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[ Letras ] DE CAMBIO

SUPLEMENTO DE CULTURA DE CAMBIO DE MICHOACÁN | NUEVA ÉPOCA | COORDINADOR: VÍCTOR RODRÍGUEZ MÉNDEZ | 11 DE MARZO DE 2017 |

Pasajes literarios Entre convicciones te veas POR RAÚL MEJÍA | PAG. 2

Cómo comencé a escribir RELATO POR GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ | PAG. 4

Esto automático DIARIO SIN CABEZA POR ERNESTO HERNÁNDEZ DOBLAS | PAG. 5

Gabriela Mistral: «La prefieren loca que lesbiana» ARTÍCULO POR ANA PAIS | PAG. 6

Acicaladas A LA SAZÓN POR NETZAHUALCÓYOTL ÁVALOS | PAG. 7

Shakespeare y el periodismo ARTÍCULO POR PACO SÁNCHEZ | PAG. 8


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SÁBADO 11 DE MARZO DE 2017

Pasajes literarios Entre convicciones te veas POR RAÚL MEJÍA

Las convicciones son más peligrosos enemigos de la verdad que las mentiras Frase atribuida a Friedrich Nietzsche

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ace poco me ocurrió algo raro. Luego, cuando el asunto pudo acomodarse donde no hiciera tanto ruido, pensé en lo frágil que son las convicciones. Es más, si de alguien desconfío de inmediato es de aquellos seres superiores que viven fieles a sus convicciones. El asunto estuvo relacionado con una amiga con firmes, documentadas, comprobadas convicciones en el rubro del feminismo; sin embargo bastó un pequeño giro en la normalidad que le da sentido a los dogmas nuestros de la cotidianeidad y eso le dio cabida a la excepción a la regla de los inflexibles axiomas de cierta forma de transcurrir la vida y sus circunstancias. Esto fue un asunto de firmes convicciones propias de quienes suelen ven la paja en el ojo ajeno. El clásico “eso jamás lo haría” o “eso no me pasaría; es intolerable”. La experiencia arriba aludida me hizo buscar, entre mis libros, algún pasaje en donde lo “raro” de la experiencia quedara ejemplificado. Ubicaba la novela pero buscar esas palabras violentas entre las 187 páginas de la historia hubiera sido un despropósito… excepto porque la tecnología permite buscar (y encontrar) hasta lo que uno no quiere encontrar (y preferiría no buscar). Ahí estaban no sólo las palabras que me permitían el puente de la analogía, sino el párrafo completo, subrayado: Harriet hizo lo que nunca había hecho en su vida, se clavó como un ave frágil pero hambrienta entre los muslos de Arroyo, tomó entre sus labios esa cosa nerviosa, ascendente, medio llena, olió al fin la semilla extraña, lamió la punta de la flecha,

mordió, chupó, se tragó lo que antes sólo había estado dentro de ella pero ahora como si gracias a ese acto ella estuviese dentro de él, como si antes él la hubiere poseído y ahora ella lo poseía a él: ésa era la diferencia, ahora ella podría arrancar la cosa a mordiscones si lo quisiera y antes él podía clavarse como una espada y cortarla a ella en dos…

Leí el párrafo, me seguí en la lectura de esa novela y algo ocurrió. Al menos con esa historia, la magia se había roto. Entre el tipo que leyó Gringo viejo por primera vez (1986) y el sujeto que ahora releía algunas partes (2017) había una distancia y un tiempo de tres décadas. Ya desde entonces, los fiscales del buen gusto habían lapidado la historia del escritor Ambrose Bierce internándose en territorio mexicano para morir buscando una extraña eutanasia… y faltaban casi dos años para el demoledor texto de Enrique Krauze en la revista de Octavio Paz: “La comedia mexicana de Carlos Fuentes” (Vuelta, 139, junio de 1988). La historia me sigue gustando. Es más: Fuentes me sigue pareciendo un escritor fuera de lo normal y cada vez le encuentro más vetas explotables a, cuando menos, cuatro de sus novelas con las cuales se ganó un lugar en el olimpo. Para el caso de Gringo viejo, me importan poco las licencias que se tomó para que algunos hechos propios del sur de México él los haya puesto en el norte del país. Para efectos de este texto, la historia, el deseo carnal entre una estereotipada Gibson girl y un caricaturizado general revolucionario llamado Tomás Arroyo -con la presencia testimonial y trágica de un Ambrose Bierce liquidado por la vida- funcionan bien: no se debe jurar lealtad a los principios o (peor) a las convicciones frente a una experiencia tan irra-

cional como la pasión. Con ésta, las sabias palabras de Marx (Groucho) son contundentes: “Éstos son mis principios, pero si no le gustan, tengo otros”. Es más: ¿no es de lo más seductor (ya puestos en el terreno de la ficción teñida de crónica veraz de los acontecimientos) ponerme en el papel de Tomás Arroyo disfrutando una mamada a cargo de una metodista intachable? Podría, pero no fue así. Me tocó el papel del escritor. ¡Porca miseria! Apunto otros ejemplos de convicciones traicionadas, pero estás requieren un flashback y hago un rewind hasta un remoto pasado. Ahí estoy leyendo con avidez a un transgresor Charles Bukowski y, claro, me siento la encarnación de Chinasky en versión moreliana. Es más: para el momento de la perturbadora lectura ya había hecho las inefables incursiones que me revelaron los secretos de la noche y la vida como un outsider dispuesto a dejar todo… menos la beca que proporciona la familia: casa, comida, sustento. Fresa pues, pero Chinaski es ficción y yo también. Hoy, ese autor y su alter ego me parecen lejanos, extraños. Pasó, en parte, esto: la reiterada narrativa del feminismo permeó en mí y ya no puedo leer al buen Charles sin sentir un poco de pena (ajena y personal). No soltaré improperios sobre el autor de La senda del perdedor pero, al menos a mí, ya me perdió como lector. Apenas rescato algunos relatos breves de su vasta obra; por ejemplo, su relato “Deje de mirarme las tetas, señor” es magistral; no sé por qué lo relaciono con la canción de Lennon y McCartney: Rocky Raccoon. Sí, lo reconozco, soy un despreciable neoconservador y me parece que Bukowski despliega un machismo exacerbado. Un machismo que, en algún momento de los últimos treinta años se me diluyó, pero eso


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Mario Benedetti, Charles Bukowski y una portada de la novela Rayuela, de Julio Cortázar. En la página anterior, Carlos Fuentes.

no exime de las paradojas: los “principios básicos” del feminismo lograron germinar en mí –o eso creo–. Si eso operó en mí (un miserable macho arrepentido) apenas puedo imaginar el efecto que los discursos, luchas y reivindicaciones de ese movimiento causaron en la mayoría de las mujeres… sin embargo, frente a un deseo desmesurado, de esos que hacen perder el centro y que una persona se descomponga en sus puras partes independientes, aisladas, sólo queda la verdad desnuda de (otra vez) Groucho: “No piense mal de mí, señorita. Mi interés en usted es puramente sexual”. Uno puede convertirse en un simplón objeto de placer, ser “basureado”, sobajado y considerar la experiencia como altamente productiva (y si se puede, ¡que se

repita, que se repita, que se repita) y de ahí sale la moraleja: no te tomes tan en serio los axiomas por muy axiomas que sean. Si las matemáticas suelen equivocarse… imagínate la vida real. Lo mismo me pasó con una novela que leí hace más de cuarenta años. Me refiero a La tregua, de Mario Benedetti. Un autor que en la década de los setenta del siglo pasado se leía a escondidas si uno se preciaba de ser “un buen lector”. Leer al uruguayo de marras era la cima de la fresez más trepidante. Otro dato: en esa época era de muy buen gusto renegar de Octavio Paz, un vil “esclavo del imperialismo yankee”. Debo decirlo aunque a nadie le importe: nunca caí en esa provocación: Paz siempre me pareció, hasta hoy mismo, un

tipo excepcional, pero con Benedetti podían más las convicciones y éstas, en público, no se rompen ni cuestionan: el autor de Poemas de otros era una lectura para burgueses. Yo lo aceptaba, pero a escondidas lo leía. Volviendo a La tregua: las últimas páginas de la historia de un viejo llamado Martín Santomé y sus amoríos con una jovencísima Laura Avellaneda me agarraron de “salva sea la parte” en la fila de un banco para cobrar un cheque. Ya desde que me había formado, los acontecimientos apuntaban a un final de la historia poco convencional… y sí. Terminé la lectura. Cerré el libro con parsimonia. El mundo seguía tan indiferente como cuando Beatriz Viterbo murió pero yo estaba con los ojos


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anegados en llanto y opté por ponerme a chillar. No a grito pelón, pero casi: “¡ay, no mames, no mames, no puede ser!”, me decía todo devastado imaginándome al pobre Martín hecho pomada. Me limpié los mocos con determinación. Confiésolo: una chillada de esa magnitud sólo la experimenté doce años después con el final de la película Cinema Paradiso. ¡Ay, qué pena! Toda la virilidad, fuerza de carácter y seguridad que había logrado transmitirle a Araceli (una trigueña con unas nalgas donde el sol nunca llegaba al crepúsculo y un carácter muy divertido) se vinieron abajo. Ella terminó solidaria y muy dueña de la situación: “Ya, ya, tranquilo, sólo fue una película”, me confortó palmeándome los hombros. Yo empecé a balbucear “no sé qué me pasó; normalmente soy un tipo duro… y no me gusta bailar”. Traté de componer la situación pero fue inútil. Esa noche la perdí inmisericordemente. Y bueno, hace un par de años decidí releer esa novela de Benedetti. Sobra decir que para entonces yo ya tenía diez años más que Martín Santomé. Lo jodido es que el oficinista sigue igualito (igual Laura: fresca y trágica a la vez) y yo voy veloz y entretenido en “la parte baja de la sexta entrada”, o sea las seis décadas de vida. Cito otra vez a Marx el comediante: “Si sigues cumpliendo años, acabarás muriéndote”. Y sí. ¿Qué pasó? Pues me molestó la forma en que Martín reacciona cuando sabe que su hijo es homosexual: “Todo menos un marica en la familia”, más o menos eso dijo. No me había percatado de la fuerza del comentario (tampoco de los desplantes machistas de Bukowski). Me sentí obligado a disculpar al señor Santomé cuando regalé sendos ejemplares a dos mujeres (Laura y Julieta): “Por favor, clávense en la historia de amor; que no las distraigan los pequeños machismos por aquí y por allá”, les advertí. ¿Era necesario? No. Uno ni cuenta se daba de esas “sutilezas”. De hecho, con la perspectiva de tan solo cuatro décadas (o medio siglo si quieren) las cosas han cambiado muchísimo en “la narrativa de las relaciones”. Con las convicciones no se puede. Es hasta hoy que confieso mi poco aprecio por una novela muy importante en español: Rayuela. Alguien me convenció de leerla y lo hice. No provocó algo ni remotamente parecido a un cataclismo. No hubo fulguraciones. De hecho me dio hueva pero… ¿dónde está el guapo que podía decir semejante desacato en los setenta u ochenta? Lo digo ahora: envidio a quienes hipotecaron buena parte de su vida buscando a La Maga (los cronopios son otra cosa, vale mencionarlo). Finalmente confesaré mi incapacidad lectora (debo ir por ayuda profesional) frente a otra cima en español. El primero que me ponderó a este autor cuyo nombre les diré un poco más adelante, fue un amigo cercano: Gustavo Ogarrio. En largos monólogos que yo tomé como homilías, me trazó el camino directo que lleva de la narrativa de García Márquez a Los detectives salvajes de Bolaño. Luego me entregó, en distintos momentos, varios de sus libros con dedicatorias muy bonitas y cumplí leyéndolos sin la menor emoción. La culpa, si de eso se trata, seguramente es mía. Me parece un libro aburrido en extremo, pero junto a esta malograda recomendación de mi amigo, le debo agradecer otra que igual me ponderó y me dejó en las playas de las convicciones inquebrantables: Ricardo Piglia, de quien en otra ocasión les echaré un rollo.

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CREACIÓN

Cómo comencé a escribir Gabriel García Márquez

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rimero que todo, perdóneme que hable sentado, pero la verdad es que si me levanto corro el riesgo de caerme de miedo. De veras. Yo siempre creí que los cinco minutos más terribles de mi vida me tocaría pasarlos en un avión y delante de 20 a 30 personas, no delante de 200 amigos como ahora. Afortunadamente, lo que me sucede en este momento me permite empezar a hablar de mi literatura, ya que estaba pensando que yo comencé a ser escritor en la misma forma que me subí a este estrado: a la fuerza. Confieso que hice todo lo posible por no asistir a esta asamblea: traté de enfermarme, busqué que me diera una pulmonía, fui a donde el peluquero con la esperanza de que me degollara y, por último, se me ocurrió la idea de venir sin saco y sin corbata para que no me permitieran entrar en una reunión tan formal como esta, pero olvidaba que estaba en Venezuela, en donde a todas partes se puede ir en camisa. Resultado: que aquí estoy y no sé por dónde empezar. Pero les puedo contar, por ejemplo, cómo comencé a escribir. A mí nunca se me había ocurrido que pudiera ser escritor pero, en mis tiempos de estudiante, Eduardo Zalamea Borda, director del suplemento literario de El Espectador de Bogotá, publicó una nota donde decía que las nuevas generaciones de escritores no ofrecían nada, que no se veía por ninguna parte un nuevo cuentista ni un nuevo novelista. Y concluía afirmando que a él se le reprochaba porque en su periódico no publicaba sino firmas muy conocidas de escritores viejos, y nada de jóvenes en cambio, cuando la verdad —dijo— es que no hay jóvenes que escriban. A mí me salió entonces un sentimiento de solidaridad para con mis compañeros de generación y resolví escribir un cuento, no más por taparle la boca a Eduardo Zalamea Borda, que era mi gran amigo, o al menos que después llegó a ser mi gran amigo. Me senté y escribí el cuento, lo mandé a El Espectador. El segundo susto lo obtuve el domingo siguiente cuando abrí el periódico y a toda página estaba mi cuento con una nota donde Eduardo Zalamea Borda reconocía que se había equivocado, porque evidentemente con “ese cuento surgía el genio de la literatura colombiana” o algo parecido. Esta vez sí que me enfermé y me dije: ¡En qué lío me he metido!” ¿Y ahora qué hago para no hacer quedar mal a Eduardo Zalamea Borda?” Seguir escribiendo, era la respuesta. Siempre tenía frente a mí el problema de los temas: estaba obligado a buscarme el cuento para poderlo escribir. Y esto me permite decirles una cosa que compruebo ahora, después de haber publicado cinco libros: el oficio de escritor es tal vez el único que se hace más difícil a medida que más se practica. La facilidad con que yo me senté a escribir aquel cuento una tarde no puede compararse con el trabajo que me cuesta ahora escribir una página. En cuanto a mi método de trabajo, es bastante coherente con esto que les estoy diciendo. Nunca sé cuánto voy a poder escribir ni qué voy a escribir. Espero que se me ocurra algo y, cuando se me ocurre una idea que juzgo buena para escribirla, me pongo a darle vueltas en la cabeza y dejo que se vaya madurando. Cuando la tenga terminada (y a veces pasan muchos años, como en el caso de

Cien años de soledad que pasé diez y nueve años pensándola), cuando la tengo terminada repito, entonces me siento a escribirla y ahí empieza la parte más difícil y la que más me aburre. Porque lo más delicioso de la historia es concebirla, irla redondeando, dándole vueltas y revueltas, de manera que a la hora de sentarse a escribirla ya no le interesa a uno mucho, o al menos a mí no me interesa mucho.

La idea que le da vueltas Les voy a contar, por ejemplo, la idea que me está dando vueltas en la cabeza hace ya varios años y sospecho que la tengo ya bastante redonda. Se las cuento ahora, porque seguramente cuando la escriba, no sé cuándo, ustedes la van a encontrar completamente distinta y podrán observar en qué forma evolucionó. Imagínense un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija menor de 14. Está sirviéndoles el desayuno a sus hijos y se le advierte una expresión muy preocupada. Los hijos le preguntan qué le

(...) el oficio de escritor es tal vez el único que se hace más difícil a medida que más se practica.


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DIARIO SIN CABEZA pasa y ella responde: No sé, pero he amanecido con el pensamiento de que algo muy grave va a suceder en este pueblo”. Ellos se ríen de ella, dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el adversario le dice: “Te apuesto un peso a que no la haces”. Todos se ríen, él se ríe, tira la carambola y no la hace. Pago un peso y le pregunta: ¿Pero qué pasó, si era una carambola tan sencilla? Dice: “Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi mamá esta mañana sobre algo grave que va a suceder en este pueblo”. Todos se ríen de él y el que se ha ganado el peso regresa a su casa, donde está su mamá y una prima o una nieta o en fin, cualquier parienta. Feliz con su peso dice: “Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla, porque es un tonto”. “¿Y por qué es un tonto?”. Dice: “Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado por la preocupación de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo”. Entonces le dice la mamá: “No te burles de los presentimientos de los viejos, porque a veces salen”. La parienta lo oye y va a comprar carne. Ella dice al carnicero: “véndame una libra de carne” y, en el momento en que está cortando, agrega: “Mejor véndame dos porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado”. El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice: “Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se está preparando, y andan comprando cosas”. Entonces la vieja responde: “Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras”. Se lleva cuatro libras y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo en el pueblo está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice: “Se han dado cuenta del calor que está haciendo?”. “Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor”. Tanto calor que es un pueblo donde todos los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos. “Sin embargo —dice uno— nunca a esta hora ha hecho tanto calor”, “sí, pero no tanto calor como ahora”. Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un parajito y se corre la voz: “hay un pajarito en la plaza”. Y viene todo el mundo espantado a ver el pajarito. “Pero, señores, siempre ha habido pajaritos que bajan”. “Sí, pero nunca a esta hora”. Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo. “Yo sí soy muy macho —grita uno— yo me voy”. Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen: “Si este se atreve a irse, pues nosotros también nos vamos”, y empiezan a desmantelar literalmente al pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo. Y uno de los últimos que abandona el pueblo dice: “Que no venga la desgracia a caer sobre todo lo que queda de nuestra casa” y entonces incendia la casa y otros incendian otras casas. Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio clamando: “Yo lo dije, que algo muy grave iba a pasar y me dijeron que estaba loca”. Discurso pronunciado el 3 de mayo de 1970 en Caracas, Venezuela. Lo reproducimos a propósito de los ...

Esto automático ERNESTO HERNÁNDEZ DOBLAS i cuenta te das de lo enamorado que voy. De ala en ala me traes y a las banquetas me remito. Ando volando bajo tu batuta, bajo tu manto de virgen prostituta. Y ni cuenta te das. Me cae. Se siente gacho, pero así es esto y lo otro del amor, ese bendito invento que cruza infiernos de dos en dos. ¿Ves? Hasta poeta me ando sintiendo y sentando en brasas de once varas, Pero tú: ni en cuenta. Yo acá en mi monólogo de locos monos, atizado hasta el tope de adrenalina y quien sabe cuantas yerbas. Yerbas buenas, por supuesto. Ya volvía a tocar el tema del amor, ya me volví a dar. Esto ya parece vicio. Pero tu ni en cuenta me tienes, porque dices que eso del amor es un maldito invento patriarcal y que no quieres ni príncipes ni castillos y que, además, en una de esas igual y te haces lesbiana, para darle ahora sí en toda la torre al patriarcado en donde más le duele. Carajo. Todo está muy bien, pero del amor ni sus luces me cuentas. El amor es otra cosa, el amor es rebeldía también. Hemos marchado juntos por las calles, hemos ido codo a codo igual que poema cursi del Benedetti, hemos mentado madres y padres contra los machines, los misóginos, los que no saben ver en las mujeres otra cosa que carne de cañón, hemos compartido cama con otros y otras para demostrarnos que eso de la exclusividad es una forma de la esclavitud y que la libertad y el amor son sinónimos o no son nada más que cáscara de plátano para los incautos, hemos leído al derecho y al revés a la Beatriz Preciado, a la Simone, a la Butler y a las demás, los demós y los demés, hemos travestido nuestras identidades por dentro y fuera, por abajo y por arriba, por adelante y por atrás. Todo ello convencido yo, convencida tú, de que este mundo apesta si no lo ponemos a parir chayotes, si no lo ponemos patas para arriba con vocación de Kafka y le damos duro con lo que más le duele. Sí, todo muy bien. ¿Y el amor? ¿O cómo quieres que le llame a este chapulín que brinca de

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arteria en arteria como enloquecido, como brújula sin su cadabra? No entiendo. Nadie nos enseñó cómo se hace la revolución frente a eso que llamamos sentimientos y que cada vez está menos de moda. Hasta los poetas ya escriben sus poemas alejados de lo que les late como si de la peste se tratara, hasta los filósofos han decretado la muerte del eros en aras de un raciocinio abstracto instalado ya no en el mundo de la Idea sino de una especie de máquina fría y sin consecuencias, hasta los psicólogos y biólogos ya dictan cátedras con aires de suficiencia diciendo ante sus incondicionales auditorios que el amor “sólo es esto, sólo es lo otro, sólo es…”. Carajo. Nadie nos dijo como ser feministos y seguir amando con la fuerza de costumbre. Nadie nos dijo como ser libres sin perdernos los unos a las otras. Nadie nos dijo cómo salir de la cueva sin entrar en otra cueva de infinita mente. Hasta parece que ni me oyes. Yo acá dándote las tres y tú quién sabe dónde ya te fuiste. Ni cuenta te das que te amo. Por eso escribo estas palabras enrabietadas, en un esfuerzo último por cantar al pie de tu ventana sin parecer ni charro ni rondalla. Ojalá que puedas leerme algún día, prometo no llevarte serenata con la canción de los tacubos, que andan ya dizque arrepentidos por los feminicidios y decidieron quitar de su repertorio una rola tan nefasta. Un poco tarde los chavos, calladitos se ven más bonitos. Porque ahora que lo pienso bien creo que el rock es machista por naturaleza, pura energía queriendo demostrar-se músculos sonoros. No importa, te prometo buscar dos que tres rolas que no sean tan manchadas, te prometo romper todos mis discos de Elvis Presley. Aunque viéndolo bien ése no era tan masculino que digamos. Ya no me queda más espacio ni tinta que valga, repito la consigna: te amo. Ojalá podamos arreglarnos un día de éstos. Si después de todo lo que necesitas es una mujer que te comprenda, te apoye y te acaricie como nadie, no lo dudes: llámame.


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«La prefieren loca que lesbiana» ARTÍCULO :: La deuda de Chile con Gabriela Mistral, la latinoamericana que ganó el Premio Nobel de Literatura. POR ANA PAIS

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a Gabriela Mistral que se enseña en Chile es la madre y maestra, la poeta que invita: “Dame la mano y danzaremos; dame la mano y me amarás”. En las plazas –y hasta el billete de 5.000 pesos chilenos– Mistral es la mujer con los labios apretados y el ceño fruncido, vistiendo un traje de dos piezas y el pelo recogido en un moño. Y en el ámbito literario, los mistralistas tradicionales han llegado a llamarle “la divina” o “la santa”, alimentando esta imagen unidimensional y distante de la escritora, diplomática e intelectual más importante de la historia de Chile. Es cierto que la autora nacida en 1889 en la comuna de Vicuña, al noreste de Chile, defendió los derechos de los niños y la importancia de la educación, escribió poesía sobre la infancia, el amor maternal y la naturaleza. Pero también creó textos de una pasión ferviente, incluso de erotismo entre mujeres. En la intimidad, en sus cartas, videos y audios personales, Gabriela Mistral demuestra haber sido una persona más compleja de lo que indica el retrato oficial.

Secreto a voces La primera persona de América Latina en ganar el premio Nobel de Literatura –y la única mujer de la región que ha conseguido dicha distinción hasta el día de hoy– vivió en una época muy conservadora. Mistral “reunía todas las condiciones para ser discriminada”, le dice a BBC Mundo María Elena Wood, documentalista que ha estudiado principalmente los últimos años de vida de la poeta, desde que recibió el Nobel en 1945 hasta su muerte, en 1957. En primer lugar era mujer, un factor de discriminación socioeconómico hasta la actualidad. No en vano este martes, en el que se celebra el Día Internacional de la Mujer, el lema es “Por un planeta 50-50 en 2030: Demos el paso para la igualdad de género”. Wood explica que, además, Mistral provenía de una familia pobre del interior chileno, no tenía padre, era más alta de lo común y de rasgos indígenas, y tenía una personalidad conflictiva y fuerte. Por si todo esto fuera poco, dice, era lesbiana. En 2010 Wood estrenó Locas mujeres, un documental sobre la relación romántica entre Mistral y la estadounidense Doris Dana, basándose en 40.000 documentos personales de la escritora chilena. Su documental reveló lo que hasta entonces era un secreto a voces: Dana no era su asistente o secretaria, como se ha repetido hasta el cansancio en las biografías de la autora de Los sonetos de la muerte y Desolación. Dana era su pareja. Esto, según Wood, generó un conflicto en el mundo mistraliano tradicional. “La preferían loca que lesbiana”, dice la documentalista. La teoría de que Mistral “enloqueció” surge de la profunda tristeza y soledad que sintió la escritora tras el suicidio en 1943 a

Gabriela Mistral y Doris Dana.

los 17 años de su sobrino, Juan Miguel Godoy, a quien ella crió como hijo y llamaba cariñosamente Yin Yin.

“Mi querida maestra” Por sus tareas como escritora, intelectual y cónsul chilena, Mistral pasaba más tiempo afuera de su país que adentro. En 1946, tras ganar el Nobel, fue invitada a dictar una conferencia en la Universidad de Columbia, en Nueva York. Dana estaba entre el público. “Mi querida maestra”, dice la primera carta que Dana le escribió a Mistral, dos años después de aquella conferencia. “En la profunda ternura contemplativa y la fuerza de sus obras, el mundo ha encontrado en usted una maestra de sentido y una llama viva del arte más puro”. Con el escritor Thomas Mann como principal punto en común, ambas mujeres empezaron una relación primero profesional y luego sentimental, según se desprende de su apasionado intercambio epistolar publicado en 2012 por Penguin Random House bajo el título Niña errante. Cuando Dana se carteó por primera vez con Mistral tenía 28 años y estaba dando sus primeros pasos como escritora. La chilena era una autora consagrada de 60 años, que ya empezaba a tener problemas de salud.

Su relación epistolar abarca nueve años e incluye fragmentos de amor y pasión como estos, pero también hay dolor, reproches y pormenores de la vida cotidiana.

“Tú no me conoces todavía bien, mi amor. Tú ignoras la profundidad de mi vínculo contigo. Dame tiempo, dámelo, para hacerte un poco feliz”, dice una de las cartas de Mistral a Dana. “Yo me pongo en el viento y en la lluvia tierna, para que estos, viento y lluvia, puedan abrazarte y besarte para mí”, le responde la estadounidense, que luego se convertiría en la albacea de los bienes materiales e intelectuales de Mistral. Su relación epistolar abarca nueve años e incluye fragmentos de amor y pasión como estos, pero también hay dolor, reproches y pormenores de la vida cotidiana.

Negado hasta la muerte Mistral nunca tuvo interés de que se conociera su vida íntima. Era discreta, como indicaba la etiqueta de la época. Tuvo numerosas secretarias, mujeres educadas que la ayudaban en lo doméstico y financiero, pero también con el caos de sus poemas y textos escritos por doquier en pequeños papeles. De hecho, fue la propia Mistral quien inició el rumor de que Dana era su asistente. Dana, en cambio, negó directamente cualquier vínculo romántico entre ellas hasta la fecha de su muerte, en 2006. Sin embargo, como escribió en el epílogo de Niña errante su sobrina Doris Atkinson, la estadounidense “no hizo esfuerzo alguno por restringir el uso de las cartas ni dejó instrucciones al respecto”. Sólo había indicado que la totalidad del legado de la poeta debía entregarse a “instituciones apropiadas”. Atkinson decidió que dichas instituciones estaban en el Chile natal de Mistral y por eso en 2007 entregó al Estado 40.000 manuscritos, cartas, fotografías y objetos, entre otras pertenencias.


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Entre el pudor y la censura A fines del año pasado, el programa periodístico Chile en Llamas emitió en dicho país un capítulo llamado “Censura por razones de género”, que dedicaba diez minutos a Mistral. Allí, el escritor Juan Pablo Sutherland cuenta que en 2002 intentó incluir tres poemas de Mistral en la compilación A corazón abierto. Geografía literaria de la homosexualidad en Chile, de editorial Sudamericana. Sin embargo, la Fundación Premio Nobel Gabriela Mistral no lo permitió. “Es una censura que está ordenándole a la gente cómo leer los textos y eso lo encuentro más feroz”, dice Sutherland. Una década y media después, Jaime Quezada, escritor y director de la Fundación Premio Nobel Gabriela Mistral, declara a BBC Mundo: “Incluso todavía no me atrevería a decir enfáticamente que era lesbiana”. En su opinión, afirmarlo sería un “atrevimiento” y denotaría “cierta irresponsabilidad”. Por eso el año pasado Quezada criticó públicamente a la presidenta de Chile, Michelle Bachelet, cuando ella citó una carta de Mistral a Dana en el contexto de la promulgación de la ley de matrimonio gay en dicho país. “Nuestra Gabriela Mistral escribió a su querida Doris Dana: ’Hay que cuidar esto Doris, es una cosa delicada el amor’. Y lo recuerdo hoy porque a través de esta ley lo que hacemos es reconocer desde el Estado el cuidado de las parejas y de las familias y dar un soporte material y jurídico a esa vinculación nacida en el amor”, dijo entonces Bachelet. La Gabriela Mistral Foundation tiene una postura más tajante. “Como fundación nos dedicamos únicamente a su legado”, explica Gloria Garafulich-Grabois, integrante de la junta directiva de la institución con sede en Nueva York. “La importancia que tiene es por su obra literaria”, agrega Garafulich-Grabois. “La respetamos, pero no tocamos ese tema”.

El problema de infantilizar a Mistral En 2012, Pedro Pablo Zegers, editor de Niña errante, dijo al presentar el libro que su intención era bajar a Mistral del pedestal en el que ha estado durante 50 años, para así acercarla a la gente e incitar una lectura menos reduccionista de la autora. En este sentido, Quezada reconoce el problema de que “se sigue enseñando a Mistral como la autora de poemas escolares”. La ternura de su poesía prevalece frente a la amplitud plural de su trabajo intelectual, afirma. Por su parte, Wood cuenta que en su momento, durante la realización de Locas mujeres se preguntó si debía o no dar a conocer la vida íntima de Mistral. “El documental no admite dudas porque incluye una grabación de ellas diciendo que están juntas y se aman”, explica. La falta de conocimiento de “la verdadera artista” fue lo que la llevó a la documentalista a seguir con el proyecto audiovisual y a contar una faceta oculta de la única premio Nobel latinoamericana: “Es imposible entender la pasión de su poesía sin conocer las fuerzas internas que la movían”. © BBC Mundo (@_anapais)

Acicaladas A LA SAZÓN :: POR NETZAHUALCÓYOTL ÁVALOS ROSAS

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cicaladas es un adjetivo que corresponde a las carnitas bien doradas por fuera y suaves por dentro. De esta condición lujuriosa no había reparado en mi vida hasta que acudí a la fiesta de casorio de Los Güeros, par de sugestivas personas que convidaron cordial comilona en Pátzcuaro, Michoacán. La ocasión tuvo lugar en pétrea terraza acomodada en una posada llamada Casa en el Bosque; mesón encaramado en el cerro y con perfil promisorio hacia el lago. Este nicho albergó una fiesta luminosa, relajada, con honestas felicitaciones y entrañables discursos madurados al fuego lento de los años al lado de la concordia. Existió, además, un ingrediente reparador: una gastronomía selecta, vasta, esmerada, aunque sencilla y deliciosa. El que yo haya asistido en compañía de Itzi, una suave, graciosa y destellante mujer, cuyo nombre significa agua en lengua tarasca, no fue el motivo exclusivo para decir que es la boda en la que más a gusto me he sentido en mi jugueteada existencia. Concluyentemente: fue una celebración de amables caricias acicaladas al sol, aun por la noche. La comida tuvo una presencia descollada. El menú fue devotamente elegido. Correspondió a la providencia local y a la generosidad de los contrayentes en pos de consentir un gusto casual, campechano y antojadizo de la concurrencia; incluyendo, por supuesto, el de las visitas galas y chilangas. Hubo de entrada todo tipo de nueces y semillas afrodisiacas; también, quesos botaneros, tostadas y salsas. Además de las frescas cervezas, y los fogosos mezcales, se sirvieron: sopes, tortillas, guacamole, frijoles chinitos, queso Cotija y chiles morelianos al estilo capón. Definitivamente: ¡lo soberano fueron las carnitas! No se trataron de unas carnitas cualquiera tenían: color, prestancia y voluptuosidad. De un café lustroso aunque de una textura torrija. Poseían el codiciado punto exacto del sellado al estilo asado sudamericano; exacto, el que prodiga la conservación de los jugos por dentro. Así es que disfrutamos, a la sazón, de trozos de puerco crujientes y suculentos; magistralmente sazonados, al grado de que la gente no podía parar de chuparse los de-

dos y de preguntarse cuál era el secreto de estas lonjas en particular, pues se supone que no son asadas sino fritas en manteca. Pus nada. Ni los novios atinaron a despejar las dudas de los curiosos glotones respecto a las particularidades de tal agasajo carnívoro. A la postre, las tradicionales nieves de pasta y zarzamora endulzaron la ansiedad de los comensales; luego, los mezcales, el ron, los tintos y la música terminaron por disipar cualquier duda: era tiempo de abrazarse a las complicidades amistosas, a las añoranzas, a las bromas, y de abandonarse al mar de feromonas que flotaban sobre la pista de baile mientras un Dj Chafa hacía de las suyas erotizando a la comunidad. Un día después de la boda, de los besos mañaneros, y del café con bolillos de leña en el Camino Real, ya de regresó en Morelia, fui a visitar a Doña Bertha, mi madre y mentora. Le pedí, ávidamente, que me explicara qué tipo de alimento había exaltado el apetito durante las nupcias mexicanas de Yazmín y Silvain.

LA NOTA, LA RECETA, EL SECRETO “Ay mijo, pues se llaman carnitas acicaladas. Comúnmente son las más doradas, las que quedan al fondo del caso. Extraordinariamente son las que se guisan de manera tradicional en el estado y, de manera especial, por algunos maestros carniceros. En otros lugares del país nada más se cuecen en agua y luego se fríen. Acá se pasan directo a la manteca de puerco y luego se hierven en la misma grasa derretida, a la que se le pone leche o jugo de naranja -algunos ocurrentes hasta refresco le echan-. Se trata de modos particulares de condimentarlas y ablandarlas. Les llaman: “Estilo Michoacán”. Ahora te diré que existen cocineros muy detallistas y con secretos: algunos hacen cortes bien medidos, otros le agregan sabores cítricos. Para serte honesta lo básico para unas carnitas acicaladas es muy laborioso: cada pedazo se dora con poca manteca y por todos sus lados hasta que selle. Esto debe hacerse antes de sumergir todas las partes para freírlas por completo. Ya luego cada quién le pondrá su toque”.


8 | LETRAS ~ CAMBIO DE MICHOACAN

SÁBADO 11 DE MARZO DE 2017

CREACIÓN

Shakespeare y el periodismo Paco Sánchez

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mediados de los años ochenta, un grupo de periodistas españoles visitó algunos de los medios de comunicación más prestigiosos de los Estados Unidos y, por tanto, del mundo. Dos profesores de mi univer-sidad guiaban aquella expedición. Por supuesto, acudieron al Washington Post y pudieron charlar un buen rato con Ben Bradlee, el mítico director del Post, que capitaneó el equipo de investigación del caso Watergate. Los profesores decidieron aprovechar la ocasión para preguntarle a Bradlee qué haría él, si estuviera en su lugar, para formar mejor a los futuros periodistas que tenían como alumnos en Navarra. Bradlee habló enseguida y, sorprendentemente, dijo: “Hacerles leer todo Shakespeare”. El afamado jefe de Bob Woodward y Carl Bernstein no dijo nada sobre la importancia de formar periodistas agresivos, periodistas que supieran moverse en la calle, periodistas que supieran manejar con cuidado las fuentes de información, periodistas muy especializados, periodistas que dominasen la informática, los idiomas, el lenguaje judicial o el administrativo. Ni siquiera habló

de periodistas que escribiesen bien. Sólo dijo: “Hacerles leer todo Shakespeare”. Y además lo explicó. Ben Bradlee apuntaba con su frase a que en Shakespeare está casi todo lo que hay que saber sobre el hombre: sobre sus pasiones, sus virtudes y vicios, su anhelo permanente de felicidad y sobre cómo ésta se puede alcanzar o perder. Esto era lo más importante para el periodista más admirado del Planeta. Y tenía razón. Ante todo, un buen comunicador debe conocer a fondo el ser humano, puesto que éste es el objeto y el fin de sus mensajes. Nada interesa tanto al hombre como el propio hombre, como muy bien lo demuestran todos esos autores que han sabido tocar la esen-

Ante todo, un buen comunicador debe conocer a fondo el ser humano, puesto que éste es el objeto y el fin de sus mensajes. Nada interesa tanto al hombre como el propio hombre

cia de lo humano en sus obras y, precisamente por eso, son clásicos. Es decir, gente que tiene mucho que decir a todos los hombres y mujeres de todos los tiempos y de todos los lugares que quieran establecer un diálogo con sus obras. Ellos son los grandes comunicadores de todos los tiempos: amigos a los que debemos visitar con frecuencia. Pero no se aprende humanidad exclusivamente en los libros, ni siquiera principalmente en ellos. Sólo es capaz de entender lo genuinamente humano -y por tanto de hacerlo entender- quien se acerca siempre a las personas, no ya con respeto, sino incluso con cariño; quien procura tratar siempre a los demás, a cada hombre y a cada mujer, como fines en sí mismos y no como medios para alcanzar otros fines que siempre serán egoístas. El que procede así -el que trata a los demás como medio para sus propios fines- es un manipulador por muy dignos o elevados que sean sus propios fines. Y un manipulador es la antítesis de un buen comunicador . Publicado en Cuaderno de trabajo, 2006.


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