Ninguna parte de esta obra incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, mecánico óptico, de grabación o de fotocopias, sin permiso previo de los autores y en especialde la Fundación Observatorio Educacional. Se terminó de imprimir esta Primera Edición de 1.000 ejemplares en el mes de Mayo de 2015 Impresores: Fundación Observatorio Educacional ISBN: 978-956-9660-00-9 Autor: Luz María Del Valle Dávila Ilustración: Camila Antequera Carreño Coordinadores: Fresia Ledesma Calvo Manuel Torres Sagredo Impreso en Chile
Luz MarĂa Del Valle
Ilustraciones Camila Antequera
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Hace muy pocos años, en un colegio que no podemos nombrar porque es altísimo secreto, sucedió lo que ahora vamos a contar y esperamos que no les vaya a suceder a ustedes… Para que no les pase, sería bueno que leyeran muy, muy atentos.
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Este colegio, al que llamaremos Colegio Secreto, tenía niños y niñas, desde Prekinder hasta Cuarto Medio, era un edificio cuadrado con un patio interior bien grande de cemento. A las salas de clase se llegaba por amplias escaleras, y pasillos largos de baldosas rojas tan resbaladizas que los niños a menudo se sacaban los zapatos y hacían carreras de patinaje en ellas. En este colegio había niños de distintos colores y tamaños: rubios, castaños, pelirrojos; blancos, rosados y morenos; altos y bajos; gordos y flacos;
con voces agudas y graves; unos buenos para el deporte y otros para las matemáticas… en fin, que todos eran diferentes entre sí, como en todos los colegios, pero no parecían darse cuenta, porque se burlaban de los que consideraban diferentes. Esto también sucede a menudo en los colegios chilenos, así que, hasta ahora, nada de particular tenía el Colegio Secreto, pensarán ustedes…
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Lo mismo pensaba Agustín, un niño de 10 años que estaba en Cuarto Básico y se consideraba a sí mismo de lo más normal. Nunca lo habían molestado sus compañeros por la forma de su nariz o el color de su piel,no tenía malas notas ni grandes problemas. En clase se sentaba con su mejor amigo, Tomás, y estaba un poco enamorado (aunque no le pensaba contar a nadie) de la niña que se sentaba al otro lado, Natalia.
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En el recreo, aunque habitualmente jugaban al fútbol, a Agustín lo que más le gustaba era jugar a las escondidas. Los días lluviosos, cuando no salían al patio, los alumnos del Colegio Secreto tenían permiso para andar por los pasillos y las salas de clases y Agustín siempre proponía esconderse por todo el colegio. Era el mejor, nunca se escondía dos veces en el mismo lugar. Al principio disfrutaba llegando el primero a gritar “un, dos, tres por mí”, pero con el tiempo había descubierto que
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era más entretenido dejar que todos lo buscaran y lo buscaran hasta el final del recreo y entonces salía de su escondite muerto de la risa, ante las caras de sorpresa de todos. Era bien delgado y ágil, capaz de meterse en los lugares más insólitos, como en los cajones del laboratorio, los armarios de la sala de profesores o, incluso, una vez estuvo todo el recreo metido dentro de un gran mapamundi que estaba enrollado junto a la pared para la clase de geografía.
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Un día muy lluvioso y oscuro, Agustín estaba tratando de aguantar la risa acostado sobre una alta repisa de libros en la biblioteca. Sus compañeros lo buscaban entre las sillas y las mesas sin mucha esperanza. Había trepado con rapidez, sacado todos los libros de un estante y los había puesto sobre una mesa. Luego, medio ladeado, se había acostado se había acostado cuan largo era dentro de la repisa, a la vista de todos, pero como nadie busca a las personas en los estantes de libros, pasaban cerca, los veía a todos y nadie lo veía a él.
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gritos ahogados de terror se escaparon de sus gargantas. Agustín no se atrevió a moverse de su escondite. Estiró un poco el cuello y, por la ventana de la biblioteca, pudo ver una esfera negra gigantesca que ocupaba todo el patio interior girando sobre sí misma como un trompo. Irradiaba luz verde por abajo.
De pronto, se cortó la luz y hubo un ruido extraño, semejante a un silbido y luego a muchos, como un curso de niños aprendiendo una sola nota en flauta dulce. El sonido aumentó de volumen cada vez más, hasta que todo el colegio estaba en silencio escuchando atentamente. En medio de la lluvia, por las ventanas entró una luz verde intensa. Todos se agolparon para mirar y
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De la luz salieron unos hombres tambiĂŠn muy negros, sin pelo, boca ni nariz, vestidos con tĂşnicas blancas. Sus ojos eran verdes y enormes, con pupilas negras, y tenĂan por orejas unas aberturas a los lados. Caminaban sobre pies semejantes a los humanos, con los brazos
abiertos que mostraban manos nudosas de tres dedos. Se acercaron con gran rapidez a todas las puertas del colegio y entraron en todas las salas. Los niĂąos se apretaron contra las paredes, tratando de alejarse.
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Los profesores se pusieron delante de los niños para protegerlos. En la biblioteca, Agustín vio llegar uno de los temibles visitantes por la puerta. —Vayan todos a sus salas —dijo una voz que no era realmente una voz, sólo algo que todos entendieron dentro de sus cabezas. El extraño hizo gestos con sus horrendas manos de tres dedos como invitándolos a salir. Algunos niños gritaron y entonces entrecerró los ojos y ladeó la cara, como si estuviera saboreando
algo delicioso. Pronto se quedaron en silencio, y fueron saliendo al pasillo, temblorosos. Agustín seguía inmóvil en su escondite. Casi no se atrevía a respirar. Cuando sólo quedaban dos niños por salir de la biblioteca, uno tropezó y el monstruo se acercó.
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Entonces la bibliotecaria, una señora amorosa y regordeta que solía ser bien paciente y tierna, sacó fuerzas de alguna parte en su corazón y le gritó: —¡No te atrevas a tocarlo, bestia horrorosa! El extraño se tapó los oídos como si algo le doliera horriblemente, pero enseguida se enderezó, tomó a la bibliotecaria por un brazo y la empujó a salir con los niños. Luego cerró la puerta y se apoyó en ella un momento a descansar. Agustín vio que su color negro se ponía algo gris, como si estuviera enfermo.
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La puerta se volvió a abrir y entraron varios visitantes. Agustín pensó que lo verían en cualquier momento y su corazón latió con fuerza, pero se distrajo al darse cuenta de que podía entender lo que decían los visitantes. En realidad, no decían nada, más bien parecían lanzarse pensamientos unos a otros. Agustín recibía en su cerebro las imágenes y sensaciones. Eran pensamientos sin palabras. Pronto se dio cuenta de que, si ponía un poco de atención, comprendía bien el sentido de lo que estos extraños estaban “conversando”. —Son todos unos cobardes, tenías razón —estaba diciendo el último que entró por la puerta—, ¡Qué delicia! —Sí, es maravilloso, se siente el miedo por todas partes, hace tiempo que no comía tanto, ya casi
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no puedo más —respondió otro sobándose la cabeza hinchada. —Pero no bajen la guardia —dijo entonces el que había estado en la biblioteca— la bibliotecaria me enfrentó a pesar de su miedo, fue muy valiente, todavía me duele la cabeza. ¡Se atrevió a insultarme! Estos humanos son impredecibles, sobre todo cuando tienen otros más débiles a su cargo, hay que cuidarse.
—Bah, no te preocupes —respondió otro— hoy en día los niños no respetan mucho a los profesores, son respondones, mal educados, nada de tiernos. ¿Quién se enfrentaría a un extraterrestre temible por un niñito malcriado que le dice pesadeces y garabatos todos los días? Además, ya tenemos a todos los adultos encerrados y desmayados en el baño de profesores. Cuando despierten no recordarán nada. Los niños están ahora solos y aterrorizados. ¡Vamos a darnos un banquete de miedo! —No lo sé… yo no podría resistir otra voz valerosa. Creo que estoy enfermo. ¿Y si hubiera algún verdadero valiente entre todos estos niños? ¡Nos podría matar con su voz!
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la voz de un valiente… No cualquiera se atrevería a hablarles. Él mismo se sentía aterrorizado de sólo estar cerca de ellos. Tenía que encontrar a la persona más valiente del colegio. Alguien que fuera capaz de gritarles a estos seres horrendos. Asomó la cabeza por la puerta y vio las túnicas blancas doblar la esquina hacia la escalera. Seguro que empezarían por los mayores, que estaban en el último piso.
Agustín trató de no pensar nada propio, para que no lo detectaran, sólo abrió su mente a los pensamientos ajenos que entraban y entraban. Al final, los extraterrestres salieron y él se bajó de su escondite. Le dolían casi todos los músculos de tanto tiempo que estuvo inmóvil en tan incómoda posición. Se acurrucó detrás de un sillón y lloró un poco, abrazado a sus rodillas. El miedo y los nervios se apoderaron de él por un momento, pero después de unos minutos se sintió mejor. Si no había entendido mal, lo que necesitaban para defenderse de estos monstruos era nada menos que 28
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Moría de ganas de saber qué iban a hacerles, pero le aterrorizaba la posibilidad de que lo encontraran, así que corrió a su sala de clases. Allá encontró a sus compañeros sentados, pálidos y silenciosos, sin nadie que los vigilara. Se oía cada cierto tiempo una voz, que no era voz, sino pensamiento, que decía: —No se muevan de sus lugares y permanezcan en silencio o sufrirán las consecuencias. Cuando vieron entrar a Agustín, se sobresaltaron y luego le rogaron en susurros que se fuera a su lugar. Pero Agustín no lo hizo.
Se fijó en un punto verde arriba de la puerta y se lo señaló a sus compañeros. Ellos miraron en silencio y el punto emitió una luz que los iluminó a todos en sus sillas, menos a Agustín, que estaba junto al pizarrón. La “voz” volvió a pedir que todos permanecieran quietos y sentados, pero nadie apareció, así que Agustín se mantuvo de pie. Evidentemente, no podían verlo. Tomó un plumón y, en silencio, escribió en la pizarra un resumen de sus descubrimientos. Al final, en letras grandes, puso: 30
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Pronto todos, en un silencio tan perfecto que hubiera hecho feliz a cualquier profesor, sacaron papel y lápiz y propusieron nombres: hubo dos que se repitieron en todas las listas: el campeón de judo, que se llamaba Julián Romo, de Segundo Medio, y el niño mayor del colegio, Alberto González, que había repetido Tercero Medio tres años seguidos y ya sabía manejar (y por eso se creía con el derecho de tratar mal a todos los niños más chicos).”
Agustín sacudió la cabeza y escribió en el pizarrón que los extraterrestres estaban arriba, en el piso de Educación Media. Tendrían que encontrar un valiente de Básica. Todos se pusieron a pensar. Alguien levantó un papel con el nombre de Alejandro Rodríguez, el campeón de fútbol de Séptimo B, que además era bien bueno para pelear y siempre terminaba
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los partidos con tarjeta roja. Nadie lo había visto con miedo nunca. Agustín asintió y les hizo señas a sus compañeros para explicarles que iría a buscarlo. El Séptimo B estaba sólo dos salas más allá. Su corazón latió con fuerza, se acercó a la puerta mientras todos sus compañeros lo miraban angustiados. Salió y corrió por el pasillo oscuro, medio iluminado por el resplandor verde de la esfera gigante que flotaba afuera. Se escuchaba sólo la lluvia. Llegó a la sala de Séptimo B y entró sigiloso.
Los niños estaban sentados en sus pupitres, en perfecto silencio y con cara de terror, tal como sus compañeros de Cuarto y, probablemente, como el resto del colegio. La voz que no era voz también se escuchaba aquí. Cuando Agustín entró, todos se sobresaltaron. El muchacho buscó con la vista a Alejandro Rodríguez. Tenía la cabeza tapada con su mochila y estaba acurrucado en la silla como un gato. Agustín
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del armario, entre abrigos y trabajos de arte, pudo ver cómo este ser extraño se paseaba con los ojos casi cerrados de placer entre los niños que tiritaban de terror. Los muchachos estaban pálidos. De pronto, sin darse cuenta, el extraterrestre pateó una mochila que había quedado tirada en el suelo y de ella salió un libro de geografía. Agustín pensó: “ojalá este monstruo se fuera a otro país”, y luego trató de no pensar nada más por si el extraño llegara a leer sus pensamientos.
se sintió desfallecer. ¡Aquél súper futbolista y peleador grandote tenía más miedo que él! Escribió en el pizarrón algunas explicaciones y pronto los chicos de Séptimo ayudaron a pensar en algún valiente. Los nombres que salieron eran casi los mismos que habían propuesto sus compañeros de Cuarto. Agustín se estaba desmoralizando. De pronto, escuchó pasos en el pasillo y corrió a esconderse en un armario. Un calvo y negro visitante de túnica blanca entró en la sala. Los niños ahogaron algunos gritos de terror. Agustín sintió ganas de llorar otra vez y unas gotas de transpiración helada corrieron por su frente. Por una rendija 36
Pero no pudo. Su mente hiló un pensamiento tras otro: “otro país, como Rosa, la niña peruana… ” Entonces casi dio un grito de alegría. ¡Claro! ¿Cómo no lo había pensado antes? El extraterrestre emitió un pensamiento para todos: —Levántense de sus puestos y vayan al patio en silencio. Los niños obedecieron. Varios no pudieron
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evitar lanzar miradas al armario donde estaba Agustín. Él trató de no pensar en nada para no ser “escuchado”. Tiritaba de terror. Al fin la sala se vació y él salió del armario retomando su pensamiento. Pensaba en Rosa, la niña peruana de su curso. Ella había llegado el año anterior al colegio y, al igual que sucedía con otros extranjeros, los compañeros la molestaban continuamente. Se reían de su forma de hablar y le decían “la mono”, porque, según ellos, hablaba como “mono animado”. Además, cualquier cosa que hiciera equivocada o distinta se la hacían notar el doble. Si cometía un error en matemáticas, se reían de ella y le decían “los peruanos no
saben sumar” o cosas parecidas. En el recreo, casi siempre estaba sola. A veces algunas niñas jugaban con ella, pero a los dos o tres días le decían “ya no somos tus amigas” y se alejaban corriendo muertas de la risa. Pero Rosa no lloraba. Tiempo atrás había aprendido a resistir el nudo en la garganta y respirar profundo cada vez que tenía ganas de llorar. Sus papás habían viajado a Chile cuando ella era más pequeña y la habían dejado en Perú con sus abuelos. Aquí, en Chile, encontraron trabajo y, después de un año, Rosa tuvo que viajar sola en bus con sus dos hermanos menores durante varios días hasta atravesar la mitad de Perú y la mitad de Chile para reunir a la familia en Santiago.
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Agustín había escuchado alguna vez cuando los profesores le preguntaban cosas de su país. Ella se notaba nostálgica y triste al recordar, pues echaba de menos muchas cosas, pero no decía nada en casa, para que sus papás no se sintieran mal y para no preocupar a sus hermanitos. Llegaba con los pequeños de la mano cada mañana caminando sola, los dejaba en sus salas como si fuera una amorosa mamá y encontraba las fuerzas para estudiar y ser de las mejores alumnas en un
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colegio donde nadie se había portado con ella como un verdadero amigo. Agustín pensó que había que ser muy valiente para vivir sin tus padres por un año, luego viajar como adulta a cargo de tus hermanos y, por último, venir cada día a un lugar donde todos
te tratan mal, para cumplir con tu deber, a diferencia de otros niños que, sin tener ni la mitad de los problemas que tenía Rosa, se arrancaban o faltaban a clases a la menor ocasión. Un cierto remordimiento le atravesó la mente 41
cuando recordó que él también se había referido a Rosa como “la mono” varias veces y hasta la había imitado copiando su acento. —Ella es más valiente que ninguno de nosotros —se dijo en un susurro—, ¡es nuestra mayor esperanza! Salió sigilosamente de la sala y se dirigió al patio, donde ya estaban reuniéndose todos los niños debajo de la gran esfera negra. La luz verde le daba al colegio una apariencia irreal, como de pesadilla. Oculto detrás de las columnas del patio, en las sombras, buscó a Rosa con la mirada. Tal como había imaginado, mientras
otras niñas temblaban de miedo o lloraban, ella se mantenía firme, muy quieta, abrazando a sus hermanos que ocultaban la cara en su delantal. Agustín se preguntaba cómo llegar hasta ella cuando, de repente, la luz verde se concentró en un punto al centro del patio y la voz-pensamiento dijo: —Quédense donde están, ahora conocerán a nuestro líder y él les dirá lo que haremos con ustedes.
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Agustín pensó que no harían nada, que sólo querían intimidarlos cada vez más. Estaba claro que se alimentaban del miedo que produce no saber qué va a pasar. Cada niño seguramente estaba imaginando las cosas más horribles que su cerebro podía crear, tal vez mezclando ideas de películas de terror e historias de fogatas. Él también tenía mucho que imaginar al respecto, pero no tenía tiempo. Ahora los extraños estaban distraídos.
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Se arrastró por las sombras hasta llegar a los pies de sus compañeros, que lo vieron pero no dijeron nada, pues estaban concentradísimos tratando de ver qué saldría de la extraña esfera. Agustín llegó hasta Rosa y se levantó. La tomó del hombro y le habló largamente al oído, en susurros. Al final, ella, sin soltar a sus hermanos, lo miró directamente a los ojos y asintió, muy seria. Luego miró a los pequeños y a Agustín, como rogándole que los cuidara. Él entendió y asintió. Se estrecharon la mano como en un pacto inquebrantable y esta vez Rosa no pudo reprimir una lágrima solitaria que corrió por su
mejilla. Besó a sus hermanitos y se acercó, sin dejar de pensar en ellos, al centro del patio. De la esfera venía descendiendo un extraterrestre idéntico a los otros, salvo por que su túnica era verde. Apenas pisó el suelo, Rosa tomó aire y le gritó con todas sus fuerzas, casi en la cara: —¡Fuera de aquí, cobarde! En el silencio, el eco devolvió la voz de Rosa y le dio más potencia, como si tuviera un micrófono. El recién llegado se agachó tembloroso, parecía que un dolor intolerable le atravesaba el cuerpo. Los demás también se taparon los oídos y se
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agacharon, pero luego se abalanzaron hacia Rosa para hacerla callar. Ella recordó sus sueños de ser cantante y se imaginó que estaba en pleno Festival de Viña, que venían por ella sus fans, desde abajo, para tirarle osos de peluche y flores. Tomó aire y, como pudo, comenzó a cantar su canción favorita. Al principio desafinó un poco entre el susto y los nervios, pero pudo ver cómo todos los extraterrestres se retorcían de dolor. Pronto el resto del colegio la ayudó a cantar, y todas las voces se sumaron a la suya, algunas palmas marcaron el ritmo, algunos vítores clamaron su nombre. ¡El colegio entero cantaba con ella! La esfera negra comenzó a girar más rápido y los extraterrestres corrieron a ponerse bajo su luz. Varios cargaban compañeros inertes. La luz se los tragó como una aspiradora y la esfera se elevó por los aires hasta desaparecer entre las nubes de tormenta. Volvió la electricidad y el patio quedó iluminado. En el centro, Rosa ya no cantaba. Sólo sonreía mientras cientos de manos aplaudían, y otras tantas voces gritaban su nombre: “¡Rosa, Rosa, Rosa!” 46
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Sus hermanos corrieron a abrazarla y algunos compañeros los levantaron a los tres en hombros. Los pasearon por todo el patio, mientras los gritos de “Rosa, Rosa” sonaban sin parar. Alguien gritó “¡Viva Perú!” y en seguida otros exclamaron “¡Viva Chile y viva Perú!, ¡viva Rosa!” Agustín estaba fascinado. La transformación de Rosa era total. De ser una niña seria y callada, había pasado a ser una chica alegre y sonriente en apenas unos momentos. Por sus mejillas caían lágrimas,
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pero eran de felicidad. Levantaba los brazos en señal de victoria y sus hermanitos también. Mucho después aquel día, los profesores fueron liberados de su encierro, pero al despertar no recordaban nada, así que el colegio entero recibió un castigo por encerrarlos en el baño y decir mentiras. Ningún profesor recordó un solo momento de la visita extraterrestre y ningún apoderado quiso creer lo que los niños contaban. Pronto los alumnos del Colegio Secreto se acostumbraron a que su aventura sería eso, un secreto entre ellos. Pero este secreto los mantuvo
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más unidos, los hizo cómplices y compañeros de aventuras. Ahora tenían algo de lo que sólo entre ellos podían hablar. Los extraterrestres come-miedo nunca más volvieron a ese colegio, pero hay rumores de que han aparecido en otros. Quienes no lo han vivido, nunca lo creen, piensan que es sólo un cuento. Por eso, tengan mucho cuidado, y asegúrense de reconocer a sus compañeros más valientes, nunca se sabe cuándo los podrían necesitar…
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