Letras 21 de enero de 2017

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[ Letras ] DE CAMBIO

SUPLEMENTO DE CULTURA DE CAMBIO DE MICHOACÁN | NUEVA ÉPOCA | COORDINADOR: VÍCTOR RODRÍGUEZ MÉNDEZ | 21 DE ENERO DE 2017 |

John Kennedy Toole Sobre La conjura de los necios POR MARCO ANTONIO REGALADO | PAG. 2

Un retrato de la sociedad moderna. Una entrevista con Zygmunt Bauman SOCIOLOGÍA POR MIGUEL ROIG | PAG. 4

Confusión de sentimientos CARTAS APÓCRIFAS POR ESTEBAN MARTÍNEZ | PAG. 6

Gloria, sobornos y premios dorados CINE POR SYLVAIN PROVILLARD | PAG. 7

Chippy A LA SAZÓN POR NETZAHUALCÓYOTL ÁVALOS ROSAS | PAG. 8


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John Kennedy Toole Sobre La conjura de los necios POR MARCO ANTONIO REGALADO

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a próxima guerra podría ser una orgía gigantesca. Qué desastre. ¿Cuántos líderes militares del mundo podrían ser simples sodomitas degenerados fingiendo un papel fantástico? En realidad esto podría ser bastante beneficioso para el mundo. Podría significar el final de las guerras para siempre, podría ser la clave para una paz duradera”. John Kennedy Toole aparece en la excéntrica reacción de ‘Reilly’, esa visión de un homosexual vestido de marinero que pasea por el barrio francés de Nueva Orleans en La conjura de los necios, que es la visión satírica de la sociedad y los valores americanos. John Kennedy Toole es el novelista estadounidense que escribiera la gran novela La conjura de los necios. Nació el 17 de diciembre de 1937, es decir, que este año hubiera cumplido 79. Originario de Luisiana, Nueva Orleans, fue hijo único de John y Thelma Toole, un matrimonio ya mayor que no esperaba descendencia, motivo por el cual su madre se volcó en su cuidado de una manera exagerada, sobreprotegiéndole y anulando su personalidad, llegando al punto de no dejarle jugar con otros niños. Por las distintas notas biográficas podemos percatarnos de que John Kennedy Toole fue un excelente estudiante y aprovechó una beca para estudiar en Nueva York, y así escapar de la sombra de su madre. Estudió Literatura Inglesa y trabajó durante un tiempo en una fábrica de ropa masculina antes de colocarse como profesor en la universidad de Southwestern Louisiana y en el Dominican College, de Nueva Orleans. Estudiaba para conseguir un doctorado cuando fue llamado a filas y durante dos años sirvió en el ejército, trabajando como profesor de inglés para soldados puertorriqueños. Finalizado este periodo volvió a Nueva Orleans, a casa de sus padres, pero estaba muy cambiado. Aunque volvió a trabajar como profesor, bebía en exceso, se tornó excéntrico en el vestir y empezó a frecuentar amistades un tanto bohemias. Incluso llegó a vender tamales en un puesto callejero para ayudar a un amigo. John Kennedy Toole había escrito una novela mientras estaba en el ejército: La conjura de los necios (A confederacy of dunces) que intento publicar sin éxito. Casi todo el mundo achacó a este fracaso el cambio que experimentó; algunos apuntan también a una frustración por una confusión sexual reprimida, debido a la educación tan severa y autoritaria recibida de su madre, pero no todos dan crédito a su supuesta homosexualidad. Aunque con 15 años Kennedy Toole había escrito una novela titulada La biblia de Neón, fue quizá La conjura de los necios su obra cumbre y única, si no contamos la que escribió en su adolescencia. John Kennedy Toole estaba orgulloso de su obra

John Kennedy Toole aparece en la excéntrica reacción de ‘Reilly’, esa visión de un homosexual vestido de marinero que pasea por el barrio francés de Nueva Orleans en La conjura de los necios

Una de las pocas imágenes que existen del escritor John Kennedy Toole.

y envió su manuscrito a distintas editoriales; una de ellas la recibió con cierto entusiasmo, pero después de esa primera acogida el editor la rechazó, alegando que no tenía argumento. Sin embargo, ahora, desde la distancia, se cree que la razón de la negativa fue que su novela podría haber resultado demasiado polémica. Algunos han llegado a pensar que es mejor creer eso que pensar que nadie fue capaz de ver la calidad de la obra. Kennedy Toole comenzó a perder la esperanza de publicar su libro, del que se

sentía muy orgulloso y creía que era una gran novela. Fue cuando comenzó a emborracharse y a descuidar sus actividades profesionales y se hundió en una profunda depresión que le hacía sentirse totalmente fracasado. Esta depresión fue la que le condujo al suicidio. Tras una acalorada discusión con su madre, cogió el coche y desapareció en enero de 1969; no se sabe qué hizo desde entonces, aunque por varios recibos de gasolina encontrados en su coche se supone que estuvo viajando por todo el país. El


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26 de marzo le encontraron muerto en una carretera secundaria en las afueras de Biloxi, Mississippi. Había conducido el coche hasta lugar solitario, conectó un extremo de una manguera que llevaba al tubo de escape, introdujo el otro por la ventana semicerrada del conductor y giró la llave de contacto; murió lentamente. Fue enterrado en el cementerio de Greenwood en Nueva Orleans y tenía únicamente 32 años. John Kennedy Toole había dejado escrita una carta para su madre que ella destruyó tras leerla y nunca se supo lo que ponía. La información que facilitó la madre sobre el contenido de la carta fue siempre contradictoria y confusa. Su madre encontró el manuscrito de la obra y años más tarde, al quedarse sola tras la muerte de su marido, consagró su vida a intentar la publicación de la obra de su hijo. Luchó recorriendo una gran inmensidad de editoriales hasta que, finalmente, consiguió persuadir al editor Walker Percy para que lo editara. Percy recibió tantas y tan insistentes llamadas de la madre de Toole, se sintió tan acorralado por su perseverancia, que no tuvo más remedio que aceptar leer el manuscrito, para quitársela de en medio; sin embargo, al leer las primeras páginas le parecieron buenas, que superaron todas las expectativas que pudiera tener en el texto y, según iba avanzado en su lectura, se vio totalmente ganado por la genialidad de la novela y de su protagonista, ‘Ignatius J. Reilly’, llamando incluso la atención

de la gente por las carcajadas que en él despertaba al leerla. El éxito le convirtió en uno de los más extraordinarios novelistas norteamericanos de todos los tiempos, recibiendo, de manera póstuma, claro, el Premio Pulitzer y el premio a la mejor novela de lengua extranjera en Francia en el mismo año, ambos en 1981. La figura del escritor despertó tal interés que se buscó en sus cajones, donde se encontró el borrador de su no-

Portada de las dos obras conocidas hasta ahora del escritor norteamericano John Kennedy Toole.

vela de juventud, que fue publicada en 1989. Un año antes de ser tan magníficamente premiada, en 1980, el joven ejecutivo de la Fox Scott Kramer recibió el manuscrito de manos de una editorial a la que debía algún favor, y aunque no le apetecía nada lo leyó por puro compromiso; la evolución fue exactamente la misma que la que sufrió Walter Percy cuando lo recibió de manos de la madre del escritor. Desde entonces Kramer está intentando llevar La conjura de los necios a la gran pantalla. Sin éxito, de momento. Hay quien opina que es una obra es muy difícil de adaptar, pero otros creen que es una obra maldita. Todos los intentos por llevar esta empresa a cabo se han visto lastrados por desgraciados acontecimientos. El primer actor elegido para interpretar a ‘Ignatius’ fue John Belushi; el resultado fue que éste falleció un día antes de entrevistarse con la productora. Otros actores elegidos fueron Chris Farley y John Candy; ambos murieron antes de llevarse a cabo el proyecto. Por fin, en 2005, parecía que iba a ser posible, encabezando el reparto Will Ferrell y con la participación de Drew Barrymore, Mos Def y Olympia Dukakis, con un guión fiel a la obra e incluso con el escenario elegido: la propia Nueva Orleans. El resultado fue que llegó el huracán Katrina. Desde entonces el proyecto está parado. Así hay quien la califica de obra maldita, pues ya desde un principio fue la causante de la desgracia de su autor.


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Un retrato de la sociedad moderna SOCIOLOGÍA :: Zygmunt Bauman, el sociólogo y autor de ‘Modernidad líquida’, falleció el lunes 9 de enero a los 91 años. Reproducimos la entrevista que concedió a la revista digital Ethic, tras la publicación de su libro ‘¿La riqueza de unos nos beneficia a todos?’ (Paidós, 2014). POR MIGUEL ROIG

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n la Fundación Rafael Pino, donde nos reciben para mantener un encuentro con Zygmunt Bauman (Poznan, Polonia, 1925), lo primero que hacen es pedir a los fotógrafos moderación en su trabajo dada la avanzada edad del profesor. Tarda poco Bauman en desmentir la supuesta fragilidad. Cruzando la amplia terraza, bajo la llovizna invernal, se nos acerca un hombre vestido de negro, muy alto y delgado como las seis en punto, cuya linealidad solo es desbaratada por sendas matas de pelo blanco que se escapan a cada lado de su pequeña cabeza. Es puro nervio, armonioso, pero nervio que se expresa en sus largos brazos y manos hiperactivas que solo se calman con la ayuda de una pequeña pipa y un mechero; entonces, el profesor, concentra la actividad en los ojos que buscan, inquietos, sus pares en el pequeño grupo de periodistas que nos sentamos alrededor suyo. Es afable, irónico y no regatea ni la sonrisa ni un poco humor. Este carácter gentil contrasta con una mirada pesimista del mundo, apoyada en los muchos datos que aporta en el libro que ha venido a presentar, ¿La riqueza de unos nos beneficia a todos? (Paidós, 2014). «Por supuesto que no», dirá una y otra vez en réplica retórica al título y como punto de partida a sus largas respuestas durante la charla. Bauman, como es sabido, utiliza el concepto de liquidez para señalar el fin de toda certeza y fiabilidad en las instituciones que supuestamente respaldan nuestro sistema de vida, pero más temible aún es la pérdida de valor que adjudica a la experiencia. De nada sirve el saber acumulado, sostiene, para moverse en una sociedad líquida en la que el trabajo ha perdido valor, los afectos capacidad de contención y lazo con los demás y donde el ciudadano, en el mejor de los casos, es un mero consumidor. «La suma de compras de un país es la medida de su felicidad», sentencia en su nuevo libro y nos recuerda cuando, después de la caída de las Torres Gemelas, el ex presidente George Winston Bush les dijo a los norteamericanos, con la intención de transmitirles tranquilidad: «Volved a ir de compras». Para Bauman el porvenir no es algo agradable: «La imagen real de la desigualdad futura no es halagüeña». Y este diagnóstico –al igual que todas las reflexiones que aventura– , no contiene un ápice de optimismo. Tampoco se atreve a señalar alguna posible salida de la Gran Crisis; tan solo ruega que el sentido común colectivo evite llegar a un punto sin retorno. Es por ello, tal vez, que se preocupa en ser sumamente didáctico y no dejar ninguna cuestión sin su debida explicación. Las estadísticas, por ejemplo, le apasionan y pone especial cuidado en quitar la opacidad de las cifras que no es perceptible a primera vista. «Podemos estimar el estado del mundo consultando datos y buscando un promedio –asegura Bauman–. Tenemos mu-

La era del ‘precariado’

El sociólogo Zygmunt Bauman.

chas estadísticas que nos dan una media, pero el ser humano medio no existe. Es una ficción: los seres humanos reales viven entre la diferencia; no viven entre la igualdad. Al ser humanos, son inteligentes, y pueden constatar que afirmar que la riqueza está mejorando su calidad de vida es algo muy dudoso. Y la razón es que alguna gente está mejorando pero otra está empeorando más, y a lo que la gente reacciona no es al estándar absoluto del bienestar medio, sino a la diferencia que genera entre la población. La investigación reciente –sobre todo un estudio iluminador que realizaron [Richard] Wilkinson y [Kate] Picket– muestra que la calidad de vida de la sociedad, en general, no solo de un grupo o de otro, sino la calidad general de vida degradada por patologías como el alcoholismo o los embarazos adolescentes, en fin todas las enfermedades de la sociedad, son medidas no con el ingreso medio sino con el grado de desigualdad».

Miguel Roig con Zygmunt Bauman.

Bauman se queda mirando su pipa como si buscara en ella algún pensamiento para reforzar la sentencia que acaba de hacer y vuelve a levantar sus ojos para agregar: «La merma en la calidad de vida, el estado de patología social viene a la vez que la desigualdad creciente». Ahora, sí, regresa a la pipa y acerca la llama del mechero a la cazoleta para reavivar la combustión y el relato mismo, que le llevará a apoyarse, inesperadamente en un intelectual como él que aún cree en el socialismo democrático, en reflexiones del papa Francisco: «En Europa existieron los llamados treinta años gloriosos, el período que se vivió después de la Segunda Guerra Mundial. Entonces los estados intervenían siguiendo la receta de [John Maynard] Keynes, el gran economista. Ellos deseaban promocionar no solo la riqueza creciente del estado en su totalidad, sino también distribuirlo de tal manera que todo el mundo se sintiese involucrado y que todo el mundo pudiese contribuir a una gran sociedad. Durante estos treinta años la desigualdad en Europa empezó a caer y en 1970 empezó a ir en la otra dirección. Y ahora esta tendencia se manifiesta de manera exponencial. Permítanme una cita del Evangelii Gaudium la exaltación apostólica del Papa Francisco en la que afirma ‘las ganancias de una minoría están creciendo exponencialmente, al igual que el hueco que separa a la mayoría de la prosperidad que disfrutan los pocos que son felices’». Poco a poco vamos avanzando en un campo de incertidumbre. Los años posteriores a


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la caída del Muro lo iban matizando con una prolongación cada vez más débil del Estado de Bienestar pero sin hacerse tan evidente como ahora, a partir del estallido de la Gran Crisis. La caída de Lehman Brothers, el 15 de septiembre de 2008, nos hace desviar la mirada al pasado reciente y al situarnos en 1989, vemos como el Muro no cayó de un solo lado. Más de dos décadas después estamos instalados en lo que Bauman llama el precariado. «Yo soy un hombre muy mayor y recuerdo cosas que vosotros sois demasiado jóvenes para recordar», nos dice el profesor. «Hace un tiempo hubo un período en el que la gente pensaba en términos de contrastes entre la clase media, gente segura y con dinero, mirando hacia delante, mirando hacia arriba, soñando con mejoras en su vida, y por otro lado, los proletarios, gente que vivía en la miseria, todos muy cerca o por debajo de la línea de pobreza. Esta distinción se está borrando, ya que la clase media y los proletarios empiezan a conformar una clase conjunta. A eso yo llamo precariado, de precariedad. Y precariedad significa gente que no está segura de su futuro. Las leyes salvajes del mercado implican que una compañía devora a la compañía de al lado y en la siguiente ronda de austeridad hay gente que será despedida y perderá los logros de su vida. Los logros vitales ya no son un valor seguro».

La barricada de los billonarios ¿Es posible construir un futuro así? Muy difícil, piensa Bauman y repasa los años de la generación del boom, de la generación X, de la generación Y, y se detiene en la actual generación ni-ni: «Jóvenes que no tienen educación y no tienen trabajo. Es la primera generación que no gestiona los logros de sus padres como el inicio de su propia carrera.

El profesor Bauman no abandona su pipa. Al reavivar el fuego una voluta de humo blanco se eleva (...) Es al revés, están preocupados en cómo poder recrear las condiciones bajo las cuales sus padres han vivido y han logrado desarrollarse. No están mirando hacia delante, están mirando hacia atrás, a la defensiva. Este es un cambio muy poderoso». Mientras escuchamos la voz serena de Bauman que esboza inquietantes dibujos de la realidad, le preguntamos si no piensa que la pirámide social también se ha derrumbado y sin perder la calma dispara: «Esta pirámide ya no es real. Mejor pensamos en una gran calabaza con una pequeña cereza encima de ella. En la calabaza está todo el mundo: los proletarios, la clase media. Todos estamos en la misma tesitura de incertidumbre y de ignorancia con respecto al futuro. Después del colapso del 2007, que afectó a España muy duramente pero que también afecto a nivel global, ha habido una recuperación parcial. Pongamos entre paréntesis esta recuperación porque más del noventa por ciento de la riqueza que se produce, de esta riqueza extra, se la apropia solo un uno por ciento de la población y el resto se va empobreciendo. Claro, están las estadísticas, como hemos dicho, buscando la media. Si las sumamos todas y las dividimos entre la población, entonces hay un crecimiento económico. Pero detrás de este crecimiento, se esconden varias realidades». El profesor Bauman no abandona su pipa. Al reavivar el fuego una voluta de humo blanco se eleva y, como las certezas que ha ido desmontando con su discurso, se volatiliza y

desaparece en el aire. Así, también se evaporan el trabajo y las oportunidades; y la inseguridad e incluso el pavor se instalan en el cuerpo social. Bauman vuelve al pasado, aquel refugio perdido: «Cuando yo era joven había una creencia popular que se basaba en que la riqueza que había arriba, en la capa social más alta, se filtraría y bajaría; todo el mundo, de una manera u otra, compartiría esa riqueza. Pero eso no está ocurriendo, no pasa. Podemos decir que los nuevos billonarios se han construido una barricada que les separa del resto de la población. Han llegado arriba de todo y han subido los puentes levadizos». Y en este punto sin aparente retorno se impone una cuestión que a esta altura no por obvia nos resulta extraña: ¿es esto una actualización del hombre como un lobo para el hombre? «En efecto –exclama Bauman–, lo cual puede ser un insulto para los lobos. Así las cosas, la pregunta es cómo se mueven los políticos que están bajo dos fuegos. Por un lado los electores, a quienes deben prometer cosas para ser reelegidos. Pero por otro lado, está aquello que Manuel Castells llama ‘el espacio de los flujos’, allí donde los capitales financieros, los terroristas y los traficantes de drogas circulan. Los espacios de flujos se distinguen por no depender de ningún poder local. Su reacción a situaciones difíciles no es negociar, por ejemplo, con políticos españoles o con el Parlamento español sino moverse a otro lugar que sea más hospitalario con sus intereses, un sitio en el que no les causen problemas. De manera que si los políticos siguen los deseos de su electorado se arriesgan a que las fuerzas que habitan este espacio, simplemente se evaporen. Este es el doble fuego. Tiene que intentar reconciliar lo irreconciliable». Artículo © Miguel Roig con licencia Creative Commons en ethic.es


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Confusión de sentimientos CARTAS APÓCRIFAS :: POR ESTEBAN MARTÍNEZ

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ambiantes y maliciosos humanos, ¿en qué quedamos?, ¿en qué concepto me tienen, cómo me interpretan y me usan? Esos son los motivos por los que les vuelvo a escribir, pues bien a bien, no logro saber qué soy para ustedes, no por mi culpa, sino por los diferentes tratos de que soy objeto por su parte en la continua convivencia que tenemos. Como saben… vamos a recordarlo por si se les ha olvidado… Cuando no eran más que seres recolectores e incluso carroñeros, ni siquiera tenían la noción de lo que era este servidor, pues no identificaban sus actividades para subsistir con la mía. Eso lo irán haciendo poco a poco… gracias también a este servidor… al ir convirtiéndose en cazadores, en depredadores de víctimas de los animales feroces y más fuertes que ustedes, en victimarios de las mismas, en pastores y, principalmente, en agricultores, con lo que igualmente fueron imponiendo… perdonen que lo repita, pero es importante que no lo olviden… continuas divisiones y a tener variados conceptos de este servidor. La ganadería, y sobre todo la agricultura, dieron lugar a patriarcas, caudillos, aldeas y, más tarde, a ciudades, a sociedades donde castas guerreras-sacerdotales, que eran minoría, viven y gozan de privilegios ordenando y administrando las actividades de los que tienen que cargar con la mayor extensión y peso de lo que represento. Pero, ¡ay de mí! Pues sucedió que a este servidor, al mismo tiempo que me reconocían como el principal elemento de lo que se iban convirtiendo, “en los reyes de laceración”, se me iba viendo con

desagrado y siendo objeto de rechazo por los más de los seres humanos, al punto de convertirme en castigo, en maldición divina, con lo cual se justificó, legitimó y convirtió en buenos y superiores a los humanos que poco o nada tenían que ver con este servidor. Aunque no he aclarado quién es el autor de la presente, supongo, por lo expuesto hasta aquí, que el estimado lector de la misma ya ha adivinado quién es. Acertó. En efecto, este servidor es el trabajo. Ventilado el punto, continúo. Entre los estudiosos del proceso de las distintas maneras de cómo he sido visto, interpretado y clasificado, hay quienes consideran que juzgarme como “castigo” es la forma más primaria, burda y anticuada de definirme, propia de las sociedades estratificadas, de las divididas en clases o castas, en las que las inferiores son las que están “castigadas” al trabajo, a llevar sobre sus hombros y sus manos las partes más sucias, pesadas, e incluso peligrosas a veces, del trabajo…como por ejemplo los mineros… y por supuesto las peor pagadas… aquí me voy a permitir a hacerles una pregunta: ¿han superado ese primitivo, burdo y anticuado modo social de verme y entenderme? ¿Qué dicen? Con el paso del tiempo, después de la anterior calificación, estudiosos del tema dieron en ver, sentir e interpretar a este servidor, al trabajo, como una cosa que se vende, se compra y se paga, es decir, como una “mercancía” más de las tantas que hay en el mercado, sujeta igualmente a las leyes de la oferta y la demanda, al ascensor, al sube y baja de los tiempos de bonanza y depresiones, como

toda “mercancía”. Al respecto, como no ignoran, no faltan y más bien sobran estudiosos del tema que opinan que a pesar de que al ver y considerar al trabajo como una “mercancía” más, es un avance sobre la que lo entendía como un “castigo”, esa idea es propia de una mentalidad de otros tiempos y ya anticuada. Aquí vuelvo a preguntarles: ¿creen que está superada esa etapa de ver al trabajo como una “mercancía” más? ¿Qué responden? En ese tiempo de ustedes, cambiantes humanos, de globalidad democrática, impulsada y respaldada por el ejemplo de los EE.UU., se está imponiendo la idea que algunos han denominado “comercialidad del trabajo”, idea que ve y entiende que el trabajador, tanto el productor de bienes como el que labora en servicios, no sólo recibe un salario, sino que ese mismo salario lo convierte en un potencial consumidor de esos mismos bienes y servicios, que si no los puede pagar al contado, puede muy bien hacerlo a plazos, sistema de venta que presupone que cualquier trabajador, por bajo que sea su salario, si ahorra, si se aprieta el cinturón, podrá adquirir todo lo que necesita o desee. Permítanme que les vuelva a preguntar: ¿qué piensan de la denominada “comercialidad del trabajo”, de ese vivir y producir empeñado de por vida, como dicen críticos de la misma? Con el sincero deseo de que sus mentes cambiantes y su obstinado optimismo de un futuro mejor puedan de una buena vez resolver la confusión de sentimientos hacia este servidor de ustedes. EL TRABAJO


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Gloria, sobornos y premios dorados ENSAYO :: La semana pasada tuvo lugar la edición 74 de la ceremonia de los Globos de Oro, premios entregados por la Asociación de la Prensa Extranjera de Hollywood y considerados como la antesala de los Óscares. Detrás del glamur y la farándula se esconde una lógica económica que lleva su dosis de corrupción y escándalos. POR SYLVAIN PROVILLARD sprovillard@hotmail.com

There’s a lady who’s sure all that glitters is gold. And she’s buying a stairway to heaven. Led Zepellin

H

ace milenios que el oro está asociado con la riqueza y el lujo. En los últimos siglos se ha usado para reconocer logros y hazañas humanas: el metal precioso se ha convertido en sinónimo de victoria, desde las medallas, sean olímpicas o de Premio Nobel, hasta las distinciones artísticas. En el mundo de las recompensas cinematográficas, parece que todos los galardones tienen que ser de oro: Palma en Cannes, Globo en Los Ángeles, Concha en San Sebastián, Pirámide en El Cairo, hasta Chabacano en Ereván y Naranja en Antalya. Como si fueran obra del rey Midas, todos los animales también se convierten en oro en los festivales de cine: Oso en Berlín, León en Venecia, Leopardo en Locarno, Pelicano en Miconos, Becerro en Utrecht y Rana en Bydgoszcz. Si bien levantar un premio dorado en una ceremonia de clausura de un festival es el sueño de casi todos los actores y cineastas, la entrega de premios cinematográficos no queda libre de sospecha. No es oro todo lo que reluce: el metal dorado puede engañar y corromper a cualquiera, sobre todo si hay intereses económicos de por medio. Parece que entre más dinero hay en juego, más alto es el nivel de corrupción. Un claro ejemplo de ello es la Federación Internacional de Fútbol Asociación, una sociedad sin fines de lucro que cuenta, sin embargo, con pequeñas reservas de efectivo estimadas en unos 1.4 mil millones de dólares (para los tiempos de vacas flacas, supongo). En el ámbito de los premios cinematográficos, nunca los escándalos de corrupción han llegado al nivel del de la FIFA en 2015, pero quizá sólo faltaría un Julian Assange, un Edward Snowden o una Chelsea Manning de las alfombras rojas para desatar un escándalo mayor.

Globos inflados con dinero Los Globos de Oro levantaron sospechas en 2011 cuando se anunciaron tres nominaciones para la película El turista, blockbuster de Sony Pictures. Además del poco éxito crítico que recibió la cinta, fue nominada en la categoría Mejor Musical o Comedia cuando se trata realmente de un thriller de espías. Surgieron rumores de que Sony había influenciado a algunos de los votantes al regalarles un viaje a Las Vegas que incluía boletos para un concierto de Cher. Ricky Gervais, creador de The office y maestro de ceremonia ese año, aprovechó para burlarse de todos los involucrados: “Parece que todo este año ha sido tridimensional. Excepto los personajes de El turista. Me gustaría acallar los rumores que afirman que la única razón por la cual El turista fue nominada era para que la Prensa Extranjera de Hollywood pudiera pasar el rato con Johnny Depp y Angelina Jolie. Son tonterías. También aceptaron sobornos” (extrañamente los organizadores volvieron a invitar al humorista británico para presentar la ceremonia el año siguiente). En 1982,

Una escena de Yo, Daniel Blake.

un escándalo parecido había mancillado la imagen de los Globos de Oro cuando, para sorpresa de todos, Pia Zadora ganó la recompensa de Mejor Nueva Estrella; resulta que su marido millonario había invitado a varios votantes a su casino en… Las Vegas, aparentemente capital estadounidense del soborno. En la misma ceremonia pero del año pasado, el actor Denzel Washington, al recibir el premio Cecil B. DeMille en honor a su trayectoria cinematográfica (el mismo que fue entregado a Meryl Streep este año), contó una anécdota desconcertante: “Algunos de ustedes quizá conozcan a Freddie Fields (N. de la R.: productor de Tiempos de gloria). Me invitó a mi primera comida con la Prensa Extranjera de Hollywood. Me dijo que iban a ver la película, que les íbamos a dar de comer. Vas a tomar fotos con todo el mundo. Vas a agarrar las revistas, tomar las fotos y vas a ganar el Globo… Ese año gané”. Los Globos de Oro tienen una larga historia de pequeños escandalos de corrupción que nunca han logrado desacreditar los premios completamente.

Las pocas voces que se alzan El actor Gary Oldman siempre ha sido un detractor de los Globos de Oro, al poner en duda la imparcialidad de los miembros votantes (a los cuales llamó “autoindulgentes don nadie”), e incluso llamó a un boicot de la ceremonia. Por otro lado, Julie Delpy, actriz franco-estadounidense nominada a los Óscares por su trabajo de guionista en Antes del atardecer y Antes de medianoche, criticó de forma vehemente a la Academia: “La Academia está llena de sindicatos corruptos cuyos votos pueden ser comprados. Siempre eligen a la misma gente. Son 90 por ciento de hombres blancos de más de 70 años que no han hecho nada en mucho tiempo. Solamente tienes que darles dos o tres regalos y los tienes

en tu bolsillo”. Si bien Delpy no se equivocó en sus estadísticas, no existen pruebas contundentes de corrupción, por lo menos no recientemente. Sin embargo, no hay que olvidar que la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas fue fundada en 1927 para promover y mejorar la imagen de la industria cinematográfica hollywoodense pero, sobre todo, para mediar los conflictos laborales sin tener que lidiar con los sindicatos (de hecho apaciguaron a los militantes sindicales con la ayuda y los métodos del crimen organizado). Hollywood siempre ha sido ante todo un negocio: a cualquier precio, the show must go on! ¿Por qué son tan pocos los cineastas y actores que denuncian el sistema de votos para los Óscares? Si dejamos a un lado la protesta que tuvo lugar en 2014 acerca de la poca representación de los afroamericanos dentro de los nominados, las quejas sobre el sistema de votos son escasas. La razón principal tiene que ver con la solidaridad del medio: no se vale escupir en la mano que lo alimenta, so pena de convertirse en paria. Se trata de una situación comparable al dopaje en el universo ciclista profesional: cuando en el Tour de Francia 1999, el ciclista Christophe Bassons se atrevió a romper la ley del silencio, al argumentar públicamente que la mayoría de los ciclistas se ayudaban con productos ilícitos (lo que resultó cierto: fue comprobado que solamente tres corredores de su equipo Festina estaban “limpios”), se convirtió en la oveja negra del pelotón y fue obligado a abandonar la carrera bajo la presión de sus colegas, entre ellos Lance Armstrong. (Casi) nadie quiere ser el patito feo de Hollywood y cerrarse las puertas de la gloria.

Dudosas elecciones Al investigar sobre cuáles cineastas habían recibido el Óscar al Mejor Director, me pare-


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cía que algunos nombres importantes faltaban. La lista de los realizadores que nunca recibieron el premio es asombrosa: entre ellos figuran Lubitsch, Lang, Welles, Hawks, Chaplin, Hitchcock, Godard, Fellini, Kurosawa, Bergman, Cassavetes, Kubrick y Lynch. Podríamos pensar que los miembros de la Academia decidieron no reconocer su genio porque competían con otros grandes cineastas. Sin embargo, he aquí pruebas de lo contrario: en 1973, George Roy Hill, director de El golpe, le ganó a Bertolucci y Bergman que presentaban El último tango en Paris y Gritos y susurros; en 1976, el director de Rocky le ganó a Ingmar Bergman y Sydney Lumet; ¿se acuerdan de Tony Richardson, el director de Tom Jones?, yo tampoco, pero en 1963, competía con Elia Kazan, Otto Preminger y Federico Fellini, quien presentaba su obra maestra Ocho y medio… y Richardson ganó. Podríamos pensar también que estos imperdonables errores de juicio pertenecen al pasado pero cuando hago la lista de mis directores estadounidenses favoritos todavía en actividad, casi ninguno ha levantado la estatuilla dorada: entre ellos, Quentin Tarantino, Tim Burton, Christopher Nolan, Paul Thomas Anderson, Wes Anderson, David Fincher, Darren Aronofsky y Terrence Malick. A fin de cuentas, hay que tomar las ceremonias de entrega de premios del cine estadounidense por lo que son: un largo y glamoroso comercial para Hollywood. Así como el tiempo destruye todo, el dinero corrompe todo: la política, la mente, las relaciones humanas y, evidentemente lo que sirve de circo al pueblo de hoy, el deporte y el arte. Intentaré dejar a un lado el Grinch de los Óscares que llevo dentro para reconocer que la ceremonia sirve también de tribuna para que los galardonados expresan sus opiniones políticas, como lo hizo Meryl Streep este año. Sin embargo, en muchos de los festivales independientes, los cineastas y actores no tienen que alzar la voz: sus obras hablan por ellos. Así que, antes de empalagarse con la ceremonia de los Óscares en febrero, les propongo que vean La mujer que se fue, Fuego en el mar y Yo, Daniel Blake (respectivamente León, Oso y Palma de Oro de este año), extraordinarias crónicas de la crueldad y lo absurdo del mundo de hoy.

Orson Welles.

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Chippy A LA SAZÓN :: POR NETZAHUALCÓYOTL ÁVALOS ROSAS

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o sólo Estados Unidos y México pueden presumir de ser fritangueros. Quienes reconocemos a Inglaterra como madre soberana occidental -más por empatía que por yugo-, sabemos de sus virtudes y sus deslices. Ello nos da cierto derecho a catar el tema de su grasienta y atiborrada gastronomía y, entre ella, a su más prosaico representante internacional: el fish & chips. En las penínsulas británicas se creó la flota más poderosa del orbe, se consolidó la más gloriosa monarquía y, paradójicamente, una democracia; se puso en marcha la máquina de vapor, se aquilató el imperio más culto y diplomático de la historia, fulguró la ciencia, revolucionó la industria, se regodeó la abundancia, y hasta se premió -por sus servicios al Reino-, a feroces piratas, arteros espías e insolentes rocanroleros. Fue en estas islas, vecinas de un Mar del Norte pletórico de peces, donde el fish & chips -chippy, como le llaman cariñosamente los muchachos- se arraigó como la comida rápida por excelencia. Solamente en la Gran Bretaña se venden, en promedio, 400 millones de porciones al año. Es un simple pescado capeado, acompañado con gajos de patatas fritas y servido, aun ahora, en un vil cucurucho de papel. Es tan querido de tan rústico. La materia prima de su apresto es el bacalao, aunque la variable es amplia: abadejo, eglefino, salmón de roca, lenguado, sardina, platija o merluza. En el norte se come preferentemente el haddock. El filete se reboza en una mezcla de harina, huevo y cerveza. Se acompaña con papas fritas condimentadas. La sazón puede ser con sal y vinagre, mayonesa, salsas: kétchup o tártara; incluso, con aderezo de ajo. No obstante su tosca ralea es gloria popular y se le ama tanto como a su Majestad -me atrevo a decirlo con no poco pavor-. Incluso, este vulgar deleite ha trascendido a otros países de habla inglesa y aficionados. Gente de Australia, Nueva Zelanda, Irlanda, Sudáfrica, Estados Unidos, Canadá, Noruega y Dinamar-

ca se cuentan entre sus adeptos más glotones. No sé sabe exactamente cuándo, ni cómo, este mejunje brotó en la pitanza londinense, pero se pueden referir varios escenarios: El pescado frito y los dedos de papa se asomaron, por separado, en diferentes platos durante muchos años, aunque la patata no llegó al continente europeo sino hasta el siglo XVI –ciertamente-. Y la mera fritura de pescado proviene de judíos -españoles y portugueses-, a finales del siglo XVII; no obstante, su ingesta fue popular hasta el XVIII. En 1938, cuando la novela Oliver Twist de Charles Dickens fue publicada incluyó el Fried Fish Warehouse, establecimiento donde se despechaban las mentadas comidas -no precisamente juntas-. Se sospecha que la primera miscelánea surgió en el sector East End de Londres, cuando Joseph Malin, a sus susceptibles 13 años, comenzó a vender chips para ayudar a su familia. Pronto, el carácter emprendedor de Malin incorporó pescado y conllevó al éxito. En 1860 su estirpe inauguró el primer local especializado. El antro atendió hasta 1970. Por su parte, The New Shell Book of First (documental de primicias) sostiene que la unión se concretó en 1866: “En la tienda de Dyson, en Ashton Road, Oldham, Reino Unido”… Total, no hay precisión: otra vez hemos navegando por el maremágnum de la comida sin encontrar playa virgen; sin embargo, podemos afirmar, en el caso del bizarro alimento que ahora nos entretiene que, en esencia, tiene cierto carácter inglés: se apropia tanto de lo suyo como de lo ajeno, mezcla, exalta, y queda en colmos para el pueblo.

LA NOTA, LA RECETA, EL REMEDIO Para no ir tan lejos: en Queréndaro,

Michoacán, a 35 kilómetros al oriente de la ciudad capital, podemos encontrar, en el Mercado Municipal y desde el filo del medio día, al más recurrente frito estilo fish & chips, aunque adicionado -si así lo prefieres- con chilacas (chile moreliano), chiles jalapeños y ancas de rana.


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