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[ Letras ] DE CAMBIO

SUPLEMENTO DE CULTURA DE CAMBIO DE MICHOACÁN | NUEVA ÉPOCA | COORDINADOR: VÍCTOR RODRÍGUEZ MÉNDEZ | 25 DE FEBRERO DE 2017 |

TIFFANY NEWMAN

Corazón travesti DIARIO SIN CABEZA POR ERNESTO HERNÁNDEZ DOBLAS | PAG. 3

Alex quiere olvidar Un cuento de Jorge Bustamante | PAG. 4

Adictos a los «likes» Sobre «What’s on your mind?» del director Shaun Higton ARTÍCULO POR LUIS MEYERS | PAG. 2

La magia y misterio de Gabo LIBROS POR JUAN CARLOS PÉREZ SALAZAR | PAG. 6

Cinco haikus de agua POESÍA POR GREGORIO MOCTEZUMA | PAG. 7

«¿Es así?» CARTAS APÓCRIFAS POR ESTEBAN MARTÍNEZ | PAG. 8


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SÁBADO 25 DE FEBRERO DE 2017

Adictos a los «likes» Sobre What’s on your mind? del director Shaun Higton POR LUIS MEYER

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cott es un tipo joven, bien parecido, con una novia guapa y un trabajo estable. Scott no es feliz. Al menos, en su vida real, porque en Facebook es la alegría de la huerta, el rey del mambo, ‘lo más de lo más’: desvirtúa su día a día para dar la imagen de lo que realmente le gustaría ser. Se muere por rascar likes (‘me gusta’), o lo que es lo mismo, que su entorno apruebe y admire a golpe de clic de ratón lo que expone en su muro. Si su vida se va al garete (lo echan del trabajo, su novia se escapa con su mejor amigo, se da a la bebida…), es lo de menos. Esta es la situación que describe el corto What’s on your mind? del realizador

noruego Shaun Higton. Llevada al extremo, pero con la que muchos se identifican. Tantos, que ha sido un fenómeno viral en internet con casi 15 millones de visualizaciones. El título, en español ¿En qué estás pensando? , es la pregunta que hace por defecto la red social cada vez que un usuario se conecta. Uno de cada cuatro miente en su respuesta, según un estudio de la consultora Consumer Reports. También concluye que muchos llevan la impostura unos cuantos pasos más allá creando un perfil falso, vida apócrifas que incluyen todo aquello a lo que aspiran pero nunca alcanzarán. Como en El mito de la caverna de Platón, pero en lugar de una

hoguera y las sombras que produce, en una red social son muros de píxeles y complejos lenguajes de programación los que proyectan un mundo idealizado y separan lo real de lo irreal. El documental Catfish expone a la perfección este fenómeno: rastrea (y destapa) la verdadera identidad de Angela, una joven estadounidense de 25 años que había creado dieciséis perfiles falsos en Facebook, alimentándolos durante un año e incluso provocando unos cuantos noviazgos. Uno de los que picó el anzuelo fue el realizador del documental. Ante las continuas negativas de ella (bajo el nombre de Megan) de verle o hablar por Skype, em-


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DIARIO SIN CABEZA pezó a sospechar y decidió grabar sus pesquisas, hasta que dio con ella. En el documental, ella misma explica el porqué de los diferentes perfiles: «Muchas de las personalidades que surgieron eran fragmentos de mí. Fragmentos de lo que solía ser. De lo que quise ser y nunca fui… Y la mayor parte del tiempo no sé quién soy». Sería un error, sin embargo, circunscribir el falseo de identidades, cuando no el mero fantaseo, a las redes sociales. «En cualquier conversación en la barra de un bar con alguien a quien acabas de conocer, es habitual distorsionar un poco la realidad propia», afirma José Antonio Molina, doctor en psicología, experto en adicciones y autor entre otros del libro SOS… Tengo una adicción (Pirámide). «Normalmente, se resalta lo bueno y se oculta lo malo, o se deja en un segundo plano, para causar buena impresión. Eso existe desde mucho antes de que se inventaran las redes sociales». El especialista, con todo, advierte del riesgo de idealizar todo lo que se ve en Facebook, de tomárselo demasiado en serio. «Hay que partir de que mucho de lo que la gente pone no tiene por qué ser real al 100%. Y saber relativizar esa información, no perder la noción de la realidad. Tengo un paciente que vino a mí porque tiene una seria adicción a los videojuegos. Los de hoy en día no son como antes: ahora crean auténticos mundos imaginarios, donde tú puedes elegir el personaje que quieras ser, y te aíslas de lo que te rodea, de lo que importa. Eso sí es un problema, porque se le está dando un mal uso. Lo mismo pasa con Facebook, aunque no creo que debamos ser alarmistas. Las redes sociales pueden ser muy prácticas si se utilizan bien». No todos piensan así. En países como China, Argelia o Corea del Sur han abierto clínicas de desintoxicación para tratar la adicción a Facebook. «Existe un peligro en la subestimación del daño de la adicción a las redes sociales en comparación al riesgo de drogas físicas», declaró el director de la clínica argelina a la publicación Playground. «Yo sé lo que es un verdadero cuadro adictivo y creo que es una exageración hablar de Facebook en estos términos», dice Molina, «al menos, de momento». Sea como sea, la mayoría de los usuarios de una red social son permeables a lo que pasa en su muro… Y en los de los demás. Un estudio de dos universidades alemanas publicado por la agencia Reuters resalta que la fotos de las vacaciones, los éxitos laborales o, en definitiva, las «increíbles» (entiéndase en el doble sentido del adjetivo) vidas de los demás provocan estados de envidia, frustración, sensación de soledad y enfado, al «comparar lo que se ve con la propia realidad de quien lo ve». El estudio pone las imágenes de otros usuarios de vacaciones como las que generan más resentimiento, seguido de los ‘likes’ que reciben los demás, las felicitaciones de cumpleaños o los comentarios positivos. Pero la conclusión más llamativa es que la envidia provoca que algunos usuarios suspendan su cuenta o reduzcan el tiempo que pasan en la red. Tal vez esta sea la mejor solución a la potencial adicción de la que alertan algunos. A menos que relativicen lo que están viendo y se den cuenta de que, en la mayoría de los casos, lo que muestra Facebook oculta una realidad menos rutilante. Como en el caso del pobre Scott. Artículo © Luis Meyer con Licencia Creative Commons en ethic.es

Corazón travesti ERNESTO HERNÁNDEZ DOBLAS Sucede que me canso de ser hombre Pablo Neruda

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Me canso de ser hombre. Estoy seguro que este pensamiento ha cruzado por la mente de muchos de mis compañeros de género, quienes, en algún momento de sus vidas, han sentido todo el peso de la ley de la hombría sobre su espalda. Debo confesarlo ante mi espejo y ante ese otro espejo que son los lectores: nunca me gustó ser hombre. O si se quiere, dicho de otra forma, que levante menos sospecha entre los policías de lo cien por ciento masculino: nunca me gustó muchas de las cosas que, de manera supuestamente natural, deberían agradarle a todos los hombres del planeta. Lo descubrí desde mi más tierna edad, como dicen los cursis o los afeminados. No pasé ninguno de los ritos en este sentido, ninguna de las aduanas, ni la más básica pues. La rudeza, el deporte, la fanfarronería y todo tipo de aventuras de riesgo, no fueron para mí. Lo siento. No pude, ni quise responder a lo que se me pedía de formas a veces sutiles y a veces directas. Recuerdo, por dar un ejemplo no sólo bochornoso sino humillante, que mi madre me recibió varias veces con el llanto y el moco tendidos hacia ella en busca de comprensión, porque los infaltables gandallas, abusones o como quiera llamárseles, habían hecho una vez más de las suyas en mi pequeña y temerosa humanidad. Ahí está el cuadro como si fuera ayer, mi madre miraba seriamente mis lágrimas y escuchaba mis quejas y decía: si vuelves a venir llorando porque te pegaron, yo te voy a pegar para que aprendas a defenderte. ¿Falta decir que a las dos o tres ocasiones que ocurrió así no volví a decirle nada, pero no por ello dejé de recibir golpes, abusos y humillaciones de mis compañeros?

Durante muchos años de mi vida fui patéticamente tímido, vaya, hasta el vuelo de una mosca me causaba temor y hacía que sudaran mis manos. Es obvio que exagero, pero no en cuanto a las sensaciones que viví durante por los menos los primeros 15 años de mi existencia. Esa timidez, como ya lo dije, provocaba muchas cosas, entre ellas que no participara en la mayoría de las actividades de educación física, así que más de una vez, esta materia, generalmente sencilla y llevadera, formaba parte de las muchas otras que siempre reprobé. Simplemente me daba temor entrar a una cancha del tipo que fuera y ponerme a competir en cualquier tipo de actividad que requiriera cierta fuerza, violencia o enfrentamiento. A mis 45 años aún sigo preguntándome en qué consiste ser hombre o masculino o macho. Hay algunas respuestas por ahí, todas en el sentido de que como diría la Simone de Beauvoir, no se nace hombre sino se llega a serlo, es decir, la cultura y su monstruosa maquinaria se encarga de triturar las identidades para formar trajes de carne a la medida, en este caso, de la dizque masculinidad, y pobre del que no encaje. Pobre de mí, por ejemplo. Claro, una vez más exagero, pero no en cuanto a los mil y un dispositivos hechos y dispuestos para que toda anomalía en la supuesta normalidad relacionada con el género, sea castigada. Sin embargo, hoy, a mis 46 primaveras, puedo decir sin pudor que me canso de ser hombre, que nunca respondí a las expectativas en este sentido y que ya no tengo tiempo ni ganas de hacerlo. Más bien, de quitarme de manera definitiva la ropa que nunca me gustó, que me quedó apretada y que me parece francamente ridículo llevar, para entregarme así a una desnudez que me acomoda bien cuando me veo frente al espejo.


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CREACIÓN

Alex quiere olvidar Jorge Bustamante García

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onozco a Alex, el que quiere olvidar, desde hace algunos años. Es un inglés un tanto atípico, que recibió una educación esmerada. Estudió ni más ni menos que en Cambridge, domina varios idiomas, y durante más de dos décadas fue un ferviente profesor de inglés en la Sultanía de Omán, al sureste de la península arábiga. Desde niño fue un solitario empedernido, le gustaba leer y aprender, sabía cosas que para los de su misma edad eran inaccesibles. Era un dotado memorioso que cada día aprendía nuevas palabras en alemán, inglés y francés. Su madre alemana conoció a su padre, un soldado inglés, cuando los aliados avanzaban sin retorno hacia Berlín desde el oeste. Se enamoraron y el oficial se la llevó a Inglaterra después de la guerra. Vivieron en un suburbio de Londres, donde un tiempo después nació Alex, un bebé pelirrojo y cristalino como la escarcha matutina. En los años de las postguerra no era muy común encontrar parejas así, un inglés y una alemana viviendo juntos en un barrio de Birmingham, al noroeste de Londres, conformando una familia. Las heridas de la guerra eran recientes, las cicatrices ardían, la gente recordaba con encono los bombardeos nocturnos, las sirenas, los refugios abarrotados de gentes, los reflectores apuntando al cielo, los edificios derruidos. Para muchos, tal vez, no era bien vista una pareja así. Si la mujer salía a la calle, no faltaban los vecinos que refunfuñaran al verla pasar. Si entraba a un almacén, si compraba comestibles en alguna tienda no la atendían bien, le contestaban a medias, o simplemente la ignoraban. Esto fue pasando con el tiempo, la gente comenzó a acostumbrarse, pues de todas maneras era la mujer de uno de los suyos, de un soldado inglés que había prestado servicio en la retaguardia

de las tropas aliadas en el oeste del territorio alemán. Alex fue creciendo en ese ambiente y su rareza se hizo más evidente. Y a su lado crecía su hermano menor, quien siempre ha creído que el mundo conspira contra él hasta comportarse hoy día como un auténtico paranoico. La memoria de Alex poco a poco se fue convirtiendo en un vaciadero de palabras en distintas lenguas. Con su madre, desde niño, mantenía conversaciones en alemán; con su padre, sus amigos y compañeros de escuela en inglés; a los quince años estudiaba francés y solía ir en bicicleta de Birmingham a Stratford on Avon (la tierra de Shakespeare) porque soñaba ser ciclista y participar en el Tour de France: no lo logró, pero luego vivió temporadas en Francia, leyó a muchos de sus escritores y masticó francés hasta hartarse. En Cambridge, donde estudió lenguas, se metió a cursos de ruso sólo para leer a Turguéniev y Dostoievski. De profesor de inglés en Omán se interesó por el árabe y aprendió rudimentos del persa para entender mejor los Rubaiyyat de Omar Khayyám. Al español llegó por intermedió de una joven, con quien se conoció a través de los avisos de Selecciones Reader's Digest a mediados de los ochenta. Hicieron los primeros contactos, se escribían cartas, y un buen día Alex cayó en Bogotá para conocerla en persona. Se gustaron, se enamoraron, como todo un caballero inglés pidió muy formalito la mano de la joven, que es mi prima, y al poco tiempo se fueron a vivir al plácido puerto de Mascate, capital de Omán, donde Alex daba sus clases de inglés de tiempo completo. Vivieron años en trasiego interminable de palabras, mudaban de un idioma a otro en un trasvase babélico que de seguro era un reto para la memoria. Eran dos personas muy diferentes, ella

abierta y comunicativa, él huraño y reservado, pero se entendían bien. Por aquellos años en la lejanía me llegaban noticias fragmentarias de sus andanzas. El encuentro fortuito con algún familiar, el mensaje cruzado de algún amigo común daba cuenta de sus viajes triangulares Omán-Reino Unido-Colombia-Omán. Me gustaba la idea de que mi prima se hubiera vuelto viajera, después de una juventud casi estática y aburrida en un barrio bogotano. Suponía que se había convertido en lo que se llama una mujer de mundo entre tanto avión y tantas lenguas. Alex, por su parte, la acompañaba sin traicionarse a sí mismo, seguía siendo el retraído que había sido de niño. Un día, de pronto, se aparecieron por México, visitaron varias ciudades y por fin llegaron a Morelia. A mi prima no la veía desde hacía varias décadas y Alex resultó ser el vivo reflejo de lo poco que sabía de él. Silencioso, introvertido, a veces casi hermético, pero cuando habla casi siempre dispara dardos que se quedan colgados en el aire que se desvanece. Simplemente entre monosílabos despacha saetas de gran calibre. Parece descreer de todo, pero lo hace sin vehemencia, sin que casi se note, balbucea algo con ironía y de pronto una palabra, una idea, pega en el blanco. En su visión, desde la soledad que cultiva, el mundo pareciera un sinsentido y la historia de los hombres una cadena de malentendidos. En su sano juicio nunca lo he escuchado vociferar, ni vituperar, ni desenvainar sables furibundos, aunque sospecho que cuando bebe es capaz, en ocasiones, de descarrilarse y tornarse un tanto irascible. Es de esos seres que parecieran no hacerse ilusiones del mundo en que viven. Llega a la ciudad y le gusta instalarse en algún hotelito asequible, cada tercer o cuarto día cambia de hotel, mi prima peregrina a su lado, ya se conocen todos los hospedajes del centro, pero también de la periferia.

Silencioso, introvertido, a veces casi hermético, pero cuando habla casi siempre dispara dardos que se quedan colgados en el aire que se desvanece. Simplemente entre monosílabos despacha saetas de gran calibre


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Alex se la pasa pegado a la televisión por cable, le encantan las películas de Cantinflas, los noticieros de CNN, o FOX, o la BBC, y puede pasar días ahí bebiendo whisky barato o mezcal de Oponguio o cerveza Coronita que le encanta. En las noches, para no molestar a mi prima con el volumen de la tele, conecta unos audífonos con varios metros de cable y se queda ahí acostado bebiendo y escuchando noticias, o viendo películas. ¡Un inglés egresado de Cambridge en un hotelito de Morelia bebiendo mezcal y viendo películas de Cantinflas! Y ahora, después de tantos lugares, de tantos paisajes vistos, de tantos sonidos y palabras escuchadas, quiere olvidar. Quiere olvidar, dice que no tiene talento para nada y que quiere olvidar, olvidarse de tantas palabras en tantas lenguas, quedarse con el inglés solamente. Al contrario de Funes, él quiere olvidar, yo lo llamo Alex, el que quiere olvidar. Pero cuando conversamos le gusta recordar. Animado, rememora cómo en sus tiempos de estudiante de lenguas en Cambridge conoció a Stephen Hawking, que era ya un profesor más o menos reconocido de esa universidad a principios de los setenta. Alex y dos amigos querían hacer una broma irreverente en la iglesia de un pastor protestante, charlatán y embaucador con los feligreses a quienes tenía convencidos de que poseía poderes para sanar a los enfermos. Muchos creían ciegamente en sus bulos y patrañas y lo tenían como un justo iluminado capaz de realizar prodigios. Alex y sus amigos planearon todo con precisión, querían aparentar un milagro en pleno oficio religioso. Como necesitaban una silla de ruedas, recordaron que cerca al campus universitario de Cambridge vivía Hawking, a quien acudieron para ver si les prestaba la silla. Le explicaron para qué la querían, al científico le pareció divertido y se las prestó sin mayor problema. Alex, el que quiere olvidar, se sentó y sus dos amigos empujaron la silla hasta la iglesia. Entraron desapercibidamente en el justo momento en que el pastor alcanzaba el clímax en su aparente discurso de profundo misticismo, cuando los feligreses estaban avasallados e indefensos ante la poderosa retórica del pastor. La silla y el impostado enfermo que no podía caminar avanzaron por la nave central del recinto empujados por los dos amigos, de tal manera que todos los vieron, los cánticos ya comenzaban, era el momento más solemne y poderoso de la ceremonia, el más emotivo porque con alguna frecuencia alguien alzaba la voz para agradecer los favores recibidos a través del milagroso pastor. Y en ese preciso instante se levantó Alex el desmemoriado, caminó hacia el altar con los brazos abiertos mientras sus dos amigos gritaban a todo pulmón "¡milagro!, ¡milagro!". Los presentes no daban crédito, miraban asombrados la escena. Algunos cayeron de rodillas, otros celebraron con cánticos, hubo quienes lloraron, pero todos buscaron con la mirada la figura del radiante pastor que los miraba a la distancia con un dejo de supuesta divinidad, ahora sí convencido de que ese milagro encarnado en el recién caminante Alex había sido obra suya. Los tres chicos salieron de la iglesia tal y como habían entrado, en silencio, sólo que ahora los tres caminando. No dijeron nada hasta que estuvieron bien alejados, no querían interrumpir los efectos del milagro en los presentes, no quisieron partir esa ilusión. Ya cercanos a la casa de Hawking, a quien tenían que devolver la silla, se soltaron a reír, celebraron la broma y comprendieron hasta qué punto son porosas y elásticas, con frecuencia, las creencias de la gente. A Alex, el que quiere olvidar, le gusta hablar de literatura. Conoce bien la literatura inglesa, la francesa, la rusa, las estudió en sus años en Cambridge como parte de los planes de estudio. Me habla de "La dama de picas" y "Eugenio Oneguin" de Pushkin, ese poeta romántico padre de la literatura

SUNGA PARK

Me dice que él es de la oscuridad, por lo tanto Dostoievski es uno de sus autores de cabecera. Yo le replico que no creo en esas divisiones un tanto maniqueas, que uno y otro son imprescindibles, necesarios rusa que murió en un duelo a los 37 años a causa de su mujer, la bella Natalia Goncharova asediada por el francés d'Anthès, asesino del sol de la poesía rusa. Me habla de Turguéniev, me dice que leyó "Aguas primaverales", "El primer amor" y "Relatos de un cazador" y quedó sorprendido de la limpidez y concisión de este escritor ruso. Me suelta a quemarropa "a quién prefieres, ¿a Tolstói o a Dostoievski? ¿La luz o la oscuridad?". Me dice que él es de la oscuridad, por lo tanto Dostoievski es uno de sus autores de cabecera. Yo le replico que no creo en esas divisiones un tanto maniqueas, que uno y otro son imprescindibles, necesarios, sin ellos dos no se entendería nada el panorama de la literatura en general y le menciono el título de George Steiner que se llama precisamente "¿Tolstói o Dostoievski?" y Alex, el desmemoriado se acuerda, recuerda que vio varias veces a Steiner en Cambridge, donde era profesor de literatura comparada. Alex, el desmemoriado, más bien el que quiere olvidar, al que le gusta la cerveza Coronita y el mezcal de Oponguio y las películas de Cantinflas en los cuartos de hotelitos de segunda, me asombra. Cuando hablamos de los poetas del siglo de plata coincidimos en un pensador anglo ruso que se paseaba por las aulas de Cambridge en los años sesenta y setenta: Isaiah Berlin a quien, claro, Alex, el que quiere olvidar, se encontró muchas veces caminando por los jardines de la universidad. La última vez que nos vimos le di a leer un fragmento de "Sexo y literatura" que es parte de esta triple experiencia de vivir, leer y escribir, que intento plasmar. Después de leerlo, me dijo algo inesperado: que había coincidencias entre la historia de Zhana y la suya propia. Y empezó a enunciarlas con la mayor naturalidad comenzando porque sus padres se conocieron en condiciones parecidas y por la misma época en que se relacionaron los de Zhana: los de ella en la retaguardia del ejército soviético en un poblado húngaro y los de Alex en la retaguardia de los aliados occidentales en los suburbios de Berlín. Cuando leyó

este dato en el relato, los ojos de Alex se iluminaron, sintió allá en algún paraje de su alma nómada que tenía hermanos remotos en la vida, seres que habían vivido cosas parecidas así los separaran las fronteras, los idiomas, y lo que es peor las ideologías que campearon como agentes idiotas a lo largo del sangriento siglo XX. Caminábamos por la avenida Madero y Alex volvía una y otra vez al relato de Zhana, recreaba la figura de ese soldado ruso que conoció a la joven checa que hablaba ruso y que trabajaba en la casa de un escritor húngaro en ese pueblo cercano a Budapest en que se había estacionado su división de retaguardia. Me preguntó si yo sabía quién era ese escritor, le dije que tenía sospechas pero que no sabía a ciencia cierta. Todo indicaba que se trataba, al parecer, de un escritor de novelas que salió de Hungría después de la guerra y se instaló finalmente en el sur de Estados Unidos, donde enseñó en alguna universidad y que se hizo muy famoso sólo después de su suicidio a una edad avanzada. Estábamos en esa especulación cuando de pronto Alex se acordó de algo más y me lo disparó con su flemática moderación. "¿De verdad el padre de Zhana nunca se dio cuenta que ella entraba muchachos a su cuarto en ese pequeño apartamento donde vivían los dos?", me dijo y espero un tanto indiferente mi respuesta. Apenas le mencioné las puertas acolchonadas de los apartamentos moscovitas de entonces, que aislaban del ruido y el frío. Casi sin escucharme me soltó otra frase apenas audible: "A mí me pasó lo mismo que a Zhana, pero al revés". "Cómo es eso que lo mismo, pero al revés", le contesté divertido. "Sí, lo que pasa -me dijo- es que yo también llevaba muchachas a nuestro apartamento en los suburbios de Londres y una vez mi papá me cachó y me dijo que si creía que la casa era un puteadero". No pude más que desternillarme de la risa, ahora resultaba que el relato de Zhana que sucedía en Moscú se reflejaba en un espejo exacto y equidistante en tiempo y trama en un arrabal de Londres. Quizás existían ecos de ese relato en otras latitudes, pero tendrían que darse coincidencias inesperadas como las que creamos mi prima y yo para que el relato convergiera en las entrañas de Morelia, la ciudad que me habita. Alex el desmemoriado, el que quiere olvidar las palabras y las cosas, ensanchó el relato de Zhana y su padre y de paso metamorfoseó la historia. Ahora creo que así sucede siempre, que todo se modifica a cada instante, que siempre que uno quiere escribir sobre sí mismo, acaba escribiendo sobre otro. No se puede evitar. Al hablar de sí mismo, uno siempre acaba hablando de otro…


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La magia y misterio de Gabo ESTUDIO :: Las leyendas de Cien años de soledad, entre ellas el misterio de por qué García Márquez nunca regresó a Buenos Aires. POR JUAN CARLOS PÉREZ SALAZAR @JCPerezSalazarHayFestivalCartagena@BBCMundo

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odos los amantes de la obra de Gabriel García Márquez deben conocer la anécdota: En septiembre de 1966, después de trabajar dieciocho meses como un galeote en Cien años de soledad, Gabriel García Márquez fue a la oficina de correos más cercana de su casa en Ciudad de México para a enviar a Buenos Aires el voluminoso manuscrito de casi 500 páginas. Una vez allí, él y su esposa Mercedes descubrieron que sólo tenían dinero suficiente para enviar la mitad. Recontaron los billetes y las monedas, volvieron a pesar las hojas. Pagaron. Y sólo se fue la mitad. Regresaron a su casa, empeñaron los únicos electrodomésticos que les quedaban -el secador, el calentador y la batidora- y volvieron para enviar el resto. Al salir de nuevo –según recordaría múltiples veces Gabo– Mercedes descargaría en una frase todo el peso que llevaba 18 meses acumulándose en su corazón: –Lo único que falta ahora es que la novela sea mala.

Mito y realidad Como muchas otras escenas en su vida, es posible que Gabriel García Márquez haya fabulado la realidad para hacerla más atractiva –”la vida no es como uno la vivió, sino como uno la recuerda y cómo la recuerda para contarla”, dijo famosamente en el epígrafe de sus memorias. Y no sería la única vez que sucedió con Cien años de soledad. De hecho, García Márquez se cuidó de que el origen mismo de la novela se hundiera en la bruma del mito. En el artículo “La novela detrás de la novela”, publicado en la desaparecida revista colombiana Cambio en 2002, relató así el origen de la obra: “De pronto, a principios de 1965, iba con Mercedes y mis dos hijos para un fin de semana en Acapulco, cuando me sentí fulminado por un cataclismo del alma tan intenso y desgarrador que apenas si logré eludir una vaca que se atravesó en la carretera. Rodrigo dio un grito de felicidad: –Yo también cuando sea grande voy a matar vacas en la carretera. No tuve un minuto de sosiego en la playa. El martes, cuando regresamos a México, me senté a la máquina para escribir una frase inicial que no podía soportar dentro de mí: ’Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo’. Desde entonces no me interrumpí un sólo día, en una especie de sueño demoledor, hasta la línea final en que a Macondo se lo lleva el carajo”. Exactamente veinte años antes, en El olor de la guayaba, libro de conversaciones con su amigo Plinio Apuleyo Mendoza publicado en 1982, Gabo había dado una versión aún más fabulosa de lo ocurrido. “(...) Un día, yendo para Acapulco con Mercedes y los niños, tuve la revelación: debía contar la historia como mi abuela me contaba las suyas, partiendo de aquella tarde en

MIQUELPELLICER

Gabriel García Márquez.

que el niño es llevado por su padre para conocer el hielo. –Una historia lineal. –Una historia lineal donde con toda inocencia lo extraordinario entrara en lo cotidiano –¿Es cierto que diste media vuelta en la carretera y te pusiste a escribirla? Es cierto, nunca llegué a Acapulco”.

En su biografía de Gabo (Gabriel García Márquez, una vida) el británico Gerald Martin le da, por supuesto, más credibilidad a la versión de que la familia siguió su viaje a Acapulco, donde el escritor tomo extensas notas sobre el tema. Sin embargo añade: “Sea cual sea la verdad, desde luego ocurrió algo misterioso, por no decir mágico”. Y es que, cincuenta años después –la novela fue publicada en mayo de 1967– la historia

de cómo se escribió y publicó Cien años de soledad parece rodeada de un halo mágico. Desde el nombre del cuarto en el que la escribió (la “cueva de la mafia” en el número 19 de la calle de La Loma en el barrio San Ángel de Ciudad de México), hasta la portada que tuvieron que improvisar para la primera edición –con un galeón azul contra un bosque espectral y unos lirios amarillos– porque la diseñada por Vicente Rojo (con la famosa E al revés en el título) no alcanzó a llegar a tiempo. Se utilizó para la segunda edición. Desde la versión (al parecer falsa) de que el gran editor español Carlos Barral rechazó el manuscrito de la novela, hasta la historia (cierta y confirmada a mí por el propio Vicente Rojo) del librero ecuatoriano que se dedicó a corregir la E al revés en cada uno de los ejemplares que vendió, pues creyó que se trataba de un error tipográfico. O cómo Mercedes Barcha se encargó de resolver todos los problemas económicos del día a día

La máquina de escribir de la gran obra.

Las dos más conocidas portadas del libro.

La famosa portada


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durante los dieciocho meses que le tomó a Gabo escribir la obra. Y unida indisolublemente a esa leyenda está la ciudad de Buenos Aires, donde la editorial Sudamericana publicó por primera vez la novela. En su libro Tras las claves de Melquíades, Eligio García Márquez (hermano menor del escritor), dice que sólo en la primera semana de publicada se vendieron 1.800 ejemplares de la novela. La cifra se triplicaría a la semana siguiente. Los 8.000 ejemplares de esa primera edición (una cifra enorme para le época) se agotaron en tres semanas. Después de Buenos Aires nada volvió a ser lo mismo para Gabriel García Márquez. El escritor argentino Tomás Eloy Martínez era entonces el jefe de redacción de la revista Primera Plana. Paco Porrúa, editor de Sudamericana, le había mostrado el manuscrito del libro y quedó tan fascinado que decidió enviar a un periodista a México para escribir un reportaje especial sobre el escritor. Los García Márquez llegaron a Buenos Aires en la madrugada (del 20 de junio de 1967, según las biografías de Gerard Martin y Dasso Saldívar; el 19 de agosto según el artículo “Los cien años de García Márquez” de Tomás Eloy Martínez). En el aeropuerto de Ezeiza los estaban esperando Porrúa y Eloy Martínez. En el mencionado artículo, Tomás Eloy Martínez dice que vio el momento exacto en que la fama cayó sobre García Márquez “como un rayo”. Así lo describió: “Aquella misma noche fuimos al teatro del Instituto di Tella. Estrenaban, recuerdo, Los siameses de Griselda Gambaro. Mercedes y él se adelantaron a la platea, desconcertados por tantas pieles tempranas y plumas resplandecientes. La sala estaba en penumbras, pero a ellos, no sé por qué, un reflector les seguía los pasos. Iban a sentarse cuando alguien, un desconocido, gritó «¡Bravo! », y prorrumpió en aplausos. Una mujer le hizo coro: «Por su novela», le dijo. La sala entera se puso de pie. En ese preciso momento vi que la fama bajaba del cielo, envuelta en un deslumbrado aleteo de sábanas, como Remedios la bella, y dejaba caer sobre García Márquez uno de esos tiempos de luz inmunes a los estragos de los años”. La vida de Gabo nunca volvió a ser igual. Y jamás quiso regresar a Buenos Aires. Eso también forma parte de la leyenda que rodea la publicación de Cien años de soledad. No se conoce una explicación del propio García Márquez, pero según el diario argentino Página 12, Jaime Abello Banfi, amigo cercano y director de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, trató de dar una respuesta en la Feria del Libro del 2015 en esa ciudad. “Cuando terminó La hojarasca le envió el manuscrito a Guillermo de Torre, de Losada, quien le recomendó «que no debía dedicarse a la literatura». (La obra, la primera novela de Gabo fue finalmente publicada en una pequeña editorial colombiana). “El director de la FNPI opinó que luego de esa experiencia, Gabo podría haber dicho: «Hay que tener cuidado con Buenos Aires, quizá te haga sufrir». Como sea, la capital argentina está indisolublemente unida a la leyenda de Cien años de soledad”. Este artículo es parte de la versión digital del Hay Festival Cartagena, un encuentro de escritores y pensadores que se realiza en esa ciudad colombiana entre el 26 y 29 de enero de 2017 ©

http://www.bbc.com

CREACIÓN

Cinco haikus de agua Gregorio Moctezuma 1 Resbalar por ti, como gota de agua, monte de Venus…

2 Amanezco en ti húmedo gozo, feliz: rocío en la flor…

3 Incontenible me derramo, estallo: ola en tu playa…

4 Voy por tu cauce angosto, generoso: río abajo…

5 Gota a gota iluminas mi fronda: agua seminal…


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RASHIDE FRIAS

«¿Es así?» CARTAS APÓCRIFAS :: POR ESTEBAN MARTÍNEZ

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or más que esa minoría de ustedes, lamentables humanos, la que diseñó, construyó y está en el puente de mando y decisiones de servidora se deshaga en elogios y me atribuyan virtudes y excelsas cualidades, hay muchos más de ustedes en los cuatro rincones del planeta que discuten y hasta se manifiestan multitudinariamente por los resultados de servidor… resultados de los que no es responsable… pues de los humanos depende y, por lo tanto, lo que he sido, soy o seré, es consecuencia de las humanas necesidades, deseos y pretensiones, así como igualmente de sus ambiciones, apatías y también de sus ignorancias y miedos, padres de sus conformismos, subordinaciones e incluso sumisiones, sentimientos todos que hacen que servidora se sienta como Titanic, en peligro de irse a pique. En esta inquietud de naufragio entran en no poca medida los elogios y presuntas virtudes y excelencias atribuidas a servidora por sus creadores y vertebradores y a que, así como en el Titanic no hubo suficientes botes salvavidas para todos los pasajeros, esas presuntas virtudes y excelencias tan elogiadas por mis creadores y entusiastas seguidores, a la fecha no alcanzan a tantos y tantos de los de su especie; muestra de ello son las críticas y reclamos de individuos aislados o de grupo y las manifestaciones masivas que se han dado y siguen dándose en tantos y diversos lugares del planeta en contra de servidora… que para nada es responsable de esos hechos, repito, pues servidora únicamente puede ser lo que ustedes, los humanos, quieran que será, ya que ultimadamente siempre ha sido, es o será un hecho de sus voluntades… de sus muchas veces contradictorias voluntades. Culpables de este posible naufragio, con-

sidera servida que son, como algunos de ustedes han señalado, los humanos más humanos según el dicho de Aristóteles, de que los hombres son animales políticos, o sea, los que se dedican a la política, al arte de gobernar a los pueblos y emitir las leyes necesarias para mantener la seguridad y la tranquilidad públicas, conservando el orden y las buenas costumbres. Aclaración: culpables son, según mi leal saber y entender, no los políticos honestos, ¿los hay?, sino los politicastros, los que hacen politiquería, esto es, política de baja estofa, en la que se emplean intrigas, rumores y hasta calumnias así como maniobras llevadas a cabo en lo oscurito e incluso cínicamente al descubierto para alcanzar objetivos de prebendas y privilegios personales o de grupos a los que se pertenece o bien son afines a los que se quiere o es necesario favorecer por compromisos previamente contraídos o establecidos. Estimado lector de la presente, si es ciudadano de un país en el que pueda averiguar que ninguno de sus políticos es corrupto, que sale igual o menos rico de los puestos públicos que haya ocupado, si así es felicítese, pues vive en el mejor de los países posibles. Lo cierto de lo que descubrió Edmund Burke, político, orador y escritor inglés, que “de la misma manera que la riqueza es poder, todo poder atrae infaliblemente hacia sí la riqueza por uno u otro medio”, explica, muestra y demuestra que los capitalistas, sean industriales, financieros, terratenientes o de los medios de comunicación, en especial de los electrónicos, tienen también su parte no pequeña en el posible naufragio de servidora cuando forman los llamados grupos de presión para cabildear con mañosa actividad, con intrigas llegado el caso, y así captarse la voluntad de políticos para con-

seguir favores y privilegios para determinados individuos, instituciones o empresas. Finalmente les comunico que también los que entre ustedes, por ignorancia, apatía o miedo, se desentienden de la política, hacen mal, pues con ello no sólo contribuyen al posible naufragio de servidora, sino que al renunciar interesarse por la política, a ejercer su legítimo derecho a hacerlo, no por ello la política va a dejar de ocuparse de los mismos por unos u otros medios, y corren el peligro, lo sepan o no y les guste o les disguste, de disminuir su humanidad y quedarse en la pura animalidad (perdón, pero en este momento no recuerdo quién lo dijo), lo que propiciará y facilitará que no falten políticos que los traten como a menores de edad, incapaces de pensar, de saber qué es lo que más les conviene; lo que, insisto, incitará a políticos y otros grupos de poder que tienen en sus manos las decisiones que a todos afectan, a que los traten no como a ciudadanos, sino como a súbditos de los denominados Déspotas Ilustrados, que tenían como lema “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”… lema con el que estaban convencidos de que hacían un gran favor a sus súbditos y así, sin sentimiento de culpa alguno, impusieron lo que era más del gusto… o más conveniente para el déspota y su camarilla (o sea, el conjunto de personas que influyen en asuntos de gobierno)… aunque con ello fregasen más a sus súbditos. Así es, según servidora, por ese camino veo que van los hechos; ustedes, estimados lectores de la presente, ¿cómo los ven? Con el deseo de que les sea próspero el año que se inicia. LA GLOBALIDAD (En la que se mueven y los mueve)


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