Letras 25 de abril

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[ Letras ] DE CAMBIO

S U P L E M E N T O D E C U L T U R A D E C A M B I O D E M I C H O A C Á N | N U E V A É P O C A | COORDINADOR: VÍCTOR RODRÍGUEZ MÉNDEZ | 25 DE ABRIL DE 2015 |

Nuestras lecturas ¿Pueden los libros marcar una vida? POR MANUEL GARCÍA URRUTIA MARTÍNEZ | PAG. 2

Gabo, la primera entrevista POR ROSA CASTRO | PAG. 4

Tirria POR NETZAHUALCÓYOTL ÁVALOS ROSAS ROSAS| PAG. 7

Recuerdo de Texas CREACIÓN J. M. COETZEE | PAG. 8


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Nuestras lecturas ¿Pueden los libros marcar una vida? POR MANUEL GARCÍA URRUTIA MARTÍNEZ

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l 23 de abril se conmemora en más de un centenar de países el Día internacional del Libro y del Derecho de Autor, pero en otros países es también el Día Internacional del Idioma. Sabemos que se tra ta de una conmemoración, a nivel internacional, establecida desde hace años, en 1995, por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), con el objetivo de fomentar la lectura, la industria editorial y la protección de la propiedad intelectual por medio del derecho de autor. La fecha de conmemoración se ha elegido porque se supone que en ese día, en el año de 1916, murieron, coincidentemente, Miguel de Cervantes Saavedra y William Shakespeare, dos grandes escritores de la literatura española e inglesa, respectivamente. En realidad, en mi opinión, como en tantas cosas, no debiera existir una fecha única que nos recordara la importancia de la lectura porque pocas cosas en la vida son tan gratificantes y recompensan tanto como leer. Hoy en día, aunque existen muchas oportunidades de acercarse a la lectura de un libro, inclusive desde el medio de comunicación que representa el internet, lo cierto es que existen para los jóvenes otras alternativas de entrete-

nimiento, de comunicación y acceso a la información más digeribles, empezando por la televisión. Sin embargo, muchas de esas opciones han venido acotando y desvirtuando el lenguaje así como la capacidad de imaginar, y hacen más complicado atrapar la atención para la lectura de un texto en un medio, como el internet, donde todo pasa de manera vertiginosa y obliga a la brevedad. Hoy la vida pasa y se escribe en 140 palabras. De las motivaciones que tiene la lectura podría señalar rápidamente 20 puntos a favor: 1. Amplía nuestro vocabulario. 2. Mejora nuestra ortografía. 3. Estimula nuestra imaginación y creatividad. 4. Fortalece nuestra cultura y nos acerca a otras.

No debiera existir una fecha única que nos recordara la importancia de la lectura porque pocas cosas en la vida son tan gratificantes y recompensan tanto como leer.

5. Hace viva y muestra la diversidad. 6. Permite viajar y conocer lugares donde quizá nunca estaremos. 7. Extiende nuestras vidas y las pasea por el pasado, el presente y el futuro. 8. Permite conocer y vivir experiencias al lado de mil héroes. 9. Permite sentir pasión, emociones y enamoramientos, sin padecerlos en carne viva, y tan eternos o efímeros como la lectura nos impacte. 10. Da testimonios de vidas ejemplares y de otras no tanto –quizá hasta odiadas. 11. Permite conocer la complejidad de la naturaleza humana. 12. Permite imitar y descubrir referentes e ideales para animar a la vida. 13. Permite dialogar con el autor, con los personajes, con la obra. 14. Permite compartir secretos y cómplices, así como encontrar afinidades. 15. Permite reconocer la historia; nuestra identidad y forjar nuestro orgullo o desvelar nuestros complejos históricos. Nos deja vernos en un espejo como colectividad. 16. Permite reconocer valores y tratar de ser consecuentes con ellos. 17. Nos abre el mundo y nos da nuevos co-


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nocimientos; aprendemos. 18. Permite entender y encontrar respuestas pero también nuevas dudas. 19. Alienta a escribir para emular estilos de los escritores favoritos e intentar nuestra propia senda. 20. A veces, marca nuestras vidas. Se vuelve, la lectura, parte de nuestra memoria, de nuestra guía para conducirnos por la vida. Si esos puntos no son suficientes para motivarlos a la lectura, déjenme contarles una historia o cuento que creo que es de terror. Perdonen la indefinición del género literario. Uno vez un personaje muy famoso e influyente de nuestra realidad política y social visitó, en plena campaña política, un evento que estaba dedicado al libro porque iba a presentar, paradójicamente, un texto que era de su supuesta autoría: México, la gran esperanza. En ese acto de campaña, bien planeado y calculado, donde se exaltaba la personalidad intelectual del candidato para dejar atrás, de una vez y para siempre, la percepción de que su imagen era producto de la mercadotecnia, los periodistas le preguntaron, después de su intervención sobre la obra citada, cuáles eran los tres libros habían marcado su vida. Inmediatamente se aprestó a señalar que uno de ellos era La biblia, pero no recordaba su autor –bueno, ésta es exageración mía-, pero otro más era La silla del Águila que se lo atribuyó a Enrique Krauze cuando en realidad su autor es Carlos Fuentes; quiso, entonces, acordarse de otro título más, que sí era de Krauze, pero no pudo –se refería a La presidencia imperial- y luego, ya ofuscado y porque nadie del público y sus allegados le ayudaba para salir del paso, pensó en otro libro: La inoportuna muerte del Presidente, pero no se acordó del autor; alguien del público le gritó: ¡Tomassini!, y, en efecto, su autor era Alfredo Acle Tomassini. Esa anécdota viene al caso como moraleja de una fábula, quizá de burros u otra fauna similar, porque a quienes no les gusta leer puedo decirles que es posible que la vida los premie, porque ahora ese personaje es el Presidente de la República y decide por todos nosotros. Como ven, no se necesita leer para ocupar altos cargos políticos. Ah, cómo me recuerda este episodio a un libro llamado Desde el jardín, de Jerzy Kosinski –después se hizo película memorable con Peter Sellers, con el nombre de Un jardinero con suerte. Cuando esos hechos ocurrieron muchos “líderes de opinión” orgánicos o ligados al poder de los medios de comunicación más poderosos salieron en su defensa y criticaron a los periodistas, sus colegas, que le hicieron la pregunta. “¿A poco existe un libro que marque la vida de alguien”?, “¿a quién se le ocurrió tal disparate y exageración?”, decían, molestos. “A mí no me ha marcado la vida ninguno”, decía uno de ellos, de manera obvia y como ejemplo soberbio de que ni lo necesitaba. Casualmente a él algunos de sus colegas le llamaban El Maestro. Era claro que se trataba de un personaje distinguido de la misma fauna. Otra muestra de que no se necesita leer para llegar lejos y ser exitoso. Como no soy un ejemplo de esos especímenes y a mí sí, lo reconozco, me han marcado algunos libros que he leído a lo largo de mi vida, ahora permítanme contarles mi experiencia al respecto. Cuando estaba chavo, por el tiempo que hice mi primera comunión, me regalaron dos libros; uno, como al personaje del cuento o realidad, ya no sé, era una “Biblia para niños”. De esa texto me quedé con el Cristo que iba a vivir en mi memoria, en mi vida y en mis oraciones, era aquél que anduvo en la mar y no en la cruz, como después me lo recordó, al descu-

Entré a la Universidad y las lecturas cambiaron y ya eran una constante en mi vida para enriquecerla, para imaginar, para encontrarme con mis semejantes, para transformar.

brirlo, el poeta Antonio Machado; era el Jesús que dijo el sermón de la montaña, según cuenta en sus Evangelios San Mateo –”Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados” –, y no el Dios de la ira, del temor y el castigo; el Dios que pidió a Abraham sacrificar a su hijo Isaac, aunque haya sido nada más una prueba. El tema de la lectura y mis conclusiones derivadas de ella me servían mucho porque yo estudiaba con jesuitas y me permitía tener mis propias definiciones frente a mis compañeros y mis maestros con relación a la religión y mis creencias desde muy pequeño. Era y me reconocía católico en ese tiempo, pero tenía mis matices frente a las creencias de mis demás compañeros y eso me hacía distinto, en un ambiente donde las diferencias se marcaban por la posición socioeconómica. Gracias a lo que aprendí y capté de ese libro –y a que jugaba fútbol y estaba en la selección de la escuela– pude ganarme un espacio propio dentro de la primaria y la secundaria. Eso me ayudó a superar complejos de autoestima. El principito, de Antoine de Saint-Exupéry, fue el otro libro que recibí de regalo. Lo leí entonces y no le entendí, pero ya mayor, alrededor de los 16 años, volví a verlo y fue un libro muy importante para mí. Reconocí y descubrí, de manera metafórica, la construcción de la amistad, la importancia del amor y su cultivo permanente, los diferentes mundos en que se mueve la sociedad y el poco valor que le dan a las cosas importantes por vivir en la superficialidad y la rutina. En fin, el libro se me hizo una fórmula para la vida, para entenderla y vivirla. Me ayudó a que mi adolescencia fuera menos dolorosa y sentirme identificado con un personaje que era diferente, e igual a la vez, y podía vivir entre los demás con mis propios conceptos, valores y convicciones. Ya en la preparatoria fue otra cosa. Mi búsqueda por el sentido de la vida fue acompañada de muchos libros: de Franz Kafka (La metamorfosis), de Jean Paul Sartre (El muro, La náusea), de Lobsang Rampa (El tercer ojo),

Juan Castaneda (Las enseñanzas de Don Juan); de personajes donde el existencialismo, el nihilismo, el humanismo, la tentación de las drogas y la navegación introspectiva, el “clavado” al espíritu, eran la constante; la necesidad de tomar distancia del mundo, la exigencia de vivir en un mundo hipócrita que no se acepta, con convenciones sociales llenas de inconsecuencia, con problemas familiares donde uno no termina por encajar y la desaparición, la invisibilidad y el sucio, es una idea constante en la sinrazón de la vida, la importancia de cobrar identidad, de vivir experiencias, de tener sentido para justificar por qué vivir y marcar diferencia y dejar huella. La soledad de los jóvenes y la incomunicación perenne a pasar de estar siempre rodeado y acompañado, el sentir del desamor, de ser rechazado, el miedo al futuro. Y así me embarqué en Avándaro, con la duda de si debía evadirme para ser aceptado en un mundo de tinieblas y sin regreso, a un mundo que me atraía y sentía más auténtico y suicida o guardaba mi lucidez en un mundo imperfecto y cruel. Opté por lo segundo, gracias a otras lecturas. El fútbol, los amigos y Herman Hesse no lo permitieron; hicieron que encontrara mi nicho, mi tribu. Fue, quizá, el momento de mi vida más “light”, pero en el que todo cobró sentido y valoré la importancia de vivir mi tiempo, de darme oportunidad, de identificarme con otros. Apareció Demian, Bajo la rueda, Siddartha y todo empezó a alinearse. Lecturas para jóvenes a las que llegué solo, como a mi música a Los Beatles, a los Rolling Stone. Apareció en mí otro ser que no conocía: el poeta, el galán, el enamorado con la seguridad de que mi identidad estaba lejos de la familia, en mi generación y era singular en el mar de la juventud. Eran tiempos de búsqueda y de una rebeldía con causa: la de la libertad, la de permitirse encontrarse a sí mismo. Entré a la Universidad y las lecturas cambiaron y ya eran una constante en mi vida para enriquecerla, para imaginar, para encontrarme con mis semejantes, para transformar; eran ya parte de mi identidad: Ray Bradbury (Crónicas marcianas, Fahrenheit 451) y George Orwell (La rebelión de la granja, 1984) fueron autores que me explicaban a qué me rebelaba. Al control, a una autoridad totalitaria que asfixiaba. De la novela transité a los libros marxistas y a la literatura que me identificaba como parte de una gran colectividad: la latinoamericana de Juan Rulfo (Pedro Páramo), de Mario Vargas Llosa (El héroe de Mayta, La guerra del fin del mundo, La fiesta del Chivo, Travesuras de la niña mala), de Gabriel García Márquez (Cien años de soledad en especial). Se trataba de reencontrarse con una literatura identitaria, social y solidaria. Ya a esta edad uno debe reconocer en el fondo la identidad cursi que se ha forjado con la lucha. Hoy domina y se goza, en el fondo, la lectura para el alma y ese músculo que llamamos corazón, la de Mario Benedetti (La tregua, Inventario), Jaime Sabines (Recuento de poemas), Pablo Neruda (20 poemas de amor y una canción desesperada), de Ernesto Sábato (La resistencia), y entonces nos atrevemos a copiarles, a tratar de hacer pensamientos que busquen volar y trascender con su inspiración. El gusto por la lectura no tiene ideología. No están en este recuento todos mis escritores favoritos, pero estoy seguro que están muchos que marcaron nuestra generación y, de manera particular, mi forma de ver la vida. ¿Puede un libro marcar una vida? Quizá uno solo, no, pero muchos sí y puede apostarse que leyendo se forjan buenos seres humanos. Leer mejora a las sociedades porque mejora a las personas. Ojalá esta defensa de la lectura estimule a otros para hacerlo con pasión.


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Gabo, la primera entrevista ARTÍCULO :: El 17 de abril se cumplió un año de la muerte del escritor Gabriel García Márquez. Lo rememoramos con la siguiente entrevista, ahora histórica. POR ROSA CASTRO*

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lla le comenta que Cien años de soledad da la impresión de que su autor está sobrado de amor, pues “la obra reverbera amor por todas partes; amor en todas sus formas”. “Es muy sencillo –le responde él, Gabriel García Márquez–: A mí me gusta que a la gente le guste lo que yo escribo. Si usted encuentra en esa novela tanto amor, imagínese el que necesitaré yo…” El diálogo forma parte de una entrevista, la primera tras la publicación de la obra, que el escritor concedió a un medio mexicano: la revista Siempre! La interlocutora es la periodista Rosa Castro, cuyo trabajo fue publicado el 23 de agosto de 1967 en La Cultura en México, el suplemento cultural de ese semanario, cuando lo dirigía Fernando Benítez. A continuación publicamos el texto íntegro de aquella charla.

ERA TANTO LO QUE HABÍA QUE HABLAR con él y preguntarle, tanto lo que había que conocer de su pensamiento y averiguar sobre sus libros, sobre sus siete años en México que lo llevaban al fin de una etapa, y sobre sus planes próximos, que aquella noche en que finalmente llegó a mi casa en medio de una tormenta de lluvia y granizo, me dispuse a resolver muchos enigmas. No quería café caliente, no quería una copa pero sí toneladas de cigarrillos porque no traía consigo uno. Esa noche –cómo lo lamento– olvidé preguntarle a Gabriel García Márquez por qué su más reciente novela se llama Cien años de soledad, cuando estos cien años que él describe y sitúa en el imaginario pueblo colombiano de Macondo están pletóricos de una vitalidad trepidante, de invenciones y hallazgos y retumbante imaginería, de música y ráfagas y furias y estallidos, de veleidades humanas y enloquecedoras inquietudes y disparatadas determinaciones y apetitos inmoderados y sed insaciable. Macondo: cien años de locas saturnalias, de profusión de estrellas y jazmines, de mujeres de mentes obsesivas y cuerpos compulsivos, de mujeres tercas, mesiánicas, pragmáticas, de mujeres como frutos maduros y flores reventonas; cien años de desenfrenos gastronómicos, báquicos y sexuales, de muertos que regresan a hablar con los vivos porque “después de muchos años de muerte era tan intensa la añoranza de los vivos, tan apremiante la necesidad de compañía, tan aterradora la proximidad de la otra muerte que existía dentro de la muerte”; cien años de carpetas voladoras, de levitaciones, de bacinillas de oro y “mucha heráldica”, de lluvias de diminutas flores amarillas, de hombres de fábula, demonios en vacaciones, que construyen la máquina de la memoria, exigen la prueba científica de Dios, y se lanzan a una guerra que según un soldado es contra los curas “para que uno pueda casarse con la propia madre…”. Macondo: cien años colmados de disparates sublimes, de loquísimas locuras, de espléndida poesía, de profundas melancolías y ternuras y frenéticos amores incestuosos: “… se embadurnaron de pies a cabeza con melocotones en almíbar, se lamieron como perros, se amaron como locos en el piso del corredor y fueron despertados por un torrente de hormigas carniceras que se disponían a devorarlos vivos”. ¡Basta! Este novelista que es García Márquez, este poeta de la loquísima locura literaria (que tanta falta hace en nuestras letras), bien puede tener razón al llamar a su libro Cien años de soledad, pues todos esos habitantes de Macondo, esos Arcadios

Imágenes de la novela gráfica Gabo, memorias de una vida mágica, de la editorial Sins entido.

y Aurelianos I, II y III, todos ellos locos de loquísima locura en la creación de sus vidas, eran otros tantos poetas enajenados en diversas formas y escalas, y ¿qué poeta hay que no cargue consigo la sensación desgarradora de una gran soledad? Cien años de soledad son pues cien años de soledad, descritos en un castellano magnífico, riguroso, dentro de una prosa festiva, zumbona a veces, salpicada de golpes de mandoble, y situaciones dramáticas de protestas sociales y denuncias políticas. Cien años de soledad es también una historia fatalista contada de una manera alegre, a la que el lector se adhiere y va siendo lentamente devorado por ella.

La primera gran novela Emmanuel Carballo lo ha dicho: que Cien años de soledad es la primera obra maestra que produce el excelente equipo de novelistas Fuentes, Vargas Llosa, Cabrera Infante, Viñas, y una de las novelas más significativas escritas en español en lo que va del siglo. ¿Qué opina al respecto García Márquez? El novelista, ocupado en consumir la “tonelada” de cigarrillos, dice entre una y otra bocanada de humo: –El asunto es que todo el grupo está escribiendo una sola gran novela. Estamos escribiendo la primera gran novela de América Latina. Fuentes

está dando un nuevo aspecto sobre la nueva burguesía mexicana; Vargas Llosa aspectos sociales del Perú; Cortázar otro tanto, y así. Lo que me parece interesante es que estamos escribiendo varios tomos, porque lo que va a quedar, empero, es una visión total de lo que es la América Latina. Estoy tan convencido de la unidad de ese mundo registrado por la novela latinoamericana, que en Cien años de soledad hay un personaje que es de Carlos Fuentes, hay otro que vive en París en el mismo cuarto donde va a morir un personaje de Cortázar, y otro más ve pasar un personaje de Carpentier. Es la primera tentativa que se hace para ir integrando ese mundo. Pronto sale García Márquez de su sueño bolivariano (la integración de Hispanoamérica aunque sea en novela), cuando le pregunto si resistiría una crítica a fondo de su obra, y responde: –No sé cómo resistiría una crítica adversa porque hasta ahora no la conozco. No he tenido ninguna mala experiencia al respecto. –Usted dijo que el vicio más acentuado en la ficción hispanoamericana es la frondosidad retórica. ¿A qué atribuye usted esta característica? Y otra pregunta ligada a ésta: su novela evidentemente está exenta de este feo vicio, pero ¿cree usted que también está exenta de grandilocuencia en la concepción de las cosas? –Atribuyo esa característica a que se ha con-


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fundido el fondo con la forma. En la América Latina uno se encuentra con que los hechos cotidianos, los movimientos políticos, los acontecimientos sociales, son todos enormes, fuera de proporción, como si tuvieran otra medida. Tengo la impresión de que lo que se ha hecho es tratar de contar con una retórica igualmente enorme y pienso que lo que hay que hacer es lo contrario: asumir una actitud muy serena y, sobre todo, muy sencilla para contar estas cosas. Esto también responde a la segunda pregunta. Yo sigo pensando que el problema de la literatura es un problema de comunicación con el lector, y creo que la forma sencilla y sobria no sólo es la más eficaz sino la más difícil. El mejor elogio que he oído de Cien años de soledad es de un amigo mío que dijo que parecía escrita por un niño de ocho años… –Pero un niño muy precoz –le interrumpo–. El asunto de la crítica, al parecer, ha estado preocupando a García Márquez, pues me dice en seguida: –Volviendo a lo de la crítica, no he tenido ninguna mala experiencia. De todos modos, yo creo que la crítica tiene todo el derecho de ejercer su oficio como mejor le parezca. Cuando uno publica un libro, corre todos los riesgos. Pero creo que en América Latina todo este surgimiento de la nueva novela va mucho más rápido que la crítica, y que el esfuerzo que estamos haciendo nosotros por la novela debe corresponder a un esfuerzo similar de parte de la crítica. Siento que les estamos ganando terreno. La crítica tiene que apretar el acelerador para cumplir su función, que es la de orientar al público y ayudar al escritor a ver claro. –¿A qué cree usted que se deba este rezago de la crítica? ¿Será porque ustedes, los nuevos novelistas, tardaron tanto en aparecer y la crítica se encharcó? –No sé hasta qué punto es un círculo vicioso…

Amor, amor, amor –Ha dicho usted que al principio escribía porque se dio cuenta de que leyendo sus cosas, sus amigos lo querían más. Cien años de soledad da más bien la impresión de que su autor está sobrado de amor; la obra reverbera amor por todas partes; amor en todas sus formas. ¿No es así? –Es muy sencillo: A mí me gusta que a la gente le guste lo que yo escribo. Si usted encuentra en esa novela tanto amor, imagínese el que necesitaré yo. Yo creo que es la única idea que podría asustarme realmente… es la de que alguien no me quiera. Ojalá encontrara yo un amigo que me quisiera siquiera la mitad de lo que yo quiero al amigo que menos me quiere. Esto suena cursi y rebuscado; pero así es. –Ahora dígame: ¿cuál es el mayor obstáculo al que ha de enfrentarse el escritor, el novelista hispanoamericano? –Las dificultades son puramente literarias. Dificultad del medio de expresión. La dificultad permanente del escritor de la América Latina es la palabra, las palabras. El hecho de que el español se nos está olvidando. O no lo conocemos. Se dice ya muy fácilmente que el español no es un idioma para la novela. Yo creo que sí lo es. Lo que pasa es que tenemos que seguir explorando el idioma, nuestra herramienta de trabajo. Desde que decidí ser escritor me encontré con esa dificultad, y decidí ponerme a trabajar en esa exploración. Yo oigo decir: “Qué lástima es no poder escribir en inglés, o en francés, idiomas en los que se logran tantos matices”. Yo creo que el español es un idioma estupendo para la novela, como lo son todos. Lo que ocurre es que no conocemos verdaderamente el español. El inglés, el francés y el italiano hablados son los mismos que escritos. En cambio, hay un español para hablar y otro para escribir. Es el problema del teatro en español, que se escribe, y cuando se dice, es otro. Ya no funciona. El problema es que conocemos el español hablado, pero no el español escrito. Tratamos de escribir una novela con

el español hablado, cuando en realidad debemos escribirla con el español escrito. Yo la traigo con el idioma. –Yo había pensado que el ambiente, estrecho, lleno de prejuicios y limitaciones, de Hispanoamérica, de estúpidas mezquindades y otras miserias, de solemnidad, de escritores almidonados y tantos falsos valores, era un obstáculo casi insalvable para el novelista que aspirara a serlo en grande, en proporciones universales… el independiente, sin compromisos ni limitaciones ni ataduras. El verdadero novelista. García Márquez dice sencillamente no haberlo percibido… –¿No encontró dificultades para combinar en Cien años de soledad tanta fantasía como la que

Se dice ya muy fácilmente que el español no es un idioma para la novela. Yo creo que sí lo es. Lo que pasa es que tenemos que seguir explorando el idioma, nuestra herramienta de trabajo

allí emplea con la realidad básica en que la obra se sustenta? –No –dice el escritor–. No, porque vivimos en un continente donde la vida cotidiana está hecha de realidades y mitos. Y nosotros nacemos dentro de un mundo de realidades fantásticas.

En cualquier lugar –Y ahora usted se marcha a Europa. ¿Por qué se va? ¿Quiere seguir el ejemplo de los novelistas hispanoamericanos que viven en Europa: Cortázar, Vargas Llosa, Fuentes, Donoso, Cabrera Infante? ¿A qué atribuye usted que ellos prefieran vivir en Europa mientras escriben sobre Hispanoamérica? –En primer término, en cualquier lugar en donde estos escritores estén, siguen viviendo en sus respectivos países. Es decir: usted lee las obras de Cortázar, Vargas Llosa, Fuentes, y encuentra que son obras de gentes que siguen viviendo de algún modo con sus raíces en sus respectivos países. A mí, en Colombia, me preguntan mucho, sobre todo los estudiantes, por qué no vivo allá. –Y ¿qué les contesta? –Que sí vivo en Colombia. Mire: Mi correo


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es una calamidad. Son recortes de la prensa de Colombia, cartas de los amigos. En cualquier momento puedo decirles cómo están las cosas en Colombia. Permanentemente estoy informado de la situación colombiana, y además, en cualquier lugar del mundo donde esté escribiendo, estoy escribiendo una novela colombiana. Prácticamente estoy allá. Ahora, hay una cosa: Me imagino que todos estos novelistas que no viven en sus países tienen sus motivos particulares. El mío es muy simple: el hecho de ser extranjero en cualquier país me asegura una independencia pública y cierta impunidad en mi vida privada, que me son muy útiles para escribir. En el extranjero hay un cierto anonimato de la vida privada que es muy importante para escribir. Ahora me voy a Barcelona a escribir un libro que tengo proyectado desde hace tiempo. Me voy por un año pero regreso. Aquí dejo mi casa en una bodega. –¿Quiere hablarme de ese libro? –¿De ese otro, en que trabajo? Yo creo que es una enorme visión delirante de ese enorme animal de delirio que es el dictador latinoamericano. Cuando hay un crimen, yo pienso más en el criminal que en el muerto. Entonces me atrevo a decirle que mi visión del dictador latinoamericano típico, el mitológico, el legendario, mi visión de ese personaje, es compasiva. Es decir: mi dictador, que es el general Nicanor Alvarado, ha llegado a tener un poder tan descomunal que ya ni siquiera manda. Ha llegado a ser tan poderoso que está completamente solo y completamente sordo, en un palacio lleno de jaulas de canarios. En cuyos salones se pasean las vacas. El dictador se vuelve loco por una niña de 16 años, a la que ha coronado reina de la belleza, y está tan desesperado de amor, que manda asesinar a 3 mil presos políticos en una noche… Es una visión poética del mito latinoamericano del dictador. Es un libro con el que corro verdaderamente el riesgo de darme un frentazo. A ver si le atino. En el momento del relato, el dictador tiene 123 años. Hace tanto tiempo que llegó al poder, que no se acuerda ya cómo llegó. Él mismo no se da cuenta de que se va quedando sordo, sino que cree que los canarios van cantando cada vez menos. Cuando ya se queda sordo por completo, realiza uno

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de los grandes sueños de su vida, que es oír el ruido del mar durante todo el día y toda la noche a pesar de que está a 500 kilómetros del mar. El libro puede ser un desastre, porque es una imagen totalmente nostálgica del dictador. Es mitológica. Se llamará El otoño del patriarca.

Con todos los riesgos –Cuando usted hablaba de una independencia pública y cierta impunidad en la vida privada útiles al escritor –como se logra idealmente en Europa–, se refería, supongo, a poder ganarse la vida el escritor en distintos oficios temporales, como no sería posible de estar en su país de origen, en Hispanoamérica. A propósito, ¿cree usted compatible la carrera de escritor con la carrera

burocrática (desde oficial de tercera hasta ministro) que llevan muchos escritores hispanoamericanos? Dice García Márquez: –El escritor tiene que ser escritor, con todos los riesgos que esto implica. Hay una cosa detestable que es cierta vocación de mendicidad del escritor latinoamericano. Usted se ha dado cuenta de que los escritores andamos siempre pidiendo que nos alimenten, que nos protejan, que nos den becas, que nos den subvenciones, que nos den empleos fáciles que nos permitan escribir. Eso me parece detestable. El escritor tiene que tratar de vivir de lo que escribe, como el zapatero vive de los zapatos que hace. Claro que es duro por el tipo de sociedad en que vivimos, pero hay que correr los riesgos de la voca-


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ción: si se asume la vocación, es con todos sus riesgos. Ahora me doy yo mis cebollazos: en 20 años de estar escribiendo, no he aceptado ninguna, ninguna subvención, ningún puesto burocrático, ningún puesto diplomático, y en cambio he hecho toda clase de trabajos dignos, y probablemente algunos indignos, para poder seguir escribiendo. La prueba de que no hice mal es que ahora empiezo a vivir de mis libros. –Toda su labor literaria, tengo entendido que usted ha dicho, ha sido un trabajo experimental. ¿Hacia qué…? –Creo que toda la novela es experimental. Tratamos de contar cada vez mejor las cosas que les suceden a las gentes. Si no es un experimento, es muy difícil que se diga algo o que se haga algo nuevo. Con cada novela se corre el riesgo de un frentazo. –¿Hasta qué punto están sus libros basados en experiencias personales? –Las novelas son como los sueños –dice el escritor–. Como los sueños, están construidas con fragmentos de la realidad, pero terminan por construir una realidad nueva y distinta. Así son mis novelas. Son experiencias elaboradas y personajes armados con pedazos de unos y otros, de seres que uno ha conocido. Lo mismo los hechos y los ambientes. –Finalmente, ¿qué me dice del Premio Rómulo Gallegos, de Venezuela? –Desde el punto de vista económico, es el más grande del mundo, después del Nobel. El problema de todos los concursos literarios es el jurado: si es bueno, los resultados del concurso son buenos; si no es bueno, los resultados no son buenos. Yo creo que el jurado de este quinquenio del Premio Rómulo Gallegos es bueno si da el premio a La casa verde de Vargas Llosa. (Esta entrevista con el autor de Cien años de soledad fue hecha la víspera de que se supiera que el escritor peruano Mario Vargas Llosa había ganado el premio internacional de novela Rómulo Gallegos, por La casa verde, cuya recompensa es 100 mil bolívares –275 mil pesos mexicanos–. Al enterarse, verdaderamente atacado de júbilo, García Márquez le puso a Vargas Llosa un cable de felicitación a Londres, en estos términos: “Veintiún cañonazos de champaña por el jurado más justo del mundo”.) El jurado “más justo del mundo” fue integrado por Benjamín Carrión, de Ecuador; Fermín Estrella Gutiérrez, de Argentina; Juan Oropeza, de Venezuela, y Andrés Iduarte, de México. García Márquez partió el día primero de este mes [septiembre de 1967] a Caracas, para asistir al Décimo Congreso de Literatura Iberoamericana que allí se celebrará. El día 15 saldrá a Buenos Aires. Será jurado allí del concurso de novela promovido por la revista Primera Plana y la Editorial Sudamericana. Pasará luego un mes en Colombia, su país. Y a principios de octubre la emprenderá a España, a Barcelona concretamente, “por el tiempo que dure escribiendo El otoño del patriarca”. Después de esta charla con García Márquez, tengo la impresión de que la casa que dejó aquí en una bodega pasará muchos años de polvo y polillas antes de que el novelista regrese a México… Rosa Castro, periodista y actriz venezolana, ya fallecida, se avecindó en México a causa de problemas políticos, y pronto se integró al medio cultural. Fue fundadora de la Asociación de Periodistas Cinematográficos de México y de la revista Siempre!. Amiga de Fidel Castro, Ernesto Che Guevara y Camilo Cienfuegos (a quienes entrevistó al triunfo de la Revolución Cubana), publicó, entre otros libros, estos dos de entrevistas: Cuidado al comer (FCE, 1974) y Los fracasos escolares (FCE, 1975).

Tirria A LA SAZÓN :: POR NETZAHUALCÓYOTL ÁVALOS ROSAS

A

mor y odio, dos caras de una misma moneda -aunque haya quien exponga que el contrario del amor es el miedo… y que el odio es un sentimiento demasiado condimentado-. Será el sereno. Amo a los restaurantes y odio la desatención en sus apartamientos. Apelo a un acto de conciencia comensal. Abandonemos la poquedad del vulgar consumidor. Manifestémonos frente a las majaderías de los meseros, desertemos de tragar cualquier cosa que nos lleven a la mesa; adjuremos de la tardanza, la frialdad y las omisiones. Neguemos la propina inmerecida, demandemos atención y calidad. Hagámoslo amable y efectivamente, so pena de convertirnos en cerdos de nuestros propios chiqueros. A continuación tiro un listado de hechos que me han dado tirria en algunos restaurantes. Deberías echarle un atisbo a tu propia experiencia ¿acaso te mereces este trato?: · Pasé 15 minutos revisando la carta. Imaginé sabores y olores. Al fin me decidí por un platillo. Levanté la mano y llamé al mesero. Le indiqué lo que quería. Respondió: “Señor, hace un año que no manejamos ese platillo”. · La especialidad es la pasta a los cuatros quesos. Ni tardo ni perezoso hago mi pedido. Llega en veinte minutos. Exploro. Encuentro un miserable manchego y un melindroso “¿qué es eso?”. Hago notar la escasez de la vianda. El mesero espeta: “No había otros, pero a la gente así le gusta”. · Pido un platillo con guacamole. Lo sirven con nopales. Exijo lo de la carta. Me plantan un mazacote saladísimo. Lo rechazo. El capitán se acerca. Me da las gracias: “Evitó que sirviéramos toda la charola” ¿Me repusieron la comida? No ¿Ofrecieron una disculpa? Nunca ¿Me llevaron la cuenta completa? Por supuesto.

· Mi amigo llegó con su novia a un lugar agradable, apacible, decorado en un rústico suizo. Se disponía a platicar mientras esperaba su cena. Conoce esa cocina: es elegante y de notas profundas. De pronto, resuena un ramplón pitillo seguido de una corrida de notas deshilachadas. Es un órgano melódico. · Pides un pequeño cambio. Eliminar un ingrediente y agregar otro. Nada extravagante. Se trata de tocino a cambio de champiñones. Componentes del propio menú. Definitivamente no se puede. Por nada del mundo. Los estándares le han ganado a la petición a un cliente. Alguna vez fue distinguido. · Aparece una familia. Desata a sus bestias. Los hijos molestan a los comensales: gritan, atropellan, tiran el café sobre una persona. En tanto, el gerente chatea en su teléfono. Un parroquiano se molesta. Encara al progenitor. El encargado repara. Nunca interviene. La sopa de todos los comensales se ha tornado amarga. · El camarero te encuentra en el pasillo. No saluda ni cede paso. Te lleva el guisado antes de la sopa; los chiles toreados, justo cuando comes tu helado. Se lo haces notar y voltea la cara. Eso sí, a la hora de la propina, intenta hacerse el gracioso.

LA NOTA, LA RECETA O EL REMEDIO · No cometas el crimen vulgar de maltratar al mesero que te atendió apropiadamente, aunque la comida fuera un asco. Él no es el cocinero. Lo sabes. · Si el guiso que pediste no fue de tu gusto y de todos modos te lo embuchacaste, en otra ocasión ten el valor de rechazar el plato y dirigirte a quien corresponda. · Ten dignidad para elegir el lugar donde te alimentas y nunca regreses al sitio donde te han tratado mal.


8 | LETRAS ~ CAMBIO DE MICHOACAN

SÁBADO 25 DE ABRIL DE 2015

CREACIÓN

Recuerdo de Texas* J. M. Coetzee

E

n septiembre de 1965 (éste es un ensayo que no puedo comenzar de otra manera), embarqué hacia el puerto de Nueva York a bordo de un barco italiano, alguna vez transporte de tropas y ahora repleto de gente joven, extranjeros de diferen-tes partes que venían a estudiar a Estados Unidos. Llegué, sin demora, desde Inglaterra a los veinticinco años. Me dirigía a Austin, donde la Universidad de Texas me financiaba con alrededor de 2100 dólares por un año para enseñar a los estudiantes de primer año inglés mientras estudiaba en el programa de graduados. En las colonias, que es en definitiva de donde vengo, había recibido una formación de grado convencional en estudios de filología inglesa [English Studies]. Es decir, había aprendido a leer el verso de Chaucer con una buena definición vocálica y a leer manuscritos isabelinos. Estaba familiarizado con el poeta de Pearl, con Tomás Moro y John Evelyn entre muchos otros notables. Podía “hacer” crítica literaria, aunque no tenía claro en qué se diferenciaba la reseña de un libro de una charla educada sobre libros. Considerándolo todo, esta imitación irregular de los estudios de filología inglesa de Oxford había demostrado ser una amante sin brillo a quien debería estar agradecido por desviarme hacia el abrazo de las matemáticas, pero ahora, después de cuatro años en la industria de la computación, durante los cuales, y aun en mis horas de sueño, había sido invadido por problemas triviales de lógica, estaba preparado para otro intento. En una Austin más ardiente y calurosa que África, recuerdo haberme enrolado en los cursos sobre bibliografía e Inglés Antiguo. De William B. Told aprendí la operación de la compaginadora Hinman; para Rosamund Lehmann escribí (un proyecto de mi propia invención) una clasificación minuciosamente detallada de las figuras retóricas de los sermones del obispo Wulfstan. La profesora Lehmann me otorgó una A-; el signo menos se debió, dijo, a que un trabajo como el mío daría a la filología mala fama. Estaba en lo cierto, no quedé amargado, aunque sí inseguro sobre hacia dónde iría a partir de allí. En la colección de manuscritos de la biblioteca, encontré los cuadernos borradores en los que Samuel Beckett había escrito Watt en una granja en el sur de Francia, escondido de los alemanes. Pasé semanas leyéndolos detenidamente, ponderando los borradores, los números y los garabatos en los márgenes, desconcertado al descubrir que la agonía bien testimoniada de componer una obra maestra no ha dejado otras marcas que aquellas ligerezas. Me pregunto: ¿fue el dolor, quizás, durante la espera sentado y mirando fijamente hacia la página en blanco? Un Charles Whitman, estudiante (¿un compañero de estudio?, ¿eran ellos todos compañeros de estudio?, ¿los 23.000?), tomó el ascensor hasta la cima de la torre del reloj y comenzó a disparar a la gente abajo, en los cuadriláteros. Mató a un buen número, luego alguien lo mató. Me escondí debajo de mi escritorio durante este suceso. En Ciudad del Cabo, un griego asesinó a Hendrik Frensch Verwoerd, artífice del “Grand Apartheid”. “Si tanto te disgusta la guerra -decía un amigo refiriéndose a la guerra en (¿o sobre?) Vietnam- ¿por qué no te vas? Nada hay que te retenga aquí.” Pero me malinterpretó. La complicidad no era el problema, la complicidad era una noción demasiado prematura para esos tiempos. El problema era conocer qué se estaba haciendo. No era obvio dónde uno iba para escapar del conocimiento. Los estudiantes a los que enseñaba en mis clases de composición puede que también hayan sido isleños de Triobriand, tan inaccesibles para mí como lo eran su

cultura, sus recreaciones, sus ideas. Me movía solo en el estrato de la comunidad académica, un estrato de estudiantes graduados viviendo sus comedidas vidas en departamentos alquilados con juguetes desparramados por el suelo, trabajando como tortugas para completar los cursos o preparando disertaciones orales o escritas. Hablaban, cuando no era sobre sus profesores (sus personalidades, sus deficiencias), acerca de salir, conseguir un trabajo en Huntsville o en Texarkana o que el dinero contante y sonante llegara a sus manos. Con metas menos tangibles que estas, o quizá con ninguna en absoluto, me esforcé demasiado en mis textos de inglés antiguo y en mi gramática alemana. Los domingos jugaba al cricket en un campo de béisbol con un grupo de indios. Formamos un equipo, viajamos hasta la estación Universidad, jugamos contra un equipo de Texas A&M, también conformado por el resto de chicos nostálgicos de las colonias, perdidos. Recuerdo a un amigo indio de los viejos tiempos en Inglaterra. Juntos salíamos a hacer caminatas por la campiña de Surrey, una campiña que, y en esto estábamos de acuerdo, no significaba nada para ninguno

de los dos. “Al menos en Estados Unidos -decía (habiendo pasado una temporada en Columbus, Ohio)-, hay puestos de hamburguesas abiertos toda la noche.” Aunque a mí no me importaban las hamburguesas, el país que él describía parecía una evidente mejora de la Inglaterra que conocía. Estaba en Estados Unidos, o al menos en Texas, pero las verdes colinas que me iba topando eran tan ajenas como las colinas de Surrey. Lo que extrañaba parecía ser cierto vacío, una tierra vacía y un cielo vacío a los que me había acostumbrado en Sudáfrica. Lo que también extrañaba era el sonido de una lengua cuyos matices entendía. El discurso en Texas parecía no tener matices, o si los tenía no los estaba percibiendo. Escribí un trabajo para Archibald Hill sobre la morfología del nama, el malayo y el holandés, idiomas cuyo origen no estaba relacionado y que habían tenido influencia uno sobre otro en el Cabo de Nueva Esperanza. En la biblioteca, me encontré con libros que no fueron abiertos desde los años veinte: una serie de informes sobre el territorio del sudoeste de África por exploradores y administradores alemanes, relatos de expediciones punitivas contra los nama y los herero, disertaciones sobre la antropología física de los nativos, monografías de Carl Meinhof sobre las lenguas joisanas. Leí las gramáticas precarias elaboradas por los misioneros y, yendo aún más allá, leí los primeros registros de las antiguas lenguas del Cabo, listas de palabras compiladas por marinos del siglo diecisiete, luego

siguió la fortuna de los hotentotes en una historia escrita no por ellos mismos, sino para ellos por viajeros y misioneros, sin excluir a mi remoto antecesor Jacobus Coetzee, floruit 1760. Años después, en Buffalo, aún persiguiendo esta pista, me estaba atreviendo a hacer mi propia contribución a la historia de los hotentotes: un tipo de memorias que fue creciendo hasta que fue absorbida en una primera novela, Tierras de poniente. Una segunda pista me condujo más profundamente desde el nama y el malayo hasta la sintaxis de las lenguas exóticas, en recorridos que se ramificaban más y más (estaba redescubriendo ahora mismo la rueda), y me pareció que el término primitivo no significaba nada, que cada una de las 700 lenguas de Borneo era tan coherente y compleja e intrincada para su análisis como el inglés. Leí Noam Chomsky y Jerrold Katz, y a los nuevos gramáticos universales, y llegué al punto de preguntarme si un arca en los últimos días estuviera encargada de salvaguardar lo mejor que la humanidad tenía para ofrecer para un nuevo comienzo en los planetas más lejanos, si alguna vez se llegara a eso, ¿podría suceder que dejáramos de lado las obras de Shakespeare y los cuartetos de Beethoven para hacer lugar al último hablante de dyirbal, incluso aunque este último hablante pudiera ser una mujer gorda y vieja rascándose y oliendo mal? Parecía una rara posición para un estudiante de inglés, la mayor lengua imperial de todas, estar enredándose en eso. Era doblemente rara esa posición para alguien con ambiciones literarias, aunque fueran de lo más vagas, la ambición de hablar, de algún modo, con su propia voz, para encontrarse él mismo sospechando que las lenguas hablaban personas o, por lo menos, hablaban a través de ellas. Dejé Texas en 1968. Nunca estuvo claro para mí, desde el comienzo hasta el fin, por qué la universidad -y los contribuyentes norteamericanos- me habían otorgado tanto dinero para seguir esos caprichos ociosos. A veces lo creía un descuido, un insignificante descuido, permitido por el sistema: que entre los miles de ingenieros en petróleo y politólogos que se presentaban cada año, no importaba si había uno o dos que fuesen como yo. En otros tiempos, el programa de intercambio Fullbright me parecía una extraordinaria proyección hacia el futuro y un esquema generoso cuyos beneficios para el hombre se sentirían en todas partes en el futuro. ¿Dónde se encuentra la verdad? En algún lugar en el medio, quizás. Ir y venir, yo no tenía remordimientos. Partí, pensé, sin marcas, ileso, salvo por el tiempo. Nadie había intentado enseñarme, por lo cual estuve agradecido. Lo que aprendí en el lapso de tres años no fue insignificante aunque, en su mayor parte, recogido por accidente. Tenía acceso irrestricto a una gran biblioteca donde me tropecé con libros cuya existencia no podría haber adivinado de otra manera. Atravesar la puerta de la oficina de James Sledd a las cinco en punto de la tarde de un sábado, escuchar la máquina de escribir dentro, me aseguraban que el área de filología inglesa no era, como el estilo de vida de mis profesores de la colonia parecía demostrar, reservado para dilettantes. Podría haber llegado lejos incluso con menos. Traducción: Lucas Margarit Tomado de Cartas de navegación, de J. M. Coetzee. Editado por David Attwell, El Hilo de Ariadna. Traductores: María Julia De Ruschi, Mariana Dimópulos, Elena Marengo, Lucas Margarit y Cristina Piña. © La Nación (Argentina).


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