Letras 01 Noviembre de 2014

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[ Letras ] DE CAMBIO

S U P L E M E N T O D E C U L T U R A D E C A M B I O D E M I C H O A C Á N | N U E V A É P O C A | COORDINADOR: VÍCTOR RODRÍGUEZ MÉNDEZ | 1 DE NOVIEMBRE DE 2014 |

Chaplin Memoria del hombre destartalado POR LUIS MARTÍNEZ | PAG. PAG. 22 LUIS MARTÍNEZ POR

Lágrimas de virgen A LA SAZÓN NETZAHUALCÓYOTL ÁVALOS ROSAS | PAG. 4

EL PERIODIST PERIODISTAA TEA A QUE SABO SABOTEA OGÍA O SU PPAATOL OLOGÍA LA CRÓNICA DEL DESENCUENTRO ADO ACERT ACERTADO POR MAGLUTZ | PAG. 5

ALBERTO O HÍJAR Y ALBERT SU MÁS RECIENTE ENSA ENSAYYO ESTÉTICO POR NADIME AMADOR | PAG. 6

¿Es de verdad la tecnología moderna intuitiva? POR MANUEL LÓPEZ MICHELONE| PAG. 7

El cine en güero y prieto EL TERCER OJO POR SYLVAIN PROVILLARD | PAG. 8


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Charles Chaplin Memoria del hombre destartalado POR LUIS MARTÍNEZ

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ace un siglo nació Charlot. Pequeño, no necesariamente feo y profundamente sentimental. Su imagen sigue siendo hoy, además del icono con-temporáneo más célebre, un símbolo de resistencia contra el mito trágico de la modernidad.

El pasado es una invención, dice John Banville. Tal vez por ello toda autobiografía comparte con la memoria el vaho de lo caprichoso, de lo arbitrario, de la mentira quizá. Recuerda Charles Spencer Chaplin un episodio en el trabajadísimo relato de su vida que él mismo califica como “notable”. Por aquel entonces, con el siglo apenas iniciado, y tras pasar una temporada azotada por las borracheras de su padre, el niño Charlie y su hermano Sydney volvían con su madre, la estrella fugaz del vodevil conocida como Lily Harley. Regresaban los tres a la minúscula habitación que ocupaban en una de las calles traseras de Kennington Cross en Londres. “Al final había un matadero y las ovejas pasaban delante de casa, de camino al sacrificio”. Un día uno de los animales se escapó y el crío que luego se convertiría en Charlot asistió al primer gag accidental de su vida. “Algunos in-tentaron echarle mano, tropezando entre ellos. Yo me reía, encantado de su pánico y de sus ágiles saltos”, escribe divertido. Hasta que, entre lágrimas, dio con el verdadero significado de todo aquello: “Cuando cogieron a la oveja y se la llevaron al matadero me di cuenta de la realidad de la tragedia... Me pregunto si aquel episodio no puso los cimientos de mis futuras películas: la combinación de lo trágico y lo cómico”. Y tal vez en ese suceso fortuito se encuentre la clave de todo lo que vino después: entre el absurdo y la tragedia; entre la desolación y la carcajada. “Para reírte de verdad”, escribió posteriormente, “tienes que ser capaz de agarrar el dolor y jugar con él”. Hace cien años, nació Charlot. Lo hizo, como casi todos los grandes hallazgos de la humanidad, por casualidad. Y por tesón, cabría añadir. Making a living es el título del cortometraje de un solo rollo que protagonizó Chaplin para la mítica productora Keystone de Mark Sennet en 1914 y que definiría al personaje para siempre. Allí es ya posible intuir la divertida soledad de un sujeto destartalado; un individuo fracturado que aún hoy es la mejor encarnación posible (con perdón) de la dimensión trágica y desestructurada del mito moderno. Suena tremendo y lo es.

“Quería que nada fuera armónico” Cuenta en su autobiografía (Lumen), que ahora se reedita, cómo empezó todo: “No sabía qué maquillaje ponerme... No me gustaba mi atuendo. Pero al dirigirme hacia el vestuario pensé que podía ponerme unos pantalones holgados, unos zapatones y añadir al conjunto un bastón y sombrero hongo [que acabaría convertido en bombín]. Quería que nada fuera armónico... [Charlot] es al mismo tiempo un vagabundo, un caballero, un poeta, un soñador, un tipo solitario que espera siempre el idilio o

Charlot es al mismo tiempo un vagabundo, un caballero, un poeta, un soñador, un tipo solitario que espera siempre el idilio o la aventura la aventura. Quisiera hacerse pasar por un sabio, un músico, un duque, un jugador de polo. Sin embargo, lo máximo que hace es coger colillas o quitarle su caramelo a un bebé...”. La idea, entonces, apenas apuntada, era colocarse en el sitio exacto y por necesidad impreciso de un sujeto necesariamente perdido, ajeno a cualquier tipo de definición, extraño a la posibilidad misma del sentido. Posteriormente, en 1931, en una entrevista que ahora recoge el libro Conversaciones con Charles Chaplin (Confluencias) el propio Chaplin/ Charlot ensayaría una definición algo más acabada de sí mismo: “Sus indescriptibles pantalones representan, en mi mente, una revuelta contra las convenciones; su bigotillo, la vanidad del hombre; su sombrero y su bastón, su intento de ser digno, y sus botas, los impedimentos que tiene en su camino. Pero él persiste en crecer cada vez con mayores dosis de humanidad...”. El hombre que imagina Chaplin y en el que se reconoce lo más íntimo de cada espectador

es ante todo el alma de una rebelión. Frente al vaciamiento radical, emocional y anímico del hombre desprotegido de sus atributos que imaginara, por ejemplo, Camus; Charlot se impone como un raro contrasentido. “En nuestra sociedad, un hombre que no llora en el funeral de su propia madre corre el peligro de ser sentenciado a muerte...”, dice el señor Meursault en El extranjero. Y el protagonista de Tiempos modernos le responde con su desgarro más íntimo. “Nadie dudará en considerar mis actuaciones ridículas. Bien, pero las actuaciones de los hombres -aun las más sublimes- son meras ridiculeces a ojos de los dioses. La humanidad entera, vista desde la óptica de la comicidad, es Charles Chaplin”, afirma el propio cineasta. El absurdo se impone como una necesidad. Y en esa pelea quizá imposible contra el vacío, el cómico que alimentó cada segundo de su niñez con una miseria de cristales rotos no duda en ofrecerse desnudo, profundamente sentimental. Incluso cursi. Su primer y más


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cuidado manifiesto de sí mismo llegaría en 1920 con El chico. De la mano del crío Jackie Coogan completaba su primer largometraje de seis rollos para First National. Llegaba después de las obras maestras de la Mutual como El inmigrante o El prestamista. Allí, en la que fue su apuesta más arriesgada, la comedia confluye con el melodrama sin sutilezas, sin justificaciones. Sólo un llanto tenue que empapa cada risa. Esta última, bien sonora. Quiere Chaplin que la fractura que define el interior de los nuevos tiempos se vea en toda su crudeza.

Su particular instante liberador Camus hacía de Sísifo un héroe maldito condenado al instante fugaz y eterno en el que la piedra que arrastra alcanza el zenit. En ese momento, aunque ciego y eternamente condenado, el héroe vislumbra un instante del infinito. Chaplin, menos retórico, se limita a dejar caer la piedra rodando desde lo alto. Y detrás de ella, el cuerpo destartalado de Charlot-Sísifo. La tragedia convive así con el más elemental de los gags. Y en la carcajada, quizá, el hombre (cualquiera de ellos) atisba su particular instante liberador. A Chaplin le horrorizaba la modernidad o, mejor, esa parte insulsa y cruel de lo moderno que se asoma a su propio precipicio. Le espantaba la fiebre de lo veloz, el vértigo de lo nuevo, la estupidez de lo uniforme. Y lo denunció con toda la evidencia de la que fue capaz en cintas, o pedradas, como Tiempos modernos o El gran dictador. Pero, y pese a su fama, también fue dueño de los gestos más sutiles. El 1931, justo después de presentar Luces de la ciudad, se embarcaba en un viaje por Europa, el segundo, para librarse de todos los fantasmas que le perseguían: tanto en su vida privada como en la otra. Aquella aventura quedaría convertida en un brillante diario -a la vez que

A Chaplin le horrorizaba la modernidad o, mejor, esa parte insulsa y cruel de lo moderno que se asoma a su propio precipicio

en una reflexión política del momento más convulso del siglo- bajo el título Un comediante descubre el mundo. El libro, que originalmente fue un folletín de cinco entregas para la revista Woman’s Home Companion, acaba de ser editado en castellano (Confluencias) y retrata el perfil de un intelectual visionario. Pero más allá de cualquier consideración, el libro de su viaje lejos de Estados Unidos es sobre todo un perfecto contrapunto a lo que significó el estreno de Luces de la ciudad. Si se quiere, se puede leer como un desahogo, como una forma de evasión por medio de la escritura de la incertidumbre provocada por la segunda vez que Chaplin se lo jugó todo. Cuando el sonoro era algo más que una realidad, Chaplin quiso mantenerse firme en sí mismo. “Luces... es muda, porque el silencio es el medio de un comediante inarticulado y yo soy inarticulado”, decía el director y en su declaración le buscaba un sinónimo aún más ajustado al mítico título de Robert Musil: mejor que El hombre sin atributos, el hombre inarticulado. No deja de ser una ironía que el chiste central de la cinta, aquél en el que la ciega confunde al vagabundo por un rico sea, precisamente, sonoro: el portazo que no se oye de un coche de lujo con el que, obviamente, nada tiene que ver el solemnemente pobre de solemnidad Charlot. A Chaplin le costó arrancar a hablar en la pantalla. Pero también se resistió al color (“El cine depende de la luz y de las sombras para conseguir sus efectos”), rechazó el Cinemascope (“La pantalla que tenemos es suficiente”) y bromeó sobre la espectacularidad de moda del cine estereoscópico (“...sobre la pantalla ya tenemos las tres dimensiones. ¡Perderíamos la mitad de nuestra calidad si renunciáramos a nuestras limitaciones! Movimiento, dos planos y una profundidad que simplemente se sugiere, ese es nuestro universo”). Chaplin, a su mane-

ra, era el más antimoderno de los cineastas; el más crítico entre los modernos que se dedicaron a la más moderna de las artes, el cine. Y todo ello, por no dejarse arrastrar por lo peor de una modernidad que en 1931 ya enseñó de lo que era capaz. Su película más oscura, Monsieur Verdoux, es también la más lúcida, la que mejor define la posición moral de Chaplin y, de paso, de su personaje Charlot. El propio director relataba así la historia de su protagonista: “Después de asesinar a una de sus víctimas, regresa a su casa como lo haría un marido burgués al final de un día de mucho trabajo. Es una mezcla paradójica de virtud y de vicio; un hombre que, cuando está podando sus rosales, evita pisar una oruga, mientras al fondo del jardín está incinerando en un horno el cuerpo de una de sus víctimas”. Chaplin hablaba de “humor diabólico” para referirse a la historia del hombre que acaba por hacer del asesinato un simple oficio.

Declaración de principios existenciales ¿Crítica a la naturalidad con la que el mundo en general y Occidente en particular ha interiorizado el crimen como una extensión más de la política? Sin duda. De ahí tal vez la perplejidad de una censura que pese a obligar al director a reescribir cada escena apenas consiguió cambiar nada. La fórmula del veneno original quedó intacta. Pero también la cinta es una declaración de principios existencial; un gran fresco del callejón sin salida al que conduce el hambre de progreso; donde lleva la insaciable, por antihumana, modernidad. De repente, la figura de Charlot pasó de ser la más querida, a la más temida. O las dos cosas a la vez. El Comité de Actividades Antiamericanas puso toda la imaginación de la que fue capaz al servicio de todo tipo de acusaciones. Desde


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la más evidente de comunista, por sus amistades y por haber defendido la apertura de un segundo frente de apoyo a Rusia en la Segunda Guerra Mundial, a la de proxeneta. Se le aplicó la llamada Ley Mann que prohíbe el traslado de personas entre estados con el objetivo de prostituirlas. Se supone que eso es lo que hizo con Joan Barry. Chaplin, en su aparente inocencia, se transformaba así en la conciencia más clara del peligro, en la imagen perfecta de la paradoja de nuestros días. Como Verdoux, él era el testigo de cargo, la prueba de que detrás de la aparente comedia de la realidad se oculta la más profunda tragedia. Fue a bordo del Queen Elizabeth en septiembre del 1952, cuando partía con su familia para Europa, donde recibió la notificación de que las puertas del continente donde había creado a Charlot estaban definitivamente cerradas para él. Nunca más volvería a Estados Unidos, el país de lo moderno. Chaplin recuerda ese momento en compañía de su mujer Oona O’Neill y sus hijos pequeños: “Y de este modo comprendí qué era la felicidad completa: algo muy cercano a la tristeza”. En una entrevista se describía a sí mismo como un hombre atravesado por dolorosos momentos de digamos extrañamiento: “Aunque no soy pesimista ni misántropo, hay días en que el contacto con cualquier ser humano me hace sentir física-

Charlot, en definitiva, no es más que la perfecta descripción del vacío, de la nada, hacia el que se precipita el hombre... mente enfermo. Me siento como un extraño absoluto... La soledad es el único remedio o, al menos, el alivio”. De alguna forma, en el contraste entre su jovial imagen pública y el triste reflejo del sufrimiento privado se condensa la contradicción elemental de Chaplin. Cuando en una ocasión le preguntaron por su concepción de la belleza contestó que creía “que era una omnipresencia de la muerte y de la seducción, una tristeza sonriente que discernimos en la naturaleza y en todas las cosas, una comunión mística que experimenta el poeta; una expresión de ella puede ser tanto un cubo de basura sobre el cual cae un rayo de luz como una rosa en el arroyo”. La casualidad, o el destino (quién sabe), quiso que esa fractura entre lo trágico y lo cómico, entre lo sublime y lo ridículo, le persiguiera hasta el final de los días, incluso más allá de la misma muerte. La rançon de la gloire, una película de Xavier Beauvois presentada recientemente en Venecia, recuerda el último episodio de la postbiografía de Chaplin. Su cadáver fue secuestrado por unos indigentes. Y ahí, en la salvaje contradicción fúnebre del gag se concilia, ahora sí, todo de lo que fue capaz la “tristeza sonriente” de la creación de Charles Chaplin. Charlot, en definitiva, no es más que la perfecta descripción del vacío, de la nada, hacia el que se precipita el hombre, el hombre moderno: entre el silencio compungido de la tragedia y el ruido absurdo de la carcajada. “Una vez”, recuerda Chaplin, “tuve una visión de día. Vi a mis pies un bulto con toda mi ropa y parafernalia del escenario -¡ese espantoso conjunto de cosas!-, mi bigote, mi bombín usado y estropeado, el pequeño bastón, los zapatos rotos, el cuello sucio y la camisa. Sentí que mi cuerpo se había caído de mí y que me estaba marchando detrás de una aparentemente eterna y vasta realidad”. Charlot y la nada. © El Mundo (España)

Lágrimas de virgen A LA SAZÓN :: POR NETZAHUALCÓYOTL ÁVALOS ROSAS

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o barroco se consideró un artificio recargado, aunque se le podría observar como una paradoja estética; de hecho, la palabra deriva del portugués y significa: “perla vulgar o imperfecta”. Al menos así lo concebían quienes usaron el término en forma desdeñosa para señalar algunas creaciones recalcadas entre los siglos XV y XVII, primero en Europa y luego en las colonias novohispanas. Quizá se trató de bellezas incomprendidas; de almas rebeldes atormentadas por la Contrarreforma, esa fallida reparación doctrinal que no sólo implicó un sórdido y velado divorcio entre iglesias, monarquías, y señoríos; generó una arquitectura artística que durante diferentes siglos y países dio lugar a múltiples interpretaciones de la fe: recovecos religiosos, pasiones sobrepuestas, guiños mercantiles, y disimulos culturales. Sublimado en la línea curva así como en la abundancia de planos y elementos, quizá el barroco, o mejor dicho los barrocos, han sido estigmatizados y circunscritos a una suerte de exaltación ornamental, cuando es probable que su sino fuera el metalenguaje y las plegarias que trataban de religar a la iglesia católica con su esencia espiritual y el humanismo emergente: tareas de nuevo o de otro mundo. El barroco fue un estilo que se constituyó en diversas formas e ideologías: involucró, amalgamó, y vinculó con tales modales que no es posible concebir una composición si excluimos alguno de sus ingredientes. La rectitud del Renacimiento delimitaba la vista y por tanto la observación. La iglesia católica dominaba la forma y delimitaba el mensaje divino. En contra parte, la manifestación artística de ma-

rras permitió experimentar formas expresivas contrastantes… realistas. Paralelamente, respaldó la sensación de profundidad que invita a la exploración y al descubrimiento. Lo barroco se puede tomar hoy en día como una mezcla de caracteres, atributos, y actitudes en los que se regodean al mismo tiempo: drama, tradiciones, diversidad y resistencia cultural. De tal sincretismo, parte de lo mexicano puede estar pintado de cal y sangre, de coraje y pereza; ostentar bailes de origen prehispánico con máscaras de comics, o llenar de colores y sabores una ceremonia de pésame para la madre de Jesús, el Nazareno. La veneración a la virgen de Dolores se realiza el último viernes de cuaresma, día en el que se conmemoran las siete penas de María durante la pasión y muerte de Jesucristo. En varios estados del centro occidente el ritual que data del siglo XVI incluye el montaje de altares con retratos, la decoración con flores de temporada, el rezo, y la dotación generosa de una deliciosa bebida carmesí.

LA NOTA, LA RECETA, O EL REMEDIO Siete son los ingredientes para preparar Lágrimas de Virgen: dos betabeles, media lechuga cortada a la juliana, dos plátanos en trozos, una manzana picada en cuadros, un cuarto de cacahuates desnudos, dos limas y dos naranjas rebanadas con todo y cáscara. En cuatro litros de agua se hierven los betabeles: se muelen, cuelan y vierten en la misma agua de cocción. Se incorporan y revuelven el resto de los ingredientes. La combinación se deja enfriar en el refrigerador. Se presta un tenedor en cada vaso para comer fácilmente los fragmentos frutales.


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El periodista que sabotea a su patología o la crónica del desencuentro acertado RESEÑA :: POR MAGLUTZ

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ompuesto por treinta y un crónicas, De grande quiero ser periodista de Manuel Noctis –enoclófobo que observa desde la multitud-, es un recorrer lo gonzo a través de su infancia, su quehacer periodístico, los andares de la Clarimonda, la calle, sus habitantes y todas las posibilidades que implica el ambular. Gonzo porque atraviesa y también habita lo que no es el hogar, la calle como posibilidad formativa, y porque nos enuncia su vigilia mientras los periodistas oficiales duermen. En un periodista gonzo… se establece una conversación corta, no por ello poco fascinante, con una doña en un oxxo. Noctis dice: A ver, pa’que me entienda, la diferencia entre un periodista normal y un periodista gonzo es que aquellos, los normales, ahorita seguramente ya estarán dormidos contando entre sueños cuántas notas de poder o exclusivas hicieron en su día, como si eso fuera un grandísimo logro, y yo, que soy gonzo, apenas voy agarrando el ritmo de la noche asimilando mi trabajo, y así sea noche o madrugada, mis notas y exclusivas estarán ahí, incluso mejor que las de los otros.

Su visión sin sesgos editoriales, presentada como relato vivencial de lo que ocurre y lo que se trunca, se nos abre desde el seno familiar, cuando el niño Noctis –antes, como ahora, también ha sido niño- reconoce su imaginarse en todos los oficios y su interés por todo lo que pasa hasta llegar a ser apodado “El periódico”, nos cuenta, por chismoso y entrometido. Desde entonces la

imaginación y la curiosidad por los otros y lo cotidiano. Los otros, capturados como oralidad de los viejos en el pueblo, también representados por su madre, su padre, los primos, el taxista que lo salva de los policías, el Tigre quien lo devuelve a su ciudad o la prostituta que conmovida mueve al mundo raro se nos presentan como antihéroes populares y nocturnos que dan soporte a los relatos. Considerando que en Thompson, además de las características de la escritura, lo gonzo tiene su razón de ser a partir del poder de la visión subjetiva, de la enunciación en primera persona, Noctis extiende lo gonzo al introducir la posibilidad de la conversación y la aparición con fuerza de lo exterior. A pesar de desconocer sus historias personales y sus nombres, los personajes de las crónicas conforman al protagonista, están a la par, y dan sentido a los textos. Noctis, transeúnte en lo fundamental, hace de lo inesperado la forma esencial de su escritura; de la sublevación la forma propuesta por excelencia. En Sueños guajiros preadolescentes… se proclama ya la renuncia a todo camino previamente trazado por la figura de autoridad simbolizada en el padre, el maestro o el jefe en turno. Más adelante se reafirmarán estos desencuentros en Pambolero fracasado, Sábado sin gloria o En mi socio Elijah Wood. Noctis percibe el espectáculo masivo, el evento concurrido o el acto solemne como el sitio idóneo para la práctica de la insolencia individual. De grande quiero ser periodista defraudará y escandalizará a quienes esperen la nota premeditada, los objetivos previstos o las conclusiones

El periodista Manuel Noctis. A la derecha, portada de su libro reciente.

pedagógicas, decepcionará a quienes tengan la esperanza puesta en la adaptación y la obediencia como la única vía para acercarse y conocer el mundo. Lo que el libro nos devuelve es la impronta del andar, a semejanza de James Booker, sin reglas y sin rumbo; en Bicicleto extremo… el procedimiento es el mismo que el de Gonzo de Booker: armar y desarmar como producto de la errancia. Si la mayoría de las notas nos plantean una apología al desencuentro (si alguien quiere enumerar cada uno de los desencuentros, chequen José Emilio y mis batallas, Peripecias de un reportero, Durmiendo con un cyberpunk, Pambolero fracasado, y los veintisiete restantes) lo es en la medida que este nos permite acceder a otros espacios sociales, confluir e incorporar nuevas dinámicas que significan rupturas con las ideas impuestas en el tejido social. Las crónicas de De grande quiero ser periodista retratan a la calle como un espacio ideal para el humor. Noctis critica algunas prácticas sociales desde la ironía que según Portilla es una forma de conciencia, un nombrar al revés o, dicho de otro modo, un enunciar lo no presente para poner en entre dicho los dispositivos de dominio o los discursos del poder. A partir de esto podríamos hacer la relectura de Autodestrucción y caos… en donde Manuel nos cuenta su charla con los policías: “les pregunté también qué hacían con los que se portaban mal ahí dentro, pues yo nunca había tenido un incidente con sus similares”, aquí la aclaración posterior, de que lo dicho es una gran mentira, sale sobrando. A la autoridad, pues, también se le enfrenta con un dejo de ironía.


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Alberto Híjar y su más reciente ensayo estético RESEÑA :: POR NADIME AMADOR

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on una singular historia personal que como distintivo lo ha llevado a una crítica radical contra el capitalismo, ya en su militancia político-militar o en la disidencia dentro de las aulas con la fundación de talleres autónomos de las instituciones académicas, Alberto Híjar Serrano (Ciudad de México, 1937) es actualmente uno de los referentes más productivos del marxismo tanto en México como en América Latina. Una pequeña muestra de su vida está impresa en lo que, el pasado 12 de junio en el Aula Magna del Centro Nacional de las Artes, él mismo llamó, irónicamente, su “último fracaso”. De 177 páginas, editado por el INBA, La praxis estética. Dimensión estética libertaria1 es un libro que da cuenta de las prácticas estéticas políticas que no tienen cabida en las altas esferas de la burocracia cultural. Comenzando con un ensayo al que los presentadores catalogaron de “duro” por su contenido filosófico, que pasa por las propuestas estéticas de Kant y Schiller hasta enlazarlas con la crítica económica de Marx, Alberto Híjar resalta la importancia de la lucha política en el campo estético, es decir, el campo de lo sensible, para “hacer de la utopía un proyecto de lucha necesaria para vivir mejor”. A partir de ahí, el libro da cuenta de cómo se ha llevado a cabo ese proyecto a través de la significación estética. Ya sea mediante el trabajo literario, plástico, escénico y musical o de contundentes signos estéticos, como los indígenas del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) que han tenido que cubrir su rostro para hacer notar su existencia en un país en el que la línea oficial niega a sus habitantes étnicos. Por ello dentro de este panorama de utopía, oposición y resistencia, nombres como el de David Alfaro Siqueiros o Diego Rivera llama la atención, pues habrá que recordar que los grandes muralistas, si bien estaban comprometidos con el estaliniano Partido Comunista (PC), contribuyeron en gran medida, a través de su obra, a legitimizar el discurso post-revolucionario que pretendió unificar el territorio bajo la bandera de modernidad, progreso y mestizaje. Sin embargo, pese a ser un constante reivindicador del muralismo mexicano, Híjar cuestiona este vínculo de los muralistas con el estalinismo, pues es importante subrayar que el marxismo militante de Alberto Híjar no ha sido el de la ortodoxia. Le marca su encuentro con los textos de Louis Althusser, filósofo francés que elaboró a finales de los setentas y principios de los ochentas del siglo pasado, un análisis de Marx más lejano de Hegel, Engels y Lenin y más cercano a la vitalidad de Epicuro y Spinoza, lo que le lleva a rechazar el tratamiento que se le da, ya no al marxismo, sino al propio Marx, en el socialismo practicado en la Unión Soviética. Temas polémicos en la vida de Alberto Híjar no faltan. El morbo y la delación que se quieren oír de alguien que vivió la clandestinidad, la tortura y el encarcelamiento durante la época de la llamada “guerra sucia”, no están, pero tampoco son pasados por alto. Por ejemplo, en el capítulo llamado “Por la insurgencia”, donde comienza a hablar de esa “otra” vida, “la conspirativa para la insurgencia”2, hace referencia al profesor egresa-

Alberto Híjar Serrano.

do de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, Rafael Guillén, señalado por el Estado mexicano como la persona tras el pasamontañas del Subcomandante Marcos, como el “único desaparecido político aplaudido” a partir de esta acusación. Una consideración poco común sobre este tema. Lo que vendría a ser importante de una experiencia como la lucha armada es, fuera del anecdotario, la posterior reflexión histórica de lo sucedido. Esto lleva a Híjar a pensar en el “cuidado de uno mismo”, tratado por Sócrates y retomado en el trabajo de la etapa final de vida de Michel Foucault. Este concepto no es una posición individual apartada de la vida cotidiana, sino una responsabilidad de sí mismo que nos llevaría a prescindir de la figura paternalista de cualquier Estado. Bien señaló Albero Híjar durante la conferencia, que es “el más anarquista dentro de los marxistas”. Con un anarquismo bien pensado que hace el urgente llamado al estudio para evitar la inmediatez, el heroicismo y el subsiguiente martirologio de revueltas que dejan de lado el panorama global, ya que es sustancial hacer notar que

las reformas neoliberales no se dictan desde un solo hombre o un partido, sino desde organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Mas no deja de ser importante la lucha regional, pues a falta ya de los meta-relatos de oposición que en el siglo pasado tenían sustento con desviaciones como la URRS, el combate de los trabajadores y de la población general no deja, ni dejará, de ser apremiante. Así que su llamado no es sólo a sentarse a leer y a discutir, sino a lanzarse a la praxis. Por ello nos recuerda, en un curiosamente onceavo punto, que “lo dicho: lo que han hecho los filósofos (y los artistas y los científicos) hasta ahora es interpretar el mundo, de lo que se trata es de transformarlo” 3 .

Notas 1 INBA; Mé xico, 2013. pp.50. 2 Ibid, pp. 62. 3 Ibid. pp. 17.


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No veo lo intuitivo en aplicaciones, en programas o en dispositivos. Eso es simplemente un argumento de la mercadotecnia que nos hemos creído sin siquiera analizarlo

¿Es de verdad la tecnología moderna intuitiva? TECNOLOGÍA :: POR MANUEL LÓPEZ MICHELONE

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engo un buen amigo amante de todos los productos Apple. Y aunque en ocasiones llega al fanatismo, no es de aquellos que se forma en una fila de la tienda Apple más cercana y espera días ahí para comprarse el nuevo teléfono que incluso aún no ha sido lanzado oficialmente. Mi amigo es un diseñador gráfico talentoso y ha usado Apple desde hace muchos años. Vamos, para decirlo brevemente, es un usuario educado. Por alguna razón, ahora se compró un teléfono con sistema operativo Android. Me dejo a manera de reto el entender para qué, alguien como él, compraría un teléfono con ese sistema operativo, cuando está tan feliz fon su iPhone, iPad y sus iCosas. Comentamos todo esto por Facebook y dijo: “Compré un LG Optimus. [...] Nadie en la casa lo quiso ni tocar, después de verlo por un minuto. Se ve de entrada chafón, como hecho al aventón, sin seguir lineamientos. Los iconos están revueltos, no se distinguen unos de otros, las letras son poco legibles… y puedo seguir un buen rato”. Contesté diciéndole que me aburrían sus juicios tan sesgados y poco después añadí: “Es que lo pones como inusable prácticamente, y no es así. Millones usan teléfonos Android sin problemas”. Mi amigo respondió entonces: “No es inusable, pero no es elegante e intuitivo. Simplemente ‘barato’, como las cosas chinas”. ¿Intuitivo? Eso me brincó. ¿Quién dijo que el uso de un teléfono es intuitivo? ¿Qué quiere decir alguien cuando indica que su programa, su aplicación, su dispositivo, es intuitivo? Dudo que un aparato de la modernidad pueda considerarse intuitivo. Veamos lo que indica la Wikipedia: “Se describe como el conocimiento que es directo e inmediato, sin intervención de la deducción o del razonamiento, siendo considerado como evidente”. ¿Evidente? Pensemos por ejemplo en el ratón

de las computadoras. ¿Es su uso intuitivo? Les apuesto que no. Pongan a alguien que nunca ha usado una computadora con un ratón y notarán que no le alcanza la mesa, se le acaba. No sabe cómo usarlo. ¿Dónde está lo intuitivo en eso? ¿Y qué decir de los ratones con dos botones? ¿Es su uso intuitivo? ¿Se entiende sin intervención de la deducción o del razonamiento para qué sirven? Apuesto que no. El dispositivo del ratón tiene una serie de acciones que se pueden hacer con éste, pero claramente están definidas bajo el contexto de las aplicaciones y el sistema operativo. Podemos, pues, marcar un texto y copiarlo con Ctrl-C para después pegarlo en alguna otra aplicación con Ctrl-V. Eso no es intuitivo de ninguna manera. Nadie de la nada me saldrá con que sabe de forma intuitiva para qué sirven semejantes comandos. Y en esos momentos recuerdo una plática a la que fui hace muchos años, en donde estaban mostrando las bondades del procesador de palabras más famoso de ese momento. Cabe recordar que no había interfaces gráficas, todo era en modo texto, en MS-DOS. El conferenciante explicaba los diversos comandos, que se hacían con combinaciones de teclas. De pronto dijo: “Para imprimir usamos CtrlP”… Y alguien lo interrumpió y le preguntó: “¿No debería ser Ctrl-I, de Imprimir?”. Y en lugar de aclarar que el comando Ctrl-I era para insertar texto, el conferenciante dijo: “No, se decidió usar Ctrl-P porque es imPrimir, donde la fuerza de la palabra recae en la P, precisamente”. Respuesta que si la pensamos, es una tontería. Se usaba CtrlP porque en inglés imprimir es Print. Así de sencillo. Y si vamos a otros dispositivos, pensemos en el iPad o en cualquier tablet, veremos que los comandos gestuales no son intuitivos. No, para nada. Hay que saber cómo hacer más grande el tamaño de lo que la pantalla despliega o ver cómo

hacemos para crear carpetas, o borrar iconos de la pantalla que ya no nos sirven, etcétera. Nada de eso es intuitivo. Que se aprenda rápidamente es otra cosa. Lo que me queda claro es que no existe interfaces intuitivas si estas no funcionan como lo hacen los objetos cotidianos en la casa. De hecho, la intuición en el uso de algo no creo que exista en la mayoría de los casos, más bien se aprende desde pequeño. Por ejemplo, sabemos que si presionamos el interruptor de una lámpara, ésta se enciende (o se apaga). Pero eso no es un conocimiento que nace sin intervención de la deducción o del razonamiento. No, es algo que vemos tan cotidianamente que ni siquiera lo pensamos. Quizás si hablamos de intuición, podemos pensar que un niño intuitivamente toma el pezón de su madre cuando va a ser amamantado. Con eso se concluye, no es producto de deducción o de razonamiento. Eso sí es intuitivo. Y podemos dar más ejemplos. Pongamos un automóvil estándar (no automático). Aprender a manejar este tipo de vehículos requiere práctica. No hay intuición en esto. Hay que aprender a escuchar el motor para hacer los cambios de velocidades, por ejemplo. Pero si pasan unos años y nos compramos otro automóvil, que quizás tiene más velocidades (o menos), podremos salir de la agencia manejándolo sin problemas. ¿Eso es parte de la intuición? ¿El vendedor nos habría dicho que su manejo es intuitivo? Probablemente si lo hizo nos mintió. No, es algo que hemos aprendido antes y que ya lo hemos grabado en el subconsciente, por lo cual el manejar un automóvil parece que se hace casi sin pensar. En resumen, no veo lo intuitivo en aplicaciones, en programas o en dispositivos. Eso es simplemente un argumento de la mercadotecnia que nos hemos creído sin siquiera analizarlo.


8 | LETRAS ~ CAMBIO DE MICHOACAN

SÁBADO 1 DE NOVIEMBRE DE 2014

El cine en güero y prieto EL TERCER OJO :: Güeros, de Alonso Ruizpalacios, es una pequeña joya de sensibilidad, humor, poesía e inteligencia, que conquistó el público mexicano después de su éxito en los más importantes festivales internacionales. Filmado en blanco y negro, este road movie cuenta las vagancias de tres jóvenes en la ciudad de México durante una huelga de estudiantes. POR SYLVAIN PROVILLARD

I

sabel Chabelita Muñoz -una amiga directora y también sonidista de la opera prima de Ruizpalacios- algún día me dijo: “Todo lo que toca Alonso, lo transforma en oro”. No sé si ella se atrevió a decirle directamente a su amigo que lo consideraba como el rey Midas de la puesta en escena, ya que el cineasta no es fanático de los elogios. Incluso su humildad lo llevó a situaciones absurdas; cuando se estrenó Güeros en el festival de Berlín, Alonso se regresó a la ciudad de México dos días antes de la premiación a pesar de la insistencia de Chabelita quien lo acompañaba en la capital teutona y trató de convencerlo de quedarse con ella por si ganara algún premio. Apenas Alonso había pisado el suelo del aeropuerto de México, Chabelita le marcó diciéndole: “¡Regrésate güey, ganaste!”. Alonso ni salió del aeropuerto, agarró el siguiente vuelo a Berlín para poder recibir su Premio a la Mejor Opera Prima al día siguiente. Por si eso fuera poco, le pasó exactamente lo mismo en el Festival de Cine de Tribeca en Nueva York. A pesar de su innegable talento de cineasta, el verdadero y primer amor de Alonso es por el teatro. Estudió actuación y dirección en México, luego se fue a Londres para perfeccionar su técnica actoral en la Royal Academy of Dramatic Arts de 1999 a 2002. Desde entonces se ha dedicado, principalmente, a dirigir obras de teatro en la ciudad de México. La única que tuve la oportunidad de ver fue Rock ‘n’ Roll de Tom Stoppard. Con esta obra sobre los ideales de la juventud checoslovaca de 1968, quedé entusiasmado tanto por la creatividad de la puesta en escena, como por la sensibilidad de las actuaciones. Este año y los dos anteriores, Alonso puso en escena El beso de Antón Chejov, obra en la cual el director se pregunta sobre el lugar de la sensibilidad en un país hostil como México. Finalmente Alonso Ruizpalacios es un director de teatro que de vez en cuando hace incursiones relámpago (breves y luminosas) en el séptimo arte. Al igual que Güeros, su primer corto, Café paraíso (Mejor corto de ficción en los Arieles 2009), fue rodado en blanco y negro y protagonizado por Tenoch Huerta. Este primer intento al cine, nos mostró diez minutos de una mirada fresca y conmovedora sobre el trabajo de los mexicanos en Estados Unidos. Su segundo cortometraje, El último canto del pájaro Cu (otra vez ganador del Ariel), es más parecido a una poesía filmada que

A la derecha y abajo, fotogramas de la reciente película de Alonso Ruizpalacios.

una narración cinematográfica: Ulises, esperando la muerte en su cama de hospital, reconstruye algunos fragmentos de su vida. Recuerda las oportunidades que nunca agarró y la hermosa razón por la cual nunca ha conocido el mar; es cuando decide emprender, en un último sueño, su más hermoso viaje. Rememora también cuando, siendo niño, aventó (¿fue él realmente?) un globo lleno de agua sobre una madre y su hijo recién nacido. Esta misma escena es justamente el punto de partida de Güeros. Tomás, adolescente tierno pero aburrido y rebelde, arroja un globo de agua sobre una madre y su bebé. Es justamente la gota que derrama el vaso: su madre lo manda a vivir un tiempo con su hermano mayor a la ciudad de México. El joven se reencuentra con un estudiante que no quiere salir de su casa porque está “en huelga de la huelga”. La llegada del hermano menor detona un cambio de dinámica que termina en un viaje físico, emocional, amoroso y altamente divertido por las calles del Distrito Federal. El director utiliza la pantalla en 4:3 para estar más cerca de sus personajes, y el blanco y negro para describir una ciudad de contrastes: güeros y prietos, pobres y ricos, jardines y cementos, soledad y muchedumbre, individualismo y generosidad. Además de ser una cinta divertida, conmovedora y poética, Güeros es también un homenaje al séptimo arte, con constantes guiños a otros directores y un manejo virtuoso del lenguaje cinematográfico. No le basta a Alonso romper la cuarta pared, con miradas de actores hacia la cámara, sino que a la mitad del filme, en forma de interlu-

dio, nos muestra la claqueta y nos dice claramente que estamos viendo una obra de ficción. Una forma de metaficcion para decir al espectador: “por más que quisieran que esta historia fuera real, no se hagan: esto es cine”. En Güeros, hay cortes bruscos como lo hacía Jean-Luc Godard y paneos en cámara lenta con música al estilo de Martin Scorsese. La música que nos gustaría escuchar es la de Epigmenio Cruz, cantante de rock mítico que desapareció y que los protagonistas buscan antes de que se muera. Solamente ellos tienen la suerte de disfrutar las rolas de esta especie de Sixto Rodriguez (Sugarman) mexicano que, según la leyenda, hizo llorar a Bob Dylan. ¿Cómo explicar que una película tan mexicana en su contexto, su música, sus diálogos y su subtexto, haya conquistado los públicos y jurados de Berlín, Jerusalén, Nueva York y San Sebastián de igual forma que los de Morelia? Todo en Güeros es mexicano. Desde el título de la película hasta las canciones de Agustín Lara y Juan Gabriel, el tráfico, la jerga, las bromas, el contexto social y político. Alonso logró retratar emociones universales en el contexto específico de la ciudad de México. Para poder trasmitir visual y sonoramente la emoción que uno sintió y las imágenes que uno imaginó se necesitan dos cosas: una sensibilidad artística exacerbada y un manejo del lenguaje cinematográfico que pocos tienen. De las 19 (casi todas excelentes) películas que vi durante el festival, Güeros fue la que más me conmovió por su sencilla belleza cotidiana, sus sentimientos sin sensiblería, su audacia e imaginación.


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