Enelmedio 5

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Enero - junio 2009

No. 5

El encuentro con el

Libro

ISSN 1794-2136


Editora Sylvia Gómez Gómez Dirección de Arte María Alejandra Villafranca Corrección de Estilo Gustavo Patiño Producción Sandra Pulido Urrea Bibiana Roncancio Andrea Loeber Ilustración de portada Jean Paul Zapata Dirección de Proyecto Ana María Aragón C. Nicolás Morales Thomas Nicolás Vallejo Cano Impresión Javegraf Transversal 4 No.42-00 Edificio 67 Piso 6, Bogotá, Colombia Teléfono 320-8320 Ext.4584 Fax Ext.4576 enelmedio@javeriana.edu.co Esta publicación es realizada por los estudiantes del Campo de Producción Editorial y Multimedial de la Carrera de Comunicación Social de la Javeriana. Colaboran también estudiantes de la Facultad de Artes de la Javeriana y estudiantes de las universidades Nacional y Jorge Tadeo Lozano.

Facultad de Comunicación y Lenguaje

Pontificia Universidad

JAVERIANA Bogotá

Sumario El encuentro con el libro o la melancolía del editor Nicolás Morales Thomas 4 Clausurado Daniel Vélez de la Hoz Nos cuentan los libreros Entrevista

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Fotos Roberto Rubiano 17, 21 Notas al pie para un texto nunca escrito. Encuentros indiscretos con el libro Mauricio González 18 Un jugador aficionado mira la Liga Premier Carlos Castillo 22 Estómagos de Hierro Margarita Valencia 26


editorial El encuentro con el libro

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ditores, escritores y lectores solían encontrarse en un valle abierto, prolífico y de inmensa satisfacción: la escritura. Y por supuesto, su brutal materialización, al decir de Nabokov: los libros. Es un hecho que las mutaciones del siglo y sus promesas tecnológicas, la concentración de los monopolios editoriales y la inequidad de la plataforma educativa de países como Colombia, nos sumergen en los caldos del pesimismo frente a ese objeto editorial aún mal identificado. Y sin embargo, a pesar de los leves descensos de la producción y la lectura, los libros siguen ahí, esperándonos con la misma vitalidad que en el pasado. Incluso en contra de un cierto pesimismo del gremio, porque como lo indica Hubert Nyssen, fundador de Actes Sud, uno de los sellos editoriales independientes más interesantes de Europa, “es natural que el mundo editorial juegue con las palabras —pues está en su naturaleza— y exhale expresiones que asocian el libro a la crisis, a la decadencia, a la muerte”. Y sin embargo, mil razones siguen empujando a la cadena de autores, editores y lectores a sobrevivir, y de qué manera. La memoria cultural y social, su preservación, el placer de la escritura, y por ende de la lectura, el distanciamiento de nuestras banales y complejas vidas y sus avatares, hacen del libro un cercano confidente difícil de desplazar. Enelmedio ha querido enfocar su mirada en el libro y resarcir una vieja deuda temática.


libro o la melanc o lĂ­a del editor El encuentro con el

Un libro es un suicidio aplazado * Cioran

NicolĂĄs Morales Thomas nicolas.morales@javeriana.edu.co

Ilustraciones de MĂłnica Reyes


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áginas enteras de catálogos bibliográficos contienen cientos de relatos de editores felices. Prueba absoluta de este idilio la encontramos en las solapas y contracáratulas donde han quedado estampados en tipografías diversas multitud de párrafos bondadosos, bien escritos, impactantes, sobrecogedores y convincentes que sirven para vender un libro, realzar su contenido o estimular su utilidad. Cuántas frases de cientos de editores celebrando un libro. Como si a la manera del escritor francés Marcel Prévost, el editor realmente celebrara cada uno de sus hallazgos. Los cocteles de lanzamiento son la máxima expresión de esa soberbia felicidad. Son ese rito donde el editor deberá —no importa si su vida se derrumba sentimental, financiera o digestivamente— sonreír, estimular y propiciar la importancia de su nuevo título. En los actos de presentación escoge sus palabras con tacto, seriedad y generosidad. Amplía las virtudes de un libro y minimiza sus defectos. Y dice lo obvio: “El encuentro con este libro fue excepcional y espero que ustedes, lectores, lo disfruten tanto como yo le he disfrutado”. El libro. Feliz encuentro con eso que Zaid llama el objeto más sublime de la existencia. Cuántos momentos bienaventurados recorriendo páginas de manuscritos que después serán objetos útiles, de culto o de gran placer. Cuánto regocijo por los placeres generados. Cuánto bienestar. Y, sin embargo, en las noches, en algunas noches, una cierta melancolía se apodera del editor. Suele suceder con mayor frecuencia de lo que se piensa. Los sindicatos de editores deberían hacer encuestas al respecto. Descubrirían realidades aterradoras. Depresiones y estados de tristeza; estallidos de cólera frecuentes; molestias, trastornos físicos y sensaciones repentinas de malestar. Muchas veces, buscando los motivos de tales estados, algunos especialistas han afirmado que el nacimiento de un libro es como el de un humano. Dicen entonces que una sutil depresión posparto lo asalta a uno. Puede que sea cierto aunque —en lo personal y si me lo permiten—, creo que estos malestares corresponden a razones de órbitas explicativas distintas. Me temo que más ligadas al encuentro con los actores del libro que con el libro mismo. Porque, y el derecho de autor se lo reconoce, el libro es un poco del editor. Él como nadie conoce la intimidad del proceso. Él como nadie sabe dónde pueden estar sus zonas oscuras y sus zonas blancas. Y porque él, y esto es lo más importante, sabe que un libro siempre pudo ser un infierno. Sí, con toda su escenografía: diablos, fuegos y cadenas. La literatura del mundo de la edición es parca al respecto. Cientos de manuales prefieren hablar de técnicas, teorías y modos de enfrentar el proceso editorial. Pero de los sinsabores, las derrotas o las humillaciones

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del encuentro con el libro escasea la información. Como si, diferente de cualquier proceso industrial, no hubiera pérdidas, lesiones o costos involuntarios. Consideren todos los elementos de la escena. Primero, claro, el autor. Porque el autor es el primero de los actores de esta tragicomedia. Y hablar de un autor o autora es hablar del ego. ¿En qué profesión, aparte de la psicología, tiene uno que sobrellevar el peso de una personalidad como en el mundo de la edición? Creo que en ninguna. El autor, con su arrogancia, es al comienzo un ser simpático que incluso disimula con mucho tacto su único deseo: esclavizar al editor. Hacerlo prisionero de sus deseos editoriales. El autor es rey. No valen los años de experiencia con decenas de libros que el editor acumule; no vale recomendar la inclusión de un prólogo; no vale recomendar reescribir ciertas conclusiones. No, el autor es soberano. Y es su libro —probablemente el único que escriba— la concreción de un proceso brillante que el editor debe respetar, no importa si la calidad del texto está de por medio. Al respecto dos advertencias: el editor deberá despojarse de todo amor propio. Lo dicen Leslie T. Sharpe e Irene Gunther en su Manual de edición literaria y no literaria: “Cuando tratas con autores, tratas con egos en bruto, silvestres y debes andar con cuidado”. Llenarse de precauciones será entonces una de las verdades del encuentro con el libro. Segunda advertencia: el autor nunca estará satisfecho con su trabajo por más que diga lo contrario. Cientos de veces me he encontrado con autores que han disimulado su satisfacción, pero que, una vez el libro está terminado, si pudieran ahorcar con sus cinturones al editor, lo harían. Las razones pueden ser múltiples y no las abordaremos en tan breve espacio. Van desde cambios supuestamente no consultados en los contenidos, colores no autorizados en las portadas o, simplemente, cansancio de ambas partes por una lucha desigual y tortuosa. Si estas dos exhortaciones son tenidas en cuenta, el tránsito del libro será, por lo menos, más llevadero. O menos ingratamente sorpresivo. Pero el autor no es el único que desestabiliza nuestro equilibrio editorial y mental. Por supuesto que encontramos que el encuentro con el libro puede ser en sí mismo un objeto de angustia. Y hablo del proceso de fabricación del libro, donde somos asaltados por las dudas que produce la labor de tres gremios altamente sospechosos: los correctores de estilo, los diseñadores-diagramadores y los impresores, todos están en la órbita del editor y son responsables directos de la calidad del libro. De hecho, son los que moldean más directamente el producto. El editor deberá construir un manual contra la depresión que lo prevenga de todo aquello que lo pueda conducir al abismo. De los correctores que dejan manuscritos ya cotejados en los taxis; de los diseñadores que posan de una creatividad desbordada en los diseños de portadas; de las decisiones de papel no consultadas por parte de los ingeniosos impresores; de las propuestas tipográficas escan-


dalosamente chocantes; de los correctores que desafían los manuales de estilo establecidos por la casa de edición; de las largas sesiones nocturnas y vampirescas de los diagramadores. En fin, de los cientos de eventualidades de las artes trágicas. La cadena pantanosa de la fabricación de un libro es atroz, y un error puede costar caro. Al final, después de mil devoluciones, corremos para que el autor firme una última versión de un manuscrito con el convencimiento de que las cosas han sido planificadas, proyectadas y atendidas de la mejor manera, aunque siempre terminamos por darnos cuenta de que, en el fondo, habríamos podido hacerlo mejor. Y esa es la tragedia. Siempre sabemos que ese prólogo no fue lo suficientemente conciso; esa portada no fue aceptablemente impactante; esa bibliografía no fue escrupulosamente revisada. Por supuesto que no diremos nada. Porque el libro debe ser leído en los tiempos que los gerentes han programado. Y es entonces cuando le repetiremos al autor que su libro podría haber sido eternamente corregido si se quisiera. Y que tranquilo, hasta en Chicago Press se cometen errores. Y lo calmaremos. Y con las palmaditas en el hombro entraremos a nuestras casas con la melancolía del artesano que sospecha que su obra no es buena. Que está incompleta. Sí, las melancolías de los editores son recurrentes. Y hemos repasado sus posibles causas. El lugar común afirma simplemente que se producen porque el editor nunca se siente recompensado. En efecto, nadie pregunta en las librerías quiénes fungieron de editores en los libros y no es un criterio en la elección de un título. Nadie pregunta qué obstáculos se sortearon para llegar a feliz término. Y aunque, por supuesto, esto es propio de una infinidad de oficios, los editores son particularmente susceptibles al respecto. Pero todo esto, que es cierto, no se compara con un hecho incontestado y dramático que logra confundir al editor. El hecho de que el editor, en el fondo, es un editor por su miedo a la escritura. Y no es que el editor no escriba: toneladas de párrafos en los libros son de su autoría. Pero nunca los firma. Nunca son suyos. Por eso, en las noches sufre. Por eso, parodiando al escritor español Jorge Semprum, la no escritura lo reenvía a la muerte. La no escritura es la muerte. Es un suicidio aplazado.

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Daniel VĂŠlez de la Hoz davehoz@hotmail.com

Ilustraciones de Jean Paul Zapata

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ClausuradO


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aladros, construcción, las vías del afán recorren sin contemplar día a día a millares de borregos. La niebla de los Andes, en sincronía con los relojes, comienza a ceder a medida que el smog va tomando, al paso de los vehículos, el espacio que le corresponde, a través de la sabana de Bogotá. Alguna mirada posada sobre una agenda, la división del tiempo; la atención en los teléfonos, la radio, e innumerables verdugos de la libertad. Y no entraré aquí a debatir sobre el sistema, dado que no habitan en mi mente, atiborrada de itinerarios, nociones sociológicas ni políticas que me envistan de autoridad académica para anclar una posición respecto a este asunto. Simplemente suelo recordar que, no hace muchos años, era para mí posible extasiarme sumergiéndome en lo que ya muchos habrán descrito: la lectura de un buen libro. Y tampoco me ocuparé de relatar los viajes que realizaba a bordo de un torbellino de emociones, tiempos, espacios, texturas y matices del universo… Cómo podría, si en realidad muy poco los recuerdo. Una simple cuestión me invade el pensamiento: en medio del trabajo, la memorización, el análisis y comprensión de las normas que rigen la cotidianidad, y los breves momentos de descanso, ¿será posible encontrar un espacio para el placer? Peor aún: ¿conservará el centro motor y emotivo de la lectura, cualquiera que éste sea, la capacidad de saborear metáforas y letras? Es que es imposible no percatarse de que estamos anegados en un paraíso para la pereza estética: no cabe ya en la cotidianidad pensar acerca de la interpretación de los signos. Los sujetos del lenguaje y de nuestra cultura tenemos tan bien establecidos los parámetros de cómo debe ser una vida productiva, que hasta lo que hoy por hoy se llama entretenimiento y placer de los sentidos llega a ser lo más fácilmente comestible con el mínimo esfuerzo de la mente… El goce se ha convertido en una industria cultural que está tan bien engranada en la máquina, que incluso lo audiovisual sigue patrones predeterminados de espacio, estructura y extensión. ¿Quién no se despierta cada día con apenas tiempo de satisfacer la necesidad biológica de romper el ayuno con el afán de ir a trabajar? Y luego, tras una larga jornada de clases, reuniones y trabajo, ¿quién prefiere abrir un libro que exija un esfuerzo mayor que presionar botones, a tenderse sobre un sofá u “horizontalizarse” a disfrutar de un placer más mundano como rascarse la barriga? No podría considerarme culto ni invicto frente a esta situación, puesto que he renunciado en muchas ocasiones a la literatura por la entrega a lo que ya he llamado “pereza estética”. Y no es ni mucho menos que el desprecio por las letras se haya apoderado de mi noción de placer… La cuestión es la dificultad de estimular un intelecto que, a lo largo de una carrera de intensa actividad preconcebida por los principios de la modernidad, ha sido extenuado y exprimido.

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Decía Marcel Proust sobre la lectura que es la más noble distracción que forma los “buenos modales” de la inteligencia: “[…]ignorar determinado libro, determinada particularidad de la ciencia literaria, seguirá siendo, incluso en un hombre de talento, una señal de vulgaridad intelectual.” Dando al señor Proust todo el mérito que se merece, debo decir que estoy tanto de acuerdo con él como en desacuerdo. Proust nació en París de 1871, en el seno de una familia adinerada; abandonó sus estudios de derecho y se dedicó a recorrer los salones de reunión de la alta sociedad parisina. A los 35 años, sufriendo de un asma severa, debió recluirse en una habitación durante lo que le restaba de vida. Me atrevería a afirmar que, en tales condiciones, la ilustración debía ser un anhelo cuyo alcance generaría muchas menos frustraciones que las que hoy en día produce. Sintiéndome cómodo con las facilidades de la vida actual, es de mi simpatía la idea de la posibilidad de la educación y culturización audiovisual de la mente, tanto como de su perversión. Y sí, es una educación menos romántica que la de los libros; pero, sin lugar a dudas, la mecánica que se produce entre las mediaciones de los creadores de filmes, documentales, caricaturas y cortos, y su público, siendo bien encauzada, provocaría una “desvulgarización” del acercamiento a los medios masivos. Éstos desplazan al hombre de la lectura de los libros, pero lo sumergen en otros niveles de significación. En la ausencia total de otras formas de distracción —digamos que al menos similares a las de Proust, quien no tuvo contacto con la mayoría de los desarrollos tecnológicos del siglo XX—, el acercamiento a los libros podría presentarse en magnitudes superiores a las actuales. Bajo esas luces, su teoría de la vulgaridad intelectual podría resultar bastante acertada en su contexto, pues las condiciones en gran parte no contribuían a la alienación masiva de los individuos, tanto como lo hacen actualmente. Sin embargo, es tan cierto que existe tanta literatura como televisión basura, de manera que dedicar los momentos de ocio —sean pocos al día, o la plenitud del tiempo— a una u otra cosa no contribuye directamente a la capacidad de ilustrarse… simplemente existen lecturas de signos codificados de diferente forma.


El problema radica en que introducirse en un libro implica abandonar la naturaleza audiovisual de nuestro aprendizaje, de nuestra inserción a la cultura. La gran mayoría de nosotros aprendemos la Jota observando repetitivamente una jirafa de ojos saltones, lengua larga y proporciones poco fieles a la realidad, impresa sobre un cartón con una enorme Jota de color rojo. Naturalmente, un libro puede tener ilustraciones, de hecho, una edición con páginas especialmente dedicadas a brillar en todo color hacen muy agradable una pausa en la lectura… pero, en mi humilde concepto de devorador ocasional de libros, las letras deben ser lo imperante. Lo que sucede en el momento de empezar una lectura, es que se abandona la facilidad en la que nos movemos diariamente, entre signos más visuales y fugaces; el lenguaje escrito en cada libro crea una realidad y un mundo diferentes. Para saborear trazos negros sobre un papel, monótonos en forma, se requiere un plus que muy pocos estamos dispuestos a dar. La frustración de la lectura ya no se puede barrer bajo un tapete. Los libros están en las bibliotecas y librerías, empolvados; mientras las salas de proyección apenas pueden albergar a sus visitantes. Es más, las adaptaciones de libros al cine se han sacralizado en tal magnitud, que hay quienes prefieren ver el filme que leer la novela original. Quienes, pese a todo, seguimos con el romanticismo y los deseos de olfatear la tinta impresa en páginas, aunque sean de la más baja calidad, a veces nos sentimos derrotados bajo el peso de la gran máquina industrial, que más bien parece un aniquilador de tiempo, espacio, ganas y fuerza para siquiera hojear por los impares. Por eso me atrevo a cuestionar: ¿podemos evitar que los más recientes inventos de nuestra especie, industria, productividad al máximo y entretenimiento fácil sean la hoguera de una tradición y un placer más milenario que la historia misma de nuestra civilización? Y hago un llamado a quien me pueda responder: ¿con quién hay que hablar para bajar el telón y poner fin a esta farsa? Ciertamente, prefiero retirarme a preparar un café que me abra los ojos y me desempolve de la pereza, y luego tomar un libro al azar de ese baúl que, a partir de ahora, dejará de estar clausurado.

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Nos cuentan ...

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as pequeñas librerías en Bogotá se debaten entre la vida y la muerte. Su existencia, otrora confortable, está hoy gravemente amenazada. Por supuesto, sabemos que desde hace algún tiempo los focos de resistencia cultural de esta ciudad son tan vulnerables que el sistema no perdona su fragilidad. Sin embargo, que las librerías atraviesen un duro momento es un hecho alarmante. Por eso la importancia del tema. La primera librería está situada en el pasillo de la biblioteca más visitada del mundo, se llama Exopotamia y no mide más de 50 metros cuadrados. La segunda, ArteLetra, se encuentra sobre la carrera séptima con calle setenta. Para entender las encrucijadas de estas dos librerías reunimos a sus gestores en un diálogo franco y directo. Nos acompañaron Víctor Albarracín y Vanesa Villegas, encargados de la librería Exopotamia, y Adriana Laganis, directora de ArteLetra y Jaime Carrasquilla, exsocio. He aquí algunos apartes. El primer tema que quisimos abordar fue su encuentro personal con el libro y el origen de su oficio. Todos coincidieron en que no podían hacer referencia a un libro en particular para indicar su primer o mejor encuentro. Adriana Laganis, por ejemplo, siempre tuvo gran cercanía a los libros y la academia; de allí surgió la idea de recrear el concepto de librería de barrio. Junto con Jaime Carrasquilla, preocupados por la desaparición y la superficialidad en el manejo de las bibliotecas y librerías, crearon un espacio cálido que permitiría un mejor y más cotidiano acercamiento al libro: la librería ArteLetra. Víctor Albarracín conoció a fondo el mundo de los libros trabajando en Exopotamia durante sus años de estudiante: “Mi experiencia con la lectura no ha sido avasalladora, leo, pero no me considero un devorador de libros”. Regresó el año pasado por invitación de los dueños y ahora, junto con Vanesa Villegas, dirige esta librería. Exopotamia nació originalmente como una discotienda en el norte de la ciudad; con el tiempo comenzó a incluir libros en su oferta y ahora, gracias a su ubicación y el gran número de turistas que frecuentan el centro cultural, ha ido agregando una serie de productos distintos de los libros. Aunque son unas de las pocas librerías especializa-


das que sobreviven en la ciudad, ArteLetra y Exopotamia son más grandes que cualquier otra en su contenido y filosofía. En su criterio de selección, ArteLetra hace énfasis en humanidades, pero está abierta a todo tipo de temas y sugerencias de sus lectores. Esta librería busca recuperar los libros que no han dejado de ser novedad a pesar del paso del tiempo y rescatar fondos que las editoriales o distribuidoras se han permitido descatalogar. “La librería hace una tarea bastante juiciosa de investigación; hemos llegado a contactar distribuidores en otras ciudades, en otros países para complementar esos vacíos que aquí no hay quien supla”, comenta Jaime Carrasquilla. Exopotamia tiene varias líneas temáticas: la primera está dedicada a los estudios sociales, en especial a libros que hablan sobre problemas colombianos; también cuenta con una sección de artes que ofrece una cantidad importante de catálogos y textos dedicados al arte en nuestro país, y una sección de literatura que se encuentra en proceso de organización. “Buscamos también buenas publicaciones hechas por personas particulares que no tienen espacios de comercialización. […] No nos interesa, en principio, el gran comercio del libro ni los best-sellers o libros de autosuperación”, afirma Víctor Albarracín. Además de su criterio de selección, Exopotamia se caracteriza por brindar al lector un espacio para estar en contacto con los libros, donde sus libreros tienen la formación y el conocimiento para hacer recomendaciones que salgan del “canon de best-sellers”. Mientras tanto, ArteLetra nos invita a ojear los libros, tomar un café y charlar con el vecino o el dueño de la librería en torno a un libro, un tema de actualidad o, simplemente, el clima. Es esto lo marca la diferencia y las destaca sobre cualquier librería de cadena o de las grandes superficies. Allí está el encanto de las pequeñas librerías que paulatinamente han ido desapareciendo, enfrentándose a los monstruos comerciales que amenazan con acabar con la valiosa labor del librero. Como dice Jaime Carrasquilla: “Vender libros no es lo mismo que vender zapatos, y algunas librerías lo que tienen son vendedores de zapatos que resolvieron vender libros.” El desconocimiento de los catálogos editoriales unido a la falta

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de preparación de encargados y vendedores de las editoriales y distribuidoras se suma a esta compleja situación. Es difícil encontrar personas capacitadas, con un bagaje que les permita buscar o sugerir adecuadamente al lector. Jaime Carrasquilla asegura que muchas librerías y fondos editoriales “no tienen gente preparada que maneje los libros. Lo que les interesa es vender: llegan mascando chicle, diciendo que hay ciertos libros y autores que están agotados o que no existen, y los libros están en el catálogo que el tipo no sabe que tenía”. Podemos ver que la supervivencia en medio de estos monstruos de la industria editorial no es fácil. En nuestra charla vimos que los libreros no están contentos con el tratamiento de las editoriales y distribuidoras. Existe un desequilibrio evidente en los términos de negociación frente a las grandes superficies y librerías de cadena, además de algunas políticas de descatalogación que van en contra de las fuerzas del mercado. Según ellos, las editoriales parecen estar muy distantes de las pequeñas librerías. Han descuidado la etapa de difusión y venta directa. No conocen la labor del librero, lo cual explica por qué subestiman estos puntos de venta que todo el año se encargan de circular sus libros, a pesar de que las editoriales y distribuidoras no sean equitativas en comisiones, en volúmenes, en la prontitud de la entrega de los libros y en la divulgación de la información. “En otros países las librerías juegan un papel fundamental. Los editores consultan toda la información que posee el librero respecto a las ventas y al público antes de que el libro sea impreso. Hay todo un proceso previo a la publicación que aquí no existe”, nos comenta Víctor Albarracín, indignado. Además de esto, hay libros que luego de unos meses de ser publicados pasan a ser descatalogados, enviados a bodegas y vendidos a comerciantes al por mayor. En la siguiente semana estos libros pueden ser encontrados en San Victorino a un precio promedio de 3.000 pesos, lo cual no es otra cosa que una competencia desleal por parte de las editoriales y distribuidoras. Esto hace cuestionar el sistema de precios y ridiculiza el intento de las librerías de conservar dichos libros y buscar venderlos al precio original. Por otro lado, está el problema de la piratería, que es una respuesta lógica a las condiciones en las que el proceso editorial se da. “Es evidente que si hay una mejor oferta en la calle, la gente no tiene que ir a una librería a comprar un libro mucho más caro”, increpa Víctor Albarracín. Así mismo, Adriana Laganis cree que la piratería se beneficia de esas políticas y desequilibrios de las editoriales frente a los libreros: “Cuando se abarca, en puntos de venta pequeños, a un sector de la ciudad y si a eso se le agrega el


posicionamiento oportuno con precios equitativos, se elimina al pirata”. En Colombia el libro sigue siendo un objeto de lujo para muchos. No existen colecciones realmente económicas a las que los estratos bajos puedan acceder. Se ha abierto un nicho perfecto para los astutos piratas que, viendo las necesidades del mercado, venden estos facsímiles en los semáforos incluso antes de que los libros originales sean lanzados oficialmente. Se atreven a entrar a las librerías para vender los plagios por una décima parte del valor comercial del libro original, dejando desconcertados a los libreros, que muchas veces no han alcanzado a vender las primeras copias. Pero aún para aquellos que tienen un poder adquisitivo más alto, el libro sigue entendiéndose como un objeto de lujo. Los colombianos no están interesados en la lectura, no quieren dedicarle tiempo ni dinero. El libro se ha ido relegando a la academia y, a la vez, ésta se ha encargado de acabar el misterio y el deleite de leer un buen libro. Hablando no como librero sino como maestro, Jaime Carrasquilla afirma: “La causa inicial de la ausencia de lectores, es que los colegios vacunamos a los jóvenes contra la lectura. Preguntar quién es el personaje principal y cuál es la trama es capar al lector, y los colegios siguen haciendo esto a pesar de que hace más de 150 años se sabe que eso es una estupidez”. El mismo síntoma relativo al bajo nivel de lectura se ha originado en las universidades. Hay una pelea constante entre los libros de texto e Internet. Los estudiantes han abandonado las bibliotecas y se han internado en una pantalla que con un clic despliega toneladas de información. A nadie le importa la calidad de su contenido, sólo se habla de la cantidad y la rapidez que brinda Internet. Jaime Carrasquilla ve que los jóvenes piensan que entrando a dos páginas de Internet tienen la información y si logran editar y pegar bien, tienen el trabajo hecho. Entramos así a bosquejar el perfil del lector colombiano. Un lector algo perezoso que no se atreve ir más allá de los best-sellers o recomendados del diario; un lector que no está dispuesto a invertir lo de una noche de fiesta en un buen libro que lo entretenga por algo más que eso: una noche; un lector que ha sido olvidado por quienes publican y reseñan en Colombia; un lector desubicado e ignorante. Se mueven de manera masiva libros y publicidad, pero el país no ha llegado a pensar de manera específica en las personas, ni en los temas que estas personas necesitan. La misma ausencia de criterio que vimos en la gran mayoría de libreros y vendedores también está presente en las pocas reseñas que el público colombiano lee: las del periódico. “Nos hace mucho daño lo que publican

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los periódicos sobre los libros más leídos. Los públicos que no están cerca de la academia o que no se dedican a leer pero que de pronto sienten interés se guían por los diarios de mayor difusión. Esta es una información completamente mentirosa: se dieron el lujo de sacar durante un año entero al Código Da Vinci como el libro más vendido, desconociendo el trabajo del resto del planeta”, critica Adriana Laganis. Hablando del perfil específico de lectores de las dos librerías, Adriana Laganis cuenta que en ArteLetra hay de todo: “Hay un público que a mí me encanta, son los adolescentes que descubrieron que los libros divierten, que son entretenimiento y que acompañan. Pero alrededor de eso hay estudiantes y maestros de colegio y universitarios, hay amas de casa del barrio, hay personas que trabajan en servicios generales en los hoteles que quedan cerca a la librería y hay ejecutivos del sector que son los más reacios, pero se acercan a la librería”. Por el contrario, Víctor Albarracín dice que cuando aparece un lector en Exopotamia “es un acontecimiento, entonces sobre esos acontecimientos no se pueden construir perfiles”. Dadas las dificultades y la poca viabilidad comercial de una librería pequeña, quisimos preguntar, para terminar, cómo ArteLetra y Exopotamia continúan en el negocio. Víctor nos cuenta con frustración: “Una cosa que ocurre constantemente y que entorpece el ejercicio mismo del librero es pensar: ‘¿Cuántos meses más voy a poder aguantar antes de que esto se derrumbe?, ¿qué más voy a tener que vender para lograr sobrevivir?”. Según Adriana Laganis, es difícil, pero es un negocio. De pronto no es el negocio más rentable, pero considera que hay que confiar en que es posible mantenerlo: “Nuestro trabajo es seguir muy comprometidos, porque la quietud nos hace cómplices, ¿no?”.

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Lamentablemente las librerías Exopotamia y Caja de Herramientas cerraron sus puertas al público en 2008. Enelmedio espera que esta entrevista sea una señal de alarma para que el gremio editorial y el Estado implementen programas de salvamento para estos espacios culturales que trascienden la actividad comercial.

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Una buena noticia es que los libreros decidieron agremiarse y fundaron la Asociación Colombiana de Libreros Independientes, Acli, cuyo objetivo es el fortalecimiento y la presencia activa de las librerías en la vida cultural del país. Hacen parte de Acli las librerías: Arteletra, Al Pie de la Letra, Babel Libros, Biblos, Casa Tomada, La Hora del Cuento, Librería del Fondo Cultural Económico y Prólogo, entre otras. Para facilitar el encuentro del público con los libros, han organizado eventos como el Festival del Libro Infantil y Ferias Callejeras como la de la Plaza de Bolívar en la celebración del Día del Libro.


Fotografías por Roberto Rubiano. 1. Galería fotográfica (Pasto). Negativos de 35 mm. Elaboración digital.


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Notas al pie para un texto nunca escrito alrededor de

Encuentros indiscretos

con el libro

Las instrucciones sociales de uso. Capítulo “Libro del desasosiego” “Leer libera” dice una campaña de promoción de lectura. Personalmente, los libros no me producen la sensación de libertad, mucho menos de placer; me atan e interpelan, me desvelan y me hienden. Si liberan algo son mis fantasmas y ese rostro mío que no quiero ver. Mejor diría: “Los libros se liberan”, porque son una turba incontrolable y posesiva, son una variedad del síndrome de Estocolmo, son las sirenas que cantan mientras la realidad de espejismos nos ata a su mástil. Las instrucciones sociales de uso. Capítulo “Gentes del saber” La profesora Lucía, luego de la consabida presentación al inicio del primer periodo escolar, anunció la lista de libros obligatorios para el año lectivo 1993. Este inventario lo encabezaba el Cantar de Mío Cid, seguido de El lazarillo de Tormes y Amadís de Gaula. Llegado este punto, la profesora Lucía —a pesar de los años su imagen en mi memoria impide que suprima el adjetivo— advirtió, “porque soldado advertido no muere en guerra”, que para la Semana Santa leeríamos El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Con cierta vergüenza tengo que admitir que era uno de esos estudiantes que se sentaban en la primera fila, sacudían el borrador y soñaban con ser amigos de los profesores. Este contexto es pertinente no como acto de contrición, sino para explicar mis ingentes esfuerzos para leerme estos libros completos y poder contestar los llamados “controles de lectura”. Con el transcurrir de los primeros meses, la profesora Lucía se alejaba de mi lista de posibles amigos profesores, porque yo nunca terminaba los libros y siempre llegaba con mi ejemplar debajo del brazo para mostrarle hasta dónde habían llegado mis bríos. Llegó Semana Santa y El Quijote de mi casa —hoy, creo que nadie lo había leído— tenía dos tomos de quinientas páginas cada uno.


El libro, ¿un fetiche? Capítulo “La hora del diablo” Fetiche: “(Del fr. fétiche). m. Ídolo u objeto de culto al que se atribuye poderes sobrenaturales, especialmente entre los pueblos primitivos” (DRAE, 2001). Lugar: Reclusorio Nacional de Mujeres El Buen Pastor. Fecha: 30 de abril de 2002. Claudia estaba sentada en una silla Rimax y, al igual que yo, esperábamos a Herminia, la directora de la Sección Educativa del penal. Ella iba a presentar su certificado de asistencia a los talleres de cerámica para su rebaja de penas, yo esperaba una autorización para comenzar un taller de lectura. Yo clavaba los ojos en el libro que tenía entre mis manos, pero una mirada penetrante me confundía las líneas, entonces levanté los ojos, la miré y sonreí. “¿Qué lee?”. Crítica de la razón pura de Kant, respondí con ese halo de autosuficiencia propia de un estudiante de filosofía y con la autoridad de quien tiene acceso al conocimiento. Las instrucciones sociales de uso. Op. cit. Capítulo “Libro del desasosiego” En el ámbito empresarial y en el sector educativo se encuentra en boga el concepto de habilidades comunicativas. Se pagan altas sumas de dinero y se consolidan PEI para que empleados y estudiantes adquieran destrezas escriturales y de lectura que aumenten su desempeño. No obstante, esta nueva ‘trampa’ del mercado sitúa el encuentro con el papel en blanco y los impresos en un terreno meramente operativo, con lo cual se ocultan las posibilidades de dispersar el deseo en la escritura y evocar, soñar y leernos en las palabras de otros. De nuevo, como tantas veces en la historia, se oculta el poder del lenguaje, del libro y la escritura. Las instrucciones sociales de uso. Ibid. Capítulo “Gentes del saber” Los cuatro primeros días de Semana Santa leí El Quijote incansablemente, pero a lo sumo pude avanzar hasta la primera parte del primer tomo. Entonces, acudí a la familia, y entre mis padres y mi abuelo pudimos “despachar” —palabras textuales de mi padre, pobre Cervantes— la primera parte. La profesora Lucía entró al salón y uno por uno fuimos acercándonos al pupitre —porque tenía tapa— de ella. Todos contestaban con propiedad y hablaban de episodios que no había visto en mi lectura. “González”. “Presente, profesora”. Me acerqué y justo cuando sentí el calor de mi anterior compañero en la silla, ella preguntó “¿Cómo murió don Quijote?”. No sirvieron de nada mis años izando bandera ni los costosos regalos del Día del Profesor, todo se fue por el retrete del Siglo de Oro español. Después, no volví a esforzarme, aprendí —de mis compañeros— a comprar los análisis literarios de color morado con amarillo que vendían en la Panamericana, pues allí salían las preguntas y respuestas de la profesora Lucía.

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El libro, ¿un fetiche? Ibid. Capítulo “La hora del diablo” Claudia me dijo que ella no sólo había leído a Kant, sino a Platón, Bacon y Nietzsche, y, con el mismo desprecio de mi respuesta, me abofeteó diciéndome que los había abandonado por la poesía. Entonces me interesé, corrí mi Rimax e indagué por esos encuentros con el libro. Ella dirigía una casa de prostitución en el barrio Santa Fe, que a su vez servía de fachada a una banda de jaladores de carros, cuyo ‘público objetivo’ eran las universidades. Claudia había impartido la orden de que todos los libros encontrados en los carros o en la casa de lenocinio le fueran entregados. Fue así como ella accedió a lo más selecto del conocimiento universitario, olió su molesto perfume y supo reconocerlo en el ridículo personaje que a su lado leía a Kant, en medio del encierro y del fracaso de la razón pura. Las instrucciones sociales de uso. Ibid. Capítulo “Gentes del saber” Hoy en día, veo a Lucía —nótese el atrevimiento y el desencanto— en el rostro de esa caterva de sepultureros que se pasean por los pasillos de las instituciones educativas llenos de esos constreñimientos sociales, que convierten el encuentro con el libro en un deber. Esos ‘deberes universales’ o ‘clásicos’ de lectura deberían estar a la espera —como todos los libros—, deberían sentarse y aguardar a que llegara su turno en el itinerario particular de cada lector. Sólo él tiene el derecho de escoger, suspender, desechar o repetir un libro y sólo él debe hacer la búsqueda —su búsqueda—, una búsqueda quijotesca. Como decía Harold Bloom: “Enloquecido por la lectura —tal como nos ocurre a muchos—, el Caballero va a la búsqueda de un nuevo yo…” (2005). Adiós, sepultureros; vengan los seductores. El libro, ¿un fetiche? Capítulo “El placer del texto” Se promueve la promoción de la lectura y, paralelamente, se promociona el uso de las bibliotecas. Personalmente considero que las autoridades encargadas de este tema deberían reconocer el rechazo producido por las bibliotecas públicas. Estos lugares constituyen el sueño de cualquier lector: obras valiosas abundantes y todo un universo de imaginación; no obstante, el objeto de deseo produce dolor, porque no es propio, es inhabitable. Los libros son ajenos, y cuando el lector ha olvidado esa sensación de préstamo, debe devolver ese objeto del deseo. Espero no ser juzgado, entiendo la poca y desigual circulación; pero hablo desde mi enfermedad y, como enfermo, sólo espero comprensión. Me expreso como quien habita entre libros, como el ‘maniático’ que decide subrayar una frase para volver después y recobrar ese instante vital, como quien decide guardar libros como reliquias y como quien sueña con un “espacio doméstico —y no público— [que] retire del libro toda función de ‘aparentar’ social, cultural, institucional” (Barthes, 1987). Hablo desde la sensación mística y erótica con el libro, desde la iluminación y la excitación, desde la memoria y el olvido.


Fotograf铆as por Roberto Rubiano. 2. Puerto Colombia (Barranquilla). Negativos de 35 mm. Elaboraci贸n digital.


22 Carlos Castillo Ilustraciones de Omar Andrés Penagos Todos los años, el Consejo Británico convoca al Premio Internacional Joven Editor del Año, un reconocimiento que intenta estimular el trabajo de editores junior destacados y socializar la industria editorial inglesa. Uno de los ganadores, Carlos Castillo ―editor de literatura de Norma― nos cuenta sus experiencias en una Inglaterra que, según su percepción, bien podría ser la capital mundial de la edición.


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na de las cosas que más me han impresionado en la vida desde que empecé a relacionarme con los libros es la belleza de los libros ingleses. Sus ediciones impecables, su dedicado uso de la tipografía, el equilibrio de sus cajas, la calidad del papel y la impresión y sus bellos ejemplares en tapa dura —tal vez el único lugar en el que puedo soportar el color dorado— me han producido, además de placer intelectual, un inmenso placer estético. En parte por esto la invitación del Consejo Británico a conocer la industria del libro del Reino Unido, como participante de un premio llamado International Young Publisher of the Year, que se concede por tercer año consecutivo, fue todo un acontecimiento para mí. Obviamente para un editor, y sobre todo para uno con poca experiencia, es muy importante saber cómo se trabaja en otros países, pero la posibilidad de desenmarañar la tercera industria del libro más grande del planeta es algo más que eso. Fueron diez días muy intensos de largas caminatas; insípidos sándwiches, es verdad que comen muy mal; uno que otro coctel, fiestas del té, esto debería ser todo una lección de vida para nosotros, pues hay que ser muy austeros para soportar fiestas a punta de té, y citas, citas y más citas con las grandes editoriales, los editores independientes, las librerías, las compañías de distribución, las instituciones de fomento a las artes, las universidades y, por si fuera poco, con los agentes literarios y otras editoriales extranjeras en la Feria del Libro de Londres, una de las ferias de negocios más importantes que se llevan a cabo cada año. No soy paisa, pero mi pronunciación en inglés se asemeja mucho a la de nuestro benemérito reelegible, aunque quiero aclarar que yo no estudié en Oxford, sino en la Universidad Nacional. Me di cuenta de que los ingleses son muy amables y tolerantes, pues acompañan sus discursos y respuestas con sucesivos lovely, cheers, thank you very much indeed y cosas por el estilo, y lo felicitan a uno por lo bien que se expresa. Aunque a la enésima vez que me dijeron “that’s a really interesting question” con un gesto de sorpresa, empecé a entender también eso de la ironía británica. Pero volvamos al punto. El mundo editorial británico es muy profesional. Hay universidades con carreras, cursos de verano y maestrías relacionadas con el mundo de la edición. Tienen diferentes énfasis, por supuesto, pues unas están dirigidas a la formación de editores clásicos, aunque

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sinceramente hay que tener mucho cuidado con este concepto, y otras se enfocan más en el mercadeo y la comercialización. Pero lo importante es que no se entra en este mundo por azar, es necesario tener bases sólidas, una buena formación para editar. En definitiva, hay que tener sobre los hombros el peso de una tradición. Algo similar puede decirse de las librerías. Se pueden encontrar librerías de viejo; temáticas, y vaya temas; megalibrerías de seis pisos; divisiones de libros en los supermercados, etc. Pero, de nuevo, todo es muy profesional. Es difícil corchar a los libreros ingleses, y no porque tengan memorias prodigiosas, sino porque están muy sistematizados y se preocupan constantemente por eso. Además, tienen que diferenciarse de la competencia. Si una librería es la que más vende, la otra es la que más títulos tiene; y la de al lado, la que más autores ofrece; y la de más allá, la que… Hay quinientas editoriales independientes en Inglaterra. Eso quiere decir que le dan trabajo al menos a quinientos editores, ¿habrá quinientos editores en Colombia? Publican de todo, desde grandes traducciones hasta pornografía. Esto lo digo porque generalmente se le atribuye al editor independiente un carácter heroico: es un incomprendido, o un defensor de la “cultura”, o cosas por el estilo. El punto no es ése, sino que se encuentra una variedad realmente admirable y con todos los matices. Es increíble, por ejemplo, ver la vitalidad de los editores escoceses, que han sabido encontrar su nicho a pesar de tener que competir con la poderosísima industria inglesa. Son admirables también las sólidas editoriales universitarias. La educación es uno de los mercados más dinámicos en Inglaterra, atrae a muchos extranjeros, y las universidades están en la obligación de alimentar este mercado con libros de primer nivel. Pero las grandes editoriales inglesas también son sorprendentes. Por supuesto, su objetivo principal es la rentabilidad, y sus fortalezas, la distribución y el mercadeo. Tal vez puede decirse que ganan más y arriesgan menos que el resto, pero el punto es que son capaces de ofrecer libros de todos los formatos para todos los públicos y a precios relativamente módicos, y eso, aunque muchos se quejen, también le da dinámica al sector. Estas reuniones me sirvieron para empezar a comprender el mapa de un mundo tan basto, y para observar cuáles eran los procesos subterráneos, y vaya si les gusta lo subterráneo, detrás de esos libros que me han causado tanta admiración. Entonces se descubre que hay algunas cosas que no generan tantos sentimientos de admiración. Así, se pasa de las hermosas ediciones a los recargados diseños, con espantosas letras doradas de los libros masivos; de los económicos libros de segunda de las librerías de viejo, a los injustificables descuentos de las grandes superficies; de


la buena energía de las pequeñas editoriales escocesas, a las interminables quejas de los editores independientes ingleses; de las variadas colecciones de las colosales editoriales, al hecho de que no parece importarles más que vender. Pero después de todo esto, hay algo que vuelve a causar admiración, y esta es tal vez la gran diferencia respecto a nuestros nacientes mercados latinoamericanos, y es la sensación de que parece haber mercado para todo. En la Gran Bretaña se publica demasiado y sobre cualquier tema: profundos ensayos sobre política global y sesudos estudios acerca de la vieja discusión bizantina de cuántos ángeles caben en la cabeza de un alfiler; graves análisis sobre la obra de Shakespeare y trascendentales hipótesis acerca de quién era él realmente —tal vez sería bueno para nuestro mercado que alguien descubra, por ejemplo, que García Márquez sufre de personalidad múltiple y que cada una de sus personalidades escribió un libro distinto—. En fin, se publica casi cualquier cosa, pero esto va íntimamente ligado al hecho de que parece haber un público para todo. No quiero ser incauto o dar la impresión de que estoy sorprendido gratuitamente. Obviamente, este es un negocio y está ligado al consumo, al mercadeo, al bombardeo de publicidad, etc. Pero los británicos parecen ser lectores voraces, y puede ser que lean mucha basura o que lean lo que les dicen que deben leer, pero un mercado en el que la tercera editorial de interés general factura cerca de 1.600 millones de dólares al año, con precios no muy superiores a los nuestros, no puede existir sin lectores. No es casualidad que Penguin haya creado los libros de bolsillo después de la Segunda Guerra Mundial. Esta fue una gran masificación del libro como producto, pero también una gran democratización. Uso palabras que pueden sonar terriblemente neoliberales, pero en realidad es puro Keynes: es mejor distribuir para crecer, que crecer para distribuir. El gobierno de esa época era laborista, y no neolaborista, como el de ahora. En el Reino Unido, el libro es algo al alcance de todos, y tal vez por eso todos pueden encontrar lo que les interesa leer. Hay editoriales que sólo se preocupan por encontrar libros que vendan cientos de miles, pero hay otras que publican libros que si bien no van a enriquecer a nadie, cubren sus costos y dejan lo suficiente para que los editores puedan tomar el metro para ir a trabajar y para comprar sándwiches. ¿Ya dije que comen muy mal?

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Margarita Valencia Ilustraciones de Jean Paul Zapata

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ace más de 30 años, en 1972, en un ensayo titulado “After the book?” (“¿Y después del libro?”), se preguntaba George Steiner con tono cansino qué sería del libro en un mundo en el que ya no resultaba tan evidente que el lenguaje tal como lo conocíamos seguiría dominando. Así que hoy resulta más que manido


el trío de jeremiadas que inevitablemente sustentan cualquier disertación sobre el tema editorial: la rentabilidad es el criterio predominante en las decisiones editoriales (“Todo el sistema se basa en los best-sellers”), los grandes grupos dominan el mercado y los editores han sacrificado “la ideología de su oficio” por los lujos y el estatus social: cito primordialmente a Schiffrin en La edición sin editores, pero en realidad Schiffrin sólo ha puesto por escrito una conversación que él y sus pares han (hemos) debido de tener un millón de veces por semana. Un credo acompaña las lamentaciones: mis artículos de fe dicen que un buen editor debe ser un gran lector, omnívoro pero con criterio; debe ser un perfeccionista, y debe ser capaz de asumir la responsabilidad intelectual que su oficio involucra. Pero este credo a ratos se me antoja tan carente de sentido como el padrenuestro en inglés que recitaba en coro en el primero elemental. Y a guisa de cierre de este comienzo, no puedo evitar exponer una conclusión casi tan trillada: las temibles leyes del mercado cierran unas puertas pero abren otras: gracias a la red, cualquiera puede publicar hoy: una página web, un comentario en los periódicos en linea, un libelo, una enciclopedia. “Es imposible juzgar la fiabilidad de la mayoría de las páginas web”, afirma Schiffrin, pero lo cierto es que los blogs están cambiando a grandes velocidades la forma de circulación de la noticia. En realidad, la conclusión suma a la premisa en vez de torcer su inexorable dirección: hoy en día se publica prácticamente cualquier cosa y para ello no sólo no se necesitan buenos lectores ni perfeccionismo —cualidad que evidentemente riñe con las necesidades apremiantes del balance financiero—. Parece en realidad que los editores se han convertido en un lastre para un negocio que quiere avanzar con mucha ligereza. El resultado es que en éstos, los mejores y los peores tiempos, tiempos de prosperidad, de exceso de información, de libre circulación de las ideas y de las mercancías, nuestra dieta impresa tiende peligrosamente a parecerse a la de la posguerra europea. Déjenme leerles un párrafo de un libro hermosísimo, Verde a gua, de Marisa Madieri: Cíclicamente nuestra dieta se volvía monótona, basada exclusivamente en las alubias. Mamá intentaba que su sabor fuese variado y para ello las preparaba de diferentes maneras. […] A pesar de estos intentos de disfrazarlas, al cabo de algunos días mi hermana y yo empezábamos a tragar con dificultad. […] El único

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que siempre estaba satisfecho era papá, que tenía un estómago de hierro, un apetito excelente que ningún revés podía estropear, y ningún capricho alimentario (p. 131). Lo publicó Editorial Minúscula, de Barcelona, en el 2000. Yo leí la copia que reposa en la Biblioteca Luis Ángel Arango y ya la devolví, de manera que ustedes pueden leerlo cuando quieran. Y cuando lo lean pensarán seguramente lo mismo que yo: que tal vez no es del todo cierto que el libro agonice y que no hay lugar para la belleza literaria. Y tampoco es cierto que no haya editores: evidentemente hay un editor tras Verde agua; dos, en realidad: el responsable de la edición italiana y el responsable de la edición española; dos editores conscientemente empeñados en hacer que el cíclope que todos somos aprenda a ver a Ulises escondido entre el rebaño.

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Ulises, el más humano de los héroes y mi favorito: cuando mi primo Hernando cumplió ocho años (siempre cinco semanas antes que yo), recibió una Odisea de regalo, y yo, desde entonces codiciosa de los libros ajenos, manosée interminablemente su sólida tapa negra, aprendí de memoria las olas encrespadas sobre el papel blanco y grueso, la cabeza inclinada del héroe atado contra las sirenas, los brazos musculosos del cíclope, que sostienen en alto una piedra grande como una casa, y lo leí y lo releí, como queriendo llevármelo a mi casa en la memoria. Después hubo otros libros: un volumen cuadrado, forrado en tela roja, con dibujos delicadísimos que acompañaban discretamente una colección de cuentos japoneses; un volumen de historias de la mitología griega, sólido, de Aguilar (la primera editorial en mi memoria), también forrado en tela y con un lomo sustancioso, y doble columna en el interior: promesa de placeres sin fin descubrí, que después se volvió tortura insoportable con el Amadís en la edición de Porrúa. Y otros: un cancionero francés en el que un carnicero se disponía a clavar un inmenso cuchillo a tres niños desnudos en un tonel, y mis primeros libros de bolsillo, las novelas de misterio de Nancy Drew, vestigios de la biblioteca infantil de mi primera y más amada maestra, Mary Allen. Siempre hubo otros libros: no concibo la vida sin libros. Así que la transición de la universidad a Carlos Valencia Editores, la editorial que mi padre acababa de fundar, fue completamente natural. También lo fue la decisión de hacer libros para niños. Pero mi modesto bagaje resultó insuficiente para enfrentar lo que más tarde todos reconoceríamos como el punto de quiebre del oficio tal como lo habíamos conocido hasta entonces (década de 1980): la incipiente y prometedora industria editorial colombiana que se empezó a celebrar a sí misma en 1987 con la primera Feria Internacional de Libro de Bogotá, cuando comenzó a mostrarse como lo que verdaderamente era: un auge de la industria gráfica que no ha podido mantener el ritmo de los cambios


tecnológicos. Y las largas discusiones sobre la naturaleza de la literatura infantil, sobre los formatos y las tipografías, sobre el papel de las ilustraciones, buscaron refugio en el regazo de los expertos y de los académicos porque ya no eran de buen recibo en las oficinas de los editores. Hasta entonces nos había sostenido la credulidad dieciochesca que defendía sin asomo de duda la relación directa entre la fabricación de libros y la formación de lectores. Una de las expresiones más interesantes de esta opinión ingenua y bienintencionada son las múltiples incursiones oficiales en el mundo de la edición, representadas en una azarosa serie de colecciones de libros editados y financiados por el Estado: la biblioteca aldeana, la biblioteca del poeta Rojas, la colección básica de Colcultura ideada y llevada a cabo por Juan Gustavo Cobo Borda, la colección de Samper. Algunas de estas ediciones llevaron a cabo una muy necesaria labor de rescate de la historia intelectual colombiana; pero dudo que hayan alterado nuestros hábitos de lectura más allá de los círculos intelectuales y elitistas. Y a juzgar por las cifras que manejamos hoy, fracasaron estruendosamente en su cometido de crear y fortalecer una comunidad de lectores. El caso es que en algún momento a finales del siglo pasado también desapareció la ilusión de una relación de causalidad entre la fabricación de libros y la formación de lectores. De hecho, la mayoría de los editores dejaron de hacer libros para los lectores y éstos pasaron a ser del dominio de los maestros, de los promotores de lectura y, más recientemente, de los bibliotecarios. Cuando hablo de lectores me refiero, por supuesto, a lectores formados: me refiero a Baryshnikov y no a los alegres y patéticamente torpes bailarines de salsa de los fines de semana cuyas filas a veces engrueso. Porque leer (como bailar) es un placer, no hay quien lo niegue, pero es un placer difícil: nos molesta la pedantería de un Harold Bloom que incluye a

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Shakespeare, a Blake y a Wallace Stevens entre los poetas que amó en la infancia. Pero sobre todo nos perturba. ¿Cuántos de nuestros lectores podrían leer a Shakespeare al lado de los álbumes de colores que a veces les entregamos haciéndolos pasar por libros?

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Nos lanzamos de cabeza a la modernidad, pero la modernidad no resultó tan emocionante como habíamos esperado. Cortamos ataduras con el pasado (creímos cortar amarras con el pasado) y sólo cuando nos descubrimos a la deriva caímos en la cuenta de que los libros —los libros que amamos— nos amarran con lo que fuimos y nos sirven para tender puentes hacia lo que seremos: es a esto a lo que me refería cuando hablaba de la responsabilidad intelectual del oficio. “La verdadera dificultad en la educación moderna —escribió Hannah Arendt en 1960— yace en el hecho de que por su naturaleza no puede prescindir ni de la autoridad ni de la tradición y sin embargo debe suceder en un mundo que no está estructurado por la autoridad ni está cohesionado por la tradición” (“The Crisis in Education”, en Between past and future, p. 195). Otro tanto se puede afirmar, creo yo, de la crisis en el mundo editorial: en el mundo valiente y feliz que hemos creado “el pasado ha dejado de iluminar el futuro y la mente humana vaga en la oscuridad”. La cita es de Tocqueville, de La democracia en América, publicada en 1835: vamos y volvemos como lanzaderas, queriendo siempre romper “los grillos forjados por la mente” para poder ejercer “las divinas artes de la imaginación” que William Blake nos descubrió. Así que no podemos bajar la guardia y declararnos impotentes ante los embates despiadados del mercado. No podemos dejar de lado nuestra responsabilidad, cualquiera que sea el medio que utilicemos (el papel, la pantalla, la lengua): es ella, y su mandato de asumir una idea y defender una postura en todo lo que hacemos, la que hace al buen editor y, por ende, la que sirve de guía a los lectores en un mundo superpoblado de publicaciones de toda índole. Es más fácil hablar de lectores que de buenos lectores; más fácil aún, de compradores de libros. Pero los resultados cuantificados son el pathos fácil de los malos editores. Es el momento de decidir, para citar de nuevo a Hannah Arendt, “si amamos este mundo lo suficiente para hacernos responsables de él y, por esa misma vía, salvarlo de la ruina que sería inevitable de no ser por la llegada de lo nuevo, de los jóvenes”. Es nuestra obligación preparar a los niños con anticipación para la tarea de renovar el mundo que compartimos: la dieta de alubias no basta.



Arte Educaci贸n Continua


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