EL MAGNOLIO MI MADRE Y YO DE Paqui Vázquez García

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EL MAGNOLIO, mi madre y yo.

Los árboles tenían las ramas secas, grises, desposeídas de hojas y de color. En cambio el Magnolio dónde deposité las cenizas de mi madre estaba lleno de un verde vigoroso. La tarde estaba gris y el leve sol envolvía aquel espacio dónde tantas veces jugué, corrí y vi a mi madre sentarse bajo su sombra. Llévame allí, me dijo mi madre mientras le limpiaba con suavidad sus manos temblorosas y acariciaba su cara secándole el sudor, minutos antes de verla partir. No quiero que después de muerta también tenga que estar junto a él. Fueron pocas palabras, pero las suficientes para entender con claridad, que los últimos deseos de mi madre eran que sus restos no descansaran junto a los de mi padre. No fue hasta ese día en el que me agaché para soltar sus cenizas, cuando pude descubrir la belleza de aquel Magnolio. Según me contó ella, lo plantó mi bisabuelo. Era robusto, grande, de ramas que rozaban el suelo, hojas brillantes y flores de pétalos blancos, exuberantes y olorosos. Por primera vez fui consciente de la hermosura de aquel árbol y de lo que significó en la vida de mi madre. Sentí el aire acariciar mi cara, levantar mi vestido, zumbar en mis oídos. Temblé, mientras una parsimoniosa lágrima caía desde mis ojos. Recordé la de veces que veía a mi madre sentarse bajo sus ramas. Casi siempre era después de una discusión con mi padre, en la que por lo general, ella cedía ante sus pretensiones y en sus disputas él se llevaba el gato al agua. Salía de casa alisándose su enmarañado pelo, y se dirigía hacia la pradera, no sin antes, acercarse donde jugábamos mi hermano Pepe y yo, abrazarnos, rozarnos con sus manos ásperas la cabeza y con una leve sonrisa marcharse a paso lento mientras la escuchaba balbucear. Yo sentía consuelo cuando tras las disputas, ella nos abrazaba. Era como si, ya, se hubiera pasado la tormenta. Cuando la veía acercarse al árbol y coger sus hojas y ponerlas en aquel pequeñito y ennegrecido canasto de mimbre, la miraba de reojo y sentía alegría. Voy a hacerle un potingue a tu padre, me decía a su regreso. Está indigesto y se le pasarán los dolores, me volvía a decir mientras iba hacia la casa.


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