Otras postales de la patria Camilo RodrĂguez Chaverri Poemas, relatos y artĂculos
Para Fabián Pacheco, Fernando Francia, Gabriela Cob, Karla Linares, Andrés Rodríguez, Mauricio Soto, Melissa Salas, Fernando Sánchez, Édgar Coto, Priscilla Barrantes, Diana Rojas, María José Gamboa, Esteban Gómez, Siu Leng Chan, Carolina Trejos, Viviana Binns, Zahyra Morales, Mónica López, David Rodríguez, María José Trejos y Pablo Heriberto Abarca, gente joven por la que le tengo fe a mi país.
La patria no es la tierra, sino las personas que la tierra nutre. Tagore Nadie es la patria. Ni siquiera el tiempo. (...) Nadie es la patria, pero todos lo somos. Arde en mi pecho, y en el vuestro, incesante, ese lĂmpido fuego misterioso. Jorge Luis Borges
EscribĂ todas las noches para ver si se me hacĂa costumbre eso de morirme a solas. Camilo Retana
La vida es muy peligrosa, no por las personas que hacen el mal, sino por las que se sientan a ver lo que pasa. Albert Einstein ¿Quién dijo que todo está perdido? Yo vengo a ofrecer mi corazón. Fito Páez
“Nadie puede contemplarse dos veces en tus ojos”. Mario Benedetti
Voy por la calle 12 de la capital de mi país. Aquí le llamamos la zona roja. Hay gente tirada en las calles, en los caños. He visto aquí personas con barba de muchos días y enaguas rotas, Elegantes a pesar de la ocasión, Mujeres con una chinga de cigarro Como para que la mano y la boca no pierdan contacto, Niños olvidados por el destino. Es mediodía. Es feriado. Todos salen de sus cuevas, Buscan un trago o un puro Para recobrar el espíritu de la noche. De un cuartucho con una puerta sale una muchacha. Se puso el mejor vestido para el día. Se ve muy vieja para su edad, Pero hace su mejor esfuerzo. Hay una pareja sentada en una acera. Ella levanta la mano. Ellos le devuelven el saludo. Sonríe. Me quedo con su sonrisa Cuando el semáforo en verde Me invita a pasar…
“Desde abajo se ve todo al revés. La superficie es un cristal brillante, y las ballenas vuelan”. Luis Puenzo
Todas las noches paso por esta esquina. Justo al lado de la puerta de un bar Hay un carretón con una cobija encima de lo que guarda. Un día vi unos pies, descalzos. Me detuve a observar aquellos pies. No eran dos, y se acariciaban. Desde entonces, saludo al amor que duerme bien A pesar del frío y la lluvia, Sobre el carretón, A pesar de los borrachos y las broncas. Ellos dos duermen ahí. Al lado los demás, entre cartones. Algún privilegio merecen por quererse tanto.
Una mujer en silla de ruedas Acompaña a los viejos que viven tirados en la acera. Ella no está tirada porque su condición no lo permite. Tampoco tiene cómo conseguir el trago de esta noche. Ya no vende el cuerpo porque nadie se lo compra. Nadie le da un cinco ni medio dólar por sus huesos. Pero los viejos de la acera la cuidan, la jalan, la meten y la sacan de los bares. Lo que piden en las esquinas de San José lo comparten con ella. Ellos dicen que trabajó en un burdel, que los hizo felices, que los recibió entre sus piernas… Dicen que también hay trago para ella. Aquella silla de ruedas es su trono. Ya era hora de que fuera la reina de alguien.
Siempre me detengo frente a estas viejas mujeres que salen de las cantinas de esta calle de putas. Es mi ruta de toda la vida. Me parecen viejas y tristes. Hasta cuando sonríen, los ojos las delatan. Siempre parece que pasan frío con esas ropas que nunca tienen la bondad de taparles las verdades de sus cuerpos. Estas mujeres nunca salen en la tele, sólo si las matan o ellas matan a alguien, en cuyos casos salen con la cara velada… Nunca nadie les limpia los dientes, ni hay médico que les imprima nuevas formas a sus senos. Son como pueden ser todas las mujeres. También hay hombres al lado de ellas, siempre más borrachos que ellas, siempre titubean más al dar el paso, y casi siempre caen primero. Pero me duele mucho más el semblante de estas mujeres. Será porque tengo la extraña certeza de que siempre pasan más frío.
Ando por El Paso de la Vaca. Son las cinco de la mañana. Vengo de bailar, y me puedo quedar dormido frente a cualquier poste donde me espere la muerte. Tengo claro que esa bicha negra y peluda Me puede estar esperando en cualquier esquina. Es que vive aquí, entre esta gente, Que corre por la calle peleándose una botella de alcohol, Que al final compartirán, Pero se matan de furia el día que encuentran a su mujer Entregada a una botella en el cuerpo de cualquiera.
Es de madrugada. Me salto una señal en rojo y veo al otro lado de la calle a una pareja que camina. Ella debe tener unos 50. Él no pasa de 25. Pienso qué joven es él para ella. Me detengo. Conforme se acercan, me da vergüenza mi extravío. Ella trastabilla al caminar, él la cuida. Ella levanta las manos, como dando un discurso, y las deja caer torpemente, de manera tan atroz que sólo lo permite la borrachera. Él simplemente la sostiene con más fuerza cuando ella habla. Pasan a mi lado, y él me saluda. Cómo se parecen. Me mira a los ojos y sigue. Su mirada no tiene por qué darme explicaciones. Caminan. Ella lo reprende por quedarse mirándome. A pesar de todo, ni la noche permite que deje de ser quien lo parió, y quien le cuida las gripes y las fiebres. Él apenas devuelve la cortesía.
Le dicen ´La Yegüita´. Duerme frente a la iglesia, en la estación abandonada, en medio de un montón de hombres. A su marido, los demás le llaman “Llama azul”. Ese apodo siempre me ha maravillado. Cómo es que un borracho se compara con el fuego. Sus amigos lo hermanan con el diablo. Dicen que cuando se despierta y alguno de los otros está encima de su mujer ruge como loco, le sale un ronquido de demonio, se pone de pie, se golpea contra las paredes y los ojos se le ponen rojos. Por eso lo llaman “Llama azul” y a ella le dicen “La Yegüita”.
Lo conocí en la calle, como todo el mundo, pidiendo entre los carros. Le decían “Yegüito” porque se sabe quién es su madre. Luego le pusieron “Cebolla” por el dolor que despide su cuerpo. Una vez lo llevamos a una clínica. Otra vez, comimos juntos en la feria del pueblo. Un día iba corriendo como loco. Lo detuve. Le pregunté que quién andaba detrás de él. Me dijo que lo perseguían unos monstruos azules. Otro día, andaba la cara rota porque chocó contra un poste en su carrera por escaparse de esos bichos que le mordían las orejas. Me contaron que apareció muerto debajo de un puente. Una vez lo vieron subido sobre su madre, frente a la iglesia, en la estación abandonada, donde siempre dormían. No lo puedo creer. No lo entiendo. Que nadie más me lo diga. Que descanse en paz mi amigo cebollita, que nunca más un bicho azul le siga los pasos.
Siempre me ha impactado la historia del hombre que arregla zapatos en esta esquina. Su taller está en medio de dos bares, y un prostíbulo está en la parte de arriba. Padece de diabetes y le cortaron las piernas. No tiene pies el zapatero que esta noche me mira. Con un zapato en la mano, alza el brazo y me saluda. A veces, cuando se enferma, su taller está cerrado, y algún borracho, tirado al lado de la puerta, lo cuida. Se sabe que alguien le lleva guaro a la casa y entonces sus sobrinos más cercanos lo visitan. De vez en cuando también se acuerdan y le preguntan por sus piernas.
Creció sacando a su abuela de la cantina. Bastaba con que saliera su madre al mercado para que la viejita se pusiera sus mejores trajes, se pintara los labios con un rojo brillante, se llenara del perfume más barato de la tienda del chino, y saliera ataviada con aretes de plástico y numerosas baratijas. Llegaba a la barra y pedía una cerveza. Sacaba un cigarro, con muchas dificultades lo encendía. Con más dificultades se montaba en la alta silla. Y fumando esperaba. Nadie la invitaba a salir. Nadie la invitaba a bailar. Cuando la hija llegaba, a él le tocaba ir a traer a la abuela. -Los hombres de ahora no saben querer, le decía. Él nunca entendió aquel ritual. Tiene derecho a no entenderlo, así como ella tiene derecho a jugar con los recuerdos.
No tiene cara de roedor. Que hay gente que la tiene. Tampoco parece peligroso. Más bien tiene la pinta de ser un borrachito inofensivo. Vive debajo de un puente. Dicen que se lava la cara con el agua apestosa del río, y que a veces le quedan las muestras en la barba. Pero aún así no entendía por qué le decían “ratero”. Me lo contó el hijo del dueño de la cantina. Su papá, que disfruta humillando a los chicheros, un día lo vio llorar por un trago. Acababa de matar una pequeña rata en la cocina. La trajo con la pala de barrer, Y se la puso en el mostrador. Le dijo que si se la comía, Le daba una botella de lo que él quisiera. El hijo del cantinero todavía recuerda Como se limpiaba la boca el “ratero”, Cómo se enjuagó con el primer trago…
Mide apenas poco más de un metro. Es una niña que envejeció sin crecer, una chiquita con arrugas. Hasta la voz parece de escolar. Vende lotería frente al edificio del correo y me contó que tiene dos hijos. No entiendo cómo pudo parirlos. Ni cómo pudo haber quien se acostara con una niña, por más arrugas que tuviera. En eso estaba cuando recordé que un tío tiene a un jardinero con el mismo misterio: es un niño con barba. Parece un duende. Ojalá que algún día se hayan encontrado y sea el papá de aquellos chiquillos.
Un hombre ciego orina todos los días frente a la antigua cañada, Sobre la avenida segunda de esta capital. Orina contra la pared con suma vergüenza, Como pidiéndole perdón a la gente, Como si pudiera tapar con su capa aquel acto urgente. Lo hace porque ya no hay en esa calle Quien le preste un sanitario. Orina justo al lado del sitio donde pide dinero con un tarro Que suena mucho cuando le caen las monedas. De tanto que hace sonar el tarro La gente se ha acostumbrado a regalarle ´menudo´. Cuando alguien le regala un billete, El hombre ciego lo toma como una señal del cielo Y se va para su casa antes de que llegue la lluvia. Cuando eso ocurre, se aguanta y no orina. Ese día, el hombre va aliviado, aunque ya no sepa ni por qué.
…un escritor sin vicios es aún peor que uno sin talento. María Montero
Es poeta. Se llama Óscar Castro. Estudió Sociología en Cuba y en la antigua Unión Soviética. Cayó en la calle porque se sentía solo. Sigue solo y en la calle. Duerme entre cartones en cualquier rincón Donde evada el frío y la lluvia. Uno de sus rincones favoritos está al frente de la antigua aduana, A l lado de la casa de mi abuela. Ahí lo conocí. Nos hicimos amigos. Ahora me cuida el carro. A veces cena con nosotros, y nos regala algún poema. Me hace recordar a Oliverio Girondo, el poeta argentino Que cambiaba poemas por comida. (Un día estuvo a punto De no comer, porque al dueño del comedor donde iba No le gustó el poema). Óscar recita conmigo poemas de Benedetti, De Jorge Debravo, de Rubén Darío... Si le gustaran los poemas a la gente de las esquinas, Donde los semáforos detienen a las personas al lado de los mendigos, Entonces Óscar podría recitar para recoger muchas monedas Y dormir en algún hotel barato, Que se llame ´El Príncipe´ o ´La reina de la noche´. Pero resulta que al poeta lo toman por loco, Y ahora que no toma ni fuma ni se mete coca, Creen que anda en la calle sólo porque le da la gana, Que no se baña porque le gusta el mal olor Y que prefiere hablar solo…
Anda descalzo. Tiene callos en los pies que lo protegen de los peligros. Es como un mulo de carga. Trabaja desde los seis años Ayudándole con sus compras a las señoras Que todavía saben que los mejores precios Están en el mercado central, Aunque no tenga los anuncios ni las luces de los ´malles´ (a esta palabra hay que castellanizarla, y quitarle una ´l´ que le sobra). No sabe leer ni escribir, y ya no tiene dientes. Todos se ríen con él, y lo saludan por su apodo, Pero en el mercado lo respetan, Saben que es parte del paisaje natural de su sitio de trabajo. Para los de afuera, los que no andan en el bajo mundo del centro de la ciudad, Adonde sólo se llega caminando, adonde ya no se llega en carro, Para los que no han venido aquí a comer ceviche, Una sopa de pescado o un helado de sorbetera, Seguramente este hombre les resulta un raro insecto humano. Son los mismos que, si lo ven en la calle, le dirían ´pobrecito señor, tan descalzo, tan campesino´. Lo que no saben es que es feliz jalando bolsas, que no quiere usar zapatos porque le aprietan los pies y que no ha necesitado leer ni escribir para ser feliz en este pequeño planeta, de una cuadra de diámetro, donde se encuentran la alegría, el dolor y las flores, se miran a los ojos y se dan la mano.
Cuando voy a comer un ceviche ´vuelve a la vida´, En el lugar más limpio de la ciudad (par a que vean que la gente humilde tiene pequeños privilegios), Me recibe un muchacho que trabaja sirviendo plátano cocido, Almejas, chuchecas y cambute Desde que tenía 13 años. Tiene poco más de 30. Me recibe con una sonrisa todos los jueves. Me pregunta por el trabajo y me habla de su chiquito. Ya está creciendo. Ya va para la escuela. Él quiere que estudie. Quiere que vaya al colegio, Que aprenda inglés para que atienda a los gringos Que vienen a negocios como este, Que se haga de plata y compre un carrito. Que tenga lo que él no tiene. En eso se queda viendo para afuera, Donde venden maní y las señoras pronostican Cuál número saldrá en los chances y en la lotería panameña, Y me confiesa que no, que quiere que su hijo sea feliz, Simplemente, Que eso es lo más importante. -Y vieras qué feliz que soy aquí, entre el ceviche y la corvina, concluye. Me anda el diálogo por la cabeza, le dio mil vueltas, y decido escribirlo, aunque no sea un poema.
Como mariscos en el único sitio donde los preparan para mí, Frente a mis ojos, con agua limpia. Apenas hay medio metro entre el sitio donde preparan el ceviche Y el lugar donde como, incómodo, pero a gusto. Detrás, un negro que echaron de Limón Me regala una canción de Bellafonte. Después dice que un negro es el blanco perfecto, y se muere de la risa. Es que ni él mismo se lo cree. Cuenta cuatro o cinco chistes, Y luego le saca lágrimas A esa caja mágica que es su quijongo. Este quijongo viene de Guanacaste, Lo hizo un anciano especialmente para él, Y el negro le agrega todo su sabor. En eso, alguien lo quiere echar de mi lado. Tenía que ser un policía. Se va el negro con su magia, y el sabor De la mezcla enorme que le regala a cualquiera, En cualquier lugar de la ciudad, Por unas cuantas monedas. Ni que fueran de oro sería suficiente para pagarle.
Una pareja de señores baila cumbia en el México bar. Yo voy a verlos, con el pretexto de que también bailo. Deben tener cincuenta años de bailar juntos. Pero esos pasos son nuevos, los inventaron hace veinte o treinta años. Eso que existe entre ellos en otros lados es conocido como ´feeling´. Él tiene barba, panza de cerveza y cara de pocos amigos. Ella detuvo el tiempo hace una década, Y decidió no ponerse vieja. Él me ve con malos ojos. Cree que me gusta su esposa. Si supiera que creo que bailando Inventaron esa música antes de que nos llegara De Colombia o seguramente del cielo.
En el parque central y en la plaza de la democracia Una marimba nos hace el favor de transportarnos. De la ciudad me escapo con mucho gusto Con la mano derecha en la cadera de una señora de 70 años, Delgadita, con olor a jabón azul, y a colonia Menen, Que baila la música de hace medio siglo Como si pudiera devolverse para ser de nuevo una chiquilla. Ninguna muchacha de mi edad me enseñaría a bailar así. Y en medio del baile, lejos de las presas, la bulla, el humo, La señora y yo nos sacamos el clavo, Y al carajo se fueron el estrés y el tiempo.
“Si usted en cambio preguntara qué no es poesía entonces sí podría imaginar como tiros al aire quince o veinte respuestas”. Mario Benedetti
Una única mujer me persigue en esta ciudad. Sólo lo hace los martes. Fue combatiente de la pequeña guerra civil del país. La guerra duró tres semanas, y ella estuvo ahí. Tenía 18 años, y ahora se acerca a los 80. Cocinó para los combatientes, Y también le sirvió a más de uno Para olvidarse de la muerte… Un tiro le entró por la sien y le salió por una oreja. Quedó un poco sorda, y ahora repite todo muchas veces. Pero tiene muy claro que fue combatiente, Cocinera de los soldados, y amante de algún general. Don Pepe Figueres le dejó una carta, Pero nunca le dieron su pensión. Me persigue porque se le está cayendo la casa. Cuando llueve, se moja. Cuando hace mucho viento, siempre le da frío. Y cuando le duele el estómago, tiene que hacer largas filas. Ahora quiere que le ´operen la panza´, Pero no tiene dinero y la fila en el seguro social Llega hasta el próximo año. Me lleva tres manzanas criollas en una bolsa. Yo le ayudo con lo que puedo, Y escribo aquí su historia, Una historia antipoética A mucha deshonra de mi país.
La primera mujer que votó en Costa Rica Vive en una casuchita pobre, en medio de la miseria. No hay quien le lleve ni pañales Para que no hieda a orines. La primera mujer que fue ministra en Costa Rica Vive en un hogar de ancianos, Y ninguno de mis alumnos universitarios ha podido decirme su nombre. La primera mujer que fue vicepresidenta de Costa Rica Y biógrafa de grandes personajes de nuestra historia Murió en medio de las ausencias. Su muerte pasó inadvertida. La prensa nacional le hubiera dado más espacio a la muerte de un perro atropellado por una patineta. La escritora para niños que fue periodista Una de las primeras periodistas del país, Murió, pero nadie se dio cuenta. A las once de la noche, En su velorio asustaban. El alma de ella estaba sola. Después dicen que somos civilizados, Y que Costa Rica es un gran ejemplo Porque las mujeres tienen cuotas de poder Para ocupar curules y llenar plazas estatales…
Fui a conocer el lugar como periodista. Era una porqueriza abandonada. Aquí le decimos una “chanchera”. Ahí estaban viviendo los viejitos. Les estaba yendo mejor. Antes vivían debajo de un puente. Dos misioneros se los llevaron para ese corral, Esperando que pronto pudieran encontrar un mejor sitio. Poco a poco, lo han convertido en un hogar. Ahora hay tres edificios grandes, Y los misioneros le han dado un cristiano final A un centenar de ellos. Seis años después de la fundación de este hogar para mendigos, Salido de las entrañas de un encierro para animales, Donde los viejos han sabido que la dignidad existe, El Ministerio de Salud amenaza con cerrarlo Porque no reúne “las condiciones higiénicas que exige la ley”.
Para Raquel y su perro, Raquelita Un travesti me pide dinero A la salida del mismo parqueo de siempre. Es de una esbeltez impresionante. DeberĂa enseĂąarle a caminar a las muchachas De los concursos de belleza. Anda con un perrito como el que tienen las barbies. Le doy algo siempre. No parece que consuma drogas. JurarĂa que la mitad de lo que recoge Lo gasta en su ropa Y la otra mitad en la ropa de perro. Ese es el orgullo de nosotros, sus contribuyentes.
Llevé a un niñito a ver los venados Que cuidan en un hotel. Le tapé los ojos Y le permití ver Hasta que teníamos Un venadito al frente. Aquello no lo asombró. No le generó sobresalto alguno. Ni siquiera hubo una sonrisa en su rostro para mí. Todo es culpa de Pluto y del Pato Donald.
Postales en blanco y negro
Que el mundo piense de nosotros lo que quiera, ese es asunto suyo. Si no nos coloca en el lugar que nos corresponde, si no cuando hayamos muerto, o quizรก, nunca, ese es su derecho. Nuestro deber es obrar como si la patria fuera agradecida, como si la vida fuera justa, o como si los hombres fueran buenos. Federico Amiel
En la zona sur, en sus mejores tiempos, en ocasión de un festival de deportes, no encontraron cal en las ferreterías. Entonces, demarcaron una plaza de futbol con leche en polvo. En el Caribe del país, para el tiempo de la langosta y el auge bananero, pedían guaro y ginebra para limpiar las mesas justo antes de servir el whisky. Son pequeños detalles que recuerdo mientras leo en el periódico una nota sobre la falta de dinero para becar a los muchachos que viven en la miseria.
La romería a Cartago de una tercera parte de la población adulta de Costa Rica es la única manifestación verdadera y genuina de esta democracia: caminan todos juntos y revueltos, de todas las clases sociales, sin privilegios ni diferencias, como antes iban todos a la escuela pública. Ahora no: los que pagan van a escuelas privadas, inaccesibles para la mayoría, escuelas donde aprenden a hablar inglés, van a campamentos de fin de año a Estados Unidos y se ganan las primeras plazas de las mejores universidades, mientras que los pobres van a escuelas sin aulas ni pupitres, reciben clases debajo de un árbol, se sientan en troncos, casi siempre tienen que salir antes de terminar el colegio y nunca conocen algo más que el dolor de la exclusión. Lástima que sólo una vez al año caminan todos juntos, los que tienen buenos zapatos y los que cada día andan más descalzos...
La pobre Virgen de los Ángeles, nuestra patrona, anda con lujos que ella no quiere y que no le pertenecen. No le lucen esos atuendos a una señora tan dulce y tan buena. A ver si alguien le roba toda esa ropa que lleva tan mal puesta nuestra chola. Apuesto lo que quieran a que le duele la piel de la vergüenza. Es tan bonita la virgen, una negrita tan sencilla, tan callada, tan fuerte, que por miedo a su poder y su belleza la esconden entre un montón de joyas. Denotan muy mal gusto. Dios debería enfurecer por la facha en que pusieron a la señora. Tanta parafernalia ostentosa y espantosa es muestra de un gran desprecio por la celestial belleza. Con desnudarla de lujos le harían un gran favor. Estoy seguro que la mamá del paraíso bien podría hacernos más milagros si la tuviéramos un poquito más holgada de atuendos.
La pobreza hiede. Uno la puede oler. Tiene una fragancia que la caracteriza. No sé cómo explicarlo. No puedo compararla con otros olores. Sólo que cuando huelo la pobreza, la reconozco al instante. La primera vez que lo hice fue en la casa, pequeño tugurio, donde pasan el tiempo los huesos viejos del único escritor de nuestro país que ha publicado más de cien libros.
Doña Ana cuida de los drogadictos de su pueblo, les prepara pan y café, los saca de sus cuevas, los baña y les limpia las orejas, les compra jabón y pasta de dientes cuando quieren internarse en una clínica, los visita en los albergues y hasta tiene un sitio para cuidar de ellos. Muchos le dicen ´mamá´ y la cuidan cuando anda en las oscuridades, en los antros, rescatando a otros como ellos. Aparte de esos muchachos a los que nadie más les tiende una mano, lo que hace Doña Ana no le interesa a nadie, ni al gobierno, ni a la prensa… Ella sería noticia solamente si la atropella un carro o la mata el marido. Solamente.
Don Godo visita todos los días a los señores del hogar de ancianos, todos los días los sube en su vehículo, les escucha las mismas historias de siempre, y como se las sabe de memoria, les agrega algún detalle o les hace una pregunta oportuna, por lo que cada quien jura que Don Godo fue su amigo de juventud, su compañero de andanzas… Cuando recibe su pensión, les compra un litro de guaro de contrabando, les hace una olla de frijoles con pellejo de chancho, y les da de comer todo lo que les prohíben las hermanas religiosas. Ellos son niños de nuevo y todo lo cuentan. Así que las monjas regañan a Don Godo, lo reprenden, y lo amenazan con prohibirle sacar a los viejos del asilo. Pero ellos mismos se encargan de que eso no ocurra. Hace unos meses, Don Godo me contó que dos de los viejos se hicieron novios y querían casarse. Ella tenía 89 años y él, 88. Ella llegó al hogar de ancianos con su marido, y quedó viuda en este lugar. Él está solo desde que tenía 40 años, hace medio siglo. Pocas semanas después de la muerte del marido, ella se enamoró de él. Él estaba enamorado de ella desde mucho tiempo antes. No hubo tiempo para pensarlo mucho: pronto quisieron casarse. Pero se opusieron las religiosas y un cura del pueblo. Para ellas, la señora tiene que guardar un luto severo por mucho tiempo. Para él, la ley de Dios impide unir la vida de dos seres si uno de ellos sigue casado ante los ojos del cielo, y resulta que el pobre novio no sabe qué fue de su primera esposa. Ni recuerda el nombre completo. El cura y las religiosas dictaron órdenes para que no les permitan hacer escenitas amorosas, y para que duerman en cuartos distintos. Como si estos viejos todavía pudieran pecar juntos… Hace unos días murió la señora. Anoche lo velamos a él. No soportó la pena. No pudo sobrevivir solo. Juro que la próxima vez que dos viejos de este asilo se enamoren, para un día en que Don Godo los saque a pasear a todos en un bus que le prestan cada mes con ese fin, robaré una sotana de cura, le pediré a Don Godo que los pase por alguna iglesia, y yo mismo los casaré. Uno tiene derecho a meter las narices en la belleza. Los casaré para que lo que una el amor, no lo puedan separar ni las leyes de Dios ni la muerte.
“canonicemos a las putas”. Jaime Sabines. Doña Virginia Gaitán tiene un apostolado en los prostíbulos de Limón. A sus 85 años, entra solita en cada sitio, regaña a los hombres que conoce, y echa afuera a los que son maridos de amigas de ella. Una vez que ha mandado a cada quien para su casa, se dispone a cuidar de esas buenas mujeres. Ella les dice ´las egipciacas´, en honor a una santa que se purificó recibiendo a los hombres con sus penas. Doña Virginia pelea con los dueños de esos lugares por los derechos de sus amigas. Quien ose quitarles más plata de la cuenta, se las ve con ella. También revisa que cada quien tenga su carnet del seguro, y que vayan a la clínica todos los jueves. Las mujeres le llaman a esa visita ´la revisión técnica´, y doña Virginia me lo cuenta muerta de risa. Ella les celebra todas sus ocurrencias con el mismo cariño con que les cura los hongos de los pies y de los genitales, las lava con plantas medicinales y jabones olorosos, y está pendiente del cuidado de sus hijos. A todos los chiquitos los tiene en la escuela con un sistema de becas que financia con dinero que aportan algunos comerciantes que creen en ella. En diciembre, les hace una fiesta. El único requisito es que cada quien venga con su familia. Ese día cierran los prostíbulos de Limón, y cada una de estas mujeres llega con sus hijos y su madre. Doña Virginia les tiene un ´San Nicolás´ a todos los chiquitos, regalos, arroz con pollo, coca cola y helados. Los pone a reventar una piñata y a jugar con los payasos. Cada una de ellas llega con una mudada nueva, que doña Virginia le ha enviado a cada quien, de acuerdo a sus gustos, preferencias y medidas. Antes que todo, rezan con ella, y después disfrutan de la música y el baile. Seguramente Doña Virginia se irá primero. Como tiene campo reservado en las alturas, allá esperará por sus “egipciacas”. Como se los ha demostrado la señora, todas saben que tienen cupo en el cielo.
Ella no quiso nada más con él. Le había pegado, la golpeó muchas veces contra la cama, contra la pila, contra la cocina. Ella aguantó mucho, pero cuando él golpeó a sus tres hijas, ya no pudo más. Le dijo que se fuera, y se fue. A ella le extrañó su silencio y su obediencia. A los días, cuando estaba ella en el trabajo y sus chiquillas en el colegio, volvió, abrió la casa, la roció con gasolina y le prendió fuego. Las dejó con lo que andaban puesto.
“Podrán robarse el violín, pero no se robarán la música”. De una canción del dúo cubano “Ad libitum”
“En este lugar se agradecen las escenas amorosas”. Así decía un rótulo en Chubascos, el restaurante que tenían en Moravia la fotógrafa Julia Ardón y el cineasta Víctor Vega. En ese lugar había una biblioteca maravillosa de libros nudistas, con fotos de los años 20 de mujeres sin ropa. Y todos los miércoles había una velada con poetas. Hubo noches de poesía erótica, noches de cuentos de misterio, noches de protesta social. Iban, sobre todo, escritoras jóvenes. Víctor murió para desgracia del país, y no pudo acompañar a Julia en la lucha sin cuartel que dio para que no le cerraran el negocio. Adujeron algún pretexto del seguro social o de los impuestos. Cuando me lo contaron, pensé en las inmensas fincas agrícolas de trasnacionales que no pagan impuestos y que tienen enormes deudas con la caja del seguro; pensé en los equipos de futbol que pagan millones en salarios y los esconden de los tuertos ojos de la ley; pensé en las corporaciones que nos deben cantidades irrepetibles porque le ponen otro nombre a las ganancias o las ocultan en un banco extranjero… Es que Chubascos era un sitio subversivo. Ahí rodaron un cortometraje sobre la corrupción en los ámbitos de la administración de la justicia, ahí cantaban Guadalupe Urbina y Luis Ángel Castro, muchas mujeres leyeron sus obras más ardidas y hasta un ex ministro de Seguridad Pública se puso a leer poemas. Por eso le cerraron el negocio a Julia. Había que cerrarle el paso a la poesía. Es peligrosa. Los poderosos saben que la poesía es su peor enemiga. Su revolución es subterránea e invisible. Podrán haber cerrado Chubascos. No importa. Le pueden prender fuego, si eso los hace felices. Ahí nos quedan Julia y las poetas.
“Es en la soledad cuando estamos menos solos”. Lord Byron
El pintor Rafa Fernández es el creador de las únicas princesas costarricenses, damas elegantes, que usan guantes y sombrilla, se hacen viento con la mano e inventan todos los días la palabra “belleza”. Son las únicas de su estilo en nuestro país. (Otras, en barrios exclusivos, quieren serlo, pero a veces ni siquiera parecen). Don Rafa también es el creador de unos fantasmas maravillosos, que se quieren bajar de las paredes de los museos, cuando uno visita sus ojos a solas o de noche. Ama la tauromaquia, tanto que ha ido transformándose en un toro de lidia. En medio de su bravura, un accidente cerebral casi lo desgaja de la vida. Estaba muy enfermo, grave, inconsciente. En eso su esposa recibe una llamada. Al otro lado del teléfono, la saluda el presidente de la república. Se pone a sus órdenes en ese momento tan difícil y le solicita que le permita apersonarse un instante para expresarle su afecto. Pocos minutos después, llega al hospital. Aparece en la puerta de la habitación. Va solo, sin cámaras, sin luces, sin grabadoras, sin guardaespaldas… Se acerca a la cama, toma la mano del pintor entre sus manos. Guarda silencio unos segundos. Después, le dice, “Don Rafa, le habla Miguel Ángel Rodríguez, vengo en nombre de un país que lo quiere y que lo admira. Don Rafa, nosotros lo necesitamos. Vengo a decirle que este pueblo le está pidiendo a Dios por su salud y que queremos que usted luche, porque usted todavía tiene mucho para darnos”. Acto seguido dio media vuelta, y se fue en silencio. La prensa no constató aquel encuentro. La esposa del pintor dice que, curiosamente, a partir de aquel día su marido mejoró. Hace unas semanas, en la recepción de la apertura de la exposición de las nuevas obras de don Rafa, las obras que ha creado después de la tormenta, viéndolo a él, en su silla de ruedas, con la misma dignidad desafiante del toro de lidia, pensé en Don Miguel Ángel. Ahora, ya de expresidente, ha tenido que permanecer en prisión preventiva. Ahí, donde estuvo, en medio del frío, el silencio y la soledad de la cárcel, las mujeres que inventó la mano de don Rafa lo acompañaron. Se escaparon de sus pinturas, y vinieron a cuidarlo, a darle calor. Le echan viento con sus abanicos y lo bañan con sus aromas, aunque él no sepa de adónde viene todo eso. No las ve, pero eso no importa. Es la única ocasión en que princesa alguna haya visitado esta cárcel. Ante la pregunta, la esposa del pintor me admitió que todas las mujeres de las obras que se yerguen en la sala de su casa desaparecen de las paredes por las noches. Es que el arte no se olvida de sus aliados.
Yolanda Oreamuno, Eunice Odio y Carmen Lyra (María Isabel Carvajal) son las más importantes figuras femeninas de la historia de la literatura costarricense. Nacieron con la desgracia de ser diferentes. El país las expulsó, no soportó tanta belleza, tanto talento, tanto ingenio, tanta rebeldía… A Yolanda el primer marido la contagió de sífilis, y el segundo le quitó a su único hijo para entregarla en bandeja de plata a la muerte… Murió lejos de la patria, con una sola novela publicada y muchas obras en espera. Casi todas desaparecieron. Dicen que uno de sus amores le quemó muchas páginas. A Eunice el rechazo la entregó al licor, y murió en México, sola, en una tina de mierda. Cuando la encontraron, había sido mordida por sus gatos. Seguramente también por las ratas. A Carmen Lyra la historia la recuerda por los cuentos de la Tía Panchita, y deliberadamente han querido arrancarle su influencia enorme en la legislación social de los años 40, que transformó a Costa Rica. Con sólo estudiar la historia de estas mujeres, entiende uno que ahora pasen inadvertidas la muerte de la primera mujer vicepresidenta y de una de las primeras periodistas y escritoras para niños. Con sólo pensar en Yolanda, en Eunice, en Carmen, entiende uno el porqué la primera diputada y primera ministra de la historia vive en un hogar de ancianos.
El poeta Jorge Charpantier murió solo, cayó en la cama, y nadie siquiera lo acomodó en el lecho. Falleció atravesado en su mortaja, acompañado únicamente por su perro, que estuvo con él hasta que fueron a recoger el cuerpo. El barrio se enteró muchos días después, cuando el mal olor delató a la muerte. Igual le había pasado a Eunice Odio en México, y a Constantino Lascares, el filósofo que puso a pensar a la universidad de nuestra capital en los años 60. Se enteraron de su muerte porque no llegó a grabar un programa de televisión, ni envió explicaciones de su ausencia. Había fallecido muchos días antes… Alguna vez había dicho que el verdadero precio de la libertad era morir solo. Pienso en ellos cada vez que entrevisto a algún artista viejo, a algún poeta solo, a algún pensador irreverente… Pienso en ellos cuando doy clases en la universidad y ninguno, absolutamente ninguno de mis alumnos sabe quiénes son ni qué hicieron por la patria.
Jorge Debravo es el poeta más importante en el corazón de nuestro pueblo. Murió a los 29 años en un accidente de tránsito. Era miope. Ya le habían advertido que no podía manejar motocicleta. Cuando conocí a sus papás, en un homenaje a la obra de su hijo, me sobrecogió su abrumadora sencillez. Por eso fui a visitarlos a Santa Cruz de Turrialba. Su casa estaba cayéndose a pedazos: el piso estaba hundido, una pared del comedor titubeaba con el paso de cualquier visitante, y en la cocina, apenas vi un anafre… Hice un escándalo periodístico, y le llevé el recorte de mi artículo a todos los candidatos a la presidencia. Pasaron dos años antes de que el presidente, también poeta, pudiera apurar los trámites para que tuvieran una casita decente. No faltó alguna poeta que dijera que no urgía construirles una casita, que, de por sí, habían vivido siempre y hasta envejecido en la pobreza, y ya estaban acostumbrados a vivir así.
Eran las dos de la madrugada de un sábado como cualquiera. Había unos cien mendigos en una esquina de la calle 12 de San José. Creí que era un pleito, o que había muerto alguien en una esquina, de frío, de hambre, de una sobredosis o un atropello. Quise devolverme pero la calle sólo tiene vía en una dirección. Puse primera en mi vehículo, aceleré y luché por dejar atrás el miedo. Cuando pasé al lado, quise ver para otra parte, por aquello del susto. Pero pudo más mi curiosidad, y entre todos los borrachitos vi a un hombre vestido de cura. Seguí mi camino con aquel hombre en la cabeza. Un kilómetro más adelante no pude más. Decidí regresar. O era un mendigo vestido de cura, para engañar a la gente en cualquier puerta de iglesia, o era un cura entre los mendigos. El sacerdote Sergio Valverde me recibió entre sus hermanos. Les lleva de comer, los confiesa, llora con ellos y trata de sacarlos adelante. Hay algo en él que le permite tener una cercanía auténtica con los mendigos. Cuando lo entrevisto, me cuenta que creció en la León XIII, donde ahora trabaja como sacerdote. Todos sus amigos de la escuela están en la cárcel. Allá va a visitarlos y a orar con ellos. Me cuenta que cuando era un niño, armaban unas mejengas de cinco contra cinco. Los dos equipos se peleaban por tenerlo. Sergio se preguntaba por qué aquello, si él siempre ha sido un mal jugador. Hace poco uno de sus amigos le confesó en la cárcel que todo se debía a que los líderes de los equipos apostaban una bolsa de marihuana. Cuando ganaba el equipo de Sergio, la bolsa era repartida entre cuatro y no entre cinco. Sergio goza con la historia, y aprovecha para recordarme que ya casi tiene listo un salón para la catequesis de los chiquitos de su barrio.
Pánfila es la perra que duerme entre los cartones que les sirven de cama y de cobija a los mendigos de los alrededores del antiguo cine Líbano. Está gorda y tiene el pelaje limpio, bonito, recién peinado. Duerme sobre la acera como si fuera un manto de plumas. Todos los borrachitos se ufanan en cuidar a Pánfila. Muchos ya no comen ni siquiera “las bocas” que dan en una que otra cantina. Pasan varios días sin comer. Pero siempre piden el pellejo de chancho y los menudos de pollo para Pánfila, y la han educado para que cague en otra acera, lejos del lecho colectivo. SI usted la ve en cualquier esquina de San José, juraría que es la perrita fina de alguna familia de dinero (¿sería?), que se extravió, y que tuvo la mala pata de caer en la sucursal del infierno en esta capital (que todas las capitales tienen alguna, por supuesto). Pero si uno se le acerca a alguno de los seres que sobreviven al frío de la noche entre aquellos cartones, Pánfila deja de ser una perrita elegante y bella y se convierte en una fiera, una perra feroz y, a juzgar por sus colmillos, muy peligrosa. Y el día que un comerciante le echó una olla de agua hirviendo, que por dicha cayó en la calle, pues Pánfila olió el peligro y corrió a tiempo, el escándalo de los borrachitos llenó media cuadra. Entre todos, casi le botan la puerta al imprudente hombre que osó poner en riesgo a la noble guardiana de los pordioseros de San José.
Tiene la cara quemada. Cuando era niño, unos tíos suyos se pusieron a jugar con un envase plástico de un galón, cortado en la parte de arriba para que sirviera para alimentar animales. Ahí comía el perro o el gato de la casa. Pero a alguien se le ocurrió echar gasolina, justo el día antes de que sus tíos se pusieran a golpearse, uno al otro, jugando, con el envase. Pasaron por el fogón, el envase se encendió, lo tiraron hacia atrás y voló por los aires hasta su cabeza. Del cuello para arriba todo es una terrible cicatriz. Sólo le quedó una pequeña mancha de piel en la barbilla, y cuando creció, se le llenó de pelo. Ahora tiene una mecha alucinante que le llega al ombligo. Es como el rabo de un nuevo bicho de la noche. Sobrecoge verlo sin camisa, debajo del semáforo en rojo, con una mano extendida. La gente saca un brazo largo, largísimo, lo más largo que pueden, con monedas en el extremo, y esperan que desaparezcan el poco dinero de la mano mientras ven hacia otro lado. La gente no lo puede mirar con indiferencia. No se puede. Los ojos no lo permiten. Él sabe que no lo miran porque los ojos de la gente no lo soportan. Eso es peor que el silencio o la hostilidad. Con las bolsas llenas de monedas llega a la cantina, bebe una cerveza sin detenerse, le entra a un trago de guaro, y rápidamente se embriaga. Cada día necesita menos tragos para emborracharse. Él sabe que la gente le tiene miedo y lástima. Eso lo lacera por dentro. Y él lo dice en medio de lágrimas, aunque sepa que nadie lo escucha. Lo dice cuando la borrachera se lo permite.
Guápiles, 1942 Una hermana le advirtió que él venía en “El Pachuco”, el tren que llegaba a Guápiles a mediodía. Ella ensilló la mejor yegua y se fue. Cuando él llegó, no más en la estación del tren, un amigo le contó la verdad de las cosas. No tuvo ni que abrir la puerta de la casa porque en ese tiempo en Guápiles las casas no tenían puertas. Vio que no estaba su mujer en la cocina, ni en el cuarto. Corrió al excusado, en medio del patio, y tampoco estaba ahí. Fue al corral y vio que no estaba la yegua. Ensilló el mejor caballo, y puesto al camino, tomó un atajo hacia el pueblo donde vive su suegra. Ahí tendría que estar su mujer. A las dos de la tarde la alcanzó. Ella lo vio venir, y quiso desbocar a la bestia, pero del susto no pudo. Él se acercó con rapidez, a la velocidad que pudo el caballo. A cincuenta metros de ella, sacó la rula, la alzó en el aire y se la dejó ir sobre la cabeza. Le lanzó la rula como si fuera a cortar una mata a raíz. Le cortó el cuello. La cabeza de la mujer quedó pegada al cuerpo por un pequeño trozo de piel, por un pellejo, como contó el curandero del pueblo, que sólo pudo sacarle las bolitas del collar, que le quedaron incrustadas en la garganta. Fue lo único que le hizo al cadáver antes de coser el cuello, para que la cabeza luciera lo mejor posible en el ataúd de madera que le hicieron su papá y sus hermanos con un roble que cortaron poco después de su muerte. Su hermana le advirtió que no se cortara el cabello tan corto, como si fuera un hombre, porque su marido podría enfurecer. Sin embargo, aprovechó que él salió a Turrialba en el tren de la tarde anterior a vender unos sacos de maíz, y se fue donde el barbero del pueblo, para que le quitara la larga cola de pelo, que ya le llegaba a las corvas, en la mitad de las piernas. Desde que se juntaron, su esposo nunca le había permitido cortarse el pelo. Su hermana lo recuerda llorando, mientras le lava la cara con agua de pozo, antes de vestirla para la vela. El marido pronto tuvo otra mujer, y le advirtió al barbero que si volvía a irrespetarlo, la próxima vez le cortaría a la cabeza antes que a ella. Murió muchos años después, sin que se hiciera justicia en la tierra. Le tocó a Dios vérselas con él.
William Hayden es el segundo en una familia de diez miembros. Su padre era alcohólico, su hermano mayor padecía una discapacidad. Tuvo que trabajar desde los 8 años. Vendía chances en los bajos del Banco Nacional. Suspiraba pensando que algún día Dios le permitiría trabajar en esa institución. Años después, siendo el mejor estudiante de su clase, tuvo que dejar el Liceo de Costa Rica para trabajar haciendo huecos y metiendo postes en la Compañía Nacional de Fuerza y Luz. El día más duro fue cuando entraron sus compañeros a clases, y dos de ellos pasaron a su lado y lo saludaron. Quería que se lo tragara la tierra. Pero nunca dejó de luchar. Entró a la U, ya casado, estudió Economía y Estadística, supo esperar y perseveró. Hoy es el exitoso gerente general del Banco Nacional. Colecciona quijotes. Ha leído diez veces la novela de Cervantes. Tiene más de 200 quiijotes entre la casa y la oficina. Él es uno de verdad.
Juan Rueda, el primer hombre que recibió un corazón por trasplante en Costa Rica, fue a visitar a la madre del muchacho que, en medio de la muerte neurológica, le cedió su corazón para que sobreviviera. Ella reaccionó huraña y esquiva. Miraba a Juan con un reclamo en los ojos. Pero, cuando entró en confianza, se sentó a su lado y sacando fuerzas del alma, le dijo, --Juan, ¿me deja escuchar el corazón de mi hijo? Acercó su cabeza y durante un rato escuchó con los ojos cerrados y las manos abiertas sobre el pecho de aquel hombre extraño, los latidos de esa bomba mágica que había pertenecido a su retoño fallecido.
Su amigo estaba retorciéndose del dolor. Tenía muchos meses de enfrentarse a una enfermedad extraña y perversa, y cada día estaba más cerca de la muerte. Aquella noche, ya no quería dar más batalla. Era tan grande el sufrimiento, que estaba dispuesto a morir con tal de encontrar alivio. Él se hincó junto a la cama. Abrió las manos y dirigió sus súplicas a Dios: --Padre, no te pido que le quites todo el dolor, sino que traslades la mitad de ese dolor a mi cuerpo para que juntos podamos soportarlo, Señor. Un sufrimiento compartido, Padre, entre mi amigo y yo. Te lo ruego. El enfermo escuchó la oración, soportó esa noche, y todas las amargas noches que le trajo su raro mal. La fuerza de su amigo revoloteó para siempre en su espíritu.
Poemirismo suma del periodismo y la poesía (artículos publicados en los periódicos Al Día, El Guapileño, Eco Católico y OJO)
Playones Me urge confesar mi amor por los playones. Los playones me urgen por dentro. Será que crecí entre el río Jilguero, una culebra de agua con nombre de pájaro; el Toro Amarillo, embravecido toro que se desboca como si fuera caballo loco; el Sucio, con sus dos caras, una más vieja que la otra; el Reventazón, un nombre tan indiscreto como sus berrinches, y el Pacuare, cuyo nombre me suena a bicho sin ojos... Será que en Guápiles hasta el bautizo del pueblo tuvo que ver con las bifurcaciones de un río. Será que me crecieron los ojos en una tierra donde el agua es la reina, una diosa que anda sin ropa, y así, desnuda, le perdió el miedo al tiempo. Será que el río es la nueva cara del mar, la cara secreta del océano. Será que es su rostro en cada paisaje que me ha anidado. Me pregunto qué sería de los ríos sin los playones. Qué sería del bosque sin esas marcas del cielo en sus muchas caras. Son arrugas, cicatrices, las pequeñas serpientes que surcan el rostro de la montaña, o sea, son joyas del tiempo, grandes cadenas con nudos que hablan a solas. Tan solo murmuran los playones, pero la cadencia es adictiva, perturbadora. La música es tan tierna que embriaga. Tan penetrante que aturde si uno se detiene y se percata de aquello que es mucho más que una sensación. En los ríos cada palabra del agua es un canto que apenas está naciendo. Nace y muere en el instante de un cuchillo de luz. Por eso los playones tienen vocación de boca prolongada, sin dejar de ser cara oculta y espalda. Eso es. Como espaldas. Campos abiertos, despejados, despojados. En su sencillez radica su belleza. Lo abarcan todo. Resumen el paisaje. Como para que el alma encuentre en ellos pista para alzar vuelo. En los playones la vista se eleva y aterriza. El ojo pide ayuda. De tanta alegría se siente impotente. La mirada se queda corta. Lo que se muestra es más grande que lo que se imagina. A la par de la mirada, el espíritu convoca al asombro. Uno suspira por dentro. La respuesta es una síntesis del contagio. Ante un playón, el río baila, la vida fluye, y yo me quedo con la sonrisa y el silencio.
Comer paisaje Me dijeron en una empresa que muchos padecen de estrés. Estábamos en una sala de sesiones. Hay una ventana que va de extremo a extremo, en lugar de la pared que da al exterior. Me había percatado que siempre estaba cerrada. Fui a abrirla. El atardecer estaba ardiendo. Las llamas del bosque parecían manchas incandescentes, soles enterrados en medio del verde libérrimo de la montaña. -¿Cómo pueden tener estrés con este atardecer de Santa Ana?, les pregunté. Uno de ellos me contó que tiene cuatro años de trabajar en ese edificio, y que nunca se había detenido a ver el atardecer. Ahí, frente a sus ojos, del cielo baja en abanico de colores el mejor remedio para su estrés. Hay ciertos detalles, rincones del día, retazos, ráfagas, paisajes, que nos generan la diferencia de todos los días. Cuando apenas estaba llegando a San José, mientras esperaba que cambiara un semáforo, pasaron dos señores de la mano. Dos hermanos, sin duda, de unos 80 años. Iban tan agarraditos que si alguno se soltara, se caerían. Esperé tres o cuatro minutos, hasta que pasaran de un lado al otro de la calle. Hay instantes de luz en medio de la ciudad. El semáforo en verde, pero sigo yo con los señores, quienes empiezan a bajar por una acera, apretaditos, cada uno apoyando al otro con el brazo por la espalda. Sólo unas horas más tarde, con la luz del alba, después de la noche, que es reparadora, quedé de verme con una persona en el parque de Guadalupe. Me equivoqué de esquina, así que tuve que caminar de un extremo al otro, perpendicularmente, atravesando el parque. En ese parque hay unas trescientas palomas. Y a esa hora, unos cuantos niños de 3 ó 4 años reciben el sol y le dan de comer a esos algodones con alas. Les echan maíz, y los animales se vienen, como si fueran espuma de un mar calmo. Pero cuando los niños las ven llegar, se tiran a agarrarlas, y las palomas se hacen para atrás, unas sobre otras. El espectáculo semeja una ola de plumas... Aquel paseo de 5 minutos ha sido un itinerario para mi espíritu. Una persona de pueblo me ha contado que los fines de semana se va para su natal San Carlos porque necesita el verde para seguir viviendo. También me pasa. Hay un montón de males que se remedian con sólo abrir los sentidos a la vida y al paisaje.
No es Tarzán Durante dos o tres años, he preguntado cómo se llama el chiquito de una foto, pero él no tiene nombre. La foto fue tomada en Piedra Mesa o en Alto Cohen, en las montañas de la Alta Talamanca. Tal vez ni siquiera tendrá cédula, como le ocurre todavía a una gran parte de la población indígena del país. Forma parte de la Costa Rica que nadie conoce, de los pueblos donde no hay luz eléctrica ni agua potable, de los pueblos donde no hay escuela ni colegio ni centro de salud… En Piedra Mesa o en Alto Cohen no hay servicios sanitarios, y el gallo pinto es un lujo que algunos ni siquiera conocen. Beben chicha de maíz y comen puré de banano. Estos pueblos están sembrados en las montañas donde no cantan los pájaros. Los indígenas los matan para comerlos. Las pocas veces que comen carne, es carne del monte, de algún bicho que tuvo la desgracia de pasar por ahí. Para encontrarse con este chiquito sin nombre, hay que caminar cinco o seis días en la montaña y cruzar hasta doce ríos. Muchos pequeños como él padecen lepra de montaña. Les falta un pedazo de oreja o de nariz. Es culpa del papalomoyo, un mal superado por la ciencia. Es culpa del abandono y la miseria. Con sólo que contaran con un médico y un botiquín, estos niños no llevarían el infortunio como un sello en el rostro. ¿Qué cuesta construir tres o cuatro escuelas, tres o cuatro centros de salud y letrinas sanitarias para estos pueblos indígenas? En el país hay quinientos médicos sin trabajo. ¿Por qué no creamos los incentivos para que cuatro o cinco de ellos trabajen en la Alta Talamanca? Este niño no es Tarzán, aunque defeca en el monte y no conoce nueve de cada diez alimentos que usted y yo conocemos. No sería nada raro que un día de estos muera de hambre. Tampoco será noticia.
Jacarandá Hay palabras que son como una casa, palabras en las que uno puede anidar, descansar o refugiarse. Hay palabras que son como un tronco que flota en el agua. Palabras que no pueden hundirse, como la palabra cielo. Hay palabras que traen consigo el mar y las estrellas. Y palabras tan abarcadoras que lo absorben todo. (Nada queda fuera de la palabra “humanidad”. Ni el pleito de un borracho. En la palabra “universo” entra hasta el sonido casi imperceptible de una flor al germinar) El ser humano descubre un mundo al hacerse de la palabra. Por ejemplo, el poeta Rodolfo “Popo” Dada acaba de escribir un libro en el que disfruta desentrañando el mágico secreto que encuentran sus nietas en cada palabra nueva. Todo esto que digo es, simplemente, para hablar de Jacarandá, una palabra tan colorida que siempre me sonó como a fiesta de los sentidos. Al principio me parecía oportuna como para que fuera el nombre propio de alguna lapa, por ser un paisaje con plumas y pico. Pero en eso descubrí que Jacarandá es el nombre que le dan, en algunos lugares de América del Sur, a una especie forestal que abunda en La Sabana y en el bulevar de Rohrmoser. Ni siquiera el fuego puede ser destructor cuando se convierte en pintura para los ojos. No le tengo miedo a las tragedias naturales en el verano de mi país, porque ni Dios se queda en el cielo sin echarle un ojo a las flores de esta planta o de los Llamas del Bosque, que son como esos bodoques que hace uno en el kínder cuando descubre que las manos son esculturas abiertas, caminos del cuerpo que desembocan donde uno quiera. Aconsejaría a las maestras de kínder usar materiales anaranjados y amarillos para que cuando los niños salgan de paseo con sus padres, piensen que en el cielo también hay quien hace bodocos para placer de nuestros ojos. Después, en el paraíso simplemente abren el piso, barren los bodocos y el viento se encarga del resto… De ahí que Jacarandá sea un nombre propio muy oportuno. A mí me suena como a leyenda de los ángeles, o como a campeonato de colores que ganó un moradito vivo y fresco en el firmamento por aclamación de esta especie forestal, o un anaranjado de las llamas del bosque o un amarillo que parece yemas de huevo hirviendo por el sol. Que gane el que usted quiera.
Sólo les falta hablar Los vi por primera vez un día que una presa me detuvo a cincuenta metros de sus existencias. Los vi de soslayo, como quien no quiere la cosa, pero la vista regresó a ellos, entregada. No es culpa del ser humano tener afición por la belleza, no es culpa mía que los ángeles pinten en el cielo y el horizonte paisajes de colores embriagantes... Tenían razón mis ojos de asombrarse. Dos árboles se yerguen orgullosos sobre un enorme muro de piedra. Las semillas cayeron en la superficie del muro, el agua desperezó la vida en ellas y entonces vino Dios, como siempre, especialista en trabajos difíciles, e hizo el milagro. Fueron creciendo para arriba y para abajo, las ramas parecían brazos extendidos al cielo y las raíces parecen manos que buscan la tierra desesperadamente. No le bastó al Creador con regalarnos aquel noble ejemplo de la redención por la vida, que surge de las venas mismas de una criatura que respira, sino que, tras de todo, los hizo bellos. Los árboles son tan hermosos que cualquiera pensaría que lo del muro tan atravesado fue parte de una orquestación celestial para que pareciera que andan sobre hombros... Las raíces parecen las lindas manos de unas cuarenta señoras de una especie humana de gigantes. Y los árboles elevan los brazos y abren las manos como si fueran una escultura dedicada a la palabra “gracias”. Por eso es una dicha que haya unos veinte o treinta metros entre ambos. Si estuvieran más cerca no podrían lucirse en las alturas. Para mí que a los artistas, Dios les saca el jugo. Cuando mueren, los convierte en ángeles y los manda para siempre a hacer de las suyas. Si me preguntaran quién le ayudó esta vez, Paco Zúñiga lo asesoró para que tuvieran actitud y dignidad, Paco Amighetti los puso en tono con las nubes, Max Jiménez les retocó esas raíces como manos, Isaac Felipe Azofeifa les dijo que el universo los miraba y Jorge Debravo los puso iracundos e histriónicos al hablarles al oído. Por eso es que tienen una manera como de pararse sacando el pecho... Son la gran metáfora de la zona de La Sabana. A la vida pueden ponerle piedras y obstáculos, pero ese ojo vivo, esa músculo del espíritu, esa arteria que es el alma que habita todo ser viviente, se puede convertir en una bomba secreta, una llama indomable. La vocación de vivir engendra verdad y belleza. Como el Rinoceronte, no descansaron hasta llegar al objetivo. Primero se acaba el muro que la vida que en ellos anida. Como la hormiga, incluso hasta la muerte la esperan en pareja. Y se me hace que en ese momento, serán como el delfín, que acompaña a su amigo hasta el final. El poema se completa porque son dos y no uno... Los árboles nos conversan y no es culpa de ellos que no entendamos su lenguaje mágico. Así que cada vez que me detiene la presa que inicia frente al Museo de Arte, bajo el vidrio de la ventana de mi lado y me pongo a hablarles a esos dos gigantones maravillosos, que le han ganado a la piedra, le han ganado a la muerte, le han ganado a la nada...
“Cubrido” de cielo Le escuché esta historia a María de las Nieves Morales, poeta cubana que integra el dúo Ab libitum, de visita en nuestro país. Ojalá que le guste. Aquella mañana el niño se despertó feliz. Feliz como nunca antes había sido porque acababan de hacerle el mejor de todos los regalos. El niño se fue a la escuela contento. -Maestra, me acaban de regalar un unicornio -¿Un unicornio? ¿Tú crees que no sé que los unicornios no existen? ¿Mintiendo otra vez? Cero en disciplina -Pero maestra, mi unicornio no es un animal cualquiera: tiene el pelaje azul -¿Azul? ¿Cuándo se ha visto un animal azul? Cero en biología. -Pero, maestra, insistió el niño. Mi unicornio no sólo tiene el pelaje azul, sino que vuela con unas lindísimas alas de mariposa. -¿Un unicornio que se eleva con alitas de mariposa? Cero en física -Pero maestra, jugó el niño su última carta. “Mi unicornio no sólo vuela y es azul. También tiene un cuerno que brilla como un sol, y unas manchas blancas en el lomo que parecen nubes. Y por eso yo le puse por nombre ´Cubrido de cielo´. -¿´Cubrido´ en vez de ´cubierto´? Cero en español… Y entonces el niño, comprendiendo que nada más podía hacer por ella, volvió la cara, dio un largo silbido, y se montó sobre el lomo de ´Cubrido de cielo´, que echó a volar perdiéndose en las nubes… Al escuchar esta historia, pensé en la educación costarricense, tan cerrada, limitante y fronteriza, que le corta las alas a la imaginación, irrespeta la vocación y echa a todos en el mismo saco. Pienso en los que tienen su “Cubrido de cielo” y que no pueden meterlo en un aula estrecha, en medio de cuarenta compañeros. Y también en el escritor Alfredo Bryce Echenique, pues, durante la escuela y el colegio, se burlaban de él por mentiroso. Por ejemplo, decía que su papá era campeón de automovilismo, hasta que le preguntaron a la mamá, y le desnudaron su fantasía. De ahí en adelante, cada vez que llegaba con una historia espectacular, se reían de él. Ya en el colegio, un profesor se sentó a desentrañar aquel afán por inventar historias, y le dijo que él era un escritor. Lo puso a leer los primeros libros de su vida, lo orientó en el mar de obras de la biblioteca, y lo puso en su camino… ¿Qué habría ocurrido con el escritor peruano si no se hubiera encontrado con ese maestro de verdad?
Fe de erratas Acabo de ver la obra “La calle de la gran ocasión”, montada en el Teatro Vargas Calvo, bajo la dirección de Mariano González, y con Gustavo Rojas y María Silva. La obra consta de siete pequeños diálogos independientes, cada uno de los cuales es lo más parecido a un cuento que he visto en teatro. El motivo de estas líneas no es la obra en sí, sino lo que me provoca una frase contundente y muy significativa en el contexto de la unidad del montaje. Los personajes concuerdan en que “las cosas extraordinarias pueden poseerse pero no nos tocan”. No es cierto: me tocan los atardeceres de diciembre, con esa explosión de naranjas y mangos en el cielo, con esa mezcla de los colores pastel como si la naturaleza los reinventara y los mejorara año con año. Me tocan las noches de luna, y el cielo estrellado, como si Dios congelara en un instante su propio juego de artificios. Me toca el canto del agua en los ríos más pequeños, y el serpenteo de los más grandes. Me toca la voz de David, el niño de la calle que a veces viaja conmigo del canal a su casa, que está en la calle, en cualquier esquina de San José. Me tocan mis abuelos, que criaron a veinticinco criaturas que fueron adoptando por la vida. Me toca la historia de las mujeres que cocinan en los turnos, que se levantan por la madrugada para preparar a sus hijos antes de salir al trabajo, que colaboran en hogares de ancianos y en albergues para niños abandonados o para drogadictos. Me toca el verde intenso del Caribe, el verde de las montañas y del mar, el azul que reina, el rojo que descubro y el que imagino. Me toca el beso, que es la palabra de quienes no necesitamos palabras; el abrazo; la voz que vuela; la mano habitada por venas... Me tocan los senos que son copas de plata con oro en la punta, el rincón del cuerpo que es rosa desbocada, el ombligo... Me tocan la pluma de Jacques Sagot, las manos que imaginan de Jiménez Deredia, la alegría de Celia Cruz, la magia de Ray Tico, la patria de Debravo, la música congelada de Felo García, la generosidad de Carmen Naranjo y Myriam Bustos, la “abuelitura” de Álvaro Fernández, el asma de Benedetti, la elegante ironía de Julio Rodríguez, las coplas de Carlos Huezo Córdoba, la música de Milanés y Guerra. Me tocan la vitalidad de Beto Cañas y Miguel Salguero, la hidalguía y la capacidad de vuelo de Penabad, el estilo de escribir de Enrique Obregón, la tenacidad de José Alberto Castillo, la consistencia del sacerdote Armando Alfaro Paniagua... Me toca el periódico OJO, me toca porque la vida me ha puesto en el camino la oportunidad de escribir sobre las grandes figuras del país a través entrevistas que ningún otro medio del país publicaría. Me toca usted, que lee estas líneas, y me tocan el amor, la luz de mi alba y la vida. Me tocan las cosas extraordinarias, aunque no pueda poseerlas. Me tocan tanto como a usted, y le pertenecen a quien lo quiera. De nuevo, el teatro toca la puerta, y llama al asombro y la inquietud. He ahí su labor, su vocación, su sino...
Mi amor por ella Ella es la noche, la luna, la mujer. Ella es la poesía, la música, la belleza. Ella es la exquisitez, la elegancia, la ternura. Ella se llama el nuevo libro del pianista Jacques Sagot. Según don Beto Cañas, la más rica y la más bella prosa que se haya escrito en muchos años por parte de un costarricense. Para mí, ha sido la más grata sorpresa literaria en mucho tiempo. Hay en “Ella” un ritual de la palabra, un espacio donde el verbo se nutre del universo e inventa un mundo. Es obra de la sensibilidad de un artista culto. En “Ella” subsiste la lectura contemporánea de Baudelaire, de Mallarme, de Nerval. Es la consecuencia última de la digestión natural del encuentro de un artista con su destino. Por eso, en “Ella” no sólo está una mujer. Está la cicatriz de los libros que han herido al autor, la huella de las obras que lo han estremecido. En “Ella” también está la muerte, está la negra espera y la crueldad en contra de una existencia incomprendida. Es la existencia de esa musa a la que el artista dio origen y que luego se va inventando a sí misma. “Ella” es la mujer que el autor ama e idealiza. Por lo tanto, ella, como toda criatura amada, es potente, capaz de los milagros y las maravillas. Me pongo de pie, me quito el sombrero y beso la mano de “Ella”, que es contemplación, ceremonia y totalidad, que es plenitud y alegría, que es poesía y prosa. He aquí un libro y un personaje. Quien lea esta obra no podrá desprenderse de ella fácilmente. Se mete en la piel como el olor de ciertas flores, como las esencias sagradas… Es un olor que se queda anidando en uno. Tanto que siente el lector envidia por no decirle a ella todo aquello que él le dice. Y siente el lector ganas enormes de arrebatarle a él esa mujer de los sueños. Que haya transmutación, y de repente ella se escape del libro y repose en nuestros brazos. Dejo aquí lo que escribo, no vaya a ser que sienta ahora también celos de usted, lector, que podría sentir lo que yo, con el libro, y que también podría soñar con robarse a esa mujer de las estrellas. Sagot crea aquí su propia leyenda, con su “Ella” como oficiadora y reina del espacio. Este libro me urgía por dentro. He amanecido feliz, aunque todavía ebrio de noche y de poesía.
VIP Los VIP (por su origen del inglés, “very important people”) nos están desnudando como país. Hasta los años 70 del siglo XX, Costa Rica se caracterizó por una educación pública sólida, que reunía a toda la población infantil. Eran compañeros el hijo del ganadero rico y el hijo de la señora que lavaba ajeno, así como la hija del comerciante millonario y la hija del carretonero. En esos primeros años, uno forja el sentido del compañerismo. En la escuela se hacían amigos los niños y las niñas, más allá de la triste realidad de que unos iban en zapatillas y otros, descalzos. Doña Estela Quesada, la primera mujer que ocupó un ministerio en este país, me contó que un día, siendo ministra, venía de Alajuela hacia San José, y vio cómo, debajo de un aguacero, iba corriendo una amiga de infancia, camino a su rancho, debajo del puente del río Ciruelas. -Emilce, Emilce, le decía Doña Estela. Y cuando Emilce la vio, le dijo, -Mirá, si es Estela. Se subió al carro de la ministra, a su lado, y juntas siguieron hasta el ranchito. Ella no iba en el carro de la ministra, sino en el de su compañera. Eso sólo es posible en un país donde los ricos y los pobres se conocen. Hoy, en cambio, los pobres van a la escuela pública, en malas condiciones, y muchas veces no terminan ni la educación básica, por lo que se condenan a la miseria para siempre. Los que pueden, mandan a sus hijos a escuelas y colegios privados, donde aprenden inglés y se preparan para el mundo del futuro, pero donde no conocen la pobreza. Así se preparan quienes gobernarán el país... Sin conocer a los pobres, sin haberlos tenido al lado, sin jugar con ellos ´quedó` o ´escondido`. Uno de cada cinco costarricenses no tiene ni siquiera qué comer todos los días. Uno de cada cinco puede pasar frío esta noche... Cuentan que el Doctor Calderón Guardia era el médico más caro de San José. Una vez una señora le preguntó por qué cobraba tanto, y él le explicó que, en su consultorio, más de la mitad de los pacientes eran personas pobres. A ellos no les cobraba. Los ricos pagaban por los pobres. Lamentablemente, los VIP no tienen la misma finalidad. Aunque su objetivo parece ser el reconocimiento para algunos, más bien manifiestan un sentido de exclusión y una división de clases odiosa y ajena a los valores de nuestro pueblo.
Pase adelante 1 Hellen Keller fue una mujer ciega, sorda y muda. A pesar de eso desarrolló una manera para comunicarse con la vida y con el mundo. Y cuando alguien le preguntaba por su vida, decía que, más allá de sus limitaciones, ella percibía que la vida y el entorno son maravillosos. Se necesita de muy poco esfuerzo para descubrir los tesoros que nos rodean.
2 Cinco hombres eran agentes infiltrados en grupos terroristas. Su función consistía en descubrir las maneras en que los fundamentalistas atacarían a personas o grupos inocentes. Los cinco fueron tomados por un gobierno enemigo y tienen cinco años de estar en la cárcel. No han podido ver a sus esposas e hijos en todo este tiempo. Grupos de Defensa de los Derechos Humanos han publicado dos libros con los poemas que han escrito estos cinco hombres para sus compañeras y familias. Eran grandes artistas que no se habían descubierto a sí mismos. Hasta en los momentos más difíciles, hay maneras de levantarnos. Y, como escribió Shakespeare, dulces son los frutos de la adversidad.
3 Las aves migratorias recorren cientos de miles de kilómetros por año. Muchas veces los hacen en contra de la dirección del viento, bajo la lluvia y ante cambios muy drásticos de la temperatura y la humedad. Su manera de combatir las grandes dificultades consiste en una trabajo en equipo. La que está en la punta delantera va rompiendo el aire, amortiguando la presión de las otras aves. Y cuando se cansa, pasa a ser la última del extremo para poder descansar y para recuperar sus fuerzas. Así, en equipo, saben que solamente con la fuerza de todas, pueden llegar a su meta para poder sobrevivir.
4 Para alcanzar las grandes montañas, lo mejor es escalar en grupo. Quienes desafían a la naturaleza, en lugares tan altos que hasta se dificulta la respiración, por lo general van en grupos y se amarran entre sí con un solo mecate. Cuando alguno pasa por un orificio o una abertura en el suelo, que se esconde fácilmente
entre la nieva, y cae, el mecate que lo une a los demás le permite sobrevivir al abismo.
5 Una paloma le tenía tanto miedo a la luz que se encerró en una cueva y se convirtió en murciélago…
Ventanario 1 Una persona ve una montaña azul y camina hacia ella. Cuando llega se da cuenta que es verde. Pero en ese momento ve otra montaña azul. Camina hacia ella y otra vez se encuentra con que es verde. Sin embargo, siempre, a lo lejos hay una montaña azul. Debemos tener el poder de ver más allá, y de defender nuestros sueños y nuestras esperanzas.
2 La utopía es como el horizonte, según nos dice el escritor uruguayo Eduardo Galeano. Cuando uno camina dos pasos, el horizonte se aleja dos pasos. Cuando uno camina diez pasos, el horizonte se aleja diez pasos. ¿Para qué sirve una utopía? Es como el horizonte: sirve para caminar.
3 Todos los días en África, un león se despierta sabiendo que si no alcanza a la gacela, muere de hambre. Todos los días en África, una gacela se despierta sabiendo que si la alcanza el león, muere en sus garras. No importa si uno es león o es gacela. Lo importante es levantarse todos los días dispuesto a correr.
4 En el Amazonas existe el mito de que cuentan con la miel de abejas más dulce y deliciosa. Es de una especie de abejas que construye su colmena en los valles y que viaja hasta las montañas a traer las flores de su miel. Otras especies usan flores que están más cerca, pero su miel es menos dulce y nunca ha sido famosa por su sabor. La miel que es famosa por su sabor es aquella de las abejas que viajan muchos kilómetros, hasta las montañas, para recogerlas. El esfuerzo hace la diferencia.
5 Una vez una niña descubrió un hormiguero en el patio de su casa, con un palito empezó a abrirlo, luego le roció alguna sustancia combustible y se sentó a ver morir a las hormigas. Pero para siempre quedó en su memoria que, cuando las hormigas se enteraban de la cercanía de su muerte, se agarraban de dos en dos, como abrazadas, para esperar el final. Hasta lo más doloroso y terrible suele serlo menos con el apoyo de nuestros semejantes.
6 Los delfines viven en comunidad. Usualmente, cuando un delfín va a morir y busca la costa, sus compañeros se quedan con él a la orilla hasta el último momento. Jamás dejan al delfín morir solo.
El aplauso Tiene buena fama el abrazo. Sabemos lo importante que es para comunicarse, para abrigar el alma, para encontrar cobijo. El abrazo es un puente, o una puerta. También tiene buena fama el beso. Jorge Debravo diría que el beso es la palabra de quienes no necesitan palabras. Se habla bien, además, de la sonrisa. Qué dicha que sepamos que la sonrisa abre las ventanas del alma, y que no hay mayor manifestación de armonía festiva, de contagiosa alegría de los sentidos. Pero poco se habla del aplauso. Pocas veces se dice que el aplauso es cascada, que es escalera en arco iris, que es sumatoria de buenos deseos que vuelan como en alfombra, que se conjugan en masa y que suben al espíritu de alguien con sus alas siempre nuevas. Amo aplaudir, porque el aplauso es mágico para quien lo da, más que para quien lo recibe como premio. El aplauso como homenaje es un milagro que desata. Entre más se da, más fecundo es. El aplauso es abono para quien lo realiza como ejercicio. Podría convertirse en un problema para quien lo ostenta. Se puede ser adictivo el aplauso. Puede enfermar. Pero de eso que hablen los sicólogos... Me interesa el aplauso como cascada y escalera, como vuelo en alfombra. Es decir, me interesa como manifestación de generosidad, de capacidad del gesto, de potencia de la bondad, de voluntad de reconocerle algo a alguien... Y me detengo, busco por un instante su atención, simplemente para denotar que el aplauso es una maravilla porque nos acerca al prójimo para saludar una cualidad, o una virtud, o una destreza, o una manifestación de otros u otras. El aplauso es una gran invención humana porque nos enseña a celebrar las grandezas de los demás. Acaba con el abismo que hay entre uno y la otredad, como le llamaba Unamuno al resto de los seres. El infierno no son los otros. En los otros podemos encontrar nuestros propios paraísos. Eso es digno de muchos aplausos, por ejemplo, en un país en el que (casi) siempre vemos el vaso medio vacío y no medio lleno... Para superarnos necesitamos contar con la urgencia espiritual y la necesidad fisiológica de aplaudir, que implica reconocer lo bueno, lo bello, lo justo, lo esencial, lo positivo. Aplaudir es de gente que tiene permiso de ser feliz, que sabe que la ilusión es como el agua para la vida, y que siempre, siempre, siempre, cree en el abrazo, en el beso, en la sonrisa...
El ejemplo de Don Guido
Don Guido Madrigal es un empresario lechero de Calle Seis de Jiménez, Pococí. Tiene una casa al lado del corral donde ordeña, y allí organizó una fiesta para su cumpleaños. Estaba en ese lugar cuando vi que dos o tres niñas, de unos 8, 10 y 12 años, se sentaron al lado de don Guido con naturalidad, y empezaron a recibir cariño de él. Creí que eran sus nietas, pero me parecieron muy grandes. Entonces, me acerqué a una de las hijas de don Guido y le pregunté. Su respuesta me conmovió muchísimo. Resulta que no eran nietas, sino hijas de un peón, pero les tiene especial cariño y las ve como si fuera el abuelo. Las chiquitas incluso le dicen "Tito" y a su esposa, doña Flory Azofeifa, la llaman "Tita". Ver a ese señor, que es un importante productor, de la mano de unas niñas muy humildes, vestidas con sencillez y de un aspecto de campo, me hizo pensar en una manera de ser que estamos perdiendo. Uno jamás se imaginaría a un gamonal de la mano de las hijas de sus obreros en El Salvador, Honduras, Nicaragua o Guatemala. Es algo muy nuestro, de una sociedad que se ha acostumbrado a la igualdad, a ponerse siempre del lado del más débil y a no hacer mayores diferencias. Es decir, una sociedad donde la dignidad del ser humano ha de estar por encima de su clase social. Sin embargo, esos detalles --como las sonrisas de don Guido con sus "nietas"-- se están acabando. Según una encuesta de IDESPO, la mayoría de los costarricenses ve con indiferencia la pobreza. Piensan que mientras que los pobres no sean revoltosos, no importa que casi el 25 por ciento de los ticos no tenga lo mínimo para alimentarse. Incluso, hay un porcentaje importante que considera que la pobreza es "estratégica", puesto que permite que haya empleo barato y que la clase obrera no genere rebeliones ni disturbios. ' En Costa Rica hay unos 200 mil seres humanos que se acuestan sin saber qué comerán al día siguiente. Viven debajo de la línea mínima de tolerancia ante la pobreza. Pasan hambre, frío y problemas de salud. El 80 por ciento de los niños que están en ese grupo social padece asma, pulmonía, tuberculosis o sarna. Hay que trabajar en un cambio de mentalidad. Es urgente. Y en el rescate de las manifestaciones de hermandad que caracterizaron a los costarricenses de otros tiempos, como me recuerda don Guido, con su cariño especial por los hijos de los peones de su finca.
Pequeños gestos muy grandes He aquí un poema escrito a varias manos. Cada caso apareció en libros, artículos o tertulias. El suscrito simplemente recuerda y resume.
1 Juan Rueda, el primer hombre que recibió un corazón por trasplante en Costa Rica, fue a visitar a la madre del muchacho que, en medio de la muerte neurológica, le cedió su corazón para que sobreviviera. Ella reaccionó huraña y esquiva. Miraba a Juan con un secreto reclamo en los ojos. Pero, poco a poco, entró en confianza, se sentó a su lado en el único sillón de su humilde sala, y sacando fuerzas del alma, le dijo, --Juan, me deja escuchar el corazón de mi hijo. Acercó su cabeza al pecho de Juan y durante un rato escuchó con los ojos cerrados y las manos abiertas sobre el pecho de aquel hombre extraño, los latidos de esa bomba mágica que había pertenecido a su pequeño fallecido.
2 Don Alvaro y Doña Alma casaron siendo unos chiquillos. Al poco tiempo nació el primero de sus hijos, Alvarito, rebosante y saludable. Luego vino Gustavo, el menor, con serias limitaciones sensoriales y motoras. Aquellos mocosos metidos a padres de familia tuvieron que enfrentar la adversidad, llorar por su cruel impotencia, aceptar a su hijo, colgar el alma al cielo y abrazar la esperanza de que saliera adelante gracias a su perseverancia y al apoyo de todos. Integraron al muchachito a la vida. Le exigieron, lo abrazaron, lo formaron e instruyeron, e hicieron de él un ejemplo de fortaleza y fe en sí mismo. Un día le detectaron a Don Alvaro una deficiencia cardíaca. El pequeño se enteró de los aprietos en los que estaba su padre, se acercó a él mientras estaba viendo tele y con la ayuda de todos sus gestos, le ofreció su corazón. Quería regalarle el corazón a su padre, para que aquel que le dio la vida y luchó a su lado, pudiera seguir viviendo... Le explicó que él estaba pequeñito, pero que tenía serias limitaciones, de las que era conciente. Así que prefería que siguiera viviendo su papá, mientras él permanecía en su interior gracias al corazón que los uniría.
3 Unas gemelas nacieron prematuramente. El diagnóstico era desalentador, pero los médicos se empeñaron en luchar hasta el final. Una de las hermanitas iba
saliendo bien, y la otra estaba a las puertas del fin. Los médicos dieron su caso como perdido. Nada se podía hacer. Pero una enfermera extrajo de la incubadora a la gemelita que estaba agonizando y la colocó en la incubadora de la otra pequeña. Se fue y cuando regresó vio cómo había girado el cuerpo para abrigar con él a su hermana enferma. Con su abrazo milagroso, le devolvió el calor y la vida.
4 Su amigo estaba en la cama, retorciéndose del dolor. Tenía muchos meses de enfrentarse a una enfermedad extraña y perversa, y cada día estaba más cerca de la muerte. Aquella noche, ya no quería dar más batalla. Era tan grande el dolor, que estaba dispuesto a morir con tal de encontrar descanso. El se hincó junto a la cama. Abrió las manos y dirigió sus súplicas a Dios: --Padre, no te pido que le quites todo el dolor, sino que traslades la mitad de ese dolor a mi cuerpo para que juntos podamos soportarlo, Señor. Un dolor compartido, Padre, entre mi amigo y yo, eso es lo que te ruego. El enfermo escuchó la oración, soportó esa noche, y todas las amargas noches que le trajo su raro mal. La fuerza de su amigo ya andaba revoloteando en su espíritu.
5 En los años 40s, un Presidente de la República visitó el hospicio. Compartió con los pequeños huérfanos, y se sentó con ellos a comer. Luego, en medio de su discurso, lloró amargamente porque no tenía hijos. Se lamentaba por el vacío de su casa, sin un chiquito que dejara regados los juguetes en la sala y que pintara de colores su hogar con carcajadas, bullas y escándalos. Uno de los niños que escuchó al Presidente quedó muy conmovido. No sabía leer ni escribir. Por eso, le pidió a un funcionario del hospicio que le apuntara en un papel lo que le iba a dictar. Sentado, mientras mecía sus pies debajo de la mesa, suspiró, fijó la mirada en los frutos del arbolito del patio, y le pidió al otro que le anunciara al Presidente que le tenía una sorpresa. Acababan de terminar sus problemas, señor Presidente, pues él había decidido aceptarlo como padre.
La palabra que se queda corta
No sé si a usted le ha pasado. Muchas veces uno se encuentra con una mirada o con un lindo gesto, y se queda sin palabras. Muchas veces uno no tiene qué decir cuando mira a un niño de escuela mientras le ayuda a una señora a cruzar la calle, cuando una pareja de ciegos se abrazan en una esquina ante el sonido de un camión que amenaza con majarlos, o cuando un chiquito se agarra de las piernas de su madre antes de entrar a una consulta médica. Son pequeñas circunstancias, momentos apenas, instantes de luz. Son mágicos, y se escapan de las manos del lenguaje. Ocurre con el olor de la tierra cuando llueve, con el sabor del agua cuando nos cae un chaparrón en verano y con el calor de las manos de una novia y la suavidad de su piel en medio del silencio de un beso. Son como señales de humo que nos dicta el alma, como telegramas que nos mandamos de un sitio al otro del cerebro recordándonos que como humanos tenemos el enorme privilegio de sentir y sonreír. Me pasa con las flores de itabo que se agitan con el viento en medio del humo y la contaminación de la Avenida Segunda, con los árboles que crecen en medio de las aceras, con el espejo del agua cuando me acerco a meter las manos entre las piedras de un río y con los colores de las ramas floreadas en los bulevares. Me ocurrió el día que sentí que mi abuelo me acompañaba durante las noches de trabajo, y que estaba tan vivo como antes de su muerte; o el día que descubrí que en una poza la lámina gris de la superficie es una puerta y que al romperla nos adentramos en un paraíso, capaz de reunir en un momento de zambullida toda la frescura del universo. No hay palabras para esas situaciones, esos sentimientos, esos chispazos. Un día de estos estaba en una clínica esperando los resultados de unos exámenes médicos de un hermano enfermo. Se me hicieron eternos los minutos que pasaron entre la entrega de los resultados y mi reunión con el médico que los analizaría. También se me hizo eterno el cuarto de hora que tardó el galeno analizando las radiografías. Veía sus manos, su reloj, sus papeles. Me arrancaba los uñeros, sacaba llaves de las bolsas del pantalón y las volvía a meter. Nunca había querido esconderme hasta en los rincones de un consultorio, y nunca antes pasé tanto rato viéndome los zapatos. Cada vez que el médico señalaba con su dedo cualquier punto en una radiografía una lanza fría me cruzaba la existencia. Habían pasado cuatro largos meses desde el diagnóstico, los cuatro meses más angustiantes. Recuerdo los días en el hospital, ese lugar que hermana al rico y al pobre, y nos dignifica y humaniza por el dolor y la espera. Escucho todavía las oraciones, las palabras de aliento, y repaso en la mente el nombre de toda clase de remedios caseros que invadieron nuestra casa. En medio de la crisis, la familia fue un tesoro de nuevo, un refugio, un escudo, el sitio donde los miedos son un poco más pequeños.
Después de un gran rato, el médico sonrió. En sus ojos vi que todo estaba bien. Luego sus palabras resonaron en mi cabeza y casi se me sale el corazón por la boca. Nunca había esperado con tantas ansias una buena noticia. La palabra "noticia" se pintó para salir de noche a buscar novio. Y la palabra "gracias" se quedó corta. Quisiera escribirla en todas las paredes, llevar un rótulo sobre el pecho que diga "gracias", pagar para que una avioneta paseara entre las nubes una manta con esa palabra mágica. Quisiera multiplicarla, darle vida, como Gepeto al muñeco, contagiarla de existencia, reproducirla y luego hacer una escenografía con las palabras "gracias" en trajes de reina. Dios tomó en sus manos la palabra y la convirtió en una escultura con ojos abiertos. Después de una noticia de esas dimensiones, el sol se ve más lindo, como si tuviera cara y sonrisa; el agua de lluvia viene con su alma de mujer trabajadora y los brazos atentos; el río responde muchas preguntas con su serenidad y su silencio; los novios en los parques se besan más despacio y las flores que crecen en medio de la ciudad llevan colores dispuestos a comprarse un pleito con el arcoíris. Como dice una periodista a la que quiero mucho, en esos momentos hasta las grietas de la casa se ven diferentes y es una maravilla el canto de los gallos que se adelantan a los despertadores. Basta con abrir los ojos al mundo y soltar las amarras en los puertos de los sentidos, o con cerrarlos para que la imaginación lo invada todo con sus criaturas para contar con innumerables pretextos para llevarse a los labios la bendita palabra que siempre se nos queda corta.