[ Letras ] DE CAMBIO
SUPLEMENTO DE CULTURA DE CAMBIO DE MICHOACÁN | NUEVA ÉPOCA | COORDINADOR: VÍCTOR RODRÍGUEZ MÉNDEZ | 24 DE SEPTIEMBRE DE 2016 |
Tiempo intervenido A propósito de la reciente exposición de Alejandro Delgado POR MIGUEL ÁNGEL CALDERÓN SOLÍS | PAG. 2
El último amor del príncipe Genghi Un cuento POR MARGUERITE YOURCENAR | PAG. 4
Adictos a los «likes» POR LUIS MEYER | PAG. 4
Actors Studio: vivir para actuar CINE POR SYLVAIN PROVILLARD | PAG. 7
Entrañas A LA SAZÓN POR NETZAHUALCÓYOTL ÁVALOS | PAG. 8
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SÁBADO 24 DE SEPTIEMBRE DE 2016
Tiempo intervenido A propósito de la reciente exposición de Alejandro Delgado POR MIGUEL ÁNGEL CALDERÓN SOLÍS*
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ablemos primero de esa sonora palabra: intervención. Acudamos al amo de los vocablos. El DLE observa diversas acepciones de ese interesante verbo: Intervenir: Examinar y censurar: Quizá queramos examinar la obra que hoy nos reúne, pero de censurar ni hablemos, o aquí mismo terminaría esta incipiente intervención. -Controlar o disponer: Me parece que tampoco está en nuestro ánimo el tomar control de esta exposición que, por cierto, ha tenido que pedir más posada que los Santos Peregrinos, pues las casas privadas o públicas piden más requisitos para exponer que un préstamo hipotecario, o muestran listas de espera más largas que el movimiento de aspirantes rechazados. -Dirigir, limitar o suspender: ¡Nada de eso! -Espiar: Vaya; esta opción parece mucho más atractiva. Venimos a espiar, a tratar de ver furtivamente, más allá de lo permitido, una obra que, aunque se ofrezca abierta y transparente, siempre dará pie a que la debamos ver con los ojos que no están en nuestra cara, sino en las ventanas inmensas y luminosas de la imaginación. Sintámonos espías de la obra y espías de quienes allí han quedado atrapados, primero en una límpida fotografía y ahora en una mezcla de materiales y de intenciones. Espiemos con el rabillo del ojo detectivesco el anhelo de la foto intervenida y atrapemos infraganti no al autor de un desacato sino al conspirador que recluido en su refugio ha convocado a cierto pasado para ponerlo a prueba. Espiemos eso y sintamos la adrenalina de la intromisión. -Dirigir los asuntos internos: Tampoco quisiéramos tal cosa. Aquí, venga a cuento o no, debo recordarles con amargura que nuestro país es especialista en intervenciones –no en hacerlas sino, desgraciadamente, en recibirlas, y de qué forma. Del historial desmesurado de intervenciones que han sufrido los mexicanos hay que destacar dos, venidas de naciones poderosas y prepotentes: la inicua invasión de los Estados Unidos de 1846-48. Una guerra particularmente cruenta, injusta, inequitativa y profundamente violenta y destructiva. Nadie puede saber con certeza cuántas muertes, enfermedades, hambrunas y desgracias causó, pero seguramente ha sido la peor intervención que nuestra historia haya registrado. Los daños y las tragedias regadas por el suelo nacional no podríamos contarlas. Baste decir que, sin el despojo que tuvimos al final se esa intervención, ocuparíamos en este momento el 7° lugar en superficie en el mundo,
después de Australia. La otra intervención odiosa y con marcas que no se han borrado hasta hoy es la francesa de 1862-67. Por ella tuvimos unos emperadores de importación, una lucha mortal entre los mismos hermanos mexicanos y una herencia de miserias, inestabilidad y rupturas que todavía no sanan. Nuestra experiencia es tan variada en es-
tas intrusiones que incluso tenemos en Churubusco un Museo Nacional de las Intervenciones, que no creo que haya en muchas otras partes del mundo. Pero, ¡qué estoy haciendo?, ¿hablando de este tipo de intervenciones? Bien, en primer lugar, ésta es mi intervención y puedo hacer un poco lo que quiera. Sin embargo, estoy hablando de intervencio-
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nes en el pasado y justamente vamos a hablar de intervenciones del tiempo, pues nos encontramos ante el Tiempo intervenido, título de esta muestra de Alejandro. Siempre llegamos a asomarnos al Tiempo, que no sabemos definirlo más que de forma indirecta, a través de sus siempre pasmosos efectos, pero no sabemos con precisión lo que es. Nos acompaña y finalmente nos mata sin que lleguemos a conocer el perfil del que nos aniquila. Las fotografías originales sobre las que se sustenta esta intervención de Alejandro son desde luego de su autoría y todas añejas, es decir que ha pasado una buena cantidad de tiempo desde que las conocimos. Casi todas ellas nacidas en el medio rural o suburbano, en blancos y negros que fijaron gestos y escenas en cierto tiempo que tampoco ya es el nuestro. El Artista ha querido intervenir al tiempo, creo que de diferentes formas y con miras diferentes. Se ha intervenido el propio tiempo retratado, el que pasaba en ese momento por caras, posturas, trabajos, aspiraciones, signos y vidas de los que allí quedaron inmovilizados. Ese tiempo se ha tratado, primero sacándolo de un cajón donde reposaba, y encarándolo. ¿Qué pasó con la sensación del momento del retrato?, ¿qué se hicieron las expectativas, los deseos, los sueños, las fatigas, que se encontraban allí? Esa ha sido la primera intervención del tiempo en esta entrega. La segunda, a mi parecer, es la interrogación del presente; pues esas imágenes pasadas son puestas en nuevo tiempo a través de la nueva participación del Artista que, no sin cierta videncia, se entromete en la vieja realidad que Él mismo ayudó a crear con su cámara y su oficio, y sale otra realidad, otra interpretación intervenida con los materiales de la tierra y de los hombres, con productos orgánicos y minerales, es decir con elementos con vida y sin vida, para forjar un manantial de imágenes que se han puesto nuevamente ante nosotros. Quizá la tercera intervención del Autor ha sido mucha más ambiciosa pues ha querido interpelar la misma substancia del tiempo, el tiempo del acto artístico y de su resultado, los tiempos de su hacer, su contingencia, sus permutaciones y posibilidades, el mismo tiempo que lo ha cambiado a Él mismo. Tanto el Arte como la Ciencia y la Filosofía –mucho antes el Arte que la Cienciahan querido desmadejar el hilo del tiempo. No lo hemos logrado. No sé si alguna vez el hombre lo logrará. Por lo pronto, y a la vista, tenemos a alguien que sigue intentando inmiscuirse entre la potestad inefable del tiempo y nuestros enclenques alcances para observarlo y transmutarlo. * Texto leído en la apertura de la muestra Texto intervenido de Alejandro Delgado, que se exhibe en el foro La Mueca (Aquiles Serdán 797, Morelia).
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Las fotos forman parte de la muestra Texto intervenido de Alejandro Delgado, que se exhibe actualmente en el foro La Mueca.
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Adictos a los «likes» ARTÍCULO :: Uno de cada cuatro usuarios miente en su estado de Facebook, según un estudio de Consumer Reports. POR LUIS MEYER
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cott es un tipo joven, bien parecido, con una novia guapa y un trabajo estable. Scott no es feliz. Al menos, en su vida real, porque en Facebook es la alegría de la huerta, el rey del mambo, ‘lo más de lo más’: desvirtúa su día a día para dar la imagen de lo que realmente le gustaría ser. Se muere por rascar likes (‘me gusta’), o lo que es lo mismo, que su entorno apruebe y admire a golpe de clic de ratón lo que expone en su muro. Si su vida se va al garete (lo echan del trabajo, su novia se escapa con su mejor amigo, se da a la bebida…), es lo de menos. Esta es la situación que describe el corto What’s on your mind? del realizador noruego Shaun Higton. Llevada al extremo, pero con la que muchos se identifican. Tantos, que ha sido un fenómeno viral en internet con casi 15 millones de visualizaciones. El título, en español ¿En qué estás pensando? , es la pregunta que hace por defecto la red social cada vez que un usuario se conecta. Uno de cada cuatro miente en su respuesta, según un estudio de la consultora Consumer Reports. También concluye que muchos llevan la impostura unos cuantos pasos más allá creando un perfil falso, vida apócrifas que incluyen todo aquello a lo que aspiran pero nunca alcanzarán. Como en El mito de la cavernade Platón, pero en lugar de una hoguera y las sombras que produce, en una red social son muros de píxeles y complejos lenguajes de programación los que proyectan un mundo idealizado y separan lo real de lo irreal. El documental Catfish expone a la perfección este fenómeno: rastrea (y destapa) la verdadera identidad de Angela, una joven estadounidense de 25 años que había creado 16 perfiles falsos en Facebook, alimentándolos durante un año e incluso provocando unos cuantos noviazgos. Uno de los que picó el anzuelo fue el realizador del documental. Ante las continuas negativas de ella (bajo el nombre de Megan) de verle o hablar por Skype, empezó a sospechar y decidió grabar
(...) la mayoría de los usuarios de una red social son permeables a lo que pasa en su muro… Y en los de los demás. sus pesquisas, hasta que dio con ella. En el documental, ella misma explica el porqué de los diferentes perfiles: «Muchas de las personalidades que surgieron eran fragmentos de mí. Fragmentos de lo que solía ser. De lo que quise ser y nunca fui… Y la mayor parte del tiempo no sé quien soy». Sería un error, sin embargo, circunscribir el falseo de identidades, cuando no el mero fantaseo, a las redes sociales. «En cualquier conversación en la barra de un bar con alguien a quien acabas de conocer, es habitual distorsionar un poco la realidad propia», afirma José Antonio Molina, doctor en psi-
cología, experto en adicciones y autor entre otros del libro SOS…Tengo una adicción (Pirámide). «Normalmente, se resalta lo bueno y se oculta lo malo, o se deja en un segundo plano, para causar buena impresión. Eso existe desde mucho antes de que se inventaran las redes sociales». El especialista, con todo, advierte del riesgo de idealizar todo lo que se ve en Facebook, de tomárselo demasiado en serio. «Hay que partir de que mucho de lo que la gente pone no tiene por qué ser real al 100%. Y saber relativizar esa información, no perder la noción de la realidad. Tengo un paciente que vino a mí porque tiene una seria adicción a los videojuegos. Los de hoy en día no son como antes: ahora crean auténticos mundos imaginarios, donde tú puedes elegir el personaje que quieras ser, y te aíslas de lo que te rodea, de lo que importa. Eso sí es un problema, porque se le está dando un mal uso. Lo mismo pasa con Facebook, aunque no creo que debamos ser alarmistas. Las redes sociales pueden ser muy prácticas si se utilizan bien». No todos piensan así. En países como China, Argelia o Corea del Sur han abierto clínicas de desintoxicación para tratar la adicción a Facebook. «Existe un peligro en la subestimación del daño de la adicción a las redes sociales en comparación al riesgo de drogas físicas», declaró el director de la clínica argelina a la publicaciónPlayground. «Yo sé lo que es un verdadero cuadro adictivo y creo que es una exageración hablar de Facebook en estos términos», dice Molina, «al menos, de momento». Sea como sea, la mayoría de los usuarios de una red social son permeables a lo que pasa en su muro… Y en los de los demás. Un estudio de dos universidades alemanas publicado por la agencia Reuters resalta que la fotos de las vacaciones, los éxitos laborales o, en definitiva, las «increíbles» (entiéndase en el doble sentido del adjetivo) vidas de los demás provocan estados de envidia, frustración, sensación de soledad y enfado, al «comparar lo que se ve con la propia realidad de quien lo ve». El estudio pone las imágenes de otros usuarios de vacaciones como las que generan más resentimiento, seguido de los ‘likes’ que reciben los demás, las felicitaciones de cumpleaños o los comentarios positivos. Pero la conclusión más llamativa es que la envidia provoca que algunos usuarios suspendan su cuenta o reduzcan el tiempo que pasan en la red. Tal vez esta sea la mejor solución a la potencial adicción de la que alertan algunos. A menos que relativicen lo que están viendo y se den cuenta de que, en la mayoría de los casos, lo que muestra Facebook oculta una realidad menos rutilante. Como en el caso del pobre Scott. Tomado de http://ethic.es/ ©
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CREACIÓN
El último amor del príncipe Genghi Marguerite Yourcenar
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uando Genghi el Resplandeciente, el mayor seductor que jamás se vio en Asia, cumplió los cincuenta años, se dio cuenta de que era forzoso empezar a morir. Su segunda mujer, Murasaki, la princesa Violeta, a quien tanto había amado, pese a muchas infidelidades contradictorias, lo había precedido por el camino que lleva a uno de esos Paraísos adonde van los muertos que han adquirido algunos méritos en el transcurso de esta vida cambiante y difícil, y Genghi se atormentaba por no poder recordar con exactitud su sonrisa, ni la mueca que hacía cuando lloraba. Su tercera esposa, la Princesa del-Palacio-delOeste, lo había engañado con un pariente joven, al igual que él engañó a su padre, en los días de su juventud, con una emperatriz adolescente. Volvía a representarse la misma obra en el teatro del mundo, pero él sabía que esta vez sólo le tocaba hacer el papel de viejo, y prefería el de fantasma. Por eso distribuyó sus bienes, dio pensiones a sus servidores y se dispuso a terminar sus días en una ermita que había mandado construir en la ladera de la montaña. Atravesó la ciudad por última vez, seguido tan sólo por dos o tres adictos compañeros que no se resignaban a decirle adiós a su propia juventud. Pese a ser hora temprana, algunas mujeres pegaban el rostro contra los listones de las persianas. Comentaban en voz alta que Genghi era muy apuesto aún, lo que demostró una vez más al príncipe que ya era hora de marcharse. Tardó tres días en llegar a la ermita situada en medio de un paisaje fragoso. La casita se erguía al pie de un arce centenario; como era otoño, las hojas de aquel hermoso árbol cubrían el techo de paja con techumbre de oro. La vida en aquellas soledades resultó ser más sencilla y más dura todavía de lo que había sido durante un largo exilio en el extranjero, que Genghi tuvo que soportar allá en su juventud tempestuosa, y aquel hombre refinado pudo gozar por fin a gusto del lujo supremo que consiste en prescindir de todo. Pronto se anunciaron los primeros fríos; las laderas de la montaña se cubrieron de nieve, como los amplios pliegues de esas vestiduras acolchadas que se llevan en el invierno, y la niebla terminó por ahogar al sol. Desde el alba al crepúsculo, a la débil luz de un escaso brasero, Genghi leía las Escrituras y encontraba un sabor a los versículos austeros del que carecían, según él, los patéticos versos de amor. Mas pronto advirtió que la vista se le debilitaba, como si todas las lágrimas vertidas por sus frágiles amantes le hubieran quemado los ojos, y se vio obligado a percatarse de que, para él, las tinieblas empezarían antes de que llegara la muerte. De cuando en cuando, un correo aterido de frío llegaba rengueando hasta él desde la capital, con los pies hinchados de cansancio y de sabañones, y le presentaba respetuosamente unos mensajes de parientes o de amigos que deseaban ir a visitarlo una vez más en este mundo, antes de que llegara la hora de los encuentros infinitos e inciertos en el otro. Pero Genghi temía inspirar a sus huéspedes respeto o compasión, dos sentimientos que le horrorizaban y a los que prefería el olvido. Movía tristemente la cabeza, y aquel príncipe —en otros tiempos famoso por su talento de poeta y de calígrafo— enviaba al mensajero con una hoja de papel en blanco. Poco a poco, las comunicaciones con la capital se fueron espaciando; el ciclo de las fiestas estacionales continuaba girando lejos del príncipe que antaño las dirigía con un movimiento de su abanico y Genghi, abandonándose sin pudor a las tristezas de la soledad, empeoraba sin cesar la enfermedad de sus ojos, pues ya no le daba vergüenza llorar.
Dos de sus antiguas amantes le habían propuesto compartir con él su aislamiento lleno de recuerdos. Las cartas más tiernas provenían de la Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen: era una antigua concubina de no muy alta cuna y de mediana belleza; había servido fielmente como dama de honor a las demás esposas de Genghi y, durante dieciocho años, amó al príncipe sin cansarse jamás de sufrir. Él le hacía visitas nocturnas de vez en cuando, y aquellos encuentros, aunque escasos como las estrellas en la noche de lluvia, habían bastado para iluminar la pobre vida de la Dama-del-pueblo-de-las flores-que-caen. Al no hacerse ilusiones ni sobre su belleza, ni sobre su talento, ni sobre la nobleza de su linaje, sólo la Dama entre tantas amantes conservaba una dulce gratitud hacia Genghi, pues no le parecía natural que él la hubiera amado.
Como sus cartas permanecían sin respuesta, alquiló un modesto carruaje y subió a la cabaña del príncipe solitario. Empujó tímidamente la puerta, hecha de un entramado de ramas; se arrodilló con una humilde sonrisa, para disculparse por estar allí. Era la época en que Genghi aún reconocía el rostro de sus visitantes cuando se acercaban mucho. Le invadió una amarga rabia ante aquella mujer que despertaba en él los más punzantes recuerdos de los días muertos, menos a causa de su propia presencia que por su perfume, que todavía impregnaba sus mangas, perfume que habían llevado sus difuntas mujeres. Ella le suplicó tristemente que la dejara quedarse al menos como sirvienta. Implacable por primera vez, la echó de allí, mas ella había conservado algunos amigos entre los pocos ancianos que se encargaban del servicio del príncipe y éstos, en ocasiones, le comunicaban noticias suyas. Cruel a su vez contra su costumbre, vigilaba desde lejos cómo progresaba la ceguera de Genghi lo mismo que una mujer, impaciente por reunirse con su amante, espera que caiga por completo la noche. Cuando supo que estaba casi del todo ciego, se despojó de sus vestiduras de ciudad y se puso un vestido corto y de tela basta, como los que llevan
las jóvenes aldeanas; trenzó su pelo a la manera de las campesinas y cargó con un fardo de telas y cacharros de barro, como los que se venden en las ferias de los pueblos. Vestida de aquel modo tan ridículo, pidió que la llevaran al lugar donde vivía el exiliado voluntario, en compañía de los corzos y de los pavos reales del bosque; hizo a pie la última parte del trayecto, para que el barro y el cansancio le ayudaran a representar bien su papel. Las lluvias tempranas de primavera caían del cielo sobre la blanda tierra, ahogando las últimas luces del crepúsculo: era la hora en que Genghi, envuelto en su estricto hábito de monje, se paseaba lentamente a lo largo del sendero del que sus viejos servidores habían apartado cuidadosamente el menor guijarro, para impedir que tropezara. Su rostro, como vacío, ausente, deslustrado por la proximidad de la vejez, parecía un espejo emplomado donde antaño se reflejó la belleza, y la Dama-del-pueblo-de-las-flores-quecaen no necesitó fingir para ponerse a llorar. Aquel rumor de sollozos femeninos hizo estremecerse a Genghi, quien se orientó lentamente hacia el lado de donde procedían aquellas lágrimas. —¿Quién eres tú, mujer? —preguntó con inquietud. —Soy Ukifine, la hija del granjero So Hei —dijo la Dama sin olvidarse de adoptar un acento de pueblo—. Fui a la ciudad con mi madre para comprar unas telas y unas cacerolas, pues me voy a casar para la próxima luna. Me he perdido por los senderos de la montaña, y lloro porque me dan miedo los jabalíes, los demonios, el deseo de los hombres y los fantasmas de los muertos. —Estás empapada, jovencita —le dijo el príncipe poniéndole la mano en el hombro. Y en efecto, estaba calada hasta los huesos. El contacto de aquella mano tan familiar la hizo estremecerse desde la punta de los cabellos hasta los dedos de sus pies descalzos, pero Genghi supuso que tiritaba de frío. —Ven a mi cabaña —dijo el príncipe con voz prometedora—. Podrás calentarte en mi fuego, aunque hay en él menos carbón que cenizas. La Dama lo siguió, poniendo gran cuidado en imitar los andares torpes de las campesinas. Ambos se pusieron en cuclillas delante del fuego, que estaba casi apagado. Genghi tendía sus manos hacia el calor, pero la Dama disimulaba sus dedos, harto delicados para pertenecer a una muchacha del campo. —Estoy ciego —suspiró Genghi al cabo de un instante—. Puedes quitarte sin ningún escrúpulo tus vestidos mojados, jovencita, y calentarte desnuda delante de mi fuego. La Dama se quitó dócilmente su traje de campesina. El fuego ponía un color rosado en su esbelto cuerpo, que parecía tallado en el más pálido ámbar. De repente, Genghi murmuró: —Te he engañado, jovencita, pues aún no estoy completamente ciego. Te adivino a través de una neblina que quizá no sea sino el halo de tu propia belleza. Déjame poner la mano en tu brazo, que tiembla todavía. Y así es como la Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen volvió a ser amante del príncipe Genghi, a quien había amado humildemente durante más de dieciocho años. No se olvidó de imitar las lágrimas y las timideces de una doncella en su primer amor. Su cuerpo se conservaba asombrosamente joven, y la vista del príncipe era demasiado débil para distinguir sus canas. Cuando acabaron de acariciarse, la Dama se arrodilló ante el príncipe y le dijo:
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—Te he engañado, príncipe. Soy Ukifine, es verdad, la hija del granjero So-Hei, mas no me perdí en la montaña; la fama del príncipe Genghi se extendió hasta el pueblo y vine por mi propia voluntad, con el fin de descubrir el amor entre tus brazos. Genghi se levantó tambaleándose, como un pino que vacila, sometido a los embates del invierno y del viento. Exclamó con voz sibilante: —¡Caiga la desgracia sobre ti, que me traes el recuerdo de mi primer enemigo, el apuesto príncipe de agudos ojos, cuya imagen me hace estar despierto todas las noches!… Vete… Y la Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen se alejó, arrepentida del error que acababa de cometer. En las semanas que siguieron, Genghi permaneció solo, sufría mucho. Se percataba con desaliento de que aún se hallaba a la merced de las añagazas de este mundo y muy poco preparado para las renovaciones de la otra vida. La visita de la hija del granjero So-Hei había despertado en él la afición por las criaturas de estrechas muñecas, largos pechos cónicos y risa patética y dócil. Desde que se estaba quedando ciego, el sentido del tacto era su único medio de comunicación con la belleza del mundo, y los paisajes en donde había venido a refugiarse no le dispensaban ya ningún consuelo, pues el ruido de un arroyo es más monótono que la voz de una mujer, y las curvas de las colinas o los jirones de las nubes están hechos para los que ven, y además se hallan harto lejos de nosotros para dejarse acariciar. Dos meses más tarde, la Dama-del-pueblo-delas-flores-que-caen hizo una segunda tentativa. Esta vez se vistió y perfumó con cuidado, pero puso atención en que el corte de sus vestidos fuera algo raquítico y poco atrevido en su misma elegancia, y que el perfume, discreto pero banal, sugiriese la falta de imaginación de una joven que procede de una honorable familia de provincias, y que nunca vio la corte. En aquella ocasión alquiló unos portadores y una silla imponente, aunque careciese de los últimos perfeccionamientos de las de la ciudad. Se las arregló para no llegar a los alrededores de la cabaña de Genghi hasta que no fuera noche cerrada. El verano se le había adelantado por la montaña. Genghi, sentado al pie del arce, oía cantar a los grillos. Se acercó a él ocultando a medias su rostro detrás de un abanico y murmuró confusa: —Soy Chujo, la mujer de Sukazu, un noble de séptima fila de la provincia de Yamato. Me dirijo en peregrinación al templo de Isé, pero uno de mis portadores acaba de torcerse el tobillo y no puedo continuar mi camino hasta que llegue la aurora. Indícame una cabaña donde yo pueda alojarme sin temor a las calumnias, para que mis siervos puedan descansar. —¿Y dónde puede hallarse más resguardada una mujer de las calumnias que en casa de un anciano ciego? —dijo amargamente el príncipe—. Mi cabaña es demasiado pequeña para que quepan en ella tus servidores, pero pueden instalarse debajo de este árbol. Yo te cederé a ti el único colchón de mi refugio. Se levantó a tientas para mostrarle el camino. Ni una vez había levantado la mirada hacia ella, y por esta señal la Dama comprendió que se había quedado completamente ciego. Cuando ella se hubo tendido en el colchón de hojas secas, Genghi volvió a ocupar melancólico su puesto en el umbral de la cabaña. Estaba triste y ni siquiera sabía si aquella mujer era hermosa. La noche era cálida y clara. La luna ponía su reflejo en el rostro alzado del ciego, que parecía esculpido en jade blanco. Al cabo de un buen rato, la Dama abandonó su rústico lecho y fue a sentarse a su vez a la puerta. Dijo con un suspiro: —La noche es hermosa y no tengo sueño. Permíteme que cante una de las canciones que llenan mi corazón. Y sin esperar la respuesta cantó una romanza que le gustaba mucho al príncipe, por haberla oído
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antaño muchas veces en labios de su mujer preferida, la princesa Violeta. Genghi, turbado, se acercó insensiblemente a la desconocida. —¿De dónde vienes, mujer, que sabes unas canciones que gustaban en tiempos de mi juventud? Arpa donde florecen tonadas de otros tiempos, déjame pasear la mano por tus cuerdas. Y le acarició los cabellos. Tras un instante, preguntó: —¡Ay! ¿No es tu marido más joven y más apuesto que yo, muchacha del país de Yamato? —Mi marido es menos guapo y parece menos joven —respondió sencillamente la Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen. Y de este modo, la Dama fue, bajo un nuevo disfraz, la amante del príncipe Genghi, al que antaño había pertenecido. Por la mañana, le ayudó a preparar una papilla caliente y el príncipe Genghi le dijo: —Eres hábil y tierna, mujer, y no creo que ni siquiera el príncipe Genghi, que tan afortunado fue en amores, tuviera una amiga más dulce que tú. —Nunca oí hablar del príncipe Genghi —dijo la Dama moviendo la cabeza. —¿Cómo? —exclamó amargamente Genghi—. ¿Tan pronto lo han olvidado? Y permaneció sombrío durante todo el día. La Dama comprendió entonces que acababa de equivocarse por segunda vez, pero Genghi no habló de echarla y parecía feliz al escuchar el roce de su vestido de seda en la hierba.
A finales de otoño subieron las fiebres de los pantanos. Los insectos pululaban en el aire infectado Llegó el otoño, y convirtió a los árboles de la montaña en otras tantas hadas vestidas de púrpura y oro, aunque destinadas a morir en cuanto llegaran los primeros fríos. La Dama le describía a Genghi todos aquellos pardos grises, castaños dorados, marrones malvas, poniendo gran cuidado en no hacer alusión a ello sino como por casualidad, y evitando siempre parecer que le ayudaba demasiado ostensiblemente. Sorprendía y encantaba a Genghi inventando ingeniosos collares de flores, platos refinados a fuerza de sencillez, letras nuevas adaptadas a viejas músicas conmovedoras y lastimeras. Ya había hecho alarde de estos mismos talentos en su pabellón de quinta concubina, en donde Genghi la visitaba antaño, pero éste, distraído por otros amores, no se había dado cuenta. A finales de otoño subieron las fiebres de los pantanos. Los insectos pululaban en el aire infectado, y cada vez que se respiraba era como si se bebiera un sorbo de agua en una fuente envenenada. Genghi cayó enfermo y se acostó en su lecho de hojas muertas comprendiendo que no tornaría a levantarse. Se avergonzaba ante la Dama de su debilidad y de los humildes cuidados a los que la obligaba su enfermedad, mas aquel hombre, que durante toda su vida había buscado en cada experiencia lo que tenía a la vez de más insólito y de más desgarrador, no podía por menos de gozar con lo que aquella nueva y miserable intimidad añadía a las estrechas dulzuras del amor entre dos seres. Una mañana en que la Dama le daba masaje en las piernas, Genghi se incorporó apoyándose en el codo y, buscando a tientas las manos de la Dama, murmuró: —Mujer que cuidas al que va a morir, te he engañado. Soy el príncipe Genghi. —Cuando vine hacia ti no era más que una ignorante provinciana —dijo la Dama—, y no sabía quién era el príncipe Genghi. Ahora sé que ha sido el más hermoso y el más deseado de todos los hombres, pero tú no tienes necesidad de ser el príncipe Genghi para ser amado. Genghi le dio las gracias con una sonrisa. Desde
que callaban sus ojos, parecía como si su mirada se moviera en sus labios. —Voy a morir —profirió trabajosamente—. No me quejo de una suerte que comparto con las flores, con los insectos y con los astros. En un universo en donde todo pasa como un sueño, sentiría remordimientos de durar para siempre. No me quejo de que las cosas, los seres, los corazones sean perecederos, puesto que parte de su belleza se compone de esta desventura. Lo que me aflige es que sean únicos. Antaño, la certidumbre de obtener en cada instante de mi vida una revelación que no se renovaría nunca constituía lo más claro de mis secretos placeres: ahora muero confuso como un privilegiado que ha sido el único en asistir a una fiesta que se dará sólo una vez. Queridos objetos, no tenéis por testigo sino a un ciego que muere… Otras mujeres florecerán, igual de sonrientes que aquellas que yo amé, mas su sonrisa será diferente, y el lunar que me apasiona se habrá desplazado en su mejilla de ámbar la distancia de un átomo. Otros corazones se romperán bajo el peso de un insoportable amor, mas sus lágrimas no serán nuestras lágrimas. Unas manos húmedas de deseo continuarán juntándose bajo los almendros en flor, pero la misma lluvia de pétalos nunca se deshoja dos veces sobre la misma ventura humana. ¡Ay! Me siento igual que un hombre arrastrado por una inundación y que quisiera hallar al menos un rinconcito de tierra seca donde depositar unas cuantas cartas amarillentas y algunos abanicos de marchitos colores… ¿Qué será de ti cuando yo ya no exista para enternecerme al recrearte, Recuerdo de la Princesa Azul, mi primera mujer, en cuyo amor no creí hasta el día siguiente a su muerte? ¿Y de ti, Recuerdo desolado de la Dama-del-pabellón-de-las-campanillas, que murió en mis brazos porque una rival celosa se había empeñado en ser la única en amarme? ¿Y de vosotros, Recuerdos insidiosos de mi hermosísima madrastra y de mi jovencísima esposa, que se encargaron de enseñarme alternativamente lo que se sufre siendo el cómplice o la víctima de una infidelidad? ¿Y de ti, Recuerdo sutil de la Dama Cigarra-del-jardín, que me esquivó por pudor, de suerte que tuve que consolarme con su joven hermano, cuyo rostro infantil reflejaba algunos rasgos de aquella tímida sonrisa de mujer? ¿Y de ti querido Recuerdo de la Dama-de-la-larganoche, que fue tan dulce y que consintió en ser la tercera tanto en mi casa como en mi corazón? ¿Y de ti, pequeño Recuerdo pastoral de la hija del granjero So-Hei, que no amaba de mí más que mi pasado? ¿Y de ti, sobre todo, Recuerdo delicioso de la pequeña Chujo que en estos momentos me da masaje en los pies, y que no tendrá tiempo de convertirse en recuerdo? Chujo, a quien yo hubiera deseado encontrar antes en mi vida, aunque también sea justo reservar alguna fruta para finales de otoño… Embriagado de tristeza, dejó caer su cabeza en la dura almohada. La Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen se inclinó sobre él y murmuró temblorosa: —¿Y no había en tu palacio otra mujer, cuyo nombre no has pronunciado? ¿No era acaso dulce? ¿No se llamaba la Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen? Ay, recuerda… Pero las facciones del príncipe habían adquirido ya esa serenidad reservada tan sólo a los muertos. El fin de todos los dolores había borrado de su rostro toda huella de saciedad o de amargura, y parecía haberle persuadido de que aún tenía dieciocho años. La Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen se echó al suelo gritando, olvidando todo recato. Las lágrimas, saladas, arrasaban sus mejillas como una lluvia de tormenta y sus cabellos arrancados volaban por el aire como borra de seda. El único nombre que Genghi había olvidado era precisamente el suyo. Traducción de Emma Calatayud Tomado de la página http://www.uv.mx/gaceta/ Gaceta70/70/pie/Pie05.htm
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Actors Studio: vivir para actuar ENSAYO :: Desde su creación en 1947, el Actors Studio es la institución donde se han formado los mejores actores del cine hollywoodense: Marlon Brando, James Dean, Marilyn Monroe, Robert De Niro y muchos más han aprendido su oficio en este laboratorio de experimentación actoral, siguiendo el Método que Konstantín Stanislavski imaginó hace un siglo. POR SYLVAIN PROVILLARD sprovillard@hotmail.com Un gran actor es independiente del poeta, porque la esencia suprema del sentimiento no reside en prosa o en verso, sino en el acento con el que se suministra. Lee Strasberg
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i tuvieran que contestar a la subjetiva, compleja y absurda pregunta sobre quién es el mejor actor de cine estadounidense de todos los tiempos, ¿a quién escogerían? A menos que hayan elegido a un actor que recibió su educación actoral antes de los años 50, como James Stewart, Cary Grant o Humphrey Bogart, les apuesto que el nombre de su elección aparece en la siguiente lista: Marlon Brando, Al Pacino, Robert De Niro, Dustin Hoffman, Jack Nicholson, Sean Penn, Kevin Spacey, Tom Hanks o Paul Newman. El punto en común de estos indiscutibles grandes actores es que estudiaron, en algún momento de su carrera, en el famoso Actors Studio, verdadera institución que revolucionó la manera de concebir la actuación, tanto sobre el escenario como frente a una cámara.
Un cambio que vino del Este El método que trasformó al cine estadounidense tiene sus raíces en el trabajo de un actor y director escénico ruso llamado Konstantín Stanislavski. En 1906, una fuerte crisis personal y creativa lo llevó a repensar su arte y a escribir un manual en el cual desarrolló un sistema que el Teatro de Arte de Moscú adoptó a regañadientes en 1911. Este replanteamiento en la actuación consiste en hacer que el actor experimente durante la ejecución del papel emociones semejantes a las que experimenta su personaje. Para ello, el actor tiene que examinar a profundidad la psicología del personaje y relacionarla con la suya: el trabajo del actor ya no es solamente externo (verbal y gestual) sino que explora el mundo interior del personaje para trasmitir emociones de una forma más verosímil. Fue durante una gira del Teatro de Arte de Moscú en Estados Unidos en los años 20 que Stanislavski pudo compartir sus descubrimientos con algunos jóvenes actores y directores, entre ellos Lee Strasberg y Stella Adler, fundadores del Group Theater en los años 30 y luego directores artísticos del Actors Studio.
El Método no es un método Estos distinguidos maestros enriquecieron el sistema elaborado por Stanislavski en algo que se conoce hoy como el Método, siguiendo los sabios consejos del ruso: “Creen su propio método. No dependan servilmente del mío. Inventen algo que funcionará para ustedes, pero sigan rompiendo tradiciones, se los suplico”. El Método debe mucho al trabajo realizado entre Marlon Brando (actor pionero junto con Julie Harris, James Dean y Montgomery Clift) y su maestra Stella Adler, quien explica así su punto de vista sobre el trabajo actoral: “Define la diferencia entre tu comportamiento y el del personaje, encuentra toda justificación para las acciones del personaje, y luego continúa desde ahí para actuar
Lee Strasberg durante una de las sesiones en Actors Studio. Abajo, Marlon Brando.
desde ti mismo, sin pensar dónde termina tu acción personal y empieza la del personaje”.
Más que una escuela La apelación de escuela de actores no es la adecuada para definir el Actors Studio: legalmente, se trata de una organización no gubernamental; en los hechos, es un lugar de experimentos actorales, de talleres de investigación para actores y actrices tanto principiantes como confirmados. Además, es una institución que no solamente reúne a actores sino también a dramaturgos y cineastas. Los grandes dramaturgos estadounidenses del siglo XX, como Clifford Odets, Tennessee Williams, Arthur Miller, Edward Albee y Sam Shepard, han aprendido del Método para desarrollar sus personajes. En el cine, muchos directores influyentes como Elia Kazan (Al este del Edén, Nido de ratas, Baby doll), uno de los tres fundadores del Studio, Sydney Lumet (12 hombres en pugna, Tarde de perros), Mike Nichols (El graduado) y Arthur Penn (Bonnie y Clyde, Pequeño gran hombre), dirigieron a sus actores con pleno conocimiento de estas nuevas técnicas. Quizá la primera película exitosa que llevó los rasgos de esta revolución encabezada por el Actors Studio es Un tranvía llamado deseo, adaptada de la obra teatral de Tennessee Williams, dirigida por Elia Kazan y protagonizada por Marlon
Paul Newman en primer plano en el Actors Studio.
Brando, especie de padre espiritual de todos los actores adeptos al Método. Sin embargo, la trilogía de El padrino es la obra que mejor nos muestra cómo los precursores del Método (Marlon Brando, Eli Wallach y el propio Lee Strasberg) abrieron camino a una armada de grandes actores (Al Pacino, Robert de Niro y Robert Duvall) que les dieron réplica en la trilogía de Francis Ford Coppola. Hasta 1999 ignoré la existencia del Actors Studio, lo descubrí cuando, sentado frente a la tele y cambiando de canales para encontrar un programa mínimamente interesante, me topé con una entrevista de Paul Newman: el programa se llamaba Inside the Actors Studio. Desde este primer episodio se ha vuelto mi talk show favorito, no solamente por el prestigio de los invitados sino también por la inteligente y sensible forma con la cual el erudito anfitrión, James Lipton, lleva sus entrevistas. El formato es siempre igual: un recorrido por la trayectoria profesional del actor con anécdotas y cuestiones de fondo sobre su trabajo, seguido por la famosa lista de preguntas que hacía Bernard Pivot en su programa literario Apostrophes en Francia y, finalmente, una sesión de preguntas y respuestas con los alumnos del Actors Studio. Fue en uno de estos programas que Dustin Hoffman contó la anécdota más relevante en cuanto a esta nueva visión del trabajo actoral. En 1975, el actor estaba rodando Marathon Man al lado del mítico Laurence Olivier. Una mañana, Hoffman llegó cansadísimo y desvelado al llamado porque, en la escena que tenían que rodar, su personaje tampoco había dormido. Olivier, actor clásico y shakesperiano, le dijo a Hoffman: “Querido muchacho, ¿por qué no intentas actuar? Es mucho más sencillo”. Lee Strasberg defiende esta nueva forma de actuar de la siguiente manera: “Quienes critican el Método por el hecho de recurrir a la memoria afectiva del artista, no advierten ni aprecian hasta qué punto ésta interviene en todas las artes. La memoria afectiva es un elemento decisivo en cualquier creación. La diferencia entre el teatro y otras artes es que en
8 | LETRAS ~ CAMBIO DE MICHOACAN
SÁBADO 24 DE SEPTIEMBRE DE 2016
éstas el artista crea la memoria afectiva en la soledad de su propio ambiente; en las artes interpretativas, el artista debe crearla frente al público, en determinado momento y lugar”.
Un método para su locura Este dicho popular del idioma inglés, tomado de Hamlet, es también el título de un libro sobre la historia del Actors Studio. Es cierto que algunos actores han sido tratados de locos por la forma de sumergirse en sus papeles. Es el caso de mi actor favorito, Daniel Day-Lewis, quien no es estadounidense sino británico, pero que ha llevado el Method acting a un punto extremo. En Mi pie izquierdo, Day-Lewis vivió los cuatro meses que duró el rodaje en silla de ruedas, obligando el crew a darle de comer y a desplazarlo en el set. Para el papel de Gerry Conlon en la obra En el nombre del padre, pasó dos noches en la cárcel sin que lo dejaran dormir (método de tortura psicológica utilizado por la policía británica) y luego fue interrogado de manera violenta durante nueve horas; así pudo acercarse más a las vivencias y la esencia de su personaje. Esta discutible forma de trabajar ha, sin embargo, dado extraordinarios resultados: con su interpretación de Abraham Lincoln en la cinta de Spielberg, se convirtió en el primer hombre en ganar tres veces el Óscar al Mejor Actor. Evidentemente existen detractores del Método, los cuales critican que se enfoca demasiado en la parte emocional, dejando a un lado la parte vocal y el entrenamiento físico. En definitiva, lo que aconsejó Stanislavski ocurrió: todos los maestros originales del Actors Studio se distanciaron el uno del otro y cada quien reinterpretó el Método a su manera. Actuar es una cuestión tanta intelectual como física y emocional, tanta consciente como inconsciente. El Método introdujo a la actuación esta última parte que seguramente faltaba antes. “Actuar no es algo que uno hace. En vez de hacerlo, es algo que ocurre. Si vas a empezar con la lógica, puedes abandonar el oficio. Puedes tener una preparación consciente, pero tienes resultados inconscientes”, decía Strasberg. Una cosa es segura, Marlon Brando, Marilyn Monroe, Robert De Niro, Al Pacino, Daniel Day-Lewis y consortes encontraron su método.
Marilyn Monroe.
Entrañas A LA SAZÓN :: POR NETZAHUALCÓYOTL ÁVALOS ROSAS
L
a Noche de Burns conmemora al poeta más recordado de Escocia. Este festejo es el mejor pretexto para engullir uno de los platos más obscenos del hemisferio occidental. El haggis es el plato de honor al festejar, cada 25 de enero, el cumpleaños del bardo Robert Burns. Se trata de una orgía de vísceras picadas, sazonadas y chorreantes de jugo y grasa animal que, además, son embutidas en el estómago del propio cordero ¡Amén! Esta celebración al son de “escoceses del mundo: uníos” rinde homenaje a la vida y obra del ya mentado vate, así como a la cultura tradicional. En torno a la cena, se disfruta de literatura, poesía, canto, danza popular y, por supuesto, de whisky. Se trata de la tertulia escocesa por excelencia. Robert Burns (1759-1796) es el poeta en lengua escocesa más conocido del planeta. Su elegía Auld Lang Syne se canta tradicionalmente en los países angloparlantes como himno a la amistad o para una despedida. Burns es considerado pionero del movimiento romántico e inspirador del liberalismo en su patria. Es valorado por sus manifiestos republicanos y progresistas al abordar temas como el folclore, la vida en el campo, la pobreza, la sexualidad o los cánones de la Iglesia. La devoción de Burns por el suculento manjar que ahora nos convoca lo llevó a escribir Oda al Haggis, gesto poético sobre el acto sincero de enfrentarse a las profundidades carnales, y que, en parte, reza lo siguiente: “bienvenido sea tu honesto rostro regordete, ¡gran jefe de la raza de los embutidos!... Ustedes, poderes que cuidan la humanidad, y le sirven su menú, la vieja Escocia no quiere comidas acuosas, que salpiquen en platos, pero si ustedes desean su plegaria de agradecimiento, denle un haggis! En lo que respecta a tan predilecta pitanza podemos agregar que: su versatilidad le permite ser el guiso de mayor tradición en Escocia; además, ingrediente principal de numerosos platos contemporáneos. Hoy en día es fetiche privilegiado en muchos restaurantes, pubs y mesas navideñas por diversas comarcas de todo el Reino Unido. Puede ser disfru-
tado en su versión convencional, acompañado con purés de papa y de nabo; como relleno del Pollo a la Balmoral (pechuga henchida de haggis picante y envuelta en rebanadas de tocino dorado); o bien, con el carácter regio que le prodiga la salsa de whisky. El auténtico origen de la palabra haggis es un misterio. Existe la versión de que procede de la palabra escocesa “hag”, que significa picar o cortar. El plato también se ha relacionado con los vikingos, ya que las palabras “hagga” en sueco y “hoggva” en islandés son similares, aunque ambas significan picar o cortar. -¡Y aún hay quien duda!- De lo que sí hay certeza es de que los cazadores o campesinos escandinavos siguen aprovechando las entrañas de corderos o venados, preparando guisos muy parecidos al rechoncho escocés.
LA NOTA, LA RECETA, EL SECRETO Haggis tradicional de Ayrshire, Escocia: durante dos horas se hierven el corazón el hígado y los pulmones de un borrego. Se extraen, se pican, se revuelven y se sazonan con fino corte de cebolla, harina de avena y condimentos (sal, pimienta y nuez moscada). La mezcla se engrasa con manteca, se humedece en jugo de carne y se introduce en la tripa de la panza del propio animal. Se cose con hilo fuerte y se pincha un par de ocasiones para que no explote. Se deja otras tres horas cocinando en una cazuela con agua. Se sirve acompañado con purés de nabo y de papas. El gravy es opcional. Montalayo tradicional del estado de Hidalgo, México: es el guisado que marida con la barbacoa de hoyo. Las entrañas del borrego se pican y se adoban con una salsa de chiles huajillos y ancho; además, cebolla, orégano, pimienta y hierbas de olor. Con el revoltillo se rellena la panza de la bestia y se le hacen un par de pequeños agujeros para que salga el vapor. Esta pancita se pone por encima del resto de la carne y se le cubre con pencas de maguey. Ahí mero, dentro de la olla que está metida en la tierra y que se tapa a barro y canto, la carne se cuece entre seis y diez horas.