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[ Letras ] DE CAMBIO

SUPLEMENTO DE CULTURA DE CAMBIO DE MICHOACÁN | NUEVA ÉPOCA | COORDINADOR: VÍCTOR RODRÍGUEZ MÉNDEZ | 5 DE MARZO DE 2016 |

El Holocausto y la condición humana POR CARLOS HIGUERA | PAG. 2

Relatos de amor y salvación CINE CINE. POR LUCIANO CAMPOS | PAG. 5

Asesinato en la oscuridad POR MARGARET ATWOOD | PAG. 4

El renacido en versión original POR JAMES E. HALL | PAG. 6

Artesanales POR NETZAHUALCÓYOTL ÁVALOS | PAG. 8


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SÁBADO 5 DE MARZO DE 2016

El Holocausto y la condición humana Sobre el origen del mal y su banalización POR CARLOS HIGUERA

Las circunstancias externas pueden despojarnos de todo, menos de una cosa: la libertad de elegir cómo responder a esas circunstancias. Víctor Frankl

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ice el rabino Joseph Telushkin que la gente mala rara vez se ve a sí misma como tal. En efecto: si pudiéramos preguntar a algunos reputados criminales de la histo-ria la razón por la que han realizado las acciones que les hicieron tan tristemente memorables, sin duda escucharíamos una loable justificación a sus hazañas (actualizada constantemente la Historia universal de la infamia) Esta justificación no tiene porqué ser lógica, aunque pudiera presentar con frecuencia argumentos rayano en la sofística; no necesita ser científica, aunque su trasfondo bien pudiera respaldarse en una pseudociencia, más que desacreditada ya, no acreditada todavía en su transcurso; no requiere de una base humanitaria, dado que bien en su discurso pudiera apelar a ideales elevados como la exaltación nacional, la redención de la especie humana o el cumplimiento de un plan divino diseñado desde el principio de los tiempos. Pero lo que sí ha requerido siempre, indiscutible, necesaria y perentoriamente, es el apoyo de la razón: “Es razonable y justificable”, esgrime el ideólogo en turno, “que se realicen ciertas acciones para alcanzar el fin perseguido”. Y ni siquiera vendrá a cuento que el fin justifica los medios. No. Aquí Maquiavelo sale sobrando, principalmente dado que, en cualquier caso, los medios no cuentan con alternativa alguna y, en esa circunstancia, se perfilan obligatorios, se vuelven indisociables el uno del otro; llegando al grado de que, al final, son los medios los que deben justificar el fin. Como bien se sabe, la diosa Raison del ideal francés habría sufrido tres resquebrajamientos. El primero se produjo con el nacimiento del siglo XX, en que el espíritu de la época se resumía en el “Dios ha muerto” pronunciado por Nietzsche. El edificio apologético de la razón no fue capaz de soportar las dos fisuras siguientes que le infligieran las guerras del 14 y el 39, y culminó en derrumbe total, legitimando el surgimiento de la postmodernidad, cuyo más preciado valor ha sido la más absoluta carencia de valores. Así pues, si en el estadio anterior el genocida perseguía —aunque fuera en su imaginario enfermizo— un propósito elevado que en la opinión de sus seguidores justificaba los actos más execrables, hoy por hoy esas racionalizaciones carecen de importancia, tanto para el que ejecuta el atropello como para quien lo aplaude. Hace setenta años Hannah Arendt de-

La negación del Holocausto es un mal menor si lo comparamos con su banalización. El negacionismo jamás podrá llegar demasiado lejos

sarrolló la tesis que acabaría por devenir puntal de su pensamiento en la post-guerra: el mal es banal. Una idea que se resume en la destrucción humana; la banalidad del mal encontraría su fáctica defensa en el ejemplo de Rudolph Höss, comandante de Auschwitz condenado a muerte en los juicios de Nuremberg. Ante la pregunta de cómo era posible que él, un padre de familia obsequioso y abnegado, con la absoluta devoción que siempre había profesado a su familia, hubiera dirigido el lugar que envió a la muerte a 2 millones de personas sin la menor traza de remordimiento, Höss respondía que él jamás había considerado a las víctimas como personas. ¿La razón? Nunca les había mirado a los ojos. Jamás se aproximó a ninguno de ellos. Para él, sencillamente, no se trataba de individuos con un rostro visible, sino de una masa informe desfilando como despersonalizado ciempiés a las cámaras de gas. La identidad de las víctimas —si alguna— quedaba asentada a modo de cifra

en la bitácora que diariamente se expedía a Berlín en las diligencias postales de las SS. Y eso era todo. El mal, visto de esta manera, no profundiza y ni tan siquiera atisba; se conforma meramente con una atención perfilada a distancia, atención flotante y no constante, fehaciente y no consciente, que sólo busca constatar el resultado a reportarse y no la pérdida inherente a ese resultado. Con todo, la tesis de Hannah Arendt ha acabado por reportarse insuficiente. La historia más reciente ha demostrado que la banalidad puede ser una contingente manifestación del mal, pero no al revés. En México no han dejado de llamar nuestra atención los cadáveres vejados, pendientes de los puentes, que exhalaron su postrer estertor padeciendo lo indecible. De un genocida que mata a distancia puede decirse que no ve lo que sucede, y lo que es más, no lo escucha. El piloto de guerra que bombardea poblaciones enteras hasta diezmarlas con tan solo un botón que pulsa y un radar en que se ven puntos y no personas es un buen ejemplo. Pero en favor de un sicario torturador no puede alegarse ceguera ni mucho menos sordera. Para extraer de sus cuencas los ojos que me ven, requiero verlos antes con los míos; de mismo modo, resulta imposible infligir dolor a un carne viva sin que gritos y lamentos emanados de su boca inunden por entero el cuarto en que ejecuto la tortura y cuyas paredes los pertrechan. Bien. Quedan pertrechados del mundo, pero no de mí. Al ultrajar la carne veo el ojo que me ve, y mi oído no queda fuera de la ecuación con su labor correspondiente. En consecuencia, si la banalidad no pasa de ser una sola de entre múltiples posibles manifestaciones del mal, el rol primordial que ha asumido en las últimas décadas se ha traducido, curiosamente, en la banalización del Holocausto. No tengo más remedio que dejarlo dicho: la Shoá se ha visto banalizada. Banalizada por los medios; banalizada por la opinión pública; banalizada por el ciudadano de a pie, tal como a mí mismo me ha tocado constatar personalmente; banalizada, incluso, por los caudillos de la intelectualidad, tal como el mismo Saramago pronunciara en voz alta la aberración indignante de que Ramallah equivalía a Auschwitz; con idéntico espíritu zahiriente, otros intelectuales hoy podrían afirmar que Gaza es Babi Yar, equiparando a víctimas indefensas con el terrorismo de Estado. Pero es que esto no tiene nada de sorprendente. Harold Kushner, prominente rabino norteamericano, ha llegado al grado de afirmar que la instrucción académica — por ingenuidad confundida con educación— hace del que la recibe una mejor persona. Me pronuncia en contra de su afir-


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mación: el rabino soslaya el hecho de que entre los altos mandos del Tercer Reich figuraban hombres con grados académicos del más alto nivel, incluidos doctores (médicos y de los otros). (Incluido posteriormente al eminente filósofo Heidegger y su participación en el nazismo). El grado de instrucción escolar no puede salvaguardar a nadie de la ignorancia, ni de la inconciencia, ni de la mala fe, ni mucho menos de la banalización. El origen del mal es un padecimiento axiológico, no epistemológico. Conocer algo en lo profundo no me pone a salvo de la tiranía si no he aprendido a interpretar la experiencia del otro cimentado en el valor de su propia dignidad. Por lo demás, ahora parece estar de moda el “revisionismo histórico” del Holocausto, eufemismo de negación. Su consigna es, en resumidas cuentas, que la Shoá nunca ocurrió. De ahí que decir “revisionista”, por un lado, y “negacionista”, por el otro, sea una redundancia. Aun así, sostengo que la negación del Holocausto es un mal menor si lo comparamos con su banalización. El negacionismo jamás podrá llegar demasiado lejos, como no sea en una mente enferma, ya que no es posible echar por la borda un hecho que durante toda la guerra estuvo a la vista de todo el mundo y del que, hasta hoy, siguen sumándose evidencias que lo constatan. Igual de risible sería afirmar que el Imperio Romano no existió nunca. Con el paso del tiempo, dichas evidencias llegarán a ser tan abrumadoras que en un futuro cercano no diremos que había revisionistas o negacionistas, sino pésimos comediantes. Pero la banalización es otro asunto. Ésta no pretende negar lo ocurrido, sino darle la espalda restándole importancia y confinándolo al anaquel de tema vetusto, anacrónico y hasta “enfadoso”. La causa de esto puede encontrarse en la inautentici-

Entrada al campo de concentración nazi de Auschwitz.

dad humana, a saber en su más diáfana representación que es la avidez de novedades. A muchos parece aburrir el Holocausto, simplemente porque ya no es tema nuevo. Pero la condición humana actual, que somatiza la banalidad cuya etiología es el mal, ha ido adquiriendo características cada vez más atroces, y hace falta un alto grado de inconciencia, de irresponsabilidad y de falta de compromiso con el destino del género humano para no darse cuenta de esto. Un mundo que banaliza el Holocausto debe producir necesariamente más sufrimiento en el otro, con toda la parafernalia de torturas, secuestros, dolor sistemático

si la banalidad no pasa de ser una sola de entre múltiples posibles manifestaciones del mal, el rol primordial que ha asumido en las últimas décadas se ha traducido, curiosamente, en la banalización del Holocausto

Prisioneros judíos de un campo de exterminio.

y casos como Ayotzinapa, Tlataya y etcéteras que podamos referir. Escandalizarse de estos resultados cuando no se ha avizorado el origen del problema es una actitud descaradamente hipócrita: no hay ramas sin raíces. Desde el comienzo del Antiguo Testamento, el Dios del monoteísmo ético dirige dos preguntas al hombre: la primera de ellas, que figura en Génesis 3:9, bien puede dirigirse a los que, de manera directa o indirecta, participaron en el genocidio de los campos: “¿Dónde estás?”, es decir: ¿en qué estado de abyección te encuentras? ¿Qué tan bajo has caído en tu ignorancia? La segunda pregunta puede dirigirse a quienes, habiendo podido hacer algo para impedir el genocidio de 6 millones de víctimas, se decantaron por la omisión. La pregunta está en Génesis 4:9: “¿Dónde está tu hermano?”. Y la respuesta que ha dado el mundo es la misma que figura en el texto: “No lo sé. ¿Acaso me corresponde a mí cuidar de él?”. Lo irónico del asunto es que la identidad de quien respondió así ¡no era otra que la del asesino mismo! Desentenderme del destino de mi hermano me convierte en homicida. Fue el asesinato de 6 millones, cometido por la sociedad de entonces; asesinato que la sociedad de hoy reproduce día tras día al banalizar tan trágico suceso. Así, para detener la espiral de violencia y la explosión de ultrajes a la dignidad del otro, debemos comenzar por dar al Holocausto la importancia que merece. Nunca ningún minuto de respeto que guardemos por las víctimas de los lager podrá ser minuto de silencio, pues durante esos 60 segundos no dejarán de resonar en la conciencia humana las voces que lo acusan: Auschwitz, Lodz, París, Michoacán. Ponencia leída el 18 de noviembre 2015 en el Foro Universitario de la CNDH.


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CREACIÓN

Asesinato en la oscuridad Margaret Atwood

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ólo he jugado a esto dos veces. La primera tenía diez años, y estábamos en un sótano, el sótano de una casa muy grande, que pertenecía a los padres de una niña llamada Louise. Había una mesa de billar, pero nadie tenía la menor idea de jugar al billar. Había también una pianola. Después de un rato nos cansamos de pasar los rollos de música por la pianola y de observar las teclas subir y bajar solas como en una película de miedo justo antes de aparecer el cadáver. Yo estaba enamorada de un niño llamado Bill, que estaba enamorado de Louise. El otro niño, cuyo nombre no recuerdo, estaba enamorado de mí. Nadie sabía de quién estaba enamorada Louise. Así que apagamos las luces del sótano y jugamos a Asesinato en la oscuridad, lo cual ofrecía a los chicos el placer de rodear las gargantas de las chicas con las manos, y a las chicas el placer de gritar. La emoción era casi insostenible, pero afortunadamente volvieron a casa los padres de Louise y nos preguntaron qué nos creíamos que era aquello. La segunda vez que jugué fue con personas mayores; no fue tan divertido, aunque sí más complejo intelectualmente. He oído que una vez jugaron a esto en su casa de verano seis personas normales y un poeta, y el

poeta intentó de verdad matar a alguien. Se lo impidió la intervención de un perro, que era incapaz de distinguir entre fantasía y realidad. La cuestión con este juego es que hay que saber parar. Se juega así: Doblas unos papeles y los pones en un sombrero, en un cuenco, o en el centro de la mesa. Cada participante escoge uno. Si te toca la x eres el detective, si te toca el punto negro, el asesino. El detective sale de la sala y se apagan las luces. Todo el mundo deambula en la oscuridad hasta que el asesino elige víctima. Puede susurrarle Estás muerta, o puede deslizarle las manos alrededor del cuello y darle un apretón, en broma pero enérgico. La víctima grita y cae al suelo. Entonces todo el mundo se queda quieto salvo el

En cualquier caso, ahí estoy yo en la oscuridad. Tengo designios sobre ti, estoy planeando mi crimen siniestro, mis manos avanzan hacia tu garganta, o quizá, por error, tu muslo

asesino, quien naturalmente no quiere que le encuentren junto al cadáver. El detective cuenta hasta diez, enciende las luces, y entra en la sala. Puede interrogar a todos menos a la víctima, que no está autorizada a responder, puesto que está muerta. El asesino debe mentir. Si quieres, puedes jugar con este juego. Puedes decir: el asesino es el escritor, el detective es el lector, la víctima el libro. O quizás, el asesino es el escritor, el detective es el crítico, y la víctima es el lector. En este caso, el libro sería la puesta en escena total, incluida la lámpara tirada en el suelo, rota en un traspiés. Pero en realidad es más divertido el juego en sí. En cualquier caso, ahí estoy yo en la oscuridad. Tengo designios sobre ti, estoy planeando mi crimen siniestro, mis manos avanzan hacia tu garganta, o quizá, por error, tu muslo. Oyes mis pasos que se acercan, llevo botas y tengo un cuchillo, o quizás es un revólver con culata de nácar, en todo caso llevo botas de suela muy suave, ves el fulgor cinematográfico de mi cigarrillo, creciendo y menguando en la neblina de la habitación, la calle, la habitación, aunque yo no fumo. Recuerda sólo esto, cuando el grito cese al fin y hayas encendido las luces: según las reglas del juego, yo he de mentir siempre. Y ahora: ¿me crees?


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Relatos de amor y salvación RESEÑAS :: Carol, de Todd Haynes, y La habitación, con la galardona del Óscar Brie Larson POR LUCIANO CAMPOS.

Amor maldito en el paraíso

Volver a nacer

El filme Carol, de Todd Haynes, es un bello relato de amor maldito en el paraíso. La adaptación de la novela de Patricia Highsmith, Carol, sigue a dos mujeres de diferentes estratos sociales involucradas en un inesperado juego de seducción que debe permanecer oculto a la sociedad. Es impensable que se sepa que dos damas respetables interactúan con intenciones inadmisibles. Son los años 50 en Nueva York, todo es glamour. La ciudad reluce con el progreso y América lidera el mundo. La prosperidad se refleja en el ánimo de su población. El escenario que plantea Haynes es idílico. En medio de esa ambientación, que parece un gran set de telenovela familiar, ocurre el encuentro. Todo comienza como lo que parece ser: un encuentro casual, desinteresado, de dos mujeres que simpatizan y buscan prolongar su amistad. Carol (Cate Blanchett) es una rica ama de casa, madre de una niña, aburrida y sin amor, dentro de un matrimonio arreglado por conveniencia. Therese (Rooney Mara) es una ingenua empleada de mostrador, que encuentra en la fotografía un hobby para escapar de su mundo pequeño. Haynes explora los mecanismos de la atracción a través de dos mujeres que han sido flechadas por un cupido perverso. La escalada hacia la intimidad es lenta y la seducción cobra su efecto. Con una elegante ambientación y dos extraordinarias actuaciones comienza a revelarse la pasión en las sombras. El escarceo es maravilloso, de intercambio sigiloso de miradas y gestos. La tensión sube, porque las acecha permanentemente el peligroso escándalo. Nadie debe saber lo que ellas piensan, lo que se dicen en silencio. La pantalla arde entre dos bellas mujeres que se esfuerzan por frenar sus instintos. Blanchett es la mujer madura, la que mantiene el control, la que lleva una vida desahogada y dispone de recursos para darse gustos mundanos. Therese vive con modestia. Las dimensiones de su pequeño apartamento son el reflejo de su autoestima. Y aunque se percibe que es la mayor la que toma la iniciativa, es realmente la joven la que, en su ingenuidad, parece que calcula el ritmo de los avances.

La habitación (Room), Ma (Brie Larson) vive el infierno del secuestro. Está encerrada con su hijo, Jack (Jacob Tremblay), de cinco años, a quien tuvo en cautiverio. La estampa de la sevicia es atroz: su raptor la utiliza para saciar sus apetitos. El niño cree que el universo es el habitáculo donde ha crecido y no comprende las escenas de intimidad de los adultos que es obligado a presenciar. ¿Qué pasa cuando los dos tienen la oportunidad de salir al mundo? Basada en la novela de Emma Donoghue, quien también escribe el aclamado guión, la película es una pequeña bola de fuego, cargada de emociones contenidas, que no encuentran manera de estallar. Qué gran ofuscación es contener una catarsis anhelada, como le pasa a estas víctimas, al obtener salvación. Sencilla en producción, pero intensa en drama, es una historia que cuestiona la necesaria adaptación del género humano a su entorno. No en todos los casos, una persona se ajusta a un ambiente nuevo. La habitación, con su propuesta insólita, presenta nuevas interrogantes sobre la naturaleza de la persona. El comentario social es obligado, sobre las condiciones que generan la existencia de monstruos como el secuestrador, que mantiene a madre e hijo en una habitación de tres metros cuadrados. Pero también responde a situaciones que no se han visto. La mujer crea un mundo de fantasía, para mantener ocupado al chico y para alimentar su curiosidad insaciable. El pequeño cuestiona todo, al punto en que es imposible en que ella se mantenga indiferente a una situación que podría prolongarse hasta la eternidad. Algo tiene que cambiar. El arriesgado plan que ella urde contiene los veinte minutos más tensos en años recientes en el cine. La desesperación convierte el absurdo en un recurso, y en posibilidad de escape la única opción por la que vale la pena apostarlo todo. La habitación es como un útero podrido, del que deberán emerger. El niño es como un nonato, que comienza a ubicarse en un mundo desconocido y que ha percibido únicamente a través de un triste monitor de TV. Ella deberá reencontrar todo lo que dejó de ver por años y será forzada a encontrar un regreso a la vida, como si resucitara de entre los muertos. En una situación así, no sólo deben obtener una renovada existencia. También son lanzados a vivir la odisea cotidiana de la vulgar cotidianeidad. Aprender a caminar por la calle, a acudir al supermercado, a convivir en sociedad, como una nueva condición de libertad que, por desconocida, parece un milagro. Larson está superior, en su papel de víctima inocente. Su ferocidad como madre la hará que enfrente una realidad que despiadadamente la trata. El culpable puede irse al infierno pero afuera del cuarto no hay culpables de lo que les ocurre. Solos contra el mundo deberán madre e hijo encontrar una forma de adaptarse a un entorno que los recibirá con simpatía, pero en el que no saben cómo comportarse. El niño Tremblay tiene una participación excepcional, como el pequeño gran afectado de la crueldad.

Brie Larson y Jacob Tremblay en Room.

Cate Blanchett en Carol.

Las consecuencias de la atracción son terribles, pero la forma en que es arrostrada la catástrofe es sorprendente. Las dos mujeres, rendidas a Eros, se percatan de que lo suyo es más que una aventura, aunque la ley y los prejuicios obligan al distanciamiento. Sin embargo, lo que puede salvar un amor amenazado es la honestidad. El mismo director ya había generado controversia hace años con otro calculado escándalo, en Lejos del cielo (Far from heaven, 2002), película en la que un ama de casa, de esa misma época, que conduce una familia modelo, se entera de que su esposo le es infiel, de una forma que para el tiempo es aberrante y sucia. Ahora, con Carol, Haynes vuelve a colocar en el centro del drama a la pasión, con una delicada descripción de los caminos insospechados que se abren para dos personas que se aman, más allá de los convencionalismos.


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El renacido en versión original CRÓNICA :: The revanant es la historia real de El trampero de Misuri. Presentamos la crónica periodística que dio a conocer los hechos, firmada, en 1825, por un abogado que llegó a ser juez. POR JAMES E. HALL

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as fortunas diversas de aquellos que llevan el apodo del título [The Missuri trapper, en español: El trampero de Misuri], cualesquiera que sean sus virtudes o sus deméritos, deben, de acuerdo con los habituales principios de humanidad, ser acreedores de nuestra simpatía, al tiempo que no pueden dejar de despertar admiración. Las penalidades voluntariamente afrontadas y las privaciones valerosamente soportadas por esta raza de resistentes, en el ejercicio de su peligrosa vocación, ofrecen abundantes pruebas de estas peculiares características que distinguen a los americanos de los bosques. Los desiertos inexplorados de Misuri, los innumerables riachuelos tributarios del Misisipi, las espesuras de las Montañas Rocosas, todos ellos han sido explorados por estos audaces aventureros; por otra parte, la considerable y creciente importancia del comercio de pieles de Misuri es muestra, así como sus cifras, de sus habilidades y perseverancia. El ingenioso autor de Robinson Crusoe ha demostrado, mediante una afable ficción, que un hombre puede sobrevivir en un desierto sin la sociedad ni la ayuda de sus semejantes y sin el concurso de esos artilugios técnicos que se consideran indispensables en un estado de sociedad civilizada; que la naturaleza le proveerá de todo lo que necesite y que su propio ingenio le sugerirá medios y formas de vida con los que ni sueñan en los refinados círculos de la filosofía. Que aquello que el novelista ha juzgado prácticamente imposible y que un amplio porcentaje de sus lectores ha considerado siempre maravillosamente increíble, se reduce en la actualidad a algo que se pone en práctica cada día y cada hora en nuestros bosques del oeste. Aquí pueden encontrarse muchos Crusoe vestidos con pieles y manteniendo sin pesar alguno su casita de soltero en los agrestes bosques, privados de la sonrisa de una hermosa mujer, sin el consuelo de la voz de un humano, sin siquiera un Viernes por compañía, y ajenos a este mundo en incesante movimiento, a sus preocupaciones, a sus placeres o a sus comodidades.

Robinson Crusoe es de Hugh Glass En junio pasado llegó al Fuerte Atkinson, procedente del Misuri superior, un hombre ya mayor que fue reconocido instantáneamente por algunos de los oficiales de la guarnición como un individuo que, supuestamente, había sido devorado, hacía algún tiempo, por un oso blanco pero del que más recientemente se había informado que había sido asesinado por los indios arikara. Su nombre es Hugh Glass. No he determinado con precisión si la vieja Irlanda o la Pensilvania escocés-irlandesa reivindican el honor de su nacimiento, y supongo que tampoco la humilde suerte de este recio aventurero irá a despertar sobre este asunto una rivalidad semejante a la que se refiere al lugar de nacimiento de Homero. Lo que sigue es su propio informe sobre sí mismo durante los últimos diez meses de su peligrosa carrera. Fue empleado como trampero [se dice que es el “cazador que emplea trampas para lo-

Hugh Glass (c. 1783–1833) y Leonardo DiCaprio en su interpretación cinematográfica.

grar sus presas”, según la RAE] por el comandante Henry y asignado a su mando ante los poblados arikara. Después de la huida de estos indios, el comandante y su grupo partieron hacia el Río Yellowstone. Su ruta se extiende Río Grande arriba y por un terreno de pradera, salpicado aquí y allí de matas y malezas, ciruelos enanos y otros arbustos propios de áridos suelos arenosos. Puesto que estos aventureros obtienen sus alimentos, así como sus vestimentas, del espacioso almacén de la Naturaleza, es habitual que uno o dos cazadores se adelanten al resto en busca de piezas, de manera que el grupo no se vea obligado, de noche, a acostarse sin cenar. Reputándose la escopeta de Hugh Glass entre las más fiables, se destacó en cierta ocasión en busca de provisiones. No se había adelantado mucho del grupo y se estaba abriendo paso por unos matorrales cuando una osa blanca, que se había medio enterrado en la arena, se levantó a menos de tres metros de él y, antes de que pudiera “apretar el gatillo” o darse la vuelta en retirada, lo había agarrado por la garganta y levantado del suelo. Arrojándolo de nuevo a tierra, su espeluznante adversario le arrancó un bocado del sustento caníbal, el cual había despertado su apetito, y se retiró a presentar la muestra a sus cachorros, que estaban al alcance de la mano.

En sus palabras: “reventé al bicho” La víctima hizo entonces un esfuerzo por escapar, pero la osa volvió inmediatamente con nuevos bríos y lo atrapó otra vez por el hombro; le produjo también un gran desgarro en su brazo izquierdo y le infligió una herida de gravedad detrás de la cabeza. En este segundo ataque, a los oseznos les impidió tomar parte uno de los del grupo, que se había lanzado precipitadamente en auxilio de su camarada. Una de las crías, sin embargo, obligó al recién llegado a meterse en su retirada dentro del río, donde, de pie en medio de la corriente, le disparó a su enemigo un tiro mortal o, por utilizar sus propias pa-

labras: “reventé al bicho”. Entretanto, había llegado la sección principal de los tramperos, que acudieron en socorro de Glass y dispararon siete u ocho tiros con tal acierto que dieron fin a las hostilidades, poniendo en fuga a la osa cuando estaba erguida sobre su víctima. Así fue como arrebataron a Glass de las garras del feroz animal, aunque su estado distaba mucho de ser envidiable. Había recibido varias heridas, todas ellas letales; todo su cuerpo estaba magullado y malherido y se encontraba tendido en el suelo bañado en su propia sangre, entre intensos dolores. Procurarle asistencia quirúrgica, tan conveniente en aquel momento, era imposible; y trasladar a la víctima no lo era menos. La seguridad del grupo en su conjunto, ahora que estaban en territorio de indios hostiles, dependía de la celeridad de sus movimientos. Sacar de allí al malherido e inerme Glass equivaldría a una muerte cierta para él y una medida de ese tipo habría resultado peligrosísima para el resto del grupo. Ante tales circunstancias, el comandante Henry, no sin ofrecer una exorbitante recompensa, convenció a dos de los suyos a quedarse con el herido hasta que expirara o hasta el momento en que pudiera recuperarse lo suficiente como para trasladarlo a algunos de los establecimientos comerciales del territorio. Cinco días permanecieron al lado del paciente y, dando por hecho que su recuperación no era ya posible, lo abandonaron cruelmente, llevándose con ellos su escopeta, su zurrón y lo demás, y dejándolo sin medio alguno de hacer fuego o procurarse alimento. Estos miserables sin principios siguieron los pasos de su patrón y, cuando lo alcanzaron, informaron que Glass había muerto a consecuencia de sus heridas y que ellos lo habían enterrado de la mejor manera posible. Aportaron sus efectos como confirmación de sus afirmaciones y de inmediato les dieron crédito. Mientras tanto, el desgraciado Glass, que seguía agarrándose a un hilo de vida, cuan-


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do se vio abandonado, se arrastró entre grandes dificultades hasta una fuente que se encontraba a escasos metros, junto a la que se quedó tendido durante diez días. En ese tiempo subsistió a base de frutos silvestres que adornaban el manantial y de grains des boeufs [Shepherdia argentea, o bayas de búfalo] que tenía a su alcance. Al recuperar, muy poco a poco, algo de fuerza, emprendió entonces camino hacia el Fuerte Kiawa, un establecimiento comercial sobre el río Misuri, a unas 350 millas [unos 560 kilómetros] de distancia. El penoso itinerario hasta alcanzar el final de semejante viaje, a través de un territorio hostil, sin armas de fuego, con apenas fuerzas para arrastrar sus extremidades, una después de la otra, y sin prácticamente ningún otro medio de subsistencia que frutos silvestres, requería unas dosis de entereza absolutamente fuera de lo común. Tuvo la buena fortuna, no obstante, de encontrarse un buen día “con la muerte de una cría de búfalo” a la que una manada de lobos había pillado desprevenida y dado muerte. Dejó que los agresores continuaran su pelea hasta que ya no quedaron señales de vida en su víctima; y entonces se metió en medio y tomó posesión de la “bien cebada cría”; sin embargo, como no tenía medio de hacer fuego, podemos deducir que no consiguió un aprovechamiento muy generoso del ternero así obtenido. Con infatigable dedicación, siguió avanzando a duras penas hasta que llegó al Fuerte Kiawa. Antes de que sus heridas sanaran por completo, a Glass se le despertó su sentido del honor y se unió a un grupo de cinco engagés [soldados voluntarios] que iban a ir, en una piroque [piragua], por el río Yellowstone. El objeto principal declarado de este viaje era la recuperación de sus armas y la venganza de los cobardes que le habían robado y lo habían abandonado en su hora de peligro. Cuando el grupo hubo llegado a pocas millas de la antigua aldea de Mandan, nuestro trampero, maestro en escapar por los pelos, echó pie a tierra con el objetivo de dirigirse desde ese lugar al Fuerte Tilton por una ruta más cercana que la del río. En los días que siguieron, todos sus compañeros de viaje fueron muertos por los indios arikara. Cuando se aproximaba al fuerte con ciertas precauciones, observó a dos indias, a las que reconoció como arikaras, y ellas, que lo descubrieron a él al mismo tiempo, se volvieron y huyeron.

La ilustración que utiliza Crónica recupera una obra clásica de Charles Marion Russell, realizada casi una centuria después de la hazaña de Hugh Glass. Este dibujo apareció en The Milwaukee Journal el domingo 2 de julio de 1922 [republicado en otros tantos]. Russel fue el hombre que retrató las peripecias de vaqueros e indios, de exploradores y paisajes. Se considera uno de los pintores del Oeste más cotizados. Una de sus obras, de las más de 2.000 que creó, se llegó a subastar por unos cinco millones de euros.

Un artículo de película El renacido, la película nominada a 12 premios Oscar, no existiría sin este artículo del siglo XIX. Ni siquiera su protagonista [real] existiría sin el periodismo. El texto de James E. Hall, publicado en The Port Folio (volumen XIX, edición de

junio a julio de 1825, Filadelfia) es parte de la historia de este oficio. Al difundirse, dio origen a la leyenda de un aventurero llamado Hugh Glass, uno de los mitos de la conquista del Oeste Norteamericano por sobrevivir al ataque de un oso y recorrer

cientos de kilómetros. Herido, en busca de venganza. Hall, el autor, era un abogado, aspirante a literato y reportero, que terminó nombrado juez. El guión del largometraje -donde actúa, bestial, Leonardo DiCaprio- se inspira directamente en la novela

del mismo nombre de Michael Punke, quien fuera corresponsal de la revista The Montana Quarterly... Incluso, el propio renacido, Hugh Glass, inicia su aventura, en 1822, respondiendo a un anuncio de periódico. / MARTÍN MUCHA

Dos pieles rojas lo capturan Ésta era la primera información que obtenía del hecho de que los arikaras se hubieran aposentado en la aldea de los Mandan [una tribu india de lengua siux] y al punto se dio cuenta del peligro de su situación. Las pieles rojas no tardaron mucho en reunir a los guerreros de la tribu, que inmediatamente comenzaron la persecución. Resentido todavía de la gravedad de sus recientes heridas, el pobre fugitivo ensayó una débil tentativa de fuga y, cuando sus enemigos estaban al alcance de los disparos de su escopeta, dos guerreros mandanes a caballo se lanzaron sobre él y lo capturaron. En lugar de acabar con la vida de su prisionero, tal y como él había dado por hecho, lo subieron a uno de sus caballos, que habían traído con ese fin, y lo llevaron al Fuerte Tilton sin un rasguño. Aquella misma noche, Glass se escapó sigilosamente del fuerte y, tras viajar durante treinta y ocho días, en solitario y a través del territorio de unos indios hostiles, llegó al destacamento Henry. Al enterarse de que el trampero al cual

perseguía se había ido del Fuerte Atkinson, Glass accedió de buena gana a ser el portador de cartas para ese puesto y, por consiguiente, abandonó el Fuerte Henry, en el río Big Horn, el 29 de febrero de 1824. Cuatro hombres lo acompañaban. Viajaron hasta el río Powder, que vierte sus aguas en el Yellowstone, aguas abajo de la desembocadura del [Big] Horn. Continuaron su ruta Powder arriba hasta sus fuentes y, desde allí, hacia el Platte. Aquí construyeron unos botes con pieles y descendieron en ellos hasta el ex-

tremo inferior de Les Cotes Noires (las Colinas Negras), donde descubrieron treinta y ocho cabañas de los indios arikara. Se trataba del campamento del grupo de Ojos Grises. Este jefe había muerto en el ataque de los soldados americanos a su aldea y su tribu se encontraba ahora bajo el mando de Langue de Biche (Lengua de Alce). Este guerrero bajó [al río] e invitó a nuestro pequeño grupo a echar pie a tierra y, con muchas manifestaciones de amistad, los indujo a creer que era sincero.


8 | LETRAS ~ CAMBIO DE MICHOACAN

SÁBADO 5 DE MARZO DE 2016

El jefe de los salvajes le abraza Glass había convivido en tiempos con este político resabiado y trapacero durante todo un invierno, había salido de caza con él y fumado su pipa y roto muchas botellas junto al fuego amistoso de su tienda; y cuando pisó tierra, el jefe de los salvajes le abrazó con la cordialidad de un viejo amigo. A los hombres blancos les retiraron inmediatamente toda vigilancia y ellos aceptaron la invitación a fumar en la tienda del indio. Mientras estaban dedicados a pasarse la pipa de la hospitalidad, se oyó a un niño pequeño lanzar un chillido sospechoso. Glass miró por la entrada de la tienda y observó que las mujeres de la tribu se llevaban las armas y otras pertenencias de su grupo. Ésta fue la señal para que todo el mundo se pusiera en movimiento; los huéspedes saltaron de sus asientos y huyeron precipitadamente perseguidos por sus traicioneros anfitriones: los blancos corrían para salvar su vida; los guerreros pieles rojas, en busca de sangre. Dos del grupo fueron alcanzados y les dieron muerte: uno de ellos, a escasos metros de Glass, que había ganado una zona de rocas sin que se dieran cuenta y se mantuvo cuerpo a tierra, oculto a la vista de sus perseguidores. Versado en todas las artes de la guerra de la frontera, nuestro aventurero estaba capacitado para ponerlas en práctica en la presente crisis, con tal éxito como para despistar a sus enemigos sedientos de sangre; se quedó en aquel recóndito lugar hasta que, perdidas las esperanzas, abandonaron su búsqueda. Al respirar una vez más el aire libre, salió de su escondite al amparo de la noche y retomó su camino a pie hacia el Fuerte Kiawa. En esa época del año, los recentales de búfalo tenían por lo general apenas unos pocos días de vida; y como el territorio por el que viajaba estaba abundantemente poblado de ellos, comprobó que no era tarea difícil pillar desprevenido a alguno tantas veces cuantas su apetito le aconsejaba que acelerara el paso con este fin. “Aunque había perdido mi escopeta y todos mis pertrechos -manifestó-, sentí que era bastante rico cuando encontré mi cuchillo, mi pedernal [para hacer fuego] y mi eslabón en mi zurrón. Estos pequeños fixens [utensilios] -añadió- hacen que un hombre se sienta de lo más animado cuando se encuentra a quinientos o seiscientos kilómetros de cualquier ser humano o de cualquier lugar, completamente solo entre pumas y animales salvajes”.

Encuentra a su peor enemigo Un viaje de quince días lo llevó al Fuerte Kiawa. Desde allí descendió al Fuerte Atkinson, en [la ciudad de] Council Bluffs, donde encontró a su viejo y traicionero conocido vestido de soldado raso. Esta circunstancia protegió de castigo al delincuente. El oficial al mando del puesto ordenó que se le devolviera su escopeta y al veterano trampero se le proporcionaron otros útiles o fixens, como él los denominaría, para ponerlo de nuevo en disposición de echarse al monte. Todo ello apaciguó la cólera de Hugh Glass, de quien mi informador se despidió. Mientras él, dejaba pasmado y boquiabierto, con su prodigioso relato, a toda la guarnición. Desde el último soldado al más alto oficial. Traducción por Miguel Morer © El Mundo (España)

Artesanales A LA SAZÓN :: POR NETZAHUALCÓYOTL ÁVALOS ROSAS

H

ace casi una década que el gusto de una nueva cultura gastronómica fluye en Michoacán. Las cervezas artesanales se han posicionado en el ambiente efervescente y maduro de varios grupos sociales de clase media y media alta. Se trata de nuevos espacios de hombres y mujeres que apetecen y demandan un paladar más profundo para una de las bebidas más populares de México y el Mundo. Más allá de lo que parece una moda hipster el consumo de cerveza artesanal, que ya cuenta con alrededor de 40 fábricas en nuestra entidad, responde al reconocimiento de las virtudes naturales de la bebida de parte de los nuevos consumidores; y por supuesto, al carácter que un mercado cordial, y sus nuevos productores, infunden a creaciones alcohólicas impregnadas de estilo. Los ingredientes son básicos para cualquier cerveza desde hace seis mil años, cuando ya era cura y elixir para los sumerios. Se trata sólo de malta, agua, lúpulo y levadura; sin embargo, las artesanales utilizan materias primas puras, especias extraordinarias y algunos condimentos auténticos como cacao, vainilla o chile. Sus procesos de elaboración toman tiempo y espacio vitales, su confección es intuitiva y adecuada, las medidas de higiene refinadas; el control de la fermentación y del almacenamiento, netamente orgánicos, virtual y metafóricamente hablando. No existe pasteurización ni filtración en el quehacer primitivo de la producción chelera; es decir, no se calientan a esas altas temperaturas que matan todo: virus, bacterias y buqué. Tampoco hay tamices que arrebaten nutrientes, trazas, color, y texturas suculentas. Y, al no exponerse a tales procesos, se produce una segunda fermentación in vitro, lo que las dota de carbonatación natural; es

decir, no hay necesidad de añadir gas artificial y los empachos que ello implica. Las industriales, en cambio, se producen a una escala que supera los gustos específicos en pos de un consumo masivo indiferente; frío, tan frío que la condición para que agraden es tomarlas heladas, lo que inhibe la posibilidad gustativa de probarlas de verdad. Este tipo de tragos, se gasifican artificialmente, agregan cereales inconvenientes a la digestión. Francamente, en estos casos, filtrar, pasteurizar, usar aditivos químicos y estabilizantes corrompen el genuino sentido de brindar y decir salud. Por supuesto que existen industriales meritorias, el asunto aquí es que las comunidades cerveceras emergentes tienen opciones. Ahora, puedes probar comparar y decidir comprar una botella que cuesta tres o cuatro veces más dinero, pero que en la misma proporción magnifica sus grados de alcohol y su gusto al paladar. Una artesanal puede ser alcohólica aunque también es fuerte, tibia, agria, sustanciosa y muy saludable.

LA NOTA, LA RECETA, EL SECRETO A continuación, algunas virtudes de tomar un máximo de una porción de cerveza a diario, según las recomendaciones de la Secretaría de Salud. Por supuesto, las artesanales son más saludables y sabrosas: · Huesos fuertes. · Colesterol bajo. · Un corazón más sano. · Presión arterial baja. · Riñones funcionales. · Un cerebro más eficiente. · Defensas contra accidentes cardiovasculares.


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