[ Letras ] DE CAMBIO
SUPLEMENTO DE CULTURA DE CAMBIO DE MICHOACÁN | NUEVA ÉPOCA | COORDINADOR: VÍCTOR RODRÍGUEZ MÉNDEZ | 14 DE ENERO DE 2017 |
Tesis sobre el cuento Los dos hilos: Análisis de las dos historias POR RICARDO PIGLIA | PAG. 2
Hotel Almagro CUENTO POR RICARDO PIGLIA | PAG. 4
De cómo me hice músico y la muerte temprana CUENTO POR JORGE BUSTAMANTE GARCÍA | PAG. 7
El discurso de Bauman SOCIOLOGÍA POR ZYGMUNT BAUMAN | PAG. 5
El arte del análisis en ajedrez AJEDREZ POR MANUEL MICHELONE | PAG. 6
En la memoria A LA SAZÓN POR NETZAHUALCÓYOTL ÁVALOS ROSAS | PAG. 8
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Tesis sobre el cuento Los dos hilos: Análisis de las dos historias POR RICARDO PIGLIA I
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n uno de sus cuadernos de notas, Chejov registró esta anécdota: "Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida". La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito. Contra lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse), la intriga se plantea como una paradoja. La anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la historia del suicidio. Esa escisión es clave para definir el carácter doble de la forma del cuento. Primera tesis: un cuento siempre cuenta dos historias.
II El cuento clásico (Poe, Quiroga) narra en primer plano la historia 1 (el relato del juego) y construye en secreto la historia 2 (el relato del suicidio). El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1. Un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario. El efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la superficie.
III Cada una de las dos historias se cuenta de un modo distinto. Trabajar con dos historias quiere decir trabajar con dos sistemas diferentes de causalidad. Los mismos acontecimientos entran simultáneamente en dos lógicas narrativas antagónicas. Los elementos esenciales del cuento tienen doble función y son usados de manera distinta en cada una de las dos historias. Los puntos de cruce son el fundamento de la construcción.
IV En "La muerte y la brújula", al comienzo del relato, un tendero se decide a publicar un libro. Ese libro está ahí porque es imprescindible en el armado de la historia secreta. ¿Cómo hacer para que un gángster como Red Scharlach esté al tanto de las complejas tradiciones judías y sea capaz de tenderle a Lönnrott una trampa mística y filosófica? El autor, Borges, le consigue ese libro para que se instruya. Al mismo tiempo utiliza la historia 1 para disimular esa función: el libro parece estar ahí por contigüidad con el asesinato de Yarmolinsky y responde a una casualidad irónica. "Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro publicó una edición popular de la Historia de la secta de Hasidim." Lo que es superfluo en una historia, es básico en la otra. El libro del tende-
El efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la superficie. El escritor Ricardo Piglia.
ro es un ejemplo (como el volumen de Las mil y una noches en "El Sur", como la cicatriz en "La forma de la espada") de la materia ambigua que hace funcionar la microscópica máquina narrativa de un cuento.
V El cuento es un relato que encierra un relato secreto. No se trata de un sentido oculto que dependa de la interpretación: el enigma no es otra cosa que una historia que se cuen-
ta de un modo enigmático. La estrategia del relato está puesta al servicio de esa narración cifrada. ¿Cómo contar una historia mientras se está contando otra? Esa pregunta sintetiza los problemas técnicos del cuento. Segunda tesis: la historia secreta es la clave de la forma del cuento.
VI La versión moderna del cuento que viene de Chéjov, Katherine Mansfield, Sherwood
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Anderson, el Joyce de Dublineses, abandona el final sorpresivo y la estructura cerrada; trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca. La historia secreta se cuenta de un modo cada vez más elusivo. El cuento clásico a lo Poe contaba una historia anunciando que había otra; el cuento moderno cuenta dos historias como si fueran una sola. La teoría del iceberg de Hemingway es la primera síntesis de ese proceso de transformación: lo más importante nunca se cuenta. La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión.
VII "El gran río de los dos corazones", uno de los relatos fundamentales de Hemingway, cifra hasta tal punto la historia 2 (los efectos de la guerra en Nick Adams), que el cuento parece la descripción trivial de una excursión de pesca. Hemingway pone toda su pericia en la narración hermética de la historia secreta. Usa con tal maestría el arte de la elipsis que logra que se note la ausencia de otro relato. ¿Qué hubiera hecho Hemingway con la anécdota de Chejov? Narrar con detalles precisos la partida y el ambiente donde se desarrolla el juego, y la técnica que usa el jugador para apostar, y el tipo de bebida que toma. No decir nunca que ese hombre se va a suicidar, pero escribir el cuento como si el lector ya lo supiera.
VIII Kafka cuenta con claridad y sencillez la historia secreta y narra sigilosamente la
historia visible hasta convertirla en algo enigmático y oscuro. Esa inversión funda lo "kafkiano". La historia del suicidio en la anécdota de Chejov sería narrada por Kafka en primer plano y con toda naturalidad. Lo terrible estaría centrado en la partida, narrada de un modo elíptico y amenazador.
IX Para Borges, la historia 1 es un género y la historia 2 es siempre la misma. Para atenuar o disimular la monotonía de esta historia secreta, Borges recurre a las variantes narrativas que le ofrecen los géneros. Todos los cuentos de Borges están construidos con ese procedimiento. La historia visible, el cuento, en la anécdota de Chejov, sería contada por Borges según los estereotipos (levemente parodiados) de una tradición o de un género. Una partida de taba entre gauchos perseguidos (digamos) en los fondos de un almacén, en la llanura entrerriana, contada por un viejo soldado de la caballería de
Urquiza, amigo de Hilario Ascasubi. El relato del suicidio sería una historia construida con la duplicidad y la condensación de la vida de un hombre en una escena o acto único que define su destino.
X La variante fundamental que introdujo Borges en la historia del cuento consistió en hacer de la construcción cifrada de la historia 2 el tema del relato. Borges narra las maniobras de alguien que construye perversamente una trama secreta con los materiales de una historia visible. En "La muerte y la brújula", la historia 2 es una construcción deliberada de Scharlach. Lo mismo ocurre con Azevedo Bandeira en "El muerto", con Nolam en "Tema del traidor y del héroe". Borges (como Poe, como Kafka) sabía transformar en anécdota los problemas de la forma de narrar.
XI El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto. Reproduce la búsqueda siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. "La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato", decía Rimbaud. Esa iluminación profana se ha convertido en la forma del cuento. Tomado
de
http://narrativabreve.com
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CREACIÓN
Hotel Almagro Ricardo Piglia
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uando me vine a vivir a Buenos Aires alquilé una pieza en el Hotel Almagro, en Rivadavia y Castro Barros. Estaba terminando de escribir los relatos de mi primer libro y Jorge Álvarez me ofreció un contrato para publicarlo y me dio trabajo en la editorial. Le preparé una antología de la prosa norteamericana que iba de Poe a Purdy y con lo que me pagó y con lo que yo ganaba en la Universidad me alcanzó para instalarme y vivir en Buenos Aires. En ese tiempo trabajaba en la cátedra de Introducción a la Historia en la Facultad de Humanidades y viajaba todas las semanas a La Plata. Había alquilado una pieza en una pensión cerca de la terminal de ómnibus y me quedaba tres días por semana en La Plata dictando clases. Tenía la vida dividida, vivía dos vidas en dos ciudades como si fueran dos personas diferentes, con otros amigos y otras circulaciones en cada lugar. Lo que era igual, sin embargo, era la vida en la pieza de hotel. Los pasillos vacíos, los cuartos transitorios, el clima anónimo de esos lugares donde se está siempre de paso. Vivir en un hotel es el mejor modo de no caer en la ilusión de "tener" una vida personal, de no tener quiero decir nada personal para contar, salvo los rastros que dejan los otros. La pensión en La Plata era una casona interminable convertida en una especie de hotel berreta manejado por un estudiante crónico que vivía de subalquilar cuartos. La dueña de la casa estaba internada y el tipo le giraba todos los meses un poco de plata a una casilla de correo en el hospicio de Las Mercedes. La pieza que yo alquilaba era cómoda, con un balcón que se abría sobre la calle y un techo altísimo. También la pieza del Hotel Almagro tenía un techo altísimo y un ventanal que daba sobre los fondos de la Federación de Box. Las dos piezas tenían un ropero muy parecido, con dos
Clásicos La versión moderna del cuento que viene de Chejov, Katherine Mansfield, Sherwood Anderson, el Joyce de Dublineses, abandona el final sorpresivo y la estructura cerrada; trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca. La historia secreta se cuenta de un modo cada vez más elusivo. El cuento clásico a lo Poe contaba una historia anunciando que había otra; el cuento moderno cuenta dos historias como si fueran una sola. La teoría del iceberg de Hemingway es la primera síntesis de ese proceso de transformación: lo más importante nunca se cuenta. La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión. Ricardo Piglia
puertas y estantes forrados con papel de diario. Una tarde, en La Plata, encontré en un rincón del ropero las cartas de una mujer. Siempre se encuentran rastros de los que han estado antes cuando se vive en una pieza de hotel. Las cartas estaban disimuladas en un hueco como si alguien hubiera escondido un paquete con drogas. Estaban escritas con letra nerviosa y no se entendía casi nada; como siempre sucede cuando se lee la carta de un desconocido, las alusiones y sobreentendidos son tantos que se descifran las palabras pero no el sentido o la emoción de lo que está pasando. La mujer se llamaba Angelita y no estaba dispuesta a que la llevaran a vivir a Trenque-Lauquen. Se
había escapado de la casa y parecía desesperada y me dio la sensación de que se estaba despidiendo. En la última página, con otra letra, alguien había escrito un número de teléfono. Cuando llamé me atendieron en la guardia del hospital de City Bell. Nadie conocía a ninguna Angelita. Por supuesto me olvidé del asunto pero un tiempo después, en Buenos Aires, tendido en la cama de la pieza del hotel se me ocurrió levantarme a inspeccionar el ropero. Sobre un costado, en un hueco, había dos cartas: eran la respuesta de un hombre a las cartas de la mujer de La Plata. Explicaciones no tengo. La única explicación posible es pensar que yo estaba metido en un mundo escindido y que había otros dos que también estaban metidos en un mundo escindido y pasaban de un lado a otro igual que yo y, por esas extrañas combinaciones que produce el azar, las cartas habían coincidido conmigo. No es raro encontrarse con un desconocido dos veces en dos ciudades, parece más raro encontrar en dos lugares distintos, dos cartas de dos personas que están conectadas y que uno no conoce. La casa de la pensión en La Plata todavía está, y todavía sigue ahí el estudiante crónico, que ahora es un viejo tranquilo que sigue subalquilando las piezas a estudiantes y a viajantes de comercio, que pasan por La Plata siguiendo la ruta del sur de la provincia de Buenos Aires. También el Hotel Almagro sigue igual y cuando voy por Rivadavia hacia la Facultad de Filosofía y Letras de la calle Puan paso siempre por la puerta y me acuerdo de aquel tiempo. Enfrente está la confitería Las Violetas. Por supuesto hay que tener un bar tranquilo y bien iluminado cerca si uno vive en una pieza de hotel. Formas breves, Buenos Aires, Temas de grupo Editorial, 1999, págs. 11-17.
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El discurso de Bauman SOCIOLOGÍA :: El sociólogo, filósofo y ensayista polaco de origen judío, Zygmunt Bauman, fallecido el 9 de enero, también fue galardonado con el premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades en 2010. Éste fue el discurso durante la gala. POR ZYGMUNT BAUMAN
A
lteza Real, Sr. Presidente de la Fundación Príncipe de Asturias, damas y caballeros: Hay muchas razones para estar inmensamente agradecido por la distinción que me han concedido, pero tal vez la más importante de ellas es que hayan considerado mi obra dentro de las humanidades y como una aportación relevante para la comunicación humana. Toda mi vida he intentado hacer sociología del modo en que mis dos profesores de Varsovia, Stanisaw Ossowski y Julian Hochfeld, me enseñaron hace ya sesenta años. Y lo que me enseñaron fue a tratar la sociología como una disciplina de las humanidades, cuyo único, noble y magnífico propósito es el de posibilitar y facilitar el conocimiento humano y el diálogo constante entre humanos. Y esto me lleva a otra de las razones cruciales de mi alegría y mi gratitud: el reconocimiento que han otorgado a mi trabajo proviene de España, la tierra de Miguel de Cervantes Saavedra, autor de la novela más grande jamás escrita, pero también, a través de esa novela, padre fundador de las humanidades. Cervantes fue el primero en conseguir lo que todos los que trabajamos en las humanidades intentamos con desigual acierto y dentro de nuestras limitadas posibilida-
El sociólogo, filósofo y ensayista Zygmunt Bauman.
des. Tal como lo expresó otro novelista, Milan Kundera, Cervantes envió a Don Quijote a hacer pedazos los velos hechos con remiendos de mitos, máscaras, estereotipos, prejuicios e interpretaciones previas; velos que ocultan el mundo que habitamos y que intentamos comprender. Pero estamos destinados a luchar en vano mientras el velo no se alce o se desgarre. Don Quijote no fue conquistador, fue conquistado. Pero en su derrota, tal como nos enseñó Cervantes, demostró que «la única cosa que nos queda frente a esa ineludible derrota que se llama vida es intentar comprenderla». Eso fue el gran descubrimiento sin parangón de Miguel de Cervantes; una vez hecho, jamás se puede olvidar. Todos los que trabajamos en las humanidades seguimos el camino abierto por ese descubrimiento. Estamos aquí gracias a Cervantes. Hacer pedazos el velo, comprender la vida... ¿Qué significa esto? Nosotros, humanos, preferiríamos habitar un mundo ordenado, limpio y transparente donde el bien y el mal, la belleza y la fealdad, la verdad y la mentira estén nítidamente separados entre sí y donde jamás se entremezclen, para poder estar seguros de cómo son las cosas, hacia dónde ir y cómo proceder. Soñamos con un mundo donde las valoraciones puedan
hacerse y las decisiones puedan tomarse sin la ardua tarea de intentar comprender. De este sueño nuestro nacen las ideologías, esos densos velos que hacen que miremos sin llegar a ver. Es a esta inclinación incapacitadora nuestra a la que Étienne de la Boétie denominó «servidumbre voluntaria». Y fue el camino de salida que nos aleja de esa servidumbre el que Cervantes abrió para que pudiésemos seguirlo, presentando el mundo en toda su desnuda, incómoda, pero liberadora realidad: la realidad de una multitud de significados y una irremediable escasez de verdades absolutas. Es en dicho mundo, en un mundo donde la única certeza es la certeza de la incertidumbre, en el que estamos destinados a intentar, una y otra vez y siempre de forma inconclusa, comprendernos a nosotros mismos y comprender a los demás, destinados a comunicar y de ese modo, a vivir el uno con y para el otro. Esa es la tarea en la cual las humanidades intentan ayudar a nuestros conciudadanos; al menos, es lo que deberían estar intentando, si desean permanecer fieles al legado de Miguel de Cervantes Saavedra. Y por eso estoy tan inmensamente agradecido, Alteza y Sr. Presidente, por distinguir mi trabajo como una contribución a las humanidades y a la comunicación humana.
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El arte del análisis en ajedrez AJEDREZ :: POR MANUEL MICHELONE
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ark Dvoretsky es quizás el más renombrado entrenador en el mundo. Sus ideas sobre cómo progresar deben tener éxito, pues sus pupilos han logrado la excelencia. Uno de ellos, el GM Yusupov, fue candidato a campeón mundial, producto sin duda del gran talento que se carga el hombre pero también debido a los métodos empleados para estudiar y analizar el ajedrez. Los libros de Dvoretsky son estupendos, aunque muchas veces el autor parece un poco pedante. Por ejemplo, indica que pudo haber llegado a GM pero que le dio por esto de entrenar y que, por esa razón, nunca buscó el título máximo del ajedrez (antes que el de campeón mundial). Suena un poco petulante, aunque concedo que Dvoretsky podría haber llegado sin grandes problemas al título de GM. Como sea, a veces resulta un poco pesado leerlo, porque aunque da muchos consejos prácticos y pone posiciones de análisis muy interesantes, sale a colación algo en donde indica lo bueno que era él como jugador, etc. Como sea, no hay que desatender a Dvoretsky aunque se pase de “sangrón”. Cada uno es como es y ni modo. Saquemos, sin embargo, lo mejor de él, que es mucho y más en cuanto se habla de ajedrez. El entrenador, aparte de los libros que ha publicado, tiene una columna mensual en ChessCafe.com, la cual es estupenda. En ocasiones parecen fragmentos de algunos de sus libros, aunque a veces parecen ser artículos publicados específicamente para la página mencionada. En los últimos dos meses, Dvoretsky publicó dos extraordinarios artículos sobre el cómo analizar. Haré un resumen de lo más importante de acuerdo con el gran entrenador: Entrenándonos a nosotros mismos el calcular posiciones es de la mayor utilidad: permite el desarrollo de muchos hábitos vitales para todos los jugadores. Me gustaría enumerar algunos: · La habilidad de mantener la concentración y disciplina pensando por un largo periodo de tiempo. · La obtención de muchos recursos para usarlos en la partida viva (resourcefulness) · Técnica de cálculo, primero y entre lo más importante, la determinación a tiempo de las posibles jugadas candidatas, tanto para uno como para el oponente, en diferentes etapas, seguidas de chequeo sistemático. · La habilidad de imaginar con claridad la posición a la que hemos llegado y así evaluar con precisión cada una de las posiciones analizadas en la cabeza. Ahora lo que hace falta es ponerlo en práctica. La sugerencia es ver partidas muy complejas y detenerse cuando los comentaristas llenan de análisis lo que supuestamente asumen pasa en el juego. La idea es pensar por sí mismos. Como dicen los deportistas: “no pain, no gain”. No duele, no sirve. Hay que salir de esa zona de confort y si lo hace, créame, llegará a jugar un mejor ajedrez.
El enfoque equivocado para estudiar ajedrez Hoy en día en el mundo se deben publicar más libros de ajedrez que de todos los demás
pasatiempos de mesa que existan. La razón de esto parece ser simple: el ajedrez ha demostrado ser un problema duro de roer y hoy por hoy no está claro si alguna vez se resolverá. Hoy las computadoras, incluso las caseras, tienen suficiente poder de cómputo para batir al 99.99% de los jugadores en todo el mundo pero aun así, el juego no está resuelto, como por ejemplo, en el caso de las damas inglesas. Una pregunta que surge naturalmente en el aficionado es ¿qué estudiar? Con tanta información, libros, discos compactos, bases de partidas, etcétera, no parece haber una guía sencilla sobre qué es lo que debe hacer alguien que quiera a llegar a jugar bien. De hecho, la experiencia de muchos ajedrecistas es que estudian y no parecen progresar. Algo -piensan- deben estar haciendo mal y sí, la realidad es que el enfoque del ajedrez está siendo mal orientado. Da la impresión que el problema está en cómo enfocamos el estudio. De hecho, el ajedrez queremos encasillarlo en temas como apertura, medio, juegos, finales, etcétera, de manera que pensamos que si estudiamos alguno de esos tópicos, nos volveremos expertos y punto, pero no es así. La dificultad -me parece- tiene que ver con pensar en que el ajedrez puede estudiarse como una carrera universitaria, dividiendo en asignaturas el tiempo de estudio y entonces “hacer exámenes” (que sería ir a los torneos y jugar partidas para observar nuestros avances). La realidad es que el ajedrez parece ser más un oficio, en donde se empieza a progresar
en la medida que uno juega partidas. Al igual que la carpintería o quizás la natación, solamente se puede mejorar practicando y sí, en el ajedrez hay que entender una serie de cuestiones pero muchas de ellas pueden zanjarse jugando en torneos. De hecho, esto explicaría por qué algunos jugadores que estudian poco relativamente, mantienen cierto nivel de juego, mientras otros, que estudian mucho, no parecen progresar mayormente. Desde luego que evidentemente se requiere disciplina y no es mala idea por ejemplo, dividir el estudio de los finales en los de torre, piezas menores, damas y peones. Cada tipo de finales parece tener sus propias reglas y no todas son aplicables genéricamente. Pero aun así, más importante que hacer esta distinción entre los tipos de finales a estudiar, lo que importa es la disciplina con la que se estudia. Si trabajamos frente al tablero un par de horas por día, será mucho mejor que si estudiamos diez horas el fin de semana. El cerebro aprende poco a poco y llega misteriosamente- a conclusiones. Por ello, mi recomendación es simple: vea ajedrez, estudie ajedrez, partidas de otros jugadores, finales, aperturas, posiciones del medio juego, táctica, etcétera, pero hágalo con constancia y par de horas por día (si le alcanza el tiempo para ello). Eso le dará beneficios pero ojo, no de la noche a la mañana, sino quizás en 4 o 6 meses de trabajo intenso. Una vez a Kasparov le preguntaron cómo se podía progresar en ajedrez si se tenía poco tiempo para estudiar. La respuesta del gran campeón fue ésta: “¿Cómo espera progresar si no dedica tiempo al estudio de forma cotidiana?”.
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CREACIÓN
De cómo me hice músico y la muerte temprana Jorge Bustamante García
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uando cumplí doce años mi padre empezó a invitar a un extraño personaje que cenaba con nosotros una o dos veces a la semana. Era un viejo de aspecto desamparado, enfundado en un eterno sobretodo azul oscuro, raído y deshilachado, y un sombrerito de paño gris que nunca se quitaba, ni para comer. Todos lo llamaban Paico, nunca entendí por qué le daban ese mote que aduce a una hierba estomacal que se toma como infusión después de las comidas, muy popular en los países andinos. Al principio creí que mi papá lo invitaba por cierta conmiseración, lo que tal vez fuera cierto, pero cuando lo vi llegar un día con un tiple y lo escuchamos tocar tan maravillosamente, me pareció entender que lo que mi padre quería era que sus hijos aprendieran a tocar. Y así fue, en efecto. Si todos mis hermanos y yo aprendimos a acompañar con tiple y tocar guitarra, fue gracias a ese viejo un tanto desvalido que venía a cenar a casa. Era una especie de ritual. Llegaba, colocaba el instrumento a un lado, contra la pared, y comenzaba a comer sin preocupación ni urgencia. Todos hablábamos en la mesa, pero él comía en silencio sin inmutarse. Cuando terminaba, mi papá siempre le pedía que de sobremesa tocara algo. Era entonces cuando Paico parecía transformarse. Tomaba el tiple, se desabrochaba el abrigo, afinaba las doce cuerdas congregadas en cuatro grupos de tres cuerdas y comenzaba a rasgar los primeros acordes. El tiple es mágico, suena como un arpa despreocupada o como un clavecín barroco extraviado en los parajes andinos. Y empezaba el concierto de sobremesa, pasillos y bambucos iban por igual de la mano y la voz de Paico, con una nitidez de interpretación que nos parecía impecable. El viejo nos seducía, desde su aparente abandono, con canciones como “Las acacias”, “Señora María Rosa” y “Me volví viejo” (Me volví viejo de tanto esperarte/ me volví viejo esperando tu amor/ me volví viejo y no pude olvidarte/ qué culpa tiene de esto el corazón… Me volví viejo como aquellos libros/ que se envejecieron sin hallar lector/ paso a paso voy por mi camino/ musitando alto mi triste canción). Poco a poco nos fue enseñando las posiciones en el tiple y cuando vio que ya podíamos acompañar una canción, entonces se apareció con un requinto, instrumento que tocaba con gran soltura y perfección. Paico punteaba con el requinto la línea melódica de un torbellino o un pasillo y alguno de nosotros lo acompañábamos en el tiple. Con el tiempo las sobremesas derivaban en pequeños conciertos que todos disfrutábamos, desde los abuelos hasta los chicos. Unos años después, con dos compañeros de tercero de secundaria, Néstor Jairo y Héctor, conformamos un trío de guitarra, tiple y requinto. Ensayábamos duro en casa de Néstor Jairo, al menos dos veces por semana, y al rato ya amenizábamos reuniones y dábamos serenatas que nos pagaban, a veces, generosamente. Estuvimos juntos unos tres años, hasta que terminamos el bachillerato en el Liceo Nacional. A Héctor se le veía el talento por muchos ángulos. Era un estudiante destacado, actuaba en obras de teatro, recitaba poemas de memoria, tocaba bien la guitarra, era la voz cantante del trío y dirigía la banda de guerra del liceo.
Ser la batuta de la banda de guerra no era nada sencillo. Se tenía que poseer ciertas destrezas, habilidad para lanzar el bastón con originalidad y precisión, lograr piruetas en el aire que denotaran, al mismo tiempo, gracia y decisión. Pero lo más importante era estar dotado para el ritmo, tener buen oído para coordinar al milímetro sonido y movimiento. No era fácil dirigir una banda de más de cuarenta integrantes, los bombos, los platillos, los tambores, las cornetas y largas trompetas. Yo era tambor, y siempre percibí que todo salía bien porque Héctor era un convincente director de orquesta. Nos daba confianza, sobre todo en los desfiles por calles de la ciudad cuando se conmemoraban las fiestas patrias. Nuestro uniforme era impactante: guerrera azul marino, charreteras con las bandas amarillo, azul y rojo, pantalón blanco, zapatos negros y un casco dorado con penacho blanco que parecía moverse sincronizado con las diferentes marchas que entonábamos. Había ocasiones en que en la plaza principal coincidían varias bandas de guerra a la vez, pero siempre el duelo era entre la nuestra, la de la Normal Superior y la de la Escuela Industrial. Todos los espectadores lo sabían y permanecían a la expectativa para descubrir qué invención o novedad presentaba cada banda. Era un verdadero desafío, ante una plaza llena, del que no siempre salíamos bien librados, pero aun así Héctor siempre lograba que nos sintiéramos satisfechos con nuestra ejecución.
Un día me sorprendió que llegara Néstor Jairo a buscarme a casa antes del amanecer. Tiró piedras contra mi ventana del segundo piso (...)
Al terminar el bachillerato nuestro Trío había logrado cierta reputación entre los amigos y conocidos que querían llevar serenatas. Así estuvimos un tiempo más, pero cada uno empezó a gestionar su pase a distintas universidades de la capital y poco a poco el grupo se fue extinguiendo. Héctor se inscribió en derecho, Néstor Jairo quería estudiar música y yo no sabía hacia qué inclinarme, tal vez ingeniería industrial. Con el paso del tiempo ya nos veíamos poco, nos encontrábamos en ocasiones fortuitamente y nos íbamos a tomar una cerveza, a charlar. Un día me sorprendió que llegara Néstor Jairo a buscarme a casa antes del amanecer. Tiró piedras contra mi ventana del segundo piso para no despertar a mis padres y hermanos que dormían en otros cuartos. Salí dando zancadas silenciosas, perturbado por un terrible presentimiento, pues era absolutamente inusual que mi amigo llegara a semejantes horas a tirar piedritas sobre todo cuando ya llevábamos semanas sin vernos. “Perdona por venir a estas horas, pero es que Héctor se murió –me soltó a quemarropa, mientras sus ojos parecían salirse de órbita. –Cómo que se murió –apenas atiné a musitar. –Sí, se murió –dijo, como mirando hacia el firmamento todavía estrellado del crepúsculo matutino que se avecinaba. Entonces me contó: nuestro amigo la noche anterior había ido a visitar a su novia como lo acostumbraba desde hacía algunas semanas. A las 11 de la noche lo vieron subir por la calle Quinta, se encontró con un amigo y juntos tomaron pan y refresco, conversaron un rato en la única tienda que se encontraba abierta. Héctor prosiguió su camino, recorrió varias cuadras, seguramente pensó infinidad de cosas antes de llegar a casa. ¿Qué pensaría en ese trayecto? ¿En la conversación que había tenido con su novia? ¿En el en-
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cuentro con su amigo? ¿En la noche fría de su ciudad sabanera? ¿En alguna serenata que habíamos dado? ¿En los ensayos cuando era batuta en la banda de guerra? ¿En su papel de Tío Vania, “un montaje precario de la obra del remoto Chéjov” que hicimos el último año del Liceo junto con unas muchachas del Liceo Nacional Femenino? ¿En ese “Nocturno” de José Asunción Silva que sabía de memoria y que había recitado en más de una sesión solemne: Una noche/ Una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de música de alas…? ¿En sus padres, en sus amigos, en sus planes para el futuro, en sus recuerdos de la niñez? ¿En qué pensaría Héctor, en esa su última caminata? Era la última noche de enero de 1970. Llegó a su casa, entró a su cuarto, se desvistió, se puso a leer el libro que tenía sobre la mesita ¿cuál sería ese libro?, sus padres y hermanas ya estaban durmiendo, el silencio era profundo. Tal vez se sintió por un instante plácido, absolutamente sano, lleno de planes y pensamientos que borbotaban en su cabeza. Pero en algún momento todo cambió. ¿Lo abordaría un súbito dolor infranqueable que recorrió todo su pecho y sus brazos? Nadie lo supo. A una de sus hermanas en el cuarto contiguo sólo le pareció escuchar una serie de leves quejidos que se fueron apagando. Cuando entraron a su cuarto ya había muerto, tenía 19 años. La muerte de un joven siempre impacta de manera exponencial e impacta más a sus coetáneos. Siempre es difícil morir, incluso cuando se es demasiado viejo. Se cree y se siente, a cualquier edad, que la muerte siempre llega demasiado temprano. Siempre nos parece quedan demasiadas cosas por hacer, así se llegue a los cien años, como el antipoeta Nicanor Parra, que sigue escribiendo. Desde que murió mi amigo Héctor a sus cortos 19 años me la he pasado haciendo la lectura de las personas que he conocido y que se han ido. Porque las personas se pueden leer, como se pueden leer todos los animales, las formaciones rocosas, el origen de las cosas del mundo y los enigmas del tiempo. Las personas que han muerto y que no conocimos son como los libros que nunca leeremos. Pero esas personas y libros se encadenan a unas y otros conformando fragmentos de lecturas que constituyen una especie de libro supremo, como la vida misma. Antes de mi amigo Héctor se me habían muerto mi abuelo y una tía, después se ha ido medio mundo. Siempre habrá otro medio mundo que sobrevivirá. Hoy pienso que mi amigo Héctor no conoció el fax, el PC, los celulares, los USB, la Internet, el face, el tuiter, el whatsapp, las cámaras digitales, las pantallas HD, los escáneres, las impresoras, el GPS, el libro digital, la comunicación instantánea, todo el lodazal de velocidad despiadada en que nos encontramos hundidos. No supo del derrumbe del socialismo, de la caída del muro y la aparición de otros muros todavía más cínicos, del charco de sangre perverso en que se convirtió su país, de la inequidad que prospera, del negocio supremo de la guerra sobre millones de víctimas que son pura estadística: torres gemelas, decapitados, Afganistán, Kosovo, Ruanda, Irak, Siria, la lista interminable… Morir temprano tuvo sus ventajas: no tener que ver lo que había que ver, tanta mierda ahogando el mundo. Pero también hubo cosas maravillosas, amigo Héctor, que valían la pena, sólo que no tendré páginas suficientes acá para intentar contártelas.
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La tinga A LA SAZÓN :: POR NETZAHUALCÓYOTL ÁVALOS ROSAS
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ras la Noche Buena todo mundo se fue de paseo: unos a los recalentados en los ranchos de de las afueras; otros, a comprar cosas a la Ciudad de México. Así fue que dos hermanos se quedaron solos en la casa materna. Ahí mero, en Acámbaro, donde se habían criado, entre tanta querencia de sus apas y entre hartos chiquillos. Eran la Muñe y Luigi; precisamente, los que tenían un pavito que comerse desde hace varias Navidades. Ya habían tomado nota de los mensajes celestiales que dio el Padre Filomeno; sobre todo, aquello de que era tiempo de perdonar y dar amor. La conciencia les hormigueaba. Durante la cena no habían dejado de echarse ojo con ganas de tantearle el agua a los camotes. Ambos sentían abejorros en la panza y les ronroneaba, en la tatema, eso que dice la canción de la banda Chicago: “hold me now… it’s hard for me to say i’m sorry”. Y no es que no se saludaran, era sólo que traían atorado el mentado animalito y, de plano, en términos de comunicación, no se decían ni pio. La verdad es que se querían mucho y no hallaban como hacerle para volver al redil fraternal. Fue hasta que la Muñe se armó de valor y, de un solo golpe, rompió la bolsa de hielo sobre los mosaicos de talavera: -¡Oye, Luigi! ¿Qué te parece si nos preparamos una tinga como la que guisabas cuando tenías la lonchería? - Va, mi güera ¡eso estaría re-bueno! -¡Pues ya se armó! ¡Que no se note la mendiguez!... pero ponte al Juanga, ¿qué no? Nada más se acomodó los lentes y que se lanza, en chinga, rumbo a su buró para buscar el casete Éxitos del Divo de Juárez… en breve, y como una ráfaga de aire fresco, comenzó a flotar la música por toda la casa: “Escucha esta canción que escribí para ti, mi amor. Con esta mi canción he venido a pedirte perdón… Que nunca llores, que nunca sufras así”. ¡Y que entra bailando el Luigi!, y ¡que la cocina se hace fiesta! Sacaron las cervezas bien helodias, cocieron la falda de res, y se pusieron a deshebrar la carne a plática y plática. Puras remembranzas de corazón: -Te acuerdas de tu lonchería… que te iba bien chido y que te visitaban hartos amigos
¿cómo se llamaba? - El Changarro Estudiantil ¿Ya no te acuerdas? -Del nombre no, pero tengo bien grabado –aquí y aquí– cuando pasaba por mi torta de jamón. El Beto siempre me acompañaba de la mano… Y siempre me pregunté porque casi nunca me dabas de tinga, condenado. Esa actitud tuya se me hacía no sé cómo. -Ah, pues es que esas siempre las guardaba para las ocasiones especiales, como ahora... ¡Salud, mi Muñe! Todo comenzaba a oler bien, el ajo estaba acitronando, pero por muy bonito que pitara el tren la rebatinga era inevitable: Ya échale la cebolla… Que no, primero va el chorizo… Ya te dije que la deshebrada hasta el último… Primero va el chorizo pa´ que suelte la grasa y se sazone la cebolla… Al fin se pusieron de acuerdo y se terminó la tinga; entonces, chocaron su tercera Victoria y se abrazaron de ladito y frente al fogón. La Muñe dijo: éste es el sabor de mi niñez. No hicieron falta más palabras: música y comida habían triunfado.
LA NOTA, LA RECETA, EL REMEDIO Tinga estilo changarro: cocer ¾ de kilo de falda de res (con ajo, laurel, sal y media cebolla), durante treinta minutos (en olla exprés): se deshebra. En una cazuela se fríen, en poco aceite, dos dientes de ajo picado (grandes). Se agrega ½ kilo de chorizo y se deja que suelte la grasa; entonces, se incorporan dos cebollonas en pluma, y una taza de col rayada, hasta que los pedazos se pongan trasparentes. Se tiran las hebras de carne hasta dorar. A este frito también se le echa: cuatro jitomates en cuadritos y, dos minutos después, ¼ de kilo de tomate verde (crudo y finamente picado). Se sazona con una cucharadita de orégano y otra de mejorana, y medias cucharaditas de tomillo y pimienta negra (recién molida). Todo el menjunje se deja en la lumbre hasta que suelte el hervor; entonces, se remata esparciendo un cono pequeño de piloncillo (molido) y colocando chiles chipotles (trozados), cantidad: al gusto. Se revuelve y se sosiega a fuego suave durante veinte minutos. ¡A darle!... en bolillitos de leña.