EL MAGNOLIO, mi madre y yo.
Los árboles tenían las ramas secas, grises, desposeídas de hojas y de color. En cambio el Magnolio dónde deposité las cenizas de mi madre estaba lleno de un verde vigoroso. La tarde estaba gris y el leve sol envolvía aquel espacio dónde tantas veces jugué, corrí y vi a mi madre sentarse bajo su sombra. Llévame allí, me dijo mi madre mientras le limpiaba con suavidad sus manos temblorosas y acariciaba su cara secándole el sudor, minutos antes de verla partir. No quiero que después de muerta también tenga que estar junto a él. Fueron pocas palabras, pero las suficientes para entender con claridad, que los últimos deseos de mi madre eran que sus restos no descansaran junto a los de mi padre. No fue hasta ese día en el que me agaché para soltar sus cenizas, cuando pude descubrir la belleza de aquel Magnolio. Según me contó ella, lo plantó mi bisabuelo. Era robusto, grande, de ramas que rozaban el suelo, hojas brillantes y flores de pétalos blancos, exuberantes y olorosos. Por primera vez fui consciente de la hermosura de aquel árbol y de lo que significó en la vida de mi madre. Sentí el aire acariciar mi cara, levantar mi vestido, zumbar en mis oídos. Temblé, mientras una parsimoniosa lágrima caía desde mis ojos. Recordé la de veces que veía a mi madre sentarse bajo sus ramas. Casi siempre era después de una discusión con mi padre, en la que por lo general, ella cedía ante sus pretensiones y en sus disputas él se llevaba el gato al agua. Salía de casa alisándose su enmarañado pelo, y se dirigía hacia la pradera, no sin antes, acercarse donde jugábamos mi hermano Pepe y yo, abrazarnos, rozarnos con sus manos ásperas la cabeza y con una leve sonrisa marcharse a paso lento mientras la escuchaba balbucear. Yo sentía consuelo cuando tras las disputas, ella nos abrazaba. Era como si, ya, se hubiera pasado la tormenta. Cuando la veía acercarse al árbol y coger sus hojas y ponerlas en aquel pequeñito y ennegrecido canasto de mimbre, la miraba de reojo y sentía alegría. Voy a hacerle un potingue a tu padre, me decía a su regreso. Está indigesto y se le pasarán los dolores, me volvía a decir mientras iba hacia la casa.
Me llegaba el olor que salía por la ventana de la cocina. Mi madre, hervía las hojas del árbol y las dejaba reposar. Mi padre, una vez fría, se tomaba aquella infusión.
Recuerdo aquel día, más que ninguno otro, cuando tras apagar las velas de mis doce cumpleaños, le comentó mi madre que al día siguiente quería ir al pueblo. Mis padres eran los caseros de un cortijo que dictaba algunos quilómetros de Tornaluz, el pueblo más cercano. Le comentaba a mi padre, que comenzarían unas clases destinadas a las mujeres que querían aprender a leer y escribir. Mi madre, sabía muy poco y quería aprender más. Mi padre, guardó unos minutos de silencio, se lavó las manos, se quitó la gorra, saboreó un trozo de tarta de galleta y chocolate echa por mi madre y le dijo. Mañana toca esquilar las ovejas, recoger el trigo, almacenarlo en el granero y ordeñar las vacas que van a reventar. Mi madre, que había ordeñado hacía unos minutos las vacas, agachó la cabeza, y con la voz leve volviéndose para llevar un plato al fregadero, le dijo que le quedaría algo de tiempo para acudir a esas clases. Mi padre, arrastró la silla y se sirvió una copa de mosto golpeando después la botella en la mesa de madera. Ella, nos tomó de la mano a mi hermano y a mí y tras acariciarnos el pelo y posar nuestras cabezas junto a su pecho, nos dijo que saliéramos a jugar a la pradera, fuera de la casa. Pasados unos segundos, la vi salir en dirección al Magnolio y se sentó bajo su manto verde. Allí gesticulaba y balbuceaba palabras que yo no entendía. Hablaba con los pajarillos que habían hecho nido en sus ramas y los mirlos negros que graznaban al atardecer.
Comprendí muchas cosas mientras acariciaba el musgo verde de aquellos parajes y miraba aquel árbol testigo de mis juegos y de los secretos más hondos de mi pobre madre. Lloraba a la vez que miraba las cenizas y acariciaba el bote de cristal. Zumbaba el aire y las hojas se mecían a su son con síntomas de querer decirme algo. Mi madre enfermó no hace muchos días. Fue de pronto. Su corazón comenzó a dar señales de debilidad y no aguantó el último de sus sufrimientos, aquella mañana que tras cortar y apilar la leña, ir al gallinero y recoger los huevos, echar de comer a los cerdos y limpiar las cochiqueras, vaciar los haces
de trigo del tractor, adecentar la casa y hacer la comida, tender y guardar la ropa, sacar las vacas a los pastizales y asearnos para llevarnos al colegio, la agarró mi padre por un brazo y le enseñó el cuaderno que había descubierto escondido debajo del cojín del butacón. Me escondí detrás de la chimenea, los ojos de mi padre desprendían fuego. Mi hermano se vino junto a mí y se acurrucó. Quiero aprender, le dijo mi madre. No tienes tiempo, le contestó él mientras arrojaba el cuaderno a la chimenea. Miré cómo se quemaba entre las llamas. Pude leer entre las hojas que ardían…dictado. Mi madre, nos colocó los gorros, la bufanda y los guantes, nos agarró de la mano y caminó con nosotros para la escuela haciéndonos esperar unos minutos para ir antes al Magnolio, coger algunas hojas y depositarlas en el canasto. Me tranquilizaba verla venir con su canasto al brazo y una leve sonrisa que unida al suave apretón que nos daba junto a su pecho me hacía olvidar la mirada de mi padre y el recuerdo de aquel cuaderno desapareciendo entre las llamas. Ella tenía mucho interés por aprender a escribir. El se lo impedía buscándole los cuadernos por toda la casa, hasta que daba con ellos. Menos con uno. Aquel que escondió junto a las raíces del árbol y que tanto placer le daba escribir en él lo poco que iba aprendiendo a sus espaldas. Supe esto hace unos días estando ya mi madre muy enferma. Anda y ve, me dijo. Escaba un poco. Está bajo la tierra, junto a la raíz del árbol. Hay un cuaderno que quiero que leas. Lo escribí mientras te fuiste a estudiar a la ciudad con la idea de que algún día lo leyeras. Esto me lo dijo, jadeante, entrándole sólo un hijo de aire en sus pulmones. La escuché.
No me dio tiempo de decirle a mi madre lo mucho que me gustó leer ese cuaderno. No me dio tiempo. Murió antes. El cuaderno olía a mi madre, olía a las magnolias perfumadas, tenía entre sus destartaladas y emborronadas letras la partitura de una sinfonía tocada por los gorriones que se posaban en el ramaje verde. Se inclinaban los renglones torcidos cómo queriéndose salir de un renglón paralelo y fuera del contorno del cuaderno. Entre una hoja y otra del cuaderno, pétalos de magnolias secas adornaban y perfumaban las páginas. Cuando terminé de leer lo que escribió, dejó en mí una enseñanza que se extendió misteriosamente por mi espíritu. Cómo un legado, dónde una fórmula de felicidad estaba escrita para mí. Destaqué de entre todo lo que escribió, estos renglones: y… bajo este divino árbol, que tanto me ha cobijado y que tanto sabe de mis penas e ilusiones, que ha sido para mí amigo, espejo, símbolo de la vida que siempre quise tener, con fuerte raíz que se ahonda en la tierra, de tronco recio y firme capaz de soportar fuertes vientos, portando brillo
como el de sus hojas, que huele a esencia que se propaga y que deja caer sus ramas al suelo buscando andar por la superficie… Cuando terminé de leer lloraba de tristeza. Me dejé caer al suelo. Me arrodillé ante el Magnolio, altar verde de mi madre. Abrí el bote de cristal, su última prisión y deje salir con libertad sus cenizas después de haberlas tenido abrazadas a mí pecho. ------------------------------------------------
Han pasado algunos meses desde el día que murió mi madre. Aquel cuaderno me acompaña como si fuera parte de mí ser. Es el recuerdo de mi madre que me ha dejado su voz entre renglones. Me hacía entrever que algunas cosas de su vida no las quería para mí. Hoy, gracias a ella, soy una mujer libre, capacitada para andar por el mundo tomando mis decisiones y siendo yo misma en todo lo que hago y quiero seguir haciendo. A mí nadie me ha quemado mis cuadernos. Mi padre conmigo y con mi hermano no se atrevió a oponerse ni a mandar. Ahí salía la fiera de mi madre a defendernos. Después, era ella la que iba a tomarse una infusión de hojas de Magnolio para la indigestión. Yo escuchaba cómo crujían al partirlas antes de echarlas en la cacerola. Hoy, quizás me vendría bien un sorbito de aquel brebaje de fuerte sabor que dejaba la casa infestada de su aroma. Leo el cuaderno escrito por mi madre. Tengo que tomar una decisión y por primera vez en mi vida hay algo que no la hace firme. Llevo años saliendo con mi novio Borja. Lo conocí en la Universidad durante aquellos conflictos y revuelos políticos. El, era uno de los cabecillas. Me cautivó con sus palabras y sus ideas revolucionarias. Nos fuimos a vivir juntos al poco de conocernos. Aún vivía mi madre y ella siempre vio con buenos ojos nuestra relación. Nos propusimos no tener hijos y dedicar nuestra vida a trabajar y viajar por el mundo. Ha sido después de programar el último de nuestros viajes a la India, cuando llena de desconcierto me he enterado que estoy embarazada. Yo no quiero tener al niño, Borja en cambio se lo está pensando.
Cojo el cuaderno de mamá y lo aprieto contra mi pecho cómo ella hacía conmigo y con mi hermano. Lo abro, y entre aquellos renglones inclinados que querían salirse de los bordes vuelvo a leer algunas líneas de uno de sus escritos: … gracias a este árbol, símbolo de poder y de vida he podido resistir los avatares de una existencia azarosa y no todo lo buena que siempre soñé. Mi árbol querido, mi altar, refugio, aliento, mi santuario de libertad….
Tras leer estas últimas frases me dirijo al lugar dónde tantas veces vi acercarse a mi madre y donde reposan sus cenizas esparcidas. Me acompaña el hijo que no quiero tener en mis entrañas y la discusión que tuve ayer con Borja sin dejar de golpear en mi cabeza. Él quiere al bebé, yo no. El Magnolio está más hermoso que nunca. Jamás lo he visto tan claro, tan luminoso, con un verde lleno de la belleza esculpida por la naturaleza. Me inclino de rodillas sobre el musgo que alfombra la superficie de la tierra, lo acaricio. Acaricio el robusto tronco resquebrajado y envuelvo mi cuerpo en una de las ramas que cuelgan hasta el suelo. Toco sus alargadas hojas brillantes y las restriego en mis manos. El viento se quiere llevar mi melena y enredarla y mientras lloro y quiero responder que si a mi decisión, aparece Borja cómo un obstáculo. ¡¡¡Mamíiiiii!!! grito una de las veces cómo queriendo que ella reafirme mi decisión. ¡¡¡Madreeeee!!! vuelvo a gritar. El viento amaina, y el sol que cae entre tornasoles, violetas, rojos y anaranjados crea una luz que da más vida aún a aquel embaucador y simbólico árbol. Las lágrimas me brotan cómo un manantial permanente, mientras percibo en él un nuevo nacimiento que no había visto antes. Estaba repleto de frutos en forma de piña. Un fruto, otro fruto, otro fruto, cuajado de frutos que estaban comenzando a abrir sus semillas. Rojas, en forma de habichuelas ovaladas. Miles de rendijas en los frutos abriéndose a la vida nueva en eléctricas y brillantes semillas rojas. Despejo mis ojos de la nube de lágrimas y sale disparado desde la maraña de mis pensamientos un nuevo descubrimiento en forma de esencia, desde ese maravilloso, milagroso, e enigmático árbol que se ha decorado de semillas rojas para una nueva vida. Vuelvo a hincar mis rodillas, a acariciar el suelo, a tocar las raíces que sobresalen de la hermosa tierra que acogió mi niñez. Cojo algunas semillas rojas, las aprieto contra mi pecho como hacia mi madre con mi hermano y conmigo, algunas otras las meto entre las hojas del cuaderno y tras una última mirada al Magnolio imantada por él y las manos puestas en mi bajo vientre, me alejo de aquel lugar con el espíritu lleno de alegría y el ánimo rebosante. Me espera Borja. He quedado con él a las cinco en el lugar siempre habitual para nuestras citas. Tenemos una conversación pendiente de darle solución.