[ Letras ] DE CAMBIO
SUPLEMENTO DE CULTURA DE CAMBIO DE MICHOACÁN | NUEVA ÉPOCA | COORDINADOR: VÍCTOR RODRÍGUEZ MÉNDEZ | 26DEABRILDE2014 |
García Márquez Historia de un deicidio
Cómo comencé a escribir
La tercera resignación
GABRIELGARCÍAMÁRQUEZ|PAG.4
CREACIÓNGABRIELGARCÍA MÁRQUEZ|PAG.5
MARIO VARGAS LLOSA | PAG. 2
Bahía de Zihuatanejo
El limón.
El insólito cine
Contradicciones acidas
mexicano
ARTUROCHÁVEZCARMONA|PAG.7
ALASAZÓNNETZAHUALCÓYOTL ÁVALOSROSAS|PAG.3
ELTERCEROJOSYLVAINPROVILLARD| PAG. 8
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SÁBADO26DEABRILDE2014
Historia de un deicidio El pasado esplendor PORMARIOVARGASLLOSA
E
ste relato [“Un día después del sábado”] está situado en Macondo, en el período de la decadencia. La perspectiva es itinerante, se desplaza de un personaje a otro, pero la mayor parte de la historia está referida desde una atalaya que corresponde a la de seres inequívocamente instalados en el vértice de la sociedad: la viuda Rebeca y el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar Castañeda y Montero. Desde la perspectiva aristocrática, ya sabemos, la historia gravita con fuerza sobre el presente, y, en efecto, aquí, como en La hojarasca, hay muchos datos relativos al pasado de la sociedad ficticia. Algunos confirman datos anteriores, otros los amplían, otros los modifican. El antiguo esplendor está asociado, en la memoria del padre Antonio Isabel, al banano. Desde hace años sólo pasan por Macondo cuatro vagones desvencijados y descoloridos, de los que nadie desciende: “Antes era distinto, cuando podía estar una tarde entera viendo pasar un tren cargado de banano: ciento cuarenta vagones cargados de frutas, pasando sin parar, hasta cuando pasaba, ya entrada la noche, el último vagón con un hombre colgando una lámpara verde”. Ciento cuarenta vagones, la desmesura: lo que era una imagen retórica en los relatos anteriores, se convierte en característica de la realidad ficticia. Las dos épocas de Macondo, el apogeo y la de cadencia, están claramente diferenciadas aquí también, como en La hojarasca, en función de las plantaciones bananeras. Aparece un nuevo dato histórico: “Tal vez de ahí vino su costumbre de asistir todos los días a la estación, incluso después de que abalearon a los trabajadores y se acabaron las plantaciones de bananos...”. Es la primera mención de la matanza de trabajadores que tendrá amplio desarrollo en Cien años de soledad. En lo relativo a las guerras civiles, Un día después del sábado no es esclarecedor sino oscurecedor. En La hojarasca se insinuaba que la fundación de Macondo la habían llevado a cabo gentes que, como la familia del coronel, huían de las guerras, lo que permitía situar la fundación hacia fines del XIX. Sin embargo, aquí se indica que el padre Antonio Isabel “se enterró en el pueblo, desde mucho antes de la guerra del 85”, lo que retrocede la fundación de manera considerable y desbarata la cronología que parecía regir la historia ficticia. El muchacho de Manaure nació “una lluviosa madrugada de la última guerra civil” y durante la acción del relato tiene 22 años. Si esa última guerra civil es la del 85, el cuento ocurriría en 1907, más o menos, pero esta época no corresponde a la decadencia de Macondo, la que, según La hojarasca, comenzó hacia 1918. Estas contradicciones de la realidad ficticia (que para ella no lo son) muestran la libertad y la movilidad de que goza, su naturaleza diferente de la realidad real, que sólo puede cambiar hacia adelante, en tanto que aquélla se va modificando también hacia atrás.
El escritor peruano-español Mario Vargas Llosa.
Gabriel García Márquez.
El coronel Aureliano Buendía aparece nuevamente, como una reminiscencia, y su silueta resulta siempre enigmática. Algo más se sabe de él, sin embargo: es primo hermano de la viuda Rebeca y primo del que fue su marido, José Arcadio Buendía; la viuda lo considera, no sabemos por qué, un descastado. Parece estar ausente, como en La hojarasca. La viuda Rebeca, borrosa en sus apariciones anteriores, se enriquece biográficamente: vive en una casa con dos corredores y nueve alcobas, acompañada de su sirvienta y confidente Argenida; su bisabuelo paterno peleó durante la guerra de la Independencia en el bando de los realistas; una leyenda turbia la vincula a la muerte de su esposo, quien veinte años atrás, luego de un pistoletazo que nadie sabe quién disparó, “cayó de bruces entre un ruido de hebillas y espuelas sobre las polainas aún calientes que se acababa de quitar”. Este episodio reaparece, con contornos real imaginarios, en Cien años de soledad. La viuda vive enclaustrada, viste ridículamente, permanece en Macondo por un oscuro temor a la no vedad. El padre Antonio Isabel retorna en Los funerales de la Mamá Grande, en La mala hora y en Cien años de soledad. El alcalde asoma sólo un momento y no se dice que esté asociado a hechos de violencia y corrupción, aunque su físico inspira a la viuda Rebeca una impresión de solidez bestial. ¿Han desaparecido la violencia y la corrupción políticas en Macondo? Ha desaparecido el interés por ese plano de lo real objetivo. Ha cambiado la perspectiva y ya vimos que para la visión aristocrática la política es
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algo remoto y repulsivo, una experiencia prescindible. La viuda Rebeca y el padre Antonio Isabel son tan ciegos para la política como la clase popular: sólo cuando la perspectiva se sitúa en la clase media, la política ocupa lugar dominante en lo real objetivo. Aquí ha sido abolida y son el pasado, la religión y lo imaginario lo que prevalece en la realidad ficticia. Manaure, donde había ido a la escuela el protagonista de El coronel no tiene quien le escriba, adquiere una dimensión mayor. El forastero de la historia ha nacido allí, precisamente en la escuela, que su madre había atendido durante 18 años. Comparado a Macondo, es más pequeño, aislado y pobre. El muchacho lo recuerda como “un pueblo verde y plácido, con unas gallinas de largas patas cenicientas que atravesaban el salón de clases para echarse a poner debajo del tinajero”. Está lejos y en la altura, pues allí no se siembra banano sino café y carece de alumbrado eléctrico. Como el héroe de El coronel no tiene quien le escriba, la madre del forastero espera una jubilación. El semblante urbano de Macondo se perfila más. Conocíamos su estación, sus almendros, sus alcaravanes, su calor: ahora conocemos su hotel. Se llama también Macondo, carece de clientes, su menú es un plato de sopa con un hueso pelado y picadillo de plátano verde, tiene un gramófono de cuerda, sus propietarios son una madre y su hija de caras idénticas. Habíamos visto a Macondo a la hora de la siesta; ahora lo vernos un domingo de mañana: “Calles sin hierba, casas con alambreras y un cielo profundo y maravilloso sobre un calor asfixiante”; la calle principal desemboca “en una pequeña plaza empedrada con un edificio de cal con una torre y un gallo de madera en la cúspide y un reloj parado en las cuatro y diez”. En la realidad ficticia hasta ahora sólo se leían periódicos, volantes políticos clandestinos, el Almanaque Bristol, presumiblemente las revistas de cine con cuyas carátulas Ana había empapelado su cuarto. En “Un día después del sábado” un personaje ha tenido una formación clásica. El padre Antonio Isabel leyó en el seminario a los griegos, sobre todo a Sófocles, “en su idioma original”. Los clásicos se le confundían, los llamaba “los ancianitos de antes”. Aparentemente, también estudió francés. Su monaguillo se llama (o él lo llama) Pitágoras. Mario Vargas Llosa publicó en 1971 Historia de un deicidio, un minucioso estudio literario que sería su tesis doctoral sobre la vida de Gabriel García Márquez desde los primeros relatos hasta Cien años de soledad. Este extracto, incluido en las Obras Completas de Vargas Llosa, editadas por Galaxia Gutenberg, pertenece a un certero análisis sobre el cuento Un día después del sábado. © Publicado en El País (España).
EL LIMÓN
Contradiciones ácidas A LA SAZÓN :: POR NETZAHUALCÓYOTL ÁVALOS ROSAS
S
u sabor es ácido y conquista. Termina por caernos muy bien. El limón es una de las frutas con mayor carácter, y por ello, por su atrevimiento y alcances, se ha ganado un lugar de honor entre los alimentos admirados, aunque no lo suficientemente reconocidos del Planeta Tierra. Antes de hablar de la mayor osadía de este suculento fruto refrendaré la posición editorial de esta columna. Definitivamente sí, la mayor parte de los productos, guisos, y cosas de las que aquí se hablen recibirán todos los honores posibles y serán erigidos en el olimpo; en caso contrario, están condenados a las cloacas de Ciudad Nezahualcóyotl. Lo anterior viene a cuenta por los cuestionamientos de varios lectores acerca de mis alabanzas. Es evidente que en algunos códigos postales molesta que use adjetivos, metáforas o analogías para hablar de las virtudes de la canela, el aceite de oliva, el agua pura, y otros simples naturales que a su parecer no merecen de tales títulos. Al fin y al cabo, dirán: son solo comida. Es agua. Ni siquiera han recibido un Nobel de Medicina por haber encontrado la cura del Alzheimer. Y yo, por supuesto, yo nunca ganaré un Pulitzer ni un concurso de ciencias de la secundaria; ni acaso, el Cazo de Oro, por parte de la Asociación de Fritangueros de Morelia. Sí, me vuelo en hablar de comida y alimentos. Soy un anacrónico que aún cree en el sabor, en la fuente de la eterna juventud, en milagros y bellezas que brotan del campo y de lugares insólitos incluyendo las aguas del mar. Juro que no es vanidad, sólo una elección post-moderna por encima de las pornográficas historias de los diarios, las apológicas narco-canciones de la radio, las oficinas de Google, o las promiscuas y vacías relaciones en Facebook. Eso es todo. Y coincido con el abuelo de mi amigo Yeyo: “todas esas cosas que dicen que sirven para todo, no sirven para nada”. Pero, más allá de los tele-anuncios de la madrugada existen simples concurrencias naturales y hábitos celestes que hacen que las frutas del paraíso crezcan sin esfuerzo y que el sol aparezca por el oriente desde hace millones de años… aunque como cantan los metafísicos de Timbiriche: “todo es tan relativo, amor, no lo ves”. Después de tales confirmaciones me pon-
dré exuberante: el limón puede evitar el cáncer. Y no es de asombrarse, aunque no me asombra que de nuevo se me tilde de hiperbólico. La cuestión es que si se trata de creérsela preferimos comprársela al que nos provoca la enfermedad y nos vende cara la condena y salvación. Él, seguro es de fiar. Sale en televisión y tiene detrás a una pléyade de científicos “reconocidos”. Estamos habituados, pues, a las pastillitas de tal color. Sólo diré lo que tengo que decir: el óptimo funcionamiento del organismo humano depende de una medida de equilibrio químico: el pH. Esta regla que va del 0 al 14, indica el porcentaje de hidrógeno contenido en determinada sustancia; es decir, mide la cantidad de iones ácidos (H+) contenidos en cada elemento, por eso sus siglas pH=potencial de hidrógeno. El pH inmejorable para la salud es de 7.3 (ligeramente alcalino). Un pH ácido, por debajo del 7.1 producirá un coma inmediato. Más allá de una muerte fulminante, la mayoría de la población mundial vivimos en el ácido. Nuestra alimentación nos lleva a ello, a una muerte lenta que inicia con pesadez estomacal, cólicos y agruras; continúa con reflujo nocturno, colitis y acidosis; y termina, invariablemente con cáncer. Un órgano u organismo ácido es el mejor caldo de cultivo para el cáncer y otras enfermedades. LA NOTA, LA RECETA, O EL REMEDIO. No obstante su sabor, el limón esta entre los diez alimentos del mundo con mejor efecto alcalino. Tomar agua mineral con limón o simple agua de limón tibia (sin azúcar: de lo contrario sería contraproducente) cada tercer día, durante toda la vida, coadyuva a generar un ambiente ideal; un contexto totalmente saludable que impide la generación cancerígena. ¿Es probable evitar el cáncer de esta forma?: totalmente probable y muy práctico. ¿Es infalible?: por supuesto que no. La salud trasciende la ingenuidad; depende de otros alimentos: de equilibrios, sinergia, disciplina, disposición, y genes. Nota: aunque en adelante escribiré más sobre este tema, por favor: indaguen al respecto. Procuremos un mundo de un acidito sabroso, pero no ácido.
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Cómo comencé a escribir CRÓNICA CRÓNICA::PORGABRIELGARCÍAMÁRQUEZ
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rimero que todo, perdóneme que hable sentado, pero la verdad es que si me levanto corro el riesgo de caerme de miedo. De veras. Yo siempre creí que los cinco minutos más terribles de mi vida me tocaría pasarlos en un avión y delante de 20 a 30 personas, no delante de 200 amigos como ahora. Afortunadamente, lo que me sucede en este momento me permite empezar a hablar de mi literatura, ya que estaba pensando que yo comencé a ser escritor en la misma forma que me subí a este estrado: a la fuerza. Confieso que hice todo lo posible por no asistir a esta asamblea: traté de enfermarme, busqué que me diera una pulmonía, fui a donde el peluquero con la esperanza de que me degollara y, por último, se me ocurrió la idea de venir sin saco y sin corbata para que no me permitieran entrar en una reunión tan formal como esta, pero olvidaba que estaba en Venezuela, en donde a todas partes se puede ir en camisa. Resultado: que aquí estoy y no sé por dónde empezar. Pero les puedo contar, por ejemplo, cómo comencé a escribir. A mí nunca se me había ocurrido que pudiera ser escritor pero, en mis tiempos de estudiante, Eduardo Zalamea Borda, director del suplemento literario de El Espectador de Bogotá, publicó una nota donde decía que las nuevas generaciones de escritores no ofrecían nada, que no se veía por ninguna parte un nuevo cuentista ni un nuevo novelista. Y concluía afirmando que a él se le reprochaba porque en su periódico no publicaba sino firmas muy conocidas de escritores viejos, y nada de jóvenes en cambio, cuando la verdad —dijo— es que no hay jóvenes que escriban. A mí me salió entonces un sentimiento de solidaridad para con mis compañeros de generación y resolví escribir un cuento, no más por taparle la boca a Eduardo Zalamea Borda, que era mi gran amigo, o al menos que después llegó a ser mi gran amigo. Me senté y escribí el cuento, lo mandé a El Espectador. El segundo susto lo obtuve el domingo siguiente cuando abrí el periódico y a toda página estaba mi cuento con una nota donde Eduardo Zalamea Borda reconocía que se había equivocado, porque evidentemente con “ese cuento surgía el genio de la literatura colombiana” o algo parecido. Esta vez sí que me enfermé y me dije: ¡En qué lío me he metido!” ¿Y ahora qué hago para no hacer quedar mal a Eduardo Zalamea Borda?” Seguir escribiendo, era la respuesta. Siempre tenía frente a mí el problema de los temas: estaba obligado a buscarme el cuento para poderlo escribir. Y esto me permite decirles una cosa que compruebo ahora, después de haber publicado cinco libros: el oficio de escritor es tal vez el único que se hace más difícil a medida que más se practica. La facilidad con que yo me senté a escribir aquel cuento una tarde no puede compararse con el trabajo que me cuesta ahora escribir una página. En cuanto a mi método de trabajo, es bastante coherente con esto que les estoy diciendo. Nunca sé
cuánto voy a poder escribir ni qué voy a escribir. Espero que se me ocurra algo y, cuando se me ocurre una idea que juzgo buena para escribirla, me pongo a darle vueltas en la cabeza y dejo que se vaya madurando. Cuando la tenga terminada (y a veces pasan muchos años, como en el caso de Cien años de soledad que pasé diez y nueve años pensándola), cuando la tengo terminada repito, entonces me siento a escribirla y ahí empieza la parte más difícil y la que más me aburre. Porque lo más delicioso de la historia es con-
cebirla, irla redondeando, dándole vueltas y revueltas, de manera que a la hora de sentarse a escribirla ya no le interesa a uno mucho, o al menos a mí no me interesa mucho.
La idea que le da vueltas Les voy a contar, por ejemplo, la idea que me está dando vueltas en la cabeza hace ya varios años y sospecho que la tengo ya bastante redonda. Se las cuento ahora, porque seguramente cuando la escriba, no sé cuando, ustedes la van a encontrar completamente distinta y podrán observar en qué forma evolucionó. Imagínense un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija menor de 14. Está sirviéndoles el desayuno a sus hijos y se le advierte una expresión muy preocupada. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella responde: No sé, pero he amanecido con el pensamiento de que algo muy grave va a suceder en este pueblo”. Ellos se ríen de ella, dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el adversario le dice: “Te apuesto un peso a que no la haces”. Todos se ríen, él se ríe, tira la carambola y no la hace. Pago un peso y le pregunta: ¿Pero qué pasó, si era una carambola tan sencilla? Dice: “Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi mamá esta mañana sobre algo grave que va a suceder en este pueblo”. Todos se ríen de él y el que se ha ganado el peso regresa a su casa, donde está su mamá y una prima o una nieta o en fin, cualquier parienta. Feliz
con su peso dice: “Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla, porque es un tonto”. “¿Y por qué es un tonto?”. Dice: “Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado por la preocupación de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo”. Entonces le dice la mamá: “No te burles de los presentimientos de los viejos, porque a veces salen”. La parienta lo oye y va a comprar carne. Ella dice al carnicero: “véndame una libra de carne” y, en el momento en que está cortando, agrega: “Mejor véndame dos porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado”. El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice: “Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se está preparando, y andan comprando cosas”. Entonces la vieja responde: “Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras”. Se lleva cuatro libras y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo en el pueblo está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice: “¿Se han dado cuenta del calor que está haciendo?”. “Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor”. Tanto calor que es un pueblo donde todos los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos. “Sin embargo —dice uno— nunca a esta hora ha hecho tanto calor”, “sí, pero no tanto calor como ahora”. Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un parajito y se corre la voz: “hay un pajarito en la plaza”. Y viene todo el mundo espantado a ver el pajarito. “Pero, señores, siempre ha habido pajaritos que bajan”. “Sí, pero nunca a esta hora”. Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo. “Yo sí soy muy macho —grita uno— yo me voy”. Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen: “Si este se atreve a irse, pues nosotros también nos vamos”, y empiezan a desmantelar literalmente al pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo. Y uno de los últimos que abandona el pueblo dice: “Que no venga la desgracia a caer sobre todo lo que queda de nuestra casa” y entonces incendia la casa y otros incendian otras casas. Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio clamando: “Yo lo dije, que algo muy grave iba a pasar y me dijeron que estaba loca”. Discurso pronunciado el 3 de mayo de 1970 en Caracas, Venezuela. Publicado en saladeprensa.org
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CREACIÓN
La tercera resignación Gabriel García Márquez
A
llí estaba otra vez, ese ruido. Aquel ruido frío, cortante, vertical, que ya tanto conocía pero que ahora se le presentaba agudo y doloroso, como si de un día a otro se hubiera desacostumbrado a él. Le giraba dentro del cráneo vacío, sordo y punzante. Un panal se había levantado en las cuatro paredes de su calavera. Se agrandaba cada vez más en espirales sucesivos, y le golpeaba por dentro haciendo vibrar su tallo de vértebras con una vibración destemplada, desentonada, con el ritmo seguro de su cuerpo. Algo se había desadaptado en su estructura material de hombre firme; algo que “las otras veces” había funcionado normalmente y que ahora le estaba martillando de cabeza por dentro con un golpe seco y duro dado por unos huesos de mano descarnada, esquelética, y le hacía recordar todas las sensaciones amargas de la vida. Tuvo el impulso animal de cerrar los puños y apretarse la sien brotada de arterias azules, moradas, con la firme presión de su dolor desesperado. Hubiera querido localizar entre las palmas de sus dos manos sensitivas el ruido que le estaba a punta de diamante. Un gesto de gato doméstico contrajo sus músculos cuando lo imaginó perseguido por los rincones atormentados de su cabeza caliente, desgarrada por la fiebre. Ya iba a alcanzarlo. No. El ruido tenía la piel resbaladiza, intangible casi. Pero él estaba dispuesto a alcanzarlo con su estrategia bien aprendida y apretarlo larga y definitivamente con toda la fuerza de su desesperación. No permitiría que penetrara otra vez por su oído: que saliera por su boca, por cada uno de sus poros o por sus ojos que se desorbitarían a su paso y se quedarían ciegos mirando la huída del ruido desde el fondo de su desgarrada oscuridad. No permitiría que le estrujara más sus cristales molidos, sus estrellas de hielo, contra las paredes interiores del cráneo. Así era el ruido aquel: Pero le era imposible apretarse las sienes. Sus brazos se habían reducido y eran ahora los brazos de un enano; unos brazos pequeños, regordetes, adiposos. Trató de sacudir la cabeza. La sacudió. El ruido apareció entonces con mayor fuerza dentro del cráneo que se había endurecido, agrandado y que se sentía atraído con mayor fuerza por la gravedad. Estaba pesado y duro aquel ruido. Tan pesado y duro que de haberlo alcanzado y destruido había tenido habría tenido la impresión de estar deshojando una flor de plomo. Había sentido ese ruido “las otras veces”, con la misma insistencia. Lo había sentido, por ejemplo, el día en que murió por primera vez. Cuando –ante la vista de un cadáver– se dio cuenta de que era su propio cadáver. Lo miró y se palpó. Se sintió intangible, inespacial, inexistente. El era verdaderamente un cadáver y estaba sintiendo ya, sobre su cuerpo joven y enfermizo, el tránsito de la muerte. La atmósfera se había endurecido en toda la casa como si hubiera sido rellena de cemento, y en medio de aquel bosque –en el que había dejado los objetos como cuando era una atmósfera de aire– estaba él, cuidadosamente colocado dentro del ataúd de un cemento duro pero transparente. Aquella vez, en su cabeza estaba también “ese ruido”. Qué lejanas y qué frías sentía las plantas de sus pies; allá en el otro extremo del ataúd, donde habían puesto una almohada, porque la caja le quedaba aún demasiado grande y hubo que ajustarlo, adaptar el cuerpo muerto a su nuevo y último vestido. Lo cubrieron de blanco y alrededor de su mandíbula apretaron un pañuelo. Se sintió bello envuelto en su mortaja; mortalmente bello.
Estaba en su ataúd, listo a ser enterrado, y sin embargo, él sabía que no estaba muerto. Que si hubiera tratado de levantarse lo hubiera hecho con toda facilidad. Al menos “espiritualmente”. Pero no valía la pena. Era mejor dejarse morir allí; morirse de “muerte”, que era su enfermedad. Hacía tiempo que el médico había dicho a su madre, secamente: –Señora, su niño tiene una enfermedad grave: está muerto. Sin embargo –prosiguió–, haremos todo lo posible por conservarle la vida más allá de su muerte. Lograremos que continúen sus funciones orgánicas por un complejo sistema de autonutrición. Sólo variarán las funciones motrices, los movimientos espontáneos. Sabremos de su vida por el crecimiento que continuará también normalmente. Es simplemente “una muerte viva”. Una real y verdadera muerte… Recordaba las palabras, pero confundidas. Tal vez no las oyó nunca y fue creación de su cerebro cuando subía la temperatura en las crisis de la fiebre tifoidea. Cuando se sumergía en el delirio. Cuando leía la historia de los faraones embalsamados. Al subir la fiebre, él mismo se sentía protagonista de ella. Allí había empezado una especie de vacío en su vida. Desde entonces no podía distinguir, recordar cuáles acontecimientos eran parte de su delirio y cuáles de su vida real. Por tanto, ahora dudaba. Tal vez el médico nunca habló de esa extraña “muerte viva”. Es ilógica, paradojal, sencillamente contradictoria. Y eso lo hacía sospechar ahora que, efectivamente, estaba muerto de verdad. Que hacía dieciocho años que lo estaba. Desde entonces –en el tiempo de su muerte tenía siete años– su madre le mandó hacer un ataúd
pequeño, de madera verde; un ataúd para un niño. Pero el médico ordenó que le hicieran una caja más grande, una caja para un adulto normal, pues aquella, podría atrofiar el crecimiento y llegaría a ser un muerto deforme o un vivo anormal. O la detención del crecimiento impediría darse cuenta de la mejoría. En vista de aquella advertencia, su madre le hizo construir un ataúd grande, para un cadáver adulto, y le colocó tres almohadas a los pies, con el fin de ajustarlo. Pronto empezó a crecer dentro de la caja, de tal manera que cada año podían sacarle un poco de lana a la almohada extrema para darle margen al crecimiento. Había pasado así media vida. Dieciocho años (ahora tenía veinticinco). Y había llegado a su estatura definitiva, normal. El carpintero y el médico se equivocaron en el cálculo e hicieron el ataúd medio metro más grande. Supusieron que él tendría la estatura de su padre, que era un gigante semibárbaro. Pero no fue así. Lo único que de él
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heredó fue la barba poblada. Una barba azul, espesa, que su madre acostumbraba arreglar para verlo decentemente dentro de su ataúd. Esa barba le molestaba terriblemente en los días de calor. Pero había algo que le preocupaba más que “¡ese ruido!”. Eran los ratones. Precisamente, cuando niño, nada había en el mundo que le preocupara más, que le produjera más terror, que los ratones. Y eran precisamente esos animales asquerosos los que habían acudido al olor de las bujías que ardían a sus pies. Ya habían roído sus ropas y sabía que muy pronto empezarían a roerlo a él, a comerse su cuerpo. Un día pudo verlos: eran cinco ratones lucios, resbaladizos, que subían a la caja por la pata de la mesa y lo estaban devorando. Cuando su madre lo advirtiera, no quedaría ya de él sino los escombros, los huesos duros y fríos. Lo que más horror le producía no era exactamente que se lo comieran los ratones. Al fin y al cabo podría seguir viviendo con su esqueleto. Lo que lo atormentaba era el terror innato que sentía hacia esos animalitos. Se le erizaba la piel con sólo pensar en esos seres velludos que recorrían todo su cuerpo, que penetraban por los pliegues de su piel y le rozaban los labios con sus patas heladas. Uno de ellos subió hasta sus párpados y trató de roer su córnea. Le vio grande, monstruoso, en su lucha desesperada por taladrarle la retina. Creyó entonces una nueva muerte y se entregó, todo entero, a la inminencia del vértigo. Recordó que había llegado a mayor de edad. Tenía veinticinco años y eso significaba que no crecería ya más. Sus facciones se volverían firmes, serias. Pero cuando estuviera sano no podría hablar de su infancia. No la había tenido. La pasó muerto. Su madre había tenido rigurosos cuidados durante el tiempo que duró la transición de la infancia a la pubertad. Se preocupó por la higiene perfecta del ataúd y de la habitación en general. Cambiaba frecuentemente las flores de los jarrones y abría las ventanas todos los días para que penetrara el aire fresco. Con qué satisfacción miró la cinta métrica en aquel tiempo, cuando, después de medirlo, ¡comprobaba que había crecido varios centímetros! Tenía la maternal satisfacción de verlo vivo. Cuidó, así mismo, de evitar la presencia de extraños en la casa. Al fin y al cabo era desagradable y misteriosa la existencia de un muerto por largos años en una habitación familiar. Fue una mujer abnegada. Pero muy pronto empezó a decaer su optimismo. En los últimos años, la vio mirar con tristeza la cinta métrica. Su niño no crecía ya más. En los meses pasados no progresó el crecimiento un milímetro siquiera. Su madre sabía que iba a ser difícil ahora encontrar la manera de advertir la presencia de la vida en su muerto querido. Tenía el temor de que una mañana amaneciera “realmente” muerto y tal vez por eso aquel día él pudo observar que se acercaba a su caja, discretamente, y olfateaba su cuerpo. Había caído en una crisis de pesimismo. Últimamente descuidó las atenciones y ya ni siquiera tenía la precaución de llevar la cinta métrica. Sabía que ya no crecería más. Y él sabía que ahora estaba “realmente” muerto, Lo sabía por aquella apacible tranquilidad con que su organismo se dejaba llevar. Todo había cambiado intempestivamente. Los latidos imperceptibles que sólo él podía percibir se habían desvanecido ahora de su pulso. Se sentía pesado, atraído por una fuerza reclamadora y potente hacia la primitiva substancia de la tierra. La fuerza de gravedad parecía atraerlo ahora con un poder irrevocable. Estaba innegable. Pero estaba más descansado así. Ni siquiera tenía que respirar para vivir su muerte. Imaginariamente, sin tocarse, recorrió uno a uno cada uno de sus miembros. Allí, sobre una almohada dura, estaba su cabeza levemente vuelta hacia la izquierda. Imaginó su boca entreabierta por la delgada orilla de frío que le llenaba la garganta de granizo. Estaba tronchado como un árbol de veinticinco años. Quizá trató de cerrar la boca.
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El pañuelo que había apretado a su quijada estaba flojo. No pudo colocarse, componerse, tomar una “pose” siquiera para parecer un muerto decente. Ya los músculos, los miembros, no acudían como antes, puntuales al llamado de su sistema nervioso. Ya no era el de dieciocho años atrás, un niño normal que podía moverse a gusto. Sintió sus brazos caídos, tumbados para siempre, apretados contra las paredes acojinadas del ataúd. Su vientre duro, como una corteza de nogal. Y más allá las piernas íntegras, exactas, complementando su perfecta anatomía de adulto. Su cuerpo reposaba con pesadez, pero apaciblemente, sin malestar alguno, como si el mundo se hubiera detenido de repente, y nadie interrumpiera el silencio; como si todos los pulmones de la tierra hubieran dejado de respirar para no interrumpir la liviana quietud del aire. Se sentía feliz como un niño bocarriba sobre la hierba fresca y apretada, contemplando una nube alta que se aleja por el cielo de la tarde. Era feliz, aunque sabía que estaba muerto, que reposaba para siempre en la caja recubierta de seda artificial. Tenía una gran lucidez. No era como antes, después de su primera muerte, en que se sintió embotado, bruto. Las cuatro bujías que habían puesto en derredor suyo, y que eran renovadas cada tres meses, empezaban a agotarse nuevamente: precisamente cuando iban a ser indispensables. Sintió la vecindad de la frescura en las violetas húmedas que su madre había llevado aquella terrible mañana. La sintió en las azucenas, en las rosas. Pero toda aquella terrible realidad no le causaba ninguna inquietud; al contrario, era feliz allí, sólo con su soledad. ¿Sentirse miedo después? Quién sabe. Era duro pensar en el momento en que el martillo golpeara los clavos sobre la madera verde y crujiera el ataúd bajo la esperanza segura de volver a ser árbol. Su cuerpo atraído ahora con mayor fuerza por el imperativo de l atierra, quedaría ladeado en un fondo húmedo, arcilloso y blanco, y allá arriba, sobre cuatro metros cúbicos, se irían apagando los últimos golpes de los sepultureros. No. Allí tampoco sentiría miedo. Eso sería la prolongación de su muerte, la prolongación más natural de su nuevo estado. No quedaría ya ni un grado de calor en su cuerpo, su médula se habría enfriado para siempre, y unas estrellitas de hielo penetrarían hasta el tuétano de sus huesos. ¡Qué bien se acostumbraría a su nueva vida de muerto! Un día –sin embargo– sentirá que se derrumba su armadura sólida; y cuando trate de citar, de repasar cada uno de sus miembros, no los encontrará. Sentirá que no tiene forma exacta definida, y sabrá resignadamente que ha perdido su perfecta anatomía de 25 años y que se ha convertido en un puñado de polvo sin forma, sin definición geométrica. En el polvillo bíblico de la muerte. Acaso sienta entonces una ligera nostalgia: nostalgia de no ser un cadáver formal, anatómico, sino un cadáver imaginario, abstracto, armado únicamente en el recuerdo borroso de sus parientes. Sabrá entonces, que va a subir por los vasos capilares de un manzano y al despertarse medido por el hambre de un niño en una mañana otoñal. Sabrá entonces –y eso sí le entristecía– que ha perdido su unidad: que ya no es –siquiera– un muerto ordinario, un cadáver común. La última noche la había pasado feliz, en la solitaria compañía de su propio cadáver. Pero al nuevo día, al penetrar los primeros rayos del sol tibio por la ventana, abierta, sintió que su piel se había reblandecido. Observó un momento. Quieto, rígido. Dejó que el aire corriera sobre su cuerpo. No pudo dudarlo: allí estaba el “olor”. Durante la noche la cadaverina había empezado a hacer sus efectos. Su organismo había empezado a descomponerse, a pudrirse, como el cuerpo de todos los muertos. El “olor” era, indudablemente, un olor inconfundible a carne manida, que desaparecía y reaparecía después más penetrante. Su cuerpo se había descompuesto con el calor de la noche anterior. Sí. Se estaba pudriendo. Dentro de p ocas horas vendría su madre a cambiar las flores y des-
de el umbral la azotaría el tufo de la carne descompuesta. Entonces sí lo llevarían a dormir su segunda muerte entre los otros muertos. Pero de pronto el miedo le dio una puñalada por la espalda. ¡El miedo! ¡Qué palabra tan honda, tan significativa! Ahora tenía miedo, un miedo “físico”, verdadero. ¿A qué se debía? Él lo comprendía perfectamente y se le estremecía la carne: probablemente no estaba muerto. Lo habían metido allí, en esa caja que ahora sentía perfectamente, blanda, acolchada, terriblemente cómoda; y el fantasma del miedo le abrió la ventana de la realidad: ¡Lo iban a enterrar vivo! No podía estar muerto, porque se daba cuenta exacta de todo; de la vida que giraba en torno suyo, murmurante. Del olor tibio de los heliotropos que penetraba por la ventana abierta y se confundía con el otro “olor”. Se daba perfecta cuenta del lento caer del agua en el estanque. Del grillo que se había quedado en el rincón y seguía cantando, creyendo que aún duraba la madrugada. Todo le negaba su muerte. Todo menos el “olor”. Pero, ¿cómo podía saber que ese olor era suyo? Tal vez su madre había olvidado el día anterior cambiar el agua de los jarrones, y los tallos estaban pudriéndose. O tal vez el ratón, que el gato había arrastrado hasta su pieza, se descompuso con el calor. No. El “olor” no podía ser de su cuerpo. Hacía unos momentos estaba feliz con su muerte, porque creía estar muerto. Porque un muerto puede ser feliz con su situación irremediable. Pero un vivo no puede resignarse a ser enterrado vivo. Sin embargo, sus miembros no respondían a su llamada. No podía expresarse, y era eso lo que le causaba terror; el mayor terror de su vida y de su muerte. Lo enterrarían vivo. Sentiría el vacío del cuerpo suspendido en hombros de los amigos, mientras su angustia y su desesperación se irían agrandando a cada paso de la procesión. Inútilmente trataría de levantarse, de llamar con todas sus fuerzas desfallecidas, de golpear por dentro del ataúd oscuro y estrecho para que supieran que aún vivía, que iban a enterrarlo vivo. Sería inútil; allí tampoco responderían sus miembros al urgente y último llamado de su sistema nervioso. Oyó ruidos en la pieza contigua. ¿Estaría dormido? ¿Habría sido una pesadilla toda esa vida de muerto? Pero el ruido de la vajilla no continuó. Se puso triste y quizá tuvo disgusto por ello. Hubiera querido que todas las vajillas de la tierra se quebraran de un sólo golpe allí a su lado, para despertar por una causa exterior, ya que su voluntad había fracasado. Pero no. No era un sueño. Estaba seguro de que de haber sido un sueño no habría fallado el último intento de volver a la realidad. El no despertaría ya más. Sentía la blandura del ataúd y el “olor” había vuelto ahora con mayor fuerza, con tanta fuerza, que ya dudaba de que era su propio olor. Hubiera querido ver allí a sus parientes, antes que comenzara a deshacerse, y el espectáculo de la carne putrefacta les produjera asco. Los vecinos huirían espantados del féretro con un pañuelo en la boca. Escupirían. No. Eso no. Era mejor que lo enterraran. Era preferible salir de “eso” cuanto antes. El mismo quería ahora deshacerse de su propio cadáver. Ahora sabía que estaba verdaderamente muerto, o al menos inapreciablemente vivo. Daba lo mismo. De todos modos persistía el “olor”. Resignado oiría las últimas oraciones, los últimos latinajos mal respondidos por los acólitos. El frío lleno de polvo y de huesos del cementerio penetrará hasta sus huesos y tal vez disipe un poco ese “olor”. Tal vez –¡quién sabe!— la inminencia del momento le haga salir de ese letargo. Cuando se sienta nadando en su propio sudor, en un agua viscosa, espesa, como estuvo nadando antes de nacer en el útero de su madre. Tal vez entonces esté vivo. Pero estará ya tan resignado a morir, que acaso muera de resignación. Primer cuento publicado por Gabriel García Márquez, en1947, en el periódico El Espectador.
LETRAS ~ CAMBIO DE MICHOACAN | 7
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Bahía de Zihuatanejo CRÓNICA::PORARTUROCHÁVEZCARMONA
H
e vivido la vida con intensidad y la vida jamás me ha traicionado. Quien se ha atrevido a traicionar he sido yo, no a la vida como tal, a mi madre por ejemplo que no la cuidé lo suficiente, que no la cuidé toda y terminó muriendo. A la vocación académica y científica abandonando tempranamente mi carrera universitaria. También, lo confieso públicamente, a quien más le debo en la vida, mi esposa Carmen, a la que no he sabido darle todo el amor que se merece. Sin embargo en todo esto que es la vida que se vive con toda la pasión que se es capaz, no he podido nunca traicionarme a mí mismo. He sido fiel a la idea de que las cosas y las gentes deben encontrar un equilibrio que se llama paz y justicia. Que la igualdad es posible si desterramos las diferencias que marcan los prejuicios y los delirios de poder. Fiel también he sido desde que mis ojos vieron la luz, a ese mar tranquilo que guardo en mi memoria más profunda, el mar de la Bahía de Zihuatanejo. En la arena de esa playa hoy cancelada por riesgos de contaminación, di mis primeros pasos, -Playa Her-osa-, la playa principal del puerto donde las gentes no tienen otra ambición que amar y ser amados. Saben bailar y son alegres, trabajan duro ganando el pan para sus hijos. Ahorran, construyen, educan. Son familias que desde hace más de sesenta años cultivan esa ciudad que ahora es Zihuatanejo, floreciendo y dando frutos de progreso. Zihuatanejo nace al fragor de remos de madera abriendo el lomo del mar todas las madrugadas, cuando grupos de pescadores en canoas labradas en un solo tronco cosechaban de sus aguas las corvinas, palometas, huachinangos, ojotones, y tantas otras especies de peces, el tiburón y la caguama tuvieron su temporada de gran explotación. Tierra adentro los ejidatarios de Agua de Correa sembraron en los litorales de la bahía, en esos suelos aluviales profundos y fértiles, huertas de palmera africana, mangos, limoneros, naranjos, guanábanos. Crecí por fortuna en medio de esos paraísos. Cada huerta era un paraíso cuando recorríamos la vereda desde el caserío de Zihuatanejo, pasando por toda la playa de La Ropa hasta llegar entre piedras y olas furiosas a Las Gatas. Éramos un grupo de chiquillos de entre cinco y siete años, Pancho Landa, Héctor y Carlos Allec, Hugo Ayvar y el que esto escribe con cinco años de edad. En playa La Madera, según un artículo de una revista geográfica internacional, se concentraban los trozos de árboles de maderas preciosas. Ahí en el siglo XVI se construyó el primer galeón que marcó el derrotero para hacer el viaje a Manila en las Filipinas. El mismo que descargaba mercaderías del oriente en Acapulco, para entonces ya el puerto más
importante de la Nueva España. La Ropa, playa donde las huertas de plátano permitieron saciar nuestra hambre y los cocoteros nuestra sed en ese periplo de piratas niños, tiene su propia leyenda, ahí los náufragos de una embarcación extranjera fueron arrojados por el oleaje de la marea alta y sus pertenencias se regaron por toda la playa, entre ellas lienzos de finas telas. A mí me sucedieron otras cosas en compañía de Fabiola, mi hermana mayor, cuando deambulábamos vagando, -era nuestra ocupación principal de niños-, entre la salida del pueblo y lo que era el viejo campo de aviación o aeropuerto. El sol amenazaba ya con ocultarse, de entre los matorrales saltó un perro negro cuyos ojos brillantes nos dieron un gran susto. Estoy narrando cosas desde el recuerdo de los años cincuenta del siglo veinte. Zihuatanejo era un caserío con unas cuantas calles y
apenas unos quinientos pobladores. Las familias que recuerdo estaban ahí asentadas eran los Galeana, los Allec, los Valle, los Campos, los Espino, los Sotelo, los Landa, los Rincón, los Gutiérrez, los Olea, los Olascoaga, los Maciel, los Vargas, los Farías. Don Salvador Espino era el líder de los ejidatarios; mi padre, Arturo Chávez Díaz, llegó en el año cincuenta y seis de Petatlán a asentarse, trabó una gran amistad con don Chava. Una hija de don Salvador casó con un joven marino, el Teniente de Fragata Jorge Bustos Aldana, de gran trayectoria militar, política, social y educativa en el puerto. Sus últimos años de trabajo los ocupó como maestro de la preparatoria trece de la Universidad Autónoma de Guerrero. Ya en los años setenta estuve viviendo con mi padre en una huerta del ejido del Coacoyul, a doce kilómetros de Zihuatanejo, sobre la carretera federal a Acapulco. Era el período del presidente Luis Echeverría Álvarez, cuya política turística iniciaba con los grandes centros de turismo industrial integralmente planeados, uno de ellos fue lo que ahora co-
Estoy narrando cosas desde el recuerdo de los años cincuenta del siglo veinte. Zihuatanejo era un caserío con unas cuantas calles y apenas unos quinientos pobladores
nocemos como Ixtapa-Zihuatanejo. El brazo financiero ejecutor del plan ha sido el Fideicomiso Bahía de Zihuatanejo (FIBAZI), que no pudo inicialmente transformar el viejo puerto de pescadores en un moderno desarrollo, pues se negaron sus habitantes con más de treinta años de asentados, a reconocer la expropiación que se había decretado a los ejidatarios. Buscaron otros horizontes y en la playa de San José Ixtapa, frente a la que estaba una gran huerta de cocoteros, la de don Guillermo Leyva, compraron más de quinientas hectáreas; dotaron de infraestructura, urbanización y servicios básicos. Comenzó así el crecimiento del gigante que hoy es Ixtapa, con sus hoteles de cinco estrellas, grandes, lujosas y caras residencias, campo de golf, marina, todo para que se disfrute como si estuviéramos en la Costa Azul francesa o en Miami. El viejo puerto vecino sufrió el impacto y creció de sus pocos miles de habitantes a más de cien mil pobladores. De ahí vienen porque ahí viven la mayoría de los trabajadores de los grandes consorcios hoteleros, desde afanadoras y meseros, hasta ingenieros y técnicos calificados en mantenimiento de sistemas informáticos. El impacto económico positivo de varias décadas ha transformado el paisaje de la región y beneficiado a muchas familias y empresas, locales, nacionales e internacionales. Últimamente los hechos de violencia e inseguridad que provoca la delincuencia organizada han mermado en mucho la afluencia de visitantes. La política del actual gobierno federal garantiza ya mejores condiciones para el trabajo de propios y extraños. El turismo puede sentirse más seguro para disfrutar su viaje y estancia en el puerto. La sombra de un mal manejo de los desechos de las aguas servidas ha provocado situaciones delicadas como la de Playa Hermosa, donde la contaminación orgánica la hace riesgosa para usarla como balneario. Sin embargo, la Comisión Nacional del Agua está implementando ya importantes inversiones para ampliar las plantas de tratamiento existentes, construir otras nuevas, integrar redes de drenaje en colectores y reglamentar el tratamiento de las aguas servidas por cada empresa hotelera, para que no se liberen al mar sin cumplir con las normas oficiales mexicanas. La Bahía de Zihuatanejo en el imaginario de muchos amigos y amigas de mi generación sigue siendo un paraíso. Será porque ahí miramos la mar por primera vez, conocimos también la profunda belleza de unos ojos de niña amando por vez primera. En esas arenas, respirando esa brisa, agostando ese sol, mi alma de poeta creció hasta conocer de la locura que ilumina y conduce a la madurez que hoy no sabe traicionar.
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El insólito cine mexicano ELTERCEROJO::Apesardelosbuenosresultadosdelosfilmesmexicanosenfestivalesextranjeros,elcinenacionalsiguesinconvenceralamayorpartedelos espectadores.Elnúmerodepelículasproducidasesbajoy,peoraún,muchasnisiquieralleganalassalasoscuras.¿Cambiaráestatendencia?.PORSYLVAINPROVILLARD
E
xiste un cine mexicano joven, inteligente, ecléctico, arriesgado e insólito. Sin embargo, parece que el público de nuestro país todavía no quiere verlo. Incluso se puede hablar de discriminación: según una encuesta de la revista Cine, la preferencia de los mexicanos es del 80 por ciento hacia los filmes norteamericanos, 15 por ciento a los mexicanos y cinco a los europeos. ¿Será tan malo el cine mexicano para tener tan poca difusión y ahuyentar a tantos cinéfilos? Algunos reconocen que bajó la calidad de las películas nacionales entre 1995 y 2005, o bien, que se estigmatizaron: la gente empezó a asociar al cine mexicano con sexo, violencia, lenguaje grosero y pobreza narrativa. Sin embargo, el menosprecio hacia el cine de nuestro país parece estar en pleno declive. El año pasado, el cine nacional representó el 10.9 por ciento de la taquilla y el 12.7 por ciento de la asistencia total. Por muy bajos que puedan parecerles estos números, se trata del mejor año en décadas; es, por ejemplo, el triple de la proporción de 2012. Se debe en gran parte al éxito de unas pocas películas, como No se aceptan devoluciones, Nosotros los nobles, Amor a primera vista y No sé si cortarme las venas o dejármelas, que reunieron respectivamente dieciséis, siete, dos y un millón de espectadores. Desgraciadamente, este éxito es engañoso, ya que estas cuatro cintas aportaron el 85 por ciento de los boletos vendidos. Los otros 56 largometrajes mexicanos estrenados el año pasado no rebasaron los 20 mil espectadores, tomando en cuenta que cada uno costó en promedio 15 millones de pesos, en su gran mayoría aportados por el Estado. La industria cinematográfica nacional padece de un problema estructural. Junto con Guillermo del Toro y Alejandro González Iñárritu, Alfonso Cuarón forman parte de los directores que desertaron hacia Hollywood en los años 90 para poder expresar plenamente su talento. “El cine mexicano idealmente ten-
dría que ser más autofinanciable y autorecuperable (financieramente) en nuestro propio territorio. El problema es que no hay vínculos para hacerlo, a menos que tus películas sean obviamente comerciales”, declaró el recién ganador del Oscar al Mejor Director por su cinta Gravedad. Tomando el ejemplo de directores como Amat Escalante (Los bastardos, Heli) y Carlos Reygadas (Luz silenciosa, Post tenebras lux), Cuarón explicó que el cine de arte puede ser considerado como comercial, ya que sus películas cuestan muy poco pero se distribuyen en todo el mundo y llegan al mercado internacional más que al mexicano. He aquí un ejemplo de algo que pasa a menudo: algunos jóvenes creadores, guionistas o directores, que cuentan con un proyecto sólido e innovador, y logran establecer relaciones en el medio de la producción cinematográfica, obtienen apoyo económico, privado o público, para rodar su película. Muchas veces resulta ser una obra de calidad y un éxito crítico, llevándose varios premios en festivales nacionales e internacionales. Haciendo de lado unas rarísimas excepciones, lo más seguro es que esta película se estrene en muy pocas salas mexicanas y que sea vista por un número infinitesimal de espectadores. Los insólitos peces gato es un buen ejemplo de este triste fenómeno. Esta original cinta ganó premios en los festivales de Los Cabos, Mar de Plata, Gijón, La Habana, Locarno y Toronto, y será distribuida en 20 países alrededor del mundo. En nuestra ciudad, la sencilla y emotiva obra de Claudia Sainte-Luce estuvo presente en una sola sala de un solo cine durante tres semanas. En su cuarta semana, se pudo ver en un solo horario, a la una cuarenta y cinco de la tarde. Básicamente los distribuidores están matando a un probable éxito taquillero, justo en el momento en que empieza a funcionar el boca a boca. Esto es el desolador destino de muchas cintas mexicanas de calidad: Inercia, de
Isabel Muñoz, justamente coescrita por Claudia Sainte-Luce, sigue su gira de festivales sin todavía llegar a estrenarse. ¿Qué pasará con La jaula de oro de Diego Quemada-Díez, que se llevó 17 premios en festivales internacionales, y Güeros de Alonso Ruiz Palacios, ganadora a la Mejor Opera Prima en el prestigioso Festival de Berlín? El oligopolio de los distribuidores y de las cadenas de exhibición de cine en México les ha permitido manejar la difusión del cine nacional como quieran: escogen pocas películas mexicanas, las cuales se muestran en escasas salas y quitan de la cartelera cualquier película que no haya llenado las salas en su semana de estreno. Obviamente los distribuidores no comparten este punto de vista. Afirman que no es que no quieran apostar por el cine mexicano, sino que necesitan películas con buenos argumentos, y que si la película funciona, le brindan todo el apoyo. Sabemos que muy pocas películas mexicanas obtienen la ayuda que merecen. Presunto culpable, el documental que llegó a ser el más taquillero de la historia gracias al apoyo de Cinépolis, es una de las rarísimas excepciones de respaldo verdadero a la proyección del buen cine nacional. Hay que tomar en cuenta que la inmensa mayoría de los mexicanos consideran el cine como una forma de diversión, y no un arte. Los mexicanos van mucho al cine y, muchas veces, lo hacen en familia. De ahí viene su preferencia para las comedias y explica el éxito de Nosotros los nobles y No se aceptan devoluciones, películas que en algún sentido reconcilian o, por lo menos, reconectan al público mexicano con su cine. Esto constituye un primer paso hacia la mejora de la producción y distribución del cine nacional. Obviamente, el sueño de llegar al nivel de la época del Cine de Oro sigue lejano, pero hay que seguir creyendo que los talentos del cine de hoy se puedan expresar en su propio país. Mientras tanto, vayan a ver Los insólitos peces gato, en caso de que, por milagro, siga en cartelera.
Post tenebras lux, de Carlos Reygadas.
Güeros, de Alonso Ruizpalacios.
Los insolitos peces gato, de Claudia Sainte-Luce.
Heli, de Amat Escalante.
Inercia, de Isabel Muñoz.
No se aceptan devoluciones, de Eugenio Derbez.