolo, sería llevada hasta sus máximas consecuencias por los poetas trágicos, dedicados a interrogar las grandes cuestiones religiosas y la condición humana, junto con una re14
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ciente invención del intelecto griego: la filosofía. En su lectura del mito descubrieron que a los hombres desmesurados les corresponde, como contraparte de su heroicidad, un destino trágico. Esta revelación los llevó a preguntarse qué los hacía merecedores de ese destino. La respuesta podía estar en su propia necesidad de actuar, pues, como había sido sentenciado por Solón, cuando creen estar realizando una acción no saben que en realidad están llevando a cabo la contraria a su deseo: Edipo no sospecha que se estaba buscando a sí mismo cuando cree estar buscando al asesino de su padre –su demasiada sabiduría para adivinar el enigma de la esfinge lo conduce al cumplimiento de su sino trágico–; Deyanira no sabe que está perdiendo para siempre a quien espera recuperar –el amor excesivo hacia su esposo Heracles los condena a ambos–; Agamemnón no puede imaginar que se está acercando al reino de Hades cuando entra a su casa pisando tapetes púrpura cual si fuera un dios –el guerrero se atrevió a ofrecer en sacrificio a los dioses a una de sus hijas para llevar a buen término su campaña y acaba de regresar al lugar en donde aquella muerte no ha sido olvidada. El hombre trágico no puede actuar en contra de su destino aunque lo conozca; o bien ha interpretado mal las señales que le han sido dadas, o bien no puede evitar que aquél se realice. Así, un Oráculo le anuncia a Heracles cuál va a ser su última prueba y en ello cifra la esperanza de verse por fin libre de sus trabajos; y Edipo es advertido, por otro Oráculo, de que matará a su padre y se casará con su madre, por lo cual decide alejarse de ellos. En el caso de Heracles el problema de la tragedia se vuelve también un problema de interpretación: el héroe no ha comprendido que su última prueba la realizará el día en que muera y que el Oráculo no ha querido anunciarle el día de la liberación de sus trabajos sino el día de su muerte. Edipo, en cambio, “el descifrador de enigmas”, no ha malinterpretado el mensaje que le han dado los dioses; pero, ¿qué hubiera tenido que hacer para impedir que su destino se cumpliera? No actuar. En ningún caso, temeroso de equivocarse, habría podido vivir sin dirigirse sin distracción hacia su ruina. La mala interpretación, la imposibilidad de rehuir el propio Hado y el error son asunto de la tragedia, pues, como sentenció Solón, “ni el presagio ni los sacrificios evitan lo fatal” (41). 15
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La caída de la Ciudad Las características fundamentales de la tragedia ―según Steiner: “la brevedad de la vida heroica, el sometimiento del hombre a la ferocidad y el capricho de lo inhumano, la caída de la Ciudad” (10)― fueron anticipadas por Homero en la Ilíada. En la Odisea demostró que el hombre podía llegar a ser objeto suficiente de la poesía. Las primeras dudas religiosas de los griegos y sus sufrimientos sólo humanos, así como el sentimiento de pertenecer a una comunidad, fueron expresados por los poetas en la lírica. La tragedia hizo suyos cada uno de estos motivos, pero puso sus ojos en el hombre de la ciudad, de la polis. En la Odisea se describía un mundo más rural que citadino y en cuya organización lo privado ocupaba un lugar más amplio que lo público: así eran vistos los asuntos de la casa de Odiseo. Para acercarse al mundo de la nueva poesía baste pensar lo que debió significar el tránsito de ese mundo rural, manejado por aristócratas terratenientes, al de las ciudades griegas gobernadas por reyes autoritarios, y en donde lo público absorbía cada vez más lo que antes era considerado privado y los antiguos oikos familiares se transformaban en súbditos de un reino. Los protagonistas de la tragedia, aunque sean los mismos que poblaban los relatos heroicos y míticos, no son ya más los héroes con cuyas hazañas se procura alimentar el valor y la osadía de los griegos, sino modelos problemáticos de ciudadanos. En los destinos funestos de los antiguos reyes representaban las culpas de sus gobernantes, la grandeza y caída de la ciudad cuando se veía arrastrada hacia la catástrofe por su propia hybris trágica. Para los griegos, como afirma Jaeger, la tragedia era “responsable del espíritu de la comunidad” (Jaeger 231). Ella lo reflejaba y lo formaba a la vez. Ya no se trataba de cantar las hazañas de Oriente de la Ilíada o los viajes por Occidente de la Odisea, sino los errores en los que podía incurrir la ciudad, a través de los errores de sus héroes míticos. Durante cada primavera, cuando se llevaban a cabo las representaciones trágicas, la polis se hacía teatro: “se toma como objeto de representación y se representa a sí misma ante el público”; cuestionando y no reflejando la realidad, pone la ciudad a la vista de todos, “desgarrada, dividida contra sí misma” (Vernant y Vidal-Naquet 217). De allí que el esplendor y la decadencia de esta nueva poesía coincidieran con el poderío y el derrumbe de Atenas, la ciudad más próspera y ambiciosa de la Hélade durante el siglo V a. C. 16
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En los primeros años del siglo V los atenienses vivieron lo que debió ser para ellos una nueva época heroica, marcada por las victorias militares de Maratón y Salamina, con las cuales decidieron, no sólo el futuro de su ciudad sino el del resto del territorio griego, hasta entonces amenazado por el imperio persa; sin embargo, en lugar de celebrar sus triunfos en una épica revitalizada, los poetas prefirieron imaginar la tragedia. ¿Qué los llevó a manifestar un pensamiento tan pesimista acerca del destino del hombre en esos momentos de heroísmo? La idea de que a los atenienses les correspondía hacer realidad un deseo más elevado –expandir la orgullosa civilización ática en todas las direcciones de la Hélade– y la conciencia de los peligros que debían enfrentar para alcanzarlo explicarían que no se hayan sentido satisfechos con aquellos dos triunfos guerreros. Convencidos de su fortaleza y su superioridad, creyeron que Atenas debía ser “la escuela de Grecia”, la “Grecia de Grecia”, como anhelaba Pericles. Pero para lograrlo, ya no bastaba con haber triunfado en su defensa contra los invasores de Oriente: debía imponerse sobre las demás ciudades libres –Esparta, Corinto, Tebas, Siracusa– y convertirse en un imperio. Atenas se levantó como un tirano. Pero la polis cometió un error de desmesura. No supo considerar su propia fuerza ni limitar sus propósitos, y el anhelo de poder terminaría perdiendo a la ciudad, tal como en la tragedia el exceso pierde a sus héroes. No otra cosa enseñaba Esquilo en su Agamemnón. Sin embargo, los atenienses no aprendieron todas las lecciones que los poetas trágicos les transmitían. Las ciudades de Corinto y Esparta no admitieron las ambiciones del Ática y, tratando de frenar sus excesos, desencadenaron las guerras del Peloponeso, que traerían la ruina para los atenienses en una sucesión de enfrentamientos ocurridos durante la segunda mitad del siglo V a.C., entre el imperio ático –que poco a poco llegó a quedar reducido sólo a la polis– y el Lacedemonio, dirigido por Esparta. Tras muchos errores estratégicos, traiciones y la adversidad de la Fortuna, que en forma de peste asoló la ciudad cuando se encontraba sitiada por los espartanos y se llevó a la quinta parte de su población, incluyendo a Pericles, Atenas finalmente se rindió en el año 404 a.C ante Esparta y sus aliados, salvándose de ser ella misma saqueada y destruida como lo había sido Troya, y los atenienses librándose de morir o convertirse en esclavos como habían dado muerte o esclavizado ellos mismos a los melios. Si 17
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bien recuperará la libertad al poco tiempo de su derrota, Atenas nunca volvería a ser la misma y el genio trágico desaparecería tras haber experimentado su propio destino funesto. Pocas veces la poesía demostrará haber sido tan visionaria como en aquellas tragedias en las cuales se representaban la crisis o la caída de una ciudad soberbia. Pero los poetas, convertidos por la historia en la Casandra de Agamemnón, compusieron sus cantos proféticos, y su verdad pareciera haber sido ignorada o incomprendidos sus oscuros augurios por el coro que componían los ciudadanos de entonces. Y al final, en la última escena del siglo, Atenas no se salvaría ni de la peste de Tebas, representada en Edipo Rey, ni de la traición de Polinices, en Los Siete contra Tebas, ni de la derrota de Troya, sobre la cual advertía Eurípides en Las troyanas. Esquilo (Eleusis 525, Sicilia 456 a.C) De las 70 ó 90 tragedias que escribió sólo se conservaron siete: Prometeo encadenado, Los Siete sobre Tebas, Los Persas, Las Suplicantes y La Orestíada, trilogía cuyas piezas son Agamemnón, Las Coéforas y Las Euménides. Dos experiencias marcaron el genio de Esquilo: la primera, su participación en la defensa de Atenas contra la invasión del imperio persa en Maratón y Salamina. Su epitafio describe una personalidad en extremo patriótica, pues prefirió que se leyera en aquél que había combatido con valor en esas guerras y guardar silencio acerca de los laureles que obtuvo durante años consecutivos en los concursos trágicos. La segunda experiencia que impresionaría su carácter fue la derrota de la tiranía de los Pisistrátidas y los cambios que desencadenó la transición hacia la democracia en Atenas. Estas dos vivencias, sumadas a su eleusina tradición religiosa, su admiración por Solón y su confianza en el derecho que se estaba formando, harían de Esquilo un símbolo, supuestamente inequívoco, de la unidad entre el Estado y el espíritu. Aunque los temas que escoge Esquilo para sus tragedias –como lo harán también Sófocles y Eurípides– provienen de la mitología heroica –con excepción del argumento de Los Persas–, los poetas privilegiaron un repertorio de aquellos mitos en los cuales no sólo se manifestaba un sentimiento trágico de la vida, sino un tema por medio del cual podían transmitir una ‘lección moral’
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a los ciudadanos de Atenas. Por ello, cada vez con más libertad, transformaron el mito original al llevarlo a sus obras. Aunque Esquilo fue quien menos intervino el sentido del mito, le añadió algunas escenas que merecen ser leídas con atención. El tema de Los Siete sobre Tebas es la ciudad sitiada por sus enemigos; lo que se advierte en la obra es la actuación del gobierno de Tebas, de las mujeres y de sus soldados en la defensa de la ciudad. Esquilo conserva lo fundamental del mito: la disputa entre los dos príncipes que han recibido la maldición de su padre, la muerte de los hermanos, uno a manos del otro, la prohibición de enterrar a los sitiadores, la obstinación de Antígona. Pero la discusión entre el príncipe Eteócles y el coro de vírgenes, con la cual se abre la tragedia, es una invención de Esquilo, así como el punto de vista adoptado en la obra: de las murallas hacia adentro. Esta novedad transformará el tema mítico en tragedia: el tema ya no será la descendencia maldita de Edipo y Yocasta sino la amenaza de la caída de la ciudad. Entre el coro de vírgenes y Eteócles parecen enfrentarse dos formas religiosas distintas, tal como debían oponerse en la Atenas del siglo V a.C el impulso progresista de sus gobernantes y las creencias tradicionales arraigadas en los ciudadanos atenienses más conservadores. Eteócles condena la religiosidad exuberante de las mujeres como una demostración de barbarie y la opone a la mesura y virilidad religiosa que según sus gobernantes debe reinar en la ciudad: no está bien que mientras los hombres defienden sus muros las mujeres salgan de sus casas y se abracen llorando y gritando a las estatuas de los dioses tutelares; debían guardarse de tales exhibiciones, permanecer en sus casas, y rezar, sí, rezar; pero según Eteócles, ¿qué debían pedir en sus oraciones? Eteócles: Orad por que los muros resistan el empuje de los sitiadores. Coro: Pues en verdad que de los dioses depende. […] Eteócles: Con invocar a los dioses no vayas a resolver en mi daño, mujer, que, como dice el proverbio, la obediencia al que manda es madre del buen suceso que salva. Coro: Razón tienes; pero más alta potestad es la de los dioses, que muchas veces levanta al desvalido de entre sus males y desvanece la densa niebla de dolor que se tendía delante de sus ojos. (86-87)
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No dejo de pensar que más allá de la maldición de su padre una falta de piedad religiosa parece conducir a Eteócles a su ruina. Y parece evidente que Esquilo prefiere la desmesura religiosa que personifica el coro de vírgenes al discurso racional de Eteócles. No hay que olvidar que Esquilo había nacido en uno de los centros que conservaban la religiosidad más tradicional y más fuerte de Grecia, aquél en donde tenían lugar los Misterios de Eleusis, uno de los secretos mejor guardados de la religión griega antigua, pues a sus iniciados les estaba prohibido revelar el contenido de aquellos rituales. ¿No es el orgullo de Eteócles el mismo que impulsó a Pericles a pronunciar su famoso discurso en medio de los homenajes fúnebres que rendía la ciudad a los soldados atenienses que morían en las guerras del Peloponeso? La ciudad entera es la escuela de Grecia […] que esto no es una exageración retórica, sino la realidad, lo demuestra el poderío mismo de la ciudad […] superior a la fama que tiene [...]. Seremos admirados por los hombres de hoy y del tiempo venidero sin necesitar para nada como panegirista a Homero ni a ningún otro que con sus epopeyas produzca placer de momento. (Tucídides 1992)
Demasiado orgullosos y porfiados debían parecerle a Esquilo sus nuevos gobernantes. Algunos historiadores incluso han afirmado que sus relaciones con Pericles fueron conflictivas y que por eso prefirió terminar sus días alejado de la ciudad, refugiado en la corte de un tirano en Sicilia, huyendo de la culta y demócrata Atenas que tanto amaba y por la cual había combatido con valentía. En el año 458 a.C. Esquilo presentó su última trilogía y obtuvo por última vez el primer lugar en los concursos trágicos. El tema de La Orestíada es la venganza del homicidio en el interior de una misma familia, cuyo desenlace pretende poner fin a una sucesión de crímenes atroces, por medio de la decisión de los jueces del Areópago y la intervención de la justicia de Atenea. Cerca del final de Agamemnón, la primera parte de la trilogía, el coro de ancianos atestigua:
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Coro: La casa de mis reyes se hunde, y yo, perdida mi razón, no sé qué hacer, ni adónde vuelva mis cuidados. Me aterra oír el fragor de la lluvia de sangre en que se va a anegar esta morada. Ya no cae gota a gota. A cada nuevo crimen afila el destino en la piedra de otro crimen el hierro de la justicia. (220)
La segunda parte de la trilogía, Las Coéforas, se ocupa de la venganza de Electra y Orestes contra los asesinos de Agamemnón. Una antigua ley obligaba a que los hijos o parientes más cercanos vengaran los crímenes que se cometían contra sus familiares. Pero otra ley, también antigua, prohíbe el matricidio, y es eso, matar a su madre, lo que debe hacer Orestes para vengar a su padre. Consumada su venganza, las Furias o Erinias, espíritus terribles invocados por el espectro de Clitemnestra, comienzan a acosarlo, persiguiéndolo para despedazarlo y devorarlo. En la tercera parte de la trilogía, Las Euménides, la acción queda en manos de los dioses. Escapando de las Furias, Orestes llega hasta el templo de Atenea, abraza su imagen y desde ese momento casi no vuelve a hablar. Ahora importa menos el destino de Orestes que las determinaciones que se tomarán en el templo: las viejas y bárbaras Furias claman venganza contra la ciudad donde la joven diosa las ha humillado, pues pretende evitar que su ley –y su propia existencia– perdure, negándoles el cuerpo de Orestes, objeto de su disputa. Orestes y las Furias se someten al juicio de Atenea, quien convoca al Areópago de Atenas, y el voto de la diosa decide la inocencia de Orestes. Pero, ¿qué hacer con las Furias desencadenadas contra la ciudad y que amenazan derramar sobre ella todas sus maldiciones? “¡Ay, dioses nuevos! ¡Habéis pisoteado las antiguas leyes!”, se queja el coro de Furias. Atenea las convence de ocupar un lugar entre los dioses que son venerados en la ciudad, en lugar de seguir ejerciendo su oficio sanguinario; la promesa de ser adoradas en la mejor de las ciudades griegas, aquella en donde moran Zeus y Ares, persuade a las Erinias; y es de ese modo como las convierte en Euménides. Transformadas, gracias a la oratoria de la diosa, las Euménides derraman sus bendiciones sobre la ciudad mientras las acompaña un cortejo de atenienses a su nueva morada. Y exclama la irónica y triunfal Atenea: ¿No es verdad que, serena ya su razón, encontró por fin su lengua el camino de las bendiciones? Tengo para mí que de estas
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diosas de espantable catadura han de venir grandes ganancias a mi pueblo. Pagadles amor con amor, tributadles grandes honores, y la ciudad y toda su comarca verán pasar los tiempos en gloria y en justicia. (310)
Aquí Esquilo parece abandonar la tragedia. Pero también se debería ver en esta idea de la compensación y la confianza en la bondad de las nuevas diosas la ironía del poeta. Cabe preguntarse, ¿que tanto creía Esquilo en la verdad de esta solución? Se trataba de dominar unos espíritus ancestrales que seguían ejerciendo su poder en la ciudad y causaban continuos enfrentamientos entre los ciudadanos que decidían bajo premisas arcaicas tomar la justicia en su propia mano. Tan peligrosas eran esas disputas familiares que podían minar la estabilidad de la ciudad o dar origen a luchas civiles. La polis no podía tolerar eso y Atenea lo expresa sin rodeos cuando increpa a las Furias: No arrojes, pues, en este suelo, que es mío, el aguijón sangriento de tus odios que corrompan las entrañas de la juventud y la abrasen en furiosa ira, y sin vino la perturben y embriaguen. No siembres la discordia en el corazón de mis ciudadanos, porque no se empeñen entre sí como los gallos en impías y feroces luchas. La guerra... con el extranjero, y no larga. Allí es donde el amor y la gloria es noble y generoso: ¡no se llame guerra a una riña de aves domésticas! (306)
Con mucha dificultad, y recurriendo a un recurso que no era suyo –el deux ex machina–, Esquilo logra resolver este conflicto. El tema de esta tragedia, el de la antigua justicia que consideraba asunto privado el crimen familiar, se enfrenta al nuevo derecho griego que prohibía tomar la justicia en sus manos. De allí que en esta última pieza los personajes y el mito del cual forman parte sean irrelevantes y en su lugar veamos dos leyes enfrentadas. El triunfo de Atenea pretende legitimar el nuevo orden. Pero la fuerza de la obra de Esquilo se detuvo en el conflicto no resuelto, antes de llegar al templo de la virgen, y no suena tan convincente cuando recurre a la aparición –y al voto– de Atenea para salvar a Orestes de la determinación de las Furias a destrozarlo; la transformación de esos antiquísimos espíritus vengadores –creados antes que el mismo hombre, cuando Crono, hijo de Urano cortó los genitales de su padre, quien devoraba a todos sus hijos–, de esas diosas reparadoras de los crímenes familiares, en diosas tu22
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telares de la ciudad, inofensivas y serenas, que llenarían de prosperidad a Atenas, no es más que un intento infeliz de conciliar aquellas dos tradiciones irreconciliables: la primera, bárbara y arcaica, y la segunda, joven y civilizada. El poeta desearía que su entusiasmo fuera verdadero y que la supervivencia de los antiguos dioses en sus metamorfosis civilizadoras fuera tan dichosa como lo promete Atenea, pero tal vez descubriría que aquello no se había logrado o no se lograría sino sacrificando sus mismas creencias religiosas, y que la razón terminaría reemplazando aquellos fervores. Seguramente Esquilo compartía muchos de los entusiasmos que vivía la ciudad, pero también es probable que se sintiera un poco rezagado con respecto a otros. Atenea se fue convirtiendo poco a poco en la imagen que la ciudad quería proyectar de sí misma: su estatua de 12 metros de altura ―según la descripción de Pausanias de la estatua que hizo Fidias para el Partenón―, construida en madera y completamente cubierta de marfil y oro lo atestigua: los ojos chispeantes de piedras preciosas, el casco reluciente de oro y coronado con grifos y una esfinge en el centro; la terrible cabeza de la Gorgona sobre el pecho de la diosa que había ayudado a vencerla; las armas a un lado, indicando que la guerra es necesaria, pero no irracional, que está sometida a la sabiduría de la diosa, patrona también de las artes, los oficios, las letras y la filosofía y, según me atrevería a deducir de la obra de Esquilo, señora del germinal derecho griego, que llevaba en su mano la imagen de la victoria alada… debía ser tan imponente, tan imperiosa, tan rica y poderosa como quería serlo la ciudad misma. Esquilo exponía sus temas en tres piezas consecutivas que poseían un carácter cerrado cada una, pero la única de sus trilogías que se llegó a conocer como realmente fue compuesta es La Orestíada; las demás, aunque no sean fragmentos sino obras completas, sólo representan una de sus tres partes originales. La trilogía no era un capricho técnico de Esquilo sino una respuesta al problema fundamental que trataba en sus obras: el problema del destino, ligado no sólo a la existencia de un hombre sino a la de, por lo menos, tres generaciones de un mismo linaje. Más que los conflictos de un ser humano le interesan a Esquilo, profundamente religioso como es, enfrentarse a temas universales, como el de la justicia, el derecho y la relación de los hombres 23
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con la divinidad. Pese a sus creencias, anacrónicas frente al incipiente derecho griego, y a que Esquilo intentaba conciliar el espíritu con los valores del Estado y aspiraba a una armonía que realmente no llegó a conocer –y cuya falta será aún más evidente en Eurípides– para el poeta eleusino Atenas no sólo tenía una misión civilizadora para el resto de Grecia sino que las creaciones artísticas de la ciudad debían estar encaminadas a hacer que los ideales del Estado no traicionaran las creencias tradicionales más arraigadas en el espíritu griego. Por eso él es el más grave, el más arcaico, el más rígido, si se quiere, de los trágicos. Casandra aparece casi al final de Agamemnón; aquella había visto la derrota de Troya, su ciudad, la muerte de sus familiares; la virgen, que tenía el don de profetizar las atrocidades que se cometerían, había sido tomada como concubina en la repartición de las mujeres troyanas, y desde mucho antes había sido condenada, por la ira de Apolo, a que la consideraran demente y nadie entendiera ni creyera en sus palabras cuando intentara hacer públicas sus visiones. La profetisa sufre, pues no puede evitar que aquéllas ocurran tal como las ve en sus raptos adivinatorios. Casandra anuncia al coro de ancianos lo que va a sucederle a Agamemnón, y ve también lo que le va a ocurrir a ella misma, y como nadie la escucha, aborrece su don profético y se deshace de sus insignias: ¿A qué guardar ya estas insignias para mi propio escarnio, este cetro y estas ínfulas de profetisa que ciñen mi cuello? Yo te haré pedazos antes de morir. (Arroja el cetro.) Andad en mala hora y caed en el polvo. (Arroja las ínfulas.) Este es el pago de vuestros servicios. Enriqueced a otra y no a mí con vuestros tesoros de maldición. (210)
Casandra no se equivoca ni malinterpreta sus profecías; no obstante, la revelación del destino sigue siendo imposible para ella. Su visión será tan desastrosa como lo es para Edipo. Asimismo, el poeta renunciará a sus visiones o cesará en el empeño de advertir a sus conciudadanos acerca de los errores en los que incurrían, preferirá buscar asilo lejos de Atenas, arrojará sus ínfulas –así entiendo el gesto de negación que hará Esquilo en su epitafio– y le cederá ya no el cetro sino la corona trágica a su sucesor, a Sófocles, con quien rivalizó siempre.
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Sófocles (Colono 495-406 a.C) De las 120 ó 130 tragedias que escribió sólo se conservan siete: Áyax, Electra, Edipo Rey, Edipo en Colono, Antígona, Las Traquinias y Filoctetes, obras que el poeta escribió durante su madurez y vejez, entre los cincuenta y los ochenta y siete años. No se conoce su obra juvenil, pese a que obtuvo su primer laurel en los concursos trágicos en el año 468. Se considera a Sófocles el verdadero representante de la época de Pericles y se le atribuye un carácter moderado, respetuoso de la religión y la moral, que “vivió en armonía con su época, amigo de los poderosos y respetado por todos” (Bowra 74). Un retrato del poeta tendría, además, estas características que enumera Riquer: Sófocles, nacido en Colono, cerca de Atenas, fue el prototipo del feliz ciudadano ateniense afortunado de los tiempos de Pericles. De prestancia física, ágil atleta en su juventud, rico y honrado con el desempeño de altos cargos políticos hasta el final de su larga vida, inicia brillantemente la carrera de las letras a los veintisiete años, derrotando a Esquilo en público certamen, cuando éste estaba en la cumbre de su gloria [...] Esta vida brillante y bienaventurada culmina con la veneración de semidiós que le otorgaron los atenienses cuando hubo muerto. (84)
La arcaica y fatalista tradición griega que conservó Hesíodo en el mito de las cinco edades descendentes en las cuales se dividía la raza humana había sido olvidada: en la Atenas del siglo de Pericles se confía en el auto-engrandecimiento del hombre a través del desarrollo de tres aspectos: el físico, el espiritual y el racional, representados en las artes por la escultura, la poesía y la filosofía. Y el poeta de Edipo Rey, joven atleta, hombre de fe y amigo de los filósofos, parecía no olvidar el cuidado de ninguno de aquellos y rendirles tributo a los tres –como debía aspirar a hacerlo cualquier noble ateniense– en su legendaria persona. El famoso contraste entre Esquilo y Sófocles no podía ser más elocuente: en el primero encontramos el hombre de acción, el guerrero ático; en el segundo el hombre político, el oficiante religioso; el eleusino representa con vigor una idea abstracta encarnada en personalidades arquetípicas, mientras el colono pone en escena la fuerza de sus caracteres y las pasiones humanas; el
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primero trata la idea hereditaria de un mismo destino adverso que se reproduce a lo largo de varias generaciones, mientras el segundo se ocupa del Hado de un hombre enfrentado en soledad a los designios divinos; las tramas de las tragedias de Esquilo son sencillas pues le interesan la idea religiosa o el principio moral expuestos más que la acción dramática propiamente dicha, mientras que los argumentos de las obras de Sófocles son de una gran complejidad pues presta especial atención a que “cada fase de la acción se produzca directamente de lo que la ha precedido” (Bowra 198). La derrota pública del grave Maestro frente a la inspiración del joven poeta nos dirá algo acerca del nuevo descubrimiento que se consumaba en Atenas y que Esquilo previó –podría incluso decirse que temió– y, por último, abandonó: el encuentro de la razón –y del hombre como su portador–, en tiempos en los que se tenían grandes ambiciones, magníficas riquezas y una inagotable confianza en el poder del pueblo y sus gobernantes; una quizá todavía naciente confianza en la razón predominará sobre la protección del espíritu religioso cuando estos dos se vean enfrentados en Sófocles. Pero no sería fácil para ningún griego aceptar abiertamente la renuncia que traía consigo dicha conquista. Y, sin embargo, no estaría lejos el día en que Eurípides la publicara, poniéndola en boca de los personajes en quienes habrá convertido a los antaño héroes míticos de la tragedia. En Sófocles se puede advertir, al final de su obra conocida –y quizá después de tenaces vacilaciones– que en los tiempos de Pericles el hombre intentaba alzarse por encima de los dioses. El Edipo Rey de Sófocles –Oidípous Týrannos– fue juzgado por Aristóteles, un siglo después de su creación, como la tragedia ideal. El mito original, según lo cuenta Robert Graves, sufrió muchas transformaciones, pero debió parecerse a la siguiente narración: Edipo de Corinto conquistó Tebas y llegó a ser rey casándose con Yocasta, una sacerdotisa de Hera. Luego anunció que el reino pasaría en adelante de padre a hijo siguiendo la línea masculina, que es una costumbre corintia, en vez de seguir siendo el don de Hera la Estranguladora. Edipo confesó que se sentía deshonrado por haber dejado que los caballos del carro arrastraran y dieran muerte a Layo, considerado su padre, y por haberse casado con Yocasta, quien le había hecho rey mediante una ceremonia de renacimiento. Pero cuando trató de cambiar estas costumbres, Yo-
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casta se suicidó como protesta y Tebas fue víctima de una peste. Por consejo de un oráculo, los tebanos negaron entonces a Edipo la paletilla sagrada y le desterraron. Murió en una tentativa inútil de reconquistar su trono mediante la guerra. (Graves 2: 15)
Según Graves, a los tebanos les fue difícil admitir que un extranjero los había conquistado y por eso hicieron que Edipo fuera hijo de Layo. El suicidio de Yocasta sucedería en la misma roca desde la cual se había despeñado la esfinge, pues ella era su sacerdotisa, y obedeció, en sus orígenes, a razones ajenas a las del incesto, pues simbolizaba la protesta de la reina contra la intención que tenía Edipo de abolir el matriarcado. Cuando ya el mito se ha convertido en lo que se conoce hoy, Edipo no se saca los ojos en ninguna versión, por lo cual Graves deduce que este episodio no es más que una invención teatral. De hecho, en algunas narraciones posteriores del mito, cuando ya se habla de parricidio e incesto, se dice que Edipo muere como un héroe en una guerra de conquista o desgarrado por las Erinias que lo acosaban por haber dado muerte a su padre. Sófocles sigue versiones más recientes del mito y añade otros hechos de su invención que lo modifican todavía más: sólo un hombre, Edipo, pudo adivinar la respuesta del enigma que proponía la esfinge a los viajeros de Tebas, a los cuales mataba y devoraba cuando se equivocaban; la sabiduría de Edipo quedó puesta al lado de la de los dioses mismos, pues aquél enigma sólo le había sido revelado a la esfinge por las Musas. Pero su conocimiento desmesurado salvó la ciudad, subyugada por el terror de perecer bajo las garras del monstruo. Sorprende siempre descubrir la fuerza dramática de las tragedias de Sófocles, lo intrincado de su trama, la perfección de su estilo y su manera de observar desde distintos puntos de vista lo que, si no fuera anacrónico, se llamaría la psicología compleja de sus personajes. En la tragedia de Edipo aparece el problema de la culpa tal como lo entendían los griegos. El héroe es honesto, puesto que no actuó con conocimiento ni voluntad; pero es responsable de su tragedia en tanto que su soberbia, al creer que podría eludir su destino y verse a sí mismo como el “descifrador de enigmas”, le lleva a descubrir lo único que no debiera haber osado saber: quién es Edipo. Así comprenderá que no se conoce a sí mismo. Y, sin em-
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bargo, el castigo de Edipo supera en exceso su culpa. No obstante, el juicio del coro sobre la falta de piedad religiosa que expresa Yocasta cuando se ufana de no confiar en oráculos y trata de convencer a su esposo de que descrea de ellos, es implacable: Coro: ¡Ojalá me asistiera siempre la suerte de guardar la más piadosa veneración a las predicciones y resoluciones cuyas sublimes leyes residen en las celestes regiones donde han sido engendradas! El Olimpo sólo es su padre: no las engendró la raza mortal de los hombres, ni tampoco el olvido las adormece jamás. En ellas vive un dios poderoso que nunca envejece. Pero el orgullo engendra tiranos. El orgullo, cuando hinchado vanamente de su mucha altanería, ni conveniente ni útil para nada, se eleva a la más alta cumbre para despeñarse en fatal precipicio, de donde le es imposible salir. Yo ruego a la divinidad que no se malogre el buen éxito del esfuerzo que la ciudad está haciendo, y para ello jamás dejaré de implorar la protección divina. Si hay algún orgulloso que de obra o de palabra proceda sin temor a la justicia ni respeto a los templos de los dioses, que cruel destino le castigue por su culpable arrogancia […]. Pero, ¡oh poderoso Júpiter!, si realmente todo lo sabes y del mundo eres rey, nada debe ocultarse a tus miradas ni a tu eterno imperio. Como írritos, de Delos... los oráculos se desprecian ya, en los sacrificios no se manifiesta Apolo. La religión va hacia su ruina. (517- 518)
La religión va hacia su ruina... Quien pronuncia estas palabras quiere ser todavía un creyente. Pero luego hará algo más que advertir esa ruina: el poeta –que oficiaba algunos de los cultos religiosos de la ciudad– lo presentía en su mismo espíritu, pues cada vez se hacía más difícil para él apreciar la justicia de los dioses y conciliarla con su elevada visión de la dignidad del hombre en sus tragedias. Pero Sófocles había aprendido bien su lección en Solón y en Esquilo, y desaprenderla le tomaría casi toda la vida. Para el poeta era claro que “las leyes de los dioses no son las mismas que las leyes de los hombres” (Bowra 203). Por eso, aunque Edipo sea inocente, será aborrecido por los dioses por haber matado a su padre y haberse casado con su madre. “Por el sufrimiento comprenderá que, a los ojos de los dioses, aquel que se eleva a mayor altura es también el más bajo” (Vernant y Vidal-Naquet 96). Jaeger atiende las palabras del coro de ancianos tebanos y repite la sentencia: “la falta de medida es la raíz de
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todo mal” (256). Y Bowra agrega: el poeta “se dio cuenta de que, en las garras del inevitable desastre, el hombre alcanza la cima de su nobleza; y con eso se conformó” (79). Pero, ¿qué necesidad seguía Sófocles al mostrar a un Edipo en tan duros trances de auto-descubrimiento, sacrificándose en busca de una verdad que no desea conocer? ¿Y a dónde iban a parar sus vanas esperanzas frustradas, la piedad que lo hace creer en el Oráculo y huir de quienes cree que son sus padres para caer en la trampa que el destino le ha puesto? No ha sido por escarnio que el poeta ha mirado –y nos obliga a imitarlo– al héroe más desgraciado de la mitología como un hombre infeliz. Al final de su vida, Sófocles no habría podido olvidar el destino de Edipo, ni abandonarlo a la condena de vagar, ciego y envejecido, por los caminos de Grecia, sin que hubiera un lugar en toda la Hélade donde fuera acogido para morir; volverá a él en su última obra, Edipo en Colono, y aquí buscará corregirse y corregir el mito que contaba que Edipo había llegado a las afueras de Atenas, a un bosque donde habitaban las Erinias en la aldea de Colono, y que allí era destrozado y devorado por aquellas diosas terribles. Ya Esquilo había transformado a las Erinias en bondadosas Euménides. A ese lugar encantado de su aldea natal Sófocles guía los últimos pasos de Edipo, seguro de que será acogido por los civilizados atenienses y por su rey, Teseo. En Edipo en Colono, el héroe se defiende por fin, antes de morir, y aclara su inocencia ante Creonte, quien se atreve a acusarlo de parricidio e incesto: Edipo: ¡Oh atrevido impudente! ¿A quién crees injuriar con eso? ¿Acaso a mí que soy un viejo, o a ti que por esa tu boca me echas en cara homicidios, bodas y calamidades que yo en mi infortunio sufrí contra mi voluntad? Así, pues, lo querían los dioses, que probablemente estaban irritados contra la raza desde antiguo. Porque en lo que de mí ha dependido, no podrás encontrar en mí mancha ninguna de pecado por la cual cometiera yo esas faltas contra mí mismo y contra los míos. [...] Ciertamente, pues, a tales crímenes llegué yo guiado de los dioses […] Pero tú no eres justo, ya que crees que honestamente todo se puede decir, lo decible y lo indecible, cuando de tal manera me injurias en presencia de éstos. (594 595)
Y sucede algo más: el héroe se engrandece a un nivel más que humano, y el final para la historia de Edipo será convertirse, des-
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pués de morir, en un espíritu que protegerá la gloriosa Atenas durante las guerras que se avecinaban. El hombre se ha elevado, literalmente, a la altura de los dioses. Ya no es la imagen poderosa de Atenea la que preside la ciudad. Pero si en Edipo Rey el hombre había aceptado su destino, después de fracasar en su intento de evitarlo y luchar contra él, y no parecía entonces que quedara nada más por decir sino sólo someterse con dignidad, ¿qué le había ocurrido al poeta trágico en el intervalo que va de Edipo Rey a Edipo en Colono? Sólo se sabe que fue siempre amigo de Pericles hasta que éste murió, que no alcanzó a ver la caída de la ciudad pero que con seguridad sí llegó a presentirla. En cambio, podemos apreciar en Las Traquinias, una obra escrita durante ese intervalo, la magnitud del conflicto jamás resuelto entre la divinidad y el destino de los hombres. La tragedia termina con la expresión del sufrimiento y la incomprensión de los designios divinos en boca del hijo de Heracles, quien lo lleva hasta la pira funeraria donde el héroe habrá de inmolarse: Hil-lo: Levantad, compañeros, compadeciéndome en gran manera por estas cosas, al par que reconociendo la inflexible dureza de los dioses que tales hechos consienten; porque habiéndole engendrado y llamándose sus padres, contemplan tales sufrimientos. Pues lo que ha de venir nadie lo sabe; pero lo presente muy triste es para mí, vergonzoso para ellos y difícil de aguantar, más que a nadie, al que tal calamidad soporta. No te quedes tú, muchacha, en casa, ya que has visto las tremendas y recientes muertes y las grandes calamidades que por primera vez experimentas, de todas las cuales no hay otro autor sino Zeus. (721)
¿Acaso no se puede leer aquí la rebeldía del hombre contra sus dioses terribles e insufribles y la imposibilidad de aceptar con conformidad sus duras determinaciones? Y las palabras finales de Hil-lo, ¿a quién se dirigen si no a las mujeres y hombres de Atenas, representados en el coro de traquinias, enfrentados entonces al temor de ver fracasados todos sus propósitos imperiales? La “Grecia de Grecia” amenazaba con venirse abajo. ¿Era esa la voluntad de los dioses? El conflicto de Antígona parece, en un primer momento, análogo al de Los Siete sobre Tebas de Esquilo, pues también opone dos 30
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tipos de religiosidad. Esta coincidencia se explicaría porque las dos tragedias hacen parte del mismo mito. Los críticos ven, de un lado una religión familiar, privada, centrada en el culto a los muertos, representada por Antígona, y de otro, en la determinación del nuevo rey de Tebas, una religión pública, donde importan más los valores del Estado que los de las estirpes. Así, los dioses de uno y otro lado se vuelven contra cada uno. Los dioses más antiguos se vuelven contra Creonte y los dioses tutelares de la ciudad, los que mandan que se respeten las leyes de la ciudad aun por encima de la propia vida, se vuelven contra Antígona. Una ironía pesa sobre el destino de la heroína: fiel a una ley familiar que ordena a hombres y mujeres no dejar sin sepultura el cuerpo de uno de su misma sangre, se condena ella misma a ser enterrada viva por la ley de la ciudad que decretó no enterrar a los traidores, a aquellos que se vuelven contra su propia patria. Sin embargo, la tragedia todavía hablará de algo más; algo que escapa a las leyes y se acerca al carácter de Antígona: el instinto humanitario que se opone a dejar un cadáver expuesto y que comparte la imposibilidad de vivir sabiendo que un hermano yacerá ante las puertas de la propia ciudad, a merced de los buitres y los perros salvajes. Ése es el verdadero conflicto de Antígona. No es sólo la ley familiar la que obliga a Antígona a sacrificarse ella misma por enterrar a su hermano, es el individuo que por primera vez se enfrenta aquí al mandato todopoderoso de la ciudad democrática que no sabe dar cabida a su autonomía. De ahí que se oiga decir a Creonte, en el colmo de su ceguera: Creonte: Pues has de saber que los caracteres, cuanto más pertinaces, ceden más fácilmente; y muchas veces verás que el resistente hierro cocido al fuego, después de frío se quiebra y rompe. Con un pequeño freno sé yo domar a los enfurecidos caballos; pues no debe ensoberbecerse quien es esclavo de otro. (643)
Sin embargo, me pregunto hasta qué punto el héroe trágico de Antígona no es sólo la hija de Edipo, y en su lugar, aquél por quien se ha de sentir terror y compasión es quien debe, al final, hacer el reconocimiento de su error: Creonte se equivocó y caro pagaron su equivocación su hijo, su esposa y Antígona, todos muertos por su porfiada determinación. ¿Qué les decía Sófocles a la ciudad y a sus gobernantes por medio de esta obra? El rey no había querido ver lo que por sus propias convicciones los otros 31
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tres no podían evitar hacer. Otro conflicto que atañe a la condición humana queda expresado aquí: los hombres no saben mediar en sus disputas. La razón, a la cual se apela varias veces en esta tragedia, es la de cada uno. Sófocles no arrojaría el cetro ni las ínfulas como Casandra, pero al final de su vida quizá advirtió que el hombre no sólo debía levantarse por encima de sus dioses terribles sino también por encima de sus gobernantes despóticos y aprender a entenderse de otra manera. Y aunque insistió una y otra vez en hablar contra la tiranía y defender la democracia de los tiempos de Pericles, ya sabía que debía temer por que la ciudad de Atenas, convertida ella misma en tirana de sus vecinas, pagara su ambición desmedida y su destino fuera menos glorioso de lo que deseaba. Aunque no se quiera ver en Creonte más que a un tirano, el conflicto que le planteaba la existencia de esa reina malograda que debía ser Antígona, lo superó por completo. Eurípides (Salamina c. 480, Macedonia 406 a.C) De las 92 obras que escribió se conservan 19: Hécuba, Hypólito, Las Fenicias, Orestes, Alcestes, Medea, Las Troyanas, Hércules furioso, Electra, Ifigenia en Aulide, Ifigenia en Tauride, Helena, Ion, Andrómaca, Las Suplicantes, Las Bacantes, Los Heráclidas, Rheso y El Cíclope. Cualquier afirmación que se pretenda hacer sobre Eurípides sólo podrá ser cierta parcialmente, pues tenía el don –o la ligereza, según se vea– de cambiar radicalmente sus ideas de una obra a otra. De Sófocles lo separaban tan sólo quince años; sin embargo, se acostumbra decir que Eurípides revolucionó la tragedia griega en su actitud artística, en su técnica dramática y en la elaboración de los caracteres trágicos. Bowra aclara algunos aspectos acerca de la técnica de Eurípides: lo más importante es que lo considera un arqueólogo de la tragedia, pues utiliza, paradójicamente con su sentido moderno del género, elementos arcaicos que ya no usaban ni Esquilo ni Sófocles siquiera. Uno de ellos es el prólogo, que resume la trama de la obra. Otro arcaísmo aparece al final de diez de sus piezas: la conclusión del conflicto trágico con la manifestación –como en los antiguos ritos religiosos– de un dios en escena: el llamado deux ex machina, que tanto le han criticado; por un lado, porque contradecía el escepticismo religioso que muestran sus personajes –y el mismo Eurípides–, cuando ponen en duda la bondad, la justicia divina, el antropomorfismo de los 32
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dioses y hasta su misma existencia. Y por otra parte, porque sus críticos coincidirían con el juicio de Aristóteles sobre este recurso: Resulta pues evidente que los desenlaces de la fábula deben ser una consecuencia de la fábula misma y no de una intervención divina (...) no se debe recurrir a la intervención divina más que para los acontecimientos que están al margen del drama, ya sea para eventos que han ocurrido antes, sucesos que el hombre no puede conocer, o para eventos que van a ocurrir luego y que es necesario que sean vaticinados y anticipados (...) No puede haber ninguna cosa irracional en los hechos, y si la hay debe permanecer fuera de la tragedia. (Aristóteles, Poética, 1454b)
Se lo considera un escéptico frente a Esquilo y Sófocles. Aunque Jaeger, más sutil, piensa que tanto Eurípides como Sófocles son a la vez continuadores y transgresores de Esquilo y que hay más cosas en común entre Eurípides y Esquilo que entre éste y Sófocles. Eurípides, y no Sófocles, vuelve a poner en el centro de algunas de sus obras el problema religioso fundamental del destino del hombre; sólo que las dudas de Eurípides aparecen en aguda oposición frente a la seguridad de Esquilo. De Sófocles lo separa el movimiento sofísta, el cual examinaba todas las creencias conocidas bajo una luz nueva, completamente racional: “La tradicional y bien ordenada vida de Atenas quedó sometida al análisis agudo y, sin remedio, muchas nociones aceptadas perdieron crédito” (Bowra 86). Así, a Bowra le parece que Eurípides analiza los mitos en los que basa sus tragedias y es como si se preguntara, frente a sus elementos absurdos o terribles, ¿cómo ocurrió eso en realidad? (216). De ahí que para responder esta pregunta haya recurrido a la vida que lo rodeaba y al carácter de las personas que él mismo había conocido. Hijo del movimiento sofista, Eurípides no podía escapar a este ambiente de crítica; es incapaz de aceptar el arte trágico y, sobre todo, el mito, tal como venían haciéndolo sus predecesores. Arnold Hauser piensa que Eurípides tiene un modo antiheroico de ver el mundo. Mientras Esquilo y Sófocles creían todavía en ‘la inmanente justicia de la marcha del mundo’, para Eurípides “el hombre no es ya más que un juguete del azar” (Hauser 130). Opuesto al carácter que se le atribuye a Sófocles, Eurípides es un hombre inarmónico, contradictorio, escindido, en abierta discordia con la religión y la sociedad que lo rodea; pero la socie33
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dad de Eurípides ya no es la misma Atenas ideal que conoció –o creyó conocer– Sófocles. A la vez que crecía el poderío del imperio ateniense, se acrecentaban el egoísmo y la posibilidad de enriquecerse mediante el comercio. La guerra, los tiempos difíciles que vivió la ciudad al ver prolongarse los enfrentamientos, agudizaron la decadencia de los valores que habían sostenido la unidad espiritual de Atenas –unidad entre el Estado y el espíritu, entre la comunidad y el individuo–, y que habían encarnado Esquilo y Sófocles, pese a haber advertido también sus conflictos: “la descomposición de la sociedad era sólo la apariencia exterior de la íntima descomposición del hombre” (Jaeger 305). Se conoció entonces una nueva tensión, esta vez entre las libertades que proclamaba la democracia en las asambleas populares y la falta de libertad de pensamiento y de palabra que padecían los ciudadanos de todas las clases frente a las instituciones conservadoras del estado ático –tensión que se había anunciado en la Antígona de Sófocles. Si Esquilo fue un hombre de acción y Sófocles un hombre público, Eurípides –de quien la leyenda dice que se retiraba a una cueva para componer sus tragedias– era más bien un poeta lo suficientemente alejado del curso del mundo, desde donde lo observa para poder representarlo con más libertad. Al parecer Eurípides renunció a desempeñar cargos públicos en la ciudad y es seguro que no fue un poeta de éxito mientras vivió. Comparado con los veinte premios que ganó Sófocles en los concursos trágicos y los otros tantos que ganó Esquilo, Eurípides sólo obtuvo cuatro o cinco. Es el primer poeta de quien se cuenta que llevó la existencia de un sabio retirado del mundo. Si no miente su retrato, en el que aparecen los cabellos revueltos, los ojos cansados y un rictus amargo en la boca, y si lo interpretamos justamente cuando vemos en él la discrepancia entre el cuerpo y el espíritu y la expresión de un alma insatisfecha y sin paz, Eurípides fue quizá el primer poeta desgraciado, el primero a quien su propia poesía hizo sufrir. (Hauser 134)
Lo que más disgusta a los críticos de Eurípides es la falta de solidez de sus principios, pues el poeta, de quien se dice que fue discípulo de Anaxágoras y de Sócrates, el primero en poseer una extensa biblioteca, el primero en ser consciente de que pertene34
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cía a una tradición, el primero en hacer de la lectura personal el impulso para escribir una nueva obra, dejaba que sus ideas cambiaran de rumbo como un barco azotado por distintos vientos sucesivos. Pero aun esta falta puede explicarse por el carácter mismo de Eurípides, quien no estaba dispuesto a abrazar una sola idea sino que, antes bien, él mismo debatía sus propias creencias y luego sus dudas, un año tras otro, en la sucesión de sus obras. Se le recrimina haber deformado el mito, no sólo en la trama de sus tragedias sino en su sentido mismo. Y aún más: es acusado de haber modificado el sentido de la responsabilidad del héroe. Si Esquilo y Sófocles sabían, como Heráclito, que “el carácter del hombre es su destino”, no es posible que éste eluda una parte de la responsabilidad de sus acciones; Eurípides, en cambio, pretende que sus héroes se excusen y aleguen inocencia en su defensa, apelando a la arbitrariedad de la justicia divina o a la locura, porque los dota de una conciencia subjetiva de la inocencia y de la culpa, que les permite acusar sólo a los dioses de llevarlos a cometer sus acciones. En Orestes el poeta insiste en la locura del héroe, acosado por las Furias, y éste en reclamar su inocencia, argumentando que fue Apolo quien lo obligó a dar muerte a su madre. El concepto abstracto de la culpa, que tan magistralmente había desarrollado Sófocles en Edipo rey, está ausente del teatro de Eurípides, en el cual las divinidades y los héroes tienen los mismos defectos que los hombres, reaccionan como ellos, no se encuentran sometidos al destino sino provistos de conciencia subjetiva, y se rebelan contra la injusticia que proviene del más allá. Los personajes de Eurípides dejan de tener grandeza para ganar en humanidad, y sus sentimientos y pasiones constituyen su auténtico conflicto que más de una vez alcanza, conscientemente, caracteres patológicos, como la demencia o el erotismo, enfermedades del alma que por primera vez aparecen en el teatro con toda su anormalidad. (Riquer 88)
Pero aquella apelación a la inocencia de Orestes sólo debe leerse como una ironía de Eurípides, pues la concepción de la justicia que tiene Orestes no reñía con la subjetivación del problema de la responsabilidad jurídica en el derecho penal y en la defensa ante los tribunales en tiempos de Pericles. Tal subjetivación, “amenazaba con hacer desaparecer los límites entre la culpabilidad y la inocencia” (Jaeger 316). Un ejemplo de ello es que los crímenes 35
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de pasión no eran considerados como realizados libremente sino bajo un influjo incontrolable. Y estas ideas penetran hondamente la tragedia de Eurípides, quien parece llevarlas al extremo para apreciar mejor su insensatez. Orestes está decidido a cometer cualquier atrocidad con tal de salvarse de la muerte a la cual lo ha condenado la asamblea de ciudadanos de Argos. No se detiene ante la necesidad de cometer nuevos asesinatos para escapar del ajusticiamiento que le espera. Pero cuando la tragedia está a punto de convertirse en una masacre, aparece Atenea, quien soluciona el conflicto de un modo realmente olímpico. Aquí podemos apreciar la complejidad del pensamiento de Eurípides. Es evidente que su héroe no está hecho para despertar simpatía y que la aparición de la diosa ya no tiene, ni de lejos, el mismo carácter que tuvo en Esquilo; el deux ex machina de Atenea no es más que un gesto de burla, que vuelve cómica la situación trágica. La falta de grandeza de sus personajes, casi la caricaturización a la cual somete a los grandes héroes, es otra de las cosas que echaron en falta sus contemporáneos. Riquer afirma que en Eurípides “Menelao es un loco, Helena una cortesana, Orestes un criminal, Casandra una neurasténica” (87). Para otros, en cambio, Eurípides abordó la tragedia enteramente desde el ángulo humano. Por cuanto a su sentimiento de los dioses, los tenía por poderes ciegos e irracionales de la naturaleza, tantas veces destructora y mortal (...) Era un psicólogo que no se detenía ante límite alguno, y en consecuencia vio más y acaso más hondo que Sófocles. Nunca cohibido por la tradicional nobleza de la tragedia, tampoco quiso encerrarse en los sentimientos de los grandes. Su campo era la humanidad toda, y buscó sus temas en caracteres hasta entonces olvidados o desdeñados. (Bowra 87)
En sus dramas sobre mujeres, Eurípides mostraba una imagen de la mujer muy distinta de la tradicional, pero tal vez más acorde con el siglo de Pericles: Medea, Fedra, Hécuba y Andrómaca no tendrán la dignidad de Antígona o Deyanira, pero son igualmente trágicas, “a despecho de su flaqueza demasiado humana y sus raptos de extravagante violencia” (Bowra 88). Al final de Medea, desde la parte más alta de un carro tirado por dragones, con rumbo a la ciudad que le ha ofrecido asilo, se jacta 36
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de haber destruido a Jasón sin misericordia. Así, la Medea del mito original es en Eurípides una extranjera y bárbara hechicera que no ha aceptado las costumbres griegas que permitían a un hombre casarse con varias mujeres. Jasón le explica a Medea que su matrimonio con la princesa les convenía a ambos, puesto que siendo él un extranjero en Corinto, la única manera de obtener una buena posición en la ciudad era emparentar con el rey. La impresión que esta tragedia de Eurípides tenía que producir en sus espectadores era franca: el poeta había representado una sucesión de hechos atroces sin un juicio moral: en opinión de Bowra, lo que hace Eurípides es enfrentar dos tipos distintos de maldad en donde triunfará la más fuerte e instintiva. Esto es, desde cualquier punto de vista, una novedad para el arte trágico, pues nunca antes el conflicto de la tragedia había tenido lugar entre personajes que pudieran ser considerados malvados y sin la intervención de un castigo divino. Eurípides había hecho callar a los dioses y, en su silencio, parecía triunfar la injusticia: Jasón: ¿Oyes, Zeus, cómo desoyen mis súplicas? ¿Ves lo que sufro de esta execrable leona, asesino de sus hijos? […] Coro: Zeus, desde el Olimpo, gobierna al mundo, y muchas veces hacen los dioses lo que no se espera, y lo que se aguarda no sucede, y el cielo da a los negocios humanos fin no pensado. Así ha acontecido ahora. (368)
A grandes pasos se alejaba la tragedia de su origen. Nunca antes el problema trágico se había limitado a la confrontación entre el egoísmo y el deseo de venganza del hombre. De ningún modo acude el poeta al relato de algún mito que responsabilizara a Jasón o a Medea de una culpa –propia o heredada–, ni se le atribuye al primero un destino funesto proveniente de los dioses mismos, sino del odio mortal que una mujer engañada y abandonada descarga en contra de su esposo adúltero. Jaeger opina que Eurípides fue el primer psicólogo, el “inquisidor del inquieto mundo de los sentimientos y las pasiones humanas […] el creador de las patologías del alma” (320); cuando los héroes trágicos se convierten en dementes, el espectador podía observarlos como culpables e inocentes a la vez, lo cual, de alguna manera, fue siempre la insistencia de la tragedia. Sólo que esta vez la culpa y la inocencia aparecían de una forma más que verosímil: se volvían naturalistas, y la vida tal como era debía mantenerse al 37
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margen de la tragedia –su lugar era la comedia. Tratar de racionalizar lo irracional alejó a Eurípides del mito y lo acercó, como nunca antes, al verdadero carácter de sus personajes, que podían haberse despojado de sus máscaras y ser vistos por primera vez “tales como eran” en realidad y no “tal como deberían ser”, según la diferencia que advirtió el mismo Sófocles al comparar sus obras con las de su sucesor (Aristóteles 1461a). Preocupado e influido por todo lo que ocurría a su alrededor, como por el desarrollo de las guerras del Peloponeso, en una tragedia como Las Troyanas, presentada en la primavera del año 415 antes de Cristo, “después del invierno en que los atenienses pasaron a cuchillo a los varones de Melos y vendieron a las mujeres y niños como esclavos” (Bowra 223), era ese hecho atroz el que Eurípides debía tener en mente cuando la escribió. Así, Las Troyanas es una obra cuyo tema ya no es la celebración de los héroes griegos que participaron en la campaña de Troya sino la tragedia de la ciudad que ha sido vencida: los estragos realizados por los conquistadores, la muerte de muchos hombres valientes y el sufrimiento de las mujeres, sorteadas entre los héroes para ser alejadas de sus patrias y, en tierra extraña, convertirse en esclavas o en concubinas de los vencedores. Eurípides se inclina en favor de los vencidos, a través de la reina Hécuba, de Casandra y de Andrómaca. Para Bowra, “la compasión e indignación que produce la pieza equivale a una denuncia de la guerra” (223), con una crítica implícita a la actitud bárbara de los vencedores ―que en ese momento habían sido los atenienses, pero que en cualquier momento podían llegar a ser los espartanos―; su intención, pues, era pacifista. Pero aún podía ir más lejos: para Jaeger es evidente que Eurípides en Las Troyanas "oscurece todo el esplendor de los conquistadores griegos de Ilión y sus héroes, que eran el orgullo de la nación, son desenmascarados como hombres de brutal ambición y animados de simple furia destructora" (318). Las Bacantes fue la última obra de Eurípides; en ella reaparece la alegría dionisiaca y la locura orgiástica que estuvieron en el origen de la tragedia. Curiosamente, por una paradoja del destino, lo que se conserva del género cierra su ciclo de vida de un siglo con una obra que recuerda su origen en el ditirambo, en la alabanza al dios Dioniso, única pieza que se conoce acerca del mito referido a este dios. Dioniso llega a la ciudad de Tebas, go38
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bernada por Pentheo, y jura vengarse del rey por oponerse a que las mujeres y los hombres de la ciudad le rindan sacrificios y entonen sus cantos. Para Pentheo Dioniso es un bárbaro a quien no desea dar la bienvenida en Tebas sino antes tomarlo preso, pues ha llevado a las mujeres al desenfreno sexual, alejándolas de sus casas. Dioniso castiga la impiedad de Pentheo por medio de un engaño, llevándolo hasta el bosque donde se encuentran las mujeres de la ciudad, tras prometerle que desde un lugar escondido podrá observar lo que hacen y comprobar, con sus propios ojos, si las fiestas del dios son realmente tan inmorales como él piensa; pero en el bosque, el rey es destrozado por las mujeres; su propia madre, Agave, le corta la cabeza, creyendo que es un león. Aunque en la obra Eurípides hace discutir a sus personajes sobre la razón y sofisticación de Pentheo y la naturalidad y el instinto que defiende Dioniso, y aunque la tragedia termine con el castigo de la ciudad, resuena una crítica contra el fanatismo anticuado y bárbaro del culto del dios del vino y no, como quieren ver algunos, un retorno del poeta a la fe en las tradiciones arcaicas. O quizá retoma el mito que dio origen al culto del cual proviene la tragedia para recordar a todos el nacimiento de un arte que se había vuelto tan refinado y, puesto que se le criticaba a él mismo que hiciera de la tragedia una representación de la barbarie, en contra de la armonía y perfección clásicas de Sófocles y Esquilo, quisiera decir que él ha llegado más cerca del verdadero espíritu de la poesía trágica. ¿Podría el poeta recobrar de manera consciente y racional lo que antes de él hacía parte de una fiesta popular y religiosa y no de una elaboración poética? Talvez de un modo tergiversado. En la alegría dionisiaca Eurípides pudo encontrar por fin la justificación de algo que había alcanzado a entrever mucho antes de que escribiera Las Bacantes; algo novedoso que, aunque no fuera su intención, pondría fin al pensamiento trágico de los griegos: la libertad de hacer cuanto quisiera en su teatro. De allí que siga siendo imposible fijar sus ideas filosóficas o sus principios poéticos; de allí que hubiera reinventado el mito, renegado de los dioses, puesto en boca de uno de sus personajes que aquellos eran producto de la invención mendaz de los poetas, acusara de falsedad a los oráculos y a renglón seguido hiciera descender a un dios con todo su poder en medio de la escena, usara la retórica de los sofistas y al mismo tiempo renegara de ella, fuera verosímil hasta el naturalismo o inverosímil hasta lo fantástico, usara el lenguaje cotidiano y se 39
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dejara llevar hasta el más extasiado lirismo en sus coros... Todo el mundo griego cabía en sus tragedias y aun hubiera sido capaz de ir más allá. Eurípides abrió las puertas de bienvenida a la literatura, pues ya la poesía trágica no podía cumplir ninguna elevada misión, ni para el hombre ni para los ciudadanos, y se había entregado, como en una bacanal, a la orgía del juego del lenguaje y la invención poética. Los dioses habían despedazado como ménades a la razón y a la sofisticación de los nuevos tiempos, pero la razón había abierto a su vez las puertas del Olimpo y algunos alcanzaron a ver que se encontraba vacío. El poeta ya no era un Maestro pues ya no tenía nada que enseñar ni confiaba en que hubiera ninguna misión civilizadora que transmitir a una Grecia deshecha que se arruinaba a sí misma en una guerra sin fin, sin conciencia, pues no existía como unidad más que en los juegos Olímpicos y panhelénicos. Todo en Eurípides es excesivo, sin forma; incluso la leyenda de su muerte, unas veces devorado por una jauría de perros salvajes en Macedonia y otras víctima de un ataque desenfrenado de las mujeres que lo habían despedazado para vengarse de su supuesta misoginia. Pocos años después, Eurípides se impuso sobre la escena trágica y para él fueron construidos los teatros del mundo heleno que conocemos; hoy es leído o visto con admiración por los menos ortodoxos defensores del género. A veces no puedo hacer menos que sonreír ante sus arbitrariedades, que procuro leer como obra del primer escritor conscientemente irónico. Nietzsche consideró el racionalismo y el escepticismo de Eurípides como causantes de la muerte de la tragedia y, con ella, del final de la unidad espiritual de Grecia. Y también se ha señalado con insistencia que Eurípides abrió el campo de experimentación en la tragedia, útil para los dramaturgos modernos y que en sus búsquedas fue mucho lo que legó para la comprensión del hombre griego del final del siglo V. Eurípides arrojó las ínfulas y el cetro, y las cinco coronas de laurel que recibió, en un gesto menos dramático que el de Esquilo, pues sabía que no tendría sucesores, que nadie se atrevería, en el nuevo siglo, a ir más lejos que él. Sófocles y Eurípides murieron poco antes de la caída de Atenas, el 404 a. de C. y con ellos acabó la tragedia ática. Las dificultades económicas del siglo IV implicaron que no pudiera representarse
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con su antiguo esplendor, pero, en cualquier caso, los poetas cesaron de componer tragedias, sin duda alguna porque carecían en aquellos desilusionados años de la postguerra de la presencia de ánimo necesaria para enfrentarse con sus peliagudos problemas. (Bowra 228)
La seguridad y el orgullo de sí mismos y de la ciudad era lo que permitía que los atenienses exploraran las partes más sombrías y pesimistas de la condición humana. Ya no se trataba de ver la ciudad de Troya caída, ni de celebrar o hacer la crítica del vencedor; se trataba de vivir en carne propia la derrota y la pérdida de lo que los hacía orgullosos: ser testigos del derrumbe definitivo de la misión civilizadora que creían tener encomendada. La tragedia había reemplazado a la epopeya y a la poesía lírica. Ella misma será reemplazada, durante el siglo IV a.C., por la filosofía. Una especie de racionalismo precoz invadió la cultura clásica griega y la mitología fue vista con nuevos ojos, como una invención humana más que como una realidad histórica; como una fábula más que como una garantía divina. Se desconfió, entonces, de la existencia de los dioses Olímpicos y comenzó a pregonarse que lo que le sucedía al hombre era sólo producto de un destino ciego. La vida que hacía posible la existencia de la tragedia dejó de existir y, en su transformación, el canto de los héroes trágicos dejó de escucharse. Referencias bibliográficas Aristóteles. Poética. s.c, s.e., s.f. México: Clásicos Jackson, 1966. Bowra, C. M. Introducción a la literatura griega. Madrid: Guadarrama, 1968. Esquilo. Trágicos griegos. Esquilo y Sófocles. Buenos Aires: El Ateneo, 1946. Graves, Robert. Los mitos griegos. Madrid: Alianza, 1985. Hauser, Arnold. Historia social de la literatura y el arte. Tomo I. Madrid: Guadarrama, 1969. Jaeger, Werner. Paideia: los ideales de la cultura griega. Bogotá: FCE, 1992. Nietzsche, Friedrich. El nacimiento de la tragedia. Madrid: Alianza, 1973. Riquer, Martín de. De la Antigüedad al Renacimiento. Historia de la literatura universal. Tomo I. Barcelona: Planeta, 1968.
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Solón de Atenas. En Antología de la poesía lírica griega. Madrid: Alianza, 1980. Steiner, George. La muerte de la tragedia. Caracas: Monte Avila Editores, 1991. Sófocles. Trágicos griegos. Esquilo y Sófocles. Buenos Aires: El Ateneo, 1946. Tucídides. Historia de la Guerra del Peloponeso. Madrid: Gredos, 1992. Vernant, Jean Pierre, y Pierre Vidal-Naquet. Mito y tragedia en la Grecia antigua. Barcelona: Paidós, 2002.
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LA TRAGEDIA LATINA: EDUCACIÓN Y PATETISMO1 Juan Francisco Mesa Sanz
1. Introducción
El naufragio de los textos latinos junto con el hecho innegable
de que la tragedia –el teatro en general– es una herencia cultural griega ha relegado el papel de la tragedia latina a un más que discreto segundo plano2. Debe sumarse a esta afirmación el hecho de que Séneca, el único trágico latino del que se ha conservado obra completa –y que, en consecuencia, ha podido influir en la literatura occidental posterior– es más conocido por su producción filosófica y el importante papel político que desempeñó en época de Nerón3. Por ello, se hace necesario establecer los discriminantes que definen la tragedia latina, sus semejanzas y divergencias con la producción griega, y la estética teatral que la presidía, puesto que, en nuestra opinión, la comparación como fin en sí mismo, junto con, por qué no decirlo, algunos prejuicios previos, ha tendido a privar de su lugar en la literatura dramática a la producción trágica latina. Es necesario El presente artículo se encuadra en toda una serie de trabajos cuyo objetivo es el análisis de La estética teatral latina tanto de época romana –principalmente– como en la posterior producción Medieval y Moderna. El origen de estos se halla en el Curso de Teatro Clásico Greco-latino: teoría y práctica que se ha venido impartiendo durante los cursos 2003-2004, 2004-2005 y 2005-2006, bajo la dirección de J. Fco. Mesa (2003-2004) y Mª. Paz López (2004-2005 y 2005-2006), con financiación del Vicerrectorado de Extensión Universitaria de la Universidad de Alicante. 2 La situación de la comedia es totalmente diferente, puesto que la tradición manuscrita ha sido, en este caso, mucho más generosa con la producción latina (Plauto y Terencio) que con la griega (Aristófanes). 3 Sería injusto no mencionar que, del mismo modo que ambos aspectos han podido relegar a un segundo plano la producción dramática de Séneca, no menos cierto es que por su efecto, así como la inclusión de este autor entre los pre-cristianos, se propició que haya llegado hasta nuestros días. 1
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disponer, entonces, de una visión cronológica, interna y externa, y comparatista en relación con el entorno fundamentalmente griego. Dos aspectos constituyen elementos transversales que caracterizan toda la producción trágica latina: por una parte, el carácter de herramienta pedagógica (cuando no propagandística); y, por otra, el esfuerzo por conseguir el pathos –la intensidad emotiva del drama. La conexión establecida por estos elementos, en función del equilibrio entre ellos, si el segundo es mera herramienta del primero, o se constituye en un fin en sí mismo; o, por el contrario, como sucederá en la tragedia neolatina, la función pedagógica llega a convertirse en preponderante hasta el punto de llegar a prescindir del recurso de recurrir a provocar las emociones del espectador. Esta relación, justamente, posibilita realizar un recorrido por la producción dramática romana. Cubierto ese objetivo, podremos afrontar el análisis de las líneas maestras de la continuidad de tal producción en lengua latina en la Edad Media y la Edad Moderna, donde los dechados ya quedan reducidos a los que marca la tradición textual, y donde la producción neolatina cubrirá un aspecto muy sobresaliente. De hecho, el Renacimiento, en el caso de Séneca, abre dos vías de primera importancia: por una parte, su influencia en la producción teatral neolatina, de menor calado y con una impronta escolar más que notable; y, por otra, la influencia de su teatro de la producción en las incipientes literaturas europeas, donde es de destacar la importante influencia de los personajes, temas y formas dramáticas senecanos en el teatro isabelino inglés. 2. Definición: espectáculo y literatura Comenzaremos desarrollando un asunto que podría parecer baladí, pero que un amplio abanico de la bibliografía destinada a analizar la producción teatral antigua –especialmente si hablamos de los manuales de literatura– obliga a no dejar de lado, mucho más cuando nuestro objetivo es tratar de definir la estética teatral latina. Nos referimos a la relación que necesariamente ha de establecerse entre espectáculo teatral y literatura dramática.
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La definición de “teatro” en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua: “arte de componer obras dramáticas, o de representarlas” –a la que se añaden las necesarias indicaciones del espacio escénico en el que se realizan las representaciones–, ejemplifica los problemas a los que hacemos referencia. La disyunción entre “obra dramática” y “su representación” así establecida, es académica en sentido aristotélico y manifiesta la división que suele existir entre el dramaturgo –es decir, el autor de la obra, o, en su defecto, el estudioso de su obra– y el actor –entendamos aquí a todos aquellos que son responsables de que efectivamente la obra aparezca en escena, desde el director hasta el último de los figurantes, pasando por el iluminador o el carpintero que ha confeccionado el escenario. Se disocia en el plano teórico la producción literaria del espectáculo teatral y, aún más, el término se aplica de modo preferente a la primera sin que el segundo sea inherente a ella. Sin embargo, la literatura dramática está concebida para suministrar el necesario sustento al espectáculo, y el autor dramático debe pensar en el público y en la posibilidad cierta de representación. Todo ello, pese a que debamos admitir que, una vez definido el género literario, la ficción del espectáculo es suficiente motor para el autor y no son pocas las obras que no han subido jamás al escenario y puede que no lo hagan nunca. La contestación inversa es igualmente cierta: la improvisación en escena, el espectáculo callejero y, en general, cualquier actuación, incluso sin texto, como en el mimo de la actualidad, también es teatro. Pero, en la medida en que el mismo actor consolida un mismo espectáculo, precisa de un guión, de un texto, que le permita repetir aquellos pasajes que más éxito produjeron entre sus espectadores. En consecuencia, ni es verdad que el teatro no exista sin el texto, ni que no haya teatro sin espectáculo. En el Teatro Antiguo, la paradoja es más notable debido al “naufragio” de los textos. Lo conservado es muy poco comparado con lo que sabemos producido; y aun lo que sabemos producido ha de ser ínfimo contrastado con lo que subraya la exhumación y conservación de teatros de la Antigüedad: sólo en Hispania –en el censo realizado en 1992– se contabilizaban 39 teatros romanos, aunque algunos en la actualidad se consideran otro tipo de
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edificio y han aparecido otros nuevos como, por ejemplo, el de Cartagena, tanto así que no había municipio o colonia de importancia que careciera de él (Gaudens Cros et al.). Todos ellos son de época imperial, ya que conviene recordar que el primer teatro estable no se construye en Roma hasta el año 68 a.C. todavía en madera y hasta el año 55 a.C., después de sortear no pocos inconvenientes jurídico-religiosos, Pompeyo no levanta el primero en piedra. En tal caso, la evidencia arqueológica parece contradecir notablemente la afirmación vertida desde la filología y a partir de las obras conservadas que, por un lado, afirma que las tragedias y comedias del periodo arcaico fueron representadas una y otra vez en los teatros, y, por otro, subraya el escaso gusto en época imperial por las tragedias y por las formas superiores de representación –lo que en última instancia concluye en el carácter irrepresentable del teatro de Séneca4. Sorprende que, mientras obras que ya tenían que resultar muy lejanas tanto por su lengua como por el tratamiento de los argumentos eran representadas con éxito, la producción de la propia época moría sin haberse representado –o representándose para grupos restringidos en los salones aristocráticos. No obstante, cometeríamos una grave equivocación si pretendiéramos ir más allá de lo que los datos de los que disponemos nos permiten: la arqueología y los textos, y la primera poco es lo que puede aportarnos sin los segundos al centrarnos en una expresión estrictamente cultural5. De ahí que sea preciso analizar el papel de la escritura en el teatro. En este campo son especialmente reveladores los trabajos de F. Dupont6. Cuando analizamos el origen del teatro en Grecia, sobre todo, pero también en Roma, señalamos su relación con el 4 Afirmación que, por citar un ejemplo, no sólo es vertida en D. Taylor (The Greek and Roman Stage 68-69), sino que incluso le sirve como principio organizativo de la obra. 5 De hecho, la relación entre los datos arqueológicos y los textos, desde una perspectiva de la sociología cultural se encuentran en J. A. Roche Cárcel. 6 En concreto la autora ha aplicado sus propias hipótesis al teatro de Séneca en Les monstres de Sénèque: Pour une dramaturgie de la tragedie romaine, donde afirma que la cuestión de la “representabilidad” de las tragedias de Séneca no es sino un problema más planteado.
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mundo religioso y festivo de las sociedades antiguas. Paulatinamente las representaciones ocupan su propio espacio de carácter religioso, que se convertirá en el edificio teatral. Hasta ese momento preciso en el que ya existe una “organización” teatral, unas representaciones con una cierta periodicidad y una cierta “profesionalización” de la grex o caterva de actores, no estamos en condiciones de comenzar a hablar de la existencia de literatura dramática o un teatro escrito. Salvando las distancias, y a riesgo de caer en un anacronismo, ésta y aquél, en sus orígenes, bien podrían compararse con los modernos sistemas de grabación. De la misma manera que en la actualidad deseamos conservar una obra que nos haya emocionado, que haya cautivado nuestros sentidos, en su origen en la Antigüedad, el espectador, el “contratista-magistrado”, el actor o el “empresario-director” no tenía a su disposición otro medio que la escritura para estos menesteres. En consecuencia, a nuce, la literatura dramática nace como un intento de convertir la representación en un monumentum, un recuerdo perdurable; este monumentum permitirá reproducir de nuevo casi en los mismos términos esa representación. Posteriormente, ya dentro de la tradición literaria y escolástica, el autor dramático será recordado por medio de este monumentum. Y, sin embargo, ni el moderno sistema de grabación (y reproducción), ni mucho menos el antiguo (la escritura), es capaz de sustituir las emociones que se perciben en el momento de la puesta en escena. En términos teóricos, F. Dupont ha definido esta dicotomía por medio de la oposición entre cultura caliente y cultura fría: Estas contraposiciones entre oralidad y escritura-lectura, acontecimiento y monumento, enunciación y enunciado, acto de palabra y texto, recomposición y cita, sentido pragmático y sentido semántico, que se perfilan sin solaparse, configuran una nebulosa organizada a partir de dos polos asintónicos que hemos denominado la cultura caliente y la cultura fría. La cultura caliente, como el vino y los besos que queman a los bebedores romanos de la comissatio, como la ebriedad que embarga a los bailarines del cômos y a los cantantes del sympósion, como el placer consensual del público romano en el teatro. Caliente como una fiesta flamenca. Una cultura fría como la losa funeraria, el libro-monumento donde se inscribe el nombre del poeta, como una reunión de amigos que asisten a la lectura del panegírico de Trajano, como un tratado de historia natural. Fría como la soledad del lector. (24)
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Ahora bien, todo este planteamiento en el caso de Grecia permite un desarrollo lineal desde sus orígenes religiosos (y lúdicos) hasta un establecimiento definitivamente literario en tanto que escrito, y, en esa medida, susceptible de estudio y comentario. Este estadio será alcanzado por los alejandrinos, fieles seguidores a este respecto de la Poética de Aristóteles, que llegaba a la afirmación paradójica de que “el teatro, que etimológicamente es el ‘lugar de la mirada’, no necesita del espectáculo –ópsis, otro término vinculado etimológicamente con la vista- para realizarse” (Dupont 123-124)7. Dentro de la propia cultura griega se había generado, en consecuencia, la definición que inauguraba esta exposición, el teatro como texto que secundariamente –y no necesariamente– es susceptible de representación. En el caso de Roma, en cambio, al referirnos a la aparición del teatro estamos fijando nuestra atención en los primeros textos dramáticos, los de Livio Andronico del año 240-239 a.C., y, por ende, en el origen de la literatura en Roma. A partir de ese momento, al hablar del teatro romano la Historia de la Literatura Latina atiende a lo que supone el objeto preciso de su atención, el texto –con una manifiesta intención de imitación y emulación de la producción griega– y, salvo contadísimas excepciones, trata de insertar ese mismo texto en la cultura caliente de la que ha partido y a la que, en mayor o menor medida, nutre. Por ello, se precisa relacionar el monumentum arquitectónico y el monumentum literario, junto con las diferentes referencias que suministran las fuentes –literarias y epigráficas– sobre las fiestas y los espectáculos antiguos; es decir, subrayar algo tan obvio y tan escasamente manifestado como el hecho de que el teatro romano está constituido por dos fenómenos complementarios: la literatura dramática –de impronta griega– y el espectáculo teatral –en el que se aúnan múltiples influencias. Sensu stricto la literatura dramática griega no sería capaz de originar en Roma, por traducción o por imitación, otra cosa que una literatura dramática romana. El fenómeno, qué duda cabe, se produce en efecto; La autora indica que el “espectáculo de los cuerpos”, salvo la danza, es considerado vulgar y basta con la lectura “para saborear todos sus efectos” (1462ª 4-12). Incluso rechaza la música, ya que son las palabras, la historia, lo que produce “terror y piedad” y no “el modo de enunciación”; “la prueba de ello sigue siendo que no sabe qué hacer del coro, que en origen no pertenece a la historia sino al espectáculo trágico, y lo reduce a ser un personaje como los demás” (1451b 27 – 1456ª 26). Retomaremos la cuestión al hablar de la tragedia en época imperial. 7
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así es discutida ad nauseam la cuestión de la contaminatio practicada por Plauto y, sobre todo, por Terencio, a quien debemos el término empleado. Pero admitir sin más reflexión esta evidencia no contribuye sino a suscribir las tesis decimonónicas que consideraban la cultura latina como una especie de apéndice técnico de la gran cultura griega, negándole con ello cualquier tipo de innovación o tan siquiera peculiaridad cultural. Ésta, que nosotros creemos que puede rastrearse igualmente en los textos, adquiere auténtica relevancia con la necesaria relación que este género literario debe establecer con el espectáculo. Así, sensu lato, el teatro romano nace de una amalgama de factores diversos entre los que la literatura dramática no es sino el representante culto y frío de una manifestación cultural mucho más amplia; es, por supuesto, de una enorme importancia, porque constituirá el monumentum que transmite parte de los elementos participantes en el espectáculo. A la cultura caliente, popular e inmediata, al espectáculo propiamente dicho, pertenecerán: (i) lo que de modo genérico se ha definido como manifestaciones teatrales preliterarias, que dejan traslucir el gusto de la sociedad romana por el espectáculo en la calle como manifestación de la propia convivencia; (ii) los espectáculos teatrales itálicos –etruscos y suritálicos–, que sirven de intermediarios de la cultura griega o introducen sus propias innovaciones (atellana, farsa fliácica, versos fescennini o el propio mimo); y (iii) los festivales teatrales griegos que proceden sobre todo de la Magna Grecia como la tradición subraya al asociar las primeras representaciones en Roma con la conquista de Tarento y el final de la I Guerra Púnica8. En consecuencia, comprender la estética teatral de una obra o de un autor de los pocos que conservamos exige adentrarse en los diversos aspectos que rodeaban al espectáculo teatral en el momento de su creación. De hecho, la producción latina que puede considerarse auténticamente relevante por haberse conservado en su totalidad, se reduce escuetamente a Plauto, Terencio y Séneca, a los que debe sumarse el desconocido autor de Octavia –atribuida tradicionalmente a Séneca, que es, así mismo, la única De hecho, la creación de Livio Andronico a la que hacíamos referencia antes se insertó como un elemento más en el traslado realizado a la ciudad de Roma de estos festivales. 8
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tragedia de argumento romano conservada– y el Alcestis Barcininonensis –una pantomima–, descubierto a finales del siglo XX9. Por otra parte, si asociamos los tres grandes autores dramáticos latinos con la reflexión que anticipábamos sobre la relación entre el teatro y la escritura, cada uno representa tres diferentes momentos: Plauto es la representación por escrito, como refleja su frescura y la abundancia de elementos improvisados, la repetición de tipos, el uso de la ironía cómica o algunas incongruencias en algunas de sus tramas; Terencio representa la escritura para la representación, en la que se sigue pensando en la inmediata puesta en escena, pero desde una visión culta, como demuestran sus defensas frente a la acusación de plagio y los dos intentos fallidos de representar Hecyra; y Séneca, finalmente, constituye el ejemplo propiamente dicho de la literatura dramática romana, expresión culta que, bajo la ficción que evoca el género literario, permite desarrollarse al margen de su representación. Es a esta forma de representación a la que dedicaremos las líneas siguientes. 3. La tragedia latina en época republicana anterior al siglo I a.C. Procedo, et parvam Troiam simulataque magnis Pergama et arentem Xanthi cognomine rivom adgnosco Scaeaeque amplector limina portae. […] ‘Vade age et ingentem factis fer ad aethera Troiam’. (Verg. Aen. III 348-350 y 462)10
En este pasaje del libro III de Eneida, Virgilio describe el encuentro que Eneas tiene en Bútroto con Héleno y Andrómaca. Este libro, considerado habitualmente como de transición, puesto que describe el viaje de Eneas y sus compañeros desde Troya hasta arribar a las costas de Sicilia, contiene, sin embargo, todas las justificaciones que hacen a este caudillo el sucesor natural de la monarquía troyana –y, por ende, a sus descendientes, la familia Julia– y de Roma la nueva Troya que tiene por destino el dominio del mundo. La escena descrita por el mantuano es de Ver anexo 1. [Avanzo, y reconozco una pequeña Troya y una simulada Pérgamo en grandeza, y un arenoso riachuelo con el sobrenombre de Janto, y abrazo los umbrales de las puertas Esceas. […]. ‘¡Vamos! Márchate y por medio de tus actos lleva hasta los astros a la gran Troya’] 9
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un hondo patetismo: en Bútroto todo le recuerda a Troya, mas en pequeño; todo esto da pie a que cuando Héleno –no olvidemos que se trata del único hijo vivo de Príamo– establece los buenos augurios para el viaje que Eneas debe continuar realiza una completa abdicación11: le corresponde a este último fundar la ingentem Troiam. Este pasaje sirve como ejemplo del papel fundamental que desempeña la leyenda troyana en la historia de la literatura romana. Los dos elementos, la leyenda troyana y la búsqueda del páthos, son dos rasgos que marcan la tragedia en los primeros años, y en este sentido la relación con el relato épico de Virgilio es notable12. Ya en el primero de los autores no sólo de teatro latino sino de la literatura latina, Livio Andronico (ca. 285 a.C. – antes de 200 a.C.), el asunto troyano es preponderante y, de hecho, todo apunta a que tales argumentos, introducidos en la tragedia, por más que hayan sido importados de Grecia, cumplían los esfuerzos educativos o informativos de la aristocracia romana con el fin de provocar un sentimiento común de formar parte de una comunidad antigua y con un brillante destino. Es decir, la tragedia latina, en tanto que representación escénica y género literario, inicia su andadura en Roma a imitación de los festivales griegos, mas la selección de sus contenidos revela una marcada función propagandística de carácter vertical que, por medio del recursos al patetismo, será igualmente irracional o emotiva13. La fábula pretexta, la tragedia de asunto romano, inaugurada un poco después por Nevio (ca. 270 a.C.– después de 200 a.C.) con El libro III de Eneida está plagado de alteraciones del mito de Eneas y de referencias que muestran a las claras la utilización con fines propagandísticos de este asunto en periodo augusteo. Concretamente, la parada en Acio, junto con la señalada en Bútroto, establece la prevalencia de Roma y constituye un punto de inflexión en el que el héroe griego se transforma en héroe romano (ver H.-P. Stahl “Political stop-overs on a mythological travel route: from battling harpies to the battle of Actium [Aeneid 3. 268-93]"). 12 J. Perret, ya señaló el importante papel que desempeña la leyenda troyana como elemento de propaganda política (Les origines de la légende troyenne de Rome). 13 Algunos autores (ver por ejemplo J. Ellul, Propaganda: The Formation of Men’s Attitudes 74-77) consideran que la propaganda integradora no ha podido existir hasta el siglo XX; sin embargo, seguimos en esta clasificación a Evans (The Art of Persuasion: Political Propaganda fron Aeneas to Brutus 1-4), quien obviamente subraya que la complejidad de localizar las evidencias o implica la inexistencia de un fenómeno que puede considerarse connatural a todas las sociedades. 11
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Romulus y Clastidium, ha de considerarse una derivación de ésta, puesto que, como hemos apuntado, Troya fue el horizonte mítico y legendario –mas histórico para los propios romanos– de Roma. Tanto es así que en el caso de Enio (239 a.C.– 169 a.C.) doce de las veinte obras que conocemos que fueron producidas por él tratan este asunto; ocho de las trece cuyo título y escasos fragmentos conocemos de Pacuvio (ca. 220–130 a.C), o en la misma proporción, de Acio (170 a.C.–ca. 86 a.C.). Hasta tal punto existe una continuidad temporal en este hecho, que la inauguración del primer teatro estable en piedra, debido a Pompeyo, y realizado en 56 a.C., se llevó a cabo con la representación de Equos Troianus de Nevio. Se establece así la relación entre el origen de la literatura romana y el citado pasaje de Virgilio. Hemos apuntado la función pedagógica y también propagandística de la tragedia. La finalidad última perseguida variará, obviamente, en función del momento en el que se realiza la puesta en escena y no únicamente en el de la creación del poeta. Así, la tragedia de asunto troyano, en la medida en que subraya el origen glorioso de Roma, contribuye a la creación de una conciencia de comunidad, y a subrayar la superioridad de ésta sobre otras comunidades, especialmente las más cercanas y con las que se enfrenta. Por otra parte, la relación familiar establecida por los aristócratas romanos con los héroes de la saga troyana –aunque no sólo con ésta– contribuye a una manifiesta propaganda a su favor que identifica a los gobernantes con el destino y el origen del propio Estado. Este proceso culmina con la llegada al poder de la familia Julia en la persona de Augusto. Este es el punto de exaltación de las propias familias romanas, donde se establece la continuidad entre la saga troyana y la tragedia de asunto romano; donde se manifiesta la relación entre la tragedia y la épica, en la que la literatura latina dio preponderancia a la propia historia con un papel muy destacado de las grandes familias nobles. El éxito de este carácter instrumental de la tragedia latina se sustenta en que, lejos de basarse en el conocimiento, en datos objetivos –lo que constituiría una propaganda racional– su elemento fundamental es provocar la emoción en el público, en la llamada a su esencia irracional. Es en este punto donde el patetismo contribuye a que la tragedia despliegue todo su potencial y, no estando ausente en Livio Andronico, que constituya uno de los elemen52
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tos distintivos de la dramaturgia de Enio, caracterizándose por la capacidad de conmover a los espectadores. Este elemento emotivo produjo que el lamento de su Andrómaca prisionera fuera, todavía en el siglo I a.C,. una pieza de primera importancia en el repertorio de los mejores actores (Paratore 152). No obstante, la evolución de la tragedia arcaica latina ofrece un incremento en la importancia de este elemento hasta convertirse en un fin en sí mismo en los dramas de Pacuvio. La emotividad prescinde así de las digresiones explicativas, de las estructuras parentéticas que pretendían aproximar los contenidos trágicos al público: se fija la atención en movere a los espectadores antes que en delectare o en docere14. Como consecuencia, la saga troyana deja de poseer como función primera la educativa y propagandística; se sigue utilizando porque constituye una fuente inagotable de argumentos patéticos del agrado del público. Resulta complicado realizar un análisis objetivo de Pacuvio sólo por medio de los fragmentos conservados, pero los testimonios subjetivos, las referencias de otros autores conservados, nos hablan de un éxito que, en el plano de la tragedia, le otorga el nivel de popularidad que Plauto gozaba en la comedia. Tras él, Acio concluirá la evolución anunciada de la tragedia hasta quedar dotada de fines exclusivamente artísticos, conduciendo el patetismo hasta sus últimas expresiones de barroquismo, del cromatismo más violento, el gusto por la atrocidad, etc. Estos aspectos anticipan algunas de las características de las tragedias de Séneca y parecen delinear los elementos estéticos que delimitan la estética teatral romana, Las referencias que se obtienen de Cicerón sobre la tragedia, tanto en su práctica oratoria como en sus desarrollos de teoría retórica (por ejemplo Pro Sestio 122-123 o De oratore III: 102, donde aparecen referencias a Andrómaca de Enio), muestran la efectividad del patetismo en el movere (Quintiliano XII:10,59 y VI:2, 8). Es decir, para originar “una conmoción psíquica del público (meramente momentánea en cuanto tal, aunque duradera en sus efectos” (Lausberg, H. Manual de retórica literaria. I. 231). Se establece, en consecuencia, la relación entre oratoria-retórica y tragedia, puesto que, de hecho, el orador debe comportarse como tal actor –recordemos para más adelante esta circunstancia: “Como quiera que en el público solamente se pueden provocar afectos fuertes cuando el orador mismo se halla poseído íntimamente por los afectos, el orador (tanto para la expresión de hechos realmente patéticos como de los poco o nada patéticos) ha de dominar, como un consumado actor, el arte de despertar fuertes emociones en su propia alma (Quint. VI 2, 27-36)” (232). Debemos subrayar que el pathos no produce la simpatía del público, que son el terreno de “afectos suaves” (229), del delectare. 14
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ahora ya atendiendo a sus dechados, pero desarrollándose por sí sola. Y, con todo, ese desarrollo de Acio de las líneas trazadas por Pacuvio, puede interpretarse como uno de los elementos que profundizará en el alejamiento del público de la expresión dramática, ya que se hace más culta, aderezada por el gusto de este autor por las sutilezas lingüísticas. Ya que hemos subrayado así la madurez en la creación dramática latina, debemos puntualizar la postura adoptada por los autores frente a la influencia ejercida por el teatro griego (¿clásico o helenístico?). En cualquier caso, la duda se resuelve internamente por la actitud adoptada, ya que, prácticamente desde su origen se constatan dos corrientes poéticas: (i) aquellos que se rigen por una línea más popular, más ligada a la tradición autóctona y que tienen presente en sus creaciones el gusto y las inclinaciones del público (e.g., Plauto, Nevio, el propio Pacuvio –aquí encontraremos la diferencia esencial con Acio–); y (ii) los que adoptan una postura aristocrática, orientada a una más completa y meditada asimilación de las influencias griegas. Evidentemente, la segunda postura provoca un alejamiento cada vez más notable del público, puesto que, en realidad, lo están restringiendo a un círculo erudito. Todo ello se acentúa por las propias convenciones escénicas que se inician por el diseño del propio teatro cuya reducción de la orchestra, provoca una utilización diferente del coro; éste establece en el pulpitum una relación directa con los actores y es utilizado a modo de intermedio entre actos –de aquí surgiría la teoría de los cinco actos en el teatro romano15. Por otra parte, todo indica una gran atención por la puesta en escena, la espectacularidad de los montajes y la importancia concedida a los hallazgos técnicos; la suma de estos factores contribuye a la formación de una cultura teatral que da la espalda al fenómeno literario –o estrictamente literario. En consecuencia, en el caso de la tragedia gana la partida la corriente poética que aboga por un producto cultural y aristocrátiCuriosamente esta pérdida de espacio del coro está asociada al carácter representativo que tienen los puestos ocupados por los asistentes a las representaciones; la orchestra se destinará a los senadores: ita latius factum fuerit pulpitum quam Graecorum, quod omnes artifices in scaena dant operam, in orchestra autem senatorum sunt sedibus loca designata (Vitruvio, De architectura V: 6, 2). 15
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co en el que se recogen todos los logros obtenidos en el desarrollo del patetismo. Mas la suma de todo ello no podía contribuir a otro fenómeno que el desinterés por parte del público general. No obstante, mantendrá su carácter didáctico, pero cambiando el destinatario de éste que pasará a ser el propio autor, quien la utilizará como forma de aprendizaje, puesto que permite poner en funcionamiento los recursos de la retórica16. Esta relación que, por otra parte, ya se había producido en Grecia, da paso a la época de César y a la época Imperial. Finalmente, la función propagandística, una derivación de la didáctica, la mantedrá en la medida en que sus argumentos seguirán permitiendo múltiples interpretaciones en el complejo panorama político romano. 4. La tragedia latina en época de César y en época Imperial El largo periodo de paz que se inicia tras el triunfo de Octavio en la batalla de Actium en el año 31 a.C., la denominada Pax Romana –que tiene su correlato en las fronteras tras las campañas de Augusto en el Norte de Hispania– propiciará una enorme prosperidad que llegará hasta los últimos rincones del Imperio. Los siglos I y II d.C. protagonizarán de modo relevante el proceso de romanización; éste será especialmente notable en el Mediterráneo Occidental, donde la impronta del mundo griego siempre llegará mediada por la cultura romana. A este periodo pertenece prácticamente la totalidad de los teatros exhumados en el Mediterráneo Occidental. La profusión de estos edificios en la geografía alto-imperial transmite una sensación de “popularidad” de los espectáculos que en ellos tenían lugar, hecho que los hacían “rentables” a los ojos de los aristócratas que 16 Esta relación con la retórica y con la filosofía es explicitada por Cicerón en De oratote I 219: 219. Neque vero istis tragoediis tuis, quibus uti philosophi maxime solent, Crasse, perturbor, quod ita dixisti, neminem posse eorum mentes qui audirent aut inflammare dicendo aut inflammatas restinguere, cum eo maxime vis oratoris magnitudo que cernatur, nisi qui rerum omnium naturam, mores hominum atque rationes penitus perspexerit, in quo philosophia sit oratori necessario percipienda: quo in studio hominum [quo] ingeniosissimorum otiosissimorum que totas aetates videmus esse contritas; quorum ego copiam magnitudinem que cognitionis atque artis non modo non contemno, sed etiam vehementer admiror; nobis tamen, qui in hoc populo foro que versamur, satis est ea de moribus hominum et scire et dicere, quae non abhorrent ab hominum moribus.
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sufragaban su edificación17. Sin embargo, cuando acudimos a la literatura dramática latina –y también a la griega– el panorama que el tiempo ha transmitido hasta nuestros días es desolador. Tanto es así que este periodo ha sido tildado en varias ocasiones de poco aficionado al teatro (Butler 23)18. Tal afirmación, que atiende sólo a la producción conservada –y a juicios muy alejados del contexto en el que se produjeron las obras– ha de ser matizada. Por una parte, que no conservemos obras de un determinado género no quiere decir que éste no se produjera o, sobre todo, que no se representase. Así, por ejemplo, se ha subrayado la primacía de la atelana y el mimo en el siglo I a.C.; sin embargo, Cicerón nos relata la anécdota del actor trágico que fue corregido por el público al confundirse en escena: se representaba la tragedia y el público la conocía. De otra parte, la literatura dramática – por ejemplo la literatura que sube a un escenario– admite ser clasificada por géneros en tres grandes grupos. El primero correspondería a la producción “culta”, con marcadas influencias helenísticas: comedia (palliata, y sus desarrollos “romanos”, togata y trabeata) y tragedia (cothurnata, con su desarrollo romano, praetexta). El segundo será la “producción menor” hacia la que ya apuntaban en ocasiones las comedias: atelana, mimo –que incluso poseerá su desarrollo culto, el mimiambo– y pantomima19. Por último, otros géneros,
17 Otro tanto podemos pensar ante la profusión de actores tardo-republicanos y de época de Augusto que aparecen censados en Garton (Personal Aspects of the Roman Theatre). 18 El autor afirma lo siguiente: “The drama proper had never flourished at Rome. [...] The races in the circus, the variety entertainments and bloodshed of the amphitheatre had captured the favour of the polyglot, pampered multitude that must have formed such a large proportion of a Roman audience” (23). Menos radical, David Taylor en The Greek and Roman Stage afirma que el gusto de los espectadores prefería “otros géneros dramáticos”: “As these theatres were built the popularity of the theatre-going increased, although what audiences went to see had changed considerably. Generally there was less serious drama and more sensational exhibitions, designed to appeal to the less elevated tastes of Roman crowds; few writers now considered writing serious plays” (68-69). 19 “Consistía en una serie de escenas inconexas, adaptadas del caudal mitológico y de la tragedia griega, en los que tenían una gran importancia los constantes
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que originalmente no eran dramáticos, fueron susceptibles no sólo de recitarse en los teatros sino incluso de ser “representados”: el caso más significativo es el de las Bucólicas de Virgilio, representadas en Roma con la presencia del propio autor (Seruius, In Vergilii Bucolica VI, 11; Suet. Vita Vergilii 102-103). Por consiguiente, podemos afirmar que, al igual que en nuestros días, el espectáculo se nutrió fundamentalmente de producciones “comerciales”, pero no dejó de lado productos más elaborados, que tuvieron una mayor capacidad de perduración. La producción dramática tardo-republicana no fue especialmente prolífica. No obstante, registró algunos elementos que se mantendrán durante el Principado de Augusto: (i) el “gusto aristocrático” por la tragedia, (ii) el éxito entre el público del mimo; y (iii) las innovaciones en los géneros por medio de la fusión de varios de ellos, en especial del género cómico por excelencia, la palliata, y aquel que era del agrado de los espectadores, el mimo (Fantham 153-163) . La tragedia, a tenor de las noticias conservadas, tuvo un periodo de languidecimiento en la producción a fines del siglo II a.C. y comienzos del I a.C. Mediado este último siglo los datos comienzan a ser más generosos, pero ponen de relieve que la escritura de este género exigía una formación intelectual elevada y, por ello, su redacción correspondía a personajes de la aristocracia: Casio de Parma20, Lucio Cornelio Balbo –cuya obra Iter se estrenó en su Gades natal21–, o, sobre todo, Quinto Tulio Cicerón22, hermano de Marco Tulio, el famoso orador y estadista, y Gayo Julio César23 subrayan este hecho. Precisamente la referencia que transmite Suetonio sobre Julio César manifiesta el carácter “escolar” de producciones de juventud de estas obras –feruntur et a cambios de actor entre una escena y otra así como el encanto visual de esas escenas” (Iglesias Montiel y Álvarez Morán 238). 20 Autor de una praetexta, Brutus, y dos cothurnatae, Orestes y Thyestes, que tengamos noticia (Varro, Lingua latina VI, 7; VII, 72; Acron, Ad Hor. ep. I, 4, 3). 21 Cic. Fam. X, 32, 3. 22 Compuso Electra, Troades y Erigone, nunca estrenadas y de escasa calidad, a decir de su afamado hermano (Cic. Ad Q. fr. II, 5(6), 7; 16 (15), 3; III, 7 (9), (6). 23 Autor de Oedipus (Suet. Diu. Iul. 56, 9).
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puero et ab adulescentulo quaedam scripta24–, así como su escaso eco en la vida teatral romana25. Las mismas características cabe adjudicarles a las producciones trágicas de Vario –Thyestes-, Asinio Polión, Tiberio Sempronio Graco26 –Thyestes, Atalante, Peliades–, todos ellos personajes de intensa vida política en el Principado, como es el caso del propio Augusto y su Aiax27. El teatro en época de Augusto: recuperación culta e innovación En la tragedia de época Imperial28 se deja sentir, por tanto, con toda su fuerza el carácter “culto” de la producción dramática latina. La tragedia se prestaba especialmente a ello debido al tratamiento que Aristóteles le deparaba en su Poética29. En ella, al introducir la categoría de la representación –mimêsis–, ignora la palabra como acto y se preocupa por la producción de enunciados; en suma, el texto trágico se convierte en un producto que se basta por sí mismo y no necesita ser puesto en escena: el espectáculo es un suplemento de placer que no debe incluirse para “Se citan también algunos escritos de su niñez y de su juventud [...]” (Suet. Diu. Iul. 56, 9). 25 A decir de Suetonio, las obras de César ni siquiera llegaron a publicarse por orden expresa de Augusto: quos omnis libellos uetuit Augustus publicari in epistula, quam breuem admodum ac simplicem ad Pompeium Macrum, cui ordinandas bibliothecas delegauerat, misit. 26 Personaje muerto en el destierro en época de Tiberio y protagonista de una aventura con Julia, la hija de Augusto (Tac. Annales, I, 53); no debe confundirse con su antepasado de fines del siglo II a.C. 27 Esta obra fue destruida por el propio autor (Suet. Diu. Aug. 85, 2): Nam tragoediam magno impetu exorsus, non succedenti stilo, aboleuit quaerentibusque amicis, quidnam Aiax ageret, respondit Aiacem suum in spongiam incubuisse; [Comenzó además con mucho entusiasmo una tragedia, pero, no gustándole el estilo, la destruyó; más tarde, al preguntarle sus amigos qué era de su Áyax les contestó, “que su Áyax se había precipitado sobre una esponja”]. 28 S. Mariner considera que la tragedia no fue “recibida por el público romano como un medio de purificación personal, sino más bien como una espectacularización de lo heroico con los recursos propios de los escénico bastante mediatizados, a la vez, por los de la oratoria” (463-492). Este autor liga el proceso del teatro trágico “a la historia del patriotismo romano hecho bandera”; por esta razón, el patriotismo que aporta la pax augusta le hace revivir, aunque le falta “el contacto con la oratoria de tribuna abierta con la que compartir en cierta simbiosis la misión de entusiasmar a las masas”. 29 Seguimos en este punto las opiniones de J. Lichtenstein y F. Dupont (La invención de la literatura). 24
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evaluar el valor de una obra teatral30. Más aún, para Aristóteles, todo lo que depende del espectáculo de los cuerpos, cuando no se trata de una representación para la danza, es “vulgar”, phortikon, y basta leer una tragedia para saborear sus efectos, idea que será recogida posteriormente por los moralistas y escritores cristianos. Niega asimismo la importancia de la “musicalidad” de los versos, puesto que toda la importancia reside en la historia: es la propia historia de Thyestes la que provoca las emociones, no la puesta en escena y el arte del poeta y el actor para la enunciación. Consecuencia y prueba de lo apuntado es la escasa definición del coro por parte de Aristóteles, quien no sabe incluirlo en su esquema teórico, puesto que no es un elemento de la historia, sino un elemento del espectáculo teatral; su solución es reducirlo a ser uno más de los personajes. Debemos subrayar aquí la relación que guarda todo lo apuntado con el propio edificio romano, que precisamente reduce la orchestra, el lugar donde el coro realizaba sus evoluciones, a la mitad y adelanta la escena. Este carácter culto y no representado –que no irrepresentable– de las tragedias en la época de Augusto, en tanto que destinadas a la “lectura” resulta, pues, innegable. Ahora bien, el propio concepto de “lectura” merece una matización cuando lo ubicamos en el mundo romano. De hecho, legere, verbo que podemos traducir por “leer” hace referencia preferentemente a la acción previa de selección de las palabras, la diuisio que recomienda Quintiliano ha de enseñarse a los niños31, previa a la lectura en voz alta que es expresada con el término cantare32. En general, puede darse por seguro que durante toda la Antigüedad los libros se escribían 30 “En cuanto al espectáculo (opsis) que ejerce la mayor seducción, es totalmente ajeno al arte y no tiene nada que ver con la poética, ya que la tragedia realiza su finalidad aun sin concurso y sin actores. Además, para la ejecución técnica del espectáculo, el arte del fabricante de accesorios es más decisivo que el de los poetas” (Aristóteles 1450b, 15). 31 Tengamos presente que los rollos de papiro o pergamino presentaban los textos en scriptio continua, es decir, sin separación de palabra y sin puntuación. 32 W. S. Allen, “Ovid’s cantare and Cicero’s Cantores Euphorionis”. TAPhA 103 1972: 1-4; B. M. W. Knox, “Silent reading in Antiquity”. GRBS 9 1968: 421-435, señala que la lectura privada en voz baja no era desconocida, pero muy poco usual. Más recientemente ha establecido toda una caracterización de las posibilidades de lectura en Roma –percurrere oculo; tacite legere, murmur; clare legere; recitare– (Valette-Cagnac). Además, Dupont señala el uso de cantare en el sentido de la recitación en el teatro (Le Théâtre latin 107-109; 127-129).
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para ser leídos en voz alta (Kenney, “Libros y lectores en el Mundo de la Antigua Roma” 15-47); estas lecturas, denominadas recitationes, podían disponer de un público más o menos numeroso, desde la recitatio privada organizada por un aristócrata para su reducido círculo de amigos hasta grandiosas lecturas públicas realizadas en un teatro33, pasando por recitationes públicas en los foros o recitationes privadas de la aristocracia, sentidas como actos sociales de enorme importancia34. Las tragedias, evidentemente, participaban también de esta práctica como pone de relieve el ejemplo que suministra Tácito, Dialogus de oratoribus, 3, acerca de la lectura pública realizada por Materno de su drama Catón. En suma, si bien podemos considerar que la tragedia se compuso al margen de la representación en no pocas ocasiones, de lo que no fue ajena es de su contacto con el público por medio de la lectura. Otros autores, por su parte, permiten cuestionarnos la representación de sus obras, aunque no tengamos constancia alguna de ésta35: Surdino y Estatorio Víctor36, Antonio Rufo –el único autor conocido de tragoedia praetexta de esta época-, Turranio37, o, finalmente, un autor de la relevancia de Ovidio, del que se han conservado dos versos de su Medea. Y, sin embargo, la Tragedia, a diferencia de otros géneros literarios –la épica, la lírica, por referirnos a los poéticos–, no lega a la posteridad un modelo hacia el que mirar como sucederá con VirRecordemos el dato ya mencionado de Virgilio y sus Bucólicas. “Le terme latin recitatio recouvre l’un des traits le plus originaux de la culture romaine: une lecture qui est une véritable “écriture orale”. Ce substantif –et le verbe correspondant recitare- apparaissent, à Rome, dans deux principaux contextes. Dans le domaine “politico-juridique”, ils servent à designer la plupart des lectures officielles, qu’elles aient lieu devant le peuple romain assemblé (recitare legem, recitare carmen), au Senat (lecture des lettres et de documents offciels pendant les séances) ou dans les tribunaux (lecture des preuves écrites, au cours des procès). En contexte privé, ils designent une lecture á haute voix de textes littéraires, devant un public restreint et choisi” (Valette-Cagnac, La lecture à Rome 111): 35 La tendremos, no obstante, en el periodo Julio-Claudio, como veremos más adelante. 36 Quizá la denominación de sus obras como fabullae por parte de Séneca Rhetor (Suas. 7, 12) que toda la crítica identifica como tragedias, responde a este carácter de obras realmente puestas en escena. 37 Citado junto a Tiberio Sempronio Graco por Ovidio (Pont. IV, 16). 33 34
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gilio, Horacio u Ovidio; estos modelos reflejan una nueva relación con la literatura griega y certifican la madurez de la literatura romana (Albrecht 603-604). Difícilmente podremos saber si la causa es la transmisión de los textos o el gusto teatral del público romano; probablemente fue una mezcla de ambos aspectos. El teatro de Tiberio a Nerón Nerón desterró de Roma e Italia al actor de atelanas, Dato, por haber improvisado unos versos, convenientemente acompañados de gestos, en los que aludía a las muertes de Claudio y Agripina, y al propósito de este emperador de acabar con el Senado38. La referencia, además de la evidencia de las representaciones de atelanas, informa del carácter político que en ocasiones poseía el espectáculo; lo mismo es indicado por Macrobio (Sat. I, 10, 3) al mencionar al autor de atelanas Mumio. La comedia osca, la atelana, por tanto, ocupa en estos aproximadamente cincuenta años el lugar que deja vacante la comedia, fundida definitivamente en el mimo y la pantomima que capitalizan las preferencias de la población. La popularidad lleva al extremo de que un poeta de la talla de Lucano compone una pantomima, Fabulae Salticae39 según Juvenal, que le coloca junto al autor de la pantomima Agaue (Juvenal VII, 87), Estacio, o al famoso y popular Catulo. De este último conocemos los títulos de dos obras, Phasma y Laureolus. La segunda tuvo un enorme éxito, tal como se desprende del hecho de que Marcial, Juvenal y Suetonio40 hablan de ella; además, ofrece un buen ejemplo de cuáles eran los gustos teatrales: Laureolus trataría de la historia de un famoso caudillo de ladrones que finalmente es capturado y condenado a la crucifixión y a ser devorado por las fieras. Las palabras de Marcial, “[...] así ofreció sus entrañas desnudas a un oso de Calcedonia Laureolo, colgado de una cruz no falsa” ha llevado a suponer que esta obra incluía una ejecución en directo; de cualquier modo, el espectáculo de la sangre estaba presente en esta representación, tal como relata Suetonio: et cum in Laureolo mimo, Suet. Nero 39, 4-5. El carácter exacto de estas fabulae no deja de ser polémico (Butler, Post-Augustan Poetry 26-28). 40 Mart. De spectaculis 7; epigr. V, 30; Juv. VIII, 187, XIII, 111; Suet. Callig. 57. 38 39
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in quo actor proripiens se ruina sanguinem uomit, plures secundarum certatim experimentum artis darent, cruore scaena abundauit41. La tragedia, en cambio, no gozaba de tales favores, incluso bajo el reinado de Nerón, quien gustaba del espectáculo teatral y habiendo compuesto él mismo una tragedia, Attis (o Bacchides). A este periodo pertenece una noticia que permite afirmar que, pese a la oposición del público, la tragedia seguía subiendo al escenario: el emperador Claudio, “reprimió con severos edictos la licencia del pueblo en el teatro, pues se habían atrevido a lanzar ultrajes contra el ex cónsul Publio Pomponio –que daba obras a la escena– y contra ilustres damas” (Tac. Ann. XI, 13). Las obras a las que se refiere Tácito son tragedias de las que conocemos dos títulos, Aeneas y Atreus42. En medio de este ambiente, donde primaba el mimo con puestas en escenas espectaculares, sangrientas y obscenas, frente a la tragedia, impuesta como espectáculo culto por la aristocracia, mas, a fin de cuentas, representada, se producen las tragedias de Séneca, así como Hercules Oetaeus y la pretexta Octavia43, único ejemplo conservado de este género. Las tragedias de Lucio Aneo Séneca La producción dramática de Séneca se ubica perfectamente en la línea de todo el teatro romano que hemos expuesto hasta ahora. Por una parte ha de situarse en esa poética aristocrática en la que el aparato mitológico y erudito cobra un papel relevante; mas también recoge los elementos más barrocos y truculentos de la puesta en escena que Roma había desarrollado para su espectáculo y que en época Imperial estaba llegando a su máxima “Además, durante la representación de un mimo intitulado Laureolo, en el curso del cual el primer actor vomitó sangre por haberse precipitado de lo alto de un edificio que se derrumbaba, muchos otros actores de segunda fila lo imitaron también a porfía para dar así una muestra de su habilidad, con lo cual el escenario resultó anegado en sangre” (Suet. Callig. 57). 42 Referenciadas en Plin. Epist. II, 5, 3; Plin. N. H. XIV, 56; Tac. Ann. V, 8; XII, 27-28; Quint. X, 1, 98. 43 Ambas obras se han conservado junto al resto de la producción de Séneca y bajo su nombre; no obstante, la paternidad de Séneca parece, hoy en día, completamente descartada. 41
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y más sangrienta expresión44. Comparte, por tanto, la elevación del pathos por medio de todo tipo de recursos, sólo que en ellos ha de incorporarse el ejercicio retórico. Finalmente, tanto si las compuso para la educación del príncipe como si no, el elemento didáctico está muy presente en la medida en que se desgranan en su obra las ‘recetas’ para enfrentarse a las más variadas situaciones vitales, constituyendo una auténtica filosofía en acción. Un aspecto esencial en la historia de los estudios sobre las tragedias de Séneca es el debate sobre su carácter “representable” (Fitch 1-12); dicho de un modo directo: ¿Séneca produjo estas tragedias para su puesta en escena o, al menos, pensando en ella? La pregunta fue formulada por primera vez a comienzos del siglo XIX por A. W. Schlegel, quien determinó su carácter escolar, retórico, horrible, al compararlas con el “genio griego” (13-14). Esta idea ha protagonizado la concepción del drama senecano durante el siglo XIX y buena parte del XX, repitiéndose con escasos matices en manuales y monografías hasta ser utilizado por el más reciente editor de éstas, O. Zwierlein (Die Rezitationsdramen Senecas; Senecae tragoediae), quien considera que nunca se concibieron para otro objeto que su recitación. El último cuarto del siglo XX45 ha procedido a la reivindicación de esta producción dramática y a subrayar su carácter teatral46; no obstante, la puesta en escena pudo ser total en un teatro47 o reducida, dirigida a una audiencia selecta en la domus del emperador (Ahl, Seneca’s Trojan Women). La conclusión a la que conduce este debate no es otro que el reconocimiento de las tragedias de Séneca como obras teatrales, susceptibles de ser puestas en escena, aunque no dispongamos de evidencias en firme; toda negación impide no sólo la valoración plena del teatro de Séneca, sino un menosprecio de las posibilidades de la escena en época imperial48.
En “Extreme mimesis: spectacle in the Empire” se trata el papel de la tragedia en este ambiente (Duncan 197-200). 45 La única excepción es L. Herrmann. 46 P. Grimal (2-13); L. Braun (43-52); A. Dihle (162-171). 47 W. M. Calder (75-82). 48 El aspecto clave para entender el debate es comprender que en todo momento fue mal planteado al partir del texto y no del espectáculo teatral (Dupont, Les monstres de Sénèque). En esta misma línea se manifiesta O. Musso, quien subra44
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De hecho, la discusión mencionada ha velado el análisis objetivo de algunos aspectos esenciales de esta producción dramática. Por un lado, Séneca prefiere la representación directa a la indirecta; sus escenas, en especial aquellas que desde nuestra óptica suponen un añadido con respecto a sus modelos griegos conocidos, refuerzan la sensación de horror. Pero esa pretendida atrocidad, este horror llevado a la escena, provoca también un manifiesto efecto dramático, cargando de intensidad cada tragedia (Charles-Saget 149-155). Aún más, si el punto de referencia para valorarlo son los trágicos griegos se revela obviamente una notable diferencia; mas, ¿podríamos esperar otro tratamiento de este tipo de escenas, otra concepción teatral, en un autor que habría asistido a escenas como la que describíamos más arriba en la representación del Laureolus? La truculencia de algunas escenas de las tragedias de Séneca cobran auténtico sentido, se entienden e integran perfectamente en el panorama teatral del Alto Imperio. Por otro lado, las pasiones se exponen por medio de monólogos, haciendo surgir así el “retoricismo” de este teatro. Aquí el Séneca retórico y orador político se deja sentir, a la vez que el peso de una época en la que la retórica permeaba poco a poco todos y cada uno de los géneros literarios. Así, no es desacertado apuntar que sus tragedias se convierten en un extensísimo monólogo del héroe, contrapunteado por el resto de los personajes y por la aparición de los coros. Por ello, por el marcado retoricismo de sus parlamentos49, también fue denostado este teatro. Sin embargo, he ahí otra de sus virtudes: el actor tiene a su disposición un campo abierto para su desenvolvimiento, Séneca le brinda un «aria» en la que debe desarrollar y poner a prueba todas sus capacidades. De él depende que la obra llegue con toda su fuerza dramática a los espectadores. El esfuerzo que a ello destina conya la poca solidez de las hipótesis que han tratado de probar la representación efectiva de estas tragedias –argumentos tan endebles como el hallazgo de grafitos muy fragmentarios en Pompeya (Lebek 1-6)–, si bien defiende el carácter representable de las escenas más sangrientas de las tragedias por medio de lo que define como “tragedia mímica”: “[…]: el actor podía recurrir a la ficción, la esencia del teatro, y a la gestualidad para representar los objetos y las escenas más espeluznantes” (25-36). Sería una más de las invenciones de Séneca, aglutinando los argumentos de la tragedia clásica con el arte de los mimos, de tanta popularidad en Roma. 49 “But, if the chronology of Senecan tragedy is uncertain, its rhetoricity is not” (Boyle 15).
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vierte al actor de una tragedia senecana, como en ninguna otra, en un auténtico «actor trágico». El coro en las tragedias de Séneca, por su parte, guarda sintonía con el entorno, participa de la acción teatral, suministra información a los espectadores o apoya (o se enfrenta) al héroe. Asimismo le permite introducir innovaciones, como los famosos dos coros de Agamemnon. Además, en ellos se localiza lo que Nisard calificó como drames de recette (ctd. en Butler 48): a saber, descripción50, declamación y aforismos filosóficos. Su carácter innovador y variado ha focalizado algunas de las críticas que de modo general ha recibido tradicionalmente el teatro de Séneca; esencialmente, esto es debido a dos razones: su comparación con los coros griegos –también muy incomprendidos– y el intento de darles una explicación, de convertirlos en un personaje más de la historia. Al contrario, el coro forma parte del espectáculo teatral; en palabras de Hill podríamos compararlos con el papel de la música en el cine, que arropa y envuelve a los personajes y a las acciones (561-587). Además de este papel “teatral”, el coro cumple funciones de contenido: evoca emociones, desarrolla ideas capitales para el progreso de las acciones; a veces, su intervención es ingenua y produce ironía dramática51; en otras ocasiones resulta más contenido y filosófico. Otro aspecto esencial, dada la ausencia de evidencias sobre su representación, es el de por qué Séneca compuso estas tragedias: ¿ejercicio culto, ensayo filosófico, enseñanza al príncipe, o, incluso, la representación? La pregunta no es gratuita en la medida en que una respuesta u otra permitirá valorar de un modo u otro estas tragedias52. Ahora bien, difícilmente lo sabremos con seguridad. Probablemente las redactó en sus años de destierro, entre En el papel de las descripciones sobresale el “mensajero” o los personajes que cumplen esta función (Garelli-Francois 15-32). 51 El término ha sido ampliamente estudiado por Mariner (ver “La comedia latina a la luz de los redescubrimientos de Menandro” 1-26). Está definido en “La ironía dramática en las tragedias de Séneca” (249-260) como “una serie de recursos escénicos diversamente matizados, pero capaces de reducirse a un denominador común: personajes que actúan de acuerdo con ideas acerca de los hechos que el espectador sabe que son falsas, que no corresponden a la realidad de estos hechos”. 52 Muñoz Valle, “Cronología de las tragedias de Séneca” (316-330); A. Pociña, “Finalidad político-didáctica de las tragedias de Séneca” (279-301). 50
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el invierno de 43-44 d.C. y el año 49 d.C., lapso temporal en el que no se conoce la composición de otras obras. Tal vez quiso que sirvieran para el aprendizaje del joven Nerón, a partir del año 49 d.C. De ser cierto lo primero, quedaría lejos el objetivo didáctico que hace suponer lo segundo. No obstante, se ha indicado la relación que mantienen estos dramas con sus escritos filosóficos sin que necesariamente estén compenetrados. Séneca ofrece en los dramas una imagen del hombre de manera despiadada en un mundo desacralizado: el éxito y la culpa proceden del mismo lugar. Las reflexiones sobre el destino, la fortuna, la ira, el gobierno, el valor, etc. son constantes en estas obras. Séneca ofrece, para ello, toda una galería de personajes, mas no esperemos identificarnos con ellos hasta alcanzar la katharsis, sino más bien gocemos de una observación distante. Es una literatura de «diagnóstico», como la ha calificado M. von Albrecht: “un «estudio» dirigido retóricamente del mal, que todo lo más puede proporcionar indirectamente el conocimiento de que sin la recta ratio y la filosofía práctica conducida por ella no hay salida”. Hay en este hecho otra de las grandes innovaciones de Séneca: “desdivinizó” la tragedia, hace “de sus personajes verdaderos protagonistas y no segundones en hilos de unas divinidades que los movían y contra los que apenas podían rebelarse” (Mariner 341). Cerramos el círculo. Las tragedias de Séneca son auténtico teatro, fruto elevado y culto de una larga tradición grecolatina que nacen más por el interés de su autor que por una auténtica dedicación a un público que necesariamente habría de ser restringido. Y sin embargo el producto obtenido refleja el largo camino seguido hasta su redacción y la época en que se escriben, llegando incluso a la innovación, si, a decir de Musso, reconocemos en ellas ‘tragedias mímicas’ (27) . 5. La tragedia romana de finales del siglo I d.C al VI Las características generales del teatro imperial que hemos trazado con anterioridad se mantienen vigentes hasta el siglo III d.C. La tragedia mantiene su carácter culto; no obstante el gusto del público, reacio a este tipo de representación, éstas se siguen 66
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realizando. Sin ir más lejos, Marcial hace alusión a las múltiples representaciones trágicas y ofrece los títulos de tres obras: Medea, Niobe, Andrómaca53. La lista de los autores trágicos de este periodo es la siguiente: Autor
Obra
Fuente
Curiatius Maternus
Tr.: praet...: Cato, Domitius Tr.: Medea, Thyestes
Tac. Dial. 2-3
Vatinius
Tr.: praet.: Nero
Tac. Dial. 2-3; Tac. Hist. I, 37
Rubrenus Lappa
Tr.: Atreus
Iuv. VII, 72
Paccius
Tr.: Alcithoe
Iuv. VII, 12
Faustus
Tr.: Tereus
Iuv. VII, 12
Bassus
Tr.: Niobe, Andromaca
Mart. V, 53
Scaevus Memor
Tr.: Hercules
Mart. XI, 9
¿Hosidius Geta?
¿Tr.: Medea?54
Tertul. Praesc. heret., 39
Arribamos así a los albores del siglo III d.C. con una producción dramática polarizada entre el mimo, que responde a los gustos generales de un público habituado a los combates y las carreras, y los géneros cultos –la comedia y, sobre todo, la tragedia– mantenedores de una tradición literaria consagrada por la erudición y que, no obstante, se mantendrá viva mientras exista alguna posibilidad de representación, aunque ésta sea esporádica; es decir, mientras una tragedia suba a un escenario, se escribirán muchas otras que jamás lo harán; cuando la tragedia desaparece de los teatros, también desaparece como producción literaria. La nómina de autores conocidos desde el siglo III al VI se reduce al tarraconense Emilio Severiano55. Tal parquedad en las noticias De hecho el teatro es citado con frecuencia en sus epigramas; tres son los espacios públicos que considera de importancia (Epigr. VII, 76; VIII, 79) conuiuia, porticus y theatra. 54 Bardon pone en duda el carácter dramático de esta producción. Indica igualmente la desaparición de menciones de época de los Elio-Antoninos: “Nous n’avons à croire que la production tragique se soit arrêtée; le manque de talents prestigieux explique la profondeur de l’oubli” (217 ). 55 CIL II, 4092 (=Dessau 5276). 53
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acompaña estos siglos finales del Imperio y se corresponde con el declinar paulatino, mas irrefrenable, de la literatura romana. Ahora bien, las representaciones seguían celebrándose, si tenemos presente la noticia de que en el sur de Galia en el siglo V se representaban todavía los mimos de Marulo y se recitaban en escena versos de Horacio56. La irrupción del cristianismo en el panorama ideológico del Imperio y, sobre todo, su posterior triunfo, explica no sólo la desaparición definitiva de los espectáculos teatrales, sino incluso la desaparición de sus textos –que tanto venimos subrayando en estas páginas. El final definitivo queda certificado con la prohibición de las representaciones de mimo dictada en 525 por el emperador Justiniano, a la sazón casado con la mima Teodora. Esta no hacía sino consagrar en la práctica una condena que se venía repitiendo por parte de los autores cristianos, quienes no podían aprobar el tipo de espectáculo que ofrecía el mimo57. Sólo la época Bajo-medieval y el nuevo mundo urbano surgido entonces recuperarán paulatinamente el espectáculo teatral. 6. Apostilla sobre la tragedia en el Medievo y la tragedia neolatina Tras el final de la producción dramática literaria en el Mundo Antiguo, el periodo medieval obliga a alejarse de los conceptos de espectáculo y representación, ya que nuestro objetivo es registrar la presencia de la tragedia en lengua latina. De hecho las escasas producciones que podrían considerarse ‘dramáticas’, como Cena Cypriani, Echasis Captivi, Geta o Aulularia, están al margen del espectáculo que constituye la sociedad medieval por sí misma. Su expresión apunta más a la recitación, a la lectura y no a la representación58. Por otra parte, es preciso tener presente que cambian los conceptos de tragedia y comedia. La tragedia se considera un relato de hechos luctuosos en el que los protagonistas son reyes o príncipes, donde se narra siempre la historia de una caída, de una Como consta en Paulinus, Epigr. 79 (Corp. script. eccles. t. XVI, 506). Ver L. A. García Moreno, “El cristianismo y el final de los Ludi en las Españas” (7-17). Consultar C. Mercado Hernández y E. Sánchez Medina, “Visión isidoriana de los espectáculos públicos”. 58 Ver M. Oldoni, “La ‘scena’ del Medioevo” (489-535). 56 57
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catástrofe; la comedia es un relato que atañe a un hombre vulgar, con un estilo bajo, que concluye como una farsa y normalmente de modo feliz. Es decir, el Medievo rompe toda continuidad con el drama antiguo y el teatro se reinventará nuevamente a partir de los dramas litúrgicos alrededor del escenario por antonomasia del Occidente medieval: la iglesia. Del antiguo teatro sólo quedan los textos que transmiten temas, personajes, títulos, mas no el modo de representación. Esto propicia que los géneros esenciales, comedia y tragedia, se despojen de todos los elementos que les habían caracterizado para quedar restringidos a una escueta definición de su contenido. Ahora bien, desde el siglo X surge un corpus de composiciones literario-musicales que reciben el nombre genérico de dramas eclesiásticos, que en la actualidad se han distinguido como auténticas piezas teatrales. En ellos se encuadran los dramas litúrgicos “que formaron parte del rito como una ceremonia más” y los dramas escolares que son “piezas que, aun pudiendo formar parte del rito, manifiestan que su función no está tanto al servicio del culto como de la creación estética y literaria de obras destinadas a la puesta en escena” (Castro 5). En estas representaciones el carácter pedagógico es obvio y podemos citar a modo de ejemplo Sponsus, donde las doncellas prudentes alcanzan el Cielo, mientras que las Necias son condenadas al Infierno debido a su comportamiento. En lo sucesivo, mientras las lenguas vernáculas se afianzan en lo que debe considerarse como auténtico espectáculo, el teatro redactado en lengua latina se ciñe exclusivamente a los ambientes escolares; es ahí donde se producirá la recuperación de la tragedia por parte de quien es el primer autor conocido en practicar la tragedia neolatina: Albertino Mussato (1261-1329) con Ecerinis, que, en la medida en que desarrolla la figura del tirano, reproduce el programa trágico de Séneca. Debemos considerar como un hecho esporádico en una tragedia neolatina el que su lectura pública –no su representación– en 1314 pueda considerarse el origen de la tragedia política en el teatro europeo. De hecho, al igual que planteábamos el uso de la tragedia entre la aristocracia romana como un método para poner en práctica los recursos aprendidos en la retórica, el papel del teatro neolatino, 69
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tanto la tragedia como la comedia, se circunscribe a un entorno escolar y aúlico. En el primero, el objetivo esencial no es otro que la práctica de la lengua latina y probar ante los padres visitantes la calidad de la educación impartida por la escuela o la universidad; además, por supuesto, los contenidos desarrollados en ellas afianzan la moral y la educación religiosa de los alumnos (Ijsewijn 143). En el segundo, se incluyen las piezas confeccionadas con motivo de algún acontecimiento relevante y ante un público restringido de elevada formación o de elevada categoría, o constituyen la forma habitual en que los centros de enseñanza homenajean a sus visitantes más ilustres. Citaremos a modo de ejemplo la Historia Baetica de Carolus Verardus, realizada con motivo de la conquista de Granada y que se representó en los Ludi Romani. De este trabajo, pero sobre todo de la recuperación y edición impresa de los textos dramáticos latinos, se desprenderá la influencia en la producción europea de los siglos XV y XVI en adelante, donde el papel de las tragedias de Séneca, como decíamos al inicio de este trabajo, es capital hasta el siglo XIX. 7. Educación y patetismo en la tragedia latina La tragedia latina, primero romana y posteriormente neolatina, en tanto que elemento de alta cultura, importado y elitista, hasta cierto punto necesariamente aprendido, mantiene a lo largo de toda su historia una estrecha relación con la educación. Esta se asocia en sus primeras producciones con la propaganda en la medida en que se dirige a todo el público y en su consecución trabaja el patetismo incorporado paulatinamente y depurado de autor en autor. Este proceso culmina pronto, con Pacuvio, alcanzando con él su más alta cota de popularidad –si alguna vez puede aplicarse tal apelativo a una obra trágica. Sin embargo, gana la partida el carácter aristocrático, que profundizando en un pathos barroco se aleja de los gustos del público si bien mantiene su función propagandística en los círculos restringidos de la nobleza romana. En ese ambiente, y fruto de la vitalidad que muestra todavía Roma en el siglo I d.C., aún puede generarse una producción tan rica y trabada como la de Séneca.
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Ahora bien, el carácter escolar que ya se apuntaba desde sus orígenes, aflora definitivamente cuando pasa a ser utilizado como elemento de aprendizaje entre los jóvenes aristócratas, esencialmente con el fin de proceder al aprendizaje retórico, pero también, como quizá es el caso de Séneca, para exponer enseñanzas ético-filosóficas. Es este carácter el que se traslada al Medievo y al Renacimiento, y será sólo entre las paredes de las instituciones educativas donde la tragedia latina volverá a practicarse. Referencias bibliográficas Ahl, F. (trad.). Seneca’s Trojan Women. Ithaca: Cornell University Press, 1986. Albrecht, M. v. Historia de la literatura romana. I “Literatura latina y griega”. Barcelona: Herder, 1997 (=München, New Providence, Paris, 1994). Allen, W. S. “Ovid’s cantare and Cicero’s Cantores Euphorionis”. TAPhA 103 1972. Aristóteles. Poética. J. Alsina (trad.). Barcelona: Bosch, 1994. Boyle, A. J. Tragic Seneca. An essay in theatrical tradition. LondonNew York: Routledge, 1997. Braun, L. “Sind Senecas Tragödien Bühnenstucke oder Rezitationsdramen?”. Res Publica Litterarum, 5 1982. Butler, H. E. Post-Augustan Poetry. Oxford: Oxford University Press, 1909 (reimpr. New York – London, 1977). Calder, W. M. “The size of the chorus in Seneca’s Agamemnon”. Classical Philology, 72 1975. Castro, E. Dramas escolares latinos. Siglos XII y XIII. Madrid: Akal, 2001. Charles-Saget, A. “Sénèque et le théâtre de la cruauté”. Rome et le tragique. Pallas, 49 1998:149-155. Dihle, A. “Seneca und die Aufführungspraxis der römischen Tragödie”. Antike und Abendland, 29 1983. Duncan, A. “Extreme mimesis: spectacle in the Empire” Performance and identity in the Classical World. Cambridge: Cambridge University Press, 2006 Dupont, F. Le Théâtre latin. París: Colin, 1988. ---. Les monstres de Sénèque: Pour une dramaturgie de la tragedie romaine. París: Belin, 1995.
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Juan Francisco Mesa Sanz, La tragedia latina: educación y patetismo
Zwierlein, O. Die Rezitationsdramen Senecas. Meisenheim am Glan: Anton Hain, 1966. ---. Senecae tragoediae. Oxford: Clarendon Press, 1986. Anexo 1. Nota: De los autores conocidos sólo se conserva un doce por ciento de ellos; y de las obras conocidas apenas un nueve por ciento de ellas se conserva. La anterior estadística es dada a partir de la referencia a autores y obras dramáticos que se mencionan en Bardon, Henry. La littérature Latine inconnue. I: L’époque republicaine. París: Klincksieck, 1952; II: L’époque impériale, París, 1956. El Alcestis Barcininonensis, descubierto en la última década del siglo XX en un papiro del siglo IV d.C. ha sido incluso representado en 1999 en Florencia (ver Musso, O. “El teatro romano Imperial y su puesta en escena”. El teatro romano. La puesta en escena. Dirs. Rodà, I.y O. Musso. Zaragoza–Barcelona: Ayuntamiento de Zaragoza, 2003, 25-33; y Burlando, A. “L’Alcesti di Barcellona a teatro” Orpheus. Revista de umanitá Classica e Cristiana. XXI 2000: 17-25).
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LA FIGURA DEL VENGADOR EN LA TRAGEDIA ISABELINA1 Amalia Iriarte Núñez
Con el movimiento teatral que se desarrolla entre 1560 y 1640
resurge la tragedia, desaparecida desde la muerte de Sófocles y Eurípides en 406 a. C. Así lo vaticina Aristófanes en Las Ranas (405 a. C), comedia cuyo hilo argumental es el descenso de Dionisos al Hades en busca de uno de los tres poetas trágicos muertos. El dios emprende tan azaroso viaje pues, no existiendo ya en Atenas un poeta capaz de componer una tragedia que honre sus fiestas, es forzoso ir a traerlo de ultratumba: Dionisos. –Necesito un buen poeta. Pues unos ya no existen y los otros son malos. […] no son más que hojarasca y garrulería […], peste del arte, que se agotan en un santiamén, en cuanto logran un solo coro, para una vez que han hecho pis en la tragedia. Por más que busques, ya no encontrarás un poeta de raza, que diga una palabra noble. (364)
Además de un juicio contundente, esta comedia presagia un hecho que se cumplirá fatalmente: al morir Sófocles y Eurípides Atenas se queda sin trágicos; más aún: con ellos la tragedia también desciende al Hades, donde permanecerá por muchos siglos. En efecto, desde entonces y hasta el siglo XVI, la palabra “tragedia” designa, según Dante en su carta al Can Grande de la Scala, una composición poética que “al principio es agradable y tranquila, pero al final, en el desenlace, resulta triste y horrible” El presente ensayo se basará en las siguientes obras: La tragedia española (15821592) de Thomas Kyd; El judío de Malta (1590) de Christopher Marlowe; Tito Andrónico (1590) y Hamlet (1600) de Shakespeare; La tragedia del vengador (1607) de Cyril Tourneur y La duquesa de Malfi (1613) de John Webster. De todas ellas existe traducción al castellano. Las referencias bibliográficas se darán en la lista de obras citadas. 1
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(815), o según Chaucer en el “Prólogo al cuento del monje” (231), cierta clase de relato sobre quien gozaba de prosperidad y cayó de sus alturas a la miseria. Apoyándose en estas dos aproximaciones, George Steiner ejemplifica cómo, por largo tiempo, se disocia el sentido de lo trágico del ámbito del teatro (15-16); y fue así hasta que “el desarrollo del teatro inglés en el período Tudor y su triunfo en la época isabelina devolvió a la noción de tragedia el sentido de la representación teatral” (17). Es, pues, en el Londres de Isabel Tudor (1558-1603) donde la tragedia regresa al escenario y recupera su significado primordial: la teatralidad. Además, retorna como tragedia de venganza (revenge tragedy), nombre acuñado por los ingleses del período para designar la estructura dramática de mayor popularidad en su momento, una de las creaciones más originales de la dramaturgia isabelina, el género que la jalona, y el espacio en el que se gestan sus caracteres y técnicas escénicas más representativas y peculiares. Tragedia y venganza En la Orestíada de Esquilo, y en los momentos culminantes de la tragedia antigua, tales como Medea y Hécuba de Eurípides, o el Tiestes de Séneca, encontramos ya el vengador como protagonista. Y es que esta figura, esté o no en escena, ya sea Krimilda en el cantar de gesta o Edmundo Dantés en la novela de aventuras, es trágica y teatral. La dramaturgia que conocemos como isabelina se inicia, precisamente, con una sangrienta tragedia de venganza: Gorboduc o La tragedia de Ferrex y Porrex, obra de Thomas Norton y Thomas Sackville. La isabelina es una modalidad de tragedia que desborda los preceptos de las poéticas neoclásicas, tanto por su estructura, en la que no existen unidades de espacio, tiempo y acción, como por sus fábulas, personajes y desarrollo, en los que se mezclan lo solemne, lo ridículo, lo aristocrático, lo popular y lo prosaico. Pero es auténticamente trágica en el sentido esencial del género, que además de una forma teatral, es una manera de ver la relación del hombre con el mundo. El coro de la Antígona de Sófocles expresa esa relación en estos términos: “lo dispuesto por el destino es una 76
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terrible fuerza. Ni la felicidad, ni Ares, ni las fortalezas, ni las negras naves azotadas por el mar podrían rehuirla” (v. v. 950-955). El eje de esta visión de mundo, que recobra sentido en Occidente a partir del Renacimiento, es la certeza de que la razón, la voluntad y el libre albedrío humanos chocan con fuerzas que no controlan porque, además, no comprenden. Así, Antonio Sebastiano Minturno en su Arte Poética, publicada en 1563, reflexiona sobre “la inseguridad del ser humano, en el fallo de sus armas intelectuales ante la prepotencia de las fuerzas contrarias” y sobre “la constante amenaza que se cierne sobre todo lo que es elevado y feliz y la posibilidad del error que incluso a los grandes precipita en la desgracia”, en lo que se vislumbran “las fuentes del acontecer trágico” (Lesky 24). Y en palabras de Goethe, pronunciadas en 1824 y citadas por Albin Lesky, “todo lo trágico se basa en un contraste que no permite salida alguna. Tan pronto como la salida aparece o se hace posible, lo trágico se esfuma” (cit. en Lesky 24 ). George Steiner, en La muerte de la tragedia (1961), destaca también el carácter irreparable e inexplicable del acontecer trágico: los poetas trágicos griegos aseveran que las fuerzas que modelan o destruyen nuestras vidas se encuentran fuera del alcance de la razón o de la justicia. Peor aún: hay en torno nuestro energías demoníacas que hacen presa del alma y la enloquecen, o que envenenan nuestra voluntad de modo tal que infligimos daños irreparables a quienes amamos, así como a nosotros mismos. (11-12)
Para A. J. Festugière en La esencia de la tragedia griega, obra de 1968, la tragedia tiene dos elementos constitutivos esenciales: por un lado, las catástrofes humanas, que son constantes, en todo tiempo y en todo país. Por otro, el sentimiento de que estas catástrofes se deben a potencias sobrenaturales que se esconden en el misterio, cuyas decisiones nos son ininteligibles, hasta el punto de que el miserable insecto humano se siente aplastado bajo el peso de una Fatalidad despiadada de la que intenta en vano alcanzar el sentido. Si se suprime uno de estos dos factores, ya no existe verdadera tragedia. (15)
Al referirse específicamente a la dramaturgia inglesa del Renacimiento, Robert N. Watson coincide con las aproximaciones 77
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citadas: “English Renaissance tragedy repeatedly portrays the struggle of a remarkable individual against implacable, impersonal forces” (304)2. En los escenarios ingleses la venganza es esa fuerza que modela y destruye vidas, que dirige la voluntad pero escapa a la razón y a las leyes de la justicia; que deja desolación a su paso y no se detiene hasta haber arrasado con todo su entorno, como lo vemos en las escenas finales de estos dramas y lo escuchamos de boca de algún sobreviviente de la catástrofe. Así, como afirma Salgâdo, Horacio, en su último parlamento en Hamlet, nos da una apretada y certera síntesis de la acción violenta y fatal, no de una obra, sino de todo un género: la tragedia de venganza (11): Horacio. –[...] Permitid que cuente al mundo […] todo cuanto sucedió. De este modo sabréis de actos lascivos, sangrientos e inhumanos, castigos fortuitos, muertes casuales y otras que se deben a engaños y artificios; y, por último, de intrigas malogradas vueltas contra sus autores […]. (Hamlet V, 2, 211)
Teatro y venganza Desde la estirpe de los Atridas, pasando por Hécuba y Medea para llegar a Hamlet, el vengador es un ser marginado y solitario, que monologa, miente, se esconde tras una máscara, juega a ser otro, urde maquinaciones secretas, dirige a otros para que, sin saberlo, actúen en sus proyectos violentos, incluso pone en escena tragedias de venganza para, en ellas, llevar a cabo su represalia. Entre 1560 y el cierre de los teatros de Londres en 1642, los dramaturgos ingleses rescataron y acrecentaron en sus vengadores esos rasgos histriónicos y metateatrales, y lo que al respecto anota Peter Hyland, a propósito de Shakespeare, puede aplicarse a la tragedia de venganza en su conjunto: Many of his plays have self-reflexive passages in which their subject-matter becomes the workings of theatre itself. There are plays-within-plays and masques-within-plays; identities are “Repetidas veces la tragedia inglesa del renacimiento representa la lucha de un individuo insigne contra fuerzas impersonales e implacables”. (Todas las traducciones son mías.) 2
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mistaken or exchanged through disguisings and cross-dressing; there are moments when a character steps outside the theatrical illusion, through soliloquy or asides, or even direct addresses to the audience; there are speeches that explore acting as an analogy of life. This kind of self-awareness in plays has come to be known as ‘metadrama’. (121)3
Así, el vengador es un personaje de naturaleza teatral que, además, es consciente de ella: se sabe en escena; es libretista, actor y director, y esto no simplemente por analogía, pues se sabe actor de teatro, se propone montar obras teatrales porque conoce el alcance y el poder de sus dotes histriónicas y disfruta de ellas. Si el aparte, el monólogo, el disfraz, la relación directa con el público, el uso de léxico técnico del teatro para referirse a la vida y al mundo, y el teatro dentro del teatro son tan propios de la dramaturgia isabelina, es a causa de la constante presencia de todas estas herramientas en la tragedia de venganza, pues el acto de vengar es, también, de naturaleza teatral. La venganza de los isabelinos Con escasas excepciones, entre las que se destacan Gorboduc, cuya fuente principal es la Historia de los reyes de Britania de Geoffrey de Monmouth, y Hamlet, inspirada en la Historia Danica de Saxo Grammaticus, los dramas ingleses de venganza suelen desarrollarse en ámbitos mediterráneos, preferiblemente en la Italia del siglo XVI que, según la peculiar imagen que se plasma en los escenarios londinenses, “deriving from popular English misconceptions about Italy” (Salgâdo 17)4, es una explosiva mezcla de papismo, lujo, maquiavelismo, histrionismo, corrupción, vicio, perversión, refinada crueldad, extraordinaria capacidad para el odio, la intriga, la traición, el conocimiento del veneno y todo tipo de formas de tortura y asesinato. En consecuencia, la violen“Muchos de sus dramas contienen pasajes auto-reflexivos, cuyo tema es el trabajo teatral mismo. Hay teatro dentro del teatro, mascaradas dentro del teatro; las identidades se confunden y se trastocan mediante el disfraz y el intercambio de vestuario; hay momentos en los que un personaje se sale de la ilusión teatral, a través de soliloquios o apartes o, incluso, de apelaciones directas al público; hay discursos que indagan acerca de la actuación como una analogía de la vida. A esta clase de auto-conciencia en los dramas se la conoce como ‘metadrama’ “. 4 “Derivada de los erróneos conceptos populares de los ingleses sobre Italia”. 3
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cia en escena será no sólo un rasgo original, sino un recurso obligatorio de estos dramas, llamados también “tragedies of blood”. En efecto, con excepción de Gorboduc, que se ajusta a los preceptos de la tragedia clásica, cuya violencia jamás se hará visible al espectador, todo tipo de asesinatos y mutilaciones se presenta directamente y sin tapujos en el escenario. Uno de los ejemplos más escalofriantes de ello es Tito Andrónico. Gâmini Salgâdo propone esta estructura básica para la tragedia de venganza, inspirada en la tendencia del texto senequista a organizarse en cinco actos: 1) Exposición, en la que un fantasma expone hechos que requieren venganza, o el suceso que será su móvil. 2) Anticipación o gestación de un plan de venganza. 3) Confrontación del vengador con su víctima y surgimiento de obstáculos y contra ataques. 4) Ejecución parcial del plan vengador, su temporal fracaso y aplazamiento. 5) Consumación, acto en el que sucumben, junto con el vengador y su víctima, aquellos que casualmente se habían acercado al conflicto. Así, es la venganza el hecho que organiza la trama (17). Pero también es determinante en la construcción del protagonista. Por ello, uno de los grandes aportes de estas tragedias consiste en la complejísima gama de vengadores que pone en escena, desde el profundo y enigmático príncipe Hamlet, hasta ese heredero del drama alegórico medieval que es Vindice, héroe de La tragedia del vengador. “Most Shakespearean and Jacobean tragedies contain at least one character seeking revenge”5, afirma Rex Gibson en su definición de “revenge tragedy” (127). A pesar de que los protagonistas de los dramas que aquí se estudian -Barrabás, Jerónimo y Bel-Imperia, Tamora y Tito Andrónico, Hamlet, Vindice, Bosola y De Flores- comparten los rasgos y comportamientos distintivos del vengador, en cada uno de ellos hay un ser humano peculiar e irrepetible, reconocible en su individualidad. Lo que les es común, además de haber padecido una grave ofensa por la cual la justicia no responde, es que están en posición de vulnerabilidad y soledad; que en compensación desarrollan una crueldad desmedida y una astucia inusitada; que traman ardides para cuya ejecución recurren a la máscara, ocul“La mayoría de las tragedias shakespeareanas y jacobinas incluyen al menos un personaje que busca la venganza”. 5
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tos tras la cual logran atrapar aliados efímeros y que, finalmente, ven seriamente afectada su estabilidad mental y emocional. Lo peculiar será su manera de evidenciar lo común, de asumir su soledad y debilidad, el tipo de máscara que emplea y las relaciones que a través de ella establece; el proyecto que imagina y la afección que padece su personalidad. Nuevos rumbos Gorboduc o La tragedia de Ferrex y Porrex, obra de Thomas Norton y Thomas Sackville, la primera tragedia inglesa, es un drama de estructura neoclásica, dividido en cinco actos, cuyo núcleo es un acto de venganza: Videna, enardecida por el reparto del reino en el que su primogénito, el príncipe Ferrex, hereda una fracción igual a la de Porrex, su hijo menor, y luego enloquecida de rabia por el asesinato del primero a manos del segundón, expresa en un enfático monólogo, precedido por una pantomima representada por tres furias salpicadas de sangre, sus emociones desbordadas y su intenciones sangrientas: “this hand shall take revenge on thee”6. En los versos finales de su discurso dirige a Porrex estas preguntas retóricas: But canst thou hope to scape my just revenge? Or that these hands will not be wroke on thee? Dost thou not know that Ferrex’ mother lives […] And doth she live, and is not venged on thee? (Norton IV, 1, 146)7
A pesar de que aparece sólo en dos escenas (I, 1 y IV, 1), Videna es quien da el carácter de tragedia de venganza a esta obra. Siguiendo todavía muy de cerca los textos de Séneca, en Gorboduc se omite la representación del acto sangriento, que será narrado por un testigo. No vemos a Videna en acción, pero la conocemos por sus hiperbólicas expresiones de rencor y sus propósitos homicidas. Sus palabras impregnadas de furor delirante y lo que se narra sobre la ejecución de su revancha es todo lo que tenemos de Videna; no hay en ella, como sí lo habrá más adelante en los “Esta mano tomará venganza en ti”. “¿Pero puedes esperar que escaparás a mi justa venganza? / ¿O que estas manos no serán vengadas en ti? / ¿Es que no sabes que la madre de Ferrex vive […] / Y que ella puede vivir sin vengarse de ti?” 6 7
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vengadores, disimulo ni prudencia; no urde intrigas, no tiene cómplices: en esta reina sólo hay el odio y la desmesura, y la fuerza que emana de ellos. Vemos, pues, en Videna, una pasión cuyo poderío absorbe y acapara al personaje. Pero la dinámica del teatro inglés hará que pronto los preceptos horacianos, aún vigentes en Gorboduc, desaparezcan, y que figuras de una sola cara, como Videna, cedan el paso al vengador histrión, al personaje que se enmascara para, a pesar su marginalidad y su vulnerabilidad, de la soledad en la que lo sume el imperativo de la venganza, poder atacar y destruir a su contendor, siempre mucho más fuerte y poderoso que él. Un ejemplo de ello es Barrabás, el protagonista de El judío de Malta, obra de Christopher Marlowe, y cuya huella se reconoce en todos los vengadores de la tragedia isabelina. Aunque el gobernador de Malta ha herido gravemente su dignidad, Barrabás impregna la escena de un ambiente carnavalesco y un tono anti-heroico. Su humor macabro le permite divertirse con sus travesuras diabólicas, como envenenar a todo un convento de monjas (IV, 1). Sus procedimientos de venganza, sus disfraces -de músico francés, por ejemplo-, sus muertes -una fingida y la otra ahogado grotescamente entre un caldero-, hasta los objetos que manipula en escena -bolsas con monedas, un laúd, flores envenenadas, pero no calaveras ni armas- y, en general, sus actos y palabras que oscilan entre lo risible y lo horripilante, hacen de Barrabás una figura ambigua y problemática. En la base del clima farsesco de la venganza de Barrabás hay un saberse superior a todos los personajes, como lo demuestra en sus continuas victorias sobre ellos, un desprecio por sus contendores que los hace risibles. El objetivo inicial de su venganza es el gobernador de Malta, pero los hechos obligan a dispersar la atención de Barrabás hacia curas y monjas, su hija y sus dos pretendientes, su esclavo, una prostituta y, finalmente, toda la ciudad de Malta, incluidos quienes la cercan, los turcos. Con todos se alía, a todos los enfrenta unos contra otros, a todos los traiciona y a muchos logra eliminarlos. Esta diversificación lo obliga a improvisar, a actuar sobre la marcha. Y todo le sale bien, con excepción de la última y más ambiciosa de sus tretas: entregar Malta a los turcos y luego éstos a los malteses.
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Puesto que maneja extremos absurdos de violencia y se divierte con los horrores que propicia, se aproxima al malvado paradigmático. No por eso pierde sus rasgos individuales: a Barrabás el agravio no lo sume en la melancolía; él no sufre, no vacila, no se angustia. No lo afecta emocionalmente ni siquiera envenenar a su hija y quedarse solo: él es un solitario, no tiene cómplices sino instrumentos que desecha cuando no le son útiles. Pero, ante todo, Barrabás es un hombre de teatro: induce a los demás, a Abigail, Matías, Ludovico y los dos frailes, a hacer lo que él decide; indica a los otros cómo y qué hacer, pero no suele involucrarse en los hechos. En efecto, de las decenas de muertes que causa, él no mata personalmente sino al fraile Bernardino. Usa constantemente el aparte, mostrando así sus dos caras en contraste risible. Está tan bien enmascarado que todos confían en él, y él no confía en nadie. Sólo al final, ya moribundo, se da a conocer: Barrabás. -[…] Sabed, gobernador, que fui yo Quien mató a vuestro hijo; fui yo quien urdió El enredo que los llevó a enfrentarse. Y vos, Calymath, yo maquiné vuestra ruina. De haber salido bien mis artimañas, Habría acabado con todos vosotros […]. (V, 5, v.v. 79-84)
Tito Andrónico: venganzas en serie Si “el arte dramático es, en general, un arte de extremos” (Bentley 225), esto podrían ilustrarlo El judío de Malta, de cuya contextura dice T. S. Eliot: “I say farce, but with the enfeebled humour of our times the word is a misnomer; it is the farce of the old English humour, the terrible serious, even savage comic humour” (6364)8, y Tito Andrónico, obra que alberga figuras eminentemente trágicas, como Tito y Lavinia, al lado de personajes absurda y risiblemente perversos como Aarón, la reina Tamora y sus hijos Demetrio y Chirón. Tamora, la vencida reina de los godos, suplica en vano al vencedor Tito Andrónico que su primogénito no sea inmolado. Esta 8 “Yo digo farsa, pero en el debilitado humor de nuestro tiempo la palabra es un nombre inapropiado; es la farsa del viejo humor inglés, el terriblemente serio, incluso salvaje cómico humor”.
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muerte activa un mecanismo siniestro: el joven godo será vengado por sus hermanos con la violación y mutilación de la hija de Tito; éste, a su vez, debe vengar a la joven sacrificando a los hijos de Tamora, como lo fueron los vástagos de Tiestes, en un banquete en el que se los da a comer a la madre. Consumada esta acción macabra, Tito mata a Lavinia, su hija deshonrada y luego a Tamora; aterrado, el emperador mata a Tito y el único sobreviviente de los hijos de Tito mata al emperador. Y eso no es todo, pues en la obra hay varios actos más de venganza, que no se registran pues los señalados son los que constituyen el entramado peculiar de esta tragedia. Hay aquí dos fuerzas vengadoras en choque: una la constituye el bando de la reina Tamora -convertida en emperatriz de Roma por causa del despecho del emperador, rechazado por la hija de Tito- apoyada por el moro Aarón, su amante, y por sus dos hijos. La otra la constituye Tito quien, como vengador, actúa en el desamparo y la soledad. Las dotes teatrales son el arma de la reina Tamora, y echa mano de ellas en el momento mismo en el que adquiere poder en el mundo enemigo. Pero la reina de los godos no sólo finge, urde trampas mortales, miente, se hace pasar por amiga de sus adversarios, sino que pone en escena un drama protagonizado por los personajes alegóricos de Venganza, Asesinato y Violación, para obligar a Tito a entregarle al único sobreviviente de sus hijos, Lucio Andrónico, quien dirige una rebelión contra Tamora, la emperatriz advenediza y el corrupto emperador Saturnino. Tito, que a lo largo la obra lo ha ido perdiendo todo, enloquece, pero también se hace el loco, simula caer en las trampas que le tiende Tamora: Tamora. -[…] en este extraño y singular traje quiero presentarme a Andrónico y decirle que soy la Venganza, enviada desde el fondo del abismo para unirme a él y vengar sus crueles ultrajes […]. (V, 2)
Tito finge acoger como su aliada a Venganza, y no sólo a ella, sino a los dos hijos de Tamora, disfrazados de Violación y Asesinato. Confiada en la efectividad de su puesta en escena, la poderosa reina de los godos, ahora emperatriz de Roma, no capta la ficción de Tito. Por eso, recomienda a sus cómplices: 84
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Tamora. -[…] Cualquier invención que yo forje para alimentar la fantasía de su cerebro enfermo, apoyadla […] porque no me cabe duda: me toma firmemente por Venganza […]. (V, 2)
En contraste, y en un aparte, Tito nos informa: Los conozco bien, aunque me suponen loco. Yo cogeré en su propia perfidia a este par de perros malditos del infierno y a su madre. (V, 2)
Es decir, el complicado entramado de venganzas se concentra, en esta obra, en un choque violento de proyectos histriónicos en el que resultan muertos todos los involucrados. Vindice y Bosola: ultrajados por los poderosos Si Tito y Barrabás deben enfrentar a sus enemigos desde la soledad, inermes y desvalidos, a Vindice y Bosola, vengadores de La tragedia del vengador y La duquesa de Malfi respectivamente, se suma que tendrán que hacerlo, además, desde la servidumbre. En efecto, los dos pertenecen a un sector social casi lacayuno y deben obediencia a sus enemigos. En consecuencia, saben que para ellos no habrá justicia; peor aún: que se los obligará a cometer atropellos más atroces que los que han sufrido en carne propia, o a ser cómplices de ellos. Esta situación será el mayor reto para la inteligencia y la audacia de estos dos individuos, y el ámbito para los más truculentos actos de venganza. A pesar de su nombre emblemático, Vindice es una figura llena de matices, a diferencia de cuatro de sus adversarios, Lussurioso, Spurio, Ambitioso, Supervacuo, cuyo carácter se reduce, como en los dramas alegóricos, a aquella condición que designa su nombre. Además, y a pesar de pertenecer al estrato más bajo de la nobleza, es notoria su inmensa superioridad intelectual sobre todos los personajes de la obra (Dietz 246). El poderoso duque, un anciano a quien Vindice califica de “libertino regio” y “adulterio de cabellos grises” (I, 1), asesinó a su novia, crimen que hizo de él un ser melancólico, inconforme, amargo y resentido, sensible, además, a todo lo que sucede en su entorno, del cual es un crítico feroz, una especie de ángel exterminador cuya misión, más allá de vengar a su amada muerta, 85
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es la de castigar a los corruptos. Entra a escena grave y solemne, portando en sus manos una calavera, “antaño el rostro luminoso de mi prometida” (I, 1). Ante él desfila toda la corte ducal “como una Danza de la Muerte medieval” (Dietz 243), que va siendo presentada, enjuiciada y condenada, más aún, sentenciada, por el vengador. Acto seguido empiezan a enredarse agravios y venganzas hasta el consabido exterminio de todo el reparto. A pesar de que estamos ante un acontecer ya para 1607 habitual en la tragedia de venganza, Vindice, personaje cauteloso, reflexivo, de muchos monólogos, excelente actor así le produzca asco el papel de rufián que deberá representar, le dará a los hechos su peculiaridad y su interés. La venganza, que ha llegado a ser el único objetivo en su vida, lejos de ser un improvisado acto de furor, es largamente fermentada. El espacio en el que se mueve Vindice no podría ser más idóneo para un inquisidor implacable como él: una refinada y licenciosa corte ducal italiana, que naufraga en el vicio, el odio y la intriga y donde, como el pan de cada día, circula todo tipo de veneno. Utilizando la intrincada maraña de corruptelas, rivalidades, odios, revanchas y adulterios que es la familia del duque, y con las piezas que ella misma le suministra, construirá Vindice una maquinaria para destruirla. En ese ámbito no será extraña la presencia de un depravado más. Es ese el papel que asumirá el severo e incorrupto Vindice, el de “un alcahuete de baja estofa” (I, 1), que bajo el disfraz de Piato se pone al servicio de Lussurioso, primogénito del duque. Su misión inicial será corromper a su propia hermana. Será, también, su primer montaje teatral. Aunque la joven no se deja seducir, la tarea le da a Vindice un motivo más para descargar sobre el duque y sus hijos toda su violencia. Sin embargo, no será fácil. Vindice tiene que enfrentar retos como aparentar esforzarse en poner en peligro la honra de su propia familia; ofrecerse a asesinar a Piato, es decir, asesinarse a sí mismo, y en presencia de Lussurioso; inculpar a Piato de sus propios crímenes, como el asesinato del duque, y suministrar las pruebas. En términos generales, Vindice azuza los odios que carcomen a los siete miembros de la familia ducal y enlaza los hilos de la red de mutuas venganzas en la que todos sucumbirán. 86
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Sin embargo, el más espectacular de todos los montajes teatrales que nos brinda Vindice es la muerte de su más odiado enemigo y la consumación de su venganza: tras su máscara de eficaz alcahuete, organiza para el duque el encuentro con una bella dama (III, 5). Con la calavera de su amada en la mano, como en la escena inicial, explica el proyecto a Hipólito, su único confidente: Vindice. -[…] No he preparado todo esto sólo por el espectáculo y una puesta en escena inútil; no, jugará un papel en su propia venganza. Esta misma calavera, a cuya dueña el duque envenenó, con esta droga, la mortal maldición de la tierra, se verá vengada de manera parecida y besará sus labios hasta infundirle la [muerte. Hipólito. -Hermano, aplaudo tu constancia vengadora, La exquisitez de tu malicia […].
En efecto, al besar a su nueva amante, un cadáver hábilmente disimulado tras lujosos ropajes cortesanos, el duque se impregna del tósigo mortal. Vindice se da a conocer al viejo agonizante, le indica de quién es el cráneo que ha besado y le advierte que muy cerca hay otro encuentro galante: el de la duquesa con el hijo bastardo del duque. “Eres un cornudo reputado y engreído” le dice Vindice, y le aclara: “Tu bastardo cabalga a la caza de tu frente”. En la descripción de sus proyectos, Vindice emplea términos propios del teatro, lo que no es gratuito: él es no sólo un actor que representa el papel de Piato y, simultáneamente, de enemigo de Piato; es un hombre de teatro integral, capacitado para encargarse, con gran profesionalismo, de la realización de diversos tipos de montajes. Así, cierra su ciclo de venganzas con una mascarada que presenta a la corte durante el banquete de toma de posesión del nuevo duque, y del que pocos saldrán con vida: Vindice. -[…] Los vestidos de la mascarada se están haciendo […]. Hemos de tomar el patrón de todos esos vestidos, el color, el aderezo, el estilo incluso hasta el más mínimo detalle. Entonces, entrando los primeros, guardando la auténtica [compostura en el marco de un compás o dos habremos de encontrar el [momento 87
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para sacar sin que se note nuestras espadas lindamente, y cuando crean que su goce es dulce y bueno, en mitad de sus alegrías habrán de suspirar sangre. (V, 2)
Como para Vindice la venganza no es completa si no reclama para sí su autoría, confesará a voz en cuello que asesinó al duque. Y para su sorpresa -y la nuestra- el nuevo duque, un honesto anciano llamado Antonio, condena a muerte al vengador y a su único cómplice, su hermano Hipólito. Se cumple, en esta forma, la norma de la tragedia de venganza isabelina: habrá muy pocos sobrevivientes, sólo los necesarios para clausurar la representación, pidiendo que se limpie el escenario de “estos cuerpos trágicos”. Daniel de Bosola, el vengador de La duquesa de Malfi, también es un hombre amargo. Aun antes de que aparezca en escena, ya se lo presenta como “hiel de la corte” (I, 1). Es un resentido, melancólico, que siente su dignidad sistemáticamente ofendida por los grandes, el duque de Calabria y su hermano, un poderoso cardenal, a quienes no tiene más remedio que servir en los más siniestros oficios, a quienes exige en vano el pago por sus fechorías y quienes, en recompensa, han permitido que lo reduzcan a la condición de galeote (I, 2). Se le asigna el papel de sicario, y no lo rechaza porque, según lo expresa frecuentemente, conoce bien y desprecia profundamente a la humanidad. Es un hábil manipulador y un excelente actor, capaz de despertar en sus víctimas los sentimientos que convengan a sus planes; logra así que le confíen sus secretos. No es fiel a nadie: detesta a sus amos y termina aniquilándolos. Pero es en su relación con sus víctimas, donde se da a conocer la compleja personalidad de Bosola: por encargo del duque y el cardenal debe espiar a la duquesa y a Antonio, su amor clandestino. Una vez conquistada la confianza de la pareja y en conocimiento de sus secretos, los delata. Entonces recibe la orden de ejercer sobre la mujer una serie de torturas sicológicas que deben concluir con su muerte y la de sus hijos. Todo este macabro proyecto lo lleva a cabo Bosola con la eficacia y el talento que lo caracterizan. Sin embargo, la bondad e ingenuidad de la duquesa, su entereza frente a los horrores que la obligan a presenciar y la valentía con la que acepta su muerte, quiebran la firmeza de Bosola, poniendo en evidencia rincones ocultos de su personalidad. 88
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Ya en el acto III este ser perverso e implacable había empezado a sentir un creciente descontento con la tarea que le asignaron. En el IV, los excesos de violencia del duque Fernando y la dignidad de la duquesa ante el infortunio lo llevan a arrepentirse y a cambiar de bando, proceso que convierte a Bosola en vengador y en el verdugo de sus amos. En la escena final de la obra, como en una legítima tragedia de venganza, hay tendidos sobre el escenario cinco cadáveres: el duque Fernando, su hermano el cardenal, su concubina Julia, Antonio, muerto “por una equivocación como las que he visto muchas veces en el teatro” (V, 5), dice Bosola, y un criado. Cuando Rodrigo, uno de los pocos sobrevivientes del drama, pregunta qué ha ocurrido, le responde el vengador moribundo: Bosola. -Venganza por la duquesa de Malfi, asesinada por sus hermanos […]; por Antonio, muerto por esta mano; por la impúdica Julia, envenenada por este hombre (el cardenal); y, en último término, por mí, que he sido actor principal en todo ello, muy en contra de mi buen natural, para verme luego menospreciado. (V, 5)
En esta tragedia, el vengador es el mismo personaje que ha cometido los crímenes que debe vengar, una figura que muere por reivindicar a sus propias víctimas, un hombre capaz de montar ante una madre encarcelada y solitaria, la pantomima del asesinato de sus hijos y su esposo, y que termina luchando hasta el sacrificio personal contra los gestores de tan escalofriantes fechorías. Daniel de Bosola exclama ya agonizante: “¡Mundo sombrío! ¡En qué oscuridad, en qué hoyo profundo de tinieblas vive la humanidad medrosa!” (V, 5). No podría hablar en otros términos quien se hizo instrumento del crimen y quien luego se encargó de castigarlo. Y en esta forma, la ley de la venganza va llenando los teatros de Londres de insólitas figuras y tramas intrincadas hasta bordear el caos. Pero también hay espacio para personajes y mundos que trascienden lo que amenazaba con volverse rutinario. Más allá de la venganza: Jerónimo y Hamlet La tragedia española se califica comúnmente como la fuente misma de la tragedia de venganza. Esta obra, de gran complejidad escé89
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nica, es un caso extremo de metateatro: el fantasma de Andrea y la figura alegórica de Venganza contemplan una obra de teatro en la que Andrea ve cómo será vengada su muerte, hecho que llevará a cabo Jerónimo, el padre de su mejor amigo, Horacio, también asesinado por poderosos cortesanos. Al viejo Jerónimo el dolor por el asesinato de su hijo y el deber de vengarlo lo desconcierta; sus frecuentes monólogos dan testimonio de una grave crisis emocional, de que pierde el rumbo constantemente, que duda entre el suicidio, el escándalo, la violencia o la inacción; que busca estímulos para llevar a efecto su venganza, que duda de su única aliada, la princesa Bel-Imperia y necesita someter a prueba la información que ésta le da sobre la muerte de Horacio. Finalmente, cuando confirma la lealtad de su aliada, tan ultrajada y adolorida como él, elige la forma de su venganza: el muy completo montaje de una tragedia que él mismo dice haber escrito en su juventud, Solimán y Perseda, que será protagonizada por víctimas y victimarios, para divertir a la corte española. Como “La ratonera” en Hamlet, esta obra interna escenifica un hecho análogo al que ha sucedido en la obra externa: Erasto ama a Perseda. Solimán, un poderoso turco, se enamora de la novia. Como ésta lo rechaza, el turco, apoyándose en un cómplice, asesina a Erasto. Perseda, en venganza, mata a Solimán y se suicida. Pero la masacre en este espectáculo no es teatral: los puñales y la sangre no son de utilería; los que se derrumban agonizantes sobre el tablado no son sólo los personajes, sino también los actores. El viejo Jerónimo interrumpe los elogiosos comentarios de los espectadores con la noticia de que lo que han presenciado no es ficción teatral, exhibe ante ellos el cadáver de Horacio, mata luego al duque de Castilla, padre de Lorenzo, uno de los asesinos de su hijo y se suicida. Quedan, pues, tendidos en escena seis cadáveres y dos ancianos desolados, el Rey de España, que llora la muerte de su hermano el duque, y el virrey de Portugal la de su hijo Baltasar, otro de los verdugos de Horacio. Jerónimo no es, no puede ser, un hombre de acción; las dudas lo paralizan; el asesinato de su hijo y el suicidio de su esposa han menoscabado su aliento vital hasta sumirlo en la inercia; el dolor 90
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le ha revelado facetas desconocidas de su mundo con las que no será capaz de convivir. Y sin embargo Jerónimo, uno de los más vulnerables y menesterosos de los vengadores del drama isabelino, absolutamente indefenso, quebrantado por la aflicción y visto por todos como un pobre viejo loco inofensivo, hace del teatro un arma letal. Y con ella aniquila a sus enemigos, pero también se destruye. En parte por lo aquí señalado se ha visto en él un pariente cercano del príncipe Hamlet. En la serie de personajes que ha creado la tragedia de venganza, Hamlet aparece como el más problemático. El que es y no es vengador, el irreductible a la labor de la venganza. Tiene la mayoría de los rasgos que les son comunes a los protagonistas de las obras analizadas, pero es diferente de todos ellos. Ostenta, además, un atributo que ninguno de los otros posee: un lenguaje de tal riqueza poética y tan profunda ambigüedad, que le sirve para ocultarse y atacar, pero ante todo para dar a conocer su complejísima visión de mundo. Hamlet “se ve ante una situación que le resulta casi imposible resolver satisfactoriamente en la acción”, es un héroe ineficaz (Kettle 156). El informe sobre el asesinato de su padre y saberse el vengador le produce una crisis que lo trastorna, lo obliga a preguntarse por cuanto lo rodea y a poner en tela de juicio incluso el orden cósmico: Hamlet. -[…] me veo tan abatido que esta bella estructura que es la tierra me parece un estéril promontorio. […] este excelso firmamento, este techo majestuoso adornado con fuego de oro, todo esto me parece nada más que una asamblea de emanaciones pestilentes e inmundas. (II, 2)
También lo obliga a simular, a “adoptar un talante estrafalario” (I, 5), a él que, cuando Gertrudis le insinúa que la muerte de su padre “parece” que lo afecta en exceso, responde indignado: “¿Parece, señora? No: es. En mí no hay parecer” (I, 2). Asimismo agrava su melancolía, hasta sumirlo en un estado cercano a la locura, pero igualmente será capaz de hacerse el loco con tal eficacia, que aún discutimos si el príncipe Hamlet es un loco que se hace el loco, un cuerdo que astutamente finge estados demenciales, o “un loco entreverado” como se dice de don Quijote. 91
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Menos ingenuo que los asesinos de La tragedia española en su apreciación de Jerónimo, el rey Claudio sabe que un melancólico es un ser reflexivo y, por lo tanto, peligroso. En consecuencia, se propone espiarlo, neutralizarlo y luego aplastarlo con el peso de su autoridad. Pero no le resulta fácil: Hamlet se esconde, espía a sus espías, habla en términos enigmáticos, incomprensibles, responde con preguntas a las preguntas y, para completar, se apoya en el teatro, cuyos efectos conoce: Hamlet. -[…] He oído decir que unos culpables que asistían al teatro se han impresionado a tal extremo con el arte de la escena que al instante han confesado sus delitos […]. Haré que estos actores reciten [play] algo como el crimen de mi padre en presencia de mi tío. (II, 2)
En efecto, el montaje de “La ratonera” le permite salir de toda duda sobre el asesinato de su padre, identificar al culpable, tenerlo inerme ante sí, pero el príncipe no actúa. Es entonces cuando Hamlet se nos escapa también a nosotros: dócilmente permite que lo alejen de la corte; descubre que el viaje a Inglaterra es una trampa mortal; regresa por casualidad a Elsinor y tampoco actúa. Sólo lo hará ya moribundo, envenenado, ante la confirmación de que el duelo con Laertes no era una justa deportiva sino un lazo mortal en el que, por supuesto, cae Hamlet, y a sabiendas: entonces mata al rey Claudio. Han transcurrido más de cuatrocientos años desde la aparición en escena del misterioso príncipe y no ha dejado de plantearnos preguntas. Una de ellas es acerca de su carácter de vengador: ¿Hamlet, realmente, lo es? ¿No lo es? ¿Qué motivos tiene para no serlo? ¿Es Hamlet una tragedia de venganza? A pesar de que tiene todos los ingredientes del género, y su protagonista todos los rasgos del vengador, la obra no se deja reducir a tal género, ni el personaje se deja encasillar en tal categoría. Habría que invertir el planteamiento inicial, consistente en afirmar que todo lo que pasa en tal o cual obra y todo lo que hace el personaje constituyen un tipo de drama clasificable aquí o allá, para decir, mejor, que la estructura misma de la tragedia de venganza fue manipulada y trastocada de manera tal que lo que se armó con 92
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ella resultó ser … Hamlet, que es a la tragedia de venganza, hoy, para nosotros, lo que el Quijote es a los libros de caballería: una obra que cierra un camino pero que al clausurarlo lo revive; que va más allá de todas las posibilidades de un género, pero que al trascenderlo lo salva9. Referencias bibliográficas Obras teatrales del período isabelino Kyd, Thomas. The Spanish Tragedy. Ed. Philip Edwards. London: The Revels Plays, Methuen, 1973. ---. La tragedia española. Trad. Margo Glantz. Universidad Autónoma de México, 1976. Marlowe, Christopher. El judío de Malta (edición bilingüe). Trad. Julio César Santoyo Madrid: Cátedra, 2003. Norton, Thomas et Thomas Sackville. Gorboduc, la tragédie de Ferrex et Porrex (edition bilingue). Trads. Paul Bacquet , Jean Paul Socard. Paris: Aubier Montaigne, 1976. Tourneur, Cyril. “La tragedia del Vengador”. Tragedias (edición bilingüe). Trad. Bernd Dietz. Madrid: Alfaguara, 1987. 3-295. ---. “The Revenger’s Tragedy”. Three Jacobean Tragedies. Ed. Gâmini Salgâdo. Aylesbury: Penguin Books, 1984. 41-136. Shakespeare, William. Titus Andronicus. Ed. Sylvan Barnet. New York: The Signet Classic Shakespeare, 1989. ---. Tito Andrónico. Trad. Luis Astrana Marín. Madrid: EspasaCalpe, 1971. ---. Hamlet. Ed. Harold Jenkins. The Arden Shakespeare. London: Methuen, 1982. ---. Hamlet. Trad. Ángel-Luis Pujante. Madrid: Espasa-Calpe, 1994. Webster, John. “The Duchess of Malfi”. Three Plays. Ed. D. C. Gunby. London: Penguin Books, 1979. 167-292. Agradezco a los estudiantes del curso “Shakespeare y sus contemporáneos”, que dicté en el Departamento de Literatura de la Universidad de los Andes en el segundo semestre de 2004, y cuyas reflexiones han contribuido enormemente a mi conocimiento del tema de este ensayo. Igualmente, a clara Sofía Arrieta, cuya monografía de grado en Literatura sobre la ley de la venganza en Medea de Eurípides, presentada al Departamento de Literatura de la Universidad de los Andes, tuve la oportunidad de dirigir durante el primer semestre del 2006. 9
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---. La duquesa de Malfi. Trad. E. Díez-Canedo. Madrid: Calpe, 1920. Textos citados Aristófanes. “Las ranas”. Comedias completas. Trad. Eladio Isla Bolaño. Madrid: Aguilar, 1979. 361-394. Bentley, Eric. La vida del drama (1964). Barcelona: Paidós, 1982. Braunmuller, A. R., and Michael Hattaway, eds. The Cambridge Companion to English Renaissance Drama. Cambridge: Cambridge University Press, 1990. Chaucer, Geoffrey. Cuentos de Canterbury. Trad. Josefina Ferrer. Barcelona: Círculo de Lectores, 1972. Dante. Obras completas. Trad. Nicolás González Ruiz. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1980. Dietz, Bernd. “Una introducción a Cyril Tourneur”. Estudios literarios ingleses: Shakespeare y el teatro de su época. Ed. Rafael Portillo. Instituto de Estudios Ingleses. Madrid: Cátedra, 1987. 239-253. Eliot, T.S. Elizabethan Dramatists. London: Faber and Faber, 1963. Festugière, A.J. La esencia de la tragedia griega (1969). Barcelona: Ariel Filosofía, 1986. Gibson, Rex. Shakespearean and Jacobean Tragedy. Series Contexts in Literature. Cambridge: Cambridge University Press, 2002. Gunby, D. C. “Introduction”. Three Plays. By John Webster. London: Penguin Books, 1979. 9-32. Hyland, Peter. An Introduction to Shakespeare. The Dramatist in his Context. New York: Macmillan Press, 1996. Kettle, Arnold, comp. Shakespeare en un mundo cambiante (1964). Buenos Aires: Sílaba, 1966. Lesky, Albin. La tragedia griega. Barcelona: Labor, 1966. Salgâdo, Gâmini. “Introduction” (1965). Three Jacobean Tragedies. Aylesbury: Penguin Books, 1984. 11-38. Steiner, George. La muerte de la tragedia (1961). Caracas: Monte Ávila, 1971. Watson, Robert N. “Tragedy”. The Cambridge Companion to English Renaissance Drama. Eds. A. R. Braunmuller, and Michael Hattaway. Cambridge: Cambridge University Press, 1990. 301-35.
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Otros textos consultados Bradbrook, M.C. Themes and Conventions of Elizabethan Tragedy (1935). Cambridge: Cambridge University Press, 1986. Brooke, Nicholas. Shakespeare’s Early Tragedies (1968). London: Methuen, 1973. Edwards, Philip. “Introduction”. The Spanish Tragedy. By Thomas Kyd. London: The Revels Plays, Methuen, 1973. XVII-LXVIII. Fluchère, Henri. “Préface”. La tragédie du Vengeur. Par Cyril Tourneur. Paris: Aubier Montaigne, 1971. 7-148. Iriarte Núñez, Amalia. “Aportes de la ética al estudio de la tragedia. Aportes de la tragedia al estudio de la ética”. Universitas Philosophica 29-30. Dic. 1997-jun. 1998: 83-104. ---. “Efectos de horror en la escena isabelina”. Quehacer teatral 3-4. Ago. 1986: 66-70. Nussbaum, Martha C. La fragilidad del bien: Fortuna y ética en la tragedia y la filosofía griega. Madrid: Visor, 1995.
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APUNTAMIENTOS SOBRE EL CLASICISMO Y LA TRAGEDIA FRANCESA DEL SIGLO XVII Iván Padilla Chasing
Por breve que sea un estudio sobre el teatro francés del siglo
XVII, es precio entrar en ciertos detalles de las ideas estéticas que lo engendran. Las artes dramáticas son por lo general consideradas como lo representativo del periodo entendido por los historiadores de la literatura francesa como “clasicismo”. La noción de clasicismo fue inventada en el XIX en el momento de la polémica romántica. Es pertinente recordar que de la puesta en tela de juicio del presente, del mundo moderno y burgués, es decir, de una posición contestataria eminentemente política, los románticos pasan al cuestionamiento estético que desemboca en el rechazo de las formas y normas que se imponían a los artistas desde hacía dos siglos. La noción de clasicismo aparece como una necesidad de los románticos –Stendhal, Mérimé, Balzac, Victor Hugo, Nerval, Gautier, entre otros– para referirse críticamente a la doctrina estética establecida por los teóricos a lo largo del XVII y difundida y aceptada por los letrados del XVIII; la generación de 1830, los poetas en particular, le reprochan la autoridad, los modelos, los límites y las reglas que ésta impone a la expresión poética. Se le acusa de haber ahogado en el hombre y su historia las características más importantes de su alma revolucionaria. En medio de las crisis sociales y políticas más agudas de la Restauración, los románticos reclaman, en nombre de la libertad, el derecho de expresión de la pasión exaltada, del sueño, de la desmesura y de la belleza monstruosa. De representativa de esta polémica estética, la noción de “clasicismo” pasa a ser deformada e impuesta por la crítica tradicionalista y burguesa en defensa de los valores olvidados. Los historiadores de la literatura francesa la utilizan en tres sentidos: en su sentido más restringido, el término, aunque pocos lo conocieran en la época que designa, se aplica al periodo comprendido entre 1660 y 1685, es decir, los años que marcan de manera inevi97
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table la historia de la literatura francesa. Se denomina entonces clasicismo el momento histórico en que la cultura francesa alcanza un alto grado de perfección que la convierte en el centro de las miradas de todas las cortes europeas. Este momento de auge de las letras y de las artes francesas ha sido ligado por los historiadores del arte y de la literatura al esplendor de los primeros veinticuatro años del reino personal de Luis XIV. En un sentido más amplio, críticos e historiadores de la literatura enmarcan el “clasicismo” en la totalidad del siglo XVII, que ellos llaman, inspirados en el entusiasmo de los escritores del XVIII, el “Gran siglo” (le Grand siècle); estudian esencialmente los fenómenos literarios acaecidos desde Ronsard y Malherbe hasta Fenelon. Después del grupo de la Pléiade, se considera la generación que se consolida hacia 1630, con Corneille a la cabeza, básicamente autores cuyas obras aparecen entre 1634 (fundación de la Academia francesa) y 1714, fin del reino de Luis XIV. Así se separa el auge del clasicismo de las corrientes literarias de la Ilustración. Se consideran “clásicos” los autores que tienen en cuenta el respeto de las normas y formas establecidas, pero ante todo aquellos que practican el culto de la pureza, sencillez y belleza de la lengua francesa: la estética clásica exige una expresión sobria, austera, rigurosa, depurada, libre de elementos distractores y exuberantes. Esto no quiere decir que los historiadores de la literatura dejen de lado a autores que no se atuvieron a la reglas y que en franca oposición crearon también obras de gran valor literario; autores como Charles Sorel y Cyrano de Bergérac, entre otros, son hoy tenidos en cuenta. En el más amplio de los sentidos, las historias de la literatura francesa entienden por “literatura clásica” el fruto de la creación literaria enmarcada entre el momento de la conformación de la doctrina estética, en la primera mitad del XVII, y el momento romántico, hacia 1820, en que se cuestiona la rigidez de sus normas. Como es de suponer, los investigadores escogen dentro de este periodo, según la intención de los estudios, algunos años, una generación, algunos autores, géneros determinados, etc. En la mayoría de los casos se considera la clasificación genérica propuesta por Boileau en el Art poétique (1674). En esta síntesis de la estética clásica francesa, en el Canto III, su autor establece que los géneros mayores son la epopeya, la tragedia y la comedia. En la medida en que Boileau no trata la prosa y considerando que 98
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la epopeya fue remplazada por la novela, los críticos estudian la tragedia como el género representativo al lado de la comedia, de la historia, del sermón y de otros géneros institucionalizados por el autor. Esto no quiere decir que se hayan ignorado los géneros considerados, en la época, como menores; es necesario decir que vasta es la lista de los estudios realizados sobre la lírica, la sátira, la fábula, las memorias y otros géneros secundarios de moda durante el XVII. 1. Orígenes de clasicismo francés Aunque la tragedia sea el género preferido de los teóricos, resulta erróneo pensar que el “clasicismo” se limite solamente a las artes escénicas: dicho movimiento tiene origen en el triunfo de la lengua francesa considerada hasta en los momentos más importantes del Renacimiento como lengua vulgar, bárbara e inculta. La campaña lingüística iniciada en los albores del XVI por Francisco I y Marguerite de Navarre, se afirma con Rabelais, Montaigne y los poetas de la Pléiade, y alcanza un alto grado de madurez con Malherbe en la primera década del XVII. La primera mitad de este periodo, importante para las letras y las artes francesas, se caracteriza por la exaltación de lo nacional; el furor nacionalista arranca con el reconocimiento de una lengua nacional. Se le da entonces importancia al “Francois”1 sin desconocer por supuesto el valor del latín, lengua culta por excelencia. El francés se impone en las elites educadas y cultas que se proponen llevarlo a los textos literarios y científicos: Pascal y Descartes escriben en francés e invitan a la discusión filosófica en esta lengua. Un pequeño grupo de intelectuales forja la lengua francesa moderna y empieza a fijar su pronunciación, su vocabulario y su sintaxis. Esto asegura, sin lugar a dudas, su prestigio, su futuro político, mundano y literario. El “Francois” termina imponiéndose a toda la nación. El siglo XVII empieza con una crisis de la prosa francesa que se presenta desarticulada por las diferentes tendencias; los juristas, los historiadores y los clérigos modelan la lengua sobre el patrón de la retórica de Ciceron, de quien toman, además de la Lengua originaria de la región de L’Ile de France, región parisina, Orléans y la Loire. 1
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armonía, la rigidez de su razonamiento y las frases largas y bien construidas. Otros, sobre todo en la novela, prefieren dar rienda suelta a su imaginación y a su sensibilidad pero caen en una prosa adornada, florida, sobrecargada de imágenes, de figuras y de rasgos líricos. Los géneros literarios de este periodo tienen como objetivo rescatar la parte natural (naïve) del lenguaje: los cuentos y novelas cómicas, y las historias trágicas, apelan a una escritura libre y expresiva que pretende recuperar la originalidad de la lengua. De este “desorden” nace el deseo de poner orden a la profusión de estilos, de codificar la lengua para llevar la prosa moderna a un proceso definitivo de maduración. Se va entonces hacia lo que se llamará la lengua clásica. Se entra en el movimiento estético denominado el “Purismo”. Después de 1620 se trata de encontrar la pureza y la dulzura de la lengua francesa; los filólogos, la gente culta y sobre todo las mujeres promueven el purismo. La fundación de la Academia francesa en 1634 realza y afirma el fenómeno; el purismo encuentra entonces sus portavoces y defensores; Claude de Vaugelas, por ejemplo, publica en 1647 el resultado de veinte años de trabajo: Les remarques sur la langue française. Esta obra, lejos de ser un tratado lingüístico, es más bien un testimonio que pretende mostrar la importancia del “buen uso” de la lengua. Según Vaugelas, lo más importante es el “uso” del lenguaje; solamente el uso decide la correcta utilización de una palabra o de un juego de palabras. Su estudio, en el que la influencia de Malherbe es evidente, está por supuesto dirigido a los intelectuales, a los “honnêtes gens”, ya que el mejor uso de la lengua es hecho por estos y por la gente de la corte. La elite culta decide entonces que la lengua debe ser clara, y ante todo elegante. Las posiciones contrarias no se hacen esperar. Sorel y Scarron, por ejemplo, se oponen a este purismo mundano y le critican a Vaugelas el hecho de ignorar que la historia de una lengua puede justificar muchos usos, que las lenguas evolucionan y que ellas no pueden ser el reflejo inmóvil de una época dada o de un medio social determinado. Otro de los teóricos de la doctrina clásica, reconocido por las historias de la literatura francesa, es Guez de Balzac; su contribución a las letras francesas se hace de forma indirecta. Gran escritor de cartas y famoso por su nutrida correspondencia con personalida100
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des de la sociedad parisina, Balzac llega a ser tan reconocido por la retórica de sus epístolas que un primer volumen de éstas es publicado en 1624; sus cartas de frases largas, llenas de antítesis, de paralelismos, de hipérboles, de metáforas y de ritmos armoniosos aparecen como un modelo de “beau langage”. La generación de los puristas e inclusive la de los “clásicos” como Racine y Molière admiran en su escritura los procedimientos que la hacen elocuente, la forma como presenta las ideas y la habilidad con la cual el escritor pasa de un tema a otro; aunque sus cartas son de temática variada (vida privada, política, moral, literatura, etc.) lo que más apreciaban sus contemporáneos, quienes se deleitaban leyéndolas, era su estilo. El proceso de purificación y embellecimiento de la lengua continúa y alcanza su apogeo durante el reino de Luis XIV; a pesar de la presión ejercida por los mundanos, la nueva generación de teóricos, continuadores de la tarea de Vaugelas, se muestra mucho más lingüista y en consecuencia más consciente de los problemas históricos de su lengua. La gramática y el buen uso del idioma entran a formar parte de la ética y de las costumbres de la gente de bien. Entre las obras lingüísticas más importantes de este período, vale la pena citar Les observations sur la langue française (1672 y 1675) y Les entretiens d’Ariste et d’Eugène (1671) del erudito Ménage, y la obra capital la Grammaire générale et raisonnée de Port-Royal (1660). Influidos por la corriente racionalista, los teóricos de Port-Royal dan la pauta para hacer una explicación lógica del lenguaje; en su gramática, no se limitan a presentar los hechos lingüísticos; lo más importante para ellos era analizarlos y explicarlos. Se pretende encontrar, detrás de las formas variables del lenguaje, la razón universal que justifica su empleo; así, según ellos, toda lengua tiene su lógica, y todo modo de expresión es susceptible de una explicación racional. Los teóricos imponen la norma, y el triunfo de la regla es inevitable; la lengua se purifica, se ennoblece, se codifica, se afina y alcanza el título de lengua universal. Gran parte del prestigio del rey Sol se debe a la pureza de su lengua y no habrá corte europea que no admire y que no se convenza de la perfección de la lengua francesa. A pesar de las diferencias, que de manera obvia se dan entre los teóricos y los escritores –poetas, 101
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novelistas, dramaturgos y demás–, este esfuerzo de codificación prepara el advenimiento de las letras francesas. Es claro que la doctrina estética clásica es, en principio, el resultado del arraigado nacionalismo que lleva a los intelectuales franceses a establecer las bases de una estética que los diferencie de las culturas italiana y española, que hasta entonces habían marcado la pauta en Europa. De la búsqueda de una identidad propia y del deseo de institucionalizar la lengua, nace la necesidad de formar una doctrina estética coherente y sólida que dé cuenta no sólo de la producción escrita sino también de toda la producción arquitectónica y plástica. En estrecho diálogo con los filólogos renacentistas a través de quienes llega la influencia aristotélica y platónica, con la corriente cartesiana y librepensadora con la que coinciden en la necesidad de “método”, los estetas tratan de establecer las reglas, códigos y normas que determinan y tiranizan en últimas la producción artística de la cultura francesa. El clasicismo francés se instala en el momento en que el barroco domina la cultura europea: a la exuberancia, a la libertad imaginativa, a la irregularidad y a la inestabilidad de este movimiento los franceses oponen el orden, la armonía, la simetría, la uniformidad y la regularidad que caracteriza gran parte de las manifestaciones artísticas de este periodo. Todo lo que no respete y no se acoja a las normas establecidas es considerado de mal gusto, un atentado contra lo entonces concebido como “bello”. En el ámbito literario, el furor doctrinario los lleva a tratar de crear los famosos “artes poéticos”: en esta tarea, los gramáticos y estetas franceses miran hacia el pasado y se aferran al legado de los clásicos griegos y latinos. En el centro de este culto se encuentran Aristóteles y Horacio, así como sus comentadores modernos, sobre todo los italianos del Renacimiento: Vida (Arte poético 1527), Scaligero (Poética 1561), Castelvettro (Comentario sobre la poética de Aristóteles 1570), sin olvidar los holandeses Heinsius (Constitución de la tragedia 1611) y Vossius (Arte poético 1647). La generación de 1630, Chapelain, Scudery y La Menardière, practica el culto aristotélico y la generación de los clásicos por excelencia sigue esta línea.
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2. Bases de la doctrina clásica Para entender los principios y valores que rigen la producción literaria del clasicismo francés es preciso considerar primero las dos ideas principales que sostienen el edificio de la doctrina que la engendra, a saber: la idea de “razón” y la de “naturaleza”. Segundo, conviene tener en cuenta el uso que de dichos principios hicieron las generaciones que van desde Ronsard y Malherbe, momento en que se hace evidente la adopción de las formas poéticas de la antigüedad profana y del humanismo italiano, hasta, por lo menos, Racine, Molière, Boileau, La Fontaine y Perrault entre otros. Como otras estéticas, la doctrina clásica francesa se preocupa por las relaciones que se establecen entre la obra de arte, la verdad y el ideal de belleza. Las bases de esta doctrina se establecen en un contexto en el que casi de manera unánime se “proclama la primacía de la razón y la necesidad de las reglas; el arte tiene por finalidad expresar la belleza que se encuentra en la naturaleza y, en la línea de la tradición de Malherbe, la razón impone su soberanía a las pasiones y a la imaginación” (Becq 41)2. Los principios y valores de la doctrina se levantan contra la imaginación y el individualismo excesivo; la razón, nos dice Annie Becq en Genèse de l’esthétique française moderne 1680-1814, “viene a obrar en el sentido de unidad, prohibiendo los excesos individuales y despejando de la experiencia conclusiones con valor universal” (41). La noción de razón garantiza la seriedad de los debates que se dan alrededor de la obras y de sus procedimientos de elaboración, así como del valor del trabajo artístico. De Aristóteles se retoma, además de los principios básicos de la tragedia, la idea de “naturaleza”; es decir, el conjunto de cosas creadas, la perennidad de las cosas en su propio ser, lo permanente y estable, lo verdadero, lo universal. Esta idea permite a los estetas considerar los objetos del mundo como elementos capaces de convertirse en objetos de arte. De aquí que se le asigne al arte como primera función la de representar lo verdadero. El principio de la naturaleza explica el hecho de que la estética francesa del XVII derive en una estética de la imitación. El artista no Todas las citas referidas en este escrito, extraídas tanto de su original en francés como de su versión en este idioma, son traducciones realizadas por mí. 2
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es aquel que crea sino aquel que imita la naturaleza sirviéndose de la razón y de las reglas; éstas, razón y reglas, le permiten revelar la esencia y la belleza de las cosas universales. La razón le dicta al artista lo que debe imitar, y las reglas le ayudan a embellecer e inclusive a idealizar lo que en la naturaleza se encuentra en estado bruto o defectuoso. De Horacio se adoptan tres aspectos esenciales: la utilidad del arte, la importancia del genio artístico en relación con el trabajo poético, y la separación de géneros. 2.1 La utilidad del arte Las ideas de “razón” y “naturaleza” permitieron entonces plantear todas las nociones y problemas de orden estético. Esta “concepción intelectualista” del arte (Becq 41) llevó a los estetas a cuestionarse sobre la utilidad del arte y a resolver los interrogantes en “términos de verdad lógica y moral” (43). La razón sirvió en este proceso para repensar y equilibrar las ambigüedades planteadas por los principios horacianos de “instruir” y “agradar” (entendido también como “divertir” o “gustar”); frente a estos principios que podían orientar las obras hacia el hedonismo o hacia el didactismo o moralismo puro, la razón ejerce una especie de control que obliga a buscar el ideal aristotélico del justo medio. Así como se controlaba la imaginación exacerbada, también se vigilaba el didactismo excesivo; el “corregir los hombres divirtiéndolos”, expuesto por el autor de Tartufo en una de sus defensas (Molière I: 632), exigía una cuidadosa escogencia de los temas y determinaba el orden y la composición de la obra. La idea de Platón, retomada por Horacio y luego por los comentadores y poetas del Renacimiento, se convierte en la clave de la doctrina clásica. Para Chapelain, D’Aubignac, Corneille, Racine, Molière y Boileau entre otros, se trataba de “instruir” y “agradar”; cuando se componía una obra, se hacía con la firme intención de corregir, cambiar o mejorar las costumbres. En la tragedia, por ejemplo, se imponía la regla de la catarsis o purgación de pasiones: según esto, el espectáculo trágico aparecía como una especie de terapia o exorcismo que permitía a los espectadores domar las pasiones obsesivas, excesivas y peligrosas que se les mostraban o hacían vivir en escena. En intrigas en que se castigaba a los malos y recompensaba a los buenos, a excepción de la Medea corneliana, los dramaturgos del XVII francés pretendían 104
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hacer una representación natural de los vicios y de las virtudes; los parlamentos y discursos eran provistos de frases moralizantes destinadas a procurar un mejoramiento en los sentimientos y comportamientos de los espectadores. Es evidente la estrecha relación que se establece entre arte y moral; sin llegar a ser moralizador, el arte, el teatro en particular, se convierte en un factor importante de civilización. Esto no quiere decir que la obra de arte literaria pierda sus funciones estéticas y se convierta en un tratado de moral y buenas costumbres. 2.2 El genio artístico y las reglas La idea del genio artístico que promovieron los teóricos de la estética clásica francesa está desprovista de todo elemento sobrenatural, razón por la cual “la cuestión precisa que debatieron los teóricos de la actividad artística es la de la oposición del genio artístico, o inspiración, o entusiasmo (en el sentido etimológico del término) con el arte, es decir, con la habilidad técnica que procede de las reglas” (Becq 45). Para ellos, el poeta lírico o dramático, el novelista, escultor u otro no es más que un ser provisto de un talento que le permite producir obras de arte. Esto no quiere decir que en esta perspectiva se elimine la creatividad: tan sólo se pretende hacer sentir la necesidad complementaria de la imaginación creativa y el manejo de la técnica y el método. Con esta idea, los teóricos del arte realzan los privilegios del artista, pero sobre todo, insisten en el don que éste posee para llevar a cabo la finalidad del arte. Tal como los clásicos antiguos, los estetas franceses consideraban esta cualidad como la primera y más esencial del poeta; según ellos, para que la comunión fuera completa, el artista debía dominar los secretos del arte, el poeta no debía ignorar ni las técnicas, ni las reglas: los partidarios de la espontaneidad y de la libre expresión debieron someterse al deseo de regularidad y de orden pues la belleza artística, ya fuera plástica o literaria, no podía producirse en el desorden. Desde el punto de vista de los estetas, las obras maestras –“chef-d’oeuvres”– eran el fruto del método, del estudio y del trabajo que se sometía a las reglas del arte y a las de la razón. En esta perspectiva se entiende el consejo que le da D’Aubignac, autor de la Pratique du théâtre, a aquellos que querían ser poetas dramáticos: 105
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He aquí lo que aconsejo hacer a aquel que quiere ser poeta. Primeramente, es necesario que retenga todos esos impetuosos deseos de gloria, y que deje de lado la creencia de que tan sólo basta escribir versos para componer un poema dramático. Es preciso que se aplique a la lectura de la Poética de Aristóteles, y a la de Horacio, que las estudie seriamente y atentamente. Enseguida, necesita hojear sus comentarios y a aquellos que han trabajado sobre esta materia, como Castelvettro. (32)
2.3 La imitación La regla de la imitación encierra, a grandes rasgos, tres aspectos; la imitación no sólo se limita a la realidad o a la naturaleza; en ella se considera también la imitación de los autores y de los modelos literarios de los clásicos griegos y latinos, así como la imitación de la Historia antigua y la mitología profana y bíblica, en la que, según los estetas, se podían encontrar temas, personajes y problemas aptos para ser representados en las obras. Así, Naturaleza, clásicos greco-latinos e Historia, además de servir de modelos sirven de inspiración. Los escritores del XVII admiran a sus predecesores del Renacimiento puesto que descubrieron en los “clásicos” los maestros y los modelos a seguir; en su perspectiva, la superioridad de Esquilo, de Sófocles, de Séneca o de Virgilio reside en los veinte siglos de supremacía: ellos alcanzaron el éxito porque habían imitado la naturaleza y habían logrado, además, ofrecer representaciones ejemplares en las cuales se manifestaba una verdad ideal. En este sentido tampoco se exigía una imitación vulgar; no todos los clásicos merecían ser imitados; había que hacer una imitación racional: se imitaba sólo lo que se consideraba bueno. Este principio imponía una escogencia entre los modelos. Los clasicistas franceses manifestaron una marcada preferencia por los clásicos latinos: Virgilio y no Homero, Séneca y no Esquilo o Sófocles, Terencio y no Plauto. Es decir, se abandona la sencillez homérica, y sobre todo la crueldad de las tragedias griegas. Los escritores franceses de este periodo, en especial los dramaturgos, se inspiran con frecuencia en personajes históricos y legendarios de la mitología grecolatina y los adaptan a los modelos imitados idealizándolos en función de los prejuicios, ideas y costumbres de la época. De las tres formas de imitación indicadas por Aristóteles,
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los franceses prefirieron la última; es decir la de como “deberían” ser las cosas y no “como eran o son, o se dice y supone que son” (32). De esta preferencia resulta una tragedia alejada de la cotidianeidad, anclada en una realidad superior, imagen verdadera pero no realista de lo que la vida podría ser si se viviera consciente de lo que la dignidad humana exige. Estos tres aspectos se oponen abiertamente a la idea de creación ¿Qué pasa con la creatividad cuando se exige imitar la naturaleza, los modelos clásicos y la Historia? Los artistas, los dramaturgos en particular, cuestionaron este principio que les exigía controlar el subjetivismo creador, dejar de hablar en nombre propio y ubicarse en el lugar de lo que se imitaba. En esta óptica, el impulso creador pierde las características sagradas de la espontaneidad que se le atribuyen a la inspiración; la imitación, nos dice Marc Fulmaroli en Héros et orateurs: rhétorique et dramaturgie cornéliennes, “tiene por punto de partida un modelo ideal y modelos literarios que ya han dado forma visible y audible a ese modelo ideal. La inventio consiste primero no en inventar, sino en encontrar en el receptáculo de la memoria colectiva un imago que se inscriba en el propósito de la obra y en las ilustraciones que ya han sido dadas en la literatura como tantos ayudantes de la ilustración nueva que la obra pretende ofrecer” (302). Así, si un dramaturgo quería ofrecer una nueva ilustración de Antígona o Fedra, debía primero considerar la idea que su público tenía de estas heroínas, y segundo, estudiar las versiones anteriores para fundamentar e ilustrar su versión. Como se puede ver, la idea de imitación encierra el supuesto de una colectividad culta que conoce los clásicos antiguos, la mitología y la historia; estos conocimientos forman, según los estetas, un fondo cultural, especie de imaginario común que obviamente es compartido por el artista. A primera vista se podría pensar que se le exigía al artista copiar unos modelos, actualizar o reproducir algo ya existente, pero, en realidad, el dilema era resuelto a través de una operación delicada que Marc Fumaroli define como “adecuación entre la visión propia del artista” y la que “él suponía” que su público tenía del modelo, adecuación entre “el imago restaurado en su fuerza original y el imago insípido, degradado, que el público ha conservado en la memoria” (303).
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Al considerar estos aspectos, es preciso reconocerle al clasicismo su originalidad; lejos de ser una imitación servil de la antigüedad, el movimiento puede ser estudiado como una auténtica modernidad, tal como sucede con la estética renacentista o barroca. El clasicismo es un fenómeno intelectual que elabora una doctrina estética, que la profesa y la pone en práctica. Así, como los físicos y matemáticos de la época, los estetas hacen del razonar y del entender artístico un verdadero placer: su intelectualidad se manifiesta en la predilección del examen crítico y del análisis psicológico, en el deseo de dominar los desórdenes y las pasiones humanas. Sin pretender decir que la literatura de esta época cae en el lenguaje conceptual, sí participa de la situación discursiva e ideológica del momento. Las obras de este periodo dialogan entre sí en la medida en que comparten los temas, problemas, significantes, ideas e interrogantes de los albores de la Modernidad. El respeto por la antigüedad clásica tiene en la estética francesa del XVII características de culto, pero, si bien el artista clásico venera los modelos heredados, se postra ante la razón, ante la naturaleza y ante la verdad; en la constante intelectualidad que lo caracteriza, el artista de este periodo pretende acceder a una realidad superior; no en vano depura, embellece e idealiza una naturaleza y una realidad carentes de sentido estético. En esta perspectiva la “belleza” carece de autonomía y se confunde con una “verdad ideal” que no se encuentra en las cosas humanas: la belleza sólo se logra en la perfección de la obra de arte “caracterizada por el orden y la armonía interna” (Becq 57-9). En el proceso creador, entendido como un proceso racional y no como puro impulso de la inspiración, el artista logra impregnar su obra de cierta impersonalidad que lo lleva a la universalidad y a la intemporalidad. El clasicismo debe entenderse como algo novador, inteligente, transparente que, con el fin de alcanzar la perfección formal, asimila valores de un ideal de armonía, de belleza, de luz y de sabiduría. Muchos de los logros y aciertos de la estética clásica francesa pueden apreciarse en su teatro. 3. La dramaturgia clásica francesa Las obras maestras del clasicismo literario francés se encuentran sin lugar a dudas en el campo del teatro; pero si miramos las historias de la literatura universal, además de Molière, en oca108
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siones, se retienen los nombres de Montaigne con sus Ensayos, Madame de La Fayette con su Princesa de Cleves, La Fontaine con sus Fábulas y Perrault con sus Cuentos. Pocas consideran a Corneille y Racine como representativos del canon occidental. El genio shakesperiano eclipsa la singularidad de la tragedia francesa del siglo XVII. El periodo conocido como “clasicismo” es una era eminentemente teatral y las preocupaciones estéticas giran al rededor de cómo hacer una obra de teatro, qué decir en ella, cómo decirlo. El furor codificador se apropia de este género y lo convierte en el estandarte de la doctrina estética; se crea lo que los teóricos denominaron el “teatro regular”. El teatro regular, hoy teatro clásico, no es un fenómeno aislado para entenderlo, es necesario abordarlo primero dentro del proceso histórico, social, cultural e ideológico que vive la Francia del XVII, es decir, en relación con lo extraliterario, con lo que lo lleva a convertirse en un fenómeno social. Y segundo, tal como lo sugiere Jacques Scherer en La dramaturgie clasique en France, en relación con los problemas técnicos que la teoría doctrinaria planteó a los dramaturgos; convencido de que la dramaturgia clásica francesa puede ser explicada sólo a partir de los problemas, éxitos y fracasos de los primeros setenta años del establecimiento de la doctrina, este crítico analiza los obstáculos y soluciones aportadas por los escritores en los procedimientos técnicos (8). Inscritos en la tradición de la Poética de Aristóteles y en la práctica senequiana de la tragedia, los estetas deciden hacer de la tragedia el género representativo: considerado como género noble y serio, capta toda la atención de los teóricos franceses de la época. Antes del Art poétique de Boileau, que aquí consideramos como una síntesis que permite a la crítica moderna orientar las investigaciones, los teóricos y dramaturgos escriben obras de capital importancia sobre la tragedia; entre estas podemos destacar L’art de la tragédie (1572) de Jean de la Taille en que se desarrolla la teoría de las tres unidades, se rechaza la introducción de personajes alegóricos en escena y se exige que el inicio de la acción trágica, es decir lo que se representa, se encuentre lo más cerca posible de su fin; el Art poétique (1574-1605) de Vauquelin de la Fresnaye en el que por primera vez se esboza la evolución del teatro trágico francés y en el que se proclama ya la necesidad de los temas nobles y alejados en el tiempo, la de los cinco actos y el lenguaje 109
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noble. Vienen luego Le Discours sur la tragedie de Sarrasin (1639), la Poétique de La Menardière (1640), La pratique du théâtre de L’abbe d’Aubigaac (1657), los Discours y Examens de Corneille (1660) sobre el arte dramático, sin olvidar los prefacios de las obras de Racine y Molière entre otros. Las reflexiones de los teóricos y de los practicantes del teatro, sintetiza Jacques Morel en De Montaigne à Corneille, convergen, a pesar de las diferencias que conllevan, en la “afirmación explícita o implícita de algunos principios fundamentales”, a saber: primero, la idea según la cual “existe un arte general de la poesía representativa” que obliga a todos los géneros a “someterse a reglas comunes”; segundo, que los “preceptos admitidos, que atañen a la estructura, la invención, la escritura, tienen por objeto el placer del espectador y su instrucción y deben asegurar la adhesión intelectual y sensible”; tercero, que toda obra dramática debe ser concebida a “imagen y semejanza del mundo de los hombres a los cuales se dirige”; y cuarto, que las obras que se atienen a las reglas “deben ser pensadas no sólo teniendo en cuenta la representación, sino también la lectura” (170). Este último principio permite observar que aunque se tratara de obras concebidas para la representación teatral, se pensaba también en la publicación. Esta premisa explica el hecho de que los estetas le dieran tanta importancia al lenguaje y al arte de la oratoria, sublimado en la tragedia corneliana y raciniana. Entendido más como “poema dramático” que como pieza teatral, la obra dramática era también destinada a la lectura. Al convertirse en la obra maestra del teatro regular, el éxito de la tragedia tiraniza todos los géneros dramáticos; pronto la tragicomedia inspirada en el modelo español y la comedia tienen que someterse a las reglas de aquélla; la farsa, tan popular en el Renacimiento, se ve afectada en su esencia rabelesiana por ser considerada grotesca, hasta que Molière, hábil farcero, le retribuye sus títulos de nobleza. En síntesis, además de la división en cinco actos y de la composición en verso, la doctrina estética clásica impone a la dramaturgia las siguientes reglas; las famosas tres unidades (tiempo, espacio, acción), la unidad de tono, la verosimilitud, y la bienséance, que debe entenderse como la regla del decoro que exige el respeto de las buenas costumbres y usos establecidos (Zuber y Cuénan 101). 110
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Estas reglas tienen como objetivo crear o más bien mejorar la ilusión teatral o escénica. En la primera mitad del siglo no son muy significativas: el teatro de Corneille, por ejemplo, en su primera etapa, se caracteriza por su libertad y audacia, pero después de 1640, momento en que empiezan a aparecer sus tragedias regulares, tales reglas son estrictamente observadas. En el periodo 1660-1680, momento raciniano por excelencia, se alcanza la utilización perfecta de las reglas del teatro regular. Esto no quiere decir que no existan excepciones; en Molière, por ejemplo, encontramos obras totalmente anticlásicas que hoy son admiradas como obras maestras. Otra fue la suerte de Don Juan y de Tartufo en su época; su relativa irregularidad contrasta, por ejemplo, con la regularidad del Misántropo. 3.1 Las cuatro unidades3 Por lo general se habla de tres unidades, pero a las tradicionales de acción, espacio y tiempo los estetas franceses adicionaron una cuarta que al igual que las primeras tiene su origen en los comentarios aristotélicos sobre la división de los géneros. Debemos recordar que en su Poética Aristóteles elabora una separación de géneros que marca la teoría y la producción literaria de toda Europa, de Francia en particular, por lo menos hasta la revolución romántica, momento en el que Victor Hugo, en el prefacio de Cromwell, cuestiona las unidades y la división de géneros y tonos. Si bien el filósofo griego establece que la epopeya, la tragedia, la comedia y la poesía lírica son “en general imitaciones”, al mismo tiempo deja claro que difieren en los medios, modos y objetos de imitación (1). De manera reduccionista, antes de llegar al tratado sobre la tragedia iniciado en el capítulo VI, Aristóteles aclara que si bien la tragedia y la comedia imitan una fábula o mito a través de “la acción y no de la narración”, se diferencian en cuanto imitan aspectos diferentes de la naturaleza humana: la comedia, dice él, es “imitación de la gente más vulgar, pero no ciertamente de cualquier defecto, sino sólo de lo risible en cuanto es parte de lo feo. Lo risible es, en efecto, un error o una torpeza que no provoca dolor ni resulta fatal” (5). Mientras que la tragedia, entenPor considerar que el abate D’Aubignac en su Pratique du théâtre revisa todo lo que sobre la práctica teatral se había hecho hasta su época, y que además sintetiza, juzga y replantea los principios de la doctrina dramática francesa, en la elaboración de este aparte nos hemos apoyado en su obra. 3
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dida como antítesis de la comedia, es “imitación de una acción elevada y perfecta […] que conduce a través de la compasión y del temor a la purificación de estas pasiones” (6). Esta diferencia, que le asigna a una el campo de lo risible, de lo feo, y a la otra el campo de lo sublime, del dolor, de la fatalidad, determina un tono que condiciona el argumento y la disposición de los hechos de la obra dramática según su tendencia. Los teóricos franceses consideraron esta oposición como algo inherente a la naturaleza de los géneros e hicieron del comentario un principio. Los tonos debían unificarse con el fin de buscar la perfección. Aunque el principio de la unidad de tono no fue nunca definido como una norma en sí, a partir del momento en que se busca purificar la escena teatral y separar lo grotesco y vulgar de lo sublime, en todos los tratados que versan sobre la tragedia se plantea la diferencia y la necesidad de mantenerla. D’Aubignac, por ejemplo, sostiene que los estilos de la tragedia y la comedia son tan diferentes que “el estilo de la una no puede comunicarse a la otra sin pecar contra el arte y contra el uso”; así mismo, autorizado por la tradición grecolatina, afirma que la diferencia principal reside en “la materia de los incidentes y la condición de los personajes: porque donde los príncipes y reyes actuaban según su dignidad era en la tragedia, es decir, en un poema grave, serio y magnífico, adecuado a la grandeza de las cosas y de las personas; y cuando las intrigas del teatro estaban fundadas en la malicia de los esclavos y en la vida de las mujeres descarriadas era la comedia” (149-150). En la práctica, los dramaturgos franceses del XVII entendieron que, en el caso de la tragedia, el tono serio, grave, propio de una situación sublime, debía mantenerse de principio a fin: en el desarrollo de la acción los hechos debían encadenarse a través de un mecanismo patético que, a la manera de un “crecendo”, hacía subir la tensión y el suspenso hasta desembocar en una catástrofe que en algunas ocasiones podía ser seguida de un final feliz. Así la tragedia francesa de este periodo se presenta como una suma de situaciones deletéreas que tienen como fin conducir de manera sostenida al ideal de la grandeza heroica en Corneille o a la fatalidad pasional en Racine. Según los teóricos, la imitación de una acción no podía ser completa si el tiempo de la acción no coincidía con el tiempo de la representación: el tiempo de la acción debía ser entonces relativa112
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mente breve. La unidad de tiempo, llamada entonces “regla del día o de las veinticuatro horas”, tendía a limitar las peripecias, exaltaciones y numerosos accidentes que los autores acostumbraban a mostrar en escena sobre todo en las tragicomedias de tendencias novelescas; con esta regla se pretendía dejar de lado los excesos y se trataba de encadenar las escenas de cada acto para asegurar una perfecta continuidad temporal que por demás se reflejaba en la coherencia de la acción. Este encadenamiento solía también llamarse la regla de la “unión de escenas” (113127). Aunque la regla de la unidad de tiempo no es explicita en la Poética aristotélica, su origen se encuentra en un comentario hecho por el filósofo griego en el capitulo V; al comparar la epopeya con la tragedia Aristóteles dice: La epopeya concuerda con la tragedia en cuanto es una imitación métrica de acciones elevadas, pero difiere de ella en cuanto utiliza un metro único y es narrativa. Difiere igualmente en lo que toca a la extensión, ya que la tragedia intenta desarrollarse, en lo posible, durante un sólo periodo solar o sobrepasarlo en poco, mientras la epopeya es indefinida respecto al tiempo. (6)
Tal como lo explica Angel Cappelletti en la nota 125 de esta edición, Aristóteles plantea la vigencia del hecho de reducir el tiempo representado a un “solo periodo solar”, pero aclara que esto no es presentado como una regla, sino como un deseo basado en el uso de los autores de la antigüedad clásica. Y precisa además que ni Aristóteles ni sus inmediatos seguidores proponen la doctrina de las tres unidades (59-60). A excepción de la unidad de acción, ampliamente explicada por el filósofo, a partir del capítulo VIII, las otras dos son la resultante de los comentarios y apreciaciones de los estetas renacentistas italianos Maggi y Castelvettro quienes las condensaron en los textos, pero no lograron que ellas se impusieran como reglas. Nada más irregular y anticlásico que e1 teatro que se produce en Europa entre 1580 y 1620, del cual son representativos Lope de Vega, Cervantes y Shakespeare; las unidades de tiempo y espacio parecen no existir para estos dramaturgos que en la mayoría de los casos sólo tienen en cuenta la de acción. La utilización de estas reglas se constituye en una de las singularidades de la dramaturgia francesa del XVII. Para los teóricos de la dramaturgia francesa, los clásicos antiguos observaban como una norma la unidad de tiempo de no haber 113
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sido así, según ellos, Aristóteles no hubiera hecho este comentario; entendida como un hecho y convencidos de que se debía imitar los modelos antiguos, se proponen institucionalizar la regla. El comentario del maestro griego suscita una serie de interpretaciones que generan una gran polémica en el momento en que empieza a constituirse la doctrina clásica francesa. Según las tendencias, “clasicista” o “anti-clasicista”, regular o irregular, teóricos y dramaturgos se adhieren a los dos aspectos del comentario: unos a la idea de “un solo periodo solar” y otros a la de “sobrepasarlo un poco”. Así, se verán en escena obras que oscilan entre respetar y no respetar esta regla; los teóricos la imponen pero los dramaturgos afrontan los problemas de su aplicación. En pleno periodo barroco, acostumbrados a la irregularidad, pero con deseos de “gustar”, los dramaturgos componen piezas en las que se proponen unificar el tiempo de la acción, descuidando la unidad de acción y de espacio. Es el caso de Corneille en El Cid (1637), cuya complicada y larga trama la hace aparecer como una tragicomedia y no como una tragedia. La importancia de la Polémica del Cid es capital en la evolución y consolidación de los principios estéticos puesto que acelera el proceso. “Los textos relativos a la Querella del Cid, emprendida por George de Scudéry y arbitrada por la joven Academia, son importantes porque exponen a la luz del día los puntos de acuerdo y de desacuerdo entre los poetas y los teóricos de la generación de Corneille” (168). Sin pretender restarle importancia a otros textos, a nuestro modo de ver el más representativo de esta querella es la Pratique du théâtre su autor, además de admirar al autor del Cid, es su crítico más severo. D’Aubignac vigila atentamente la evolución de la obra corneliana. En la discusión se adopta como norma la teoría de Jean Chapelain; su carta, conocida como La carta de la regla de las veinticuatro horas (1630), aparece como uno de los textos fundamentales de la dramaturgia clásica francesa: lejos de apagar la polémica, la aviva convirtiéndose en el eje alrededor del cual va a tejerse y perfeccionarse la teoría y la regla. Para Chapelain la unidad de tiempo está íntimamente ligada a la idea de verosimilitud; parte entonces de la idea de “imitación”, pues según él se trata de representar las cosas, situaciones y personajes como si fueran verdaderos y estuvieran presentes. Chapelain afirmaba que los antiguos no prolongaban el curso de sus representaciones más 114
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allá “del día natural” porque se perdía credibilidad ante la mirada de los espectadores (Scherer 110-118). De aquí se deducía que el tiempo representado debía ser corto para que coincidiera con el tiempo de la representación; para conservar su veracidad, las situaciones representadas debían desarrollarse durante este tiempo, es decir, entre dos y tres horas. Esto excluye de la escena los viajes, las batallas y en general todo tipo de desplazamiento. De ahí que en este teatro sea tan importante la presencia de los mensajeros, quienes tienen como función narrar todo lo que no podía ser representado. Así, en la tragedia, en concordancia con el principio de la catarsis, se trataba de mostrarle al espectador una situación verosímil para que no se distrajera y ante todo para que no diera rienda suelta a su imaginación; si se distraía, el ideal de la “purgación” no era posible. Con la unificación del tiempo y la coherencia de las escenas, se buscaba situarse lo más cerca posible de lo que ellos llamaban, en el caso de la tragedia, “el día trágico” o “crisis trágica”; en éste se retenían prioritariamente las situaciones y los sentimientos del impulso decisivo y fatal para hacer de la tragedia una crisis psicológica, violenta, rápida y ejemplar. La unidad de tiempo en el teatro francés está ligada a la concepción de la tragedia en sí; la tragedia ideal es para los franceses hermética, representa una “crisis ejemplar” con características de una caída libre, fulminante, que nada puede detener. Durante esta crisis, es decir, en lo que antecede al desenlace fatal entendido como una “catástrofe”, no se debían presentar situaciones que dilataran el tiempo; por el contrario, se debían retener las que lo precipitaran. Sólo así el espectador podía sentirla como verdadera. La catástrofe, sugería D’Aubignac, debía cerrar “plenamente el poema dramático”, es decir, “que después de ésta no quedara nada que los espectadores quisieran saber” (D’Aubignac 131). Este principio explica sobre todo el carácter cerrado de la tragedia raciniana. En el seno de esta regla se desarrolla la unidad de lugar o espacio: puesto que la acción debía desarrollarse en un solo día, era también pertinente limitar los desplazamientos de los personajes a un perímetro razonable para evitar la inverosimilitud. Así, el decorado debía contextualizar a los actores en lugares diferentes pero próximos; inicialmente se limitó el espacio a una ciudad y sus alrededores, pero, más tarde, después de 1640, los teóricos 115
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decidieron reducir el espacio a un solo decorado. Se trató de dar más veracidad a la representación y se tuvo en cuenta que no se imitaba lo que podía hacer un personaje en un tiempo limitado, sino lo que podía ver un espectador que no se desplazaba. Se estableció entonces que la sala de un palacio servía de marco a la tragedia y la calle o la plaza pública a la comedia (98-112). En el caso de la tragedia la escena se convertía en un lugar terrible, íntimo, cerrado, donde los protagonistas se destrozaban y de donde no había escapatoria posible. Esta condensación del espacio da a la tragedia francesa características asfixiantes y de encierro. Desde la exposición del problema en las primeras escenas hasta el desenlace, una obra teatral debía formar un todo coherente: cada gesto, cada palabra, cada hecho, cada situación debían enlazarse necesariamente para que fueran significativos en el destino asignado a cada personaje; en la composición de la obra, el dramaturgo, según D’Aubignac, debía pensar que, en la medida en que una obra teatral no narra sino que representa a través de la acción, ésta no podía contener una “historia extensa o toda la vida de un héroe” (84). Cada detalle debía estar entonces subordinado al conjunto, a la unidad de acción, entendida también como unidad de interés y de peligro (péril). Dicho subordinamiento tenía como función evitar, en el sentido aristotélico, lo episódico, es decir, impedir la aparición de intrigas paralelas, los azares gratuitos y puros, y sobre todo los actos y hechos sin consecuencia. No debía aparecer nada gratuito e inútil. Aunque existiera en la acción principal una o más acciones secundarias, éstas debían contribuir al desenlace final de la principal. Al considerar que “no existe acción humana, por sencilla que sea, que no esté sostenida por otras que la preceden, que la acompañan, que la siguen y que en conjunto la componen y le dan el ser” (87), el dramaturgo debía hacer un esfuerzo para poner en escena una acción principal. Este ideal se realiza con Racine; su tragedia Ifigenia ilustra de manera perfecta este principio. 3.2 La verosimilitud A las necesidades propias del género dramático, impuestas en parte por las exigencias materiales y temporales de la representación teatral, los teóricos de la doctrina clásica francesa le sumaron la de la verosimilitud. Las primeras podemos entenderlas como 116
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necesidades dramáticas que inicialmente se resolvían gracias a las reglas de las unidades; la segunda debe entenderse como una necesidad histórica impuesta por el contexto en el que la obra era representada y por las costumbres y las exigencias de los espectadores. La regla de la verosimilitud sirve para adaptar los diferentes elementos de la obra teatral al público; éstos debían funcionar en relación con “las ideas generales que el público clásico adquiría sobre la literatura en su conjunto y sobre el teatro en particular” (Scherer 368). A pesar de haber sido definida, casi unánimemente, como la más importante de la reglas de la estética clásica fue la que más polémicas desató puesto que trajo consecuencias que derivan de su propia naturaleza. La razón, además de ordenarle al artista “imitar la naturaleza”, lo obligaba, según los estetas franceses, a hacerla apreciar haciéndola parecer verosímil; el deseo de parecer natural engendra esta premisa fundada en la idea aristotélica de la “mimesis”. Lejos de provocar un realismo o naturalismo antes de hora, esta regla los encamina en la concepción de un ideal de belleza. La doctrina clásica no exige una imitación servil y fácil, pide una transposición de la realidad; “la poesía y las otras artes que se fundan en la imitación no persiguen la verdad sino la opinión y el sentir ordinario de los hombres”. Esta afirmación general le permite a D’Aubignac establecer, por ejemplo, que la “verosimilitud” es “la esencia del poema dramático”; sin ella “no se puede ni hacer ni decir nada razonable en escena” (76). Esto no quiere decir que se excluya lo “verdadero”, pero sí limita la selección de las cosas representadas a lo que es verosímil; para hacer entrar las cosas en el arte “es necesario suprimir o cambiar todas las circunstancias que no tienen este carácter e imprimírselo a todo lo que se quiere representar” (77). Después de D’Aubignac, Boileau, inscrito en la misma dirección, afirmará en su Art poétique que “lo verdadero puede algunas veces no ser verosímil” (241). Planteada a partir del comentario aristotélico según el cual la tarea del poeta no es “referir lo que realmente sucede sino lo que podría suceder y los acontecimientos posibles, de acuerdo con la probabilidad o la necesidad” (10-11), la regla de la verosimilitud hizo aparecer contradicciones y acarreó conflictos entre los teóricos y los dramaturgos en el momento en que esta norma se relacionó con las reglas de las unidades y sobre todo con la idea de 117
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lo verdadero. De manera generalizada los dramaturgos expresaron, en los prefacios y exámenes de sus obras, las consecuencias acarreadas por este principio que exigía, primero un alejamiento sistemático de la realidad, y segundo una adecuación con las inverosimilitudes convencionales resultantes de la aplicación de las reglas de las unidades. Se debatió mucho, por ejemplo, el hecho de que una acción pudiera desarrollarse en un solo día y en un solo espacio. No conviene ilustrar aquí el debate, pero sintetizando, es pertinente decir que tanto simpatizantes y detractores de las reglas tuvieron que concebir técnicas que les permitieran solucionar algunas de las contradicciones. Todo parece indicar que el comentario aristotélico, entendido por ellos como principio, no les planteó confusiones con la noción de verdad, y que por el contrario, al igual que las reglas de las unidades, la verosimilitud llegó a ser entendida como una convención teatral. Como se puede ver, la idea de verosimilitud no está desprovista de ambigüedades y plantea todo tipo de problemas ya que se hace sentir en todos los principios de concepción y elaboración de la obra dramática. Estrechamente ligada a la idea de necesidad, también aristotélica, en términos generales exige al dramaturgo dar una imagen justa, impresionante, pero, en ocasiones, más elaborada que la original. Del original se debe retener solamente los rasgos esenciales y permanentes con la intención de idealizar, de componer una imagen ideal. En el proceso de imitación se pasa de la verdad a la estilización, del modelo bruto a un embellecimiento moral y estético que al seleccionar y escoger transforma en cierta medida la naturaleza. El problema de la imitación suscitó un sinnúmero de polémicas que se reflejan en todos los debates estéticos de los siglos XVII y XVIII, muy particularmente en la Querella del Cid y en la de los Antiguos y los Modernos (1674-1714). En la medida en que se entendía el drama como la representación de la vida, se debía entonces desechar lo imposible, lo inverosímil e inclusive lo que fuera inverosímil y posible. Según los teóricos, la verosimilitud debía respetarse en el momento en que el dramaturgo concebía la trama; la falta de veracidad era admitida cuando el autor se inspiraba en la historia, que le servía de pase para introducir ciertos aspectos inverosímiles, pues se pensaba que la historia o más bien el pasado estaba poblado de seres 118
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fuera de los común: Corneille, por ejemplo, en el Discurso sobre la tragedia habla de una verosimilitud ordinaria o común y de otra extraordinaria; comenta ampliamente este aspecto y plantea sus acuerdos y desacuerdos no sólo con los críticos contemporáneos, sino también con Aristóteles. Los dramaturgos de la segunda mitad del siglo se apropian de esta regla. Todo debe ser verosímil y más o menos fiel a la realidad: se ejerce un control estricto sobre los sueños y sobre la imaginación, y van hasta corregir la realidad sobre todo en el caso de la historia y de las leyendas para adaptarlas a la idea que la gente se formaba de ellas. Por ejemplo, no eran permitidos los sacrificios (en la Ifigenia de Racine) y la insensibilidad al amor no podía existir (Hipólito en Fedra). 3.3 El decoro y el respeto de las convenciones sociales Entendemos aquí por decoro lo que los estetas franceses del XVII plantearon como la regla de la bienséance. Al igual que la de la verosimilitud, ésta debe también entenderse como una necesidad histórica puesto que se trataba de un medio para adaptar los personajes y las costumbres representadas a las del público de la época. Además de ser verosímiles, las costumbres de los personajes debían ser bienséantes (Scherer 383), es decir, decorosas. Esta regla deja adivinar las relaciones que el teatro estableció con la ética, la moral y en general con la teoría de las costumbres; la coherencia exigida en el plano ético-moral entre la obra y el público, permite entender lo que la sociedad condenaba entonces por malsano, enfermizo o de mal gusto. Así mismo, a través de ella percibimos las relaciones que mantenía la dramaturgia con la tradición, y la originalidad de su propuesta estética. Al acercarnos al momento histórico, la regla del decoro nos introduce en la modernidad y contemporaneidad de los problemas tratados. Resulta entonces imposible pensar que dramaturgos como Rotrou, Corneille y Racine recrearan los mitos grecolatinos y la historia antigua sólo por el placer de recrearlos. Tal anacronismo no existe puesto que de los modelos heredados sólo se conservaron los esquemas, los nombres de los personajes, las ideas directrices; sobre ellos se realizó un trabajo intelectual de adaptación en el que de acuerdo con la necesidad de la obra se crearon situaciones, se modificó la historia, se inventaron personajes que en algunos casos interactuaron con los de la historia. 119
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Es decir, dichos patrones sirvieron de receptáculo a los problemas del hombre moderno que para entonces tomaba conciencia de los dilemas que su subjetividad e individualidad provocaban. Sólo así se puede entender el trabajo creativo de Corneille en Poliucto, Cina, Horacio y Rodoguna, o el de Racine en Fedra, Andrómaca, Bayaceto y Británico: los héroes y heroínas de estas tragedias, Hipólito y Fedra por ejemplo, ya no entran en conflicto con una fuerza superior sino con su propia interioridad, con su individualidad, con lo que en la época se entendía como pasiones. El Nerón de Británico no es todavía el monstruo que nos descubre la historia sino, tal como lo explica el autor en su primer prefacio (1670), un “monstruo naciente” (Racine I: 215), enamorado, que todavía no ha desarrollado los excesos que le daría el poder. Poliucto, más que sacrificarse por una causa colectiva lo hace por una necesidad personal. Junie, cuyo amor se disputan Británico y Nerón, es un personaje totalmente inventado pero en él se representan de manera verosímil, no las costumbres de la Roma decadente sino las de la época de la representación. Andrómaca, aunque su condición de esclava griega la obligaba a entregarse a su captor, en la tragedia raciniana se ve abocada a respetar la memoria de Héctor para evitar el indecoroso segundo matrimonio. A grandes rasgos, la regla de la bienséance se dividía en dos, una interna y otra externa; las dos encuentran su origen en la estética y en la moral. La bienséance interna tenía que ver con las costumbres que se representaban en las obras; éstas debían ser buenas, sanas y nobles: virtuoso sin ser perfecto, el héroe o protagonista es llevado a cometer una falta ejemplar y necesaria. Dicha falta o error debía estar en relación con las situaciones, las condiciones sociales, la edad y el sexo representados; un guerrero no podía aparecer cobarde, un hijo no podía ser desobediente, una esposa no debía ser infiel, una adolescente no debía hacer público su amor, etc. Como se puede ver, en este plano también se hace evidente el conflicto con lo verdadero puesto que se ejercía un estricto control sobre aspectos de la vida cotidiana como los sentimientos, la sensualidad y muy particularmente sobre la sexualidad (Scherer 393-410). La bienséance externa tenía que ver con el espectáculo en sí y con el público en general; se exigía que la obra conviniera y fuera útil al espectador; el espectáculo no debía chocar ni agredir al público, razón por la cual quedaron excluidas
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las escenas violentas como duelos, muertes en escena, peleas, agresiones verbales, etc. El teatro libre y atrevido de principios de siglo cede su lugar a un teatro púdico, reservado, delicado. Esta purificación responde inicialmente a los progresos de la civilización clásica, a las delicadezas mundanas, al preciosismo del momento, a la presión religiosa, a las tendencias moralizadoras, a la idealización y racionalización del arte, pero ante todo a una exigencia estética que pedía belleza, grandeza, nobleza, eliminando así lo grotesco, lo feo y lo bajo ya sea físico o moral. En la medida en que esta regla respondía a un ideal, se puede decir que la regla del decoro, interna o externa, apuntaba más a la armonía que a lo verosímil: además de las cualidades estéticas, en la medida en que se le atribuía “la responsabilidad de hablar en nombre de las ideas eternas”, el personaje dramático debía irradiar “nobleza, grandeza, pompa, magnificencia, urbanidad” (Fumaroli 305). 4. Corneille y Racine o la tragedia regular Al finalizar la primera mitad del siglo, el teatro no es solamente un fenómeno literario sino también un fenómeno social de primer plano. La pobreza material de la institución teatral francesa de principios del siglo XVII no dejaba dudas, pero, gracias al mecenazgo ejercido primero por Richelieu y luego por Mazarin en nombre del rey, a partir de 1630 el teatro empieza a adquirir el rango y prestigio que le es conocido hoy. Desde 1634 se instalan las famosas “saisons théâtrales”, temporadas teatrales que reúnen a los asiduos de las salas de Richelieu y del rey. Los actores pasan de gente miserable a honorable, ricos y célebres al ser protegidos por el gobierno. Lo esencial de este impulso, además de institucionalizar el teatro, es el florecimiento de obras maestras en varios géneros dramáticos pues aparecen los jóvenes burgueses que producen las más variadas formas teatrales; éstas van desde las pastorales, pasando por los divertimientos, tragedias, tragicomedias, comedias, comedias-ballet, hasta las llamadas “pièces à machine” que desembocan en las operas barrocas de Lulli. La tragedia clásica en Francia se define por oposición a la tragicomedia que en la óptica de los estetas era percibida como el
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género irregular por excelencia; ésta necesitaba, en el modelo francés, acciones múltiples, muchos lugares, tiempo imaginario muy largo, escenas grotescas, sangrientas, eróticas, crueles… En general, la dramaturgia del teatro preclásico se caracteriza por ser el “teatro de la crueldad” espectacular, espectáculo fiel a la mentalidad y a la estética barroca; Jean Rousset, en La littérature de l’âge baroque en France: Circé et la paon, explica que este drama del horror estaba lleno de combates, duelos, suplicios, torturas, violaciones o tentativas de violaciones, caricias obscenas, suicidios, muertos, cadáveres, calaveras, decapitados, todo integrado a una violencia discursiva y actoral (81). El auge de la tragicomedia en los primeros cuarenta años del siglo provoca la casi desaparición de la tragedia. Las pocas tragedias de este periodo incluían graves debates filosóficos, políticos y morales en héroes con destinos sobrehumanos, poderosos en el crimen o en la virtud: se pueden recordar L’hercule mourant (1634) y Le véritable Saint Genest (1645) de Jean Rotrou, Medea (1637) de Corneille, Marianne (1637) de Tristan l’Hermite, La mort d’Agripinne (1653) de Cyrano de Bergérac, entre otras que desde 1630 empiezan a recuperar este género olvidado durante el periodo barroco. A mediados del siglo, la tragedia toma fuerza y progresivamente se impone sobre la tragicomedia. Su auge está ligado a la victoria del espíritu de la estética clásica sobre las expresiones del arte barroco. El anti-barroquismo del clasicismo francés no deja dudas; el ideal de belleza clásica se impone a partir de Malherbe y su obra; se establecen los principios de estabilidad, equilibrio, unidad de punto de vista, composición uniforme, importancia de la construcción, en contraposición a algunas de las características barrocas como la inestabilidad, la excesiva movilidad, el punto de vista múltiple, la composición multiforme, la desaparición o desintegración total o parcial de las formas tradicionales (Rousset 201). Lo que inicialmente se le exigió a la lírica, pasa al teatro y genera el renacimiento de la tragedia y con ella de los géneros heredados de la antigüedad. Este neoclasicismo acalla en Francia el desarrollo de los géneros modernos que se anunciaron con el Barroco y el Manierismo y sobre todo afirma la exigencia técnica de la composición de la tragedia. El Barroco en Francia se limitó a las artes decorativas y de interiores, mobiliario, adornos, marcos, etc. (177).
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A partir de la Querella del Cid la mayoría de los tratados poéticos se convierten en tratados sobre la tragedia en los que se desarrolla un aristotelismo acompañado de “exigencias modernas como la bienséance y la grandeza heroica” (Morel 168). La tragedia, caracterizada por la regularidad, es definida como el lugar de un perfecto equilibrio entre “acción y discurso” (166); a las exigencias propias de la expresión dramática se les sumaba un apego a las reglas para lograr claridad en la exposición, eficacia en la representación de la acción, sublimidad y magnanimidad en los versos y en el ritmo, equilibrio en sus partes, sensibilidad y naturalidad en sus problemas, coherencia entre las situaciones y la retórica, etc. El desarrollo de la tragedia expresa en Francia la toma de conciencia de la literatura francesa; tanto estetas como críticos y creadores entendieron que habían llegado a un punto de madurez de su cultura y que una literatura nacional debía tener en cuenta la “tradición en la que se encontraban los temas y las formas” así como el público al “que debía seducir” (185). La tragedia se muestra entonces como el género aristocrático por excelencia: se trata del género deseado por los especialistas, los teóricos, los hombres de estado, los intelectuales. Se repudia entonces el hedonismo, el mundanismo, la variedad ruidosa, el expresionismo complaciente, y se busca más bien una reflexión sobre la condición humana, se aspira a la grandeza, a la nobleza de sentimientos, a la austeridad y ante todo a la interioridad. Con las tragedias de Corneille se empieza a hablar de “teatro regular”; obras como Horacio (1640), Cina (1642), Poliucto (1643), La muerte de Pompeo (1643) y Rodoguna (1644) se caracterizan ya por su sencillez, rapidez de acción, por el paroxismo heroico particular del teatro corneliano, por el dominio de la progresión y desarrollo de sus intrigas. Con ellas su autor se afianza como el dramaturgo de la historia y de la política; en ellas, nos dice Jacques Morel, se manifiesta “un sentido agudo del devenir histórico y del alcance que en él pueden tener los actos individuales, así como las decisiones soberanas” (333). Estas tragedias presentan ya todas las exigencias, formales y de contenidos, de la doctrina clásica: los principios estéticos impuestos por los teóricos y deseados por el público se expresan
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a lo largo de la estructura “interna” y “externa”4 de estas obras consideradas como el resultado de la madurez dramática de Corneille, quien después de haber compuesto tragicomedias y comedias de corte barroco y fantástico llega o más bien hace posible el ideal de la tragedia regular. El Cid, aunque todavía contenga elementos trágico-cómicos, es una tragedia considerada como uno de los primeros modelos en este periodo de transición5. La evolución dramática vivida por el autor, de la composición del Cid a la de Horacio, salta a la vista; más que una ruptura o cambio brusco, éstas revelan un paso continuo y una transición sin interrupción (Doubrovsky 87). En Horacio Corneille unifica el tono y logra la condensación de la acción, del tiempo y del espacio que caracterizará la tragedia clásica francesa; las escenas de tono cómico (serio) que aún aparecían en la primera de estas obras son remplazadas, desde el inicio, en la segunda, por escenas patéticas, aflictivas que van en aumento hasta alcanzar el paroxismo trágico en los actos III y IV donde Horacio mata en duelo, primero, a su cuñado y amigo Curacio, y luego, en una escena de corte familiar, a su hermana Camila. A pesar de haber llegado al punto de tensión más alto en este último acto, el interés se mantiene en el quinto acto hasta llevarnos a un desenlace feliz en el que el rey, en nombre del estado, justifica el acto fratricida del héroe. Esta estructura dramática caracterizará, con algunas variantes, la tragedia corneliana. Las tragedias cornelianas son tragedias de final feliz. En ellas su autor busca despertar, no el terror y la piedad como lo hará Racine, sino más bien la sorpresa, el encantamiento y por enciJacques Scherer en La dramaturgie classique en France plantea que las reglas afectaron todos los aspectos estructurales de las obras dramáticas de este periodo y propone estudiar entre los aspectos de la “estructura interna” los personajes, la exposición de la intriga, los obstáculos, las peripecias, las unidades de acción y de tiempo y el desenlace. En la “estructura externa” considera la puesta en escena y en general todo los elementos de esta actividad, la unidad de espacio, y los aspectos formales que revisten la obra como la división en actos, el encadenamiento de estos, las escenas y la lógica de su unión, los tipos de escenas, la composición en verso, los diálogos, los apartes, los monólogos, etc. Ver la referencia en al bibliografía. 5 En las primeras ediciones del Cid Corneille la presentó como una tragicomedia, pero en las ediciones de después de 1648, y muy particularmente en la de 1660, momento en que compone los Examens, la presenta como tragedia. Lo mismo sucede con Clitandre. Las dos obras fueron retocadas por el autor. 4
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ma de todo la admiración por sus héroes. En el Discours sur la tragédie Corneille manifiesta su desacuerdo con el fin del placer trágico impuesto por Aristóteles y exigido por los teóricos de la época. En la perspectiva corneliana el terror y la piedad no curan ninguna pasión; la noción de catarsis es remplazada en sus tragedias por la de admiración que, según él, puede desembocar en un sentimiento positivo, efecto de un acto heroico, o en uno de horror, producto de un acto criminal y terrible (1999, 99-104). En consecuencia, el sentido trágico corneliano no está fundado en la fatalidad sino en un conflicto que pone a prueba todas las fuerzas humanas para sobrepasar las desgracias; la dramaturgia de Corneille es “sencilla, sumaria. Los episodios se presentan como variaciones sobre un tema único: la conquista o más bien la reconquista del Yo sobre la naturaleza, para llegar al dominio de sí y del otro” (Doubrovsky 301-302). Corneille transpone e interpreta en sus tragedias el ideal de heroísmo de la época, las aspiraciones aristocráticas, el catolicismo equilibrado de su rey, el estoicismo y el metodismo de sus contemporáneos. Sus tramas son de marcada tendencia política y a través de ellas se evalúan los problemas de la colectividad humana, la ideología política del momento, los aspectos virtuosos o maquiavélicos del gobierno, la compatibilidad de la moral con la política, del amor con del heroísmo. En este sentido su tragedia es representativa de la época y parece obedecer más al deseo de un ideal estético que a un momento histórico-filosófico trágico: “la tragedia de final feliz, que ofrece el espectáculo de héroes ejemplares vencedores del mal y de la desgracia, encuentra su justificación última en la doxa propia de un público cristiano y monárquico, que le dicta su estructura y que ella tiene como función celebrar” (Fumaroli 34). Después del Cid, el dramaturgo hace algunas concesiones a la crítica y a la cultura humanista impuesta por los doctos de la época. Las libertades de las primeras tragedias, Clitandre (1631), Medea (1635), quedan atrás y por el contrario, en una especie de táctica que le permite congraciarse con los estetas y afirmar la originalidad de su obra, el autor va a reivindicar “el valor normativo de su propia obra y, al mostrarse como crítico soberano, deduce de sus obras las nuevas reglas y la jurisprudencia de un arte dramático francés moderno”; Corneille le atribuye a su obra “una función mediadora y fundadora del teatro francés, heredero del teatro antiguo, pero adaptado a los tiempos modernos” 125
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(Fumaroli 34). Más allá de las defensas y reclamos realizados a sus críticos en los prefacios de sus obras, al llegar a los Discours y Examens, seguro de los aciertos y convencido de la importancia de su obra, Corneille se presenta ante las futuras generaciones como el ejemplo digno de ser imitado. La regularidad de las grandes tragedias, las compuestas en la década del cuarenta, se percibe en la complejidad dramática desarrollada a pesar de la exigencia de normas y principios que en ocasiones impide inclusive hacer viable un espectáculo teatral; la depuración de la escena, la eliminación de todo tipo de situaciones impresionantes y violentas, la condensación de la acción, del espacio y del tiempo, el acallamiento de la voz del autor en la elaboración de su obra, entre otras, llevó al dramaturgo a desarrollar una técnica dramática en la que la movilidad y acción física propias del sentido de la palabra drama se vieron afectadas. Lo más importante aquí no es observar el equilibrio formal de la división en actos y en escenas ni la armonía de la composición en versos alejandrinos, sino los aciertos dramáticos, es decir teatrales, logrados cuando lo que se exigía era un sacrificio de los efectos escénicos: […] en el poema dramático, es preciso que el poeta se explique a través de la boca de los actores: no puede emplear otros medios y no se atrevería él mismo a mezclarse con ellos para acabar la explicación de las cosas que él no les hubiera hecho decir; si un templo o un palacio debe hacer parte de la decoración de su teatro, es preciso que alguno de los actores nos lo diga […]. En fin, todas las cosas que el poeta pone en su teatro y todas las acciones que allí deben suceder, no necesitan de su ayuda para ser conocidas éstas deben ser explicadas por aquellos que él hace actuar. (D’Aubignac 53-54)
Corneille crea entonces un teatro centrado en la fuerza del diálogo y no en el actuar de los personajes; de aquí que la gran paradoja de este teatro resida precisamente en la capacidad teatral exigida a la oratoria y a la retórica; el aspecto “didascálico” (Ubersfeld 17), es decir, la teatralidad, lo referente a la puesta en escena, vestuario, gestos, desplazamientos, etc., debe ser deducido por los actores-lectores del diálogo. Al considerar esta característica, podemos inscribirnos en el acierto de Marc Fumaroli quien en su estudio Héros et orateurs: rhétorique et dramaturgie conrnéliennes, 126
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entiende a los personajes más como oradores que como actores. En una de las tesis centrales de este estudio, su autor demuestra que en la tragedia clásica francesa la visibilidad teatral se basa en la magia del verbo; el espectáculo, según él, no se realiza en el escenario sino que se proyecta en la imaginación del auditorio gracias al poder evocador y la eficacia de las figuras que adornan el discurso de los personajes. Los dramaturgos del XVII, Corneille en particular, al depurar el escenario, crearon “unas condiciones favorables para el desdoblamiento suntuoso del verbo retórico, cuya finalidad es crear en el espíritu del espectador-auditor el relieve de la visión interior”, lo cual hace que la tragedia clásica francesa sea una “cosa mentale” (Fumaroli 298). Comparado con el teatro de Shakespeare o de Calderón, el teatro francés de esta época resulta rígido y quieto; sus personajes, presos de dilemas y contradicciones, dialogan o monologan en ambientes cerrados y sombríos que limitan sus movimientos. Presionado por el espacio y por el tiempo, el personaje de estas tragedias se precipita a una catástrofe en la que sólo el movimiento final cuenta. Sería imposible entender el papel jugado por Racine en la historia de la dramaturgia francesa sin tener en cuenta la labor realizada por Corneille. Éste y su generación abonan el terreno para que el huérfano de Port-Royal despliegue su genio. Pero, aunque la continuidad exista y las primeras tragedias de Racine, La thébaïde (1664) y Alexandre le grand (1665), estén todavía muy cerca de los temas y modelos cornelianos, la técnica dramática y la visión de lo trágico son radicalmente diferentes. En el sentido lógico de la evolución de la tragedia clásica francesa Racine debía hacer una propuesta original para desplazar a Corneille, amo y señor de la escena de la época. A partir de Andrómaca (1667) el sentido trágico raciniano se afianza y hace sentir que la grandilocuencia oratoria de la tragedia corneliana está pasada de moda; en este sentido, la frialdad con que el público recibe las últimas tragedias de Corneille es reveladora: después de diez años de ausencia los franceses se mostraron indiferentes ante Sertorius (1662), Sophonisbe (1663), Agésilas (1666) y Atila (1667). Existe un abismo enorme entre la solemnidad del discurso de Corneille y la economía retórica y la fuerza imaginativa del lirismo raciniano; entre la tragedia de inspiración política del primero y la tragedia pasional del segundo: mientras que Corneille creó una tragedia en la que predominan las razones del estado y el dominio del 127
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Yo, Racine inventó una tragedia absolutamente moderna en la que las razones del corazón, del amor, de los sentimientos, eliminan todas las otras. Lo que para Corneille fue la política y la razón, para Racine fue el amor: amor trágico por excelencia. Al respecto, George Steiner anota en La mort de la tragédie (La muerte de la tragedia): “la imaginación de Corneille no podía penetrar esta cualidad del espíritu que haría renunciar a un imperio por el amor de un ser” (75). En las tragedias racinianas el amor remplaza el sentido de la fatalidad antigua reservado al destino; en Andrómaca, Britannicus (1669), Bérénice (1670), Bajazet (1672), Mithridate (1673) y Fedra (1677) esta fuerza sobrenatural, exterior, es interiorizada: la fatalidad en Racine es interior e individual, razón por la cual sus tragedias toman características psicológicas. Al hacer de la pasión amorosa el eje central de la acción trágica, el dramaturgo ubica la problemática en el plano de lo humano; aunque traídos de la mitología antigua o de la historia, los personajes representan de manera más verosímil la condición humana. A excepción de Ifigenia (1674), en la que lo maravilloso y sobrehumano parece conservar las características originales del mito griego, en las tragedias en las que el amor determina la acción todo es llevado al plano de lo íntimo. Corneille había escogido como lugar único de sus intrigas el espacio público de la sala del palacio; Racine, en cambio, se decide por el espacio íntimo de la alcoba; es decir, el espacio en el que se sufre, se ama, se llora, se delira, se susurra, se confiesan secretos y debilidades. En este espacio sus personajes entran en crisis y no saben qué hacer, “caen en la insuficiencia trágica y dudan de su identidad, olvidan sus obligaciones, reniegan de sí mismos y se libran ciegamente a la fuerza que los arrastra a su perdición” (Rohou 61). Racine impone una forma racional a problemas pasionales que de hecho niegan la razón. Pareciera que el autor de Fedra dudara de la primacía del Yo sobre la naturaleza, representado de manera heroica por Corneille, y decidiera a la vez demostrar que la razón tiene sus límites. La naturaleza en Racine es una fuerza incontrolable y frente al individuo es cruel e impenetrable; las máximas pascalianas según las cuales “todo nuestro razonamiento se resume en ceder al sentimiento” y “el corazón tiene razones que la razón no entiende” (1221) encuentran en estas tra128
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gedias su máxima expresión. Pirrus, Orestes, Hermione, Nerón, Berenice, Roxana, Atalide, Bajazet, Hipólito y Fredra, todos sin excepción son personajes poseídos por el amor y los celos, aman y no son correspondidos, todos son dominados por la naturaleza que, bajo la forma de la sensualidad y la sensibilidad, de manera inevitable los condena al suicidio, a la locura, al deliro, al crimen. Los personajes racinianos son conscientes de la dependencia pasional y la rechazan sin poder vencerla; la condición trágica de su existencia está marcada por esta imposibilidad. Del tema de los sentimientos y amores cruzados, propios de la novela, Racine hizo un tema trágico; sus héroes y heroínas toman conciencia del sentido trágico de sus existencias en el momento en que se enamoran y sobre todo en el momento en que el objeto de sus deseos no les corresponde. El amor entendido como un absoluto provoca una ruptura irreconciliable del héroe con el mundo. Al sentirse poseído por la pasión, el héroe raciniano se encamina en el sentido opuesto del heroísmo corneliano. Los personajes de Racine ilustran la condición normal de seres humanos abandonados a su suerte, inocentes en sus intenciones pero corrompidos en su naturaleza profunda; por lo general, oscilan entre la conciencia de sí, capaces de conocerse y condenarse, y la incapacidad de transformarse porque están dominados por la concupiscencia. Como Roxana y Fedra, todos son lúcidos, con dominio de sí mismos, pero, al mismo tiempo, provistos de una conciencia crítica que los tortura y empeora su condición. Inscrita en un contexto cristiano que los críticos como Goldmann, en Le dieu caché, no han dejado de explicar, la tragedia raciniana impregna el mito griego, la historia y las leyendas bíblicas (Esther 1689, Athalie 1691) de todos los problemas y contradicciones del hombre moderno: la afirmación de la individualidad, la razón y sus límites, la reivindicación del deseo, la culpabilidad fundamental frente a una autoridad divina todavía presente hacen parte del trágico raciniano. En términos generales, Racine significa en la historia de la dramaturgia francesa el dominio absoluto de la forma clásica la mayoría de los críticos lo han considerado como el equilibrio perfecto entre la norma y la creatividad y han ido hasta afirmar que se trata de la regla hecha persona. En las tragedias racinianas las reglas engendran un teatro cruel; los personajes son sometidos 129
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a una acción dinámica en la que los obstáculos, malentendidos, dilemas y peripecias son concebidos como una maquinaria que destruye a los seres y sus sentimientos. El héroe raciniano se encuentra siempre en el camino prohibido; encerrado, presionado, desequilibrado, se ve obligado a actuar y se encamina hacia la muerte sin percibir ni un solo momento de esperanza. Al suscitar el terror y la piedad, al hacer llorar y temblar, Racine pretende llevar al espectador a una reflexión sobre las pasiones que aniquilan al hombre; el amor y todos los sentimientos derivados de éste, la ambición, en particular, aparecen como fuerzas que esclavizan y llevan al sufrimiento. Entendidas como “pasiones”, éstas llenan a los seres humanos de deseos irresistibles que los alejan de la lucidez y de la razón. Como todas las grandes obras, la obra de Corneille y de Racine ha provocado todo tipo de reacciones e interpretaciones; la crítica del XVII no los perdió de vista ni un solo momento y estuvo atenta inclusive a los silencios de los autores. Sus contemporáneos ingleses fueron sensibles a la belleza de su producción trágica, pero, tal como lo demuestra el autor de La mort de la tragédie, entendieron también que traducidas al inglés y puestas en escena en Inglaterra no podían tener éxito (Steiner 52). La creación de la Comédie Française, institución teatral oficial desde Luis XIV, consagra y exige en Francia la imitación del tono grave y sublime de la tragedia clásica. A lo largo del XVIII la tragedia fue practicada con cierto éxito por La Motte, Crébillon padre y por Voltaire entre otros, pero, curiosamente, Corneille y Racine no encontraron herederos que hicieran de las normas clásicas algo tan natural. El modelo de la tragedia clásica se volvió mecánico y simplemente se repitió hasta desaparecer. Desde la Querella de los Antiguos y los Modernos, que toca su fin hacia 1714, pasando por Diderot, Lessing, Goethe, Schiller, hasta la revolución romántica francesa liderada por Hugo, todos los debates estéticos relacionados con la dramaturgia y de manera obvia las nuevas propuestas estético-dramáticas que resultan de ellos tienen como referente inicial la tragedia clásica del dramaturgo de Rouen y del huérfano de Port-Royal. Sin ellos hoy no tendríamos la teoría y el drama burgués de Diderot y Sedaine, la tragedia burguesa de Lessing, el drama romántico de Schiller,
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y no entenderíamos el Racine y Shakespeare de Stendhal, ni el famoso Prefacio de Cromwell de Victor Hugo. La crítica moderna desde Chateaubriand, Sainte-Beuve, Brunétière, Lanson, hasta Steiner y Lucien Goldmann, ha sido seducida por la importancia de la obra de Corneille y sobre todo por el enigma de la obra de Racine, quien a diferencia del primero guardó absoluto silencio con respecto a su técnica e ideales dramáticos. Aunque la puesta en escena de una de estas obras resulte rara fuera de un teatro francés, no se puede negar que la tragedia clásica francesa marca un hito en la historia de la dramaturgia occidental. Referencias bibliográficas Aristóteles. Poética. Trad. Angel J. Cappelletti. Caracas: Monte Avila Latinoamericana, 1990. Becq, Annie. Genèse de l’esthétique française moderne 1680-1814. Paris: Albin Michel, S.A., 1994. Boileau, Nicolas. Satires, Épîtres, Art poétique. Ed. Jean-Pierre Collinet. Paris: Gallimard, 1985. Corneille, Pierre. Théâtre complet I. Comédies. Ed. Jacques Maurens. Paris: Garnier-Flammarion, 1968. ---. Théâtre II. Tragédies. Ed. Jacques Maurens. Paris: GarnierFlammarion, 1980. ---. Trois discours sur le poème dramatique. Ed. Bénédicte Louvat y Marc Escola. Paris: Garnier-Flammarion, 1999. D’Aubignac, (L’Abbé). La pratique du théâtre. Ed. Pierre Martino. Alger: Faculté des lettres d’Alger, 1927. Doubrovsky, Serge. Corneille et la dialectique du héros. Paris: Gallimard, 1963. Elliot, Revel. Mythe et légende dans le théâtre de Racine. Paris: Minard, 1969. Fumaroli, Marc. Héros et orateurs: rhétorique et dramaturgie cornéliennes. Genève: Librairie Droz S.A., 1996. Goldmann, Lucien. Le dieu caché: étude sur la vision tragique dans les Pensées de Pascal et dans le théâtre de Racine. Paris: Gallimar, 1959. Larthomas, Pierre. Le langage dramatique. Paris: Presses Universitaires de France, 1980. Molière. Œuvres complètes. Ed. Robert Jouanny. Vol. I. Paris: Garnier, 1962.
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Existe un mayor grado de intensidad y universalidad en lo
trágico, en las percepciones de lo trágico, sobre las demás distinciones categoriales estéticas, pues si bien los matices de una fenomenografía del dolor se dirían pertenecientes a una gama de gradación análoga a cualquier otra, lo cierto es que el fuerte sufrimiento y el hecho de la muerte, más los pasos intermedios, a que éste puede conducir, o ser consecuencia, establece un régimen riguroso e intensivo, y que en medida importante –como advertía el tópico tradicional– iguala la vida de los hombres, pero también la diferencia, e incluso con preeminencia supera los límites culturales, por más que las religiones y el régimen de las creencias asegure una vida nueva tras la extinción de la vida terrenal en tanto que la muerte no sería sino renacer o, en otro caso, transmigración o transformación. Edmund Burke, en su conocida investigación estética, subrayó especialmente, de forma muy empírica para la cultura de la segunda mitad del XVIII, el carácter más incisivo y duradero de las percepciones del horror. Todo esto describe un sentido especificativo de la continuidad del mundo y del arte al tiempo que una limitación de las consecuciones y grados en razón de lo atenuado por la mera apariencia que ofrece el arte. A diferencia, pues, de la relación entre belleza artística y belleza natural, lo trágico presenta una escala de relación evidentemente semejante pero de penetración natural mucho más contundente, dolorosa, poniendo a su vez de manifiesto la evidente distancia que existe, por decirlo en pocas y claras palabras, entre ficción y realidad. El objeto del arte, decía Friedrich Schiller a propósito de lo sublime y de lo patético, es lo suprasensible, concepto por otra parte muy superior filosóficamente al de ficción, que en todo caso debiera acabar por remitir al esquema verdad/mentira
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que lo subsume y justamente reduce. El hecho, sea como fuere, señala históricamente la ingente dimensión teórica de lo trágico por encima de cualquier otra consideración estética. En general, la consideración estética de lo trágico ha de comenzar, y no podía ser de otro modo, como hacía Hume aristotélicamente en su ensayo “Sobre la tragedia”: preguntándose cómo el terror puede producir placer (66-77). Él entiende que alguna razón tenía Fontenelle en sus reflexiones sobre poética al considerar el pesar leve y agradable, el dolor muy atenuado como en ciertas cosquillas, pues por naturaleza gusta al corazón ser conmovido, pero que, artísticamente, el surgir placer de un fondo de gran inquietud sólo viene en definitiva asegurado por la elocuencia o el arte con que es representado lo horrible o deprimente. La pregunta de Hume ha sido muy reiterada, antes y sobre todo después de él, por lo común ya sobrepasadas las causas de la mímesis aristotélica. Así Meumann o Nicolaï Hartmann también se interrogan por la apreciación de lo desagradable o doloroso. Para el primero dicha cuestión se resuelve en el interés por el dolor humano, el tratamiento de ese dolor mediante la representación del individuo interiormente dueño de sí mismo, siendo que dicha elevación es expresión de grandeza y despierta el placer (161). Para Hartmann, puesto que lo trágico consiste en la decadencia de algo humano que tenemos por gran valor, sentir placer en la vida por tal decadencia no sería sino perversidad (448), pero sucede que lo trágico del arte no es la decadencia sino un aparecer de ésta que deviene sentimiento compartido y una magia estética de lo trágico o transfiguración de lo humano. Claro, Meumann y Nicolaï Hartmann son, además, teóricos postkantianos, que ya asumieron de algún modo el sentimiento mixto de lo sublime formulado en la tercera Crítica. Lo que quizás sí debiera haber recordado Hume es el alegrarse con temblor (exultare cum tremore didici) de San Agustín en De Doctrina Christiana a propósito justamente del estilo sublime (O.C., vol. 15). En fin, existen un placer mixto y un placer de lo trágico en el arte por completo alejados de la patología y la perversión, y si bien el arte no es irresponsable o arbitrariamente imaginario como el sueño, lo cierto es que sin esas formas de placer no es explicable la vida del espíritu humano. Es preciso recordar que la tradición antigua y clásica elevó la poesía en tanto que tragedia al lugar preeminente de las artes en 134
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general. Y así ha permanecido en la valoración jerárquica desde la Poética de Aristóteles hasta los modernos Schiller, Hegel y Nietzsche, por señalar tres momentos decisorios y distintivos de esta época. Ahí existe un significado de todo punto relevante que nos resulta inevitable interpretar, además de calibrar la medida de sus posibles excepciones y límites, que conduce por otra parte a la subsiguiente pregunta, en dos términos: primero, acerca del efecto purgativo o medicinal que la expresión o contemplación de lo trágico procura y tan intensamente lo aquilata una valoración estética o poetológica más de dos veces milenaria; segundo, acerca de si lo trágico ya ha perdido definitivamente esa primacía axiológica estética y artística de primer rango; y, finalmente, de ser afirmativa la respuesta a esta última pregunta, acerca de cuál es su porqué. 2 Edgar Morin, entre otros, ha recordado cómo Freud explicaba de manera admirable la voluptuosidad del escritor dando muerte a su personaje y la voluptuosidad del lector o espectador, pues en la literatura existen hombres que saben hacer morir y personajes que saben morir (180-181). El crimen también poseería un sentido iniciático en el devenir de la persona que llega a ser asesino. La serenidad de Goethe provendría de la muerte de Werther, etc. Se trataría –aduce Morin– de una posible reconciliación y, en fin, de una muerte estética capaz de satisfacer inofensivamente la agresividad de los hombres al tiempo que apenas deja participar en el ciclo de muerte-renacimiento para el que son necesarios auténticos sacrificios. El teatro, la tragedia, que significaría una verdadera hecatombe de muerte-nacimiento, constituiría, mediante la catarsis, una ceremonia todavía medio sagrada. Me permitiré hacer notar cómo desde la Ilustración las grandes polémicas de la cultura estética alemana (dejando ahora a un lado las llamadas guerras filológicas), fueron eminentemente disputas ejercidas sobre un fondo doctrinal relativo a la tragedia o a lo trágico. El hecho es que con la modernidad lo trágico deviene problemático más allá de su entidad de fundamento antiguo; y si hegelianamente el arte es cosa del pasado, en primer lugar lo sería la tragedia, cuyo tema verdadero original es para Hegel lo divino que deviene en la realidad mundana lo meramente éti135
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co (276-277). En la primera gran polémica alemana, cuando los suizos Bodmer y Breitinger se oponen ruidosamente al intento de creación de un teatro nacional alemán tal como preconizaba Gottsched, fundado en el ejemplo del neoclasicismo francés, están actuando guiados en última instancia por el ejemplo de los teatros nacionales inglés y español, es decir Shakespeare y, quizás, la tragedia cristiana de Calderón. Las dos grandes actividades polémicas de Lessing, la que surge con Winckelmann en torno a la capacidad expresiva de la obra escultórica Laocoonte, y aquella otra que produce los escritos de la Dramaturgia de Hamburgo, son asimismo discusiones que giran en torno a la entidad del arte trágico. Otro tanto hay que decir acerca de la tercera gran controversia, la que tuvo lugar, sobre todo con Wilamowitz y Rohde –también Wagner–, a partir de la célebre primera obra de Nietzsche dedicada al nacimiento de la tragedia griega, aunque en realidad aquí se dirimían más bien posturas personales e incluso –indirectamente– de clanes académicos. De no ser por Schiller y los románticos, como veremos, la construcción del pensamiento moderno no configuraría en modo alguno una propia postura doctrinal sino el inopinado mantenimiento del primer rango de lo trágico en la jerarquía valorativa, en sentido estético pero sin duda como reflejo ético de un aspecto muy general. Ciertamente, cabría decir, por ejemplo y sobre todo, que la música fue elevada por el pensamiento idealista al primer grado en la escala de las estimaciones, pero nótese que ésta es una distinción entre artes, y que la categorización de lo trágico o bien su entidad artística dada se subsume en cualquiera de esas u otras artes, como de hecho vino a suceder históricamente con el drama musical wagneriano, siendo que el relevo musical, en realidad fundado sobremanera en la distinción de la poética schilleriana –que dualizaba las categorizaciones de musical y plástico–, era, en tal propósito, el relevo de la pintura o la plástica renacentista para una nueva época. El problema poetológico moderno de la tragedia, que se comienza a atisbar en los empiristas Addison o Burke, es el de su deslocalización teórica en el espacio de aquello que va a ser la nueva estética, es decir la Estética, además instituida como disciplina autónoma a partir de Hutcheson o Baumgarten, y especialmente a partir de Kant. El único apoyo verdaderamente serio sólo llegó 136
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a concretarse en la Dramaturgia de Hamburgo de Lessing. El objeto general de la Crítica del Juicio y la escasa penetración artística del genio de Könisberg debió hacer patente un fenómeno de desfase doctrinal tomadas en cuenta las importantes decisiones que adoptó Lessing para el nacimiento del teatro nacional alemán tanto en su proyecto de autor teatral como de crítico del género y la escena dramática. Esto es así porque en la tercera Crítica se sigue manteniendo la absoluta supremacía artística de la poesía –y acaso se pudiera sobrentender que de la tragedia (Parág. 51 y ss.)– y, ciertamente, Kant (que alcanzó a escribir algunos ensayos, como los dedicados a filosofía de la historia, que podrían contestar al que fue su desencuentro con Herder) no estaba en condiciones de hacer otro tanto con el lenguaje (por seguir nosotros otro gran aspecto de la controversia herderiana) o, ya muy hipotéticamente, mucho menos con la tragedia. De ahí también la extraordinaria relevancia de los escritos de Schiller sobre lo sublime y lo patético, gracias a los cuales el pensamiento moderno accede a un insdispensable sentido de coherencia mediante la asimilación estética de lo trágico como sublime patético y por este camino la reasunción de facto del aristotelismo de la catarsis. En cualquier caso, no sólo la radicalidad dilucidadora de los extremos exige advertir la relación trágico/cómico, o humorístico, como designarán inmediatamente los románticos. En tanto que lo sublime integraba en la nueva estética lo trágico, el intento de Jean Paul Richter de presentar la destrucción de esta entidad sublime como presupuesto del humorismo significaba asimismo la destrucción romántica, al menos en un orden de prevalencia categorial, de lo trágico (Cap. 5). Desde el momento en que la Romantik alemana centró el dominio del sujeto y estableció la vida como arte y el alma bella, trasladó definitivamente a la esfera de lo individual y privado, por así decir, el asunto trágico, disolviendo esa cultura ritual, estética y ética que culminó temprana y originalmente en la antigüedad clásica. El fundamento trágico, como tantas otras cosas, pasaba o comenzaba a estar en el individuo mismo, en su libertad y su interior abismal, y no propiamente en el destino. Esto en una medida parcial es la razón del teatro de Schiller, el segundo momento del teatro nacional alemán; el resto sería materia legendaria o histórica. Ahora bien, el asunto de la desestabilización teórica de la preeminencia de las expresiones artísticas de lo trágico, que en la obra teórica de Jean Paul, 137
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como el conjunto de sus propuestas doctrinales, no es más que un intento de sobreposición al pensamiento de Friedrich Schiller –del cual depende en toda su estructura fundamental–, arranca justamente de Sobre poesía ingenua y poesía sentimental, donde por primera vez se argumenta fehacientemente la posibilidad de superioridad de la comedia sobre la tragedia (38-39). Esta última, según Schiller, es superior en razón de su objeto pero no en razón del sujeto, pues en la comedia nada sucede por el objeto y todo por el poeta, que no ha de tomar impulso, en aquél casi ya dado por la materia, sino estar, permanecer igual a sí mismo, es decir ser bello con facilidad y de modo permanente, a diferencia del poeta trágico, cuyo carácter sublime de ser libre lo será a intervalos y esforzadamente. La belleza cómica produce, pues, una libertad de ánimo que la tragedia sólo aspira a alcanzar superando la violencia de las pasiones. Desde el criterio de Friedrich Schiller, pues, existe un seguro efecto liberador en la comedia. El liberar o purgar el alma, que todo el mundo recuerda como la gran cuestión finalista de la kátharsis aristotélica y cierto correlato hipocrático, era reservado a la tragedia, aunque también relativo a la música, pues adviértase que en la Política Aristóteles hace notar cómo a través de las melodías sacras, que producen el frenesí místico, vemos restablecerse las almas en virtud del tratamiento catártico. Y las almas necesitan ser purgadas a consecuencia de, o bien de las pasiones extremadas; necesitan ser aligeradas, como encantadas, y para ese fin sirven las melodías purificadoras, que por demás producen un placer inocente. Son melodías previstas, que escapan a la peligrosidad no reglada de la música que tanto preocupaba en la época clásica, como se puede recordar en la polémica de Damón sobre el nomo apoyada por Platón y ese gran relato sobre el mito de Orfeo o Apolo y Dionisos en cuyo argumento se describe el control del ánimo y la reconducción a la mesura del sátiro perseguidor de la doncella gracias a la intervención adecuada de la penetrante melodía de la flauta. Como veremos, no es casual que este mismo mito también exista referido a Pitágoras. Otra cosa es que, a mi modo de ver, también sea pertinente interpretar la catarsis en ciertos extremos de la representación plástica (pienso especialmente en un caso como el de varias obras de Goya, en tiempos modernos, una vez definitivamente olvidada la profun138
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da exclusividad inquietante y misteriosa –peligrosa– del oído, que en la antigüedad y en épocas y doctrinas clasicistas reservaba con exclusivismo a las artes auditivas de poesía y música esta finalidad). Estamos, desde luego, ante materia secularmente tratadísima, cuando menos a partir de y en lo referente al fragmento definitorio de la tragedia en la Poética (Aristóteles 1449b)1, pero asimismo es a mi juicio materia de consideración de todo punto irrenunciable. El hecho es que el despitagorizador Aristóteles asume en la Poética, a propósito de la definición de la tragedia, una concreción fuertemente pitagórica como lo es el efecto catártico. Porque si bien éste puede ser retrotraído hasta la concepción primigenia de una mimesis como descarga de tensiones emocionales o arrojo y vómito del danzante, en una situación de embriaguez o trance de expresión psicológica oral, dramática, musical y de algún modo religiosa adscribible a los ritos órficos, eleusinos y otros, se trata asimismo de la purgación que ritualmente ordenada recoge la tradición pitagórica –así Jámblico (79-80)– como una actividad del sabio maestro que se servía de la música y de la danza como medios de salud y para curar las pasiones y ciertas patologías. Y naturalmente esa tradición, en su plano artístico e incluso cívico, es la que configura el coro de la tragedia de Esquilo y sus evoluciones atenuadas, tan decisiva para las interpretaciones de Schiller (“Sobre el uso del coro”) y Nietzsche. Como pensaba Lessing, entre los polos que van de lo ritual a lo medicinal y sus combinaciones, la permanencia del esquema conceptual enunciado por el par piedad/ terror (o misericordia/ temor), que Aristóteles repite como definición operativa de las pasiones para el efecto catártico, revela una situación teórica problemática y misteriosa, de exclusión de las pasiones restantes y de subrayado de una combinación estricta, restringida y difícilmente inteligible. La perspectiva cristiana, naturalmente, hubo Anotaré según una de las traducciones más recientes la definición de la tragedia: “imitación de una acción seria y completa, de cierta extensión, con un lenguaje sazonado, empleado separadamente: cada tipo de razonamiento en sus distintas partes, de personajes que actúan y no a lo largo de un relato, y que a través de la compasión y el terror lleva a término la expurgación de tales pasiones”. Aristóteles. Poética. Ed. Bilingüe de A. López Eire. Madrid: Istmo, 2002, p. 45. 1
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de hacer esto más complicado. Asunto distinto es lo concerniente a la relación técnica de esa finalidad con los elementos composicionales de la fábula, como consideró Lessing respecto de Aristóteles2. Alfonso Reyes incidió con agudeza en el problema de fondo del texto haciendo ver la relevancia de las exclusiones –relevancia por otra parte aún más significativa a la luz de la psicagogía de Aristóteles ofrecida en la Retórica (Libro II)– a la par que el carácter ampliamente comprehensivo de la catarsis, a su juicioso modo de ver interpretable en gran horizonte como una teoría del alma (Reyes vol. 13). Hegel establece una suerte de segundo grado de las apreciaciones éticas y resuelve un todo ético sobre el temor a la potencia ética, eterna e inviolable, y la compasión como simpatía con la legitimidad ética del que sufre, lo sustancial y afirmativo que ha de existir para él (vol. 8). Pienso que Jaspers ofrece una interpretación escueta e incisiva y por otra parte implícitamente atenta a la gran cuestión –que no cabe obviarse– de la selección y permanencia inopinadas del par piedad/terror, al entender que el espectador se siente liberado al cruzar en presencia de manera, digamos, simultánea por esas pasiones (89). En este sentido correspondería a la simultaneidad, a la fuerza del encuentro contradictorio tanto de dichas fuerzas emocionales como de la doble dirección y proyección antitética de las mismas ser capaz de ejecutar la purificación reordenadora. 2 Lessing G. E. Dramaturgia de Hamburgo. Ed. F. Formosa y L. Perotto. Madrid: Asociación de Directores de Escena, 1993. Se lee en XXXVIII a propósito de Aristóteles: “…formas de sufrimiento (pathe) debe poseerlas toda tragedia, sea sencilla o compleja su fábula, porque apuntan directamente a la intención de la tragedia, a la provocación del terror y la compasión; por el contrario, no toda peripecia ni todo reconocimiento, sino únicamente algunas de sus formas, pueden lograr esta finalidad, o ayudar a lograrla en un grado más elevado, mientras que otras le son más perjudiciales que beneficiosas. Desde este punto de vista, al examinar las distintas partes de la tragedia que se agrupan bajo los tres elementos fundamentales, Aristóteles las considera todas y analiza cuál es la mejor peripecia, el mejor reconocimiento, el mejor modo de tratar el sufrimiento; del examen de la primera parte, resulta que la mejor peripecia, es decir, la más capaz de suscitar y fomentar el horror y la compasión, es la que va de lo mejor a lo peor; y tomando en consideración la última, se deduce que el mejor tratamiento del sufrimiento, en este mismo sentido, se da cuando los personajes sobre quienes pesa la inminencia de la situación dolorosa no se conocen, pero se conocerán en el preciso instante en que tal dolor debe hacerse realidad, y esto hará que la catástrofe no se produzca” (249).
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Ello sería razón de la exclusividad o de la especial dimensión catártica de la tragedia, de una singularidad histórica y doctrinalmente irrefutada por más que la música, según ha quedado antes referido (y he aquí otro lado del problema de la concepción aristotélica), participaría del fenómeno, pero a todas luces integrada en una actividad más en consonancia o relativa a la primigenia del coro órfico, es decir, de unos danzantes que finalmente pueden ser puestos en relación viva, y no con una mera reconstrucción filológica, mediante la pervivencia en nuestro tiempo de la macumba y ciertas prácticas chamánicas bien localizadas y estudiadas. Ahí también convóquese el coro de la tragedia de Esquilo, pero en el otro sentido asimismo el correlato de las manifestaciones báquicas y de las mujeres presas de furor que estudió Dodds en el marco del irracionalismo griego (Cap. 3)3. Por lo demás, resulta necesario recordar aquellos coribantes de los que hablaba Platón. Quizás originalmente en la tragedia griega tenía lugar –mediante la dualidad de actuantes (incluyendo entre éstos especialmente a los danzantes del coro) y espectadores– la convivencia de esa catarsis previa, como la ritual u órfica, y la catarsis posterior de definición aristotélica atingente a los espectadores (pero también, no se olvide, al sólo lector, según se desprende de las conclusiones del Estagirita, para quien no es imprescindible la representación dramática a fin de sustentar el valor fundamental de la obra trágica, lo cual podría entenderse como predisposición teórica al abandono de ciertos hábitos psicosociales incompatibles con el racionalismo de los nuevos tiempos o de la visión aristotélica). A su vez, todo esto contribuiría a integrar mejor una explicación del aristotelismo pitagórico de la especificación catártica de la música, siguiendo, como hemos hecho, lo que los hermeneutas llamaban la conexión real. Es indudable que la catarsis como práctica y doctrina en verdad penetrante, aun pese a su oscuridad legada, únicamente podía surgir de unas condiciones que podemos señalar en el mundo cultural originario y de los saberes indiferenciados. Pero con esto no haríamos sino asumir la posición de Pitágoras, por otra parte, con probabilidad, el más grande de todos los filósofos. Quizás la Para un examen de la situación actual de la investigación, Burkert W. De Homero a los Magos. La tradición oriental en la cultura griega. Barcelona: El Acantilado, 2001. 3
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reflexión acerca del agonismo griego y el sentido trágico característico de ese pueblo joven, pueblo de algún modo desorientado ante una herencia oscura, abismal en su tiempo histórico inmediato y extraordinariamente patente y portentosa mediante una lengua y una poesía cuya tradición oral homérica ya le entregaba la Ilíada como forma de tragedia ‘nacional’; quizás la reflexión acerca del agonismo griego, acerca del proceso mimético inagotable del cosmos y de la naturaleza y del arte ante la inmovilidad perfecta de la Idea, permita atisbar la comprensión de ese agonismo como fundamento de la kátharsis. La aportación de Schiller al problema de la catarsis podría decirse que es el de la necesaria elaboración teórica para el pensamiento estético moderno a partir de la base de Kant que él reconduce y desenvuelve en el terreno del arte mediante la formulación de lo sublime sobreponiendo el espíritu a la mera sensibilidad, es decir, la razón al mero sufrimiento. Schiller no omite los conceptos aristotélicos relativos a las pasiones catárticas, aunque no utiliza este último término: La percepción objetiva del sufrimiento debe producir en nosotros, merced a la invariable ley natural de la simpatía, una sensación dolorosa, que lo convierte de algún modo en padecimiento propio y provoca nuestra compasión. La compasión no significa únicamente compartir la aflicción de otro o conmoverse por la desgracia ajena, sino también comprender sus tristezas, sean las que sean. Por consiguiente, hay tantas clases de compasión como formas originarias de sufrimiento. Existe el temor y el horror compasivos, y también el miedo, la indignación y desesperación compasivos. Ahora bien, si lo que provoca la emoción -lo patético- ha de proporcionar el fundamento de lo sublime, no debe llegar a convertirse en verdadero sufrimiento propio. En medio de la emoción más profunda debemos distinguirnos del sujeto que sufre, pues la libertad del espíritu se arruina cuando la ilusión se transforma en verdad auténtica. (Lo sublime 97-98)
Se trata, como siempre en Schiller, de la libertad, de cómo a diferencia de una pasión dolorosa, que martiriza la sensibilidad sin compensar el espíritu, u otra pasión tierna, que mediante la voluptuosidad igualmente anula la libertad, de la resistencia moral frente al sufrimiento: es el medio que permite reconocer el principio de libertad. El sufrimiento nunca sería por sí finalidad en el arte de lo trágico, si bien su vivaz representación constituye 142
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el primer elemento o condición, al que necesariamente se ha de añadir la idea de resistencia al sufrimiento –esto es, el modo de adquirir conciencia de la libertad interior del espíritu–, de su autonomía moral. Y así se entenderá que lo patético sólo alcanza a ser estético en tanto que sublime (Sobre lo patético 135)4 . El tratamiento schilleriano propiamente estético de la cuestión catártica es antecedente parcial de la interpretación de Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, dada a partir de Goethe y madurada con la experiencia del drama wagneriano. Interpretación susceptible de ser entendida en un sentido de tendencia eminentemente moderno. Nunca, desde Aristóteles, se ha dado todavía del efecto trágico una explicación de la cual haya sido lícito inferir unos estados artísticos, una actividad estética de los oyentes. Unas veces son la compasión y el miedo los que deben ser llevados por unos sucesos serios hasta una descarga aliviadora, otras veces debemos sentirnos elevados y entusiasmados con la victoria de los principios buenos y nobles, con el sacrificio del héroe en el sentido de una consideración moral del mundo; y con la misma certeza con que yo creo que para numerosos hombres es precisamente ése, y sólo ése, el efecto de la tragedia, con esa misma claridad se infiere de aquí que todos ellos, junto con los estéticos que los interpretan, no han tenido ninguna experiencia de la tragedia como arte supremo. Aquella descarga patológica, la catharsis de Aristóteles, de la que los filólogos no saben bien si han de ponerla entre los fenómenos médicos o entre los morales, nos trae a la memoria un notable presentimiento de Goethe: ‘Sin un vivo interés patológico -dice-, yo nunca he conseguido tratar una situación trágica, y por eso he preferido evitarla a buscarla. ¿Acaso habrá sido uno de los privilegios de los antiguos el que entre ellos lo más patético era sólo un juego estético, mientras que, entre nosotros, la verdad natural tiene que cooperar para producir tal obra?’ A esta última pregunta tan profunda nos es lícito darle ahora una respuesta afirmativa, tras las magníficas experiencias que hemos tenido, tras haber experimentado con estupor, cabalmente en la tragedia musical, cómo lo más patético puede ser realmente tan sólo un juego estético: por lo cual nos es lícito creer que sólo ahora resulta posible describir con cierto éxito el fenómeno primordial de lo trágico. (Nietzsche 175-176) 4
Véase también Lo Sublime. 99-100.
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Naturalmente, en último término, Nietzsche se refiere a Wagner, que a su vez sería sometido a crítica por Eduard von Hartmann5. Pero por otra parte también convendrá recordar, cómo mucho antes que Nietzsche la evolución de la idea de lo trágico asociada a lo sublime por Schiller tuvo un desarrollo especulativo notable en el poshegeliano Friedrich Theodor Vischer. Para Vischer, lo sublime es kantianamente el resultado de una desarmonía o contradicción entre idea y forma sensible, y lo es de la naturaleza y del sujeto pero además encuentra su tercero conclusivo como absoluto o tragedia. Ese sublime será verdadero como trágicosublime, y de sus dos aspectos positivo y negativo le corresponde al primero una sublimidad subjetiva a modo de emanación divina, mientras que el segundo –trágico negativo o del destino– permite diferenciar tres planos: el de una fuerza natural infinita como filosófica que no resulta en culpa sino en inadecuación a lo universal; el de una forma ya ética cuyo círculo es dominado por el poder espiritual; y en tercer lugar la síntesis de los dos anteriores, unidad de verdad y de ley éticas con un sujeto trágico, individuo que ha transformado en pathos una de esas leyes6. 3 La pregunta acerca de si lo trágico ya ha perdido definitivamente la primacía axiológica estética y artística de primer rango me parece que únicamente puede ser respondida atendiendo en conAparte la consideración de la obra artística wagneriana, véase Wagner R. Opera y drama. Ed. A. F. Mayo Antoñanzas. Sevilla: Junta de Andalucía-Consejería de Cultura, 1997. Eduard von Hartmann, que critica en Wagner el haber restringido el coro a la pluralidad de los personajes, piensa que de la misma manera que se malinterpreta la esencia del drama cuando se busca en un género lírico dramático, no se ha entendido la esencia de la ópera cuando es buscada en un género dramático puro al margen de la lírica. Véase Von Hartmann E. Filosofía de lo bello. Una reflexión sobre lo Inconsciente en el arte. Ed. M. Pérez Cornejo. Valencia: Universidad-Alfonso el Magnánimo, 2001; Aullón de Haro P. “La estética literaria de Eduard von Hartmann”. Analecta Malacitana. XXIV, 2, 2001: 557-580. 6 Cf. Vischer F. Ubre das Erhabene und Komische, und andere Texte zur Ästhetik. Ed. W. Oelmüller, Frankfurt: Suhrkamp Verlag, 1967; Rodríguez Tous A. Idea estética y negatividad sensible. La fealdad en la teoría estética de Kant a Rosenkranz. Barcelona: Revista de Filosofía, 2002, pp. 343-344; Aullón de Haro P. La sublimidad y lo sublime. Madrid: Verbum, 2006, 152. 5
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junto a elementos como los de nuestra reflexión anterior. Nada puede darse por definitivamente acabado, pero es evidente que lo trágico como arte, y consiguientemente su paralela antecedencia y repercusión vital, ha concluido según queda descrito por la evolución moderna hasta el presente. Diferente problema es la necesaria y concreta especificación de las razones de ese fenómeno. Las ideas contemporáneas sobre lo sublime, la categoría que distintivamente resolvió el alojamiento teórico moderno de lo trágico, poseen tal grado de aminoramiento que acuden a lo efímero y lo cotidiano, o bien despliegan proyecciones de todo punto ajenas a la herencia del arte trágico. La otra gran cuestión de lo sublime es la subsistente –o perenne–, relativa a la contemplación, en cualquier caso superadora de la contingencia y por ello del sentido trágico o patetizable de la muerte. En lo que se refiere a las artes particulares, en nuestra época el proceso tanto valorativo como práctico de la clasificación de las mismas –que se ha decantado por la aminoración de las que se concebían hasta hace poco tiempo como artes mayores y por la multiplicación compensatoria de las artes menores–, a mi entender, sólo ha sido el cumplimiento parcial, matizado, del vaticinio de Hegel. Es decir, Hegel tenía razón en el sentido general de las cosas, pero no podía conocer los detalles, que son muchos. Y aquí es de notar que si permanentemente, hasta el siglo XX, para toda la tradición occidental la tragedia fue sostenida como la mayor de las artes (quizás sólo con una ligera falta de insistencia, comprensible en tiempos del Renacimiento, tan atareados con las artes plásticas), el decaimiento del arte trágico representa un síntoma de primer orden en la estética y en la visión del mundo que en nuestro tiempo es imprescindible tomar de frente, no dejar a un lado, según ahora es manera de proceder habitual. Los síntomas iniciales de una primera manifestación eficiente de la atenuación axiológica de lo trágico tras el periodo excepcional del mundo antiguo, es decir desde Homero y Esquilo hasta Séneca, no se localizan en los siglos medios, ni aun por ausencia, pues no se olvide que en nuevo modo la vida y muerte de Cristo mantuvo lleno ese gran espacio de la mente y la cultura europeas, sino en la constitución de la esfera de lo individual moderno y la consiguiente especificación de género que se suele asumir con el término ‘drama’. Significativamente, ‘drama moderno’ por oposición a ‘tragedia’ antigua. Pese a todo, de Shakespeare, desde 145
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el siglo XVII, desde Sydney o poco más tarde, se defendía que reencarnaba la tragedia antigua y, ya en los grandes debates de la Ilustración tanto neoclásica como idealista alemana, que sus obras eran el modelo que Aristóteles hubiese reconocido como propio. Es curioso e ilustrativo observar a personajes como Voltaire reconocer casi patéticamente la genialidad shakespeariana y de hecho negar radicalmente a un tiempo su valor estético o su ejemplaridad como modelo, que es lo que a los ilustrados franceses más preocupaba (147-148). Con Calderón el fenómeno fue muy distinto, pero el hecho es que aparte de representar el fin de la tragedia cristiana representó asimismo la envarada pervivencia de un fortísimo barroco histórico y una visión del mundo imposible de entender –o más bien despreciada– para una ‘ideología’ ya propiamente dicha y creadora de la institucionalización de un drama cuyo cometido no era al fin sino el modesto y práctico instruir a las buenas gentes. Según dije anteriormente, cuando la Romantik alemana centró el dominio del sujeto y estableció el alma bella y la vida como arte, había comenzado el definitivo traslado a la moderna esfera de lo individual y privado del asunto trágico, disolviendo esa gran cultura ritual, estética y ética que temprana y originalmente había erigido Esquilo en forma artística con un coro antropológicamente irrepetible en otro estadio de cultura. En el segundo momento constructivo del teatro nacional alemán, Schiller sitúa el fundamento trágico en el problema moderno del individuo, su interior problemático y la libertad, naturalmente con grandes repercusiones sociopolíticas. La individualidad trágica, que también se asocia a los pueblos, lo es en virtud de una ética y unos principios de vida pública y vida privada que, en adelante, ya jamás podrían asemejarse a los de Antígona ni a los de Hamlet o Segismundo. El nuevo sujeto romántico individualizado posee una tragedia, pero personal e interiorizada en sentido subjetivista; la de un hastío propenso a conducir hacia la locura y la muerte como repercusión de la búsqueda fracasada de la libertad interior. Es un modo, de consecuencias dramáticas pero no dialogal, del solipsismo. El resto, como proyección externa, sería el drama de las naciones, sus guerras de emancipación y la aventura dramática y pintoresca de personajes al menos circunstancialmente truculentos y a veces incluso vinculados a lo grotesco o a lo sentimental. Ahora se trataría de dos caminos, el de Kierke146
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gaard y la ‘tragedia íntima’ de Unamuno o el de Dostoyevski. No es necesario recurrir a detalles, pues manteniendo los términos mayores, qué duda cabe de que el proceso de desubjetivización y destranscendentalización, de ludismo y simple juego configurado por la Vanguardia histórica no sólo muestra que deja atrás y olvida hasta su último límite la expresión del drama romántico sino la ideación artística de cualquier elemento aún vagamente relativo a lo trágico sustancial. En términos generales sociopolíticos y de la vida, la conclusión de la intranscendencia lúdica de la Vanguardia histórica, fue parte de todo aquello que condujo a la perversión y a la muerte en la segunda guerra mundial y que aún sobreviviría en la pervivencia del comunismo soviético. Aquí la tragedia nada podía tener ya de valor estético. Probablemente, un fuerte sentido compensatorio hizo que el peso masivo del horror real exigiera un olvido y descanso para la concepción occidental del mundo y su arte. Los nuevos regímenes vitales, industriales y urbanos y en general de las costumbres facilitaron sin duda ese desenvolvimiento. Acaso proceda interrogarse acerca de si una falsa superación de lo primordial habrá de provocar graves efectos secundarios, o si bien ello resultará subsumido en el proceso de un cambio sustancial de una cultura de Occidente definitivamente abocada otra vez a una nueva funcionalización positivista y cibernética. Por lo demás, nada muy significativo respecto de la marcha de las cosas ya decidida cambió a manos del neo-realismo de posguerra ni de la subsiguiente posmodernidad, si no es la acentuación de la tendencia tenazmente devaluadora. Muy significativamente se ha podido decir a finales del siglo XX que la categoría de lo sublime es algo que está de moda y conduce a la entidad de lo efímero y de lo cotidiano. Ahora es perceptible el pleno sentido, acrecentado para nuestro tiempo como valor retrospectivo, del concepto de “saber trágico” (das tragische Wissen), acuñado por Jaspers en el escrito más importante sobre la materia producido durante el siglo XX. Referencias bibliográficas Aristóteles. La Política. Trad. Patricio de Azcárate. Madrid: Espasa-Calpe. 147
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Pedro Aullón de Haro, Sobre el concepto estético de lo trágico
---. Poética. Ed. Bilingüe: A. López Eire. Madrid: Istmo, 2002. ---. Retórica. Ed. bilingüe: A. Tovar. Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1971. Aullón de Haro, P. La sublimidad y lo sublime. Madrid: Verbum, 2006. Dodds, E.R. Los griegos y lo irracional. Madrid: Alianza, 1980. Hartmann, Nicolaï. Estética. México: UNAM, 1977. Hegel, G.W.F. Estética. Vol. 8, Ed. Alfredo Llanos sobre la ed. de Hotho. Buenos Aires, 1985. Hume, David. “Sobre la tragedia”. La norma del gusto y otros ensayos. Ed. M. Teresa Beriguistáin. Barcelona: Península, 1989. Jámblico. Vida Pitagórica. Ed. E. A. Ramos Jurado. Madrid: Etnos, 1991. Jaspers, K. Lo trágico. El lenguaje. Ed. J. L. del Barco. Málaga: Ágora, 1995. Kant, Immanuel. Crítica del juicio. Ed. M. García Morente. Madrid: Espasa Calpe. Lessing, G. E. Dramaturgia de Hamburgo. Ed. F. Formosa y L. Perotto. Madrid: Asociación de Directores de Escena, 1993. Meumann, Ernst. Sistema de Estética. Trad. Fernando Vela. Buenos Aires: Espasa-Calpe, 1924. Morin, Edgar. El hombre y la muerte. 4ª ed. Barcelona: Kairós, 2003. Nietzsche, F. El nacimiento de la tragedia. Ed. A. Sánchez Pascual. Madrid: Alianza, 1973. Reyes, Alfonso. “La Crítica en la Edad Ateniense”. Obras completas. Vol. XIII. México: FCE. Richter, Jean Paul. Introducción a la estética. Ed. P. Aullón de Haro con la colaboración de F. Serra. Madrid: Verbum. 1991. Rohde, E., Von Wilamowitz-Möllendorff U. y Wagner R. Nietzsche y la polémica sobre ‘El nacimiento de la tragedia’. Ed. Luis de Santiago. Málaga: Ágora, 1994. San Agustín. "De Doctrina Cristiana". Obras. XV vols. Ed. Martín B. Madrid: BAC, 1957. Schiller, F. Sobre poesía ingenua y poesía sentimental. Ed. P. Aullón de Haro sobre la versión de Juan Probst y Raimundo Lida. Madrid: Verbum, 1994. ---. “Sobre el uso del coro en la tragedia”. Escritos sobre estética. Madrid: Tecnos, 1991.
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---. Lo Sublime (De lo Sublime y Sobre lo Sublime). Ed. P. Aullón de Haro. Málaga: Ágora, 1992. ---. “Sobre lo Patético”. De la Gracia y la Dignidad. Ed. J. probst y R. Lida. Buenos Aires: Nova, 1962. Unamuno, M. Del sentimiento trágico de la vida. Ed. A. M. López Molina. Madrid: Biblioteca Nueva, 1999. Voltaire. Cartas filosóficas. Ed. F. Savater. Madrid: Editora Nacional, 1974.
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LA TRAGEDIA EN RICHARD WAGNER Enrique Llobet
Inclinación precoz Proyecté un gran drama, que venía a ser una mezcla
de Hamlet y El Rey Lear. El plan era sumamente grandioso: en el curso de la acción morían cuarenta y dos personajes; pero al poner manos a la obra tuve que hacer reaparecer a la mayoría bajo forma de fantasmas, porque de otro modo no quedaba ya nadie en los últimos actos. (“Autobiografische Skizze“ 4-19)1
Richard Wagner (1813-1883) tenía por entonces 13 años de edad y empleó dos años en terminar la tragedia llamada Leubald und Adelaide. Su presentación familiar desencadenó una tragedia doméstica de menores proporciones, pues su redacción le había hecho perder un curso escolar: la muestra del manuscrito justificativo produjo efectos inversos a los calculados; su propio tío Adolf2, de quien Wagner esperaba la defensa, se sintió abochornado por alentar involuntariamente al muchacho por ese camino.
Publicado originalmente en la revista Zeitung für die elegante Welt (Leipzig), 1 y 8.2.1843. 2 Adolf Wagner parece haber sido un excéntrico personaje con una erudición fuera de lo común. Relacionado con importantes personalidades del mundo cultural alemán (Schelling, Fichte, Jean Paul...), no consiguió que se le tomara en serio, debido al estilo demasiado prolijo e indescifrable de sus ensayos. E.T.A. Hoffmann lo conoció en 1813, y sentenció que Adolf era un intelectual capaz de hablar 1.700 lenguas pero que no servía para nada. Adolf no se desanimaba, sino que respondía despreciando al estamento intelectual bien asentado, y particularmente el mundo del teatro. Solitario e inescrutable para casi todos (se casó a los 50 años simulando que salía a dar un simple paseo), en 1827 obtuvo un tardío y escaso reconocimiento como doctor en Filosofía y maestro en Bellas Artes por la Universidad de Marburg, y es al año siguiente cuando inicia un trato frecuente con su joven sobrino Richard Wagner, el único que escuchaba con seriedad sus interminables peroratas sobre filología, filosofía o 1
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Pocos años antes Richard Wagner quiso celebrar su décimo aniversario montando un espectáculo de guiñol al aire libre, donde lo hizo todo por sí mismo, desde el argumento a las voces de los personajes: fue desbaratado por una violenta tormenta, los espectadores huyeron y los guiñoles volaron por los aires. Desconocemos el argumento del guiñol; en cuanto al de Leubald und Adelaide, Wagner lo dio por perdido en su autobiografía (Mi vida 21), pero se conservaba en manos de su primera esposa, Minna. Escrito bajo la influencia de Shakespeare y de Goethe, en Leubald los muertos claman venganza a los vivos, amplificando el modelo de Hamlet, mientras los vivos tienden más bien hacia el amor y la fidelidad, pero como actúan de manera violenta e impulsiva, acrecientan sin cesar el número de los muertos y con ello la exigencia de más muertes vengadoras, hasta finalizar en la locura de Leubald. Poco efecto consiguió con este drama, pero el adolescente Wagner simplemente dedujo que le faltaba música, y eso determinará su actividad posterior y en definitiva su orientación artística y profesional. He querido comenzar por estos precoces eventos, porque muestran ya dos aspectos que permanecerán en la producción wagneriana: en cuanto a la realización, la intención del autor por controlar personalmente todos los elementos de la creación y de la representación; y en cuanto al contenido argumental, la tendencia hacia un desenlace trágico bajo el aspecto de lo sublime, que sucede directamente vinculado con una problemática relación entre dos planos de existencia, uno de apariencia más empírica que el otro.
literatura, aunque sin entenderlas, y al que leía obras de Shakespeare y de los trágicos griegos. Richard terminó reconociendo la incapacidad de su tío Adolf para expresarse por escrito, pero parece haber sido un punto de referencia masculino durante sus años de adolescencia, hecho nada sorprendente si tenemos en cuenta que Richard era huérfano de padre desde su nacimiento, y que su padre adoptivo Ludwig Geyer había fallecido en 1821. Algunas actitudes características de Adolf pueden reconocerse en las que mantendrá Richard toda su vida: perseverancia en las propias ideas y desprecio hacia la sociedad que las cuestiona o no las comprende, obstinación y paciencia ante la adversidad, compensación emocional de un rechazo mayoritario por medio del aprecio incondicional de algunos pocos, actitudes de las que Richard sacará bastante mejor provecho que su tío.
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Las obras relevantes de Richard Wagner, sin embargo, distan mucho de calificarlo como un talento precoz: la primera de ellas tiende a considerarse que es Der Fliegende Holländer (1840-1), pero la completa madurez cabe diferirla hasta el ciclo Der Ring des Nibelungen (texto iniciado en 1848 y música concluida en 1874). Lenta maduración que en realidad responde a varias fases de evolución estilística y de concepto dramático. Ni el aspecto musical constituye una explicación autónoma en este proceso, pues las innovaciones musicales se encuentran vinculadas con las tramas argumentales, ni tampoco la evolución de los argumentos es independiente de la música ni del lugar que se le asigna dentro del drama. Sentido romántico de la Gesamtkunstwerk El control completo sobre la obra, una de esas tendencias permanentes en Wagner, puede relacionarse muy bien con una actitud característica de cierto romanticismo avanzado. Ya en sus orígenes literarios el Romanticismo manifestó un mundo de escisiones, visible sobre distintos planos conceptuales, tales como individuo/sociedad, sentimiento/razón, fantasía/realidad, ideal/practicidad, naturaleza/civilización, limitación/infinito, cuantitativo/cualitativo, objetivo/subjetivo... Sobre estas escisiones suele clasificarse una actitud de romántica cuando se produce una toma de partido por el individuo, el sentimiento, la fantasía, el ideal, la naturaleza, lo infinito, lo cualitativo, lo subjetivo... El Romanticismo así entendido no dominó mucho tiempo el panorama cultural europeo, pues pronto abundaron actitudes de sentido opuesto, si bien las escisiones siguieron caracterizando la cultura europea del XIX3, sea cual fuere la opción que ante ellas se tomaba. Fue en la música donde la actitud romántica resultó más estable y duradera; suele catalogarse todo el siglo XIX musical como un Por razones de claridad, me ha parecido oportuno considerar el Romanticismo desde el punto de vista de la actitud, en vez de recurrir a una prolija descripción de contenido, pues tomando como referencia fija el asunto de las escisiones se puede englobar en esa perspectiva la problemática del siglo XIX, sin necesidad de considerar las distintas tendencias como sucesos inconexos. Las polaridades de este tipo no nacen ni caracterizan especialmente la época romántica más 3
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periodo romántico, seguido de un postromanticismo que alcanza las primeras décadas del XX. Esto se debe, probablemente, al sentido de la música como expresión de sentimientos, de afectos, generalmente admitido desde bastante antes del Romanticismo4, lo que confería a los compositores y oyentes una inevitable tendencia a posicionarse en favor del sentimiento en lo que a música se refiere. Desde este punto de vista de la actitud ante una situación problemática compartida, eso no implicaría un atraso con respecto a otras manifestaciones culturales, salvo que la conciencia y naturaleza de las escisiones permaneciese en la música sin evolucionar, cosa que no sucede. Dentro de una situación cultural que evolucionaba fatalmente hacia la consolidación de las escisiones, el Romanticismo musical desarrolló diversas estrategias de respuesta para mantener su actitud característica: una posibilidad consistía en retraerse a la intimidad, con un terreno adecuado en lo camerístico, o en el piano entendido como instrumento de ámbito reducido5; otra posibilidad mantuvo las proporciones de la época de Beethoven, la estructura en frases cadenciales y un ritmo que saca su impulso de la propia pulsación regular de los compases -todo ello herencias clásicas o transmitidas por el clasicismo-, a costa de dotar el lenguaje y la forma de una creciente complejidad, a que a otras anteriores, como tampoco el posicionamiento del Romanticismo frente a la Ilustración añade nada nuevo al carácter pendular que caracteriza las evoluciones culturales: lo que señala al Romanticismo como momento especial es la sobrevenida incompatibilidad entre los términos de estas polaridades, la necesidad de que toda opción implique un rechazo; en definitiva, la sustitución de la complementariedad por el antagonismo, que anunciaba precozmente el final de una larga época de unicidad procedente del Renacimiento, final que no se hará del todo evidente hasta el siglo XX. 4 Aparte de los precedentes griegos, la música entendida como expresión de sentimientos tiene una tradición que se remonta al Renacimiento tardío italiano, con la doctrina de la expresión de los afectos, situada en torno al origen mismo de la ópera; después hay un notable paréntesis en algunas teorías del barroco tardío, principalmente francés y alemán, que enfatizaron los aspectos racionales de la armonía (Rameau, Leibniz, en cierto modo ya Descartes), pero que no llegaron a configurar una tendencia dominante. 5 La música de Frederik Chopin (1810-1849) es particularmente característica del romanticismo intimista; su abandono del terreno orquestal coincide precisamente con su salida de Polonia y el fracaso de la sublevación nacionalista polaca contra la ocupación rusa. Chopin escribió piezas de muy corta duración y buscó siempre un público selecto y reducido; en este sentido su piano es intimista, en oposición al exhibicionismo virtuoso de Franz Liszt.
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veces en un sentido heroico6; opuesta a la actitud intimista, una actitud expansiva podía acrecentar la obra en diversos sentidos, bien en sus propias dimensiones (extensión temporal, de medios instrumentales) adoptando una pose beligerante y heroica frente a lo externo7, bien trabando relaciones de complicidad con actividades artísticas y culturales que hasta entonces marchaban por separado –otras artes, pensamiento, política, religión–, persiguiendo de manera más o menos consciente reconstruir en torno a la obra una nueva idea de totalidad, sanadora de las escisiones, lo cual derivaba finalmente hacia una especie de misticismo artístico, que no tendía tanto hacia obras de arte de temática religiosa cuanto a una sustitución de la religión por el arte mismo. Es esta actitud de romanticismo expansivo en sentido místico la que adopta en general la producción wagneriana relevante, si bien un sentido heroico puede todavía predicarse hasta Rienzi. La Gesamtkunstwerk (obra de arte total) supone una explícita pretensión wagneriana de totalidad, que desarrolló teóricamente sobre todo en Das Kunstwerk der Zukunft (La obra de arte del futuro, 1849) y Oper und Drama (Ópera y drama, 1850-1), durante la época de sus grandes escritos –1848 a finales de 1851– que corresponde a los tiempos de la revolución en Dresde y a su posterior exilio suizo. La obra de arte total proponía la colaboración de distintas artes en una misma obra (literatura, música, danza, escenografía, arquiComo ejemplos más relevantes, la música de F. Schubert (1797-1828), F. Mendelssohn (1809-1847), R. Schumann (1810-1856), J. Brahms (1833-1897), que llegando a este último adquiere ya carácter de formalismo. 7 De manera arbitraria aunque sugestiva, se podrían tomar como fechas de nacimiento y defunción de esa actitud heroica musical, respectivamente la Sinfonia nº 3 “heroica” de Beethoven (1803) y la Sinfonía nº 6 “trágica” de Mahler (1906). Pero conviene notar que la figura de Beethoven tiene una lectura múltiple a lo largo del siglo XIX, y su obra permanece omnipresente para casi todas las tendencias: un Beethoven formalista y en cierto modo clasicista, cuyo centro se busca en la música de cámara, en la mayor parte de las sonatas para piano y en los aspectos constructivos de las sinfonías; un Beethoven expansivo en sentido heroico, cuya referencia resultan las sinfonías, principalmente 3 y 5; un Beethoven expansivo en sentido místico, cuyo centro bascula más hacia su sinfonía nº 9 y su missa solemnis; y todavía distinto a los anteriores, un Beethoven enigmático y reflexivo, que anticipa algo de los últimos episodios del romanticismo y de la tradición tonal, cuyo centro corresponde a sus últimos cuartetos y últimas sonatas para piano. Para Wagner en concreto, fue la Novena sinfonía la principal referencia beethoveniana. 6
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tectura). Esta adición de elementos en realidad ya existía, era la llamada Grand Opéra8, que dominaba la moda operística en París, y cuyos máximos representantes eran el libretista Eugène Scribe y el compositor judío-alemán Jakob Meyerbeer (1791-1864). La Grand Opéra buscaba compenetrar elementos literarios, musicales y escénicos, para conseguir el máximo efecto. El argumento literario era histórico (que los espectadores entendían como alegoría del presente), el final trágico, y como personaje central aparecía un héroe con carisma de masas. Los cambios políticos en Francia durante el XIX implicaron cambios en los argumentos literarios elegidos para la Grand Opéra, bajo presión de la censura, que no afectaron el carácter del género, ya que la compenetración entre sus elementos se basaba en un carácter aditivo, no orgánico9. Esa organicidad es la que Wagner en el fondo reclama, acusando a la Grand Opéra de propiciar “efectos sin causa” (Ópera y drama 107). Hay que tener presente la importancia de esta organicidad para Wagner, si queremos entender la aversión con que trata en sus escritos a la Grand Opéra y en particular a Meyerbeer. En la Gesamtkunstwerk que Wagner pretende, las artes deben entrar como componentes necesarios de una sola idea compartida; organicidad, que aproxima la obra artística a la idea de un ser con personalidad propia, y que, en este mismo sentido, convertirá cada producción en un suceso único e irrepetible. La necesidad (Nothwendigkeit)10 es, para el Wagner de esta época, característica inseparable de la naturaleza y de la vida, y por lo tanto del verdadero arte, mientras que lo arbitrario (willkürlich) se asocia con lo superfluo, lo egoísta, y por tanto lo destinado a no producir efectos duraderos, lugar en el que –curiosamente– coloca también a la ciencia: “La necesidad acabará con el infierno del lujo 8 El término Grand Opéra es común hoy en día para referirse a este género de ópera, pero no figura en los libretos ni en las partituras de que se trata, y eventualmente ya se había usado en épocas anteriores con un significado diferente, por ejemplo referido a las obras barrocas de Lully. 9 La “organicidad” no es un término usado por Wagner para referirse a su obra de arte total, pero resulta importante para entender su sentido peculiar; necesidad contra arbitrariedad son los términos en los que Wagner insiste en Das Kunstwerk der Zukunft. 10 Aunque no existe una asociación explícita en los escritos wagnerianos, la valoración positiva sobre la idea de necesidad se relaciona bien con el deseo de
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[…] concertaremos juntos la alianza de la sagrada necesidad, y el beso fraternal que la sellará será la obra de arte común del futuro” (La obra de arte del fututo 37). Esa pretensión wagneriana conduce, casi inevitablemente, al control de todas las facetas de la obra en manos de un solo autor: la garantía para que libretista, compositor y escenógrafo compartan exactamente una misma idea, en último término, es que sean la misma persona. Wagner no lo propugnó así (Ópera y drama 326), pero es lo que llevó a la práctica; un control multifacético de tal envergadura no estaba al alcance de cualquier artista, y quizás por eso la “obra de arte del futuro” no tuvo mucha continuidad11. En opinión de Wagner, esa expansión en la obra de arte debía conducir hasta la reunificación de los opuestos escindidos, tales como ciencia y vida: “La obra de arte en tanto acto vital inmediato es, pues, la plena reconciliación de la ciencia con la vida, la corona de la victoria que la vencida, salvada por su derrota, ofrece a la vencedora, gozosamente conocida por ella, rindiéndole homenaje” (La obra de arte del futuro 34). La relación entre compositor y libretista centra lógicamente el mayor interés de Wagner. Su principal preocupación consiste en evitar que música y literatura sigan reglas propias, lo cual conduce a mutuas limitaciones: ambas deben servir una idea común, el drama. Según el célebre y lapidario diagnóstico con que inicia Opera und Drama, la primacía de la música es el mal de la alcanzar ideas de totalidad, ya que erróneamente pueden entenderse desde el punto de vista de suma de arbitrariedades. Esta valoración positiva contradice un romanticismo de carácter individualista y heroico, que tiende a considerarla bajo el aspecto más negativo del Fatum pero, lo peculiar de la necesidad wagneriana –cosa que en su época ya produjo malos entendidos– es que la asocia al sentimiento, a lo irracional (sólo se conoce por intuición), mientras que posiciona como parte de lo arbitrario a la propia ciencia (Wissenschaft), por su carácter abstracto en contra de la cualidad sensible de lo vivo y verdadero. Es decir, que la necesidad wagneriana se describe con cualidades románticas, no mecanicistas. 11 La continuación futura más digna de algo parecido a lo que Wagner propugna quizá podía llevarse a la colaboración entre Richard Strauss (1864-1949) y Hugo von Hofmannsthal (1874-1829), que alcanzó los momentos de mejor acuerdo con Elektra (estrenada en 1909), Der Rosenkavalier (e. 1911), Ariadna auf Naxos y Die Frau ohne Schatten (e. 1919), pero que tampoco careció de desencuentros.
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ópera en su tiempo: “El error en el género artístico de la ópera consiste en que un medio (la música) se convirtió en el fin y que el fin de la expresión (el drama) se ha convertido en el medio” (Ópera y drama 37). La música –en opinión del Wagner de esta época– debe tener un contenido individualizado y concreto, sin el cual no consigue expresarse adecuadamente, y esto sólo se lo da el texto literario: “una música que quiera ser más, que no quiere aplicarse a un objeto expresable, sino desempeñarlo ella misma, es decir, que quiere ser a la vez el objeto, no es ya en el fondo música” (Ópera y drama 52). El texto, por su parte, necesita de la música para expresarse donde no llegan las palabras, y la ausencia de esta necesidad sólo acusaría la poca importancia del texto: “Lo que no es digno de ser cantado, tampoco es digno de la poesía” (Ópera y drama 326). La correcta articulación entre texto y música debe venir mediatizada por el amor (en este caso, el amor hacia la idea dramática que ambos comparten), que así se concibe como verdadero agente de la vasta empresa unificadora. Como se verá, sus dramas manifiestan esa misma idea en torno a la peripecia argumental. Esa relación de artes bajo el símil amoroso, describe metafóricamente la música en el papel de mujer que se entrega, y enfatiza de manera típicamente inoportuna la necesidad de dicha relación12: “Una mujer que no ama con este orgullo de la entrega, en verdad no ama en absoluto. Pero una mujer que no ama en absoluto es el fenómeno más indigno y más repugnante del mundo” (Ópera y drama 121). Entre las “inconveniencias” en los escritos teóricos wagnerianos, su Das Judentum in der Musik (El judaísmo en la música, 1850) constituye sin duda el ejemplo más típico y explotado. Sin pretender recopilar ni analizar las inconveniencias wagnerianas, parece interesante señalar cómo aquí se gesta a partir de una necesidad sentida en el ámbito artístico, la cual se traslada metafóricamente al ámbito de lo real perdiendo la conciencia de metáfora y estableciendo una identidad que tiene como resultado atrapar lo real en las exigencias de dicha problemática artística. Quizás toda la “inconveniencia” wagneriana sea susceptible de una explicación causal de este tipo, ya que los mismos argumentos de los dramas, como se verá, tienen como factor común una fuerte problemática entre un plano verosímil y otro más simbólico o idealizado, resultando el primero de una acusada fragilidad frente a las exigencias del segundo. En este
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El énfasis sobre la necesidad de la relación deriva, evidentemente, de la importancia que Wagner confiere a conseguir una idea de totalidad en torno a la obra artística, y el hecho de que sea articulada a través del sentimiento (el “amor”) confiere a este proyecto el sello romántico. Si música y texto se limitan mediante imposiciones (cuya metáfora es la imposición del Estado sobre los ciudadanos) ambas se perjudican, mientras que, por el contrario, en el amor: “desaparecen recíprocamente el uno en el otro en el sacrificio ofrecido de su más alta potencia, y así el drama nace en su máxima plenitud” (Ópera y drama 324). Imagen de alumbramiento, que remite a la organicidad. Ahora bien, la frontera que separa una detestada unidad artificial, hecha mediante imposiciones, y una deseada unidad conseguida por el amor que debe necesariamente ejercerse, bajo pena de convertirse en “el fenómeno más indigno y más repugnante del mundo”, permanece abierta a la ambigüedad, pues los conceptos de imposición arbitraria y de necesidad natural que configuran ambos supuestos no siempre resultarán fáciles de discernir. Wagner estaba lejos de formular en el plano teórico la ambigüedad de esta frontera; sin embargo, precisamente en la fecha de este escrito se encontraba a punto de lanzarse hacia una profunda indagación dramática sobre este asunto, en el ciclo Der Ring des Nibelungen (El anillo del nibelungo) como se verá más adelante. La tragedia como totalidad El deseo de expresar la totalidad afecta también al propio ser de los personajes escénicos. El espectador no podrá formarse una idea global del personaje mientras toda posible acción futura no haya cesado, y por tanto, se impone la muerte en escena: Sólo en aquello que ya está consumado en la vida somos capaces de captar lo necesario de su manifestación y de comprender la conexión de sus momentos individuales; una acción, por lo demás, sólo está definitivamente consumada si el ser humano que la llevó a cabo la ejecutó estando en el centro de un acontesentido, los argumentos musicados podrían constituir reflexiones e indagaciones frente a asuntos que en algunos momentos de los escritos teóricos aparecen solamente en acto –actos verbales–, en su metáfora sobre lo real absorbida irreflexivamente.
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cimiento que él, como persona con sentimiento, voluntad y entendimiento, propicia siguiendo las necesidades de su esencia, y ya no está sometido en ningún caso a suposiciones arbitrarias acerca de sus posibles acciones; ahora bien, todo ser humano está sometido a ellas mientras vive: sólo al morir se libera de dicha sujeción, pues entonces lo sabemos ya todo, cuanto hizo y cuanto fue. Por todo ello, al arte dramático le ha de parecer que el objeto más adecuado y más digno de ser representado es aquella acción que acaba con la vida del personaje principal que la ejecuta, y la conclusión no es, en verdad, más que la de la vida misma de ese ser humano. Sólo esa acción es veraz y nos muestra de manera evidente, sin equívocos, su necesidad. (Ópera y drama 157-158)
No parece que Wagner fuese consciente de la curiosa analogía de este razonamiento con determinada faceta del conocimiento científico, que necesita la muerte del objeto investigado para conocerlo con perfección y detalle, comparación que le habría horrorizado. Pero el conocimiento sobre el personaje no lo concibe Wagner desde un punto de vista racional, cognoscitivo, sino orgánico y reproductor: actor y espectador reproducen en sí mismos lo representado: [que el actor] “no solo represente en la obra de arte la acción del celebrado héroe, sino que también la repita moralmente en sí mismo, demostrando con esa anulación de su personalidad que en su acción artística realiza también una acción necesaria, que agota toda la individualidad de su esencia” (La obra de arte del fututo 160) Y el amor, nuevamente, como posibilidad y resultado de la conexión entre público y personaje representado: si el objeto no puede ser más digno, ni más justificado el afán de representarlo […] entonces, ciertamente, el amor […] logrará habitar con una profundidad insondable en el corazón de cada individuo […] Esa fuerza amorosa, particularmente activa, siempre se revelará con mayor empuje en aquel individuo que, de acuerdo con su esencia, se sienta, justamente, en ese preciso período de su vida, o en general en toda ella, sumamente cercano a aquél héroe determinado, apropiándose por simpatía, de una manera muy particular, de su esencia”. (La obra de arte del futuro 159)
Tal como escribirá bastante más adelante, en 1880, el destino trágico es el adecuado para una comunicación sentimental con el 160
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personaje conocido: “no las acciones, sino los sufrimientos de la historia, nos revelan lo íntimo de los hombres del pasado, haciéndolos, a nuestros ojos, dignos de nuestra memoria y de nuestra atención […] no a los héroes vencedores, sino a los vencidos, pertenece nuestra compasión.” Religion und Kunst (Religión y arte) (Wagner, Sämtliche Schriften und Dichtungen X: 211-252). De la frustración a Schopenhauer La obra de arte total debía nacer del espíritu del pueblo, considerado depositario de la naturaleza, frente a la arbitrariedad de la civilización; su destinatario era también el pueblo. Pero el público parisino amaba la Grand Opéra, no los dramas wagnerianos. Durante este periodo Wagner creyó en la utopía: un proceso revolucionario en toda Europa debía liberar al pueblo de la opresión; entonces dejaría de estar embrutecido y formaría el público distinto y mejor que la obra de arte del futuro necesitaba. Lo que Wagner esperaba de la Europa revolucionaria no era finalmente un nuevo Estado ni un nuevo orden político, sino un nuevo público para un nuevo arte, pues consideraba al arte lo más digno de hacerse: las construcciones estatales y legislativas que quieran seguir la naturaleza, deben renunciar a proyectarse sobre el futuro, aceptar su permanente renovación y modificación. En esta docilidad renovadora, el arte (el drama) resulta superior, pues no pretende una existencia posterior a su propio logro: “no habrá uniones que sufran una transformación más rica y eternamente refrescante que las artísticas […] toda obra de arte dramática que nazca a la vida será obra de una nueva unión de artistas que jamás existió en el pasado y que nunca se repetirá, bajo esa forma, en el futuro” (La obra de arte del futuro 163). El arte se ocupa únicamente de lo acabado; el Estado también, pero con la pretensión de recogerlo y erigirlo en norma de cara al futuro, un futuro que no le pertenece a él, sino a la vida, al acontecer. El arte es, pues, verdadero y sincero, el Estado se enreda en mentiras y contradicciones; el arte no pretende ser más de lo que puede ser, esto es, expresión de la verdad, en tanto que el Estado quiere ser más de lo que puede ser; por ello el arte es eterno, porque representa lo infinito siempre con fidelidad
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y rectitud; por ello el Estado es finito, porque pretende erigir el momento en eternidad y, en consecuencia, está ya muerto antes de que salga a la vida. (Wagner, Sämtliche Schriften und Dichtungen XII: 250-289)
El Elíseo futuro de Wagner (siguiendo la terminología schilleriana) no era por tanto una situación política, sino artística. La antigüedad griega ya gozó de una situación parecida, pero el futuro debía superarla en el aspecto de universalidad: “Si la obra de arte helénica contenía el espíritu de una nación bella, la obra de arte del futuro debe contener el espíritu de la humanidad libre, por encima de todas las barreras de las nacionalidades; el elemento nacional habrá de ser tan sólo un ornamento, un atractivo proveniente de la variedad individual, pero nunca un obstáculo coercitivo” Die Kunst und die Revolution (El arte y la revolución) (Wagner, Sämtliche Schriften und Dichtungen III: 8-41). Dos sucesos iban a cambiar los presupuestos esenciales para la Gesamtkunstwerk así entendida. El primero afectó a la política: los acontecimientos franceses del año 1852, que culminaron con el ascenso al poder de Napoleón III y la consiguiente pérdida de instituciones democráticas13. La nueva revolución que se había iniciado en Francia, en febrero de 1848, terminaba así también en Francia, y Wagner no tuvo más remedio que abandonar su imaginado público del futuro. El otro acontecimiento vino a compensar esta pérdida y a enfocar en una nueva dirección su visión teórica del arte y del mundo: en 1854, su amigo Georg Herwegh le puso en conocimiento de la obra filosófica de Arthur Schopenhauer. A pesar de que el aspecto estético de dicho sistema me satisfacía plenamente, y que me sorprendiera la atención que consagraba especialmente a la música, me asustaron como a cualquier persona que se hallara en un estado de ánimo semejante al mío sus conclusiones morales, pues la muerte de la voluntad y la más completa resignación son consideradas en ellas como la única manumisión posible de las ligaduras de nuestra incapacidad 13 Wagner estaba en París, y la desilusión que le supuso el cambio político hizo que siguiera fechando su posterior correspondencia con Theodor Uhlig en diciembre de 1851 (Wagner, Mi vida 158).
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individual, que no puede llegar a concebir y a comprender el universo. (Mi vida 167)
Wagner leyó reiteradamente Die Welt als Wille und Vorstellung (El mundo como voluntad y representación), que será durante mucho tiempo su referencia filosófica central14. Evidentemente, el abandono de sus ilusiones utópicas favoreció esta recepción schopenhaueriana15, que enfatizaba el aspecto ilusorio del mundo en general. Wagner había concluido en 1852 el texto de Der Ring des Nibelungen, y se encontraba componiendo la música. Aspectos de su argumento, como los problemas existenciales de Wotan, adquirieron mejor relieve teniendo en cuenta a Schopenhauer (Wagner, Mi vida 167); pero si se admitía que la vinculación con el mundo empírico resultaba engañosa, entonces carecía de importancia el esfuerzo por explicar su complejidad y contradicciones, El permanente interés de Wagner por el pensamiento filosófico puede considerarse en relación con esa búsqueda de totalidad aludida, pero chocó a menudo con dificultades para asimilar su lenguaje: leyó con provecho a Proudhon y a Feuerbach en la época prerrevolucionaria, se esforzó con Hegel y dejó por imposible a Schelling. La obra de Schopenhauer, sin embargo, parece que le resultó desde el principio fácil y familiar. 15 Schopenhauer parte del a priori kantiano para establecer que el mundo empírico, en cuanto sometido al principio de causalidad y de razón, solamente puede considerarse como una representación del individuo. Toda la ciencia, por tanto, se ocupa sólo de representaciones y no puede ir más allá. El sujeto, sin embargo, se caracteriza por la voluntad, que no es en el fondo racional (se puede preguntar por qué se quiere determinada cosa, pero no por qué se quiere en general); el cuerpo físico propio es una objetivación inseparable de esa voluntad, la voluntad hecha visible, y el placer o el dolor son sus afecciones directas. Puesto que el sujeto reconoce fácilmente la voluntad como la esencia de su propio fenómeno, puede por medio de la reflexión llegar a entender todo fenómeno también como manifestación de una voluntad. La voluntad, en cuanto tal, no está afectada por la multiplicidad, que afecta sólo a las representaciones: por tanto, la voluntad es única, aunque múltiple en sus objetivaciones. Corresponde a distintos grados de objetivación de la voluntad la diferencia jerárquica entre materia inorgánica y entre diferentes formas de vida, y estas objetivaciones de la voluntad se encuentran en lucha entre ellas, de donde deriva un mundo caracterizado por el sufrimiento. El conocimiento humano nace en un principio al servicio de esta voluntad objetivada, sirve a la voluntad de vivir, pero puede emanciparse mediante el conocimiento de las Ideas (diferentes de las nociones), ya que excluyen la particularidad, y por tanto, requieren en el sujeto que desea conocerlas una modificación análoga: la supresión de su individualidad. Con esto desaparece la diferencia entre sujeto y objeto y se llega a una contempla14
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que era lo que representaba la enorme extensión de Der Ring: bastaba con negar ese mundo, y asumir la renuncia como camino individual de liberación. Esto es precisamente lo que Wagner hizo en los dos temas que elaboró mientras dejaba aparcado Der Ring: la negación del mundo en Tristan und Isolde, la renuncia en Die Meistersinger von Nürnberg (al menos en la actitud de Hans Sachs). La nueva visión pesimista ante el mundo simplificaba las cosas, añadía un nuevo sentido a la tragedia desde el punto de vista de los personajes: si antes podía entenderse en un sentido schilleriano de afirmación individual frente a las circunstancias, ahora adquiere un sentido basado más en cierto conocimiento trascendente que en la autoafirmación. Tristan und Isolde presenta el caso más claro, y la vacuidad en que caen las palabras que pronuncia Isolde en su Liebestod (muerte de amor), si son privadas de la música, revelan el carácter irracional, intuitivo, que de acuerdo con Schopenhauer tiene dicho conocimiento, del que sólo la música puede transmitir una expresión adecuada. El estatus de la música dentro del drama quedaba afectado por este replanteamiento. Según Schopenhauer: “El propósito del arte es facilitar el conocimiento de las ideas del mundo (en el sentido platónico, el único que reconozco para la palabra idea).
ción pura, no dominada por la apetencia, se consigue una preponderancia del conocimiento sobre la voluntad. No es un conocimiento racional, pues las Ideas no obedecen al principio de razón y son accesibles sólo por intuición. El arte es vehículo adecuado para este conocimiento, y la belleza que recrea nace precisamente de la contemplación desinteresada de la Idea que hay en las cosas. La experiencia vital está sujeta a la preponderancia del sufrimiento, pero el conocimiento permite alcanzar la libertad, que no es otra cosa que la negación de la necesidad. El conocimiento de la voluntad única como fuente de los fenómenos diversos, permite la compasión del hombre virtuoso, al reconocer el interés ajeno como igual al propio, y finalmente conduce a la negación de la voluntad de vivir, un aquietamiento de la voluntad, una calma inalterable, que el arte sólo consigue producir de manera pasajera, mientras dura su efecto, y la reflexión asienta de manera duradera. Pero desaparecida la voluntad, puesto que era el origen de todo, desaparece también el fenómeno y todo el universo: el resultado es la Nada, que según Schopenhauer sólo puede horrorizarnos en tanto que permanecemos ligados a la voluntad de vivir, pero confiere una serenidad de espíritu beatífica una vez que nos desprendemos de ella.
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Pero las ideas son algo esencialmente intuitivo, y por eso, en sus determinaciones más propias, son inagotables. La comunicación de algo así no puede realizarse sino por vía de la intuición, que es la del arte” (848). Y entre las artes, la música -por su carácter abstracto- goza de superioridad: “la música, al trascender las Ideas, es totalmente independiente del mundo fenoménico, lo ignora absolutamente y, en cierto modo, podría existir aunque el mundo no existiera, lo que no puede decirse de las demás artes” (Schopenhauer 283). “La música no es en modo alguno, como las demás artes, una reproducción de las Ideas, sino una reproducción de la voluntad misma, cuya objetivación son también las Ideas. Esta es la razón de que el efecto de la música resulta mucho más poderoso y penetrante” (284). Una música así entendida cumplía mejor su función como música pura, esto es, desprovista de texto o de intenciones descriptivas. Pero Wagner no iba a renunciar al drama por un principio estético o filosófico, sino que reformuló las ideas schopenhauerianas que estorbaban a su intención de totalidad dramática. Eso sí, dentro del drama la música ganaba una función central: todo el drama surgía ahora a partir de la esencia de la propia música, como expondrá bastante más tarde en su Ensayo sobre Beethoven, de 1870: “La música, que no representa las ideas contenidas en los fenómenos del mundo, sino por el contrario a la misma Idea del Mundo, y lo hace ciertamente de una manera comprehensiva, encierra el drama en sí misma, puesto que justamente el drama, en correspondencia, expresa la única Idea del Mundo adecuada a la música.” Y, por tanto, corrigiendo completamente su anterior planteamiento: “La unión de música y poesía, en consecuencia, ha de concluir siempre en la subordinación de la última” (Wagner, Sämtliche Schriften und Dichtungen IX: 61-126). Hasta qué punto Wagner seguía en sus realizaciones artísticas sus propios escritos teóricos, es un tema bastante debatido y que no permite una respuesta completamente afirmativa. Por un lado sus escritos constituían en buena medida una extensa autojustificación de sus inclinaciones artísticas, pero, por otro, las ideas estéticas influían sobre las obras: la lectura de Schopen-
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hauer favorece el abandono del ciclo Der Ring des Nibelungen por Tristan und Isolde16, cuya música, además, se encuentra más cerca de poder explicarse por sí misma que cualquiera de los dramas precedentes; y como fiel reflejo de un fondo irracional de toda la existencia, la música se alejaba de los patrones tradicionales y proyectaba su influencia hasta los momentos históricos que precedieron a la disolución del sistema tonal durante el periodo de entreguerras. Esto no favorecía un éxito rápido de la obra, según reconoció Wagner a su amigo Semper: “Reconocí, en efecto, que si tomaba la vida más en serio y el arte más a la ligera, quizá me facilitaría la existencia, pero añadí también que probablemente no cambiaría jamás” (Mi vida 181). Pero la asunción del planteamiento de Schopenhauer en el Tristan no es completa: no hay renuncia al deseo, sino por el contrario, una entrega a la pasión amorosa. Para centrarse sin complejos sobre este asunto, Wagner no dudó en cuestionar el pensamiento de su admirado filósofo, según carta a Mathilde Wessendonck el 1 de diciembre de 1858 (es decir, mientras componía la música del segundo acto): Se trata de demostrar cómo el camino de salvación que conduce hasta el perfecto aquietamiento de la voluntad –un camino que ningún filósofo, como tampoco Schopenhauer, ha reconocido– pasa a través del amor, y no ya de un amor abstractamente humanitario, sino del amor propiamente dicho, que florece en el amor sensual. (ctd en Dahlhaus 120) Las connotaciones en torno a la composición del Tristan und Isolde merecen algún comentario. Wagner mismo hace referencia en su autobiografía, por un lado, a la influencia de Schopenhauer (Mi vida 167), y, por otro, a la necesidad de alguna obra que pudiera terminar en poco tiempo, para suministrarse ingresos económicos (Mi vida 179). Disimula, además, su inconveniente relación sentimental con Mathilde, la mujer de su mejor protector económico, Otto Wessendonck, relación que terminó por convertir el asunto de Tristan en casi una alegoría autobiográfica, donde el adúltero Wagner-Tristan se muestra incapaz de dar cuenta de sus actos al traicionado Marke-Wessendonck. Este episodio biográfico coincide con la composición de la música, pero, sin embargo, es posterior a la escritura del texto literario, lo que hace reflexionar a Gregor-Dellin sobre si “amó a Mathilde porque necesitaba el paralelo” (317). Los deseos de totalidad, que parecen constituir una actitud básica en Wagner, tendían a atraer hacia una misma dinámica todos los aspectos que manejaba, ya comenzase algo por una circunstancia biográfica, o por un pensamiento, o por cualquier otro motivo. 16
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Por añadidura, Tristan fue seguida por Die Meistersinger von Nürnberg, que en muchos sentidos puede considerarse contradictoria con casi todo lo que había de Schopenhauer en Tristan, tanto argumental como musicalmente: sólo en el personaje de Hans Sachs se cumple la renuncia schopenhaueriana, pero no para obtener una liberación trascendente, que dé la espalda al engañoso mundo de apariencias, sino para lograr la feliz adaptación a ese mundo de dos enamorados (al menos esto es lo que muestra un primer acercamiento a la trama). Pero, además, tampoco es una tragedia, sino un argumento feliz que, como se ha dicho con sarcasmo, “comienza en una iglesia y termina en una boda”. Las exigencias dramáticas en Wagner, por tanto, no parece que puedan reducirse por completo a los aspectos explícitos de pensamiento, reducción que tampoco funciona cuando se intenta hacer, en otro sentido, respecto a las circunstancias biográficas del autor17. Puesto que algunas tendencias características en Wagner, como se ha visto al principio, preceden a cualquier reflexión estética o circunstancia, la consideración de los argumentos en sí mismos revela también un ámbito de exigencias propio. La tragedia en la evolución de los argumentos No es posible una sinopsis de los argumentos wagnerianos ni profundizar en la psicología de los personajes, pues el Wagner maduro desarrolla en profundidad todos los caracteres18. Los textos resultan fácilmente accesibles en internet19, por lo que En este sentido, por ejemplo, se ha querido ver en Der Fliegende Holländer el reflejo de un Richard Wagner atrapado en trabajos artísticos que le convierten en un errante sin patria, y el viaje tormentoso que Wagner realizó en barco de Riga a Londres, huyendo de sus acreedores, tuvo una influencia incuestionable sobre la música y el argumento de este drama; pero en sentido inverso, también la vida de Wagner se deja influir por la obra, como en el asunto Wesendonck, donde los eventos biográficos parecen acudir con posterioridad a la llamada del drama. La curiosa idea de Wagner buscando sucesos biográficos capaces de alimentar una intuición dramática precedente fue desarrollada ya en 1923 por Paul Bekker, en su obra Richard Wagner: das Leben im Werke (Stuttgart, 1924). 18 Una profusa exposición sobre las funciones psicológicas de cada personaje fue realizada ya en 1969 por Robert Donington, para el ciclo Der Ring des Nibelungen, siguiendo fielmente el punto de vista y las categorías de la psicología junguiana (1969). 19 Al tiempo de escribir este artículo, se encuentran disponibles en la red traducciones al castellano en las páginas web de Kareol, Wagnermania, Archivo17
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describiré algunas líneas básicas que recorren las diversas tramas. Desde este punto de vista, la tragedia no se muestra como exigencia estética, sino dentro de una serie de combinaciones sobre una problemática que va evolucionando, y que afecta su sentido. Leubald und Adelaide (1826-8), la tragedia sin música escrita en edad adolescente, planteaba un conflicto entre el mundo de los vivos y de los muertos, con predominio del segundo. Die Hochzeit (Las bodas, 1832-3) habría sido una ópera, pero el propio Wagner la destruyó cuando su carácter tétrico disgustó a su hermana Rosalie. “Pinté, por decirlo así, negro sobre negro” (Mi vida 34) Por lo que se sabe, recreaba ese triunfo del mundo de los muertos en Leubald, eludiendo además la posibilidad de resistirse, pues el carácter siniestro de algunos personajes se conoce sólo al final: en términos psicológicos, actúan desde lo inconsciente, de manera irruptiva. Die Feen (Las hadas, 1833-4) es el primer drama con música que se conserva, argumento basado en La donna serpente (La mujer serpiente) del veneciano Carlo Gozzi (1713-1786). Contrapone un mundo de hadas –mítico o fabuloso–, a otro verosímil -más empírico20-, y la trama funciona como un típico cuento de hadas: dificultades y pruebas para establecer una relación de carácter amoroso entre representantes de ambos; el mundo de las hadas caracterizado como femenino, y el empírico como masculino. Cumplir las pruebas corre por cuenta del lado masculino/empírico, y en el tramo decisivo fracasan las pruebas de omitir, pero tiene éxito la de hacer mediante instrumentos (evidentemente, de connotación más masculina que las otras). El desenlace no consiste en que la mujer hada se traslade a lo empírico, como era su intención inicial, sino que atrae al hombre hacia su territorio, hacia lo fantástico: intromisión masculina sobre un mundo que no se configuraba en principio como propio. wagner, esta última con buena cantidad de documentos en castellano, algunos difíciles de encontrar por otro medio. Los textos originales en alemán se encuentran entre otras en Wagnermania y Wagneroperas. 20 Utilizaré en adelante el calificativo de empírico para referirme a los personajes que se mueven en escena dentro de unas situaciones y condicionantes que imitan aquello que puede suceder en la experiencia humana real.
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El mundo fantástico atrae hacia sí el empírico, esto ya sucedió en Leubald, pero Die Feen no es una tragedia, porque al mundo fabuloso se le reconoce existencia autónoma, en lugar de simple residuo del mundo empírico que era el mundo de los muertos. Das Liebesverbot (La prohibición de amar 1834-1836), con argumento basado en Measure for measure de Shakespeare, establece coordenadas históricas para la acción y prescinde de recrear mundos no empíricos, pero sólo en apariencia: dos personajes importantes de ambos sexos viven alejados del mundo que les rodea, el gobernador Frederich con su idealismo, e Isabel en su enclaustramiento religioso. El idealismo masculino del gobernador resulta destructivo con el mundo empírico, se traduce en instinto de dominación y poder. Parece oportuno recordar que Die Feen recreaba el ámbito natural masculino en el terreno empírico, de donde puede sospecharse que su traslado a otras regiones genere disfunciones de este tipo; de este modo tenemos ya en Das Liebesverbot una parte masculina idealista que resulta problemática y destructiva, mientras que el personaje femenino idealizado –Isabel, su contraparte en esta obra– no genera tales problemas, más bien aporta soluciones. La solución que evita la tragedia pasa por una curiosa confusión entre amor y poder en el gobernador, incitada por Isabel: Isabel: La naturaleza dio belleza a la mujer, y al hombre fuerza para disfrutarla. Sólo un loco, un hipócrita, se cierra al encanto del amor. (Acto I, escena 3)
Confusión que le hará incurrir en contradicciones que terminan anulando su poder: Frederich: ¡Infeliz de mí! ¿A dónde ha ido a parar el sistema que yo mismo había montado? (Acto II, escena 2)
La astucia hace el resto. El principio de autoridad masculino no queda abolido, pero retorna a lo empírico y –de una manera no justificada argumentalmente– la parte femenina decide imitar ese recorrido: Isabel renuncia a su enclaustramiento. Después del Liebesverbot, Wagner redactó un libreto cómico al que no llegó a poner música: Männerlist grösser als Frauenlist (Más
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vale astucia de hombre que astucia de mujer), basado en un episodio de Las mil y una noches. La acción se trasladaba al tiempo presente, y debía consistir en una pugna de astucia entre hombre y mujer, que terminaba con el triunfo del primero seguido de boda. Parece poco más que una confirmación de la dirección argumental apuntada en el final precedente, añadiendo sobre todo una recuperación en la primacía de lo masculino para el terreno empírico. Rienzi (1837-1840) está basada en el título homónimo del novelista y político inglés Edward George Bulwer-Lytton (1803-1873), y, por primera vez entre los dramas musicados de Wagner, es una tragedia. Al igual que en Das Liebesverbot, todo parece moverse en el plano de lo empírico, con un idealismo inadaptado en el personaje masculino. La diferencia esencial consiste en que aquí el idealismo tiene tendencia benéfica, caracterizada por el amor. Frederich pretendió amar como una extensión del poder, Rienzi pretende gobernar como una extensión del amor, pero, en ambos casos, la confusión genera la catástrofe: Rienzi pierde el poder por ceder al amor, un amor que no se presenta en forma de deseo sensual (derivación del poder), sino como compasión incitada por Adriano –cantado por voz femenina– y por Irene: "A tus pies suplicamos: ¡Sé clemente, salva a mi/su padre!" (Acto II, escena 3). Igual que en Das Liebesverbot, el amor se muestra incompatible con el poder, y el personaje masculino que padece esta incompatibilidad desconoce los resortes esenciales que mueven lo empírico: el enemigo que derrota finalmente a Rienzi no pertenece al círculo de enemigos conocidos, sino que irrumpe de manera inesperada en forma de maldición eclesiástica, cuya extrañeza se recalca por formularse en latín. Lo que configura a Rienzi como una tragedia es que el personaje que padece la incompatibilidad opte preferentemente por el amor, es decir, genere la simpatía de la música y del espectador (pues, como pronto teorizará Wagner, sólo el amor relaciona). Estos presupuestos de la acción, sin embargo, apenas son indagados, pues Wagner quiso hacer de Rienzi principalmente una ópera de efecto, en el sentido que pronto detestará. Der Fliegende Holländer (El holandés errante) (1840-1841) se basa en el capítulo VII de Aus den Memorien des Herrn von Schnabelewopski 170
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(De las memorias del señor de Schnabelewopski) de Heinrich Heine, y retorna a conceder entidad propia a un plano fantástico, frente a otro empírico. Si el idealismo del tribuno Rienzi terminaba en medio de una tormenta humana, el holandés aparece atrapado en una tormenta natural sin fin. La conciencia de problema insoluble se traduce aquí en una voluntad de tragedia por parte del propio personaje, de muerte como redención, más de una década antes de que Wagner leyese a Schopenhauer. La fidelidad de una mujer asentada en lo empírico funciona como condición de posibilidad; pero tal como ha señalado Enrique Gavilán, el asunto es una especie de mito de Odiseo vuelto del revés: el objetivo ya no es llegar a tierra firme evitando el canto de las sirenas que llama hacia las profundidades, sino hundirse en ellas (“La balada de Senta” 237-261). Esta dirección presupone una valoración negativa de las circunstancias de tierra firme, un non placet hacia el plano empírico; traducido al tiempo de Wagner, un desencanto frente a la cultura establecida, es decir, la Ilustración y sus promesas. En definitiva, una actitud romántica, y una diametral inversión de la dirección deseada en anteriores dramas21. La decisión crucial recae sobre Senta: elección entre la ensoñación (asociada al arte), y el mundo funcional del trabajo (con connotaciones industriales), sentenciado por el desencanto; la balada del holandés frente a la canción de las hilanderas: Senta: ¡Oh, poned fin a esa tonta canción, ya me zumban y suenan los oídos! ¡Si queréis que me una a vosotras, buscad algo mejor! (Acto II, escena 1)
La decisión de arrojarse al mar para redimir al holandés semeja la precedente de Irene cuando decide unirse a Rienzi en un final trágico, contra los ruegos de Adriano: Irene: ¡Déjame! Siento una fuerza sobrenatural; Dios me ayuda para combatirte. […] ¡Déjame, loco! ¡Yo soy libre! (Rienzi: Acto V, escena 4)
21 Wagner se encarga de escenificar este cambio de gusto en su autobiografía, según él producido repentinamente tras escuchar una buena interpretación de la Novena sinfonía de Beethoven en 1839: “El periodo decadente de mi gusto […] tuvo fin en medio de la vergüenza y del arrepentimiento” (Mi vida 67).
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Pero esa clara visualización en dos planos de existencia -que en Rienzi no pasaba de insinuarse en forma de idealismo- genera el sentido de tragedia como redención, ya que el lugar hacia donde se dirige el autosacrificio heroico se visualiza como existente y necesitado del mismo: el holandés se presenta en escena como un problema en sí mismo, y su muerte es la muerte del problema, su solución. Ahora bien, esta forma de redención sanciona como inevitable la separación entre el plano empírico y el fantástico, lo cual seguirá siendo asunto de posteriores elaboraciones. Musicalmente, Der Fliegende Holländer es la primera obra relevante de Wagner. Die Feen no pasaba de ser una ópera romántica al estilo de Weber o Marchner; Das Liebesverbot se aproximaba a Auber o Donizetti; Rienzi es una Grand Opéra en el estilo de Meyerbeer (según sarcasmo de Hans von Büllow, “la mejor ópera de Meyerbeer”). La expresión en dos planos de distinto tratamiento musical, y el especial énfasis sobre el plano fantástico, son los elementos que quizá hacen esta obra más interesante que las anteriores; lo masculino (en Wagner más asociado a lo creativo y expeditivo que lo femenino) se sitúa en ese lado fantástico, y esto quizás favorece una música lanzada hacia la innovación estilística, cosa que no sucedía en Die Feen. Tal como ha señalado Dahlhaus, Wagner contrasta la forma tradicional del aria, para situaciones convencionales, y la declamación expresiva para la relación de Senta con el holandés. Esto implicaría –según Dalhaus– una inversión del papel tradicional de ambos procedimientos, pues el recitado se usaba antes para la acción y el aria para detenerla y expandir los sentimientos del personaje (27). Ahora bien, lo que estaba en vías de suceder para Wagner, será la práctica desaparición del aria y los números cerrados en dramas posteriores, porque la acción ya no se considera elemento superfluo, sino núcleo del drama, tal como escribirá algunos años más tarde: “La acción dramática[…] extraída inmediatamente de la vida (pasado o presente), forma con ella el vínculo dador de entendimiento, en la misma medida en la que reproduce del modo más fiel esa verdad de la vida y satisface de la forma más apropiada la demanda de que se la comprenda” (La obra de arte del futuro 156-157). Una acción que, dada la situación de los personajes en esta obra, tiende a configurarse como injerencia de lo fantástico sobre lo cotidiano. 172
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Die Sarazenin (La sarracena, 1841 y 1843), sobre episodios de la Geschichte der Hohenstaufen und ihrer Zeit (Historia de los Hohenstaufen y su tiempo) no pasó de esbozo en prosa, al igual que Die Bergwerke zu Falun (Las minas de Falun, 1842), sobre el cuento homónimo de E.T.A. Hoffmann. La primera trataba sobre una profetisa musulmana, Fátima, hermana de Manfred Hohenstaufen, a quien exhorta para conservar su herencia imperial, y del que está enamorada siendo pariente. Fátima renuncia a este amor incestuoso y tras la coronación de Manfred regresa a su tierra con un tal Nurredin, que la mata en un ataque de celos, tras lo cual Manfred se hunde en la desesperación. Conviene considerar el concepto que Wagner se formó de lo alemán con esa lectura: “Me satisfizo ya entonces descubrir en el espíritu germano su aptitud para rebasar los estrechos límites de la nacionalidad y comprender a la humanidad entera, sea cual sea la indumentaria con que ésta se presente” (Mi vida 78). Así el nacionalismo, rechazado por Wagner en diversos escritos en favor de una idea universal, se transmuta en universalidad capaz de asumirse por un solo pueblo. La incorrección que señala la idea de incesto en el boceto –reducir en la proximidad del parentesco lo que está destinado a incluir la diversidad– apunta intuitiva y simbólicamente la problemática de una tendencia análoga, esa universalidad reducida a nación; pero la renuncia al incesto implica la desilusión y la muerte, pues se renuncia a cosas demasiado valiosas proyectadas sobre ese ámbito reducido. Tragedia y desilusión parecen aquí equivalentes. En cuanto a Die Bergwerke zu Falun (1842), la fascinación por el mundo subterráneo de las minas de este cuento podía entenderse como continuación en la misma dirección en que había concluido Der Fliegende Holländer. Estos dos bocetos sin desarrollar, por tanto, insistían sobre cada uno de los planos que el final de Der Fliegende Holländer había sancionado con la separación. Finalmente fue Tannhäuser (1842-1845) el siguiente argumento que Wagner llevó hasta el final, elaborado a partir de leyendas alemanas de diversas fuentes, a las que añade de su propia invención la relación entre Tannhäuser y Elisabeth. Nuevamente relaciona el mundo fantástico (en este caso mítico) y el empírico, en una estructura análoga a Der Fliegende Holländer: un hombre 173
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atrapado en el nivel mítico, y una mujer asentada en el terreno empírico, Elisabeth, como posibilidad de redención; pero Heinrich von Tannhäuser no carece de compañía femenina en el terreno mítico: la compañía femenina, que ya en Die Feen parecía conformar todo lo que se podía exigir a un final feliz, y que el holandés reitera como redención, no parece bastar a Tannhäuser; hay un hambre de vida, que en principio se manifiesta como deseo de experiencia temporal: Tannhäuser: El tiempo que he pasado aquí me resulta imposible calcularlo. Para mí ya no existen ni días ni meses, pues no veo la luz del sol ni las preciosas estrellas del cielo. No contemplo el verdor del campo que presagia el nuevo verano, ni el ruiseñor que anuncia la primavera […] Si un dios puede vivir en perpetua alegría, yo sin embargo, estoy sometido al cambio. (Acto I, escena 1)
Pero este cuestionamiento del espacio mítico encierra además un cuestionamiento sobre el tipo de relación amorosa que lo configura, algo que sólo se hará evidente con la nueva experiencia de Tannhäuser sobre lo empírico. El amor sensual se contrapone primero con el amor como contemplación, en el concurso de canto; expeditivo y masculino el primero, respetuoso y afeminado el segundo, pero, en cierto modo, ambos como formas de autosatisfacción masculina. En segundo lugar, amor como autosatisfacción contrapuesto a amor como entrega, representados ambos por mujeres: Venus, que sólo se lamenta de sí misma, frente a Elisabeth, que se lamenta por Tannhäuser. La primera de estas disputas se manifiesta exteriorizada, en forma de concurso de canto, y se salda con el triunfo de la forma más externa, la sensual; la segunda interiorizada, en la que prevalece la actitud de entrega. Pero ésta, en definitiva, es entrega de la propia vida, si se quiere afirmar en su máximo exponente, y de este modo es como se consuma en la obra. Si en el final de Der Fliegende Holländer el personaje femenino era el único que asumía el amor como entrega, mientras el holandés lo reclamaba en términos de redención egoísta, Tannhäuser opera la transformación sobre el personaje masculino, que asume también, finalmente, esa forma de amor-entrega, lo cual le permite sortear esa esfinge de maldición eclesiástica, que ya había terminado con Rienzi. La música determina el sentido concreto de la tragedia en estos tres últimos dramas: en Rienzi la fatalidad de los acontecimientos 174
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prevalece sobre la afirmación idealista del héroe; Der Fliegende Holländer concluye con la autoritaria imposición del tema del holandés22, afirmación masculina y fantástica con cierto aspecto terrorífico e inquietante; en Tannhäuser hay, finalmente, una conclusión musical inequívocamente optimista. Wagner teorizará poco después sobre la música colocándola dentro del drama en un papel de interconexión entre elementos, curiosamente análogo a como configura también el papel del amor, como impulso articulador de la Gesamtkunstwerk. Las transformaciones en la lectura que aporta la música a la tragedia guardan, por tanto, analogía con las transformaciones de la propia idea de amor: aplastado en Rienzi por las cuestiones de poder, egoísta e imperioso en Der Fliegende Holländer (en su parte masculina, que es la absorbente), benéfico finalmente en Tannhäuser. Existe una idea dramática más general, sin embargo, que la música no refleja: la separación del plano empírico con el idealistafantástico-mítico, que sucede en los tres dramas. La música, en cuanto vinculada a la expresión del sentimiento-amor, carece de un punto de vista general, es parte implicada. Lohengrin (1845-8), basada en una leyenda alemana, que Wagner conoció en un número de las Memorias de la Sociedad Alemana de Königsberg, tiene una situación inicial análoga a Tannhäuser: un hombre afincado en el terreno mítico cuya voluntad se dirige hacia lo empírico, pero, el contenido de ese espacio mítico evidencia ya la transformación redentora operada en Tannhäuser. A pesar de esto, Lohengrin acude también a lo empírico, y no se conforma con prestar ayuda a Elsa, sino que además contrae matrimonio; quizás sólo podemos explicar tanto interés empírico en este idealizado personaje, desde el punto de vista de una necesidad wagneriana de totalidad, de encontrar una conexión entre ambos planos –mítico y empírico–, necesidad que subsiste argumentalmente a la solución de cualquier otro problema. El sueño llama al mito, funciona como el puente que lo une a la realidad empírica; la pregunta, la indagación racional que inquiere por el Una revisión posterior, de 1860, añadió para concluir el tema de la redención, que es la forma como suele escucharse hoy ese final. Resulta mejor desde el punto de vista musical y de significado, pero en realidad corresponde a una concepción dramática muy posterior 22
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origen (causalista), realiza el efecto contrario, sanciona la separación. El conjunto de la acción presenta un recorrido del encanto al desencanto, desde el ein wunder (“un prodigio”; Acto I, escena 2), al weh final (“desgracia”; Acto III, escena 3). La pérdida del aspecto mítico compatible con lo empírico, de la posibilidad de idealizar la realidad; desde el punto de vista romántico, un verdadero desastre que cuestiona las transformaciones operadas en las anteriores tragedias, que no han conseguido rebajar el abismo que separa ambos mundos. En la escena final, cuando se marcha Lohengrin, devuelve a Elsa su hermano desaparecido, prácticamente como si el uno se transformase en el otro. Esto sugiere una traducción psicológica bastante obvia: la pregunta indagatoria, cuando obtiene una respuesta asimilable por la razón, produce el efecto de despojar al mito de su numinosidad. Lohengrin no es, en sentido total, una tragedia: el personaje masculino no muere, se marcha, y aparece otro que se daba por fallecido. Lohengrin salva su condición mítica alejándose: el romanticismo se salva a sí mismo. La muerte de Elsa tiene una expresión que Wagner repetirá: Elsa gleitet langsam entseelt in Gottfrieds Armen zu Boden (“Elsa cae lentamente sin espíritu de los brazos de Gottfried a tierra”), eufemismo para evitar la palabra muerte (tot, stirbt) que es norma en Wagner, pues no mata literalmente a ninguna mujer: se arrojan, se alejan, o caen sin alma. La caída de Elsa representa esa pérdida de alma, la sentencia al desencanto que afecta todo el plano empírico. A partir de Lohengrin, Wagner duda sobre el camino argumental a seguir. Seis ideas inició, una sola de las cuales llegará a poner en música. En Friedrich I (1846 y 1848-9) intentaba retomar el tema histórico, pero no pasó de un esbozo en prosa, mismo destino de un drama sobre Alejandro Magno (1846), cuyo esbozo se ha perdido. Probablemente ambos dramas habrían potenciado ideas universalistas en torno a lo empírico. En los años 1849 y 1950, tiempos de la revolución y el exilio, realizó tres esbozos más en prosa: Jesus von Nazareth, Achilleus (Aquiles, desaparecido) y Wieland der Schmied (Wieland el herrero). El primero de estos trata la figura de Jesús desde un punto de vista revolucionario, negador de la propiedad, un idealista en el sentido wagneriano de aquellos tiempos, y la muerte representaba nuevamente la imposibilidad de realización del ideal sobre lo empírico; el 176
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segundo ensalzaba la humanidad del héroe frente a los dioses (Gregor-Dellin 214); el tercero, basado en la Wilkyna-Saga, era una trama fantasiosa donde por un lado el mundo empírico se debate luchando entre la libertad y la esclavitud, y por otro el herrero Wieland pugna por recuperar tanto su libertad personal como una mujer-cisne mítica, y termina alzando el vuelo hacia ella con unas alas de bronce forjadas por sí mismo, expresión quizás de una empresa quimérica. Estos tres esbozos parecen tantear nuevas formas de relación con lo mítico o frente a lo mítico, en sus tres posibilidades: advenimiento del mito, en la línea de Lohengrin con no mejor resultado (Jesus), afirmación frente al mito (Achilleus), la conquista del mito (Wieland). El otro esbozo de la época, que sí desarrollará, se inició en 1848 como borrador en prosa denominado Der Nibelungenmythus, als Entwurf zu einem Drama (El mito de los nibelungos como proyecto para un drama). Se trata de una amplia trama en la que los dioses necesitan engendrar un ser humano con voluntad libre, capaz de expiar una culpa de aquellos. Ese mismo año Wagner intentó reducir la idea, demasiado amplia para un solo drama: redactó en prosa el Siegfrieds Tod (Muerte de Siegfried), que se centraba solamente sobre el héroe humano y su trágica muerte, y optaba por configurar la muerte del héroe como redentora, ante las escasas explicaciones sobre la culpabilidad de los dioses. Pronto hicieron ver a Wagner que el argumento dejaba sin explicar demasiadas cosas, de modo que escribió hacia atrás sucesivas partes aclaratorias –Der Junge Siegfried (El joven Siegfried, más tarde simplemente Siegfried), Die Walküre (La Valkiria) y Rheingold (El oro del Rhin)– entre mayo de 1851 y noviembre de 1852, hasta recuperar la idea inicial en toda su amplitud, pasando después a componer la música en el orden correcto en cuanto a sucesión escénica. El resultado fue el ciclo en cuatro partes Der Ring des Nibelungen (El anillo del nibelungo, 1851-1874), basado en fuentes legendarias germánicas diversas, entre ellas la Völsungasaga, la Thidrekssaga, el Edda menor de Snorri Sturluson, el Niebelungenlied y la más reciente reelaboración Sigurd de Friedrich H. Karl, barón de la Motte-Fouqué. En relación con la posición de los personajes, no hay unos que proceden del plano mítico y otros del empírico, sino que todos los importantes proceden de lo mítico, unos sabiéndolo y otros sin saberlo. El proceso de sanación del mundo mítico realizado con Tannhäuser y manifestado en Lohengrin queda 177
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olvidado, y se retorna a la idea de un mundo mítico enfermo, tal como manifestaba Der Fliegende Holländer, pero Der Ring añade una extensa indagación sobre las raíces de ese problema23. Las palabras finales de Brünhilde, sobre la pira funeraria de Siegfried, tienen hasta cinco versiones diferentes, que afectan directamente el sentido de la tragedia. Todavía en un texto que probablemente es contemporáneo a la redacción de Der Junge Siegfried (Dahlhaus 111), la muerte del héroe redimía a los dioses: “se os ahorra la lucha terrible de vuestro poder agonizante: heredais el consuelo procedente del acto humano, del héroe que engendrasteis. En medio de vuestra temible angustia, os anuncio la bendita redención de la muerte”. Pero en 1852, ampliado ya el drama a sus cuatro partes, Siegfrieds Tod cambia su nombre por el definitivo de Götterdämmerung (El ocaso de los dioses), y las palabras finales de Brünhilde eliminan todo consuelo redentor: “Así del final de los dioses despunta ahora el ocaso. De este modo arrojo yo el fuego hacia la resplandeciente roca del Walhalla”. La extensión del ámbito de la tragedia a lo mítico descubre el aspecto trágico del propio mito, convierte la tragedia en idea. Así es como en 1854 –todavía antes de conocer la filosofía de Schopenhauer–, Wagner cambia las palabras que canta Erda en el Rheingold advirtiendo a los dioses24: donde antes decía “un día oscuro aguarda a los dioses: terminará de modo ignominioso tu noble estirpe, si no renuncias al anillo”, pasa a decir, asumiendo un sentido universal: “todo lo que existe, tiene un final: un día oscuro llegará a los dioses: a ti te aconsejo, renuncia al anillo” (Rheingold, escena 4). Es decir, que el final ha de existir de La necesidad de indagación puede atribuirse a circunstancias biográficas: el fracaso de la revolución y el exilio de Wagner, que le hacen intuir un mundo complejo, cuyos resortes decisivos escapan a cualquier observación superficial. Pero también viene propiciada desde el final de Lohengrin: la “redención” ya completada de un mundo masculino afincado en lo mítico, permanece incapaz de mantener contacto con lo empírico; la conexión requiere así ser espoleada desde una necesidad, que pasa nuevamente por establecer una culpa y su correspondiente demanda de redención, repitiendo el camino ya seguido en Der Fliegende Holländer. Ahora no se confía en la redención externa: no es la mujer la que redime, sino Wotan quien proyecta su descendencia sobre lo empírico para obtenerla. 24 Esta modificación la menciona Wagner en una carta a August Röckel de 25 de enero de 1854, es decir, unos diez meses antes de conocer la obra de Schopenhauer. (Dahlhaus, 1998: 115). 23
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cualquier manera, con anillo o sin él. El tratamiento musical que escribe ese mismo año, además, convierte esa frase en una de las claves para todo el ciclo: la orquesta toca una derivación del primer tema que aparece en el Rheingold, elaborado entonces a modo de surgimiento natural y primario25. Así sonaba este primer tema del ciclo, en el compás 17 de la partitura:
Como acompañamiento de esas palabras de Erda, reaparece contraído en todos sus aspectos –rítmico, interválico- y densificado armónicamente, se diría que envejecido; inicia su curso ascendente acompañando precisamente la palabra endet (final), hasta que, coincidiendo con la palabra düstrer (oscuro), cambia su curso por otro descendente:
La tragedia se manifiesta, por tanto, como elemento vinculado a la misma esencia de la vida, inevitable; cuando se alcanza el conocimiento de esta fatalidad, la voluntad de permanencia se transforma en angustia existencial. En la ya olvidada opinión de López-Chavarri Marco, durante sus años wagnerianos, todo el Este comienzo fue calificado con razón por Thomas Mann como “preludio acústico”, pues se inicia con la incorporación sucesiva de armónicos (los sonidos agudos que por naturaleza acústica están incluidos en cualquier sonido musical de altura definida, y que corresponden a los múltiplos simples de su frecuencia base): un mi bemol originario se extiende en solitario durante los cuatro primeros compases en los registros graves de los contrabajos, se añade su primer armónico (si bemol) por los fagotes durante los doce siguientes, y en el compás 17 es cuando aparece el tema en las trompas, que no es otra cosa que un despliegue de los primeros cinco armónicos de ese mi bemol: mib-sibmib-sol-sib. Todo el resto del preludio puede analizarse como si los elementos esenciales de la música tradicional (tríada consonante, escala mayor, ritmo…) fueran surgiendo progresivamente como un despliegue de esa nota inicial, por lo que Wagner genera en el preludio una impresión muy fuerte de estar evocando los orígenes. 25
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contenido dramático del ciclo podría reducirse a esa resistencia antinatural de Wotan: Para el poeta de la Tetralogía, la vida es un cambio constante, una serie de manifestaciones de una substancia eterna; todo cuanto vive ha de someterse a esa ley, eterna también, de la transformación. El mal nace en el mundo por querernos sustraer a la ley referida, es decir, por no querer que llegue el fin natural: la muerte. El egoísmo es el que desea permanecer, rebelándose contra la inmutable marcha del tiempo, y el miedo a morir no es más que la consecuencia del egoísmo (tomando la palabra en el más amplio sentido): tal es el pensamiento interno que late en el fondo de la Tetralogía. (29)
Como parte de un curso natural, la tragedia termina con los personajes y con sus construcciones (en cierto modo la propia civilización, en cuanto que se vuelve caduca). Aquí es donde la idea wagneriana resulta más próxima al aspecto dionisíaco que el joven Nietzsche reivindicaba, y que en sus primeros escritos todavía creía poder encontrar reflejado en los planteamientos de Wagner: De esta última [la civilización] Richard Wagner dice que es anulada por la música, al igual que el brillo de la lámpara es anulado por la luz del día […] Este es el siguiente efecto de la tragedia dionisíaca, el hecho de que el Estado y la sociedad, y en general los abismos que existen entre los hombres, se retiran ante un poderosísimo sentimiento de unidad, que se retrotrae al corazón de la naturaleza. El consuelo metafísico […] de que en el fondo de todas las cosas, a pesar de todos los cambios de las apariencias, la vida es indestructiblemente poderosa y halagüeña. (99)
La renovación de la vida, efectivamente, es sugerida por el tema con el que Wagner cierra todo el ciclo, tras la apocalíptica destrucción final del Götterdämmerung, un leitmotiv que aparecía por primera vez en Die Walküre, precisamente al saber Sieglinde que iba a ser madre:
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En la redacción definitiva, las insinuaciones sobre lo que sucede más allá del final escenificado fueron deliberadamente escamoteadas por Wagner. Todavía en 1853 unas palabras conclusivas de Brünhilde aludían a ese futuro: “La raza de los dioses ha pasado como un soplo; el mundo que yo abandono queda ahora sin señor: hago al mundo partícipe de mi ciencia divina. Ni la riqueza, ni el oro, ni la grandeza de los dioses; ni palacios, ni cortes, ni pompas señoriales; nada de oscuros pactos de alianzas engañosas, nada de hipócrita moral en leyes rigurosas: la felicidad, tanto en el gozo como en el sufrimiento, solamente puede lograrse por el amor.” La omisión de estas promesas deja al espectador con la evidencia de una gran destrucción, mitigada solamente con la intuición renovadora de los últimos compases de la música. Pero la existencia subyacente de esa ley natural de renovación se presenta como transgredida solamente después de discernir la elección amor/poder, que, como se ha visto tiene un largo precedente –no explícito– en los anteriores dramas wagnerianos. La voluntad de permanencia –y por tanto, el daño a aquella ley natural de renovación– deriva de la elección del poder, que se muestra como la transgresión originaria. En la trama general hay una permanente superioridad del poder sobre el amor, que se asocia con una superioridad de los personajes masculinos sobre los femeninos. Eventualmente, en Die Walküre aparece una faceta femenina del poder (Fricka), que reprime el aspecto sentimental secundario de Wotan, y una faceta masculina del amor (Siegmund), que sirve para engendrar, algo que según Wagner nunca puede suceder desde el egoísmo (La obra de arte 38); esta asociación de ambos sexos refuerza las respectivas actitudes, y de hecho las separa en adelante. Pero entre los dos aspectos del amor que Wagner ya había confrontado en Tannhäuser (autosatisfacción y entrega), en el Rheingold los personajes masculinos solamente parecen conocer la faceta de autosatisfacción, resultando por tanto una idea de amor cercana al poder: Loge: ¿qué podrían considerar los hombres más poderoso (mächt’ger) que la belleza y el valor de una mujer? (Rheingold, escena 2)
La elección que realizan Alberich y Wotan, por tanto, lo es entre dos formas de egoísmo: una a satisfacer en la intimidad (amor)
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y otra expansiva (poder). La obra civilizadora que representa Wotan no llegaría muy lejos con la primera de ellas, destinada a la intimidad, de modo que hay una tendencia inevitable hacia la segunda: el deseo civilizador de Wotan implica deseo de poder, como muestra Wagner musicalmente, al derivar en el compás 769 (interludio entre escenas 1 y 2) el tema que describe el Walhalla a partir de una variante del tema que aludía al poder del anillo:
Y en sentido argumental, las contradicciones que enfrenta Alberich al tener que renunciar al amor ya las enfrenta Wotan desde antes de conocer el anillo, y las resuelve en el mismo sentido que Alberich: vende a Freia para construir el Walhalla. Alberich funciona como la parte oscura de Wotan, forma parte de su inconsciente; las primeras palabras de Wotan son un sueño de poder combinado con intimidad egoísta, única forma de amor que entonces conoce: Wotan: La sala sagrada y placentera tiene verjas y puertas que me guardan: ¡honor de hombre, eterno poder, tiende tu mano a la fama sin límites! (Rheingold, escena 2)
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Sólo cuando desciende sobre lo empírico, en las partes siguientes del ciclo, el amor adopta su aspecto de entrega, pero las decisiones esenciales se han tomado antes. La derivación de Wotan hacia lo empírico, que en principio sigue el impulso egoísta de solucionar su propio problema, se va transformando en un interés por lo otro, por vía sentimental, que finalmente genera la nueva forma de amor como entrega: Siegmund: Donde Sieglinde vive, en la alegría y en la tristeza, allí se quedará también Siegmund. (Die Walküre, Acto II, escena 4)
Pero la exteriorización de Wotan en los velsungos es una experiencia semi-frustrada. El símbolo del amor incestuoso (recuérdese Die Sarazenin) muestra que no sale del propio círculo, que es una derivación del amor propio: Siegmund: ¡florezca así, pues, la sangre de los veslungos! (Die Walküre, Acto I, escena 3)
Fricka frustra el intento mostrando la falacia, por lo que un segundo intento –Siegfried – debe suceder bajo el amparo protector de la inconsciencia. Nacido inconsciente de todo, la experiencia de Siegfried en el drama consiste en un progresivo conocimiento que crece parejo a su capacidad de acción, donde la verdad va deshaciendo el engaño, representado principalmente por Mime, hasta el momento en que se cruza con Wotan (su propio origen masculino), donde el conocimiento de Siegfried falla, para que su acción pueda continuar. Pero, según ley psicológica, lo que es inconsciente no deja por eso de actuar: la acción crucial de Siegfried que conduce hacia la tragedia consiste en abandonar temporalmente el amor (Brünhilde) para dirigirse a un palacio real (poder, evidentemente), sin ser consciente de que eso implica una elección, pero repitiendo el mismo patrón de comportamiento de Wotan. Como inconsciente que es de su aspecto de Wotan, Siegfried tampoco puede reconocer el carácter sombrío del equivalente de Alberich en su plano empírico, Hagen, negativo de Siegfried: el descenso al Nibelheim de Wotan, no tiene un posible equivalente para Siegfried; Wotan sabía que estaba vendiendo a Freia por el Walhalla, pero Siegfried desconoce hacer lo propio con Brünhilde, y el desconocimiento coloca el arma de la astucia en su contra. Hagen salva la distancia con Siegfried actuando por
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medio de Gunther, más próximo a la actitud consciente del héroe (Donington 224), pues Gunther se comporta como una especie de Wotan en lo empírico. Poseído por su lado oscuro que desconoce, la acción de Siegfried se vuelve destructiva para lo que ama, y finalmente para sí mismo. Si eso no significa el triunfo del poder, es porque el amor ha madurado lo suficiente como para asumir su aspecto de entrega, y Brünhilde lo usa para cerrar un final restitutivo del orden, previa entrega de su propia vida. Significa, eso sí, el fracaso de una renovación protagonizada por Siegfried. Así pues, desde el punto de vista del héroe masculino, Siegfried, la tragedia ya no puede leerse como asunción consciente de un destino trágico, pues Siegfried se caracteriza precisamente por no ser consciente de nada. En Brünhilde sí sucede esa actitud, en el momento final, pero hasta ese momento los personajes femeninos resultaban subordinados e incluso maltratados (Freia y la propia Brünhilde). La tragedia adquiere así diversas lecturas: una restitución del orden natural, según la viven las hijas del Rhin y –menos explícitamente– Loge; un fracaso masculino en la línea WotanSiegmund-Siegfried; una sublimación de la actitud personal en Brünhilde. En mayo de 1856, concluida la música de Die Walküre y antes de emprender la de Siegfried, Wagner redactó en prosa el esbozo llamado Der Sieger (Los vencedores), una ópera budista bajo el influjo orientalizante de Schopenhauer, que no llegó a realizar, pero mantuvo en cartera casi toda su vida. El personaje femenino, Prakriti, sufre de un amor imposible y acude a Buda, quien revela ese amor como castigo por una encarnación anterior, donde despreció por orgullo a un enamorado. Prakriti asume su destino, que implica la renuncia a satisfacer sus deseos. Esta renuncia guardaba sintonía con una Brünhilde que Wotan había dejado, por entonces, dormida en la roca; pero Wagner no se detuvo en esta idea. Tristan und Isolde (1857-9), basada en la homónima medieval de Gottfrid von Strassburg (1210), fue escrita durante el intervalo en que Wagner abandonó la música de Der Ring, en el segundo acto de Siegfried. Siegfried se aproximaba entonces a despertar a
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Brünhilde, cuyo sueño se había mostrado para Wotan como la represión de su faceta sentimental; la situación que inicia el Tristan no es muy distinta: el sentimiento entre Tristan e Isolde permanece reprimido, consecuencia de que un mundo caracterizado por personajes masculinos (la Inglaterra de Tristan) ha vencido a otro caracterizado principalmente por femeninos (la Irlanda de Isolde). El bebedizo de amor/muerte26, que configura el verdadero arranque del drama, se presenta en origen como intención de venganza, de la parte femenina sobre la masculina, y después supone básicamente una traición al principio de poder (Marke) para afirmar el amor. Como el mundo empírico está organizado mediante el principio de poder –aquí Wagner prescinde de la indagación sobre su origen, que es lo que venía haciendo en Der Ring–, Tristan e Isolde viven de espaldas a ese mundo, no en el idealismo masculino que caracterizaba las actitudes inadaptadas en Das Liebesverbot y Rienzi, sino en una ensoñación, vinculada al amor entendido como entrega, que bien puede interpretarse –desde el punto de vista wagneriano– como la contraparte femenina de aquel idealismo: Tristan e Isolde: ¡Por ti sólo vivo, suprema voluptuosidad de amor! (Acto I, escena 5)
En lugar de un Siegfried que despierta a Brünhilde, como estaba Wagner cercano a componer, recrea una Isolde que duerme a Tristan; Brünhilde saludará al sol y al día nada más despertar, mientras aquí los amantes reclaman la oscuridad: Tristan: Ay, aún crece para mí el día pálido y angustioso, con su tormento indomable. Su astro penetrante y engañoso me induce hacia la ilusión y la mentira. ¡Maldito sea el día y sus resplandores! (Acto III, escena 1)
Aunque en una consideración superficial del argumento resulta esencial el cambio que hace la doncella de Isolde del filtro de muerte por el filtro de amor, el efecto que produce sobre los amantes destaca la ambigüedad de ese cambio, pues en el extenso dúo de amor del segundo acto, en palabras del propio Wagner, “el inicio representa la vitalidad más impetuosa de la turbulencia de las pasiones, y la conclusión, el más solemne, íntimo deseo de muerte” (carta a Mathilde Wessendonck, de 29/10/1859). 26
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La unión de los personajes masculino y femenino es articulada por la entrega: Tristan: Tú eres Tristan, yo Isolda, nunca más Tristan Isolda: Tú eres Isolda, yo Tristan, nunca más Isolda. Ambos: Sin nombres, sin separación. Una nueva esencia… (Acto II, escena 2)
Pero esta unión sanciona –una vez más– la separación de dos planos inconciliables, que en este caso no toma carácter de agresión, pues la ensoñación no está bajo el instinto de poder, sino de incapacidad comunicativa. El lenguaje verbal sólo puede dar buenas razones en favor del empírico rey Marke; la música, como intuición schopenhaueriana y expresión de sentimientos, deriva acusadamente hacia el mundo de ensoñación amorosa, del que constituye su única justificación. Marshall Tuttle ha mostrado analíticamente cómo la ensoñación/muerte de Isolde con que concluye el drama se construye certeramente por procedimientos musicales basados en el plan modulatorio (78-87), que sigue fielmente el estado emocional/mental de Isolde: “Wagner ha usado creativamente la gramática tonal para crear una forma sólo apropiada para expresar el desarrollo de sus estados mentales”. Ahora bien, siguiendo a Schopenhauer, Wagner comenzaba a considerar ya la música como esencia del drama más que como una de sus partes, y refleja en la propia música esa densidad. El encuentro entre Marke y Tristan al final del segundo acto sanciona la imposibilidad comunicativa y funciona como causa de la tragedia: Marke: Este motivo insondable, terriblemente misterioso, ¿quién lo hará conocer al mundo? Tristan: Oh, rey, eso no te lo puedo decir, y lo que tú me preguntas, no lo podrás saber jamás. (Acto II, escena 3)
Muy significativamente, estas frases se acompañan con la misma conjunción de motivos que incluyen el famoso “acorde de Tristan” –primer acorde que aparece en la obra, al comenzar el preludio– cuya celebridad procede de las interminables disputas teóricas para encuadrarlo sin ambigüedades en alguna de las funciones tonales tradicionales: 186
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El acorde, sin embargo, apenas tiene misterio considerando por separado las distintas partes instrumentales: 1.- tónica + figuración cromática sobre la dominante (violonchelos)
2.- figuración cromática sobre la tónica (oboes)
3.- semicadencia armónica (fagotes y clarinetes)
La flecha señala el acorde de Tristan. En el segundo acorde de 3 el “si” es aportado después por los oboes, como concesión a la armonía. El corno inglés –que tiene un papel muy particular en esta obra, pues es el único que no toca en el acorde final del drama– se permite desplazarse entre dos elementos: 1 al 3. 187
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La conjunción de estos sencillos elementos sobre un mismo punto es lo que produce esa densidad armónica. La diversidad inescrutable, por esto, tiene expresión tanto literaria como estrictamente musical, lo que hizo de la música del Tristan una de las más presentes en las inmediaciones de la ruptura con la tonalidad, medio siglo después. El sentido de la tragedia tiene, también aquí, diversas lecturas: plenitud consumada en los personajes que mueren; condena a vivir en un mundo despojado de ensoñación para el superviviente rey Marke (no muy distinto al lamento de los caballeros en Lohengrin); en un sentido global, la ruptura de ambos planos: la ensoñación frente a lo empírico. Antes de regresar a Der Ring, Wagner escribió y compuso Die Meistersinger von Nürnberg (1866-1867), elaborada libremente a partir de obras como la Historia de la literatura alemana (1835) de Georg Gottfried Gervinius, el Hans Sachs (1827) de Johann Ludwig Ferdinand Deinhardstein, la Crónica de Nuremberg (1697) de Johann Christoph Wagenseil, o el Meister Martin der Küfner und seine Gesellen (1821) de E.T.A. Hoffmann. Por primera vez desde Das Liebesverbot, la unión de los personajes masculino y femenino se realiza sobre lo empírico, y, al igual que en Tristan, es un plano de ensoñación el que tiene problemas con lo empírico; toda la trama es un ejercicio de adaptación de ésta sobre ese terreno. En Tristan, la música era lo único capaz de transmitir al espectador ese estado que escapa a explicaciones verbales; en Die Meistersinger, Wagner hace comparecer la música ante los propios personajes, para permitir que la ensoñación les sea explicada. La recepción de un mensaje musical basado en ella –como Wagner bien sabía– tiene sus problemas: componendas entre innovación y viejas normas, entre lo informe y lo formal, entre inspiración y academicismo, que en definitiva reproducen sobre la propia música el problema de la conexión entre la ensoñación y lo empírico. Ejercicio de adaptaciones que hacen de esta obra, musicalmente, un retroceso hacia la tradición en casi todos los aspectos; entre ellos, las voces vuelven a predominar sobre la orquesta, como expresión de unos personajes que dominan su destino en lugar de ser dominados por la fatalidad. En el terreno argumental la astucia, la capacidad humana para manejar las relaciones equí188
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vocas, vuelve a ser desencadenante de un resultado feliz; y quizá lo más sorprendente, el amor de Walther-Eva vuelve a configurarse desde el punto de vista de la autosatisfacción egoísta, y esta vez por ambas partes. Pero la posibilidad de esas adaptaciones tiene un precio, que lo paga Hans Sachs: ese precio es la renuncia. El amor en Sachs se vuelve compasión, condescendencia, y no conduce ni a la reclamación egoísta de la amada, ni tampoco a la entrega generosa, sino a la renuncia, idea que hasta entonces Wagner sólo había abordado en esbozos sin desarrollar. La condescendencia, presupuesto de la renuncia, requiere de una conciencia de superioridad lograda y completa: si estuviese todavía por demostrar, conduciría nuevamente hacia el instinto de poder. Difícilmente podría llegar a eso Hans Sachs, un zapatero, si no fuese devaluando el mundo empírico a la categoría de mera apariencia engañosa, cosa que hace en un importante monólogo, cuya filiación schopenhaueriana ha sido destacada por E. Gavilán (“De la supervivencia de Eva” 247-274): Sachs: ¿por qué las gentes disputan y llegan incluso a verter la sangre con estúpido y absurdo encono? Nadie encuentra en ello provecho o agradecimiento. Perseguidos todos, todos imaginan perseguir a los demás. ¡Nadie presta atención a sus propias heridas cuando, al lacerar su propia carne, imagina que disfruta!... ¿Quién podría dar nombre a esto? ¡Es, sin duda, la vieja ilusión, sin la cual nada sucede, ni existe, ni marcha! Está siempre en movimiento y sólo descansa para recuperar fuerzas. ¡En seguida despierta, para ver de quién puede apoderarse! (Acto III, escena 1)
El amor transformado en renuncia insinúa la primera posibilidad de conciliarlo con el poder: se vislumbra en la escena final, cuando el pueblo aclama a Sachs como a un líder, y despide la obra con un: “¡Salve, Sachs, gloria de Nuremberg!” Pero Sachs pasa sobre esta gloria como quien sabe que su reino no es de este mundo: su condición de superioridad implica precisamente el desprecio por la gloria que le puede otorgar el mundo empírico; es el reino del arte27 el que Sachs proclama, cuya capacidad de conexión con lo empírico –tema central de la obra– le permite objetivarse aquí (por usar el término schopenhauerino) en nacionalismo alemán: 27
Recuérdese la tendencia a convertir el arte mismo en religión.
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Sachs: ¡Honrad a los maestros [cantores] alemanes, y conjuraréis a los buenos espíritus! ¡Y si os mostráis fiel a su influjo, aunque desaparezca como el humo el Sacro Imperio Romano Germánico, siempre existirá floreciente el Sagrado Reino del Arte Alemán! (Acto III, escena 5)
Die Meistersinger no es una tragedia en el sentido literal de que no muere ningún personaje en escena, pero la renuncia de Sachs implica la muerte de sus expectativas vitales: limitarse a vivir la vida de otros como mero espectador complaciente, sabiendo además que todo ese vivir forma un mundo engañoso de dudoso valor. Cabe especular, en este sentido, que Sachs ha interiorizado la tragedia en sí mismo. Durante 1868 Wagner realizó dos esbozos en prosa: una comedia musical en un acto, y Luthers Hochzeit (Las bodas de Lutero). La primera vendría a confirmar la faceta jocosa del Meistersinger, mientras que el Luthers Hochzeit ratificaba el triunfo del sentimiento sobre las convenciones en el terreno empírico, proyecto que motivaba a Wagner en relación con sentimientos personales (Gregor-Dellin 474 y 498). Wagner regresó al Der Ring, bajo la protección económica del nuevo rey de Baviera, y tras concluirlo fue Parsifal (1877-1882) el siguiente y último drama terminado. El “contemplad, dioses, vuestra inmensa culpa”, que Brünhilde sentencia al final del Götterdämmerung, parece la situación de partida en Parsifal; el precedente rodeo schopenhaueriano en torno al Tristan y el Meistersinger aporta ahora el medio adecuado para una sanación mítica, que evita la destrucción: se trata de la renuncia, que ya en Meistersinger se insinúa como única forma de amor compatible con el poder. La estructura argumental es asombrosamente simple y se centra sobre la metamorfosis psicológica del héroe: entra en escena como un Siegfried instintivo, inicia su transformación mediante la compasión (acto I), sigue con la renuncia a las pasiones (acto II) y culmina con la sanación del poder, que asume para sí (acto III). En los dramas anteriores, el poder era una pulsión de dominio –en Alberich originada por las propias carencias, no tan claramente también en Wotan (Donington1969:56)–, pero subsanadas las carencias, el poder de Parsifal oscila ahora entre la generosidad compasiva y la autocomplacencia: 190
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Parsifal: ¡Redímete y sálvate! Ahora oficiaré yo en tu lugar. ¡Benditos sean tus sufrimientos, que dieron al necio la fuerza suprema de la compasión y el poder de la sabiduría! (Acto III, escena única)
Parsifal es una tragedia solamente en uno de sus personajes, Kundry, que viaja buscando la muerte/redención en un sentido parecido a como lo hiciera el holandés en Der Fliegende Holländer. El reconocimiento –largamente gestado– de que el problema debía solucionarse en torno a cuestiones de actitud masculina en los terrenos no empíricos, descarta el papel de la mujer redentora: la locura/inadaptación de Kundry se expresa en incapacidad para comprender (la risa), incapacidad para ayudar, e incapacidad para discernir y separar las distintas formas de amor. La risa de Kundry poco tiene que ver con el sentido del humor: se trata de una recuperación en este personaje del viejo mito del “judío errante”, que se burló de Cristo crucificado y fue condenado a errar por el mundo hasta la segunda venida del Salvador. La risa nerviosa de Kundry –condenada por el mismo motivo– se manifiesta en la trama wagneriana como incapacidad para comprender el sufrimiento de los personajes masculinos. Parece oportuno recordar que en Die Walküre la separación entre Wotan y Brünhilde sucedía bajo una incomprensión del mismo tipo. Reconocida en Kundry, desde el principio, su propia impotencia para solucionar problemas de un ámbito que no le pertenece, precisará para ser liberada que el ámbito masculino donde dichos problemas residen les encuentre una solución. El Erlösung dem Erlöser (redención al redentor) en que concluyen los coros, que suscita perplejidad cuando se interpreta en un sentido religioso, alude a esa unificación del problema y de la solución sobre el mismo sujeto. Atrapada entre problemas de orden masculino, la muerte de Kundry se presenta como su redención, pero el suceso se describe con palabras parecidas a la muerte de Elsa en Lohengrin: “Kundry sinkt, mit dem Blicke zu ihm auf, vor Parsifal entseelt langsam zu Boden” (Kundry, con la mirada en Parsifal, cae lentamente a tierra sin alma). Al igual que aquel final de Lohengrin, el final de Parsifal sentencia una separación definitiva entre el plano empírico y el mítico: la solución del problema evita la necesidad de proyección sobre lo empírico, representada primero 191
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en Der Fliegende Holländer y después en Der Ring des Nibelungen. En cuanto al personaje de Parsifal, en el mismo sentido que hiciera el Hans Sachs de Die Meistersinger, evita la tragedia interiorizándola, renunciando a una parte de sus propias experiencias vitales posibles. Conclusiones La tragedia en Wagner, en un orden estético, funciona dentro de unas pretensiones de totalidad artística. Constituye una manera de mostrar completa la vida del personaje, sin dejar nada a un futuro que escape a lo representado. Dado que el vínculo con el público es un aspecto importante de la propia obra –según criterio bastante universal entre músicos–, la tragedia se entiende también como la mejor opción para conseguir una totalidad de este orden, pues favorece el vínculo emocional entre espectador y personaje representado, por la vía del patetismo. Es lo emocional –el amor– lo que Wagner propone como factor unificador en todos los órdenes. Dada la identificación que Wagner sugiere con los personajes, el significado que la tragedia tiene para ellos afecta también el sentido completo de la obra. En los argumentos wagnerianos, la tragedia se configura como experiencia completa y satisfactoria para los personajes, cuando implica la unión de ambos sexos, cosa que a partir de Der Fliegende Holländer es asociada con una idea de redención. Esta unión de sexos no sucede de manera arbitraria, sino que se presenta como símbolo de una posibilidad de relación entre planos de existencia y de pensamiento escindidos, lo cual refleja una problemática más amplia, característica del romanticismo y de la crisis de la cultura occidental en general. La tragedia es la renuncia voluntaria de los personajes al plano empírico, pues éste –siguiendo una valoración romántica– se concibe como insatisfactorio. Pero el desenlace trágico sanciona también la separación de ambos planos, lo cual resulta menos satisfactorio desde un punto de vista de totalidad. Este otro aspecto de la tragedia hace evolucionar los argumentos wagnerianos entre distintas posibilidades combinatorias, que incluyen una mayor reflexión 192
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sobre la problemática y, eventualmente, descartan la tragedia: en Lohengrin el mito se salva a sí mismo alejándose en solitario (se pierde para la tragedia), pero en el siguiente Der Ring des Nibelungen la tragedia alcanza todo el mundo mítico, configurándose así como idea global de regeneración, ley de vida, por lo que ya no es una opción de los personajes individuales, sino una fatalidad. Se recupera para el personaje mediante la interiorización de la tragedia –en Hans Sachs y en Parsifal–, lo que supone la negación de su exterioridad literal (la conversión en problema subjetivo de lo que antes se desarrollaba como trama objetiva compartida), con la consiguiente debilitación de sus ventajas comunicativas. La identificación entre personaje por un lado y actor y público por otro, propuesta por Wagner a nivel teórico y en gran parte conseguida gracias a la música, abre una inquietante vía para la reproducción de la tragedia sobre la vida real, cuya descripción y estudio quedan fuera de este artículo28. Referencias bibliográficas Dahlhaus, Carl. I drammi musicali di Richard Wagner. Trad. italiana de Lorenzo Bianconi. Venecia: Marsilio Editori, 1998. Donington, Robert. Wagner’s ‘Ring’ and its symbols. London: Faber and Faber, 1969. Gavilán, Enrique. “De la supervivencia de Eva y la imposibilidad de la revolución: Los Maestros Cantores de Nürnberg”. Le Rane nº 36. Bari: Levante Editori, 2004. 247-274. ---. “La balada de Senta: El canto de las sirenas como ritual”. Le Rane nº 39. Bari: Levante Editori, 2005. 237-261. Gregor-Dellin, Martin. Richard Wagner, su vida, su obra, su siglo. Madrid: Alianza Editorial, 1983. Jung, Carl Gustav. Obra completa. Vol. 10. Madrid: Trotta, 2001. Como todo en Wagner, no es un asunto nuevo, pero sí escaso en reflexiones desapasionadas, debido principalmente a la influencia de algunos aspectos de Wagner –mediatizados por los círculos de Bayreuth– sobre la trayectoria política de Adolf Hitler. Por lo apuntado, la vía de reflexión más interesante quizás debería combinar aspectos musicales con psicológicos. Sobre estos últimos aspectos, por su proximidad a los acontecimientos más sensibles, resultan importantes las observaciones de Carl Gustav Jung (Obra completa 171-234).
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López-Chavarri Marco, Eduardo. El anillo del nibelungo: Tetralogía de R. Wagner. Ensayo analítico del poema y de la música. Madrid: B. Rodríguez Serra Editor, 1902? Nietzsche, Friedrich. El nacimiento de la tragedia. Madrid: Edaf, 1998. Schopenhauer, Arthur. El mundo como voluntad y representación. Madrid: Akal, 2005. Tuttle, Marshall. Musical Structures in Wagnerian Opera. New York: Edwin Mellen Press, 2000. Wagner, Richard. “Autobiografische Skizze“. Sämtliche Schriften und Dichtungen. Leipzig: Breitkopf und Härtel, 1912. 4-19. ---. Sämtliche Schriften und Dichtungen. 16 vols. Leipzig: Breitkopf und Härtel, 1912 y 1914. ---. Mi vida. Barcelona: Ediciones Nuevo Arte Thor, 1977. ---. Ópera y drama. Sevilla: Junta de Andalucía, Consejería de Cultura, Asociación Sevillana de Amigos de la Ópera, 1997. ---. La obra de arte del futuro. Valencia: Universidad de Valencia, 2000.
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KIERKEGAARD: LA POSIBLE TRAGICOMEDIA José Luis Villacañas Berlanga1
1. ¿Dónde no debemos buscar la tragedia?
Kierkegaard, que pudo reconstruir una teoría de lo ético, podía
haber ofrecido una teoría de la tragedia al estilo de Hegel. Habría bastado para ello con llevar a cabo algunos retoques. Su tesis de la pluralidad de los deberes éticos lo permitía. Quizá también su propuesta de diferentes estadios o formas de existencia. Cada estadio como modo de existencia, radicado en profundas intuiciones de la vida, generaba otros tantos caracteres. Sin duda, en el caso del carácter estético, se abría la posibilidad de una tragedia moderna2. La estructura de esta forma de vida mostraba una interna imposibilidad. Si el individuo anclado en el estado estético debía convertirse en un artista en la creación de su propia existencia personal —como mucho después sugirió el mismo Foucault—, tal y como había proclamado el primer romanticismo, entonces este proyecto estaba condenado al duelo y a la tragedia. En cierto modo, su fenomenología de esta forma de vida estética, para Kierkegaard la más desdichada, supo conectar de manera precisa la irrupción del romanticismo, la estética de lo interesante, la economía de cambio e innovación capitalista en la atención del deseo. La forma de vida estética se acredita en la libre disposición de la creatividad anímica y ahí obtiene su fondo más básico. En sí misma, se nutre de una convicción acerca de su capacidad para anular todas las coacciones de la realidad que podrían inhibir el libre despliegue de la personalidad. Así que la objetividad debe Desarrollo aquí, desde un punto de vista interno, las reflexiones que sobre Kierkegaard y la tragedia realicé en “De la Tragedia a lo Trágico” (151-169). 2 Ya lo vio Wilfried Greve (“Das erste Stadium der Existenz und seine Kritik” 178). 1
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José Luis Villacañas Berlanga, Kierkagaard: la posible tragicomedia
ser degradada a lo que puede ser libremente manejado por el arbitrio, a lo que puede ser trabajado según el libre sentido artístico del sujeto creador. Ninguna realidad es soporte de lo divino. Todo objeto es caído y sometido. Aquí reside el secreto de toda mercancía, de los objetos degradados que el capitalismo nos ofrece. En su cuerpo, los objetos de consumo llevan escrita su condición masoquista: “Haz de mí lo que quieras”, parecen decir. En ese lo que quieras se confunde la fuerza artística del individuo con su aspiración a sentirse continuamente soberano. Cada uno de esos objetos es un seguro de la aspiración de omnipotencia del sujeto estético. Kierkegaard ha visto la existencia estética así dominada plenamente por el principio de placer3. Responder a esta continua presencia de placer obtenido en la superioridad respecto al objeto, dar señales continuas de la falta de coacción del arbitrio, este es el objetivo central de la economía de mercado. Como tal, se trata de una subjetividad demoníaca, pues la idea con la que está inmediatamente en contacto es la idea del propio goce4. Los análisis de Kierkegaard, centrados en la Lucinde de F. Schlegel5, ya señalaron que la producción de lo interesante con lo que el romántico desea poetizar la vida, resulta afín a la producción de bienes en las fábricas prometeicas en las que las masas obtienen su propia y adecuada ración de novedad. Sin duda, se defendía aquí una precisa unidad del sujeto con el cosmos, pero de un sujeto anclado en la “subjetividad aislada” y de un cosmos previamente reducido a objeto inerte. En ambos casos la reducción tenía como meta hacer verosímil el sentimiento de omnipotencia como ejercicio permanente del principio de placer. Hegel, y Kierkegaard con él, ya sabían que, mirado desde Greve dice: “Die vorhandene Wirklichkeit bilder hier nur den Anstoss für die künstlerische Gestaltungskraft des Individuums. In dieser Weise betrachtet, heisst aber poetisches Dasein nichts weiter als Streben nach vollendetem Genuss [...] Und so ist das Programm der künstlerischen Existenz als ein hedonistisches Programm einzuschätzen, Programm sogar eines Hedonismus von höchster Potenz” (“Das erste Stadium” 186). 4 Así definió Kierkegaard lo demoníaco en “¿Culpable? ¿No Culpable?”, la tercera parte de Estadios en el camino de la vida, de 1845. Cito por la edición de Kierkegaard Sören. “Stadien auf des Lebens Weg”. Samlede Vaerker. vol. 6. 245; y por la traducción francesa: Kierkegaard Sören. “Stades sur le chemin de la vie”. Oeuvres Complétes. Vol. 9. 214. 5 Sigo reenviando a la vieja edición de Berta Raposo, editada por quien esto escribe, en 1987, y a mis análisis en La quiebra de la razón ilustrada. 3
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fuera, un observador irónico sólo vería en esta forma de vida una apoteosis del autodisfrute, un puro narcisismo. Por lo demás era confeso. Quien vive estéticamente debe gozar de la vida. Eso es todo. En cierto modo, la consecuencia de todo ello era la profunda paradoja de que la forma de vida estética no podía tener un verdadero acceso a lo bello . Sin embargo, con no menos claridad vio Kierkegaard que la dimensión trágica de este modo de vida causaba terror en alguien dotado de una conciencia superior, pero en modo alguno inquietaba a quien se entregaba a ella. Carente de espíritu, la forma de vida estética se entregaba al continuo frenesí del devenir, propio de lo demoníaco. Esto es lo que abraza con rotunda alegría don Juan cuando desciende a los infiernos en la ópera de Mozart. Hoy sabemos que la crítica radical al capitalismo organizada en el siglo XX por Adorno no tiene como hilo conductor el texto de Marx, sino esencialmente este análisis de la existencia estética de Kierkegaard. A él se debe la tonalidad de los primeros trabajos de Lukács7 y desde luego la tesis medular de Th. Adorno. De atenernos a los análisis de Kierkegaard, sin embargo, descubrimos de manera inmediata las resistencias de esta forma de vida y su cierre interno. Expresado en términos de teoría: la vida estética padece la tragedia, pero no la conoce. Por eso no puede encontrar en sí motor alguno de superación. La vida estética bajo condiciones modernas genera una armonía preestablecida entre el objeto y el deseo que es capaz de llenar de inmediatez el tiempo entero y así negarlo. Este fue el descubrimiento básico de Marcuse cuando llamó al hombre del capitalismo “hombre unidimensional”. En cierto modo, se podría llamar también el hombre de la inmediatez, el que para su vida siempre se atiene a lo dado. Y a lo dado de tal manera que su única dimensión es lo cuantitativo. Con ello procura llenar la esfera del afecto, de las pulsiones y de los deseos. La armonía preestablecida entre la pulsión y el objeto, el deseo y lo dado, reside en su carácter común de inmediatez, cuya única aspiración es mantenerse en ella misma. La enfermedad mortal nos ofreció análisis refinados sobre todo ello, análisis que en cierto modo estaban vinculados a la Fenomenología del espíritu. Para impedir que este esquema opeDebe verse para la influencia de Kierkegaard en nuestro autor, la biografía de Arpad Kadarkay: Georg Lukács. Valencia: Instituto Valenciano de Estudios e Investigación, 1994. 164 y ss. 7
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rativo se ponga en cuestión, sólo se necesita esto: atenerse a lo inmediato y bloquear la reflexión. A su favor queda siempre el automatismo de la vida psíquica, caracterizado por Kierkegaard como elemento natural entregado a su autoconservación. El aspecto compulsivo del principio de placer hacía así operativo el dispositivo del estadio estético. Con acierto, y anticipándose a Freud, Kierkegaard habló de esta forma de existencia como “la inmediatez del niño”, como las “dos edades de la inmediatez: la infancia y la juventud” (Greve 191). Con ello, sus análisis tenían cierto aspecto filogenético, tan del gusto de Freud. La dimensión política que resultaba afín a esta visión de las cosas, y garantizaba su libre despliegue hasta el final, se ha llamado Estado de bienestar. Con su preocupación maternal por garantizar la libre disposición de objetos de placer, este Estado representa simbólicamente el Padre omnipotente que da garantías de perduración a una sociedad entregada a su juego narcisista. No debemos buscar aquí la experiencia de tragedia alguna. Esta forma de vida, y esto es decisivo para explicar su éxito, es demoníaca, pero no diabólica. No hay aquí una voluntad de mal. Al contrario, sus orientaciones básicas dependen de pulsiones que están conectadas con un “impulso natural vital”. De ahí que no podamos considerarlo moralmente despreciable. Para Kierkegaard se trata de un “actuar natural” que no merece una calificación ética. “Lo estético no se puede aprehender en el concepto de lo ético” (Greve 191). De ahí el poco efecto que tienen los discursos constructivos y edificantes para el hombre anclado en el romanticismo capitalista. Esta vida es “unethisch” y reposa en la indiferencia ética. Lo erótico específico de ella no es sino una dimensión especialmente visible de esta estructura, aunque en este caso, al tratarse de otras personas, se supone una clara decisión contra lo ético. Pero no siempre se mantiene esta relación entre un sujeto y unos objetos reales, incluidas las personas. La cima de esta forma de existencia se alcanza cuando los objetos que producen goce se han transformado en virtualidades. El hedonismo entonces se dignifica como placer intelectual. Se trata de la ironía, en la que el objeto que produce placer brota de la propia creatividad de la subjetividad, procede de la imaginación y de sus juegos. La cima de estos se obtiene cuando, con la misma facilidad que la imaginación se entrega a la construcción de objetos virtuales del ingenio, también se entrega a la destrucción. Así 198
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se experimenta la posición soberana del sujeto y de sus estados de ánimo sobre su propio mundo, tal y como se nos revela en el cinismo8. En esta forma mental no sólo se revela la prescindibilidad del mundo real y su plena sustitución por la fantasía, sino también que las pulsiones que se deben satisfacer conciernen a dimensiones sádicas tanto como a oscuros elementos masoquistas. Pues el cinismo daña, en tanto tal, también a la realidad del propio sujeto que lo ejerce. Cuando se liberan estas pulsiones de forma consecuente, se llega al nihilismo, que tiene su mejor expresión en ese vivir plenamente integrado en un cosmos sadomasoquista que es el nazismo. Vemos así que la caracterización de la existencia estética nos ofrece una completa sociología del presente. La dimensión temporal no hace referencia a nuestra condición actual, sino al hecho de que ella, como la descrita por Kierkegaard, se encierra en una vida que, tras romper el continuo temporal sobre el que se levanta la estructura de la subjetividad ética, sólo tiene como referencia el presente. Esta dimensión temporal es todo lo que se avista, aunque en ciertos rumores anímicos de malestar irrumpa la confusa noticia de que el tiempo es otra cosa. Para sepultar estos rumores, cada nuevo instante ha de traer consigo un nuevo goce. Entonces el momento presente lo es todo9. En asegurar este rendimiento reside toda inteligencia, todo cálculo, todo poder, toda razón, que ha de reducirse a una libre disponibilidad instrumental de las condiciones de goce. Se trata de una reflexión instrumental que comparte estructura con la economía. En ambos casos se tiene un razonamiento de utilidad marginal y se busca más gozo con menos esfuerzo o inversión. Como en la escuela clásica de economía, de la que todavía Weber se hace eco10, el capitalismo de mercado se hace depender de una estructura de subjetividad asentada en la última irracionalidad del deseo, cuyo Para el cinismo, cf. Kierkegaard, S. “Entweder ... Oder”. Zweiter Teil. Gesammelten Werken. Düsserldorf/Köln: Diederichs-Verlag, 1950. 203-206. 9 Kierkegaard, “Entweder…Oder”, I, 470. “Entweder…Oder”, II, 195-196 y además 244 y ss. “Quien vive estéticamente, éste busca entregarse continuamente al estado de ánimo, sepultarse en él. Cuanto más se oculta la personalidad en el estado de ánimo, tanto más se entrega el individuo al instante, y este a su vez es la expresión más apropiada para la existencia estética: ella es en el presente” (Greve 194). 10 Cf. su escrito sobre la Irracionalidad de las ciencias humanas y la escuela histórica. 8
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rendimiento se exige a la economía11. A lo más que se puede llegar por este medio es al contrato como relación que intercambia rendimientos económicos, lo que Kierkegaard llama relaciones sociales finitas (Kierkegaard, “Über den Begriff” 31: 309). Éstas no sólo están regidas por el intercambio de utilidades sino también por la certeza de que, en ellas, dicho intercambio está garantizado justo porque todos los seres que participan son iguales. Desde este punto de vista, la existencia estética es la última forma de la existencia burguesa, aquella que se impone cuando ésta ya se ha separado de toda ética. La ley de la igualdad de los sujetos en estas relaciones viene simbolizada por la igualdad de la medida de los intercambios. Mucho antes que Simmel, Kierkegaard ha dicho del dinero que es la condición absoluta de la vida estética (“Entweder …Oder”, 2: 296). De esta forma de vida, que puede embellecerse con todo tipo de poesía, aunque tenga su suelo en la solidez de una buena cuenta corriente, no puede brotar tragedia alguna. En realidad, aquí no puede brotar la pasión. Frente a lo que se pueda suponer, la pasión es completamente contraria a la emocionalidad constitutiva de la esfera de la existencia estética (Kierkeggard, “Furcht und Zittern” 4: 161). A lo sumo, puede dar lugar a la desesperación, tan pronto repare en que ha edificado su casa en el aire. Mas para eso debe tener una experiencia del tiempo que, por principio, queda cegada en la existencia estética. Sin duda, Kierkegaard reconoce que esta desesperación trabaja en el inconsciente, exigiendo que el goce rellene todo hueco de tiempo, de tal manera que la reflexión no emerja. Lo sepa o no, el esteta vive en la desesperación. Pero de ella no puede extraer consecuencia alguna. A lo sumo, la forma en que la desesperación aparece en la reflexión finita no es sino la conciencia del riesgo de que los objetos no respondan a nuestro deseo. En la medida en que esta coincidencia esté alojada en la conciencia inmediata, este riesgo puede producir pánico o temor de catástrofe. Ahora bien, de la existencia estética es compañera inevitable la emergencia de poderes simbólicos que garanticen la improbabilidad de este hundimiento. Esos Para los textos sobre esta analogía de la vida estética y la economía de mercado, cf. Kierkegaard, S. “Abschliessende unwissenschaftliche Nachschrift zu den Philosophischen Brocken”. Zweiter Band, II. Gesammelten Werken. Vol. 16, II. 165; igualmente: Kierkegaard, S. “Die Krankheit zum Tode”. Gesammelten Werken. Vol. 24. 38 y ss. 11
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poderes quieren dotar de una segura naturaleza a lo que es una armonía preestablecida entre objetos y deseos y no hacen sino firmar con su garantía el desarrollo del mercado y de la riqueza. En estos símbolos reposa toda la estructura de permanencia, que garantiza la plenitud de los instantes de realización del deseo. En realidad, esos poderes simbólicos son los espejos estables en los que el narcisismo ejerce su autocontemplación. Ellos aseguran la repetición y libran del tedio y del miedo, los dos peligros que lo real produce en la naturaleza humana. En su seno, la inmediatez de la vida infantil no tiene fin. La Ilustración de una mayoría de edad ética queda con ello eliminada mucho antes de que hubiera dado tiempo a que se cumpliera la divisa de Kant. Sin duda, la sociología de Kierkegaard no fue suficientemente radical. Con ello, su crítica a Hegel no llegó hasta el final. Aunque fue capaz de mostrar la afinidad entre capitalismo y existencia estética, no fue capaz de describir el juego del Estado en este contexto y de responder a Hegel con sencillez que en modo alguno ése era el espíritu objetivo que devolvería su dignidad a la ética, sino el ayudante experimentado en garantizar el largo plazo para la existencia estética. Por él, la desesperación implícita en la existencia estética podía quedar en el inconsciente de modo continuo, como desesperación crónica (Greve 206). 2. La vida ética No podemos dejar en la oscuridad el milagro de que exista lo ético. No podemos ahorrarnos los análisis de Kierkegaard acerca de la auto-constitución del espíritu. Desde luego, sería preciso que emergiese la desesperación ante la vida ética. Y con ella una pasión. Cómo la pasión pueda tener anclaje en el deseo, y cómo pueda disolver la experiencia dolorosa de depender de algo pasajero, es por el momento lo decisivo. Baste suponer que se produce esa completa concentración de la subjetividad en un objeto de la voluntad, ¿pero cómo? Desde luego, mediante el desprecio de estos objetos degradados, pasajeros, que reclaman de nosotros una relación sádico-masoquista. El grado parcial de la traducción de las obras de Kierkegaard al español nos ha sustraído hasta ahora de conocer un tratado que conecta de manera precisa la existencia estética con la vida moral. Se trata del que lleva por título Pureza de corazón es querer una cosa: 201
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preparación espiritual para el oficio de la confesión12. En la medida en que Kierkegaard deseaba hablar de existencia ética, no podía contentarse con los análisis formales de Kant. Como ya viera Helmut Fahrenbach, Kierkegaard deseó problematizar la tesis de Kant según la cual era precisa una revolución de la intención para entender el acceso del ser humano a una acción moral plena. En realidad, no podía quedarse allí. Él debía mostrar lo ético en tanto determinación de la existencia propia de un ser humano concreto (Fahrenbach 219). Mas entonces tenía que decir algo comprensible acerca de esa revolución interior. Para concretar esta revolución de la intención, Kierkegaard estableció una clara vinculación entre pureza de corazón y querer una cosa. Para ello, mostró que el desesperado siempre quiere dos cosas: una que desea obtener y otra de la que desea alejarse. Lo más curioso es que en la existencia estética estas dos cosas son la misma. El esteta la quiere porque cumple su deseo. Pero quiere separarse de ella porque es pasajera y le obliga a querer otra13. Para evitar esa angustia y la desesperación, el individuo se debe concentrar en una sola cosa que, por su propia naturaleza, no sea pasajera. A ella vincula su propia sustancialidad, no su dominio sádico. Espíritu es esto: esta síntesis de lo temporal y lo eterno, de lo existencial y el sentido ideal. Todo esto es plenamente sabido, así como su radical dependencia de la teoría de la elección y de una que precisamente se refiere a un Yo que ahora está a cubierto de lo pasajero y que se propone como tarea (Kierkegaard, “Entweder…Oder”, 2: 180). El querer una cosa es completamente diferente del desear. Éste supone un futuro indeterminado y frente a él la impotencia del deseo es radical (Slok 245). El querer una cosa sólo tiene un futuro valioso y determinado y lo demás no afecta al destino. Querer una cosa es querer algo que siempre desearé en el futuro de tal manera que no pueda ser objeto de ironía. Frente a ello, se puede poner en riesgo cualquier cosa. El tiempo entero puede ser suspendido y con él nuestro interés general en la temporalidad. La tragedia entonces podría emerger. El problema es cómo sea esto posible, si la existencia estética ha generado el cosmos cumplido que hemos descrito y se ha transSe trata de uno de los tres Discursos edificantes en diversos espíritus: Kierkegaard, S. “Erbauliche Reden in verschiedenen Geist” (1847). Gesammelten Werken. Vol. 18. 13 Para un análisis de este tratado cf. Hannay, A. “Kierkegaard”. The Arguments 12
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formado en sistema. En realidad, nuestro autor suponía que en la circunstancia de todo ser humano existe la posibilidad de activar su sentido del deber. Siempre hay una comunicación ética indirecta en la que una cierta circunstancia sólo puede ser interpretada a través de un “deber-poder”. De este deber se responsabiliza la libertad. Aquí, existir y actuar se concentran en una “posibilidad exigida”. Sin embargo, el esquema de esta comunicación indirecta reside en que lo ético ya existe como pauta en el ser humano. De hecho es llamado por Kierkegaard lo más originario en todo ser humano (“Abschliessende” 1: 133). En suma, su posición implicaba que “todo ser humano sabe lo que es lo ético” (“Die Tagebücher” 2: 123). Sin embargo, cuando todo lo inmediato estaba predispuesto para la existencia estética, estos supuestos de la tradición no eran evidencias disponibles. Kierkegaard fue consciente en los diarios de ese problema. “El extravío fundamental del tiempo actual consiste en esto: no meramente en haber olvidado que hay algo que es la comunicación de un poder, sino que de manera absurda la comunicación del poder y del deber-poder se ha transformado en la comunicación de un saber. Lo existencial se ha disuelto” (“Die Tagebücher” 2: 115). Carl Schmitt expresó esta misma situación de otra manera: la autoría y la autoridad —para él sobre todo política— se había transformado en operario técnico. Desde este punto de vista, no todo ser humano es interpelado en la comunicación humana práctica, sino sólo el que sabe, el que dispone del saber técnico, el que puede dar un sentido material y concreto a ese poder. Entonces la comunicación indirecta se transforma en comunicación de saber, y por tanto en comunicación directa: no en deber-poder, sino en prescripción, recomendación, indicación, cálculo. Las condiciones inmanentes a la subjetividad para la existencia ética se disuelven entonces. Sin ese querer una cosa, ajeno por completo a la lógica de medios y fines de la técnica, la síntesis de eternidad y de temporalidad, de inmanencia y trascendencia, de lo humano y lo divino, la condición que desde Hegel era el supuesto básico de la tragedia, apenas puede aparecer. Se trata de la imposibilidad de que sea comunicado el “summum bonum”, algo con lo que se pueda identificar un “infinito interés en la felicidad eterna” (Hannay 212). El problema es cómo se puede recibir la comunicación de un tal bien, de tal manera que se pueda querer lo ético. Con ello, 203
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Kierkegaard ha regresado a las fuentes de Hegel y ha puesto en cuestión su premisa fundamental: que siempre en la realidad hay un espíritu objetivo que garantiza la comunicación de eticidad. Ningún espíritu objetivo garantiza nada parecido. Por mucho que lo ético se ponga en relación con lo eterno, éste se abre camino no desde la objetividad, sino desde la frágil mediación de la subjetividad. De ahí que el destino de lo ético se juegue en un sujeto que es transparente acerca de su querer, de tal manera que quiere una cosa, no su deseo. Entonces tendríamos ese yo total y consistente en el que Hegel veía el sujeto de tragedia. Kierkegaard, de manera convergente en las formas, señaló que la tarea ética de cualquier existente es llegar a ser un hombre entero (Hannay 231). Con la cosa que se quiere en ese querer no podemos relacionarnos con nosotros de forma sádica ni ella se comporta de forma masoquista. Hay más bien una relación ética de identidad que evade ambas relaciones. En modo alguno deseaba considerar Kierkegaard como tarea ética todo deseo concentrado en una cosa. No se trata de esas fijaciones del carácter, de esos fetichismos por los cuales un deseo atraviesa la subjetividad completa y eleva un deseo a único. No se trata de cosificar el deseo ni de hacer de una mercancía un fetiche. Desde luego, este sujeto neurótico puede ser plenamente unilateral, pero no quiere una cosa. Todos los análisis de los lacanianos acerca de la tragedia caen en este error. Proceden desde luego de Kierkegaard, pero no están en condiciones de perseguir su diferencia. Como el danés, Lacan distingue entre objeto de placer y la Cosa. Sin embargo, al proponer como verdadero imperativo ético “no ceder ante nadie en tu deseo”, Lacan está en condiciones de mostrar el proceder subjetivo por el cual la diversidad del deseo se concentra en un querer. Todo el mecanismo de Las Amistades peligrosas consiste en esto. Kierkegaard desde luego asumiría que los personajes de esta novela epistolar viven en la apariencia de querer una cosa14. Él no concibe que uno de los objetos del deseo, por el hecho de no ceder en absoluto como tal, pueda ser elevado a la Cosa que es objeto del querer. “Querer una cosa no puede significar querer ésto que sólo parece ser una cosa. El hecho es que un fin mundano no es una cosa porque en su esencia esto es inesencial” (ctd en Hannay 232). Cf. para un análisis con el que sin embargo no deseo polemizar: Zupancic, A. Ethics of the Real. Kant and Lacan. Londres: Verso, 2000. 14
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Esta idea nos sitúa en el punto decisivo. Pues de lo que se trata es de preguntarnos qué puede trascender al mundo y dónde podemos colocar el bien supremo. Es decisivo recordar que esa trascendencia respecto al mundo debe tener lugar en el propio mundo. La respuesta de Kierkegaard es que ese bien supremo se llama Glaube (Slok 247). Toda la estructura paradójica del pensamiento que analizamos se da cita aquí. Sólo por la creencia permanece abierto todo, pues la creencia es una relación existencial respecto al futuro. En sí misma, implica una relación hacia el futuro como totalidad basada en la pura esperanza y, aunque permitiría a alguien contradictoriamente afincado en la existencia auténtica desear de una manera despreocupada, la creencia impide desear nada concreto. Ella misma no es un objeto que pueda ser deseado, sino que es pura subjetividad, puro modo de atenerse respecto al futuro; de ahí que no pueda ser mero objeto del deseo. En tanto mera forma, esperar no puede ser objeto de deseo. Ni siquiera ella puede ser esperada, sino que ella es la que ofrece legitimidad y fundamento a cualquier esperanza propiamente dicha. Sin embargo, con demasiada claridad se ve que esta proyección completa hacia el futuro está diseñada para olvidar que uno está en el presente. De hecho, de lo que se trata es de trasladar ese futuro al presente, de tal manera que éste quede sepultado en la insignificancia. Lo que se obtiene es una disolución peculiar del tiempo, en la medida en que presente y futuro dejan de ser alternativas. “Se puede decir que la legítima relación respecto al futuro se expresa en el modo y manera en que se relaciona con el presente. Se puede decir que la legítima relación con el presente sólo se presenta en tanto que se relaciona de la manera adecuada con el futuro” (Slok 252). Con ello, el futuro queda vencido, pero la victoria verdadera se da sobre el presente. Éste, con su concreta determinación, es negado en favor de un futuro cuya concreta indeterminación desaparece. Desde luego, ahora el futuro inexorablemente me pertenece. Mas sólo en la medida en que la creencia conecte con lo eterno, pues sólo entonces lo eterno puede aparecer como el fundamento de un futuro que deja de amenazarme con su variabilidad. Sólo si la creencia conecta con lo eterno se presenta el poder en el hombre capaz de vencer al enemigo indeterminado del futuro. Con ello, aunque no se espera nada determinado, se ha vencido. “La esperanza de la fe es puramente formal e indiferente respecto al contenido” (Slok 256). Aunque ella no sabe nada respecto del futuro que ella 205
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ha vencido, sin embargo no le cabe duda de que lo ha vencido. Para ello, el creyente debe eliminar todas sus expectativas, para quedarse sólo con su esperanza. Sólo entonces podrá decir que todo se recibe de Dios. Entonces, todo debe recibirse con la atenencia propia de la fe: o todo es una tal donación o no existe en absoluto una donación divina (Slok 259). Desde luego, para entonces ya hemos recorrido el ámbito de la esfera ética y entramos en el camino del caballero de la fe. Para extraer la conclusión que deseamos, no necesitamos analizar el problema de la suspensión de los mandatos éticos y el sentido que pueda tener esta vieja sentencia de san Isidoro, sobre la que Kierkegaard organiza Temor y temblor (Papirer 2: 486)15. Basta considerar que la ética no se pone en estado de excepción tanto por sus mandatos, sino porque deja de estar dominada por la intencionalidad precisa de la acción, al estar entregado el sujeto a la serena confianza superior de la fe. Sin duda, con ese resultado se hacen efectivas las promesas de la religión; en realidad, lo que se consigue es la estructura profunda de la repetición. Louis Reimer, en un trabajo póstumo, mostró cómo el problema de la repetición iluminaba el problema de la reconciliación, y cómo ambos proceden de la estructura de la fe y del juego específico de categorías temporales que inaugura entre pasado, presente y futuro (Reimer 337-339). Pues la Erlösung se gana como reconciliación cuando “el pasado no procede de sí mismo, sino de una continuidad sencilla con el futuro. Esta continuidad es la del instante que el pasado restituye (wiederbringt), en tanto que él constantemente desgarra (abreisst) lo eterno”. No hay aquí nada apocalíptico. Pues la repetición, en tanto que salvación, “alcanza al futuro no por el futuro mismo, sino en una simple continuidad con el presente” (Reimer 337). Nada hay aquí de escatológico, sino meramente una transformación allo genos de la temporalidad de la existencia. La repetición salva a la existencia del carácter pasado del pecado en el futuro de la creencia. De hecho ésta no es sino el “Cuando Isidoro Hispano dice: isti (a saber: los seculo huic renunciantes) praecepta generalia perfectius vivendo transcendunt, aquí hay una forma de trascendencia diferente de aquella respecto a la cual Kant avisa, aunque Kant también diría que ésta se produce sobre el ámbito del hacer y por eso es peligrosa, porque ella estaría en contraposición al concepto de lo universalmente valido” (ctd en Malantschuk 464). Aquí tenemos ya de una manera clara la suspensión de la regla ética universalmente válida. 15
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pasado repetido y salvado. Ahora se puede decir que todo lo que no es creencia es pecado. Como Kierkegaard mismo dice: “en la creencia comienza la repetición” (Der Begriff Angst 16)16. Así que al desembocar en la categoría de Erlösung, desde luego la esfera religiosa desplaza la categoría de tragedia del horizonte de Kierkegaard. Con ello tenemos un resultado muy peculiar. Ni la existencia estética ni la existencia religiosa permiten una existencia trágica. Todo lo que Lukács, en El alma y las formas, dijo acerca de la centralidad de la forma trágica deja de tener valor cuando identificamos el resultado final de la forma de vida religiosa. Ésta no nos deja conciencia del no-valor del mundo, ni impone el rechazo radical del mundo y de la vida (Goldmann 101)17. Desde cierto punto de vista, el milagro de la fe puede llegar a apreciar todos los acontecimientos del mundo como dignos de ser repetidos, sin expectativa alguna por nuestra parte, como si cualquiera de ellos hubiera colmado nuestro anhelo. Entonces “todo denota un orden, un cuidado minucioso, y de ello se deriva una impresión de solemnidad, como si todo esto hubiera sido hecho bajo la mirada de Dios” (Kierkegaard, “Stadien” 6: 201)18. La forma religiosa puede poner en contacto con lo absoluto, pero entonces no implica sino el estado de excepción de la ética, no tanto de sus mandatos, sino de sus posibilidades inherentes de fracaso y de desesperación, de intencionalidad y de diferencia entre proyecto y realización. El milagro no es tan milagro desde la decisión, y la metamorfosis no es tan extraña desde el salto mortal. Y sin embargo, Lukács mismo fue capaz de apreciar la centralidad de la forma de la tragedia hasta el punto de decir que era ineludible la separación de la forma y la vida. “Mas cuando el hombre mira a su alrededor no ve nunca ni camino ni encrucijada, en ninguna parte encuentra oposiciones claras y tajantes. Todo está en movimiento y transformación continuos. [...] Aquí se separan de modo trágicamente definitivo la forma y la vida” (Goldmann 108). ¿Qué decir entonces de todo esto? ¿Hay trageCitado en Reimer, L. “Die Widerholung als Problem der Erlösung” 339. Para un análisis de esta posición cf. Goldmann, Lucien. “Kierkegaard en el pensamiento de Lukács”. Kierkegaard vivo. Madrid: Alianza Editorial, 1970. 97122. 18 En la traducción francesa: Kierkegaard, S. “Stades sur le chemin de la vie” (9: 175). 16 17
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dia en la vida humana? ¿O cada estadio de la vida en el fondo resulta en su estructura ajeno a esta categoría? Para iluminar este punto debemos distinguir la tragedia que en tanto forma del drama requiere de la relación de varias personas, de aquella otra que obsesiona a Lukács y que tiene que ver con la soledad de la persona. 3. La realidad de la tragedia disuelta por la psicología Lo que en el fondo quería decir Lukács venía preparado por lo que había dejado escrito algún tiempo antes Georg Simmel, a quien de hecho invoca implícitamente en ese pasaje. Pues parece claro que Lukács aquí vincula a Simmel con Kierkegaard y muestra que la tragedia de la cultura del primero no es sino la imposibilidad de que los estadios de la existencia del segundo se encarnen de manera precisa en la vida de un ser humano. La vida humana excede a la forma y esto significa que cuando analizamos un ser humano desde las esferas de la existencia de Kierkegaard, siempre encontramos impurezas, traiciones, falta de rigor, autoengaños, imperfecciones, descuidos, por grande que sea el esfuerzo de seriedad que pongamos en ello. La ironía siempre encuentra entonces su aplicación. Y por eso, en la medida en que hacemos entrar la psicología del ser humano, la sospecha se entreteje en cualquiera que ancle en uno de los estadios de la vida. La psicología nos da así la noticia de que la forma no puede darse en la vida concreta. Este desencuentro, esta imposibilidad de ser hombre estético, ético o religioso en toda su pureza, es para Lukács trágico, pues impide cualquier tipo de salvación inmanente de la vida. Pero lo más decisivo es que la psicología, ámbito del que obtenemos esta noticia, siempre puede darnos a conocer esta tensión de forma irónica y, por tanto, disolver la tragedia de la vida humana en lo cómico. En el caso de don Quijote, éste puede encarnar la tragedia de no lograr la vida caballeresca, pero cuando Sancho se pone a explicar los motivos concretos, aquella tragedia se torna comedia. En suma, lo que en el terreno del análisis filosófico presenta una nítida separación entre los estadios de la vida, y una clara diferencia entre forma y vida, en el terreno del análisis psicológico nos ofrece siempre un ámbito de ambivalencia irónica. La tragedia acompaña a la filosofía, pero la comedia acompaña a la psicología. No es de extrañar que el psicoanálisis, ocultamente fecundado por Kierkegaard, quiera 208
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continuamente pasar de la tragedia a la comedia y reducir el sufrimiento de la enfermedad a las ocurrencias realistas de deseos mal resueltos, por lo general de naturaleza cómica. Sin embargo, y al margen de esta degradación de la forma en psicología —cosa que ya experimentó la filosofía con la diferencia kantiana entre la intención basada en el imperativo y la motivación coincidente con él—, también puede darse la tragedia cuando dos personas, que encarnan con cierta coherencia dos estadios distintos de la existencia, entran en relación entre sí y despiertan el uno en el otro un sentimiento de responsabilidad respecto de sus respectivas existencias. Entonces tenemos otro terreno de juego de la tensión entre la forma y la vida, canalizada ahora alrededor del amor, en el que vuelven a surgir las diferencias entre filosofía y psicología. Estos planteamientos definen el argumento de Kierkegaard tal y como se puede leer en “¿Culpable? ¿No Culpable?”, la tercera parte de los Estadios en el camino de la vida. El texto que plantea el problema es bien conocido. Es en la entrada del 20 de enero, por la mañana, cuando Kierkegaard escribe: He elegido lo religioso. Es cercano a mi naturaleza y mi confianza me ha llevado ahí. Dejo pues la gracia donde ella está. El cielo se la conserve. Si encuentro en lo religioso un punto de partida que nos sea común, ven entonces, risa descuidada y gozaré contigo tan sinceramente como pueda. Pondré rosas frescas en tus cabellos, te rozaré con toda la ligereza de que se es capaz cuando, movido por la pasión del pensamiento, se está habituado a buscar lo decisivo en el peligro de la vida. [...] Pero presiento una crisis que introducirá lo religioso en esto que aquí he comenzado. (“Stadien” 6: 235)19
Todo el texto que sigue es el pormenorizado análisis de esa crisis, guiado por la reflexión de la culpabilidad y por la pregunta de la tragedia. Como es sabido, en ninguna obra como en ésta nuestro autor utilizó materiales de su propia relación con Regina Olsen, incluidas cartas verdaderas, y ninguna obra como ésta queda atravesada por la psicología. Creo que esta mixtura de filosofía y reflexión 19
Kierkegaard, S. “Stades sur le chemin de la vie” (9: 205-206).
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personal hace de ésta una de las más tediosas obras de Kierkegaard, pero como todas ellas también encierra un núcleo de problemas genuino. La cuestión puede ser planteada así: ni en el estadio estético ni el estadio ético puede existir la tragedia. Sólo puede darse ésta cuando dos personas, una anclada en el estadio religioso y otra anclada en el estadio estético, se relacionan entre sí desde el amor. La inevitabilidad del amor es el núcleo mismo de la cuestión, pues éste no es algo externo al hombre religioso. Éste lo es porque ama, desde luego, y ama al mundo en la totalidad de sus manifestaciones, en tanto mundo querido por Dios. Es más: el hombre religioso antes ha llevado una existencia ética cuyas angustias ha debido superar. Como es natural, no hay ética sin amor. Por tanto es absolutamente inevitable que el hombre religioso haya debido amar. La cuestión reside en que si ha llegado al estadio religioso no puede dejar de amar, pero no puede jamás aceptar consumar éticamente su amor. Un hombre ético debería aceptar el compromiso del amor y emprender una ordenación de su amor respecto al futuro. El amor para el hombre religioso impone una excepción de la ética y una ruptura de los compromisos20. Ésta es la dimensión de su tragedia. Por amor no puede amar. El supremo deseo del amor no podrá ser realizado justo por fidelidad al mismo. Hasta aquí la pureza del filósofo. Sin embargo, la forma psicológica de vivir esa tragedia, su autopresentación, las explicaciones que habría de dar a su amada, la manera de justificarse hace que se devalúe hasta lo cómico, hasta lo grotesco y hasta lo sofístico21. En realidad, todas éstas son formas de decir lo mismo: lo psicológico.
“Ella no me comprenderá en absoluto. [...] Si ella no concibe mi sufrimiento y su grado, mi calma glacial y su necesidad. [...] Si ella es salvada, yo me contentaré con mi lote. Que ella actúe a su grado, a condición de que sea extraña a mi vida, realmente extraña, mujer de otro, ajena a todo esto, pues no me ha comprendido jamás” ( Kiekegaard, “Stadien” 6: 241); y en la traducción francesa: “Stades sur le chemin de la vie” (9: 211). 21 “Si fuera un ser real, si yo fuera capaz de dar carne y sangre a un personaje de experiencia, si viviera en nuestra época y en su interioridad, de suerte que su exterior no fuera una ilusión, de aquí saldría un comedia completa. ¡Cuán grotesca sería la vista de tal energúmeno, troglodita o eremita, avanzando de manera furtiva para pretender ser un amante infeliz cualificado, después de haber escuchado en silencio los discursos románticos de los seres humanos!” (Kierkegaard, “Stadien” 6: 422); y en la traducción francesa: “Stades sur le chemin de la vie” (9: 369). 20
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Sabemos hasta qué punto este dilema fue biográfico. De ahí la inexorable dimensión psicológica del análisis. De hecho, la psicología es lo único que puede unir a dos personalidades cada una de las cuales está anclada en un estadio de la vida. Pues entre ellas, cada una centrada en su pasión más profunda y vencedora, se debe dar por descontada la incomprensión. Ahí reside, dice Kierkegaard, el principio trágico22. Pero la incomprensión se intenta salvar por la psicología como punto de contacto y de síntesis que contempla y explica la tragedia. “Si hago intervenir la pasión, la situación es esencialmente trágica. Si la considero, digo que ella es a la vez cómica y trágica” (Kierkegaard, “Stadien” 6: 442)23. Esta consideración psicológica, que inútilmente intenta superar la incomprensión aumentándola, por tanto, es la clave de la devaluación de la tragedia en comedia. “Lo trágico es que los dos amantes no se comprendan y lo cómico que dos seres que no se comprenden se amen” (“Stadien” 6: 443)24. En su pureza, trágico es únicamente que alguien que ha puesto su mayor deseo en el amor, no pueda amar. Esta tragedia, sin embargo, no forma parte de la vida religiosa, sino de la relación entre el hombre religioso y el objeto de su amor. Lo que dicta aquí la religión es el estado de excepción de la vida ética. Ésta dice: debes amar y debes cargar con la responsabilidad de amar. La vida religiosa dice: por amor no puedes amar y la religión misma te exige que no aspires a cargar con un deber que ya para ti es imposible de cumplir. Desde el punto de vista ético está claro que quiero una única cosa. Desde el punto de vista religioso, sin embargo, y de forma sorprendente, ese único querer debe ser anulado por el querer superior de la fe. El motivo sigue siendo el amor. La clave de la cuestión se precisa en este texto: “Mi alegría, mi felicidad, mi primer y único deseo, es el de pertenecer a ésta por la que yo daría cualquier cosa, al precio de mi vida y de mi sangre, pero que no quiero debilitar y anular iniciándola a mis sufrimientos” (“Stadien” 6: 209)25. Se trata del §2 del capítulo que se inicia con la Carta de Frater Taciturnus al lector, y que lleva por título “La incomprensión como principio trágico y tragicómico y su empleo en la experiencia” (“Stadien” 9: 438ss); y en la traducción francesa: “Stades sur le chemin de la vie” (9: 383ss). 23 Kierkegaard. “Stades sur le chemin de la vie” (9: 387). 24 “Stades sur le chemin de la vie” (9: 388). 25 “Stades sur le chemin de la vie” (9: 183). 22
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¿Cuál es la razón de esta decisión? ¿Por qué el hombre religioso ha de estar dominado por sus sufrimientos? No era ésta la característica del hombre religioso. En efecto, ante sí mismo, el hombre religioso es feliz. Sin embargo, el hombre religioso no puede sino ser visto con plena ambivalencia en relación con el otro. Como el silencio, su relación con lo absoluto puede ser interpretada como suprema felicidad y como supremo dolor. La alegría de poseer ya el objeto eterno de la fe no puede sino ser contemplada por el otro como melancolía. Repetidamente, Kierkegaard, o al menos el personaje que reflexiona una y otra vez en “¿Culpable? ¿No Culpable?” ha confesado que ha optado por el estadio religioso y que “la melancolía es mi naturaleza” (“Stadien” 6: 208)26. Ahí reside la clave de la ambivalencia: “La amarga melancolía secreta una alegría de vivir, una simpatía, un calor de sentimiento” (“Stadien” 6: 209)27. En todo caso, al hombre religioso le es inevitable “hundirse cada vez más en sí mismo” (“Stadien” 6: 447)28, replegarse sobre sí mismo en la lengua del silencio. Sin embargo, para el otro tal actitud no puede dejar de ser vista como melancolía y desinterés. No es así, porque en su estado espiritual se reencuentra con ella y se la representa con una idealidad religiosa que está más allá de su facticidad. Pero el ser que existe en el estadio estético no puede resignarse ante esta reducción espiritual. Esta ambivalencia es inevitable. Ahora bien, la melancolía es letal para una existencia anclada en el estadio estético de la vida. Con ella, todo lo que hace valiosa la vida estética, la gracia, la ligereza de la que habló Schiller, la alegría de concentrarse en cada objeto, la reverencia completa al principio de placer, queda herida de muerte. Con ello, aquello que hace amable a la otra persona queda destruido, debilitado o anulado, cuando es iniciada en los sufrimientos del hombre religioso. De forma lógica y coherente, el hombre religioso debería guardar silencio y llevar su tragedia a su plenitud filosófica (“Stadien” 6: 450-451)29. Entonces no se expresaría jamás de forma directa. Sin embargo, su conducta será la de una renuncia que exige una “Stades sur le chemin de la vie” (9: 182). “Stades sur le chemin de la vie” (9: 183). 28 “Stades sur le chemin de la vie” (9: 392). 29 En la traducción francesa: “Stades sur le chemin de la vie” (9: 394-395): “El no dice lo que encierra su repliegue. El no puede decir cuál es su contenido. Su 26 27
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explicación y que, de una manera u otra, la obtendrá por parte de los demás. Y entonces entrará en juego la comedia, pues lo religioso no puede ser comunicado y la conducta que producirá será vista por los demás como algo cómico, quijotesco. “En conjunto, su cuidado por ella es una pura exaltación, ridícula en sí, trágica por el sufrimiento que le causa, y cómica porque inspira en él la más loca conducta” (“Stadien” 6: 452)30. Todo el argumento depende de esto: la iniciación en el dolor del otro no puede ser efectiva. La razón es bien sencilla: sólo se puede hacer mediante reflexión, explicación, discurso directo, manifestación de motivos, profundidad psicológica. Y ésta nunca dejará de ser ambivalente. “La equivocación más segura es esta de la razón razonante, de la reflexión desnuda de pasión” (“Stadien” 6: 208)31. Ella, como una ruda disciplina de la explicación, nunca dará paso al “esplendor del encanto”. Como tal matará el amor. Y lo hará de una manera muy precisa, que Kierkegaard ha previsto: “Mi razón amontona sospecha sobre sospecha y el demonio de la risa llama sin cesar a mi puerta.” Toda explicación para justificar que lo que ella ve como melancolía y como tristeza es en realidad plenitud, no hace sino mantener la ambivalencia del juicio, y en esa reflexión lo único necesario es que perezca la alegría de vivir propia del que existe en el estadio estético. Y lo es porque la persona amada no podrá dejar de pensar que ella y su falta de valor es la causa de la melancolía. Así que en esa sospecha irónica de la reflexión, ella siempre aparece como culpable. Entonces el hombre religioso no puede sino relacionarse con la persona amada mediante una nueva vuelta de tuerca de la ambivalencia, regresa a la soledad y se entrega a una tranquila desesperación (“Stadien” 6: 212)32. Es la forma de acabar en la impotencia y anulado para siempre en el amor. Así que más vale renunciar de antemano al amor y dejarle a ella la gracia intocada por el destructivo amor. La otra opción es una doble culpabilidad y una doble locura. repliegue no es en efecto ni más ni menos que la anticipación concentrada de la subjetividad religiosa, [...] pero el repliegue es y sigue siendo el presentimiento de una vida superior. Desde el punto de vida de la posibilidad, se debe progresar hacia la transparencia religiosa, y esto es lo que debe hacer el héroe. Pero ignora y sospecha aún menos que el camino pasa por terribles pruebas, como la de renunciar a sus relaciones con la muchacha en razón de su desacuerdo”. 30 “Stades sur le chemin de la vie” (9: 395-396). 31 “Stades sur le chemin de la vie” (9: 182). 32 “Stades sur le chemin de la vie” (9: 185).
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“Tal es el plano de experiencia: la misma cosa es a la vez cómica y trágica” (“Stadien” 6: 453)33. Y esta conclusión se impone desde otra consideración. La persona amada lo es por su alegría y su sencillez. Dejar que en ella prenda la melancolía de la reflexión es anularla. Ahora bien, admiro y amo su alegría justo por mi melancolía. Esa es la contradicción. El hombre religioso en el fondo, como doña Inés con don Juan, no puede dejar de amar al ser demoníaco, a la pura inmanencia del mundo. Ahora bien, si la psicología es la única forma de relacionarse entre dos personas de diferentes estadios de la vida, entonces la reflexión del hombre religioso sobre la persona amada también será inevitable. “Pero yo no quiero degradar mi alma, intentando conocerla, examinando y escrutando su carácter” (“Stadien” 6: 218)34. Ahora bien, ¿cómo impedirlo si me considero culpable de la transformación de su carácter? Pero entonces la relación de amor desaparecerá tan pronto emerja la más ligera sospecha, la mínima ambivalencia, la mínima reflexión. La psicología no puede clausurarse ni ser eficaz, pero tampoco puede impedirse por la incomprensión y la conducta incomprensible del hombre religioso. Cuanto más apoyo reciba de la estadística sociológica o de la historia, más devaluará lo trágico en lo cómico. Sin embargo, en la medida en que el hombre religioso posee una confianza absoluta, puede “bailar sobre los abismos” de la reflexión. Quien vive en el estadio estético, no. El caso es que “ambos llegan a ser desdichados y han hecho todo lo mejor para hacerse mutualmente desdichados. Él por romper con ella, y ella introduciendo un martirio en su conciencia” (“Stadien” 6: 455)35. La carencia de puentes entre lo interior religioso y lo exterior estético, entre la carencia de inmediatez del primero y el anclaje en la inmediatez del segundo, determina el juego. La conciencia de culpa será por tanto inevitable, y anidada ya en la incomprensión, que constituye la verdadera relación entre los dos estadios de la vida. Pues la persona que vive en el estadio estético está condenada incluso a no comprender la culpabilidad de él y, por tanto, no podrá dejar de verla en cierto modo grotesca y cómica, cínica y loca. “Stades sur le chemin de la vie” (9: 396). “Stades sur le chemin de la vie” (9: 191). 35 “Stades sur le chemin de la vie” (9: 39 33 34
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4. Conclusión: superar lo cómico en el ser humano No podemos entrar aquí en una discusión en términos de género ni en la peculiaridad del planteamiento de Kierkegaard sobre los roles de la mujer y del hombre en la relación con lo religioso. En realidad, todo esto tiene que ver con la vieja discusión de Schiller sobra la gracia y la dignidad y se ha convertido en un lugar común en la literatura de la época, desplegado también por el romanticismo desde Lucinde. Para Kierkegaard, estas categorías funcionan más bien como figuras retóricas y literarias para marcar la dialéctica de lo trágico y de lo cómico, de sufrimiento y de gozo que se da dentro de esta incomprensión de los seres humanos que viven en diferentes estadios de existencia. Yo veo a la vez lo cómico y lo trágico: la trágica muchacha que es martirizada y el cómico culpable que se convierte en martirizador; el trágico culpable que sufre y la cómica muchacha que vive. Una palabra es una palabra y un hombre es un hombre. Esto no se aplica más que a seres masculinos que deben ser prudentes cuando hablan de muerte. La palabra de un muerto sobre la muerte es bien verdadera; ella no conoce ni la condición ni la edad”. (“Stadien” 6: 471)36
Aquí habla una época y una literatura. Y por eso algo en todo ello nos repele. Y sin embargo, todo adquiere otra dimensión cuando en lugar de estadios de existencia con sus figuras masculina y femenina, hablamos de dimensiones de la existencia humana, de aspectos de la vida que se dan en cada uno de nosotros. La dialéctica de la tragedia y de la comedia, y su reunión tragicómica, alcanza entonces una nueva comprensión. Ahora es un proceso existencial de mediación por el que se produce en cada caso y en cada ser humano una superación de las condiciones estéticas y de las formas más simples de la vida religiosa. Con ello se aprende a vivir con la complejidad inherente al ser humano, sin desmenuzarla en roles sexuales. Una superación de la estética, pues en este proceso mismo se revela “en plena realidad la nada de esto que se imagina ser alguna cosa”. Pero asimismo una superación de la religiosidad que se relaciona directamente con la realidad, 36
“Stades sur le chemin de la vie” (9: 412-413).
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comprendida por Kierkegaard como dudosa (“Stadien” 6: 472)37, a favor de una religiosidad mediata, reflexiva, interior, llena de dudas, atravesada por la culpa, el sufrimiento, el arrepentimiento y, lo decisivo, el perdón de los pecados que produce lo ético (“Stadien” 6: 478)38. En realidad, como camino de sufrimiento, la dialéctica tragi-cómica muestra que la significatividad del sufrimiento sigue dependiendo de una idea. La pura comicidad del sufrimiento desde este punto de vista no se puede mantener y por ello lo estético exige su propia superación39. Así que lo cómico es puramente una mediación de la vida, una forma de manifestarse el estadio estético, y la tragedia no es sino una forma de buscar la idea que está detrás del sufrimiento y de explicar la culpabilidad. “En esta miseria, cuando la lección dada por la poesía [y la comedia] no reconcilia con la realidad, el religioso se adelanta y dice: todo sufrimiento es commensurable con la idea, y una vez dada la relación con la idea, el sufrimiento tiene un interés, sin el cual sería condenable” (“Stadien” 6: 482)40. En esa medida, se rompe el egoísmo, la inmediatez y la cantidad de lo estético para mostrarse la necesidad del paso a la tragedia y a la idea. Lo que queda después de esta curación “es el individuo mismo, y este individuo particular puesto en su relación con Dios bajo la determinación: culpable-no culpable” (“Stadien” 6: 486)41. Ahora ya no hablamos sino de individuos. Un monólogo, desde luego, que sólo puede verificarse en el propio silencio en el que se aloja el arrepentimiento, una negatividad infinita en la que sin embargo se es feliz, a 70.000 brazas bajo el agua y “Stades sur le chemin de la vie” (9: 413). “Stades sur le chemin de la vie” (9: 418): “El héroe estético es grande por su triunfo, el héroe religioso por su sufrimiento”. En cierto modo, aquí Kierkegaard siguió la divisa de Pascal de que toda existencia cristiana verdadera era una existencia de sufrimiento. No es de extrañar que Goldmann, el discípulo de Lukács, dedicara un magnífico libro a la tragedia en Pascal. 39 “Sólo tiene interés el sufrimiento que se relaciona con la idea. Esto es eternamente verdadero. Cuando en el sufrimiento no se percibe una relación con la idea es que ésta, destruido de nulidad en el dominio religioso, debe ser rechazada en el dominio estético. Pero como la dialéctica de lo religioso es exclusivamente cualitativa, y como es conmensurable con todo e igualmente conmensurable, todo sufrimiento puede de hecho ganar interés porque cada pena puede mantener una relación con la idea” (“Stadien” 6: 481); y en la traducción francesa: “Stades sur le chemin de la vie” (9: 421). 40 “Stades sur le chemin de la vie” (9: 423). 41 “Stades sur le chemin de la vie” (9: 426). 37 38
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lejos de todo socorro humano. Y esto sólo es efectivo por la unidad inseparable de lo trágico y de lo cómico. De hecho, cómica y trágica es esta misma expresión, que se supone capaz de medir las distancias de la soledad. Y allí, a 70.000 brazas, obtenemos la profundidad apropiada para resumir la tragicomedia de la vida en una soledad que no es fuente de nuevas desgracias, sino que en cierto modo es a la vez curativa y sabe encerrar en sí la proliferación del mal. Referencias bibliográficas Fahrenbach, Helmuth. “Kierkegaards ethische Existenzanalyse (als ‘korrektiv’ der Kantisch-idealistischen Moralphilosophie)”. Materialen zur Philosophie Soren Kierkegaards. Ed. M. Theunissen und W. Greve. Suhrkamp, 1979. 216-240. Goldmann, Lucien. “Kierkegaard en el pensamiento de Lukács”. Kierkegaard vivo. Madrid: Alianza Editorial, 1970. Greve, Wilfried. “Das erste Stadium der Existenz und seine Kritik. Zur Analyse des Ästhetishcen in Kierkegaards ‘Entweder/ Oder II’”. Materialen zur Philosophie Soren Kierkegaards. Ed. M. Theunissen y W. Greve. Suhrkamp, 1979. 177-216. Hannay, A. “Kierkegaard”. The Arguments of the Philosophers. London and New York: Routledge, 1991. Kadarkay, A. Georg Lukács. Valencia: Instituto Valenciano de Estudios e Investigación, 1994. Kierkegaard, Soren. “Die Krankheit zum Tode”. Gesammelten Werken. Vol. 24. Düsserldorf/Köln: Diederichs-Verlag, 1950ss. ---. Die Tagebücher, Ausgewählt, neugeordnet und übersetz von Hayo Gerdes. 5 vols. Düsseldorf/Köln, 1962ss. ---. “Stadien auf des Lebens Weg”. Samlede Vaerker. 2 ed. Vol. 6. Copenhage, 1920-1936. ---. “Abschliessende unwissenschaftliche Nachschrift zu den Philosophischen Brocken, Zweiter Band, II”. Gesammelten Werken. Vol. 16, II. Düsserldorf/Köln: Diederichs-Verlag, 1950. ---. Der Begriff Angst. Traducción con Glosario, y un ensayo “Zum Verständnis des Werkes”, por L. Richter. Ed. Rowohlt, 1960. ---.“Erbauliche Reden in verschiedenen Geist” (1847). Gesammelten Werken. Vol. 18. Düsserldorf/Köln: Diederichs-Verlag, 1950ss. 217
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---. “Entweder ... Oder”. Gesammelten Werken. Düsserldorf/ Köln: Diederichs-Verlag, 1950. ---. “Furcht und Zittern”. Gesammelte Werken. Vol. 4. Düsserldorf/ Köln: Diederichs-Verlag, 1950ss. ---. Papirer (1839). Vol. 2. Ed. P. A. Heiber, V. Kuhr y E. Torsting. Copenhagen, 1968ss. ---. “Pureza de corazón”. Samlede Vaerker. Vol. 11. Ed. por A. B. Drachmann, J. L. Heiberg, H. O. Lange, Gyldendal. Copenhage, 1962-4. ---. “Über den Begriff der Ironie mit ständiger Rücksicht auf Socrates”. Gesammelten Werken. Vol. 31. Düsserldorf/Köln: Diederichs-Verlag, 1950ss. ---. “Stades sur le chemin de la vie”. Oeuvres Complétes. Vol. 9. París: Editions de l’orante, 1978. Malantschuk, G. “Der Begriffe Inmanenz und Transzendenz bei Soren Kierkegaard”. Materialen zur Philosophie Soren Kierkegaards. Ed. M. Theunissen und W. Greve. Suhrkamp, 1979. 463-510. Raposo, Berta, ed. Lucinde. Por Friedrich Schlegel. Valencia: colección Natán. Reed. José Luis Villacañas, 1987. Reimer, L. “Die Widerholung als Problem der Erlösung”. Materialen zur Philosophie Soren Kierkegaards. Ed. M. Theunissen und W. Greve. Suhrkamp, 1979. 302-345. Slok, J. “Das Verhältnis des Menschen zu seiner Zukunft. Eine Studie über ‘Zwei erbauliche Reden’ von S. Kierkegaard, herausgegeben am 16 Mai 1843”. Materialen zur Philosophie Sören Kierkegaards. Ed. M. Theunissen und W. Greve. Suhrkamp, 1979. 241-261. Theunissen M. y W. Greve. Materialen zur Philosophie Soren Kierkegaards. Frankfurt: Suhrkamp, 1979. Villacañas, J. L. La quiebra de la razón ilustrada. Madrid: Cincel, 1988. ---. “De la tragedia a lo trágico”. La interpretación del mundo. Cuestiones para el tercer milenio. Ed. Andrés Ortiz-Osés. Barcelona: Anthropos, 2006. 151-169. Zupancic, A. Ethics of the Real. Kant and Lacan. Londres: Verso, 2000.
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KAFKA Y LA SUSPENSIÓN DE LA POSIBILIDAD TRÁGICA Luis Sebastián Villacañas de Castro
1. De la felicidad
Parece que Aristóteles apunta a un sólo factor a la hora de de-
finir la felicidad humana: ésta debía participar de la «actividad de la parte racional del alma»1. Y efectivamente, la razón (logos) se halla presente tanto en la esfera de la praxis como en la de teoría, tanto en la vida práctica como en la vida contemplativa. Si recordamos, la primera venía acompañada por un proceso de deliberación consciente (boúleusis), proceso a través del cual la persona hallaba la forma de actuar de acuerdo con su mejor posibilidad vital. Con una mano en sus deseos (es decir, en la inclinación de su carácter) y con la otra en la razón, el hombre llegaba por la praxis a una conclusión razonable acerca de su felicidad, y también acerca de los pasos concretos que debía dar para aproximarse a ella. Si su acción prosperaba y acababa por hacerle más feliz, sería porque había conseguido que tanto la adecuación como la satisfacción de sus deseos girasen en torno a aquello que conformaba lo mejor de sí mismo, en torno a la razón, lo más humano. La vida contemplativa, por el contrario, consistía precisamente en un intelecto que se regocijaba en sí mismo, ajeno a cualquier deseo; que se entretenía en la distinción entre la verdad y la falsedad: consistía en un intelecto pasivo, ni práctico ni productivo, diferente de aquel intelecto que, combinándose al deseo adecua«Buscamos, pues, aquello que es propio sólo del hombre. Hay que dejar de lado, por tanto, la vida, en cuanto es nutrición y crecimiento [puesto que es propia también de las plantas]. Vendría después la vida en cuánto sensación; sin embargo, la compartimos también con el caballo, el buey y cualquier otro ser viviente. Así que sólo queda, finalmente, la vida en cuanto actividad de la parte racional del alma» (Aristóteles, Ética a Nicómaco I: 6, ctd en J. Conill y J. Montoya 118.) 1
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do, conformaría la sabiduría práctica (Ética a Nicómaco 1139a25 a 1139b15, y de 1141a25 a 1141b30). Según Aristóteles, ambas proporcionan felicidad. Más aún, cada una supone el contrapunto felicitante a las dos caras del hombre: la divina y la terrenal. Ambas suponen dos tipos de felicidad que son reales, pero la segunda sería un ejemplo de lo que (según podemos imaginar) compondría el ser de la divinidad, en tanto que ésta consistiría en «un pensamiento que piensa su propio pensar» (Metafísica 1074b15-35). La praxis, por el contrario, permitiría el florecimiento de la felicidad en la esfera típicamente humana, sublunar, y se adentraría en el dominio de la acción política y de la ética2. 2. Del fallo Por supuesto, lo valioso de la praxis y de la teoría se deriva también del carácter abierto o cerrado que separa a la una de la otra, y así también la felicidad o infelicidad pueden reportar. Parece claro que en la praxis uno pone en juego muchas más cosas, pues es muy posible que, en ésta, un fallo no conlleve sólo un equívoco intelectual ni la simple molestia de vivir por unos instantes en la falsedad. La vida entera se encuentra expuesta, y un fallo puede traer horribles consecuencias. Así sucede en las tragedias griegas, donde la miseria de los héroes no resulta tanto del reconocimiento de un error de previsión cuanto de las dolorosas consecuencias que la acción heroica ha traído consigo, y que el héroe no pudo anticipar. Dos eran las formas que podían desencadenar la tragedia: la primera se encontraba en el azar, en el acontecer de una circunstancia inesperada con la que el sujeto no podía contar en modo alguno. La otra es la hamartía, es decir, aquel yerro por medio del cual el personaje trágico se trazaba su propia perdición. La académica Nancy Sherman nos ha hecho ver, en su ensayo “Harmartia and Virtue” que, al contrario de lo que sucede con la red que teje el azar, el fallo que viene implicado en la hamartía trágica «se concentra en la agencia» (178). Estamos hablando, por lo tanto, de un fallo que encuentra su raíz en el carácter mismo del personaje, en la propia disposición de sus deseos y de su personalidad. De factores como éstos se deriva su error de previsión. Sus vicios, sus virtudes, su comprensión de la felicidad y de los medios necesarios para su consecución… todo 2
Véase J. Conill y J. Montoya (120-3).
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ello se pone en juego en la praxis, y todo ello acaba determinando la estructura de la acción y su desenlace fatal. Brillantemente, Amelie Oskam Rorty describe el concepto como un cáncer (11), con lo cual no sólo pone énfasis en el carácter orgánico y natural del pensamiento de Aristóteles, sino que además ayudaría a captar el componente de inevitabilidad estructural que une los conceptos de la hamartía y la praxis: la misma que une la vida y el cáncer. Finalmente, la hamartía sería una solución afín a toda praxis, el yerro estaría presente como posibilidad en toda acción y en toda actividad que estuviese mediada por la agencia y el carácter de un personaje. Dentro de la contemplación también hallamos la posibilidad de un fallo, de un error en las facultades cognoscitivas, una falta intelectual. Pero en rigor, la contemplación, como escribe A. O. Rorty, es la «actividad noética más perfectamente formada y más preeminente; en ella satisfacemos lo más elevado en nosotros, purificados, por así decirlo, de aquello que nos es extrínseco y contingente» (7), y esto quiere decir que no está por definición habitada por el desequilibrio y la imperfección: por eso es lo más cercano a la esencia divina. En cambio, la praxis es un terreno exclusivamente humano —Dios moraría en la contemplación— y el caos habita siempre en su interior, en cualquiera de sus manifestaciones, en mayor o menor medida. Así, los héroes trágicos no serían tanto genios (seres únicos, originales, diferentes de los ciudadanos corrientes que compondrían la audiencia) cuanto personajes plenos y rebosantes de vida. En concordancia con el apogeo vital que presentan los héroes trágicos, su yerro en la esfera práctica adquirirá una dimensión extraordinaria. 3. De la praxis y la poesis Si consideramos que la praxis heroica contiene el ejemplo más adecuado de excelencia y, así también, la ocasión más adecuada para perseguir la felicidad, lo hacemos por la misma razón por la que distinguimos entre praxis (vida práctica) y poesis (trabajo), y acercamos más la primera de ellas a la consecución de la felicidad. En realidad, sin embargo, la división entre ambos términos es permeable desde el momento en que Aristóteles escribe que «acaso se lograría mostrar con claridad en qué cosiste la felicidad si se comprendiera el oficio del hombre», y define éste último, 221
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como hemos visto, como «la actividad de la parte racional del alma». La praxis y no la poesis abona el mejor terreno para la felicidad; pero esto no significa que el oficio del artesano no pueda participar de ella: lo hará en la medida en que cumpla su oficio con excelencia. Con todo, si bien la tarea del artesano puede reportar cierto grado de felicidad, no halla su justificación en ésta, sino en un fin externo que es el producto u objeto final: por eso no es una actividad. Es en la praxis donde el hombre hace el mejor uso de su inteligencia, ajena tanto a la pasividad absoluta que configura el ámbito de la teoría (que no representa la parte pasional del hombre) como a aquellas lógicas productivas que regulan la actividad poietica, pues éstas —en tanto no tienen como objeto el bien supremo del hombre— no presentan las mejores condiciones para el desdoblamiento de la inteligencia. Sólo en la praxis puede la inteligencia tener una vertiente práctica pero diferente al trabajo; y las acciones de los héroes trágicos contienen el mejor ejemplo de ésta en tanto que el logos y los deseos se unen en la realización de esa mejor posibilidad vital. Su cumplimiento, lo suponemos, da la felicidad. 4. De las acciones de los héroes trágicos Y sin embargo, sabemos que los héroes trágicos desempeñan todo tipo de actos en el transcurso de las tragedias. Sabemos que en ellas ponen en práctica la inteligencia, resuelven acertijos, hablan, combaten e incluso matan, y no por ello dejan de obrar de acuerdo con aquello que les proporciona felicidad. Del mismo modo que la esfera de la poesis no era incompatible con la felicidad, la felicidad no es tampoco incompatible con ninguna de estas acciones. Tampoco con las que implican violencia. Y sin embargo, ninguna de ellas podría servir como el mejor ejemplo de una acción que da felicidad por sí misma. Lo cierto es que este gozo se encuentra en la actividad que envuelve todas las acciones del héroe, que a todas ellas da sentido, pero cuyo sentido no se deja confundir con el de ninguna. La felicidad se encuentra en la deliberación inteligente que las soporta, que no deja de acompañarlas y que les da el carácter de actividad. El héroe trágico está ejercitando su sabiduría práctica3 en la búsqueda y la realización de lo que él considera que es su mejor posibilidad vital, y 3
Sin embargo, el héroe trágico no estaría obrando según el principio de phro-
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así siente felicidad mientras su acción se desarrolla. En la medida en que su acción prospere según su objetivo, su felicidad será plenamente satisfactoria, y cada instante de felicidad (sincrónico con la actividad misma) se verá reafirmado por la felicidad objetiva que emergerá a la finalización4. Sin embargo, lo que vemos en las tragedias es que alguno de los actos concretos que el héroe lleva a cabo en la realización de su felicidad —descifrar tal o cual acertijo, hacerlo de ésta o de otra manera; confiar en ésta o en aquella persona, o matar a éste rey o aquel vagabundo—, acabará teniendo consecuencias que el propio héroe trágico no puede controlar, a partir de las cuales se consumará la tragedia. Ésta acto le impedirán realizar su felicidad: en esto precisamente consiste la hamartía. En tanto su praxis se desarrolla en lo abierto y no entraña una mera actividad intelectual, implicará también acciones tales como luchar, correr, amar, mentir, matar, etc. Es seguro que, por medio de alguna de ellas, se actualizará la hamartía. 5. De la tragedia kafkiana… del mundo caído K [es] un forastero que llega a ese mundo por su propia voluntad, con la intención de llevar a cabo un determinado propósito: establecerse, convertirse en un ciudadano más, labrarse un futuro, casarse, encontrar trabajo, en fin: convertirse en un miembro útil de la comunidad. Lo que llama la atención en el argumento de El castillo es que el protagonista sólo se interesa por asuntos comunes a toda la humanidad y sólo lucha por cosas que en principio parecen garantizadas a toda persona por el simple hecho de nacer […]. Con su insistencia en reclamar los derechos que le corresponden en tanto ser humano, el forastero se revela como el único que todavía aspira a una vida sencilla y humana en el mundo. (Arendt 84-5)
nimos, o prudencia, que Aristóteles señala como la virtud del ciudadano; su praxis incorporaría ciertas dosis de imprudencia que caracterizan su arrojo y valentía. Véase N. Sherman (189). 4 Véase J. Conill y J. Montoya para el modo en que enlazan (conforme a los múltiples rasgos del término griego) la concepción objetiva y la concepción subjetiva de la eudemonia, la alegría corriente y del día a día con la felicidad verdadera —aquella que, en cierto modo, sólo podía aseverarse al final de una vida (105-6).
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En primer lugar, tal y como lo acaba de formular Hannah Arendt, el propósito de K parece a la vez distante y cercano del protagonista de cualquier obra, de cualquier género literario. Aunque la autora no mencione la felicidad, podemos suponer que K quiere encontrarla, como también querría encontrarla el héroe trágico. En realidad, si lo que dice Arendt es cierto, K se distinguiría solamente del personaje de la tragedia en que su perfil concordaría más con la esfera de la ciudadanía que con el de la heroicidad. Pero sabemos que esta es una diferencia menor: para que pudiese activarse la función catártica, el héroe trágico y el ciudadano no debían separarse demasiado. La propia Arendt acabará por quitar valor a esta interpretación cuando pase a retratar a los personajes de Kafka, y no vea en ellos ninguno de los rasgos de carácter o humanidad que se imaginaría en la base antropológica de los derechos e intereses humanos. Desaparecerá entonces este énfasis en el estatuto de ciudadanía que el protagonista parece reclamar para sí, pues, de lo contrarío, estaríamos afirmando una absurdidad, a saber, que a alguien similar a un fantasma le interesan, verdaderamente, los derechos humanos. El que una autora tan inteligente se desdiga de su inicial posición debe tomarse como el primer indicativo de que esta es una vía por la que no debemos avanzar: los personajes de Kafka no están hechos según el molde común de los ciudadanos. No guardan, a su vez, ninguna relación con el héroe de la antigüedad. En realidad, no parece tan importante qué objetivo trajo K consigo a la aldea; no es tan importante la promesa de felicidad que le acompañaba en un primer momento. La verdad es que Kafka no lo dice, y resulta imposible saberlo. La clave de la novela será, antes bien, el comportamiento que el héroe se vea obligado a adoptar a partir de su llegada. Todo aquel que haya leído una sola novela de Kafka sabrá cómo comienzan: algo extraño sucede; un imprevisto concuerda siempre con la página inicial. En La metamorfosis, Gregor Samsa aparece convertido en un insecto, cubierto por un horrible caparazón sobre su cama. En El proceso —la obra que tal vez contenga el inicio más ejemplar— la primera frase anuncia ya un extraño suceso: «Alguien debía haber calumniado a Josef K. porque, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana» (259). Y finalmente, en El castillo, el imprevisto no consiste tanto en que K, un foras224
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tero cuyo oficio es el de agrimensor, llegue a la aldea con tales o cuales sueños, con tal o cual carácter y promesa de felicidad, sino el hecho de que su llegada coincida con un error imprevisto. En el capítulo quinto, durante la conversación con el alcalde, descubriremos que K ha sido llamado, en efecto, pero por error. El pueblo no necesita agrimensor alguno. Sin embargo, la equivocación no tiene nada que ver con él ni con su comportamiento, sino que se pierde en los entresijos de la administración. Oímos hablar de una carta perdida, de una confusión de departamentos en el envío de un expediente, de una respuesta que no llegó. En todo caso, no hay ningún responsable concreto. Y por supuesto, como el protagonista de El proceso, K no ha hecho nada malo, él no tiene la culpa de nada. Simplemente eligió aprovechar una oportunidad que se le planteó, y aceptó acudir al pueblo a desempeñar su oficio de agrimensor. Ahora que el alcalde le dice que no puede desempeñar este oficio —y esto aunque le permite quedarse de cualquier otra manera5, ofreciéndole incluso trabajos alternativos—, K reacciona como si su vida entera hubiese caído en tragedia: —¿Quién se atrevería a expulsarlo, señor agrimensor?, —dijo el alcalde—. Precisamente la falta de claridad de las cuestiones preliminares le garantiza el trato más cortés, aunque usted parece demasiado susceptible. Nadie lo retiene aquí, pero eso no constituye una expulsión. —Señor alcalde, —dijo K—, ahora es usted el que ve muchas cosas demasiado claras. Le diré algunas de las que me retienen aquí: el sacrificio que hice al marcharme de casa, el viaje largo y difícil, las fundadas esperanzas que me hice al haber sido aceptado, mi completa carencia de recursos, la imposibilidad de volver a encontrar ahora un trabajo de la misma naturaleza en mi tierra, y finalmente, aunque no menos importante, mi novia, que es de aquí. —¡Ah, Frieda!, —dijo el alcalde sin la menor sorpresa—. Lo sé. Pero Frieda lo seguiría a cualquier parte. (424)
«—No quiero ser indiscreto, —dijo el alcalde—, sólo quiero que sepa que en mí tiene, no diré a un amigo, ya que somos completamente extraños, sino, por decirlo así, una relación de negocios. Lo único que no admito es que sea usted aceptado como agrimensor, pero por lo demás puede usted acudir a mí con toda la confianza, evidentemente dentro de los límites de mis facultades, que no son muy grandes» (Kafka, El castillo 423). 5
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Y efectivamente, poco después su novia le dirá: «En caso necesario […] emigraremos. ¿Qué nos retiene en este pueblo?» (434). La posibilidad a la que apuntan tanto el alcalde como Frieda emergerá varias veces en la novela, como veremos, y en todas ellas recibirá la oposición frontal por parte de K. Tal vez su actitud en este punto nos resulte, como a tantas otras personas que chocan con él en la novela, demasiado combativa, demasiado terca, demasiado rígida; y a veces le aconsejaríamos que pensase en emigrar. Aunque las razones no sean perfectamente inteligibles, el comportamiento de K sólo puede explicarse porque, como dijimos antes, él ya vive en la tragedia. Desde el momento en que ha llegado al pueblo y no puede obrar de agrimensor (y esta imposibilidad va a ser evidente desde el primer momento, desde la primera llamada al castillo por teléfono), la tragedia ya se ha consumado. Al contrario de lo que sucede en la tragedia griega, el fallo que impone la miseria no emana del héroe, no resulta de sus acciones, no tiene relación con su carácter ni con sus perspectivas de felicidad, sino que viene de fuera. No estamos hablando de hamartía, no es este tipo de fallo lo que desencadena la tragedia. La novela entera de Kafka tiene lugar y comienza en un mundo trágico: K llega a un mundo caído, a un mundo en el que ya se ha trastocado la armonía entre los hombres y el cumplimiento de su felicidad. Esa es la sensación inaugural de la época moderna, la de que todos los fallos, todos los crímenes y errores ya se hubiesen cometido. Si alguna vez existió un error en la aldea de Kafka, sospechamos que habríamos de localizarlo y culpar de ello a los señores que viven en el interior del castillo, seres cansados, sucios y silenciosos. Pero incluso ellos parecen menos culpables que víctimas. 6. Del ascetismo Que la tragedia venga impuesta al personaje desde fuera, que la tragedia sea consubstancial con el mundo, que la aparición misma del personaje en la aldea —su mera llegada— sea un error… todo esto no sólo altera la relación que se daba en la época clásica entre el hombre y el yerro (y también la del hombre y la culpa de la cristiandad), sino que afecta la relación entre el ser humano y la felicidad. Para los héroes de Kafka, ésta última ya no puede 226
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consistir en una vida activa para el cumplimiento de la mejor posibilidad vital, sino en la mera suspensión de la tragedia en lo que respecta a la vida de uno. La excelencia y la virtud dejan de ser patrones de felicidad cuando uno debe aspirar a salir parcialmente indemne de la tragedia, a la vez que sabe de la necesidad de vivir dentro de ella. Se trataría de que el mundo repliegue un poco su estructura, que recoja un poco su manto caído para dejarnos algo de espacio para respirar. Y en ese espacio, poder llevar a cabo una actividad que nos permitiera cierta inmunidad. En uno de los más bellos ensayos escritos sobre el escritor checo, “Franz Kafka. En el décimo aniversario de su muerte”, Walter Benjamin enumera las posibilidades de esta peculiar redención que contiene lo más cercano a una propuesta de felicidad. Por supuesto, sabemos desde hace tiempo —desde mucho antes de Kafka— que uno de los medios para salvarnos de la pena del mundo es la necedad, y el escritor checo se hace eco de ello. En la historia de El castillo los tontos salen por doquier, y todos los personajes, en un momento u otro, se comportan de esta manera, como si Kafka les estuviese ofreciendo esa oportunidad. Todos hacen el ridículo en algún momento y en cierta forma. ¿Cómo, sino, debemos interpretar el hecho de que el serio y solemne maestro, tras una larga y tensa conversación con el díscolo K, le diga: «Además, ahora me doy cuenta, por desgracia, de que su comportamiento me dará mucho que hacer aún; durante todo este tiempo ha estado negociando conmigo y ahora veo, y apenas puedo creerlo, que lo ha hecho en camisa y calzoncillos» (436)? En un punto de su espléndido ensayo, Benjamin explica que, si fuésemos necios, podríamos hallar esperanza. Por eso, cualquier acto ridículo en el que caigamos, por breve o ligero que sea, debe ser tratado como una oportunidad. Esto concuerda precisamente con lo que, más adelante en la novela, uno de los antiguos ayudantes le dirá a K, una vez que éste ya los ha despedido. Ante él confiesa la primera orden que les había sido encomendada desde el castillo: «Lo importante es que lo animéis un poco. Según me informan, se lo toma todo demasiado en serio. Ha llegado al pueblo y lo ha considerado enseguida como un gran acontecimiento, cuando en realidad no es nada. Eso es lo que tenéis que enseñarle» (512). Y, en efecto, sus ayudantes se comportarán como críos, no harán ningún trabajo. La mayor parte del tiempo jugarán en227
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tre ellos y harán gracias a su novia, huirán de todas y cada una de sus órdenes, y serán incapaces de mantener alguna seriedad. A K, que trae consigo objetivos, ambición y celo profesional, estos ayudantes le resultan antes un obstáculo que una verdadera ayuda, pues no dejarán de moverse de un lado a otro, pero nunca con provecho. Y debemos tener esto en cuenta. Pues cuando Benjamin prosigue enumerando las formas de redención que Kafka presenta en su novela, encontramos lo siguiente: ayunar, guardar, estudiar. «Ayuna el artista del hambre, el guardián de la puerta guarda silencio, y los estudiantes permanecen despiertos. Esta es la forma velada en la que las grandes reglas del ascetismo operan en Kafka» (813). Estas son las tres vías que, junto con la actividad siempre improductiva del necio, consiguen suspender la tragedia kafkiana, consiguen variar la sustancia del mundo. 7. De la inmunidad Así pues, estas cuatro tareas serán los ejemplos puros de la redención en Kafka. Como vemos, todas ellas tienen la misma estructura: no tienen un objeto concreto, se agotan en sí mismas, son autosuficientes. Respecto al esquema aristotélico, ajustan su estructura al concepto de actividad, pues no tienen un fin externo a sí mismas. Sabemos que la felicidad para Aristóteles debía consistir en «la actividad de la parte racional del alma». En la medida en que la praxis se relacionaba de forma directa con la felicidad y no buscaba un objetivo derivado o instrumental, también era autosuficiente, al contrario de lo que sucedía con la poesis del artesano. Pues bien, lo interesante de las novelas de Kafka es que los personajes que se encuentran más cercanos a la felicidad (si es que así podemos llamarla) no son aquellos que, como el propio K, luchan dentro del mundo por conseguir una meta concreta —sea esta que se le reconozcan los derechos, como dice Arendt, o incluso su felicidad—. En realidad, se trata de aquellos personajes que, de alguna u otra manera, consiguen aislarse de la realidad. La clave es que esto lo hacen por medio de actividades que reproducen la estructura de la contemplación aristotélica. Sus vidas no participan de la estructura general de la praxis en tanto que ésta última tenía como objetivo una posibilidad de vida concreta (aquella que otorgaba felicidad) y, por lo tanto, había de ponerse en práctica dentro del mundo. Por el contrario, los ayudantes, el artista del hambre, el guardián y los estudiantes saben 228
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que, viviendo en un mundo trágico, ninguna felicidad resultará jamás en el esfuerzo de perseguir una aspiración. Esta felicidad pertenece a otras épocas. El suyo es un mundo caído, y lo único que debe intentarse es suspender la tragedia, postergarla, retrasarla. Saben que cualquier acción que uno emprenda con un fin particular (aunque éste sea el bien supremo de la felicidad) y que reclame la participación del mundo, está condenada a fracasar. Saben que, como les sucedía a los héroes antiguos, en algún momento emanará la hamartía y, con ella, la miseria. En este retiro que llevan a cabo —similar al que practica el extraño personaje kafkiano del cuento La madriguera— han encontrado una forma de vida que, si bien no puede llamarse felicidad, al menos tampoco participa de la tragedia. Aunque Aristóteles equipare lo que resulta de la teoría y de la praxis y llame a ambos felicidad, lo que los personajes kafkianos obtienen a cambio de su aislamiento no debería llamarse así. No tiene ni la consistencia ni las implicaciones virtuosas que el concepto tenía para Aristóteles. Se trata, más bien, de la placidez que emerge de la inmunidad. No serán tan felices como el héroe, pero a diferencia de él, estarán salvados. Y sin embargo… ¡qué extraño resulta observar que sólo ellos parecen ser felices, pero a la vez, parecen desconocer que están salvados! La salvación sólo se conoce en su pérdida. Para el extraño observador que mira desde fuera, en ellos parece darse un bienestar animal. 8. De la improductividad Queda claro, por lo tanto, que aquello que salva a estas criaturas de Kafka no es el contenido de sus acciones, sino el hecho de que su estructura se conforme como una actividad. Lo que de valioso o redentor hay en ellas no está en su contenido concreto, ni en el placer intrínseco que reportan —tan útil y valioso es, en este respecto, el estudio como el ayuno o la espera—. Lo importante es que su estructura autosuficiente permite que se aíslen de tal forma que no tengan que participar de la tragedia del mundo. Tratar el hambre como fin en sí mismo, el estudio, la espera… todo ello se equipara al bien supremo, a la contemplación aristotélica y su felicidad. Al hacer esto, Kafka parece darse cuenta de que lo realmente apreciable de la contemplación (divina o no) no residiría tanto en aquello que a través de ella nos es dado ver (a 229
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Dios), sino el que por medio de ella podamos separar los ojos del mundo. Así se fundamenta la transición desde la contemplación al ideal ascético: cualquier cosa merece ser tomada como un fin en sí mismo, siempre que nos concentremos en ella con el suficiente celo. Tal vez la extraña potencia que Kafka aprecie en el ser humano sea que, a poco que quiera, a poco que acumule un poco de esfuerzo, podrá convertir cualquier acción en una actividad; podrá vaciar hasta el trabajo (poesis) de su lógica interna y darle un sentido exclusivamente ascético o espiritual6. El argumento según el cual las actividades de estos personajes kafkianos son más valiosas cuanto más les permiten separarse de la realidad se refuerza cuando, en el caso del artista del hambre, descubrimos que su práctica adquiere su plena expresión cuando está tan delgado que ya nadie lo ve, y ya nadie se para a mirar la jaula de circo en la que está enclaustrado; en ese momento su productividad se reduce al máximo, pues ni siquiera aprovecha a un público. Y entonces alcanza la perfección en su actividad. Del mismo modo, el guardián que en el cuento Ante la ley vigila la puerta, lo hace a pesar de que ni el campesino, ni nadie, vaya a entrar jamás. Y finalmente, en relación con la actividad del estudio, ésta adquiere su formulación perfecta no en el estudio de la ciencia (que podía guardar algún tipo de relación referencial con la realidad) sino en el estudio de las leyes, pero de unas leyes que jamás se habrán de aplicar. «La puerta a la justicia es el estudio —dice Benjamin—. Pero Kafka no se atreve a incorporar a este estudio las promesas que la tradición había puesto en la Torah. Sus asistentes son sacristanes que han perdido su casa de rezo; sus estudiantes son pupilos que han perdido sus escrituras sagradas» (815). El estudio de las leyes, por lo tanto, adquiere en realidad la forma de un rezo sin objeto, de una espera eterna, de una expresión de hambre perpetua. 9. De la ayuda Con todo, de entre todas las posibilidades planteadas por Walter Benjamin, el caso de los ayudantes necios es sin duda el más complejo, y merece un análisis aparte. Ni siquiera el propio Benjamin sacó a la superficie toda su profundidad. Pues no derivan su bienestar de llevar a cabo una actividad que podamos identificar, 6
Algo similar vio Walter Benjamin en la práctica del coleccionismo como la
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a primera vista, con la tarea ascética. Los ayudantes se dedican a ayudar, en lo que sea, y en tanto es así, han de participar en todo tipo de acciones. Si en la tragedia griega, como hemos dicho, la continua labor deliberativa en la búsqueda de la felicidad era lo que daba unidad a todos los actos diversos del héroe (matar, amar, engañar, luchar, etc.), es decir, si la relación directa que estos últimos tenían con la felicidad les daba a todos ellos el carácter conjunto de una actividad, en la vida del necio la felicidad no se relaciona con llevar a cabo una posibilidad de vida concreta, sino con no tener ninguna en particular. La clave estará en cómo se relacionen con cada una de estas tareas. En el sentido de su ayuda habremos de encontrar la naturaleza de su salvación. Como sabemos, la principal misión de los ayudantes de K no era sino hacer que no se tomase las cosas demasiado en serio. Así se les ordenó desde el castillo. En parte, podríamos decir que los ayudantes tratan de dar ejemplo al propio K acerca de cómo deberían hacerse las cosas. La actividad de los ayudantes, como la del necio, se encontraría a mitad camino entre el trabajo y el juego. Porque ellos no tienen ningún interés especial en terminar ninguna tarea, no tienen un objetivo diferente a la propia actividad. Esto concuerda perfectamente con la naturaleza específica del concepto ayudar, que se sitúa en algún lugar entre los dos puntos absolutos de empezar y abandonar una tarea, bien por haberla satisfecho, o bien por fracasar. Pero cuando el contenido de una actividad consiste en la ayuda, tanto el fracaso como el éxito que podrían llevarla a término han de evitarse a toda costa. En realidad, el comportamiento de los ayudantes, entre el trabajo y el juego, consigue que su ayuda siempre vaya a ser necesaria. Pues su tarea no consiste en permitir que se realice el objetivo de K —ir al castillo, hablar con Klamm, que se le reconozca como agrimensor—; pero tampoco consiste en convertir a K enteramente en uno de ellos, en uno de estos seres necios y sin preocupación. K es su patrón y ellos son sus ayudantes, y este esquema ha de seguir vigente, o de lo contrario no podrán llevar a cabo la ayuda. Esto implica que K nunca debe llevar su labor a término, y a la vez, que tampoco se desprenda de ellos. En el caso de los ayudantes, como vemos, la ayuda no es un medio para ninguna otra cosa, para ningún fin externo. acumulación de unos objetos que han perdido su valor de uso. Véase su ensayo “Paris. Capital del siglo XIX” (32-49).
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10. De los ayudantes El intelecto contemplativo, en Aristóteles, renunciaba a ser aplicado a lo abierto, a la realidad, a la práctica; se alejaba de la felicidad que resultaba de la acción entre los hombres y hacía de la contemplación una actividad final. Del mismo modo, la ayuda es en este caso una actividad independiente, y no requiere un objetivo externo para tener sentido. Por eso los ayudantes van de un sitio a otro, siempre activos, sin dejar de entrar y salir de tareas que nunca llevan a término. Además, los ayudantes se entregan a cualquiera de sus tareas con un frenesí que al agrimensor le resulta alarmante (porque siempre las realizan mal). Una de sus cualidades más marcadas, como anota Walter Benjamin, es que estos personajes nunca se cansan. ¡Qué diferencia con K, que desde el primer al último día que reside en el pueblo siente un agotamiento especial, tanto que le impide caminar por la nieve mientras sus ayudantes se deslizan por ella fácilmente! «Lo atraía irresistiblemente buscar nuevas relaciones, pero cada nueva relación intensificaba su cansancio» (Kafka 388), dice el narrador acerca de K. Mientras K tiene que cargar y orientar cada nueva relación que viene a su paso hacia la consecución de un objetivo que lo tiene absorbido, los ayudantes apenas dejan que las personas afecten su actividad, y las relaciones se quedan siempre en los márgenes de ésta. En realidad, esa función de ayudantes que llevan a cabo con tanto ahínco les sirve solamente para salvarse a sí mismos; sólo en un segundo momento entra la salvación de K, la cual (por supuesto) tiene que ver con que se olvide, más que con que llegue a consumar su objetivo. En un momento dado llegamos a sospechar que el pilar fundamental de la novela —y en cierto modo de todo el mundo de Kafka— no se halla en sus personajes principales, a pesar de lo que éstos, con típico delirio de grandeza, podrían pensar. Al contrario: nos damos cuenta de que todas aquellas personas que tienen un carácter o un oficio definido, que tienen ambiciones, profesiones y objetivos —los señores, las mujeres, los maestros de escuela, la posadera, e incluso K—, todos ellos sirven en el fondo a este tipo de seres secundarios, pues en ellos se da la existencia más pura y más perfecta. Ellos serían los dioses en torno a los cuales gira el mundo. Las preocupaciones de aquellos
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son necesarias para que emerja su necedad. Por eso la función del protagonista, como la de los demás héroes kafkianos, consistiría más bien en encarnar el componente de perdición y sacrificio necesario para que sus ayudantes pudiesen vivir como tales, pues sólo gracias a esto puede actualizarse algo cercano a la felicidad en este mundo trágico. K es el paria en el mundo del castillo, el forastero que es sacrificado para que estos seres puedan ayudar. Por eso no es extraño que, en un momento dado, el agrimensor comprenda que los ayudantes son sus enemigos; se da cuenta de que, mientras su ayuda triunfe y ellos existan como tales, su misión de agrimensor quedará en el limbo. Por eso, a pesar de las plegarias de los ayudantes, los acabará despidiendo y terminará con su relación contractual. Impide que los ayudantes puedan seguir perseverando en una actividad que les permitía estar salvados. A partir de entonces deshará el hechizo, se acabará la magia: si antes iban siempre juntos y tenían aspecto de chiquillos, ahora aparecerán solos, cada uno por su lado, y serán mucho más viejos. Si antes, como ayudantes, jamás se cansaban y nunca estaban enfermos, ahora la fiebre hará mella en uno de ellos. Si antes apenas hablaban, si solamente gesticulaban y daban aullidos de felicidad —si no parecían tener ningún otro tipo de sentimientos ni de preocupaciones más allá de ayudar en su peculiar manera—, ahora manifestarán otro carácter, otros instintos. Emergerá su pasado, tendrán una historia, serán personas adultas, incluso rencorosas y obscenas. Cuando K era su patrón, ellos eran ayudantes antes que cualquier otra cosa. No tenían ni siquiera una personalidad o una identidad concreta. En la ayuda estaba lo más cercano a la felicidad, y no dejaban que ninguna otra lógica (ni de placer ni de productividad) creciese lo suficiente como para que se interpusiese entre ellos y esa actividad. Así, mientras eran ayudantes, bromeaban con su novia Frieda, pero lo hacían solamente como si fueran chiquillos. Una vez acaba la relación contractual, sin embargo, el agrimensor tendrá que ver cómo uno de ellos la seduce y se queda con ella. 11. De la suspensión de la posibilidad trágica Artistas del hambre, guardianes sin objeto, estudiantes… pero también actores. Según Benjamin, también hallamos la salvación
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en quién actúa, sobre todo en quien se interpreta a sí mismo. Al final de la novela América, los personajes son contratados por un circo que les paga solamente para que se representen a sí mismos, pero tal y como son, sin restringir en nada el espectro de su comportamiento ni variar nada de lo que habían hecho hasta ahora (800). En éste como en el resto de los ejemplos ya apuntados, Kafka parece haber hallado la redención en un esquema de actividad muy concreta. Su principal característica consiste en llegar a la felicidad a través de la obligación que representa el trabajo, pero un trabajo al que se le ha vaciado de un objeto externo a sí mismo, y que por eso se ha convertido en actividad. A grandes rasgos, podríamos decir lo siguiente: la praxis de los personajes kafkianos (aquello que, según la definición aristotélica, se relaciona directamente con el bien supremo de la felicidad) consiste en un tipo de poesis (de trabajo, de tarea que puede estar sometida a una relación contractual) cuya estructura, a su vez, se articula a partir de ciertos rasgos de la contemplación aristotélica (teoría). En el entrecruzamiento de estas tres esferas en las que Hannah Arendt dividió la condición humana, encontramos personajes que son capaces de esquivar los dos gérmenes propios de la tragedia en todas las épocas. Porque, en tiempos de Kafka, la vía heroica había sido descartada. Como descartada estaba la viabilidad de toda aquella acción que se llevase a cabo en el nombre del mismo dios. No era la época de un santo, ni la de un hombre de acción. ¿Acaso era el tiempo del trabajo? En efecto, hubo un momento en la historia en que el trabajo, tomado como una vocación, fue sublimado hasta ocupar la posición redentora. Así lo sistematizó Max Weber, cuyo hermano dio clases a Kafka en la facultad de derecho7. Con todo, en el siglo XX ya nadie podía defender esta opción. Y no se trataba solamente de que Max Weber hubiese diagnosticado las consecuencias trágicas que entrañaría acudir al trabajo según las antiguas dinámicas de la vocación; es que el propio marxismo ya antes había descrito el sistema de producción capitalista a través de la categoría de la alienación. En el fondo, Weber ya estaba aquí a la defensiva. Para esta temática de las relaciones del mundo de Kafka con el mundo de la sociología de Max Weber, véase el conocido ensayo de J. M. González, La máquina burocrática, Afinidades electivas entre Max Weber y Kakfa, Madrid, Visor, 1989. 7
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La emergencia del trabajo racional y automatizado pudo suponer, en el inicio de la época contemporánea, cierto alivio para el hombre y su manera de relacionarse con el sentido de la vida. Parece indudable que Kafka lo pudo ver de este modo: todo lo que implicase apartarnos de la densa, profunda y pesada reflexión existencial debía ser bienvenido. Por eso los personajes de Kafka encuentran tantas veces la salvación en una actividad profesional repetitiva. A partir de este punto, sin embargo, de lo que se trataba era de evitar también las consecuencias que la esfera profesional entrañaba, las posibilidades trágicas que eran inherentes al trabajo. No se puede decir aquí que Kafka asumiese las soluciones del marxismo. Más bien, lo que propuso fue eliminar de la poesis cualquier residuo de productividad, todas las categorías que eran propias del capitalismo e incluso de la racionalidad: la utilidad, el provecho, el uso práctico, etc. Así se constituye un rezo sin dios, una ascesis sin objeto externo. Sin duda, aquí debemos apuntar hacia la tradición judía, pues podemos percibir ciertas afinidades espirituales, incluso humorísticas, entre la lógica de Kafka y este proverbio del rabí Tarfón: «No es necesario que acabéis el trabajo, pero ninguno de vosotros es libre de abandonarlo»8. Todo esto es fácil verlo en los ejemplos que ya hemos comentado. La salvación parece hallarse en aquello que es capaz de ocuparnos sin imponernos a su vez su sentido o su finalidad. En un trabajo que reduce, efectivamente, el espectro de nuestra vida y de nuestra actividad, pero que, a la vez, no nos aleja de nosotros mismos, pues somos el único objetivo de su actividad. Un trabajo como este no produce alienación pues el hombre no ve en él una pérdida; al contrario, él mismo se entrega a ella con facilidad. 12. De los mensajeros Entonces, el grupo fue cortado desde atrás, con paso rápido, por un hombre que se inclinó ante K y le tendió una carta. K sostuvo la carta en la mano y miró al hombre, que en aquel momento le pareció más importante. Existía un gran parecido entre él y los ayudantes: era tan esbelto como ellos, pero, sin embargo, totalmente distinto. ¡Si K lo hubiera tenido en lugar de sus ayudantes! Le recordaba un poco a la mujer del niño que había visto en casa del maestro curtidor. Iba vestido casi de blanco; su traje era sin 8
Las sentencias de los Padres (ctd en Harold Bloom 305).
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duda de seda, era un traje de invierno como todos los demás, pero tenía la delicadeza y la dignidad de un traje de seda. Su rostro era luminoso y franco, los ojos desmesurados. Su sonrisa era sumamente alentadora; se pasó la mano por el rostro como si quisiera ahuyentar esa sonrisa, pero no lo consiguió. —¿Quién eres?, —preguntó K—. Me llamo Barnabás, —dijo—, y soy mensajero. —Al hablar, sus labios se abrían y cerraban viril pero tiernamente. (Kafka 394)
Artistas del hambre, guardianes sin objeto, estudiantes, actores, ayudantes… pero también mensajeros. Walter Benjamin toca solamente de pasada al personaje de Barnabás, el mensajero de K en El castillo, aquel que le trae las cartas del hermético Klamm. Dice Benjamin que las figuras de los ayudantes se parecen a los mensajeros en algunas cosas, pero no analiza estos últimos en profundidad. En cambio, Giorgio Agamben, filósofo y traductor de las obras de Benjamin al italiano, desarrolla en la actualidad parte de su propuesta ética y política en torno a la especificidad de este personaje ejemplar9. En realidad, los mensajeros se parecen a los ayudantes porque ambos se cuentan entre los salvados, ¡pero sus propuestas de salvación son tan diferentes! Barnabás no hace suya la salvación del santo ni de los héroes, pero tampoco la de un retorno a la animalidad. Por eso es aprovechable para unos estudios éticos. Los mensajeros están más cerca de K y del resto de los héroes kafkianos que ninguno de los criados; ellos son hombres salvados, gente que ha conseguido aislarse de la tragedia sin tener que renunciar, por ello, a su condición humana. De no ser por esta cercanía, no se podría explicar el fraternal aprecio con que K el agrimensor se dirige hacia Barnabás, en oposición al odio que tiene a sus dos ayudantes. Si éstos eran pequeños genios o dioses que poblaban la tierra, la descripción de este mensajero se ajusta claramente a la de un ángel. En este contexto, su ser angelical ha de interpretarse como la consumación de una posibilidad humana, y no como su superación. Es por esto que —en mi opinión— la lectura de los héroes kafkianos no ha de hacerse desde el estatus de ciudadano, como hacía Hannah Arendt, sino desde el del ángel. Sólo por el régimen de continuidad que hallamos entre lo angelical y lo humano se explica el que ninguno de los personajes humanos de Kafka sea 9
Véase su ensayo “Bartebly o de la contingencia” (Preferiría no hacerlo 115).
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totalmente despreciable, pues en ellos late también el resplandor, la humanidad y la posibilidad de ser salvados. Del mismo modo que alguno de ellos hacía el ridículo y parecía un criado infantil, en otros instantes también se acercan a un ángel. El propio Barnabás, en sus momentos de mayor preocupación, parece transformarse en humano, cuando su mirada se le nubla con la tragedia de su hermana, por el problema familiar10. Esta continuidad entre los ángeles y los humanos se debe a que en la salvación específicamente humana que presentan los mensajeros también interviene el oficio del Kafka escritor. Tiene que ver con su estilo, con una forma de narrar de la que el autor —como veremos más tarde— no puede escapar. Se trata, en resumen, de una solución comunicativa: el lenguaje es lo que une al ángel y a los hombres. Los artistas del hambre, estudiantes, ayudantes, actores, guardianes, etc., apenas hablaban. Pero todas las personas de Kafka (K, Frieda, la posadera, Amelia, el niño Hans…), en la medida en que hablan, en la medida en que han de usar el lenguaje de su autor, también participan de una sustancia angelical. 13. De la comunicabilidad «Sin duda, era sólo un mensajero, no conocía el contenido de las cartas que tenía que llevar, pero también su mirada, su sonrisa, su forma de andar parecían un mensaje, aunque tampoco supiera nada de ello» (Kafka 397). En este fragmento apreciamos la culminación que encarna Barnabás. Por eso está salvado. En él se ha alcanzado el ideal filosófico de la comunicación inmediata, la indiferencia entre forma y contenido, entre medio y fin comunicativo. En él se ha producido la simetría perfecta, el exacto solapamiento entre el ser y la comunicación, el mensaje y el mensajero, entre el ente que comunica y aquello que es comunicado. En este preciso lugar de la novela se da la convergencia entre una realidad dinámica (la del proceso comunicativo) y el ente que la lleva a cabo. En esta coordenada, ente y movimiento coinciden, junto con existencia y expresión, y por el cuerpo del mensajero no fluye sangre sino comunicación. En estos mismos términos podríamos interpretar la metáfora de Antonin Artaud, Dice Benjamin que la tragedia kafkiana se desarrolla siempre dentro de la familia (“Frank Kafka. On the Tenth Anniversary of his Death” 796-8). 10
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la del cuerpo sin órganos, sobre la que el filósofo Gilles Deleuze también trabajó. El propio Deleuze, a partir del pensamiento metafísico de los estoicos, define el acontecimiento dentro de la unidad de tiempo más pequeña que el mínimo de tiempo continuo pensable, y precisamente lo hace como aquello que consigue articular la diferencia entre las dos series del significado y del significante, de los cuerpos y las palabras (2005, 53). Así, podríamos decir que en Barnabás se ha abierto la puerta a la dimensión infinitesimal, en la que las realidades son tan reducidas que no existe un ente más allá, indistinguible de una relación causal, donde el ente existe solamente como parte de un acontecimiento comunicativo o relacional. En la esfera de los hombres, quien sólo fuese un ser humano en tanto participase de una relación, ese hombre sería, asimismo, solamente comunicación. Como le sucede al mendigo que vive siempre en la calle, Barnabás no tiene interioridad, no posee nada privado; él, por lo tanto, no aporta nada a la comunicación, no la instrumentaliza ni pone ningún obstáculo, simplemente aporta su mera potencia de expresividad. Aunque lleve cartas del castillo, éstas no agotan todo su potencial comunicativo; aunque el castillo empapelase su cuerpo entero con informes, no podría ser anulado. Porque, aparte de los comunicados del castillo, su cuerpo consiste en infinitos mensajes. ¿Qué comunican estos mensajes? Si los ayudantes de K hallaban la salvación en la realización de una actividad (la ayuda) que, a pesar de su significado corriente, no servía como medio para fin alguno y que, por eso mismo, no reportaba productividad, en el mensajero hallamos la redención en una solución similar. Giorgio Agamben lo explica alrededor de la categoría del gesto, y lo hace partiendo también de la fuente aristotélica: «Si el hacer [poesis] es un medio con vistas a un fin, y la praxis es un fin sin medios, el gesto rompe la falsa alternativa entre fines y medios que paraliza la moral y presenta unos medios que, como tales, se sustraen al ámbito de la medianidad, sin convertirse por ello en fines. […] El gesto es, en este sentido, comunicación de una comunicabilidad […], lo que muestra es el ser-en-el-lenguaje del hombre como pura medianidad» (Medios sin fin 54). Más allá de los mensajes del castillo, lo que Barnabás presenta a K son señales de una humanidad absoluta, una receptividad y apertura tan puras que K, absorbido como está por el reconocimiento de su
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oficio como agrimensor, no es capaz de ponerse a su altura. En esos momentos no es consciente (ni puede llegar a serlo) de que jamás encontrará la felicidad en nada que pueda venir del castillo, sino en Barnabás y en la pureza que sólo él puede llegar a ofrecerle. El desplazamiento respecto a Aristóteles parece claro: la felicidad, que anteriormente incidía en el ejercicio del logos, en la «actividad de la parte racional del alma», se vincula ahora a la dimensión comunicativa. A diferencia de todos los demás personajes de la novela (exceptuando a los ayudantes), el mensajero no guarda consigo ningún objetivo concreto cuando se encuentra delante de K. En esos instantes al menos, su comportamiento se guía solamente por la comunicabilidad, por la lógica interna de la relación social. Después leeremos que Barnabás también tiene su propia tragedia familiar, e incluso se aludirá a la posibilidad de que el mensajero esté sacando más provecho de la relación con el agrimensor que el propio agrimensor de Barnabás. (En efecto, parece ser que la primera carta que recibió del castillo fue la carta que entregó a K.) Pero esto no impide que entre ellos al menos pueda surgir la amistad. Al contrario, en el mundo del escritor checo la magia es más verosímil cuanto más improbable y más difícil sea. Estaríamos entonces ante un verdadero milagro. 14. Del deseo inconsciente Digámoslo en términos deleuzianos: si antiguamente los ángeles solían articular dos series de significado y significante diferentes (la esfera de Dios y la de todos los hombres), en el mundo de Kafka las dos series ya se extienden en un terreno plenamente inmanente y secular. Sin embargo, tan importante como que la igualación entre estas dos series disuelva el nivel de la trascendencia resulta que la salvación no venga unida a ninguna de ellas. Esto es así por mucho que éstas anclen en el castillo, en la ley o en cualquier otro elemento externo al componente relacional. Por eso el ángel pagano sólo puede ser el mensajero, porque el único humano que merecería la salvación en un mundo trágico sería aquel que residiese, siempre, en la pura mediación. La idealidad ha de buscarse en el acontecimiento relacional entre dos series que, al encontrarse ambas en un mundo caído, ya han perdido todo poder de salvación trascendente.
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Lo importante es el componente relacional entre los hombres: ésta es una verdad que, aunque no es ni rotunda ni evidente, parece acompañar todas las novelas de Kafka. Podríamos decir de ella que se trata del contenido latente del sueño kafkiano. En su Interpretación de los sueños, Freud escribió que toda fantasía onírica ilustraba la satisfacción de un deseo: éste podía realizarse de forma abierta (como cuando un niño sueña que se termina la tarta que su madre guardó), o de forma encubierta (cuando el sueño muestra sólo una vía para satisfacer de forma indirecta otro deseo, inconsciente, cifrado y difícil de aceptar). Siguiendo esta misma lógica, podríamos decir lo siguiente: a pesar de que el hilo argumental de El castillo o El proceso parezca residir, como sus nombres indican, en la consumación de un fin o un objetivo concreto por parte de sus protagonistas (en el caso de K, llegar a las puertas del castillo y verse reconocido en su oficio; en el de Josef K, probar su inocencia), lo cierto es que estos objetivos, estas búsquedas concretas, parecen ser sólo excusas para que la novela explore diálogos y relaciones. Éstas se hallan más presentes que la propia acción. Además, los fines obvios de los protagonistas nunca se cumplen. En las ocasiones en las que el protagonista no muere como en El proceso, su objetivo simplemente se posterga hasta la eternidad. La novela se deja incompleta y el personaje queda agotado, como ocurre con K. Parece como si la auténtica salvación de los personajes, en contra de lo que ellos piensan, no se debiese buscar en probar su inocencia o en arribar al castillo, sino en toda la serie de relaciones sociales y diálogos que éstos mantienen durante la novela. Relaciones que ellos —por supuesto— solamente valoran como medios para su fin particular, pero que, sin embargo, acaban siendo lo único que se concreta al final de la historia. En ese sentido, habría que buscar el deseo latente del sueño kafkiano en el componente de sociabilidad, cuyo ideal máximo sería la pureza comunicativa y humanitaria que encarna Barnabás. Y efectivamente, los ejemplos más cercanos al concepto de amistad los encontramos entre los dos ayudantes y entre K y su mensajero. Por el contrario, el aparente deseo que recogen los títulos de las dos novelas serían falsos objetivos, fines superficiales que quedarían subordinados al componente de sociabilidad que ya hemos identificado. Se reproduciría entonces la misma lógica que ya apreciamos al tratar el concepto de la ayuda, en la medi240
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da en que las relaciones sociales en las que participa K tendrían como fin perpetuarse, propagarse en el tiempo, pero nunca servir para consolidar un objetivo externo a sí mismas. La utopía de Marx, por cierto, residía en algo similar: en un trabajo que fuese en todo equivalente a su dimensión corporativa, comunicativa y de socialización. 15. De la tragedia y la utopía La calidad de mensajero de Barnabás no se reduce a su tarea oficial, institucional o profesional. Las fronteras entre el ámbito oficial y la esfera íntima o doméstica de las personas son difusas, pero es indudable que ambas, de algún modo u otro, están conectadas: «En ninguna parte había visto K hasta entonces lo oficial y la vida tan entrelazados como allí, tan entrelazados que a veces podía parecer que hubieran invertido sus respectivas posiciones» (Kafka 414), dice el narrador. Por eso, tal vez lo más misterioso e inquietante de esta novela resida en el núcleo de esta trabazón causal, en aquello que conecta, por un lado, el estatus profesional o institucional que Barnabás posee como mensajero del castillo, y por otro su calidad de mensajero ideal, heredero de los antiguos ángeles. En realidad, esta convergencia entre lo más oscuro y lo más luminoso (es decir, entre la esfera del poder, de las instituciones o —desde el punto de vista marxista— del capital, y la humanidad ideal) esconde la clave de la estética y el mundo de Kafka. Y a este respecto podremos hacernos las siguientes preguntas: ¿es casualidad que el castillo contrate a un ángel como mensajero? Y si no es así, ¿qué tiene que ver una cosa con la otra? ¿Qué correspondencias se dan aquí? ¿Por medio de qué lógica debemos unir la una con la otra? ¿Hubiese sido posible que el ser angelical de Barnabás se revelara de alguna otra manera, o acaso lo más puro necesita de la suciedad para emerger ante los ojos del mundo? ¿Hubiese K conocido a este ángel sin la intermediación del castillo? Kafka parece decir lo siguiente: debemos tener los ojos alerta ante la tragedia del mundo, pues en medio de ella emergerá la pureza. Una belleza descomunal y perfecta emergerá en medio del horizonte trágico, y a nuestros ojos lo hará al margen de toda fealdad, hasta el punto que parecerá que funciona por una lógica propia e independiente. Efectivamente, como hemos dicho, la fe241
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licidad y la belleza consisten en la inmunidad. Más aún, a partir de este ejemplo de belleza será posible imaginar un mundo puro, sin fealdad, será posible teorizar o conceptuar un sistema que no haga sino reproducir la lógica interna que se ha dado en ese ejemplo de belleza. Buscaremos así su proliferación cuantitativa. Y diremos, por ejemplo: la felicidad consiste en la ayuda y en la comunicabilidad. Como actividades que son, tienen una lógica autónoma. Basta con que ésta se esparza por toda la tierra para que se realice la utopía. Pensar tales cosas será la tarea de la política y de la filosofía, que por eso no dejan de ser necesarias. Pero Kafka nos recuerda que uno no debe tener demasiada confianza. Sus novelas nos advierten que esta misma inmunidad tan sólo puede acontecer en el horizonte de la tragedia, dentro de ella. A pesar de todas las apariencias, la autosuficiencia de la felicidad y de la belleza, de las actividades de los ayudantes y los mensajeros, no es tal. Tal vez sí lo sea dentro de un nivel conceptual, desde un punto de vista estrictamente filosófico. Pero, en realidad, la belleza necesita de la fealdad y la tragedia; de lo contrario un ángel no trabajaría para el poder más inhumano y oscuro. La cercanía entre ambos no es casualidad: es un hecho, aunque no tenga explicación alguna. Concluimos entonces que es imposible que exista más belleza en el mundo, en el nuestro y el de Kafka. Toda la fealdad, la desgracia, la inhumanidad y la tragedia de la aldea y del castillo en realidad están así dispuestas para que pueda existir la belleza, por pequeña que sea, por irrisoria que parezca en comparación a la fealdad. Aunque la posibilidad de una utopía completa sea imaginable, no es factible que el mundo entero se pueble de ángeles. Al contrario, Kafka nos muestra que toda la fealdad del castillo apenas alcanza para que exista un Barnabás y un par de ayudantes. 16. De los héroes kafkianos A propósito de Kafka y de su forma de escribir, Hannah Arendt nos relata la siguiente anécdota: «Una vez registró en sus diarios, con sincero asombro, que cada una de las frases, tal como las iba escribiendo por azar, era perfecta» (“Franz Kafka, revalorado” 92). Como se observa, Kafka no puede evitar ser un escritor prodigioso. Pero de la misma manera, no puede evitar que K y el resto de las personas (sus iguales) que habitan la aldea y el casti242
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llo, se contagien de esa perfección e idealidad. Que la aldea y el castillo, que los señores y los aldeanos, que los seres y las cosas que hablan y existen a través de su pluma aparezcan envueltos en el milagro de su prosa es tan inevitable como el que todas las frases de Kafka rayen la perfección. La forma lingüística, el medio de expresión del escritor checo, acaba transformando la esencia del mundo que tiene por objeto describir. A partir de aquí nos encontramos ante el hecho paradójico de que el más complejo, asfixiante y secreto de los universos imaginables está siendo descrito y elaborado con el medio más perfecto y luminoso. Esto explica que hallemos de nuevo dos caras en el mundo kafkiano. Los mismos rostros los observamos en la posibilidad de que allí donde exista la inhumanidad exista también el humor. Pues este último emerge justamente cuando se afirma el componente extraño de esta realidad, cuando éste se afirma, se describe y se narra con el lenguaje pulcro de Kafka. Igual de importante resulta destacar que el lenguaje concuerda plenamente con el ideal de la comunicabilidad. Su estilo literario tiende (como no podría ser de otra manera) hacia la adquisición de ese estatuto de perfecta medianidad que, a partir de las palabras de Agamben, identificamos con el ángel, con el mensajero, Barnabás. ¿Acaso no escribe Hannah Arendt que su lenguaje «es claro y sencillo como la lengua cotidiana, aunque exquisitamente pulcro y neutral»? ¿Acaso no dice que su prosa «no parece revestir ninguna peculiaridad», que «no tiene, por sí misma, ningún rasgo seductor ni embriagador; al contrario, está al servicio de la pura comunicación, y su única característica es que, si se analiza atentamente, se verá siempre que lo que comunica no se podría decir de manera más sencilla, más clara, más breve» (82)? En realidad, para Kafka los medios adquieren más importancia que los propios fines, cosa que vemos en todos los estratos de su literatura. Ya lo observamos al descubrir, con ayuda de Walter Benjamin, que en sus escritos la salvación viene unida a cierto tipo de personajes y actividades que, hasta el momento, habían adquirido su sentido solamente dentro de la esfera de la mediación, con vistas a satisfacer un objetivo. En Kafka, sin embargo, conectan directa y solamente con la felicidad. Lo hemos visto, también, en el hecho de que el objetivo aparente que persiguen sus héroes acaba transformándose en las relaciones sociales y diá243
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logos en los que van tomando parte. Y apreciamos también, en relación con esto último, cómo la línea argumental de los escritos —es decir, aquello que, tradicionalmente, componía el propósito del arte narrativo— acaba subordinándose al desarrollo completo del medio expresivo, es decir, a la consumación de un estilo en el que el autor persevera hasta hacer de él, también, una actividad. Como no podía ser de otra manera, los protagonistas observan entonces cómo el objetivo que llevaban consigo (alcanzar el castillo, demostrar su obediencia…) acaba postergándose de forma definitiva, eterna. A la vez, el lector se da cuenta de que pasan las hojas y que las novelas quedarán inevitablemente suspensas. Así pues, el estilo de Kafka participa del gesto del ángel. Lo siguiente que cabe decir es que, en la medida en que los personajes hacen uso de las palabras del escritor checo, ellos también participan de la personalidad de Barnabás. Esto se trasluce en el carácter de los héroes kafkianos. ¿Qué identidad podría tener quien tratase de ser pura comunicabilidad? ¿Qué carácter, de forma rigurosa, podríamos hallar en un ángel? Entregarse a la comunicabilidad, aceptar que todo lo que salga de uno vaya en favor del componente relacional, ha de implicar el abandono de cualquier objetivo concreto, meta, plan de vida, deseo o ideal que implique algo diferente a la pura labor de mediación que uno se ha comprometido a satisfacer. Y hemos visto que, a pesar de sus problemas familiares, Barnabás se comporta de esta forma delante de K. Por eso merece ser llamado ángel. En la descripción que Kafka nos hace de él, resulta evidente que tiene rasgos de hombre y de mujer, que se parece a K tanto como a sus ayudantes. Pero es importante resaltar cómo ninguno de estos rasgos predominan sobre él (ni ningún otro: su edad, su situación económica, su estatuto familiar, etc., dejan de tener importancia). Ninguno de estos rasgos sirven para forjarle un carácter definido, una identidad. Igual que los ayudantes ayudaban antes que cualquier otra cosa, y no permitían que ningún otro aspecto pudiese llegar a conformar un obstáculo para la realización de su actividad, su ser de mensajero es lo prioritario en Barnabás. En tanto la labor del ángel es comunicar, lo esencial en él no consiste en que sea hombre y también mujer, ni en participar del estatuto humano a la vez que del divino; sino antes bien, en no llegar a ser ninguno de ellos, no llegar a ser ni hombre ni mu244
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jer, ni humano ni divino, no llegar a ser nada concreto, no tener carácter ni tampoco identidad, pues ha de ser, ante todo, mensaje. Para poder comunicar, para poder llevar a cabo ese proceso dinámico y relacional, el ángel ha de desprenderse de todo rasgo estático y definitivo que pueda determinar una identidad. Así, tras ser testigo de la prodigiosa memoria de Barnabás, K le pregunta: «¿Y tus deseos? ¿No los tienes?» (Kafka 450). Ningún otro personaje, en ningún instante, vaciará lo suficiente su carácter como para satisfacer, también plenamente, el requisito de comunicabilidad. Sin embargo, es evidente que los héroes kafkianos también utilizan un lenguaje sereno, claro, evidente, y satisfarán parcialmente aquellos principios que hacen posible la comunicabilidad. Es por eso que decimos que participan de una categoría angelical, sin satisfacerla plenamente. Uno no tiene más que leer las páginas que retratan cualquiera de las conversaciones para darse cuenta de la transparencia del argumento y de la perspicacia de K. Así habla Frieda, por ejemplo, refiriéndose a K: —Ya a menudo […] desde el principio mismo, la posadera se esforzó por hacerme dudar de ti; no decía que mentías: al contrario, decía que eras infantilmente sincero, pero que tu forma de ser era tan distinta de la nuestra que, hasta cuando hablabas sinceramente, nos resultaba difícil creerte y, si algún buen amigo no nos salvaba, solo podríamos acostumbrarnos a ello por amarga experiencia. […] —No obstante, no oculta nada, —decía una y otra vez [la posadera], y añadía—: En cualquier caso, esfuérzate por escucharlo de verdad; no sólo superficialmente sino de verdad. (467-8)
Además, la falta de carácter o de personalidad —aunque parcial— será algo muy marcado en la descripción de los héroes kafkianos. Walter Benjamin dice de Karl Rossmann, protagonista de América, que era «transparente, puro; por así decirlo, sin carácter, en el mismo sentido en que Franz Rosenzweig dice en su Stern der Erlösung que en China la gente está —en lo que respecta a sus aspectos espirituales— “vaciada de un carácter individual”» (801). Hannah Arendt dirá de ellos (y es aquí cuando contradice su argumento inicial) que «lo cierto es que esos protagonistas no son en absoluto personas reales, seres humanos como los que podemos encontrar en el mundo real; a pesar de lo detallado de las 245
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descripciones, les falta precisamente esas características dispersas y únicas, esos rasgos de carácter que, en conjunto, configuran una persona de verdad» (87). La transparencia de carácter que ha de acompañar todo grado de comunicabilidad concuerda totalmente con el tipo de salvación que los hombres deberían buscar en el mundo trágico, y que los héroes kafkianos, a diferencia del ángel, sólo pueden encontrar de forma parcial. En este universo caído donde la tragedia está presente en todo punto, los protagonistas de las novelas de Kafka deberían saber que su objetivo —allí donde se encuentra su salvación— no está relacionado con ser capaces de demostrar su inocencia, como Josef K hace en El proceso, pues todo el mundo es culpable. Tampoco está relacionado con probar, como hace K, que su llegada a la aldea no fue un error, pues el error es consubstancial a este mundo. Antes bien, su salvación debería consistir en no cometer ningún error, en no cometer ninguna falta, pues sólo de esta forma podrían evitar que la gente les hiciese culpables, a ellos, de la enorme tragedia del mundo. Una culpa como esta merecería el peor de los castigos. Por otra parte, en tanto la imperfección es consubstancial al mundo, el error en el que los héroes se ven implicados no tiene, en realidad, tanta gravedad, ni merece tanto castigo. El alcalde le dice a K que su asunto es el menos importante de los que mueve el castillo. Ya dijo Hannah Arendt que, «a pesar del temor de los aldeanos, que todo el tiempo ven cernirse una catástrofe sobre el protagonista, a K en realidad no le sucede nada» (85). Y si recordamos, el propio alcalde dice que K podría quedarse en el pueblo, que el hecho de que no pudiese trabajar de agrimensor no implicaba, en modo alguno, que hubiese de haber expulsión. Lo cierto es que la perdición de los protagonistas —que es ante todo una tragedia social y comunicativa—, es decir, el contexto en que K empieza a despertar recelo y antipatía entre sus iguales, se activa solamente cuando tratan de probar su inocencia —una inocencia de la que nadie, en el mundo trágico de Kafka, ha disfrutado jamás—. Es fácil pensar que, en El proceso, Josef K no hubiese muerto si no se hubiese empeñado en combatir su culpabilidad. Visto de este modo, no es extraño que a los héroes kafkianos se les tilde continuamente de egoístas, pues aprovechan el problema que surge en torno a ellos para, además, reclamar un estatus y un trato que no le pertenece a nadie. Los héroes kafkianos deberían prescin246
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dir de cualquier objetivo, de cualquier meta; deberían abstenerse de perseguir cualquier deseo o proclamar y defender un ideal, incluso los de justicia o inocencia. Se trataría, por tanto, de cómo evitar cualquier error, de cómo no cometer el fallo que pueda justificar que a uno le acusen de la tragedia del mundo. Para responder a esta pregunta, debemos retornar al mundo clásico. ¿Acaso no apuntamos al comienzo del ensayo que la hamartía, el error que desencadenaba la tragedia, provenía del interior del personaje, y más aún, de su carácter? El héroe griego hallaba su perdición dentro de esa serie de acciones (matar, amar, luchar, engañar, viajar, etc.) que llevaba a cabo con el fin de satisfacer su concepción íntima de felicidad, su mejor posibilidad vital. Además, vimos que la hamartía emergía como el cáncer de toda praxis que viniese mediada por el carácter, en la elaboración de la felicidad. Teniendo esto en cuenta, parece razonable que algunos de los personajes que habitan el mundo de Kafka, antes de perseguir cualquier concepción de felicidad (aunque fuese su inocencia), deberían preferir entregarse a la realización de alguna actividad vacía y aislada del mundo, adecuar su felicidad a ella y contentarse con que de ésta no pudiese emerger algún error. Por eso K se opone tantas veces a la idea de emigrar, pues la felicidad, para él, no se encuentra en el viaje. «—Emigrar no puedo, —dijo K—, he venido aquí para quedarme. Y me quedaré aquí. —Y con una contradicción que no se molestó en explicar, añadió, como si ya hablara consigo mismo—: ¿Qué podría atraerme a esta tierra, salvo el deseo de quedarme?» (458). «El éxodo modifica las condiciones en las que la batalla acontece, en vez de presuponer que estas condiciones conforman un horizonte inalterable; modifica el contexto dentro del cual ha surgido un problema, en vez de encararlo al optar por una de las alternativas que se presentan» (Virno 71)11. Son palabras de Paolo Virno, un filósofo italiano cercano a Giorgio Agamben. En el mundo de Kafka, la felicidad se encuentra en el éxodo, pero no en el viaje. Como sucedía con el estudio de una ley que nunca se aplicaba, podríamos decir que en la obra de Kafka se modifica de hecho este concepto de éxodo, propio también de su tradición judía, y 11
Mi traducción al castellano desde la versión inglesa.
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se hace consistir en el esquema autosuficiente de la actividad. Ya no hay tierra prometida. También los ayudantes, los estudiantes, los artistas del hambre, Barnabás, etc., saben que aquí se encuentra la única libertad posible, como veremos. Entregarse a la ayuda, a la espera, al ayuno, a la comunicabilidad y esperar que nada pueda crear un nuevo problema. Desgraciadamente, los héroes de Kafka no son plenamente conscientes de esto, y ni siquiera llegan a disfrutar de esa inmunidad. Por un lado, son conscientes de que su conducta ha de asentarse en una actividad de la que no pueda derivarse ningún error, como el que consumía la vida de los héroes trágicos. Por eso, lo único que hacen a lo largo de la novela es hablar, hacerse entender, comunicarse. Y lo hacen de la manera más clara y sincera posible. Y reclaman lo mismo de sus interlocutores. La sinceridad y la claridad son dos cualidades que no se daban, por ejemplo, en los ambiguos discursos de los oráculos griegos, y la errada interpretación que hacía el héroe de ellos solía ser también la causa de su tragedia. Los héroes de Kafka, por el contrario, saben que no han de equivocarse. También saben que su felicidad tampoco se encuentra en matar a alguien, ni en engañar, ni en viajar de un sitio a otro: en nada que reclame un fin externo a la actividad. Desde un principio, K es plenamente consciente de que ha de hablar con el castillo: en su primera noche en el pueblo utiliza el teléfono, pero al ver que es un medio inservible, va pasando de una persona a otra. Habla con la posadera, con Frieda, con el alcalde, con el profesor, etc., y al final su único deseo consiste en ser capaz de charlar cara a cara con Klamm, aunque sea por unos segundos. Siendo así, ¿en qué se equivoca K cuando decide su estrategia? Veámoslo por medio de un ejemplo. Mientras discute con la posadera acerca de esta última posibilidad, nuestro héroe dice: «Si consigo hacerle frente, no será necesario que me hable, me bastará con ver la impresión que hacen en él mis palabras y, si no le hacen ninguna o no las escucha en absoluto, habré ganado al menos el haber hablado con libertad ante un poderoso» (410). La posadera le repite con insistencia que descarte esa idea, a lo que K responde, amenazador: «—¿Qué teme? […] ¿No temerá quizá por Klamm?» (413). No sólo la posadera, sino todos los habitantes de la aldea le asegurarán que hablar con Klamm es 248
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del todo imposible. Y en efecto, la novela acabará sin que este encuentro se haya producido. En estas dos intervenciones de K encontramos dibujado su error principal. La indefinición general que predomina sobre su carácter tan sólo se pone en suspenso para mostrar una esperanza infantil o una excesiva combatividad; estos son los dos polos de su personalidad, las dos cosas que le diferencian de un ángel. Por un lado, vemos que es capaz de pensar que entre Klamm y él mismo se dará un nuevo ejemplo de comunicación perfecta, como ya le sucediera con Barnabás. No hemos de olvidar que éste es el mensajero de Klamm, lo cual confirma la opinión de que K ha proyectado la salvación en la persona equivocada. La salvación, como siempre, no se encuentra tanto en el fin sino en el medio, no tanto en el poderoso como en su mensajero. (Hemos de conformarnos siempre con permanecer en el umbral, parece decirnos Kafka. Ni dentro ni fuera, pues la entrada es también un obstáculo eterno. Simplemente, debemos hallar la forma de ocupar nuestra vida en el umbral…) Pero, por otro lado, K pasa de esta esperanza inmadura a la beligerancia más extrema, cuando alude a la posibilidad de que la aldea deba temer por Klamm. Entonces imagina una guerra extraña. No se da cuenta de que el mundo del castillo dejó de ser hace tiempo un campo de batalla en el que uno pueda encontrar la victoria. La salvación se encuentra en la inmunidad: hallar satisfacción en una actividad improductiva, en algo cuya lógica sólo dependa de la propia voluntad. Debería transformar el lenguaje en un fin en sí mismo. Es curioso observar cómo, a pesar de que K haya hecho del medio lingüístico su herramienta principal, ninguna de las visiones acerca de la entrevista con Klamm implica un uso normal del lenguaje; la una alude a un silencio mágico, la otra a la violencia casi corporal. 17. De la libertad Cuando K todavía no sabe que ha llegado al mundo caído, en las primeras páginas de la novela, el posadero de la aldea le pregunta si él y sus ayudantes vivirán en el castillo. El posadero es un hombre ingenuo que, curiosamente, parece haber hallado la salvación en un matrimonio sin amor, sin alegría, sin hijos… y en el que, por lo tanto, también encontramos el esquema de una actividad sin objetivo que parece liberarnos del sentido y las de249
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mandas del mundo. Su interrogación nos hace pensar, un tanto engañados, que no sabe cómo funcionan las cosas del castillo. Por su parte, K es un recién llegado y tampoco sospecha nada, así que todavía contesta con ingenuidad: «—Eso no es seguro aún, —dijo K—; primero tengo que saber qué clase de trabajo me reservan. Si, por ejemplo, tuviera que trabajar aquí abajo, sería también más razonable vivir aquí. Además, me temo que la vida en el castillo no me gustaría. Quiero sentirme libre siempre» (386). Si K se hubiese mantenido fiel a esta primera intuición de libertad, hubiese permanecido, a su vez, ajeno al castillo en todo momento, y no habría confundido esta esfera de poder con su libertad. Si, como parece, el objetivo de K nada más llegar a la aldea era que su vida desplegase una estructura de libertad, entonces se debería haber desenvuelto en la esfera de los medios, no haberse perdido en otros objetivos, en otros fines vinculados siempre con la terrible y compleja estructura del castillo. La única manifestación autosuficiente de libertad es la que se limita a la posibilidad, a una posibilidad que siempre estará abierta, a la mera pretensión de poder ayudar, de poder estudiar, de poder comunicarse, de seguir haciéndolo, sin esperar un fin o un estado de cosas concreto. No sucede esto con los héroes trágicos. La hamartía, en este sentido, podría interpretarse como aquella acción que, guiada por un fin externo (por una felicidad muy específica, un estado de cosas que se debía actualizar), hace que una estructura abierta de libertad se contraiga de forma abrupta y violenta, llevando al héroe a la perdición. El yerro consiste en llevar a cabo una acción cuyo fin no sea el mantenimiento de la libertad. Para el héroe clásico la felicidad no consistía en asegurar una estructura de libertad, sino en agotarla en la realización de una posibilidad específica. La situación de K es diferente: en la medida en que su conducta participe de la comunicabilidad, el protagonista de Kafka seguirá teniendo abierto su espectro de posibilidad. En tanto busque un objetivo concreto, sin embargo, no hallará felicidad en esta libertad. Por un lado, K siempre puede seguir hablando, pues nunca deja de entrevistarse con nuevas personas. K no deja de estar suspenso en un limbo relacional, pero así consigue que la muerte no se cierna sobre él. Al contrario de lo que podría parecer, la continua postergación que encontramos en las novelas de Kafka 250
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emerge aquí como elemento positivo del argumento, como el resultado de la parte angelical y más humana del personaje: de la comunicabilidad. Ésta hace que su historia se postergue, que no se resuelva, que K aún pueda vivir. Esto no ha de sorprendernos: en los regímenes dictatoriales que emergieron en Europa poco después de que Kafka muriera, los procesos inquisitoriales se solucionaban mucho más rápido; los juicios no duraban la vida entera, sino que eran sumarísimos. La muerte venía fulminante. Si bien es cierto que Josef K, el protagonista de El proceso, era asesinado en la novela, no creo que esta sea una solución necesaria, estructural, de la lógica kafkiana, caracterizada como está por el desplazamiento eterno. Hannah Arendt describe cuál iba a ser el final previsto para El castillo, que el autor no llegó a actualizar: «preveía su muerte por agotamiento, es decir, una muerte por completo natural» (86). Lo mismo le sucedía al campesino ante las puertas de la ley: moría viejo y de cansancio. La muerte no sería un castigo. Esta vida en el limbo es un proceso que coincide con la vida entera. Se trata de una vida en continua actividad. Referencias bibliográficas Agamben, Giorgio. Medios sin fin. Notas sobre la política. Trad. Antonio Gimeno Cuspinera. Valencia: Pre-textos, 2001. ---. “Bartebly o de la contingencia”. Agamben, G., G. Deleuze, y J. L. Pardo. Preferiría no hacerlo. Trad. J. L. Pardo. Valencia: Pre-textos, 2000. Arendt, Hannah. “Franz Kafka, revalorado” (estudio preliminar). Obras completas. Trad. Miguel Sáenz. Vol 1. Barcelona: Editorial Aguilar, 2004. ---. La condición humana. Barcelona: Paidós, 2005. Benjamin, Walter. “Frank Kafka. On the Tenth Anniversary of his Death”. Selected Writings. Volume. 2, part 2, 1931-1934. Eds. W. Benjamin y M. Jennings, H. Eiland, G. Smith. Ciudad: The Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge, 2005. ---. “Paris. Capital del siglo XIX”. Selected Writings. Volume 3, 1935-1938. Eds. W. Benjamin y M. Jennings, H. Eiland, G. Smith. Ciudad: The Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge, 2002. Bloom, Harold. Cómo leer y por qué. Trad. Marcelo Cohen. Barcelona: Anagrama, 2002. 251
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Conill, J., y J. Montoya. Aristóteles: sabiduría y felicidad. Madrid: Ediciones Pedagógicas, 1994. Deleuze, G. Lógica de sentido. Trad. Miguel Morey. Barcelona: Paidós, 2005. González, J. M. La máquina burocrática, Afinidades electivas entre Max Weber y Kafka. Madrid: Visor, 1989. Kafka, Franz. Obras completas. Vol. I. Barcelona: Editorial Aguilar, 2004. Rorty, A.O. Essays on Aristotle’s Poetics. Ciudad: Princeton University Press, 1992. Sherman, N. “Hamartia and Virtue”. Essays on Aristotle’s Poetics. Ed. A.O. Rorty. Ciudad: Princeton University Press, 1992. Virno, P. A Grammar of the Multitude. Semiotext(e). Los Angeles: editorial, 2004.
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TRES ENTRADAS EN LO TRÁGICO CONTEMPORÁNEO Y UN POCO MÁS… [DE KIERKEGAARD, SCHOPENHAUER Y NIETZSCHE A UNA TRAGEDIA DE LOS IMPOSIBLES] Jean-Frédéric Chevallier
Cuando se evoca lo trágico, se piensa siempre en la tragedia,
y más específicamente en la tragedia ateniense del quinto siglo antes de Cristo. Si, como apunta Bataille, “la experiencia es el cuestionamiento, con fiebre y angustia, de lo que un hombre sabe del hecho de ser” (16), la tragedia griega se vuelve el espacio privilegiado para vivir esta experiencia. La fábula trágica es siempre fábula ontológica porque, siempre, implica al hombre. El performance trágico es un ejercicio de simulación y de estimulación para asir un inaprensible, el de todo ser humano. Pensar lo trágico conduce a buscar interrogar este ser/estar-aquí en aquello debajo que emerge a la superficie. La nervura ontológica de la tragedia griega es la conjunción hombre/dios. La tragedia es, poca o mucha, el modo laico de tratar de esta conjunción. Sin embargo la conjunción no es el tema de la tragedia; es la condición de posibilidad de lo trágico. Como lo anotan Jean-Pierre Vernant y Pierre Vidal-Naquet, el tema de la tragedia griega no es la fusión dionisiaca —excepto tal vez en las Bacantes1—. No es, como lo cree Platón en el Cratilo, debido a la imposibilidad de un lazo entre los hombres y los dioses que se plantea la pregunta trágica2. Al contrario, para que la problemática trágica en“El dominio propio de la tragedia se sitúa en esta zona fronteriza donde los actos humanos vienen a articularse con las potencias divinas, donde revelan su verdadero sentido, ignorado de aquellos mismos que han tomado de ello la iniciativa y llevan la responsabilidad, al insertarse en un orden que sobrepasa al hombre y le escapa.” (Vernant y Vidal-Naquet 16). 2 Para Platón, “trágico” es la palabra que caracteriza todas las cosas de aquí 1
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cuentre cómo desarrollarse, este lazo tiene que estar establecido de antemano. No es la posibilidad de la conjunción lo que está en cuestión en la tragedia, sino las posibilidades de juego que ofrece, para el hombre, esta conjunción. “La relación es, si ella es, sólo lo que deshace en su principio —y sobre su cerca o sobre su límite— la autarquía de la inmanencia absoluta” (19), escribe Jean-Luc Nancy. La relación hombres/dioses funciona de la misma manera en la tragedia: es la puesta en crisis por los segundos (los dioses) de los límites de los primeros (los hombres). Hace falta siempre, para que haya trágico, que la autarquía de la inmanencia absoluta sea desechada. Pero el movimiento trágico no se constituye al desechar la inmanencia: es cuando esto se logra, que un movimiento trágico puede, tal vez, aparecer. Si la continuidad ontológica es la condición estrictamente máxima de aparición del fenómeno trágico, la aporía es el criterio estrictamente mínimo. Porque, si hiciera falta buscar el más grande denominador común a todas las situaciones trágicas, no tendríamos que hablar de conflicto, ni de oposición, sino de callejón sin salida: el nudo de la fábula ontológica, el centro desde el cual se organiza su nervadura, lleva siempre en su forma la evidencia de una impracticabilidad (algo no se logra practicar). Nunca hay realmente una solución en la tragedia griega (la huida en el bosque de un Edipo cegado o la muerte de Antígona no son soluciones), porque, justamente, la fábula trágica no lleva una solución; es una “una meditación sobre las aporías de un mundo donde la historia se agita de manera convulsiva” (Loraux 27). La impracticabilidad concierne a la cuestión del ser (algo del ser no se logra practicar). Es por eso que se puede calificar el callejón sin salida de aporía. Pero, como ya lo dijimos, no es la conjunción hombres/dioses lo que está en cuestión. Porque la aporía es siempre antropocentrada. Es la presencia de la junción en el seno del hombre que pone en crisis al hombre mismo. Hay aporía en este sentido también: hay desbordamiento. El hombre está intimado a ser en exceso con relación a él mismo, y esta intimación, o es insoportable para él (no la puede cargar), o le parece insuperable (no puede ir más allá de ella). ¿Soporta Filoctetes ser a la vez el abajo. “Lo que hay de verdadero es libre y divino y habita arriba con los dioses; pero lo falso reside abajo con la muchedumbre de los hombres y es rudo y trágico.”(Cratilo 408 a).
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salvador y la víctima de la guerra de Troya? ¿Logra Edipo ser a la vez el investigador del crimen y el culpable? Así, la manifestación de lo trágico sería doble: a la vez encerramiento y desbordamiento, a la vez callejón sin salida y desmesura. Es que la aporía trágica es de segundo grado: es la sobre posición de la evidencia del callejón sin salida y la evidencia de la necesidad de su trasgresión. Hay, puesta como condición para la duración de la aporía, la obligación de su desaparición, no por retiro sino por cumplimiento. Es el hybris, la desmesura de las tragedias griegas. La aporía da una medida al hombre, medida que tiene poder mientras obliga al hombre, lo fuerza casi, a la desmesura. La aporía es el hybris entendido y activado en el callejón sin salida. La Antígona de Sófocles es culpable no tanto de haber escogido entre dos leyes (la de la Ciudad o la de los Dioses) sino más bien de no haber podido poner en obra las dos leyes juntas: la de la Ciudad y la de los Dioses. Si respeta una y cumple con ella, trasgrede la otra —y la trasgresión equivale también a reconocer la ley escarnecida—. La aporía trágica es exactamente la pregunta de Hamlet, “¿ser o no ser?”, considerando la “o” como una conjunción no exclusiva que implica un “a la vez”: “ser y no ser…”, tal es la pregunta trágica. Y se puede partir de estas premisas (continuidad ontológica, aporía del ser por conjunción, necesidad del desbordamiento) para caracterizar lo que sería un trágico contemporáneo. Sin embargo, hoy en día, ¿sólo existe un tipo de manifestación del fenómeno? ¿En qué medida –para tomar en cuenta la diversidad que compone nuestro mundo– no será más estratégico enfocar diferentes tendencias trágicas? Aquí, los respectivos análisis de tres filósofos que, en las orillas del siglo veinte, se detuvieron a pensar lo trágico (Kierkegaard, Schopenhauer y Nietzsche3) ayudan a enfocar de manera diferenciada las manifestaciones actuales del fenómeno. 3 Cinco razones explican esta elección. La primera: los análisis de Kierkegaard, Schopenhauer y Nietzsche sobre el lugar y las posibilidades praxísticas del ser humano en el mundo han acompañado a numerosos pensadores, artistas y dramaturgos a lo largo del siglo XX. La segunda: Kierkegaard, Schopenhauer y Nietzsche nunca cesaron, en sus brusquedades respectivas, de volver a lo trágico y la tragedia, y lo que dicen de ambos constituye un punto de partida riguroso para una definición del trágico en el siglo XX. La tercera: estos tres filósofos
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Kierkegaard [la angustia] Para acercarse a lo trágico, hace falta, dice Kierkegaard, situarse del lado de la estética. Lo trágico pertenece a la esfera estética. La razón de eso es que sólo la falta estética es trágica; el pecado es religioso y el mal es ético. Lo que distingue lo trágico de antes de lo trágico de ahora es la naturaleza de lo que Aristóteles llamaba el hamartia, la falta, la culpa, la equivocación. En la tragedia griega, hay “un más que no quiere fundirse en la individualidad”; en el mundo antiguo, la subjetividad no está “reflexionada” (Kierkegaard, “Le reflet” 112). Al contrario, hoy, “el héroe trágico es subjetivamente reflejado sobre sí mismo, y esta reflexión no sólo lo ha empujado fuera de todo contacto directo con el Estado, la familia y el destino, sino muchas veces hasta fuera de su propia vida interior”(“Le reflet” 112). El límite de la falta antigua era religioso, el límite de la falta moderna es ético. La hipótesis inicial de Kierkegaard es que hay una falta, cometida por un individuo, y que esta falta, para ser trágica, no debe de ser demasiado —ni demasiado poco— atribuible a la única responsabilidad del individuo. Hace falta un justo equilibrio entre la responsabilidad del que actúa, y las determinaciones sustanciales que lo han empujado a actuar. Es trágico el individuo que “acepta ser sólo relativo” (“Le reflet” 113), relativamente libre y relativamente determinado. Y, aceptar tal relación con el mundo conduce a la felicidad. Porque, prosigue Kierkegaard, “el trágico contiene en sí una dulzura infinita, es un amor maternal que apacigua al inquieto.” La cosa puede sorprender: sólo está apaciguado el esteta que se sabe a la vez inocente y culpable, encargado (estéticamente) del mundo e impotente para cumplir (estéticamente) con este cargo... La falta trágica consiste para el esteta en cumplir con su devenir de esteta; y la conciencia de que este cumplimiento nada más es un inacabado, produce el tienen en común la preocupación de pensar una radicalidad de lo trágico y de pensar esta radicalidad en contra de la filosofía de Hegel (para quien el cómico es un más allá de lo trágico); en ese sentido, los tres filósofos ayudan a pensar la modernidad de lo trágico, su contemporaneidad. La cuarta razón: Kierkegaard, Schopenhauer y Nietzsche reflexionan sobre la naturaleza del sentimiento producido por el fenómeno trágico; y este enfoque permite incluir al espectador en el análisis. Quinta razón: Kierkegaard, Schopenhauer y Nietzsche preparan el paso de la modernidad a la posmodernidad.
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sentimiento trágico. “La falta trágica es más que la falta solamente subjetiva, es falta original” (“Le reflet” 117). Aquí, es necesario entender por falta un mal actuar. Cometer una falta trágica es actuar mal frente a la llamada a ser que anima la esfera estética —es lo que hace de la falta, también, una falta original—. “La falta original lleva en ella esta contradicción de ser falta al mismo tiempo que no lo es. El lazo por medio del cual el individuo se vuelve culpable es justamente la piedad, pero la falta que así provoca tiene pues todo el carácter de estética anfibológica” (“Le reflet” 117). “Piedad”, porque es por fidelidad que el esteta cumple con la estética y entonces, comete la falta. La estética es “anfibológica” por razón de que su cumplimiento es ambivalente: este cumplimiento es también, pero en otro sentido (trágico éste), incumplimiento. Es sólo al entrar verdaderamente en la kinesia, “el estado de alma” del trágico, que se percibe la ambigüedad de la falta trágica. Al término aristotélico de “piedad”, Kierkegaard prefiere el término de “conmiseración”. La “conmiseración” tiene que ver con “el estado del alma que constituye la impresión definitiva”, mientras el temor concierne sólo al “estado del alma que acompaña el episodio”. Kierkegaard deja entonces por un lado el temor, para enfocarse en el estudio del estado más interesante, la conmiseración. Sólo la conmiseración corresponde a la falta trágica: Dejo partirse en dos la “miseria” que se encuentra en la palabra “conmiseración”, y añado a cada una de estas partes la simpatía que se encuentra en la palabra “con”, pero no para expresar algún rasgo del estado del alma del espectador que pudiera hacer creer en su carácter arbitrario, sino más bien para expresar al mismo tiempo la diversidad de su estado de alma, y la de la falta trágica. En la tragedia de antes la pena es más profunda y el dolor menor; en la tragedia moderna el dolor es más grande, la pena menor. La pena, más que el dolor, contiene siempre en ella algo de sustancial. El dolor siempre hace pensar en una reflexión sobre el sufrimiento que la pena no conoce. Más sobresale la representación de la falta, más grande es el dolor, menos profunda es la pena. (“Le reflet” 115)
La pena es más profunda si se mantiene fuerte la ambigüedad estética de la falta trágica. El dolor es más grande cuando el individuo sufre a causa de toda su falta. Sin embargo, una tragedia 257
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que sería puro sufrimiento perdería todo interés trágico: si no queda nada de las determinaciones sustanciales, entonces el individuo está abandonado a su propia suerte, se vuelve su propio creador; su falta ya no posee ninguna ambigüedad, es toda entera del individuo. El dolor puede estar exacerbado, pero desaparece la pena, y con la pena, lo trágico y el carácter trágico del dolor: la falta ya no tiene nada estético, se vuelve ética. Para que el dolor siga siendo trágico hace falta que participe de la pena, es decir, de un movimiento contrario al del dolor. Por una parte, la pena es más sustancial y el dolor más reflexivo. Por otra, más reflexiva es la falta, más grande es el dolor. Pero, para que este dolor sea trágico, hace falta en él “un elemento de inocencia”. Más grande es la inocencia, más fuerte es la pena. Pero esta pena es trágica sólo bajo la condición de que subsista en ella un elemento de falta, esta vez no reflexionado. Todo es cuestión de equilibrio, “cualquier amplificación desplaza la pregunta a otro terreno”, religioso o ético. “La noción de falta original es una definición sustancial, y lo que se encuentra como sustancial en ella hace justamente la pena más profunda” (“Le reflet” 117). La pena es trágica si sentimos, mucho, la inocencia del individuo, y si nos representamos, un poco, la potencia de la falta original. El dolor es trágico si nos representamos, mucho, la falta del individuo, y si comprobamos, un poco, la inocencia original. Entonces, y sólo entonces, “la conmiseración es la verdadera expresión de lo trágico” (“Le reflet” 116). Imaginemos ahora una Antígona moderna que cumpla con todas estas condiciones, o más bien, dejemos a Kierkegaard ayudarnos a imaginarla: En su calidad de mujer tendrá bastante sustancialidad para que la pena pueda manifestarse, y como forma parte de un mundo apto para reflexionar tendrá ella misma lo suficiente de reflexión para estar sometida al dolor. Para que la pena pueda intervenir es necesario que la falta trágica oscile entre la culpabilidad y la inocencia, y si la falta entra en la concepción de Antígona, debe ser siempre por una función de la sustancialidad. Pero, dado que la falta trágica debe de poseer el carácter indeterminado que permite a la pena intervenir, la reflexión no debe ejercerse en su infinidad; porque entonces reflexionaría Antígona fuera de su falta; la reflexión, en su subjetividad infinita, no puede dejar subsistir 258
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este elemento del pecado original que causa la pena. Pero, por otra parte, la reflexión una vez despertada no sacará a Antígona fuera de su pena sino que la dejara adentro, transformando a cada instante la pena en dolor. (“Le reflet” 120)
La falta es primero sustancial, es primero falta original, y eso en la pena. Por medio de la reflexión, se vuelve falta individual, en el dolor. En la pena, la falta guarda un carácter indeterminado. Al entrar en el dolor, la falta entra en la concepción de Antígona. Pero tan sólo relativamente. La reflexión de Antígona no puede ser infinita, pues evacuaría el elemento de oscuridad del dolor: el elemento del pecado original que causa la pena. Porque, el elemento del pecado original es también el elemento que, por inversión, le conserva al dolor su dimensión trágica: la inocencia original. Y, si la reflexión, una vez despertada, no saca a Antígona de su pena, sino que la deja adentro, transformando para la heroína y a cada instante, la pena en dolor, es porque el dolor pertenece a la pena. La pena es primera, el dolor segundo. El dolor viene de la pena. Esta “reflexión despertada” pertenece a un género peculiar; es reflexión de la angustia, de la angustia que, descubriendo la pena, crea el dolor. Seguimos nuestra Antígona: En su tierna juventud, antes de estar completamente desarrollada, oscuras sospechas acerca del terrible secreto [el secreto de Edipo] atraparon por momentos su alma, hasta que, de repente, la certeza la empujó a los brazos de la angustia. Aquí tengo de manera inmediata una definición del trágico moderno. Porque la angustia es una reflexión y se distingue entonces de forma esencial de la pena. La angustia es el sentido por medio del cual el ser se apropia de la pena y la asimila. La angustia es la fuerza de movimiento por medio de la cual la pena se hunde en el corazón. Pero el movimiento no es rápido como el de una flecha, es sucesivo. No existe para siempre, está en perpetuo devenir. De igual forma que una mirada pasionalmente erótica ansía a su objeto, así la angustia mira a la pena con el fin de ansiarla. De igual manera que una mirada de amor inflexible se ocupa del objeto amado, así la angustia se desgasta frente a la pena. Pero la angustia tiene en ella un elemento extra que hace que ella se ate aún con más fuerza a su objeto, porque al mismo tiempo que lo ama, lo teme. La angustia tiene una doble función: por una parte es el movimiento que anda a tientas y descubre la pena. Por otra parte, crea repentinamente, pero de tal manera que el momento [de creación] se 259
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disuelva en una sucesión de instantes. (“Le reflet” 120-121) [El subrayado es mío]
El problema que plantea Kierkegaard es el siguiente: mientras hoy predomina la reflexión, ¿cómo sentir la pena, sobre todo sustancial? Si, para entrar en lo trágico, sólo podemos primero reflexionar, ¿existe una manera de reflexionar que sirva para entrar en la pena? Si Kierkegaard escribe que “la angustia es una verdadera definición trágica”, no entiende por eso una definición de lo trágico, sino que el movimiento que anima a la angustia es un movimiento trágico: es el movimiento que reflexiona la pena al mismo tiempo que respeta su naturaleza sustancial. La angustia es lo que permite a lo trágico aparecer en un mundo regido por la reflexión. La reflexión que induce la angustia es la sola reflexión que permite tomar la pena sin disolverla en lo religioso, y tomar el dolor sin disolverlo en lo ético. La angustia es siempre angustia por algo, es por esta razón que es una “definición de reflexión”. “Siempre se dice: angustiarse por algo, de tal forma que separo la angustia del por qué siento angustia”. La angustia es reflexiva también porque es angustia por el pasado o el futuro, nunca por el presente. El descubrimiento del terrible secreto de Edipo hace caer a Antígona en la angustia. Este secreto revela la posibilidad de la falta, la certeza de que la falta es posible porque ya se cometió, originalmente, con Edipo. El estado de inocencia cesa cuando se sabe que existe un mal actuar. Entonces, la Antígona esteta, la Antígona moderna, como todo sujeto libre, se encuentra frente a su propia libertad: tiene la posibilidad de actuar, de decidir a pesar de todas las determinaciones sensibles e intelectuales; es el libre albedrío. Pero la libertad le aparece en su opacidad: anticipando su acto, posee una relación subjetiva con la posibilidad de mal actuar, como si su inocencia ya estuviera perdida antes de serlo efectivamente. La perspectiva de la culpabilidad induce en ella el vértigo de la libertad. Cae por el temor de caer. Nace en ella la angustia —y no el miedo— frente a la falta. El momento en el que la angustia crea la pena se disuelve enseguida en una sucesión de instantes. Ahora bien, el instante regula la existencia estética… 260
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La angustia descubre la pena, es decir designa, debajo de la inocencia individual, la falta original. Da consistencia a la falta en la medida en que es ante todo angustia frente a la angustia. La angustia y el objeto de la angustia son, en un primer tiempo, imaginarios. Ahora bien, la angustia frente a la falta (el mal actuar del esteta) se vuelve, ella misma, falta. A partir del momento en que el sentimiento de culpabilidad alcanza este grado de realidad, la angustia frente a la falta ya no es angustia frente al imaginario. La angustia se vuelve real. Y la posibilidad de participar del terrible secreto se vuelve real también. El dolor nace de este descubrimiento. Al descubrir la posibilidad de la falta original, la posibilidad de la falta individual se descubre a su vez. La angustia reactiva lo trágico porque alcanza, en la pena, la falta original, la actualiza, y, al actualizarla, hace posible la falta individual. Al origen de este movimiento está entonces el secreto. Queda por saber si tal secreto designa metafóricamente la posibilidad de una falta original o si es determinante como secreto. O lo uno… o lo otro… es publicado por Víctor Eremita, y la primera parte, la que contiene El reflejo de lo trágico antiguo en lo trágico moderno, agrupa “los papeles de A”. El seudónimo de Kierkegaard es aquí “A”. Y la descripción que hace A de Antígona no funciona sin recordar la juventud de Kierkegaard. Es él quien aparece debajo de la doble máscara: A, Antígona. La historia es conocida: el padre de Kierkegaard violó a una sirvienta, o maldijo a Dios. Tal vez ambas cosas. Cuál sea la verdad, esto constituye para el hijo Kierkegaard “la astilla en la carne”. Este terrible secreto juega, en la vida del filósofo, el mismo papel que el asesinato y el incesto de Edipo en la tragedia de Antígona. Lo que provoca la angustia e introduce al trágico es la revelación de una falta cometida por el padre… Ahora bien, para que aparezca la angustia en la esfera estética no ha sido necesario introducir con ella el secreto. O si no, habría que decir, de manera más general, que este secreto consiste en el descubrimiento por el esteta de los límites inherentes a la esfera estética. La falta original del esteta consiste en no ser más que esteta. La falta personal del esteta consiste en querer ser más que esteta —ético o religioso—. La estética mediocre se caracteriza por la búsqueda, de vez en cuando, de un placer sin peligro. La estética cumplida se caracte261
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riza por la búsqueda de gozos siempre nuevos en el Instante (el instante está apuntado aquí como absoluto). La estética límite se caracteriza por la toma de conciencia de que la búsqueda del infinito en lo finito aporta siempre lo mismo, y por ende, conduce a una perdida de interés por la existencia en el instante (pensemos en Don Juan). La angustia se caracteriza por la confrontación entre la acción libre y el sentimiento del mal actuar, y por la cuestión del salto existencial en lo ético o en lo religioso. En la medida en que la angustia es el cumplimiento de la estética, el “secreto” se descubre por sí solo: se entiende por qué existe un devenir-trágico de la esfera estética, y se entiende también por qué es posible decir: “es cuando el esteta posee lo trágico que está feliz”, porque entonces cumple con el todo de la estética. En suma, la noción de secreto no parece ser determinante. Lo que es determinante es la falta. El trágico resulta de la cohabitación, en el mismo hombre esteta, de la falta y de la inocencia. Más que el secreto, lo que conduce a la angustia, es la posibilidad de la falta. Uno se queda en la angustia mientras no efectúa el salto hacia lo ético o lo religioso, es decir, mientras no actúa hacia el exterior. Kierkegaard observa que la vida de su Antígona esteta no se “desarrolla como la de la Antígona griega, no está desplegada hacia el exterior sino adentro, el escenario no es exterior sino interior, es un escenario espiritual” (“Le reflet” 123). El drama trágico moderno es interior: cuando Antígona “se vuelve en su misterio siempre más visible” (“Le reflet” 119), se debe al trabajo de su angustia; y el terreno de ésta, es la interioridad de Antígona. La angustia es el movimiento trágico que socava la interioridad de Antígona. “La angustia es la fuerza de movimiento por medio de la cual la pena se hunde en el corazón” (Kierkegaard, La reprise 73) y, al hundirse, hace nacer el dolor. El movimiento de la angustia participa de una repetición. De eso no cabe duda. Pero esta repetición es estética, lo que significa, para Kierkegaard, que no es un retomar sino un recordar –casi un volver a recordar–. No se efectúa con la modalidad de un hacia adelante sino con la modalidad de un hacia atrás. Antígona es toda angustia, le falta la ironía. Con la “elasticidad” de la ironía podría salir del volver a recordar. Pero aquí, dado que Antígona no ha alcanzado la etapa irónica, se mantiene en la angustia o sea al final del movimiento, en vez de situarse a su comienzo. Repite el 262
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movimiento no desde su origen sino desde su resultado. Vive en el volver a recordar el “terrible secreto”. Lo que hace nacer su angustia no es la inocencia presente sino la posibilidad futura de la falta. Antígona, a quien le falta la ironía, no entra en lo religioso. Ni siquiera lo apunta. No puede participar del retomar definido como repetición hacia delante (lo que quiso Dios). Kierkegaard define la ironía como el acto del espíritu que neutraliza. El ironista neutraliza la estética, pero también la ética o lo religioso. El ironista presiente otra posibilidad de existencia, pero todavía no ha decidido decidirse. Percibe la contradicción entre el desmoronamiento de su existencia exterior y la llamada (ética o religiosa) a existir interiormente pero no está dispuesto a saltar. Se encuentra en una situación intermediaria donde la toma de conciencia se queda en el puro intelecto, sin cambiar en el plano existencial. Se modifica el saber, no el actuar. La ironía desvía del mundo finito y deja entrever el infinito. Introduce una ruptura en el curso de la existencia; pone al individuo frente a una alternativa: o quedarse en la desilusión y el sentimiento de vanidad de la existencia –la angustia entonces– o efectuar el salto escogiendo lo ético o lo religioso. Es que la ironía se presenta como el proceso-relevo que sucede a la angustia. El ironista sale de su compromiso estético –compromiso del cual la angustia era el desembocamiento–. Esta actitud supone neutralizar el Instante. Hay que situarse por encima de la sucesión de los instantes para ver su irónica sucesión. El ironista neutraliza, no sólo lo ético o lo religioso, sino también lo estético: es el valor de lo sensible en general lo que pone a discusión. En este sentido, el ironista suspende lo sensible, lo echa afuera de la conciencia y se pretende pura intelección. Por exceso de reflexión, el ironista reniega su vida de esteta… Pero la Antígona esteta no llega a este punto. No reniega su vida de esteta, vive de forma repetitiva la contradicción de esta vida —contradicción que además acepta—. Se niega a neutralizar el Instante, y lo sensible en el Instante. Al contrario, no se distancia de la sucesión de instantes sensibles de angustia (descubrimiento de la falta original bajo la pena, reflexión de la falta individual en el dolor, sustancialidad de la inocencia original en el dolor y sustancialidad de su inocencia propia en la pena). Su drama es interior (insularizado en ella), y haría falta que Antígona se ubicara 263
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afuera de sí misma para neutralizarlo de manera irónica. Quedándose adentro de sí misma, da a la angustia los recursos para auto-mantenerse. En la psique de la heroína trágica, la angustia, movimiento de una repetición hacia atrás, el volver a recordar es el fin de todo movimiento. La angustia es el movimiento trágico y el término de este movimiento, su horizonte y su devenir. La situación trágica consiste en un encerramiento, pero el encerramiento es trágico siempre y cuando el individuo mismo se lo repita. Si Kierkegaard no deja de decir que el exceso de reflexión mata a lo trágico, es que, justamente, la reflexión conduce al esteta a la ironía, y entonces el recuerdo se modifica y la angustia desaparece. Lo trágico de la angustia es lo trágico de la repetición hacia atrás (un reiterado retorno sobre sí mismo), es lo trágico del esteta que alcanza los límites de la estética sin poder participar todavía de la ironía. Lo trágico es el cumplimiento de la estética pero no su rebasamiento; es, estrictamente, una aporía del yo. Schopenhauer [el disgusto o la negación del querer-vivir] Para el autor de El mundo como voluntad y como representación ya no es más, como lo era para Kierkegaard, la sola esfera estética, sino la vida entera la que, entendida como un teatro, es trágica. Más todavía: la existencia no es, a diferencia del teatro, la ilusión de nada. Y es esta nada lo que importa alcanzar, siempre y cuando queramos escaparnos del sufrimiento —es decir, siempre y cuando ya no queramos la vida—. Lo asombroso de la vida es su ausencia total de finalidad, y, por vía de consecuencia, su ausencia de causalidad. La intuición fundamental de Schopenhauer reside en este punto: es imposible para el hombre pensar realmente la necesidad. Siempre se confundió, bajo la categoría del principio de razón (el principio que explica por qué tal cosa es lo que es), operaciones intelectuales muy diferentes según el dominio al cual se aplicaban. Para remediar eso, Schopenhauer propone distinguir entre cuatro dominios de aplicación del principio de razón o cuatro formas de necesidad: una necesidad física (causa y fin), una necesidad lógica, una necesidad matemática, y una necesidad moral (fuerza o voluntad). Y, si incluso la filosofía no logra pensar adecuadamente la necesidad, es que los filósofos, para explicar el mundo 264
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(la causalidad del mundo), confunden estas cuatro formas diferentes de necesidad. El error más corriente consiste en hacer pasar la necesidad física bajo la necesidad moral, o sea bajo la fuerza. La idea de causalidad hace creer en una necesidad de la voluntad mientras que, porque la idea de volición es una ilusión, el querer no es la expresión de una causa —por lo menos, y es lo más importante, no de una causa primera—. Tenemos demasiados ejemplos donde las palabras causa y razón están confundidas y empleadas de manera indistinta, o también donde se habla en general de una razón y de lo que se funde sobre esta razón, de un principio y de lo que implica un principio, de una condición y de un condicionado, sin precisar más, tal vez justamente porque nos damos cuenta en nuestro fuero interior del empleo no justificado que hacemos de estas nociones. (Schopenhauer, De la quadruple racine du principe de raison suffisante, ctd en Rosset 12)
Hace falta entonces, para salir de la confusión, restaurar la independencia y la impermeabilidad de las cuatro formas de necesidad. Pero, salir de la confusión para escaparse de la ilusión es entrever lo absurdo de la vida, porque, a pesar de que la necesidad es vivida como la única condición para tener un mundo coherente, la imposibilidad de hacer sobreponerse entre ellas las cuatro formas del principio de razón conduce a aprehender sólo necesidades relativas a la existencia del mundo y a la existencia del hombre en el mundo. La irreductibilidad de la cuádruple raíz del principio de razón arruina la esperanza de constituir una verdadera categoría de necesidad. Porque es imposible poner en relación la causalidad exterior con “la causalidad interior”, “todo ser aparece bajo los auspicios del ‘sin causa’, del ‘sin razón’, del totalmente ‘inexplicable’, y ante todo del ‘no necesario’” (Rosset 12). Tal es, de nuevo, la intuición fundamental de Schopenhauer. “El asombro filosófico es entonces una estupefacción dolorosa; el problema que llena a la humanidad de inquietud consiste en preguntarse, no solamente por qué el mundo existe, sino también por qué está lleno de tantas miserias” (Schopenhauer, Le Monde 865866). La ausencia de necesidad absoluta conduce al hombre a hacerse la pregunta del por qué, y a hacérsela de manera aún más obsesiva puesto que conoce el sufrimiento. Hay aquí un redoblamiento. La primera interrogación (“¿por qué existe el mun265
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do?”) es repetida en la segunda (“¿por qué está lleno de tantas miserias?”) —lo que duplica el efecto angustiante: la repetición aquí es una repetición hacia atrás—. “¿Por qué?”, pregunta Schopenhauer, por nada, contesta —y eso indefinidamente—. Más el hombre se pregunta “¿por qué?”, más se hunde en la nada –esta nada que es la única respuesta posible–. A la repetición del “¿por qué?” se hace eco la repetición de la nada, la repetición de la ausencia de respuesta como sola respuesta posible y repetida. Nada, tal es la única respuesta que la repetición jamás modificará –lo máximo que hará será cavar lo vacío, o sea otra vez la nada–. Con la repetición hacia atrás, el tiempo pierde su calidad de por venir. Sólo representa un círculo sempiternamente encerrado sobre sí mismo, un círculo vicioso, infernal. Lo que ocurre es la constante reproducción de lo que hay —es decir de la nada—. Entonces, si el sufrimiento, el dolor, el mal moral, la miseria humana “confieren al asombro filosófico su calidad y su intensidad peculiares”, es que atrás de este sufrimiento, de este dolor, de este mal moral y esta miseria humana apunta lo que permitiría romper el círculo infernal de la repetición hacia atrás iniciada con el “¿por qué?”/Por nada. Lo que recuerdan el sufrimiento, el dolor, etc. es que, bajo todas las representaciones del mundo, ya se trate del aspecto mineral, vegetal o humano de este mundo, se esconde una fuerza, una dynamis, una especie de oscuro principio motor, sin el cual nada sería. Y Schopenhauer no cesará de explicarlo: todo es fuerza, todo es tendencia hacia algo, la piedra “tiende” hacia el suelo como la planta tiende hacia el agua, como el animal tiende hacia su comida. El dolor que acompaña, precede y sigue el “¿por qué?”/Por nada es la manifestación fenomenal de esta fuerza subyacente. Ciertamente la fuerza es omnipresente y difundida en todos los elementos de la naturaleza. Sin embargo, no explica nada. ¿Por qué el mundo es tal como es? Porque hay fuerzas que lo animan. ¿Por qué hay fuerzas que animan al mundo? Por nada. Schopenhauer denuncia, con razón, la tentativa ilusoria de hacer entrar la categoría de la causa en la de la fuerza, el principio físico en el principio moral. Pero, al hacer eso, instala también un problema: saber si lo contrario (hacer pasar la fuerza en la causa), la “causalidad vista desde el interior” en la causalidad vista desde 266
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el exterior, es posible. La pregunta es la siguiente: dado el primer dominio del principio de razón como el de las representaciones empíricas y el cuarto como el del ser como voluntad, y recordando que ya se denunció la confusión del primero en el cuarto, ¿cómo llegar a concebir al cuarto como una motivación (un motivo kantiano) del primero? Esta pregunta trabaja en El mundo como voluntad y representación, por lo menos a partir del Segundo Libro titulado “El mundo como voluntad”. “Voy a empezar [escribe Schopenhauer en lo que podría ser su programa de trabajo] por producir una serie de hechos sicológicos donde resulta que en nuestra propia conciencia la voluntad siempre se presenta como el elemento primario y fundamental, que su predominio sobre el intelecto es incontestable, que éste es absolutamente secundario, subordinado, condicionado. Esta demostración es aún más necesaria ya que todos los filósofos anteriores a mí, desde el primero hasta el último, sitúan el ser verdadero del hombre en el conocimiento consciente: el yo (o en algunos casos el alma) es representado ante todo y esencialmente como conociendo, o hasta como pensando; es sólo de una manera secundaria y derivada que es concebido y representado como un ser queriendo [con voluntad]. Este viejo error fundamental que todos han compartido, esta enorme prauton pseudos [mentira primera], este fundamental usteron proteron [antecedente atrasado] debe de ser expulsado ante todo del dominio filosófico, y es por esto que me esfuerzo en establecer la verdadera naturaleza de las cosas” (894). Después de tales palabras, uno se puede esperar que Schopenhauer demuestre la preeminencia de la voluntad sobre las representaciones intelectuales. De hecho, el problema es explicitado: “la ciencia no explica la esencia de los fenómenos, ¿cómo alcanzar entonces esta esencia?”; y la respuesta es dada algunas páginas después: “la voluntad es la sola esencia posible de todos los cuerpos; la voluntad es la esencia de los fenómenos, de la materia bruta como de la materia viva”4. Es que “mi cuerpo no es otra cosa que mi voluntad vuelta visible” (149). La experiencia de nuestra voluntad es el único dominio donde la intuición de la fuerza natural es accesible a nuestro espíritu y Son los títulos y subtítulos de los primeros capítulos del segundo libro de El mundo como voluntad y como representación. 4
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se vuelve así objeto de experiencia. No es que esta experiencia explique finalmente la fuerza inexplicable; pero la vuelve repentinamente cercana y presente. Como lo expresa Schopenhauer, la vuelve para nosotros, no tan clara, sino visible: es la “visibilidad” de lo inexplicable. Es sobre esta experiencia íntima de su propio querer que se conforma la teoría schopenhaueriana de la voluntad. Una manifestación de la voluntad, siempre y cuando alcance la conciencia en el momento en el que se manifiesta, es como una “imagen” aislada de todas las fuerzas complejas que rigen el mundo. Hay un solo y mismo querer, presente en la piedra que cae, presente cuando el individuo busca obtener satisfacción. Y esta “voluntad”, este querer no es precisamente querido: no es premeditado ni inteligente, sino instintivo e inconsciente. Primero, la voluntad evoluciona fuera del dominio de la representación; segundo, la representación es el único lugar para una posible causalidad. La pregunta que hacíamos (con el primer dominio del principio de razón como el de las representaciones empíricas y con el cuarto como el del ser como voluntad, y tomando en cuenta que se ha denunciado la confusión del primero en el cuarto, ¿cómo llegar a concebir el cuarto como una motivación absoluta del primero?) conserva pues su carácter aporético. En realidad, Schopenhauer se niega a considerar incluso la posibilidad de tal pregunta. Le importa demasiado el “conocimiento consciente” que pretende criticar. Precisamente, sigue convencido de que el único conocimiento posible, o bien el único conocimiento absoluto (el que descubre las causas absolutas) pertenece al dominio de la representación, dominio del cual la voluntad está excluida por hipótesis y por definición. La aporía es producida aquí no por el método, en sí novedoso, sino por la definición (la de la representación por una parte, la de la voluntad por otra) y por la hipótesis (no puede haber predominio ni de la representación ni de la voluntad), definición e hipótesis contenidas en La cuádruple raíz del principio de razón suficiente —y contradichas por el programa anunciado pero no cumplido del Segundo Libro de El mundo como voluntad y como representación—. El querer es el universo, no la causa del universo. En sí, es ciego e inexplicable, aquí está precisamente la “razón” del mundo absurdo. 268
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Después de haber reconocido que el querer es el substratum de todos los fenómenos, Schopenhauer no se encuentra más sabio que antes, por lo menos en cuanto a lo que concierne a la causalidad como explicación del mundo. Pero, precisamente porque toda forma de pensamiento causal es imposible, Schopenhauer desea nada más acentuar el aspecto irracional e irreducible a toda causalidad. “Siempre el hombre tiene un propósito y motivos que regulan sus acciones; siempre puede dar cuenta de su conducta en cada caso. Pero pregúntenle por qué quiere, o por qué quiere ser, de una manera general; no sabrá qué contestar, hasta la pregunta le parecerá absurda... En resumen, la voluntad sabe siempre, cuando la conciencia la alumbra, lo que quiere en tal momento y en tal lugar; lo que quiere en general, nunca lo sabe”(215-216). El hombre tiene el único privilegio de representarse su propia voluntad, voluntad que no significa nada más que el sencillo hecho de la volición, bajo cualquier forma que sea; manifestación humana y singular en cada hombre de la omnipresencia del querer, esta voluntad, en la cual se hubiera podido ver el signo de la independencia, es, todo lo contrario, el lugar preciso de la servidumbre. Regresemos a la pregunta del “¿por qué?”. Si… un hombre se atreve a alzar esta pregunta: ‘¿Por qué la nada no está en lugar de este mundo?’, el mundo no puede justificarse por sí mismo, no puede encontrar en sí ninguna razón, ninguna causa final de su existencia, no puede demostrar que existe a la vista de él, es decir para su propia ventaja. En mi teoría, la verdadera explicación es que la fuente de su existencia carece formalmente de razón: consiste en un querer-vivir ciego, que, como cosa en sí, no puede estar sometido al principio de razón, forma exclusiva de los fenómenos y sólo principio justificativo de todas las preguntas sobre las causas. (1342)
El hombre que siente que unas fuerzas actúan en él, en el dolor como en el placer, llega a representarse el querer-vivir, y, al hacerlo, llega a representarse también la ceguera de este querer-vivir. Al representarse que “la fuente de su existencia carece formalmente de razón”, se representa la nada que esta existencia constituye para él. Ahora bien, para Schopenhauer, el hombre que se presenta así la nada, entra en lo trágico. Su vida es plenamente una tragedia. 269
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La tragedia, ante todo, es teatro porque Schopenhauer ve en el teatro trágico la forma suprema de la mostración del fenómeno. El teatro trágico es el espacio donde mejor sentir lo trágico de la vida, o bien el único lugar donde experimentar distintamente lo que, el resto del tiempo, se sufre confusamente (el no-sentido). Y más aún, “el placer que nos da la tragedia se relaciona no tanto con el sentimiento de lo bello, sino con el sentimiento de lo sublime del cual es incluso el grado más elevado.” Schopenhauer hace aquí referencia a Kant para quien lo sublime consiste en una puesta en relación directa de aquello que es racional con nuestra sensibilidad. Tenemos la experiencia de lo sublime cuando la percepción sensible está excedida frente a la representación (la de la razón pues). Es lo que acontece en la tragedia: “igual que al ver un cuadro sublime de la naturaleza nos desviamos del interés de la voluntad para comportarnos como puras inteligencias, así, al ver el espectáculo de la catástrofe trágica, nos alejamos del querer-vivir mismo.” Contemplar un paisaje sublime nos deja mudos, o sea sin ganas de hablar, decía en sustancia Kant. Contemplar una tragedia nos deja sin ganas de vivir, afirma Schopenhauer. Porque la tragedia consiste en una revelación sublime de la ausencia de sentido de la existencia. Lo que la tragedia vuelve manifiesto e indiscutible es la ausencia radical de causalidad en el querer. De nuevo, es la claridad sobre lo confuso. Eso constituye una inversión de la postura aristotélica. Según el autor de la Poética, la fábula trágica se compone de una serie de acontecimientos que se suceden “según la verosimilitud o la necesidad” (VII). Ciertamente, Schopenhauer no cuestiona esta lógica estructural dentro del encadenamiento de los eventos trágicos. Pero, para él, este encadenamiento no puede tener fin, dado que in fine, no existe una necesidad primera. Sobre este último punto se opone a Aristóteles, para quien la tragedia concluye porque se alcanza “lo que en sí viene naturalmente después de otra cosa, por necesidad o en la mayoría de los casos después de lo cual no hay nada” (VII). Y para Schopenhauer, el evento final de la tragedia es precisamente nada. No puede haber de hecho un verdadero fin de la tragedia, dado que ésta lleva al espectador a descubrir que el lazo causal aparente que regulaba el encadenamiento de las causas está basado sobre nada.
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La tragedia representa el momento último del encerramiento en el ciclo infernal del “¿por qué?”/Por nada. Momento último de esta repetición, porque la tragedia nos lleva, a nosotros espectadores, más allá de la simple constatación del “aspecto terrible de la vida”. Mirando los eventos trágicos que toman forma frente a nosotros, “nos sentimos solicitados a desviar nuestra voluntad de la vida, para ya no querer ni amar la existencia. Pero por eso mismo nos damos cuenta de que queda en nosotros otro elemento del cual para nada podemos tener un conocimiento positivo, sino solamente negativo, [un elemento] que ya no quiere la vida” (1171). La tragedia tiene un poder catártico: el espectáculo trágico conduce al espectador a entrar en la tragedia. La tragedia produce sobre el espectador un sentimiento trágico que es como lo inverso de lo que se le da a ver. Tal es el conocimiento que nos da la tragedia: la experimentación teatral de la ausencia de sentido de la existencia hace nacer en nosotros un sentimiento que nos conduce a negar el querer-vivir. El conocimiento negativo del otro elemento que está en nosotros y que no es el querer-vivir nos hace descubrir eso: tenemos que negar la vida, so pena de sufrirla siempre. La tragedia introduce, por el sentimiento que produce en el espectador, el conocimiento negativo: la necesidad de la negación del querer-vivir. Pero, si nos acercamos entonces a la “frontera donde comienza el conocimiento positivo”, es porque la puesta en práctica de la negación abre a una cierta positividad –que es propiamente trágica–. La referencia es de nuevo Kant (Intento para introducir en filosofía el concepto de negatividad). Pero, esta vez, Schopenhauer difiere de su inspirador. Según él, es falso distinguir entre una negación relativa y una negación absoluta. Dada la ausencia de causa primera, y, por ende, la ausencia de nada absoluta, toda negación es negación relativamente de algo. La negación del querer-vivir es negación del no-sentido de la vida, es decir que es la negación de una negación. De cierta manera, la negación del querer-vivir es el único sentido “positivo” que se puede encontrar en la vida. Ya no hay ni voluntad, ni representación, ni universo, nada más se queda frente a nosotros la nada; y, negar la nada es la única y verdadera necesidad que anima la existencia —la negación de la negación (o de la ausencia) de la necesidad… aquí está la única necesidad que nos queda, aquí está nuestro fin, el porqué estamos aquí—. “En realidad, no se
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puede asignar otro propósito a nuestra existencia que el de enseñarnos que mejor valdría para nosotros no existir” (1373). ¿Y dónde se hace mejor el descubrimiento y luego el aprendizaje de este propósito sino en la tragedia? Otra manera de decirlo es considerar el nacimiento y el pecado original que este constituye —aquí nos acercamos a la terminología kierkegaardiana—. Schopenhauer considera que el nacimiento, como todo en la existencia, es el producto de una voluntad, aquí la del hombre. Prosigue de eso que el hombre es responsable de su existencia. Es culpable de la ausencia de sentido que deplora. Es el instigador de la repetición obsesiva dentro de la cual está encerrado. El teatro trágico revela al hombre que es el único responsable de su propia tragedia y que al mismo tiempo no puede hacer nada respecto a eso. El verdadero sentido de la tragedia es que el héroe no expía sus pecados individuales, sino el pecado original, es decir el crimen de la existencia misma. Así, Schopenhauer opera una sutil distinción cronológica: “el momento de la negación del querer-vivir” (1374) es precedido por otro momento, el momento de la escenificación trágica. El propósito de la tragedia es despertar en el espectador el espíritu de resignación (renunciar al querer-vivir) “y provocar esta disposición del alma, incluso a veces por un solo instante”. Una tragedia puede ser trágica nada más en tendencia, siempre y cuando la puesta en escena que ella propone de la existencia produzca en el espectador una impresión determinada y determinante cuyo efecto deba de ser, para él, “el sentimiento, vago tal vez todavía, de que más vale desatar su corazón de la vida, apartar de ella su voluntad, ya no amar al mundo y a la existencia.” Lo que importa es que la escenificación tienda hacia lo trágico de tal manera que el efecto de la impresión que produce sobre el espectador haga nacer un sentimiento, impreciso la mayoría de las veces, pero siempre orientado hacia el descubrimiento de la necesidad de la negación del querer-vivir. Lo que hace decir a Schopenhauer que “provocar al hombre a renunciar al querer-vivir sigue siendo la verdadera intención de la tragedia” (1373-1374). Hay obras que producen el efecto de exaltación trágica sin representar realmente la ausencia de sentido. Hay otras que insisten sobre la representación y la resignación que prosigue de ella pero descuidan el segundo tiempo. 272
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Schopenhauer, considerando las diferentes maneras por medio de las cuales el poeta nos presenta el espectáculo de la catástrofe trágica, distingue tres principales. Primero, el poeta “puede imaginar, como causa de las desgracias de otro, un carácter con una perversidad monstruosa”. Ricardo III (Shakespeare), Creonte (Sófocles) y Fedra (Eurípides) son de esos. Segundo, “la desgracia puede venir de un destino ciego, es decir del azar o del error”. Ejemplo de este tipo es Edipo-rey (Sófocles). Tercero, “la catástrofe puede ser sencillamente llevada por la situación recíproca de los personajes, por sus relaciones; en este ultimo caso, no hace falta ni un error funesto, ni una coincidencia extraordinaria, ni un carácter que ha alcanzado los límites de la perversidad humana; tales caracteres se encuentran todos los días, en medio de circunstancias ordinarias, y están, unos frente a otros, en situaciones que los inducen fatalmente a prepararse concientemente unos a otros la suerte más funesta, sin que la falta pueda ser positivamente atribuida a unos o a otros”(325)5. Tal procedimiento es, en cuanto al propósito de la tragedia (resignación y exaltación, el primero induciendo al segundo, la escenificación el paso al acto —la negación del querer-vivir—) sin ninguna duda, el mejor posible porque, dice Schopenhauer, nos presenta el colmo de la infortuna no como una excepción producida por circunstancias anormales o caracteres monstruosos, “sino como una continuación sencilla, natural y casi necesaria de la conducta de los caracteres humanos, de tal manera que semejantes catástrofes tomen, gracias a su sencillez, una proximidad pavorosa para nosotros mismos”. Los dos primeros procedimientos tienen el defecto de instalar una distancia entre el héroe (o el mundo) que nos describen y nosotros. Uno puede luego y sin dificultad evadirse de la influencia de las potencias amenazadoras que habitan la maldad monstruosa de unos y la condición lamentable de otros. Por el contrario, en el tercer procedimiento, la huida se vuelve imposible debida a la gran proximidad que se establece entre lo que vivimos y lo que se nos está presentado. Es la razón por la cual este último procedimiento es, de los tres, el más eficaz: nos hace ver las “fuerzas enemigas de toda felicidad y de toda existencia en tales condiciones que puedan en cualquier Subrayo las expresiones “todos los días” y “circunstancias ordinarias” ya que definen exactamente lo cotidiano.
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instante y muy fácilmente alcanzarnos incluso a nosotros mismos; vemos las más grandes catástrofes llevadas por complicaciones en donde nuestra suerte puede ser naturalmente vinculada y por acciones que nosotros mismos seríamos capaces de cometer, de tal manera que no podríamos acusar a alguien de injusticia hacia nosotros; luego nos sentimos temblando completamente y nos creemos ya en medio de los suplicios del infierno” (326). Schopenhauer insiste sobre la eficacia de un trágico compuesto a partir de “circunstancias ordinarias” que se producen “todos los días” —es decir, exactamente, que defiende la idea de lo trágico de lo cotidiano6— sin recurrir directamente al término. La intencionalidad de la tragedia (el sentimiento que produce el efecto trágico sobre el espectador) es esencial porque es la sola respuesta posible a la no-intencionalidad del mundo. Por ende, si la representación facilita la percepción de la ausencia de sentido, el propósito de la tragedia tiene más suerte de ser alcanzado. Ahora bien, más la representación facilita la percepción de la ausencia de sentido, menos es representativa, o sea, menos el teatro de la representación saca su provecho o su eficacia de la representación misma. Hay aquí una paradoja reveladora de los límites de la conceptualización propuesta por Schopenhauer: para conducir con éxito al espectador a negar su querer-vivir, hace falta que la representación se borre frente a la voluntad, a pesar de que precisamente es esta voluntad la que importa negar… Cuando Schopenhauer precisa que el tercer tipo de tragedia es el más difícil de realizar [“hay que producir el efecto más considerable con los medios y móviles más pequeños, por la sola virtud del arreglo y de la composición”] (325-326), no se preocupa tanto por subrayar los problemas poéticos encontrados por el dramaturgo, sino los problemas filosóficos que él mismo no supo resolver. Detrás de la idea, en sí pertinente, de que el trágico moderno debe aparecer en la cotidianeidad (“circunstancias ordinarias”, “todos los días”), so pena de no ser percibido por nadie, se esconde una contradicción: el negar el paso de la voluntad 6 Es posible, en efecto, ver en la relación que la representación mantiene con la voluntad un eco al juego entre diálogos primarios y secundarios tal y como Maeterlinck lo describirá en un ensayo titulado justamente El trágico cotidiano [erróneamente traducido al español: La tragedia cotidiana].
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en la representación conduce a preconizar una forma de tragedia cuya eficacia es asegurada precisamente por la subordinación de la representación a la voluntad… Lo que Schopenhauer denunciaba como la peor de las ilusiones. O tal vez, justamente: no es tanto la negación del querer-vivir lo que constituye el momento esencial de la experiencia trágica sino más bien la suspensión momentánea de esta negación. El espectador sabe que debe renunciar al querer, a la voluntad, pero mientras dura la tragedia, está como librado de esta obligación, en la medida en que es durante la puesta en escena trágica que toma la decisión de renunciar a su querer-vivir. Sabe que va a renunciar, pero no renuncia todavía, su sufrimiento está como suspendido —la decisión basta para hacer desaparecer el efecto doloroso que ejercía sobre él la miseria humana y la suya propia en particular—. Está entonces como perdido porque perdió su punto de referencia en el mundo, su sufrimiento —y mientras dura este breve momento de abandono—, puede comprobar el placer de un querer ya liberado de todo imperativo de causalidad dictado por la representación. Porque si la representación es la de lo cotidiano, si recurre “a los medios y móviles más pequeños”, como lo recuerda Schopenhauer, si es, en suma, la representación la menor posible, la menos representativa posible, si se hace muy pequeña, tan pequeña que se vuelve casi muda ante la potencia de la voluntad, entonces el espectador así librado puede vivir esta voluntad como la suya propia, sin sufrir por ella, sin sospecharla. En breve, puede amarla. En el fondo poco importa que la intencionalidad trágica sea negativa o positiva, acaba siendo una intencionalidad, la única que el hombre puede vivir plenamente, aunque sea tan sólo un instante. La tragedia schopenhaueriana es este momento paradójico, esta apertura incongruente dentro de la cual es dado al hombre convencido de la ausencia total de sentido del mundo de vivir esta ausencia de sentido como el sentido absoluto del mundo, y de vivirla en el instante preciso en el que niega el mundo. La tragedia es este corto lapso de tiempo en el transcurso del cual la vida es por fin una vida plena y entera; es este corto lapso de tiempo que separa la renunciación a la vida falsa de la muerte verdadera; es este corto lapso de tiempo que dura el tiempo de una renunciación a la vida. 275
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Nietzsche [la alegría] La pregunta que hace Nietzsche es otra todavía: ¿puede todo ser objeto de afirmación, es decir de alegría? ¿Puede ser querido todo lo que adviene? ¿El mundo que habitamos puede ser el mundo que queremos? Otra manera de decirlo: ¿puede ser este mundo el mundo que creamos? El hombre del trágico es el que contesta “sí” a estas preguntas, y que, al contestar así, accede a la alegría. Porque lo trágico es la alegría, “la forma estética de la alegría” (Deleuze, Nietzsche 29). Alegría de lo múltiple porque es afirmación de la multiplicidad, alegría plural porque es afirmación de la pluralidad. Amor fati, aquí está la fórmula para lo que hay de grande en el hombre: “No hay que pedir, no hay que buscar otra [fórmula], ni en el pasado ni en el futuro, ni en toda la eternidad. No basta soportar, ocultar lo necesario: hay que amarlo también…” (Nietzsche, Ecce homo 62). Dionisos es el hombre del amor fati; con él, se alcanza el límite extremo del asentimiento. Por el contrario, el Edipo de Sófocles, al escoger morir en Colono, sale de lo trágico. No afirma. Ciertamente accede entonces a la felicidad. Pero no alcanza la alegría. Y aquí reside la diferencia. Hay aporía, siempre, pero no se trata de salir de ella; se trata de quererla, y de querer su eterno retorno. De la misma manera Job, en el Antiguo Testamento, se resigna, pero él tampoco afirma. Afirma Dios. Y lo que Nietzsche propone es que el poder de afirmación sea un poder del hombre. Un poder del hombre y no un poder humano, porque el que llega a afirmar lo múltiple entra en lo sobrehumano. La pregunta es entonces: “¿cómo se llega a ser lo que somos?” (Nietzsche, Ecce homo 57); el punto de partida es el siguiente: el hombre es un cuerpo, y la fuerza es lo que anima este cuerpo a actuar. Hace falta una continuidad ontológica, porque sería un error querer separar la fuerza de ella misma, de igual manera que sería ilusorio querer distinguir entre sujeto y objeto, o entre la acción y su causa inmediata. No existe un ser por debajo de la acción, del efecto, del devenir; el agente solamente está adjuntado a la acción, y la acción es todo. La fuerza es lo que puede todo. “Un quantum de fuerza es un quantum de pulsión, de voluntad, de actividad; más aún: no es nada más que ese mismo pulsionar, ese mismo querer, ese mismo actuar, y, si pudiera parecer otra 276
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cosa, ello se debe sólo a la seducción del lenguaje, el cual entiende y malentiende que todo hacer está condicionado por un agente, por un ‘sujeto’ ”7. Potencia interna, entidad indivisible que no puede no alcanzar su objetivo —ni estar en distancia con él—, realidad que se da a sí misma su objetivo y que no puede ser separada de ella misma, afecto que siempre da en el blanco, pulsión que no se parte, la fuerza es una noción fisiológica mucho antes de ser un concepto sociológico o político. “Cualquier fuerza es apropiación, dominación, explotación de una porción de realidad” (Deleuze, Nietzsche 10). El exceso de fuerza demuestra la fuerza. Entonces, la expresión de “fuerza activa” es tautológica, y la expresión de “fuerza reactiva” contradictoria en los términos. Y es exactamente lo que se produce. Una fuerza activa siempre alcanza lo que quiere. Una fuerza reactiva es un desvío contra natura del sentido8 de la fuerza, entendida aquí como fuerza originalmente activa9. En La genealogía de la moral, Nietzsche hace la tipología psicológica que sostiene a la pareja activo/reactivo, y al hacerlo pone en evidencia la dificultad en participar de lo sobrehumano: el hombre activo o fuerte está animado por fuerzas activas; el hombre reactivo o débil está regido por fuerzas reactivas. Se trata de dos formas de establecer valores, es decir de jerarquizar fuerzas. Hablar de valores es, para Nietzsche, hablar bajo la inspiración, en la óptica misma de la vida: “la vida nos empuja a plantear valores, la vida ‘valoriza’ a través nuestro cada vez que planteamos valores…” (Nietzsche, Crépuscule 35-36). En este sentido, para el hombre fuerte, la acción es creación; para el hombre débil, sólo “Exigir de la fuerza que no sea un querer dominar, un querer sojuzgar, un querer enseñorearse, una sed de enemigos y de resistencias y de triunfos, es tan absurdo como exigir de la debilidad que se exteriorice como fuerza.” (Nietzsche, Généalogie 45). 8 El sentido de algo es la relación entre algo y la fuerza que se apodera de este algo. 9 El calificativo activo o reactivo se refiere al sentido que produce en la cosa (o sea en la acción) la relación de fuerza que se adueña de la cosa (o sea que la anima). Una fuerza reactiva designa una fuerza separada de ella misma, una fuerza privada de lo que puede, una fuerza que ya no es acción sino reacción. Una fuerza reactiva es una fuerza (activa) desviada, girada contra ella misma. 7
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es reacción: los valores de este último son valores contra la vida. Su verdadera moral consiste en negarse a sí mismo: es el resentimiento de un Rousseau, es la mala conciencia de un San Pablo, el ascetismo de un Pascal, el nihilismo de un Schopenhauer. El hombre débil no cree lo suficiente en él mismo como para querer a partir de él. Se menosprecia demasiado como para lograrlo. Se auto-devora antes de haberse creado. Y al no poder soportarse a sí mismo, no puede soportar lo que difiere de él: es insoportable para él la alteridad; la diferencia engendra el odio: “el hombre malo vuelve al mundo malo”. El hombre débil reacciona contra la realidad. Pone entre ella y él un fantasma que lo representa. Y es a través de esta efigie negativa del mundo que soporta el mundo, y que encuentra para justificar que es lo que es. Del otro, que considera como un adversario, construye una imagen que se dedica a destruir (en imaginación). “Ese mundo de ficciones no hace más que falsear la realidad para negarla después y despreciarla” (Nietzsche, Anticristo 423). El decir no a la realidad permite al hombre débil convencerse de que, en comparación con la efigie mala del otro, él no es, por su parte, tan malo: en un mundo tan malo, hay por lo menos uno que es bueno, no absolutamente sino por comparación: es él, el hombre débil. Por eso Nietzsche dice del hombre de hoy que es “un pequeño animal miedoso” en “busca de su pequeña felicidad”, un “gusano” vanidoso que sufre un poco, no demasiado, que necesita enemigos para existir, pero enemigos nada más en efigie. Y, confusión suprema, este pequeño “mono” débil se cree y se hace el centro del mundo. Porque, si las fuerzas reactivas conducen al resentimiento, a la mala conciencia, al ideal ascético y al nihilismo, conducen a la felicidad también, una felicidad pretenciosa y arrogante que encuentra su razón de ser en la inacción y la impotencia, en el rebajamiento de la fuerza, en la inhibición de las pasiones, en la extinción de sí, en el aturdimiento y la pasividad, en el sueño de una paz perpetua donde no habría nada más que querer, porque no hay nada de alteridad que temer, una felicidad paradójicamente tiránica… El hombre fuerte, por el contrario, ya que es afirmación pura, no tiene ninguna necesidad de negar al otro para existir: dice sí a lo que es y a lo que él es. Es un sí sin orgullo, un sí alegre. La acción es, luego, inmediata, ligera y espontánea, como una danza. Es un desbordamiento de vida que no busca comparar, ni
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disminuir, ni aplastar: un desbordamiento de sí fuera de sí mismo. Ningún resentimiento aquí, ninguna mala conciencia, ideal ascético o nihilismo: al hombre fuerte no le interesa. Crea a partir de lo que es. A veces se equivoca, porque desconoce todo lo que no es él. No falsifica pero llega a confundirse respecto a la fuerza del hombre débil. Ciertamente, no invierte en la efigie, y el fantasma no es la mediación por medio de la cual juzga al débil; su desprecio está demasiado mezclado con negligencia para llegar a metamorfosear el objeto de su mirada momentánea en caricatura monstruosa. Pero, como no toma lo suficiente en consideración al hombre débil, tiene propensión a subestimarlo. Aquí está su punto débil. El acto originario de la moral de los fuertes consiste en involucrarse a sí mismos en la acción sin calificarse. El acto originario de los débiles consiste en descalificar a los fuertes: “soy bueno porque el otro es malo”, es lo que dice el hombre del odio y de la venganza. Y, a pesar de que los dos discursos son antinómicos, se acercan en un punto: para el hombre débil, hay que desvalorizar la fuerza del hombre fuerte. Esta inversión de perspectiva vuelve posible el desvío de la fuerza (activa), porque si el débil sólo resiente al mundo, sin embargo su resentimiento (reactivo) es también creador (activo): cuando la fuerza reactiva separa la fuerza activa de lo que ella puede, cuando la desacredita, ésta se vuelve también reactiva. “Las fuerzas activas devienen reactivas. Y la palabra devenir debe tomarse en su sentido más total: el devenir de las fuerzas aparece como un devenir-reactivo” (Deleuze, Nietzsche 93). La “victoria de los esclavos” es completa cuando logran introducir la imagen que tienen de ellos y del mundo (del fuerte pues) en el espíritu del hombre fuerte. Así, éste se comprende tal como el débil lo comprendió, y se aprehende como débil: ya no se atreve a afirmar. “Me refiero a la moralización y al reblandecimiento enfermizos, gracias a los cuales el animal ‘hombre’ acaba por aprender a avergonzarse de todos sus instintos” (Nietzsche, Généalogie 80), de que lo sustenta su fuerza; los ideales que calumnian al mundo se han vuelto los mejores ideales del mundo10. Jean-Luc Godard hacía decir a uno de los personajes de Nouvelle vague (1990): “Lo positivo ya nos ha sido dado, todavía nos queda por hacer lo negativo”. 10
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El devenir-reactivo de las fuerzas, aquí está lo que aleja de lo trágico. El hombre débil opera la distinción entre el poder y el acto, poniendo en duda la validez del acto. Así, descalifica el acto dándole un contra-valor. Desde entonces, el poder mismo está arruinado y la moral reactiva resulta victoriosa: la fuerza se gira contra ella misma. Por su lado, el hombre fuerte no es lo suficiente fuerte para querer otra cosa que sí mismo. Su ceguera frente al débil, su desconocimiento de la astucia y su desprecio por la inteligencia que este último sin duda posee, no le permiten tener las armas para evitar las trampas que le tiende el débil. ¿Qué puede una exterioridad ingenua contra una interioridad retorcida? No puede nada. Es también porque el hombre fuerte, como el débil, es demasiado hombre, es decir, demasiado humano… El hombre débil existe contra el hombre fuerte, y nada más. El hombre fuerte existe en referencia a él mismo, y eso es todo. En un caso como en el otro, “el hombre” es la medida. Y falta la desmesura, falta lo sobrehumano, falta la voluntad que quiere todo… El problema es el siguiente: si hace falta continuidad ontológica, es que hace falta poder operar la “transmutación de todos los valores” (Nietzsche, Ecce homo 58), es decir, poder actuarlo todo, incluso las fuerzas que se han vuelto reactivas. Pero la moral reactiva socava los fundamentos de la continuidad ontológica. Es lo que se deduce de la postura objetivizante de los débiles: por medio del lenguaje en particular, los débiles distinguen el sujeto del objeto, afuera de lo que puede la fuerza, y, más generalmente, objetivizan la trascendencia —su esencialismo (o idealismo) los conduce a mantener lo que los trasciende (es decir, para ellos, todos lo que no son ellos) al exterior de ellos. Es en este sentido que rechazan lo trágico, lo niegan. Ahora bien, la transvaluación no es el inverso al desvío de las fuerzas operado por el hombre débil. La transvaluación se sitúa en otro plano, desconocido para el hombre fuerte como para el hombre débil. Es que la continuidad ontológica no es sencillamente una condición de posibilidad de un querer total, la voluntad de poder, es también la manifestación. Sin voluntad de poder no puede haber continuidad ontológica; sin continuidad ontológica, no puede haber voluntad de poder… La diferencia entre dos fuerzas es siempre una diferencia de cantidad y no primero de calidad. “La esencia de la fuerza es su diferencia de cantidad con otras fuerzas y esta diferencia se ex280
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presa como cualidad de la fuerza. Así entendida, la diferencia de cantidad remite necesariamente a un elemento diferencial de las fuerzas en relación, el cual es también el elemento genético de dichas fuerzas. La voluntad de poder es el elemento genealógico de la fuerza, diferencial y genético a la vez” (Deleuze, Nietzsche 73-74). Pero la voluntad de poder será absolutamente lo que es (o sea el elemento del cual se desprenden a la vez la diferencia de cantidad de fuerzas puestas en relación y la calidad que, en esta relación, equivale a cada fuerza) bajo la condición de que la diferencia sea constituida como diferencial. De hecho y originalmente, entre dos fuerzas, el que éstas sean activas o reactivas no hace diferencias cualitativas —eso permite a las potencias reactivas desviar para su provecho las potencias activas—. La diferencia primera es cuantitativa. Pero sigue siendo una diferencia, en el sentido que expresa un diferencial. El deseo del hombre débil es hacer desaparecer el diferencial bajo la efigie y el fantasma de un mundo lleno de resentimiento y de mala conciencia. La continuidad ontológica, sola, asegura la realidad del diferencial en la diferencia, de la posibilidad del paso: si hay algo sobrehumano de lo que el humano difiere cuantitativamente (y por ende cualitativamente), entonces es posible pensar la diferencia del uno al otro como una diferencia de cantidad de fuerzas: el diferencial se abre paso, se vuelve apertura del hombre hacia su más allá. Al llegar a este punto del razonamiento, parece que no existe una salida estrictamente lógica. La voluntad del hombre que quiere todo, es decir no sólo a sí mismo sino al mundo entero tal y como es, la voluntad de poder que lleva al ser humano a alcanzar lo sobrehumano no puede operar cuando las fuerzas de las que debe ser ella el elemento genealógico están desviadas contra ellas mismas. ¿Qué puede la voluntad que puede todo si no todas las voluntades quieren y finalmente no quieren? El eterno retorno es la síntesis cuyo principio es la voluntad de poder, nos dice Deleuze. Y, por supuesto, el principio no puede ser activo, si la síntesis no ha sido realizada. Lo que falta para efectuar la transvaluación es el eterno retorno. En este ámbito, es muy instructivo notar que dos veces, en su Nietzsche y la filosofía, Deleuze recurre al eterno retorno como si convocara a un Deus ex 281
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machina: al final de “Activo y reactivo”, y luego al final de “Contra la dialéctica”. El eterno retorno aparece como la única salida al encerramiento reactivo… En realidad, no hay nada sorprendente en eso. El pensamiento del eterno retorno no viene de un proceso de suposiciones, ni de conclusiones deducidas de otras proposiciones. Este pensamiento vino a Nietzsche, en agosto de 1881, en la orilla del lago de Silva Plana. Sólo vino porque había sido preparado y sufrido en el transcurso de un largo trabajo. Heidegger describe de manera maravillosa tal surgimiento: “Lo que aquí Nietzsche llama ‘pensamiento’ [del eterno retorno] es –captado de forma provisoria– un proyecto del ente en su totalidad respecto de cómo el ente es lo que es. Un proyecto así abre el ente de manera tal que por su intermedio todas las cosas cambian su semblante y su peso. El ámbito visual al que el pensador dirige su mirada no es ya el horizonte de sus ‘vivencias personales’, es algo diferente de él mismo, algo a lo que él pertenece. Este acaecimiento no queda contradicho por el hecho de que el pensador, en un primer momento o incluso durante un largo periodo, lo conserve como algo suyo, pues él tiene que convertirse en el sitio de su despliegue” (Nietzsche 218). Y Deleuze, cuando introduce de manera abrupta la noción de eterno retorno al final de un capítulo, repite este movimiento; reproduce el movimiento de revelación que no puede ser ni demostrado, ni justificado —un movimiento que, por su peso, hace la vida ligera, como un misterio en el cual uno escoge creer, porque el regocijo es la alegría, y la alegría es lo trágico de un movimiento incomprensible y loco, casi incomunicable, totalmente desconocido: el movimiento del eterno retorno. En los textos publicados durante su vida, Nietzsche habla sólo tres veces de este pensamiento el más pesado, el más grave: en 1882, al final de la primera edición de la Gaya ciencia, dos años después, en la tercera parte del Zaratustra, y, en 1886, en Más allá del bien y del mal. La primera comunicación es, en cuanto a lo trágico, la más interesante. Aforismo 341: El peso más grave. Y si un día, o una noche, un demonio se deslizara en tu más solitaria soledad y te dijera: “Esta vida, así como la vives y la has vivido, tendrás que vivirla otra vez e innumerables veces más; y no habrá nada nuevo, sino que cada dolor y cada placer y cada pensamiento y suspiro y todo lo
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indeciblemente pequeño y grande de tu vida tiene que volver a ti, y todo en el mismo orden y sucesión, y también esa araña y esa luna entre los árboles, y también este instante y yo mismo. El eterno reloj de arena de la existencia volverá siempre a invertirse, y tú con él, grano de polvo del polvo”. ¿No te arrojarías al suelo y harías chirriar los dientes y maldecirías al demonio que te hablaba de ese modo? ¿O has vivido alguna vez un prodigioso instante en el que le hubieras respondido: “¡eres un dios y nunca he oído algo más divino!”? Si ese pensamiento adquiriera poder sobre ti, te transformaría, a ti, tal como eres, y quizás te aniquilaría; ¡la pregunta, respecto de todo y de cada cosa: “¿lo quieres otra vez, e innumerables veces más?” yacería sobre tu actuar como el más grave de los pesos! ¿O cómo tendrías que reconciliarte contigo mismo y con la vida para no pedir nada más que esta última, eterna rúbrica y confirmación? (La Gaya ciencia, ctd en Heidegger, Nietzsche 223)
El pensamiento del eterno retorno de lo mismo es la “fórmula suprema de afirmación que pueda llegar a alcanzarse” (Nietzsche, Escritos póstumos: XV, ctd en Heidegger, Nietzsche 231), suprema porque da para ir a la vez adelante del sufrimiento supremo y adelante de la suprema esperanza. Es la fórmula que permite mirar a la vez la altura y la profundidad, la grandeza y lo terrible, mirar “cada dolor y cada placer, cada pensamiento y cada gemido y todo lo que hay de indeciblemente pequeño y grande”, mirar todo eso una infinidad de veces. Este pensamiento no es el del hombre fuerte, porque este último es pura exterioridad, y el pensamiento reside en lo más íntimo de lo íntimo. Este pensamiento es, primero, un pensamiento, además del más pesado, un pensamiento de estos que al ejercer su poder transforman al ente con el peligro de destrozarlo con el peso del devenir en el que lo invita a tirarse. Este pensamiento vuelve posible la transvaluación (transmutación de los valores) porque es un pensamiento singular e interior: la interioridad en la cual toma lugar le da lo que necesita de poder y por ende de fuerzas para negar de manera doble la interioridad del hombre débil. Frente a la interioridad en la cual se alberga el pensamiento del retorno, esta interioridad reactiva se revela ser, nada más que un replegamiento de la fuerza sobre sí misma. La sorpresa es esa: “contra la doctrina de la influencia del entorno, del medio y de las causas exteriores: la fuerza interior es infinitamente superior” (Nietzsche, La voluntad de poder, ctd en Heidegger, Nietzsche 225). El que es capaz de una
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benevolencia tan grande hacia sí mismo que se quiere a sí mismo y al mundo que va con él, de la misma forma y siempre, éste es el más fuerte porque es el más activo. “Si ese pensamiento adquiriera poder sobre ti, te transformaría, a ti, tal como eres, haciendo de ti, otro”, y, con esta condición, restablecería la continuidad ontológica que el hombre débil busca destruir, o sea: el poder del devenir en el ente, la posibilidad de lo sobrehumano en el seno de lo humano. Lo sobrehumano convoca una interioridad que, por cierto, ya no tiene mucho que ver con la del hombre débil, pero que permite sin embargo iniciar otro movimiento que el del rechazo y de la negación: la apertura de sí hacia el otro, hacia la alteridad absoluta de este otro todo otro. La interioridad del pensador del retorno cava la diferencia, devolviéndole el diferencial que le hacia falta, el diferencial sin el cual toda transvaluación es imposible. Lo que sigue siendo el gran descubrimiento, lo que desafía cualquier lógica, es que no hay retorno de lo negativo. El eterno retorno significa que el ser es selección. (Más ser se vuelve, más selectivo deviene.) El pensamiento del retorno es un pensamiento selectivo. Sólo retorna el que afirma, o lo que está afirmado, empezando por el mismo retorno. Es por eso que se trata aquí de una doble negación: afirmar lo que sólo quiere ser negación (tanto de la fuerza como del poder) y querer de eso, además, el retorno, es destruirlo dos veces. Basta con experimentarlo de manera personal e interior para convencerse de este punto: el pensamiento del eterno retorno es este pensamiento terrible y maravilloso que hace de la voluntad de aceptar un poder de creación. “Y lo que ustedes llamaban el mundo ¡habrán de crearlo!; ¡debe ser su razón, su imaginación, su voluntad y su amor!” (Nietzsche, Ainsi parlait 549). Entonces ¿qué ocurre cuando el pensamiento del retorno es realmente pensado? La respuesta nos la da el título del capitulo que sigue, en La Gaya ciencia, la comunicación sobre el eterno retorno: Incipit Tragoedia, comienza la tragedia… El que piensa verdaderamente el eterno retorno se vuelve hombre de lo trágico. Pensar el retorno significa adquirir una conciencia de lo trágico y adoptar una actitud trágica —conciencia porque el hombre trágico es consciente de sólo ser una voluntad que quiere y que quiere todo;
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actitud porque el que la adopta se plaza de sí en el devenir—. El que desea revivir todas las cosas una y otra vez, hasta una eternidad de veces, este es trágico, absolutamente. Y si se trata aquí del peso más grave, o sea más pesado, es que hay que cargarlo de la manera más ligera posible. Porque es el peso del creador. Retomamos entonces lo que decíamos al comienzo: ¿puede todo, tanto el horror como la hermosura, el sufrimiento como el placer, la grandeza como la profundidad, puede todo ser objeto de afirmación? ¿Puede todo ser querido tan fuerte que queramos también su eterno retorno? ¿Puede el mundo que habitamos ser el mundo que queremos, o sea: puede ser el mundo que creamos? La actitud trágica consiste en contestar sí a todo eso, y la conciencia de lo trágico ofrece añadir otra pregunta a la repuesta ya dada: ¿cómo llegamos a ser lo que somos?11 De esta actitud y conciencia nace un sentimiento, trágico, la alegría, alegría de lo múltiple, alegría plural, alegría absoluta del hombre que no quiere otra cosa que lo que es, que no se contenta con soportar lo ineluctable, y aún menos con disimulárselo, sino que lo ama, y que al amarlo, se exclama de repente: “mi pobreza consiste en que mis manos no descansan nunca de dar; mi envidia en ver siempre pupilas encendidas de esperanza y noches iluminadas de deseo” (Nietzsche, Ecce homo 123). A diferencia de Kierkegaard, Nietzsche ve en lo trágico el valor supremo de la vida, y en el eterno retorno de lo mismo la forma finalizada, por asumida, de la repetición. Como Schopenhauer, Nietzsche considera que la tonalidad fundamental de la existencia humana es de naturaleza trágica. Sin embargo, no deduce de eso un pesimismo peculiar para el hombre. Al contrario, descubre en eso la fuente de una infinidad de regocijos, regocijos terribles y suaves a la vez que el encuentro entre lo apolíneo y lo dionisiaco da para sentir. El ritmo trágico nace de las sacudidas que provoca el entrecruce inestable entre las dos tendencias, una tendiendo a “amansar las individualidades separándolas precisamente, trazando entre ellas líneas de demarcación, de las cuales hace las leyes más sagradas del mundo, exigiendo el conocimiento de sí mismo y la medida”, la otra poniendo adelante 11
Cf. Nietzsche, Ecce homo 57.
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“la concepción universal del monismo universal, la consideración de la individuación como causa primera del mal, la esperanza jubilosa de una emancipación del yugo de la individuación y el presentimiento de una unidad restablecida” (Nietzsche, La Naissance 1213, 1215-1216), y dándonos a “comprender que del aniquilamiento del individuo puede nacer un goce” (1214). Es el ensueño (como visión de las formas) y la embriaguez (como producción de formas por el ritmo), la mesura y la desmesura, lo bello preludiando a lo sublime, la individuación contradiciendo la fusión, la conciencia relevando el inconsciente (colectivo), el arte antes y después del caos, el día y la noche, la concentración y la expansión, la forma y la fuerza, el parar y el brotar, la superficie y la profundidad, el trabajo y la fiesta, la cultura y la barbarie, la sabiduría y la locura, la curación y la enfermedad, la identidad visible y la divinidad escondida, invisible. Nietzsche propone pensar el caos sin orden previo. “La doble naturaleza, a la vez dionisíaca y apolínea, podría condensarse en esta fórmula sumaria: ‘Todo lo que existe es justo e injusto, y en los dos casos igualmente justificable’” (1214). Y el coro se vuelve el lugar para experimentar este entrecruzamiento de fuerzas, el espacio donde sentir una aporía trágica de sentido. Allí, se escucha disonancia porque lo trágico no es unívoco. Si el ser humano se equivoca tan a menudo es por esta razón de que el fenómeno está siempre habitado por una pluralidad de fuerzas. Cual sea la fórmula de la compenetración —en potencia y en acto, causalidad de las cosas consecuencias inmanentes de los valores, dionisiaco y apolíneo— esta compenetración disuena, y la disonancia es productora de efecto trágico. En suma, toda disonancia que concierne el estar en el mundo del ser es productora de efecto trágico. La disonancia sería el efecto trágico primero. Se siente la disonancia, se escucha, se experimenta, se mantiene, se desea, se goza. Aquí tendríamos elementos para pensar en un trágico coral, es decir alegre. Kierkegaard, Schopenhauer y Nietzsche [momento trágico, misterio y repetición] Lo trágico kierkegaardiano surge y sólo puede surgir en la esfera estética. Existe, en cuanto al tiempo, un después de lo trágico, y,
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en cuanto al sentido, un más-allá de lo trágico. En cuanto al tiempo, el momento trágico es una etapa, y ciertamente no la última, en el “camino de la vida”. En cuanto al sentido, la imposibilidad trágica constituye la repetición menor de la imposibilidad religiosa. Es la razón por la cual Kierkegaard no cesa de comparar lo trágico con lo religioso. El primero conduce a la felicidad, el segundo a la alegría. Y, aquí, la felicidad es como el principio apenas comenzado de una alegría que no quiere surgir todavía. “La estética da el descanso antes de que el profundo contraste del pecado haya sido percibido en todo su espanto”, mientras “la religión sólo lo hace después de que este contraste haya sido percibido en todo su espanto”. Es la razón por la cual “la profunda pena y la profunda alegría de la religión” se distinguen de “la melancolía de lo trágico”. La melancolía es la pena y la alegría pero antes de la experiencia del mal actuar radical. La melancolía no es profunda: sólo da las premisas de los sentimientos que conocerá realmente lo religioso. A pesar de eso, queda la impresión, fuerte, de que el pensamiento de Kierkegaard nunca se deshace por completo de lo trágico, y de que, incluso en la esfera religiosa, todavía hay algo de lo trágico. En el fondo de sí mismo, Kierkegaard no cree en el hombre religioso. Si distingue entre el tipo del religioso A y el tipo del religioso B, es precisamente para mostrar que, si cada uno de ellos es religioso, es sólo en tendencia: la esfera religiosa es el lugar de la existencia terrestre donde el devenir religioso del ser humano es lo más explicito; pero nada más es un devenir. Cuando Kierkegaard escribe que la esfera religiosa contiene la esfera estética, hay que entender aquí que la primera participa de la segunda. Si se trata de una filosofía trágica, y no solamente de una filosofía de lo trágico, es porque el pensador protestante desconfía de la idea de una verdadera plenitud religiosa accesible al ser humano. Hay otra razón todavía: la inmensa ternura de Kierkegaard en dirección de la estética y de lo religioso —y su desprecio en dirección de lo ético—. Para él, sólo la angustia cuenta, ya sea estética (es decir trágica) o ya sea religiosa (es decir “la profunda alegría y la profunda pena”), la desesperanza ética sólo trae lo cómico –y lo cómico, al no ser ni el humor ni la ironía, queda sin gran
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valor–. Para el ente que se dedica a existir de verdad, el trágico es como una primera etapa, y quien dice primera etapa dice también etapa decisiva, impactante, inolvidable. El momento trágico sólo dura un momento pero deja una huella indeleble. En cuanto uno lo ha experimentado, no se deshace de él fácilmente. A la inversa, Schopenhauer considera el momento trágico como el punto culminante de la ética, su desembocamiento. Es cierto que el hombre moral schopenhaueriano no es el hombre de la ética kierkegaardiana, pero poco importan esas diferencias frente a lo que distingue los dos acercamientos del fenómeno trágico: para Schopenhauer, la tragedia nos permite pasar por la experiencia del mal radical y absurdo (nos hace pasar del sufrimiento a la nada), mientras que para Kierkegaard esta experiencia (la que hace pasar de lo estético a lo religioso) no puede para nada participar de lo trágico dado que “el mal no presenta ningún interés estético” (“Le reflet” 113). Pero, para Schopenhauer, a pesar de que sea la ética la que produce lo trágico, éste último no consiste propiamente en una experiencia ética. Lo trágico participa ante todo de la estética. El arte escénico es la manera de salir de la moral, con esta idea tomada de Kant, en que mientras más moral es uno, más sensible se vuelve al arte, y por ende más atento se vuelve a la tragedia: “las virtudes morales, la justicia y la caridad provienen, cuando son sinceras, de lo que el querer-vivir, leyendo a través del principio de individuación, se reconoce a sí mismo en todos sus fenómenos; entonces [estas virtudes] son ante todo una marca, un síntoma de que la voluntad que se manifiesta aquí no está profundamente hundida en el error, sino que la desilusión se anuncia” (Le Monde 1373). Aquella desilusión no es otra cosa que la tragedia misma. Y, si el moralista es el mejor espectador posible de ella, es porque en el instante en el que participa de lo trágico, deja de lado su ética, y el lugar ocupado en él por la ética —lugar ya vacante— es inmenso: el moralista des-moralizado posee las mejores capacidades para sentir el efecto de la tragedia. ¿Qué hay después de la tragedia? La nada. ¿Y qué más? “Para los que convirtieron y abolieron la Voluntad, es nuestro propio mundo actual, este mundo tan real con todos sus soles y todas
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sus vías lácteas que es la nada” (Schopenhauer, Le Monde 516). Lo que apunta Schopenhauer es el punto “más-allá de todo conocimiento”, el “Prajna-Paramita” de los budistas, el punto donde sujeto y objeto cesan de ser. Si, al acceder a tal punto donde el renunciamiento es total, miramos atrás de nosotros, el mundo nos aparece como nada, dado que ya no somos sujetos y que él ya no es objeto. Existe entonces un después de lo trágico, y éste es una forma peculiar de religiosidad: un budismo revisado y corregido por Schopenhauer. Pero el momento trágico sigue siendo el centro de la existencia: se inscribe entre el tiempo del querer y el tiempo del no-querer. Para Nietzsche, las cosas son todavía diferentes: la moral es sospechosa, y la religión es la parte más dudosa de la moral. Lo trágico no tiene entonces nada que ver ni con la una ni con la otra. De igual manera, no constituye ni la primera etapa de la existencia verdadera (como para Kierkegaard), ni su etapa de transición (como para Schopenhauer). Para Nietzsche, el modo trágico es un modo diferente; es el modo de la diferencia por cierto, pero aquí la diferencia está radicalizada: el modo trágico es diferente a cualquier otro modo de existencia —uno no participa necesariamente de lo trágico, uno decide entrar en lo trágico—. De cierta forma, el modo trágico está al lado de la moral y por tanto de la religión; el modo trágico es también la inversión de la moral y por tanto de la religión. Por una parte, está la existencia humana y su propósito regresivo (el resentimiento es la forma de expresión de la fuerza vuelta puramente reactiva); por otra parte, está la existencia sobrehumana y su propósito creativo (la voluntad es la expresión de la fuerza activa). Y, sólo la modalidad de la segunda es trágica, porque sólo el que entiende volverse sobrehumano participa de lo trágico. En el fondo, para Nietzsche, el trágico es el término de la existencia en la medida en que implica una actitud de apertura: es trágico el que quiere todo y lo quiere tanto que quiere su eterno retorno. El azar, que provocaba la desesperanza de Schopenhauer, trae aquí la alegría —una alegría tan potente que hace del azar una necesidad, una alegría tan fuerte que esta necesidad se vuelve querer y querer creador—.
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Se podría hacer figurar el momento de aparición del fenómeno trágico en el camino de la existencia de la forma siguiente: Kierkegaard Schopenhauer
momento trágico momento trágico
Nietzsche
momento trágico
El superhombre no desconfía del misterio que constituye para él su propia existencia, al contrario, lo reactiva, lo cava, lo continúa. A la inversa, el ente trágico schopenhaueriano pretende deshacerse del misterio, al estimar que es un tejido de no-sentido (es la nada del sentido). La tragedia kierkegaardiana se sitúa entre los dos. No se trata de aceptar el misterio, tampoco de negarlo: el momento trágico es el momento en el que se presiente el misterio, pero la impresión está todavía demasiado tenue para llegar a inducir al esteta a posicionarse. Lo más que puede pasar es que decida seguir la búsqueda, transformar la relación y entrar en lo religioso. El misterio de la existencia, para decirlo de forma sensata, es lo que, en la existencia, se mantiene para nosotros escondido, oscuro, extraño, inconocible, incomprensible, desconocido, etc. Es más que un secreto, porque, siempre, inquieta. La actitud trágica de Schopenhauer consiste en callar el misterio, en negarlo, la de Kierkegaard en presentirlo, la de Nietzsche en sumergirse adentro. Si Schopenhauer renuncia al misterio, es porque intenta establecer su representación. Si Kierkegaard prefiere buscarlo en otro lugar, es porque hay todavía demasiado de la representación en la estética para alcanzar su radicalidad. Si Nietzsche no va más allá, es porque puso un fin a la primacía de la representación. Porque el misterio es precisamente lo que es y está pero que no es representable. Es a la vez lo que está y es impensable. Lo que otorga misterio en nuestra relación con el mundo es aquello de lo que no sólo no podemos hacer una representación, sino también lo que surge inesperadamente en la presentación. El misterio es la parte de nuestra relación con el mundo que no esperamos y que sin embrago adviene. Es lo impensable que incluso procuramos pensar.
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Donde Schopenhauer, Nietzsche y Kierkegaard convergen es allí: la relación estética con este misterio de la existencia es una relación trágica. Se puede decir también que toda relación estética con el misterio de la existencia es de naturaleza trágica. No es sólo como ejemplo que los tres filósofos recurren a la tragedia –la escenificación trágica–. Poner en evidencia un trágico de la existencia implica considerar la estética en la vida. Y la tragedia es una forma estética de la vida. Es también eso lo que hay que entender: la existencia nos aparece como trágica siempre y cuando mantengamos con el misterio que ella constituye para nosotros una relación de orden estético. Y la tragedia pone en déficit la representación tanto como deja un espacio para lo impensable. Es lo dionisiaco y lo apolíneo, la angustia y la ironía, y, según la terminología de Schopenhauer, las contingencias de la Voluntad contra las certidumbres de la representación. Si lo trágico de la existencia resalta tanto en la tragedia (de hecho es más o menos la definición), no es porque ella proponga representarlo de manera completa (lo que sigue siendo, por definición también, imposible), sino porque hay en la tragedia lo que hace falta de representación (o sea lo menos posible) para que el misterio se haga manifiesto, es decir presente e impensable. La irreductibilidad del misterio designa un diferencial trágico; es este diferencial lo que aparece en la vida vuelta tragedia. El trágico no es el misterio y su diferencial, es un modo estético (existen otros) y este modo califica la relación diferenciada que mantenemos con el misterio. El misterio siempre inquieta, a veces espanta. Otra vez, disuena. Pero, más allá de la aprehensión, provoca a veces alegría, a veces angustia, a veces disgusto por la vida. Y estos sentimientos producidos en “el espíritu del espectador” por el “espectáculo trágico” dependen, en parte, de lo que se ofrece a la vista y, por otro lado, del estado y de las disposiciones fisiológicas del que está mirando. La percepción del espectáculo trágico hace nacer un sentimiento (angustia, disgusto, alegría) y el sentimiento una acción o más bien una respuesta-movimiento: la alegría llama a la creación, la angustia al salto, el disgusto al renunciar —y la creación es también el mantenimiento de la relación trágica con el mundo, el salto su transformación, y la renuncia su evicción—.
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Tenemos aquí una especie de modificación del “terror y la piedad” por una parte (en una serie más amplia de sentimientos no binarios), y de “la catarsis y la mimesis” por otra (en una serie más amplia de respuestas-movimientos no binarios). Al fraccionamiento de las apariciones de lo trágico y al carácter difuso del fenómeno, responden la diversidad de los sentimientos producidos y la multiplicidad de las respuestas-movimientos inducidas. Y la diferencia más grande con Aristóteles es, sin duda, no la relación con la existencia, sino la relación con lo trágico: la relación con la relación trágica con la existencia, la relación con lo que queda de misterio en la relación con la existencia. A esta doble relación, el esteta pretende transformar (en una relación religiosa), el asceta pretende deshacerse de ella, el superhombre entiende mantenerla y desarrollarla. Así, la diferencia entre Kierkegaard, Schopenhauer y Nietzsche no reside tanto en la definición de lo que es el fenómeno trágico (la calidad de una relación estética con el misterio) sino, por una parte, en las modalidades de su surgimiento, y, por otra, en las consecuencias de su aparición. Para Kierkegaard, lo trágico provoca la angustia. Ésta aparece bastante rápidamente. Incluso es el primer sentimiento “interesante” en el camino de la vida. Es el esteta-límite (el que ha probado absolutamente todas las contradicciones inherentes a la existencia en la esfera estética) quien resiente la angustia trágica. Lo que debe hacer es escoger: o quedarse en la angustia trágica y mantenerla, o “saltar” afuera de la esfera estética —Kierkegaard sugiere saltar directamente en la esfera religiosa—. El esteta no es el “bufón”, y el salto fuera de la estética no consiste en una ruptura sino en una transformación de la relación trágica con el misterio. La llamada a saltar es una invitación a transformar la angustia estética (nacida de la relación trágica) en una angustia religiosa. Para Schopenhauer, lo trágico provoca el disgusto por la existencia, y aparece una vez que uno es capaz de sentir moralmente asco por la vida, es decir, una vez que uno ha entendido todo lo que está en juego en la ausencia de sentido de su presencia en el mundo. El sentimiento de disgusto nos conduce a negar nuestro “querer-vivir” y a (no) vivir una (no) existencia de renuncia. Para Nietzsche, lo trágico sólo aparece al hombre que ha sido capaz de operar la transmutación de todos los valores, al que ha restablecido las condiciones
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para una actividad de las fuerzas. Lo trágico se sitúa entonces, a la vez, al final del recorrido y al lado de los demás recorridos. Si Zaratustra anuncia al superhombre, y por ende al hombre trágico, habrá sido necesario para eso experimentar primero la reactividad de la vida moral y religiosa. Además, el trastorno que desea no consiste tanto en la erradicación de toda moral y religión, sino más bien en el establecimiento de una moral y una religión creadoras de valores, una moral y una religión de y para el hombre vuelto activo, actor —actor más que activo de hecho, porque Nietzsche describe un hombre que quiere lo que puede y puede lo que quiere (y esto no tiene nada que ver con una tautología)—; Nietzsche quiere un hombre capaz de terminar con las falsas divinidades y los contra valores; Nietzsche quiere un dios que esté en el hombre y un hombre que sea creador de sobre humanidad, o sea un humano sobrehumano. El marco para actuar esto y dejarse actuar por esto es lo trágico. En cuanto a este punto, incluso Schopenhauer está de acuerdo. Pero, y es Nietzsche quién continúa: si lo trágico es alegre, es porque el descubrimiento de nuestro poder de creación, y el descubrimiento de que sólo lo positivo se repite en el retorno, nos vuelven alegres. Y esta alegría conduce, no a salir de lo trágico para renunciar a ser (como lo propone el autor de El mundo como voluntad y representación), no tanto en trasformar lo trágico (como lo propone el autor de La repetición), sino a mantenerlo y a desarrollarlo. Para Nietzsche, el descubrimiento del sentimiento trágico es concomitante a la inducción de la respuesta-movimiento. Nuestra alegría es toda entera la de querer continuar viviendo trágicamente el misterio de la vida. Y nuestro trabajo para desarrollar trágicamente el misterio, de retorno, mantiene nuestra alegría de vivir. La diferencia entre Nietzsche, Schopenhauer y Kierkegaard con respecto a la aparición del trágico podría resumirse en una diferencia en cuanto a la función de la repetición en la existencia en general y en el proceso trágico en particular. Para Nietzsche, el trágico está animado por el eterno retorno, por la sobre-repetición hacia adelante. La tragedia es el único espacio de la vida donde esta repetición es vivida. Para Schopenhauer, la repetición hacia atrás, la repetición del “¿por qué?”/Para nada, conduce al encerra-
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miento, un encerramiento cuyos clímax y resolución constituyen la tragedia. Ésta actúa el infierno de la repetición hasta el final y permite así salir de ella (y de la confusión que instaló): uno renuncia a todo y entonces a ella también. Para Kierkegaard, la repetición concierne a las tres esferas de la existencia [“el mundo subsiste y sigue subsistiendo porque hay una repetición” (La reprise 67)]. No tiene entonces ningún papel peculiar en el fenómeno trágico —éste participa de la repetición como todos los demás fenómenos de la vida—. Y, si es posible transformar la angustia estética en angustia religiosa, es porque la repetición como modo de ser del ente en tarea de existir (es decir del ente como devenir) concierne tanto a la relación estética con el misterio como a la relación con Dios. En la esfera estética como en la esfera religiosa, el actuar posee una forma idéntica: la repetición. (Con esa diferencia de que la repetición trágica de la Antígona moderna se efectúa mucho más hacia atrás de la que efectúa Abraham.) El sentido de la repetición indica, para Kierkegaard, el sentido de la vida; y este sentido hace falta buscarlo más allá de lo trágico, hace falta que el repetir se vuelva retomar, es decir, repetición hacia adelante. Kierkegaard, Repetición hacia adelante Momento trágico
Repetición
Schopenhauer, Repetición hacia atrás Repetición
Momento trágico
Nietzsche, Eterno retorno Repetición Momento trágico
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Todo lo que se ha dicho de la relación (estética) con la relación (misteriosa) con el mundo podría volverse a decir aquí en tanto que las diferencias que conciernen a la aprehensión trágica del misterio parecen ligadas a diferencias en cuanto al papel existencial dado a la repetición por cada uno de los filósofos. La forma del trágico depende de la naturaleza y de la función de la repetición. La forma de la relación con el mundo depende de lo que hace el mundo con la repetición presente, es decir, como disonancia de la presencia. De la disonancia a la paralogía [cuatro textos teatrales] Placer o sufrimiento de lo disuena en y debajo del presente, lo trágico es un efecto. La cuestión de la producción de este efecto es poética, la cuestión de su efectividad es estética. Primero, una pregunta poética: ¿de dónde se produce el efecto trágico? Segundo, una pregunta de orden estético: ¿dónde esta producción produce su efecto? Recordamos la hábil distinción operada por Roland Barthes a propósito de Madre coraje: el escenario brechtiano es épico, y la sala, sola, es trágica (49). Si, a veces, sólo la sala puede ser trágica es porque sólo la sala delibera. Si, como lo apuntó Schopenhauer, no es siempre necesario que el espectáculo que produce lo trágico sea trágico, es que el espectador, solo, siente lo que hay de terrible en el espectáculo —un punto que el estudio psicológico de la Antígona moderna también permitió tocar—. Para que se dé lo trágico, hace falta una conciencia de lo trágico. Para poder experimentar el efecto producido por la disonancia, hace falta percibir la imposibilidad de lo imposible, o para decirlo de otra manera: uno está en lo trágico cuando le aparece algo imposible, y que a pesar de saber perfectamente que lo imposible se quedará imposible (porque tal es su definición), nace en él el deseo de volverlo posible —lo que, por supuesto, es imposible—. La cuestión de lo posible estaba ya en el centro de la filosofía de Aristóteles, y en particular en el centro de su poética de lo trágico. El paso del estado en potencia al estado en acto resulta, en la tragedia, de la entrada de la sin forma en la forma: entonces de lo imposible en lo posible. Por cierto, esta problemática tiene todavía vigencia hoy en día, pero dio lugar a una pluralización: el en potencia aristotélico ya no se puede entender como un en sí
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extra-real; ya no es la esencia que encuentra cómo realizarse en la acción. Hoy en día se habla de los posibles. A las orillas del siglo XX, el discurso estético en torno a lo trágico insiste sobre el hecho de que el juego de los posibles es un juego del que no tenemos la llave. Lo que hay de sorprendente, para Maeterlinck (Lo trágico cotidiano), es que las combinaciones posibles de posibles son infinitas —a veces inesperadas, a veces desesperantes—. La insistencia sobre la compenetración Dionisos/Apolo se tiene que entender también así. Pero, a partir del momento en el que hay pluralidad de los posibles, ¿se puede hablar todavía de un imposible? Es posible p como es posible no-p (p siendo una proposición y no-p la proposición contraria, p y no-p teniendo el mismo referente). Aquí no hay ningún imposible: puedo p y puedo no-p. Pero ¿qué ocurre si realizo p? ¿Qué pasaría en este caso con no-p? Es el miedo a contestar esta pregunta lo que obligará a Schopenhauer a avanzar sobre la idea del “no-actuar”. En Une chaîne anglaise de Eugène Labiche, Victorina, la criada, intenta la efectuación simultáneamente de tres posibles: Victorina [sola en el salón]. (Tocan el timbre al fondo.) Ah, bueno, tocan en la escalera… (Se dirige hacia el fondo; tocan a la derecha.) ¡Vaya! ¡Bueno! En la habitación de la Señorita… Vamos. (Se dirige hacia la derecha. Tocan a la izquierda.) En la habitación del Señor ahora… vamos. (Tocan de los tres lados a la vez. Va de una puerta a otra.) ¡Aquí vamos! ¡Aquí vamos!… (Termina por dejarse caer en un sillón.) ¡Ah! ¡Por Dios! Que se arreglen. (Labiche, “Une chaîne” 101)
Hay tres proposiciones, tres posibles: 1, se dirige hacia el fondo; 2, se dirige hacia la derecha; 3, se dirige hacia la izquierda. Estos posibles son finalmente efectuados simultáneamente: va de una puerta a otra. Primero, Victorina se dirige hacia una puerta, luego, cuando tocan el timbre, va hacia otra, etc. Se trata pues de un montaje. En un principio, este montaje es sintagmático: tocan, luego la criada se desplaza, luego tocan, etc. Pero cuando tocan en los tres lados a la vez, el montaje se vuelve paradigmático. El proceso consiste en una especie de montaje simultáneo. Este coro de asociaciones, que junta entre ellas —simultáneamente— proposiciones inconciliables participa de la paralogía: una conjugación infinita de po-
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sibles, posibles que hasta ahora son extraños los unos a los otros, extranjeros los unos para los otros, o bien, a veces, por facilidad o por temor, confundidos. El principio de “no contradicción” es lógico. La paralogía está, etimológicamente, al lado de la lógica. La paralogía, como el “y”, como el “a la vez”, participa de una “lógica de la conjunción”12. Y si preferimos este término en vez de otros tales como “compenetración” o “composibilidad”, por ejemplo, es para insistir sobre el hecho de que la reunión no concierne solamente a dos, sino a una infinidad de posibles —la heteronimia que el término convoca pocas veces es binaria13—. En fin, un movimiento es paralógico cuando las asociaciones que produce no responden a una regla preestablecida de asociación, cuando hace cohabitar en él, por ejemplo, p y no-p, o también p y no-x, o p y x, o p y x e y (x e y siendo otras proposiciones o singularidades). Esta unión de dos, de tres, hasta de n proposiciones o singularidades, hasta ahora ajenas las unas a las otras o confundidas, puede provocar el efecto trágico. Lo que no siempre ocurre. La asociación convocada por Victorina no es trágica; posee un carácter de imposibilidad (Victorina termina por dejarse caer en un sillón) pero esta imposibilidad no concierne —o concierne muy poco— al ser. La imposibilidad es más de orden material que existencial: la criada se cansa. A la inversa, un movimiento paralógico se vuelve también trágico cuando al carácter de imposibilidad de la unión concierne nuestro ser/estar-en-el-mundo: a pesar de que la imposible unión se lleve a cabo, constatamos que “es humanamente imposible” que tenga lugar. Auschwitz y el humano, he aquí una conjunción trágica: “es humanamente imposible” que el humano sea un monstruo, y sin embargo, los campos de exterminio son la prueba terrible de que el hombre es también un monstruo. Humano y sobrehumano, he aquí otra conjunción trágica: “es humanamente imposible” que el hombre sea más que un hombre, que sea “Tal es la marca esencial del sentimiento trágico de la vida: reconocimiento de una lógica de la conjunción (y… y…) más que de una lógica de la disyunción (o… o…). Esta lógica contradictorial puede permitir pensar de qué manera la aceptación del mundo tal y como es, con el jubilo que eso secreta, participa de una sensibilidad trágica”. Maffezoli, L’instant éternel 14, 119. 13 Pese a que esta heteronimia sea en muy pocas ocasiones binaria, algunos de los ejemplos propuestos serán —para más claridad— de sólo dos términos. 12
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superhombre, y sin embargo, observa Nietzsche, al aceptar todo lo que está, su voluntad se vuelve la expresión pura de la fuerza activa, lo humano se vuelve creador, se vuelve sobrehumano. Lo imposible del que se trata pertenece al campo de la ontología de consistencia inesperada: tenemos aquí un imposible óntico. Atrás de lo existencial (macro-estructura ontológica) está lo existenciario (micro-estructura óntica). He aquí el misterio diría Heidegger. Lo existenciario es la estructura ontológica del ser del Dasein, del ente que “estamos siendo cada vez para nosotros mismos” (Etre et temps 54). El autor de Ser y tiempo distingue dos planos de existencia. El primero es el de lo existencial: una decisión existencial es una gran elección de vida, como una opción que se toma cotidianamente. El segundo plano es el del análisis existenciario, el análisis ontológico de la estructura del Dasein, la estructura implícita en todas las elecciones y decisiones tomadas en la esfera existencial, el análisis de lo que no ocurre en al existencia contingente y que, sin embargo, es fundamental, porque es el fundamento. Se trata de buscar los componentes permanentes del Dasein. Lo existenciario es el sustrato de lo existencial; aparece únicamente en razón de lo diferencial, de la disonancia. El efecto trágico se produce porque lo que descubrimos existenciariamente, lo experimentamos existencialmente como imposible –sin saber determinar si, in fine, esa imposibilidad es existencial y/o existenciaria–. La aporía trágica surge en el entrecruce disonante del plano existencial con el plano existenciario. El movimiento paralógico participa del trágico cuando describe, en un cierto plano (el plano existenciario del Ser que aquí está), una aporía: cuando encuentra presentemente una imposibilidad óntica. Y eso, al mirarlo bien, no es otra cosa que una cierta forma de puesta en crisis de los posibles del ser. Puesta en crisis porque se hace entonces la pregunta del por qué: no ¿por qué haber escogido efectuar p y no-p (o p y x, o p y no-x, etc.)? Sino ¿por qué haber efectuado p y no-p (o p y x, o p y no-x, etc.) a pesar de que no es posible? El carácter trágico de la realización paralógica sólo aparece por deliberación: cuando interrogo al callejón sin salida en el que me encuentro y mi interrogación no va dirigida hacia este callejón sin salida en sí mismo sino hacia lo impresentable de p 298
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y de x —sobre lo que hay o no hay debajo o más allá de p y de x—, en este momento el callejón sin salida se vuelve callejón sin salida trágico. Es el por qué aporético (un por qué del que no existe respuesta) y óntico (un por qué dirigido hacia las estructuras profundas del Ser) que actualiza el devenir-trágico del callejón sin salida: el que se encuentra adentro no puede salir. El doble carácter del callejón sin salida “de hecho” (“me encuentro en el callejón sin salida”) y del callejón sin salida “de derecho” (“decido quedarme”) hace del callejón sin salida un callejón sin salida trágico. El hombre hundido en la aporía pregunta: “¿por qué?”. Y, en cuanto a la pregunta del ¿porqué?, tenemos primero que la respuesta no está dada (“mi pregunta no se puede contestar”), y segundo, la ausencia de la respuesta no se percibe como una respuesta (“a mi pregunta no han respondido que no hay respuesta”), quien hace la pregunta descubre lo trágico, o, exactamente, entra en el descubrimiento trágico. Escucha la disonancia y desea escucharla aún más. Hoy en día, lo trágico aparece aún más fácilmente ya que el contexto en el cual toma lugar es lo cotidiano. El surgimiento del trágico es aún más visible porque la distancia disminuye entre el “escenario” y la “sala”. Si el efecto trágico se da en el siglo XX, éste es difuso. En Saved de Edward Bond, todo puede dar a pensar que la lapidación del recién nacido en un jardín público constituye el evento trágico principal (156-158). Y más aún porque la escena siguiente [la siete] deja ver a Fred —uno de los asesinos— en la cárcel: el encerramiento aporético se situaría entonces en ese instante. Y lo pensamos también porque la escena siete está exactamente en el medio del texto —hay en total trece escenas—. Por cierto, la aporía consiste en este caso en la capacidad que tiene el ser humano para hacer nacer y hacer morir al mismo tiempo: matar al recién nacido. Pero el efecto trágico que se produjo relacionado a esta aporía ya no se hace sentir con especial acuidad durante la escena seis, ni tampoco durante la escena siete. Si el asesinato y la encarcelación son los momentos más notables, no son los más trágicos. Los anuncios del asesinato, diseminados en diálogos insignificantes, son mucho más espantosos que el asesinato mismo: Escena 2. Bomba en un parque. Les explotas la cabeza. Escena 3. Un escuincle. Scratch. Los ojitos llenos de sangre. 299
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Escena 4. Frío como un muerto. Bueno para mí. Dios que daría por salir de aquí. No es una vida crecer aquí. Escena 5. Más tranquilo aquí. Un pinche panteón. (120, 124, 132, 137, 139)
Incluso en la escena seis, la que concluye con la lapidación, se anuncia otra vez el evento: “Fred imita un proyectil”, enseguida entra Pam con la carriola del niño (151). Lo que revela entonces el asesinato es la tendencia mórbida (que hace morir) contenida en estos parlamentos, y, la profundidad oscura de lo cotidiano que estamos mirando. De la misma manera, lo que resalta de las escenas ocho a trece es la indiferencia de lo cotidiano sobre su propia morbidez. La última escena en particular está compuesta únicamente de acotaciones en las que varias veces Pam “da la vuelta a una pagina” del “Tele Guía” (219-220), haciendo resentir al espectador lo que hay de extraño, de incongruente a veces, y ante todo de terrible en el sencillo hecho de vivir: la banalidad de nuestra existencia cotidiana es ya nuestra muerte; el ruido de la página de una revista televisiva se vuelve una fuente de angustia porque aparece como un dudoso subterfugio, una máscara que revela la aporía. Y esta aporía, a pesar de que es difusa, es el cotidiano propuesto por Saved, y como en el nuestro, omnipresente, logramos decir: nosotros, seres vivos, queremos nuestra muerte. En este cotidiano está en juego también algo de la repetición. En el pueblo de Lysanger, Solness construye una torre para la vieja iglesia; cuando se termina la edificación, se organiza una fiesta y el constructor, según la tradición, sube a la torre por afuera y cuelga arriba una corona de flores. Durante la recepción organizada en su honor, promete divertido a la joven Hilde construir, dentro de diez años, un castillo con una torre de la cual sería ella la princesa. Luego deja de construir iglesias y torres porque, dice, “los hombres no quieren de ellas” (Ibsen, “Solness” 315). Diez años después, Hilde hace irrupción en el hogar de Solness y reclama lo que le debe (300, 306-318). Al escuchar atentamente a la joven, el constructor siente despertarse en él un deseo olvidado: Solness [mirando a Hilde]. Más lo pienso, más me parece que en todos estos años me torturo para recordarme algo, —algo que viví pero que olvidé—. Nunca pude entender de qué se trataba. (316)
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La presencia de Hilde va a permitir a Solness intentar recobrar este saber olvidado: termina la construcción de otra torre de la que tenía el proyecto, y sube de nuevo para retomar arriba un diálogo con el “Todo-Poderoso” interrumpido desde hacía diez años. Este diálogo concierne a la posibilidad de la felicidad para el hombre. Tal es, en el fondo, el saber trágico del cual Solness ya no quiere separarse: ¿puede el hombre, fundamentalmente infeliz, ser feliz?... Pero, al llegar a la cima de la torre, Solness se cae y muere. El héroe está para siempre separado del terrible saber. Pero es precisamente porque siempre está separado de este saber que Solness escoge repetirlo. De hecho, el papel de Hilde consiste en recodarle la presencia, en él mismo, de este saber inaccesible, de ese impensable, de ese “troll” dice ella: Solness (con gravedad). ¿Nunca notó, Hilde, que lo imposible —que lo imposible nos atrae y nos llama—? Hilde (reflexionando). ¿Lo imposible? (Con vivacidad.) ¡Sí! Para usted, ¿es lo mismo? Solness. Sí. Hilde. Entonces, ¿es que hay —que hay una especie de troll en usted también—? (388) [el subrayado es mío]
Y cuando Solness duda en repetir lo imposible que lo habita, en despertar el troll que duerme adentro, Hilde es la primera en recordarle la necesidad imperativa de este retomar: Hilde. ¡Lo quiero! ¡Lo quiero! (Suplicando.) ¡Nada más una vez, constructor! ¡Haga otra vez lo imposible! (383)
Al repetir lo imposible, al repetir la aporía, al repetir la ascensión de la torre, al repetir la pregunta, Solness vuelve más grande la aporía. Es una mecánica: el movimiento que conduce al callejón sin salida no se apaga una vez que el callejón queda constituido sino que, volviéndose un movimiento de repetición, lo entretiene, lo cava, lo retoma, lo deforma. La repetición es una manera de hacer entrar el pensamiento en lo vivido y viceversa: hacer la economía de la idea. Cada uno puede intentar de ello el experimento interior: la repetición procesa por cortocircuitos, y permite llegar más rápido a la cuestión del presentar: un juego de palabras grosero consistiría en decir que la re-petición se hace cargo del “re” del “re”presentar y nos sitúa entonces en el presentar. Para
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que lo trágico aparezca, hace falta la repetición. Para que haya repetición, hace falta que la inestabilidad de los conceptos, de los sentimientos, de las emociones y del pensamiento sea permanente: hacen falta movimientos. En la introducción a La Era de la sospecha, Nathalie Sarraute habla de esos movimientos indefinibles que se deslizan muy rápido a los límites de nuestra conciencia. Esos movimientos “están desde el origen de nuestros gestos, de nuestras palabras, de los sentimientos que manifestamos, que creemos experimentar. Parecen constituir la fuente secreta de nuestra existencia. Mientras hacemos estos movimientos, ninguna palabra —ni siquiera las palabras del monólogo interior— los exprime, porque se desarrollan en nosotros y se desvanecen con una rapidez extrema, sin que percibamos claramente lo que son, produciendo en nosotros sensaciones muchas veces intensas pero breves” (8). Más adelante, Nathalie Sarraute continúa: “Estos movimientos subyacentes, este torbellino incesante, semejante al movimiento de los átomos, que todos estos gremios ponen a la luz, no son nada más que de la acción y sólo difieren por su delicadeza, su complejidad, su naturaleza ‘subterránea’, de las grandes acciones de primer plano” (34,36). Se trata —lo apunta Gilles Deleuze en Diferencia y repetición— de movimientos capaces de conmover al espíritu fuera de toda representación, de tal manera que estos movimientos se vuelvan ellos mismos una obra —sin interposición—; se trata de “sustituir signos directos por representaciones intermediarias; inventar vibraciones, rotaciones, gravitaciones, danzas o saltos que alcancen directamente al espíritu” (16). Uno no se deshace de la aporía. Al contrario, al quererla desbordar, la entretiene siempre más, la agranda. Aquí está el movimiento y el mecanismo (que se mueve) es el de un callejón sin salida desbordado y sin embargo siempre mantenido como callejón sin salida. Este mecanismo constituye un dispositivo trágico. Este dispositivo hace de la aporía óntica el aparato trágico. Hoy en día, la aporía es sencillamente una conjunción de proposiciones imposibles de conjugar, una unión paralógica que no admite solución. Y es el movimiento paralógico instalado en la aporía que, por medio de la repetición, entretiene dicha aporía. El dispositivo trágico es entonces un mecanismo de auto-activación y de auto-desbordamiento de la no-solución. Este dispositivo es trá302
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gico mientras el que está dentro (Solness por ejemplo) se dedica a comprobar su carácter de imposibilidad. Entonces, la intencionalidad es doble porque el movimiento es el —disonante— que conduce a constituir la aporía, y el –de repetición– que se topa con la aporía hasta el infinito. Escribimos: Aporía + Movimiento = Dispositivo trágico El término de dispositivo permite insistir, por una parte, sobre el hecho de que el mecanismo aporético está en movimiento, y, por otra, sobre el hecho de que el dispositivo es como el horizonte de la aporía. Es un compuesto de líneas de fuga de naturalezas diferentes y que no ciernen o circunscriben sistemas. Cada línea es rota, varían sus direcciones, derivan unas de otras14. Se trata de una construcción móvil, de una estructura inestable y múltiple, de un proceso cambiante, diversificado y entrecruzado. “Más grande es uno, más lleno es uno… Más vacío es uno.” (17) He aquí la aporía en Fin de partida de Samuel Beckett. Y se trata de un dispositivo trágico porque de esta aporía se quiere salir y no se puede: Basta, es tiempo de que eso termine, en el refugio también. (Un tiempo.) Y sin embargo hesito, hesito a... a terminar. Sí, eso es, es tiempo de que eso termine y sin embargo hesito todavía a —(bostezos)— a terminar. (Bostezos.) Oh yu yu, qué pesadez, más valdría que me vaya a dormir. (17)
Hamm es incapaz de conocerse e incapaz de soportar no conocerse. Quiere terminar y no quiere. Y estos dos querer no están puestos sucesivamente; están sobrepuestos, para siempre. Porque (¿hace falta explicitarlo?) Fin de partida no tiene fin. La partida se termina sólo para volver a comenzar mejor: “si eso se actúa así… actuémoslo así…” (112) y Hamm despliega su pañuelo y se lo acerca a la cara. Cae el telón (el pañuelo sobre la cara). Pero, ¿qué terminó? De seguro no terminó “la partida” cuyas figuras (Hamm) y accesorios (el pañuelo) vuelven a encontrar el lugar que ocupaban al comienzo del texto. El querer terminar conduce a querer volver a comenzar; dentro de esta arquitectura ambivalente 14
Cf. Gilles Deleuze, “Qu’est-ce qu’un dispositif ?” en Deux régimes de fou 50.
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del querer, la aporía es perpetuamente repetida; he aquí el dispositivo trágico de Fin de partida. Lo que sobra de intencionalidad en el movimiento de repetición de la aporía (el dispositivo) es el agente del trágico, es Hamm. No es ni el autor ni el testigo del movimiento. Es el agente: se dice participar de un movimiento. Aquí se trata de experimentar la aporía de sentido: todo a la vez, sentir el imperativo de existir y percibir la impractibilidad de la cuestión del ser. El agente trágico es el soporte del efecto trágico. El agente carga el devenir trágico de la aporía óntica; el agente es la cresta del movimiento que obra en el dispositivo. Es como la espuma de la ola aporética. Los sentimientos trágicos son tres: angustia frente a la vida, disgusto por la vida, alegría de vivir. Habrá que recordar de nuevo que estos sentimientos también son compuestos. De igual manera que Kierkegaard (releyendo a Aristóteles) con el temor y la conmiseración, se trata hoy de combinar, de manera aún más desordenada y paralógica, estos sentimientos primarios que son la angustia, el asco y la alegría. De hecho, ¿quién defendería la idea de que Hamm sólo provoca el disgusto (¿para qué vivir lleno y vacío?), que la serenidad de Solness sólo despierta la alegría? Al contrario, la locura asesina en Saved conduce no sólo al disgusto sino también a la angustia, el juego creador propuesto por Hamm a la alegría15. Es que estas combinaciones de sentimiento son ante todo experimentadas por el espectador. Se puede hablar entonces de agente público o de agente-espectador de lo trágico. Se instaura una “mecánica de cooperación” (Eco 7) y, casi mecánicamente, la potencia trágica se mide con el grado del efecto comprobado por el espectador. La evaluación de la intensidad de los sentimientos de angustia, disgusto o alegría y sus combinaciones determina el carácter mayor o menor trágico. Habría que hablar de la intensidad del efecto del encerramiento óntico, o de la manera de hacer sentir con más o con menos fuerza la aporía de sentido. 15 Sin embargo, por claridad en el propósito, seremos conducidos a describir, en cada uno de los dramas estudiados, el sentimineto dominante, es decir, prioritariamente producido. Regresaremos sobre los sentimientos secundarios y sus combinaciones en la conclusión.
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Hace falta que los espectadores estén, como lo dice Novomesky en Bestia de estilo, “de repente sacudidos por un sentido trágico de la esperanza” (Pasolini 501). Porque muchas veces es cuestión de esperanza: lo trágico no induce necesariamente a una postura pesimista (o peor: depresiva) frente a la existencia. Creer lo contrario sería olvidar que lo trágico es sólo el efecto de un movimiento, y, por consecuencia, poco importa que la tentativa que produce y acompaña para volver posible lo imposible tenga logros, en la medida en que esta tentativa en sí es un acto —y no una “acción”— que agujerea lo posible. Se trata de una mecánica de cooperación, por cierto, pero es una cooperación subversiva. Hace falta querer interrogar nuestro estar-en-el-mundo. Hace falta querer querer, es decir, nunca estar totalmente satisfecho. Experimentar el efecto trágico significa participar de un movimiento de resistencia, entrar en una “lógica” paralógica, cavar la aporía de sentido, jugar plenamente con el dispositivo de la vida, es decir, a la vez querer su implosión y saber que esta última es imposible de obtener. Tragedia de los imposibles [no hay conclusión] Resumamos. Para que haya trágico, importa estar en presencia de movimientos paralógicos. Dentro de estos movimientos, debe de haber mínimo uno (puede haber una infinidad) que conduzca a la constitución de una aporía. Y, cuando la aporía es continuamente reactivada como aporía, se constituye un dispositivo trágico. Este dispositivo es productor de efectos trágicos. Pero, si el agente ya no ve dentro de qué está encerrado porque nada más ve dentro de sí mismo, la relación con el mundo se vive primero bajo el modo de una relación de yo con yo, de sí mismo consigo mismo. Nos acercaríamos a la Antígona angustiada de Kierkegaard: una aporía del yo reflejada en el yo, un trágico insularizado en la psique. Por la sobre valorización de la aporía como tal, es decir del primer momento de la constitución del fenómeno, el callejón sin salida tiene demasiada rigidez y por ende su desbordamiento por el agente es cuantitativamente insuficiente para alcanzar a describir un dispositivo trágico… En cambio, a veces, lo que se vuelve aporético es la aprehensión de la aporía misma. En Saved, la relación (con el mundo) es indis305
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cernible y la diferencia yo/los demás se borra. Ojear una revista con o sin los llantos de un bebé es lo mismo. La ausencia de una condición topológica para el límite (aquí entre vida o muerte del recién nacido) se traduce en una preeminencia del dispositivo sobre la aporía. La aporía no aparece porque el dispositivo que la oblitera desplaza el “debate” en un lugar donde su presencia no tendría ninguna pertinencia: el espectáculo (televisivo en la obra de Edward Bond). No hay un en-casa ni un en-casa del otro (Fred vive indiferentemente en ambos no-lugares). Es la confusión y cerca de lo que describe Schopenhauer, el efecto en el espectador induce a una renunciación ambigua al querer-vivir. Y, otra posibilidad, el pleno redoblamiento de la repetición conduce a una mayor participación de los agentes, la relación con el mundo es la relación del yo con los demás y de los demás entre sí, participación a la vez lúdica y grave, generadora de alegría –exactamente la teatralidad de Beckett en Fin de partida–. Cuando las combinaciones paralógicas se vuelven juego total, ya no hay, estrictamente hablando, límites para la aporía. Esta se halla todo el tiempo desbordada. Sin embargo, ese desbordamiento no cancela el callejón sin salida. Por cierto, el agente transgrede la aporía, pero esta transgresión tiene lugar dentro de la aporía. Hamm vuelve a empezar. El agente cava la aporía hacia el exterior. El movimiento del desbordamiento de la aporía describe un dispositivo que no cancela sino que contiene a la aporía. Llegamos entonces a tres tendencias trágicas distintas: insularización, confusión, coralidad. Pero, ¿por qué no imaginar un trágico que no solamente repetiría la aporía y el dispositivo y que, al mismo tiempo, obliteraría ambos? Esta doble obliteración/ aminoración podría funcionar como una llamada a más impresentable desde el hueco, como una minoración/designación de las líneas de fuga subyacentes. Permitiría desbaratar mejor la ley de la destrucción de la imagen-mercancía y de sobrepasar esa nueva paradoja de la presentación: “la destrucción es externa al uso, pero inherente al consumo” (Ricoeur 22). La doble obliteración, en eso que repetiría una tercera vez la negación de la negación schopenhaueriana, sería la manera de mantener viva la distinción, de conservar su lugar en la formulación aporética. La doble obliteración favorecería el paso definitivo al régimen de la pura presentación. 306
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Eso se podría llamar tragedia de los imposibles: la doble intencionalidad jugaría plenamente, la doble obliteración sería tal que haría crecer las fuerzas –la doble obliteración volviéndose entonces el signo de una doble dinámica doblemente activa y finalmente constitutiva de otros efectos–. La tragedia de los imposibles sería la obra en obra que permitiese el paso, en la forma, de la imposibilidad. No sería un género sino un horizonte. No se constituirá tanto en los escenarios, los podium, las pantallas sino en el pensamiento de cada espectador vuelto actor. Sería lo que él haría de ella. La tragedia de los imposibles invitaría a actos de resistencias múltiples. Respectaría la facultad taumatúrgica del movimiento paralógico. Conduciría a sus agentes a decir con el Agamenón griego: “el mundo no tiene remedio, todo hay que hacer para cambiarlo”. Referencias bibliográficas Barthes, Roland. “Mère courage aveugle”. Essais critiques [Ensayos críticos]. Paris: Seuil, 1964. Bataille, Georges. L’expérience intérieure [La experiencia interior]. Paris: Gallimard, 1998. Beckett, Samuel. Fin de partie [Fin de partida]. Paris: Minuit, 1993. Bond, Edward. Sauvés [Salvados]. Trad. J. Hankins. Paris: L’Arche, 1997. Deleuze, Gilles. Différence et répétition [Diferencia y repetición]. Paris: PUF, 1997. ---. Nietzsche y la filosofía. Trad. Carmen Artal. Barcelona: Anagrama, 1971. ---. “Qu’est-ce qu’un dispositif?” Deux régimes de fou [Dos regímenes de locos]. Paris: Minuit, 2003. Eco, Umberto. Lector in fabula. Trad. M. Bouzaher. Paris: Grasset, 1998. Godard, Jean-Luc, dir. Nouvelle vague. Actores Alain Delon, Domiziana Giordano, Roland Amstutz, Laurence Côte. 1990. Heidegger, Martin. Etre et temps [Ser y tiempo]. Trad. Emmanuel Martineau. Paris: Authentica, 1985. ---. Nietzsche. Trad. Pierre Klossowski. Paris: Gallimard, 1998. Ibsen, Henrik. “Solness le Constructeur [El constructor Solness]”. Les douze dernière pièces III. Trad. Terje Sinding. Paris: Imprimerie nationale, 1994. 307
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Kierkegaard, Søren. La reprise [La repetición]. Trad. Nelly Villaneix. Paris: Flammarion, 1990. ---. “Le reflet du tragique ancien sur le tragique moderne”. Ou bien… ou bien… [O bien… O bien…]. Trad. F. y O. Prior, M. H. Guignot. Paris: Gallimard, 1991. Labiche, Eugène. “Une chaîne anglaise [Una cadena inglesa]”. Théâtre II. Paris: Flammarion, 1990. Loraux, Nicole. La voix endeuillée: essai sur la tragédie grecque [La voz de luto: ensayo sobre la tragedia griega]. Paris: Gallimard, 1999. Maffezoli, Michel. L’instant éternel: Le Retour du tragique dans les sociétés postmodernes. Paris: Denoël, 2000. Nancy, Jean-Luc. La communauté désœuvrée [La comunidad ociosa]. Paris: Christian Bourgeois, 1999. Nietzsche, Friedrich. Ainsi parlait Zarathoustra [Así habló Zaratustra]. Trad. Georges-Arthur Goldschmidt. Paris: Librairie Générale Française, 1989. ---. Crépuscule des idoles [Crepúsculo de los ídolos]. Trad. JeanClaude Hémery. Paris: Gallimard, 1996. ---. Ecce homo. Trad. Pedro González Blanco. México: Editores Mexicanos Unidos, 1986. ---. Anticristo. Trad. Enrique Eidesltein. Barcelona: 2000, Edicomunicación. ---. Généalogie de la morale [Genealogía de la moral]. Trad. Isabelle Hildenbrand y Jean Gratien. Paris: Gallimard, 1992. ---. La Naissance de la tragédie [El nacimiento de la tragedia]. Trad. Michel Haar, Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy. Paris: Gallimard, 1991. Pasolini, Pier Paolo. “Bêtes de style [Bestia de estilo]”. Théâtre. Arles: Actes Sud, 1995. Platón. Cratilo. Ricoeur, Paul. “Introduction.” Condition de l’homme moderne [Condición del hombre moderno] por Arendt, Hannah. Trad. Georges Fradier. Paris: Calmann-Lévy, 1993. Rosset, Clément. Schopenhauer: philosophe de l’absurde [Schopenhauer: filosofía del absurdo]. Paris: PUF, 1994. Sarraute, Nathalie. L’ère du soupçon [La era de la sospecha]. Paris: Gallimard, 1991. Schopenhauer, Arthur. Le Monde comme volonté et comme représentation [El mundo como voluntad y como representación]. Trad. A. Burdeau. Paris: PUF, 1996. 308
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Vernant, Jean-Pierre, y Pierre Vidal-Naquet. Mythe et tragédie en Grèce ancienne [Mito y tragedia en la Grecia antigua]. Paris: La Découverte, 2001.
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Jineth Ardila Estudió Literatura en la Universidad Nacional de Colombia y Portugués en el Instituto de Cultura Brasil-Colombia. Libros: Literatura para todos (2003). Ha publicado ensayos, reseñas y entrevistas a escritores, dispersos en algunas publicaciones culturales o universitarias. Ha sido editora de la revista Conversaciones desde La Soledad y de la Colección de Poesía Universidad Nacional de Colombia. Pedro Aullón de Haro Doctor en Filosofía y Letras, es autor de una extensa obra dedicada a la epistemología de la ciencia literaria, la poesía moderna, la teoría y la historia del ensayo, el comparatismo y la estética. Ha editado asimismo textos clásicos del pensamiento moderno, sobre todo estético, pertenecientes a autores como Schiller, Jean Paul, Krause, Croce, Juan Andrés o Milá y Fontanals. Libros: Teoría del Ensayo; Teoría general del personaje; La Modernidad poética, la Vanguardia y el Creacionismo; La obra poética de Gil de Biedma; El Jaiku en España; La sublimidad y lo sublime. Libros junto a otros autores: Teoría de la Crítica literaria; Teoría de la Historia de la literatura y el arte; Teoría de la lectura; Óscar Esplá y Eusebio Sempere en la construcción de la modernidad artística; Barroco. Actualmente es catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Alicante (España), y director de la colección Verbum Mayor. Jean-Frédéric Chevallier Estudió filosofía, sociología y teatro al nivel de maestría. Es Doctor de la Universidad de la Sorbonne Nouvelle, donde impartió clases. Profesor de múltiples talleres de teatro e imparte cátedra en distintas universidades de México, entre las que se cuenta la UNAM, en su Facultad de Filosofía y Letras. Sus artículos más recientes (en Francia, Canadá y México) buscan pensar la posibilidad de un teatro fuera del marco representativo. Publicó también un ensayo sobre lo trágico contemporáneo. En México fundó el colectivo Proyecto 3 con el cual organiza cada dos años un Coloquio Internacional sobre el Gesto Teatral Contemporáneo. Como director de teatro y dramaturgo ha dirigido montajes 313
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Autores
en Francia, España y Ecuador. En México ha presentado Los tres sueños de Rosaura, a partir del Calderón de Pasolini; Callejón de lis, de Joseph Danan; Máquina-Hamlet, de Heiner Müller; Gaudeamus desde México; Sin título; Discurso capital; La vaca Multicolor. Está a punto de terminar la edición de una película titulada: Cuesta è la fine del mondo? Actualmente es miembro del Sistema Nacional de Investigadores (CONACYT). Amalia Iriarte Núñez Licenciada en Filosofía y Letras de la Universidad de los Andes. Se ha desempeñado como docente de literatura en la Escuela Española de Middlebury College, Vermont, U. S. A. y de historia del teatro y estudios teatrales en la Escuela Nacional de Arte Dramático y en la Escuela de Formación de Actores del Teatro Libre de Bogotá. Ha colaborado en las revistas Quehacer Teatral, del Centro de Investigaciones teatrales, Gestus, del Centro de Documentación Escénica del Ministerio de Cultura y en Texto y Contexto, publicación de la Universidad de los Andes. Entre 1980 y 1992 fue la asesora literaria del Teatro Libre de Bogotá. Libros: Lo teatral en la obra de Shakespeare (1996); Tragedia de fantoches. Estudio del esperpento valleinclanesco como invención de un lenguaje teatral (1998), resultados de dos investigaciones realizadas en el Departamento de Humanidades y Literatura de la Universidad de los Andes, del cual es profesora asociada desde 1990. Fue la coordinadora del libro Don Quijote en las aulas, publicado en 2006 por Ediciones Uniandes y Siglo del Hombre, obra que incluye un ensayo suyo titulado “Don quijote espectador de Teatro”. Actualmente concentra su actividad docente en las áreas de literatura española del Siglo de Oro, en la de poesía lírica española del siglo XX y en la de estudios teatrales. Enrique Llobet Es licenciado en Historia y Ciencias de la Música por la Universidad de La Rioja, así como en Derecho por la Universidad de Valencia. Miembro del INCIS (Instituto de Investigaciones Sociológicas) de la Universidad Católica de Valencia. Es presidente de la Asociación Valenciana para Estudios Histórico-Musicales. Ensayos: “La música europea y Oscar Esplá”; “Relaciones musi-
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cales entre Francia y España hasta el Renacimiento”. En preparación: “Relaciones musicales entre España y Francia desde el Barroco”; “El humanismo musical en tiempos modernos”. En la actualidad elabora una tesis doctoral sobre la recepción wagneriana en la ciudad de Valencia. Juan Fco. Mesa Sanz Doctor en Filología Latina por la Universidad de Zaragoza, con un trabajo sobre lingüística funcional aplicada al modo subjuntivo latino. Libros: Concordantia Macrobiana. A concordance to the Saturnalia of Ambrosius Theodosius Macrobius, junto a Rosa Marina Saez (1997). (En relación con este trabajo, se encuentra en preparación la primera traducción al español de Saturnales de Macrobio para la editorial Akal.) El deseo y el subjuntivo. Análisis de los actos de habla optativos en latín (1998). Es asesor lingüístico y didáctico de la Ruta de los Museos Arqueológicos Romanos de Caesaraugusta (Zaragoza), el último de los cuales ha sido el Museo del Teatro Romano de Caesaraugusta. Fundador del Grupo de Teatro Clásico de la Universidad de Alicante, habiendo publicado las traducciones, adaptadas para la representación, de Plauto. Mostellaria (Sevilla, 2002) y Séneca. Edipo (Sevilla, 2002). Director del Grupo de investigación Corpus Documentale Latinum Valencie, cuyo objetivo es la digitalización de la documentación latina del Reino de Valencia y su análisis lingüístico. Actualmente es profesor Titular de Filología Latina de la Universidad de Alicante. Iván Padilla Chasing Profesional en Filología e Idiomas (Español-Francés) de la Universidad Nacional de Colombia. Realizó estudios de maestría en Didáctica Literaria e Historiografía Literaria en D. EA. (Diplôme d`Études Approfondies), con especialización en Literatura francesa, Dramaturgia y siglo XVIII en la Universidad Stendhal de Grenoble III. Es doctor en Literatura Francesa, opción Ilustración, de la misma Universidad. Actualmente es profesor asociado de tiempo completo del departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia, y se desempeña en las áreas de Teoría Literaria y Literaturas Extranjeras.
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José Luis Villacañas Berlanga Licenciado y doctorado en Filosofía de la Universidad de Valencia. Ha realizado estancias de investigación en las universidades de Mainz, Pisa y Marburg. Entre sus diversas investigaciones financiadas se encuentra El problema de lo Absoluto en el Idealismo alemán (subvencionado por la CICYT). Libros: La Quiebra de la Razón Ilustrada: Idealismo y Romanticismo; Tragedia y Teodicea de la Historia; Historia de la filosofía del idealismo alemán (2 vols); La filosofía en el siglo XIX (editor). Ha publicado un sinnúmero de artículos y capítulos de libros sobre la filosofía hegeliana, el idealismo y el romanticismo alemanes. Actualmente colabora con una investigación sobre las fuentes del pensamiento político español, e igualmente es catedrático de la Universidad de Murcia (España). Luis Sebastián Villacañas de Castro Licenciado en Filología Inglesa por la Universidad de Valencia, España, y actual Becario de Investigación del Departamento de Filosofía del Derecho, Moral y Política en la Facultad de Filosofía y CC. Sociales de la misma universidad. En estos momentos redacta los primeros capítulos de su tesis doctoral en filosofía política. En ella, el concepto de la estructura en común sirve como hilo conductor para sistematizar una corriente de la filosofía política contemporánea, tal y como la llevan a cabo autores como Walter Benjamin, Gilles Deleuze, Antonio Negri, Michael Hardt y Giorgio Agamben.
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Esta revista se terminó de imprimir en el mes de octubre de 2007 en Cargraphics S. A. Bogotá, D. C. - Colombia
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